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EL VENDEDOR DE JUGUETESIlustraciones: José Guadalupe Posada

2013 D.R. © Instituto Cultural de AguascalientesDirección EditorialVenustiano Carranza 101, Centro,Aguascalientes, Ags. [email protected]

ISBN impreso: 978-607-7585-79-4ISBN digital: 978-607-9444-03-7

Impreso en México

EL VENDEDORDE JUGUETES

(CUENTO)

ILUSTRACIONESJOSÉ GUADALUPE POSADA

PRESENTACIÓN

Seguramente a ti, que estás leyendo esto, te gustan los cuentos. Es-tos relatos existen desde hace muchísimo tiempo y están presentes en todas las culturas del mundo. En un principio se inventaban, no sólo para divertir, sino también para dejar enseñanzas en los chicos y grandes. Lobos, cerditos, dragones, princesas, caballeros, magos, hechiceras y muchas otras criaturas fantásticas han poblado estas historias que nos siguen fascinando.

Pero no siempre los cuentos han tenido finales felices o perso-najes encantadores; hay algunos cuyas historias podrían parecerte tristes porque hablan sobre personas y sucesos trágicos. Existen relatos que se contaron infinidad de veces a los niños que vivieron en México hace poco más de un siglo y ellos nunca escucharon al final la famosa frase: “y vivieron felices para siempre”.

José Guadalupe Posada, el más célebre de los grabadores mexi-canos, ilustró esta historia que tienes en tus manos y que pretendía asustar a los niños para que se portaran bien. El Gobierno del Esta-do, a través del Instituto Cultural de Aguascalientes, te invita a que admires el trabajo que “Don Lupe” hizo para los niños mexicanos y que, además. conozcas algunos de los relatos que los estremecie-ron. ¿Te atreves?

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EL VENDEDOR DE JUGUETES(CUENTO)

A mediados del mes de diciembre, en la plaza mayor de México y por el lado norte del Zócalo, se veían levantadas humildes casuchas de madera, provistas de infinidad de chucherías de delicado gusto para las posadas y dulces para los muchachos.

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Numerosos grupos de gente se veían al frente de aquellos puestos que ostentaban en sus mesas muchas curiosidades de distintas materias; desde las de quebradizo barro, hasta las de duro fierro, estaban allí labradas por la paciencia del hombre y revestidas de vívidos colores, ora de pintura, ora de estampado en género nuevo, cuyos recortes se aprovechan en aquellas chucherías caprichosas, que se hacen para las posadas.

Aquellas mesas parecían una infatigable ruleta que giraba en derredor de los curiosos con vertiginosa precipitación, formando variadísimas figu-ras, mosaicos caprichosos que divertían las inocentes miradas de los niños, que, alzando las manos hacia los dueños de las chucherías, les pedían todo, les exigían, si se puede decir así, que les bajaran todo el puesto para com-prar un pastor, una pastora, una Virgen, un San José, una mula o un portal de tejamanil pintado y adornado con el sol, la luna y un cometa, adornado de nubes y estrellas de distintas magnitudes, a las que Flammarión jamás intentó estudiar con su poderoso telescopio.

Entre aquellos cuchitriles hechos de vigas viejas y tablas sucias, embe-tunadas con agua de cal, con un poco de color azul para darle más vista a la pintura, se veía un puesto de apariencia humilde con su consabida mesa al frente, vestida con un lienzo blanco y sobre la que posaba una pequeña escalera hecha con cajones, donde resaltaba como con aire de triunfo entre los demás juguetes de Navidad un Niño Dios de pasta barnizado, güero, con sus cairelitos echados sobre los hombros, con unas hermosísimas fac-ciones, entre las que resaltaban sus negros ojos de esmalte, cercados por una espesa y remangada ceja, su finísima boquita y sus labios de encendido color, vestido con una curiosa tuniquita azul y asomando sus manecitas y sus piececitos muy bien pintados y gordos, sin exageradas formas que pu-dieran desfigurarlo o desvirtuarlo en su escultura, que era de sumo gusto.

Dentro de aquel puesto y al cuidado de todas aquellas chucherías había tres personas: un hombre, una mujer y una pequeña niña, de pobre aspecto, pero muy aseados de sus ropas.

La pequeña niña, a quien sus papás daban el nombre de Angelita, no quitaba ni un momento la vista de aquel Niño, del que estaba enamorada desde el primer día que formó parte del botín de Navidad, en el puesto de su padre.

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Cada vez que algún chico o chica se acercaba al puesto y preguntaba el precio del Niño Dios, ella se ponía pálida, pues se le figuraba que ya se lo iban a separar de allí, que se lo arrebataban de las manos o al menos de su vista, siendo que en dicho Niño había concentrado todo su inocente cariño.

Su padre lo había comprendido todo, y, temeroso de que su niña se en-fermara el día en que tuviera que vender aquel Niño Dios, dispuso quedarse solo en el puesto para poder obrar libremente en su negocio y hacer olvidar a su pequeña hija lo que era causa de aquella inocente pasión. Así fue como al siguiente día ya no se vio por el puesto de juguetes ni a la señora ni a la niña, quienes quedaron en su casa a esperar al esposo a la hora en que éste se retiraba por las noches cargando con su juguetería.

El Niño Dios, que era el de más valor de todos los juguetes que lo rodeaban, ya se hacía viejo encima de la mesa del puesto, y no porque fuera despreciado de cuantos lo veían, viejos y muchachos, sino por el excesivo precio que por él pedía su dueño, en virtud de que sabía que aquel Niño era el encanto de su hija, por cuyo motivo le había subido de precio, pues se proponía venderlo bien o no venderlo, porque le pa-recía una profanación del cándido amor de su hija, vender aquel Niño a precio moderado.

Todas las noches, cuando el padre llegaba de su negocio, lo primero que Angelita hacía, al ver descargar la pesada caja de juguetes, era acercarse a ella para buscar al Niño, y como lo viera, toda la tristeza que durante el día la había agobiado, se transformaba en regocijo; corría de aquí para allá con-tentísima, tal parecía que ya era suyo, que ya jugaba con él y con sus gracio-sos cairelitos; que lo vestía, y más que eso, que lo ataviaba a su satisfacción como a su rey; porque rey era aquel juguete para Angelita, que lo había puesto dentro de su inocente corazón como el único que en la vida pudiera formar su distracción. Llegó al fin el penúltimo día de la novena, es decir, llegó la víspera de Noche Buena, y el pobre padre de Angelita se encontraba descontento porque en la casa faltaba la comida y la cena de vigilia, y eran las diez ya y no había vendido cosa que valiera la pena para cubrir ese gasto que se ha hecho preciso para todos. Gentes iban y venían y casi ninguna se fijaba en su puesto de juguetes y era hasta cierto punto natural, pues ya en los últimos días, temiendo quedarse con aquellos objetos, que sólo sirven

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de año en año, no quiso hacer ni comprar otros por temor de quedarse con ellos y perder su dinero; cosas de los pobres cuando la emprenden en cualquier negocio.

Sólo el Niño quedaba allí para cerrar la última venta del día, pues los demás objetos, valorándolos todos, no harían el total de un peso, cosa

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demasiado corta para cubrir las exigentes necesidades de tan alborotado día. Pero, ¿cómo vender al Niño? ¿Cómo traspasar el sensible corazón de su pequeña hija, cuando ésta, puede decirse, había condensado todo su cariño en aquel Niño Dios? Al fin el día se pasó y el Niño permaneció en la casa y volvió a hacer sonreír a Angelita, por última vez.

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–¿Qué haremos? –dijo el pobre hombre a su esposa–, ¿qué haremos para cubrir el gasto de mañana?

El pobre padre observó de soslayo el efecto que a su hija hacía aquella pregunta que dirigía a su esposa.

–Ten paciencia, le dijo la buena señora, mañana Dios dirá. Tal vez en-cuentres quién te compre el Niñito y te lo paguen a buen precio.

Al escuchar esto Angelita se puso trémula y agitada, revelando desde luego la pasión que le tenía al Niño, y sin poderse contener prorrumpió en doloroso llanto, rogándole a su padre que no se lo vendiera.

El padre le besó la frente y la acarició bastante diciéndole que en cambio de aquel Niño le traería unas libras de colación fina y su piñata, para que jugara con ella a la siguiente noche.

La inocente niña no pudo contener el doloroso llanto por más esfuer-zos que hacía para disimular la pasión que le tenía a aquel Niño, que no lo hubiera cambiado ni por los tesoros más estimables del mundo; pues en su tierna edad era el único objeto que le distraía y en él había cifrado todo su cariño; así que cuantos juguetes le hubiera llevado su padre en cambio del Niño, por preciosos que fueran, todos los hubiera visto con desprecio.

A las muchas súplicas y convencimientos de su padre, Angelita procuró manifestar aparentemente su conformidad, pero ya no había remedio, el corazón de la niña estaba enfermo y para volverla a la vida no había más que conservar al Niño en su poder. Al pronto sofocó su llanto y pareció conformarse con las observaciones de su padre, pero dentro de su inocen-te corazón aquellas palabras imprudentes habían hecho una herida mortal.

Al otro día, es decir, el día de Noche Buena, su padre se marchó y la pequeña Angelita se quedó muy triste al lado de su mamá, quien trataba de consolarla de cuantos modos le era posible, haciéndole ofrecimientos halagadores para los niños; pero Angelita siempre permanecía con un sem-blante triste.

Durante el día, su padre vendió cuanto pudo de juguetitos inferiores que no llegaban a completar la utilidad que se deseaba; así es que no había más recurso que procurar la venta del Niño, aunque para el pobre padre era

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un tormento deshacerse de él, por el tiernísimo cariño que le tenía Ange-lita. Pero no había otro recurso, las horas avanzaban sin provecho alguno, hasta que por último volvió a sacarlo al puesto, pues ya lo había separado; sin embargo, el afligido padre vacilaba en si lo vendería o no, en los mo-mentos en que se le presentó nuevo postor, ofreciéndole mucho más de lo que el Niño valía, a lo que accedió el padre en vista de los diez pesos que recibió por el Niño.

Llegó la noche y cargó con las existencias que le quedaban de otros ar-tículos; pero sin los de juguetería, porque todos los había vendido, con el loable fin de tener lo necesario para proporcionarle a su esposa y a su hija una opípara cena que era todo lo que deseaba.

Por fin llegó a su casa, puso el cajón sobre una cómoda y empezó a des-cargarlo; traía botellas de vino Jerez y tinto, encurtidos y mariscos comunes y de poco precio, la colación y la piñata; pero ya no venía el Niño.

Angelita aparentó no tener disgusto, y más todavía, se fue al cuello de su padre como para darle las gracias por haberle comprado su colación y piñata para que jugara. Todo parecía haberse allanado, pero advertían aquellos pobres padres, que la obediencia de Angelita era un disimulo y un modelo de virtud.

La pesadumbre de Angelita no podía ser disimulada por más que ella quería, así es que a pesar de su tierna edad, pensó que era más prudente retirarse a su lecho, pues ya le ahogaba el dolor de verse sin el objeto único que adoraba en su tierno y sensible corazón.

Sus padres consintieron en que la niña se retirara a dormir, mientras ellos preparaban la cena, la que después de una hora ya estaba lista; enton-ces llamaron a la niña por varias veces, y mirando que no contestaba, la de-jaron que durmiera otro rato, para que se levantara más contenta, y después de cenar se entretuviera en romper la piñata.

Por fin llegó el momento anhelado de la cena…La madre y el padre ocurrieron a despertarla, pero cuál sería la sorpresa

de sus infortunados padres, al tocarla por varias veces y ver que la niña no se movía, le tocan el rostro y ven con inexplicable sorpresa que la niña era ya un cadáver. Así terminaron estos desventurados padres la trágica y fu-

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nesta noche del 24 de diciembre. La cena se les tornó en un veneno rápido, destructible y momentáneo.

¡Pobre niña! ¡Murió de la tristeza de verse sin aquel Niño en quien había concentrado todas sus afecciones inocentes y de bastante sensibilidad para la niñez!

Fin