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El Tesoro escondido del Puerto de Palos. Gerónimo El Ciudadano 2008.

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El Tesoro escondido

del

Puerto de Palos.

Gerónimo El Ciudadano 2008.

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En una casita chiquita y muy blanca por allá por la región de Valladolid, localizamos

una figura medio escondida detrás de un grueso árbol cuya sombra la hacía

prácticamente invisible desde la casita.

La figura era una silueta humana que pertenecía a una mujer, cuyos oscuros ojos eran

lo único brillante que se apreciaba entre la penumbra, ojos que parecían tener luz

propia, una luz interior intensa, espléndida; no se alcanzaba a ver ninguna otra

característica del rostro que permanecía oculto por las sombras emanadas de espeso

follaje, escondidas, además, por una especie de capucha de color oscuro.

No se podía apreciar la altura de la mujer, pues no había punto de referencia, el

enorme árbol, que seguramente había estado en ese lugar por muchos años y había

sido testigo de muchos acontecimientos prodigiosos, totalmente nuevos y

desconocidos para los habitantes de Valladolid por sus colosales dimensiones

empequeñecía cualquier objeto junto a él.

De repente, la breve brisa que acariciaba el hermoso atardecer subió de intensidad y

permitió apreciar fugazmente el rostro de la mujer; en realidad solamente pude

apreciar el perfil derecho, rápidamente iluminado y en la brevedad del momento, me

pude dar cuenta de que era un hermoso perfil, fino, delicadamente afilado, pálido, de

atractivas proporciones, con el mentón ligeramente retraído, como si estuviera viendo

hacia abajo, hacia el suelo, en actitud meditativa.

Los ojos, bajo la luminosidad instantánea, brillaron como carbones encendidos y se

pudo apreciar que estaban adornados por largas y rizadas pestañas; la boca

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firmemente cerrada, se veía pequeña pero enérgica, con un gesto de concentración

obediente a impulsos de un cerebro y un corazón acelerados por la expectativa.

¿Expectativa? ¿De qué? ¿De quién? ¿Quién era esa mujer’ ¿ Que estaba haciendo allí?

Su mirada fija y brillante, no dejaba de observar la casita chiquita y muy blanca.

En esa casita, hacía tiempo se había aposentado un hombre interesante, con

apariencia de extranjero y de edad indefinida, pero era un hecho fácilmente

comprobable que resultaba ser de mucho más edad que la edad de la mujer que tan

fijamente observaba la casita en la que ahora vivía el anciano y respetable varón.

Decían los lugareños que era un marinero, un viejo marino que había recorrido lugares

a donde nadie nunca jamás había ido, una especie de Marco Polo, que relataba

maravillosas aventuras e increíbles descubrimientos ¿Qué relación podría haber entre

este hombre misterioso y la mujer cobijada en medio del magnífico árbol?

Se extrañaban los vecinos de la variedad de personas que aparecían a visitar al anciano

marinero, que yo sabía no era propiamente anciano, sólo aparentaba serlo; pero su

cabello ralo, muy fino, poco profuso, le daba la impresión de ser mucho mayor en

edad; tal vez las decepciones y una vida agitada cobraban prematuramente a su

juventud, y eso le hacía aún más interesante; creaba e impulsaba una sana curiosidad,

pues era innegable la energía que se desprendía de su persona e inconscientemente

uno deseaba conocer más, saber, acerca de aquel hombre.

Yo me había topado varias veces con él en algunas de las hermosas y torcidas callecitas

de aquel rumbo de Valladolid por el que solíamos pasear en las tibias tardes envueltos

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en nuestros pensamientos, él tal vez perdido entre sus recuerdos, yo con un incierto

presente y mas incierto futuro.

El encanto y la desesperada atracción hacia lo desconocido emanaban de ese hombre

como un magneto irresistible, con un aura casi mágica, un algo intangible pero cuya

presencia se hacia patente en cuanto se cruzaba la mirada con él y en el fondo, muy en

el fondo de sus ojillos azules, se veían claramente las señales del un conocimiento

personal de cosas fuera del devenir cotidiano.

Perdido estaba en estas meditaciones, que ni cuenta me di que la mujer había

abandonado el refugio del frondoso árbol y lenta pero decididamente, se encaminaba

hacia la casita.

Esperando que no se diera percatara de mi presencia, pude apreciar que iba casi

totalmente envuelta en una especie de abrigo con capucha, bastante largo, de amplio

vuelo y de intenso color azul marino; mi ignorancia en esos menesteres femeninos me

impedía saber que era un hábito, que ese abrigo no era tal, que era el uniforme

adoptado por unas religiosas dedicadas al cuidado de enfermos en un hospital lejano.

La curiosidad y la ignorancia hacen una pareja que a la ciencia no sirve bien, pero que

en el mundo práctico del diario vivir y convivir es muy útil, aunque en ocasiones

conducen a problemas o a situaciones muy por fuera de la comprensión cotidiana.

Parece ser que ella no se dio cuenta ni de mi persona ni de mi interés, pues, como

decía; lenta pero decididamente llegaba a la reja de entrada de la casita, que seguía

siendo chiquita y muy blanca y no parecía haber cambiado en apariencia con esa mujer

parada silenciosamente ante la gruesa puerta de tablones de roble que resguardaba

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quien sabe que misterios; salvo quizá que se había hecho mas luminosa, mas visible,

como que su blancura se había acentuado.

Solo hacía falta que levantara su brazo y tocara la aldaba de bronce, la que con

mágicos sonidos le permitiría traspasar el umbral hacia lo desconocido, hacia los

secretos de aquel marinero que ahora vivía allí.

Vi como levantaba el brazo; a la distancia me figuré que temblaba, deseche la

impresión; pero la mano no se atrevía a tocar, no quería despertar el sonido

asombroso que llamaría a quien estuviese detrás de la puerta.

Su indecisión se transformó en pesada explosión de espaciosa actividad; lentamente

bajó la mano, su figura entera se estremeció, impulsada por incógnitos pensamientos

que impulsaban su cuerpo hacia adelante.

Pensé que tocaría directamente a la puerta, que cambiaría la aldaba por el suave roce

de su mano en los recios y burdos maderos; pero estaba equivocado ¿Qué sabía yo?

¿Por qué presumía que tocaría con su mano?

En vez de acercarse a la puerta, en vez de llamar, siguió de largo, comenzó a caminar, a

alejarse de donde yo estaba, a alejarse de la casita chiquita y muy blanca, a

distanciarse del marino.

¿Por qué? ¿Por qué había estado quien sabe que tanto tiempo oculta bajo el árbol, con

la mirada clavada en la casita? ¿Por qué ha salido de ese su elegido refugio y ha

caminado hasta la puerta? ¿Porque se arrepiente? ¿Porque no toca? Ni con la aldaba

ni con la mano, ¿Porque se va? ¿A donde va? ¿Quien es? ¿A que vino?

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En uno de esos impulsos que no se sabe de donde provienen o que objetivo persiguen,

decidí seguirla. Seguramente no caminaría más rápido de lo que yo podría hacerlo; y

aunque siempre se me había dicho que hay que pensar antes de actuar, y estaba más

que convencido de la sabiduría de tal dicho, las interrogantes que llenaban mi mente

nublaban mis convicciones y me impedían razonar.

Empero, a medida que caminaba, el raciocinio volví a mí, ¿Qué tenía yo que ver con los

acontecimientos que me había tocado en suerte presenciar? ¿Por qué había ido

precisamente por esa calle y me había detenido frente a la casita chiquita y muy

blanca? ¿Habría algún poder superior que maneja a los seres humanos como

marionetas y les hace hacer cosas fuera de su comprensión o voluntad? ¿Por qué he

sido yo quien ha descubierto a esa mujer, a esa criatura, ocultándose bajo la sombra

del más notable árbol de toda la calle? ¿Esa criatura es mi destino?

En un principio la mujer caminaba con cierta prisa y a pasos menudos pero rápidos se

había distanciado un poco de mi, pero al cabo de un rato, que bien pudo haber sido un

instante o una larga hora, empezó a caminar con menos determinación, más

pausadamente, sin voltear hacia ningún lado, impulsada sin duda alguna, por la fuerza

interior que había yo visto reflejada en sus ojos.

Llegó frente a la Iglesia del Sagrado Corazón, y por un instante, sumido como iba en

mis propias interrogantes, me sentí desfallecer, el sitio vivía colmado de gente, alguna

celebración estaba en proceso y sabía que si la perdía de vista, me sería difícil, si no

imposible encontrarla; por experiencia propia, conocía perfectamente que el mejor

lugar para perderse es en medio de una muchedumbre.

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Acallé las dudas que mis propias respuestas me planteaban y aceleré el paso;

afortunadamente, no fue necesario, la monja, (yo mismo me había auto convencido

que esa criatura de grácil figura era monja), sólo se detuvo un momento ante la

entrada y prosiguió su camino.

Caminó unos cuantos pasos más y se detuvo ante otra maciza y enorme puerta a la

que tocó con suavidad; una mirilla disimulada entre el robusto portón se abrió por un

momento, lanzando un rayo de luz sobre el rostro de la dama que tan

arrebatadamente yo seguía.

Al cabo de un minuto la mitad del grueso portón se abrió, dejando entrever un enorme

y cuidado jardín y unos coros melodiosos llegaron hasta mis oídos, la monja entró y

con sonoro ruido la puerta se cerró a sus espaldas.

Permanecí sobre la acera algunos instantes como un desorientado tonto, viendo hacia

un lado y hacia otro; el alto muro, con escasas ventanas fuertemente enrejadas,

permanecía inaccesible.

Otro impulso se apoderó de mí ser y temblando, sin darme cabal cuenta de lo que

hacía, toqué con innecesaria fuerza sobre la puerta, incapaz de descubrir la mirilla que

momentos antes se había abierto.

Perdí la noción del tiempo; aún hoy, que lo recuerdo perfectamente, como una visión

o sueño que yo mismo protagonizo, no se si pasó largo o corto lapso antes que la

mirilla se abriese de nuevo y una voz áspera pero al mismo tiempo apacible, inquiría

que era lo que deseaba.

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Volví a sentirme aún mas desorientado y más tonto ¿Qué quería?, ni yo mismo lo

sabía, pero dije que deseaba hablar con la monja que había entrado unos minutos

atrás.

Sin decir más que algunas palabras que interpreté como instrucción de esperar, la

mirilla volvió a cerrarse, ahogando en su cerrar los melodiosos coros que cesaron de

improviso como si nunca hubieran sido emitidos.

¿Cuanto tiempo pasó?, no se decirlo, pero yo estaba punto menos que petrificado en

el lugar, con mi corazón latiendo inexplicablemente veloz.

Un chirrido intenso y un haz de luz, me hizo volver a un estado cercano a la

normalidad; la puerta se había abierto y la misma voz, menos áspera y menos dulce

esta vez, me invitaba a entrar, indicándome que le siguiera.

Como poseído, como en trance, sin mediar más palabras, la seguí.

Vi el enorme y cuidado jardín, con una grande y hermosa fuente de piedra en el

centro, rodeada de cuatro bancas de la misma piedra que en la fuente vi, y ahí me

indicó que podía sentarme y esperar.

¿Esperar? ¿A qué? ¿A quien? ya me estaba cansando que mi mente sólo hiciera

preguntas, lo que quería yo eran respuestas, pero algo en mi interior me indicaba que

estaba progresando, que el destino me deparaba aún más sorpresas.

Al cabo de otro largo lapso, o al menos a mi me pareció largo, llego la portera, con otra

religiosa que traía el mismo hábito en forma de abrigo con capucha como con el que

yo había visto a mi perseguida.

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No sabía que decir, no sabía por donde empezar a justificar la intrusión que hacía en

ese monasterio o convento.

Balbuceante le dije que quería hablar con la monja que acababa de entrar; la religiosa

ni siquiera preguntó porqué, solo me dijo que esperara.

Como podrán comprender todo esto era muy extraño, todo esto contribuía a envolver

con más misterio y a cubrir con más velos de incertidumbre lo que estaba ocurriendo;

ya nada parecía real, hasta llegué a pensar que era un sueño del que pronto algún

acontecimiento banal e intrascendente me despertaría.

Con el tiempo convertido en eternidad por la ansiedad de la espera, en algún

momento posterior a esos instantes de mental confusión, se presentaron ante mí dos

personas.

Ya no recuerdo como era la primera persona que la portera trajo ante mí en las bancas

de piedra; a mí entender, la imagen de la religiosa permanece escondida en algún

recoveco de mi memoria; sólo tenía ojos para la otra, para la monja que había seguido

desde la casita chiquita y muy blanca.

El hermoso perfil que fugazmente había percibido, hacía juego con la simetría y belleza

de las facciones que de frente a mí me miraban, y en esos ojos oscuros, en vez de brillo

intenso, se percibía una cierta fatalidad, una nube de pesimismo y quizá de esperanza

también.

Silenciosamente se sentó, arreglando la capucha que cubría su cabeza, en forma tal

que me permitió ver la perfección de su rostro, ovalado, proporcionado, similar al de

una Madonna italiana que hubiese posado para alguna pintura del Renacimiento, los

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labios seguían conservando ese aspecto de firmeza que llamaron mi atención desde el

primer instante, pero su expresión ahora no era de concentración o determinación,

acaso poseía un aspecto suave, delicado, hasta con cierta dulzura perversa, eran como

una tentación, como algo prohibido cuya sola vista despierta ancestrales impulsos.

La frente alta, amplia, sin ser grande, evidenciaba inteligencia y sagacidad, tal vez

demasiada para una persona que no debía tener más de 25 o 27 años de edad, pero

que señalaban una madurez muy superior a sus tiernos años.

Los ojos; los ojos, esos que me habían cautivado; sí, ahora me daba cuenta, estaba

cautivado por ellos; al volverlos a ver, al posar ellos su mirada sobre mí, resolví una

interrogante que no me había hecho en voz alta, que ni siquiera había formulado, pero

que ahí estaba: estaba apresado por ellos, no había la menor duda.

Y ese conocimiento, esta sensación de saber, hizo que el sosiego volviera a mi interior;

ya no me importaba otra cosa más que saber quien era esta dulce y adorable monja y

que estaba pretendiendo hacer en la casita chiquita y muy blanca; el mundo exterior

había dejado de existir, solo éramos la monja y yo, en una banca de piedra, frente a

una fuente cantarina; conociéndose sin pretenderlo, unidos por un destino

desconocido.

Era el la presencia del destino, sin la advertencia de los implicados.

Preguntó quien era yo, que hacía allí.

Balbuceando al principio, le dije que no era nadie, que la había visto cobijada en el

árbol frente a la casita chiquita y muy blanca y que una voz interior con gran fuerza me

dijo que algo estaba pasando o a punto de pasar.

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Ya para entonces había encontrado el habla y podía articular bien las palabras, ya no

balbuceaba tontamente como al principio.

Le dije que su conducta irresoluta había despertado dudas, y mi interés, la curiosidad

y una inexplicable ansiedad me habían propulsado a seguirla; la había seguido, puesto

que tenía el presentimiento de que algo estaba por ocurrir y tenía temor de que fuera

algo malo para ella. Sonrió con dulzura y no respondió nada.

Bajó la vista, cruzó las manos. Imaginé la vorágine que estaba pasando por su mente

y lo inadecuado de mis torpes explicaciones.

Dijo que todo el asunto era una larga historia y que tendría que pensarlo muy

detenidamente antes de decidir si tendría la autorización para decírmelo.

Su expresión había cambiado, ya no era ni tranquila ni serena; era agitada, algunas

chispas de la intensidad antes percibida brincaban en fondo de sus ojos y algo me dijo

que no debía presionarla ni exigir nada.

Si lo que sentía, sin poder explicarlo, era similar a lo que ella sentía, no haría falta

explicación alguna.

Dije que no era mi intensión molestarla ni mucho menos perturbarla.

Las chispas de sus ojos se apagaron, volvió la dulzura a su expresión y dijo que, si yo lo

querría, volveríamos a vernos, ahí mismo, en las bancas de piedra, frente a la fuente

tres días después; y que entonces explicaría todo y mi curiosidad quedaría satisfecha;

algo le había dicho que podía confiar en mí.

¿Qué podía hacer sino aceptar sus términos?

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¿Debería vigilarla en secreto durante ese tiempo para evitar que huyera? ¿Estaba

huyendo de algo? Nuevas interrogantes surgían, nuevos temores, mayores dudas.

Sin embargo, las voces interiores habían sido reemplazadas por una voz predominante,

más fuerte, que me decía, que me urgía, a aceptar esa condición y esperar esos tres

días que con seguridad me parecerían tres siglos. No había otra cosa lógica que

hacer.

Con gran pesar, que procuré esconder, le dije que si ese era su deseo, yo era su

esclavo, que así lo haríamos y sin más, me despedí, caminando lentamente hacia el

portón llevando en mi conciencia un sentimiento de pérdida y quizá hasta de

desilusión, pues sentía que sus ojos taladraban mi nuca y me enviaban mensajes que

no alcanzaba a comprender.

El sonido seco del portón al cerrarse acabó con mis dudas, me devolvió la cordura.

Y camino hacia la casita chiquita y muy blanca supe lo que tenía que hacer, mi voz

interior había cambiado, ahora era una voz mucho más suave, mucho más dulce,

curiosamente similar a la de la monja, que me decía que tendría que saber quien era el

hombre causante de esta situación; saber quien era el marino era primordial; intuía

que ahí estaba la clave, el fundamento de todo.

Más tarde comprobé que no me había equivocado, el marinero era el origen y la

solución, el principio y el fin de los eventos que viviríamos los próximos días; presentía

una unión extraña entre el marinero y la monja y por derivación o designio superior,

conmigo.

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Llegué a mi casa pretendiendo ordenar mis pensamientos y pesadamente me recosté

con los ojos cerrados; tenía los párpados pesados como si no hubiera dormido bien, o

no hubiera descansado lo suficiente, pero ya no estaba ansioso; bueno, eso no es

enteramente cierto, seguía ansioso ¿Cómo podría no estarlo?, pero la ansiedad

estaba dentro de los límites del control, ya era una ansiedad dirigida, no la salvaje

ansiedad irreflexiva de los primeros instantes.

¿Cómo proceder? ¿Cómo averiguar acerca de aquel marinero sin despertar dudas o

sospechas?

En todo el mundo hispánico, tanto en el Viejo en donde me encontraba, como en el

Nuevo al que fantaseaba ir, había una institución tradicional, tal vez milenaria, a la que

tenía acceso, institución social que era depósito de los secretos, que se había

convertido en el arsenal de rumores tanto de la gente común como de los ricos y

poderosos: la servidumbre, el servicio, el personal obligado a convivir sin ser parte de

las familias, sin pertenecer a linaje alguno, la mayor parte de las veces ignorados,

minimizados; en otras palabras: los criados.

Seguramente por ahí debería andar algún criado o criada que estuviese o hubiese

estado en servicio con el marino de la casita chiquita y muy blanca.

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Solamente tenia que encontrar un criado, o una humilde sirvienta y ganar su confianza,

lo cual no me parecía gran empresa, pues es bien sabido que el oro quebranta peñas;

excepto que no tenía oro para quebrantar peñasco alguno, por pequeño que fuera.

Ya se me ocurriría algo, algún sustituto del oro que no tenía, ni podía conseguir en tan

solo tres días, pues había decidido que daría a la monja, a mi monja, como

posesivamente le denominaba mi acalorada imaginación, algo, algún conocimiento

tangible acerca del marinero desconocido.

Así, reflexionaba, ya no sería desconocido y el saber es la puerta mágica que abre

todas las otras puertas.

De repente se me ocurrió: el mercado.

Sí, el mercado; en la plaza principal, en la plaza pública en donde todos se

encontraban tarde o temprano; todos tenían que acudir ahí en algún momento a

intercambiar mercancías o chismes, rumores o inconfesables secretos, sí, esa era la

solución perfecta, esa era la respuesta. Los sirvientes del marinero por fuerza

tendrían que acudir al mercado, no podía haber duda alguna.

Y aún si los sirvientes no acudían estaba la posibilidad de que algún mercader pudiera

informarme alguna cosa que pudiera ser de utilidad a mis propósitos.

Claro, sí, por supuesto, ahora serían nuestros propósitos, no solamente míos o de la

monja; de ser propósitos independientes: tuyo y mío, ahora serían nuestros;

florecerían compartidos, eran unificadores, eran calmantes de ansiedad ya no unitaria,

unidad que el destino o la casualidad había reunido y fusionado en una sola.

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Ahora debíamos recurrir a la causalidad para encauzar esa ansiedad y no solamente

conservarla en estado de información sino convertirla en saber, en conocimiento,.

Alocadamente me propuse salir en ese instante, ir a la casita chiquita y muy blanca y

empezar mis averiguaciones, pero olvidé que a estas horas no hay mercado, y que al

anochecer poca actividad habría y corría el riesgo de que se notara mi presencia

demasiado.

Quería hacer mis pesquisas lo más secretamente posible pues el hecho de que una

monja ande suelta por ahí, en quien sabe que menesteres, que tienen que ver con un

extranjero recientemente desembarcado en estas tierras, no presagia ser algo propio

del conocimiento público.

De nuevo retornó la ansiedad, pero lo confieso, poca y muy controlable y casi sin

quererlo, me quedé dormido sin siquiera bajar a cenar.

La mañana siguiente me encontró despierto desde muy temprano y me encaminé

hacia el frondoso árbol que embellecía la calle en que vivía el marinero, con la absoluta

seguridad que falsamente proporciona la ignorancia de que encontraría la respuesta a

mis preocupaciones del momento.

Llegué a poco de apuntar el alba como el día precedente, y al igual que lo había hecho

mi monja, me refugié en la sombra del árbol sin saber que hacer para pasar

desapercibido y muy atento a lo que ocurría en la casita chiquita y muy blanca.

Al poco rato surgió un mancebo pecoso que parecía más alemán que español y se

dirigió hacia el oriente; esto es, hacia donde esta el mercado.

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Irresoluto estaba cuando me di cuenta de que bajo el brazo llevaba una canasta vacía,

la suerte estaba conmigo, seguramente iba al mercado y la traería llena de provisiones;

y no sería cosa de emplear mucho tiempo porque seguramente querrían los víveres

para el primer alimento del día.

No me equivoqué, iba al mercado y era un muchacho muy conocido y saludador,

¿Cómo lo sé? Porque saludaba a todo mundo y todo mundo le contestaba el saludo, y

alguna que otra moza de no mal ver hasta le guiñaba el ojo y soltaba sonoras

carcajadas que curiosamente, no sonaban vulgares ni groseras.

El caso es que se detuvo en varios puestos, y poco a poco la canasta se llenaba.

Cuando quedó satisfecho con lo adquirido, volvió sobre sus pasos, regresando por el

mismo camino que había tomado anteriormente.

Le seguí y le alcancé, le pregunté por una ficticia anciana que vivía en la casita chiquita

y muy blanca y me dijo que no sabía nada acerca de ninguna viejita que viviera ahí, que

tenía poco tiempo de trabajar como mozo de un marinero, italiano según creía él, que

había llegado a establecerse a Valladolid un tiempo atrás.

Registré el dato sobre la nacionalidad del marino y le di las gracias por su amabilidad y

entonces me dijo que antes de que él llegara, trabajaba ahí una señora que era amiga

de la que vendía vegetales en el mercado, que a lo mejor ahí me podrían informar

algo.

Dejé al pecoso mancebo y me regresé al mercado en busca de la vendedora de

vegetales, a la que pronto localicé atrás de un grueso tablón lleno de productos de la

tierra, con una banda colorida amarada en la cabeza, a manera de pañoleta, y con una

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sonrisa de oreja a oreja que no podía ser menos que falsa; debe haber sido su sonrisa

de ventas.

Pese a su aspecto hosco y desaliñado, era amable en el estilo agresivo que es

característico de esa gente, pero sin ofender y me dijo que efectivamente conocía a la

María de las Mercedes, que hasta hacía poco tiempo había sido criada del marino pero

que ahora estaba aquejada de unas dolencias en la espalda que le impedían agacharse

a fregar los pisos y que por ello ya no trabajaba.

Le dije que precisamente traía un ungüento maravilloso que me había dado un

pariente de ella en Barcelona y que a donde la podría ver para entregárselo.

Me dio la dirección, unas cuantas calles adelante y como traía algunas monedas, que

de manera alguna me sobraban, pensé que sería bien estar en buenos términos con la

verdulera y le di dos, agradeciéndole su amabilidad.

Y no le di más porque en el camino había visto una botica veterinaria y de ahí surgió la

idea de lo del ungüento; por lo que procurando que no me viese la vendedora de

vegetales, entré a la botica y pedí un ungüento para torcedura de pata de caballo que

sabía era muy bueno y barato y que aunque de muy fuerte y hasta feo olor, resultaba

muy eficaz en el alivio de las torceduras; yo había visto como el herrero se los aplicaba

a los equinos a su cargo. Pedí el frasco de ungüento, pagué y fui a buscar a la tal

María de las Mercedes muy contento con mi compra, con la información obtenida y

con salir de la botica pues despedía un olorcito muy poco recomendable y no apto

para estómagos delicados.

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Sin dificultad alguna, localicé la casa en donde estaba hospedada la María, a quien

encontré sentada frente a una ventana a medio abrir, y ella estaba a medio dormir o a

medio despertar, amodorrada por el calorcito que ya se empezaba a sentir.

Le hice un cuento de que el amigo de un amigo en Barcelona al saber que venía a

Valladolid me pidió le entregase a su pariente a un frasco de ungüento para aliviar el

dolor de espalda y que no sabía más y que ahí estaba el ungüento; pero que yo

necesitaba estar seguro que ella era la María de las Mercedes para quien era el

encargo.

Que me habían dicho que trabajaba con un italiano en la casita chiquita y muy blanca.

Me dijo que ya no trabajaba allí porque se había lastimado la espalda baja, pero que el

italiano era un marinero que había recorrido el mundo y visto cosas maravillosas, y que

no se acordaba bien pero que su nombre era Colombo o Columbo o algo parecido y

que recibía gente muy substancial de cuando en cuando y esperaba noticias muy

importantes de Madrid.

Imaginen cual sería mi sorpresa al oír el nombre que me dijo; Colombo o Columbo era

el nombre del marinero que al servicio de nuestros Reyes Católicos había descubierto

el Nuevo Mundo, la Nueva España que tantas ganas tenía de conocer y que sentía tan

lejana y fuera de mi alcance; Colombo, nada menos que el marino, el hombre con

fuego en la mirada era Colombo, el hombre cuya energía contagiaba tan solo al pasar,

el hombre que habitaba la casita chiquita y muy blanca.

Ese Colombo era el hombre al que mi monja no se había atrevido a enfrentar, frente a

cuya casa no se había atrevido a llamar.

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No se, ni recuerdo ahora, que tanto más me dijo María de las Mercedes que viendo mi

asombro creyó que no le daría el ungüento y de su boca salía cuanto chisme o rumor

conocía o inventaba con tal de que le diera la pomada.

Mi subconsciente registraba todo y lo archivaba, sin darme cuenta; no podía salir de mi

asombro; para mí el nombre de Colombo era mágico, era el epítome de lo heroico, el

sinónimo de grandes hazañas, era inconcebible que tuviese la posibilidad de verle y

hablarle, estaba anonadado, Colombo era el nombre en italiano del Descubridor de

América: Cristóbal Colón.

Como pude le di el ungüento y las pocas monedas que me quedaban, pues de repente

la atmósfera de ese cuartito pequeño y sin pretensiones me ahogaba; necesitaba salir,

necesitaba encontrarme conmigo mismo, necesitaba aire libre para acallar el tropel de

pensamientos desordenados que me asaltaban y las mil preguntas que surgían

incontenibles.

¡Que lejos estaba en ese entonces de imaginar siquiera lo que nos había deparado el

destino! A veces ¡que preciosa es la ignorancia del futuro! ¡Que grande es la sabiduría

que se nos ha dado en no conocer lo que pasará después!

Una vez que me vi en la calle, una vez que la leve brisa despejó mi mente, me puse a

pensar.

Colombo, el nombre me era muy familiar, creo que para todos los españoles de mi

generación lo era, pero ¿Podía ser Cristóbal Colón quien había fallecido en Valladolid?,

no, no podía ser él, a lo mejor falleció en esa casita chiquita y muy blanca y ahora

estaba habitada por alguno de sus descendientes.

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Pero no, no podía ser ni lo uno ni lo otro, no podía ser el mismísimo Almirante de la

Mar Océana porque este había fallecido unos años antes, mi memoria se aferraba al

año 1506.

Claro, no hacía mucho tiempo, pero lo suficiente como para que no pudiera ser la

misma persona, además, el acontecimiento había sido muy comentado en su

momento, y tampoco era un fantasma con el que yo me había cruzado en varias

ocasiones, era una persona viva, de eso estaba seguro.

Debe tratarse de un descendiente o cuando menos de un pariente, me decía y repetía

a mi mismo; tratando de entender y por lo poco que había averiguado, el marino de

referencia tenía poco tiempo que habitaba allí; tampoco podía ser este el lugar en

donde el Descubridor de la Nueva España había fallecido.

No cuadraban los acontecimientos, ni las circunstancias, y entonces, ¿Quién era mi

monja? ¿Qué relación tenía con la familia de Cristóbal Colón?

Decidí buscar información sobre Colón y su familia y lo que pudiera saber sobre su

estancia en Valladolid, pues era obvio que había venido acá con algún propósito

definido, no me imaginaba al Descubridor como una persona que se dejara llevar

fácilmente por primeras impresiones o impulsos repentinos.

Simplemente, el haber esperado cerca de 8 años para la aceptación y aprobación de su

proyecto indicaba claramente que tenía paciencia y era obstinado, no se concibe de

otra manera, pues alguien más impaciente o impulsivo no hubiera esperado tanto

tiempo.

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De alguna manera hubiera buscado el apoyo requerido en alguna otra parte, sin

esperar tan largo plazo.

Recordé que al cabo de esos largos años de espera y de varias negativas y rechazos,

estaba decidido a llevar su proyecto al Rey de Francia; cuando al estar en camino hacia

ello, se encuentra con los monjes del Convento de la Rábida en donde le proponen un

encuentro con el mismo confesor de la Reina Isabel, por lo que decide posponer el

viaje a Francia y esperar un poco más por la decisión de la realeza española.

Para mi, es muy claro que estaba al borde de la desesperación y que ese sería el último

intento; ya no estaba dispuesto a perder más años aguardando una decisión que bien

podía ser negativa.

Por lo mismo, los monjes y en particular Fray Juan Pérez y Fray Antonio de Marchena

deben haber sido muy buenos motivadores para hacerle cambiar de parecer y

conseguirle la entrevista con Fray Hernando de Talavera, confesor particular y privado

de la Reina Isabel de Castilla.

Recordé que en alguna parte, también se había mencionado la intervención de la

abadesa del Convento de Santa Clara, de nombre Inés o María Inés Enríquez, quien

era tía del rey Fernando de Aragón, el Rey Católico.

Y aunque no estaba muy seguro de esto último, me parece que encaja con los

acontecimientos conocidos porque es lógico que Colón buscara el apoyo necesario por

todos lados y con todas las personas cercanas a los reyes como fuese posible; el era

extranjero, mal hablaba el español, y tenía pocas amistades en España.

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Entre los papeles que tenía en casa, encontré una referencia a una tal Beatriz de Arana

con la que se decía Colón procreó un descendiente. ¿Podría ser esta mi monja? No, las

fechas no concordarían, además creía recordar que se decía fue hombre el fruto de ese

amorío del Almirante, y si así había sido ¿Podría ser este hijo el habitante actual de la

casita chiquita y muy blanca?

Me sorprendió a mi mismo la ilógica lógica de ese razonamiento: ¿un hijo que llega

después de la muerte de su padre y se establece en la misma ciudad, y tiene visitantes

de cierta importancia y relieve, como para que sean recordados por la servidumbre?

Si, de alguna manera parece lógico, es plausible, solo tendría que verificarlo. No podía

darme el lujo de pensar que estaba en lo correcto, tendría que colocarlo como

hipótesis y buscar corroborar esa postura como cierta, tendría que encontrar el

eslabón que la uniera con la realidad, y le proporcionara coherencia. ¿Como se

relacionaba esto con la presencia de la que consideraba mi monja?

Esto me planteaba la necesidad de saber mas, de conocer lo que seguramente mi

monja; como ya la llamaba en mi pensamiento, sabría, y en conjunto ir armando la

situación como quien resuelve un acertijo sin tener en su poder todas las piezas

pertinentes.

Tonta e infantilmente pensé que si Colón pudo esperar siete o más años para la

realización de su proyecto, yo bien podía esperar dos días más para iniciar la

realización del mío; pero yo no soy Colón, ni tengo su talento ni su paciencia.

Traté de desechar estos pensamientos, estas elucubraciones inútiles y concentrarme

en lo que podía hacer mientras volvía a ver a mi monja. ¿Cuál era su nombre? En el

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aturdimiento de nuestro encuentro inicial en la banca de piedra, frente a la cantarina

fuente, ni siquiera recordaba haberlo preguntado, es más, no recordaba si le había

dicho el mío.

¿Y si Colón tuvo otros hijos y alguna hija de la que nadie ha querido hablar? Me

pareció recordar que el primer hijo, de nombre Diego nació en 1482, y el otro, de su

segunda unión llevó por nombre Hernando y debe haber nacido en 1488 o 1489, lo

que planteaba otra posibilidad: la de que mi monja fuera hija de alguno de ellos, es

decir, nieta de Cristóbal Colón, ¿Sería posible? ¿Estaría buscando el reconocimiento de

un padre que la había abandonado?

Cada vez que encontraba algo, surgían mas preguntas, seguramente este camino no

me conduciría nada.

Tendría que buscar información complementaria sobre el Almirante y sobre su familia.

Tal vez en Huelva, o en el Monasterio de la Rábida podría encontrar algún fraile que

hubiera conocido a Don Cristóbal o a sus hijos, pero no disponía de tiempo, y además

no estaba ni seguro ni convencido de que por ese camino llegaría a algo, pues

seguramente ningún informe relativo a mi monja tendrían allí; tal vez en el convento

en el que la había hallado me pudieran proporcionar alguna información.

Estando en esas reflexiones me acordé que no sabía el nombre del convento y por un

instante me asaltó el temor de no poderlo encontrar de nuevo, pero tenía confianza en

mi sentido de orientación; hasta ahora nunca me había fallado y muy profundamente

esperaba que no fuera a ser ésta la primera vez que no encontrara un lugar al que ya

había ido.

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Recordé mis pasos, mentalmente hice el recorrido, y de pronto a mi mano izquierda

estaba la iglesia; mas adelante visualicé nuevamente el macizo portón y la mirilla,

incluso hasta escuché otra vez los melodiosos coros y la cantarina fuente; sí, ahora

estaba seguro, lo encontraría otra vez, y otra si fuese necesario, la conjunción de mis

sentidos así lo presagiaba.

Empero, mucho tiempo faltaba para el rencuentro con aquella criatura, no sabía si

podía esperar hasta que llegase el momento de volverla a ver; de repente me di cuenta

de que nada más me importaba, que solamente quería verle, que al fin de cuentas

todo el asunto del marino, de Colón y todas las especulaciones que había hecho eran

solamente eso, especulaciones infundadas y todo por encubrir lo que verdaderamente

quería: volver a verla.

¿Sería verdad? ¿Por ventura no era otra elucubración o la expresión de algo

totalmente nuevo y desconocido, escondido en los vericuetos de una mente

excesivamente imaginativa?

Deseché esas nociones, y las guardé en lo mas hondo de mis recuerdos queriendo que

otros acontecimientos las cobijaran y ocultaran de mi memoria.

Pero, en fin, ¿para que seguir revoloteando la mente y ocupándola con reflexiones

improcedentes y absurdas? ¿Acaso olvidaba que era una monja? Y sin embargo, ya

había llegado el día, hoy volvería al convento, me sentaría en la banca de piedra y

hasta tal vez fuéramos a la casita chiquita y muy blanca.

Los minutos se convierten en horas y estas en días mientras se espera, por lo que hay

que saber esperar. Definitivamente yo no sabía esperar.

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Cómo pasé el tiempo, no lo se y no creo que importe, el caso es que estaba ya

enfrente del portón del convento y sin embargo no me atrevía a llamar.

Pero llamar hice y entré de nuevo al amplio jardín, las bancas de piedra me parecieron

mas chicas y mas oscuras que en la anterior ocasión, la fuente estaba con tan sólo un

escaso caudal, no había melodiosos sonidos, ni cantarina fuente, todo estaba igual,

pero no era lo mismo.

Llegó por fin mi monja, exactamente análogo que la vez anterior, pero ahora con una

media sonrisa que indicaba bienvenida, y quizá algo más.

No sabía que el corazón puede latir tan fuerte y tan rápido. En el momento en que la

vi, me di cuenta de que mi corazón había estado corriendo y corriendo fuerte, pero la

ansiedad y expectativa me había impedido comprenderlo.

Mientras mi corazón tomaba su normal ritmo y velocidad, lentamente me levante para

recibirla.

Habló como si no hubieran pasado tres días desde que nos vimos, y en cierta manera,

así era, no parecía haber intervalo alguno, la conexión que se había establecido en ese

primer encuentro e intercambio de palabras, continuaba vigente.

Le dije lo que había averiguado, le platiqué lo que tenía escondido en la memoria, lo

que María de las Mercedes había calificado como rumores y que ni cuenta me había

dado de haber escuchado, tan sorprendido estaba de oír el relato de la sirviente y el

nombre, nombre mágico todavía.

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Aún no le mencionaba el nombre del Almirante descubridor, nombre que estaba

guardando como conclusión de mi relato, cuando en medio de mi euforia, leí en sus

ojos que todo eso lo sabía.

Detuve en seco mi relato, y estuve muy confundido y en silencio.

Enseguida me di cuenta de que ella había notado mi turbación y entonces alargó su

mano suave y delicada y la posó en mi brazo.

Una gran chispa recorrió mi cuerpo, un estremecimiento de sanación que me hizo

incongruentemente pensar en el ungüento que había dado a María de las Mercedes y

tan sumido en ese recuerdo estaba, que no alcancé a oír las primeras frases de lo que

me decía mi monja.

Me rencontré conmigo mismo al momento en que me decía acerca de un pariente del

Almirante que había venido encargado por su hijo don Hernando Colón para recoger

de Valladolid algunos documentos y objetos que permanecían acá después de su

muerte y a hacer ciertos arreglos en su beneficio.

Entendí que lo que ella pretendía era que se le dejase revisar algunos documentos

pues buscaba la confirmación a ciertos hechos que tenían relación directa con su

hermano. Y por eso y otras consideraciones no se había atrevido a entrar ese día.

Pero sus ojos decían otra cosa.

Ella, mi monja, se llamaba Catalina De Enríquez, y no era monja.

Mi mundo personal y con él todas las elucubraciones hechas se derrumbaban

estrepitosamente para ser sustituidos por un mundo nuevo, un mejor mundo.

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Se llamaba Catalina y no era monja, y estúpidamente cegado como estaba por la

revelación, no establecí ninguna relación entre los nombres, ni con el de la segunda

mujer, que no esposa de Colón, Beatriz Enríquez de Arana, o el de la tía de la Reina

Isabel, María Inés de Enríquez ¿que tan miope puede uno ser?

Esta revelación fue como un renacimiento, los cuestionamientos que me había estado

haciendo inútilmente, se iban respondiendo por si solos.

Como pude, aún si saber interpretar lo que leía en sus ojos, le pedí hiciéramos un

recuento de lo que conocíamos y de lo que ignorábamos.

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Accedió y establecimos que no era hija del Almirante, ni nieta, aunque si pariente;

después veríamos en que grado y cómo y que documentos quería ver y para qué.

El marino que vivía en la casita chiquita y muy blanca también era pariente del

Almirante y tenía una misión que cumplir encargado por don Hernando Colón, su

segundo hijo.

Al recapitular estos ahora hechos, antes suposiciones; asocié el nombre de la madre

del segundo hijo de Colón, con el nombre de mi ex monja, de mi Catalina: Catalina de

Enríquez.

No me pareció el momento para ahondar en estas cuestiones del apellido, bastante

contento estaba con que no se hubiera ido y con que confiara en mi algo de sus

asuntos, que obviamente eran de naturaleza personal y mas contento aún me sentía

por que había aceptado mi ayuda.

Poco a poco nos iba ganando el entusiasmo y cuando le comenté que quizá valiera la

pena hacer amistad con el mancebo pecoso que servía al marino, nuevamente la

chispa oculta en el fondo de sus ojos se hizo presente, hasta creí percibir un sentido de

malicia infantil, y accedió diciendo que parecía ser una buena idea, empero,

inmediatamente que pasamos a otro tema, volvió ese algo indefinible a depositarse en

el fondo de sus ojos que ahora me parecía que cambiaban de color según su estado de

ánimo interior.

Nos interrumpió la madre superiora para ofrecernos un refrigerio.

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¡La inoportunidad de las monjas es legendaria!

El refrigerio, dijo, consiste en una bebida procedente de la Nueva España que se

estaba haciendo muy codiciada en Valladolid.

Catalina aceptó y nos dirigimos hacia el interior del convento como en una procesión,

con la madre superiora guiando el camino, Catalina siguiéndola y yo detrás, ¡solo

faltaba el incensario y los coros!

Llegamos a un amplio corredor dominado e iluminado por un enorme vitral con

imágenes de colores que proporcionaban un agradable entorno y hasta parecía alegre

sin revestimiento de solemnidad.

La madre superiora, abadesa, creo que le llaman, nos llevó a una oficina espaciosa,

pero amueblada muy sobriamente con preciosos muebles de madera oscura y de muy

sólida apariencia.

Ahí, rodeada por tres sillas tapizada en terciopelo rojo estaba una mesita con un

servicio muy bonito, sobrio, no lujoso, de donde emanaba el cálido aroma del

chocolate caliente; un refrigerio que estaba imponiéndose en la vieja España; que se

hacía de acuerdo a una antigua receta a base de extractos de la planta del cacao, que

los marineros de Colón trajeron.

La abadesa, en su atención por ser amable y hacer platica, nos decía como en un

principio los marineros y acompañantes de Colón encontraron el sabor del chocolate

amargo y repelente, pero como suele suceder con esas cosas, alguien se dedicó a

hacer experimentos y combinaciones en las que además del cacao se le habían

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agregado otros ingredientes hasta que se logró la receta de la bebida en la forma que

ahora disfrutábamos.

Y según nos dijo, parece que el nombre de chocolate viene de la castellanización de la

palabra tchocolatl o xocolatl.

Me di cuenta de que todo lo que tenía que ver con Colon y los indígenas revestía

mucho atractivo para Catalina y tal vez por extensión, a mi me llamaba la atención

conocer cosas nuevas aunque parecieran intrascendentes.

Sabía que la atención a detalles que a otros no importaban llevaba a consecuencias

inesperadas o hasta a la solución de misterios.

Después de la agradable conversación, yo deseaba proseguir nuestras interrumpidas

reflexiones, pero la abadesa y tal vez Catalina también, tenían otros planes.

Con cierta brusquedad, con la autoridad de quien está acostumbrado a mandar y ser

obedecido sin réplica, la abadesa me indicó la salida y solamente tuve oportunidad de

quedar con Catalina de que a la mañana siguiente iríamos a buscar al mancebo pecoso

y a hablar, si era posible, con el marino que vivía en la casita chiquita y muy blanca.

No pudiendo hacer otra cosa, salí y lentamente me dirigí hacia mi casa, sin la ansiedad

de los días anteriores y con el recuerdo del fondo de esos ojos de Catalina en los que

había visto algo que no se describir y que de alguna manera, me tenía inquieto.

Sin proponérmelo, tal vez inconscientemente, el caso es que de pronto estaba junto al

árbol frondoso, enfrente de la casita pequeña; ¿tan mal estaba que ya no recordaba el

camino hacia mi propia casa? ¿Acaso mi subconsciente me guiaba sin consultar mi

voluntad?

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Como sea, cualquier explicación era igual, estaba allí y valía la pena aprovechar el

momento.

Me acerque a la aldaba y sin pensarlo dos veces toqué, a lo mejor con mas fuerza de la

necesaria, empero, aún el eco del sonoro sonido de la aldaba no se acababa de

diseminar por el aire, cuando el mancebo pecoso abrió la puerta y cortésmente me

indicaba que pasara.

No me atreví a tanto, le dije que solo había llamado para inquirir si podríamos venir el

día de mañana por la mañana a hablar con su señor, el extranjero.

Sin mediar más palabras, pidió que aguardara y cuidadosamente, casi como si la

arrastrara, cerró la puerta.

Volvió a poco tiempo y me dijo que no había inconveniente alguno, que il signore nos

recibiría con agrado la mañana siguiente.

Le di una moneda y con muestras de agradecimiento enfatizado con una caravana y

agradable sonreír, nos despedimos.

Con ese inefable e inexplicable buen sentir que nos dejan las cosas que van

acomodándose en su lugar, fui hacia mi casa.

Extrañamente, ninguna nueva interrogante surgía y las anteriores aún sin respuesta,

estaban quietas, muy quietas, demasiado quietas, descansando entre los repliegues de

la memoria.

Recorrí el camino con alegría, contento con saber que volvería a ver a Catalina y que

juntos iríamos a ver al extranjero, il signore italiano; ¿genovés?

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Me llenaba la boca el pronunciar su nombre, me llenaba el corazón el pensar en el

concepto de juntos, de ir juntos, de estar juntos; me invadía una cierta melancolía

esperanzadora totalmente infundada por haber averiguado que no era monja, no era

mi monja, pero a lo mejor podía ser mi Catalina. Se confundía el concepto del deseo

con la esperanza y ninguno de los dos estaba claro, ni era consciente.

El pecoso mancebo había mencionado algo que había quedado enterrado en mi, algo

que me sonaba como fuente, con atributo de color, pero por más que hacía, no

lograba aclarar ese concepto, ni encontrar el contexto en el que lo dijo. Sabía que si

no le hacía caso, que si no forzaba o pretendía forzar el recuerdo, esa duda, ese

recuerdo saldría más tarde con toda claridad, como un relámpago intelectual.

Me puse a ordenar mis papeles que, como siempre, yacían en un ordenado desorden,

es decir, para cualquiera que los viera estaban en caos, eran una anarquía total, pero

yo sabía que era cada uno de ellos y aunque no estuvieran en orden podría encontrar

lo que quisiera en cualquier momento, sólo tendría que proceder como acostumbraba:

buscar primero entre los últimos, o los de más abajo, no entre los de encima.

Casi al primer intento encontré lo que buscaba: un escrito anónimo en el que se

refutaba la idea expuesta por Cristóbal Colón que los mapas de su época estaban

equivocados y que la distancia entre los continentes era mas reducida de lo que en

ellos se mostraba, y que por ello se podría llegar a Asia antes de lo que todo mundo

pensaba, y además en ese escrito se nombraba algunos italianos que habían

contribuido con dinero a la consecución de las tres carabelas que ahora eran famosas.

Buscaba ese documento porque en alguna parte de ello se nombraba a un genovés y a

un florentino que habían prestado o puesto dinero para que Colón cumpliera con su

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parte en el financiamiento de la expedición, ya que corrían rumores que los Reyes no

tenían o no querían poner todo el dinero requerido y que la reina tuvo que empeñar

algunas joyas para ayudar a Colón.

Apenas hicieron bien, el pobre navegante genovés se pasó 8 años mendigando antes

de que Sus Graciosas Majestades se dignaran ver el proyecto.

Encontré los nombres que me acordaba estaban relacionados con el financiamiento a

Colón, uno era Gianetto Berardi natural de Florencia y el otro Luiggi Dorio, genovés;

también se mencionaba a un Giacoppo di Negro y a un Donato Capateli.

Desgraciadamente ninguno tenía consonancia con fuente o con algún color, que era lo

que en realidad estaba buscando pues empezaba a emerger el recuerdo de lo que el

mancebo pecoso me había dicho y a lo que no presté la atención debida.

Ya me había acostumbrado a buscar en la letra chiquita en donde casi siempre, como

huyendo, está lo que uno busca.

Esta vez, no fue así, sino que estaba frente a mis ojos y no me había dado cuenta.

El nombre decía claramente Susana Fontanarosa, y ese era el apellido o nombre de la

madre de Cristóbal Colón; Fontana rosa, fuente rosa, fuente de color rosa ese, era el

nombre que me había dicho el mancebo lleno de pecas. Fontanarosa, ni más ni

menos.

Así que el marino extranjero que ahora habitaba la casita chiquita y muy blanca era

pariente por el lado materno del Almirante, tío por tanto, de don Hernando Colón

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quien le había hecho el encargo de ir a Valladolid y en cuya posesión Catalina creía

había unos documentos importantes para ella y su hermano.

Con esa alegría infantil resultante de haber descubierto algo, esperaba ansioso el

momento de decirle el nombre del habitante de la casita, aún presumiendo que ya lo

conocía y que no produciría el mismo efecto que a mí, pero eso le indicaría que yo no

era tan lerdo y torpe como parecía.

Volví a leer y releer todo el documento esperando encontrar algún otro dato

interesante que pudiera ser relevante, pero como solamente sabía que Catalina

deseaba que le permitiera ver algún documento, lo único que podía hacer era leer con

atención confiando en mi retentiva por si acaso alguna información resultaba

procedente más adelante. Y esperar, siempre esperar.

Me dispuse para dormir, con un ánimo muy diferente al de las noches recientes.

Estaba seguro que hoy dormiría como nunca, y que mi sueño sería tranquilo y

hermoso, pues soñaría con Catalina y con estar juntos.

¡Que poco sabe el humano! ¡Cuánto presume conocer y al fin de cuentas en algún

momento llega a saber que no sabe, conoce que no conoce!

Dormí, sí. Dormí bien, también. Soñé, ¡claro que soñé! Y soñé con Catalina, pero no

como lo esperaba, al menos soñé con ella, pero no juntos.

Aunque estábamos uno al lado de otro, aunque nos hablábamos y tocábamos, aunque

nos escuchábamos cada uno estaba en un mundo propio, en su interior personal,

único y diferente.

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No fue un mal sueño. Para nada. Solamente que no fue el sueño que esperaba ni

mucho menos el sueño que quería, el sueño feliz del que no se quiere despertar jamás.

El personaje mas destacado del sueño fue el anciano marino al que se conocía como

Giuseppe Fontanarosa que entre las sombras seguía los pasos que Catalina y yo

dábamos, unidos como he dicho, pero no juntos; cada quien por un camino paralelo,

uno al lado del otro, que muy a lo lejos parecía dividirse en lugar de consolidarse en

uno sólo, pero esa división se percibía más que se veía.

Giuseppe nos susurraba episodios de la vida del Almirante, mezclaba fechas, confundía

acontecimientos, en unos aparecía como un ambicioso y joven marino, cuando poco

antes se había hecho presente como un anciano cargado de hombros y de cadenas,

enfermo y sin energía.

Catalina no aparecía más que los eventos en que Colón se mostraba mayor; en donde

aparecía joven y enérgico Catalina estaba ocupada en otros menesteres y no se daba

cuenta de lo que pasaba y Giuseppe ni siquiera osaba acercarse a ella.

De pronto, desperté y reflexionaba que Giuseppe nos estaba enviando un mensaje;

para mi estaba claro que quería que revisáramos la vida del Almirante, nos estaba

diciendo que en ella estaba la respuesta a lo que Catalina buscaba y a otras muchas

cosas.

De alguna manera esas reflexiones hacían sentido, aún sin saber lo que Catalina

pretendía, la respuesta estaba en la vida del Almirante.

¿Era un aviso? ¿Una premonición? No lo sabía, aun ahora no puedo pretender que lo

sé, pero la convicción que cualquier cosa que se buscara tendría su respuesta en el

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examen de la vida y obras de Cristóbal Colon era muy fuerte, estaba por encima de

otras consideraciones.

Con esas ideas, decidí empezar a reunir lo que sabía acerca de Colón poniéndolo por

escrito y con un orden cronológico para poder seguir el hilo de los acontecimientos.

Claro está, que mi conocimiento acerca de Colón no era extenso ni total, sabía lo que

todos sabíamos, conocía algunos rumores y relatos, pero no más.

Eso tendría que bastar, quizá Giuseppe o Catalina misma podrían aportar lo que sin

duda alguna faltaría o hasta corregir lo que estuviera equivocado.

Comencé con los orígenes.

Recordaba que se decía que era genovés, pero otros afirmaban que no, que era

griego, francés, portugués o hasta catalán.

Dejémoslo en genovés porque no se trata de dilucidar su origen solo que debe haber

nacido en alguna parte, eso es evidente, pero irrelevante en este caso, empero ¿podría

tener relevancia con lo que buscaba Catalina?

Sus padres fueron Diego, Doménico o Domingo Columbo y Susana Fontanarosa.

Según se dice, su nacimiento debe haber sido entre el mes de agosto y el de octubre

de 1451 por lo que debe haber tenido alrededor de 41 años cuando descubre el

Continente Americano, y sobre 55 cuando fallece en el año 1506 en esta ciudad de

Valladolid , hace tan sólo 14 años.

Y desde aquí encontré el inicio del misterio que rodea a Colón; desde el principio,

desde su nacionalidad, nacimiento y origen la historia no se ha puesto de acuerdo.

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En lo que si se han puesto de acuerdo es en que era muy aficionado, hasta se podría

decir amante, de escribir notas y hacer apuntes aún sobre libros y documentos que no

eran suyos. ¿En esos apuntes y notas estará la respuesta a lo que busca Catalina?

Estudio en la ciudad de Pisa, lo que estaba vedado para la mayoría de los extranjeros

en esa época, por lo que debe haber sido genovés (italiano) para poder ser admitido, lo

que descartaría la nacionalidad francesa, catalana o griega o hasta la portuguesa.

El mismo Giuseppe Fontanarosa es italiano, florentino o genovés, eso será fácil de

averiguar, pero definitivamente no es griego, ni francés ni catalán ni tampoco

portugués y aunque en si eso no refleja nada, ni significa nada, es solamente hasta

después de 1492 en que se registra movimiento de gente entre los continentes; antes

de esa fecha la gente tendía a estar en su lugar de origen o con ‘los suyos’. A ver que

opinan Giuseppe y Catalina.

Estando en Portugal por el año 1480 se casa con Felipa Muñiz de Perestrello con la que

tiene un hijo al que bautizan como Diego unos diez años antes del Descubrimiento.

¿Habrá alguna relación con esta mujer portuguesa y Catalina?

Poco después expone su proyecto ante el Rey Juan II de Portugal y es rechazado, y

aunque Portugal estaba muy activo en viajes de exploración y descubrimiento, el

proyecto de Colón no es del agrado del Rey; le rehúsa el patrocinio y apoyo.

Mientras está en ese asunto, tiene un hijo con Beatriz Enríquez de Arana en 1484, al

que bautizan como Hernando. Nota: no se casa con ella; tener delicadeza y tacto al

ver con Catalina este aspecto.

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Reside con su pequeño hijo Diego en el Convento o Monasterio de la Rábida en donde

entabla amistad con el prior fray Juan Pérez y con fray Antonio de Marchena a quienes

expone su proyecto, logrando que estos se interesen y prometan presentarle con Fray

Hernando de Talavera, confesor de la Reina. ¿Habrá aquí alguna conexión? Tendré

que esperar a ver que dice Catalina.

En 1486 (fecha que tendré que verificar) los Reyes Católicos lo reciben por vez primera

en Alcalá de Henares en donde expone su proyecto; los Reyes lo envían a una junta de

expertos en la Universidades de Salamanca y en el Real Consejo establecido en esas

fechas en Córdoba. Nota: lugares y supuestos expertos en donde no se rechaza el

proyecto pero tampoco se recomienda. Nota 2: parece ser que el problema sería el de

las relaciones con Portugal si se lleva a cabo el proyecto bajo patrocinio español,

además que las dimensiones de la tierra y el que fuera redonda no eran ideas

aceptadas por todos.

Estos conceptos no estaban comprendidos en la geografía que sabíamos antes de

1492; ¿Colón sabría algo que los demás no conocían? ¿Tendría que ver con lo que

Catarina estaba buscando?

También está el hecho de que las pretensiones de recompensa demandadas por Colón

parecían excesivas a los reyes.

¿Cuál era el proyecto de Colón?

Encontrar otra ruta navegable hacia Cipango y Catay que no fuera por la mar

Mediterránea bloqueada por los turcos, para lo cual habría que navegar por lo

desconocido en dirección oeste.

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Al encontrarse esta ruta volvería a florecer el comercio y se obtendría riqueza para el

reino y él obtendría honores y también riqueza.

Según recuerdo, en alguna parte leí que en Salamanca consideraron como posible el

proyecto de Colón pero no seguro, ¡Como deben estar lamentando las consideraciones

burocráticas esgrimidas por ellos! Los resultados han demostrado que Colón tenía

razón en gran parte y descubrió un nuevo continente y murió creyendo que había

llegado a su destino, que había alcanzado “las Indias” (Catay).

Que bueno que no supo que eran islas, grandes si pero islas y que faltó poco para que

en su tercer viaje llegara verdaderamente a tierra firme, al continente.

Hoy en pleno 1520 sabemos que desde la isla Fernandina ha salido otra expedición

hacia terra firma y se rumora que ahí si ha habido muchas riquezas, que han llegado

procuradores cargados de oro y noticias, ¡como me gustaría saber de ello! ¡Cómo me

gustaría poder ir a esa Nueva España o Indias Occidentales como he oído que le

llaman!

El tiempo se me había pasado más que rápido, todo lo contrario de lo ocurrido en los

días anteriores, hoy las horas transcurrieron en minutos, no hubo momentos, solo

instantes sucesivos, que terminaron muy rápido.

Dejando a medias el trabajo de investigación y el resumen que estaba haciendo,

apresuradamente acomodé las páginas que había escrito y anotado y las llevé conmigo

para mostrarlas a Catalina; y al marino si la ocasión se presentaba.

En el camino me preguntaba que era lo que había ocurrido, ya han pasado 14 años de

que falleció el Almirante, muchos vecinos se han ido, otras personas han venido y

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entre ellos nos encontramos con Giuseppe Fontanarosa, descendiente del Gran

Almirante y Descubridor ¿Qué busca aquí, tantos años después de que este ha

fallecido?

Encontré a Catalina sentada en las bancas, con la mirada perdida entre los reflejos del

agua que al igual que el primer día, hoy brotaba de la fuente de piedra, pero sin el

sonoro y melodioso sonido que yo recordaba.

Sus ojos, esos ojos que me fascinaban se iluminaron al verme, extendió sus brazos y

tomó mis manos que como representantes de todo mi ser la abrazaban

metafóricamente.

Si decir palabras se levantó y me condujo hasta el macizo portón que ya me estaba

resultando muy familiar y hasta me estaba gustando, había belleza en su solidez,

aunque tal vez, no hermosura.

Salimos y ya en la calle, mientras veíamos pasar un carruaje jalado por briosos corceles

me dijo, sin yo preguntarle, que esperaba que el marinero le permitiese ver unos

documentos relativos a una esclava india que había sido bautizada como doña Josefa y

que ella tenía conocimiento de acontecimientos en los que intervinieron parientes del

Almirante.

Caminando a mi lado, mencionó que cuando el Almirante llegó a Guhananí, isla a la

que bautizó como San Salvador y se dio cuenta de que la tierra era pobre en oro,

aunque tenía otras riquezas, no era lo que esperaba.

Se sentía muy presionado por los reyes católicos porque su necesidad de dineros era

grande, acababan de expulsar a los moros, y el reino estaba muy gastado, pero que él

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tenía que resolver ese problema con la riqueza de las nuevas tierras acabadas de

descubrir.

Y fue entonces que a Colon se le ocurrió el comercio de esclavos; bueno, no

exactamente en ese momento del descubrimiento, sino cuando se da cuenta de que la

isla de San Salvador es pobre (y él ha prometido riquezas a los reyes católicos), pero

todo lo que tiene para mostrar son aves exóticas, algunos productos de la tierra

desconocidos para los europeos, (en su mayor parte plantas), y naturales de la tierra

(a los que llama indios pues firmemente creía estar en Las Indias (Catay) que era su

objetivo).

En España había esclavos, eran una fuente de riqueza, aunque según decían, a la reina

en particular no le agradaba la idea; pero había esclavos.

Colon considera a los indios con los que se ha encontrado: no son amigables, antes al

contrario eran hostiles; son hostiles, agresivos. Y sabe que los reyes católicos han

aceptado la esclavitud de los musulmanes y de algunos otros pueblos, sabe también

que la esclavitud es un buen negocio; en los navíos, en los puertos que frecuentaba

siempre había esclavos y algunos hasta encadenados estaban a sus sitios de remo,

entonces, se le ocurre que es posible esclavizar a los indios.

Sí, esclavos, esa era la respuesta a su preocupación por el éxito económico de su

empresa, el comercio de esclavos, el dinero se obtendrá de la esclavitud de los indios.

Colon como muchos de nosotros, buscábamos honores, buscábamos riqueza, y dentro

del marco en que vivimos solamente la monarquía absoluta podía otorgarnos esos

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honores, pero para mantenerlos necesitábamos riqueza, unos no se sustentan sin la

otra.

Para nosotros era una necesidad, casi una obligación, no se buscaba la riqueza por si,

se buscaba todo lo que la riqueza proporciona.

Colón y muchos como el, yo incluso, pienso de esa forma, y aunque estos

pensamientos chocan con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, parece que a nadie

le importa, hay muchos que tienen esclavos, hay muchos que se benefician con la

esclavitud y además, los indios son infieles, adoran ídolos, pueden evangelizarse y los

mismos obispos, como dicen del de Burgos, tiene esclavos.

Si, ahí esta la clave, la evangelización de los indios será el móvil, la esclavitud el medio,

la riqueza el resultado, es la ecuación perfecta, Colón lo entiende; Colon lo hace.

Catalina me había dado la clave de un enigma hasta hoy desconocido para mí.

Ese era un aspecto que nunca me había gustado dentro de todo lo que se decía sobre

el Descubrimiento y las exploraciones posteriores; el maltrato, la explotación a los

indios, solo porque eran diferentes, sólo porque creían en otras cosas, no en lo que los

descubridores creían, pero eso es otro propósito, y sin embargo para mi era una

mancha para Colon.

Tal vez por ahí está el asunto que Catalina tiene con los Colon y su descendencia, tal

vez la esclava india, la tal Josefa tenía la respuesta que Catalina buscaba y el anciano

marino la conduciría a ella.

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Eso era lo que la traía a Valladolid; tal vez había pasado los últimos años buscando esa

respuesta, no podía ser más, antes de eso era muy niña para preocuparse por esos

asuntos.

La muerte del Gran Almirante debe haber sido lo que disparó esa obsesión de

búsqueda de respuestas; a su manera, ella estaba intentando descubrir también.

Sin duda lo llevaba en la sangre, sin duda tenía una relación sanguínea con los

Columbo, con los Colón, como ahora se les conocía, después de todo era una Enríquez.

Le platiqué todo esto y opinó que estaba muy bien pero que valdría la pena primero

averiguar que era lo que nos podía decir el marinero antes de seguir especulando sin

dirección.

Con todo y que tenía razón, sentí sus palabras como reproche, como intromisión a sus

asuntos, como imposición en su vida privada a donde no me había invitado y tal vez a

la que no me permitiría entrar.

El mancebo pecoso, justamente, fue quien respondió a nuestro llamado y la mirada de

franca y abierta admiración que dispensó a Catalina hubiera bastado para inflamar los

celos del más tibio de los amantes.

Nos dijo que su nombre era Sebastián y que llamaría il signore de inmediato.

Nos condujo; bueno, en realidad condujo a Catalina a una pequeña sala de estar,

amueblada con motivos náuticos y con un ambiente realmente acogedor, y digo que a

Catalina, porque yo había cesado de existir para Sebastián.

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El suelo de gruesos tablones de madera oscurecidos por el tiempo y el constante tallar

de los cepillos parecía la cubierta de un barco, y en gran parte estaba cubierto con una

alfombra mullida, seguramente de manufactura oriental, debe haber costado un millar

o dos de maravedíes, lo que parecería indicar que il signore era una persona de

medios, muchos muebles, mesas y sillas se distribuían por la pequeña sala que parecía

mas espaciosa de lo que en realidad era; en las paredes había algunos cuadros oscuros

y objetos marinos, que no podía distinguir con claridad.

Casi como un fantasma, il signore Fontanarosa apareció ante nosotros, o más bien,

ante Catalina, pues como digo, yo había dejado de existir, ese efecto tenía Catalina con

la gente.

Tomó asiento justo enfrente a Catalina y hasta entonces se percató de mi presencia.

Cortésmente, en un lenguaje un tanto raro, pero entendible, inquirió que era lo que

buscábamos, que queríamos con el, ¿para qué habíamos solicitado esta entrevista?

Hablaba en nuestro lenguaje, en el lenguaje de Castilla, pero con modismos

portugueses o italianos, no lo sé con claridad, pero tenía el hábito de levantar las cejas

cuando percibía que no se daba a entender con claridad, y acompañaba el gesto con

una mueca de impaciencia, que parecía una medio sonrisa tolerante y superior.

Catalina le dijo que era Catalina De Enríquez, haciendo una pausa después del nombre,

quizá en busca de algún además o parpadeo de reconocimiento del nombre, pero el

marino no hizo ninguna, siguió con sus ojos clavados en los de Catarina muy fijos, casi

sin parpadear, pero con expresión amable, como quien aprecia algo que conoció

anteriormente.

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Yo no podía ver los ojos de Catalina, a mi me habían dejado que me sentara delante al

marinero, y solamente siendo grosero, tendría que voltearme para ver a Catalina de

frente y poder seguir embelesado en esos ojos que me habían trastornado.

Después de la pausa, sorpresivamente para mi, Catalina cambió su hablar a un italiano

rápido, incomprensible para mí, que aunque entendía bastante del idioma de Italia,

necesitaba que me fuera hablado con más lentitud.

Sonriendo il signore Fontanarosa pronunció algunas palabras dirigidas a mí en las que

solamente entendí excussi o algo parecido y contestó a Catalina también en un

rapidísimo italiano.

Obvio es decir que quedé fuera de toda posibilidad de entender el intercambio;

algunas palabras registraban y las comprendía, más no el hilo de la conversación.

Oí y entendí algunas palabras como Columbo, que repitieron varias veces, San

Salvatore, Perugia, San Domenico, Catay y Giosephe, y el nombre Guirolamo fue

mencionado también en varias ocasiones, lo que me indicaba el rumbo de la

conversación, mas no aclaraba nada para mi.

En varias oportunidades, durante el transcurso de la conversación, que por su rapidez

me atolondraba, il signore señaló con una mano curtida por el sol un grueso, oscuro y

macizo arcón que estaba debajo de una mesa robusta situada bajo la ventana, cubierta

de legajos, objetos varios e instrumentos timos descansando sobre un paño rojo.

Como no tenía nada que hacer, ni entendía mayormente el veloz intercambio de

palabras, fijé mi atención en la mesa robusta, bajo la cuál estaba el arcón, protegido

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con gruesos herrajes de hierro, una fuerte aldaba muda, que nada decía, y un grueso

cerrojo.

Lo que fuese que estuviera dentro del arcón estaba protegido, seguro, pues se

requerían al menos dos hombres fornidos para moverlo, y algo más para violar ese

cerrojo y herrajes.

Volví en mi cuando oí a Catalina volver a hablar en castellano e incluirme en la

conversación, dijo volteando hacia mi, que el marino se llamaba Giuseppe Girolamo

Fontanarosa y que no sabía si tenía el documento, pero que lo buscaría en el arcón

que estaba bajo la mesa robusta y que mandaría a Sebastián a avisarnos si lo había

encontrado para lo cual requería le diese mi nombre y dirección para que el pecoso

mancebo me pudiera entregar el mensaje.

Entre nubes y con nuevas interrogante di a il signore Giussepe la información, que

diligentemente anotó en una especie de pergamino que tenía a su lado.

Catalina, entre tanto se había levantado y dirigido hacia la pared viendo con atención

una pintura colgada en ella.

La mirada era de esas que parecen representar que había encontrado algo reconocible

quizá de su infancia, pero a la vez, desconocido, algo que no podía precisar.

Il signore nos dijo en su mezcla de idiomas lo agradecido que estaba con la entrevista y

con la información que Catalina le había proporcionado repitiendo que aunque no

sabía si el documento requerido por Catalina estaba entre el contenido del arcón, lo

buscaría y nos haría saber.

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Le dije, suavemente, en tono de súplica, que no dejara de avisarnos aún si no

encontraba el documento, pues presentía la importancia que ese documento tendría

para Catalina y presentía también el grado de desilusión que le produciría si no se

atinaba a encontrar.

Amablemente prometió que así lo haría, y sin más, acabado por el momento el asunto

que hasta allí nos había llevado, y con el ansia otra vez aposentada en mi espíritu no

veía la forma de salir de ahí y hablar con Catalina y saber; saber que había ocurrido,

cuál había sido el resultado, si alguno, de esta visita.

Nos despedimos, galantemente besó la mano de Catalina y a mí me abrazó con una

familiaridad extraña, como si me conociera de toda la vida.

Salimos y otra vez, volví la mirada hacia atrás y aprecié la casita chiquita y muy blanca,

como la primera vez; los defectos que había notado antes de entrar, como por

encanto, habían desaparecido; era otra vez, la casita chiquita y muy blanca, tal como la

había conocido apenas unos días antes.

No se porque pero esa renovada visión, me indicaba que todo estaba bien, que todo

estaría bien, que fuera lo que fuera que ocurriera sería benéfico para mi y

culpablemente me di cuenta de que no había incluido a Catalina en esas reflexiones y

presentimientos.

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En esta ocasión estaba determinado a no volver al monasterio o convento vecino a la

Iglesia del Sagrado Corazón, no quería que la Abadesa la volviese apartar de mi lado,

de alguna manera sabía que si volvíamos ahora allí, eso sería precisamente lo que

ocurriría, la abadesa como eunuco en guardia frente a un harem no me dejaría hablar

con Catalina.

Recordaba un amplio jardín al otro extremo de la ciudad, con amplios árboles y

hermosas fuentes en donde la gente se reunía los domingos antes o después de acudir

a la Misa y en donde podríamos platicar. No estaba lejos y aún el día era joven.

Catalina accedió y hacia allá nos dirigimos.

Me dijo que el marino era efectivamente un pariente cercano de la madre del

Almirante y que había sido comisionado por Hernando Colón para hacer unos arreglos

respecto a algunos documentos que se presentaron en los juicios que se siguieron

contra el Almirante en el año 1500 y que por una causa u otra no habían sido

devueltos.

Entre esos documentos don Hernando Colon asumía, que estaban relaciones de

esclavos indios entregados a diversos peninsulares que habían ido a la isla Hispaniola y

entre ellos, probablemente Catalina encontraría los relativos a doña Josefa, la esclava

que había servido a su madre desde poco antes de su nacimiento y que había

permanecido con ella cuando muy niña, para desaparecer misteriosamente años

después, sin que nadie supiera de su paradero.

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Esta relación indicaba que Catalina se había entrevistado en alguna parte y en algún

momento con don Hernando Colón, quien le había referido con il signore Giuseppe,

pero no aclaraba lo que se esperaba encontrar en relación con la esclava doña Josefa y

su repentina desaparición, ni el interés de Catalina, y de hecho, tampoco explicaba

tanto empeño en saberlo, ¿saber qué?

No podía ser tampoco un gran misterio pues el mismo Giuseppe había acordado sin

reparo alguno buscar el o los documentos y permitirle verlos; no lo hubiera hecho si

hubiera algo terrible escondido entre líneas.

En otras palabras, o visto de otro modo Catalina aún no le había dicho todo, no quería

decirle todo o tenía algún secreto que no podía compartir…… ¿o no quería?

Como para algunas cosas si tengo paciencia y hasta en exceso, decidí no presionarla

con este asunto, con la esperanza, no; no esperanza, con la seguridad que pronto me

lo revelaría.

De alguna manera la restauración mental de la casita chiquita y muy blanca había

traído o provocado la restauración mental de mis primeras apreciaciones, era como si

la intuición hubiese estado prisionera de la razón hasta que logra terminar la sujeción y

dependencia y establece colaboración.

Cambiando el tema comentó, mas bien solicitó que continuara con la investigación de

la vida y obra de Colón, en especial sus últimos años y lo que hubiera acontecido

después de su muerte porque eso tenía relación directa con lo que estaba buscando.

A punto estaba de preguntar, cuando me indicó que esperara que todavía hubiera algo

que quería pedirme, que me quisiera suplicar.

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Y era que esperara un poco más, unos días más, hasta saber si se había encontrado el

documento y hasta que lo hubiese visto, que entonces estaría en libertad de decirme,

de contarme todo.

¿Qué se puede hacer ante tal solicitud?

Aún sin contar con esos fascinantes ojos, no se le podía negar a Catalina un

requerimiento tan sencillo, tan sólido, expresado además con tal dulzura.

Sin saberlo del todo, sin estar plenamente consciente, me estaba convirtiendo en un

ente sin voluntad, sin libertad; mi mente, mis pensamientos eran manejados por

Catalina a pleno gusto, sin oposición alguna, y lo que es más, con placer.

Dijo también que había solicitado a Giuseppe que fuera a mi a quien avisara el

resultado de la búsqueda porque no quería causar molestias en el convento y porque

además no confiaba plenamente en la abadesa, a quien no le gustaba del todo su

convivencia con las monjas, ya que ella, Catalina, no era monja y era además una

mujer casada.

Esta última revelación, me dejó una herida profunda. No se porque, ni quería

averiguarlo en ese momento; no era momento para auto análisis, menos aún para

auto compasión; pero herido quedé.

Con un recio esfuerzo de concentración imaginé a la abadesa otra vez como el eunuco

protector del harem, pero esta vez, era un eunuco de mayores proporciones y

representaba un mayor peligro.

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Herido como estaba, no tuve reparo alguno en acceder a regresar al convento y así lo

hicimos; caminamos; platicando de esto y de aquello, de lo otro también, mi mente en

diferente lado, la suya asimismo.

Llegamos frente al portón quedando de volver a vernos cuando tuviéramos noticias de

Giuseppe y en el entendido que yo haría investigación acerca de Colon,

concentrándome en sus últimos años, mientras ella haría otras cosas relacionadas con

lo mismo.

Regrese a mi casa meditando, pero ya sin ansiedad, contento pero a la vez frustrado

¿Qué esperaba? Ni yo mismo lo sabía.

Me había prometido a mi mismo varias veces dejar de especular, dejar de plantearme

respuestas sin haber hecho las interrogantes adecuadas, pero heme aquí; otra vez lo

había hecho, otra vez había decepción, pero no producida por el exterior, Catalina no

me había decepcionado, yo me había decepcionado a mi mismo.

Las decepciones casi nunca son causadas o provocadas, casi siempre son producidas

por elevadas expectativas que no se cumplen.

Casi siempre son por el anhelo de algo que no se produce, algo sobre lo que se

construye esa esperanza, muchas veces sin fundamento sólido; más es el resultado de

un deseo, de una intención, que una consecuencia acorde con el conocimiento.

Pensé que el mismo Giuseppe podría proporcionarme alguna información valiosa sobre

los últimos años del gran almirante, pero también pensé que ese no era el momento

de acercarme a él para inquirir, tendría que buscar la oportunidad para poderlo hacer,

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tal vez, próximamente, cuando me avisara con Sebastián el resultado de su búsqueda

en el arcón.

Cristóbal Colón murió en esta ciudad, me dije, y no hace mucho, mi memoria me

indicaba que fue el 20 de mayo de 1506.

¿En donde falleció? ¿En donde fue enterrado?

Esas preguntas serían lo primero que averiguaría y de ahí procedería hacia atrás, hacia

sus postreros años …… si no descubría nada, lo haría al revés, desde el principio hasta

el final.

La lógica me indicaba que así debería proceder, comenzando desde el principio, como

ya lo había iniciado e ir progresando hasta el final.

Pero todo lo vivido en estos últimos días me señalaba que no había lógica, que todo

estaba fundamentado en suposiciones, en interpretaciones, en emociones, que la

lógica no tenía, por el momento, lugar en los acontecimientos.

Además había un llamado misterioso, oculto, esotérico quizá en conocer donde falleció

y donde fue enterrado; de alguna manera, algo en mi interior me decía que ahí estaba

la verdadera clave de lo que Catalina buscaba, de lo que Catalina no me había

comunicado, pero que yo estaba seguro haber visto en el fondo de esos espléndidos

ojos.

Estaba seguro, estaba convencido que la intuición que hasta hoy no me había fallado,

tampoco me fallaría ahora.

Mi intuición me decía que había que ir al Convento de San Francisco.

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¿Por qué? No lo se; pero ahí sabrían, ahí podrían orientarme; Colón estuvo muy

relacionado con los franciscanos, el monasterio o convento de la Rábida, que era

atendido por franciscanos, fue su refugio, seguramente los franciscanos del Convento

de San Francisco aquí en Valladolid, sabrían algo.

Sin más decir, ni pensar, salí hacia la plaza mayor en donde está el Convento de San

Francisco, esperando encontrar un monumento imponente, un gran catafalco, una

tumba suntuosa, una tumba digna y acorde al Gran Almirante Don Cristóbal Colon,

descubridor del Nuevo Mundo, al que algunos decían Indias Occidentales, nombrecito

que no se porque no me agradaba; de hecho, me repelía.

Entré al espacioso e imponente lugar; frailes por aquí, frailes por allá, unos yendo,

otros viniendo, la mayoría en grupos compactos, uno que otro, en solitario, pero todos

con aire de ocupación, aunque obviamente se encontraban en tránsito, había

determinación, propósito en su andar.

Nadie reparaba en mí, tal vez era una figura perdida entre las sombras, o las capuchas

les impedían ver más allá de lo que tenían enfrente.

Decidí pararme enfrente de algún solitario fraile andariego esperando notara mi

presencia y detuviese su presuroso caminar para hablar conmigo.

Así lo hice y elegí al más cercano, al que parecía venir al lugar en el que yo estaba

parado.

Hasta el último instante, ya muy cerca, se percató de mi humanidad colocada enfrente

de él.

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Se detuvo y en su arrugada faz plasmó une expresión de asombro y muda pregunta a

la vez. Le dije con suavidad, que buscaba la tumba del Gran Almirante.

Si abrir la boca ni emitir palabra, señaló un rincón, me esquivó y salió por la puerta

misma por donde yo había entrado.

Me dirigí hacia ese rincón y encontré una puertecita a medio abrir que conducía a un

pasadizo angosto y oscuro, de poco recorrido y al fondo del cuál una escalera se

alcanzaba a dibujar. Si no fuera por el grueso pasamanos de hierro, no hubiera

sabido que era una escalera.

Lleno de un olor a incienso o algo parecido; lo interpreté como muda invitación a

bajar, suponía yo que a las criptas, pues aunque soy católico, no soy versado en la

arquitectura de las iglesias, mucho menos de sus vericuetos y supuse que las criptas

estarían en un nivel inferior al plano en donde me encontraba.

Con cierta aprehensión y lentitud bajé las escaleras, pues las iglesias, fuera del lugar en

donde estaba el altar y se celebraban misas y había casetas oscuras para volcar los

pecados, siempre me parecían misteriosas, lúgubres y conspiratorias, las oficinas y

demás cubículos eran para mi recintos de intriga y asuntos que nada tenían que ver

con la salvación de las almas, los corredores largo y oscuros me parecían antesala de

lugares de tormento. Al final de las escaleras, efectivamente había criptas,

algunas suntuosas, incongruentes para tal lugar según mi apreciación, otras modestas,

y al fondo un claustro, que creo así es como le llaman, en donde había un grupo de

frailes.

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Hasta allí me dirigí y pregunté por la tumba del Almirante. Después de intercambiar

miradas, un frailecito, y lo digo no por mal, sino porque era un hombre muy pequeño,

de escasa estatura, me pidió que lo siguiera y me llevó hasta una cripta situada en

medio del conjunto, a mano izquierda si se toma en cuenta la dirección desde las

escaleras.

Sin más, con una reverencia, allí me dejó. Cuidadosamente entré en la penumbra,

caminé sólo unos pasos y cerré los ojos.

Quería acostumbrarme a las escasas condiciones de luz que había en esa cripta para no

perder detalle. Cerrar los ojos, afinaba mis otros sentidos.

Cuando los abrí, no había nada en el centro, las tres paredes que me rodeaban tenían

lápidas, y en algunas había inscripciones. Me acerqué a leer, o a tratar de leer; unas

estaban en latín, otras el tiempo se había encargado de borrarlas.

En el fondo, a la derecha, casi en la esquina había una pequeña lápida que parecía

reciente y que llamó mi atención. Me acerque a ella y tenía grabado unos símbolos

en forma de triángulo, no los reconocí, no sabía que era, unas como letras con

garigolas, unas letras o palabras y mas garigolas, semejantes a las florituras que hacen

algunos al firmar su nombre.

Me acerqué a otras lápidas, en una cercana, que consideré reciente, había una

inscripción que interpreté como los Condes de Cabra, y con ese nombre había otras

tres; en la pared de enfrente las lápidas que se podían leer, porque todas éstas deben

haber sido más antiguas que las anteriores, decían algo que interpreté como de Luis de

la Cerda o algo similar.

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Afortunadamente traía papel y un trozo de carboncillo y en un impulso decidí copiar

las garigolas y anotar los nombres para ayudar a mi memoria y tener referencia.

Busqué y busque y no encontré nada que tuviera el nombre del gran Almirante.

Pensando que a lo mejor el frailecito de escasa estatura se hubiera equivocado, entré

en las criptas vecinas en donde no me fue mejor, pues, repito, muchas lápidas estaban

muy borrosas, en algunas había demasiado polvo depositado; no de años, tal vez de

siglos, y ninguna llevaba señal alguna o nombre parecido a Colon, Columbo, Colombo o

Crisóforo, menos aún Cristóbal; incluso busqué entre los nombres e inscripciones a ver

si no estaría escrito en latín, que aunque tampoco soy versado en ese idioma, sé que a

la iglesia católica le encanta escribir en latín, y tal vez por allí encontrara algún latinajo

indicador. No lo había, o si lo había no lo reconocí.

Revisé otras criptas, de hecho revisé todas las de ese lado y las del otro, y nada, en

ninguna encontré rastros de la tumba de Cristóbal Colon.

Pensé entonces en buscar a alguien, alguien que supiera y llevarlo de la mano hasta

que me señalara cuál era la correcta.

Mas quiso la suerte que no encontrara a nadie, el claustro estaba vacío, en el salón de

las criptas tampoco había nadie.

Viendo que no quedaba otro remedio, volví a revisar la cripta que primero había

visitado y no encontré nada.

Abandoné ese nivel, y busqué en el piso superior algún fraile con quien poder hablar,

pero tampoco encontré a nadie.

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Temeroso de quedar encerrado en ese oscuro y ahora me parecía lúgubre lugar, me

dirigí a donde recordaba que estaba la puerta y la abrí.

Sin ningún problema, salí resuelto a volver con Catalina, frustrado con el escaso éxito

de mi búsqueda.

Regresé a mi casa y sacando el papel revisé lo que había copiado, eran letras y figuras

en forma de un triangulo como éste:

Y además estaban los nombres de Luis de la Cerda y de los Condes de la Cabra

¿tendrían algún significado para Catalina o para Giuseppe? ¿Estarían relacionados con

el Almirante? Era lo más probable, pues si no era así, ¿Por qué lo habían enterrado en

las cripta en donde estaba enterrados estos?

Regrese a casa y recapitulé los resultados; por casualidad había ido al Convento de San

Francisco; por casualidad también allí habían enterrado al Almirante; por burocracia e

indiferencia no había encontrado la tumba. Con Giuseppe tampoco se había

adelantado mucho salvo una promesa, y no sabía que misión le había encomendado el

hijo del Almirante; ¿Tendría alguna conexión con lo que Catalina estaba buscando?

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Pensé que acaso valdría la pena averiguar sobre esa misión; tal vez, no por alguna

oculta o malsana intención, sino quizá, para eliminarla como motivo o posible

complicación en lo que resultara de los documentos escondidos en el robusto arcón.

Ya había resultado una vez; ahora el pecoso Sebastián había caído bajo el hechizo de

Catalina, al presente no me podría negar ayuda, máxime si le planteaba que era

Catalina quien deseaba saberlo. Ojalá Catalina no se enterase y si lo hacía no me lo

tome a mal.

En medio de estos pensamientos me dirigí hacia la casita pequeña y muy blanca pero

antes de llegar a ella se me ocurrió que, Sebastián estuviera en el mercado y la

verdulera le hubiera visto, por lo que torcí mi camino y fui hacia el mercado.

La verdulera, que bien recordaba las monedas que le había dado, cambió su sonrisa de

ventas por una más autentica y me dijo que Sebastián ya había venido y se había

regresado y quiso saber si había yo encontrado a la María de las Mercedes, pero algo

en su mirada me hizo sospechar alguna mala intención y solo le dije que la había

encontrado sin dar lugar a que se hiciera otro comentario.

Caminé retomando el rumbo original y por suerte buena encontré a Sebastián en una

esquina, no se si yendo o viniendo, pero sólo.

Discretamente le aborde e hice se colocara en posición en donde no pudiera ser visto

desde la casita y le dije que Catalina le enviaba saludos y que quería saber si por

ventura el sabía cual era el encargo que estaba haciendo il signore.

No lo pensó, el nombre y recuerdo de Catalina era más que mágico para él y no lo

caviló ni un instante, dijo que bien a bien no sabía pero que tenía que ver con el

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cuerpo del Almirante, que según entendió, don Hernando quería que se los llevaran a

otro lugar, pero que en Valladolid no lo querían permitir, y habían puesto muchas

dificultades para entregarle documentos; que más no sabía.

Mi intuición no había fallado, lo que fuera, tenía que ver con la muerte del Almirante,

con sus restos; algo me decía que el asunto se resolvería por esa vía.

Si lo pudiera comprobar no tendría que estar averiguando otras cosas y podría

concentrarme en esos eventos y ayudar más efectivamente a Catalina.

¿Quién más podría saber en donde estaba enterrado el almirante? ¿Quien más podría

tener acceso a esa información?

No se me ocurría otra cosa, más que esperar a que Giuseppe nos brindara ese

conocimiento y abriera la oportunidad para que Catalina averiguara lo que deseaba

averiguar e hiciera lo que quería hacer. Y yo, ¿Qué quería yo?

Recordé que había un barbero cerca de la Plaza Mayor que era el recipiente y tal vez el

origen de muchos chismes y rumores, que fue uno de los primeros en difundir la

noticia del Descubrimiento, como lo hizo antes con la salida del Puerto de Palos con el

que se inició el viaje.

Tal vez, quizá, este barbero supiese algo, pero algo real, comprobable.

Decidí no afeitarme para tener un pretexto válido para ir a con el barbero al día

siguiente; no hacerlo sería dar origen a otro chisme o especulaciones que en nada nos

beneficiarían.

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Revisé una vez más lo que había averiguado: Giussepe Girolamo Fontanarosa (no se

porque que se me hacía difícil aceptar el Guirolamo como su parte de su nombre;

todavía no me reponía de la impresión que en mi sueño apareciera como Giuseppe y

que ese nombre fuera el correcto, en ese momento no conocía su nombre, ¡que

extraordinaria coincidencia!).

La misión encomendada al signore Fontanarosa tenía relación con los restos del

Almirante; por lo que yo sabía en este momento, un pretendido traslado a otro lugar,

solicitado o propiciado por su hijo, traslado al que se habían o estaban negando las

autoridades de Valladolid, y en tercer lugar la devolución de unos documentos entre

los cuales podría estar el que Catalina buscaba, documentos que si se encontraban

estarían en el macizo arcón en el que los había guardado il signore.

Fuera de eso, no teníamos más que especulaciones, sospechas y fantasías.

Conscientemente evitaba revisar o establecer tanto el presente como el futuro de

Catalina, con el vago presentimiento de que sería separado; cada quien seguiría el

camino que el destino le hubiera deparado.

No es que fuera fatalista, simplemente, que ya no sabía que pensar, que creer y en los

últimos días, había aprendido a no esperar nada, había aprendido a no general

expectativas; ojala no me olvidara, ojala fuera de esas cosas que una vez aprendidas,

nunca se olvidan.

Me decía y repetía que para quien no espera nada, cualquier cosa le resulta bien, le es

benéfica; aunque nunca ha sido de mi agrado el concepto, tenía que aceptar, al menos

por el momento, que algo es mejor que nada.

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Con todos estos pensamientos dando vueltas y vueltas dentro de mi cabeza, tan

pronto fue prudente, emprendí el camino hacia la Plaza Mayor a localizar al barbero.

Me iba acariciando el mentón, tratando de sentir si mi escasa barba había crecido lo

suficiente como para que el barbero no sospechara.

No muy convencido de su crecimiento; pues aunque tengo abundante cabello, barba y

bigote no eran muy poblados que digamos, poco a poco me iba acercando a la Plaza

Mayor que hervía de actividad.

Y de repente me acordé de la otra pregunta, de la que no había respondido, de la que

había colocado cuidadosamente en el más remoto rincón que pude encontrar en mi

memoria pero que sin embargo no había logrado sujetar lo suficiente, no habían

transcurrido ni veinte y cuatro horas y ya estaba en la fachada de los recuerdos,

pulsando las venas de mi frente. ¿Qué quería yo?

Y aunque la pregunta se repetía y se repetía automáticamente, la verdad es que no lo

sabía; no podía responder a ella, hasta quien sabe cuando, hasta quien sabe qué

ocurriese; y sabía que seguiría saltando y presentándose hasta que no la hubiera

contestado.

Encontré al barbero ocupado con un cliente, un viejecito de rostro arrugado, una

versión en ancianidad de Julio César; cuando hubo terminado con el, me indicó me

sentara en la silla de afeites y me cubrió con las telas entre gris y amarillentas que

usaba con sus clientes.

Mientras procedía a preparar sus cosas, y limpiar la navaja en un balde con agua

turbia, pregunte si sabía algo referente a un supuesto traslado de los huesos del Colon.

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Con toda intención me referí a él con evidente falta de respeto; me interesaba

sobremanera la reacción del barbero; fuera por indignación o admiración, no podía

dejar de obtener una respuesta, una opinión, algún indicativo de lo que había ocurrido

o lo que estaba ocurriendo en relación con los restos de Cristóbal Colon.

Sabía y me arriesgué al decirlo, que mencionar huesos de Colon no era la mejor

manera de referirme al gran hombre que fue.

Mi intuición probó, una vez más, ser acertada. Indignadamente despotricó contra las

autoridades a las que acusó de querer sacar indebido provecho con los restos del Gran

Almirante, que ponían toda clase de trabas y argumentos legales para no acceder a las

peticiones legítimas de su hijo, pidiendo un Potosí por permitir que se cumpliera la

última voluntad del finado, expresada en su testamento, al que por motivos de

conveniencia se negaban a reconocer como legítimo.

Recordé que en alguno de los documentos que había reunido y que conservaba en

casa, estaba un parrafito que hacía referencia al testamento de marras y me hice una

nota mental de buscarlo y revisarlo a la primera oportunidad.

Siguió su perorata con vehemencia, tanto que por algunos momentos sentía que mi

pescuezo, mojado, cubierto de espesa espuma y totalmente expuesto, fuese cortado

sin misericordia, no por deseo, sino por descuido.

En realidad, ya no dijo nada de importancia, salvo hacer referencia a il signore

Giuseppe a quien consideraba hidalgo de alta cuna y persona de intachable conducta y

educación, al que habían tratado muy por debajo del nivel que por su alcurnia merecía.

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Luego; una vez que terminó de afeitar la mitad de mi cara sin hacerme daño, prosiguió

con la otra mitad y con su despotricar en contra de las autoridades.

Esta vez, refiriéndose a la serie de documentos que “al pobre Almirante” le había

quitado el procurador cuando le pusieron grilletes y cadenas y le echaron en oscura

mazmorra, hasta que llego el mandamiento real para que le soltaran y aún así,

tardaron un tiempo en obedecer.

Una vez que terminó, y que di cuenta de que mi cara no tenía cortadas, que

conservaba las orejas en su lugar y, en una palabra, que estaba completo y sin daño; le

pagué con gusto y ya casi de salida le pregunté si sabía en donde estaba enterrado el

Almirante.

Con sorpresa en el rostro me dijo que todos en Valladolid lo sabían, que en donde

había yo estado escondido que me veía precisado a preguntar, que estaban en una

cripta de los condes de quien sabe que nombre, en el Convento de San Francisco y

añadió que estaba cubierto con una losa simple porque los tacaños no habían querido

gastar en algo mas de acuerdo a su linaje, y que tenía una pequeña inscripción en

letras grabadas en forma de triángulo.

Sentí como si en lugar de afeitar y acicalarme me hubiera roto la cabeza.

Quedé totalmente aturdido y desconcertado.

Había estado en el lugar correcto, había visto la tumba, había copiado la inscripción,

pero mi ignorancia y falta de método investigativo me había cacheteado con fuerza; si

no hubiera pensado en el barbero, tal vez nunca hubiera sabido cual era la tumba

correcta.

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Dando gracias a Dios, me encaminé lo mas despacio que pude hacerlo para no llamar

la atención sobre mi persona, dirigiéndome hacia ninguna parte, hacia donde mis pies

me llevaran.

Ahora sabía en donde estaba la tumba, ahora podía identificarla, ahora podía…. ¿Qué?

¿Qué podía hacer? ¿Para que servía ese conocimiento? ¿Por qué estaba tan contento?

Nunca podré entender esa alegría interna que proporciona el conocimiento, la certeza,

solo quisiera que siempre la tuviera, que siempre la sintiera, que mi interior no matara

la alegría del conocimiento, el placer de saber.

Dentro de mí me molestaba conmigo mismo y con el mundo en general porque no

podía decidir nada; la decisión estaba fuera de mi control, dependía de otras

circunstancias, de otros eventos que no sabía si se producirían y ni siquiera podía intuir

el resultado y estaba la voluntad y el derecho de otras personas, prioritarias en el

hacer esas decisiones; no eran mis asuntos, yo era un extraño, un apéndice, un peón

en una vorágine aún incomprensible.

Sin embargo, como peón o como fuera era parte de la situación y Catalina requería mi

ayuda.

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Recibí aviso de il signore Giuseppe solicitando nuestra presencia, más no decía cuando

ni si había encontrado el documento o no.

Me propuse hacer un mejor diseño de la inscripción que había copiado de la lápida en

la cripta con la intención de mostrárselos.

Con cierto trabajo, porque no soy dibujante, hice lo mejor que pude sin tener que

confiar en la memoria y me propuse descifrar la inscripción.

En realidad, más bien lo que pretendía era tratar de entenderla, comprender esa

inscripción, ¿que significaban esos trazos?, esas letras dispuestas en forma de

triángulo, porque de eso estaba seguro, eran letras y signos de puntuación.

Cerré los ojos y esperé toda una eternidad.

Cerrar los ojos es para mi simbólico, ya lo he dicho, es un proceso para limpiar mi

mente, para despejar el entendimiento, para normalizar el flujo de sangre, para avivar

cualquier cosa que hacía trabajar el cerebro; no se donde o en donde había leído esto,

o me lo habían enseñado, pero en mi es un proceso automático.

Abrí los ojos y los concentré sobre el diseño que había hecho, pretendiendo su

comprensión.

Lo primero que noté es que las letras estaban escritas o grabadas en mayúscula

comenzando con una S, individual, luego otras tres; las cuatro letras parecían

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conformar un triángulo más pequeño en cuyos vértices o ángulos estaban lo que

parecía la letra S con una A en el centro y otra S al final entre puntos.

Sin saber porque, hice un nuevo diseño acomodando esas letras por línea individual,

más separadas de cómo las recordaba.

La primera letra, la S, estaba bordeada o señalada con puntos en ambos lados; me di

cuenta que las consecuentes, en la siguiente línea igualmente estaban separadas o

divididas por puntos, y si unía estas dos líneas se conformaba el triángulo más

pequeño que había advertido, con lo que el nuevo diseño se veía así:

Me fijé que en la siguiente línea había tres letras pero sin que hubiera ningún punto,

eran X, M, Y viéndose de la siguiente forma:

La última línea si incluía puntos en el margen izquierdo y una diagonal en el extremo

derecho, precedido de un punto, y con dos signos que podían representar una p y una

o en letra minúscula inmediatamente después de una X en mayúscula y completando

el texto, letras que formaban la palabra FERENS, de manera que lucía de la siguiente

manera:

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Debajo de la X en la segunda línea o encima del espacio entre la p y la o en la tercera

había una línea levemente inclinada hacia la izquierda y hacia arriba que podría o no

representar algo.

Aún así, vistas separadamente, línea por línea se apreciaba la forma triangular, y en

conjunto parecían decir: .S.

.S .A .S.

X M Y

: Xpo FERENS . /

¿Qué eran esos signos? ¿Que representaban? Los puntos y la línea diagonal al final,

¿Tendrían alguna significación?

Si eliminara los puntos y rayas y me concentrara únicamente en las letras, tal y como

las presenta el diseño ¿Encontraría algún sentido?

Lo hice, y observe el resultado con mucha atención, pero no, no le encontraba algún

sentido, ninguna acepción, ni parecido con nada que hubiera visto en relación con el

Gran Almirante.

Empero, si se había utilizado para indicar un lugar preciso, en una cripta, en el interior

de un convento, y se decía que ahí estaba enterrado Cristóbal Colón, era lógico y

entendible que ese símbolo, esa inscripción con forma de triángulo, indicara algo

directamente relacionado con el Almirante que permitiera a los demás identificar la

tumba.

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Realmente me sentía muy satisfecho conmigo mismo, porque aunque no sabía a

donde conduciría todo este trabajo, de alguna manera sentía que estaba progresando

y que cada parte conformaría un todo en el tendríamos el conocimiento completo.

Esperaba que Giuseppe y Catalina pudieran proporcionar lo faltante para aclarar lo que

se estaba convirtiendo en un obsesivo misterio.

Recordé que Giuseppe nos había enviado mensaje; tal vez ya abrió el arcón y encontró

los documentos que buscaba Catalina, evidentemente en mejor control de su ansiedad

pues ella había pasado meses en su gestión y no mostraba ni la mitad de la ansiedad

que yo.

Decidí ir a la casita chiquita y muy blanca a concertar la entrevista que de alguna

manera sentía sería definitiva.

Agarré por el camino al mercado pues necesitaba algunas provisiones y papel y

carboncillo, y además quedaba en el rumbo.

Afortunadamente, en la jarcería, viendo y comprando algunos aparejos náuticos

estaba el Sebastián, el mancebo pecoso que era sirviente de Giuseppe, enredándose

en trozos de cordel, piola e hilos más finos y algunos otros aparejos que denominan

jarcias y de los que nunca entendí cuál sea su uso en la navegación; todo en medio de

risa y agradable desorden.

Me acerque a él, me saludo efusivo pidiéndome esperara porque todavía tenía que

terminar de desembarazarse de ahí y pasar por unos vestidos, unas bragas y un jubón

que il signore tenía en gran estima.

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Me entretuve, procurando estar lejos de la verdulera, viendo y fingiendo estar

interesado en artilugios para la pesca de los que en la jarcería se comerciaban.

Me llamaron la atención unos itacates, esto es, un grupo de provisiones preparadas de

antemano para los viajeros; itacates que tenía gran demanda en estos tiempos con

tanta gente deseosa de ir a la Nueva España y otros aparejos de bronce muy pulidos,

de los que se usan en los navíos.

Ya me veía a mi mismo en algún puerto listo para partir con un itacate de esos en mi

mano, listo para la gran aventura, el futuro descubridor de grandes territorios, señor

de muchas poblazones, dueño de increíbles riquezas, cargado de honores y con

Catalina a mi lado.

Sebastián, con un bulto bajo el brazo y sin su canasta de mimbre se acercó a mí con

esa su sonrisa beatífica tan suya; me devolvió a la realidad y me dijo que il signore nos

esperaba al día siguiente por la mañana, que ya había abierto el arcón y encontrado

unos documentos esperanzado que esos fueran los que la signorina deseaba.

Eran buenas noticias.

Le dije que ahí estaríamos y regresé sin rumbo mientras me decidía, pues se me

ocurrió que las mentadas autoridades podrían saber alguna otra cosa en relación con

los restos del Gran Almirante al que yo me había referido como huesos ante el

barbero.

Sin embargo, esa falta de respeto había producido un conocimiento difícil de obtener

por otra vía. Al menos eso era lo que pensaba, sin darme cuenta de que buscaba una

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justificación innecesaria para mis actos, indicio seguro de intranquilidad y de otros

pensamientos que no emergían todavía.

También, sentía que mis pies desarrollaban voluntad propia y me llevaban hacia el

Convento de San Francisco; era obvio que se imponía otra visita a la tumba, era obvio

que la tenía que ver con otra apreciación; una cosa es encontrar otra muy diferente

ver; considerar a la luz de lo conocido objetos que pueden tener otra significación que

se escapó la primera vez, o simplemente, que no se advirtieron.

Me detuve a reflexionar, no podía seguir dejando que impulsos incontrolados

dirigieran mis acciones. Así no llegaría a ningún lado. Casi nunca es bueno caminar

sin rumbo, a ver que pasa, a ver a donde se llega; debe uno saber a donde quiere

llegar, caminar con un propósito definido.

Por lo mismo, regrese a casa a buscar una bujía, recordaba que la cripta en donde

estaba la tumba era oscura, con poca iluminación y por lo mismo, sin luz no podría

apreciar alguna otra cosa que no advertí en la ocasión anterior; además en casa tenia

el papel en donde copie las letras de la inscripción en la lápida.

Mi única duda estaba en elegir qué hacer primero, ir a la tumba o ir al Ayuntamiento.

Iría primero a la tumba; el solo hecho de ir al Ayuntamiento no me hacía feliz, siempre

he aborrecido el trato que suministran los burócratas, siempre insensibles, siempre

miopes, que con un poquito de autoridad que les han dado, creen ser dueños y

señores de los demás y no pierden oportunidad de demostrar que ellos son los que

detentan el poder; por ínfimo que este sea.

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Armado con mi bujía y los dibujos que hice, me dirigí con paso contento hacia el

Convento de San Francisco regodeándome con el pensamiento que ya no tendría que

buscar nada ni preguntar a nadie, sabía a donde tenía que ir y bien podría hacerlo solo

sin miradas indiscretas o levantado interrogantes o hasta sospechas.

Entré sin encontrar obstáculo alguno; una vez más, había frailes y monjes en

apresurado ir y venir, más nadie reparó en mí ni me dirigieron acaso alguna mirada,

mirando sin ver, viendo sin mirar.

Baje las angostas escalera y llegué a la cripta, busqué la lápida, me situé exactamente

enfrente a ella y volví a cerrar los ojos, igual a como lo había hecho la previa ocasión;

me concentré, tratando de eliminar cualquier nube en el entendimiento y clavé la

mirada en la lápida.

Aunque aparentemente no la necesitaba, saqué y prendí la bujía y con esa su

amarillenta claridad la acerqué a la inscripción.

No hizo falta que sacara el papel y corroborara lo dibujado, se había impreso en mi

memoria como si el mismo lapidario lo hubiera hecho ahí en lugar de en la piedra, no

tenía necesidad de verlo; el diseño triangular era el mismo, ahora sólo me faltaba

saber que era lo que esos símbolos, esas letras y ese acomodo significaban.

Lentamente moví la bujía de un lado a otro, de arriba a abajo, de abajo a arriba, de

oriente a occidente, de occidente a oriente. La inscripción no se movía, tampoco

aparecían caracteres extraños, ajenos o agregados, la inscripción seguía igual.

De pronto, un temblor de la mano, una intuición o algo me hizo prolongar el

movimiento hacia el oriente y me di cuenta de que en la orilla, justo en el borde lateral

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de la lápida, en la unión con la cantera de la cripta, había un como arroyuelo de

distinto tono de color y evidentemente de otro material.

En mi primera visita, no había advertido nada de esto, solamente había visto una loza

fijada en la pared de la cripta con una inscripción en forma de triángulo, nada más.

Ahora veía lo mismo, pero además en el borde derecho veía un arroyuelo de un

material diverso, que presumía era de argamasa, de que no me había percatado

anteriormente.

Moví lentamente la bujía por el canto de la loza y percibí que todo el rededor de la

misma estaba cubierto por ese arroyuelo de argamasa, sin duda no era el original, sin

duda alguien en algún momento, había removido la loza y se había vuelto a colocar.

Impulsivamente posé mis dedos sobre el arroyuelo, estaba seco y endurecido, no era,

por tanto reciente, y si no hubiera prendido la bujía dudo mucho que fuera visible.

Apagué la bujía, esperé un rato a que mi vista se acostumbrara a las nuevas

condiciones de iluminación; desvié con grandes esfuerzos la mirada, dándole reposo a

mi visión.

Al cabo de algunos largos, larguísimos minutos, volví a fijarme en la lápida, en la loza;

efectivamente, sin la iluminación de la bujía el arroyuelo de argamasa era

imperceptible, solo porque sabía que estaba ahí lo noté, de otra forma, para cualquier

otro, incluso para mi, no sería advertido.

Volví a prender la bujía, volví a cerrar los ojos y efectivamente, a la luz amarillenta pero

tenue, el arroyuelo de argamasa podía ser apreciado.

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Al presente ya tenía seguridad, la tumba había sido abierta y vuelto a cerrar.

¿Qué habría sucedido con lo contenido en su interior? ¿Qué habrán removido de la

tumba del Gran Almirante? o, al contrario, ¿ Que habrán introducido?, ¿Para que fue

abierta? ¿Para que fue vuelta a cerrar?

Solamente para estar seguro, saqué mis dibujos y los comparé: serán su igual.

El que la tumba se hubiera abierto o vuelto a cerrar añadía una complejidad más al

misterio que poco a poco crecía más y más.

Y de hecho, en mi mente, inclinada por voluntad a cosas prácticas, el significado de la

letras y puntos del triangulo grabado en piedra, pasaban a un segundo plano, otra

interrogante y otras más, derivadas de la primera adquirían ahora mayor relevancia

¿Quién había abierto la tumba? ¿Para que?

Lanzando una postrera mirada, con bujía encendida y apagada para grabar en mi

memoria la imagen de la cripta, la lápida y la inscripción, salí del Monasterio

dirigiéndome hacia el Ayuntamiento con mayor inquietud, rogando secretamente

encontrar alguna persona con criterio y disposición de servicio. Debe haber alguien

así, me decía.

Con pocas esperanzas de encontrar entes pensantes y con criterio en el Ayuntamiento,

lentamente fui hasta ahí; que no era mucha la distancia, pero si demasiada la desgana.

Encontré una gran actividad, gente yendo de un lado para otro, gente hablando con

otra gente, mucho movimiento, tal vez demasiado, pero no daba la impresión de que

estuvieran haciendo nada; mucha actividad, sí, pero poco quehacer.

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Tímidamente pregunté a un escribano que laboriosamente copiaba unos documentos,

que en donde o quien me podría informar sobre los restos del Almirante Cristóbal

Colon.

Me traspasó con su mirada, me sentí como insecto clavado contra un corcho

portugués, y me indicó que preguntara en la oficina del fondo del corredor, señalando

con su mano a cual de los muchos corredores debía dirigirme.

Lo hice y llegué a la única puerta que estaba abierta; ese corredor estaba plagado de

puertas, pero todas cerradas y no había nadie cerca, ni ruido alguno emergía de ellas.

La puerta del fondo estaba abierta y había gente adentro, se les veía moverse a

medida que me acercaba.

He aprendido que sólo en pocas ocasiones paga el ser agresivo con los burócratas, que

es mejor entrar en contacto con ellos en actitud de tímido cordero que hacia el

matadero va, no porque se vaya a despertar piedad o misericordia; los burócratas no

han sido investidos de esas cualidades; sino para que se sientan superiores y

poderosos, ante aquellos que, como corderos, registren a su merced.

Con aire distraído, sin darle importancia, expuse mi asunto, porque también ese es

otro indicativo de cómo funcionan las cosas en el reino de la burocracia, tienen un

complejo magisterial muy desarrollado, como autoridad, siempre saben más que los

demás y no les gusta que se muestre seguridad, sino incertidumbre, para así poder

ejercer su sabiduría, cual cátedra pontificia sobre los asuntos mas baladíes.

Me dirigieron con un obeso carnicero; bueno, en realidad era un burócrata, pero tenía

la pinta de un carnicero, que estaba martirizando una silla que en sus tiempos debe

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haber sido gruesa y maciza pero que bajo su peso parecía hecha de paja y a punto de

ceder ante la presión gravitacional ejercida por el corpachón.

Con una vocecita pequeña que en nada correspondía a su corpulencia, preguntó mi

asunto. Lo expliqué y después de unos instantes me hizo seña de que esperara, y

esperar tuve; pues de aquí a que logró incorporarse y desprenderse de la silla,

transcurrieron algunos minutos. Con lentitud típica de la burocracia universal,

deteniéndose casi a cada paso, a saludar o susurrar al oído de sus compañeros y

amigos, llegó hasta la mesa que dominaba el pequeño cubículo en donde estaba su

opuesto, un hombre tan largo y delgado, hecho mas largo y mas delgado por la

proximidad del otro, con el que se enfrascó en animada conversación, casi al oído.

Esa actitud de secrecía, no me extrañaba, pues bien sé que solo es un pretexto para

parecer que consulta algo o tal vez, para solicitar la autorización dirigente y poder

darme la información requerida, quedando él protegido ante sus superiores; son,

definitivamente, misterios de la burocracia que no me interesa resolver.

Regresó con mayor lentitud, si tal es posible y sin sentarse, en su vocecita infantil me

indicó que los restos de Colón habían sido desenterrados de su tumba provisional en el

Convento de San Francisco, por petición de su hijo Diego y enviados a Sevilla a un

Monasterio, creía que en 1509 o 1513, que no estaba seguro y que si me podía retirar

porque tenía otras diligencias que realizar.

Casi desmayo al oír esta información y no se porque, pero el nombre del primer hijo,

don Diego, en este contexto era como una nota desafinada en un diapasón

desbaratado.

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En todos estos días, era la primera vez que aparecía el nombre del otro hijo de Colón;

Fontanarosa había sido enviado por don Hernando en esa misión que le tenía en

Valladolid desde hacía tiempo y la que aparentemente, no había terminado.

Ahora aparecía don Diego y según esto, los restos del Gran Almirante ya no estaban en

Valladolid, sino que se habían enviado a un Monasterio en Sevilla.

¿Qué tan confiable sería la información que me había proporcionado el obeso

carnicero/burócrata fuera de lugar en las oficinas el Ayuntamiento?

El concepto de carnicero me condujo a pensar en el mercado, en el barbero que me

había dado la información que me condujo finalmente a la cripta, ¿Sabría algo que no

me quiso decir? ¿Ignoraría que los restos habían sido enviados a Sevilla? Muy poco

probable me pareció tal cuestión; el barbero sabía todo lo que pasaba en la ciudad.

Decidí ir a verle, e interrogarle, aunque solo fuera para satisfacer esta nueva inquietud

y este desconcertante conocimiento. ¿Acaso Fontanarosa no sabría que se abrió la

tumba y se enviaron los restos a otro destino?

Llegué con el barbero e imprudentemente le espeté mi pregunta, que tomó con calma,

con una peligrosa calma y me fijé que tenía una afilada navaja en la mano.

Me arrepentí de mi irreflexión, no sabiendo que esperar; después de un momento dijo,

dirigiéndose a todos y a nadie en especial, encogiéndose de hombros, que claro que

sabía que los restos del Gran Almirante habían sido enviados a Sevilla; claro que sabía

que había sido don Diego Colon el que había tramitado el traslado, pero que se le

había preguntado por las gestiones de Fontanarosa, il signore que había sido enviado

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por don Hernando, no por don Diego, ¿capicci?, que si le hubiera preguntado por el

destino de los restos o por don Diego, no habría tenido el sofocón que ahora yo tenía.

El barbero volvió a sus afeites, yo volví a mi casa.

Cada paso que daba abría otras posibilidades, cada paso resultaba en un nuevo

enigma, y no es que me importara poco o mucho que se había hecho con los restos del

Almirante, es que paulatinamente el misterio me iba envolviendo.

Se iba apoderando de mí y ya no sabía si yo procuraba esclarecer el misterio o si el

misterio procuraba esclarecerme a mí, porque aunque lo quisiera negar, que de hecho

no quería, estaba aprendiendo mucho sobre mi mismo.

Una nueva resolución se fue arraigando en mi cerebro: ya no más información parcial,

ya no más pretender sorpresa cuando otros ya tenían esa misma información y yo me

conformaba solamente con un conocimiento superficial; no más, punto; había que

hacer las cosas bien, no por impulsos irreflexivos.

Me propuse recapacitar sobre quien o en donde podría averiguar el destino de los

restos del Almirante, en que lugar de Sevilla estarían y si aún estarían ahí, pues de

repente recordé que en alguna parte tenía una copia del testamento de Colón, que si

saber porqué había guardado en alguna parte; en algún sitio dentro de mi caos

personal, lo tenía y a lo mejor ese conocimiento tenía relevancia.

Contento conmigo mismo me puse a buscarlo, y casi de inmediato, lo encontré, y me

volví a sorprender como mi ilógica lógica seguía funcionando: no era el último, pero

casi el último de los papeles que tenía apilados bajo un grueso libraco que elegí por su

volumen y peso y de cuyo título ya no me acordaba.

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El testamento, corto y escueto, me decía:

” Yo constituí a mi caro hijo Diego por mi heredero, de todos mis bienes e

oficios, que tengo de juro y heredad, que me hize en el mayorazgo, y non

aviendo el hijo heredero varón, que herede mi hijo don Hernando por la mesma

guisa, e non aviendo el hijo varón heredero, que herede don Bartolomé mi

hermano; que se entienda ansí de uno a otro el pariente más llegado a mi linia;

y esto sea para siempre. E non herede muger, salvo si non faltase non se fallar

hombre; e si esto acaesciese, sea la muger más allegada a mi línia”

Releyendo estas líneas con atención, recordé que había olvidado mi procedimiento

usual: no había cerrado los ojos, no me había concentrado, sino que una vez mas la

ansiedad había hecho presa de mí y seguramente por ello no habría reparado en algo

que debí haber visto desde el inicio.

Cerré los ojos, ilógicamente tapé con mi mano el documento y esperé, y esperé, hasta

que ninguna ansiedad sintiera.

Entre mis párpados la memoria jugó con la intuición y claramente veía las últimas

líneas: “E non herede mujer, salvo si non faltase non se fallar hombre; e si esto

acaesciese, sea la mujer más allegada a mi línia”.

Sobresaltado, abrí los ojos y estos automáticamente encontraron esas últimas líneas y

la palabra mujer repetida en dos ocasiones; pero no, no podía ser, Colon si había

tenido descendencia masculina, don Diego y don Hernando, por lo mismo Catalina no

podía ser la mujer que heredara, y aunque por ventura resultara descendiente del

Almirante, como yo sospechaba, no podría ser la heredera, pues, repito, estaban don

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Diego y don Hernando y a falta de ellos, quedaba claramente establecido que sería su

hermano don Bartolomé.

Que bueno que tenía y seguía teniendo esos saltos de intuición y memoria, pero debía

aprender a controlarlos y definitivamente, basados en ellos, a no sacar conclusiones

sino a registrarlos y conservarlos porque ya en otras ocasiones habían resultado útiles

componentes en alguna realidad.

Desgraciadamente, en el testamento no decía en donde quisiera ser enterrado y esa

duda surgió en mí porque en alguna parte, quizá en algún otro documento Colon decía

sobre su enterramiento, de eso estaba seguro, pero ahora no podía recordar en

donde, ni quería buscarlo ahora mismo, aunque creo que fue en alguna misiva a sus

hijos.

Ya surgiría su tiempo, ya llegaría el momento de rectificar esta información, de

responder este interrogante.

Por lo mismo, y siguiendo el devenir que habían seguido los acontecimiento, estaba

seguro que en el Convento de San Francisco sabrían la respuesta, pues yo estaba

seguro que los restos estarían en algún convento o iglesia de Sevilla a cargo de los

frailes franciscanos; pero como no conocía Sevilla ni mucho menos sabía cuantos y

cuales conventos, iglesias o monasterios tenían los franciscanos, asumía que

averiguarlo debía.

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Fui al Convento de San Francisco y pregunte por alguna oficina o dependencia, algún

sitio en donde hubiera quien me pudiera decir en donde se depositaron los restos del

Gran Almirante.

Sin la burocracia que encontré en el Ayuntamiento, me informaron que se habían

trasladado al monasterio de Santa María de las Cuevas aunque no tenían la fecha de

ese traslado ni el fraile que me proporciono la información sabía la ubicación del

monasterio, sólo añadió que le decían “de la Cartuja” o “de los Cartujos”. Bueno;

la información era suficiente, y se me ocurrió preguntar si sabía cuál era el negocio que

il signore Fontanarosa había venido a tratar a Valladolid, dando por sentado que sabía

quien era Fontanarosa y el motivo de su estancia en la ciudad.

Me dijo que no estaba muy enterado de los asuntos de il signore, pero que

Fontanarosa había tratado de recuperar una serie de documentos que estaban en

Valladolid desde los días en que se siguió proceso contra Colón, hasta que pudo

recuperarlos, varios años después, con ayuda del prior del convento, que por ventura

pudo asistirlo. O sea, nada que ver con los restos del Almirante.

El día se estaba acabando, el sol hacia rato se había ocultado y mañana tendríamos la

entrevista con Giuseppe y sabríamos el contenido del arcón, y por supuesto, volvería a

ver y a estar con Catalina y yo tenía información que creía me convertiría en algo más

que en el peón, la marioneta, que hasta ahora había sido.

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Decidí dejar todo como estaba, empero, hice un último cambio, colocando los dibujos

encima y más a la mano que cualquier otra cosa; no podía olvidarlos en casa.

Desperté mucho después de lo que me había propuesto, aunque aún con tiempo

suficiente para ir por Catalina y llegar a la casita chiquita y muy blanca a la entrevista

con Giuseppe.

No tenía ansiedad, tenía contrariedad por haberme quedado dormido y tener que

apresurarme, pero en vez de estar pensando en ello, debía darme prisa.

Revisando cosa por cosa con el deseo de no dejar nada en casa que pudiera necesitar,

satisfecho y expectante fui al convento; de nuevo estaba ante el ya familiar y macizo

portón y la mirilla que ya consideraba mi amiga.

En esta ocasión, no se me permitió el paso; otra era la monja que respondió mi

llamado, no había melodiosos coros y no se oía tampoco el murmullo de la fuente.

La invisible monja detrás de la mirilla, secamente indicó que esperara.

No esperé mucho, la mirilla no se abrió, tal vez ya no era mi amiga; el portón si, se

abrió para dejar paso a una aparición inesperada.

Catalina emergió, más no ya con el hábito de las religiosas, sino con un vestido de gran

dama, cubierto por una amplia capa de mucho vuelo, fabricada en terciopelo verde

oscuro, que hacía maravillas con esos ojos, que relucían como dos soles en medio de

un cielo esplendoroso, y no tenía capucha.

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El talle esbelto, el porte majestuoso, era algo nuevo para mí, una maravilla nunca

antes vista ante la que incongruentemente reaccioné imaginando el efecto que esta

visión tendría en el pecoso mancebo.

Con cierta ansiedad Catalina pregunto cuál había sido el mensaje de Giuseppe, del

amable signore Fontanarosa.

Como pude, sin balbucear, encontré palabras y le comenté que en realidad no era

mucho lo que sabía, salvo lo que me había comunicado Sebastián, que aparentemente

había encontrado unos documentos que esperaba contuvieran el que estaba

buscando, nada más, pero que yo había hecho algunas averiguaciones y tenía cosas

interesantes que contarle.

Dijo que estaba segura de que así sería, pero que lo mas conveniente era revisar esos

documentos primero, suplicándome le permitiera examinarlos antes de intercambiar

información.

¿Ustedes creen que podría negarme?

De pronto todo dejó de tener importancia. Ni Colon, ni sus hijos, ni su entierro, ni su

traslado, ni Valladolid o Sevilla, ni doña Josefa la esclava, ni el mismo Giuseppe; es

más, ni siquiera los tan buscados documentos tenían la menor importancia.

Solo importaba que Catalina y yo estuviéramos juntos otra vez, esa era mi única

realidad, esa era la única cosa que tenía importancia y valor en mi mundo, lo demás,

todo lo demás, estaba en estado de inexistencia: un limbo de imaginación.

Nos recibió Sebastián y tal como lo imagine, su reacción sobrepasó los límites de lo

posible, literalmente el mancebo se iluminó, irradió una contagiosa euforia que nos

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tocó a todos y opacó el mismo día, luminoso como estaba, difundiéndose por toda la

casita chiquita y muy blanca.

Giuseppe nos recibió otra vez en la misma salita, que sin embargo hoy lucía diferente

pues había, notablemente, mucho más orden y acomodo y el grueso y pesado arcón

no estaba más debajo de la mesa.

Aunque no estaba colocado en el centro físico de la habitación, constituía el centro

sobre el que giraba el evento de ese día. A su lado Giuseppe había ordenado se

colocara una pequeña mesita, vacía salvo por un paño de lana colorada y una silla que

invitaba a apoltronarse en ella.

Un poco más alejado de este conjunto estaban otras dos sillas similares a la

anteriormente descrita y una mesita con algunos objetos sobre ella, además de una

especie de tela a guisa de mantel, cubriendo otras cosas.

Se hizo el intercambio de saludos y cortesías, se indicó a Sebastián cerrara la boca que

se abrió desde que vio a Catalina y se retirara, al tiempo que Giuseppe condujo a

Catalina a la silla frente al arcón, situada de manera tal, estratégicamente, que la luz

que penetraba por la pequeña ventana, caía directamente sobre el paño de lana

colorada.

Cruzaron algunas palabras, que no alcance a comprender, ni me interesaba enterarme;

si no querían que me enterara y era así, porque si no lo fuera no hubieran hablado en

italiano, ¿para que molestarme o preocuparme?

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Guiseppe abrió el arcón y con suavidad, muy teatralmente en mí opinión, muy a la

italiana, depositó sobre la mesita unos documentos que extrajo de un legajo atado con

una cinta gruesa de encendido color rojo.

Observé a Catalina, que había seguido la maniobra hasta tener los documentos

delante, aparecieron unas leves arrugas de concentración en la frente, y cerró los ojos,

esos ojos que me trasportaban a otro incógnito mundo, ¡esos ojos!

¡Que coincidencia! Catalina cerraba los ojos como yo lo hacía; sentí que ese gesto me

acercaba a ella más que cualquier otro además que hubiera hecho.

En seguida Giuseppe se acercó a mí y pidió le dijera que había averiguado

conduciéndome, con gentileza, hacia la otra mesita y las otras sillas.

Saqué los dibujos y se los mostré al tiempo que le platicaba en donde y como los había

copiado y lo que había averiguado sobre Colon, la cripta y la inscripción.

Guardaba la mención del traslado de los mismos a Sevilla para un momento posterior,

deseoso de conocer su reacción ante la copia de la inscripción que le había

presentado.

Mientras tanto, Catalina examinaba en silencio y con total concentración los

documentos que se le habían entregado.

Giuseppe vio y revisó los dibujos sin decir palabra alguna, como en trance, como ido de

este mundo, lejos de aquí.

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Lentamente se levantó y fue hacia el arcón, y con algunas palabras, más bien

murmullos, dirigiéndose a Catalina, se inclinó ágilmente y produjo un legajo de

papeles, atados con una gruesa cinta de color azul pálido.

Lo tomó con la mano izquierda y ceremoniosamente lo pasó a su mano derecha y

acercándose, extendió su brazo en un claro ademán indicativo para que yo lo tomara.

Lo tomé, cuidadosamente desaté el enlace que sujetaba la cinta azul pálido, hecho con

la simplicidad del marino que sabe que un nudo bien hecho puede ser la diferencia

entre la vida y la muerte en la alta mar y desenrollando el pergamino, lo extendí sobre

la mesa.

Las primeras hojas eran una relación, escritas en una caligrafía confusa y desigual, las

vi sin mirarlas, tan sólo por saber cuantas páginas eran, mentalmente comparando el

espacio que necesitaría para extenderlas sobre la mesa y tenerlas todas ante mi vista.

Eran solamente cuatro páginas, que crujían suavemente mientras suavemente

también, las extendía una a una sobre la mesa y buscaba algún objeto pequeño para

sujetar las esquinas y evitar que una por una se enrollaran sobre si mismas.

La última tenía poco texto y estaba rematada por una firma muy garigoleada.

La extendí sobre la mesa y al hacerlo noté en el inicio de la misma, un pequeño

triángulo formado por letras o caracteres que ya me era muy familiar

La firma, lucía de la siguiente manera:

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Anticipando mi pregunta Giuseppe me dijo que era la firma de Cristóbal Colón; la

segunda firma, la que comenzó a utilizar siendo ya Almirante.

Muchas cosas se aclararon en mi mente, muchas cosas comprendí en ese instante,

pero al mismo tiempo otras nuevas y mas intrigantes interrogantes emergían.

Anticipando otra vez mi pregunta, Giuseppe me dijo que ese legajo era un documento

por medio del cual Colon daba instrucciones sobre el establecimiento del gobierno de

la isla Española.

Que en 1500 el administrador real don Francisco de Bobadilla había utilizado o

pretendido utilizar ese documento en contra de Colón cuando lo aprehendió y cargó

de grilletes, junto con sus hermanos y los envió a juicio.

Como buen y emocional italiano Guiseppe se enciende y me platica cómo se denuncia

falsamente a Colón acusándolo de conservar para si y sus hermanos e hijos una buena

parte de las ganancias obtenidas en las tierras descubiertas, originando la desconfianza

de los Reyes Católicos que deciden enviar a Bobadilla a averiguar la verdad sobre esas

acusaciones.

Bobadilla, prosigue Giuseppe, estaba convencido de la culpabilidad de Colon, aún

antes de salir de España, indignado irracionalmente por haber puesto a los hidalgos y

caballeros a trabajar, a Colon, como extranjero que era, no le otorgaba credibilidad,

siendo fácilmente convencido por los peninsulares que envidiaban lo que Colon había

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obtenido y se quejaban de lo reducido de las riquezas a ellos otorgadas y de la

obligación de trabajar para poder subsistir.

El desencanto por los resultados del descubrimiento, y la falta de oro o plata

encontrada, despertaba envidias y malestar con lo que Colon había obtenido, y por la

forma de imponer a sus hermanos y familiares en los puestos mas importantes y

remunerativos del gobierno de las tierras conquistadas.

Además, le acusaban de haberse quedado con los mejores esclavos y de obtener

cuantiosas ganancias de su explotación y hasta de procurar vender algunas tierras a

otras monarquías, expresando su descontento con la forma despótica, tiránica, de

conducir los asuntos de las colonias, imponiendo racionamiento y obligando a todos a

trabajar en un clima que resultaba molesto, del cuál Colón no era responsable pero si

señalado como culpable.

Giuseppe estaba verdaderamente indignado tanto por la forma en que reaccionaron

sus compañeros, la envidia y codicia que demostraron, los inmerecidos privilegios que

reclamaban sin haber hecho nada para ganarlos y la indiferencia y falta de sensibilidad

y agradecimiento de los reyes que se sumían en burocracia y demostraban la perenne

ingratitud de los poderosos hacia quien había ensanchado los límites del mundo y

entregado la posibilidad de constituir el imperio más grande que se conoce.

Por eso, por los dibujos que le había mostrado y otras consideraciones es que él me

había enseñado la firma de Colón como Almirante en donde según pude observar, se

había substituido la última línea por la mención florida de Almirante.

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Tome mis dibujos y el trozo de carboncillo que aún conservaba en mi jubón y tracé un

nuevo dibujo con ambas firmas, una junto a otra, dibujo que se aprecia así:

Giuseppe observaba el nuevo dibujo con detenimiento, sin decir palabra, su semblante

serio, su mirada fija, ocultando cualquier pensamiento, al parecer sumido en hondas

reflexiones.

Una exclamación de Catalina, nos devolvió al presente; al objeto de nuestra reunión.

Volteamos a verla y entendimos la señal de esperar un poco más, aparentemente no

había terminado de revisar los documentos; sin embargo había tres montoncitos de

ellos claramente diferenciados, y un cuarto en sus manos, siendo devorados por esos

ojos embrujadores.

Era fascinante verla casi de perfil, con cierta tensión, concentrada en su labor, en un

mundo personal, propio, prohibido para compartir.

Su mano izquierda estaba posada con firmeza sobre uno de los montones de legajos

separados por ella, como en un gesto de propiedad o de protección, como para

asegurarse que ahí estaban, que ahí permanecerían, que nadie los disturbara. Listos

para cualquier subsiguiente consulta.

Giuseppe comentó que sabía del traslado de los restos del Almirante a Sevilla,

quitándole todo valor a mi intención de revelarlo posteriormente, eliminando la

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sorpresa que tenía preparada y mencionando que cuando primero trató ese asunto,

alrededor de 1507 u 8 por encargo de don Hernando, ignoraba que el otro hijo de

Colón, su hermano don Diego, hubiera iniciado o hubiera movido esos restos.

Visiblemente molesto, mencionó que tanto las autoridades municipales como las

eclesiásticas no le habían referido nada al respecto, ocultando o escondiendo

intencionalmente esa vital información, buscando obtener de esa ignorancia provecho

pues indiscreta e imprudentemente, él había utilizado argumentos de respaldo

económico e insinuando recompensas secretas que despertaron la codicia en ambos

lugares, previendo ganancias fáciles, creyendo que trataban con un disvariatto

extranjero.

Mencioné entonces, que sin tener certeza de las fechas, se me había informado que

entre 1509 y 1513 había ocurrido el traslado del osario del Almirante al monasterio de

Santa María de las Cuevas en Sevilla, lo cual constituyó un pequeño e intrascendente

triunfo y reivindicación, pues Giuseppe no conocía el sitio, solamente sabía que había

sido en ese período y que se habían trasladado a Sevilla y que don Hernando le

comunicó que ya estaba enterado de ello y que dejara de lado ese asunto y se

concentrara en lo otro, es decir, en la recuperación de los documentos requisados para

el juicio de su padre.

Acostumbrado como estaba a llevar una bitácora y registro de sucesos, Giuseppe de

inmediato anotó el nombre del Monasterio que le había proporcionado para su

referencia futura.

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La dulce voz de Catalina llamó a Giuseppe a su lado y le consultó sobre algún párrafo

que no estaba claro o que no entendía; mientras ambos estaban volcados sobre los

documentos, yo observaba; al cabo de un momento Giuseppe regreso a su previo sitio.

Mientras esto ocurría, recordé que en la última vez que estuvimos en esa misma

habitación Catalina se había detenido a mirar un cuadro colocado en la pared junto a la

ventana, encima de la mesita bajo la cual había estado el arcón que hoy, abierto,

derramaba sus secretos.

Miré y volví a mirar, la pintura que había visto Catalina, el cuadro que había llamado su

atención, ya no estaba allí; fijándome, distinguí los bordes que marcaban el lugar en

donde estuvo colgada esa pintura, mas no más, ahora había un plato circular que no

alcanzaba a tapar el sitio ocupado previamente. ¿Otro misterio? ¿Por qué en el

transcurso de unos cuantos días se había removido precisamente la pintura sobre la

que Catalina se había fijado?

De pronto Catalina se incorporó y vino hacia donde estábamos, quien sabe en que

forma se comunicó con Giuseppe y este se levantó, y mientras yo cedía mi silla a

Catalina, Giuseppe acercó la otra silla y la acomodó de manera que Catalina y yo

quedamos lado a lado, frente a él, distanciados únicamente por la mesita interpuesta

entre nosotros.

Surgió en mi mente la figura de un triángulo con Giuseppe en el vértice, Catalina en un

extremo y yo en el otro.

Me pareció una imagen muy adecuada.

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Suavemente Catalina dijo que había encontrado la información que buscaba y

preguntó a Giuseppe y a mi si sabíamos en donde nos podrían hacer una copia del

documente, siempre y cuando Giuseppe accediera a prestarlo para que se copiara y

autorizara se hiciera la copia.

Me parecía evidente que Giuseppe no iba a negarse, no podría negarse, aunque no

había ruego en la voz, ni en el tono en que Catalina lo había solicitado, estaba

convencido que si habría súplica en la mirada.

Le dijo, antes de que yo ofreciera hacer la copia, que tenía un escribano de confianza

que podría acudir por la mañana y hacerla sin dilación, que ya le había hecho copias de

otros documentos y que era una persona discreta que no divulgaría el contenido de

ningún documento que se le confiara, ni haría más copias de las solicitadas.

Catalina le pidió que así se lo comunicara y dijo que con una copia era suficiente.

Me fijé bien en esta nueva Catalina, ya no traía el hábito de monja, ya no era una

monja; ninguna vez había sido mi monja, como llegué a considerarle, y a la vez que la

sentía cerca, la consideraba más alejada que nunca.

Era una mujer de alto linaje, cuya estirpe estaba muy lejos de la mía, hijo de un

humilde hidalgo sin fortuna, sin pasado, sin presente y sin futuro.

Suavemente nos dijo que el documento que había encontrado era una constancia

juramentada en la que se asentaba que doña Josefa, la esclava que había sido sirvienta

de su madre, había tenido una hija, de la cual le habían obligado a desprenderse,

entregándola al cuidado de las monjas de un monasterio, para evitar que fuera

marcada como esclava, y se había perdido todo rastro de ella hasta el juicio del

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Almirante en que se presentó la mencionada constancia y se ordenó la búsqueda de la

criatura que para esas fechas ya no era una bebe sino una jovencita.

Cuando los regidores ordenaron se presentara evidencia de todos esos dichos, se

produjo una carta de la madre superiora del convento en donde se entregó la criatura,

carta en donde se especificaba como padre desconocido al autor de sus días.

Y como suele suceder en estos casos, de alguna parte salieron otros argumentos y

acusaciones en donde se implicaba como responsable del nacimiento de la niña a un

sobrino de doña María Inés Enríquez, abadesa del Convento de Santa Clara, tía del Rey

Don Fernando de Aragón, y una de las promotoras del primer viaje de Cristóbal Colon.

Se acusaba asimismo a la propia abadesa el haber comprometido algunos bienes de su

congregación a los cuales no tenia derecho, en apoyo directo al navegante genovés

que tanto tiempo estaba invirtiendo en su empresa con tan pocos resultados hasta

entonces.

También se argumentaba que la hija de la esclava se le había dado en pago a ella y no

al monasterio por esos favores. Este rumor y cargo pronto resultó ser falso

y fue desechado por los jueces y se restituyó el honor de doña María como insistieron

en llamarle groseramente en vez de Sor María Inés, pero no tuvo influencia directa en

los cargos que se hacían a Colón.

Por mucho que los jueces eran católicos y muy fanáticos, con la expulsión de los

jesuitas y los judíos de España, en las cortes civiles y penales no se otorgaba, o se

pretendía no otorgar, denominaciones religiosas o privilegios especiales a los

miembros de la iglesia que caían bajo escrutinio judicial.

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El resultado de estos dimes y diretes derivó en que a un hermano de Catalina, de

nombre Martín de Enríquez, sobrino de la Abadesa doña María Inés, se le acusó de ser

el padre de la niña próxima a profesar como monja, hija de la esclava Josefa y por lo

mismo, hija natural no reconocida por don Martín.

Asimismo se culpó a don Martín de Enríquez de la desaparición de la susodicha doña

Josefa acusándole de haberle dado muerte en forma violenta en alguno de sus

arrebatos y tirado su cadáver al mar por lo que nunca había aparecido.

Y por esta causa y los alegatos infundados de ser un hombre irascible le tenía varios

años preso, en espera de ser ahorcado como lo ordenaba la ley en esos casos y

solamente por la intervención de la abadesa y otros personajes de la Corte, allegados a

la Reina, la ejecución estaba en suspenso, pero no podría mantenerse en ese estado

por mucho tiempo más.

No habiendo nadie que se interesara por aclarar las cosas, Sor María Inés recurrió a

Catalina (sobrina muy querida) quien noblemente echó sobre sus hombros la

búsqueda de la evidencia que debería salvar a su hermano; hoy, no se acuerda de que

forma, ni como esa búsqueda le condujo hasta Valladolid, hasta la casita chiquita y

muy blanca, a Giuseppe y a mí.

Por estar suspendida la sentencia es que se requería encontrar evidencia en contrario

y sólo hasta la muerte del Gran Almirante Catalina se supo de la existencia de esos

documentos supuestamente probatorios de la inocencia de don Martín y que tal vez

pudieran arrojar alguna luz sobre la muerte y desaparición de doña Josefa,

circunstancias que añadían un toque de urgencia y hasta de desesperación.

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Como esos documentos se habían apartado como pruebas en contra del Almirante, los

procuradores los utilizaron con ese fin, descartando quizá por desconocimiento, las

implicaciones que pudieran tener para el caso de don Martín, que no tenía la

notoriedad ni el morbo asociado con el juicio de Colón y que muy probablemente esos

jueces y procuradores ignoraban.

Gracias a los esfuerzos de Giuseppe Fontanarosa se había logrado la recuperación de

esos documentos y habían ocurrido los eventos que he relatado hasta llegar al

momento actual.

Pero ahora que Catalina había encontrado los documentos pensó que su misión había

concluido satisfactoriamente, salvo que sentía que debía aclarar el destino de doña

Josefa y asegurar el futuro de su hija, que no merecía el estigma que sobre su madre y

su origen se le había colocado.

Decidiendo en un instante, lo que habla de la nobleza de su alma y la pureza de sus

sentimientos, solicitó nuestra ayuda, la que sin dudar aseguramos.

Un poco más adelante, en medio de una contagiosa euforia que suele producir la

concepción de un nuevo proyecto, apunté que todavía faltaría por examinar esos

documentos bajo otra perspectiva pues podrían tener información que se hubiera

pasado por alto, preocupados como estábamos ahora por la salvación de su hermano y

que tal vez, nos condujeran a la aclaración de la muerte y desaparición de doña Josefa.

Sentí que mi sugerencia había caído en tierra fértil, la sonrisa de Catalina me lo decía,

el semblante de Giuseppe lo denotaba.

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De inmediato envió por Sebastián y le dio detalladas y precisas instrucciones para

notificar al escribano copista.

Entonces, muy consciente de lo que hacía y decía, sin atreverse a mirarme, Catalina

dijo a Giuseppe lo suficientemente fuerte y claro como para yo que no pudiera dejar de

oír, que no era mujer casada, que la Abadesa le había aconsejado que así se presentara

para alcanzar mejor éxito en su búsqueda.

Catalina solicitó a Giuseppe la autorización para enviar aviso a su tía, la abadesa María

Inés, el haber encontrado los documentos buscados, informándole en los que creía

haber encontrado nueva evidencia y además, que ya estaba en marcha el proceso para

utilizarlos y proceder procurar la liberación de su hermano.

Rápidamente entre ambos redactaron el mensaje y se lo entregaron al pecoso

Sebastián, quien lo recibió encantado de poder ayudar en algo a Catalina, a quien no

podía dejar de mirar con descarada admiración, totalmente subyugado.

Giuseppe sugirió que revisáramos detenidamente toda la situación antes de

embarcarnos en aventuras en un mundo tan cambiante y con tantas cosas nuevas

como se presentaban en España en estos años y sobre todo desde que los Reyes

Católicos habían fallecido y estaba el en trono Carlos V reinando sobre España como

Carlos I y recién confirmado como Emperador.

Insistía en que había demasiada turbulencia en el ambiente como para proseguir

acciones legales en un gobierno tan convulsionado y con tantos intereses en juego.

Había gran sabiduría en lo que nos recomendaba, Catalina hizo el comentario que ella

había visto como habían cambiado las cosas en la corte, que la corte estaba en un

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constante ir y venir sin saber como quedaban las cosas, cada quien buscando

conservar o engrandecer sus privilegios.

Por una parte estaba el cardenal Cisneros con gran influencia, por otra el obispo de

Aragón, buscando el poder total para si mismos y procurando ganar posiciones frente

al rey de España y Emperador del Sacro Imperio.

Por otro lado estaba don Carlos mismo buscando consolidar el poder pues aunque se

había hecho la intitulación real todavía no surtía efectos totales y particularmente el

reino de Aragón se rehusaba a aceptar al Obispo como gobernante designado,

pretendiendo que fueran gobernados por don Carlos directamente.

Recordemos, nos decía Giuseppe que la Reina Isabel falleció en 1504, Colón en 1506 y

Fernando el Católico en 1514 y habían pasado 6 años muy turbulentos hasta hoy 1520

que don Carlos ostentaba la Corona de Castilla, Aragón y Navarra pero había

establecido su reino en Flandes lo que molestaba profundamente a los españoles, y

como además, no hablaba el idioma se le había obligado a aprenderlo.

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La situación era diferente ahora, muy delicada, entonces sería cuestión de hilar muy

fino, pues en todo el asunto referente a don Martín de Enríquez los intereses habían

cambiado y muchas de las personas que tuvieron influencia ahora ya no la tenía.

Por otra parte estaban instituciones con las que había que tener mucho cuidado, por

una parte el Consejo de Indias fundado en 1511 que luchaba por controlar todo lo que

tuviera que ver con la Nueva España y entendía también en algunos pleitos de justicia.

Además estaba el Consejo de Ordenes que controlaba las órdenes militares bajo cuya

jurisdicción se había arrestado al don Martín de Enríquez, con lo que había cierto

conflicto con el Consejo de Indias que llevaba el proceso.

Y finalmente estaba la Inquisición, autorizada por el papa Sixto IV en 1478 y reforzada

en 1483, originalmente con la intención de perseguir a los falsos judíos conversos, pero

poco a poco fue pervirtiendo su finalidad hasta convertirse en un instrumento al

servicio de oscuros fines, casi por completo bajo las órdenes del Cardenal Cisneros.

Añadido a esto, el prestigio alcanzado por los Reyes Católicos por los descubrimientos

y conquistas realizadas bajo su reinado, había ocasionado una honda división entre los

peninsulares y los colonizadores, como se les denominaba, por toda España y don

Carlos se había beneficiado con ello.

Colón descubre la Nueva España en 1492, Alonso Fernández de Lugo conquista

Tenerife en 1496, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, expulsa a los

franceses del norte de Italia, Pedro Navarro domina el norte de África y se enseñorea

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de Trípoli, Vasco Núñez de Balboa descubre un nuevo Océano al que se le nombra

Pacífico.

Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano estaban en viaje de

circunnavegación; se sabe de una tercera expedición a tierra firme enviada desde la

isla Fernandina con grandes expectativas; había otros muchos proyectos, España era

sinónimo de enorme convulsión.

Los jóvenes y ambiciosos buscaban su oportunidad para ir a las tierras, descubiertas,

los incómodos e indeseables eran enviados a lejanos territorios; era un momento muy

peligroso, una coyuntura histórica; Giuseppe insistía, era momento de hilar fino.

Catalina informó algunos detalles de lo encontrado en los documentos que se

copiarían para ser entregados al procurador encargado por la Abadesa, doña María

Inés del asunto de su hermano y promover su liberación, confiando en encontrar al

culpable.

Acordamos de todas maneras, hacer un compendio de los hechos que a nosotros nos

parecieran importantes para reflexionar sobre ellos y conocer si no fuese necesario

hacer otras indagaciones o conseguir otros documentos complementarios pues de

alguna manera, inconsciente y tácitamente no otorgábamos toda nuestra confianza al

procurador elegido por la Abadesa.

Me ofrecí a hacerlo, a lo cuál ambos accedieron y mientras Catalina me indicaba los

pasajes y los párrafos señalados por ella, Giuseppe pidió le disculpáramos y se retiró

momentáneamente a efectuar alguna otra actividad.

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Nos quedamos solos. Un lento y profundo silencio bajó como nube y nos envolvió.

El silencio decía mucho, decía todo y a la vez no decía nada.

Leí en sus ojos y entendí que agradecía mi silencio y aunque yo no, aunque yo quisiera

que me dijese, aunque yo deseaba saber, respeté su voluntad y tampoco dijo nada,

pero, repito, el silencio al no decir nada, expresaba todo.

Giuseppe regresó y nos llamó, algo en su expresión, que se había vuelto seria, tal vez

adusta, presagiaba que algo serio también, y de importancia habría de decirnos.

Mientras nos acomodamos frente a él, con evidente incomodidad nos dijo que él no

era persona a la que gustaran los vericuetos o atajos, que como hombre de mar,

estaba acostumbrado a la acción, a la acción directa, pero no impulsiva, sino reflexiva,

producto de amplia experiencia y conocimiento de las debilidades humanas.

Que durante el tiempo en que nos habíamos tratado había apreciado nuestro valer y

calidad humana, que no tenía herederos y que la misión que le había encargado don

Hernando estaba por concluir, que veía cercano su fin, y que se había propuesto

ayudarnos a liberar a don Martín de sus penurias, de la ahorca y de la prisión.

Sabía que no sería fácil y que requeriría gran esfuerzo y tenacidad, pero estaba seguro

que lo lograríamos.

El pensaba que Sevilla sería el lugar mas adecuado para iniciar nuestra búsqueda,

porque ahí estaba el Consejo de Indias y los archivos del proceso de don Martín y era

el centro de casi toda la actividad sobre Nueva España y los demás territorios

descubiertos por los españoles.

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Nos pareció correcta la presunción, y cuando así se lo hicimos saber, indicó que él

disponía de los dineros suficientes para financiar el viaje de los tres a Sevilla y para

cubrir los gastos que representaría tal hacer.

Añadió que no vale protestar ni negarse, que así se hará; y no iríamos como mendigos,

sino con comodidad, frugalmente, pero sin carencias. Esa sería la forma en que lo

haríamos.

Saldríamos tan pronto tuviéramos la copia de los documentos necesarios, hubiéramos

arreglado nuestros asuntos y salvaguardado los otros documentos que estaban en el

arcón y que le pertenecían a don Hernando.

Sebastián sería nuestro enlace en Valladolid y con doña María Inés lo seguiríamos

haciendo como hasta ahora, la casita chiquita y muy blanca sería nuestro centro de

operaciones.

¿Qué más quedaba por hacer, si no hacerlo?

Y en ese tenor nos despidió, no sin antes hacer un teatral guiño de ojo y decirme que

tenía otro encargo para mí del cual hablaríamos después, probablemente en Sevilla.

Salimos de la casita pequeña y muy blanca que ahora tenía otro significado, y Catalina

rogó que la llevara al convento pues quería estar sola y reflexionar, a más de

prepararse para la jornada a Sevilla que revestía carácter urgente porque en cualquier

momento podían decidir ejecutar la sentencia en contra de don Martín.

Recorrimos el trayecto en agradable silencio, con ocasional cruce de miradas en donde

no leía nada, en donde parecía que un velo cubría la chispa de esos ojos que tanto

hechizo tenían.

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Llegamos al convento, y sin acuerdo, al unísono tocamos la puerta; reímos de la

coincidencia de lo que cada uno en muda sincronía hicimos y esperamos a que se

abriera la mirilla.

Se abrió y sin más, aunque quería decir otras cosas, dije que pasaría por ella más tarde

para ayudarle con lo necesario para la jornada a Sevilla, asintiendo, Catalina entró al

convento.

Satisfecho, con muchas dudas aún, sin rumbo dejé que mis pasos me condujeran a

donde quisieran; mi mente estaba llena de eventos, acontecimientos, recuerdos,

imágenes, unas claras otras confusas, todo en desconcierto, revuelto, sin orden, pero

también sin ansiedad.

Anduve por todas partes, viendo sin ver, más que caminado deslizándome por calles y

callejuelas, saboreando la ciudad de Valladolid, mientras en mi cerebro como

silencioso mecanismo las ideas y pensamientos buscaban su acomodo. Casi me

parecía oírlos revoloteando en el reducido espacio.

Al cabo de quien sabe que tanto tiempo llegué al mercado y de repente estaba frente a

la jarcería, en donde un solitario itacate intentaba llamar mi atención, como que me

hablaba y me recordaba la jornada que pronto emprendería, enfatizando la necesidad

de su posesión.

No me dejé llevar por el impulso de compra que me enviaba el itacate, más recordé

que en Sevilla el latín era un lenguaje muy utilizado y aunque confiaba plenamente en

los conocimientos de Giuseppe, quería no tener total dependencia de sus

interpretaciones por lo que busque con mi amigo el bibliotecario y dueño de una de las

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primeras imprentas en España, algún libro, una especie de listado o traducción de

palabras o términos legales del latín al castellano, porque intuía que lo opuesto no me

sería de mucha utilidad.

Encontré al bibliotecario e impresor en un estado de febril agitación, acomodando

tipos en metal sobre gruesas planchas también metálicas, yendo de aquí para allá, con

gran dedicación.

Me dijo que se había recibido una carta relación de un Hernando o Hernán Cortes que

comandaba una expedición desde la Española o la Fernandina y que había enviado un

navío con embajadores y noticias y un escrito el Emperador en el que informaba de

descubrimientos importantes y haber hallado increíbles riquezas en nuevos territorios

conquistados por él para la corona, incluso había mandado con los embajadores

algunas muestras de oro y plata y riquezas nuevas que habían conmocionado a todo

mundo en Sevilla, en Burgos y en Flandes.

Escuchó mi solicitud con atención diciendo que en alguna parte tendría algo similar a

lo que le solicitaba, que lo buscaría y me avisaría al día siguiente y que rogaba le

comunicara todo lo que pudiera averiguar sobre estos eventos pues estaba seguro que

habría de imprimir muchas copias de esas relaciones que despertaban la imaginación y

la esperanza de mucha gente, ya de por sí deseosa de ir a la aventura; y con todo tan

revuelto, sería una buena opción.

Saliendo de la imprenta tropecé con Sebastián, el mancebo pecoso, sirviente de

Giuseppe quien casi con lágrimas en los ojos me suplicaba que intercediera para que il

signore le permitiera ir con nosotros a Sevilla, que estaba seguro que sería útil su

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presencia y podría cuidar a la signorina como a la niña de sus ojos, pero que il signore

le había dicho que no iría.

Pregunté si había cumplido los encargos que se le habían encomendado, a lo que

contestó que así lo había hecho y había asimismo informado al signore; quien le

ordenó otras cosas para la jornada a Sevilla, por eso estaba en la plaza, por eso había

acudido al mercado y pensaba ir a mi casa a rogarme intercediera por él; que nada

deseaba mas en este mundo que proteger a la signorina.

Como pude traté de calmar sus ansias, prometiéndole que intervendría, que pondría

mis buenos oficios con il signore a su favor, tratando de hacerle entender que la

decisión no era mía, que era decisión de Catalina y de il signore; que él tenía que

aceptar eso.

Apresuradamente volvió a insistir en mi intercesión; le aseguré que así como se lo

había prometido, lo haría; entonces se alejó y pronto se perdió entre la multitud que

acudía al mercado a realizar sus quehaceres.

Considerando las cosas, pensé que tal vez no fuera mala idea, Giuseppe aunque no era

un anciano, tampoco estaba en la flor de la edad, y contar con un grumete que le

ayudara y nos ayudara a Catalina y a mí, podría ser útil; el que Sebastián nos

acompañara a Sevilla tenía sus méritos.

Por supuesto, lo que había dicho a Sebastián era cierto, le decisión dependía de

Catalina y de Giuseppe, Catalina había realizado todas sus gestiones sola, nunca había

comentado que alguien le acompañara o ayudara, y de Giuseppe, en realidad poco

sabía, y contaba ahora con la ayuda de Sebastián; tal vez accediera a llevarlo, al fin de

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cuentas había dado a entender que la jornada a Sevilla no le ocasionaría ningún

trastorno y que tenía fondos suficientes para el viaje.

No me parecía persona a la que molestaran las incomodidades, pero también parecía

persona que gustaba del buen vivir.

¿Cuál sería el encargo que quería hacerme? Claramente indicó que era otro encargo,

con lo que yo podía interpretar que nada tendría que ver con la liberación de don

Martín, sino que sería algo diferente, tal vez algo relacionado con el Gran Almirante; la

mirada que adoptó al ver los dibujos de las firmas de Colón, y el instante de indecisión

que siguió a ese momento, me indicaban que el prometido encargo tendría que ver

con ello.

Poco sabía yo de geografía, pero sabía que Valladolid en donde nos encontrábamos,

estaba en la zona norte de la península hispánica y Sevilla en el sur, cerca del mar,

cerca de Cádiz, a la entrada del Océano y de la ruta hacia las islas Canarias desde

donde Colón había zarpado hacia su descubrimiento, la inmortalidad y la gloria.

Tal vez hasta tuviéramos la oportunidad de ver el Puerto de Palos en donde en

realidad comenzó el viaje, aunque estuviera en otra provincia, de todas maneras a mí

entender, recorreríamos gran parte de España y cruzaríamos por muchas provincias.

Fuera como fuera, recordé que a escasos días pasados yo estaba por una callecita

caminando sin ningún propósito, sin mayor presente, cuando me encontré frente a la

casita chiquita y muy blanca que me había abierto la puerta a un mejor presente y un

promisorio futuro, una simple casita chiquita y muy blanca, casi enfrente de un

milenario y frondoso árbol en donde se había refugiado la mujer que había

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trasformado mi reducido mundo, la mujer que lo había ampliado a límites nunca

imaginados y que ahora constituía el centro de todo mi ser.

La mujer que me había encantado, cuyos ojos se habían convertido en la luz de mi

existencia.

Y no podía dejar de reconocer la enorme presencia del Gran Almirante, del hombre

que había complementado el mundo, que había descubierto lo que perfeccionaba y

adelantaba nuestro conocimiento hacia un futuro de horizontes sin límites.

Cristóbal Colón, era responsable de mi felicidad. No había más.

Y aún ignoraba en que forma seguiría siendo responsable, en que forma su vida y su

obra repercutirían en la mía.

Pasé al convento a recoger a Catalina.

Volví a apresarme con su belleza, su porte, su elegancia; cada vez que la veía, cada vez

que estaba junto a ella descubría algo nuevo.

Las ocasiones anteriores la había visto con el cabello recogido, cuidadosamente

colocado en su cabeza; las primeras veces, cubierto por la capucha bajo la cual estaba

la cofia del hábito que solo permitía uno o dos rebeldes mechones asomar debajo del

contorno blanco de la cofia.

Las siguientes ocasiones igualmente, lo traía recogido sobre la cabeza, pero ya sin la

cofia se apreciaba una masa sedosa de oscuros cabellos con tono azabache.

Hoy lo traía suelto, sobre los hombros, como una cascada de brillante seda que

enmarcaba un rostro que a mi me parecía angelical; cabello cuya coloración cambiaba

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con la luz del sol, apareciendo destellos rojizos que en nada se disminuían a pesar de

un delicado encaje de purísimo color blanco que lo sujetaba a la altura de la nuca.

Una vez más, me recordó a una Madonna italiana como la primera vez que la vi, la

imagen con las que se identificaba a la Virgen María, a los ángeles o arcángeles.

Sorprendida y a la vez satisfecha por mi reacción me dijo que tendríamos tiempo para

ocuparnos de nuestros asuntos, una vez terminada la urgente comisión de liberar a su

hermano de las garras de la injusticia; que lo nuestro, podía esperar, lo de don Martín

no.

El corazón me dio otro vuelco una vez más, había mencionado lo nuestro, y eso solo

podía representar que no era insensible a mí, que de alguna manera se había dado

cuenta de mis sentimientos, y que no le eran indiferentes; ¡si tan solo yo supiera cuales

eran esos sentimientos, y lo que representaban!

De cualquier manera era la primera ocasión en que hablábamos de nosotros, sobre

nosotros; tenía que significar algún avance, algún progreso hacia el futuro, y tal vez,

hacia un futuro cercano.

Llegamos a la casita chiquita y muy blanca, pero antes de entrar, suavemente,

silenciosamente, como en un ritual personal y compartido, exclusivo de nosotros, me

condujo bajo la sombra del frondoso árbol, y ahí junto a ella, estuvimos un rato en

silencio, con la mirada perdida, viendo sin ver, mirando sin mirar, como en un hechizo.

No cruzamos palabra; pasado el momento, salimos de la penumbra y llegamos a la

puerta; la aldaba respondió a mi toque y la puerta se abrió con un Sebastián

engalanado con lo que indudablemente eran sus mejores ropas y una sonrisa y

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expresión que anteriormente hubieran despertado celos, pero que hoy, yo agradecía

por la devoción que demostraban hacia Catalina.

Pasamos a la salita que ya había recobrado su apariencia original, con el macizo arcón

debajo de la mesa, tal como había estado la primera vez que entramos.

Casi de inmediato Giuseppe apareció a recibirnos al mismo tiempo que la aldaba

sonoramente anunciaba la presencia de alguien que probablemente sería el escribano.

Sebastián acudió a responder la llamada, con una implorante mirada en sus ojos,

mientras Giuseppe sacaba de un armario el legajo de documentos marcados por

Catalina para proceder a su copia y posterior resguardo.

Indicó que había ordenado preparar una habitación adjunta para que el escribano

pudiera trabajar sin interrupciones y nosotros pudiéramos estar en la salita para

acordar los detalles de nuestra jornada.

Catalina revisó los documentos y los entregó a Sebastián para que se iniciara el

copiado a la brevedad. Giuseppe indicó que había hecho los arreglos para que un

carruaje nos recogiera al despuntar el alba la mañana siguiente y que había dicho a

Sebastián que posteriormente si la signorina aceptaba y fuera necesario, mandaría por

él para que nos alcanzara en alguna de las etapas de nuestro viaje y se hiciera cargo de

la seguridad de Catalina.

A Catalina pareció agradar la idea y asintió; mis buenos oficios no habían sido

necesarios, Sebastián había demostrado iniciativa y seguramente había argumentado a

su favor con el suficiente vigor y convencimiento que hacía que Giuseppe diera la

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impresión de que la idea había sido suya, y no de Sebastián y aunque no era la jornada

total era un avance cercano a lo que Sebastián pretendía.

Ocultando una sonrisa, pensé que el mancebo pecoso y con iniciativa, seguramente

nos resultaría de utilidad.

Giuseppe sugirió hacer escala en Segovia en donde dijo podríamos descansar y adquirir

lo que fuese necesario, o hacerlo en la siguiente etapa en Madrid a donde tendríamos

que llegar para dejar con don Hernando relación de sus asuntos y poder proseguir los

nuestros sin ningún pendiente por realizar.

De ahí seguiríamos a Toledo y luego a Ciudad Real o Córdoba de acuerdo a las

condiciones del camino y nuestro estado para dirigirnos finalmente hacia Sevilla en

donde había asegurado alojamiento.

Una vez en Sevilla dividiríamos las pesquisas y si era necesario, mandaría por Sebastián

para que cuidara a Catalina como un halcón, pues en Sevilla tendríamos que

separarnos para cada quien hacer su parte, mientras que en los demás lugares

estaríamos juntos.

El plan sonaba muy razonable y sin discusión alguna así lo acordamos.

Disimuladamente, Sebastián había permanecido junto a la puerta, tratando de hacerse

invisible al signore, impaciente, y adiviné más que vi la enorme sonrisa y alegría que le

produjeron las disposiciones y su posible participación mencionadas por Giuseppe, la

comparación con un halcón debe haber llenado de alegría su simple mentalidad y a mi

entender, la sonrisa e ironía con la que lo dijo indicaban que sabía perfectamente que

Sebastián estaba parado casi inmóvil junto a la puerta.

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A Giuseppe raramente se le escapaba algo, no en balde había sido Capitán de un gran

navío; después averigüé que tenía un rango superior pero que le gustaba se refiriesen

a él como il Capitano.

Nos entretuvimos en revisar otros detalles y el tiempo, como siempre que se espera,

transcurría muy lentamente.

Giuseppe pregunto a Catalina si había algo que necesitara del convento inquiriendo se

aceptaba el ofrecimiento de una habitación en la casita para poder partir al iniciar el

alba.

Catalina dijo que ya había dispuesto sus cosas, que problema o necesidad de regresar

no habría, pero que no quería causar molestias a nadie.

Sin consultarlo, Giuseppe ordeno a Sebastián que fuera de inmediato al convento a

recoger las cosas de la signorina y las trajese presto acá.

Aún con esa enorme sonrisa Sebastián salió a cumplir con el encargo.

Regresando a nuestro tema proseguimos con la asignación de pesquisas hasta que a

Catalina y a Giuseppe satisficieron los modos y el orden en que procederíamos.

Con todo preparado y acordado, me despedí de ellos quedando de volver al romper el

alba. Giuseppe me indicó que no olvidara los dibujos que había realizado de las

firmas del Gran Almirante.

Con ello me fui hacia mi casa más que convencido que el futuro encargo tenía algo que

ver con Cristóbal Colon.

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Hice mis arreglos y preparé mis cosas, burlándome infantilmente del itacate que se me

había insinuado, en el mercado; tal vez mas tarde lo compraría para que me

acompañara al Nuevo Mundo; ese sueño todavía lo tenía presente.

Guardando cuidadosamente los dibujos de las firmas de Colón entre las páginas del

libro de latín; caí rendido a dormir en espera del siguiente día, en víspera del primer

día del resto de mi vida.

¿Que me deparaba el destino? ¿Habría lugar en ese nuevo destino, tan ligado a

Cristóbal Colon, para Catalina? Estaba seguro que así sería, así debería ser; sin

Catalina, ni en cuenta hubiera tenido a Cristóbal Colon, no al menos de la forma en

que lo estaba experimentando, no en la forma en que estaba cambiando mi vida.

De alguna manera, sabía ahora que el destino nos había unido. Colon, Giuseppe y yo

estábamos ligados por algún desconocido designio del destino.

Temprano, muy temprano al día siguiente, cuando el alba apenas estaba emergiendo

llegué a la casita chiquita y muy blanca. El carricoche con dos briosos caballos estaba

ya a la puerta; parte de las pertenencias de los viajeros ya estaban colocadas y

aseguradas en el lugar que el cochero indicaba, ayudando a Sebastián a acomodarlas

con la precisión que proporciona el cotidiano repetir las mismas acciones, día tras día,

viaje tras viaje.

Añadí mi magro bulto, conservando en el jubón un pequeño envoltorio con los

documentos que había seleccionado llevar conmigo, entre los que estaba el libro de

latín, en cuyas hojas había resguardado los dibujos de las firmas.

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Entré a buscar a mis compañeros de jornada encontrando a Giuseppe ocupado dando

instrucciones a una persona, para mi desconocida, y sin rastro alguno de Catalina.

Por curiosidad salí a revisar el acomodo del resto de nuestras vituallas y me pareció ver

una figura bajo la sombra del frondoso árbol.

No me había equivocado, había alguien cobijado en la penumbra, a la distancia no

distinguía quien era, pero era alguien que miraba atentamente lo que estaba

ocurriendo y viendo más detenidamente, su figura no era familiar, era un desconocido.

¿Quién podía ser ese extraño? ¿Qué buscaba a esas tan tempranas horas de la

mañana? ¿Nos estaba vigilando?

Dándose cuenta de mi atención y antes de que pudiera acercarme más a manera de

vislumbrar sus facciones, el desconocido salió de la penumbra y a paso decidido se

alejó en dirección opuesta a donde estaba la casita chiquita y muy blanca, opuesta a

donde estábamos esperando se terminara de cargar el carruaje.

No pude ver su cara, un ancho sombrero tapaba sus facciones, solamente pude

percibir una larga y aguileña nariz, en medio de una barba poblada y un ligero titubeo

al caminar, no obstante el cual, avanzaba rápidamente sin voltear y sin detenerse; era

cojo, pero era rápido, no era cojera producto de algún accidente reciente, dominaba

su andar, era una cojera añeja, casi imperceptible pero cojera al fin.

Pronto no fue mas que una mancha oscura desvaneciéndose entre la sombra de las

casas, en una calle poco iluminada.

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Volví mi atención hacia la casita, en cuya puerta observándome se hallaba Catalina,

con un vestido ajustado, de poco vuelo y el cabello recogido, como la primera vez que

la vi; de su brazo izquierdo colgaba un bolso de tela bastante voluminoso pero ligero

de apariencia.

Sus ojos, ¡esos ojos maravillosos! tenían otra vez el fuego interno, la chispa mágica que

trastornaba y me miraban, me miraban y yo no sabía interpretar su mensaje.

Su sonrisa, era una invitación estupenda a placeres por descubrir, el aviso de mucho

más por venir, hasta con tintes prohibidos.

Nos saludamos y la acompañé a acomodarse en el coche, yo quería sentarme delante,

quería poder ir viendo su cara de frente, mientras más tiempo mejor, de hecho

deseaba intensamente que Giuseppe se arrepintiera o cambiara de opinión y que

solamente Catalina y yo hiciéramos la jornada hasta Sevilla, lentamente, sin ninguna

prisa; sin embargo, no iba a ser así, Catalina señaló el sitio adjunto; ella quería que

estuviera a su lado, con Giuseppe enfrente.

Todo estaba dispuesto, Giuseppe salió, todavía hablando con el sirviente desconocido,

que se despidió y entro a la casa otra vez, Giuseppe se acercó a la ventanilla

inquiriendo si teníamos todo, si no se olvidaba algo y si estábamos listos a partir.

Ante nuestro asentimiento fue hasta donde estaba Sebastián terminado de sujetar una

gruesa lona que cubría nuestro itacate y le entregó una bolsa de cuero, que

seguramente contenía monedas, y ambos se abrazaron en una fraternal despedida.

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Subió, cerró la portezuela, se santiguó e indicó al cochero que iniciara la marcha, con

un teatral y sonoro “¡A Sevilla!”. Partimos raudos; a Sevilla íbamos.

Ya puestos en camino y acostumbrándonos al vaivén del carruaje, Giuseppe sacó de un

portafolios de cuero que en la mano llevaba unos documentos que repartió entre

nosotros.

El que me entregó a mi era la transcripción del juicio de don Martín, en el que se

estipulaban los cargos en su contra y se describían las evidencias que sustentaban esos

cargos.

Lo leí entre vaivén y vaivén del coche, lo leí con detenimiento buscando la ilación, las

incongruencias, las derivaciones, trataba también de leer entre líneas, de encontrar

significados e interpretaciones, contradicciones; en fin, trataba de desmenuzar el

documento en busca de argumentos a favor de don Martín.

En la primera lectura no encontré nada a favor de la causa de don Martín, en la

segunda me pareció que algunas conclusiones no estaban soportadas por la evidencia,

y que algunas de esos testimonios llamados evidencia realmente no evidenciaban

nada, y demostraban una cierta tendencia persecutoria.

Además, no se especificaba como se había obtenido esa evidencia, ni quien la había

obtenido.

Lo dejé de leer por un momento, cerré los ojos y al rato los abrí y volví a leer los

testimonios; en particular me llamó la atención un testimonio, que indicaba a un mozo

de espuelas en la casa de los De Enríquez que aseguraba haber visto a don Martín

hablando con doña Josefa.

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Este testimonio contradecía otro que se había producido antes, en el que el

testimoniante aseguraba también que doña Josefa había desaparecido días antes de la

mencionada reunión, reunión presenciada por el mozo de espuelas; testimonio al que

se le daba mucha importancia.

Indique esta incongruencia a Giuseppe, quien hizo algunas anotaciones al margen del

documento, si hacer comentario alguno.

Catalina, por su parte, hizo alguna otra indicación a Giuseppe, indicación que no

produjo ninguna anotación; Giuseppe guardó ese documento en su portafolio,

proporcionando a Catalina y a mí otros documentos.

Cerré los ojos, me concentré y comencé a leerlo, este documento consignaba las

declaraciones del propio don Martín en la primera parte de su juicio en donde había

períodos en los cuales nadie podía o había podido establecer o corroborar los lugares

en donde decía haber estado.

Por lo demás, aparentemente había estado en otras compañías y otros lugares

alejados del sitio en el que se presumía había dado muerte a la esclava doña Josefa.,

Catalina indicó que en lo que estaba leyendo se mencionaba otra vez al mozo de

espuelas pero en otro contexto, sobre lo que Giuseppe hizo algunas anotaciones.

No encontré otra cosa, o alguna otra contradicción o incongruencia; regresé el

documento que seguido fue a ocupar su lugar en el portafolios de Giuseppe junto con

el que Catalina regresó momentos después.

Sugerí una tormenta de ideas, un intercambio verbal de lo que cada uno había

observado.

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A Catalina agradó la idea; dijo que le parecía excelente el que intercambiáramos

opiniones e impresiones pues tres cabezas piensan más que una.

Il signore sonrió y comentó que le parecía un procedimiento ortodoxo, poco náutico

pero muy novedoso e interesante.

A su vez, sugirió que fuera yo quien empezara pues Catalina y él ya habían comentado

algunas cosas y que un punto de vista fresco y nuevo era muy bienvenido, ¿capicci?

Comencé diciendo que el testimonio del mozo de espuelas de la familia Enríquez me

parecía importante porque establecía o pretendía establecer la presencia de don

Martín en el lugar y en el tiempo en el que se realizó la muerte de la esclava, y que

posteriormente había testificado sobre otra cosa, y que tenía la impresión que los

jueces daban mucha importancia a ambos testimonios.

Catalina dijo entonces que según esto, no eran dos sino tres las ocasiones en que

aparecía testimonio del mencionado mozo de espuelas, a lo que Giuseppe añadió que

le parecía que había aún otro testimonio más del mismo mozo de espuelas.

Sugirió que tan pronto llegáramos a terra firma copiara esos testimonios en orden

cronológico para poder analizarlos con detenimiento; en el coche con tanto vaivén no

se podía ni leer bien, mucho menos escribir bien.

Comentó otros aspectos que a mi me parecieron sin importancia pero no a los jueces y

los que aunados a los anteriores parecían construir una montaña de evidencia en

contra del infortunado don Martín, y fuera cierto o no, ese cúmulo de evidencia había

ocasionado su aprehensión y sentencia.

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Me propuse destruir esa montaña, desmenuzarla pieza por pieza pues con lo que la

habían unido habían construido el edificio sobre el que los jueces habían condenado a

don Martín.

Había que deshacer lo que habían hecho y volverlo a construir, yo tenía la seguridad

que el resultado sería diferente y que ahí estaba la respuesta que buscábamos y la

ayuda que podría proporcionarse al hermano de Catalina.

También, reflexionaba que poco se podría hacer para esclarecer la muerte de doña

Josefa, que a lo mejor podríamos encontrar al culpable de ella, pero tal vez no

aclararíamos su desaparición.

Se mencionaba mozo de espuelas; ¿Sería el mismo? ¿Solamente había un mozo de

espuelas? ¿No podría tratarse de dos personas diferentes con el mismo oficio? Tal

vez resultara útil aclarar este punto. ¿Quién era ese mozo de espuelas? ¿Cómo se

llamaba? No recordaba haber visto su nombre mencionado en ninguno de los

documentos que yo había revisado.

Tal vez Catalina o el mismo Giuseppe pudieran aclarar esas dudas y si no ellos, el

procurador que llevaba el asunto seguramente tendría esa información y no le había

otorgado relevancia.

En todo caso, era otra posibilidad que valdría la pena explorar.

Se me ocurrió que podríamos enviar a ese procurador y a la Abadesa doña María Inés

nuestras dudas e interrogantes para que se aprovechara el escaso tiempo que

teníamos, adelantándose en esas pesquisas mientras estábamos en camino y no

esperar hasta estar en Sevilla para iniciar esas averiguaciones.

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Comuniqué estas impresiones a ambos y estuvieron entusiastamente de acuerdo.

Tan pronto llegáramos a Segovia, que estaba ya cercana, Catalina enviaría esas

interrogantes a su tía, la Abadesa, quien a su vez las comunicaría al procurador.

Estábamos estableciendo una cadena, y de pronto pensé que en ella podríamos utilizar

a Sebastián como intermediario, como centro de información que mantuviera

informado a todo mundo del avance realizado en cada situación.

Lo propuse a Giuseppe y Catalina quienes de inmediato estuvieron de acuerdo; les

pareció una buena idea que nos salvaría tiempo y podrían aprovecharse mejor los

recursos que se iban necesitando.

Giuseppe compuso un mensaje a Sebastián con instrucciones detalladas y precisas que

junto a los otros mensajes se enviarían tan pronto fuese posible desde Segovia.

Percibí que habiendo olido pólvora, sus instintos náuticos se habían despertado y su

entrenamiento y mente lógica nos sería muy útil, además percibí que momento a

momento empezaba a tomar todo este asunto como una afrenta personal, como algo

propio, como algo que le ocurría a él, no a una persona ajena, ni a un pariente, él se

identificaba con don Martín, él era objeto de una injusticia.

Llegamos a Segovia y nos instalamos a descansar; realmente era un alivio dejar el

vaivén del carruaje y encontrar mullido jergón sobre el cuál reposar.

A la mañana siguiente, busqué a Catalina y a Giuseppe; solo a Catalina encontré,

recostada sobre una baranda con la mirada en la lejanía, sumida en quién sabe que

pensamientos.

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Me dijo que Giuseppe había ido a enviar los mensajes y que pronto partiríamos, que

tenía el presentimiento que su hermano se salvaría, que todo saldría bien y de acuerdo

a nuestros deseos.

Giuseppe llegó y pronto partimos, la siguiente etapa sería Madrid en la que veríamos a

don Hernando.

Estaba de magnífico humor, dijo que hacía mucho tiempo que no descansaba tan bien,

que nuestra compañía y la misión en la que estábamos embarcados le había devuelto

el sabor de vivir, el deseo de vivir cada momento como si fuera el último, y que la

musa de su inspiración era la incomparable Catalina, la bella singnorina, y yo era su

primer oficial, su lugarteniente de confianza.

Durante el recorrido, que me pareció mucho más largo hasta Madrid, la mayor parte

del tiempo Giuseppe lo empleó en leer documentos y arreglar y volver a arreglar su

abultado portafolio, Catalina veía la campiña pasar velozmente y yo trataba de escribir

mis anotaciones y dudas conforme lo habíamos platicado durante la jornada.

Seguía el ritmo de mis propios pensamientos preguntándome además del procurador y

de don Martín, ¿Quién más podría saber acerca del mozo de espuelas? la respuesta

me llegó como un relámpago: otro mozo de espuelas y ¿Quien menos adecuado para

inquirir sobre un mozo de espuelas? Un procurador.

Tenía parte de la solución en las manos.

Pregunté a Giuseppe si sabía quien era el procurador de don Martín; extrañado por la

pregunta contestó que si que sabía que era un renombrado hombre de leyes muy

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versado en procedimientos penales, de gran capacidad y honradez, muy reconocido y

apreciado por la realeza y los nobles de la corte.

Catalina agregó que había sido muy bien recomendado por altos personajes del clero

de Burgos, Oviedo y Salamanca, que era una persona de fino trato y exquisitos

modales, y que porque tenía yo esa sonrisa de burla, ¿acaso me estaba burlando de

ella y de Giuseppe?

Tal explosión de temperamento me sorprendió, me sorprendió también la lectura de

mi sonrisa, la que claramente mal interpretaron como burla sin saber que era la íntima

realización de poseer un conocimiento que ella y tal vez Giuseppe tampoco tenía.

Su trato con los niveles más bajos de la escala social no eran de igual a igual como los

míos, sino de un estrato superior a otro inferior y por lo mismo, les faltaba la sabiduría

popular, la sensibilidad de la calle, la aceptación sin barreras.

Solicité me permitieran explicar mi punto de vista y ofrecí disculpas si había parecido

grosero o burlón, que tan pronto terminara mi exposición, lo entenderían.

Buscaba en mi mente la mejor manera de decirles lo inadecuado que me parecía, no

que el procurador atendiera el caso, o que se ocupara del mismo, sobre eso no tenía

duda alguna, sino que opinaba que su celo por servir le llevaba a utilizar

procedimientos ineficaces.

Lenta y penosamente encontré la forma de hacerlo.

No lo entendieron al principio, pero era evidente que yo había captado su atención y

que seguían el desarrollo de mi argumentación, puntuada aquí y allá, por alguna

sacudida inesperada en el duro suelo que recorría nuestro carruaje.

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Incluso llegué a preguntar a Giuseppe que creía que pasaría si él se presentara

haciendo preguntas ante un mozo de espuelas; acostumbrado a mandar, respondió

que obtendría respuestas de una forma u otra.

Era exactamente lo que esperaba que dijera, era exactamente lo que había sucedido.

Expliqué que en mi opinión, esa era la forma equivocada de atacar la situación, y si así

se hizo, el resultado inmediato debe haber sido que el sujeto, el mozo de espuelas, se

negara a responder, o que respondiera con evasivas por temor, o por equivocado

respeto, pero que en todo caso, no se podría estar seguro de haber obtenido la

verdad, sino que lo más probable, repetí, es que haya dicho lo que él creía que el

interrogador desea que diga y que por eso el testimonio del mozo de espuelas debía

ser revisado y yo sugería que se le preguntara nuevamente y ese interrogatorio fuera

conducido por otra persona, ante la cual no tuviera ni temor ni respeto y después

repetido ante el procurador.

Accedieron a considerar mi punto de vista, pero para mí que no lo habían

comprendido cabalmente; sin embargo dejé que maduraran en su mente las

implicaciones de lo discutido.

Y aunque yo tenía la respuesta, no era aún el momento adecuado para proponerla.

Después de un momento de reflexión, Catalina preguntó si estaría yo dispuesto a hacer

ese interrogatorio al testigo, y con cierta ansiedad reflejada en el rostro, Giuseppe,

quien me constaba estar muy al pendiente de mi respuesta, obviamente de acuerdo

con la sugerencia, me miraba con extraña fijeza, casi podría decir con un dejo de

admiración.

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Dije que si, que efectivamente estaba dispuesto a hacer nuevamente el interrogatorio,

y que si querían lo haría, pero que antes deberíamos determinar si era uno o dos los

mozos de espuelas que se habían interrogado, con lo cual ambos estuvieron de

acuerdo.

Y con una pausa teatral, sin duda influenciado por la teatralidad que imprimía il signore

a todos sus actos y palabras, dije que si así lo hiciéramos sería inútil, sería volver a

hacer lo mismo y con los mismos resultados.

La desilusión se plasmó en ambos rostros, por un momento pensé que estaba

siguiendo la táctica equivocada al no ser directo y proponer lo que había pensado

desde el principio; la expresión de Catalina, me reprochaba esta elección; la de

Giuseppe no la supe interpretar.

No quise prolongar el suspenso, no quise llevarlo a otros límites que en ese momento

resultarían intolerables para Catalina.

Dije que lo que había pensado era que Sebastián, el mancebo pecoso que había

mostrado y demostrado poseer iniciativa y buen juicio, era, en mi opinión, la persona

adecuada para conducir los nuevos interrogatorios al o los mozos de espuelas; que el

era la persona ideal, ante la cual no tendrían ni temor ni respeto, y ante quien era muy

probable que se abrieran y dijeran la verdad, porque lo considerarían su igual, un

criado como ellos mismos, no un hidalgo cuya sola presencia les era atemorizante.

Un largo silencio siguió a mi exposición.

Catalina me miraba fijamente, como se mira a alguien por primera vez, a alguien a

quien no se conoce, pero había algo más en su mirada, algo que no pude definir.

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Giuseppe, después de un largo silencio, italianamente, explotó en euforia y exclamó:

“¡Per Dio!.... que e a faccero un comandante”.

Con lo cual, los tres sufrimos un ligero ataque de risa.

Giuseppe dijo que enviaría mensaje a Sebastián de inmediato para que presto se

pusiera en marcha y nos alcanzara en la siguiente posta, y entre labios y para si, en voz

muy baja, repetía “cretino, imbecile, disvariatto”, supongo que en reproche a si mismo.

Yo sonreía; íbamos en el coche, no había posibilidad alguna de enviar el susodicho

mensaje hasta no alcanzar alguna posta o llegar a nuestro destino inmediato, Madrid,

ciudad a la que poco conocía, solamente había estado ahí por unos días, en tres breves

vistas anteriores, pero que me impactaba por su amplitud y belleza.

Catalina me miraba y no dejaba de mirarme aún con esa nueva mirada que me había

destinado después de mi propuesta, pero, insisto, había algo más en esos ojos, ¡esos

ojos tan embrujadores!

Por cambiar el tema mencioné lo que el amigo bibliotecario me había dicho sobre la

expedición de Hernando o Hernán de Cortés, que había encontrado el oro y las

riquezas que se le habían negado al Gran Almirante; que de alguna manera, este

descubrimiento compensaba lo que Colon no había encontrado y que se hablaba de un

el Dorado o algo similar que era como una fuente brotante de oro y plata, inagotable.

Giuseppe apunto que todo eso eran fantasías, que estaban bien para acicatear

aventureros y ambiciosos pero que no pasarían de ser mitos y leyendas muy atractivos

para cierta gente.

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Y lamentaba que los Medinacelli no hubieran querido escuchar a Colon pues esas

tierras y esa riqueza descubierta ahora por el de Cortés pertenecerían a Italia y no a

España.

Y en ese tenor llegamos a Madrid, muy satisfechos con haber descansado nuestra

mente de los problemas inmediatos concernientes al infortunado don Martín.

Yo soñaba con estar junto al explorador de Cortés, con acompañarlo en sus aventuras

en las nuevas tierras descubiertas, de ser heroico, de acometer grandes hazañas, de

hacerme digno de Catalina.

Llegamos a Madrid en donde Giuseppe quería encontrar a don Hernando Colon y dar

debida cuenta de su encargo.

Fuimos en su búsqueda, para ser informados que don Hernando se encontraba en

Toledo.

Se enviaron los mensajes urgentes que teníamos pendientes y nos pusimos en camino

sin haber tenido más que una rápida visión de la primorosa ciudad.

De Madrid fuimos a Toledo; sufrida jornada en medio de un sol que parecía

suspendido sobre nuestras cabezas, sol situado muy bajo en el cielo, muy cerca del

toldo superior del carruaje, como una fragua calcinando las lonas, sofocando a los

seres vivientes; fue la parte más incómoda de nuestra jornada, el sol, ese sol otrora

vivificante, pero que en esta ocasión mostraba su enorme poder y amenazaba con

aniquilarnos.

Toledo, ciudad que no conocía, nos recibió con sus altas murallas, con su refrescante

río con el imponente portón de piedra y sólida madera.

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Nunca antes había estado en una ciudad amurallada, nunca antes había visitado

Toledo, siempre la consideré lugar para reyes y altos dignatarios, no para gente común

como yo.

Encontramos acomodo en una hostería sobre una sombreada placita, muy cercana a la

imponente Catedral de Toledo, en donde Giuseppe dijo que encontraría don

Hernando.

En la hostería, mientras se llevaban los agotados caballos a descansar y a atender, el

amable cochero y el posadero bajaron nuestras pertenencias de entre las cuales

Giuseppe tomó un grueso fajo de documentos indicando que volvería lo mas pronto

posible, que vería a don Hernando y terminaría con su encargo a la brevedad para

continuar nuestro camino, consciente de la urgencia de llegar a Sevilla y atacar con

denuedo el problema de don Martín.

Suavemente dijo a Catalina que tendríamos que permanecer un tiempo aquí, en

Toledo, que lo mejor sería distraernos y conocer un poco esta magnífica ciudad llena

de encantadoras callejuelas empinadas, serpenteantes y con un encanto sin igual en

nada comparable a todo lo que él conocía.

Aunque claramente se apreciaba que recorrer Toledo no era su idea favorita de

diversión, accedió de buena gana, resignada a que nada más se podría hacer mientras

esperábamos que Giuseppe terminara su encomienda, se refrescaran y descansaran

los caballos y llegara Sebastián a acompañarnos, lo que no creíamos que sería en

Toledo, si acaso en Córdoba, pues nuestro carruaje era más rápido que los carruajes

que hacían la ruta en forma regular, efectuando paradas en cada posta.

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Nosotros íbamos con prisa, ellos lo hacían dentro de un itinerario previamente

marcado.

Así que la mañana transcurrió con Catalina a mi lado, caminado por las primorosas

callejuelas torcidas y serpenteantes de la ciudad de Toledo, ciudad que percibí con

enorme actividad, gente caminando con prisa de un lugar a otro, ventanas abiertas con

ropajes colgando, secándose o aireándose bajo el calcinante sol.

Para nosotros cualquier sombra o remedo de sombra era bien venido.

No recuerdo de qué platicamos, no recuerdo más que estar junto a Catalina, caminar a

su ritmo, con sus pasos firmes pero menudos; incongruentemente recuerdo que con

frecuencia tenía que ajustar los míos a los suyos, y que pensaba que si el fututo nos

había destinado estar juntos, tendría que aprender a caminar junto a ella.

Llegamos a la Catedral, a la imponente y hermosa catedral, a la enorme catedral de

Toledo. Nunca había visto una catedral tan arrebatadora.

Me paré enfrente a la puerta del Perdón, con su arco, sus bajo relieves, sus estatuas,

nunca había visto algo similar.

Mientras Catalina ingresaba a la nave de la iglesia, pues el sol estaba justo sobre

nosotros y nos había seguido, casi como persecución maliciosa, la catedral ofrecía

refugio y posibilidad de descanso.

Supuse que Catalina ya había estado aquí anteriormente pues no mostraba el

entusiasmo que lo nuevo o desconocido despierta cuando se descubre por primera

vez.

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Pero yo estaba a punto de la fascinación perpetua.

No se como ni de donde pero siempre he tenido una facilidad para acordarme de cosas

inútiles, de conservar en la memoria información intrascendente que también, debo

confesar, en ocasiones ha sido válida, pero que en general hasta a mi me asombra

como es que tengo conocimiento de muchas cosas que ni siquiera se que las conozco.

El caso aquí, es que recordé que esa magnifica puerta labrada a la que se denominó

Del Perdón fue terminada cerca del año 1418 por un Alvar Martínez con decoraciones

de los Apóstoles, el descenso de la cruz y otras alegorías que aún lucían muy frescas y

con increíble pormenor, y debo confesar también, que aunque de estos detalles no me

acordaba, los tenía enfrente, los estaba viendo, los estaba disfrutando, y de alguna

manera, no eran tan nuevo para mí, como que ya me los esperaba, como que ya sabía

lo que iba a ver.

Penetré a la enorme catedral que me esperaba oscura y fría, mas no fue así, estaba

fresca y muy iluminada; me pareció altísima con gruesas columnas soportando arcos

en diseños sensacionales, y al fondo descubrí un rayo de luz que iluminaba algo que

supuse sería el altar mayor.

Viendo, mirando con el propósito definido de imprimir en la memoria la belleza de las

imágenes que mis ojos captaban, lentamente recorrí la inmensa nave central hasta

llegar al altar mayor; en mi recorrido veía hacia mi lado izquierdo amplias capillas,

algunas vacías, otras ricamente decoradas y con catafalcos en el centro, en una

diversidad de estilos que no sabría identificar ni conocer.

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Catalina estaba frente al altar mayor, iluminado, repito, por un rayo de luz que

descendía de lo alto, irradiado levemente su perfil, hincada sobre un reclinatorio

tapizado en terciopelo color rojo subido.

Recordé que muy cerca de la entrada había visto un grueso portón abierto que

conducía a un corredor amplio y un jardincillo; probablemente sería el claustro o

conduciría al claustro, pero ya estaba fuera de la nave central, ya era un lugar en

donde el silencio podría romperse, en donde se podría hablar, pues dentro de la

iglesia, se imponía guardar silencio, los otros sentidos podrían ejercerse, más no el

habla.

Catalina se enderezó, se dio cuenta de mi presencia y lentamente, como leyendo mi

pensamiento, con la majestad de una reina se dirigió, precisamente a la puerta que

conducía hacia el jardincillo.

Me pareció que caminar junto a ella sería un desacato, por lo que a cierta distancia, la

seguí, asegurándome que se diera cuenta de que la seguía.

Ella era una reina y yo, su vasallo, no había de otra, esa era la única realidad.

Me sentí más lejos de ella que nunca, éramos habitantes de mundos distintos, mundos

muy diferentes.

Y esa diferencia se acentuó con la presencia de Giuseppe y de un varón de mediana

estatura con un porte igualmente majestuoso, como el de Catalina; supuse que sería

don Hernando Colon, el hijo del gran Almirante, y pues, fue así.

Los dos hidalgos se acercaron a nosotros y el desconocido saludó con cortesano beso

la mano de Catalina, a la que solamente dijo en voz profunda y sonora: “Doña

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Catalina”; después se dirigió a mí, y en medio de los murmullos de Giuseppe, con los

que supuse informaba quien era yo, pero como es costumbre, en casi todos esos actos,

la información no se transmite con claridad, es sólo un formulismo de buenas

costumbres y educación.

Solícitamente me acercó a él y me propinó un abrazo que pretendía ser cordial, más yo

interpreté el saludo y el abrazo, como una fórmula de buenas maneras.

Con una media reverencia, tomando del brazo a Giuseppe, se alejaron un poco de

nosotros y cruzaron algunas palabras en voz baja; luego, se dirigió hacia donde

estábamos, hizo una reverencia mas profunda y se retiró.

Giuseppe nos alcanzó, murmurando repetidamente excussi, excussi, sin que yo

alcanzara a entender que pretendía decirnos, poseído de una ansiedad y prisa inusual

en él, diciendo que no teníamos tiempo que perder, que había que partir de

inmediato.

Ante tal apremio seguimos sus apresurados pasos y llegamos a la hostería, en donde,

afortunadamente para el temperamental Giuseppe, y para nosotros, el coche estaba

listo y con nuestros bultos acomodados y en su lugar.

Sin mayor dilación, partimos, bien dispuestos a proseguir nuestra jornada que ya tenía

tintes de cruzada religiosa y afortunadamente también, ya no teníamos que

sobrellevar los exabruptos en italiano que profería constantemente Giuseppe hablando

consigo mismo. Dio instrucciones al cochero que se dirigiera directamente a Córdoba

que no teníamos tiempo para detenernos en Ciudad Real, que era imperativo que

llegáramos a Córdoba, que en el camino nos explicaría porqué.

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Catalina, aprensivamente preguntó si el apresuramiento tenía que ver con el proceso

de su hermano o con la sentencia suspendida, a lo cuál Giuseppe contestó que no, que

nada tenía que ver con ese asunto; pero de alguna manera, la respuesta no nos

tranquilizó, por supuesto que tendría que ver con el proceso, para eso estábamos en

tan ardua jornada y apresurarla solo podría tener razón a la luz de lo que nos

temíamos, es decir, que se hubiera dictaminado ejecutar la sentencia.

No se si la respuesta tranquilizó a Catalina, pero sé que a mi no me tranquilizaba en lo

absoluto.

En medio de un opresivo silencio, acentuado por mayor vaivén en el coche, y la

entrada de un fino polvo rojizo por todas las ventanas y aberturas del carruaje, cada

uno nos refugiamos en nuestro propio ser interior.

Yo pensaba que nunca habíamos estado más cerca Catalina y yo de lo que estuvimos

en Toledo y en la Catedral y también, nunca más alejados, la interrupción fortuita o no

en el Claustro, el encuentro con don Hernando, la apresurada partida, el furioso

galopar de los caballos, todo había conspirado para negarnos la proximidad, para

posponer el encuentro que sabía, que estaba seguro, en cualquier instante se

produciría.

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Tampoco fue esta, la más cómoda etapa de nuestro recorrido, es más, en esta fase se

había agregado la duda y la incertidumbre con la probable realidad de convertirse en

certidumbre poco deseada.

Posiblemente dormitamos un poco; el tiempo no se detenía, entre sueño y sueño, por

ventura, se había acelerado; ya teníamos bajo la vista la ciudad de Córdoba.

Giuseppe indicó al cochero que debíamos ir a la posta frente a la Plaza Mayor, que no

se detuviera en ninguna otra posta, a la de la Plaza Mayor prestíssimo.

Me pareció que dábamos vueltas innecesariamente, supuse que el cochero conocía los

vericuetos de la ciudad para llegar cuanto antes; y tal vez así había sido, pero perdí mi

sentido de orientación para cuando hubimos llegado a la posta.

No bien había arribado el carruaje, no bien estuvo inmóvil, Giuseppe ya había

descendido de él y penetrado en el oscuro tendejón que hacía las veces de posta y

almacén o comercio de quien sabe que otros servicios y mercaderías.

Un mensaje para Giuseppe le estaba aguardando.

Con mejor semblante, con el mensaje en la mano, Giuseppe regresó a dar indicaciones

acerca de la hostería a donde deberíamos ir y mientras hacia allá nos dirigíamos, ya sin

tanto vaivén ni prisa; dijo que desde Madrid le habían enviado mensaje que decía que

uno de los florentinos que habían financiado el primero y segundo viaje de Colón, de

nombre Luigi Dorio, había fallecido y que tal noticia afectaba o podría afectar el

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resultado del encargo de me iba a proponer en Sevilla, pero que la noticia recibida

aunque confirmaba el fallecimiento, esperaba que no afectara lo demás.

Podrán comprender que en vez de aclara algo, sembraba nuevas dudas, lo único

inteligible del embrollo es que efectivamente nada tenía que ver con el proceso o

sentencia suspendida de don Martín, pero, créanme, eso no era ninguna noticia

tranquilizante, antes al contrario, la falta de noticia podía significar que ya era tarde,

que ya nada podríamos hacer, que nuestro viaje resultaría inútil.

Con renovada intranquilidad nos dispusimos a pasar lo que quedaba del día, pues uno

de nuestros caballos se había resentido de una lesión en el cuarto trasero y en la posta

no tendrían otro equino disponible sino hasta ya entrada la mañana siguiente.

Sin embargo como todavía queda bastante tiempo para que el sol se ocultara se me

ocurrió proponer que hiciéramos un breve recorrido por la ciudad, para ver si era

posible ver la tan renombrada Mezquita de Córdoba, que era considerada como una

joya arrebatada recientemente a los musulmanes y de la que todo mundo decía era

magnífica.

Catalina aceptó la propuesta; al igual que yo, el aire libre, el caminar, el alejarse de

lúgubres pensamientos y premoniciones resultaba muy atractivo, máxime

considerando que nada más podríamos hacer hasta el día siguiente y la hostería no

tenía un ambiente que se pudiera calificar de saludable.

El humor de Giuseppe había sufrido una transformación; ahora no era el jovial y

dispuesto amigo que había contagiado con su entusiasmo nuestra empresa, ahora se

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veía viejo y cansado como si las noticias recibidas le hubieran aparejado una gran

preocupación.

Dijo que el prefería quedarse en la hostería y descansar y que tal vez un poco después

saliera a caminar un poco y despejar su mente de grises pensamientos.

En esa guisa, salimos a caminar; no teníamos que preguntar pues desde donde

estábamos se veía con claridad la gran cúpula de la Mezquita.

Nos detuvimos un momento a mirarla con atención desde esa nuestra perspectiva,

apreciando su magnificencia y su forma octagonal, y su decoración de mosaicos

policromados y la profusión de elementos que remataban el conjunto superior.

A medida que nos acercábamos, conservando en la mente las imágenes recibidas, se

reflejaban los rayos del sol poniente, mientras sobre la marcha comentábamos que era

un sitio deslumbrante.

Llegamos delante de una de las magníficas puertas, tan distintas a todo lo que había yo

visto con anterioridad, dueñas de una belleza un tanto, digamos, recargada, con

exceso de detalles decorativos, muy abigarrados, pero no por ello dejaban de ser

hermosos, simplemente resaltaban la enorme dedicación y talento que se había

volcado en realizarlos.

No encontraba palabras para describir ni los detalles ni el conjunto, y Catalina estaba

igual que yo, enmudecidos por la magnificencia de esta edificación, de este prodigio

arquitectónico que teníamos ante nuestros ojos.

A través de la puerta, totalmente abierta, se podía apreciar un bosque completo de

altas columnas y arcos decorados en colores contrastantes.

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Por alguna causa el edificio estaba rodeado de uniformados, lo que no era buen

augurio, uniformados que no dejaban acceder a la Mezquita, por lo que tuvimos que

limitarnos a verla por fuera, sin que esas tropas uniformadas restaran encanto al lugar

o disminuyeran la majestuosa magnificencia del exterior que era lo único que nos

permitían advertir, pues de pronto la puerta fue cerrada y ya no pudimos seguir viendo

los arcos y las altas columnas del interior, ni lo que me pareció un precioso patio.

Algunas personas en montón se acercaban, con firmeza y determinación, tal vez con

anónima actitud grupal un tanto amenazante, perdidas las individualidades en la

fuerza del conjunto; se sentía tensión entre los uniformados.

Lo que menos deseábamos era quedar involucrados en algún altercado ni mucho

menos salir lastimados pues, generalmente, los curiosos e inocentes son los que salían

perdiendo en esos eventos, que por muy organizados que parecieran,

invariablemente, y para ser precisos, siempre, terminan en desorden.

Prudentemente nos retiramos, tratando de no llamar la atención sobre nosotros, lo

que al parecer, logramos dado que nadie nos miraba una segunda vez, ni daba voces o

alguna otra manifestación desagradable.

Pronto estábamos al cubierto de miradas indiscretas, en una primorosa y angosta

callejuela ondulante, muy similar a las que habíamos recorrido en Toledo, y sin más,

nos dirigimos hacia la hostería en busca de nuestra turbada tranquilidad.

Por hacer conversación y desviar su atención de los recientes acontecimientos

comenté en voz alta mis intenciones de embarcarme a la Nueva España en busca de

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honores y riqueza, deslumbrado como estaba por los relatos sobre el tema que se

comentaban y discutían casi por cualquier parte que pasábamos.

Catalina muy seriamente preguntó si eso era mi deseo, si constituía una obsesión o era

un simple capricho pasajero, fruto de la atracción hacia nuevas tierras y grandes

expectativas y mesuradamente dijo que tomara como ejemplo al Gran Almirante, que

había creído y difundido la presencia de grandes riquezas e incontables aventuras y

que sólo había logrado traer unas cuantas aves exóticas, algunas plantas, siete indios y

una muestras de oro pobre; nada que se pareciera a riqueza o que pudiera

interpretarse como riqueza, y además, señaló la ingratitud y olvido en que le habían

dejado los reyes que le habían enviado, y que opinaba que al tal Cortés le pasaría lo

mismo, que el nuevo rey extranjero que ahora teníamos, ni entendía a los españoles ni

siquiera le había enviado a descubrir nuevas tierras y que seguramente también le

dejaría en el olvido.

Tal es la suerte, dijo, del que sirve a ricos y poderosos; que al único que debe servirse

es a Dios y a uno mismo; que padres, hijos, hermanos, parientes, amigos y confidentes

frecuentemente traicionaban las confianzas.

Ya añadió que si esos eran mis deseos íntimos o era por lograr otra posición social

pagándola con la renuncia de mi propia individualidad y valer?

¿Que podía decir ante tanta y tan profunda sabiduría?

Aparte de que ni yo mismo sabía si era obsesión o deseo mi pretendido viaja a la

Nueva España, el argumento que ofreció Catalina ponía en una más adecuada

perspectiva el enfoque de toda una vida, el enfoque para toda una vida.

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Dios y uno mismo, nada más contaba.

Todo lo demás, resultaba superfluo, sin sentido, innecesario e inútil.

Lo que Catalina y yo mismo ocultábamos en ese momento, es que para mí el concepto

de uno mismo, la incluía a ella, para mi ella, Catalina, era parte de mí.

De esto me di cuenta después, no en aquel momento, no como producto de esa

aseveración que fue como un relámpago de entendimiento, por medio del cuál

entendí muchas cosas, hasta el misterio mismo de mi existencia, pero no me atreví a

compartir lo que Catalina representaba o era para mí.

Llegamos a la hostería y cada quien se retiró a su propia intimidad y encuentro consigo

mismo.

De Giuseppe ni su sombra; había salido poco antes, me informó el cochero que

tumbado sobre un grueso banco descansaba y aún no había regresado.

Reflexionando sobre lo inexacto de las comunicaciones de ciertas personas,

elucubraba ¿Antes de qué? ¿Que quería decir el cochero? ¿Antes de que llegáramos, o

antes de que el se tumbara en el banco? ¿Antes de qué?

Lo único no confuso es que sin decirlo con precisión, el cochero indicaba que Giuseppe

no estaba en la hostería.

Mentalmente, encogí mis hombros, cuando llegara y si quería, el propio Giuseppe

informaría lo que fuese su voluntad, o no informaría nada, no tenía obligación alguna

de decir o explicar en lo que estaba ocupando su tiempo, ni yo de enterarme.

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Sin saber de él o más de Catalina, me retire a descansar y a prepararme para lo que

esperaba fuese la última jornada y llegásemos a Sevilla a concluir nuestro apremiante

asunto.

Tan pronto rompió el alba estábamos listos para partir, lo que así hicimos.

A un muy buen paso, no a matacaballo como en la etapa anterior, casi ni se sentía el

traqueteo del coche, ni el paso de las horas; la inactividad me envolvió con pesado

manto y dormité la mayor parte del camino; no se que hicieron mis compañeros

mientras tanto, pero estaba a punto de anochecer cuándo teníamos Sevilla a la vista.

Un galopar furioso se dejó oír a nuestra espalda, y en un santiamén fuimos alcanzados

por una jadeante yegua zaina con un empolvado jinete.

Al instante reconocimos a Sebastián como el fatigado centauro quien nos había dado

alcance, cubierto del polvo rojizo del camino.

Mayúscula fue nuestra sorpresa y grande nuestra alegría, lo que no dejó de ser

percibido por el pecoso mancebo; con el rostro libre de pecas, en esta ocasión

cubiertas por espesa capa de rojo polvo, que proporcionaba a su expresión una fijeza

como de máscara de carnaval, pero que no opacaba en nada el gusto y contento que él

sentía de habernos alcanzado.

Giuseppe ordenó al cochero que detuviera la marcha, lo que diligentemente hizo,

guardando el largo y filoso cuchillo que desenvainó ante la apresurada llegada al

costado del carruaje del ahora jadeante corcel.

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Sebastián lo sujetó a una protuberancia en el fondo del coche y con gran vigor sacudió

sus ropas, levantando tremenda polvareda, y con un trozo de tela, empapada, se

limpió el rostro, volviendo a emerger el mancebo pecoso que todos apreciábamos.

Subió al carruaje a invitación expresa de Giuseppe, pues Sebastián intentó subir al

pescante junto al cochero quien ya había hecho un hueco en la banca para su

acomodo y el del pequeño bulto que traía consigo.

El bulto ocupó ese lugar y Sebastián, en el interior del coche, sentó se junto a il

signore.

Explicó con cierta simplicidad que considerando la urgencia percibida, estimó que sería

más rápido que en lugar de un carricoche fuese a caballo, pues así, no perdería tiempo

en las postas, sino el necesario para el cambio de montura y que además, resultaba

que no había gastado todo lo que il signore le había autorizado y que ahora podrían

disponer de un caballo para poder movilizarse a voluntad.

Y referente al otro encargo, dijo que había averiguado que el nombre del mozo de

espuelas correspondía a alguien a quien nombraban Juanelo.

Obvio resulta que para Catalina y para mi este último pedazo de información nada

significaba, pero la iniciativa y cierto buen juicio que el pecoso mancebo había

desplegado prometían ser de utilidad.

También resulta obvio y por lo mismo no lo hago, describir la adoración que mostraba

frente a Catalina y la devoción que exhumaba en su compañía y en todo lo que a ella

se refería.

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De manera que en esa guisa estábamos; ya éramos una pequeña tropa de cuatro en

auxilio del desventurado don Martín.

Giuseppe, haciéndose eco de los pensamientos de Catalina ordenó al cochero que

apresurara el paso lo más que fuera prudente y ¡al diavolo con le conseguze!, ¡voto a

Lucifer!

Por primera vez, una muy sonora y saludable carcajada de Catalina acompañó la

blasfemia, con un dejo de aceptación y todos la acompañamos sonoramente también;

en mucho mejor estado de ánimo proseguimos nuestra jornada en medio de la

relación que Sebastián hacía de las ocurrencias acaecidas en su jornada.

De pronto Sebastián había dejado de ser el criado, el sirviente, para convertirse en uno

de nosotros y en adorador revelado de Catalina.

Giuseppe me indicó que dijera al nuevo compañero la misión que le teníamos

reservada, destacando la importancia y las consecuencias, así como la imperiosa

necesidad de conocer la verdad que durante tanto tiempo había estado oculta y que el

testimonio del mozo o mozos de espadas era lo que tenía a don Martín en vísperas de

ahorcamiento.

Expliqué detalladamente el procedimiento y los resultados que queríamos obtener de

ello, encontrando en el pecoso mancebo una inteligencia natural muy despierta a la

que sólo faltaba pulimento, como el que se proporciona a una roca que poco a poco se

transforma en piedra preciosa.

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Catalina no intervino más que para solicitar a Sebastián su ayuda no sólo en beneficio

de don Martín, su hermano, sino por ella, por su tranquilidad, por lo cual le estaría

eternamente agradecida.

Después de tal ruego y de la expresión beatífica de Sebastián, ni a Giuseppe ni a mi

quedó la menor sombra de duda que Sebastián haría lo que fuera necesario y más y

lograría su cometido.

Ahora correspondía a nosotros proporcionarle todos los datos conocidos, toda la

información disponible para que no pudiese desviar un milímetro su objetivo.

Muy buena voluntad, muy buena disposición, el mayor entusiasmo y todo lo demás

que quisiéramos añadir, no modificaban las circunstancias ni opacaban en este

momento, que el procurador no había logrado conocer la verdad, ni había dispuesto

de la herramienta adecuada para tal hacer.

Y nuestra herramienta, nuestro pecoso mancebo, nuestro amigo Sebastián, carecía de

experiencia y conocimientos, de preparación y malicia aunque le sobraba disposición y

voluntad.

A nosotros nos correspondía complementar esas carencias y proporcionarle lo más

completo posible los elementos que requeriría para tan delicada misión.

Entre estas reflexiones y más instrucciones que Giuseppe proporcionaba a Sebastián

llegó un momento en que considere que era suficiente por el día.

Me vi forzado a rogar a Giuseppe que detuviera el torrente de datos, que como las

buenas comidas, sólo hasta que se hace completa la digestión se aprovechan; que

antes, solo logran que el comensal se atragante.

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En eso llegamos a Sevilla; ¡que hermosa ciudad!

Y aunque no estábamos ahí para admirarla, no podíamos dejar de apreciarla.

Llegados a nuestro hospedaje, que resultó ser un segundo piso, dispuesto sólo para

nosotros, Giuseppe envió mensaje al procurador y a otras personas solicitando su

presencia para la mañana siguiente, y en seguida nos pidió que acondicionásemos la

amplia estancia para la reunión y que revisáramos los documentos necesarios,

colocándolos en la forma y lugar que habíamos acordado.

Entre todos, diligentemente dejamos todo preparado; listo para usarse en la primera

parte de nuestra misión.

Y henos aquí, en Sevilla, a punto de comenzar la reunión que modificaría el destino de

don Martín y tal vez esclareciera el de doña Josefa.

Prontamente comenzaron a llegar los convocados.

El primero era un escribano, más no un escribano cualquiera sino un escribano real,

recomendado según me dijo Giuseppe por el propio don Hernando Colon a quien había

tenido el atrevimiento de consultar.

El escribano real era un sujeto seco, enjuto, alto, desgarbado, con el cabello prestado

de un lado a otro, cruzando su calva mollera, del tipo carente de sentido del humor, un

burócrata de profesión, tal vez alimentado por las desdichas de sus semejantes.

Yo imaginaba que estaba desprovisto de sentimientos y atenido únicamente a lo

especificado en las leyes y reglamentos, poco propenso a la tolerancia y

conmiseración. Lo imaginaba miembro de la temida Inquisición.

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Luego arribó el procurador, un sujeto más italiano que el propio Giuseppe, no por su

nacionalidad pues obvio resultaba que era español de pura cepa, sino por sus

manierismos y excesiva teatralidad, su obsequiosidad enfermiza para con Catalina, el

propio Giuseppe y el escribano real, con los que hacía todo lo posible por congraciarse,

sin lograrlo.

En mi opinión, ningún efecto tenía con Catalina; consideraba, con un dejo de duda, el

efecto producido en Giuseppe y quien sabe con que consecuencia con el escribano

real, quien también debe haber sabido conducirse entre la nobleza y las altas esferas

sociales, seguramente al tanto de estas maniobras.

El tercer concurrente era un canónigo, alguien de elevada jerarquía, como lo mostraba

su fina ropa eclesiástica, su porte y su soberbia y altanera actitud, que inmediatamente

fue mentalmente objetada por Catalina, Sebastián, Giuseppe y por mi.

De inmediato, lo apreciamos como una persona arrogante, prepotente y por lo mismo,

vacía, sin esencia, demasiado pagada de si misma; yo no entendía cuál era su papel en

esta reunión, y al darme cuenta que presentaba su mano derecha adornada con un

grueso anillo para que fuese besada, busqué alguna inútil e innecesaria ocupación para

no verme obligado a hacerlo como lo harían los demás.

Sentí aversión y algo muy cercano a repulsión cuando, después que Sebastián besó su

anillo y su mano, restregó dicha mano entre sus faldas, como deseando borrar el

impacto del beso, como si el contacto con Sebastián la hubiese manchado.

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No puedo, ni quiero intentar explicar los sentimientos que brotaron en mí ante tal

acción del arzobispo, pero por esa acción entiendo y comprendo porque mucha gente

se aleja de la iglesia y del contacto con los prelados y religiosos.

Si así se comportan los altos miembros de la jerarquía, ¿que se puede esperar de los

demás? La lluvia cae de arriba hacia abajo, las escaleras se barren de arriba hacia

abajo, las cosas caen de lo alto, no del nivel del suelo, ¿necesitaríamos abundar más?

Después supe por casualidad que este prelado era un eclesiástico al que la abadesa

doña María Inés le había solicitado nos asistiera y eso explicaba más no justificaba su

presencia.

Dispensadas las formalidades, Giuseppe produjo desde el fondo de su portafolio los

documentos que habíamos revisado junto con las anotaciones que habíamos hecho.

El procurador les miró por encima, en actitud fatua, pedante; diciendo que estaba

familiarizado con el contenido de los mismos y escasa atención prestó a la lectura de

las anotaciones de Giuseppe que Sebastián realizó con voz clara y segura.

No percibí sorpresa alguna en los demás, si acaso un leve arqueo de cejas por parte del

escribano real, muy ocupado tomando nota tras nota.

Por lo mismo, no me extrañaba el resultado de las gestiones anteriores; al menos para

mi, estaba diáfanamente claro que tenían una concepción tal vez preconcebida o

resultado de conciertos anteriores y ningún esfuerzo harían para modificarla; obvio

era, para mí, que del exterior, de nosotros, tendría que salir algo que les hiciera

modificar sus conclusiones.

Sutilmente inquirí si alguien sabía quien era Juanelo.

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El procurador dijo que había sido uno de los testigos, un mozo de espuelas, como si

estuviese hablando de un objeto despreciable.

Su intención, algo en su tono, me indicó su desprecio por la gente de diferente nivel

social; dijo mozo de espuelas como quien se refiere a un apestado, a un leproso, a

alguien de quien tiene uno que estar alejado.

Sin embargo, el escribano real dijo que había sido uno de los mozos de espuelas que

habían rendido testimonio, y añadió sin que se le preguntara, que el otro había sido

nombrado como Vicente, el cojo, y que esos testimonios habían sido parte de la

evidencia condenatoria para don Martín.

Ahí estaba el quid del asunto, mi intuición no me había fallado y la perspicacia de

Giuseppe tampoco.

Mientras Catalina, que estaba al tanto de todo, inquiría sobra la sentencia suspendida

y se ocupaba de saber sobre el estado de su hermano y cuestiones similares,

atrayendo hacia ella la atención, Giuseppe se acercó al escribano real y murmuró en su

oído algunas palabras; solo me pude dar cuenta de que el escribano asentía.

Después de esto, la reunión degeneró en opiniones diversas que intentaban ser

expresiones de compasión y condolencias para Catalina y la inevitable y hueca

recomendación del arzobispo que se dejara todo en las manos de Dios, que aunque no

comprendíamos sus designios todo era para su honra y gloria, etcétera y etcétera.

Un ensayado y practicado discurso.

No veía el momento en que esta gran farsa terminara y nos dejaran en paz.

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Sin embargo, debo reconocer que entre tanta vacuidad se habían obtenido algunos

puntos sólidos para proceder; uno; que había dos testigos, el Juanelo y el Vicente,

Vicente el cojo, como le habían designado; ambos, de oficio u ocupación, mozos de

espuelas.

Otro; que seguía suspendida la sentencia de ejecución y que sobre ella no había

apremio inmediato pues las autoridades estaban más ocupadas y preocupadas por

otros asuntos, que en un juicio añejo cuyo presunto culpable estaba a buen recaudo.

Por otra parte, para mi, y estaba seguro que Catalina y Giuseppe coincidirían con mi

apreciación, el procurador buscaba congraciarse con los ricos y poderosos y no

demostraba interés alguno por el resultado, sino por establecer fama e incrementar

sus relaciones; si en su camino hacia esa tan buscada y deseada posición, sufría algún

inocente, se encogería de hombros y lo tomaría como un mal necesario.

De quien no estaba seguro era del escribano real, a quien, de alguna manera le

desagradaba la incorrección en los procedimientos realizados durante el proceso,

incorrección que relució en lo tratado en esta reunión.

De alguna manera, aún con su seca presencia y su indiscutible inclinación por ser mas

legalista que las leyes mismas, parecía una persona con elevado sentido de justicia, al

que si se le presentaban argumentos legales suficientes, nada podría detenerlo.

Además me quedé con la impresión de que no había sido él quien instruyó la causa,

sino que le había sido heredada o conferida por otro escribano.

En los documentos que había revisado recién, notaba diferencias entre la caligrafía, lo

que podría indicar dos personas diferentes.

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Una vez que los visitantes se hubieron retirado, acompañados hasta la puerta por

Sebastián, sugerí a Catalina enviara un mensaje a su tía la Abadesa informándole de lo

platicado y averiguado hoy, sin darle expectativas, y poniéndola en prevención sobre lo

que el arzobispo le comunicaría, pues tenía la impresión que seria cualquier cosa

piadosa y sin sentido, muy alejada de la realidad y la verdad.

La sonrisa con la que acogió la sugerencia confirmaba que compartíamos el secreto de

nuestra poca estimación para con el pomposo prelado.

Y aunque parezca fútil ese pensamiento, ese secreto rechazo mutuo al arzobispo llenó

mi día.

Sebastián regresó con un pequeño legajo que entregó a Giuseppe con una florida

caravana.

En este legajo se consignaban los datos de los testigos y de las personas que habían

participado en las averiguaciones sobre la desaparición de la esclava Josefa,

denunciada por la esposa de don Nuño de Guevara, natural de Algeciras.

Otra vez la ambigüedad: ¿Quién era natural de Algeciras? ¿La esposa o Nuño de

Guevara? ¿Acaso, por ventura, ambos?

Giuseppe sugirió que Sebastián lo leyera en voz alta para que al final todos

contribuyéramos con nuestras opiniones, recordando que la última y de hecho, la

única vez que lo habíamos realizado, con la tormenti dei idei habíamos encontrado

colectivamente aspectos que individualmente se nos habían escapado.

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Aunque no era totalmente acertado lo que decía, pues individualmente y por separado

habíamos llegado a casi todas las mismas conclusiones no era el momento de decirlo, e

internamente agradecí que no hubiera sugerido ser él quien leyera.

Siguiendo mi costumbre cerré los ojos para lograr mi grado de concentración optimo y

escuché con atención; lo mismo que Giuseppe y Catalina yo también tomaba notas y

formulaba preguntas.

Concluida la lectura, Sebastián tomo asiento y comenzamos a comparar notas,

opiniones, y comentarios.

Sebastián ahora hacia anotaciones sin que nadie se lo hubiera solicitado; poco a poco

su iniciativa le hacía compenetrarse más y más con los demás.

Concluíamos que Catalina hablaría con la esposa de don Nuño de Guevara y de ser

posible con el propio don Nuño, acompañada y protegida por Sebastián, y

posteriormente se entrevistarían con las otras personas en la estancia de don Martín;

personas que hubieran vivido los eventos previos y posteriores a la desaparición de

doña Josefa.

Giuseppe y yo averiguaríamos lo referente a Juanelo y a Vicente el cojo; de uno se

decía ser natural de Huelva, del otro del Puerto de Palos.

Si fuese necesario asistiríamos a Catalina en sus pesquisas y lo mismo ocurriría si se

necesitase que Sebastián lo hiciera con los criados, caballerangos, mozos y demás

personal que fuese necesario entrevistar.

Empero, como todo se originaba en la estancia de los De Enríquez, ahí comenzaríamos

todos juntos, cada uno con su objetivo específico.

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Pasamos un ajetreado día en la estancia, con Catalina tratada como una verdadera

reina, yo la veía en su ambiente, en su mundo, lejos del mío.

Fuera de este ambiente, Giuseppe y yo averiguamos sobre los mozos de espuelas:

ambos ya no trabajaban en la estancia; conocieron y trataron a la esclava doña Josefa;

aún tenían amistades y conocidos en la estancia; ambos fueron llamados a testificar en

el juicio de don Martín pero en diferentes fechas; fueron amigos pero terminaron

enemistados; ambos residían ahora en el Puerto de Palos.

Particularmente a Catalina, las mujeres de la estancia proporcionaron mucha de esa

información; sin embargo comentó que en referencia a don Nuño de Guevara y su

esposa había percibido resistencia, negativa incluso a tratar el tema, pero pudo

averiguar que durante algún período don Martín, don Nuño y su esposa, fueron amigos

cercanos pero que se habían distanciado y tenía tiempo de no haber vuelto a poner un

pie en la estancia, ni hacer paseos a caballo juntos como lo hacían antes.

Ahora ya teníamos material para que Sebastián iniciara sus pesquisas, solamente

faltaba completar la información referente a don Nuño y su esposa.

Catalina, y yo iríamos mañana a entrevistarnos con ellos, mientras Sebastián nos

acompañaba y buscaba obtener información con los criados y sirvientes de los De

Guevara.

Al final del día reunimos la información recabada hasta el momento, información en la

que destacaba lo siguiente:

Juanelo y Vicente se ocupaban de los caballos de don Martín.

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Vicente era aficionado al vino y a las mujeres y bastante atrevido; gustaba de pleitear y

meterse en problemas.

Juanelo era un huérfano a quien habían abandonado a las puertas de un convento y

tenía pretensiones de tomar ordenes religiosas, más no se sabía si lo había hecho o no.

Vicente había pretendido amoríos con todas las criadas de la estancia y de las

estancias vecinas.

Se rumoraba que sus avances eran aceptados aún entre damas de más destacada

posición, pero aún así, no dejaba de procurarse alguna criadilla para no sentirse

solitario y se decía que tenía puesta casa en el Puerto de Palos.

En los días anteriores a su desaparición, se había oído a Juanelo y a doña Josefa

discutir y tener desavenencias.

Igualmente había pasado con Vicente, pero a nadie extrañaba esto pues doña Josefa

cuidada a sus muchachas con gran celo y Vicente era como un zorro frente a un

gallinero.

La esposa de Guevara, que se decía Isabel, frecuentaba la estancia sin estar el marido

presente.

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No era mucha información ni información detallada, pero tendría que bastar por el

momento, era apenas el inicio y teníamos fe en que de ahí saldrían datos que aportar

hacia el liberación de don Martín.

No se sabía si el procurador habría conocido esa información y si tuviera o no alguna

importancia. En todo caso habría que obtener mayor detalle. La gente en las

estancias no tenía muchas distracciones y el chisme y rumoreo eran actividades que

nunca faltaban entre las labores del día.

Por lo mismo primero era complementar esa información, verificar su autenticidad y

evaluar su relevancia.

Partiendo de esas bases, las consecuencias o resultados que obtuviéramos nos

indicarían los siguientes acontecimientos.

Giuseppe aún tenía dudas sobre la capacidad de Sebastián de obtener información,

más yo no tenía ninguna, creo que Catalina tampoco tenía dudas, poco a poco, el

pecoso mancebo se la había ido ganando y Sebastián había demostrado y estaba

demostrado gran capacidad y deseos de ayudar; en mi opinión sólo requería

instrucciones precisas y tal vez, un poco de dirección.

Giuseppe expresó agrado de que tendríamos que ir a Palos y al puerto en búsqueda de

información sobre el cojo y el Juanelo; de alguna manera, aunque a mi no me agradaba

mucho la idea de trasladarme a otro lugar, a él le parecía un designio favorable ir al

puerto e insistía en ello.

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Entonces, pensé que tal vez, ahí sería el lugar para realizar el encargo del que me había

hablado pues insistió que a Palos Sebastián fuera acompañado por mí, que él,

Giuseppe se encargaría de lo demás.

Catalina mencionó que la esposa de don Nuño era un enigma para ella, pues parecía

ser una mujer muy interesada en tener y conservar las cosas materiales que le

proporcionaban la situación social en que vivía y a la que de ninguna manera

molestaban las constantes ausencias de su esposo.

Sebastián por su parte ya había trabado amistado con todos los sirvientes y nos dijo

que tenía información interesante.

Yo confiaba en lo que Sebastián pudiera averiguar, pues fuera de lo que el

descubrimiento y muerte del Gran Almirante representaba para la comunidad, poco o

nada había ocurrido que llenara la imaginación de la gente y alimentara los rumores

como la desaparición de la esclava y la detención y sentencia a don Martín, a quien

muchos ya habían condenado y declarado como absolutamente culpable y otros más,

aún tenían dudas sobre su culpabilidad. A pesar de que ya había transcurrido algún

tiempo de los acontecimientos, parecía que hubiera ocurrió solamente algunos días

atrás, pues la misma suspensión de la ejecución, mantenía a la población a la

expectativa de lo que ocurría y los rumores iban y venían en un sentido y en otro sin

que decayera el interés popular.

Sebastián refirió que Juanelo era considerado en mucha estima por los sirvientes y

criados y en general por toda la comunidad.

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Su buena naturaleza y simplicidad le habían ganado el aprecio de todos, y se le

razonaba incapaz de haber dado muerte a nadie, mucho menos a doña Josefa a quien

consideraba como a la madre que nunca conoció.

Empero, su misma simplicidad, en este caso, funcionaba en su contra y en contra del

destino de don Martín, porque era una persona muy sencillamente influenciable y era

relativamente fácil que hubieran metido en su mente conceptos e ideas que nunca se

le hubieran ocurrido, aprovechando el dolor que le debe haber producido la

desaparición de la esclava.

Por lo mismo, su testimonio no era plenamente confiable aunque pareciese verdad.

Era un asunto que debería revisar con mayor atención, ¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué fue

lo que presenció? ¿Cómo fue interpretado?

Era imperativo que revisara el testimonio de Juanelo mucho más de cerca, y en el

mismo caso, sentía que debería de hacerse con el testimonio del cojo Vicente.

Lo comenté con Catalina, lo comentamos y discutimos desde todos los ángulos que

pudimos divisar estando de acuerdo en la necesidad de revisar esos testimonios y no

dejar huecos en la información.

Sebastián nos indicó que había encontrado un antiguo catalejo utilizado por il signore

que se había roto, y del cuál rescató dos vidrios que al ponerlos uno junto a otro y ver

a través, aumentaba el tamaño de los objetos y que él se entretenía viendo hojas de

plantas, y cosas pequeñas, y había encontrado en sus dedos unas rayas y círculos que

le llamaban mucho la atención y que esos vidrios podrían ayudarnos a entender parte

de los testimonios que eran difíciles de leer.

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Sin esperar respuesta, fue a buscar sus vidrios.

No debe haber ido lejos, pues antes de que Catalina y yo pudiéramos decir algo, ya

estaba de vuelta con los susodichos vidrios, unidos con algún papel pegajoso y que

orgullosamente puso encima de las hojas de un libro que estaba sobre la mesa.

Nos acercamos a utilizarlos de la manera que dijo y quedamos sorprendidos como se

aumentaba el tamaño de las letras y con qué facilidad se podían apreciar.

Catalina solicitó a Sebastián que procurara averiguar todo lo que pudiera acerca de

Isabel, la esposa de don Nuño de Guevara, con la discreción requerida. Sebastián le

aseguró que así lo haría.

En seguida nos comentó que Vicente, el otro mozo de espuelas de don Martín, era un

calavera redomado, que había tenido amoríos con múltiples compañeras, y que entre

ellas ya nadie creía en sus promesas ni aceptaba sus regalos y sus avances, que incluso

se rumoraba que las damas de alcurnia no desdeñaban sus atenciones, que a resultas

de eso, era que le habían herido y quedó cojo, que le decían el cojo no por lástima sino

por burla. Que se había disgustado con don Martín porque le había llamado muy

fuerte la atención y le había hecho quedar mal con unas mujeres sobre las que tenía

designios, y algunas otras cosas que habían ocurrido, incluso que le quitó el cuidado de

su caballo favorito, dándoselo a Juanelo, y también que maltrataba a la esclava doña

Josefa porque se metía en sus asuntos.

Añadió que unos días después de la desaparición de la esclava, el Vicente había estado

presumiendo una jaca palomino de muy buena estampa que decía que era suya,

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cuando todos sabían que era de don Nuño; jaca muy conocida en la estancia, jaca en la

que a veces paseaba doña Isabel.

Dije a Sebastián que efectivamente era información interesante y valiosa que ahora lo

que había que hacer era, en primer lugar, averiguar sobre doña Isabel y en segundo,

confirmar la veracidad de lo que se decía sobre el cojo Vicente y Juanelo,

desmenuzarla pieza por pieza y determinar que era cierto y comprobable y que no lo

era, y también que procurara conocer en donde se le podría encontrar en el Puerto de

Palos.

Sobre este último encargo supliqué la mayor discreción, pues no querríamos que el tal

Vicente se enterara de nuestro interés y se fuera y no pudiéramos llevarlo ante el

procurador.

También consideraba importante obtuviera alguien de confianza que pudiera

informarnos si hubiese algún cambio en lo relativo a la sentencia suspendida.

Dijo que se había acercado a un criado del procurador con el que éste estaba mal y lo

maltrataba, pero que lo seguía conservando a su servicio y que estaría muy contento

de vengarse de esos malos tratos, y tal vez, Sebastián le pudiera convencer, mediante

alguna dádiva, que nos ayudara, no viendo mal en ello.

Catalina y yo enteramos a nuestro generoso mecenas, il signore Giuseppe del cúmulo

de información que Sebastián había obtenido y de los encargos que le habíamos

hecho.

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Giuseppe no era un ente que se pudiera calificar de brillante, pero no era tampoco

algún tonto; una vez que comprendía algo, su sentido práctico se imponía y su gusto

por la acción se despertaba.

Buscó los documentos en donde se consignaban los testimonios y los leímos y

releímos, con y sin los vidrios de Sebastián y decidimos dejarlos descansar hasta que

tuviéramos la corroboración de lo asentado.

Estábamos en eso, cuando recibimos la sorpresiva visita del procurador, quien, como

todos había quedado prendado de Catalina.

Apresuradamente Giuseppe recogió los documentos y los llevó a la alcoba contigua,

fuera de la vista del inoportuno e indeseable visitante.

Fue una visita insulsa, en la que no aprendimos más que le molestaba que

estuviéramos los tres; se evidenciaba que quería estar a solas con Catalina, con el

evidente propósito de pretender deslumbrarla, lo que estimo no consiguió.

Para mi, ese propósito fue, si se permite decirse más evidente aún, cuando informó

que don Martín estaba muy bien de salud y muy bien cuidado en el Alcázar de Toledo.

Si lo hubiéramos sabido, nos hubiéramos detenido en Toledo y hubiéramos podido

hablar con él y consultar alguna de las dudas que teníamos, pero nuestra apresurada

partida y nuestra ignorancia del hecho, hizo que perdiéramos esa oportunidad.

El hubiera no existe, pero eso no evita que se le siga considerando.

También informó, sobre lo mismo, que don Martín sería trasladado a Sevilla en fecha

próxima, sin especificar el motivo de ese próximo traslado.

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Esta última noticia provocó en Catalina renovada ansiedad, su fértil imaginación se

adelantaba y ya veía a su hermano camino a la ahorca en Sevilla.

Maldije la imprudencia del procurador, y su desmedida ambición que le hacía cometer

tales torpezas, enmascaradas como noticias.

Muy molesto por y con la actitud del procurador y la evidente molestia ocasionada a

Catalina, Giuseppe bruscamente indicó que tendríamos que acudir a un asunto surgido

de inmediato, con lo que al procurador no le quedó mas remedio que acortar su visita

y despedirse.

Tan pronto se hubo retirado, Giuseppe indicó que enviaría un mensaje a la Abadesa,

informándole de la estadía de don Martín en el Alcázar de Toledo y de la inminente

posibilidad de su traslado a Sevilla; Catalina dijo que le gustaría agregar algunas cosas

al mensaje y se retiró a componerlo.

Giuseppe aprovechó la oportunidad para solicitar que trajese los dibujos de las firmas

del Gran Almirante pues quería indicarme algo.

Fui por ellos mientras Giuseppe esperaba con esa sonrisa maliciosa que yo había

aprendido a reconocer.

En cuanto hube entrado en la habitación, percibí un cambio, Giuseppe ya no era el

agradable mecenas, era el Capitán en su barco, el amo de los destinos de los marineros

bajo sus órdenes, el señor absoluto, la única voluntad, el que decidía por todos y a

nombre de todos.

Con un ademán señaló que desplegara los dibujos sobre la mesa; cuando lo hube

hecho, los acomodó en un orden diferente a como yo los había puesto.

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En vez de iniciar con la .S. y seguir con las siglas S.A.S. que conformaban el primer

triángulo, tal como los había copiado y como se presentaban tanto en los documentos

como en la inscripción de la tumba, Giuseppe los había colocado siguiendo el orden

inverso:

Primero estaba la inscripción: Xpo FERENS./, después con un espacio muy superior al

del diseño primitivo las siglas X M Y, y al final, siguiendo el orden arbitrario que él

quería colocó la .S. y más abajo .S .A. S.

Pidió que cerrara los ojos y después los contemplara en la ordenación que había

hecho, esperando mis comentarios.

Dije que no entendía esa nueva disposición de los elementos, pero que me parecía que

Xpo FERENS era la base del triángulo, que había sido separada, y considerada en forma

independiente; los otros símbolos y letras aún seguían representando un triángulo.

Pidió que trazara una línea de unión entre los elementos originales precisamente como

yo los había visto, conformando el triangulo como lo había percibido aunque no

apareciera en el diseño original.

Lo hice y el diseño quedó de la siguiente forma:

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Giuseppe indicó que ahora podíamos apreciar tres triángulos, uno dentro de otro y en

cada uno una parte de un mensaje cuyo significado es, para él, un mensaje directo del

mismo Cristóbal Colón enviado a través de su amigo y financiero Gianotto Berardi, el

que a su muerte lo pasó al otro financiero de Colón, quien le sobrevivió, quien a su vez,

se lo había comunicado a Giuseppe en Perugia.

Prácticamente, esta revelación me dejó con la boca abierta; Giuseppe tenía un

mensaje del Gran Almirante, mensaje que tardó 16 años en revelarse, 16 años después

de su muerte había sido accesible para Giuseppe y ahora él lo hacía accesible para mí.

Antes de que pudiera preguntar algo, prosiguió con su narración diciendo que no

teníamos tiempo que perder en sensiblerías.

Lo que tenía yo que hacer, una vez que estuviera en el Puerto de Palos, era localizar el

muelle desde donde zarpó la carabela rebautizada como “La Niña”, originalmente

denominada Santa Clara que era propiedad de Juan Niño y en cuyo honor

respetuosamente Colon convenció al capitán Vicente Yáñez Pinzón que cambiara el

nombre, lo cual tenía también otros motivos.

Era muy importante que localizara el muelle exacto, porque cada una de las tres

carabelas con las que Colón realizó el primer viaje estaba anclada en diferente muelle;

pertenecían a diferentes propietarios y el Puerto de Palos era un pequeño puerto no

suficiente para abastecer tres carabelas en un solo muelle.

Por eso, y porque lo que explicaría poco después Giuseppe insistió y resaltó la

importancia de que me asegurara estar precisamente en ese muelle.

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Una vez localizado con plena certeza, como a unos cien pasos en dirección Oeste,

había un conjunto de edificaciones de piedra que debía encontrar y que esperaba aún

estuvieran en pie.

En una de esas edificaciones, había un grabado en las paredes de piedra con la forma

de tres triángulos uno dentro del otro como el que había hecho en el último dibujo,

dibujo que señalaba golpeándolo repetidamente con su dedo, pero que bien podía ser

que fuera un solo triangulo.

Sobre esto dijo que posteriormente me daría instrucciones más precisas a mi regreso

cuando ya lo hubiera encontrado.

Giuseppe ignoraba si dentro de este conjunto de grabado o grabados triangulares

había o no inscripción alguna, pero que yo debía buscar y localizar la mencionada

edificación.

Advirtió que de momento no debía copiar lo que estuviese grabado, si es que por

ventura había alguna inscripción en él, sino conservar en mi memoria la exacta

localización de ese edificio y de lo grabado en el o los triángulos, que después, en

privado, junto con él ya se podría reproducir el dibujo.

Indicó que el grabado estaría colocado sobre las paredes más o menos a la altura de

mis rodillas, y tal vez entre otros grabados; que esto había sido establecido así, para

que no fuese notado por ojos indiscretos, que esa había sido la disposición precisa que

dejó Colon, que presumía había sido obedecida.

Encarecidamente suplicó la mayor discreción sobre este asunto, nadie, enfatizó tres

veces, nadie ni siquiera Catalina o Sebastián deberían enterarse de esto; todo el

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encargo, toda la búsqueda y sus resultados debían permanecer entre él y yo y quizá

otra persona cuyo nombre revelaría en el momento oportuno.

Especialmente, insistió, Catalina no debía conocer nada de este asunto aunque

hubiese terminado y aún así, tal vez tampoco fuese recomendable que lo supiera.

Después me le explicaría; ahora debía confiar ciegamente.

Como comprenderán no me agrado ni tantito la idea de ocultar algo a Catalina, pero la

intensidad y vehemencia de Giuseppe indicaban que fuertes razones le impulsaban a

hacerlo de esa manera, y muy a mi pesar accedí a sus deseos.

Estando en esos asuntos, el tiempo transcurrió con rapidez, con mucha mayor rapidez

de cómo lo hace cuando se está en espera. La espera es la peor consejera que uno

puede tener.

Catalina había salido a caminar, Sebastián estaba en su misión como pesquisidor,

Giuseppe se había encerrado en si mismo, con visiones que sólo él percibía y yo, yo

estaba en un estado ambivalente, sin saber que pensar, sin tener nada que hacer; no

quería encontrarme con Catalina pues sabía que sus ojos, ¡esos ojos hechizantes!,

leerían en los míos lo que estaba oculto y además revelarían el secreto que tenía que

encubrir.

No podía evitar pensar cómo el Gran Almirante don Cristóbal Colon se había

introducido en mi vida; y ahora el misterioso encargo, la discreta por no decir secreta,

misión que Giuseppe quería que realizara en el Puerto de Palos, y precisamente en el

muelle desde donde había zarpado La Niña, las más pequeña y navegable carabela de

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las tres que siendo materia habían alcanzado la inmortalidad; todo se había iniciado

con Colon, todo terminaría con Colon; lo presentía, lo tenía dentro de mis huesos.

Sebastián regresó, y con él Catalina.

El pecoso mancebo traía noticias; después de habernos acomodado en la salita que no

servía de conciliábulo, y de que Sebastián se hubo calmado, dijo que había averiguado

que don Nuño fue quien propino la herida a Vicente por la cual había quedado cojo

para toda su vida.

Que fue en un arrebato colérico al enterarse que Vicente se había propasado con

Isabel, avance que no se sabía con certeza si habían fructificado pues la dama en

cuestión era una mujer de “cascos ligeros”, según el decir de muchas de las doncellas

de la comunidad, aficionadas a tales rumores, pero todo indicaba que no habían

fructificado para Vicente, aunque le había causado la cojera desde entonces.

Que no eran rumores, sino que era cierto, y que desde entonces, desde el incidente,

don Nuño celaba y vigilaba a su esposa como fiera en celo.

Por otra parte, indicó que los rumores señalaban como que la esclava Josefa estaba al

tanto de todas éstas cuestiones y se rumoreaba que también sabía de los otros

devaneos de Isabel, a la que las doncellas y sirvientes habían retirado el trato de doña

y a la que se referían desdeñosamente como la Isabel.

Y que en varias ocasiones el propio don Nuño le había interrogado sin obtener

respuestas, por lo que trataba mal y maltrataba a doña Josefa cada vez que la veía y no

la miraba con buenos ojos.

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La mañana del día en que la esclava Josefa desapareció; día en que se había presumido

que fue muerta, se le vio conversando con don Martín, con el cojo Vicente, con la

Isabel, con varias sirvientas y criados y con don Nuño, en diferentes horas del día, y no

fue sino hasta en la noche en que ya no se le volvió a ver y a al día siguiente la Isabel

había denunciado la desaparición de la esclava Josefa junto con algunas joyas,

diciendo que además le había robado su jaca favorita, la que habían utilizado para huir

con las joyas robadas.

Días después, el cojo Vicente apareció con la jaca, presumiendo que don Nuño se la

había dado en pago de unos servicios que le había hecho, y la Isabel ya no dijo nada ni

sobre las joyas, ni sobre el robo de la jaca, que era la palomino que ahora montaba

Vicente.

Luego se dijo que la discusión de don Martín con doña Josefa había sido muy violenta,

que habían llegado a las manos y don Martín la había zarandeado con inusitada pasión.

Esta parte, añadió Sebastián, la dijo Vicente, y Juanelo solamente había dicho que la

discusión fue violenta.

De todo lo anterior Sebastián se había asegurado pues eran muchas los criados y

sirvientes que lo sabían y lo habían sostenido cuando Sebastián lo puso en duda, pues

tal vez, dijo, su memoria había flaqueado. Le aseguraron que no, que así había sido,

y que a ellos nadie les había llamado para dar testimonio, solo a Juanelo y al cojo

Vicente.

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Estas averiguaciones proporcionaban una imagen diferente y más completa de lo que

se desprendía de los legajos de evidencia que habíamos leído y releído con atención, y

en mi opinión debían ser considerados inexactos e incompletos.

Propuse que Sebastián y yo hiciéramos copia de los testimonios, de nuestras

anotaciones y de esta nueva información y cada quien, en forma separada,

independiente, los revisara y a la vez, hiciéramos una reconstrucción de los eventos de

dos maneras: una con don Martín como culpable, pero no como lo habían hecho los

jueces, sino incluyendo la nueva información, a ver si así, todavía resultaba culpable, y

otra buscando quien más podría ser el responsable de la muerte de la esclava o su

desaparición.

La propuesta fue recibida con asombro y hasta con incredulidad, Catalina se mostraba

sorprendida pero dijo que le parecía buena idea buscar otro ángulo al asunto,

Giuseppe reaccionó típicamente emotivo, típicamente italiano, diciendo que don

Martín era inocente, que si no creyera eso no habríamos estado haciendo lo que

estamos haciendo y que el hacer una reconstrucción era perder el tiempo y no nos

conduciría a nada, que había que ver hacia el futuro, que dejáramos lo pasado en el

pasado.

Mientras hacía la propuesta, ya había anticipado la reacción temperamental de

Giuseppe sabiendo que después de su explosión, llegaría la calma, y que vería la razón

de mi propuesta.

Una vez que terminó su teatral perorata, le dije que el objetivo de este ejercicio era

proporcionar datos y evidencias para que con fundamentos y procedimientos legales el

procurador pudiera solicitar una revisión del juicio y comprobar lo incompleto y

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tendencioso de las acusaciones en contra de don Martín, que si no teníamos apoyo en

las leyes, nada lograríamos.

Que por flojera o cualquier otra razón, los jueces se habían apegado a una versión que

aparentemente explicaba los hechos pero que según habíamos visto ahora, con la

información que había recopilado Sebastián, esa versión tenía muchos huecos y

faltantes y que si nosotros los encontráramos, y llenáramos los huecos, tendríamos

una oportunidad de reivindicar a don Martín, dando al tonto procurador la

oportunidad de revertir la sentencia y lograr su objetivo personal de incrementar su

prestigio, su clientela y la posición social que tanto le ocupaban.

Este prospecto, atrajo el sentido dramático de Giuseppe y accedió gustoso a hacerlo y

hasta hizo la broma que él mismo buscaría ser culpable.

Esa broma de Giuseppe fue una revelación, pensé que esta era otra alternativa que no

había contemplado y sugerí que especuláramos aún en alguien más, en alguien que

quizá no había aparecido en los testimonios, pero que hubiera podido hacer

desaparecer a la esclava y hacer aparecer a don Martín como culpable.

Sebastián acogió esta nueva sugerencia con tal entusiasmo que de pronto me imaginé

al pecoso mancebo tirando al río el cadáver de doña Josefa, y esa misma imagen

trasportada a Giuseppe me hizo reír. De guisa tal, procedimos a hacer y repartir

las copias y cada uno se recogió a analizarlas y hacer su versión de los

acontecimientos, todos con renovado vigor, como quien ha visto la luz al final de un

oscuro túnel.

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Reflexioné que en todo esto había algo más de lo que a primera o segunda vista

parecía, que dando la impresión de que era un acontecimiento sencillo; no lo era, por

abajo o por encima tenía complejidades que no habíamos contemplado y que

esperaban ser descubiertas.

Al igual que Colon, que no inventó o creó nuevas tierras, solamente las descubrió, así

estábamos nosotros, por descubrir nuevos territorios sabiendo que ahí estaban,

esperando.

La desaparición y muerte de doña Josefa había sido algo que no lo hubiera podido

hacer gente tan simple y de tan escaso alcance como Juanelo o quizá el mismo

Vicente, aquí, tenía yo otro reto que me propuse averiguar, pues presentía en que

Vicente había mucho más de lo que aparentaba, e intuía la presencia de algún

desconocido elemento que no había sido considerado en su valer.

Con estas ideas revoloteando por mi cerebro y escarbando en mi memoria, cerré los

ojos y me propuse la sugerida reconstrucción de eventos; más no sabía por donde

empezar.

Decidí que en lugar de comenzar buscando al culpable, lo haría al revés, es decir, iría

eliminando a cada uno de los sospechosos hasta llegar a los que pudieran haberlo

hecho, y aunque tenía el presentimiento y la duda acerca de Vicente, tendría que

dejarlo atrás y considerarlo al final, para no preenjuiciar y dejar que esa impresión

nublara e influyera mi juicio.

Juanelo para mi, no podía haberlo hecho, ni siquiera había sido considerado como

posible o probable; había sido un testigo al que se llamó a testificar y cuyo testimonio

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fue interpretado en forma equivocada y al que tal vez se manipuló en beneficio de

alguien y en perjuicio de don Martín.

Dejé que mi subconsciente se pusiera a trabajar en libertad y la siguiente imagen que

envió a mis sentidos fue la de Isabel, la esposa de Nuño de Guevara, la natural de

Algeciras.

Algeciras, Algeciras, el nombre me decía algo, Algeciras; lo repetí en voz alta,

lentamente, pero aún nada emergía. ¿Qué podría ser? Me dispuse hacer una

anotación para volver a esto un poco más tarde.

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Al anotarlo, surgió, Algeciras era una población que había estado bajo el dominio de

los árabes por mucho tiempo, era un reducto moro que aunque localizado un tanto

retirado de Granada, había sido importante para los reyes católicos y la subsecuente

expulsión de los musulmanes, judíos y jesuitas en el año mágico de 1492.

Por lo mismo, es probable que Isabel de Guevara hubiera sido de origen morisco, lo

que explicaba su sangre caliente, y su gusto por la equitación.

No debe haber sido, no era una mujer débil, tal vez menuda pero indudablemente

fuerte; montar y manejar un caballo pura sangre no era para una mujer débil.

¿Podría por tanto, haber matado a doña Josefa y hacer desaparecer su cuerpo?

Si, de poder, podría; sin embargo, la imagen que emergía de todo lo que sobre ella

sabía, no cuadraba con la imagen de alguien capaz de dar muerte a la esclava y más

aún, de hacer desaparecer su cadáver.

Sin embargo, era una mujer hermosa, dada a devaneos y amoríos que con relativa

facilidad podría haber encendido pasiones incontrolables, provocado, sin saberlo, la

decisión de eliminar a una persona que le resultaba, ¿Cómo? ¿Incómoda?

¿Inconveniente? ¿Entrometida?

Habría que ver cómo consideraba doña Isabel a la esclava Josefa, cuál había sido su

relación con ella.

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Y al mismo tiempo establecer las características de doña Josefa, de la cual poco

habíamos visto y sobre la que, ahora me daba cuenta, valía la pena que Sebastián

obtuviera mayor información.

Haciendo una anotación sobre esto llegué a don Martín, del que sorpresivamente

descubrí también que realmente sabíamos muy poco, y tal vez valiera la pena dejar su

análisis para un poco después, complementado mi opinión con las opiniones de

Catalina y de Giuseppe, quienes le conocían más profundamente.

Sin embargo, la fe que habían demostrado en su inocencia me hacía pensar que ir por

ese camino fuera contraproducente e inútil.

Empero yo había sugerido que se le considerara como culpable en el ejercicio que

había solicitado hiciéramos, y no era correcto que yo fuera el primero en no hacerlo,

así que lo haría aún y cuándo no consideraba tener todos los elementos.

Esa, me dije, es la justificación del flojo, del inútil, del burócrata, del que no tiene

iniciativa; encontrar pretextos para no hacer las cosas; era un pecado universal que no

quería cometer.

Don Martín, se había encontrado con Josefa, o al revés, la esclava lo había buscado y

habiéndolo encontrado, habían discutido; don Martín la había sacudido, había habido

violencia en ese encuentro, pero al decir de los testigos ahí había quedado, se habían

separado cada quien a sus asuntos, los declarantes habían establecido muy claro que

no pasó de una violenta discusión.

La única explicación era que se había vuelto a encontrar y entonces don Martín la

había matado y dispuesto de su cadáver.

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Esta situación tampoco me complacía, pues según los testimonios contenidos en los

legajos legales que habíamos revisado, don Martín había estado en otras compañías y

en otros lugares y estas evidencias o habían sido desechadas o había habido algo que

hizo que la corroboración de estos hechos alegados a favor de don Martín no tuviera

peso alguno en los jueces.

A mi entender ese algo habría sido el testimonio de Vicente que inclinó las

consideraciones y el veredicto hacia la declaración de su culpabilidad, que don Martín

nunca había aceptado.

¿Quiénes eran esas personas? ¿Cuáles habían sido los lugares en donde estuvo?

¿Habría algún testigo de ello? ¿Se le citó? ¿Testificó? Si lo hizo; ¿Qué dijo?

A esas personas, con las que don Martín se reunió el día de los hechos ¿Se les llamó a

testificar? ¿Lo hicieron? ¿Qué pasó?

A Sebastián y a mi se nos estaba acumulando el trabajo.

Después de esto, llegué a otro personaje, don Nuño de Guevara, del que también poco

se sabía, salvo que era adinerado, tenía una hermosa hacienda, una hermosa esposa,

que le era infiel, temperamento explosivo y violento, estaba ausente durante largos

periodos, aparentemente también, como su esposa era natural de Algeciras, tal vez ahí

se conocieron y se casaron.

Catalina nos había comunicado que no logró entrevistarse con don Nuño por estar

ausente de su hacienda sin que nadie supiera hacia adonde había ido, y lo mismo

aconteció con doña Isabel, no sabiendo si había acompañado a su esposo o si cada

quien había ido por su cuenta a donde quiera que hubiesen ido.

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Esa parte de nuestras pesquisas no se había terminado; tal vez tuviéramos que

reanudarlas con otro enfoque, por otro camino, esta vez, indirectamente, con el

personal de servicio y los criados.

Otra nota más para terminar las investigaciones que todavía quedaban pendientes,

más trabajo para Sebastián y para mi; tal vez Giuseppe pudiera ayudar en algo a este

respecto.

Catalina también había mencionado que a doña Isabel le preocupaba mucho sus

recursos materiales, sus posesiones, sus joyas y sus caballos.

Vicente, había presumido, es decir, había alardeado, que la jaca palomino era suya,

cuando todos sabían que era propiedad de don Nuño. Don Nuño nunca

corroboró el regalo de la jaca a Vicente, y de alguna manera, la denuncia del robo de

las joyas y del corcel de doña Isabel se había diluido sin que se supiera si se había

hecho algo al respecto, y los resultados de esas acciones.

Aparentemente así ocurrió, no resultó en nada, lo que es demostrado por que la

susodicha jaca había aparecido en poder de Vicente poco tiempo después, había sido

regresada y de las joyas ya nada se supo.

Don Nuño había sido visto conversando con don Martín, con Vicente y con la misma

doña Josefa, e igualmente lo había hecho con otros sirvientes y criados, lo cual no

parecía tener ninguna importancia, salvo el hecho que ni don Martín, ni doña Josefa y

para el caso, ni Vicente eran parte de su hacienda o su estancia.

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Algo me decía que no habíamos profundizado lo suficiente en estos hechos, que no

solamente nosotros no lo habíamos hecho, sino que el procurador y los jueces los

habían considerado como cotidianas ocurrencias, sin otorgarles ninguna importancia.

Algo me decía que había mucha mayor importancia en estos hechos, en estas

entrevistas de don Nuño. Tendríamos que profundizar en ello, lo consideraba como

de la mayor prioridad. Consultaría con Catalina y con Giuseppe, su aportación podría

ser muy importante.

Ese algo escondido en mi subconsciente me indicaba que ahí estaba la respuesta que

buscábamos, específicamente me insistía que era en la relación entre Vicente y don

Nuño, el misterioso personaje que viajaba tanto, que celaba tanto a su esposa, que era

violento e influyente, al que parecía todos sus conocidos temían, y Vicente el violento,

el enamoradizo. Supuse que Vicente había sido el ejecutor, que don Nuño de

Guevara el instigador, que entre los dos habían atraído a doña Josefa y la habían

matado y posteriormente dispusieron de su cuerpo y cargaron a don Martín con la

culpa.

Cómo y porqué era otro asunto, derivado de este concierto; ese era el algo que me

decía mi subconsciente, ahí estaba la respuesta, Vicente el cojo en contubernio con

don Nuño habían dado muerte a doña Josefa y hecho desaparecer su cadáver.

Cerré los ojos y traté de imaginar la escena, traté de reconstruir los eventos que

conformaron la tragedia y que habían depositado a don Martín en prisión.

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Doña Josefa había visto o se había enterado de algo que le molestó y lo comentó con

don Martín, a quien no le agradó la información, y por eso, la sacudió y dio mal trato,

pero no pasó de ahí.

Esa entrevista entre don Martín y doña Josefa fue vista por Vicente, al que doña Josefa

vio escondido o tratando de esconderse, mas no por don Martín, molesto por lo que

acababan de revelarle, y para quien la presencia de Vicente pasó desapercibida.

Quizá don Nuño estaba con Vicente y presenció la entrevista, quizá no, pero se enteró

por Vicente y entre ambos, suponiendo mayor peligro, deciden eliminar a doña Josefa

y culpar a don Martín. ¿Cuál habría sido la revelación que Vicente escuchó? ¿Que dijo a

don Martín que provocó su muerte? ¿Qué sabía doña Josefa?

Tiene que haber sido algo relacionado con su esposa, debe haber sido la revelación de

las relaciones ilícitas y secretas de doña Isabel; don Nuño la celaba, y debe haber

sospechado de don Martín; con razón o sin ella, tal vez confundiendo las atenciones

sociales que se le prodigaran como avances amorosos.

En alguna ocasión los de Guevara habían frecuentado la amistad de don Martín, pero

por alguna razón, esas vistas mutuas se habían suspendido, la amistad se enfrió.

Los celos de don Nuño no permitían olvidar la supuesta mancilla a su honor si doña

Isabel hubiera correspondido los avances de don Martín; astutamente, eso debe haber

sido lo que Vicente dijo para hacerle perder la cordura, confirmó los rumores,

provocando que don Nuño diera rienda suelta a sus recelos, sospechas, y violencia

reprimida.

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De alguna manera, Vicente incluyó en la ecuación a la esclava doña Josefa, tal vez

insinuando que ella procuraba las reuniones secretas de los amantes y los protegía,

incluso tal vez hasta las haya propiciado.

Todo esto, puso fuera de sí a don Nuño, le enloqueció y ciego de celos, resentido,

humillado, con su honor en entredicho, entre ambos planearon y ejecutaron la muerte

de doña Josefa.

Recordé que en el testimonio se decía que se presumía habían arrojado su cadáver al

mar, empero, en Sevilla no había mar, y era poco probable que la hubieran

transportado desde ahí hasta Huelva, que era y es la población marítima mas cercana

a Sevilla y muy improbable que la llevaran a Cádiz, población costera mucho mas

retirada.

Por lo mismo, esa parte del testimonio o de los rumores no podía ser cierta; ahí había

una inconsistencia más que debíamos aclarar.

Era sorprendente que esto no hubiera sido visto ni por el procurador ni por los jueces.

Dispusieron del cadáver en otra forma, no lo llevaron al mar, eso estaba claro y mal

hablaba de la minuciosidad con la que deben verse las acusaciones penales.

Después, el mismo Vicente o don Nuño, más probablemente éste, influyó en Juanelo

para que inculpara a don Martín con un testimonio vago que para Juanelo era la

representación exacta de lo que presenció y en el que no vio o percibió ni a Vicente ni

a don Nuño, sólo vio a don Martín y a la esclava doña Josefa siendo maltratada.

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Josefa era como su madre, como la madre que nunca conoció y al verla zarandeada de

mala manera, debe haberse enfurecido, pero el otro personaje era don Martín, el

hidalgo, el patrón; por lo mismo, aunque no le gustara, no podía intervenir.

De ahí que con su testimonio, Juanelo simbólicamente estaba castigando al culpable

del maltrato de la esclava a la que consideraba su madre, no creo siquiera que hubiera

considerado que con esa emotiva reacción, condenaba a muerte a don Martín.

Las cosas salieron de acuerdo a lo que desearon, planearon y ejecutaron y don Nuño

dio a Vicente como pago o compensación la jaca y las joyas que dijeron habían sido

robadas, acallando a doña Isabel con otros regalos y posteriormente con la

subsecuente recuperación de la jaca, exhibida imprudentemente por Vicente, al que

debe haber compensado con alguna otra dádiva.

Hice las anotaciones correspondientes y cerré los ojos otra vez.

Estaba más o menos satisfecho, pues aunque la escena cuadraba y respondía muchas

de las interrogantes que nos habíamos hecho, todavía había algunas por resolver, y

habían surgido nuevas interrogantes, pero nos daba una explicación de los hechos y su

secuencia, que no se explicaban de otra manera, refutando y contradiciendo lo que se

decía en el juicio.

Esperé reflexionando, repasando mentalmente los hechos presentados con ésta

hipótesis y no encontré otra cosa que agregarle.

Decidí ir a la sala a esperar a mis compañeros y comparar lo que habíamos escrito.

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Catalina fue la primera que apareció diciendo que por más que había tratado no había

podido encontrar a don Martín culpable; simplemente, no había podido pensar nada

que pudiera hacer culpable a su hermano.

Respecto a la reconstrucción de la muerte de doña Josefa ella la atribuía a un

desconocido, a alguien, a quien debíamos encontrar, alguna persona en el pasado de

doña Josefa, un hombre resentido o despechado por que Josefa había tenido una hija,

hija que estaba por profesar como monja.

Cuando se acuso a su hermano de ser el padre de la criatura, este hombre se enteró

por el revuelo que causó el juicio y las acusaciones que también se le hicieron a la

Abadesa Doña María Inés.

Ese desconocido debe haberse considerado el verdadero padre de la niña y se sintió

engañado, humillado, burlado; buscó a doña Josefa, la mató, escondió su cuerpo y

huyó dejando a don Martín con la culpa en venganza por haber sido humillado.

Para esta parte del relato, Giuseppe y Sebastián nos habían acompañado

silenciosamente no osando interrumpir la descripción que hacía Catalina, de hecho ni

cuenta me di del momento en que ingresaron en la habitación, perdido como estaba

en los expresivos ojos de Catalina.

Tampoco sabía que tanto habían oído de su relato.

Iba yo a hacer un resumen de lo expuesto por Catalina pero Giuseppe me lo impidió

diciendo que lo habían oído todo; cediendo la palabra a Sebastián con su muy italiano

y teatral ademán, acompañado de sonoro ¡Sebastiano, prego!

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Sebastián había subido un peldaño más, era la primera vez que Giuseppe se refería a él

como Sebastiano, no más Sebastián el sirviente, Sebastián el criado, el mancebo

pecoso, sino Sebastiano, el amigo, confidente y compañero. ¡Bien por él!

Sebastiano presentó ante mí, una hoja con su teoría, sorprendentemente escrita con

caligrafía clara y muy entendible.

Giuseppe indicó que platicara lo que había resultado de su reconstrucción, que

después revisaríamos todas las versiones y las comentaríamos, añadiendo su escrito a

los que estaba sobre la mesa, con lo que sospeché se había erigido en el líder de la

reunión y seguramente reservaría su exposición para la parte final; asumí, sin saber

porqué, que después de Sebastián o Sebastiano, yo tendría el uso de la palabra.

Yo también podía ser teatral si quería, por lo que me levanté de mi asiento, hice una

profunda caravana ante Giuseppe y con florido ademán indiqué a Sebastián que

prosiguiera, que iniciara su exposición de la reconstrucción de los hechos.

Sebastiano, muy en su papel, dijo “Gracie” y comenzó diciendo que bien a bien no

sabía explicarlo, pero que para él el culpable era Vicente el cojo, pues era temido,

violento, enamoradizo y siempre estaba discutiendo muy malamente con doña Josefa,

que cuidada a sus protegidas como si hubiera un zorro suelto en el gallinero, siendo

Vicente el zorro.

Que doña Josefa le debe haber hecho alguna reclamación grave por la que en un

arranque de furia, y tal vez sin quererlo, le había dado un golpe que desgraciadamente

resultó mortal y que luego hizo desaparecer su cadáver, culpando a don Martín, con

quien doña Josefa había estado discutiendo.

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Que a lo mejor don Martín también se había propasado con alguna de sus doncellas y

por eso discutieron.

Después, Vicente amenazó a Juanelo para que testimoniara en forma que perjudicara

a don Martín, y por eso habían dejado de ser amigos, y luego, se fue al Puerto de Palos

para que no le llamaran más, ni lo encontraran si se le buscase o si Juanelo decía que lo

había amenazado, y antes de irse Vicente había robado joyas y la jaca a doña Isabel de

Guevara.

Juanelo se escondió en el Puerto y ya no se le volvió a llamar.

Y con esto, también hizo una reverencia y produjo una gran sonrisa.

Giuseppe aplaudió como si se tratara de una representación teatral, lo que en esencia

era un reconocimiento hacia Sebastiano, y dijo que en esencia el también estaba

convencido que Vicente había sido quien dio muerte a doña Josefa, pero que difería de

la teoría expuesta por Sebastiano porque el consideraba que Juanelo era su cómplice y

que entre los dos sorprendieron a doña Josefa y de dieron muerte, y entre los dos

habían quemado el cadáver y luego se separaron, fingiendo haberse disgustado.

Se dividieron entre ellos lo que habían obtenido por la venta de las joyas que habían

robado de casa de los De Guevara aprovechando la ausencia de los propietarios y que

Vicente no pudo encontrar comprador para la jaca y como era presumido y la jaca

magnífica, la andaba luciendo por toda la comarca hasta que le descubrieron y tuvo

que devolverla, argumentando que la había encontrado y la estaba regresando.

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Ahora era mi turno, y sin florituras ni aspavientos o ademanes teatrales exterioricé mi

teoría señalando a Vicente y a don Nuño como responsables, tal y como lo expuse

anteriormente.

Cuando hube terminado, se produjo un silencio profundo, un silencio similar al que se

percibe en criptas y cementerios, el silencio de los vivos ante la presencia de los

muertos.

Seguidamente recibí un concierto de ojos.

Giuseppe, abrió desmesuradamente su vivos ojillos claros y los fijó en mi dirección con

un sentido tan penetrante que me figuré se estaba enterando de mis más íntimos

secretos.

Sebastiano había hecho desaparecer todas las pecas que le singularizaban, había

envejecido; no, más bien había madurado; ante nosotros se había convertido en un

hombre, un hombre nuevo, como de una crisálida había emergido como mariposa, y

en sus ojos había algo cercano a admiración, a reverencia, la que hizo ante mí,

inclinándose profundamente, a la manera de algunos orientales lo hacen.

Catalina, Catalina; la mirada que me dirigió con esos sus ojos cautivantes.

No puedo, ni sabría describirla pero me llenó de dulzura, un sentimiento que no se me

da con facilidad, esos ojos me trasmitieron abrigo, protección, ternura; no se qué, sólo

sé que nunca olvidaré esa mirada, la de ese fugaz instante; pase lo que pase, siempre

podré referirme a ella como uno de los instantes más sublimes de toda mi vida.

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¿Cuánto duró este encuentro con la felicidad? No lo sé, solo sé que después de esto,

las interrelaciones entre nosotros cuatro habían cambiado, habían alcanzado un plano

superior.

Giuseppe rompió el hechizo, rompió mi encanto con ese momento, diciendo que

debíamos ser prácticos y veloces, que ahora se imponía revisar lo que proponíamos

hacer, revisar también, ahora todos juntos, lo que conocíamos y lo que ignorábamos

sobre la base de la teoría que yo había presentado, añadiendo que la liberación de don

Martín, ahora era una cosa segura.

Solamente tendríamos que ser muy astutos y probar nuestros supuestos de manera

que ni la más fuerte tormenta hundiera nuestro barco, el navío Don Martín y que ya

vería como haríamos para que el insulso y tonto procurador considerara las cosas a

nuestra manera.

Sugirió que nos entrevistáramos con el escribano real y le expusiéramos nuestra teoría

y viéramos su reacción y que si esta no era favorable, buscaríamos otro apoyo en los

más altos círculos que pudiéramos alcanzar, hasta llegar al mismo Emperador si fuese

necesario.

Nos pareció prudente y una buena estrategia, la que de ninguna manera modificaba

las otras pesquisas que teníamos pendientes, únicamente proporcionaba otras

prioridades y eliminaba o posponía algunas interrogantes que ya no serían necesarias

por el momento, tal vez, fuese necesario realizarlas y encontrar las respuestas aunque

fuera para que todo quedara sujeto y completo y no hubiera cabos sueltos.

Giuseppe solicitó le acompañara a enviar el mensaje al escribano real.

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Me extrañó el requerimiento pues normalmente esas actividades Giuseppe gustaba

hacerlas solo, por lo mismo intuí que era un pretexto para estar a solas conmigo y

platicar acerca del encargo a realizarse en el Puerto de Palos del cual no quería que se

enterara ni Catalina ni Sebastiano.

No me había equivocado, mientras platicábamos me dijo que Cristóbal Colon había

sido una persona muy compleja, con ideas muy adelantadas para su tiempo que

fueron difícilmente comprendidas.

Su misma firma lo mostraba y para quien supiera leerla lo demostraba.

Giuseppe comentó que Colon era una persona de recursos, contrariamente a lo que se

ha dicho, no era pobre, pero de ninguna manera tenía o podía tener acceso a los

recursos necesarios para llevar a cabo su proyecto; si los hubiera tenido o hubiera

podido disponer de ellos el primer viaje lo hubiera financiado personalmente, de eso

no le cabía la menor duda.

Sin embargo, no todo eran planes e ilusiones, también tenía que comer y proveer por

su familia: en 1492 Cristóbal Colon tenía dos hijos, Diego, nacido en 1482, es decir, un

niño de tan sólo 10 años de edad, además, huérfano, pues su madre muere en 1484, y

otro más pequeño, producto de amores con una mujer con quien no se llegó a casar;

hijos que quedan al cargo de los monjes franciscanos del Convento de la Rábida,

confiados directamente con el Prior, Fray Juan Pérez, quien encomienda los infantes a

los cuidados de Fray Antonio de Marchena.

¿Acaso creen que ese encargo era así como así?, religiosos o no, franciscanos o no, no

tienen los recursos monetarios necesarios para hacerse cargo de niños cuyo padre

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estaría navegando hacia lo desconocido sin saberse si regresará algún día o perecerá

en la consecución de su proyecto.

Colon podrá ser acusado de muchas cosas, pero no era un padre desconsiderado ni era

inconsciente o manirroto, antes al contrario era previsor y frugal.

Giuseppe recuerda como Colón recurre a financieros italianos, florentinos y genoveses

para conseguir su parte en la expedición, condición que le había sido impuesta por el

secretario de los Reyes Católicos, fray Juan de Coloma.

Pero no es eso todo lo que consigue, o lo que obtiene.; también busca otra cosa:

necesita asegurarse contra el fracaso.

Si Colon logra regresar pero el viaje es un fracaso, sabe perfectamente que jamás

conseguirá apoyo en otra parte, sabe que su vida como marino habrá terminado, que

nadie confiaría ningún navío al hombre que pretendió la gloria, al hombre que

prometió una nueva ruta hacia la riqueza.

¿De que viviría si eso ocurría? ¿Y si no pudiese regresar? ¿Si muriese en su empresa?

¿Que sería de sus hijos?

Colon no era hombre que dejara a la providencia el destino de sus hijos, era

eminentemente práctico, tenía que pensar en lo que podría ocurrir, su religiosidad no

tenía nada que ver en el asunto.

Por tanto obtiene de Gianotto Berardi una fuerte cantidad para esa eventualidad, para

el futuro si regresa fracasado o para el futuro de sus hijos si no regresa.

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Y eso es lo que me encargará buscar y traer del Puerto de Palos, pues exactamente el

2 de Agosto de 1492, el día anterior a que zarpara La Niña, recibe de Berardi un bulto

conteniendo los dineros que constituirían su seguro pero por lo inminente de su salida,

le tiene que encargar que ese bulto se conserve en un lugar seguro para entregarse a

él en persona o a la persona que presente una clave específica, y esa clave específica

está cifrada en su firma y en su relación con el grupo de tres triángulos uno dentro de

otro.

En otras palabras, comenté, lo que me está encargando es que recupere el tesoro que

Colon había guardado para asegurar su futuro.

Giuseppe si hizo el ofendido. Me dijo que no se trata de eso, no era un proyecto para

defraudar o despojar a los hijos del Gran Almirante, ni tampoco era un tesoro, sino una

cantidad de dinero “respectable, ma non un tesoro”.

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Se trata de localizar el dinero y recuperarlo, pero no es apoderarse o apoderarnos del

tesoro oculto de Colón, que en todo caso pertenecería a sus hijos o herederos, no, no

era ese el fondo del asunto.

De momento me pedía que confiara en él, que no se trataba de un encargo peligroso

ni de un despojo ni nada por el estilo, sino de una empresa legítima, una causa

honorable y que dada mi nobleza y honradez, además de mis extraordinarias

capacidades, había encontrado a la persona idónea para ese encargo. Posteriormente

revelaría otros aspectos relacionados con ese tesoro, pero que específicamente quería

que ni Catalina ni el buono di Sebastiano se enteraran de esto, mucho, menos que se

trataba de un tesoro; también después explicaría sus motivos, hoy, solo requería mi

confianza ciega y lealtad total.

Teatralmente esperó mi respuesta, teatralmente esperé para darla, le dije,

obviamente, que sí, que contaba conmigo por completo, que yo tenía fe en que no

estaría haciendo nada reprobable, que mi confianza en él y en su discreción era total,

aunque no ciega, sino más bien miope. Reímos juntos de mi respuesta y después de

una breve pausa, insistió que en su momento me diría todo, absolutamente todo, que

la prisa era porque tenía poco tiempo.

Y así llegamos a nuestro destino; envió los mensajes requeridos mientras le esperaba

afuera de la posta, inquieto y con mariposas en el estómago.

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El prospecto de esta nueva aventura, aún y cuando no habíamos terminado la

presente ocupación, despertaba expectativas que sabía no tenía derecho a tener.

Al regreso, siguió comentando que él había sido muy buen amigo de Gianotto Berardi

quien también tenía a Colon como un muy buen y gran amigo, que gracias a Berardi

muchos navegantes habían encontrado navíos en los cuales explorar no solamente

para los reyes católicos Don Fernando y Doña Isabel sino aún para el rey de Portugal

Don Juan II.

Antes de morir, en 1495, Berardi había favorecido a un navegante de nombre

Amériggo Vespucci quien había sido nombrado maestre e instructor en la escuela real

de navegación y ahora heredero del negocio de Berardi de quien antes había sido

socio. Este Vespucci no era un personaje que le gustara a Giuseppe.

Dijo que era un oportunista, tratante de esclavos y mercader, prestamista y muchas

otras cosas, navegante incluso, pero cuya arrogancia le había hecho en 1507 dar su

nombre al continente descubierto por Colón de quien presumía era su amigo, al que

ahora, desde esa fecha, un año después de la muerte del Gran Almirante, en las cartas

de navegación se nombraba a esos territorios como América.

Tal vez presintiendo falta de valer personal en Vespucci, Berardi confió a otro

financiero, Luigi Dorio, conocido aunque no amigo de Colon, avecindado en Perugia el

destino del dinero de Colón.

Y este Dorio, lo había revelado a Giuseppi solicitando lo rescatara y había ordenado

hacer la inscripción en la casa de piedra en el Puerto de Palos puesto que no habían

tenido tiempo de colocarlo en otro lugar más seguro y Dorio temía por su vida pues era

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judío converso, viviendo en Perugia y no podía poner pie en España por temor a la

poco Santa Inquisición.

Una vez localizado el lugar, y terminado el asunto de don Martín nos dedicaríamos a la

recuperación del bulto de Colon, como le llamaríamos de ahora en adelante, para no

levantar sospechas.

Encontraba algunos huecos en el relato de Giuseppe más no era éste el momento de

comentarlo, teníamos que terminar el asunto de don Martín, por lo que acordamos

que iría a Palos a averiguar lo necesario y faltante sobre Vicente y a la vez, buscar en el

muelle la loza con la inscripción, lo que sería el primer paso hacia el enigma del bulto.

Solicité a Giuseppe que me acompañara il buono Sebastiano para que averiguara entre

los marineros y gente del pueblo, mientras yo veía en el Ayuntamiento y otros lugares

y me daba tiempo para localizar la loza mientras Sebastiano estaba ocupado en sus

pesquisas.

Dándose cuenta de la ironía con que salpiqué mí solicitud, rió de buen grado y confesó

que se había equivocado con Sebastiano, que en el tiempo que le quedaba se dedicaría

a pulirlo para hacer de él un hombre de provecho, un verdadero marino y que para mi,

tenía “altri progammi”

Obviamente, para Giuseppe esa expresión era un gran cumplido para Sebastián; ser un

verdadero marino, era para él la epítome de la masculinidad, el camino para la

realización personal.

Sin embargo, para mi era la primera vez que le oía referirse al factor tiempo, como el

que le quedaba, lo que implicaba que algo mal tuviera su salud, porque esa expresión

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“el tiempo que me quedara” solamente podía interpretarse como un resignado

fatalismo, o a lo mejor, eliminado el pesimismo, (y así quise pensarlo), era solo una

expresión de un hombre maduro entrando en vejez, y el “altri programmi” me dejaba

mucho para considerar.

Ya estaba yo como los reyes católicos, viendo moros en todas partes.

Mientras preparaba el viaje al Puerto de Palos y revisaba las labores que habían sido

asignadas a Sebastiano y a mí, volví el pensamiento hacia Cristóbal Colon, el Gran

Almirante que había cambiado mi vida y la de muchas otras personas.

No solamente había revolucionado el entorno europeo ensanchándolo de una manera

increíble, sino que además había proporcionado oportunidades para mucha gente y

agrandado a dimensiones inimaginables aún el poder del reino español y la posibilidad

de una verdadera propagación de la fe católica.

No encontró la ruta a Las Indias, pero encontró un Nuevo Mundo, aunque en su

primer viaje, él solo tocó una diminuta y agreste isla que no tenía las riquezas que

habían soñado Colon y muchos más.

En sus viajes subsecuentes se descubrieron y colonizaron otros territorios,

prácticamente hasta su muerte siguió siendo el Gran Almirante y un verdadero

descubridor; el iniciador de una enorme serie de encuentros tanto españoles como

portugueses y aún de otras naciones europeas que siguieron el ejemplo de Colon.

Aún, en este momento, otra expedición española, derivada de los viajes de Colón,

estaba en el continente al que no se le había dado el honor de bautizarle con su

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nombre, otorgando esa distinción al italiano Vespucci quien nada tuvo que ver en su

descubrimiento, ni en el asentamiento de españoles y europeos en el Nuevo Mundo.

Un error, el deseo de agradar a quien había otorgado un simple trabajo de impresión,

hizo que un oscuro dibujante alemán decidiera poner el nombre de América al nuevo

continente, sin que nadie hubiera hecho nada por corregirlo, y así, se difundió la

cartografía que mostraba el Nuevo Mundo, la Nueva España y el continente al que

nombraron América.

La expedición a que me refiero, tuvo su origen en uno de los territorios descubiertos y

poblados por Colon el 29 de Octubre de 1492; no partió desde España, sino de la isla a

la que Colon denominó como Isla Juana, en honor del príncipe Juan, heredero del

trono de Aragón y Castilla.

A esa isla, posteriormente cambiarían nombre a Fernandina y aún hubo un intento de

nombrarla Santiago, intento que no prosperó, para quedar, pocos años después,

bautizada como Cuba.

Pues bien, desde Cuba había partido esa expedición de don Hernando Cortés cuyos

resultados aún se ignoraban. Y de la que se tenían noticias alentadoras y promesa de

grandes riquezas.

Reflexioné como aún después de su muerte Cristóbal Colon había tocado mi vida, y la

había transformado y quien sabe que más haría con ella.

Ocupado como estaba arreglando mis cosas, no percibí que Catalina se acercó hasta

que un sexto sentido me avisó de su presencia.

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Había estado llorando, sus ojos inflamados la delataban, mas ni ella dijo nada ni yo me

atrevía a inquirir la causa de sus lágrimas. Rogó que tuviera cuidado de mi persona,

añadiendo que había estado pidiendo a la Santa Madre de Dios nos protegiera del mal.

Se me hizo un nudo en la garganta y no supe que decir.

En ese momento Giuseppe irrumpió en la habitación con un pequeño legajo de

documentos que entregó a Sebastiano, quien entró instantes después.

Informó que el escribano real había respondido que acudiría tan pronto pudiera

desembarazarse de algunos engorrosos asuntos que estaba tratando y que

probablemente para el día después de mañana acudiría a platicar con nosotros.

Giuseppe dijo que Catalina y él mostrarían la reconstrucción hecha y nuestros

argumentos y trataría de atraerlo hacia nuestra causa, provocando una suspensión

definitiva de la sentencia contra don Martín o al menos, la suspensión hasta que se

revisara nuestra teoría y se trajera a Vicente a testimoniar otra vez, o si la

buenaventura nos acompañaba, detenerlo como sospechoso.

Para lograr estos objetivos Sebastiano buscaría hasta debajo de las piedras a Vicente y

todo rastro que de él hubiera, mientras yo vería en el Ayuntamiento alguna

información relevante sobre don Nuño de Guevara tratando de establecer la conexión

que tuviera o hubiese tenido con Vicente y con don Martín.

Mientras acordábamos como haríamos esto, llegamos al Puerto de Palos, lugar que se

eligió para reunir y equipar las tres carabelas con las que se descubrió América

(realmente me costaba trabajo aceptar ese nombre,) no por que no fuera fonético y tal

vez hasta adecuado, pero me parecía una injusticia que no fuera llamado Colombia o

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algún otro epíteto parecido, algún anagrama con el nombre del descubridor o algo

parecido en su honor, y no glorificar un estúpido error.

Decidimos ir juntos hasta el muelle buscando el que se nos había indicado y de ahí,

cada quien se dedicaría a sus encomiendas.

Preguntando se llega, dice el dicho, y preguntando llegamos a una sección del puerto

en donde había gran actividad y movimiento; aún después de 28 años desde que

zarparon las carabelas, la actividad hacia el Nuevo Mundo era impresionante.

Navío tras navío se estaba preparando para la jornada, la mayoría tenía como destino

la Isla Juana (Cuba) o la Española, a la que se planeaba poner el nombre Santo

Domingo. A tal sólo 28 años, ya había quienes pretendían modificar la

plana al Gran Almirante y adornarse con méritos ajenos.

Fácilmente localicé el muelle desde el cual había zarpado La Niña. Hoy estaba

ocupado por un navío a vela, que según me dijeron, era muy similar en tamaño y

características a la carabela referida.

En realidad era un velero pequeño, muy sólido de apariencia, pero a mí me parecía una

cáscara de nuez; viéndolo, mi imaginación no comprendía como hubieran podido

atravesar el Océano en él, ni como había podido regresar.

Había escaso movimiento a bordo y tan solo algunas personas subiendo unos bultos

pequeños pero pesados por la pasarela de tablones.

Si ser conocedor ni pretender serlo, esta carabela, tendría como 20 metros de largo,

medida a la que creo le dicen eslora, o sea 20 metros de eslora, lo que realmente me

parecía pequeño.

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Notando mi atención, un amable marinero que parecía no estar haciendo nada,

preguntó si quisiera subir a verla, y aunque no lo tenía previsto ni planeado, me

apareció adecuado; tal vez en un futuro cercano me embarcaría en alguna carabela

similar para mi deseado viaje y valdría la pena saber como eran el navío, aunque fuera

por simple curiosidad.

Además, me proporcionaba la oportunidad de adelantar algo en mis pesquisas, porque

ya me había dado cuenta de las construcciones de piedra al otro lado de donde me

encontraba, pero en ellas había una enorme cantidad de gente recargada contra las

paredes, tapando la visual que pudiera tener, de las inscripciones, a la altura de mis

rodillas, como había especificado Giuseppe. Subí acompañado del marino, para

encontrarme con cierta actividad, pues la carabela estaba terminando de ser equipada

para su próxima salida hacia Cuba.

Tenía un solo camarote para el capitán, la tripulación dormía sobre cubierta; en el

centro del navío había un pequeño horno en donde se guisaban los alimentos, su

cercanía estaba impregnada fuertemente con el olor inconfundible del ajo.

El camarote del capitán estaba cerrado y bloqueado con algunos bultos, por lo que no

pude ver su interior. Había sobre algunos barandales algunos relojes de arena,

los cuales eran regularmente volteados por grumetes encarados exclusivamente de

esa labor.

La rueda del timón estaba amarrada sobre un barandal, sujetas por dos gruesas piolas

que frecuentemente mojaban, pues hasta algunas gotas veía escurrir.

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El marino que me servía de guía dijo que generalmente iban entre 87 y 93 hombres,

pero que últimamente, se apiñaban hasta 110, y que los reglamentos incluían tres

médicos, un despensero, un intérprete y un representante del reino, encargado del

quinto real y de todo lo que se llevaba a bordo; a veces, ese encargado también era

escribano real. Un molesto y enojado marinero indicó con nada corteses gritos,

que estábamos estorbando y que debíamos bajar, mientras más presto mejor.

Aunque en realidad no estábamos estorbando pues ya se había terminado de meter la

carga, no era ocasión de provocar algún disturbio y llamar la atención sobre mi

persona. Ya había preguntado al amable marino si sabía en donde estaban

las casas de contratación y los financieros indicándome que a lo largo de la calle sobre

la que estaban recargados los hombres estaban las principales, identificadas por

señales y letreros.

Esas indicaciones me proporcionaban la oportunidad de acercarme a la gente

recargada en las paredes, con el pretexto de preguntar y buscar la oportunidad de

localizar la loza de las inscripciones, como les denominaba en mi mente.

Giuseppe me había contagiado la manía de poner código y nombres en clave a las

cosas simples, pues, según él pregonaba, no es conveniente que extraños se enteren

de los propósitos de uno; había gente mala, y uno, que era gente de bien, debía

protegerse y ser desconfiado.

Bajé por la pasarela de tablones y distraídamente me dirigí hacia la calle, mirando y

mirando con la actitud típica, creía yo, de quien busca algo, viendo todo, sin fijarse en

nada.

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De repente, entre la multitud de avisos y anuncios adosados a las paredes y encima de

puertas, vi uno en donde, un tanto borrado por los elementos y el tiempo, se

alcanzaba a apreciar el nombre Dorio y algunas otras letras, como tachonadas.

Lo importante, me pareció, es que ese nombre y las letras o signos estaban

enmarcados claramente dentro de un triángulo, que aunque los límites ya casi

perdidos por los estragos del tiempo, con un poquito de imaginación se podía advertir

que era un triángulo equilátero formando un marco, delimitando el nombre Dorio y

algunas letras o símbolos ya poco legibles.

Me acerqué lentamente hacia esa puerta.

Los hombres que estaban cerca de ella se movieron en ese momento, quizá para

facilitarme el paso, y al hacerlo dejaron al descubierto una porción de la pared de

piedra en la que el paso del tiempo no había logrado borrar las inscripciones.

Claramente percibí que había algunos signos o letras grabados, dentro de un triángulo,

pero curiosamente no estaba grabado en su posición original, sino orientado hacia la

izquierda, de la siguiente forma:

Sé que Giuseppe pidió discreción y tal como lo dijo, no copié el triángulo, ni la

inscripción, pues no era necesario, lo tenía tan grabado en mi memoria que no hacía

falta,

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Estando ante la puerta, y habiendo atraído la atención de los hombres que ahí se

congregaban, pasé al interior del establecimiento en donde un escribano levantó las

cejas en inconfundible ademán, preguntando al mismo tiempo que se me ofrecía.

Pregunté si podría hablar con el señor Dorio, con Luigi Dorio, o con el señor Berardi,

Gianotto Berardi. Después de revisarme de arriba abajo, dándose cuenta de

que no era marino, con voz cansada me dijo que el signore Dorio, Luigi Dorio, había

fallecido algunos años atrás, y que la casa Berardi estaba al final de la calle y que

entendía que il signore Berardi, Gianotto Berardi también había fallecido, que ahora el

propietario era don Amérigo Vespucci, pero quien manejaba el negocio de la casa

Dorio era il signorie di Negro, y que no estaba.

Aunque molesto por la insolencia y la cantaleta de enfatizar los nombres como yo se

los había pronunciado, en evidente son de burla, que pasé por alto, agradecí la

atención y salí sin más.

Dentro de todo había localizado la inscripción, la casa Dorio, y había visto una carabela

similar a La Niña, sólo me faltaba localizar la ubicación de la casa Berardi y mi misión

habría terminado en Palos, ahora habría que esperar lo que Sebastiano hubiese

averiguado.

Ya no haría falta ir al Ayuntamiento, a menos que la información recabada por

Sebastiano lo requiriese; este irresponsable pensamiento surgió de pronto y

tontamente sin considerarlo adecuado o no, hice caso.

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Caminando hacia el final de la calle, encontré el establecimiento de Berardi en sí, poco

pretensioso, oscuro y discreto y al que encima de la puerta habían colocado un letrero

con la inscripción Berardi e Vespucci, que estaba suelto, amenazando caer.

Pensé cuántos secretos se encontrarían detrás de esa puerta, cuantos sueños habrían

financiado, cuantas ansiedades habían aplacado.

Estando de esta guisa, empecé a caminar sin propósito siguiendo el contorno de los

muelles, encantado con el ambiente que se respiraba en ellos, viendo sin mirar,

dejando que en mi memoria se acomodase la información, con cierta aprehensión,

debo confesarlo, pues si el cojo Vicente hubiese dejado su refugio podría estar en

cualquier parte del mundo, quizá hasta en Nueva España; de alguna forma me lo

imaginaba reuniéndose con don Nuño de Guevara y su casquivana esposa doña Isabel

en la isla La Española, o quizá en Cuba.

Y de repente recordé que faltaba información sobre el paradero de los de Guevara,

que se decía habían dejado Sevilla, más nadie sabía su destino, y yo que había echo

caso a infantil satisfacción por haber terminado exitosamente una parte de mi

encargo.

Recapacité, y reencaminando mis pasos, pregunté por el Ayuntamiento y habiendo

obtenido la dirección me dirigí hacia ahí.

Por estar en la boba, por hacer el encargo personal de Giuseppe había descuidado lo

importante, la liberación de don Martín, y el esclarecimiento de la muerte de doña

Josefa, me había dejado llevar por un entusiasmo y auto felicitación fuera de lugar, que

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creí haber superado; realmente, debía poner freno a las especulaciones y expectativas,

si seguía dejando que dominaran mis acciones, no podría acabar bien.

En el Ayuntamiento conocían bien a don Nuño: era un personaje importante,

enriquecido con el comercio de esclavos, principalmente africanos que

constantemente traía y enviaba a diversos lugares, pero nadie le había visto en días

recientes, ni sabía su paradero, sin embargo me indicaron un lugar en el solía

aposentarse cuando estaba de visita en el puerto, con su adorable esposa moruna.

Y hacia esa hostería iba cuando encontré a Sebastiano que apresuradamente caminaba

en la dirección en que yo me encontraba. Le dio gusto encontrase conmigo y

a mi también, había algo en ese mancebo que lo hacía agradable y cuyo entusiasmo

contagiaba.

Al amparo de agradable sombra proporcionada por el ramaje de frondoso árboles, nos

sentamos en unas bancas de piedra e intercambiamos impresiones.

Dijo que Vicente el cojo, aún estaba en el Puerto, en una casita en donde vivía con una

moza adolescente, no lejos de donde nos encontrábamos, que había localizado un

comercio en donde se dejaban joyas y otras prendas a cambio de dinero y a la que

acudía Vicente, y en la que decía había dejado unas joyas poco tiempo atrás y no las

había recogido, que trató de comerciar una jaca pero solicitaba mucho más de los que

la jaca valía y no la había podido vender y después alguien la reclamó y la tuvo que

devolver.

Sebastiano había ido al comercio de intercambio de dineros y en él entregaban unos

documentos como pequeños carteles para poder redimir la mercancía dejada, y en

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ellos se anotaba el nombre de quien hubiese entregado los objetos, y me mostró con

gran orgullo y satisfacción uno de ellos, diciendo que había dejado un pendiente que

había sido de su madre y le entregaron unos maravedíes por ello, anotando su

nombre.

Efectivamente, mal escrito y todo, pero claramente especificaba su nombre, Sebastián,

natural de Valladolid, y en seguida detallaba un pendiente de plata y unas cantidades

las que según explicó una era el valor asignado a la prenda, otra el dinero que le dieron

y la última lo que tenía que pagar para rescatarla, y además, se consignaba la fecha en

que se había concertado la operación.

Ese cartelito representaba una mina de oro; si pudiéramos encontrar alguna joya que

Vicente hubiera intercambiado; si pudiéramos convencer al propietario que nos

enseñara la otra parte del cartelito con la que él se quedaba y en la cuál se anotaban

los mismos datos que en el cartelito que entregaban al necesitado.

¿Podríamos obtener alguno de esos cartelitos que demostrara que Vicente tenía en su

poder y entregó las joyas de doña Isabel?

Valía la pena probar, valía la pena buscar ese cartelito pequeño que sería evidencia

contra Vicente y quizá, por ventura se podía detener al susodicho Vicente por robo.

Fuimos al comercio mencionado y como lo presentíamos fue una mina de oro, oro

puro.

Sebastiáno dijo que su patrón, aquí presente, buscaba alguna joya buena, que

estuviera disponible para su rescate, y con un guiño de ojo, mencionó que sabía que

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Vicente el cojo había entregado unos pendientes de plata muy bonitos y que como

estaba en la Nueva España, no podría cumplir con el rescate.

Esa fue la gota que derramó el vaso de codicia del comerciante, dijo que Vicente era

buen cliente, porque frecuentemente traía mercancía y que nunca o casi nunca la

rescataba lo que le permitía a él, comerciar con las piezas sin rescatar, obteniendo

buenas ganancias. Que no tenía compulsa alguna en comerciar con los pendientes

que había dejado Vicente.

Produjo una desvencijada caja de un arcón que tenía en el suelo, cerca de sí, y la abrió,

revelando una multitud de cartelitos que demostraban lo exitoso de su comercio; con

cierta rapidez extrajo un grupo diciendo que esos eran de un lote de joyas que Vicente

había dejado.

Eligió una y tomándola en su mano, expresó que buscaría el objeto.

Prontamente trajo una bolsita de tela de la que sacó un par de pendientes con una

perla engarzada al final de una cadena renegrida, presumiblemente de plata al que una

vigorosa pulida restauraría el aspecto original del preciado metal.

Los colocó sobre un trozo de tela oscura que algún día debe haber sido terciopelo,

pero que el uso frecuente había desgastado; y aún sin el brillo característico de la plata

resultaba piezas bien trabajadas, bonitas y valiosas piezas de orfebrería.

Pregunté si no tendría alguna otra cosa que él recomendara pues se trataba de darle

gusto a una dama, muy conocedora de joyas, y que yo tenía la impresión de haberle

visto con unos pendientes similares a los que nos estaba mostrando.

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Desconfiadamente, retiró los pendientes de la tela, otrora terciopelo y volviendo a

revisar los cartelitos, obtuvo otro con el que fue a traer el objeto comerciado.

En un santiamén trajo otra bolsita de tela de la que extrajo un refinado anillo de oro

con incrustaciones; realmente no se si don Nuño o doña Isabel pero alguien tenía buen

gusto, el anillo estaba en verdad primoroso.

Imaginé como se vería en los delicados dedos de Catalina, pero tuve que esforzarme

por alejar esa imagen y concentrarme en el asunto que hasta ahí nos había llevado.

Pedí que pusiera juntos el anillo y los pendientes, para poder apreciarlos mejor, lo cual

hizo y con pretexto de proporcionar mejor iluminación fue hasta la ventanilla cercana a

la puerta, levantando la cortinilla levadiza que a media altura estaba, mientras

disimuladamente corría el cerrojo de la puerta.

Interiormente reí de esta precaución innecesaria con nosotros pero tal vez obligado

por malas experiencias anteriores.

Estuve viendo por largo tiempo los objetos, sin decir palabra, provocando ansiedad en

el comerciante y desconcierto en Sebastiáno, acostumbrado a decisiones rápidas.

El comerciante empezaba a impacientarse confundiendo mi indecisión con

arrepentimiento y empezó a comentar que perdería dinero si los comerciaba en el

valor establecido en los cartelitos, que estaba dispuesto a otorgar una pequeña rebaja,

que eran piezas de mucho valor, y otros argumentos, de manera tal y con tal fluidez,

que si no lo interrumpo hubiera tomado todo el día en exponerlos.

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Dije que estaba dispuesto a llevarme ambas piezas, el anillo y los pendientes, y

acordamos el importe, también le dije que tendría que llevarme los cartelitos, que no

quería sorpresas posteriores o algún problema para la dama en cuestión.

Después de objetar que era parte de su sistema y que podría meterse en situación

difícil sin ellos, comenté que sin cartelitos, no habría comercio.

Su codicia ganó y pronto los entregó junto con las joyas, las que guardé en mi jubón y

los cartelitos conservé en mi mano.

Ya no aguantaba el deseo de poder revisarlos; estaba seguro que ahí estaban las

evidencias condenatorias para Vicente.

Empero, esta revisión tendría que esperar, porque Sebastián solicitó nos enseñaran

todas las joyas que Vicente había comerciado; que quería verlas. Ante la posibilidad

de más negocio, después de revisar que el cerrojo siguiera corrido, se encogió de

hombros, buscó entre los cartelitos y fue a buscar el resto de la mercancía.

Trajo cuatro pequeñas bolsitas de tela y otro trozo de maltratado terciopelo, y como

quien despliega un gran tesoro, acomodó con lentitud los objetos provenientes de las

bolsitas.

Era una pequeña colección de artículos femeninos, pendientes, anillos, collares,

prendedores, nada que valiera la pena, las piezas buenas ya las habíamos adquirido;

sin embargo había una especial determinación en la mirada de Sebastiáno.

Después de revisar cuidadosamente los objetos desplegados, eligió un pequeño

colgante de plata igualmente ennegrecida, en forma de corazón, adherido a una

pequeña cadenita.

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Solicitó mi aprobación, a la que accedí, se hizo la transferencia del dinero por el objeto

y el cartoncito, y obsequiosamente, el comerciante descorrió el cerrojo y nos permitió

salir. A medio camino hacia la puerta, me arrepentí y regresé para rescatar el

pendiente que Sebastiano había comerciado anteriormente, pagué lo correspondiente,

recogí el pendiente y el cartelito, y se lo entregué a Sebastiano.

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Conteniendo la respiración caminamos hacia los muelles una vez más, deteniéndonos

otra vez en las mismas bancas de piedra y bajo la misma sombra del frondoso árbol en

donde habíamos estado anteriormente.

Ahí, revisamos los cartelitos y pudimos soltar la respiración; en nuestras manos

teníamos evidencia física, evidencia que colocaba a Vicente el cojo, como reo de robo.

Sebastián, teatralmente dijo que no solamente de robo sino también de haber dado

muerte a la esclava doña Josefa, pues el pendiente en forma de corazón que habíamos

rescatado, era portado siempre por doña Josefa; que así se lo había comentado una de

sus doncellas, que siempre lo traía consigo y que Vicente debió quitarlo al cadáver,

pues ella nunca se lo hubiera dado.

Como dije, el comerciante había resultado una mina de oro, más aún Sebastián, o

Sebastiano, era un diamante.

De repente, el recién descubierto diamante se sobresaltó y me dijo que ocultara el

rostro, que volteara hacia el árbol, que Vicente, el cojo venía caminado en nuestra

dirección.

No me dio tiempo de voltear completamente, el movimiento brusco llamaría la

atención de Vicente que estaba ya muy próximo a nosotros, por lo que solamente

pude medio resguardar mi rostro con la mano.

Vicente pasó cerca de nosotros, sin detenerse, con un casi imperceptible falseo del

paso, tan cercano a nosotros estaba que su cojera nos era mucho más evidente.

Al momento de pasar a nuestra altura, medio vi, medio adiviné su rostro, pero era un

rostro que había visto antes, la nariz aguileña se había impreso en mi cerebro; era el

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individuo que había visto bajo el frondoso árbol enfrente de la casita chiquita y muy

blanca en Valladolid, el mismo que cuando se dio cuenta de que lo observábamos, de

que nos habíamos percatado de su presencia y vigilancia, huyó.

Su cojera y su nariz lo delataban, yo estaba absolutamente seguro. ¿Qué estaría

haciendo? ¿A quien estaría siguiendo y vigilando? ¿A Catalina? ¿A Giuseppe?

A mi no, eso era seguro, a mí no me estaba siguiendo ni vigilando; es muy probable

que hasta ese día, hasta ese instante en Valladolid, fuera la primera vez que me veía,

pero no podía pretender el lujo que hoy me reconociera; mucho menos en las

circunstancias actuales.

Además de lo que ya se ha comentado, Sebastián siguió informando que Vicente tenía

terrible fama, de la que él estaba muy orgulloso, pero los demás no compartían ni su

orgullo ni su entusiasmo, pues se decía, que estando suelto, aún con su cojera y todo

lo demás, no había doncella segura, y lo que no obtenía voluntariamente, lo procuraba

por otros medios, pero lo conseguía y que también era muy amigo de que cosas ajenas

pasaran a su posesión o propiedad.

Respecto a don Nuño y su bella esposa, circulaban todo tipo de rumores, ninguno

benéfico o favorable; don Nuño un personaje discutido, enérgico, voluntariosos, dado

a ataques de furia, sanguíneo, impulsivo, vengativo, cruel, tal vez apreciado por su

dinero y el comercio que proporcionaba, pero no estimado.

Doña Isabel, la mujer morisca, igualmente caprichosa, acostumbrada a hacer y a

imponer su voluntad, enérgica, prepotente, casquivana y muy dada a provocar

conflictos, a involucrar a su esposo en situaciones comprometidas, tenía un manto de

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víctima de si misma, enmascarada por convencionalismos sociales, nadie le decía lo

que de ella se pensaba realmente; era materia de frecuentes chismes y rumores.

Nada de esto era nuevo para nosotros, antes al contrario, encajaba en nuestra teoría,

casi como anillo al dedo, solamente seguíamos sorprendidos de que el procurador no

se hubiese percatado de ello, o peor aún que sabiéndolo no le hubiera dado ninguna

importancia; como sea, lo único positivo que veía en cuanto a este procurador es que

resultaría fácilmente manejable a través de sus obvias debilidades.

Suponiendo que más no podríamos averiguar, regresamos a Sevilla.

Teníamos gran curiosidad por saber lo que hubiera pasado con el enjuto “pelo

prestado” escribano real. Reí de buena gana con el calificativo utilizado por

Sebastiano que además, mostraba tener buen sentido del humor.

Comentamos que las adquisiciones del anillo, pendientes y colgantes junto con los

cartelitos constituirían evidencia cuando menos de robo en el caso referente a los de

Guevara y evidencia importante en el caso de la muerte de doña Josefa; que sería

significativo que los criados y sirvientes de don Martín pudieran identificar el colgante

rescatado como perteneciente a doña Josefa, y también saber si alguien podría dar

alguna indicación de porque se dejó de investigar el robo de las joyas de doña Isabel.

Con estas reflexiones llegamos a Sevilla en donde fuimos objeto de una recepción muy

calurosa por Catalina y Giuseppe, ansiosos por saber de nuestro viaje y por lo sucedido

en nuestra ausencia, apenas nos dejaron tiempo de dejar nuestras cosas y asearnos un

poco cuando ya estábamos reunidos.

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Había en el ambiente tal euforia, nunca vista en el feudo de Giuseppe, de manera que

decidimos dejar que la suerte designara quien relataba primero los acontecimientos.

Una gruesa moneda lanzada al aire teatralmente, ¿como si no? por Giuseppe,

determinó que Sebastián y yo esperaríamos hasta que ellos nos hubieran relatado las

noticias que tenían para después informarles lo acontecido en nuestra visita al Puerto

de Palos.

Se apreciaba en Catalina un cambio notable, su porte había recobrado el garbo, su

gesto, la determinación, no pude menos que suponer que el escribano había aceptado

nuestra teoría, que estaba de nuestro lado, y eso había modificado la actitud de

Catalina y supongo, removido una preocupación de los hombros de Giuseppe,

hombros que, metafóricamente, se habían encogido.

Catalina informó que el escribano real había escuchado con mucha atención nuestra

reconstrucción de los hechos y la teoría que proponía a Vicente y a don Nuño como

responsables tanto de la muerte y desaparición de la esclava doña Josefa, como la

subsecuente acusación a don Martín.

Pero que una cosa era exponer una teoría, y otra, muy distinta demostrarla, insistió en

que tenía que ser demostrada ante los ojos de la ley, no ante cualquiera; que le

parecía bien y que en su opinión, señalaba tal vez la inocencia de don Martín, pero de

ninguna manera indicaba la culpabilidad de nadie, ni siquiera la de Vicente, y mucho

menos, culpabilidad de don Nuño.

Que tendríamos que trabajar más en obtener soporte para esta teoría; si no lo

conseguíamos nada se podría modificar.

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Mientras tanto, trataría de que la situación de don Martín no empeorara y estaría

dispuesto a ayudarnos, siempre y cuando le proporcionáramos evidencias

concluyentes e irrefutables, ofreciendo además, que él se encargaría de guiar al

procurador en nuestro interés.

Como muestra de su buena voluntad dijo que de buena gana revisaría con nosotros la

nueva evidencia para aconsejarnos la mejor forma de presentara, pues él conocía

como funcionaban las cosas y que estaba seguro que a los jueces en nada les iba a

agradar iniciar un nuevo juicio por una causa ya juzgada y sentenciada; de una manera

u otra, eso sucedería si iniciábamos acciones legales contra Vicente y don Nuño, y que

se podría interpretar como ineficiencia o descuido de su parte, por lo que, en principio

se opondrían.

Una vez salvado ese escollo, estaba seguro que el juicio sería rápido porque lo menos

que querrían era volver a llamar la atención.

Giuseppe añadió que él ya había empezado a mover algunos hilos que nos asegurarían

la rápida liberación de don Martín y la revocación de los cargos.

Les informamos lo que habíamos averiguado sobre Vicente y los esposos de Guevara,

mostrándoles las piezas rescatadas y los cartelitos con la descripción que hemos

mencionada, lo que fue motivo de gran alegría por parte de ambos, como lo había sido

de Sebastián y mía en su momento.

Giuseppe solicitó a Sebastiano que fuera de inmediato por el escribano que teníamos

en espera y a nuestra disposición para que tomara testimonio juramentado de estas

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piezas de joyería y documentos probatorios a fin de que diera fe de su obtención y

disposición nuestra y fueran guardados en espera de producirlos en el juicio a Vicente.

Supliqué a Giuseppe esperara a que Sebastiano obtuviera los testimonios de criados y

sirvientes de las casas de don Martín y los de Guevara antes de que nuestro escribano

hiciera los testimonios, para tener el paquete completo, por lo que de común

concierto se dispuso se hiciera así. Catalina, más maravillosa que de costumbre,

estaba feliz; vivía nuevamente de la seguridad de que la liberación de su hermano

estaba muy próxima, y no cesaba de agradecer a Giuseppe a Sebastián y a mí la ayuda

proporcionada, repitiendo que ella sola nunca hubiera logrado lo que habíamos

logrado.

Sus ojos ¡esos ojos! me miraban de una forma que a mí me pareció nueva, diferente,

con un añadido extra a lo extraordinarios que eran.

Una vez que se hubo calmado la contagiosa euforia Giuseppe dijo que quería enviar

algunos mensajes, preguntando si quería acompañarle, que el aire fresco de la tarde

nos haría mucho bien. Gustoso le acompañé.

No bien estábamos lejos de oídos indiscretos me preguntó únicamente “¿la

encontraste?” irrefutablemente refiriéndose a la inscripción.

Asentí y estando a punto de iniciar mi relato, indicó que después lo hiciera, que

posteriormente me solicitaría un minucioso recuento, pero que primero quería que le

escuchase, sin interrupciones o preguntas, pues el tiempo se le acababa.

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Comenzó diciendo que hacía tiempo habían encontrado que padecía una enfermedad

para la que no había cura, y la que pronto, en cualquier momento, intempestivamente,

acabaría con su vida.

No había nada que hablar ni nada que hacer al respecto, salvo esperar a que llegara el

momento, que sólo deseaba que fuera más tarde que temprano.

Inmediatamente después pidió otra vez, que escuchase sin interrumpirle ni comentar

hasta que hubiera terminado y que tomara lo que me iba a decir como cosa hecha,

como definitiva, sin posibilidad alguna de cambio o modificación, que ese era su deseo

y última voluntad, rogándome que la aceptara tal y como el había dispuesto.

Hasta que no hube asegurado, (incluso por medio de juramento extraído muy en

contra de mi voluntad), de que seguiría las indicaciones que dispusiera, hasta entonces

procedió a decirme.

Es un hecho, dijo, que moriría pronto y no teniendo ni mujer ni hijos a quien heredar,

todo lo que tenía, todas sus propiedades y bienes serían para mí, a quien había

nombrado su único y universal heredero, salvo por unas provisiones que había hecho a

favor de Sebastiano, su otrora fiel sirviente, a quien había aprendido a querer casi

como al hijo varón que nunca tuvo, ni con mujer legítima ni ilegítima.

Exteriorizó seguidamente el nombre del escribano ante quien había hecho y registrado

estas y otras disposiciones, indicando en que lugar había guardado los documentos

para que yo los tomara y conservara hasta el momento de producirlos.

Dije que en este caso, yo no podría obedecer su deseo, que no era nadie, ni era digno

de ser su heredero.

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No me permitió continuar mis argumentos.

Replicó que era su última voluntad y que yo ya había jurado acatarla. No había más

que hablar.

Prosiguió como si no se le hubiera interrumpido, diciendo que ahí también encontraría

otras disposiciones para Sebastiano la primera, la solicitud de llevar el legajo de

documentos devueltos a don Hernando Colon, porque eran de su propiedad y que en

el arcón había algunas cartas manuscritas por el Gran Almirante, su padre, que eran

invaluables, si no quisiera o no pudiera Sebastiano hacerlo, me suplicaba me asegurara

de que don Hernando los recibiera. La segunda instrucción era un fondo

establecido a su nombre para su ingreso a la Escuela Naval en Vigo o La Coruña, si es

que quisiera ingresar a cualquiera de ellas y proseguir una carrera naval.

Si no lo quisiese así, me suplicaba administrase esos fondos en su beneficio, para lo

cual también había dejado disposiciones e instrucciones con el escribano.

Respecto al la estancia de Valladolid, la casita chiquita y muy blanca, informó

sucintamente que la había puesto a mi nombre, y podría ocuparla después de su

muerte, en el momento que quisiera.

Mencionó que un marino como él poco sabía de los vericuetos del corazón humano, y

menos aún del de las mujeres, pero me suplicaba, en encargaba de la manera más

vigorosa posible nunca fuera a lastimar a Catalina.

Que esa era su voluntad y me rogaba y exigía por mi honor que la cumpliese.

En seguida se refirió al asunto del Puerto de Palos, invitándome a relatar lo que había

encontrado en el muelle.

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Relaté minuciosamente lo ocurrido, las casas de piedra cercanas al muelle, la gente

reunida, el establecimiento de Dorio, y el de Berardi e Vespucci, la información sobre

los fallecimientos de Gianotto Berardi y Luigi Dorio, el aviso sobre el dintel de la puerta

con el diseño del triángulo y la inscripción en la loza de piedra de la entrada, en fin,

todo lo que había ocurrido y visto, tal como lo relaté anteriormente, indicando además

la curiosa disposición de las letra o símbolos en el triangulo grabado en piedra en la

pared exterior del muro.

Se detuvo buscando algo en el suelo, y me indicó que con una vara trazara sobre la

tierra suelta cómo estaba la disposición de ese triángulo y las letras.

Localice una vara y sobre la tierra tracé la figura que ya estaba embebida en mi

memoria:

Mientras la trazaba Giuseppe nerviosamente buscaba si alguien nos observaba; la

escasa gente que estaba en la calle, circulaba embebida en sus asuntos, sin notar o

fijarse en el anciano marinero mirando sobre el hombro, o a un hombre desgarbado

haciendo garabatos con una vara en el suelo.

Cuando terminé, se quedó por un momento fijando su mirada atentamente en el

dibujo, sin pronunciar palabra, totalmente concentrado.

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Cuando estuvo satisfecho, con su pié revolvió la tierra hasta que no quedó rastro

alguno del dibujo, tomó la vara de mi mano y el resto del camino la utilizaba para

puntualizar lo que iba diciendo, que en esencia fue lo siguiente:

El mismo Gran Almirante recibió la noche anterior a su partida del Puerto de Palos, de

manos de Gianotto Berardi un bulto que contenía el dinero que constituía su seguro

por si fracasaba la expedición o no regresara de ella, dinero para el futuro de sus hijos

o su vejez.

Por lo tardío de esa entrega, Colón ya no tuvo tiempo de guardarlo; seguramente, dijo

Giuseppe, hubiera querido enviarlo al Convento de la Rábida para su salvaguarda, pero

no tuvo tiempo de hacerlo, por lo que solicitó a su amigo Berardi que lo conservara

hasta su regreso o se lo entregara cuando lo solicitara él o alguna persona que se

identificaría con una clave específica con tres letras de su firma enmarcadas dentro de

un triángulo con el vértice orientado hacia el Oeste.

Contemplando de frente la Rosa de los Vientos, el vértice debía indicar hacia la

izquierda.

Las letras eran X M Y, que significan Xristoforus, María y Yoannes, o sea, Cristóbal, su

nombre; María, la Santísima Virgen; y San Juan Bautista, del cual Colon era muy

devoto.

El triángulo o triángulos implícitos en la firma significan la dirección hacia el cielo, y en

caso específico a que nos estamos refiriendo, el vértice superior de la firma, señalaría

la dirección en la que Dios le enviaba, esto es hacia el Oeste.

Colón se consideraba a si mismo como enviado por Dios, como en una misión divina.

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Según la interpretación de Giuseppe, en la firma de Colon, los signos: X po FERENS ./

representan Xpo Xristo y Ferens enviado, es decir enviado por Cristo.

La colocación y añadido de las líneas del triángulo eran una clave, un código para

identificar la legitimidad de la procedencia y conocimiento del asunto por parte de la

persona que se presentara a recoger el bulto.

Antes de que Colón regresara del descubrimiento, Berardi enfermó y confió a su amigo

Luigi Dorio la instrucción de que cualquier persona que se presentara a reclamar el

bulto, con la identificación convenida, debía recibirlo sin dificultad ni pregunta alguna;

al mismo tiempo ordenó se grabara el triángulo en las piedras de la entrada para

facilitar la identificación del lugar como lo había acordado con el Almirante.

Berardi mismo, ya muy enfermo, confió el secreto y la clave a su buen amigo y pariente

Giuseppi Fontanarosa porque sabía que Dorio estaba enfermo y no quisiera que el

dinero de Colón se perdiera o cayera en las manos del ambicioso Vespucci, solicitando

a Giuseppi dispusiera de él como mejor le pareciera ya que había recibido mensaje del

Gran Almirante desde San Salvador informándole del éxito de su exploración, del

descubrimiento de la isla Guhananí, afirmando su llegada a Catay y anunciando

grandes riquezas por venir.

Específicamente Colon había establecido que sus hijos estaban ya cubiertos en sus

necesidades y su futuro por otras disposiciones y no necesitarían ese fondo, por lo que

otorgaba a Berardi plena libertad de disponer de él como quisiera y con esa

autorización, sin saber porqué lo hizo, Berardi había dispuesto que ese bulto le fuera

entregado a Giuseppe Fontanarosa a quien confió el código para reclamarlo.

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Cuando Colón regresó, en la euforia de su éxito, y supo que a su amigo Berardi había

fallecido y de acuerdo a la misiva enviada desde San Salvador, consideró perdidos esos

dineros que ya no necesitaba y a los que expresamente había renunciado.

Giuseppe, debemos recordar, no sabía del dinero depositado con Berardi, cuando fue a

visitarlo y lo encontró enfermo; en esa ocasión se enteró del bulto dejado por Colón,

que Berardi le estaba entregando y de la voluntad de Berardi de legarlo a Giuseppe.

Lo primero que hizo fue hablar con su sobrino, don Hernando Colón informándole de

la existencia de ese bulto con el fondo establecido por su padre y de las circunstancias

en que había sido constituido y conservado y como era el deseo de Berardi de

entregarlo a Giuseppi.

Giuseppi consideraba que ese fondo correspondía a don Hernando y a su hermano

Diego, más don Hernando dijo terminantemente que no era así, que él debía ante todo

respetar y cumplir la voluntad de su padre y que si su padre había prevenido que

Berardi dispusiera de ese fondo como a él le pareciera él no haría nada mas que

respetar absoluta y totalmente la voluntad del Gran Almirante y que y estaba seguro

que su hermano Diego haría exactamente lo mismo. ¿No habían desafiado a todo

mundo, incluyendo al emperador, al mover los restos de su padre a Sevilla?

Todo por respetar los deseos explícitos del Gran Almirante.

Por lo mismo Berardi podía hacer lo que quisiera y Giuseppe también debía respetar y

obedecer las disposiciones de su padre, es decir, aceptarlo, era libre de hacer con el lo

que a su voluntad satisficiera.

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De esta forma y con esos antecedentes Giuseppe se consideraba autorizado para

disponer de ese bulto y su contenido como a él mejor le pareciera, pero primero tenía

que recóbralo y tenerlo en su poder.

Y así como don Hernando y don Diego respetaban la voluntad del Almirante, asimismo

yo debería respetar la voluntad de Giuseppe.

Ese asunto tendría que esperar a que termináramos con lo que a nosotros

correspondía hacer en beneficio de don Martín.

Sebastiano había partido a sus pesquisas en las estancias de los de Enríquez y los de

Guevara, esperábamos con cierta inquietud el resultado y sentí aprehensión en

Giuseppe porque había llevado consigo los objetos rescatados, las joyas que Vicente

había sustraído o le habían entregado en pago a su silencio.

Me puse a reflexionar sobre las confidencias que me había revelado Giuseppe, aún

estaba tremendamente impactado con el conocimiento de su enfermedad y la

proximidad de su muerte.

Sin saber porqué, me preocupaba profundamente por el efecto que esto tendría en

Catalina.

No sentía que Giuseppe, teatral y expansivo como era, le enterara de su enfermedad,

pero su muerte tendría repercusiones en el espíritu sensible de Catalina.

Yo ya no sabía que pensar, el prospecto de ser su heredero, no había despertado en mi

mayor expectativa; en cierto modo, la posibilidad de poseer la casita chiquita y muy

blanca era como un sueño del que no quisiera despertar; pero más por poseer algo

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que heredar a mis hijos, que por codicia o ambición; todo parecía un sueño, con

algunas partes ribeteadas de pesadilla, nada parecía real.

Y respecto a los otros bienes que Giuseppe dispuso en mi beneficio, no despertaban

curiosidad alguna, solo agradecimiento.

Sebastián regresó jubiloso, agitando en su mano los pendientes y el colgante y sacando

del jubón el anillo.

Nos reunimos expectantes a que explicara los resultados de sus investigaciones,

mientras Giuseppe guardaba cuidadosamente las joyas, esperando con verdadera

agitación la relación de Sebastiano.

Sebastiano informó que todas las doncellas y algunos de los criados identificaron el

colgante como el que habían visto en innumerables ocasiones del cuello de doña

Josefa, no había duda alguna y todos estaban dispuestos a testificar ante quien fuera

que era el mismo.

Sebastiano dijo que había pasado momentos muy difíciles porque le forzaban a que

dijera donde y cómo lo había obtenido, llegando algunos hasta amenazarlo si no lo

rebelaba sospechando que se lo hubiera robado a doña Josefa. Les dijo que se los

había encargado el procurador en cuyo poder estaban, que eran parte de nuevas

evidencias que se presentarían en otro juicio que aclararía la desaparición de doña

Josefa.

Algunas doncellas, con lágrimas en los ojos, querían saber en donde estaba doña

Josefa, se resistían a creer que estuviese muerta, querían saber a donde había ido, en

donde estaba, cuándo iba a regresar.

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También reconocieron los pendientes, aunque no con la seguridad definitiva de que

pertenecieran a la Isabel, y tampoco se atreverían a testimoniar que eran de la Isabel,

como le decían; no lo sabían con certeza, pero algunas doncellas creen haberla visto

con ellos. Respecto al anillo, a ninguna persona le pareció conocido ni recordaban

haber visto a la Isabel con él.

Empero, eso es lo que sucedió en la estancia Enríquez, en la Guevara las cosas habían

sido totalmente al revés.

La mayoría de las doncellas habían identificado y reconocido el anillo y los pendientes

como propiedad de doña Isabel, de la Isabel.

El anillo le había sido dado en una gran cena que don Nuño organizó y fue muy

festejada su entrega, hubo mucha gente que lo vio.

De los pendientes no sabían si ella los había traído o se los obsequió su esposo, pero

los usaba con frecuencia y hasta algunos caballerangos los conocían porque en

frecuentes ocasiones se le cayeron al subir o bajar de los caballos en los que gustaba

diariamente pasear. Respecto al colgante, bien a bien nadie podría asegurar

haberlo visto en el cuello de doña Josefa; doña Josefa no iba con frecuencia a ese lugar

y aunque era apreciada, sólo era una esclava más, sirviente en casa de don Martín.

Bueno, muy bueno, de hecho, excelente; al fin teníamos la confirmación de la

procedencia y propiedad de las joyas que Vicente había tratado de vender; para

nosotros eso era suficiente, pues además, tendríamos los testimonios de las doncellas

y criados de ambas casas con lo que tendríamos argumentos suficientes para detener y

procesar a Vicente y por consiguiente liberar a don Martín.

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Empero, tendríamos que estar seguros como manejar y presentar esta nueva

información de manera que procediera en forma aceptable a los jueces y burócratas

de nuestro sistema de justicia.

Sin dilación alguna tendríamos que consultar con el escribano real.

Giuseppe dijo que de inmediato, prestíssimo, enviaría por él y abrazó efusivamente al

buono di Sebastiano.

Catalina solicitó acompañar a Giuseppe para enviar aviso a su tía, la Abadesa, y en

inmejorable estado de ánimo ambos salieron hacia la posta, dejándose acariciar por la

agradable brisa que cancelaba la tarde y daba entrada al anochecer.

Los acompañé hasta la puerta, y los veía alejándose con vivo paso, como un padre con

su hija adorada, o un abuelo con su nieta idolatrada, pero ambos, como parte de mí.

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Giuseppe y Catalina regresaron como quien ha logrado echar el gato al agua

informando que el escribano real estaría con nosotros temprano la siguiente mañana.

Catalina se retiró y los tres quedamos en la salita, esperando los acontecimientos.

Giuseppe, sorpresivamente preguntó a ambos si por ventura mientras estuvimos en el

Puerto de Palos habíamos advertido o visto la casa de Donato Capateli, otro financiero

que ayudó a Colon a reunir los fondos para la primera expedición.

Yo no recordaba haberlo visto, Sebastiano tampoco; con un encogimiento de hombros,

ahí quedó el asunto y procedimos a especular sobre la presencia de Vicente el cojo en

Valladolid. ¿Qué razón tendría para ir hasta Valladolid y no hacer nada más que

observarnos? ¿A quién observaba en realidad? ¿Qué quería? ¿Por qué se dio a la

fuga cuando lo descubrí observándonos? Realmente, solo era una duda más en este

embrollo, pues no había pasado nada con él. Y al fin de cuentas a lo mejor solo fue

una coincidencia, en la que yo no creía.

Para mi las coincidencias deben investigarse.

Hoy, a la luz de lo que sabíamos y de lo que suponíamos su presencia en Valladolid era

digna de considerar.

Mis otros tres compañeros voltearon hacia mí, Giuseppe dijo que yo era el más

adecuado para elucubrar, que tenía cierta facilidad para ver las cosas de otra manera,

en forma diferente a como las veían las demás personas, y que mis teorías eran las que

mejor se adaptaban a lo que sabíamos y a lo que no sabíamos.

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No sabiendo si agradecer o molestarme por las implicaciones de estas palabras, dije

que creía que Vicente fue a Valladolid, siguiendo los pasos de Catalina y que ahí, en

Valladolid se enteró que il signore Fontanarosa estaba asistiendo a la dama en su

búsqueda de evidencias a favor de su hermano don Martín. Después de todo, no

había sido ni era una búsqueda secreta, es una búsqueda abierta, y era probable que

como culpable que era, quisiera averiguar que tanto sabíamos, y al enterarse de que

íbamos a Segovia, decidió que eso no representaba ningún peligro para él, pues nada

de lo ocurrido ocurrió en Segovia y por lo mismo, ahí no averiguaríamos nada que lo

pudiera perjudicar.

También dije que creía que aquí, en Sevilla, Catalina corría peligro, y Giuseppe

también, pues mientras Vicente estuviera suelto, fácilmente podría averiguar que

andábamos por aquí y seguíamos investigando y también podría averiguar que

Sebastiano y yo habíamos estado en el Puerto de Palos y hasta habíamos rescatado las

joyas que trató de vender.

Por lo mismo, Catalina y Giuseppe no deberían acudir solos, sin la compañía y

protección de Sebastiano o mía a ninguna parte.

No podíamos, no debíamos subestimar a Vicente; si ya había matado a una mujer, no

se detendría a pensarlo para matar a otra y a un hombre de edad, que ante él, estaría

indefenso.

Siguió un prolongado lapso de pesado silencio, mientras mis compañeros digerían mis

palabras. Dramáticamente, Giuseppe exclamó ¡Voto a Júpiter y a Neptuno, a fe

mía que tenéis razón! ¡voy por un cuchillo y lo portaré siempre conmigo y cuando

aparezca este bellaco, le embestiré a cuchilladas hasta que quede bien muerto!

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Dije que no, que de nada serviría a don Martín dar muerte a Vicente, que le

necesitábamos vivo para que testimoniara y se estableciera su culpa, pero que lo del

cuchillo me parecía una buena idea, incluso que se le diera otro a Sebastiano.

Y poniéndome de pié, levante los faldones de mi jubón para que todos vieran el

pequeño pero afilado cuchillo que portaba en la cintura. La sorpresa de mis

compañeros fue profunda, la faz de Catalina torno se de blanquecino color, la de

Giuseppe de subido carmesí y hubiera dado cualquier cosa por apreciar la

transformación en la cara de Sebastiano.

Giuseppe enfáticamente afirmó que inmediatamente iría con Sebastiano a proveerse

de cuchillos, y sin más ambos salieron en búsqueda de su armamento.

Catalina con dulce voz inquirió si era necesario llegar a tales extremos, que no quería

que nadie fuese herido, que tenía repulsión a las armas, y otros muchos argumentos,

no tanto para disuadirme de la idea, sino como expresión de preocupación por

nosotros.

Dije que perdiera cuidado, que sólo era una precaución, que en todo caso,

necesitábamos a Vicente vivo; muerto no serviría de nada a la causa de don Martín,

que Giuseppe era un viejo lobo de mar, muy capaz de defenderse y lo mismo

Sebastiano.

Aparentando creerme, indicó que tenía cosas que hacer, dejándome solo con mis

pensamientos y la ansiedad que provocaron en mí sus ojos.

Leía en ellos profunda preocupación y me deleitaba morbosamente pensando que

Catalina se preocupaba por mí, y lo enmascaraba con su desasosiego.

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Decidí que era inútil e improductivo seguir especulando y me puse a revisar la

reconstrucción que habíamos acordado de los hechos que produjeron la muerte de

doña Josefa y el papel que le habíamos asignado a cada uno de los protagonistas.

Aunque no estaba con total certeza, por más que le daba vueltas y buscaba huecos, no

encontré más de los que ya habíamos apuntado y mientras más lo veía y revisaba más

me convencía que Vicente era el culpable, instigado por don Nuño.

Mis reflexiones se vieron interrumpidas por el arribo de mis compañeros, fascinados y

en estado exaltado por la adquisición de sus relucientes armas.

Nunca he entendido la extraña fascinación que las armas tienen con algunas personas

mayores, hasta la fecha para mi son solamente objetos utilitarios con una cualidad

letal, pero nada más.

Para otros representan poder y gloria; nunca lo he entendido, y a ser franco, no me

interesa entenderlo, con que sirvan para su propósito pacífico me contento.

Giuseppe comentó que habían se encontrado con un comerciante toledano afincado

en la ciudad que hacia magnífico comercio proveyendo de armas a los soldados y

marineros que partían para las islas españolas en el Nuevo Mundo.

Y que me habían elegido un magnífico cuchillo, mucho mejor que la antigüedad que

portaba bajo el jubón Sebastiano con esas florituras y ademanes que había

copiado de il Capitano me lo entregó teatralmente envuelto en fino paño, cuál se

tratara a una valiosa joya.

De manera que puesto en tiempo de guerra il signori no era más, ahora era il Capitano

¡Dios bendiga a las almas simples!

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Dentro de lo que son esas cosas, el cuchillo que me obsequiaron podría considerarse

una joya en si mismo, era una magnífica pieza de orfebrería, supongo que toledana,

con un extremo afilado de tal manera que podría cortar un cabello.

No se ni mucho ni poco sobre estos objetos, pero cómo era lo que se esperaba de mí,

presto, prestísimo me desprendí de mi antigüedad y la sustituí por el flamante

cuchillito implorando a Dios no tuviese necesidad alguna de utilizarlo contra ningún ser

vivo.

Giuseppe y Sebastiano alababan los méritos de sus respectivas armas, cuando llegó el

escribano real y nos devolvió a la realidad y a la urgencia de nuestra misión.

Apresuradamente sacamos de la vista los cuchillos y acomodamos las sillas alrededor

de la mesa para exponer al escribano, de nombre Cayetano, nuestras teorías, la

reconstrucción de lo sucedido y nuestros planes inmediatos.

La teoría y reconstrucción ya la habíamos expuesto anteriormente; con ella que

habíamos obtenido su promesa de apoyo y guía, los planes de acción eran nuevos para

él y esperábamos le convencieran y aprobara, pues eso es lo que haríamos.

Sin embargo insistió en la repetición de todo, y una explicación más detallada de lo

que pensábamos hacer.

Se le expuso con claridad enfatizando los encuentros con Vicente en Valladolid y en el

Puerto de Palos aunado a nuestra interpretación de esos eventos.

Con rapidez sorprendente, Cayetano hacía anotaciones, sin pronunciar palabra alguna,

ni interrumpir, salvo por algún detalle aquí y otro allá que rogó amablemente

repitiéramos, corrigiendo algunas de sus anotaciones.

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Pidió ver los cartelitos, meneando la cabeza, en un gesto que interpreté como

desaprobación; luego examinó las joyas, particularmente el colgante de doña Josefa,

comparando, supongo, el objeto con la descripción del cartelito correspondiente.

Al terminar su examen, dijo que lo comunicaría al procurador, y vería que se ejerciera

discreta pero cercana vigilancia a Vicente para evitar que huyera.

Catalina y Giuseppe se llevaron la mano a la boca, Sebastiano y yo permanecimos

impasibles.

Esas palabras significaban que aceptaba nuestra interpretación, que creía nuestra

historia y lo más importante, que iniciaría acciones para prevenir la huida de Vicente.

Juiciosamente indicó que tan pronto fuera posible vendría con el procurador y un

ayudante a tomar testimonio formal de la denuncia en contra de Vicente y que

dejáramos todo en sus manos, que ya no hiciéramos nada más, hasta que el nos lo

indicara y que no avisáramos nada de nuestros planes o de lo que estaba ocurriendo,

ni a la Abadesa Doña María Inés ni a nadie.

Podíamos hacer lo que quisiéramos, pero no deberíamos hablar de este asunto con

nadie, por más confianza que le tuviésemos.

Que tuviéramos paciencia, que estaba muy al tanto de la urgencia que tenía el asunto,

pero que no podía forzar la marcha de la maquinaria de la justicia; que haría todo lo

posible porque esta fuera expedita y que tuviéramos mucho cuidado, todos; que no

echáramos a perder lo que se había avanzado y logrado por simple o incontrolable

impaciencia.

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Insistió que a partir de este momento no deberíamos ponernos en contacto con él a

menos que él nos lo solicitara; que después del testimonio y denuncia, el asunto

quedaba fuera de nuestras manos y que por lo peligroso del mismo y sus

repercusiones, podríamos ser acusados de obstrucción si no obedecíamos sus

indicaciones o actuáramos de manera contraria.

Ahora sería oficial el procedimiento contra Vicente y era su obligación prevenirnos.

Extendió un recibo por las joyas y cartelitos que cuidadosamente guardó, revisó

algunas de sus anotaciones indicando que el recibo lo conservásemos en un lugar

seguro y se despidió sin añadir más.

Aparentemente, nosotros habíamos ya terminado: habíamos propiciado que se

revisara la causa y proceso contra don Martín, creíamos haber descubierto al culpable,

habíamos señalado uno o dos responsables, y tal vez al autor de la muerte de doña

Josefa.

Estábamos convencidos del resultado, todo quedaba ahora fuera de nuestro alcance y

acción.

Comenzaba la parte más desesperante y tediosa, la espera; los resultados de la marcha

de la maquinaria de la justicia, como Cayetano nos lo había dicho.

Catalina dijo que sentía el decir del escribano, que ya había esperado demasiado, pero

considerando que no había más que hacer, de momento, con una pausa y un largo

suspiro, añadió que ella tenía que iría a ver a la Abadesa Doña María Inés, que era una

necesidad, imperiosa e impostergable, pues además del asunto de su hermano, sobre

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el que no comentaría nada, tenía otras cuestiones personales muy importantes que

tratar con ella.

Quedamos enmudecidos con esta declaración firme y resuelta de Catalina.

Lo que menos imaginábamos era que ahora, precisamente ahora, que tan cerca

percibíamos el desenlace, Catalina nos abandonara.

Más esa era su voluntad ¿Quién podría negarle algo a Catalina? No Giuseppe, mucho

menos Sebastiano, y yo aún menos que nadie.

Giuseppe suplicó que al menos permitiera que Sebastiano la acompañara, que ir sola

era invitar al peligro, era igual a exponerse a algún daño innecesariamente, que

Vicente podría tener cómplices que aprovecharían su soledad para perjudicarla.

Catalina permaneció firme, inconmovible en su dicho e intención de ir con la Abadesa,

y rechazó el ofrecimiento, dijo que iría sola, que necesitaba tiempo para estar consigo

misma, máxime ahora que todo había terminado y que ya no le quedaba más por

hacer, y que la Abadesa era la única persona que podría aconsejarle sobre otros

asuntos que para ella eran muy importantes.

Prometió que regresaría de inmediato pues quería presenciar la caída y condena de

Vicente y ser la primera en ver a su hermano liberado.

¿Qué se puede hacer ante tal determinación? Catalina se retiró; nosotros

quedamos atónitos.

De todos los eventos, éste era el más inesperado, el menos comprensible y ahora, en

ese momento parecía el más peligroso.

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Comentamos y discutimos la mejor y más segura forma para Catalina de realizar el

viaje, pensamos alternativas, y acordamos proponerle que Sebastiano la acompañara

hasta la siguiente posta, en donde la dejaría proseguir sola, o la acompañaría, si así lo

deseara, hasta su destino final.

Incluso, si ella lo quisiera, la esperaría en una hostería el tiempo necesario, para

acompañarla a su regreso.

Satisfechos con esta propuesta, Giuseppe me indicó, fuera de los oídos de Sebastiano

que mientras esperábamos los acontecimientos, y con Catalina y Sebastiano de viaje,

podríamos ir al Puerto de Palos a ocuparnos del “bulto”.

Estando en esas consideraciones nos sorprendieron con fuertes golpes a la puerta.

Aprehensivamente acudimos al llamado y nos encontramos un mensajero del

Ayuntamiento quien venía a notificarnos de un citatorio para el día de mañana,

citatorio proveniente del escribano real.

Le hicimos pasar, Giuseppe llamó a Catalina, y nos reunimos frente al mensajero quien

informó con brusquedad que el señor procurador y el señor escribano real

demandaban nuestra presencia a tales horas en este mismo lugar para proceder a

levantar la denuncia en contra de quien resultare responsable de los hechos

consignados en ella.

Giuseppe hablando por todos dijo que así lo haríamos, que todos estaríamos presentes

para efectuar la mencionada denuncia.

Con una actitud hostil, el mensajero dijo que eso no servía, que debía anotar el

consentimiento de cada una de los citados.

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Aunque molestos por la actitud del susodicho mensajero, cada uno de nosotros,

comenzando por Catalina declaró su disponibilidad para efectuar la emplazada

denuncia.

Y así lo hicimos los demás, mientras el mensajero hacía sus anotaciones; muy rígido y

tieso, pretendiendo otorgar formalidad a un absurdo e innecesario requisito. ¿Cuándo

se ha visto que se demande consentimiento previo para efectuar una denuncia?

De pronto comprendí; esa era la forma que Cayetano utilizaba para hacernos saber

que estaba actuando con inusitada rapidez, que ya había conseguido ponerse en

contacto con el procurador y que estaba al tanto de la urgencia del asunto.

Cayetano había utilizado las argucias burocráticas a nuestro favor, pensé que debe

haber tenido un sentido del humor, que no le había concedido en ocasión anterior;

humor muy macabro y muy oculto, ¡lo que menos podría esperar yo de un personaje

como él!

Cuando se hubo ido el tieso mensajero, aprovechamos el momento para poner a la

consideración de Catalina nuestra preocupación por su seguridad durante el viaje.

Agradeció profundamente nuestra inquietud diciendo que aceptaba la compañía de

Sebastiano hasta la siguiente posta solamente, que después, seguiría su jornada sola, y

que partirían discretamente tan pronto se terminaran las formalidades de la denuncia.

Para nuestra sorpresa y admiración, la mañana siguiente llegó pronto y ya estábamos

frente al escribano real, al procurador y cinco ayudantes más; con demasiada

formalidad, en mi opinión, realizando nuestros testimonios.

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El escribano solicitó a los ayudantes que expusieran las joyas y cartelitos sobre la mesa

informando a todos sobre su procedencia y significación; indicó que mostráramos el

recibo otorgado, mismo que fue firmado por el procurador con una superficial revisión

y devuelto a Giuseppe.

En seguida nos condujeron a las habitaciones contiguas en donde permanecimos

separados. Nos fueron llamando en forma separada, autónoma, uno por uno,

comenzando por Catalina, después Sebastián, luego Giuseppe y por último acudí yo.

Terminado nuestro testimonio, permanecimos independientemente, en habitaciones

separadas, al cuidado de cada uno de los ayudantes, sin contacto alguno entre

nosotros, lo cuál me produjo irónica sonrisa, cómo si no hubiéramos podido ponernos

de acuerdo previamente.

Hubo algunos comentarios y cuchicheos entre el procurador y el escribano real, antes

de fuésemos llamados otra vez ante su presencia.

En esta ocasión, se nos indicó que por ser quienes éramos no se daría lectura a los

testimonios, solicitando si quisiéramos agregar algo a lo ya dicho.

Cuando quedó asentado que no, que no deseábamos añadir nada a lo declarado, se

proclamó que de inmediato se iniciarían las acciones para la detención y proceso de

Vicente y que sería necesaria nuestra presencia en posterior ocasión, durante el juicio,

para ratificar los testimonios, etcétera, etcétera.

¡Dios nos aleje y proteja de la burocracia! Si esta es así, aquí en donde podemos

entendernos, ¿Cómo será en la Nueva España en donde se necesita intérprete?

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El procurador únicamente besó cortesanamente la mano de Catalina, hizo una

obsequiosa e innecesaria caravana a los demás y fue el primero en retirarse con sus

cinco ayudantes que siguiendo sus enérgicos y apresurados pasos abandonaron la

habitación como en procesión religiosa.

El escribano real se detuvo guardando los documentos, y objetos recibidos, y nos dijo

que todo estaba bien y caminando, no más. Una vez que partieron, nos

dedicamos a guardar y acomodar las cosas de Catalina conviniendo en una revisión por

los alrededores antes de que Catalina y Sebastián saliesen.

Giuseppe yo recorrimos la vecindad sin notar nada sospechoso o fuera de lugar

regresando a despedirnos de Catalina y Sebastián.

Tal vez estábamos siendo demasiado precavidos viendo sombras en donde no había

ninguna, pero con el consuelo interno de que estábamos protegiendo a Catalina y la

convicción de que no estaba por demás extremar precauciones en tanto Vicente no

estuviese detenido; y aún así, podría tener cómplices desconocidos para nosotros.

Una vez que partieron Catalina y Sebastián, nos reunimos Giuseppe y yo a planear

nuestra próxima visita al Puerto de Palos.

Pidió trajera los dibujos de las firmas del Gran Almirante y él produjo una carta que me

mostró, en la que se especificaba que por ser la voluntad expresa del Gran Almirante

Don Cristóbal Colon la persona que mostrare un diseño igual al consignado al final de

esta misiva, y reclamase un bulto identificado con los mismos signos que aparecen en

el susodicho diseño, se le entregase sin dilación o problema alguno el susodicho bulto.

El diseño era el ya por mí conocido triángulo:

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En la firma se leía claramente Giannoto Berardi.

Devolví el documento a Giuseppe acordando salir de inmediato hacia el Puerto de

Palos enfatizando la importancia de no ser descubiertos por Vicente. Arreglamos

nuestras pertenencias, en las que incongruentemente se incluían los cuchillos,

conscientes de que a lo mejor estábamos siendo imprudentes al ir a un lugar en el que

estaría un peligroso maleante.

Empero, este tipo de prudencia no nos iba a detener y además nos justificábamos

pensando que íbamos a otros asuntos que nada tenían que ver con Vicente; ninguno

de los dos creíamos en coincidencias ni éramos fatalistas.

De cualquier manera llegando al Puerto atisbamos por las ventanillas antes de

descender, sin ver a ninguna persona cojeando o algún desocupado con curiosidad

superior a la normal.

Como lo acordamos bajamos cada uno por nuestra cuenta yendo por opuesto lado de

la calle aunque en general en la misma dirección.

Dentro de todo nos sentíamos como conspiradores; en un escaparate Giuseppe se

detuvo, buscando algún inexistente objeto mientras yo observaba si alguien se detenía

y reanudaba su marcha al mismo tiempo que lo hacía Giuseppe. No ocurrió cosa

alguna.

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Yo hice lo mismo poco más adelante, más nadie se detuvo y reinició la marcha;

Giuseppe hizo la señal convenida y nos dirigimos hacia el muelle, hacia las casas de

finanzas.

Llegamos a la casa Dorio y como acordamos yo esperé a que Giuseppe entrara,

consumido por los nervios.

Al poco rato, Giuseppe salió; hizo la seña convenida y se dirigió lentamente hacia la

casa Berardi y Vespucci.

Al recibir mi señal que no había sido seguido ni que alguno de los muchos marinos

demostrara inusual curiosidad por él, entró al establecimiento Berardi del que salió

poco después con un bulto oscuro bajo el brazo.

Yo sabía que dentro de ese bulto oscuro estaba el legado de Cristóbal Colon en otro

fardo marcado con las letras X M Y, cubiertas ahora por la tela oscura que habíamos

obtenido en Sevilla.

De acuerdo a lo convenido, Giuseppe se encaminó hacia la casa Capateli con lentitud y

firmeza mientras yo le seguía.

Una vez que llegamos ahí, asegurándonos de no haber sido seguidos o percibidos por

nadie, entramos.

Giuseppe preguntó por il signore Donato Capateli, mientras yo esperaba cerca de la

puerta atento a si alguien se acercara o tomara alguna posición de observación en las

cercanías. Nadie se acercó, nadie tomaba posiciones de observación, nadie parecía

notar siquiera nuestra existencia, mas no por ello estaba confiado, ni relajaba la vigilia.

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Después de un rato, que me pareció otra eternidad, Giuseppe estaba a mi lado y me

indicaba que regresáramos a la posta, como lo habíamos acordado, añadiendo

lacónicamente “tutto bene”.

Regresamos en forma alterna a como habíamos llegado, con las mismas paradas en los

escaparates, las mismas señales y toda la parafernalia que habíamos diseñado y

concertado y sin ningún evento ya estábamos alejándonos del Puerto de Palos y de

regreso a Sevilla.

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Durante el trayecto muy poco habló, solamente dijo que todo estaba concluido,

“finito”, que ya podría morir en paz, y volvió a recomendarme que hiciese lo que

hiciese le prometiese que nunca lastimaría a Catalina, ni por acción, ni por omisión.

Indicó que solo faltaba el desenlace, el “ultimo atto, la prigione di Vincenso”.

Después de esto, cayó en profundo sopor.

A continuación de una enorme descarga de adrenalina, el cuerpo humano queda

desgastado y se repone imponiendo la necesidad de descanso, y descanso inmediato.

Giuseppe había sucumbido ante esto, y yo estaba a punto de lo mismo, sólo recuerdo

haberlo pensado, sin saber de mí por un buen rato.

Ni el bamboleo de la jornada, ni los gritos de cochero nos rescataron de la intensa

languidez en que nos sumergimos.

Solamente hasta que estuvimos en la posta y que el cochero nos despertó, volvimos a

la realidad.

Regresamos a la posada, la que sentimos vacía.

Aunque llena de gente, todos eran extraños, éramos como navíos que se cruzan en la

noche, conscientes de la proximidad pero ajenos; mucha falta nos hacía Catalina y

Sebastián.

Me consolaba saber que Giuseppe consideraba terminada su misión, me consolaba

pensar que ya podría descansar y disfrutar el tiempo de vida que le quedara.

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Me inquietaban sobre manera sus disposiciones, su bondad y su inminente pérdida;

hasta antes del viaje al Puerto de Palos, le veía con vitalidad, con entusiasmo, aún

hasta antes de su ingreso al establecimiento de Capateli.

Al salir, era otra persona; ese lapso, esos minutos que pasó encargándose de asegurar

el futuro de Sebastián y mío, parece haberle agregado 10 o 12 años a su humanidad, o

más bien, parece haberle quitado 10 o 12 años de vida.

Su enfermedad se recrudeció exponencialmente durante esos momentos.

Al salir, ya no era il Capitano, il signore, era un hombre envejecido, un hombre

enfermo, tal vez en los límites de su resistencia.

Su enorme fuerza de voluntad, su dedicación le habían sostenido, le habían impulsado,

ahora que ya no tenía misión que cumplir, se sentía incompleto, vacío; se dejaba morir.

Sus disposiciones, repito, me inquietaban, me sentía indigno, me sabía indigno de

recibir lo que tan generosamente me había dado; era inmerecido ser su heredero;

¿Qué podría hacer? ¿Que se hace en estos casos?

¡Como quisiera tener el recurso que tenía Catalina en la persona de su tía, la Abadesa

doña María Inés a quien recurrir en busca de orientación y consejo!

Me sentía desorientado, sin saber que hacer, sin ver respuesta a mis dilemas;

Sebastián había recurrido a mí en sus dudas, ¿Qué consejo podría proporcionarle

cuando faltase Giuseppe y se sintiera desamparado? ¿Qué consejo podría darme a mi

mismo en las mías? ¿A quién podría recurrir? Por otra parte tenía que considerar

lo que debería hacer con el propio Giuseppe.

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No podía abandonarlo a una soledad final y agobiante, a un olvido en vida, tampoco

podía pretender monopolizar su vida, ni mucho menos manejarla y por otro lado,

tampoco podía ser ingrato e insensible oportunista o aprovechado.

Mucho nos había dado, a mi más que a nadie, yo sabía que nada esperaba a cambio,

sin embargo no había dicho que quería que ocurriera en el entre tiempo, que quería

hacer con el resto de su vida y que quisiera que hiciéramos nosotros después de de

terminado el asunto de la liberación de don Martín.

Muy claro había sido en sus provisiones, todas referidas a épocas posteriores a su

muerte; hasta su entierro había dispuesto; pero nada en cuanto a los días que le

faltasen por vivir.

Y otro asunto que me inquietaba era que en todo lo que habíamos platicado y en las

disposiciones que había hecho, solamente había considerado a Sebastiano y a mi, nada

había comentado sobre Catalina, a la que era obvio idolatraba, solamente había dicho,

había insistido, que yo no la lastimara ni de acción ni de omisión; pero nada había

comunicado acerca de lo que él disponía respecto a Catalina.

No podía ni siquiera pensar que no hubiera considerado a Catalina; lo más probable es

que no hubiera querido decirme nada al respecto, pero si de algo podría estar seguro,

es que la tenía muy presente y por alguna razón a mi no me lo mencionaba.

Para mí, el afecto que profesaba a Catalina era obvio.

Como siempre ocurre con estas cosas que no se pueden apresurar ni dependen de lo

que uno pueda hacer o dejar de hacer, el tiempo lo diría.

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De lo único que si podía estar seguro ahora es que Giuseppe no dejaría sus asuntos o

las situaciones que le afectaran a la ventura, o a designios ajenos, era una persona que

hacía las cosas a su ritmo, a su propio paso.

El efecto de los eventos vividos los últimos días, había hecho sentir su corolario; tanto

Giuseppe como yo estábamos agotados, un merecido y reparador descanso era lo que

requeríamos y tanto el descanso físico como el mental era imperativo.

No obstante el agotamiento, no podía descansar, algo todavía quedaba en mi mente,

no sé si en la memoria o en alguna otra parte de mi cerebro o de mi corazón, pero me

provocaba inquietud, me estimulaba la sensación de que había quedado algún asunto

pendiente, algún punto, algún evento, alguna coincidencia, alguna circunstancia que

no se había considerado o que se había pasado por alto, o quizá no se le había dado la

importancia requerida.

Pero, sobre todo me inquietaba el que nada podría hacer, que las cosas habían salido

de mis manos; la realización de que los eventos me superaban, me dejaba una

sensación de impotencia, de la que no lograba salir.

Estoy totalmente consciente de que llegado a un punto, los asuntos dependen de

alguien más, de que ya se ha hecho lo humanamente posible, de que he cumplido con

mi parte, con lo que con todas mis facultades y defectos puedo hacer, de que he

llegado a mi límite, pero ese conocimiento, no me consuela; siempre quiero saber que

hay algo más que hacer, que en lo que a mí respecta, no falta más nada.

En otras palabras, me ocupa y preocupa el que por mí no quede. Por lo mismo, revisé

y volví a revisar todo el asunto y sus derivaciones y complicaciones, desde aquel día

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que percibí una figura bajo el frondoso árbol enfrente de la casita chiquita y muy

blanca, en la lejana Valladolid.

Y para ser sincero, por más que revisaba y revisaba, hasta el momento no encontraba

nada.

Por fin, sintiendo que el esfuerzo mental por encontrar ese algo que me inquietaba,

me negaba el resultado, pude descansar.

Giuseppe igualmente, se había sumido en profundas meditaciones, ya había superado

el sopor que le invadió durante el regreso del tenso episodio vivido en el Puerto de

Palos, su aspecto había mejorado, parecía haber recobrado parte de su salud.

De esta forma transcurrieron dos o tres días, hasta que el sonoro golpeteo de la aldaba

indicaba la llegada de alguna persona que con energía emplazaba la atención.

Acudí a responder el llamado, encontrándome con el tieso mensajero del escribano

real, el ayudante de Cayetano, quien en su estirado y complicado modo de hablar, sin

pretender pasar la puerta, dijo que su excelencia, refiriéndose a Cayetano, le había

ordenado nos informara que se había hecho la captura y detención de un tal Vicente,

natural del Puerto de Palos, que estaba ya en la custodia de las autoridades militares,

listo para iniciar su proceso.

Acto seguido, marcialmente, dio media vuelta y se alejó.

Cerré con suavidad la puerta, sumido en los pensamientos que tal noticia despertó,

encontrándome a Giuseppe frente a mí con inquisitiva mirada, llena de curiosidad.

Nos sentamos ante la mesita en la que tantos eventos habían tenido lugar y,

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tontamente no dejaba de pensar si las cosas tienen memoria, si recuerdan todos los

eventos en lo que participan.

Desechando estas tonterías, dije a Giuseppe lo que el escribano real había enviado a

decir.

Su alivio, su reacción fue evidente; il signore, il Capitano estaba de vuelta.

Dijo que dentro de todo, y a pesar de los ofrecimientos de Cayetano, había conservado

dudas, y serias dudas acerca de su ayuda, no en cuanto a la sinceridad con la que la

había ofrecido, sino en cuanto a la capacidad o determinación para llevarla a cabo, y

sobre los resultados.

Esa gente, explicó innecesariamente, siempre está o dice estar con muy buenas

intenciones, pero la maquinaria burocrática en la que se desenvuelven está repleta de

escollos y dificultades que impiden el progreso y consecución de esas intenciones.

Que fácilmente se rinden o son doblegados en los primeros escollos, que no tienen ni

visión ni perseverancia, pero que de alguna manera Cayetano había demostrado que

aún hay elementos valiosos dentro de la burocracia, “non tutto e perdutto”

Sebastiano hizo su aparición silenciosamente demostrando su alegría al vernos, el

abrazo que nos propinó a ambos, hubiera sido suficiente para quebrar la espalda de

cualquiera.

Sucintamente informó que la signorina había estado muy callada, sumida en profundas

meditaciones y que casi no habló durante el trayecto, trayecto en el que no vio nada

sospechoso ni hubo el menor contratiempo, que la signorina insistió que regresara en

la primera posta y que si se tardó fue por que tuvo que esperar dos carruajes más, por

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que no había lugar en donde pudiese acomodarse, tal era la cantidad de gente que

venía a Sevilla.

Que lo único que dijo fue que regresaría pronto; que estuviéramos seguros de ello.

Poco después otro mensajero llegó, proveniente del escribano real, más éste sin tanta

tiesura ni pretensiones como el anterior, diciendo que nos informaba el procurador y

el escribano real que el prisionero sería llevado a Toledo en donde se efectuaría su

juicio, que había confesado haber matado a doña Josefina, con lo que la libración de

don Martín era muy probable y que él haría todo lo posible por hacerla expedita, y que

encarecidamente suplicaba no dijéramos a nadie lo que se nos estaba informando.

Que tan pronto lo supiera nos dejaría saber las fechas de los eventos y que en su

momento, nos haría llegar los ordenamientos para que realizáramos nuestros

testimonios que tendrían que ser efectuados en Toledo ante otro procurador pues el

anterior había sido sustituido del encargo.

Que si así lo quisiéramos podíamos ir a cualquier lugar pero suplicaba igual de

encarecidamente, le hiciésemos saber exactamente en donde podría ponerse en

contacto con nosotros.

Giuseppe sin vacilación le dijo que iríamos pronto a Toledo y ahí nos podría localizar en

tal y tal lugar; lo escribió en una notita y suplicó a su vez le fuera entregada al

escribano real.

Inmediatamente que hubo partido este nuevo mensajero, Giuseppe dijo que era

urgente avisar a Catalina y a la Abadesa estas magnificas noticias y además quería

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enviar otros mensajes, y que ya libres de la amenaza de Vicente, podría ir sólo y

reanudar sus paseos habituales con seguridad.

En seguida dijo a Sebastiano y a mi que buscáramos algo en que ocuparnos, que nos

haría bien descansar del ajetreo a que habíamos estado sometido, que pronto

terminaría este engorroso asunto y se retiró a sus habitaciones.

De nuevo Il Capitano tomaba comando de su nave, de nuevo il signore era él mismo.

A su regreso de la posta preguntó si habría algo que quisiéramos hacer en Sevilla.

Al recibir nuestra negativa propuso que tan pronto fuera posible fuéramos a Toledo;

que ya estaba harto de esta ciudad, aunque satisfecho de lo que había ocurrido en ella,

pero que en Toledo tendríamos oportunidad de un muy merecido descanso y ahí,

añadió, con un guiño, nos reuniríamos con Catalina a quien ya había enviado aviso de

nuestro destino en una hostería cercana a la Iglesia de Santo Tomé.

La expectativa de reunirnos con Catalina decidió nuestra partida de inmediato y tan

pronto se hubo enviado aviso a Cayetano, recogimos nuestras pertenencias y salimos

rumbo a la primorosa ciudad amurallada de Toledo.

Pasamos rápidamente por Córdoba, y Ciudad Real, y con una detención innecesaria en

la posta de Guadalupe, rendidos por el rápido viaje alcanzamos Toledo.

A Toledo llegamos, la posta nos dejó en la primorosa placita de Zocodover, plena de

encanto mudéjar y de ahí, con lentitud, sin ninguna prisa, nos dirigimos hacia la

hostería en donde Giuseppe había arreglado nuestro alojamiento.

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Caminado por sinuosas calles y callejuelas, recibimos contentos el encanto de esta

fortificada ciudad a la que las murallas proporcionaban un sortilegio especial.

A pesar del ambiente defensivo y profundamente militarizado de la ciudad, dominada

por una imponente fortaleza de origen romano en reconstrucción y la primorosa

Catedral de la que ya hemos hablado, y a pesar aún de la multitud de soldados que

iban de un lado a otro, tenía una plácida atmósfera que invitaba a su recorrido.

Se esta fortaleza, en proceso de reconstrucción, se decía que la Corte Real había

decidido asentarse ahí.

El reino, todavía vivía en estado convulso, con núcleos moriscos en rebeldía por todos

los confines de los dominios del Emperador, quien permanecía alejado de los eventos

españoles, reinando a larga distancia, desde Flandes.

Después de haber dejado nuestras pertenencias, salí con Sebastiano a curiosear la

iglesia de Santo Tomé que estaba muy próxima.

Por encargo del Conde De Orgaz, esta iglesia había sido casi en su totalidad

reconstruida, aparentemente para eliminar algunas edificaciones representativas del

arte mudéjar que fueron sustituidas por otro estilo, se decía, más acorde a las

tradiciones católicas, cualquiera que fuese el significado de esas tradiciones.

Pretextos nunca han faltado cuando se trata de imponer gustos personales en la

arquitectura, con resultados, a veces nefastos, a veces sorprendentes.

Como fuera, la Iglesia de Santo Tomé era agradable de ver y muy a tono con todo lo

que hasta ese día habíamos visto de Toledo.

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En su interior, que respetuosamente visitamos, me impresionó una pila bautismal de

mármol y una estatua de la Santísima Virgen, realizada también en mármol, que me

recordaba a Catalina.

El día siguiente fue igual al anterior, mucho tiempo para caminar, conocer la ciudad,

pensar, reflexionar, y en general, no hacer nada. El único evento del día lo

constituía un mensaje de Cayetano en el que nos informaba que a cuatro días de la

recepción del mensaje se celebraría el juicio de Vicente, incongruentemente en la

propia Iglesia de Santo Tomé.

No es lugar para celebrar un juicio: espero que sepan lo que hacen.

Deseando con desesperación la llegada de Catalina, transcurrió ese y el siguiente día.

Al amanecer del tercer día, llegó Catalina, acompañada por una monja de severo pero

amable continente. Supuse que sería la Abadesa, su tía, y pronto confirmé que así

era.

Ambas mujeres iluminaban con su presencia no solamente mi existencia y la de

Sebastiano, incluso la de Giuseppe, sino además, las de todas las personas que estaban

cerca del alcance de esos maravillosos ojos.

Ambas mujeres tenían esos ojos embrujadores, hechizantes, era fácil encontrar la

similitudes, más fácil aún sucumbir ante su encantamiento.

Solamente por que lo sabíamos en contrario, pero hubiera sido muy sencillo

confundirlas como madre e hija.

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Inmediatamente quisieron conocer las noticias y antes de que pudiéramos reaccionar

Sebastiano ya estaba haciendo relación de los eventos, muy prendido en las nuevas

ropas que Giuseppe le había regalado.

Como dije, Sebastiano ya no era ni un sirviente atolondrado ni el pecoso mancebo que

habíamos conocido en Valladolid, era un hombre diferente, no por sus ropas, que

aunque influían en su nuevo aspecto, no le hacían ni mejor ni otra persona; su propio

ser se había transformado, había florecido, había madurado, con la promesa de

convertirse en todo un personaje.

La Abadesa, con esa costumbre que nunca he entendido, práctica que observan casi

todos los que portan hábitos religiosos, se santiguaba a cada momento, tal vez como

queriendo puntualizar algún aspecto de lo que estaba oyendo, sin que yo entendiese el

significado del gesto; sin embargo seguía con atención el relato y no interrumpía.

Estado en esas llegó Cayetano el escribano real.

Arribó sólo, sin acompañantes, lo que interpreté como que no era esa una visita oficial,

venía como amigo.

Así fue. Amablemente se presentó ante la Abadesa, a quien besó respetuosamente

la mano; lo mismo hizo con Catalina y a nosotros nos otorgó su mejor y más profunda

caravana.

Comenzó su relato agradeciéndonos la ayuda que habíamos prestado a la justicia en

este caso, enfatizando repetidas veces, que gracias a nuestros esfuerzos, dedicación y

trabajos se había corregido una gran injusticia.

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Que don Martín pronto arribaría a este lugar, en seguida que se satisficieran los

requisitos para su libertad total.

Que no había sido necesaria su presencia en el juicio de Vicente, toda vez que este se

había declarado culpable y había atestiguado que por despecho y venganza había

involucrado al dicho don Martín.

Que Vicente se declaró culpable varias veces, sin mostrar arrepentimiento, primero,

cuando vio el colgante que había pertenecido a la esclava doña Josefa, y segundo,

puntualizó con un guiño y un gesto, cuando se le mostró un documento que

supuestamente contenía el testimonio de don Nuño de Guevara en el que le acusaba

de haber dado muerte a la esclava y haber dispuesto de su cadáver.

Enfatizó lo de supuestamente, porque el susodicho documento no existía, nunca había

existido.

No se había podido localizar a don Nuño ni a su esposa, suponiéndose que estaban en

la isla de Cuba, protegidos por el gobernador Diego Velázquez de Cuellar.

La artimaña del documento falso con la acusación de don Nuño fue una argucia que al

nuevo procurador se le ocurrió para resaltar la posición legal de Vicente como culpable

confeso.

Vicente, visiblemente contrariado por la supuesta traición de don Nuño, informó que

él había convencido a don Nuño que don Martín sostenía relaciones íntimas con su

esposa y que había elegido a don Martín como culpable por que don Martín le había

maltratado enfrente de todos los demás peones y sirvientes y le había retirado la

encomienda de sus caballos.

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Don Nuño aceptó la sugerencia de que Vicente matara a la esclava, porque Vicente le

convenció que ella había sido la que se confabuló con don Martín para que éste

sedujera a doña Isabel y la esclava Josefa era quien que procuraba los encuentros

románticos, escondiéndolos de los ojos de los demás.

Nunca le dijo a don Nuño que él era quien sostenía esas relaciones con doña Isabel,

pero ante el procurador, el escribano y varios testigos aseguró que él, Vicente era

quien tenía amoríos con la Isabel y que ambos se burlaban de don Nuño a sus

espaldas.

Loco por los celos, don Nuño aseguró a Vicente valiosa recompensa y hasta le regaló la

jaca encargándole de la muerte de la esclava.

Don Nuño consideró que el castigo que conferirían a don Martín sería suficiente, que

no había necesidad de matarlo, pues la muerte de la esclava podría ocultarse y si se

descubriese no levantaría indignación, mientras que la de don Martín no pasaría

desapercibida y la humillación de que todo mundo conociera la infidelidad de doña

Isabel era intolerable.

Posteriormente, cuándo Vicente torpemente se exhibió con la jaca, asegurando que

era suya y que don Nuño se la había regalado, don Nuño entró en pánico, se asustó y

tuvo que quitársela.

Que el arreglo había resultado mejor para Vicente, porque le dio muchas otras joyas

más en compensación de la jaca.

Vicente se hundió definitivamente cuando le enseñaron el anillo y los pendientes que

había recibido en pago y había pretendido comerciar.

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Sintiéndose descubierto, reveló todo.

El engañado esposo, siempre tenía sospechas de cualquier hombre que se acercaba a

su mujer cuando el no estaba presente y celaba furiosamente a su esposa, pero no

habría sospechado de don Martín si Vicente no lo hubiera sugerido, por si sólo nunca

lo habría sospechado.

Vicente estaba realmente furioso con don Nuño por haberlo delatado y con la

evidencia de las joyas, al considerarse perdido, quiso arrastrar a don Nuño en su propia

caída.

Seguidamente Cayetano indicó, que no era prudente ni necesario enterarnos de los

detalles del crimen y la disposición del cuerpo, salvo que cuando estaba en esta

macabra actividad Vicente se dio cuenta del colgante y sin pensarlo, lo tomó y lo

guardó; al fin de cuentas era dinero para él.

Reveló que don Nuño no estuvo presente cuándo con engaños, llamó a doña Josefa y

ésta le recriminó sus devaneos con doña Isabel.

Doña Josefa lo sabía y amenazó con denunciarlo a don Nuño y a don Martín.

Y por eso, por esa intromisión en asuntos que sólo a él competían y por haberlo

concertado con don Nuño, y la amenaza de la revelación de sus amoríos con doña

Isabel, le dio muerte, y luego entró en pánico y quemó el cadáver.

Que tampoco doña Isabel sabía del asunto, excepto que le riño muy fuerte por haberse

robado la jaca.

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Cayetano concluyó, con otro guiño y otro teatral gesto, diciendo que Vicente ni

siquiera se tomó la molestia de leer el testimonio falso, y que sabiéndose perdido,

únicamente se concentró en arrastrar a don Nuño en su caída tratando a la vez de que

no se inculpara a doña Isabel en el sórdido asunto.

Añadió que ya se habían hecho los requerimientos para que se prendiese a don Nuño y

a su ligera esposa en doquiera se encontrasen y fueran enviados en cadenas a Sevilla.

Ya no había sido necesaria la presencia de ninguno de nosotros, ni de los sirvientes y

criados que como testigos que teníamos en reserva, la confesión repetida y la

inculpación a don Nuño había sido suficiente para considerarlo culpable de robo,

conspiración y asesinato.

Que tan pronto terminara el juicio nos serían devueltos las joyas rescatadas, que,

según la ley, ahora pertenecían a Giuseppe. Que rogaba resguardáramos

estos eventos con la mayor discreción posible, pues los jueces estaba muy molestos

por la necesidad que hubo de cancelar la sentencia de ejecución sobre don Martín y

con mucha reluctancia habían acordado realizar el nuevo proceso y “echar silencio”

sobre el anterior. Enfatizó que muy pronto don Martín sería liberado y se

reuniría con nosotros.

Antes de salir, ya sobre la puerta, Cayetano inquirió si no me interesaría trabajar para

la corona como pesquisidor, que había demostrado tener aptitudes para ello.

Agradecido pero a la vez sorprendido, dije que no, que no me interesaba ser

pesquisidor.

Insistiendo dijo que lo pensara mejor, que más tarde volvería a preguntar.

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Y sin más se despidió.

Su salida fue como la entrada de una fresca brisa.

Estimo que ninguno de nosotros sabía la tensión en la que habíamos vivido estos

últimos días, y el saberlos terminados nos retornaban a nuestras respectivas

normalidades.

Sólo hacía falta la presencia física de don Martín para que estuviéramos totalmente

seguros de haber despertado de la pesadilla.

Catalina se acercó a mí y en voz baja, suavemente solicitó que esperara un poco más,

que para ella no había terminado todavía, que sabía que aunque yo tenía poca

paciencia, creía no me negaría a su solicitud y que aún con don Martín a salvo,

quedaban asuntos personales que atender, que tan pronto pudiera me buscaría en

Valladolid.

¿Podría alguien negarse a un requerimiento así?

Por supuesto que asentí, agregando tontamente que esperaría todo el tiempo que

fuese necesario.

Giuseppe había rejuvenecido, nadie hubiera podido decir que era un enfermo, o que

estuviera enfermo; su vitalidad, su italianísima exuberancia se desbordaba llenado la

hostería, contagiando a todo el que estuviera en las proximidades.

Sebastiano había vuelto a ser el mancebo pecoso, de nuestro inicial encuentro; de

hecho, había regresado a su infancia, brincaba y lanzaba exclamaciones de contento,

del puro gusto que toda la situación le provocaba.

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Dentro de todo se podría afirmar que las diferentes misiones emprendidas por cada

uno de nosotros habían sido coronadas por el éxito.

Realmente si había motivos para estar contentos y hasta satisfechos.

Después de todo este alboroto, lo presentía, lo sabía; la vida ya no sería lo mismo, los

eventos vividos grababan con impresión de caracteres indelebles un cambio

permanente en nuestras condiciones de vida.

La reunión de don Martín con su hermana y su tía fue el corolario, la derivación lógica

y esperada, cubierta totalmente de emotividad.

Antes de retirarse, Doña María Inés hizo la misma solicitud que había hecho Giuseppe,

que ni por acción u omisión lastimara a Catalina.

Posteriormente a esta reunión don Martín nos agradeció con lágrimas en los ojos

nuestra intervención, con una emoción tal que contagió y ablandó las curtidas almas

de Giuseppe y mía.

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16

Después todo fue actividad, cada quien, excepto yo, querían regresar a sus respectivos

lugares, con todo y lo hermoso e invitante que resultaba Toledo, doña María Inés

quería regresar a su Convento, con sus monjas y sus ocupaciones, don Martín

igualmente buscaba su casa, su ambiente, los suyos.

Giuseppe ansiaba lo mismo, regresar a Valladolid para acabar de arreglar sus asuntos,

Sebastiano quería ver a su madre y parientes, Catalina deseaba terminar los

quehaceres que aún tenía.

Yo no quería regresar; no quería apartarme de Catalina, máxime que había dicho que

me buscaría, eso significaba algo y aunque no supiera que, tampoco quería que

Catalina se fuera, y no obstante había prometido que me buscaría, no me sentía

dispuesto a esta separación.

Empero, tenía que aceptar que esa decisión no era mía para hacer, pertenecía por

entero a Catalina y yo debía aceptarla sin cuestionar.

Me resultaba inexplicablemente difícil, pero así debía ser.

Recogimos nuestras pertenencias y recuerdos y nos dirigimos a la posta, en medio de

una nube de silencio cuajada de mil palabras por decir que nadie se atrevía a

pronunciar.

Don Martín, Catalina y la Abadesa, tenían un destino, creo que Madrid, pero en

realidad ya no me acuerdo, Giuseppe dijo que primero iría a Barcelona y después a

algún lugar de Italia, ciudad que ahora no evoco cual era.

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Sebastiano y yo a Valladolid, él a la casita chiquita y muy blanca y yo, yo no sabía

exactamente a donde, a mi casa, supongo; bueno, en realidad no era mi casa, era el

lugar en donde vivía, porque casa de mi propiedad no tenía.

Pensé en visitar a algunas personas que tiempo hacía no veía, pero la idea en ese

momento no representaba atractivo alguno; en alguna otra ocasión relataré el porqué

lo sentía así.

El silencio se volvió opresivo, pero nadie lo rompió y a base de gestos con emotivo

significado cada quién se dedicó a atender el inicio de su viaje, lo que equivale a decir

que Sebastiano y yo partimos primero, pues el coche para Madrid saldría poco

después.

De hecho, nuestra ruta era un tanto diferente, pues de Toledo iba directo a Ávila,

luego a Salamanca y finalmente a Valladolid.

Con cierto nudo en la garganta nos acomodamos en el coche y por la ventanilla

hicimos los ademanes finales de despedida.

El coche partió y yo quedé con la impresión de que en el último momento, Catalina

hizo el intento de decir algo, intentó quizá, más no lo hizo, tal vez fue solamente un

intimo deseo de mi parte.

Sebastiano comentó que il Capitano le había explicado sus deseos de que siguiera la

carrera naval, y que a él le parecía una gran idea y lo había aceptado con mucho gusto

y grandes expectativas, y me pedía mi opinión, quería saber que escuela naval yo le

recomendaba, si la de Vigo o la de La Coruña.

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Le dije que en realidad nada sabía de los méritos de ninguna de las dos escuelas pero

que con gusto averiguaría con gente que supiera para conocer las opciones que

presentaban y pregunté si il signore Fontanarosa le había dado alguna indicación de

cuál era la que el recomendaba.

Él no recordaba que il Capitano hubiese inclinado su opinión en ningún sentido.

No se porqué impulso interior o inquietud interna, tal vez porque en lo que a mi

respecta no me sentía seguro, procurando hacerlo con delicadeza y discreción, quise

saber si Sebastiano había aceptado la oferta por agradecimiento hacia Giuseppe o si

realmente sentía atracción por la azarosa vida del marino.

Algo me decía que estaba confundiendo mis propias impresiones con las del pecoso

mancebo, que de una manera u otra el que estaba confundido era yo.

Tuve la impresión de que no había considerado antes la vida de marino, porque sentía

que no tenía ni los medios ni la preparación para serlo, pues no era más que un

sirviente, sin ningún futuro, con la intención de hacer lo mejor posible su trabajo, y sin

tener pretensiones de otra cosa.

El ofrecimiento de Giuseppe, hecho en estos momentos de su vida, con el aura de

misterio y aventura que rodeaba todo el mundo de la navegación, le había abierto

otros horizontes que nunca había contemplado y que nunca creyó estuvieran a su

alcance.

No había otras consideraciones.

Si acaso, dijo, hubiera pensado embarcarse a la aventura, sin saber que podría hacer,

remero, quizá o sirviente de algún hidalgo que navegara hacia la Nueva España.

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Aunque Sebastiano sentía profundo y gran agradecimiento para con il Capitano, no

sentí que quisiera hacerlo por darle gusto a Giuseppe.

Estas consideraciones tranquilizaban mi pensamiento, pues sentía que lo peor que le

pudiera ocurrir a Sebastiano y para el caso a cualquier persona, incluyendo me a mí,

era hacer o dejar de hacer algo por razones equivocadas.

Para mí, el agradecimiento es una gran, enorme virtud, pero no me parece razón

suficiente como para comprometer toda una vida, todo el futuro por gratitud, sin

alguna otra convicción interna.

En cierta manera envidiaba la actitud simple y simplista de Sebastiano quien percibía

las cosas sin inconvenientes, sin profundizar; muy alejado de las complicaciones que la

cultura y el supuesto conocimiento traen como consecuencia.

Consideré a Sebastiano a la luz de lo que me habían repetido muchas veces: no es más

feliz quien más tiene, sino quien menos necesita. Un dicho popular que había oído en

muchas ocasiones más nunca, hasta hoy, lo había comprendido.

Tuve que concluir que Sebastiano era mucho más feliz que yo.

De hecho, en esos momentos yo estaba muy lejos de la felicidad, plagado de

presentimientos y nebulosos augurios.

La jornada pasó sin incidentes, hicimos los cambios necesarios en las postas sin que se

despertara el deseo de conocer, de visitar aquellas ciudades por las que pasábamos y

ni Ávila ni Salamanca representaban lugares de interés en ese momento; parece ser

que, sumidos en nuestros pensamientos, solamente deseábamos llegar a casa y

recomenzar el resto de nuestras vidas.

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En tal estado de ánimo llegamos a Valladolid.

Por algún perverso deseo no quise ir a la casita chiquita y muy blanca y con el pretexto

de que necesitaba adquirir algunas provisiones fui a la Plaza Mayor, mientras

Sebastiano se dirigía su destino.

Indeciso recorría los puestos, oía los reclamos de los comerciantes acerca de las

bondades de su mercadería, pero todo me sonaba vacío, hueco, sin sentido.

Sin embargo recordé la respuesta que tenía pendiente de otorgar a Sebastiano, por lo

que acudí con mi amigo el librero y pregunté que me podría decir de las escuelas

navales, particularmente la de Vigo y la de la Coruña.

Dijo que sabía que ambas eran magníficas pero creía que en alguna de ellas, daban

preferencia a personas recomendadas por dignatarios y personajes importantes, que

creía que era la de Vigo, mientras que la otra escuela naval ubicada en La Coruña

buscaba vocación y talento, sin importar el linaje de quien se presentara a estudiar.

Posponiendo el momento hasta lo último, cuando ya me sentí cansado, caminé hasta

que llegué a mi casa, arrojé mis cosas sobre el suelo y me dejé caer pesadamente

sobre el lecho.

Dos o tres días pasé en ese estado de vivir a medias, de pérdida del interés por lo que

pasaba a mi alrededor, una y otra vez pasaba y repasaba los eventos de los días

anteriores, cerrando mis ojos cada vez que los ojos de Catalina me veían, tratando de

olvidar, de borrar la profunda impresión que me habían dejado.

Una mañana llegó hasta mí Sebastiano y su sola presencia devolvió el espíritu de

siempre, renació mi ser interior.

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Comuniqué lo que mi amigo el librero me había indicado.

No hizo ningún comentario, salvo que agradecía la atención y rapidez con la que le

tenía respuestas, y que vería con otras personas que opinaban sobre la escuela de La

Coruña, que por sobre todas las cosas no quería defraudar la confianza que le había

otorgado il Capitano.

Dijo que se había recibido un mensaje de algún lugar de Italia mensaje que me había

traído.

Lo vi someramente, por encima; no era una caligrafía que conociera, intuí que no sería

de Giuseppe sino sobre Giuseppe, presintiendo malas noticias.

Le agradecí y coloqué el mensaje sin leerlo sobre una mesita repleta de libros y

documentos cubiertos de polvo.

Hice nota de reprender al sirviente que supuestamente hacía limpieza y que en mi

ausencia seguramente había aflojado la minuciosidad de su trabajo.

Bien sabía que estaba posponiendo abrir y leer la misiva.

Por fin, no pudiendo resistir la inquisitoria mirada de Sebastiano, la tomé, lentamente

la abrí y leí. Mi intuición, que hubiera querido fallara en esta ocasión, había

funcionado una vez más, eran noticias acerca de Giuseppe; Giuseppe Girolamo

Fontanarosa, Primer Condestable de la Armada durante el sueño, plácidamente, había

fallecido en la ciudad de Perugia. A la escueta noticia seguía un aviso informando

que había sido su voluntad el que se me enviaran sus efectos personales y algunos

documentos lo que se había procedido a hacer.

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Que su sobrino don Hernando Colon y otros familiares le habían acompañado durante

sus últimos días y don Hernando se había echo cargo de los arreglos necesarios para

depositar su cadáver en el mar, como fue su última disposición.

El Capitano, il signore, nuestro amigo y compañero, nuestro noble y generoso

benefactor había muerto.

A la noticia siguió un profundo silencio, más no el silencio de quien no sabe que decir,

sino el silencio expresivo que denota respeto y en el que cualquier palabra es

inadecuada.

Durante ese silencio, reflexioné que nunca me ha parecido correcto glorificar o incluso

santificar a los vivos al momento de su muerte. Giuseppe no había sido un

santo y tampoco hubiera aceptado que se le santificara, más si hubiera querido que se

le recordara, y puedo asegurar, sin temor a error alguno, que en Sebastiano, Catalina y

en mí, siempre coexistiría un recuerdo de Giuseppe en vivo, con esa alegría y energía

peculiar, esa emotividad italiana que lo caracterizó.

Dos imágenes acudieron a mi recuerdo en ese instante, la primera; en una de las

escasas ocasiones en que se mostró serio, adusto, cuando por vez primera me dijo que

no lastimara a Catalina ni de obra ni por omisión; y la otra, su expresión de sana

alegría, cuando con una simple vara enfatizaba sus palabras, en aquella caminata

siguiente a cuando dibujé en la tierra suelta el símbolo de la inscripción encontrada en

las paredes de piedra frente al muelle en el Puerto de Palos.

Sabía que en Sebastiano la impresión, el impacto de la noticia era profundo, su

sensibilidad la resentía; se cubrió el rostro con las manos y sollozaba en silencio.

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También su pena era personalizada.

Respetando mutuamente nuestro dolor y sentimientos, instintivamente nos

abrazamos y permanecidos así, abrazados, fundidos en un solo silencio, por largo

tiempo.

Después de estos emotivos lapsos, cuya duración no es mesurable, los eventos se

proyectaron por si mismos.

Sebastiano arrastrando su pesar, regresó a la casita chiquita y muy blanca.

Yo permanecí como estaba, en donde estaba, sin atinar a moverme o a hacer algo, con

el cerebro y el corazón detenido, en suspensión, sin palabras, solamente imágenes en

rápida sucesión, inconexas, sin coherencia, como chispazos ardientes.

A poco rato, Sebastiano regresó diciendo que le habían informado la llegada de mas

misivas y un pequeño fardo, que iba a pasar a recogerlos y quería saber si los traía a la

casa, asumiendo que estaban dirigidos a mí.

Dije que le acompañaría y en silencio nos dirigimos a la posta.

El bulto era un bulto chico, y una caja de mediano tamaño que lucía ligera, las misivas

eran, efectivamente dirigidas a mi atención, salvo una que ostentaba el nombre de

Giuseppe.

Sebastiano, que tenía autorización para ello, recogió el documento dirigido a il

Capitano, mientras a mí me hacían entrega de los otros mensajes.

Picados por incontenible e inexplicable curiosidad, nerviosamente revisamos la

grafología de los cuatro mensajes recibidos, dos tenían la misma caligrafía, provenían

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del mismo remitente, una estaba destinada a il Capitano, la otra a mí, la siguiente se

destacaba por la calidad del papel y vigorosos trazos, y la postrera tenía letras

delicadamente perfiladas, innegablemente era escritura de dama.

Aunque había visto la escritura de Catalina en las anotaciones que sobre los

documentos legales había hecho, y en su breve reconstrucción de los eventos

imaginados en la tragedia de doña Josefa, no me resultaba familiar ni conocido el trazo

de esta última misiva que en forma inconsciente estrujaba contra mi pecho.

Decidimos ir a la casita chiquita y muy blanca; pensábamos ser invadidos por mensajes

a cada instante.

Un ejemplo más de lo emotivo de nuestra condición, de la negación del raciocinio y el

predominio de las emociones y sentimientos.

La ansiedad pudo más que la prudencia, los nervios superaron a la lógica, y en cuanto

llegamos a la casita y nos acomodamos en la sala, que tantos recuerdos evocaba,

ávidamente abrí el mensaje.

No era de Catalina, era una corta y seca misiva de agradecimiento de la Abadesa doña

María Inés en la que sucintamente agradecía nuestra intervención en el asunto de su

sobrino don Martín.

Nada más, ninguna otra mención, ningún otro asunto, ni una palabra respecto de

quien tanto deseaba saber.

Procedimos a abrir el mensaje dirigido al Capitano.

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Sebastiano tendió el mensaje en muda comunicación de deferencia; quería que yo la

abriera y la leyera.

Me negué; y le dije que no era más un sirviente, que era nuestro amigo y que estaba

seguro que de estar presente il Capitano como estaba, él hubiera querido que fuera su

amico Sebastiano quien la abriese y leyese.

Provenía de Cayetano, el escribano real que con su sentido del deber y en su peculiar

manera se había convertido en amigo.

Supuse que la otra misiva con similares trazos dirigida a mi sería del propio Cayetano.

Con ojos humedecidos, Sebastiano la leyó y con voz entrecortada dijo que el recado

sólo era otro mensaje de agradecimiento personal del escribano por su destacada

intervención en el asunto de la liberación de don Martín y la captura del verdadero

culpable de los hechos.

Abrí el siguiente despacho, que efectivamente, también era de Cayetano, pero en el

que asumía un tinte menos oficialista y riguroso, más amigable, y que en esencia

también agradecía mi participación en el esclarecimiento de los sucesos, etcétera,

etcétera y reafirmaba su ofrecimiento como pesquisidor para la corona, informando

que aún no podía enviarnos las joyas recuperadas por la lentitud que esos trámites

siempre tenían.

Que tan pronto fuesen cumplidos los requerimientos, por ese mismo conducto nos los

enviaría.

Comenté con Sebastiano que a mi me parecía que lo mejor era no volver a ver esas

joyas; solicité su opinión respecto a instruir al escribano real que vendiera esas joyas y

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entregara el importe de su comercio a la Abadesa doña María Inés para obras del

Convento a su plena voluntad.

La propuesta fue aceptada por Sebastiano quien mencionó que a él le hubiera gustado

entregar el colgante que perteneció a doña Josefa a la esclava Serafina, quien había

sido, en su opinión, la más afectada por la desaparición de doña Josefa y la que había

identificado prontamente el susodicho colgante.

Indiqué que me parecía una mejor idea; que le escribiría a Cayetano pidiéndole

solamente la devolución del colgante y que comerciaran las otras joyas y dispusiera del

producto de ese comercio en beneficio del Convento.

Proseguía el escribano informándonos que Vicente se había puesto violento con sus

guardianes lo que había acarreado una pena más a su sentencia.

Que se sabía que don Nuño de Guevara se había embarcado en una expedición

organizada por el gobernador de Cuba Diego Velázquez, de la que se ignoraban los

resultados pero que al parecer, había zozobrado frente a las costas de Jamaica, sin que

el gobernador de esa isla tuviera noticias al respecto.

Que la orden de captura seguía vigente y se había hecho extensiva a todas las

posesiones y colonias españolas en América; se haría efectiva tan pronto reapareciera

don Nuño.

Esta era una nueva disposición que no caducaba ni podía ser revocada más que por

mandato directo de Su Majestad, por lo que tarde o temprano don Nuño pagaría su

responsabilidad en los sangrientos hechos y la falsa acusación a don Martín.

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Mientras tanto se mantenía en estrecha vigilancia a doña Isabel de Guevara a quien no

parecía importarle mucho la ausencia de su esposo, ocupando su tiempo en festejos y

saraos.

Sebastiano procedió a abrir el pequeño bulto del que emergieron los diminutos

cuchillos que adquirimos para protección y que por ventura habían sido innecesarios,

acompañados de una pequeña nota que rezaba: “mio amico Sebastiano”.

Con silenciosas lágrimas de emoción Sebastiano procedió a abrir la caja ligera de peso

que reveló en su interior un acomodado conjunto de ropa y objetos de uso personal,

sin duda pertenecientes al signore Capitano.

Sebastiano ya no pudo contener las lágrimas, que en silenciosa forma eran muda

expresión de sus emociones y sentimientos.

Tomó la caja y salió con ella de la habitación.

Como es mi costumbre, ya comentada anteriormente, cerré los ojos por un momento

y me concentré en abrir el último mensaje.

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Como lo he glosado, este mensaje venía en papel de calidad superior con trazos

vigorosos y para mi sorpresa, provenía de letra y puño de don Hernando Colon.

Largamente agradecía mi intervención en el asunto de don Martín, me consideraba

amigo y benefactor, fiel compañero y otros epítetos que establecía, mencionado que

en sus últimos días il signore Primer Condestable de la Armada había hablado muy bien

de mi y hecho a él algunos encargos y últimas disposiciones de cuyos resultados me

enteraría posteriormente, en otra comunicación que me haría llegar.

Que el alta estima en que me tenía, provenía de esas conversaciones y otros

testimonios recabados, que esperaba yo le dispensara con el favor de mi amistad; que

sin conocerme sabía que su confianza no sería defraudada, y que al igual que él, debía

considerar un honor y un deber el poder cumplir con las disposiciones que se me

habían trasmitido y conferido.

Que esas disposiciones primeramente provenían de su padre, el Gran Almirante, quien

había depositado toda su confianza en don Guiseppe Girolamo Fontanarosa, su tío y

amado pariente, quien las había ejecutado con plena conciencia y comedimiento.

Que él y con él, su amado hermano, don Diego, tenían igualmente como deber y

obligación cumplir minuciosamente la voluntad de su padre y que estaba cierto que yo

estaba dispuesto a hacer lo mismo. Y agregaba otras cosas y acatamientos en

la misma vena, enfatizando mi absoluta libertad de disponer conforme mi mejor juicio

y mi total voluntad sobre los preparativos y disposiciones hechos en mi beneficio.

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Sin ser una persona sentimental, me conmovió saber acerca de esas confidencias que

Giuseppe había hecho sobre mí a don Hernando.

Solamente me quedaba esperar, y esperar y seguir esperando.

En medio del sentimiento de pérdida por nuestro generoso amigo y benefactor, sentía

que aún estaba con nosotros, que en cualquier momento aparecería y platicaríamos

como nos habíamos acostumbrado a hacer.

Y así, el tiempo transcurría, Catalina no aparecía, y día a día yo estaba seguro que ese

sería la fecha en que volvería a verla.

¿Cuánto tiempo transcurrió así? No lo sé.

Estos periodos se caracterizaban por recorridos de ida y vuelta, de mis aposentos a la

casita, de la casita chiquita y muy blanca, y ahora muy vacía, a mis aposentos. Y

ocasionales paseos por las callejuelas de Valladolid.

No era vida, era mera sobrevivencia, era la angustia inherente a la espera, y el

disfrazado miedo a lo desconocido o inesperado.

Un día, llegó el aviso del arribo de un mensaje.

Sebastiano fue a recogerlo y trajo un pequeño paquete con documentos y un mensaje.

El recado venía en el papel de calidad que ya nos era conocido, supuse era la

prometida comunicación acerca del resultado de las gestiones que don Hernando

había realizado para Giuseppe en mi beneficio. El mensaje, en el que repetía

la seguridad de su alta estima y demás, informaba que en los documentos adjuntos

estaban las provisiones que don Giuseppe Girolamo Fontanarosa le había encargado

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ejecutar y unos vidrios que se habían olvidado de mandar en la remesa anterior,

vidrios que pertenecían al buon amico Sebastiano, así como una misiva personal que el

propio Giuseppe mandaba a mi atención, nota que había escrito dos días antes de su

repentino fallecimiento.

Entregué los vidrios a Sebastiano y me dispuse a leer el mensaje que había enviado

Giuseppe.

Comenzaba dirigiéndose a mí como “Il mio figlio”. Nunca lo había hecho, nunca me lo

había dicho; yo me consideraba como su compañero, su amigo, su confidente y su

socio, pero para él era como si fuera su hijo.

Continuaba agradeciendo a Dios la oportunidad de haberme puesto en su camino y

algunas otras cosas por ese estilo.

Que sintiendo que su muerte se acercaba, quería expresarme su última voluntad y

disposiciones con la certeza de que las aceptaría y procedería para bien.

Que había solicitado a don Hernando que hiciera los trámites requeridos para que los

fondos depositados con Donato Capateli en el Puerto de Palos fueran transferidos a

una casa financiera de su confianza en Valladolid y puestos a mi entera disposición, lo

cual don Hernando había realizado y en los documentos anexos se encontrarían los

documentos requeridos para tal efecto.

Que sabía que haría buen uso de ellos y los utilizaría juiciosamente sin causar perjuicio

a ninguna persona. Que deseaba me mudara tan pronto lo considerara conveniente

y tomara posesión de la propiedad que había transferido a mi nombre en la dicha

ciudad de Valladolid, y que podría disponer de ella a mi entera voluntad.

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Los documentos y pliegos relativos a la trasferencia de la propiedad estaban también

incluidos en el paquete que se adjuntaba.

Que me ocupara y vigilara el progreso de il buono di Sebastiano en su paso por la

escuela naval de su elección y procurara, si así lo quisiera, establecer un fondo que

asegurara su futuro.

Que consideraba que las joyas y cualquier cosa que tuviera que ver con don Nuño de

Guevara y se esposa doña Isabel, eran objetos malditos y lo mejor era deshacerse de

ellos y el producto de su comercio dedicarlo a alguna obra de caridad verdadera.

Que en el arcón de sus documentos había guardado un envoltorio en paño color verde

oscuro.

Que en ese paño estaba una pintura, un retrato de su persona que se le había hecho

cuando era Condestable y que era su deseo y se atrevía a decir orden, que se quemara,

destruyéndolo totalmente, sin que Catalina lo viera o volviera a verlo jamás.

Que requería que esto fuese hecho sin dilación alguna y que Catalina jamás debía

saber de ello, y por lo mismo, esta carta debía ser consumida totalmente por el fuego

para que no quedara rastro alguno sobre la mencionada pintura ni la carta ni

disposición alguna al respecto.

Que eso era su deseo y voluntad indiscutible.

Los párrafos finales eran como el impacto de un escopetazo:

Que me encomendaba que cuidase y proveyese de todo lo que Catalina requiriese, que

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nunca faltara alimento sobre su mesa, ni ropa sobre su cuerpo, y que por sobre todo,

nunca la lastimase ni de obra ni de omisión, ni de ninguna otra manera.

Y, lo más sorprendente de todo, en el párrafo final, Giuseppe rogaba a Dios y a mí que

rezara por el perdón por sus iniquidades y pecados, y en italiano concluía con el

siguiente párrafo: “conosca lui; Catalina e la mia figlia, de la mia anima”.

Yo, que creía que nada podría sorprenderme, estaba equivocado, muy equivocado,

totalmente equivocado: Catalina era su hija; hija de su sangre, así lo había escrito, así

lo ha revelado; me ha encargado su cuidado.

Catalina Fontanarosa.

Esa demoledora revelación inesperada muchas cosas explicaba, pero más aún dejaba

en el aire.

Concluía su mensaje con una Cruz, como parte de la firma:

Reflexioné que en la familia Colon el sentido religioso, el creer que eran elegidos o

enviados por Dios, era parte integrante de su idiosincrasia, era un íntimo

convencimiento personal que proporcionaba una pasión y entrega singulares.

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Aún sin reponerme o asimilar cabalmente las implicaciones de este nuevo

conocimiento localicé en el arcón el envoltorio que me había indicado y ahí estaba,

cubierto por un fino paño verde que resguardaba el secreto.

Cuidadosamente lo desenvolví y efectivamente era una pintura, un retrato de

Giuseppe.

Me acerqué hacia la ventana en busca de mejores condiciones de luz; la pintura estaba

en tonos oscuros, en una magnífica técnica y de gran similitud con el que fue modelo

del artista.

Llamó mi atención una protuberancia en la parte posterior del marco superior.

Roté la pintura sobre su eje, advirtiendo que el soporte interno en la parte superior

había sido reformado a manera que pudiera doblarse la tela de la pintura, para que

quedase oculta sin destruirla.

En ella se apreciaba, cubierta de polvo y con alguna que otra telaraña, una leyenda

escrita por el pintor, que no se removió, ni eliminó, sino solamente se ocultó.

Cuidadosamente, desprendí el marco labrado y recubierto con finas hojas de oro y

ante mi vista estaba el retrato de Giuseppe resplandeciente en su uniforme naval, con

la mirada penetrante, que le fue característica.

Le leyenda claramente decía: Giuseppe Girolamo Fontanarosa Primer Condestable de

la Armada Imperial, seguida de una ininteligible explicación y rubricada por una firma

que inmediatamente reconocí

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La firma del Emperador don Carlos.

Pensé que seguramente no era genuina sino fue copiada por el pintor y de alguna

manera, quizá, Giuseppe sintió que copiar una firma era un insulto.

No entendía porque Giuseppe había querido ocultar esta leyenda. ¿Por qué la

encubrió?

¿Por qué retiró la pintura en cuanto se dio cuenta que Catalina, la observaba?

¿Porqué quería ahora destruirla?

La leyenda podría dar alguna explicación. Sebastiano había dejado sus vidrios encima

de la mesa, los tomé y aplique a cada centímetro de las letras que conformaban la

leyenda.

No encontré nada fuera de lo ordinario, algún añadido o modificación a los trazos

realizados por el pintor.

Todo parecía estar como en su origen.

Como es costumbre aceptada en Europa, muchos pintores suelen colocar leyendas

descriptivas en su trabajo; no recordaba en donde, pero recientemente había visto un

retrato de Don Juan de Austria, hijo natural, reconocido por el Emperador, que tenía

una leyenda descriptiva similar a la que ahora me ocupaba; mas no encontraba yo

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nada en la descripción en este retrato que pudiera presentar algún inconveniente para

Giuseppe.

Solamente él lo sabía y con su fallecimiento el conocimiento había desaparecido.

Reflexioné que específicamente había indicado que ni Catalina lo viese, ni supiese de

su existencia.

Razones debe haber tenido.

En este caso, consideré que ni soy nadie para pretender descubrirlas, ni podía hacerlo;

solamente tenía la obligación de seguir las disposiciones tan claras que me había

dejado, no cuestionar los motivos o los porqué.

Volví el retrato a su posición original y entonces advertí que en la mano diestra tenía

pintado un anillo en el que se adivinaban algunos signos.

Tomando otra vez los vidrios de Sebastiano, los examiné con cuidado.

Resaltaba una cruz, el resto no estaba claro aún con los vidrios que magnificaban las

dimensiones; eran trazos muy pequeños, pequeñas partículas de pintura que sugerían

signos.

Trazos que parecían conformar un imaginario triángulo.

De pronto, como un relámpago identifiqué esos trazos, esas pequeñas partículas de

pintura; era la firma de Giuseppe, ahora estaba seguro, la firma que posiblemente

Catalina conocía y podría identificar como perteneciente a su padre, identificación que

Giuseppe había querido evitar y que ahora me ordenaba destruir.

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¿Sabría Catalina quien había sido su padre? Giuseppe mismo, ¿se lo habría revelado?

No lo sabía y no tenía modo de saberlo; ni pretendería hacerlo, y aunque Giuseppe,

que en otras cosas había sido tan claro y específico, en el final de sus días reveló que

Catalina era su hija, nunca insinúo que ella lo supiera ni indicó su deseo de que se

enterara, ni antes ni después de su fallecimiento.

Y aunque mis instrucciones no indicaban nada en este aspecto, creía interpretar el

deseo de Giuseppe no siendo yo quien la enterara de ese hecho.

Por lo mismo, tendría que esperar a que el tema surgiera cuando y si Catalina lo

mencionaba y ya se vería que procedería hacer o decir.

Ahora, lo que tenía que hacer era dejar de lado las especulaciones, seguir las

instrucciones recibidas y quemar la pintura.

Decidí hacerlo la mañana siguiente, una vez que hubiera mudado mis magras

posesiones, mis libros y documentos, dibujos y demás papeles a la que ahora sería mi

casa.

Sebastiano apareció con la cara enrojecida y las pecas en evidencia informándome que

tan pronto se recibiera el colgante, lo entregaría a la esclava Serafina.

Después, iniciaría su jornada hacia La Coruña a su carrera de marino, preguntando que

si al terminar podría regresar aquí y permanecer conmigo.

Con lo que estaba constituyéndose como malsana costumbre, nos abrazamos

emotivamente mientras que le decía enfáticamente que sí, que esta era su casa y que

podía volver cuando quisiera.

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Afortunadamente, para el cabal cumplimiento de las indicaciones recibidas, la pintura

ya estaba en el arcón y Sebastiano no la vio durante todo este despliegue emotivo.

Ofreció acompañarme cuando yo lo dispusiera a traer mis cosas e instalarme en mi

nuevo domicilio y salió a caminar diciendo que era un hábito que había adquirido con il

Capitano.

Quedé solo con mis pensamientos, pero no en soledad, si es que me explico, Giuseppe,

estaba conmigo, y en ese momento supe que jamás, pasara lo que pasara, estaría solo,

jamás conocería la soledad.

A la mañana siguiente llegó el paquete con el colgante de doña Josefa y Sebastiano

partió a entregarlo a Serafina como se lo había propuesto.

Durante su ausencia quemé la pintura y la carta, y mientras el fuego de la chimenea se

encendía y se ponía a punto, en un impulso raro, de esos que surgen demasiado a

menudo dentro de mí, hice un dibujo del retrato del Primer Condestable de la Armada

Imperial, que conservo como un tesoro, pues, no siendo un buen dibujante, el

parecido que logré es en realidad notable.

A su regreso, Sebastiano me acompañó a recoger mis pertenencias y me instalé en la

casita chiquita y muy blanca, en la habitación contigua a la que había sido la alcoba

que ocupara Giuseppe. Me pareció algo cercano al sacrilegio ocupar la que había

sido su aposento.

Cuando hubimos terminado los reacomodos que juzgamos necesarios, llegó Matilda, la

sirviente que Sebastiano había arreglado para que atendiera mis necesidades y se

hiciera cargo de la casa.

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Matilda, una gruesa matrona de abundante presencia, natural de Aranjuez, familiar de

Sebastiano, viuda con un hijo emigrado a Jamaica que servía en la casa del gobernador

Francisco De Garay; hasta el presente día había estado con una familia de Valladolid

que había partido en busca de fortuna en América.

Y así se iniciaron los demás días del resto de mi vida.

¿Quieren saber que pasó con Catalina?

Cordialmente les invito a Valladolid.

Les invito a disfrutar una taza de espumante xocolatl que ahí se prepara como en

ningún lugar del Viejo y del Nuevo Mundo.

Acompañados de unos pastelitos que palabra alguna puede describir.

Cordialmente, les invito a visitar la casita chiquita y muy blanca.

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