El tesoro de los indios

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Los Pentasónicos Pentasónicos Inés Gregori Labarta y Javier Gregori edebé El Tesoro de Indios los

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aventura, entretenimiento

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Los PentasónicosPentasónicos

Inés Gregori Labarta y Javier Gregori

edebé

Los PentasónicosPentasónicos

3. El Tesoro de los Indios

Una serie de sueños inquietantes asaltan cada noche a Jaime,uno de los cinco miembros del grupo musical Los Pentasónicos.A pesar de ello, la vida cotidiana del instituto sigue su cursonormal: las clases, los exámenes, las peleas con sus enemigosdel Escuadrón del Ruido… Hasta que Jaime acaba relacionandoesos sueños y pesadillas nocturnos con otros hechossorprendentes que le van sucediendo en el insti: un mapa quealguien le ha deslizado dándole el cambiazo, una preciosa plumade ave, un misterioso personaje que le protege… Pronto LosPentasónicos acaban atando cabos y deducen que… ¡¡¡tienen ensus manos el mapa del tesoro de los indios!!!

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Inés Gregori Labarta y Javier Gregori

Ilustraciones de Juan Antonio Peña

edebé

Colección

ó

de los INDIOS

ElTesoro

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transfor-mación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos - www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen-to de esta obra.

Proyecto: Grupo edebéDirección editorial: Reina DuarteDiseño: Luis VilardellIlustraciones: Juan Antonio Peña

© texto, Inés Gregori Labarta y Javier Gregori Roig, 2010© edición: edebé, 2010Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

ISBN 978-84-236-9627-7Depósito Legal: B. 25495-2010Impreso en EspañaPrinted in SpainEGS - Rosario 2 - Barcelona

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Aquella noche Jaime tuvo un sueño: un caba-

llo salvaje atravesaba al galope una pradera verde.

Todavía oía golpear con fuerza los cascos

sobre la hierba, cuando sonó el despertador y se

borró todo de un plumazo. La pradera verde. El

caballo. La niña que cabalgaba escondida en un

costado del lomo…

¿La niña?, ¿de qué diablos estaba hablan-

do? En su sueño no había ningún ser humano.

Todo era verde y había una potente luz blanca,

como la del foco de un teatro, que apuntaba al

caballo y destacaba su esbelta figura del resto

del escenario.

sa mañana Jaime tenía un examen

de química y pronto se olvidó de su

sueño. Se le había atragantado la tabla

periódica de los elementos químicos y,

cuando intentaba reproducirla en un folio en

E

Capítulo 1Capítulo 1

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blanco, siempre se olvidaba de un montón

de datos y acababa tirando el papel con

rabia por la taza del váter.

Menos mal que a Miguel, el que tocaba el

clarinete en Los Pentasónicos, su grupo de

música clásica, se le había ocurrido una

idea.

—Es muy fácil, chaval —le soltó con su

habitual y desagradable sonrisilla de chico

listo—: fabrícate una chuleta y siempre ten-

drás a mano los datos de los elementos quí-

micos cuando tengas que hacer el examen.

—¡Ya entiendo! —le contestó Clara, la

flautista del grupo y enemiga número uno

del clarinetista—, por eso acabas de batir

este año en el instituto el récord de ceros.

—Bueno…, es que… —Miguel trató de

disculparse—, me faltaba perfeccionar el

sistema de camuflaje de la chuleta y eso

lleva su tiempo. ¿A que sí?

—¿Y ya lo has conseguido?

—Por supuesto, Jaime, ¿con quién te

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crees que estás hablando? El truco consiste

en no usar papel blanco, sino marrón claro,

para que la chuleta en cuestión se pueda

camuflar perfectamente con el color de tu

mano.

Jaime estaba tan desesperado que,

excepcionalmente, decidió seguir el conse-

jo de Miguel, pero, como era la primera vez

que utilizaba una chuleta, los nervios le

jugaron una mala pasada. Nada más sentar-

se en el laboratorio de química todo su

cuerpo empezó a temblar sin que pudiera

evitarlo, y su cuello tampoco dejó de mover-

se de un lado para otro porque tenía la

impresión de que todo el mundo lo estaba

mirando.

—¿Qué pasa, Jaime, estás enfermo? —le

preguntó por lo bajini Rosa, la pianista de

Los Pentasónicos.

—No me pasa nada… Sólo estoy un

poco nervioso, por lo del examen y eso…

El profesor de química depositó con

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solemnidad la hoja del examen sobre la

mesa de Jaime y éste intentó concentrarse

en lo que tenía delante. Primer ejercicio,

segundo, tercero… ¡Aquello era una especie

de jeroglífico egipcio! Por más vueltas que le

daba, no entendía nada de nada. Los latidos

de su corazón se dispararon, la vista se le

nubló y empezó a verlo todo borroso. Menos

mal que tenía la chuleta escondida entre los

dedos de su mano izquierda. El truco de

Miguel estaba funcionando. Jaime desplegó

el papel marrón sin que nadie se diera cuen-

ta y… ¡allí no estaba la tabla de los elemen-

tos químicos que él había copiado la tarde

anterior con extremo cuidado! ¿Serían los

nervios los que le hacían ver alucinaciones?

Jaime se acercó un poco más la chuleta y

descubrió, con honor, que alguien le había

dado el cambiazo. ¿Fue el cachas moreno

con el que había tropezado en el pasillo y

que casi lo había tirado al suelo? Ahora que

lo pensaba nunca lo había visto antes por el

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instituto… Seguro que era un poli de prácti-

cas camuflado y con la misión de descubrir

a los copiones. Pues menuda faena.

—Jaime, te noto algo raro —le gritó el

profesor desde una esquina del laborato-

rio—, normalmente no paras de escribir y

hoy no has tocado el boli. ¿Te has quedado

en blanco, o qué?

—¡Tiene una chuleta, tiene una chuleta!

—empezaron a reírse los de siempre: Kurro

y Pepo.

Pertenecían al Escuadrón del Ruido, el

grupo de rock duro del instituto y odiaban a

Los Pentasónicos desde que ambos grupos

quedaron empatados y les dieron el primer

premio en el último concurso musical del

centro. Ellos estaban acostumbrados a ganar

siempre, porque… ya se encargaban antes

de que no se presentase ningún otro candi-

dato.

El profesor de química se dirigió como

una flecha a la mesa de Jaime nada más oír

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la palabra «chuleta», pero Miguel le puso la

zancadilla y acabó estampándose contra el

pupitre de Clara.

—¡Hala, profe, que me estropea la per-

manente… y me costó una pasta! —se

quejó la flautista tras el impacto.

—Jaime, aprovecha la ocasión y cómete

el papel —le advirtió Rosa a toda prisa—. Si

te lo pilla, no volverás a aprobar esta asig-

natura hasta que las piedras tengan acné.

—No puedo.

El profesor se levantó del suelo maldi-

ciendo en suahili.

—¿Cómo que no puedes? —le volvió a

preguntar Rosa.

—Es que… no es una chuleta, sino un…,

un…, un mapa.

El profesor de química se alisó la cha-

queta, se puso sus gafas de ver de cerca y

le arrancó el papel de la mano a Jaime.

—De verdad, profe, no sé qué hacía este

papel en mi mesa…

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—¡Esa excusa está muy vista! —le soltó

a bocajarro Borja, el chuleta del instituto y

líder del Escuadrón del Ruido—. ¿Por qué

no cambias de táctica? Por ejemplo, pue-

des decir que unos alienígenas invisibles

acaban de entregarte ese mensaje que con-

tiene el plano de la más potente pistola de

rayos láser de la galaxia.

—Menos guasa, Borja, que este asunto

es muy serio —le cortó el profesor—. ¡Y los

demás dejad de reíros o… pongo un sus-

penso general!

—Yo creo que es un mapa —intervino de

nuevo Jaime.

Lo del «suspenso general» suponía estar

todo el verano haciendo problemas de quí-

mica y eso no le atraía en absoluto.

—Sí, parece que tienes razón… Aquí hay

dibujado un castillo…, un río y… un puente.

—Ese papel es para despistar —gritaron

Kurro y Pepo, que de tanto repetir curso se

las sabían todas—. La chuleta la tiene guar-

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dada en el bolsillo izquierdo del pantalón.

Jaime no tuvo más remedio que vaciar

todo lo que llevaba en sus bolsillos, pero el

profesor no encontró nada sospechoso.

—Kurro…, Pepo…, ¡tenéis dos negativos

por acusar en falso a un compañero! —les

comunicó el docente antes de ordenar que

continuase el examen.

—¡Fantástico! —se rieron ambos—.

¿Cuán tos necesitas para que te expulsen de

clase? Es que están dando por la tele un

Brasil-Argentina y no nos lo queremos per-

der.

Pero esta vez nadie se carcajeó con la

nueva payasada de los del Escuadrón del

Ruido. Estaban demasiado ocupados copiando

las soluciones de la única fuente fiable: el exam-

en de Rosa.

—¡Seréis mamones! A ver si estudiáis un

poco y me dejáis tranquila —se quejó la

copiada mientras el profesor llevaba a Kurro

y a Pepo al despacho del director.

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—¡Jaime, eres un desagradecido! —le

echó en cara Miguel nada más salir del

laboratorio de química—. Te salvo la vida

poniéndole la zancadilla al lunático y tú…, tú

no eres capaz de pasarme la chuleta ni un

segundo.

—¡¡¡Es que alguien me ha dado el cam-

biazo antes de entrar al examen!!! Yo creo

que ha sido un policía que…

—Tú flipas, chaval… ¿Cuántas pastillas

tranquilizantes te has tomado para desayu-

nar?, porque nervioso estabas un rato.

Rosa se les acercó por detrás y le pidió a

Jaime ese papel tan raro que todavía lleva-

ba en la mano.

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—Tienes razón: parece el mapa de algo

que está enterrado.

—¿Enterrado?, ¿cómo lo sabes? —se

extrañó Jaime.

—Por esa cruz —continuó Rosa mientras

le daba vueltas al papel— que alguien ha

dibujado cerca del puente del río.

—Ya lo tengo: ¡es el mapa de un tesoro!

Rosa y Jaime taponaron la boca de

Miguel, pero ya era demasiado tarde: el grito

se había oído en todo el patio del instituto y

los del Escuadrón del Ruido ya corrían hacia

donde ellos estaban.

—Atención, Pentasónicos, dispersaos

—les ordenó Rosa—, y tú, Jaime, guarda el

mapa en el sitio más raro que se te ocurra

antes de que te atrapen esos energúmenos

sin cerebro.

Jaime abrió con rapidez el estuche de

su viola y escondió el mapa en el interior de su

ins trumento. Estaba completamente seguro

de que los alumnos de su instituto tenían

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manía a la música clásica y, por lo tanto, a

nadie se le ocurriría hurgar ahí. Un poco

más tranquilo decidió buscar un sitio segu-

ro para poder descansar de las intensas

emociones del día, pero, a la entrada de los

servicios para chicos, le estaba esperando

el mismísimo Borja.

—Sabía que te encontraría aquí, tu olor a

cobarde es inconfundible.

—El mapa lo tiene Rosa —Jaime intentó

escabullirse como pudo.

—Eso puede esperar, pero la conferencia

sobre los pueblos indígenas, no. Empieza

dentro de cinco minutos y la de historia nos

obliga a ir a todos, menos a ti, ¿verdad?

—Es que tengo clase de repaso de in -

glés.

—Pues te propongo un trato: tú vas a la

conferencia por mí y yo, a cambio, no te des -

tro zo este instrumento tan chillón que llevas

colgado a la espalda, ¿de acuerdo?

—¿Y cómo vas a hacer la redacción que

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hay que entregar mañana sobre lo que

digan en la conferencia?

—Jaime, mira que eres tonto: tú la harás

también por mí, si quieres recuperar tu arte-

facto musical, ¿entendido?

Y Borja se fue al bar del instituto a celebrar

que se había librado del tostón de la confe-

rencia que iba a dar una señora que acababa

de regresar de la selva del Amazonas.

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Sonido I: Avesde pico metálico

rimero sólo existe un sonido.

Bum. Bum. Bum.

Suena con tanta fuerza que puedo

sentir cómo mi cuerpo se estremece a cada

nuevo golpe.

Bum. Bum. Bum.

Es un sonido perfecto, sincronizado, no

hay ni un antes ni un después, simplemente…

Bum. Bum. Bum.

Es agradable. Y tan poderoso, que

podría mover el mundo y a todas sus criatu-

ras, o al menos así lo siento yo.

Tardo tiempo en darme cuenta de que se

trata de mi propio corazón.

Nuevos sonidos llaman mi atención.

Un silbido mágico, a ratos grave y a ratos

P

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agudo, que de improviso se transforma en

múltiples crujidos, como vocecillas que for-

man un coro. El viento que juguetea entre

las hojas.

Una risa, fresca, que nunca se detiene,

pero que se modula constantemente. Un so -

nido escurridizo e imposible de atrapar.

Imperecedero. Es el río de las piedras amari-

llas y bulle con los chapoteos de la alegre tru-

cha arco iris en su interior.

Entonces siento algo cálido y huesudo

que se aferra a mi mano. Tengo un nuevo

estremecimiento… Enseguida me tranquilizo.

Luna de los Espíritus pretende llevarme a

algún sitio.

Me dejo conducir sin miedo.

Un roce seco, vacilante, a veces más

fuerte o más débil, el de mis tehuas* al

andar. Los suyos apenas puedo escuchar-

los, un leve soplo entre la hojarasca, como

si sólo rozase el suelo. ¿Es así como andan

los espíritus…?

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Caminamos un rato más.

De repente, el río canta su canción de

vida más fuerte, acompañado por tantos

sonidos, que casi me siento agobiado al tra-

tar de distinguirlos a todos.

El canto agudo del pájaro de plumas

amarillas y el de los pequeños pajarillos par-

dos le responden sin cesar. El aleteo de sus

plumas gráciles que puede llevarlos hasta

las nubes. Las crías pían desde sus nidos,

pidiendo comida, quieren crecer pronto

para poder volar. Los viejos árboles, que

respiran cansinamente entre crujidos de

madera seca. Unos toques rápidos y asus-

tadizos, tal vez un pequeño zorro gris que

regresa apresuradamente a su madriguera,

huyendo de la molesta luz del sol. El zumbi-

do constante, signo de trabajo duro y dulce

recompensa. Un sonido que recoge la ale-

gría de cientos, en un himno común. El

panal de abejas cercano. Un rugido lleno de

orgullo, el de un cola corta* que domina en

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las profundidades del bosque. Le temo, a

pesar de que sé que está muy lejos. Pero

enseguida le interrumpe un chillido mucho

más poderoso: un águila, que puedo sentir

planeando sobre nuestras cabezas, trae

consigo el frío de las montañas del norte.

Sonrío. Luna de los Espíritus debe de

haberla llamado para que nos proteja en

nuestro improvisado viaje.

Todo esto se confunde en un único soni-

do, el latir del corazón del bosque, el zum-

bido de la vida.

Aunque poco a poco esta maravillosa

melodía se va debilitando. La risa del río

suena cada vez más lejana, y ahora es sólo

un murmullo. El pájaro de plumas amarillas

ha volado lejos, llevándose a sus ruidos

aduladores.

Ahora nuevos sonidos. El de las cigarras,

que parecen muy afanadas en producir su

canto, sin percibir lo monótono que resulta.

Después se escucha el sonido del viento.

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Pero ya no es un viento indómito que sobre-

vuela por encima de las altas copas de los

árboles, tratando de alcanzar la morada de

Kitzihaiata*. Ahora que ha descendido al

suelo, se arrastra servilmente por los hierba-

jos y juguetea entre mis tobillos.

Crujidos de madera. No el agradable res-

pirar de los ancestrales árboles, sino el triste

golpe de una madera muerta y seca. Un agua

se remueve con el aire, pero es un sonido

sordo, de agua estancada, prisionera. Dis -

creto lamento. Un bufido y pequeños soni-

dos metálicos. Sin duda un caballo viejo

atado a un poste. Estos sonidos ya no son

libres y grandes como los de antes, sino

modestos y reprimidos. Incluso los pájaros

parecen cantar con reparos, incómodos,

apenas unos pocos chillidos sueltos que

carecen de armonía.

¿Dónde estoy?

Luna de los Espíritus anda más rápido.

Ya puedo escuchar sus pasos con claridad.

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Ahora que estamos fuera del bosque tiene

que caminar por el suelo. Me hace pasar

por algo estrecho, y yo empiezo a incomo-

darme. ¿Dónde estamos…? Voy a hablar,

pero de mi garganta sólo sale un débil que-

jido…

¡Acabo de escuchar otro sonido!

Es muy extraño y horroroso. Chirriante,

se fragmenta con fuerza y luego se recom-

pone, una rarísima melodía ensordecedora

que no tiene ninguna lógica y me desagra-

da. Sobre todo, porque no pertenece a las

cosas que conozco, ya que nunca en la vida

he escuchado aquello que lo produce.

Además, un sonido desconocido es sin

duda señal de peligro. Y me hace ponerme

alerta inmediatamente.

Abro los ojos, y entonces el hechizo se

rompe.

Al principio no veo nada. El sol, potente

en la Luna en que los días se alargan*, me

da de lleno, así que he de cerrarlos de

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nuevo. Me restriego el rostro con fuerza y

pruebo otra vez.

Estoy…, estoy encogido junto a la pared

de un gigantesco utinekane* ceremonial de

hombres blancos, aunque ni siquiera sé si

puedo llamarlo así, ya que ellos ni se moles-

tan en encender el fuego sagrado*. Hay

muchos utinekanes viviendas rodeándome,

y me dan miedo. Las curiosas aberturas que

poseen por doquier me parecen centenares

de ojos mirándome. Siento el bosque muy

lejano, y la tierra que piso es árida. Y ese

horrible sonido me está volviendo loco…

—¡Luna de los Espíritus! ¿Qué…? —pre-

gunto en un susurro.

Aunque nos encontremos bajo el res-

guardo del muro y escondidos, comprendo

que estoy en medio de una población de

hombres blancos, donde probablemente no

seamos muy bien recibidos, y menos en

medio de una de sus ceremonias sagradas.

Pero al mirarla se me escapan las palabras.

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Ella está con las manitas agarrada al

muro, y los ojos fijos en la pared, muy quie-

ta, callada, expectante… casi…, ¡casi como

si le gustara! Por un momento la sorpresa

me inmoviliza. Ella vuelve a agarrar mi

mano, y noto que la suya está temblorosa.

Me la aprieta. Está diciéndome: «Es maravi-

lloso. Es maravilloso… ¿No puedes enten-

derlo?».

—Lo único que entiendo es que, como

no nos vayamos pronto de aquí, tendremos

problemas —musito.

Me levanto, y tiro de ella.

—Vamos…

Pero se niega, aferrándose a la pared.

¿Cómo puede gustarle ese sonido tan

horrendo? Es como si un millón de aves de

pico metálico graznaran a la vez, constante-

mente, sin permitirse ni siquiera un descan-

so. ¡Es agotador! ¿Y eso era lo que quería

enseñarme? Me siento algo decepcionado.

Cuando vino hace un rato, orgullosa de su

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descubrimiento, yo pensé en algo grande.

Un sonido realmente maravilloso. Pero… el

nido de pájaros metálicos que tienen los

blancos en su utinekane de ceremonia…

¡Parece la broma de un manitú* travieso!

La arrastro. Por mucho que se resista, su

cuerpo es pequeño y débil, apenas unos finos

huesecillos cubiertos por una capa de enfer-

miza piel. La obligo a seguirme. Empieza a

gruñir, contrariada.

—Shhh…, silencio… ¿Quieres que nos

descubran? —intento taparle la boca con la

mano.

Ella quiere morderme, se enfada, y

empieza a berrear.

—¡Silencio! —estoy tratando de escabu-

llirme del viejo campamento de los hombres

blancos.

Si nos oyen nos meteremos en un lío.

Menos mal que ya he estado otras veces

aquí, y sé que la salida está cerca. Tenemos

que regresar al bosque cuanto antes…

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De repente oigo unos pasos. Los tehuas

de los hombres blancos son duros y muy

ruidosos. Pero eso significa también que

nos han descubierto. Me vuelvo, contraria-

do. Tres niños. Más pequeños que yo. El

más alto no me llegará ni a la nariz, eso

seguro. Han debido de oír a Luna de los

Espíritus, y ahora que nos han visto, se

detienen a una distancia prudencial.

Nos miramos. Clavan en mí esos ojos tan

claros que tienen. Sus pieles son de un

blanco enfermizo, como la de Luna de los

Espíritus, pero el fuerte sol de esta Luna* las

pone de un color rosado, hasta rojizo.

Tienen manchas en la cara, puntitos naran-

jas, y sus narices son demasiado largas. Su

pelo es color tierra del camino, y corto,

como si sus padres hubieran muerto, aun-

que ya sé que no es así. Visten ropas pesa-

das, sin adornos ni tejidos protectores. Son

feos. Y en sus ojos distingo la hostilidad.

Pero no pienso apartar la mirada. Porque

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noto su desafío. Al final uno de ellos, el

mayor, el único que me mantenía la mirada,

mira hacia otra parte. Suficiente. Me doy la

vuelta. Sólo pretendo regresar a casa con

Luna de los Espíritus, que al darse cuenta

de que hay gente se ha quedado totalmen-

te paralizada. Ahora sí que tengo que arras-

trarla de verdad.

Andamos un par de pasos. Oigo a los

niños blancos hablar a mis espaldas. No

puedo distinguir lo que dicen. Ni una pala-

bra. Sólo sus vocecillas agudas, como el

chillido de una fea zarigüeya. Entonces

Luna de los Espíritus gime. Suena algo que

acaba de caer al suelo. Inmediatamente me

doy la vuelta. El niño mayor aún tiene la

mano levantada y sonríe con sorna. Acaba

de tirarle una piedra a Luna de los Espíritus.

Le miro rabioso. Ahora, el pequeño, que

hasta entonces había estado agachado

como buscando algo en el suelo, le lanza

otra piedra a mi amiga. Por supuesto, ella

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no puede esquivarla, y le da en un brazo.

Empiezo a ponerme furioso.

—¡Eh, dejadnos en paz! —procuro que

mi grito suene lo más amenazador posible,

puesto que sé que no pueden entenderme.

Pero se ríen aún más. Y ahora también

me tiran piedras a mí. Ya no son tres niños,

cuento siete. No estoy seguro de cómo

actuar. Sé que debo marcharme de una vez.

Estos pequeños diablos blancos pueden

volverse peligrosos. Además me han pillado

en su campamento.

Uno ha conseguido dar de nuevo a Luna

de los Espíritus en la cabeza, y parece que

la herida sangra. Ella, que ni siquiera sabe

de dónde le ha venido, está asustada y se

echa a llorar. Y ese horrible silbido metálico

que no cesa… y las risas crueles de los feos

niños blancos…

No sé cómo ha ocurrido, pero de repen-

te estoy encima del mayor, el que lanzó la

primera piedra a Luna de los Espíritus, gol-

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peándole con todas mis fuerzas. Al principio

se revuelve debajo de mí, pero ni sus punta-

piés ni sus débiles puños pueden hacerme

daño. Me agarra del pelo y tira de él, yo le

meto un buen puñetazo en la cara. Los

otros niños me rodean, sólo veo caras, ros-

tros hostiles, que se ríen y me señalan. ¡Los

odio! ¡Y no puedo soportarlos! Sigo gol -

peando, cada vez con más fuerza, como si

así pudiera borrar todas aquellas caras son-

rientes de una vez. El chico tiene el labio

partido, ahora parece más asustado.

Disfruto sintiéndome superior. Y no pienso

parar ahora. Sólo veo la sangre en la frente

de Luna de los Espíritus. Rabia.

Otra gente nos rodea, pero ni me doy

cuenta. Sólo cuando siento cómo me agarran

de los brazos a la fuerza, mientras que el

chico que hay debajo de mí solloza muerto

de miedo, yo… puedo ver su rostro man-

chado de sangre también.

Al fin la horrible música ha cesado, y

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experimento algo parecido al alivio. Intento

sin éxito deshacerme de los brazos que me

aprisionan, me revuelvo. Hay varios hombres

blancos fuertes a mi lado, que me gritan y me

zarandean. Pronto me doy cuenta de que

poco voy a poder hacer contra ellos. Los

niños corren hacia las mujeres blancas, que

también están allí, a cierta distancia. Se refu-

gian en sus faldas. ¡Cobardes! ¡Me han tendi-

do una trampa! Y en las miradas de todos…

ese miedo, ese desprecio…, la absoluta

repugnancia con la que miran a Luna de los

Espíritus, que solloza encogida en un rincón.

Grito, me revuelvo furioso. El hombre que me

sujeta me golpea en la cabeza. Veo borroso,

todo vibra. Ahora está diciendo algo. Entien -

do las palabras niño, hijo y maldito, porque

son las que más repite.

Luna de los Espíritus ya no solloza, gime

desesperada. Otros hombres se han acer-

cado a ella, pero parece que no se atreven

a tocarla.

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Page 30: El tesoro de los indios

—¡De… dejadla en paz! —sé que no pue-

den entenderme—. ¡Dejadla en paz o ten-

dréis que véroslas conmigo...!

No dejo de revolverme, hasta que un

segundo hombre me pega otro golpe, esta

vez en el estómago, que me corta la respi-

ración. Siento que las rodillas me fallan.

Pero el que me sujeta me tira del pelo con

fuerza, para obligarme a levantar. Aúllo de

dolor sin poder evitarlo. Impotencia.

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