El sufrimiento:¿ Silencio o ausencia de Dios?

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Revista Iberoamericana de Teología ISSN: 1870-316X [email protected] Universidad Iberoamericana, Ciudad de México México Estrada Díaz, Juan Antonio El sufrimiento: ¿Silencio o ausencia de Dios? Revista Iberoamericana de Teología, vol. IX, núm. 17, julio-diciembre, 2013, pp. 55-85 Universidad Iberoamericana, Ciudad de México Distrito Federal, México Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=125248177003 Cómo citar el artículo Número completo Más información del artículo Página de la revista en redalyc.org Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto

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Revista Iberoamericana de Teología

ISSN: 1870-316X

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Universidad Iberoamericana, Ciudad de

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Estrada Díaz, Juan Antonio

El sufrimiento: ¿Silencio o ausencia de Dios?

Revista Iberoamericana de Teología, vol. IX, núm. 17, julio-diciembre, 2013, pp. 55-85

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Distrito Federal, México

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Ribet / Vol. IX / N° 17, julio-diciembre 2015, 55-85Derechos reservados de la uia, ISSN 1870316X

El sufrimiento: ¿Silencio o ausencia de Dios?1

Juan Antonio Estrada DíazUniversidad de Granada

ResumenLa teodicea aborda una problemática irresuelta desde la losofía griega. En este artículo se tocan dos concepciones fundamentales: la salvación para después de la muerte y la salvación histórica de un mundo necesitado de redención. Mas, ambas teologías han entrado en crisis a causa del holocausto judío y de la cruz, interpre-tada como un fracaso de Jesús. Se propone un replanteamiento de la teodicea yde la cristología desde un proyecto de sentido. Esta perspectiva permite una nueva comprensión del binomio muerte y resurrección, y otra teología alternativa dela creación.

Palabras clave: sufrimiento, teodicea, cristología, teología de la creación.

1 Este estudio se inserta en el proyecto de investigación cientí ca “Las pasiones y la naturaleza humana” (Referencia FFI2010-16650 del Ministerio de Ciencia e Innova-ción de España); también en el Grupo de Investigación Antropología y Filosofía de la Junta de Andalucía (España).

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AbstractThe Theodicy is an unresolved problem since the Greek philosophy. In this article two fundamental conceptions are examined: the salvation after the death and the historical salvation of a world without redemption. Both theological traditions are in crisis because the Jews holocaust and the theology of the cross as a historical failure of Jesus. The propose of this study is to reconsider Theo-dicy and Christology from the point of view of a project of sense. This per-spective allows a new comprehension of the pair death-resurrection and an alternative theology of creation.

Key words: su ering, theodicy, christology, theology of creation.

Al menos desde Leibniz el mal ha sido uno de los núcleos de la teología losó-ca; lo ha sido para la teología porque pone en cuestión la salvación que anuncia

la religión, y mientras que en la losofía cuestiona la imagen de lo divino, tanto en el teísmo griego como en el judeocristiano. El problema central a de-batir ha sido hacer compatible la omnipotencia y bondad divinas con el mal existente en la vida humana. Ante el tribunal de la razón se discutían las dis-tintas propuestas losó cas y teológicas. En la actualidad, el problema se ha desplazado de la teodicea a la antropodicea; de la teología de lo sobrenatu-ral a las propuestas históricas de sentido; de la salvación de ultratumba a un proyecto válido antes de la muerte. Ya no es Leibniz el gran referente, sino Nietzsche, visto muchas veces desde Heidegger. El mal ya no es sólo un obs-táculo para a rmar a Dios, sino que ahora abre espacio al nihilismo moral y a una antropología del absurdo. En el presente estudio se analizan algunas de las hermenéuticas relevantes que vinculan el mal y la salvación, y cuestionan tanto las teodiceas como los proyectos de salvación que las inspiran. El pro-pósito del trabajo es ofrecer una teología alternativa a las teodiceas desde un proyecto de sentido, el cual permite una nueva teología de la creación y otra forma de enfocar el binomio muerte y resurrección. Ésta ha sido la clave de las distintas teologías que buscan resolver el problema del mal.

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Salvarse en el más allá

Salvarse es ir al cielo. Ésta es la comprensión que ha marcado al cristianismo durante siglos.2 El énfasis se pone en la muerte y en el más allá, en lo que lla-mamos “vida eterna”. De este modo, el centro de la religión se desplaza “ala otra vida” más que a ésta, la cual se percibía como un “valle de lágrimas”, incluso como un tiempo de “prueba”. La necesidad de salvación correspondía a una concepción trascendente de Dios (creador y redentor), del hombre (en pecado), y de la Iglesia como mediadora (fuera de ella no hay salvación). De ahí, la importancia del perdón de los pecados (salvarse es ser perdonado), el signi cado sacri cial de la muerte redentora de Cristo y la resurrección como el hecho salvador por excelencia. Muerte y resurrección es lo que salva, como se repite constantemente en las oraciones litúrgicas. El cristianismo es una religión escatológica, es decir, referida a los acontecimientos últimos, a los “novísimos”, a una salvación de la muerte y el pecado. Los mandamientos divinos, los de la Iglesia, los sacramentos y las prácticas religiosas son las mediaciones por excelencia para alcanzar la salvación. Religión y salvación eterna están tan vinculadas que sin la primera es excepcional alcanzar la segunda.

Esta concepción global se da también en el judaísmo y en parte en el Islam. Los tres monoteísmos parten del Dios salvador y han vinculado la salvación al más allá, a la patria celestial, al paraíso, y la muerte ha sido el gran obstáculo (“El último enemigo destruido será la muerte”, 1Co 15, 26). La resurrección es la respuesta al problema del mal (físico y moral) al ofrecer una vida plena, pues permite resolver la paradoja de a rmar que Dios salva, cuando consta-tamos la acumulación de sufrimiento que hay en el mundo. La pregunta del ateo, del agnóstico o la que tiene el creyente dubitativo y crítico es ¿dónde está el Dios que salva?; la cual no resulta fácil de responder a la luz del mundo en que vivimos. De hecho, los judíos siguen esperando todavía al mesías y la sal-vación prometida; el cristianismo, la segunda venida de Cristo, que culminará la salvación ya iniciada; y el Islam, el juicio y la salvación nal para los que

2 M. J. Borg, Hablando en cristiano. Por qué el lenguaje cristiano ha perdido su signi cado y vigor y cómo recuperarlo, ppC, Madrid, 2012, pp. 42-52. El concepto de salvación en los diccionarios de lengua inglesa está asociado al de redención y perdón de los pecados. En el Diccionario de la Lengua Española (rae) se de ne la salvación como: “Consecu-ción de la gloria y bienaventuranza eternas”, con lo que se acentúa la dimensión del más allá de la muerte.

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cumplan con los cinco pilares de la religión (las cinco oraciones diarias, el ayuno, la limosna, la peregrinación a la Meca y la profesión de fe en Alá y su profeta).

La redención que proclaman cada una de las tres religiones genera resis-tencias e incredulidad a la luz del mal actual. Las tres religiones, cada una a su manera, a rman que la salvación de Dios ya ha llegado mediante los enviados divinos: Abrahán y Moisés, los profetas, Jesús de Nazaret y los apóstoles, y Mahoma y sus discípulos. Pero para mucha gente esa salvación es más nomi-nal que real, porque el mundo sigue siendo el que siempre ha sido, ése en el que a los malos les va bastante bien y a los buenos, mal. Cuando esto ocurre, la salvación que se pregona carece de plausibilidad, pues es una a rmación no-minal que no se puede veri car, ya que en última instancia remite al más allá de la muerte y en el más acá es contradictoria. De poco sirve decir que los miembros de una religión están salvados, cuando no se percibe diferencia entre los presuntos salvados y los que no lo están. Cuando se apela al futuro para que haya salvación, sin que cambie el presente, tal propuesta se ve más como una huida irresponsable, en la línea del opio para el pueblo de Marx, que como una esperanza justi cada. Las tres grandes religiones vinculadas a la Biblia dan una respuesta común, fundamentalmente de ultratumba, desde donde ofrecen salvación a un mundo que sigue siendo irredento, marcado por el mal en sus diversas dimensiones: el sufrimiento y la injusticia. El Islam reconoce la biblia como libro revelado, ve a Abraham como padre de los musulmanes y de los judíos y reconoce a Jesús como profeta. Por eso se puede hablar de las tres religiones bíblicas, aunque el Corán (como el Nuevo Testamento para los cris-tianos) supere la Biblia y la sustituya como libro sagrado.

Para las personas que no son religiosas, y también para las que lo son pero han asumido la crítica ilustrada, la vida real dista mucho de la salvación que pregonan las religiones. Subsiste una vida malograda, sin sentido, que llevaa mucha gente a plantearse el suicidio, porque la existencia se ha convertido en una carga insoportable. En la paradoja, acabar con la vida se convierte en una fórmula de salvación: huir de lo que se experimenta como una carga inso-portable, sin refugiarse en una expectativa trascendente de salvación. El suicida es un realista pesimista: al no experimentar sentido, acaba con la vida, porque la experimenta como una carga y no como un don. La desesperación ante una vida sin sentido no está necesariamente cerrada a la trascendencia, ya que na-die puede juzgar la interioridad del suicida. Pero sí se puede a rmar que la es-peranza de “otra vida”, si es que la tiene, no le compensa para aceptar el mal de la vida terrena. Cuando la vida se experimenta como un “in erno”, acabar con ella puede ser una forma de salvarse, y la opción necró la puede justi carse

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como una opción con “sentido”. Aunque la mayoría de las personas no experi-menten la vida de forma tan negativa, porque hay muchos bienes en ella, no hay duda sobre lo indeseable de la existencia que no encaja bien con la idea de un Dios sabio, bueno y omnipotente. Si, de manera intuitiva, la contemplación del universo lleva a la pregunta por Dios, la del mal en el mundo cuestiona a un presunto salvador.

La teodicea tradicional, es decir, el intento de explicar y justi car el mal haciéndolo compatible con un Dios bueno y omnipotente, ha puesto el énfasis en la legitimación de Dios y de su obra creadora frente a las críticas de la razón ilustrada. Dado que las argumentaciones racionales se han mostrado como in-su cientes, se ha apelado a lo sobrenatural y al misterio. Como interesa más defender a Dios de las impugnaciones racionales que atender a las críticas y quejas del sufriente, con frecuencia se apela a la voluntad divina para asumir los males que acaecen por acción o por omisión. Se trata de una estrategia fa-llida, ya que al querer explicar lo incomprensible (determinadas desgracias y males que sobrevienen a los seres humanos) se termina por achacarle la res-ponsabilidad a Dios, no se sabe en virtud de qué revelación o conocimiento del más allá. Al pretender explicar algo incomprensible, un mal inesperado, por ejemplo, se recurre a algo que es todavía más inconcebible: la presunta volun-tad divina. ¡Dios lo quiere! El creyente se alía así, sin saberlo, con el ateo: todo lo que ocurre es voluntad de Dios, luego éste es culpable del sufrimiento.3 Si esto da una mala imagen de la divinidad, entonces se recurre al misterio como estrategia de huida ante la razón. La defensa de Dios se da con argumentos que, dentro de la paradoja, facilitan la no creencia en Dios. Hay teodiceas que son anti-diceas, es decir, son causas de la falta de creencia. Por ejemplo, hay defensores de Dios que se transforman en agresores de los que impugnan a la divinidad y, sin pretenderlo, atentan contra el Dios que quieren defender. Cuando el celo por Dios degenera en odio hacia el hombre, hacia el ateo que lo niega, se convierte en fanatismo religioso.

¿La esperanza del más allá es su ciente como compensación a la dureza del más acá? El mal por excelencia no es el físico (la enfermedad, el desastre natural) o el moral (el pecado, el daño al otro o la injusticia), sino la desespe-ración que surge de una vida sin sentido, carente de signi cado para el quela padece. La salvación está vinculada al sentido, así como la misma fe en Dios: “Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer

3 Así lo expone la película del austriaco Ulrich Seidl, Paraíso: Fe, la cual obtuvo el pre-mio especial del Jurado en el Festival de Venecia del año 2012.

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en un Dios, quiere decir, ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en un Dios quiere decir, ver que la vida tiene un sentido [...] De ahí que tengamos el sentimiento de depender de una voluntad extraña. Sea como fuere, en algún sentido y en cualquier caso somos dependientes, y a aquello de lo que depen-demos podemos llamarlo Dios”.4 La salvación se realiza cuando la vida tiene sentido. Incluso, conquistas humanas, como posibilitar una vida más larga, pue-den convertirse en maldiciones cuando la calidad de vida empeora. El sufri-miento que esto conlleva explica las demandas de leyes que regulen la eutanasia en nuestras sociedades desarrolladas; con ello se reivindica el dere-cho a morir con dignidad y la legitimidad de acabar con la vida cuando no merece la pena. No se espera a Dios para que salve, sino que se desespera del mismo Dios, al rechazar que sólo valga para el más allá.

Así, se puede comprender la a rmación de que la experiencia del mal es la roca fuerte del ateísmo.5 ¿Cómo esperar una salvación en el más allá de un Dios que no ha querido o podido salvarnos en el más acá? La vieja acusación de Epicuro resuena en la posteridad: Dios o no es bueno o no es omnipotente; porque si puede salvar ahora y no lo hace, no es bueno; y si quiere hacerlo y no puede, no es omnipotente. Epicuro no rechaza a los dioses; él piensa que son indiferentes a la felicidad humana, como lo es el universo, las leyes de la na-turaleza y el curso de la historia. Y si se remite al más allá como respuesta, que es lo común a las religiones, vuelve a surgir la pregunta de por qué entoncesy no ahora. Todas las religiones son cuestionadas cuando se pregunta por qué Dios no actúa y retarda su promesa salvadora. Si hay Dios y existe el mal, ¿cómo vincular a ambos? Habrá que repensar el concepto de Dios, sus predi-cados de bondad y omnipotencia, y qué tipo de salvación se puede esperar.

No resulta su ciente apelar a la nitud y contingencia humanas para ex-plicar la carga de mal que soportamos. Si todo se debiera a la condición hu-mana de criatura, la responsabilidad última del mal recaería sobre Dios y se impugnaría su condición de salvador. Siempre seremos seres creados y no di-vinos. Si es posible la salvación para los seres imperfectos que somos, sería una adecuada a nuestra condición humana. No se trataría de un procesode divinización incompatible con nuestra nitud y contingencia, sino de una

4 L. Wittgenstein, Diario losó co (1914-1916), Ariel, Barcelona, 1982, (8.7.16), p. 126; “Pensar en el sentido de la vida es orar” (11.6.16), p. 126.

5 G. Büchner, “La muerte de Danton” en Obras completas, Trottan, Madrid, 1992, p. 112.

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vida lograda, valiosa por sí misma, que compensaría de los males. El sufrimien-to forma parte de la existencia, como el gozo y el placer; el problema no es eliminarlo totalmente, sino que se integre en una vida feliz en la que quede compensado. El mal no se resuelve superando la contingencia e imperfección, porque no podemos dejar de ser criaturas vivientes.6 No tenemos que ser Dios para ser felices. Experimentamos la salvación desde nuestra condición de cria-turas, desde la contingencia y la nitud, sin la plenitud divina. Y eso tiene que experimentarse en el aquí y ahora de nuestra existencia para que podamos tener esperanzas en un salvador. En resumen, si no podemos experimentar la salva-ción en la vida, carecemos de apoyos para la esperanza. Ésta puede ser la pro-yección ilusoria de nuestra frustración actual. Si Dios salva, que las religiones muestren cómo se realiza en el aquí y ahora de la historia, para que podamos con ar en un salvador, vencedor de la muerte. La con anza tiene que tener una base experiencial, la salvación se vincula a una vida con sentido y el más allá no puede yuxtaponerse al más acá, como si no estuvieran vinculados.

Salvar a un mundo irredento

Las religiones forman parte de los códigos culturales de cada sociedad, los cua-les no son inmutables, ahistóricos y esencialistas. La revelación divina, en caso de darse, está siempre mediada por la cultura de los que la reciben. Los que rechazan a Galileo y Darwin no han comprendido que la cosmología y la an-tropología que ellos cuestionaron son parte de la cultura de la época. Todas las religiones están condicionadas históricamente y el código cultural de la socie-dad en la que viven in uye en la concepción religiosa. Si la religión es esencial para la sociedad, los bienes culturales se inspiran en los religiosos, y vicever-sa. Desde esa mediación socio-cultural es como se transmite una imagen de Dios, del mundo y del ser humano. Identi carse con el mensaje bíblico no sig-ni ca que haya que asumir su código cultural, que condiciona su forma de hablar de Dios. El mismo Jesús habló desde su condición de judío de hace dos mil años y tuvo la visión global del mundo, de la sociedad y de la cultura ala que pertenecía. La revelación se entiende de forma diversa a lo largo de la his-toria y las escrituras fundacionales de cada religión se interpretan distinto.

6 Juan A. Estrada, El sentido y el sinsentido de la vida, Madrid, Trotta, 2010, pp. 201-209.

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La pluralidad de hermenéuticas del cristianismo se da ya desde el Nuevo Tes-tamento hasta hoy. Los mismos textos tienen distintos signi cados desde pers-pectivas plurales y heterogéneas. Podemos hablar de una “identidad en el cambio”, de una continuidad evolutiva que re eja distintas comprensionesde la revelación, porque la palabra de Dios se transmite en la historia. Nunca se anula el polo humano receptor del don divino.

Desde esta perspectiva hay que comprender el cambio actual sobre lasalvación. La revolución cientí co-técnica ha hecho que lo no veri cable des-de la experimentación pierda relevancia, signi cado y plausibilidad. Hay una identi cación entre lo verdadero y lo cientí co, aunque haya que cuestionar-los. Esto afecta a la religión, porque si se centra en lo sobrenatural, lo eternoy lo ultramundano, se escapa a cualquier veri cación posible. Hay un “cierre del código cultural” que hace poco plausible hablar de realidades no compro-bables. De hecho, tendemos a absolutizar el método cientí co aplicándolo a todos los ámbitos de la vida. Aunque esto no sea correcto y genere un reduccio-nismo del conocimiento y de la razón, condiciona todas las manifestaciones culturales. Esta situación contrasta con la credibilidad ante lo sobrenatural de épocas pre-modernas. La tensión aumenta por la secularización y el pragma-tismo de la cultura posmoderna. Hay una reacción contra los grandes relatos, las cosmovisiones metafísicas, las religiones y las ideologías fuertes. De esta manera se desconfía de las doctrinas que ofrecen una salvación fuerte, comola que supera el mal y la muerte. El imaginario escatológico (juicio, purgatorio, in erno, gloria), que se representa con metáforas y símbolos de la antigüedad, carece hoy de veracidad y credibilidad.

A lo anterior se añade el giro antropológico e histórico de nuestra cultura. En lugar de esperar una salvación eterna se busca una inmanente. En lugar del reino de los cielos se tiende a una sociedad emancipada, que mitigue el maly el sufrimiento. Hoy hay que realizar la utopía de una sociedad que posibilite la felicidad de todos y crear las condiciones sociales y materiales que hagan posible una vida con sentido. El sueño del paraíso es hoy intrahistórico y mun-dano. Hay más desinterés respecto del más allá de la muerte que en las épocas pasadas. Ya no se busca a Dios para salvarse en la otra vida, sino ser feliz y realizarse en ésta, como condición, aunque no su ciente, para esperar la vida eterna. Es así como la vieja promesa cristiana de “ciento por uno en esta vida y luego la eterna” (Mc 10,28-31) se traduce ahora de forma secular y pragmática. Mitigar el sufrimiento, luchar contra el mal y lograr una sociedad más justa, próspera y con sentido son las metas del hombre de hoy. Desde ahí se radicaliza

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la pregunta por la salvación. ¿Qué pueden aportar las religiones? ¿En qué ayuda y para qué sirve la fe en Dios? ¿Hay alguna diferencia entre ser cristiano, o no serlo, cuando el mal es común a todos? ¿Se distinguen los cristianos de los otros al abordar el mal?

La secularización ha asimilado muchos de los elementos del cristianismo, dándole un sentido inmanente e histórico. La pregunta es si la fe religiosa puede aportar algo a la felicidad y el sentido. El talante pragmático, utilitarista y funcional de nuestra cultura erosiona a las religiones. Las sociedades actua-les han asumido tradiciones y valores propios de las diversas tradiciones reli-giosas, dándoles un nuevo sentido secular y apropiándose de contenidos que eran especí cos de ellas. De esta manera hemos pasado de las “tablas de la ley” y los mandamientos bíblicos a los derechos humanos; de la concepción

lial del hombre, imagen y semejanza de Dios, al concepto de dignidad huma-na, neutral respecto a las religiones. Hay valores culturales que recogen conte-nidos de origen cristiano, pero que pierden lo religioso. Para defender la dignidad humana no hace falta ser cristiano. Las funciones sociales, asistencia-les y orientativas de las religiones pierden relevancia cuando otras institucio-nes las cumplen, sin necesidad de las primeras. El cristianismo tiene que replantearse desde una inculturación que le arrebata sus contenidos.7 Si no hay diferencias entre la cultura y la religión, se erosiona la segunda, aunque se mantenga como motivación. Una fe transformada en código cultural implica abordar valores y actitudes, en su inicio religiosos, desde una postura de neu-tralidad, prescindiendo de su origen histórico. Este desplazamiento descolo-ca a lo religioso. ¿Para qué la religión si ya es innecesaria?

La expectativa que generan las religiones es cuestionada por aquéllos que consideran que no sólo han fracasado en su intento de salvar al hombre, sino que además han sido causas de mal y sin sentido a lo largo de la historia. Es un juicio parcial e injusto que silencia sus aportaciones positivas, pero que re eja una convicción ampliamente compartida: el Dios de las religiones no salva a todos, o salva a medias y a unos pocos. Y su salvación es fundamentalmente trascendente y de ultratumba, y no la universal que interesa hoy. Seguimos viviendo en un mundo irredento, a pesar de lo que dicen los cristianos sobre la redención de Cristo. Las perspectivas optimistas sobre el progreso, basado en la revolución cientí co técnica y en los proyectos emancipadores de la Ilus-tración, también se cuestionan. Si la fe en Dios ha fracasado, también se han

7 O. Roy, La santa ignorancia, Barcelona, Península, 2010.

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frustrado los proyectos emancipadores de los siglos xix y xx. Si las religionese ideologías quieren seguir teniendo relevancia en el mundo, tendrán que mos-trar que sus contenidos sirven para luchar contra el mal y generar una vida con sentido.

La crisis del judaísmo: ¿holocausto sin redención?

Hay que releer las tradiciones religiosas, en concreto las bíblicas, para recupe-rar y potenciar todas las dimensiones que ayuden a afrontar la crisis de las reli-giones. La idea de salvación (en griego sotería; en latín salus) está vinculada a situaciones y estados de negatividad y peligro. Es un concepto cultural, losó-

co y religioso que se aplica en distintos ámbitos de la vida (jurídico, económi-co, medicinal, cosmológico, retórico, etcétera).8 Siempre apunta a prevalecer sobre un mal. Juega un papel fundamental en las religiones y en la cristiana se ha traducido por conceptos como redención, liberación, justi cación, satisfac-ción, reconciliación, rescate, entre otros. Su contenido depende de la negativi-dad que se quiera superar, de la antropología y de la concepción de Dios.

En lo que concierne a Israel hay que vincular el mal a la fe en Dios y a la antropología semita, según la cual no hay un dualismo alma y cuerpo, sino una unidad (cuerpo con espíritu y espíritu corporeizado). Se espera una salva-ción integral del ser humano, referida a la historia y a la vida terrena. Durante siglos, Israel se ha centrado en el bienestar de la persona y en el papel que ju-gaba la fe en Dios. Las grandes epopeyas hebreas son las del éxodo y la libe-ración de Egipto; la conquista de la tierra prometida; el retorno del exilio de Babilonia; y la promesa de un mesías que consumaría la alianza entre Israel y Dios, y con toda la humanidad. Israel experimenta a Dios como Señor de la historia que salva en ella. El Dios de Israel es el liberador que guía al pueblo en su búsqueda de una vida digna. Es un Dios nacional, al que luego se añadela connotación de creador para acabar proclamándolo como único, superando el politeísmo y la “poli-latría” (adorar a varios dioses). La fe hebrea se basa en expectativas de salvación concretas, siempre renovadas y con carácter universal

8 R. Glei y S. Natzel, “Rettung” en Historisches Wörterbuch der Philosophie, Bd. 8, Shwa-be Yerlang, Basilea, 1992, pp. 932-938; G. Lanczkowki, A. Schenker, E. Larsson y M. Seils, “Heil und Erlösung” en Theologische Realenzyklopädie, Bd. 14, Gruyter, Berlín, 1985, pp. 605-637.

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(Gn 12,1-3). En contrapartida, hay una moralización de la historia desde la clave de la alianza entre Dios e Israel, ampliable a toda la humanidad. Porque Dios ha salvado en la historia se cree en él como creador y Señor providente.

La Biblia re eja la experiencia religiosa del pueblo y cómo va cambiando su concepción de salvación por Dios. Hay muchas imágenes salvajes suyas como el supremo agente del mal9 al que se achacan mandatos genocidas (Ex 12,12, 23,29; 1 Sam 15,2-3.18-19) y toda clase de imperativos inmorales (Dt 20,2-18; 2 Sam 24, 1.15-16; 1 Cr 21, 1.14-15). Algunas a rmaciones lo presentan como autor del bien y del mal (Ecl 2,14; 7,13-14; Lam 3,38; Is 45,6-7; Am 3,6; Job 2,10), porque lo que da bondad o malignidad a una acción no es el hecho mismo, sino la voluntad divina. Hay relatos sobre presuntos mandatos divinos que tienen consecuencias terribles y pecaminosas (2 Sa 24,1-2.10.12-13.16), como genocidios (Ni 31,14-18), asesinatos (Dt 17,2-7) y otras violencias (1 Sa 15,2-3. 18-19). Estas imágenes bíblicas presentan a un Dios incomprensible, arbitrario y cruel, sobre todo cuanto más tempranas son esas representaciones. Lo para-dójico es que, ante la voluntad divina, no habría mal ni bien en sí mismos, ya que Dios podría mandar lo más atroz, que dejaría de serlo si lo ordenara, como pedir que se le sacri que al propio hijo (Gn 22,2). El Islam también participa de esta divinidad incomprensible y a la que hay que someterse, sin juzgarlo ni criticarlo. El Dios absoluto no admite réplica, ni juicio (teodicea). Doblegarse a su voluntad, sea cual sea, es el mandato de la religión; incluso se podría hacer el mal, si es voluntad divina. Esta manera de entender posibilita el terrorismo religioso y el Dios arbitrario del nominalismo, el cual no puede ser enjuiciado por ningún razonamiento, puesto que escapa a la moral y deja al hombre inde-fenso. Contra Dostoyevski, se podría a rmar que si Dios existe, todo está per-mitido, incluso matar al propio hijo porque Dios lo pide. Ese Dios absoluto no deja espacio para la moral ni para la crítica de la religión.

Israel evolucionó desde este código primitivo y desde una religión del te-rror, en la que la desobediencia se paga con castigos divinos, a una progresi-va concepción espiritual mediante los profetas. Dios se reveló como universal, a costa de la particularidad del nacionalismo judío, y como misericordioso, com-pasivo y protagonista en la lucha contra el mal. Dios salva al que sufre en el presente histórico, y no lo hace en un futuro de ultratumba. El israelita no sueña con la vida eterna, sino con una existencia larga y bendecida por Dios.

9 F. Lindström, God and the origin of Evil, C, W, K, Gleerup, Lund, 1983.

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El libro de Job se centró en el sufrimiento del justo que maldice la vida (Job 3,3.11-16.20-23; 10,18-19) y cuestiona la teoría donde se dice que Dios premia a los buenos y castiga a los malos (Job 4,8-16). Job recurre a Dios contra el creador, que deviene juez y acusado (Job 10,15-20; 16,2-14; 23,13-16). Su respuesta cam-bia a Job, porque la experiencia hace que cambie su cosmovisión (Job 42,5-6). Lo novedoso es la defensa divina como creador que lucha contra las fuerzas del mal (Job 38,4-39,30; 40,2-3.14-41,26; 42,3-5). Dios no es neutral ante el mal y su labor creadora pone orden en el caos, contra el mal existente.

El mal pertenece a la creación y Dios lo combate sin que se esclarezca su origen, su sentido, ni por qué la creación es como es. De ahí, lo osado de inter-pelar a Dios: “¿Quiere el censor discutir con el Todopoderoso? El que critica a Dios que responda” (Job 40,2-3; 42,3-5). Sin embargo, existe el mal, el desor-den, simbolizado por animales míticos como Behemot, el hipopótamo del Nilo y Leviatán, el cocodrilo (Job 3,8; 7,12; 9,13; 26,12-13; 40,14-41,26). En otros textos creacionistas subsisten residuos de esa lucha contra las fuerzas del mal, simbo-lizadas por estos animales míticos (Sal 74,11-14; 89,10-12; 104,26). Al aludir a estos símbolos se introduce, indirectamente, la idea de una creación dinámica en la que Dios lucha por imponer su fuerza creadora. No se trata de una crea-ción perfecta y consumada, tampoco de un mundo caótico. Dios es garante de un mundo con orden y sentido para el hombre, pero no el autor de un mundo armónico sin mal. Estas imágenes (Is 27,1; 51,9) se contraponen a la idea de una creación acabada y perfecta. De manera indirecta se apela a un plan creador abierto al futuro (Job 38,2; 42,2), a una creación irredenta en la que no se ha consumado la obra divina.

El mal choca con la expectativa mesiánica que se retrasa y diluye constan-temente, y que los profetas renuevan (Is 43,18-19; 65,17-18). Se deteriora de forma progresiva la con anza del justo y se desplaza a los profetas escatológicos (Dt 18,15-18; Is 61, 1-3), que anuncian la era mesiánica (como Elías, Mal 3,1.23-24; Eclo 48,10); a los cantos del Siervo de Yahvé (Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12), que transforman la concepción del Mesías; y a la literatura apocalíptica (Ez 38-39; Is 24-27.34-35; Zac 9-14; Dn 7-12), en especial a la gura del Hijo del hombre (Dn 7, 1 Hen 37-71; 4 Esd 13). Hay un progresivo desplazamien-to hacia el futuro, hacia el nal de la historia, hacia una intervención nal, tanto mayor cuanto más distante está la salvación del presente histórico. Al nal, surge la idea de la resurrección para los justos y para los que han sucumbido en la lucha por Israel (Dn 12,1-3; 2 Mac 7,9.11.14.23; 12, 43-44; 1 Hen 90,33; Testamento de Judá 25,1; Testamento de Benjamín 10,8). La fe en la vida eterna

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surge por la imposibilidad constatada de vencer el mal en la historia. La fe en un Dios que salva en la historia se revela insu ciente. No es una especula-ción sobre Dios la que lleva a plantear la resurrección, sino la necesidad de dar un sentido a la muerte de los judíos eles. Así se abre paso a la vida eterna, a un juicio nal para los judíos y los gentiles justos. Hay una vinculación entre sed de justicia y hambre de sentido que lleva a esperar en el Dios trascendente lo que no se realiza en la historia. Las religiones ofrecen un plus de sentido para compensar el sinsentido que se experimenta en la historia. A esto se añade el in ujo del dualismo griego de cuerpo y alma, que penetra en el judaísmo en la era pre-cristiana, y se facilita una salvación del alma inmortal aunque perezca el cuerpo.10 El buen hebreo espera en Dios ahora y en el futuro.

A mayor impotencia histórica, más esperanza trascendente. Por un lado es admirable la perseverancia de la fe en Dios que supera los acontecimientosde la historia. Por otro, aferrarse a una salvación que nunca llega y relegarla al más allá de la muerte puede ser el resultado de la ilusión espiritualista que se aferra a lo no experimentable. Se mantiene la liación religiosa, en lugar de rom-per con ella. Cuando la esperanza se dirige hacia Dios y éste no responde, es más fácil recurrir a justi caciones y creencias que posibiliten mantener la fe, en lugar de asumir que no hay respuestas divinas para sus eles. Es más sencillo apelar a las teodiceas, aunque resulten poco convincentes, que enfrentarse a una posible fe fallida. Israel persiste en esperar la llegada del Mesías y el tiem-po nal de Dios. De la teología de la alianza con Dios se pasa progresivamente a una concepción apocalíptica de la historia, en la que todo depende dela acción divina. Ya que no se puede superar el mal histórico, que cuestionaal “pueblo elegido”, se apela a que Dios intervenga. La impotencia humana deja paso a la fe en el protagonismo absoluto divino. Hay un retroceso del me-sianismo nacionalista inicial, vinculado al rey ideal y justo (Is 7,10-14; 9,1-6; 11,2-4), en favor de lo espiritual profético. Ya que Dios no salva a los vivos que, al menos, resucite a los muertos; y ya que Israel es impotente que intervenga el Dios del apocalipsis.

Esta fe apasionada, que puede ser una forma de fanatismo religioso, se apo-ya en la memoria viva del cumplimiento de las promesas pasadas. La fe israe-lita en la otra vida, como luego la cristiana en la resurrección, está vinculada a la necesidad que tienen las religiones de ofrecer sentido donde y cuando no lo

10 Una síntesis pedagógica de esto la ofrece J. J. Tamayo-Acosta, La escatología cristiana, Estella, Editorial Verbo Divino, 1993, pp. 61-110.

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hay. Por eso, la gran crisis judía surge con el holocausto del siglo xx. La mag-nitud del mal experimentado, que puso en cuestión la misma existencia del pueblo judío, lleva a replantear la noción de “alianza”, de “pueblo de Dios” y de Dios, porque no intervino para salvar a los que murieron en los campos de exterminio.11 La desmesura del holocausto cuestiona radicalmente las teodi-ceas que quieren justi car el mal por ser inevitable en un mundo imperfecto. Resurge la vieja teología bíblica sobre el dios maligno, agente del mal por acción y omisión (Lam 2,5: “Ha obrado el Señor como enemigo, ha devorado a Is-rael”). Auschwitz es el símbolo por antonomasia de la anti-teodicea del siglo xx que combina el mal del progreso y el sinsentido. El holocausto obligó a to-mar postura frente a la fe tradicional. Si las ideas de pueblo elegido y de tierra prometida han sido históricamente causas convergentes de mal para otros pue-blos, ahora se vuelven contra el mismo judaísmo. ¿Qué decir de un Dios que ha sido el referente vital para la supervivencia de un pueblo disperso entre los otros, y que, sin embargo, ha guardado silencio ante el holocausto? Si la reli-gión ha salvado a Israel de su desaparición como pueblo, también ha sido causa indirecta del holocausto. Éste cuestiona las raíces identitarias del judaísmo, su núcleo religioso amenazado por un sin sentido global. Es fácil pasar al rechazo de la identidad judía, simbolizada en la circuncisión, como causa de sus males y de su casi exterminio como pueblo.

La teología judía tiene distintas versiones y las soluciones propuestas re e-jan la di cultad de dar una respuesta al mal, cuando no se convierten en males añadidos. Muchos hebreos asumieron Auschwitz desde una teología ortodoxa. Dios castigó con esa experiencia histórica los pecados del pueblo judío. El pro-blema surge ante ese Dios castigador que no vacilaría ante el genocidio, lo que haría de Hitler un instrumento suyo.12 Si todo lo que ocurre es voluntad divina,

11 E. Levinas, “El sufrimiento inútil” en Entre nosotros, Valencia, Pre-textos, 1993, pp. 123-124; “Amar la Torah más que a Dios” en La autoridad del sufrimiento, Barcelo-na, Anthropos, 2004, pp. 107-112. De R. A. Cohen, “What good ist the Holocausto?” en Philosophy today, 43 (1999), pp. 176-183; G. Larochelle, “Levinas and the holocaus-to. The responsability of the victim” en Philosophy today, 43 (1999), pp. 184-194; E. L. Fackenheim, God’s Presence in History, Harper Collins, Northvale (N. J.), 1999; Reparar el mundo, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2008; M. García-Baró, La compasión y la ca-tástrofe, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2007, pp. 155-184.

12 R. L. Rubenstein, After Auschwitz, Londres, John Hopkins University Press, 1992, pp. 3-14. La idea de Israel como un pueblo sagrado lo hace víctima propiciatoria sacri cial. El estereotipo del castigo divino sirvió de excusa legitimadora para el ge-nocidio que justi ca el antisemitismo cristiano.

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como propugna el absolutismo ortodoxo hebreo, y el mismo Islam, entonces Dios es el culpable último del holocausto. Se mantiene la teoría de la retribu-ción que interpreta los hechos históricos como castigos divinos. Pero seguir rezándole a ese Dios incomprensible es lo que permite mantener la esperanza en medio de una experiencia global de sinsentido.13 En Auschwitz muchos per-dieron la fe y otros la encontraron. La aporía de mantener la fe en un dios sal-vador, que históricamente no intervino para parar el holocausto, les capacitó parar seguir luchando contra el mal y esperar más allá del sinsentido. Es una fe trágica, a la que se podría aplicar el planteamiento de Nietzsche de que es más fácil mantener un mal sentido para la vida que renunciar a toda respuesta de sentido.14 Para Nietzsche el resentimiento es la agresión de los débiles y el ateísmo reactivo, que genera Auschwitz, puede expresarlo. La memoria de las víctimas impide el triunfalismo de una historia que culmina en la era mesiá-nica. La fe en Dios es lo único que queda para dar un sentido a las víctimas del holocausto: si Dios existe hay todavía esperanzas para ellas. Al mismo tiempo, la tragedia del exterminio masivo cuestiona la fe hebrea en Dios.15

Aquí está el núcleo de las tesis sobre la historia de Walter Benjamin y dela insistencia de Primo Levi de que no se pierda la memoria de lo que ocurrió para que las víctimas no pierdan por segunda vez. A rmar el sentido de la historia, y con él la existencia de Dios, resulta inviable a la luz del mal ya acon-tecido. Pero estar sin esa apertura a Dios hace imposible a rmar que la vida humana tiene sentido, al igual que mantener una praxis moral de lucha contra el mal. Horkheimer y Adorno siguen también esta dinámica teológica, más allá de la fe racional en Dios que propugnaba Kant. El judaísmo se plantea el problema de mantener la fe en un Dios trascendente cuando la experiencia histórica lleva a la increencia respecto de la propia religión. Es también el pro-blema de mantener la identidad hebrea sin la fe que la creó. Y si Dios ha muerto, como propugna Nietzsche, el problema es encontrar alternativas sustitutivas a esa fe en Dios.

13 Juan A. Estrada, op. cit., pp. 229-233.14 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 2003, pp. 207-208:

“El absurdo del sufrimiento, no el sufrimiento, fue hasta ahora la maldición que se extendía sobre la humanidad [...]. Un sentido cualquiera es mejor que ningún sentido en absoluto [...]. El hombre pre ere querer la nada a no querer nada”.

15 Cfr. W. Benjamin, Discursos ininterrumpidos I, Taurus, Madrid, 1973, pp. 177-19; Primo Levi, Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik Editores, 1987 (1947); Los hundidos y los salvados, Barcelona, El ALEPH, 1988.

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¿Se puede mantener que el judaísmo es una religión de salvación, a la luz de que la identidad religiosa ha salvado a Israel de su desaparición como pueblo, pero ha sido causa de su hostigamiento constante y del genocidio masivo? Ésta es la gran pregunta que debaten los teólogos y rabinos del judaísmo, divididos entre los que propugnan renegar de su fe y de tradiciones religiosas, y los que de enden que la fe en Yahvé es lo último que hay que mantener para que no se consume el triunfo del nazismo y perezca Israel. El contenido de la salva-ción vuelve a ser terrenal: que Israel no desaparezca en cuanto tal. Al mismo tiempo se mantiene la pregunta por otra vida para los que han perecido. La lucha contra el mal subsiste, así como el interrogante sobre el papel de Dios y su poder en la historia. Si la religión ha constituido el núcleo de la identidad de Israel, ahora es objeto de acusación sobre los bienes y males que ha traídoal pueblo judío. El mal con una salvación trágicamente ausente plantea la pre-gunta crucial de si se puede ser judío sin una teodicea resuelta.

¿La cruz como un fracaso?

Desde otra perspectiva, el cristianismo acaba planteándose preguntas similares. Su punto de partida es desde un movimiento judeocristiano dentro de Israel, la secta de los nazarenos (Hch 24,5.14.22; 28,22), el cual obedece a una nueva in-terpretación de sus escrituras, de la tradición y leyes judías, y a una nueva forma de entender a Dios. El cristianismo está marcado por la continuidad y discon-tinuidad con el judaísmo, la religión madre de la que deriva. Mantiene mu-chos elementos de la tradición hebrea y se diferencia de ella a partir de una interpretación distinta. Hay que examinar hasta qué punto el cristianismo apor-ta nuevos elementos. La idea de salvación está vinculada a la cruz de Jesús, y el anuncio de que Dios lo resucitó es lo que constituye el núcleo fundamental del cristianismo como religión. Pero hay que distinguir en él dos dimensiones diferentes como respuesta al mal: la que ofrece la vida de Jesús y la que se creó en torno al anuncio de su muerte y resurrección.

Por una parte, Jesús anuncia la llegada del reinado de Dios y se presenta como enviado para realizarlo. No se trata de “ir al cielo”, sino que la salvación viene ahora y se cumplen las expectativas mesiánicas. La perspectiva no es de ultratumba sino histórica. Se anuncia que el reino de Dios está presente (Lc 17, 20-23) y su consumación cercana (Mc 1,15; 9,1; Lc 21,31-33), aunque no se conoce el cómo ni el cuándo de su llegada nal (Mc 13,32). Si es verdad, el tiempo de

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Jesús tiene que ser el de la lucha contra el mal en todas sus dimensiones. Des-de este punto de vista, hay signos de que la liberación ha comenzado, aunque no haya concluido. Se rompe con la concepción cíclica del tiempo, propia del código cultural helenista, que genera el pesimismo ante lo inevitable que se repite.16 También se rechaza la concepción moralista de la historia, según la cual el mal y el sufrimiento son castigos por los pecados (Lc 13,1-5; Jn 8,1-3). No hay una huida espiritualista porque el mal está enraizado en las necesidades del hombre, tanto las materiales (ante el hambre, la salud, la pobreza, etcétera) como las espirituales (ante el pecado, la injusticia, la guerra, la opresión, la exclusión, etcétera).

Toda la vida de Jesús es una lucha contra el mal, mientras que sus críticos y enemigos le acusan de endemoniado y de ser cómplice del mal (Mc 3,22-30; 11,27-33 par; Mt 9,3-8; 10,25; Lc 7,31-35; 11,14-26; Jn 9,31-34), pero combate el mal en todas sus dimensiones, por una parte la espiritual. El anuncio del reino implica una llamada a la conversión, al perdón de los pecados (Mt 1,21) y a una nueva relación con Dios (Mt 1,23). Jesús es el Hijo del hombre y también el Hijo de Dios, que viene a revelarnos otra forma de relación con él (Jn 1,12.18). La transformación de la religión es parte esencial de la llegada del reino de Dios a Israel, pues lucha contra las patologías de la religión, de sus leyes, ritua-les e instituciones. También cambia la forma de entender las prácticas judías, porque transforma la imagen de Dios del judaísmo y continúa la tarea profética de puri car la religión de las concepciones salvajes de Dios. Todas las religio-nes han sido causas del mal en la historia y generadoras de sufrimientos. Jesús se enfrenta con la suya, que es el núcleo constitutivo de la sociedad y cultura hebreas, y así salva del mal de la religión.17 Esto es perceptible para sus seguido-res y para los líderes religiosos y sociales del pueblo.

16 G. Loh nk, Gegen die Verharmlosung Jesu, Friburgo, Herder, 2013, pp. 37-61.17 Mateo 1,21: “A quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus

pecados”; 1,23: “Se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir Dios con no-sotros”; Lucas 2,34: “Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción”; 2,38: “Hablaba de él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén”.

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Su mensaje no es sólo espiritual, también pasa por la atención integral al ser humano, en su dimensión corporal, que es la otra cara de su espirituali-dad.18 La llegada del reino de Dios estriba en luchar contra la enfermedad y curar; en exorcizar los espíritus malignos que se posesionan del hombre; en los milagros, con los que Dios interviene en favor de los que sufren al exigir sólo una fe activa. El reino de Dios se establece mediante el Jesús taumaturgo que sana a los enfermos; también dando de comer a la multitud, compartiendola comida con los pecadores y presentando el reino como un banquete al que todos están invitados, en especial los que menos tienen. A esto se añade su enseñanza, sintetizada en el sermón del monte según Mateo y en las bienaven-turanzas, en las que alaba a los que tienen hambre y sed de justicia, a los que luchan sin violencia, a los limpios de corazón, misericordiosos y vulnerables ante los sufrimientos. Su mensaje es la buena noticia de Dios (el Evangelio) que busca la felicidad humana y pone los medios para obtenerla. Pasa por una recon guración de la personalidad, por una humanización y por una ética ra-dical hacia el prójimo. Su vida es soteriológica, toda ella consagrada a la lucha contra el mal en sus distintas vertientes, espiritual y material, natural y moral. No se puede decir que deje la salvación para después de la muerte, sino que ésta se hace presente en su praxis histórica. Los valores, objetivos y luchas de Jesús no se centran en las prácticas y normas religiosas, sino en liberar al hom-bre de sus esclavitudes, de sus patologías y sus sufrimientos.19

Si la cristología es el modelo de la antropología cristiana, entonces hay que presentar la acción de Jesús como una antropo-dicea: el compromiso del hom-bre contra el mal. Dios libera pero no a costa del protagonismo humano. Nun-ca hay pasividad, ni Dios se pone en el centro a costa de desbancar a la persona agente de la historia, como ocurre en las versiones apocalípticas. La fascina-ción por Jesús está vinculada a una religión activa en la lucha contra el mal que culmina y radicaliza la tradición de los profetas, porque no trata de remi-tir al nal de la historia, sino de revolucionar el presente. Por eso se ha acusa-

do a Jesús de revolucionario político, rebelde social, maestro moral, etcétera. La vida de Jesús presenta una dinámica anti-mal concreta, presente y plural.

18 José M. Castillo, La humanización de Dios, Madrid, Trotta, 2009, pp. 205-256; El reino de Dios, Desclée, Bilbao, 1999, pp. 63-78; Dios y nuestra felicidad, Bilbao, Editorial Desclée de Brouwer, 2001; G. Loh nk, op. cit., 2013, pp. 62-97.

19 Juan A. Estrada, De la salvación a un proyecto de sentido. Por una cristología actual, Bilbao, Editorial Desclée de Brouwer, 2013, pp. 119-166.

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La nueva creación está vinculada a la llegada del señorío de Dios en la historia, y éste se expresa con imágenes concretas: los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados (Mt 11,5-6). No hay duda acerca de dónde y con quién está Dios (Lc 6,20-23) porque no es neutral antelo que acaece en la historia. A partir de Jesús los criterios para evaluar una religión no son las prácticas religiosas (culto, leyes, devociones), que son relati-vizadas, sino su incidencia en la sociedad y en la lucha contra el mal (Mt 25, 31-46). Pueden seguir subsistiendo preguntas acerca del mal y de Dios, lo que queda irresuelto para toda teodicea, pero no acerca del compromiso contra el su-frimiento de su enviado.

El binomio muerte y resurrecciónUna segunda línea más ambigua es la que concierne a la a rmación nuclear cristiana sobre la muerte y resurrección de Cristo. Esta vinculación es la clave fundamental para comprender el signi cado del cristianismo y su validez, pues según Pablo: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe (1Cor 15, 16-17). Toda la tradición está marcada por esa a rmación que ha hecho de la muerte y resurrección de Cristo el modelo de la salvación. De manera insistente se pre-senta en la liturgia cristiana y en torno a ella se ha tejido una red de doctrinas e interpretaciones que intentan clari car el signi cado de la salvación y en qué sentido es una respuesta completa al mal. Por un lado, hay continuidad entre la vida de Jesús y el anuncio de la resurrección por los apóstoles. Su muerte alude a que Dios no actuó para parar el dinamismo de la historia. Se con rma la experiencia judía de un Yahvé no intervencionista. Los elegidos por Dios no sólo no están protegidos del mal en el mundo, sino que, por el contrario, son perseguidos por seguir a Jesús (Jn 15,20; 16,2). Lo que le ocurrió a él se anuncia también para sus discípulos. Si Dios no envía legiones de ángeles para protegerle (Mt 26,53), tampoco la pueden esperar sus seguidores. Ser cristiano no ofrece ventajas en lo que al mal se re ere, se mantiene la fragilidad ante el mal y, frecuentemente, son los malos y no los buenos los que triunfan.

El cristianismo no huye del problema del mal, sino que lo radicaliza al aña-dir a la persecución la sensación de abandono, de silencio y de orfandad que experimentó Jesús (Mc 15,34; Mt 27,46). En el evangelio de Marcos ni siquiera tiene respuesta a su petición de ayuda (Mc 14,34.39). Jesús participa de la con-dición humana y vive la experiencia del que en las situaciones difíciles busca un apoyo divino que no encuentra. Dios no salva al justo asesinado, no para la

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mano homicida.20 Experimentar el silencio de Dios, la sensación de abandono ante el mal inesperado y cruel, forma parte de la condición humana. Y la frus-tración aumenta en la medida en que pensamos en un Dios intervencionista en la historia a la que Él controla plenamente. Cuanto más omnipotente es Dios y su acción directa, mayor es el contraste entre lo que se espera de Él y la reali-dad. El problema radica en si esa concepción de la omnipotencia es válida y creíble, así como en si hay una causalidad divina detrás de todo lo que acon-tece. Si fuera así, habría que culpabilizarle por lo que ocurre, comenzando por las acciones pecaminosas que generan sufrimiento y víctimas.

La resurrección ofrece una respuesta: Dios resucita a Jesús porque estaba con él y con su causa. El Jesús desautorizado por el fracaso histórico queda legitimado a partir de su exaltación por Dios. Dios estaba con él y no con sus agresores, valida su actuación histórica y con rma que no es neutral. Son los líderes religiosos y sociales los que son desmentidos y acusados (Hch 2,23-24; 3,13-15; 4,10-11), con lo que ya no se puede argüir que Dios es indiferente al sufrimiento ni neutral ante las injusticias. El Dios que envía a Jesús para luchar contra el mal físico y espiritual lo resucita. La bondad divina no es cuestio-nable, aunque sí se puede preguntar por su capacidad de intervención. Puede resucitar a los muertos, pero no interviene para salvar a los vivos. Entonces de nuevo surge la sospecha de si la apelación después de la muerte no es una fuga ante la impotencia histórica de un Dios “pantocrator”, omnisciente y om-nipotente que respondería a las necesidades y deseos narcisistas del ser huma-no.21 En realidad, Jesús legitima a Dios, ya que su entrega a los hombres esla que remite a Dios sin culpabilizarlo. La tendencia del libro de Job a culpar a Dios persiste en una religión utilitaria en la que se busca a una divinidad pro-tectora, en la línea de la crítica de Freud y Nietzsche al Dios que mantiene la minoría de edad de sus adoradores. Pero esta concepción no cuadra con la cruz de Jesús. El silencio de Dios, desde el huerto hasta la cruz en el evangelio de Marcos, muestra que ni la acción divina es reactiva respecto de los mereci-mientos humanos ni el eximir del sufrimiento forma parte de su salvación. De la misma forma que Israel aprendió a conocer a Dios de una manera diferente en la catástrofe del exilio, así también los cristianos, y el mismo Jesús, tienen que descubrirlo en la cruz.

20 Ibid., pp. 186-230.21 G. Astete, Catecismo de la doctrina cristiana, Aldecoa, Madrid, 1943, p. 28: “¿Qué cosa

es orar? Orar es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes”.

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La sospecha sobrenaturalista se refuerza si atendemos a la red de doctri-nas tejidas en torno a la resurrección y la muerte de Jesús. Ésta se interpretaen clave religiosa: es el sacri cio perfecto que sustituye los cultos del Antiguo Testamento; es el hecho salvador que redime del pecado; es el precio que hay que pagar para ser rescatados del poder del demonio; es el cumplimiento del plan de redención trazado por Dios desde toda la eternidad. Todas estas expli-caciones están en continuidad con la dinámica del Antiguo Testamento, basa-das en la vinculación entre pecado y castigo, entre la culpa y la necesidad de sacri cios para aplacar a Dios. La ruptura se produce porque ya no es necesa-ria la praxis cultual anterior, ya que la muerte de Cristo cumple con todas las exigencias anteriores. Se supera el Antiguo por el Nuevo Testamento, pero se mantiene la hermenéutica de castigos por los pecados en la vida terrena y de compensarlos con sacri cios, en este caso radicalizados porque se trata de un sacri cio humano. Esta teología es judeocristiana, ya que mantiene inalterado el marco hebreo tradicional y lo lleva a su cumplimiento: la muerte de Jesús que se radicaliza al proclamar su identidad divina. En el fondo subsiste la teo-logía de la alianza y de la historia construida en torno a ella. Tanto el pueblo de Dios como el Hijo de Dios están llamados a sufrir, son los elegidos divinos y tienen que pagar por ello. La elección es una exigencia, un imperativo, genera castigos y conlleva sufrimientos. La gran diferencia está en que el pueblo ele-gido es acusado por los profetas de haber roto la alianza, mientras que Jesús muere por su delidad divina y no por haberla traicionado. Por eso su muerte es todavía más escandalosa. Dios prepararía y querría el sacri cio de un inocente que paga por los pecados del pueblo. Desde una perspectiva crítica, incluso desde una racionalidad ilustrada, la elección se convierte en una maldición. Si se añade además que se trata de su propio hijo, resulta inevitable que ge-nere más un sentimiento de horror y de miedo, que de con anza y de amor. La pastoral del terror ha sido determinante en la tradición cristiana, fomentada por esta teología.

El problema se complica porque se trata del hijo de Dios y no sólo de un hijo del hombre. Hay distintas teologías sobre la liación divina de Jesús, des-de las que remiten a la preexistencia (Fil 2,6-11; 1 Co 8,6; 10,4; Col 1,15-20; Jn 1,1-18; Hbr 1,1-4), vinculada a las especulaciones hebreas sobre la sabiduría divina,22 hasta las que resaltan el proceso de constitución del Hijo de Dios,

22 J. Habermann, Präexistenzaussagen im Neuen Testament, Peter Lang, Francfort, 1990; K.J. Kuschel, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Christi Ursprung, Pieper, Munich, 1990.

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con una dinámica a veces cercana a la adopción (Rm1,4: “constituido hijo de Dios, poderoso según el espíritu de santidad, a partir de la resurrección de los muertos”; Hch 2,36). Si el Hijo de Dios muere en la cruz, entonces la identi ca-ción de Dios con el hombre llega al extremo. Hay que aprender a reconocer a Dios en el fracaso histórico y asumir las consecuencias de la libertad. Ver a Dios en el triunfo resulta fácil, asumir su presencia cuando se impone la injusticia es lo que exige la teología de la cruz. El cruci cado esceni ca la vida de la gente inocente que acabó mal, de aquéllos que vivieron el sinsentido de la vida y que fracasaron en ella, de los que no pueden aludir a una vida grati cante y plena de sentido, y sólo les queda esperar en un Dios que comparte sus sufrimientos. Desde la perspectiva de la naturaleza y de la historia hay muchas minusvalías humanas que pueden cuestionar la fe en Dios. Y los cruci cados en vida sólo pueden descubrir sentido y experimentar momentos de plenitud desde la soli-daridad con los que han tenido más fortuna y viven una vida lograda. A esto apela el seguimiento de Jesús.

El Dios trascendente e incomprensible se revela al máximo en la inocencia del justo asesinado, que es además su hijo. La incondicionalidad del sufrimiento queda rea rmada tras la muerte de Jesús, pero ahora es posible transformarla desde dentro mediante la resurrección. El hecho permanece, el signi cado cambia, y la muerte se sacramentaliza. Dios es afectado por la historia del su-frimiento, con lo que se radicaliza su bondad. Pero se indica que ha preparado un ambiguo plan eterno de redención (Hch 2,23-24; 3,13-15.17; 4,10-11.27-28; 5,30-32; 7,52-53), con lo que podría verse como el causante último de la muerte de Jesús, al ser las autoridades meros instrumentos para la ejecución de su plan eterno. Y como esto incluye la muerte del inocente, de su propio hijo, volveríamos a las imágenes patológicas del Antiguo Testamento que generan miedo y no amor, y de donde surge una pastoral del terror que ha marcado a los cristianos. Si no perdonó a su propio hijo por nuestros pecados, todos tenemos que temer la justicia divina. Las teologías de satisfacción medievales y moder-nas abundaron en esta interpretación, que recae en parecidas preguntas a la discusión judía sobre el holocausto, Israel y el papel de Dios.23

23 L. Sabourin, Redención sacri cial, Bilbao, Editorial Desclée de Brouwer, 1969; Bernard Sesboüé, Jesucristo, el único mediador: ensayo sobre la redención y la salvación, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2010.

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Replantear la teodicea

Lo que permanece válido de este planteamiento es la exigencia de reconocer a Dios en el sufrimiento, al rechazar una revelación de Dios al margen del dolor humano. Mientras que se mantenga la autoría directa de Dios en lo que con-cierne a la muerte de Jesús, no hay posibilidad de salir de las aporías de un designio salvador que pasa por la muerte de su protagonista (1 Te 1,10: “espe-rar del cielo a Jesús, su hijo, a quien resucitó de entre los muertos, quién nos libró de la ira venidera”). Del “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” que cuenta Mc 1,1, se pasó al evangelio de Pablo (1 Cor 15,1-3) y de Lucas (Hch 2,14.22-24.32-36; 3,12-26; 4,8-12.33; 5, 29-32), para hablar sobre la muerte y resurrección de Cristo. El binomio de muerte y resurrección desplaza la salvación al más allá y su contenido sobrenatural queda aislado de la vida de Jesús. El Cristo de la fe descentra al Jesús terreno, por ello, la signi cación divina de Cristo resu-citado cobra tanta importancia que margina al Jesús de los evangelios. Ya no se pone en primer plano la idea del reinado de Dios que viene a transformar la sociedad, sino la salvación tras la muerte. Empieza a cobrar fuerza la especu-lación sobre el más allá a costa de una concepción escatológica de la historia, es decir, orientada al triunfo nal en ella del plan de Dios.

El reino anunciado por Jesús estaba en conexión con la buena noticia alos pecadores, pobres y enfermos. Tras la resurrección hubo una espirituali-zación e interiorización de la idea del reinado de Dios, que se vinculó con una nueva forma de vida de los cristianos. Había que dar testimonio de la llegada del reino con una nueva forma de vida que sirviera de contraste y de ejemplo. De ahí el cambio que asumió el mensaje cristiano. Ya no es tanto una buena noticia para los marginados, los oprimidos y los pobres como ocurría en vida de Jesús (Sant 2,5: “Dios escogió a los pobres para hacerlos herederos del rei-no”), sino una forma de vida de la que se excluye a injustos, fornicarios, idóla-tras, afeminados, ladrones, etcétera (1 Co 6,9-11; 15,50; Ga 5,21; Ef 5,5). La idea de la imitación de Cristo, de la que deriva un comportamiento virtuoso y ejemplar para la sociedad, cobró un fuerte carácter moral, en tensión con el signi cado original de la buena noticia a los pecadores. Ya no se puso tantoel acento en el cambio de la sociedad como de la persona en su interioridad. La salvación espiritual fácilmente favorecía el despreocuparse de las estructu-ras de la sociedad.

Mantener la clave de muerte y resurrección como lo cristiano lleva a que la salvación se centre en las necesidades espirituales del hombre, sobre todo en

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su pecaminosidad, y a que la salvación sea un evento “post mortem”. Estas teo-logías se centran en el signi cado salvador de Cristo a costa del Jesús delos evangelios. De hecho, la teología subyacente al signi cado salvador de la muerte y resurrección ha desvalorizado al Jesús de la historia. Todo se ha cen-trado en la encarnación, muerte y resurrección, cuyo protagonista no es Jesús terreno sino el Cristo de la fe, que desplaza al Jesús de los evangelios. Si Jesús no hubiera hecho nada y hubiera reducido su actividad a morir por nosotros, se hubiera cumplido el plan de la redención. Todo lo referente a la vida de Je-sús pasaría a segundo plano, sería un mero prólogo al hecho salvador por ex-celencia: morir por nosotros y resucitar.

Pero la insistencia paulina de que el cruci cado es el resucitado cobra un sentido diferente si se ve la cruz como la consecuencia última de un compro-miso de vida, en lugar de aíslarla de la vida histórica de Jesús para ubicarla en un plan eterno, concebido de antemano. Pablo resalta que él no conoció a Je-sús, sino que basa su fe en el Resucitado que se le apareció (1 Co 9,1; 15,1.8; 2 Co 12,2; Gal 1,11-17). Lógicamente habla de tradiciones en las que se le in-forma sobre la vida de Jesús (1 Co 7,10-11; 9,14; 11,23-25; 15,3), pero éstas no tienen un papel decisivo en su cristología, sino que lo único que resaltan es que murió cruci cado, subrayando su signi cado sacri cial. De esta manera se comprende que el fanatismo anticristiano de Pablo, y su posterior conver-sión, le hiciera poner el acento en la aparición del resucitado, que le impactó de forma decisiva, al margen de la vida terrena de Jesús, al que no conoció. Pero con esto se pierden elementos de la vida de Jesús y de su lucha contra el sufri-miento y el mal. Si no existieran los evangelios, sino sólo los escritos paulinos, el cristianismo sería radicalmente diferente, tanto en su contenido como en el horizonte de expectativas que abre. Es la vida de Jesús la que salva, con rma-da por su muerte y resurrección, que son consecuencias de la primera. Por eso hay una reducción del mensaje de los evangelios cuando se ve su vida como un prólogo para el hecho nuclear, el de muerte y resurrección. Se descali ca así el protagonismo del personaje histórico en favor de los contenidos posterio-res a su muerte. Se podría hablar de una Cristología sin Jesús, en donde el centro del cristianismo no es lo que éste hizo, sino lo que le ocurrió al Hijo de Dios eterno, encarnado, que murió y resucitó. La liación divina de Jesús lleva enton-ces a desplazar de sus funciones a Jesús y su humanidad. El signi cado divino de Jesús, revelado con la resurrección, serviría para suplantar al sujeto histó-rico, cambiando la concepción de Dios, de la salvación y de la lucha histórica y

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teológica de Jesús contra el mal.24 El desarrollo teológico posterior aumentó esta tendencia porque se centró en el problema de la divinidad de Cristo.

Dar sentido a la vida

Hay, sin embargo, una alternativa con un planteamiento diferente que tiene raíces en el Nuevo Testamento. El protagonista es siempre el Jesús de los evan-gelios, el Jesús terreno de la historia, que se sabe enviado por Dios, que cumple su misión y asume todas las consecuencias. Jesús fue el a Dios hasta el nal, hasta la muerte en la Cruz; y también a su propio pueblo al morir sin espíri-tu de venganza, sin rencor, amargura ni cerramiento en sí mismo. En su forma de morir se proclama su liación divina, que reconocen los mismos paganos(Mt 27,54; Lc 23,47-48). Una persona que ha vivido y muerto cómo él se revela como hijo de Dios, sin dejar de ser el Hijo del hombre. Jesús muere como vivió, apelando al perdón y renunciando a la venganza (Mt 5,38-45 cfr. Lc 23,34.43). No muere en función de un plan divino premeditado, sino que lo hace porque defendió a los pobres y víctimas de la historia. La causa de su muerte es histó-rica y contingente, como la de tantos que antes y después de él murieron lu-chando por una sociedad y religión diferente. Y en su caso esta lucha y muerte está respaldada por Dios, que no quiere que muera, sino que el pueblo se con-vierta y la religión judía se transforme. La causa de su muerte no se explica especulando sobre una presunta voluntad divina, que nadie conoce. Respon-sabilizar a Dios es sólo una proyección propia del código cultural y religioso judío. Jesús murió porque intentó salvar a los oprimidos y a los marginados contra la sociedad y la religión que los oprimía.

En este marco de protagonismo hay que situar su liación divina, que no desplaza su vida humana. Su revelación implica la humanización de Dios que ha asumido la experiencia del sufrimiento, dejando clara su opción por el hom-bre. La lucha de Dios contra el mal histórico pasa por el respeto a la autonomía de la persona y por su carácter ambivalente, que pueda generar el cielo y el in erno en la tierra. En Jesús tenemos la palabra de Dios encarnada, que ilumina con su ejemplo y enseña a todos el plan divino. El ser humano quiere conquis-

24 J. I. González Faus, Acceso a Jesús, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1979, pp. 11-31; E. Schillebeeckx, Jesús, historia de un viviente, Cristianidad, Madrid, 1981, pp. 541-578.

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tar la divinidad, simbolizada por los relatos del pecado en el paraíso (Gn 3,4-6) y la torre de Babel (Gn 11,4). Se endiosa, se divide y se auto destruye. Cuando alguien quiere ser más que los demás genera violencia, se aleja de Dios y de los otros. La libertad del hombre, que puede oponerse al plan de Dios, es la base del bien y del mal moral. Jesús enseña a ser persona e hijo de Dios al forta-lecer a los suyos con el Espíritu. Hay una evolución en el mismo Jesús en laque crece su autonomía y libertad, y aumenta su identi cación con el plan di-vino. Cuanto más avanza su vida cuanto más re eja a Dios, convergiendo el proceso de humanización y de divinización. Y ésta es su oferta para sus discí-pulos, vivir como él, luchando contra el mal y contra el sufrimiento. La imi-tación y seguimiento de Cristo se convierte en la referencia básica para vivir una vida con sentido. No se sueña con una vida sin sufrimientos porque son consustanciales a la experiencia humana, sino en que éstos se integran en una forma de vida que merece la pena desde el compromiso con las víctimas de la sociedad.25

Queda lo inevitable, la muerte que es parte del ciclo de la vida de los seres vivos. Dios completa la lucha incesante contra el mal mediante la resurrección. En Jesús culmina la imagen y semejanza de Dios, la convergencia entre la lia-ción divina y la del hijo del hombre, la interacción entre el esfuerzo humano y la gracia. La lucha decisiva contra el mal ya ha comenzado, pues Dios revela que la muerte no es lo último en la vida y derrama su energía espiritual sobre los que se identi can con la vida y lucha de Jesús. Pero esta vida tiene sentido en sí misma y no sólo por la resurrección. Ésta culmina, con rma y abre un horizonte de esperanza y de sentido para todos, contra el sinsentido de la muer-te. De este modo se sabe que merece la pena vivir y morir como Jesús, aunque la muerte fuera el término último, porque su forma de vida es válida en sí misma, como lo son las bienaventuranzas y el sermón del monte. Nadie ha vivido con más hondura que Jesús. Su divinización progresiva es convergente con la humanización creciente de Dios presente en él. Jesús salva, tiene senti-do, nos redime del pecado y capacita para no dejarnos aplastar por la impo-tencia. Ni siquiera la muerte puede ya generar desesperación, siempre hay cabida para la esperanza desde el seguimiento de Jesu-Cristo, el mesías de los cristianos. Se responde al sufrimiento desde la vida, muerte y resurrección de

25 Ibid., La humanización de Dios…, pp. 345-359; Ibid., De la salvación…, pp. 382-389; J. M. Castillo y Juan A. Estrada, El proyecto de Jesús, Salamanca, Sígueme, 2004, pp. 71-79.

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Cristo. Hay que vivir como él y abordar la muerte con la esperanza de su exal-tación divina. La salvación se traduce como vida plena de sentido y como ex-pectativa de una consumación más allá de la muerte. Pero no genera sólo expectativas de ultratumba, sino compromiso con la realidad histórica, dando sentido a una vida marcada por la lucha contra los males del hombre y la diver-sidad de sufrimientos que le a igen. El cruci cado es el resucitado, y la expec-tativa de salvación última está mediatizada por el compromiso con los cruci cados de la historia, con todos aquéllos que no sólo viven los males físi-cos y naturales, sino también los resultados de la injusticia y de la opresión.

La identidad divina se expresa en Jesús, quien revela en su vida el rostro de Dios y abre a una nueva visión del creador. El código religioso judío y sus imágenes de Dios son modi cados, no negados. A Dios no lo conoce nadie, sino sólo aquél al que el Hijo se lo quiere revelar (Jn 1,18). Jesús corrige al mis-mo Moisés y ofrece una interpretación nueva de las escrituras y de las leyes y prácticas de Israel. En lugar de leer lo nuevo desde lo antiguo, hay que superar lo último desde la nueva revelación de Jesús. El evangelio de san Juan es el que mejor expresa la superioridad de Jesús sobre sus precursores judíos y el signi-

cado de la identidad divina de Jesús que irrumpe y desborda lo ya estableci-do. Dios no quiere ya más sacri cios cultuales, ni siquiera necesita templos. Hay que dejar paso a una nueva religión en espíritu y verdad, en la que el culto es la propia vida entregada a los otros (Rm 12,1), y el sacri cio consiste en entregarse a los demás (Hbr 10,9-10; 13, 15-16; 1 Pe 2,5). Lo que Dios quiere es la solidaridad con los que más sufren, ése es el nuevo culto existencial y el sa-cri cio que a Dios agrada. Se radicaliza y supera el dinamismo sacri cial de las religiones, porque el centro está en el amor al prójimo, al cercano, incluyen-do el perdón del enemigo. Esta forma de vida es la que reconcilia, la que sa-tisface, la que rescata y redime del pecado. Dios necesita del Hijo del hombre para realizar su plan de salvación y abrir a todos un horizonte de esperanza.

Otra teología de la creaciónA partir del Dios presente en la historia de Jesús hay que ver su lucha por el reino divino como parte de la obra creadora. Dios crea un universo que tiene sus propias leyes y autonomía respecto del creador. No es que haya un plan de Dios unilateral dirigido hacia el hombre, sino que surge por su acción crea-dora un universo fecundo, con una dinámica inherente al surgimiento de la vida y a una complejidad creciente. Su resultado es la conciencia humana en nuestro planeta y quizá la de otros seres vivos en distintos sistemas y galaxias.

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La creación es un postulado teológico y religioso, no una teoría cientí ca. Des-de la perspectiva de la ciencia, el universo y la vida es el resultado de una se-lección natural en la que se va desarrollando un proceso creciente de vida, que en nuestro planeta culmina en el ser humano. La ciencia no tiene nada que decir sobre el sentido de la vida y las valoraciones que hacemos del mundoy del hombre, pero nos muestra un universo complejo, evolutivo e imperfecto, donde la muerte de los seres vivientes, las catástrofes naturales y la irrupción de enfermedades forma parte de la lucha por la supervivencia. Si hay un de-signio creador, como a rman las religiones bíblicas, éste no es el de un Sujeto externo que controla y plani ca el universo, sino el de un universo autóno-mo, con sus leyes y dinamismo propio, que evoluciona de forma inmanentey propia. Se puede hablar de un diseño en el universo, el de la evolución yselección natural, sin un diseñador externo (un creador contrapuesto al mun-do). La mezcla de azar y necesidad también explica los desastres y enfermeda-des que afectan al hombre y que le causan el sufrimiento. Éste forma parte del universo que conocemos.26

Desde la perspectiva cristiana es posible hablar de la “kenosis” de Dios, es decir, de cómo se debilita y se desplaza para dejar margen de autonomía al universo, con sus leyes, y al hombre como agente de la historia. El espíritu di-vino, que se hace presente en el universo, lo fecundiza, genera vida, posibilita el orden que permite el surgimiento del hombre y su pervivencia contra la segunda ley de la entropía que nos habla de la tendencia a la muerte del uni-verso. Los relatos bíblicos son utilizados para expresar la creación divina y la autonomía de la creación mediante narraciones que pertenecen al código cul-tural de la época y que no tienen pretensión de conocimiento cientí co alguno. La vida surge en un universo emergente y la acción creadora no es algo externo a éste, sino su dinámica interna. Por eso, se habla de una creación continua en lugar de relegar a Dios al deísmo del creador inicial, que luego se desentiende del universo. Y en esa actividad creadora está simbólicamente la lucha de Dios contra el mal que aprisiona a los seres vivientes y que es parte del universo. El universo tiene autonomía respecto del creador, pero el acto creador posibilita luchar contra la muerte y el desorden. La alianza de Dios con la humanidad está en que el hombre tiene que ser co-creador y cooperar con Él en la lucha contra el mal. De ahí viene el signi cado teológico del progreso que permite

26 F. J. Ayala, Evolución, ética y religión, Bilbao, Deusto Forum, 2013.

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que el mundo se convierta en un hogar digno del ser humano donde se vayan controlando las energías y eventos que generan el mal. El creador engen-dra co-creadores y Jesús, que atiende a las necesidades del ser humano, es el prototipo del hombre en el plan divino.

La lucha contra el mal en el universo y en la historia cobra así una dimen-sión nueva. “Si Dios está con nosotros, quiénes contra nosotros”, a rma Pablo (Rm 8,31). Dios está con el ser humano y ambos viven la alianza de una lucha contra una creación imperfecta, en una historia irredenta en la que subsisten las fuerzas del mal que se encarnan en las personas y estructuras, en el mundo de la vida y en las instituciones. La resurrección abre una nueva etapa todavía no consumada, la de la nueva creación (Col 1,15-20), al ser el hombre redimido e identi cado con Cristo, la nueva criatura (2 Co 5,17) que será el resultado de la victoria divina y humana contra el mal. Por eso se habla de que la crea-ción misma gime con dolores de parto, y espera la redención nal (Rm 8,22). También hay a rmaciones sobre que el Espíritu se da a los discípulos de Jesús para que vivan en el mundo sin pertenecer a él, porque se saben ya hijos de Dios padre. Son todas ellas expresiones simbólicas que buscan alentar a los cristianos en la lucha contra el mal y abrir un espacio para la esperanza, más allá de la muerte. El mal es inevitable, está inserto en la evolución del universo y en la dinámica de la historia, pero Dios no deja abandonado al ser humano, alienta a combatir los sufrimientos y abre espacio más allá de la muerte.

Por eso, hay también un cambio radical en las religiones. Ya no se trata de creer en Dios en abstracto, con un contenido vago y marcado por los mil nom-bres de las religiones. Ahora partimos del Dios de Jesús y cualquier rasgo de la divinidad que contradiga su forma de vida tiene que ser rechazado. El cristia-nismo no tiene el monopolio del acceso a Dios, pero el sentido de la vida de Jesús debe servir de criterio para evaluar cualquier proyecto de sentido, reli-gioso o no. No es sólo que Dios legitime a Jesús al resucitarlo, sino que el cru-ci cado revela a Dios y responde a las preguntas por el sufrimiento y el papel divino. La liación divina eleva una forma humana de vida al carácter de re-velación y desde ella hay que comprender quién y cómo es Dios. Jesús no es Dios, sino el Hijo de Dios, la mediación para llegar al Padre, el que tiene la plenitud del Espíritu divino para luego donarlo a los suyos, germen de la igle-sia naciente. Creemos en Jesús por su resurrección, que es revelación divina, pero el contenido de ésta se muestra en su vida terrena, en los valores por los que vivió, luchó y murió. Salvarse en el más allá comienza en el más acá, pero todavía está incompleto. Todavía no ha sometido a los poderes del mal que

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subsisten en la vida humana y en el universo. Dios no es todo en todos y el Cristo cósmico, imagen del Cristo resucitado y exaltado que vive la vida divi-na, muestra que Dios no ha completado su obra, la que genera una nueva creación (Col 2,9-10.15). El lenguaje mítico y metafórico de la Biblia se pone al servicio de la esperanza ante los males, estructuras de pecado y fuerzas que generan todo sufrimiento.

Ni hay salvación en el más allá, ya que la vida de Jesús es salvadora y ple-na de sentido, ni hay superación de nitiva del sufrimiento y el mal, que si-guen subsistiendo en la historia. La redención sólo es posible en cuanto que los agentes de la historia, que son los seres humanos, siguen el proyecto de senti-do de Jesús y lo actualizan en su vida. La antropo-dicea, que el ser humanose justi que ante el mal, es inevitable antes que cualquier teo-dicea, que se jus-ti que Dios. Ante el mal que nos abate, no hay que culpabilizar a Dios, sino preguntar qué podemos hacer contra él. Subsisten preguntas sin respuestas, como la de por qué la creación no es de otra forma y si la vida humana hubiera sido posible sin menos mal. No sabemos incluso si no hay formas de vida supe-riores en el universo que tengan mejores condiciones para su existencia que las del planeta tierra. Desde la intención vemos que el universo existente es de-masiado frágil y generador de sufrimiento y de muerte, en comparación con la idea que nos hacemos de Dios. Pero quizás esta concepción divina es fruto del deseo y la necesidad humana, más que del que se revela en un cruci cado. Quizás nuestra idea de omnipotencia es demasiado infantil y no tiene en cuen-ta las estructuras del universo y de la historia. Dios es bueno y lo omnipotente es su amor. Por ello puede sacar bien del mal, se hace presente en las situacio-nes de sufrimiento y atiende a las necesidades materiales y espirituales de los hombres. Por eso el que ama vive la cercanía de Dios, incluso aunque no haya conocido a Jesús. No es el omnipotente el que desmiente las leyes de la lógi-ca, como pretendía la teología nominalista, ni es el Absoluto el que se impone al hombre y le quita su libertad. La creación es parte de la “kenosis”, del debi-litamiento y humillación divinas, que hace que surja una entidad autónoma con sus leyes, complejidad y mezcla de azar y determinismo.

El universo se nos escapa y todas las especulaciones sobre cómo podríaser, y si la acción creadora pudiera haber sido diferente, no tienen respuesta. El mito del conocimiento del bien y del mal recuerda la contingencia humana y su incapacidad para abarcar el universo y el sentido de la totalidad de la historia. Dios trascendente sigue siendo misterioso y se escapa al conocimien-to humano. Pero sabemos que ama al hombre y que hace de la solidaridad con

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R e v i s t a I b e r o a m e r i c a n a d e T e o l o g í a

los otros, en especial con los que sufren, la condición sine qua non de la identi -cación con él. Es posible la esperanza y la con anza. Jesús no es el maestro sabio, ni el cientí co ni el lósofo, que viene a responder a las preguntas últimas sobre lo que hubiera podido ser si el universo fuera diferente y no existiera el mal. El conocimiento del bien y del mal sólo se esclarece al saber cómo hay que en-frentarse a él. Es un saber práctico, existencial, comprometido, que lleva a la ortopraxis y que desborda el marco judío para revelarse a todos los hombres. Podemos esperar un más allá del mal, pero la esperanza en la salvación nal pasa por el compromiso contra el mal aquí y ahora, y Dios es quien lo motiva, lo inspira y lo testimonia mediante el Jesús de la historia que fue cruci cado y que vive ya en la plenitud divina. Una religión que no se legitime en la lucha contra el mal deja de ser revelación divina, aunque mantenga nombres y con-tenidos cristianos. Porque la validez última no estriba en a rmar teóricamente que Dios existe, sino en comprometerse con los valores por los que vivió y lu-chó Jesús, sancionados con el anuncio de la resurrección.