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23 El Sentido Cristiano del Sufrimiento Humano en la Carta Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II Claudio Lavados Montes* Resumen: Dolor, sufrimiento y muerte parecen extraños en un mundo hipertec- nológico, científico y eficientista. En un contexto de “sanidad de la existencia”, de una búsqueda casi enfermiza del bienestar físico y psicológico, el sufrimiento permanece como una de las experiencias más dramáticas e inevitables que la persona encuentra en su vida. Es un “dato” humano: donde hay dolor está el hombre, y donde está el hombre hay dolor. El sufrimiento resulta un enigma difícil de interpretar ya que no encuentra un lugar en la lógica humana, esca- pándose de una comprensión plena, permaneciendo como un evento siempre nuevo que hay que mirar, aceptar y asumir una y otra vez. La Carta Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II nos entrega una reflexión y profundización seria y sistemática sobre el sufrimiento humano. Palabras Clave: sufrimiento – dolor - sentido de vida – mal – solidaridad – compasión – misterio. Abstract: Pain, suffering, and death seem to be strange in an hipertechnologi- cal, scientific, and efficience-seeking world. In a context of “healthy existence”, with a nearly morbid search for physic and psychological wellbeing, suffering remains as one of the most dramatic and unavoidable experiences that people meet in life. It is a human datum: where there is pain is man, and where there is a man is pain. Suffering happens to be a mystery difficult to decipher, as it has no place in human logic, fleeing from full understanding, staying as an always new event requiring to be looked, accepted, and assumed again and again. John Paul II’s Apostolic Letter Salvifici Doloris offers us a deep, earnest, and systematic reflection on human suffering. Key words: suffering - pain - meaning of life - evil - solidarity - compassion - mystery * Chileno, Teólogo por la Universidad Gregoriana de Roma; Magíster en Bioética por la Universidad de Chile; Universidad Católica Silva Henríquez. claudiolavados@ gmail.com REVISTA DE CIENCIAS RELIGIOSAS, vol. XVIII, 2010, pp. 23-51

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El Sentido Cristiano del Sufrimiento Humano en la Carta

Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II

Claudio Lavados Montes*

Resumen: Dolor, sufrimiento y muerte parecen extraños en un mundo hipertec-nológico, científico y eficientista. En un contexto de “sanidad de la existencia”, de una búsqueda casi enfermiza del bienestar físico y psicológico, el sufrimiento permanece como una de las experiencias más dramáticas e inevitables que la persona encuentra en su vida. Es un “dato” humano: donde hay dolor está el hombre, y donde está el hombre hay dolor. El sufrimiento resulta un enigma difícil de interpretar ya que no encuentra un lugar en la lógica humana, esca-pándose de una comprensión plena, permaneciendo como un evento siempre nuevo que hay que mirar, aceptar y asumir una y otra vez. La Carta Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II nos entrega una reflexión y profundización seria y sistemática sobre el sufrimiento humano.

Palabras Clave: sufrimiento – dolor - sentido de vida – mal – solidaridad – compasión – misterio.

Abstract: Pain, suffering, and death seem to be strange in an hipertechnologi-cal, scientific, and efficience-seeking world. In a context of “healthy existence”, with a nearly morbid search for physic and psychological wellbeing, suffering remains as one of the most dramatic and unavoidable experiences that people meet in life. It is a human datum: where there is pain is man, and where there is a man is pain. Suffering happens to be a mystery difficult to decipher, as it has no place in human logic, fleeing from full understanding, staying as an always new event requiring to be looked, accepted, and assumed again and again. John Paul II’s Apostolic Letter Salvifici Doloris offers us a deep, earnest, and systematic reflection on human suffering.

Key words: suffering - pain - meaning of life - evil - solidarity - compassion - mystery

* Chileno, Teólogo por la Universidad Gregoriana de Roma; Magíster en Bioética por la Universidad de Chile; Universidad Católica Silva Henríquez. [email protected]

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I. El sentido del sufrimiento en la Carta Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II

Creo oportuno comenzar especificando cuál es el fin que se empeña el Papa con la Carta Apostólica Salvifici Doloris1. El dolor, que es un hecho subjetivo, personal e intransferible, merece también ser con-siderado desde una perspectiva objetiva, en la forma de un problema explícito (Juan Pablo II, 1984: 5), el cual pide, a las preguntas que surgen desde el interior del hombre, que se busquen respuestas. Y estas respuestas son variadas, dependiendo de la opción –científica, religiosa o filosófica- que se tome, pero no hay que olvidar que el su-frimiento humano es un mundo que está más allá de una descripción (Juan Pablo II, 1984: 5 y 8).

Sin embargo, antes de adentrarnos en el tema, se hace necesario decir lo que se entiende por sufrimiento en la Carta Apostólica:

“El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aun más profundamente enraizado en la humani-dad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras «sufrimiento» y «dolor», el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera «duele el cuerpo», mientras que el sufrimiento moral es «dolor del alma». Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión «psíquica» del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica” (Juan Pablo II, 1984: 5).

Siguiendo el tenor de la cita anterior podemos decir que el dolor se siente, se sufre, se conoce y se interpreta. Puede sentirse un dolor y no sufrirlo. Puede, por el contrario, sufrirse intensamente un dolor que no se siente, o cuya impresión sensible es mínima, o que se sintió en otro tiempo. Cada cual vive el dolor a su manera, según su

1 La Carta Apostólica Salvifici Doloris, sobre el sentido cristiano del sufrimiento, fue dada en Roma, en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, el 11 de febrero de 1984.

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personalidad, según el conocimiento e información que el dolor le suministra sobre el mundo y los otros (Juan Pablo II, 1984: 8), según su conocimiento de los mecanismos del dolor, según los hábitos ad-quiridos en experiencias dolorosas anteriores, según la interpretación que se dé a la vivencia dolorosa. 

Cualquiera que sea, en fin, la naturaleza y la presunta utilidad bio-lógica del dolor o de su evitación, al ser humano se le presenta, en último término, la cuestión de su sentido. El dolor se ha interpretado como un absurdo, ante el cual el ser humano se rebela y con el que lucha o ante el cual cae en la desesperación o la desesperanza (Yela, 1983: 123-124).

1. Tipos de dolor

Para la definición científica de dolor debemos recurrir a lo que ella manifiesta respecto a éste:

“La palabra dolor se usa para describir un rango muy amplio de sensa-ciones, desde la molestia de un pinchazo, golpe o pequeña quemadura, hasta las sensaciones anormales de los síndromes neuropáticos. Por su propia subjetividad, el dolor no tiene una fácil definición; incluso, llegó a afirmarse que era indefinible. El Subcomité de Taxonomía de la International Association for the Study of Pain (IASP) define el dolor como una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada con una lesión hística real o potencial, o que se describe como ocasio-nada por dicha lesión. El adjetivo desagradable incluye un conjunto de sentimientos, entre los que se encuentran el sufrimiento, la ansie-dad, la depresión y la desesperación, que pueden abocar incluso en el suicidio. El dolor, por lo tanto, no puede definirse exclusivamente como una experiencia nociceptiva (sensorial); constituye un hecho subjetivo, integrado por un conjunto de pensamientos, sensaciones y conductas, que se integran y forman el síntoma del dolor” (Soler Company; Montaner Abásolo, 2004: 51).

En general, los tipos de dolor se dividen en:

a) Crónico: Por lo general el dolor crónico es de larga duración y sus efectos psicológicos (irritabilidad, depresión, aislamiento, etc.) son predecibles. No están indicados en este caso ni la cirugía, ni los nar-cóticos, ni los relajantes musculares. El paciente se fatiga y se puede acentuar el sufrimiento ligado al dolor.

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b) Agudo: El dolor agudo es de corta duración y su patología sirve de recurso para predecir su condición futura. En este caso están indicados la cirugía, los narcóticos y los relajantes. El paciente sufre pero sus expectativas psicológicas pueden ser diferentes de las del paciente con dolor crónico. En el diálogo y deliberación entre médico y paciente es de suma importancia la cuestión del significado e importancia del dolor, de su interpretación (¿qué es y por qué?) y de su valor (¿para qué?) (Lugo, 2004).

Sin embargo, la Carta Apostólica hace hincapié en un dolor que envuelve y contiene estos tipos de dolor pero que va más allá de lo sensorial, del sufrimiento físico (como dolor del cuerpo), moral (como dolor del alma) y del dolor espiritual que no sólo es la “dimensión ´psíquica´ del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como físico” (Juan Pablo II, 1984: 5), sino del sufrimiento en su sentido psicológico que está dado por “(…) aquella múltiple y subjetivamente diferenciada ´actividad´ de dolor, de tristeza, de desilusión, de abati-miento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad” (Juan Pablo II, 1984: 5).

El sufrimiento psicológico es algo mayor, distinto y diferenciado de los otros tipos de sufrimiento y sobre todo del dolor, ya que “dentro de lo que constituye la forma psicológica del sufrimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a causa del cual el hombre sufre” (Juan Pablo II, 1984: 5). La experiencia de mal, que más adelante desarrollamos, es que el hombre sufre “por una cierta falta, limitación o distorsión del bien” (Juan Pablo II, 1984: 5) del cual no participa porque él mismo se ha privado u otros lo han excluido (Juan Pablo II, 1984: 5).

En el desarrollo del pensamiento de Juan Pablo II usaremos más bien el término “sufrimiento”, en el que se engloban tanto los diferentes tipos de dolores como de sufrimientos que hemos descrito.

2. El enigma del sufrimiento

Para el Papa Juan Pablo II, el tema del sufrimiento es un problema profundamente humano y lo considera mucho “más vasto, mucho más variado y pluridimensional” (Juan Pablo II, 1984: 5), de lo que se piensa. No esconde que se trata de algo complejo y enigmático, intangible, y que se debe tratar con todo respeto, con toda compasión

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y aun con temor (Juan Pablo II, 1984: 4); pero ello no excusa de tratar de comprenderlo, pues sólo así se podrá superar.

Y es aquí donde se detiene largamente a reflexionar sobre el sufri-miento y su relación con Dios, con los hombres y de éstos con Dios. Dice el Papa:

“Obviamente el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una pregunta difícil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.

Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios (…) Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios” (Juan Pablo II, 1984: 9).

Se presenta un gran reto para los hombres de fe de dar testimonio de lo que creen y de fundamentar una antropología no ensimismada, encerrada en su propio ser, ya que una no comprensión del sufrimiento puede conducir incluso a la negación de Dios. El hombre encontrará su propia plenitud solamente en “la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Juan Pablo II, 1984: 28).

El Papa Juan Pablo II plantea que el sufrimiento va más allá de la enfermedad, pues existe el sufrimiento físico y el espiritual. Además del sufrimiento individual, está el sufrimiento colectivo, que se da debido a los errores y transgresiones de los humanos, en especial en las guerras. Hay tiempos en que este sufrimiento colectivo aumenta. El sufrimiento tiene un sujeto y es el individuo quien lo sufre (Juan Pablo II, 1984: 8). El sufrimiento no permanece encerrado en el indi-viduo, sino que genera una cualidad que se expresa en la solidaridad con quienes también sufren; ya que el único en tener una conciencia especial de ello es el hombre. El sufrimiento entraña así solidaridad. Es difícil precisar la causa del sufrimiento, o del mal que va junto al

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sufrimiento. El hombre se la pregunta a Dios y con frecuencia reniega de Él (Juan Pablo II, 1984: 8).

Para poder entender el problema del sufrimiento se necesita situarlo en su justa dimensión y empezar a buscar su causa. El sufrimiento, dice la Carta Apostólica, consiste en la experiencia de la privación del bien2. Siendo el principio del sufrimiento la privación, se impo-ne la pregunta: ¿por qué hubo esta privación, quién la causó? Para responder, abandona el Papa el terreno del enigma y se pasa al del “misterio” en el sentido que la razón humana no es capaz de captar todo el sentido ni de penetrarlo en su totalidad. No trata de hacerlo con la oscuridad nebulosa de un mito3, sino que entra de lleno en el núcleo de la fe. Dentro de la fe cristiana, el misterio no es oscuridad sino claridad deslumbrante. Nos ayuda a comprenderlo un poco su raíz etimológica; viene del griego "muo" o "muein", que significa cerrar los ojos. No en el sentido de proceder a ciegas, sino en el de cerrar los ojos, que se origina cuando viene un encandilamiento, como por ejemplo cuando se mira directamente el sol. Sólo a la luz que encandila, sólo en el exceso de luminosidad, que no permite ver de frente, podemos atisbar qué es el misterio del sufrimiento. Además, el misterio cristiano no es sólo algo que se contempla, sino que se experimenta. Sólo en la experiencia del misterio, en este sentido que hemos hablado, puede adentrarse en su comprensión (Juan Pablo II, 1984: 4).

Es oportuno mencionar que los temas que trata el Papa en esta Carta Apostólica a propósito del sufrimiento como misterio, son: 1) mal y sufrimiento (Juan Pablo II, 1984: cap. 2 y 3) como identidad parti-cularmente en el Antiguo Testamento: primera referencia a su causa; corrección de parte de Dios del tema que el sufrimiento es causado

2 Es interesante hacer notar aquí que San Agustín ya plantea que el mal es privación del bien: “Como yo estaba ignorante de la verdad acerca de estas cosas, me hallaba no poco embarazado y perturbado con tales preguntas, y por los mismos medios y con los mismos pasos con que me apartaba de la verdad me parecía que la iba alcanzando, por no haber llegado todavía a conocer que no es otra cosa el mal sino privación del bien, hasta llegar al mayor mal, que es la nada y privación de todo bien. Pero ¿cómo lo había yo de conocer, si mi conocimiento por los sentidos no pasaba de las cosas corpóreas, y con el interior conocimiento del alma no pasaba de los fantasmas o especies de mi fantasía?”. Confesiones, Libro III, Capítulo VII, n°12.

3 El Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, define Mito (del gr. μῦθος), en su primera acepción, como”narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad”.

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por algún mal cometido; el mal, que es privación de bien, es también fuente del bien; Jesús destruye el mal y sus consecuencias, como la enfermedad y la muerte, lo cual queda demostrado en sus milagros; 2) Cristo asume el sufrimiento (Juan Pablo II, 1984: cap. 4) en la cruz. El mismo sufrimiento humano ha quedado redimido; asunción del sufrimiento por el Padre; el mal no es el sufrimiento sino su causa; su-primiendo su causa se suprime el efecto. Jesús al asumir el sufrimiento humano se ha hecho partícipe de todos los sufrimientos humanos. Y esto ha sido posible por el amor infinito de Jesús, y el hombre en la medida que participa de este amor reencuentra su sentido que le pa-recía haber perdido a causa del sufrimiento (Juan Pablo II, 1984: 23); 3) sufrimiento humano: el camino para aliviar el sufrimiento humano es mediante la compasión. La síntesis del misterio del sufrimiento es que es sobrenatural, porque se arraiga en la redención realizada por Jesús, y es también “profundamente humano porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión” (Juan Pablo II, 1984: 31).

3. El mal y el sufrimiento

“Se puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier mal” (Juan Pablo II, 1984: 7). En el lenguaje del Antiguo Testamen-to, inicialmente, sufrimiento y mal se identifican. Luego, gracias a la lengua griega, especialmente en el Nuevo Testamento, se distingue sufrimiento y mal. Sufrimiento es una actitud pasiva o activa frente a un mal, o mejor, frente a la ausencia de un bien que se debiera tener. “El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión del bien. Se puede decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa” (Juan Pablo II, 1984: 7). Esta noción del sufrimiento, que entrega la Carta Apostólica, está basada en que el cristianismo entiende el bien como algo esencial y perteneciente a la existencia, ya que es participación de Dios.

En el libro de Job la respuesta al problema del mal es la transgresión del orden natural creado por Dios. Sufrimiento y desorden serían lo mismo, o al menos se piensa que el sufrimiento es causado por el desorden. Esta es la tesis de los amigos de Job. Sin embargo, Dios la refuta aprobando la inocencia de Job; su sufrimiento queda como pregunta: ¿todo sufrimiento viene por una transgresión? Esta es una prueba para la justicia de Job. Es un preanuncio de la pasión de Je-sús. Más aún, se afirma que el sufrimiento es una pena infligida para

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corregirse, esto es, para que del mal se siga un bien, para cambiar positivamente en la vida, para la reconstrucción del bien que se ha perdido o destruido (Juan Pablo II, 1984: 10, 11, 12).

4. Sentido del sufrimiento

El sufrimiento es “un tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía” (Juan Pablo II, 1984: 2) y le es propio y particular, a diferencia de los animales, ya que el hombre sabe que sufre; y pareciera ser que le pertenece a la naturaleza del hombre y, a la vez, a su trascendencia, de tal manera que el hombre está –de cierto modo- “destinado” a superarse.

A este sufrimiento, que le es esencial, el hombre debe encontrarle un sentido. El Papa plantea la necesidad de preguntarse primero por el porqué, la causa o razón y esto “parece determinar incluso el conte-nido humano” (Juan Pablo II, 1984: 9), es decir, el cómo se sufre; éste constituye casi un “específico mundo que existe junto con el hombre” (Juan Pablo II, 1984: 5); y el para qué, cuya respuesta hay que buscarla en el interior del hombre, de cada hombre, ya que el sufrir es también “una llamada a manifestar la grandeza del hombre, su madurez espiritual” (Juan Pablo II, 1984: 22); la cual se expresaría en “irradiar el amor al hombre”, volcando el propio yo en “favor de los demás”, haciendo que este mundo invoque otro mundo, que es el del amor humano (Juan Pablo II, 1984: 29). Es en el amor donde el hombre se reconoce, se encuentra a sí mismo, “su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión” (Juan Pablo II, 1984: 31).

Sin embargo, hay que estar muy atento para darle un sentido al sufri-miento, ya que el sentimiento y sensación de inutilidad que muchas veces sentimos en el sufrimiento, puede provocar en el hombre una suerte de “carga para los demás” y “el hombre se siente condenado a recibir ayuda y asistencia por parte de los demás” (Juan Pablo II, 1984: 27), lo que causaría más sufrimiento.

El sentido al sufrimiento está dado, en definitiva, por el amor que es la “fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento” (Juan Pablo II, 1984: 13). Y esto hace que el sufrimiento, y tal vez esto sea lo nove-doso, tenga un carácter creador, y ese carácter se lo da cada persona en razón a la respuesta del para qué está sufriendo.

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5. Solidaridad en el sufrimiento: Compasión.

El sufrimiento genera amor, compasión y solidaridad hacia el que sufre y un amor desinteresado para ayudarlo, aliviándolo.

La parábola del buen samaritano, que pertenece al evangelio del sufri-miento (Juan Pablo II, 1984: 26), converge con lo dicho por Jesús en la parábola del juicio final: "Estuve enfermo y me visitasteis" (Evangelio San Mateo 25,31-46). Es Jesús mismo el que es curado y socorrido en el que cayó en manos de bandidos. El sentido del sufrimiento es hacer el bien con el sufrimiento y hacer el bien al que sufre. “No nos está permitido ´pasar de largo´, con indiferencia, sino que debemos ´pararnos´ junto a él” (Juan Pablo II, 1984: 26). La solidaridad se transforma en una verdadera compasión4 cuando se convierte en es-tímulo para la acción y ayuda, en lo posible, en forma eficaz, al otro. Aquí se toca uno de los puntos más importantes de la antropología cristiana, cuando la persona se da a sí misma, abre su propio “yo” al otro, encontrando su plenitud como persona en la entrega de si mismo a los demás5. El “buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo” (Juan Pablo II, 1984: 26). Sólo en el amor, y en la apertura de sí, se puede encontrar la respuesta salvífica, para los creyentes, o el sentido que tiene para el hombre, el dolor.

6. Del sufrimiento a la solidaridad

El dolor se desplaza del dolor en sí a la solidaridad. La solidaridad en su posición de fundamento de toda existencia no es sólo una simpatía con todos, una especie de comprometerse socialmente y ser consciente de que todos pertenecemos a la misma raza, cultura, nacionalidad, etc., sino que es experimentar una ligazón entre todos los humanos tan interna que no es una calificación que nos llega una vez que existimos, sino que es la misma existencia. En el mundo del

4 La palabra compasión viene del latín, padecere, que indica que hay que sentir, ojalá con el corazón, es decir con todo el ser, lo que el otro siente. La compasión no es lástima del otro, es “sentir” lo del otro.

5 Es interesante aquí la referencia que hace el Papa a Gaudium et Spes, Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual, en su número 24, que dice: “Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.

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sufrimiento existe un singular desafío a la comunión y la solidaridad (Juan Pablo II, 1984: 8). No es posible pasar de largo ante el sufri-miento ajeno “en nombre de la fundamental solidaridad humana” (Juan Pablo II, 1984: 29).

La Carta Apostólica plantea algunas actitudes que debe tener la persona compasiva y solidaria ante el sufrimiento. “El hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento”. “Nada reemplaza al corazón humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno” (Juan Pablo II, 1984: 29). La actitud frente al sufrimiento no puede ser de pasividad (Juan Pablo II, 1984: 30) sino que todo lo contrario, porque sufrir significa hacerse particularmente receptivo a los demás (Juan Pablo II, 1984: 7).

7. Sufrimiento y muerte

Jesús sufre en su carne las consecuencias del pecado y del mal, como es el dolor y la muerte, pero su redención no acaba con esa situación como tampoco “libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana”, sin embargo “proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación” (Juan Pablo II, 1984: 15).

Esta realidad, que los sufrimientos temporales no han sido suprimidos por Jesús, nos hace pensar en la dimensión temporal e histórica que tiene el sufrimiento. Sin embargo, debemos considerar una dimen-sión diversa a la temporal que se refiere “al sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo”, y que el hombre “muere” cuando pierde la vida eterna (Juan Pablo II, 1984: 14). La muerte ya no es cualquier muerte. Es definitiva. Pero también se da una situación particular con la muerte del cuerpo, la cual muchas veces es esperada incluso como liberación de los sufrimientos. Pero “(…) la muerte no es pues un sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter definitivo y totalizante” (Juan Pablo II, 1984: 15). Es inte-resante anotar que la muerte, con ese carácter totalizante y de síntesis de vida, está más allá de todos los sufrimientos. No es liberación, pero es un llamado serio a superarse a sí mismo y a darle al sufrimiento un nuevo carácter y una nueva luz. Es la paradoja del dolor y del sufrimiento, que convive con el hombre, que le es propio, pero que

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le entrega la posibilidad de madurar, de buscar nuevos sentidos y valores a partir de una experiencia dolorosa. El sufrimiento hace que el hombre, mirando sus propias miserias y grandezas, se abra a los demás, haciéndolo sentir personalmente llamado a ser testigo del amor en el sufrimiento (Juan Pablo II, 1984: 29).

II. En la búsqueda de un sentido del sufrimiento humano

1. Los Significados del dolor

Cuando el hombre experimenta dolor o sufre dolor, en forma auto-mática se hace preguntas como ¿por qué yo?, ¿cuándo terminaré de sufrir?, ¿por qué me sucede esto a mí? El dolor produce crisis. Es mucho más que experimentar una cierta incomodidad física. El dolor produce un quiebre en nuestra sensación de bienestar, de salud y se hace necesario tener respuestas.

El dolor se le muestra, muchas veces, al hombre como una oportuni-dad de encuentro con el significado de su propia vida e historia. No es tan sólo una nueva interpretación de la vida. Es la interpretación desde el porqué y para qué. No pareciera existir otra experiencia, como la del dolor, que exija una interpretación del mismo modo como ésta. La experiencia del dolor nos coloca en un límite. Pode-mos pensar que el dolor está lleno de significado y, por otro lado, de carencia total de sentido.

Hay dolores que pasan inadvertidos por la vida del hombre porque, al no ser tan profundos y absolutos, carecen de significado y su símbolo de interpretación pasa a ser insignificante. Pero, paradójicamente, esta falta de significado hace que el hombre reconozca las ocasiones en que el dolor empieza a adquirir un significado complejo. Es el polo opuesto de las personas que permanentemente viven sumidas en el dolor. Para ellas el significado les puede parecer extraño ya que se encuentran sumidas en sí mismas y el dolor les impide encontrar el significado. El dolor puede ayudar a entrar en un estado de alerta espiritual que pone a la persona en un clima de preguntas y significación de sentido. La comprensión del dolor es el inicio de un despertar espiritual “que está impregnado de significado social y religioso” (Morris, 1996:43). El dolor no es tan sólo un hecho biológico, sino que es también una experiencia en busca de interpretación (Morris, 1996:44).

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El ser humano debe y tiene que enfrentarse con el sufrimiento. Pero no todos lo hacen de la misma manera. Hay hombres que con el dolor y el sufrimiento se destruyen, otros se engrandecen. No es que existan sufrimientos que empequeñezcan o engrandezcan. Son los hombres quienes se destruyen o edifican con el sufrimiento. No depende del sufrimiento, sino de los hombres.

Hay personas que se derrumban con las penas cotidianas. Hay otros a los que no quiebra nada. Unos son débiles, otros son fuertes. Nadie es inmune a la tragedia. El dolor es inesperado, llega y no perdona. Tiene mil caras y formas: enfermedad, hijos enfermos, ceguera, vejez, muerte, injusticia, fracaso, traición, cárcel, remordimiento, accidente, desastre natural, etc. Unos podrían soportar la amputación de un miembro, pero no la quiebra económica; otros aguantarían la pérdida de sus bienes materiales, pero no el desprestigio; otros preferirían la muerte de un ser querido a la cárcel; otros son fuertes ante el dolor físico, pero no ante la humillación. Unos prefieren la muerte a la esclavitud; otros deciden vivir aunque sean esclavos; unos optan por su conciencia y otros por su bienestar; unos eligen el daño propio antes que el daño ajeno; hay quienes dan la vida por salvar a otros y hay quienes matan por salvarse.

La actitud frente al dolor y sufrimiento pueden ser, y de hecho lo son, distintas, lo que se traduce en significaciones personales diferentes. Algunas actitudes frente al dolor y sufrimiento pueden ser (Maza, 1989:156-161): a) Amargura: las personas amargas producen senti-mientos malignos, odian, tienen rabia, se desesperan; son desconfia-das. Les cuesta creer y amar. Se sienten vacías; b) hay personas que se deshacen frente al sufrimiento. No quieren vivir, han perdido la fuerza de actuar. Se sienten cansadas. No sienten odio o amargura. No les asombra nada. Ven como su vida se deshace y permanecen sufriendo en el tiempo como si el sufrimiento tuviera la particularidad de ex-tenderse por sí mismo; c) una tercera actitud frente al sufrimiento es huir de él. Se tiende a protegerse porque se tiene miedo a sufrir, y así se evita el enfrentamiento y la lucha; d) también frente al sufrimiento se puede responder con la pequeñez. Se vive para la pena, su pena, y de alguna forma se la impone a los demás. Pide ser el centro de atención y lleva su corazón en una bandeja para llorar sobre él y así despertar en los demás lástima y pena. Se revuelve sobre su pequeñez y no soporta que los demás sean mejores. Le molesta la alegría porque

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la perdió y siempre su sufrimiento será mayor que el de los demás; e) el sufrimiento también despierta en otros una fuerza interior que les lleva a rebelarse frente al sufrimiento y el dolor y a engendrar vida, en ellos mismos y en los demás. El sufrimiento ya no es mezquino, odioso, estrecho, sino que produce una hondura en la vida, humildad y una nueva visión y afán de vivir y comprender. El sufrimiento se vuelve una puerta para algo más grande, bello y profundo.

El sufrimiento transforma a algunas personas en amargadas y envidio-sas; en cambio a otras en sensibles y compasivas. Esto es el resultado, no la causa, de que el sufrimiento hace significativas ciertas experien-cias dolorosas, y convierte otras en vacías y destructivas.

Una de las cualidades del sufrimiento y del dolor es que revela lo más profundo de la persona. No le permite el sufrimiento esconder lo que se es por dentro, los valores que se tienen, la clase de persona que se es. Le quita sus máscaras. Lo desnuda. Pero también permite sacar lo mejor de cada persona. Surgen nuevos horizontes y posibi-lidades donde nunca pensó que estuvieran. Su vida se vuelve llena de significado. La última palabra ya no la tiene ni el dolor ni el sufri-miento. La tiene la propia persona que se ha adueñado de sí misma y ha madurado en lo más hondo y profundo de su ser. El sufrimiento reordena rápidamente las prioridades de la vida, y nos muestra lo que verdaderamente importa.

2. Sentido cristiano del sufrimiento humano

El sufrimiento es un fenómeno universal que acompaña al hombre desde siempre. Ningún hombre escapa a la experiencia del dolor. Su realidad es envolvente y totalizadora. El dolor comienza con el naci-miento. No deja al hombre en toda su historia. Solamente lo suelta en la muerte. El sufrimiento no suele ser continuo, sino que aparece y desaparece. La enfermedad –que casi siempre conlleva dolor y su-frimiento– es una experiencia de la cual nadie está libre.

La realidad es que la vida humana “es limitada y vulnerable, expuesta siempre al sufrimiento, amenazada constantemente por la enfermedad, el accidente y la desgracia, destinada inevitablemente al envejecimien-to y a la muerte” (Carta pastoral de los Obispos de Pamplona-Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, 1992). Muchas son las causas del sufrimiento en la vida: algunas consecuencias de la propia naturaleza

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humana (enfermedad, debilidad física, pérdida de seres queridos, etc.); otros sufrimientos producto de causas naturales (terremotos, inundaciones, sequías, etc.); también sufrimientos ocasionados por el propio hombre a otros hombres (torturas, terrorismo, genocidios, violaciones, etc.). Así el sufrimiento es parte de la naturaleza humana, como también es consecuencia –tal vez más amarga y trágica– de la acción libre del hombre producto de su egoísmo e injusticia que lo lleva a padecimientos personales intensos (fracaso matrimonial, sole-dad, depresión, etc.). Son las amenazas contra la vida, de que habla Juan Pablo II (1995). Sin embargo, hay un sufrimiento cuyo origen no se halla en el hombre y que resulta un tanto incomprensible, como es el sufrimiento de los inocentes. Lo describe el papa Juan Pablo II cuando dice que “hay tantos enfermos incurables en los hospitales, tantos niños disminuidos, tantas vidas humanas a quienes les está totalmente negada la felicidad humana” (Juan Pablo II, 1994). En el tiempo actual, en que ha habido un avance espectacular en ciencia y en biotecnología, y que la sociedad está más sensible frente al dolor y al sufrimiento, y sobre todo al dolor del inocente, y que hay un “surgimiento de una nueva sensibilidad ética ante el morir humano” (Vidal, 1994: 519), no se encuentra una respuesta convincente frente al porqué del sufrimiento, el cual pasa a convertirse en problema.

La pregunta sobre el sentido del sufrimiento hace referencia a otra pregunta anterior: ¿tiene sentido preguntarse por el sentido? ¿No es insensata la búsqueda de sentido? Freud dijo que ponerse la pregunta del sentido era señal de una enfermedad psicológica: “En el momento en que uno se interroga por el sentido y el valor de la vida, ya está enfermo. Es el momento cuando uno reconoce que tiene una libido no satisfecha” (Frankl, 1974: 113). La metafísica, que pone la pregunta sobre el sentido del ser, sería una ciencia que nace ya enferma. ¿Pero preguntarse sobre el sentido será signo de enfermedad? ¿O no será, más bien, una exigencia del espíritu humano que quiere comprender la realidad y la meta hacia la que se dirige? Juan Pablo II dice que “dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido” (Juan Pablo II, 1984: 9).

La pregunta del sentido es una pregunta de alcance metafísico, ligada a la posibilidad de encontrar la verdad, al hecho de «si es posible

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o no alcanzar una verdad universal y absoluta», porque «cada uno quiere –y debe– conocer la verdad sobre el propio fin” (Juan Pablo II, 1998: 26-27).

El ser humano busca la verdad (Juan Pablo II, 1998: 28). Y la bús-queda de la verdad se vuelve especialmente aguda en las experiencias de sufrimiento. Algunos piensan que es imposible dar un sentido al sufrimiento, que éste puede ser sólo vivido o, a lo sumo, domestica-do. Pero si el sufrimiento no tiene significado ni sentido, entonces puede llegar a ser insoportable. Es cierto que hace falta saber aceptar el sufrimiento, aliviarlo, aprender a vivir con él. Pero para eso, hace falta darle un sentido. Este sentido, a veces o muchas veces, no será fruto de un discurso filosófico. No se trata de hacer grandes reflexio-nes, sino de encontrar una dirección, un sentido, un porqué a la sed de verdad.

Si el sufrimiento es la experiencia humana del mal, y si el mal es privación del bien (Juan Pablo II, 1984: 7), entonces es muy difícil para la sola razón encontrar luz donde no hay más que oscuridad. El sentido que se puede encontrar en el sufrimiento no es una claridad sin sombras. Si fuera así se tendría un perfecto conocimiento del su-frimiento, de sus razones profundas y de sus causas, y esto llevaría a un racionalismo. La razón no tiene la total inteligencia del sufrimiento. Sin embargo, este límite no quiere decir que sea inútil o imposible encontrar un sentido al sufrimiento, el que tendría que buscarse en la vocación fundamental del hombre al amor. “El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones” (Juan Pablo II, 1984: 13).

Pero ¿puede, acaso, darse al sufrimiento un significado cristiano? ¿O el cristianismo puede darle un significado al sufrimiento? ¿No es el mismo sufrimiento igual para todos? Para un cristiano el dolor y el sufrimiento de la existencia humana no derivan simplemente de la finitud. Todo lo que ha creado Dios es bueno y Dios crea seres eternos. Posiblemente el límite (Bentué, 1981: 23-46) proporciona la posibi-lidad del sufrimiento. El cuerpo nos hace capaces de poder tropezar. El espíritu limitado incluye la posibilidad del rechazo por parte de los otros o de un mal uso de la libertad personal con las consecuencias que de ello se derivan. El deseo del hombre de no sufrir o de impedir todo tipo de sufrimiento querría decir abolir la finitud y hacer del

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hombre un Dios. Es la tentación original del jardín del Edén y sería procurar lo imposible.

El sufrimiento le da al hombre la posibilidad de desafíos y realizacio-nes. El amor desea donarse a sí mismo y realizar algo que sea un don para la persona amada (Santo Tomás de Aquino. Summa Theologica, 1-2, q. 28, a. l). Entonces se puede decir que el “grado” de sufrimiento presente en cualquier persona o empresa, que quiera emprender, está determinado también por el modo en el cual éste es percibido.

La realidad del pecado ha destruido la natural armonía de la creación (Génesis 3, 14ss), del universo y la unidad entre los seres humanos y ha transformado al mundo en un signo ambiguo del amor de Dios. Por eso el hombre se ha encontrado combatiendo contra otros hom-bres, siendo un homo homini lupus (un lobo para el propio hombre). Todo ha llegado a ser una amenaza para el hombre, para sus logros, para su existencia. El cristiano cree que debe sufrir por los demás ya que le es imposible separarse de sus hermanos y hermanas en Adán, redimidos por Jesús. Todo intento por renunciar a esta verdad no hace más que aumentar el mal y el sufrimiento.

El cristiano ve en el sufrimiento una posibilidad de unirse a Jesús y de contribuir a un mundo más armónico y en paz. El amor une al amado en el deseo de compartir su suerte. La experiencia humana de las madres muestra que ante el sufrimiento de un hijo ellas no los abandonan y prefieren sufrir con él y por él; es lo que también hace Dios.

El discípulo de Jesús sabe que debe correr la misma suerte del maestro (Jn 15,20; 13,16; Mt 10,24). San Pablo habla claramente del sufri-miento redentor del cristiano que se une al de Jesús en la cruz (2 Cor 1,6s; 4,8-12). Unido a Cristo en el amor, el creyente sufre por los otros, para que solidariamente su dolor y sufrimiento sea compartido y disminuya. Es a través del sufrimiento que el amor se purifica y crece. Para los cristianos no hay nada en su experiencia que quede fuera de la órbita de Dios y que los pueda alejar de Él (Rm 8,35-39).

El dolor y el sufrimiento están, sin embargo, ahí, presentes en toda la vida humana. Lo primero que se plantea es si se puede encontrar sentido al sufrimiento humano. Y ciertamente lo tiene. La visión trascendente y religiosa de la vida que pueda tener un creyente le

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entrega un valor diferente al que no la tiene. Juan Pablo II dice que “el ambiente cultural, que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor” (Juan Pablo II, 1995:15).

El hecho de vivir el dolor y el sufrimiento desde una perspectiva religiosa le asigna una significación diversa a que fuera vivido desde lo puramente humano. El papa Juan Pablo II, convencido de esto, lo plantea de la siguiente forma:

“Las diversas religiones de la humanidad siempre han buscado respon-der a la cuestión del significado del dolor y reconocen la necesidad de mostrar a cuantos sufren compasión y bondad (…) Si bien la Iglesia considera que en las interpretaciones no cristianas del sufrimiento están presentes muchos elementos válidos y nobles, la comprensión del gran misterio humano es única. Para descubrir el significado fun-damental y definitivo del sufrimiento debemos dirigir nuestra mirada hacia la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo aquello que existe. La respuesta a la pregunta sobre el significado del sufrimiento ha sido dada por Dios al hombre en la Cruz de Jesucristo. El sufrimiento, consecuencia del pecado original, asume un nuevo significado: se convierte en participación de la obra salvífica de Jesu-cristo (…) En cuanto Dios y hombre, Cristo ha asumido sobre sí los sufrimientos de la humanidad y en Él el sufrimiento humano mismo asume un significado de redención. En esta unión entre lo humano y lo divino, el sufrimiento manifiesta el bien y supera al mal” (Juan Pablo II, 2002).

El sufrimiento tiene sentido para el cristiano en la unión con Cristo Jesús, que le entrega una dimensión y orientación totalmente nueva al sufrimiento personal y social. Negar el dolor y no hacer el esfuerzo sincero de aceptarlo y asumirlo, haciendo de la vida como si no tuviese sufrimientos, hace vivir en una aparente felicidad, que puede llegar a una vaciedad de la existencia. Benedicto XVI dice que:

“Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad,

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del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sen-tido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un senti-do mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (Benedicto XVI, 2007:37).

La maduración por y en el dolor hace que la persona se encuentre a sí misma, en lo más profundo y recóndito de su ser, con los demás y con Cristo liberador del dolor y de la opresión humana.

3. Misterio del sufrimiento

Cuando se habla de misterio del sufrimiento no se trata de decir que es algo que se encuentra lejos de la comprensión de la razón. Para la religión cristiana el misterio no es “oscuridad” sino claridad deslumbrante. Para el cristianismo solamente en la experiencia del misterio se encuentra su comprensión. “El sufrimiento humano sus-cita compasión, suscita también respeto, y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio específico” (Juan Pablo II, 1984: 4). Como misterio, debe ser permanentemente contemplado con perplejidad y con respeto: ante el dolor humano nos encontramos frente a una realidad con vocación sobrenatural, llamada a trascender.

Entrar en el misterio, es decir en la incomprensión del sentido del sufrimiento, es una tarea que abarca a toda la persona porque el sufrimiento parece ser esencial a la naturaleza humana (Juan Pablo II, 1984: 2); le pertenece pero, al mismo tiempo, el ser humano se siente con la tarea de trascenderlo, superarlo y, tal vez, de superarse a sí mismo de lo incomprensible del dolor y del sufrimiento.

La razón humana, frente al dolor de los inocentes, y al dolor en general, se pierde. Esto es verdad. Todas las razones y explicaciones que se puedan dar en torno al dolor y al sufrimiento no satisfacen. Tampoco la fe cristiana entrega una respuesta clara y evidente (Lewis, 1994: 68), sino que remite a Cristo Jesús en su dolor de la cruz. Y frente a la realidad evidente del sufrimiento, el remedio para su superación es mirar a Cristo que experimentó por amor el dolor de la humanidad. Sin embargo, es necesario decir que una reflexión teológica admite

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que no exista una respuesta definitiva y total. Hay intentos serios, pero en definitiva cuando el hombre sufriente se sienta frente a su dolor, estos esfuerzos lo llevan a nuevas interrogantes.

La fe, la vivencia religiosa y el sentido de trascendencia ayuda de sobremanera a llevar el dolor. Pero también si se prescinde de Dios, el dolor puede resultar absurdo.

Es propio del hombre que el sufrimiento sea para él una desgracia donde se pierde por entero, donde desaparece su dignidad, o, por el contrario, que sea una oportunidad en que se revele en

él otra dimensión: la del hombre sufriente, o que ha sufrido, pero que observa el mundo con claridad y que le ayuda a comprender mejor su propia naturaleza y limitaciones, lo que lo lleva a ser más humano “pues comprende y hace suya una dimensión básica de la vida que ayuda a hacer más rica la personalidad. Quien a toda costa pretende huir del dolor, probablemente destruya sus posibilidades de ser feliz, pues es imposible tal fin” (Conferencia Episcopal Española, 1993).

En la doctrina de la Iglesia Católica es Cristo quien revela el misterio del hombre, y el misterio del hombre implica el misterio del sufri-miento. En Cristo se revela el enigma del dolor y de la muerte. Sólo en el amor se puede encontrar la respuesta salvífica del dolor. Así lo dice Juan Pablo II:

“El sufrimiento ciertamente pertenece al misterio del hombre (…) El Concilio Vaticano II ha expresado esta verdad: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». (…) Si estas palabras se refieren a todo lo que contempla el misterio del hombre, entonces ciertamente se refieren de modo muy particular al sufrimiento humano. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (Juan Pablo II, 1984: 31).

El misterio del sufrimiento, en fin, está presente en el mundo “para provocar el amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor” (Juan Pablo II, 1984: 30), como decía Pablo VI.

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4. Interpretaciones del sufrimiento

a) Dolor como consecuencia del pecado

Para comprender la realidad del pecado es necesario precisar lo que la Iglesia Católica entiende por tal. El sentido originario, tanto en he-breo como en griego, es “faltar”, faltar contra uno, faltar contra Dios. Por eso se entiende generalmente como una falta a la ley de Dios, a su “voluntad”. El pecado, según una definición clásica, es aversio a Deo et conversio ad creaturam (rechazo a Dios y conversión hacia la criatura). Dios se define esencialmente como amor, y como el amor se extiende a Dios y a la creación, así el pecado, que es siempre negación de amor, va dirigido contra la realidad total de Dios y de su creación, contra la comunión con Dios y con el prójimo. Cuando se define el pecado como una contravención a la ley de Dios, se sobreentiende que se trata de una contravención voluntaria.

El pecado es lo contrario al amor y por eso excluye al amor. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. El Catecismo de la Iglesia Católica es iluminador al respecto cuando dice que:

“El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar recono-cer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer clara-mente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad sicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (Catecismo de la Iglesia Católica, 386-387).

En el desarrollo de la doctrina del pecado original se entiende éste como el reverso de la Buena Noticia de Jesús. El ser humano, en el

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abuso de su libertad desobedeció a Dios, se prefirió a sí mismo en lugar de Dios. Una de las consecuencias dramáticas de esta desobe-diencia es el sufrimiento humano. La armonía en que se encontraba el hombre con Dios y la creación se rompe, queda destruida. La ex-periencia humana muestra que el hombre se siente inclinado al mal e “inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador” (Catecismo de la Iglesia Católica, 401), porque es bueno.

Entonces, ¿cómo se explica el dolor y el sufrimiento humano? El cristiano sabe, como se ha expuesto más arriba, que el dolor y el su-frimiento son consecuencias del pecado6. El hombre había sido creado por Dios en un estado de plenitud y comunión con Él, en que el dolor y la fatiga, como castigo por el orgullo del hombre, no existía. Por lo tanto el dolor y el sufrimiento no son bendición de Dios. No se puede hacer responsable a Dios de algo de que el hombre es el causante. El cristianismo invita al creyente a superar las preguntas ¿por qué a mí? ¿qué mal he hecho para sufrir así? o ¿por qué me castiga Dios? Dios no es quien castiga sino quien salva. Es quien da sentido y significado al dolor y sufrimiento humano, cuando el hombre lo vive unido a Él. En el plan de Dios de la creación el dolor y el sufrimiento no entraban. No están vinculados a la voluntad de Dios.

“El hombre ha sido creado por Dios también para la felicidad, que, en el ámbito de la existencia terrena, debía significar estar libres de sufrimientos, por lo menos en el sentido de una posibilidad de exención de ellos” (Catecismo de la Iglesia Católica, 401). El hombre, creado por el Amor para amar y ser feliz, se encuentra con esta realidad que quiebra su sentido último. Pero también, se debe decir que no todo sufrimiento y dolor humano es consecuencia de la culpa o que tenga un carácter de castigo. El sufrimiento “deber servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto” (Juan Pablo II, 1984:11-12). Es volver a la armonía perdida y (re)encontrarse con Jesús, como el Señor de la vida, quien por su pasión y su muerte en la Cruz, dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos

6 “Signo y consecuencia del pecado original es la muerte del cuerpo, tal como desde entonces la experimentan todos los hombres. El hombre ha sido creado por Dios para la inmortalidad: la muerte que aparece como un trágico salto en el vacío, constituye la consecuencia del pecado, casi por una lógica suya inmanente, pero sobre todo por castigo de Dios. Esta es la enseñanza de la Revelación y esta es la fe de la Iglesia: sin el pecado, el final de la prueba terrena no habría sido tan dramático”; Cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, Roma, 8 de octubre de 1986.

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configura con Él y une al hombre a su pasión redentora (Catecismo de la Iglesia Católica, 1505).

b) Sentido pedagógico del sufrimiento

En el libro de Job se muestra que el sufrimiento tiene también una característica de prueba. Las luchas y pruebas que vivió el pueblo de Israel, que es el pueblo de Dios, eran una invitación permanente a la conversión. Su propósito era eminentemente educativo. Dios buscaba, a través de esos acontecimientos, la educación y conversión del pueblo: “los castigos no vienen para la destrucción sino para la corrección de nuestro pueblo” (Mac 6,12). Su fin es la reconstrucción del bien en la misma persona que sufre, que supere el mal, que en sus distintas manifestaciones está presente en el corazón del hombre, y que afecta la relación consigo mismo, con Dios y los demás.

El sufrimiento y el dolor se pueden vivir como un tiempo de reflexión, de cambio de vida, de valoración de lo que se es y tiene7. Según la experiencia de dolor y sufrimiento que se tenga, y de los significados que se le den, la vida toma una nueva impronta, se transforma, se jerarquiza y se ordena a propósitos que, tal vez, no se consideraban como lo realmente importante. Se puede decir que el dolor descubre el corazón y revela lo más profundo del hombre.

Ante el dolor el hombre debe desarrollar una actitud que le lleve a encontrarse con él mismo8, a aceptar que la capacidad de sobreponerse ante el dolor es el interés que se ponga en su vivencia, en descubrir los aspectos que le van a ayudar, no para evitarlo, sino para detenerse ante preguntas que, de otro modo, tal vez, no se haría.

El dolor y el sufrimiento llevan, en sí mismos, una pedagogía que impulsa al hombre, cuando lo quiere asumir de verdad, a darse cuenta

7 “No conviene olvidar la cantidad de creatividad, de amor, de riqueza que representa la vida que termina. Si en la vida se da una ecuación entre éxito, dinero, acierto, en el mundo del dolor no se trata ya de éxitos frente a fracasos. El orden de valores ha cambiado y es preciso entonces dar con el sentido esencial de la vida humana. Esto nos hace capaces de encararnos con los sufrimientos y la muerte”; Delisle-Lapierre, I.; Vivir el morir. Madrid: Paulinas, 1986; p. 46.

8 “La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él”; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1501.

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que puede sacar un saldo positivo de todo aquello. Pero también, necesita la actitud y el valor de afrontarlo. Para esto es necesaria la voluntad y, para los creyentes, además, la fe.

Se puede vivir el sufrimiento con una fortaleza interior inquebran-table. Pero cuando el sufrimiento choca con proyectos personales que quedan súbitamente deshechos e imposibles de realizar, se hace poco aceptable y la esperanza se desvanece. Y es aquí cuando surgen preguntas como ¿por qué me ha pasado esto a mí? Tal vez la pregunta también podría ser ¿por qué no a mí? No existen respuestas senci-llas. Existen respuestas posibles y personales que hay que llenarlas de significado y sentido. Nadie está preparado para el sufrimiento y el dolor. Pero el amor a los seres queridos tiene una fuerza tal que a muchos les anima a proseguir el camino pasando por encima de todas las dificultades.

El tener conciencia del sufrimiento hace que el hombre ejercite la humildad, produciendo un desarraigo de muchas convicciones perso-nales y prejuicios. El sufrimiento tiene la cualidad de sacar el disfraz de la apariencia en la cual muchas veces se vive. Se necesita una cantidad importante de fortaleza y humildad para aceptar la propia debilidad y fragilidad que devela el sufrimiento, y sobre todo el sufrimiento permanente. Esto hace necesaria una actitud de aprendizaje que se debe mantener en forma permanente. Es la única manera de apren-der del sufrimiento. Es la tarea de personalizar el sufrimiento para no convertir a la persona en un sujeto egoísta y que pasa pendiente de sí mismo y usando o manipulando a los demás. La paciencia y la esperanza, como también la prudencia, son virtudes necesarias de alcanzar en todo proceso en el cual se quiera madurar, y más aún si se trata de vivir con tranquilidad el sufrimiento.

El dolor y el sufrimiento son distintos para cada persona y constituyen un mundo, un universo propio que posee como una cierta unidad, pero que al mismo tiempo contiene en sí un singular desafío a la comunión y a la solidaridad (Juan Pablo II, 1984:8).

Si el sufrir constituye un mundo que hace capaz al hombre de abrirse al “desafío de la comunión y solidaridad”, la pedagogía en el sufrimiento no consiste en que le enseñen a la persona a saber cómo conducirse en medio del sufrimiento para llegar a la comunión con los demás. Nadie puede enseñar cómo se hace. La vida se encarga

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de hacerlo junto con la voluntad de cada uno. La sociedad actual no prepara para el sufrimiento. Todo lo contrario. Se estimula el éxito y el placer –lo que no es malo- pero desconociendo la otra cara de la realidad que puede ser el fracaso y el dolor. En este sentido se debería aprender de los niños que ven como un asunto natural el sufrimiento y la muerte como episodios que conforman la propia existencia. Los adultos programan su futuro desde la salud y cuando llega el sufri-miento todo se viene abajo porque no se sabe qué hacer ya que lo único que se tiene es la incertidumbre. Es en el sufrimiento donde el hombre se muestra en toda su grandeza y madurez como también descubre su propia pequeñez.

c) El sufrimiento como encuentro con Jesús

¿Cómo el sufrimiento puede llevar al encuentro con Jesús? ¿Cómo Je-sús, si es Dios, puede entender el sufrimiento humano? Para acercarse a dar una respuesta a estas interrogantes es fundamental el reconoci-miento, en la fe, de que Jesús es Dios hecho hombre (Jn 1,14) y que el hombre tiene una realidad que se descubre desde la fe.

El Dios cristiano es aquél que en su Hijo, y en particular en su pasión y muerte en cruz, ha tenido –en primera persona- la experiencia del dolor, del sufrimiento, llegando hasta el fondo de la situación humana, con toda la carga de mal, de pena y de muerte. El Dios de Jesús no es aquel que permanece inmutable y lejano en lo alto del cielo y al cual las preguntas de los hombres no le interesan, sino que el Dios crucificado muestra, concreta y realmente, hasta qué punto solidariza con el hombre en todos los aspectos. El dolor y sufrimiento no son extraños ni indiferentes a Dios: no se coloca al otro lado del dolor y del sufrimiento como un espectador más, sino que se coloca en el lugar –y en el mismo lugar- del que sufre y reprocha a Dios diciéndole: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

La doctrina católica plantea con mucha fuerza que la crux Christi no tiene la última palabra, sino que la tiene la cruz del Resucitado, que abre una perspectiva de sentido a todo aquello que le sucede al hombre, también de frente al sufrimiento más terrible y al dolor más insoportable: el Dios de Jesucristo, el Dios de la cruz es también “interrogado” por el dolor humano. Por esta razón la cruz, el dolor y el sufrimiento del hombre, de los hombres, de la humanidad no son irremediablemente un no-sentido, un absurdo insuperable (Serenita, 1988: 369).

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“¿Es verdad que después de Auschwitz no se puede creer más en Dios? ¿O no es verdad que después de Auschwitz se debe creer en Dios, si no se quiere dejar sin sentido la dignidad y el significado de todos los que han muerto y han soportado la desventura de una experiencia insensata? ¿O tal vez a quien niega la existencia de Dios, porque nuestro mundo es terriblemente tenebroso, le parecerá, des-pués de esta negación, más claro? (…) Aquí nos encontramos frente a un dilema: o estamos convencidos de que los gritos de protesta que acompañan a toda la historia del mundo son escuchados pero encuentra su respuesta de una manera que nosotros seamos capaces de entender, y al menos de comprobar, o debemos convencernos de que todas estas protestas a priori son insensatas y no representan otra cosa igual que los fenómenos que se puedan encontrar en el campo de la física, que van y vienen” (Rahner; Weber, 1982: 62-63).

De la única manera que se puede unir el sufrimiento personal al de Jesús es creyendo que Él también ha padecido y que su vida y su cruz no han sido una farsa, y que Jesús se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano, que era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma (Juan Pablo II, 1984: 16).

Jesús se acercó a todos los hombres de su tiempo, pero especialmente a quienes sufrían “por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí mismo” (Juan Pablo II. 1984: 16). Si bien Jesús no suprime el dolor ni los sufrimientos, sí les entrega una “luz nueva” (Juan Pablo II. 1984: 15), un valor nuevo (García, Benito, 1981) en su comprensión ya que ha sido unido al amor, a “aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento” (Juan Pablo II, 1984: 18).

El dolor y el sufrimiento no se soportan a solas ni en vano. “El sufri-miento humano es un continente del que ninguno de nosotros puede decir que ha llegado a sus límites” (García, Benito, 1981). Aunque resulte difícil comprender el sufrimiento, “Jesús ha aclarado que este valor está vinculado a su mismo sufrimiento, a su mismo sacrificio” (García, Benito, 1981).

Los creyentes, y los que no tienen fe, han de vivir su dolor y sufrimien-to con realismo, y ser conscientes de que a todos los seres humanos les toca realizar un proyecto de vida que debe ser hecho desde su situación particular.

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ConclusiónSegún Juan Pablo II, el sufrimiento pareciera pertenecer a la naturaleza humana (Juan Pablo II, 1984:2). Es una realidad tan profunda y com-pleja que lo supera y es casi inseparable de la persona. Por otra parte, suscita compasión, respeto y de algún modo, atemoriza. Aunque es una experiencia personal, subjetiva, el tema del sufrimiento tiene que ser tratado, pensado y meditado exigiendo que se busquen respuestas a los problemas que plantea sobre el sentido de la vida.

Existen algunos bienes, que por su misma naturaleza son el funda-mento de otros bienes. Por esto cuando se pierden algunos bienes fundamentales se aprecian en su real dimensión. Esto sucede cuan-do faltan bienes necesarios para la vida diaria, el trabajo, y cuando la capacidad psíquica se ve limitada. Esto es evidente con la salud. Cuando falta se descubre su valor auténtico. De otra manera se da por descontada su importancia.

Frente al impacto inicial de la enfermedad, del dolor y del sufri-miento es posible descubrir tres hechos fundamentales: 1) tratar de olvidar, esconder la experiencia vivida, y los significados unidos a ella, y considerarlos como sin importancia. El no querer responder a lo exigente de las preguntas surgidas por lo vivido es un modo de vivir en forma inauténtica; 2) querer responder frente al sufrimiento con una actitud de invulnerabilidad. Se llega a pensar que la persona enferma o sufriente no es “tocada” por ninguna pregunta, lo que la hace vivir en una falsa seguridad que le da esperanza. Se refugia en la ciencia y en la técnica que le ofrece solución a los problemas de la debilidad humana (Benedicto XVI, 2007). Se permanece, así, en lo incierto con la esperanza de eliminar la vulnerabilidad que sigue siendo una amenaza; 3) la tercera posibilidad es aceptar el desafío de la pregunta y descubrir un significado. Es la cuestión del sentido. Se trata de una elección personal, de aceptación de una pregunta profunda por una verdad que provoca e interroga.

La persona sumida en el sufrimiento no vive estas tres posibilidades como equivalentes, como tampoco se le presentan de una manera neutral de tal manera que puede escoger con indiferencia. El contexto cultural occidental favorece las primeras posibilidades: siendo una sociedad consumista se tiende a “responder” las preguntas profundas a través de la satisfacción de los deseos inmediatos; como sociedad

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científica-técnica tiende a llevar a los hombres a que respondan po-niendo su esperanza en ella.

La cuestión del sentido, esencial para la vida humana, conduce a la pregunta moral sobre la salud que implica “la inmanencia de la enfermedad en la persona, y la trascendencia de la persona en la enfermedad” (Fuster i Camps, 2005:87). Lo primero indica la inne-gable presencia del dolor en la vida humana y la posibilidad real de eliminarlo, como también la implicancia de la persona en el dolor como sufrimiento personal. La segunda afirmación implica que no se puede hablar de sentido de la vida sin responder a la pregunta vital sobre el sentido del dolor y del sufrimiento.

Considerando que el dolor se presenta a la persona sin ser buscado, la única solución adecuada consistiría en darle una expresión rica de sentido y significado. La existencia no se puede vivir en toda su complejidad y profundidad si se escapa y no se enfrenta la dialéctica entre la vida y la muerte, entre la felicidad y el dolor. Son situaciones límites que permiten al hombre alcanzar un sentido propio y afrontar su vida desde una óptica diferente a lo que estaba sucediendo hasta ese momento, permitiendo reconsiderar toda la existencia a la luz del presente, y conferir una nueva dimensión a la propia cotidianidad.

El sufrimiento es personal, lo que hace que la relación sufrimiento persona sea insustituible. Es entrar en una nueva actitud frente al sufrimiento. La responsabilidad es, sobre todo, una apertura a la vida y a sus situaciones para darle un contenido significante y entender que el ser humano no es omnipotente, sino que frágil y necesitado.

En un contexto de materialismo práctico se deja fuera a Dios, lo que conduce a un individualismo, utilitarismo y hedonismo. El sufrimien-to –que es un hecho inevitable de la existencia humana- se rechaza por inútil y se combate como un mal que hay que evitar siempre y de cualquier modo. Y cuando esto no es posible se piensa que la vida ha perdido todo su sentido y se puede llegar a considerar el derecho a suprimirla, sin percatarse, tal vez, de que el sufrimiento pone en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual del hombre, poniendo en movimiento el carácter creador del sufrimiento. La per-sona que sufre no permanece, entonces, encerrada y sin sentido, sino que genera solidaridad con las demás personas que también sufren. El sufrimiento entraña así solidaridad, lo cual no permite al hombre

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pasar de largo, con indiferencia, sino que le llama a pararse frente al sufriente (Juan Pablo II, 1984: 26).

Para poder responder al porqué del sufrimiento no son suficientes respuestas biológicas, psíquicas o de otro tipo. También se puede mirar hacia el amor, especialmente el amor divino que es, para los creyentes, la fuente última del sentido y plenitud de la existencia humana.

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