El Señor Del Gran Poder
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EL SENOR DEL GRAN PODER
(melopea)
Hasta que por fin Adriana me preguntó el por qué de la ausencia del Señor del Gran
Poder. Me pareció raro que la niña no se diera cuenta todavía pues ya tiene tres
años y déjame decirte que no es nada tonta. Creo que debe extrañarlo aunque no lo
mencione. Algunas veces, durante la noche, noto que se levanta de la cama cuando
escucha el tintineo de una llave que abre la puerta de la habitación vecina, y al
darse cuenta que no es él, vuelve a recostarse con cara de lirio marchitado a mi
costado. Esta tarde la encontré llorosa. Dos lágrimas habían dejado impresos un
par de surcos escarchados en su rostro de durazno. Quizás fue porque la dejé sola
todo el día. Usualmente salgo muy temprano a clases, y como Felisa no quiere venir
más a acompañarla, cuido de guardar cuchillos y tijeras en una bolsa de plástico
que coloco encima del refrigerador; y aprovecho su sueño pesado, para salir del
cuarto y encerrarla despacito, con llave. Si llora al despertar, sólo ella lo sabe. Lo
que sí procuro dejarle todos los días, es pan con mantequilla y una jarra de té.
También las lágrimas pudieron deberse al hambre, es una posibilidad, de ahí que al
anochecer, le preparé hígado de pollo arrebozado en migas de pan, acompañado de
un tomate trozado. Adriana, sentada frente al plato, masticó a duras penas,
ocultando su resentimiento tras una cortina de silencio. Antes de acostarse, sus
labios se entreabrieron lentamente, su voz de pajarito tembloroso rompió el
silencio como un cristal líquido. Le respondí que eventualmente. Es decir, algún día
tendrá que volver, Adriana, seguro tendrá curiosidad por saber algo de ti.
Manolo se fue de casa, no, no se fue, porque el irse implica una despedida, y cuando
Manolo preparó un pequeño bolso para viajar a Juliaca, hace casi tres meses, ni me
imaginé por acá (movimiento horizontal del dedo índice que atraviesa la altura de
la frente) que no lo volveríamos a ver. Manolo no volvió a buscarnos, ni una
llamada telefónica nos dio. Volvió a Arequipa, eso sí, pero se quedó junto a su
madre en Mariano Melgar. Aunque ahora, ya muerta, debe estar viviéndose con
alguna de sus mujercitas.
Fue en el velorio de ésta cuando me enteré que Manolo ya estaba aquí, si no aún
creería que el pobrecito, se encontraba comprando mercadería en Desaguadero.
Incluso pensé en dar parte a la policía por la posibilidad de que alguno de los
prestamistas lo hubiese mandado a matar.
La doña se veló en una de esas casas ostentosas de la Pampilla que se convirtieron
en velatorios una vez que les pusieron la morgue en frente. Salíamos de vacunar a
Adriana en el Hospital General, cruzamos la avenida para tomar el bus, y fue
cuando la niña señaló hacia un grupo de gente que esperaba en la puerta de un
velatorio rosado como un pastel. Allí estaba parada María con un terno negro y el
cabello tan corto que la confundí con Antonio. Miguel y Manolo estaban sentados
como dos maniquíes junto a la puerta. En el fondo, yacía el cuerpo de la doña
dentro de una caja mortuoria forrada con suaves sábanas de tafetán negro.
Di media vuelta y volvimos a casa.
El juego favorito de Adriana es el de la comidita. Mientras estudio en la mesa de
una pequeña cocina improvisada junto a la cama, Adriana mueve sus manitas y
hace de cuenta que prepara suculentos platillos. Mi participación del juego consiste
en hacer el ademán de comerlos mientras recorto figuras de cromosomas que debo
pegar en la guía práctica de citología. La imagen que debo completar es la de un
cigoto en la última fase de mitosis. Las células están dispuestas paralelamente
como un piso de losetas. Los cromosomas, semejantes a pequeñas letras chinas, se
están movilizando hacia los polos dejando finos hilos que aún los mantienen
comunicados. Es el comienzo de la vida, se está dando inicio a una serie de
particiones y diferenciaciones que formarán los órganos del futuro embrión.
Adriana salió con su padre a pasear, dice que una señorita de vestido rojo se subió
al carro, junto a Manolo. Tuvo que pasarse al asiento trasero para cederle el sitio.
Que no recuerda más.
Es domingo y está lloviendo. He vestido a Adriana con su pantalón rosado, un
pequeño gorro de lana con una flor amarilla en el costado y zapatos de goma.
Hemos salido de casa tomadas de la mano. En el camino, cuando pasamos por el
parque, nos sentamos en una vieja banca que está bajo una palmera repleta de
pájaros negros. Adriana corrió alrededor de una pequeña pileta de agua verdosa
donde unos cuantos peces se debaten entre la vida y la muerte. Luego fuimos al
centro comercial. Ya se acerca Navidad y los árboles incrustados de luces de
colores abundan en la ciudad. La llevé a tomar un helado de fresa, y aún con los
labios dulces fuimos a una tienda de juguetes para ver las muñecas que tienen en
exposición. Adriana eligió una muñeca de trapo, de trenzas amarillas, vestido rojo e
inmediatamente, se dirigió hacia un casita de plástico con una pequeña puerta por
donde ingresó gateando. Yo me quedé de pie, a su costado. Comencé a desmenuzar
la tienda con los ojos, unos graciosos candelabros con forma de reno, llamaron mi
atención. Cuando me percaté que Adriana continuaba jugando sin notar mi
presencia, salí de la tienda sin dar vuelta atrás.
De regreso, mientras observaba las luces de los coches por la ventana del autobús,
me embargo una comezón en el estomago que amenazaba con extenderse hasta la
base de mi lengua. Interpreté que podía ser algún tipo de sentimentalismo visceral
o hambre. Opté por el hambre, así que me compré un cuarto de pollo a la brasa y
fui directo a casa.