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"La tempestad", de Emily Dickinson 3 EL DIARIO DE PORFIRIA BERNAL, un cuento de Silvina Ocampo 4 "Paracaídas", de Mitsuharu Kaneko 19 Arquitectura que reta a la imaginación 22 EL RÍO, un cuento de Flannery O’Connor 25 Regreso a Tánger 40 Estructura y motilidad del intestino delgado 42 La conspiración de Paul Auster 47 "Se perdió siguiendo ahí...", de Eduardo Milán 52 LA TERCERA ORILLA DEL RÍO, un cuento de João Guimarães Rosa 53 Sobre el supuesto electrón que viajó al pasado 57 El falso autostop - Milan Kundera 63 "Réplica", de Umar ibn Abi Rabi'ah 82 EL RECADO, historia de Elena Poniatowska 83 ¿Pueden los números enamorarse de su propia imagen? 85 El futuro de la búsqueda de la partícula asociada a la materia oscura 98 Cuento de Juan Sasturain: Subjuntivo 102 Rogue One 22. Me tomo un café contigo… si sabes lo que tomas. 105

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"La tempestad", de Emily Dickinson 3 EL DIARIO DE PORFIRIA BERNAL, un cuento de Silvina Ocampo 4 "Paracaídas", de Mitsuharu Kaneko 19 Arquitectura que reta a la imaginación 22 EL RÍO, un cuento de Flannery O’Connor 25 Regreso a Tánger 40 Estructura y motilidad del intestino delgado 42 La conspiración de Paul Auster 47 "Se perdió siguiendo ahí...", de Eduardo Milán 52 LA TERCERA ORILLA DEL RÍO, un cuento de João Guimarães Rosa 53 Sobre el supuesto electrón que viajó al pasado 57 El falso autostop - Milan Kundera 63 "Réplica", de Umar ibn Abi Rabi'ah 82 EL RECADO, historia de Elena Poniatowska 83 ¿Pueden los números enamorarse de su propia imagen? 85 El futuro de la búsqueda de la partícula asociada a la materia oscura 98 Cuento de Juan Sasturain: Subjuntivo 102 Rogue One 22. Me tomo un café contigo… si sabes lo que tomas. 105

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¿Taponazos para combatir la tristeza? 108 "Fin", de Adnan Al-Sayegh 111 ROCK SPRINGS, un cuento de Richard Ford 112 Los colores del cielo 130 El bosón de Higgs estudiado con todas las colisiones del LHC Run 2 136 "La desconocida", de Alexandr Blok 140 Tega enseña lenguaje 142 Reseña: “Transhumanismo” de Antonio Diéguez 144 INSTRUCCIONES-EJEMPLOS SOBRE LA FORMA DE TENER MIEDO, un cuento de Julio Cortázar

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"La tempestad", de Emily Dickinson (Estados Unidos, 1830-1886)

Súbito vino un viento como un clarín;

un estremecimiento corrió en la grama,

y un verde escalofrío sobre el calor

pasó tan ominoso

que trancamos las ventanas y las puertas

como ante un fantasma esmeralda;

la eléctrica alpargata de la catástrofe

en aquel instante pasaba.

Extraño tumulto de convulsos árboles

y de cercas volando

y ríos con casas corriendo

vieron los vivos aquel día.

En la torre la campana enloquecida

las volantes nuevas arremolinaba.

¡Cuánto puede venir,

cuánto puede pasar,

pero seguir el mundo!

Emily Dickinson, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana,

Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).

Otros poemas de Emily Dickinson

El agua se aprende por la sed..., Nadie conoce esta pequeña rosa..., No puedo estar sola..., Salió una mariposa

de su capullo...

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/04/poema-del-dia-la-tempestad-de-emily.html

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EL DIARIO DE PORFIRIA BERNAL, un cuento de Silvina Ocampo

Relato de Miss Antonia Fielding

A Juli

Pocas personas creerán este relato. A veces habría que mentir para que la gente admitiera la verdad; esta triste

reflexión la hacía en la infancia por razones fútiles, que ya he olvidado; ahora la hago por razones

trascendentes. Las personas consideradas honestas, son muchas veces las insensibles, las que no se

conmueven ante un destino complejo, o las que saben con sumo sacrificio o habilidad mentir para hacerse

respetar. No me encuentro en ninguna de estas categorías. Soy modestamente, torpemente honesta. Si llegué

al borde del crimen, no fue por mi culpa: el no haberlo cometido no me vuelve menos desdichada.

Escribo para Ruth, mi hermana, y para Lilian, mi hermana de leche, cuyo afecto de infancia perdura a través

de los años. Escribo también para la conocida Society for Psychical Research; tal vez algo, en las siguientes

páginas, pueda interesarle, pues investiga los hechos sobrenaturales. El primer presidente de esta sociedad, el

profesor Henry Sidwick, fue uno de los mejores amigos de mi abuelo. Recuerdo haber oído en mi infancia

muchos cuentos de hadas, pero ninguno me impresionó tanto ni me pareció tan misterioso como la

conversación entre mi abuelo y Henry Sidwick, cuando hablaron de Eusapia Palladino y de Alexandre

Aksakof, después de una comida veraniega, en el pequeño y hermoso jardín de nuestra casa. Escribo sobre

todo para mí misma, por un deber de conciencia.

No quiero detenerme en ínfimas anécdotas de la infancia, sin duda superfluas. Ruth y Lilian las conocen, una

porque es mi hermana y la otra porque es mi dilecta amiga. Me limitaré a declarar mi respeto por la Society

for Psychical Research y a dedicarle este trabajo que encierra el fruto de una amarga experiencia. Pido perdón

por la incorrección del estilo, por la falta esencial de claridad. Nunca supe escribir y ahora que me apremia el

tiempo, me estremezco pensando en los errores que dejaré grabados en estas páginas, que jamás he de releer.

Me llamo Antonia Fielding, tengo treinta años, soy inglesa y el largo tiempo que pasé en la Argentina no

modificó el perfume a espliego de mis pañuelos, mi incorrecta pronunciación castellana, mi carácter

reservado, mi habilidad para los trabajos manuales (el dibujo y la acuarela) y esa facilidad que tengo para

ruborizarme, como si me sintiese culpable Dios sabe de qué faltas que no he cometido (esto se debe, más que

a timidez, a una transparencia excesiva de la piel, que muchas amigas me han envidiado). Entre las dichas que

el cielo me deparó están la salud y el optimismo que brillaron en mis ojos durante largos períodos de la

juventud. Soy silenciosa y tal vez por ese motivo no parezco alegre como lo soy en realidad, o más bien lo fui.

Para los que me ven de lejos soy hermosa: en el espejo aprecio lo necesaria que es la distancia para

embellecer la asimetría de una cara. Frente a un espejo, en la infancia, deploré, llorando, mi fealdad.

No necesito, no puedo relatar todos los pormenores de mi vida. Conozco este país como si fuese mío, porque

lo amo y porque leí, para conocerlo mejor, los libros de Hudson. Desde que llegué a la Argentina me sentí

atraída por este paisaje, por esta música folklórica, tan española, por esta vida rural y por esta gente lánguida

y a la vez bulliciosa. Tuve la suerte de poder viajar por las provincias, antes de verme obligada a trabajar

como institutriz. (El Jardín de la República y las cataratas del Iguazú me impresionaron vivamente.)

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No sufrí por mi difícil situación pecuniaria, ni por mi trabajo, que al principio me pareció, debo confesarlo,

altamente romántico: he amado siempre a los niños, no con un sentimiento maternal, sino más bien con un

sentimiento amistoso (como si tuviéramos yo y los niños la misma edad y los mismos gustos).

El primer día que desempeñé mi puesto de institutriz pensé con alegría que la vida me premiaba, obligándome

de un modo inesperado a educar a niñas de acuerdo con mis íntimos ideales. No suponía que los niños fueran

capaces de infligir desilusiones más amargas que las personas mayores.

No contaré las distintas etapas de mi vida de institutriz. Tal vez demasiado desilusionada y sin embargo con la

misma timidez, llegué a esta casa desde cuyas ventanas estrechas y altas diviso la plaza San Martín, con su

monumento. Aquí, en esta casa de la calle Esmeralda, escribo estas líneas que tendrán que ser las últimas.

Recuerdo como si fuese hoy la calurosa mañana de diciembre, brillando sobre el llamador de bronce, en

forma de mano. Aquel día yo había estrenado un vestido floreado, que me daba felicidad, esa felicidad

exagerada que sentimos, las mujeres, ante una prenda que nos embellece. Hacía tiempo que deseaba tener un

vestido de ese color, celeste turquesa, con esas mismas flores, que me recordaban a la vez un jardín y una taza

de té, en el día de mi cumpleaños. La súbita aparición del llamador en la puerta de calle oscureció por un

instante mi alegría. En los objetos leemos el porvenir de nuestras desdichas. La mano de bronce, con una

víbora enroscada en su puño acanalado, era imperiosa y brillaba como una alhaja sobre la madera de la puerta.

Un portero con levita verde me llevó hasta el ascensor. Yo estaba nerviosa porque no sabía o suponía no saber

pronunciar un nombre y un apellido que ahora me parecen familiares: el nombre de la dueña de casa. En los

momentos en que nos creemos más perturbados, distraídos o abstraídos, más incapaces de observar, es cuando

observamos mejor. Cuando murió mi padre, entre mis lágrimas, descubrí la forma verdadera de sus cejas y un

lunar que oscurecía la parte inferior de su mandíbula; con pasión descubrí la forma exacta de un mueble de

caoba, mueble de la época victoriana, donde guardaba los anteojos y los biblioratos, y que yo había visto toda

mi vida, distraídamente.

Recuerdo el vívido olor a piso recién encerado, la alfombra roja y gastada de la escalera, con bordes más

oscuros. Recuerdo en el hall el atardecer, con todas las nubes, del cuadro pintado al óleo, donde una mujer

semidesnuda (entre una lluvia de rosas blancas) daba de comer a cuatro palomas con plumas irisadas.

Recuerdo las claraboyas con vidrios de distintos colores, las tonalidades verdes, rojas, violetas predominantes,

las guirnaldas complicadas, una flor que parecía un pájaro preso en su eterno vuelo. Recuerdo un piano vecino

cuya música melancólica me perseguiría.

Ana María Bernal (este es el nombre de la dueña de casa) acababa sin duda de bañarse y de vestirse; una

fragancia a polvos, cremas y perfumes delicados la aureolaban o más bien la alimentaban, como el agua

alimenta a ciertas flores lujosas. La imaginé envuelta en tules, como una bailarina española perseguida por un

reflejo dorado: un rayo de sol la iluminaba y un público invisible presenciaba la escena, ese público encantado

y horrible que hay a veces en los muebles tapizados, en las cajas de bombones finos, en los costureros y en los

antiguos tarjeteros de marfil.

Nunca pude saber, ni entonces ni después, la edad de Ana María Bernal: sólo supe que su edad dependía de la

dicha o de la desventura que le traía cada momento. En un mismo día podía ser joven y envejecer con

elegancia, como si la vejez o la juventud fueran para ella frivolidades, meras vestiduras intercambiables, de

acuerdo a las necesidades del momento. Recuerdo el perfume estridente de su blusa bordada, el dibujo

nacarado de su prendedor y la melancolía falsa y magnífica de sus ojos castaños. Parecía una reina egipcia del

British Museum, de esas que me asustaron en la infancia y que admiré más tarde, cuando aprendí que hay

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bellezas que son muy desagradables. Aun entonces, atareada como yo estaba en estudiar aquel nuevo y

asombroso rostro, aun entonces me pareció descifrar el lenguaje lúgubre de la casa, como si cada objeto, cada

adorno fuera un símbolo cuidadoso, un anuncio de mis sufrimientos futuros.

Frente a esta desconocida mujer argentina me sentí desamparada. Me sentí transparente, de una transparencia

definitivamente dolorosa y oscura. El color de mi piel, el oro gastado de mi cabello (que veía reflejados en los

vidrios de la ventana) me parecieron en ese instante no sólo los despojos de mi personalidad sino una

maldición inexplicable. El color oscuro de la piel suele dar a los seres una jerarquía, un poder oculto, que

admiro, desprecio y temió secretamente: esto me hacía decir en mi infancia: “Podría enamorarme de un

hombre de tez oscura, pero nunca me casaría con él, porque le tendría miedo”.

Incapaz de ocultarle a Ana María Bernal mis faltas de erudición, equivocadamente me creía inferior a ella. Me

ruborizaba y ella en la sombra de sus ojos como detrás de una máscara, con serenidad, seguía los subterfugios

de mis movimientos.

–No creí que fuera tan joven –dijo, invitándome a sentarme en un sillón tapizado de damasco amarillo–. Mi

suegra me habló de usted. Ella se ocupa del personal de la casa. Es una señora de ochenta años, pero mantiene

su agilidad y su memoria. Yo no tengo carácter para estas cosas.

Asentí con la cabeza.

–No sabía que usted fuera tan joven –volvió a repetir con dulzura.

–No soy tan joven –le dije con cierta impaciencia–, tengo treinta años.

Una sonrisa desganada pasó por sus labios.

–Es cierto que la edad, a veces, no significa nada. Además, nunca se sabe la edad de las inglesas. Usted parece

tímida. tal vez sin carácter; probablemente por eso parece más joven de lo que es.

–Señora, no hay que juzgar por las apariencias. Yo he sido como una madre con mis hermanos, cuando tenía

quince años quedamos huérfanos y yo sola manejaba la casa.

–¡Qué interesante! –dijo Ana María Bernal, cruzando las piernas y colocando las manos, cubiertas de anillos,

sobre las faldas–, ¡las vidas de ustedes son tan diferentes de las nuestras! Estoy segura de que la vida de usted

debe de ser como una novela muy romántica, como las novelas de Henry James. ¿Henry James o Francis

James? Los confundo siempre. Nada asoma al exterior; parece una niña tímida, sin experiencia y sin carácter.

Ana María suspiró suavemente.

–Le recomiendo que tenga mucha seriedad con mi hija. No le dé confianza. Sea severa con ella. Porfiria es

hija del rigor. ¿Sabe usted lo que es ser hija del rigor? Es voluntariosa. Este año no la mandaremos al colegio,

porque tuvo una pleuresía y está delicada de salud. Usted tendrá que educarla e instruirla, entreteniéndola.

Cuando estemos en el borde del mar (usted sabe que veraneamos en el mar) sus baños no pasarán de cinco

minutos: con el reloj y la toalla en la mano tendrá usted que esperarla en la orilla, como hacía mi abuela con

mi madre cuando mi madre era chica. Mi hija debe alimentarse bien y comer lentamente; lo ha dicho el

médico; tiene que masticar mucho. Espero que usted se haga obedecer y que no tenga debilidades con ella.

En una hoja de block Ana María Bernal anotó con un lápiz el régimen alimenticio de Porfiria y luego me lo

entregó con un ademán grosero, mascando las sílabas de su última frase:

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–No le dé chocolate, aunque se lo pida.

Cuando Porfiria Bernal vino a saludarme me asombró lo diferente que era de la imagen que yo me había

formado de ella. Su nombre, que me recordaba una apasionada poesía de Byron, y la conversación que yo

había tenido con su madre habían formado en mí una imagen resplandeciente y muy distinta. Pálida y

delgada, con modestia se acercó para que le besara la frente.

Porfiria no era hermosa, no se parecía a su madre, pero hay una belleza casi oculta en los seres, que

presentimos difícilmente si no somos bastante sutiles; una belleza que aparece y desaparece y que los vuelve

más atrayentes: Porfiria tenía esa modesta y recatada belleza, que vemos en algunos cuadros de Botticelli, y

esa apariencia de sumisión, que me engañó tanto en el primer momento.

Me parece que esta casa es la morada de todos mis recuerdos. El infierno debe de ser menos minucioso,

menos estrictamente atormentador, en la elaboración de sus detalles. Podría describir los ruidos, uno por uno,

las comidas, la luz esencial de los silencios y de las ventanas. Podría describir el día de cada semana con un

cielo adecuado. Podría enumerar los cuadros, las fotografías, las manchas de humedad de ciertos cuartos.

Podría enumerar las estatuitas de porcelana, con grupos de gatos, y las miniaturas con retratos de antepasados.

Podría repetir las lecciones, los dictados, las lecturas que le infligía a Porfiria los lunes, jueves y sábados por

la mañana. Podré morir tal vez sin lograr extinguir en mi memoria la precisión punzante y extraña de estos

recuerdos.

La vida me asusta y sin embargo ese árbol que veo desde mi ventana me llama y aún me cautiva con sus

ramas verdes. Quisiera ser aún la mujer que he sido. La plaza San Martín es alegre: tiene plantas tropicales y

un monumento grande, negro y rosado. ¿No respiraré otra vez el olor vernacular de sus tumbergias? ¿No

volveré a descubrir esa intimidad argentina, en sus bancos debajo de los gomeros? ¿Quién podrá creer en mi

inocencia? ¿Qué hacer para seguir viviendo la humilde felicidad, que tengo todavía, de ser como soy?

El hermano de Porfiria se llamaba Miguel. Cinco años mayor que ella, este adolescente era de una

extraordinaria belleza; de piel oscura, de rasgos perfectos, de ojos negros, que brillaban sin melancolía. Una

suave sonrisa contradecía la dureza de la mirada, iluminaba a veces la cara; una sonrisa cruel la ensombrecía,

otras veces. Su cabello, como las plantas, crecía apasionadamente. Porfiria, vuelvo a repetir, no era única hija

y sin embargo su padre la mimaba como si lo fuera. Mario Bernal era un hombre tranquilo y bondadoso y

sentía por su hija una ternura casi maternal, una ternura parecida a la que sentía por su madre, que lo admiraba

y que siempre lo había preferido.

Hice cuanto pude por mejorar la educación de Porfiria. Leí mucha geografía, mucha historia: debo confesar

que había olvidado casi todas las fechas y los acontecimientos históricos importantes. Mi padre siempre decía:

Enseñar es la mejor, tal vez la única manera de aprender. Me instruí yo misma, para poder instruir a Porfiria.

Nunca estudié tan fervorosamente. Nunca me sentí tan alentada por una familia entera. Hasta la abuela de

Porfiria, esa viejita de ochenta años que trataba en vano desde hacía dos años de terminar de tejer una

esclavina de lana lila, se interesaba por los métodos de enseñanza y me daba consejos.

Porfiria era extraordinariamente inteligente. La literatura le interesaba, casi lo diría, con pasión. Ciertas

composiciones que escribió fueron verdaderamente notables: Los pequeños príncipes en la torre, La muerte de

un árbol, Un día de lluvia, Un paseo en el Tigre, Los gatos abandonados, me sobrecogieron, me conmovieron.

Yo la dejaba elegir los temas. Yo fui también, Dios me perdone, quien le dio la idea de escribir un diario.

Pasaba muchas horas escribiendo como un ángel inclinada sobre el cuaderno, con los ojos iluminados.

(¡Entonces la veía inspirada como un ángel!)

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–Las niñas inglesas tienen siempre un diario –le dije una mañana en un tren que huyendo de los calores

sofocantes de la ciudad nos llevaba a las playas del sur.

–¿Y hay que decir la verdad? –me preguntó Porfiria.

–De otro modo ¿para qué sirve un diario? –le contesté sin pensar en el significado que tendrían para ella mis

palabras.

Por la ventanilla del tren veía todo el campo incendiado por el poniente: ni un árbol lo interrumpía; los

animales parecían juguetes recién pintados. De vez en cuando pasaba un campo de flores moradas o de lino.

He venerado siempre la naturaleza: sus diversas manifestaciones me traen a la memoria versos, frases enteras

de algunas novelas, hermosas miniaturas que había en la sala de nuestra casa, en Inglaterra, reproducciones de

cuadros pintados al óleo por Turner, cuyas bellezas me estremecen, ciertas canciones de Purcell (canciones de

pastores), que le oía cantar a mi madre, de noche, cuando estaba vestida con un maravilloso vestido rosado,

con cintas verdes, que anudaba para hacer juego con su peinado. Un recuerdo de perfumes de heliotropo me

traen ciertos cielos parecidos a los de aquella tarde: en esos perfumes están mi patria y mi romanticismo.

–Pero ya tengo un diario –dijo Porfiria con una voz agria, que no le conocía–. Usted misma, Miss Fielding,

me dio la idea de hacerlo el día que me contó que había escrito un diario a los doce años. ¿No recuerda?

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Yo no recordaba haberle dicho nada sobre aquel diario de mi infancia pero sentí al mirar sus ojos que me

decía la verdad. Aquellas palabras que yo le había dicho tan distraídamente la habían sin duda impresionado.

Continuó hablando con esa pequeña voz agria y desagradable, acentuada por el ruido del tren, que le obligaba

a hablar más alto.

–Mi diario, es un diario muy especial. Tal vez un día se lo entregue para que lo lea. Pero se lo entregaré a

usted solamente. Mamá no lo tiene que ver porque a ella le parecería inmoral.

La miré con asombro. ¿Cómo se atrevía a hablarme así?

–¿Por qué le parecería inmoral a su madre y no a mí? –le pregunté con una ansiedad mal disimulada.

–Porque usted, Miss Fielding, es inteligente y sobre todo porque usted no es mi madre. Las madres fácilmente

dejan de ser inteligentes.

Sentí mucha inquietud al oír estas palabras. ¡Qué había querido decir Porfiria! En ese momento la señora de

Bernal, que viajaba en otro vagón, se acercó para invitarnos a comer. ¡Ya empezaba a abrumarme la

responsabilidad de ser institutriz!

Comenzaba a hacer frío, caía la noche y por primera vez me apresó una tristeza indecible, inmotivada,

recordando mis veraneos natales, los distintos trenes que me habían llevado a otras playas. Me contemplé

discretamente en un espejo, para alisar mi cabello. Descubrí en mi rostro, en las esquinas de mi boca, una

nueva arruga, una arruga que nunca había visto. Porfiria se apoyaba contra mí, me tomaba del brazo, hacía el

ademán de besarme; me parecía que un secreto ya nos unía: un secreto peligroso, indisoluble, inevitable.

Durante muchos meses, Porfiria me amenazó con la lectura de su diario. De tiempo en tiempo me recordaba

la urgencia que ella sentía por que yo lo leyera, pero al ver mi indiferencia tal vez se cansó de insistir.

Pasó el invierno y luego la primavera. Llegó el verano. Entonces Porfiria logró, con mil artimañas, hablarme

otra vez del diario. Sabía que el asunto me desagradaba. Quería vencer mi repugnancia.

Estábamos en el mes de septiembre de mil novecientos treinta. Tardé unos días en abrir el diario que Porfiria

me había entregado y en recorrer superficialmente las páginas. Me repugnaba la idea de leerlo, me parecía,

vuelvo a repetir, que ese diario podía herirnos, que era una especie de vínculo secreto, un objeto clandestino,

que me traería disgustos; pero Porfiria insistió tanto que no pude rehusarme por más tiempo. ¿A qué abismos

del alma infantil, a qué infierno cándido de perversión habían de llevarme estas páginas cuya trémula

escritura, en tinta verde, trataba de imitar la mía? ¡Qué lejos estaba yo de imaginar la verdad!

No puedo detenerme en los pormenores de este relato. Mis recursos literarios son nulos. Sospecho que las

palabras que he escrito no me proporcionarán siquiera un desahogo, sino un profundo sufrimiento.

Porfiria fue mi primera, mi última discípula. Fue la única por quien tuve un afecto verdadero, por quien sufrí

como una madre puede sufrir por una hija, por quien padecí las perturbaciones más hondas que habrá sufrido

una persona adulta por una niña. La verdad es que esta criatura influyó sobre mí como sólo puede influir una

amiga aviesa.

Con cierta repugnancia, con cierta curiosidad avergonzada, emprendí la lectura del diario. ¿Qué significado

tenía para Porfiria la palabra inmoral? ¿Nada de tan terrible como yo me lo había imaginado? ¿Qué secretos

familiares me revelarían esas páginas? ¿Hablaría de su abuela, de su madre, de su padre, de su hermano

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Miguel, irrespetuosamente? ¿La lectura de este diario no me traería problemas de conciencia, sinsabores de

diversa índole? Todas estas reflexiones me parecieron bajas, egoístas, insignificantes, ininteligentes.

Conmovida y reconfortada por mi resolución, leí las primeras páginas.

El diario de Porfiria

3 de enero de 1931.

Tengo ocho años cumplidos. Me llamo Porfiria y Miguel es mi único hermano. Miguel tiene un perro grande

como una oveja. Durante muchos años esperé tener un hermano mejor y menor, pero ya he desistido: no

quiero a mi familia. Miss Fielding piensa que no soy hermosa, pero que tengo una expresión fugitivamente

hermosa. “Es la expresión de la inteligencia” me ha dicho. “Es lo único importante.” Me parezco a los ángeles

de Botticelli que usan cuellitos bordados y que tienen “las caras viejas de tanto pensar en Dios” como dice

Miss Fielding. Yo no pienso en Dios, sino de noche, cuando nadie ve mi cara; entonces le pido muchas cosas

y le hago promesas que no cumplo. La noche tiene grandes follajes con flores y pájaros en donde me escondo

para ser feliz, a veces para ser muy desdichada, porque si es fácil ser audaz a esas horas, es también fácil

morir de susto o de desesperación A esas horas podría escaparme de mi casa, matar a alguien, robar un collar

de brillantes, ser una estrella de cine.

Todas las expresiones de mi cara las he estudiado en los espejos grandes y en los espejos chicos. Los cuadros

de Botticelli los he visto en la colección de Pintores Célebres.

No ambiciono, para cuando sea grande, ser como mi madre, ni como Miss Fielding, ni como mi prima Elvira.

Me parece que nunca voy a ser ni siquiera joven: esta idea no me entristece, me da una sensación de

inmortalidad, que muchas niñas de mi edad sin duda no tuvieron.

10 de enero.

Miss Fielding me dio la idea de escribir este diario. Antes de conocerla no se me hubiera ocurrido: antes de

conocerla no se me hubiera ocurrido contemplar los ángeles de Botticelli ni mi cara en tantos espejos, porque

siempre encontré que yo era horrible y que mirarme en un espejo era un pecado. En una cadenita de oro entre

dos medallitas, tengo una llave; es la llave del cajón donde guardo mi diario. El cajón y la llave despiertan la

curiosidad de los sirvientes y de mi madre, que es astuta.

Ella sola, Miss Fielding, podrá leer estas páginas y tal vez Miguel, que sabe ortografía.

Porfiria Bernal es mi nombre: me asombra, me contraría continuamente, me cambia el color de los ojos, la

forma de la boca y de los brazos y hasta el afecto que siento por mi madre. ¡Mi madre! A veces la veo como

una extranjera, como una intrusa que acaricia mi pelo, cuando le doy las buenas noches. Mi padre tiene cara

de prócer, me es familiar como las miniaturas que guarda en la vitrina. Besarlo me da vergüenza.

Soy la esclava de mi nombre.

–Todo es cuestión de costumbres. Cuando seas grande te gustará tu nombre, porque es original –me dijo ni

madre.

–Preferiría llamarme Miguel. Miguel es nombre de varón y es vulgar.

15 de enero.

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Me enojé con Miss Fielding: no quería que me despidiera de los gatos de Palermo.

20 de febrero.

Hoy llegamos al mar. Los viajes en tren son demasiado cortos: tenía tantas cosas que pensar y sólo el tren me

permite pensar. Los ejercicios físicos me sacan los pensamientos, y la gente y la aritmética.

28 de febrero.

La arena es hecha de piedras, caracoles, huesos, pelos, uñas de náufragos y pedacitos de animales que se han

aventurado dentro del mar y han dejado su esqueleto: la he mirado de cerca con mi vidrio de aumento.

Mi madre conversa con un señor cuyos ojos azules son del color de algunos pescados. Es claro que hablan de

cosas muy desagradables, de parientes o de negocios, porque mi madre frunce las cejas y mira su reloj, y el

señor, que tiene un anillo de oro, mira con odio el mar y se recuesta contra el toldo fumando como si estuviera

muy cansado. La arena se pega entre los dedos de los pies; trato de sacarla, pero no puedo. Miss Fielding mira

de reojo al señor del anillo de oro. ¿Qué piensa Miss Fielding? No piensa. Sale a nadar: sigo su gorra verde

sobre el mar, la sigo hasta que vuelve.

¡Cuántos ombligos tiene la arena!

Me regalaron una virgen que sirve de velador: son las más prácticas.

1 ° de marzo.

Estoy enferma. Miss Fielding no me deja pensar: lee, con su monótona voz de gato, Robinson Crusoe. Pero

¿qué interés puede tener para mí un libro como ése? Me gustan los libros de amor o de crímenes. Me gustan

los libros de pensamientos. No espero sino la hora de la comida, que no me trae nada. ¿Moriré antes de los

quince años? He contado las horas que Miss Fielding no me ha dejado pensar desde que estoy en cama: cinco

horas hoy, ayer tres, anteayer ocho: dieciséis en total. Si muero antes de los quince años, no se lo perdonaré.

10 de marzo.

Me despedí del mar: fue difícil besarlo, más fácil me resultó besar la arena, que estaba húmeda. No volveré

hasta el año que viene (pero ya no será lo mismo, tendré un año más, ya no seré la misma).

Iremos a pasar unos días a una estancia de mi abuelo, en Arrecifes.

12 de marzo.

La estancia se llama La Dormida.

–Seguramente La Bella Durmiente del Bosque era uno de los cuentos preferidos de las hijas del antiguo

propietario de esta estancia y por eso le pusieron ese nombre –me dijo Miss Fielding la noche que llegamos.

Tuve que explicarle que no se llamaba La Bella Durmiente del Bosque sino La Dormida, lo que era distinto.

Me contestó como si me diera un dato histórico:

–Seguramente han querido abreviar el nombre porque resultaba un poco largo.

14 de marzo.

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La estancia se llama La Dormida, porque su antiguo propietario tenía una hija más callada, mucho más

callada y tímida que yo. Cuando llegaban visitas, el dueño de casa, que tenía una barba, mitad negra, mitad

colorada, para alabar o llamar a su hija mientras servía las masas que ella misma había preparado, decía en

voz alta:

–No es dormida. No es dormida, mi hija.

Las visitas, que eran todas señoras viejas, de luto y golosas como chanchos, tomaron la costumbre, cuando

llegaban a la estancia, de preguntar por la que “no era dormida” y finalmente para abreviar un poco por “la

dormida”, pensando en las masas caseras que parecían, por los firuletes de merengue, masas de una gran

confitería. Poco a poco, la Dormida se hizo famosa. “¿Dónde está la dormida?”, “¿Cómo está la dormida?”

“¿Qué está haciendo la dormida?” eran frases que empezaron a oírse cuando la gente reclamaba masas. La

estancia acabó por llamarse La Dormida.

Pero ahora no hay nadie que pueda convencer a Miss Fielding de que La Bella Durmiente del Bosque no fue

responsable de ese nombre.

15 de marzo.

Miss Fielding aprendió en un día a andar a caballo. Todo el mundo la felicitó. No se asusta de las víboras ni

de los murciélagos, ni de las luces malas. No sé si adora o si odia los gatos. Los acaricia y les da pedacitos de

carne cruda, que roba de la cocina, cuando el cocinero duerme la siesta, pero también les da puntapiés.

Camina con Miguel por el parque a la noche. Oigo las voces hasta que me duermo. Dicen que vieron un

fantasma y que Miss Fielding cayó desmayada: eran los ojos fosforescentes de un gato, que corría por el techo

de la casa, como un gigante negro.

20 de marzo.

Pienso que voy a ser una gran artista cuando veo un rayo de sol sobre el césped, o cuando tomo el olor a

trébol que brota de la tierra al caer la noche o cuando me imagino que un tigre me devora en pleno día. Pintaré

muchos cuadros para el Museo Nacional.

26 de marzo.

Ser pobre, andar descalza, comer fruta verde, vivir en una choza con la mitad del techo roto, tener miedo,

deben de ser las mayores felicidades del mundo. Pero nunca podré ambicionar esa suerte. Siempre estaré bien

peinada y con estos horribles zapatos y con estas medias cortas.

La riqueza es como una coraza que Miss Fielding admira y que yo detesto.

28 de marzo.

He inventado esta oración: Dios mío, haced que todo lo que yo imagine sea cierto, y lo que no pueda yo

imaginar no llegue nunca a serlo. Haced que yo, como los santos, desprecie la realidad.

29 de marzo.

He dudado de la existencia de Dios: las personas grandes siempre mienten y ellas me hablaron de la

existencia de Dios.

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1 ° de abril.

No puedo encontrar un trébol de cuatro hojas. Nunca seré feliz, porque ser feliz es creer que uno lo es.

2 de abril.

Dormir y comer en el tren me gusta. Me gusta también Buenos Aires, hoy, porque es día de llegada y porque

hay olor a naftalina en las alfombras.

4 de abril.

Sin convicción estudio el piano. Para tocar bien el piano tengo que imaginar un teatro lleno de gente, oír

aplausos. Le pago diez centavos a Filomena por cada aplauso. En la salita de esta casa, cuando hay una visita,

mi madre me pide que toque Au Couvent, de Borodine: pero detesto esa visita y detestaría cualquier teatro

con semejante público. Para no llorar tengo que imaginar que estoy en un jardín con rosales y sauces y que un

joven descalzo y muy pobre me lleva de la mano; entonces la música se abre como un sendero para dejarnos

pasar y el teclado se vuelve invisible.

20 de mayo.

Pablo Lerena comió anoche en casa. Es un primo segundo de mi padre. Hasta los veinte años vivió en Europa:

es lo único que sé de él. Me saludó agachando la cabeza perfumada. Apenas le contesté. Me había caído de la

escalera y me dolía la rodilla.

21 de mayo.

Sobre las rosas, en los floreros de la sala, recordando mi infancia, lloré como si fuera grande. A las seis de la

tarde no había nadie en la casa. Un silencio intimidante, como el de una presencia, se internaba por las

habitaciones. Los corredores oscuros me llevaron al cuarto de Miss Fielding. Me detuve un instante antes de

abrir el cajón de la mesa de luz: encontré un paquete de cartas atado con una cinta (sabía de quién eran esas

cartas), un frasquito de perfume, un lápiz y una caja de fósforos. Desaté la cinta. Leí las cartas una por una; a

medida que las iba leyendo las guardaba en un bolsillo, para no releer las que ya había leído. Oí un ruido en la

puerta de calle. Con la cinta rápidamente até las cartas.

Una quedó en mi bolsillo: la conozco de memoria.

22 de mayo.

Miss Fielding sabe que le falta una carta. Sabe que yo se la robé y que se la mostré a Miguel. “Son cartas

comprometedoras” diría mi madre. Lloré con la cabeza escondida entre las faldas de Miss Fielding. Me

perdonó porque es inteligente. Se lo conté a mi madre.

27 de mayo.

Rosa, Fernanda y Marcelina son mis mejores amigas. Soy admirada por la primera, dominada por la segunda,

ignorada por la tercera, que toca muy bien el piano y que anda como un mono en bicicleta. Las amigas pueden

dividirse en varias clases: las que escuchan siempre, las que escuchamos, las que amamos cuando están cerca,

las que preferimos cuando están lejos, las que deseamos que tengan diferentes opiniones de las nuestras, las

que recordamos cuando oímos una música, las que son como un jardín, las que se parecen únicamente a ellas

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mismas, las que saben lo que íbamos a decir antes de hablar y lo dicen para avergonzarnos, las que nos roban

las cosas amadas amándolas, las que perfeccionan la soledad, las grandes, las que no se ocupan de nosotras.

Rosa, Fernanda y Marcelina no son en realidad mis mejores amigas; es sólo en algunas composiciones que lo

digo, como por ejemplo en la composición titulada Un paseo en el Tigre.

4 de junio.

Pablo Lerena come casi todas las noches en casa. Tiene un negocio a medias con mi padre. Después de comer

Miss Fielding y mi madre hacen solitarios, mientras mi padre y Pablo Lerena conversan envueltos en el humo

espeso de los cigarros. Mi abuela teje una esclavina. Teje como una tortuga con manos de araña. Oye todo lo

que nadie alcanza a oír, pero no oye nada de lo que todo el mundo oye. A veces parece disfrazada. A veces

parece disfrazada sobre todo en invierno porque se abriga mucho cuando va a misa.

Miss Fielding cree que me burlo de ella: no es mi culpa, es tan distinta de todo el mundo, con sus ojos de gato

de angora y con su voz llorona.

20 de junio.

Veo muy poco a mi padre o más bien lo miro muy poco: ayer descubrí que tenía los ojos verdes y la nariz

aguileña. Tener siempre cerca a las personas las aleja: conozco pedacitos de mi madre, conozco sus muñecas,

el espesor de su peinado y el lugar que ocupa una de sus ondas preferidas, el crujido de sus pasos, la

sonoridad de su risa, pero a Pablo Lerena lo conozco de arriba abajo y no como un busto, como la conozco a

mi abuela, lo conozco todo entero como en un gran espejo.

21 de julio.

Fui a Palermo con Miss Fielding. Llevamos carne cruda para los gatos. Cerca del lago, donde alquilan las

bicicletas, nos sentamos para mirarlos comer; ronroneaban, se frotaban contra mi. De pronto Miss Fielding se

puso a temblar; su cara se transformó: parecía horrible, un verdadero gato. Se lo dije y me cubrió de arañazos.

Con la cara sangrando llegué a casa.

23 de julio.

Me escondí en el rellano de la escalera. No veía pero oía todo lo que decían: Miss Fielding hablaba con

Miguel: parecía que lloraba. Hablaban mal de mí. Cantaban los pájaros de las jaulas, en el balcón, como si se

besaran. En la claridad de la pared veía agitarse las sombras, como las figuras de una linterna mágica.

30 de julio.

Es mi cumpleaños. Mi padre me regaló una pulsera de oro fina, Miss Fielding un libro, mi madre un

monedero, mi abuela cien pesos, Pablo Lerena no sabía que era mi santo y cuando vio el postre con mi

nombre y con las velitas encendidas sobre la mesa en medio de la comida se levantó para besarme. Me

ruboricé. Mi abuela comió en la mesa pero no probó el postre porque tenía huevo.

10 de agosto.

Dije a Miss Fielding:

–Dale que eras un gato y yo un perro y me arañabas. Miss Fielding me puso en penitencia.

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15 de agosto.

Me gustan los libros de amor o de crímenes, me gustan los libros de Rossetti y de Tennyson: algunos versos

los sé de memoria y los recito silenciosamente cuando estoy en la iglesia esperando que termine la misa.

24 de agosto.

En medio de las lecciones, Miss Fielding se detiene, suspira sus ojos se aventuran por el paisaje de la ventana.

Miguel la llamó ayer para que le ayudara a escribir una carta: tardaron más de una hora.

2 de septiembre.

Soy romántica, Miss Fielding me lo dijo anoche mientras me hacía las trenzas. Ella es más romántica porque

ha vivido más, pero menos intensamente.

Miss Fielding lo abraza a Remo y le clava las uñas, le dice en inglés: ¿Sabes cómo te quiero? Remo no

comprende el inglés, pero sabe que Miss Fielding es idéntica a un gato y no la quiere y baja las orejas.

29 de septiembre.

Miss Fielding me ve tal vez como a un demonio. Siente un horror profundo por mí y es porque empieza a

comprender el significado de este diario, donde tendrá que seguir ruborizándose, dócil, obedeciendo al destino

que yo le infligiré, con un temor que no siento por nada ni por nadie.

5 de octubre.

Roberto Cárdenas vino a comer por primera vez esta noche. En seguida reconocí al señor, con los ojos azules,

que había visto durante el verano, en la playa, conversando con mi madre. Me saludó con amabilidad. Yo

apenas le contesté. Miss Fielding se ruborizó violentamente.

Remo, el perro de Miguel, murió en un accidente.

Interrumpo este diario, como lo interrumpí entonces, con estupor, el 5 de octubre, a las doce de la noche, al

comprobar que todo lo que Porfiria había escrito en su diario hacía casi un año estaba cumpliéndose.

Roberto Cárdenas había venido a comer esa noche por primera vez. Y ahí tenía, ante mis ojos, la fecha

increíble, 5 de octubre, escrita sobre la página del diario, como un testimonio mágico, infernal. El cuaderno

había estado en mi poder todo ese tiempo. Me constaba que Porfiria no había podido tocarlo ni durante todos

esos días, ni hoy, después de la comida. Qué horrible misterio alimentaba diariamente las páginas de este

diario. Recuerdo que no dormí en toda la noche, presa de inexplicables temores.

A la mañana siguiente, le pregunté a Porfiria si no había agregado anotaciones nuevas al diario. ¡Demasiado

bien sabía que no lo había tocado! Le señalé con un vago temor la distracción que había tenido en anticipar

las fechas. Me miró con asombro. Abriendo desmesuradamente los ojos, me dijo con exaltación inusitada:

–Escribir antes o después que sucedan las cosas es lo mismo: inventar es más fácil que recordar.

Confieso que la inteligente, la dulce Porfiria, me pareció presa de algún demonio. Sentí ese día horror por

ella, y a la noche, en la soledad de mi habitación, leí las páginas siguientes del diario.

26 de octubre.

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Roberto Cárdenas y mi madre se despiden como si temieran no verse nunca más. ¿Qué secretos terribles se

dicen en la oscuridad de la sala cuando pasa el tranvía? Miss Fielding es muy celosa. ¿Los gatos son celosos?

Hoy nos pidieron a Miss Fielding y a mí que tocáramos el piano a cuatro manos. Miss Fielding, tristemente,

se sentó al piano y yo a su lado, en el taburete. En la madera brillante del piano yo veía a mi madre que

lloraba y a Roberto Cárdenas que le besaba las manos para consolarla.

Mi madre llora sin lágrimas con frecuencia. Sabe que Miss Fielding me lastima. Sabe que Miss Fielding no es

un ser humano, pero no se atreve a despedirla, porque le tiene miedo.

5 de noviembre.

Estar enamorada, no significa amar a un hombre: puede uno estar enamorado sin amar a nadie. Una

fotografía, una puesta de sol, un perfume, un ángel o una música bastan.

20 de noviembre.

Quisiera ser pruebista. Vestirme con un traje verde y brillante. Un pruebista se parece mucho a un ángel;

cuando salta en los trapecios, otro ángel lo recibe en sus brazos.

4 de diciembre.

Tengo un presentimiento. Nuestro fin se acerca. Algunas personas tienen caras de criminales cuando se les

acerca la muerte; inconscientemente adoptan la cara que imaginan que tiene la muerte.

Ayer hablamos con Miss Fielding de la muerte, del suicidio, del crimen. No son conversaciones para tener

con niños.

5 de diciembre.

Hace calor. Miss Fielding volvió del campo con un enorme ramo de flores. Las arregló en los floreros del

comedor. Mi madre no las agradeció, porque es orgullosa.

El sol amarillo brilla sobre las calles y las casas todavía, y ya es tarde. Miss Fielding está enamorada de

Miguel. Así tienen que ser las institutrices con los discípulos y no tratarlos con la rudeza con que me trata a

mí. Pero Miguel no es el discípulo de Miss Fielding, es el discípulo de un gato. Soy yo la discípula y es de mí

de quien tiene que ocuparse, y no arañarme como un felino; se lo dije a mi madre.

8 de diciembre.

Fui a misa con Miguel y Miss Fielding.

Trataré de alejarlos. No me importa que me odien. Cuando uno no consigue el afecto que reclama, el odio es

un alivio. El odio es lo único que puede reemplazar al amor.

Conseguí que me pegara, que me clavara las uñas de nuevo. He triunfado, exasperándola.

9 de diciembre.

Podría matar a Miss Fielding sin remordimiento. Si lloré por la muerte de Remo no lloraría por la de ella,

como ella no lloraría por la mía.

15 de diciembre.

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Es como si una voz me dictara las palabras de este diario: la oigo en la noche, en la oscuridad desesperada de

mi cuarto.

Puedo ser cruel, pero esta voz lo puede infinitamente más que yo. Temo el desenlace, como lo temerá Miss

Fielding.

De nuevo cerré el diario. Lo tuve guardado dos días. Pensé que si no lo leía, tal vez el diario dejaría de existir;

yo rompería su encantamiento, ignorándolo. Creo innecesario describir mi angustia, mi tortura, mi

humillación.

Todas las cosas que me han sucedido las leo en este diario.

Leí las últimas páginas: no pude evitarlo.

Hablará por mí el diario de Porfiria Bernal. Me falta vivir sus últimas páginas.

20 de diciembre.

Me he contemplado largamente en el espejo, para decirme adiós, como si los espejos del mundo fueran a

desaparecer para siempre. Creo que existo porque me veo.

Miss Fielding me asusta. Todos los gatos me asustan, Les doy de comer para que no me odien.

21 de diciembre.

¿Cuándo comenzó nuestra enemistad? El día que los vi con las dos cabezas juntas, leyendo un libro de poesía.

Miss Fielding me ha perdonado todo, menos eso tal vez. Me guarda el rencor de los gatos por los perros o de

los malos discípulos por sus maestros.

22 de diciembre.

Uno desea, en el fondo de su alma, que llegue pronto el día de la tragedia. Miss Fielding me arañó tres veces

hoy.

23 de diciembre.

Fuimos al Tigre. El cielo cubría de reflejos el agua. La canoa verde se deslizaba silenciosa. Por un instante

nos olvidamos de todo. Almorzamos debajo de los sauces. A las cinco de la tarde, Miss Fielding me miró con

horror. ¿Qué había visto? La sombra de un gato. Cuando las personas están por transformarse ven una sombra

que las persigue, que les anuncia el porvenir.

24 de diciembre.

Miss Fielding me regaló un libro; yo le regalé un gato de porcelana. Subimos a la azotea, con Miss Fielding,

como siempre lo hacemos cuando llegan los días calurosos. La baranda es endeble. La altura de una casa de

cuatro pisos no puede dar vértigo a nadie. Miss Fielding dice que siente vértigo en cualquier parte donde se

encuentra, desde una altura grande o pequeña. Sin embargo, cuando estábamos en el campo se subía al

molino.

Déme la mano –me dijo al pasar por la parte más angosta de la escalerita.

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Tenía las manos heladas y temblaba. Me clavó las uñas. Me sorprendió de nuevo con su cara de gato; se lo

dije. Alcanzamos a ver el río. De pronto perdí pie. ¿Es Miss Fielding que me ha empujado? Trato de asirme a

los barrotes de hierro.

No caí afuera; caí sobre las baldosas, desmayada. Oí un grito estridente, desgarrador. Era la sirena del puerto,

la que he oído, siempre a esa hora de la tarde.

26 de diciembre.

Miss Fielding trató de matarme. No se lo diré a nadie. Ella cree que duermo. Por la ventana abierta veo la

plaza San Martín, donde florecen las primeras tumbergias. Brillan las palmas y el cielo de Buenos Aires se

extiende hasta el río amarillo. Estoy en cama. Me permiten tomar una taza de chocolate.

Por la puerta entreabierta veo que Miss Fielding prepara el chocolate. Hierve la leche en un calentador. Ya no

podrá traerme la taza. Se ha cubierto de pelos, se ha achicado, se ha escondido; por la ventana abierta, da un

brinco y se detiene en la balaustrada del balcón. Luego da otro brinco y se aleja. Mi madre se alegrará de no

tenerla más en la casa. Comía mucho, sabía todos los secretos de la casa. Me arañaba. Mi madre la temía aún

más que yo. Ahora Miss Fielding es inofensiva y se perderá por las calles de Buenos Aires. Cuando la

encuentre, si algún día la encuentro, le gritaré, para burlarme de ella: “Mish Fielding, Mish Fielding” y ella se

hará la desentendida, porque siempre fue una hipócrita, como los gatos.

https://narrativabreve.com/2014/01/cuento-silvina-ocampo-diario-porfiria-bernal.html

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"Paracaídas", de Mitsuharu Kaneko (Japón, 1895-1975)

Posted: 27 Apr 2019 10:00 PM PDT

1

Los paracaídas se despliegan

como un rosario

se enredan

como las flores marchitas de la correhuela.

Floto aislado en medio del cielo azul

¡Ah, qué soledad!

Nubes donde se reúnen

los granizos

y el trueno,

Los quitasoles van flotando

por el cielo donde moran la luna y el arcoiris

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¡Qué frágiles son!

¿Pero adónde se dirigen?

¿Hacia qué destino van?

Y ese vértigo con que van cayendo

¿qué significa?

¿De qué equivocación?

2

Y esa tierra bajo mis pies ¿qué es?

...¡Es mi patria!

Qué felicidad: ahí nací.

País heroico

desde la antigüedad de los antepasados.

País de mujeres fieles.

Cáscaras de arroz, espinas de pescado,

risueñas hasta cuando se tiene hambre.

Disciplina.

Vestidos de humildes telas,

paisajes sentimentales.

Allí habitan mis amados compañeros con los que, más que nada,

puedo comunicarme perfectamente en nuestro idioma,

con quienes nos entendemos

hasta en lo profundo del significado del semblante.

Frente angosta, mirada concentrada, hombros esbeltos.

Los postes eléctricos están inundados.

Entre los aleros de paja

flamean las banderas del sol naciente.

Llueven las flores de cerezo.

Hay monumentos de piedra de vetas frescas

de valientes héroes.

Los aleros alineados de las personas decentes.

Banzai.

Fuziyama de porcelana.

3

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Mientras bajo, oscilante,

cierro los ojos

y rozo el dorso de mis pies y rezo:

“Oh, Dios,

por favor, no te equivoques,

condúceme a la deliciosa tierra, a mi patria.

No me lleves hacia el mar tirado por el viento.

Que no sea como una ensoñación que se desvanece como el viento,

la tierra, allá abajo.

Que no me acontezca la tragedia de no encontrar

en donde caer, aun si,

traicionado por la gravitación de la tierra,

cayera abajo”.

Mitsuharu Kaneko, incluido en Antología de la poesía moderna del Japón (1868-1945) (UNAM, México,

2010, selec. y trad. de Atsuko Tanabe).

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/04/poema-del-dia-paracaidas-de-mitsuharu.html

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Muestras en San Ildefonso

Arquitectura que reta a la imaginación

Se inauguraron en el marco del Festival de Arquitectura y Ciudad Mextrópoli

(Bruno Quezada, servicio social) Mar 21, 2019

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Praxis: Manuel Cervantes Estudio.

Como parte de la sexta edición del Festival de Arquitectura y Ciudad Mextrópoli, el Antiguo Colegio de San

Ildefonso aloja dos nuevas exposiciones: SOM: Arte + Ingeniería + Arquitectura y Praxis: Manuel Cervantes

Estudio, un par de muestras que ponen al alcance del público el trabajo, las ideas y las voces de arquitectos,

urbanistas y autoridades para reflexionar en torno a las ciudades que habitamos.

SOM (Skidmore, Owings and Merrill) es una reconocida firma multidisciplinaria de diseño formada por

arquitectos, ingenieros, urbanistas, diseñadores de interiores y otros profesionales originaria de Chicago, con

más de ocho décadas de trabajar el desarrollo de la arquitectura internacionalmente. En la exposición se

presenta una serie de algunos de sus edificios emblemáticos, como el Burj Khalifa, de Dubai –el más alto del

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mundo en la actualidad–, la Torre Jin Mao, de Shanghái, el edificio del Palacio de Justicia Federal de Los

Ángeles, el 100 Mount Street de Sydney y el Brunswick Building de Chicago. Son representaciones a escala

de estructuras colosales que retan a la imaginación y sirven como ejemplo de cómo la arquitectura puede ser

una manera de mirar hacia el futuro.

SOM: Arte + Ingeniería + Arquitectura reúne 41 reproducciones a escala de inmuebles de la firma y 38 piezas

entre bocetos, renders, fotografías y libretas. Se exhiben múltiples materiales que son utilizados para la

construcción arquitectónica como el trabajo con cuerdas a gran escala y el uso de madera en edificios altos, e

ideas de lo que es la impresión en 3D, técnicas como los principios de la fuerza balanceándose con relación a

las estructuras y propuestas de construcciones que se comportan de manera natural en terremotos.

Para SOM, que ha realizado más de 10 mil proyectos en 50 países, la idea de crear estas estructuras a escala

es importante, pues es ahí donde realmente pueden comprender lo que es el diseño.

SOM: Arte + Ingeniería + Arquitectura. Fotos: Karen Tovar y Barry Domínguez.

Perspectiva novedosa

En la otra exhibición, Praxis: Manuel Cervantes Estudio, se puede apreciar la relación que este joven

arquitecto mexicano tiene con los materiales constructivos desde una perspectiva novedosa y emergente.

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Está conformada por 48 maquetas, 55 libretas, croquis, fotografías de obras en proceso y ya concluidas y

nueve piezas de apoyo que invitan al espectador a apreciar los conceptos, procesos de creación y las

herramientas de trabajo de este arquitecto que ha sido reconocido tanto en México como en el extranjero.

Manuel Cervantes presenta parte de su labor de 10 años ordenada cronológicamente, que hace que se aprecie

cómo ha evolucionado su quehacer. El arquitecto mencionó que esta invitación a exponer “se convirtió en una

reflexión personal a nivel de estudio para poder usar como pretexto esta muestra en el tiempo y visualizar qué

estamos haciendo y hacia dónde queremos dirigirnos”.

Al recorrido inaugural asistieron Edward Guerra, representante de SOM en América Latina, el arquitecto

Manuel Cervantes, Miquel Adrià, director de la revista Arquine, y Eduardo Vázquez Martín, coordinador

ejecutivo del Antiguo Colegio de San Ildefonso.

Ambas exposiciones estarán abiertas al público hasta el 9 de junio y serán complementadas con un programa

académico que incluye charlas con Manuel Cervantes, el 22 de marzo, y Miquel Adrià, el 23 de mayo, así

como visitas guiadas.

http://www.gaceta.unam.mx/arquitectura-que-reta-a-la-imaginacion/

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Boletín Científico y Cultural de la Infoteca No. 617 junio de 2019

EL RÍO, un cuento de Flannery O’Connor

El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de

cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el

abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.

—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.

—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.

Estaba en bata de dormir y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso

con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:

—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que tomar el tranvía dos veces —dijo ella.

Él fue otra vez al dormitorio a traer dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación.

Ella estaba mirándolo todo.

—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo

sacudiendo el abrigo del chico.

—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.

Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba

colgada cerca del tocadiscos.

—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—.

Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo

una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.

—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?

—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a

menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría

haberlo pintado.

—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.

Una voz apagada dijo desde el dormitorio:

—Tráeme una bolsa de hielo.

—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?

—No lo sabemos —contestó él en voz baja.

—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers.

Quizás ella debiera verlo algún día.

—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.

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Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.

El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era

alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía

mudo y paciente, como una oveja vieja que espera que la saquen.

—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.

La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:

—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!

—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.

La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.

—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.

Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.

—El día va a aclarar más tarde dijo ella—. Ésta es la última vez que podremos tener una predicación en el río

este año. Límpiate la nariz, cariño.

El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.

—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?

El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.

—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se

reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.

—Ahora sopla —dijo.

Y el niño sopló.

—Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.

El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la

pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que

rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar

dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con voz soñolienta—. Sólo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado

cómo te llamas.

El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.

—Bevel —dijo.

La señora Connin se separó de la pared.

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—¡Qué coincidencia! —dijo—. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!

—Bevel —repitió el chico.

Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.

—Ya verás cuando te lo presente —dijo—. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no

pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar

cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.

El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.

—Ahora está en el hospital —dijo ella—. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que

dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! —

murmuró ella—. ¡Bevel!

Se acercaron a las vías del tranvía.

—¿Me curará? —preguntó el niño.

—¿Qué te ocurre?

—Tengo hambre.

—¿No has desayunado?

—No tuve tiempo de tener hambre —dijo el chico.

—Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos —dijo ella—.

Yo también tengo hambre.

Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a

Bevel sobre sus rodillas.

—Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.

Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la

boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara;

empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, sólo ellos y el

conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó

cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió

allí. Poco después se quedó dormido.

Su casa estaba a unos ochocientos metros de donde los dejaba el tranvía, un poco detrás de la carretera. La

casa era de cartón alquitranado, con un porche delante y el tejado de chapa. En el porche había tres niños

pequeños de distinta estatura con las mismas caras pecosas y una niña alta, que tenía en el pelo tantos rulos de

aluminio, que su cabeza brillaba como el tejado. Los tres niños los siguieron dentro y rodearon a Bevel. Lo

miraban en silencio, sin sonreír.

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—Éste es Bevel —dijo la señora Connin quitándose el abrigo—. Es una casualidad que se llame igual que el

predicador. Estos niños son J. C., Spivey y Sinclair, y la chica del porche es Sarah Mildred. Quítate el abrigo

y cuélgalo en la perilla de la cama, Bevel.

Los tres chicos lo miraban mientras el niño se desabrochaba el abrigo y se lo quitaba. Observaron cómo lo

colgaba en la perrilla de la cama y luego se quedaron mirando el abrigo. Dieron la vuelta bruscamente,

salieron por la puerta y tuvieron una reunión en el porche.

Bevel echó una mirada a la habitación. Era parte cocina y parte dormitorio. La casa tenía dos habitaciones y

dos porches. Cerca de su pie, el rabo de un perro de color claro se movía arriba y abajo entre dos tablas del

suelo, mientras se rascaba la espalda con la pared. Bevel saltó sobre él, pero el perro tenía experiencia. Y se

retiró antes de que los pies del niño lo pudieran alcanzar.

Las paredes estaban llenas de fotografías y de almanaques. Había dos fotografías redondas de un hombre y

una mujer viejos, con las bocas caídas, y otra fotografía de un hombre cuyas cejas eran dos matas de pelo

enormes que se juntaban encima del caballete de su nariz; el resto de la cara sobresalía como un acantilado

desnudo del que uno podía caerse.

—Ése es el señor Connin —dijo la señora Connin apartándose un momento de la hornilla para mirar su cara

con él—. Pero no está muy favorecido.

Bevel se apartó del señor Connin para mirar una fotografía en color que había encima de la cama de un

hombre que llevaba puesta una sábana blanca. Tenía el pelo largo y un círculo de oro alrededor de la cabeza.

Estaba serrando una tabla mientras algunos niños lo miraban. Iba a preguntar quién era, cuando los tres niños

entraron otra vez y le hicieron una señal para que los siguiera. Pensó arrastrarse debajo de la cama y agarrarse

a una de las patas, pero los tres niños permanecían allí esperando, pecosos y callados, y un momento después

los siguió a cierta distancia fuera, al porche, y luego a los alrededores de la casa. Empezaron a andar por un

campo amarillo de maleza hasta que llegaron a la pocilga, un cuadrado de tablas de alrededor de un metro y

medio, lleno de cochinitos, donde tenían la intención de meterlo. Cuando llegaron allí, se dieron la vuelta y lo

esperaron en silencio, apoyándose en la valla de la pocilga.

Venía muy despacio, chocando deliberadamente los pies como si tuviera problemas para andar. Una vez le

pegaron en el parque unos chicos desconocidos cuando su niñera se olvidó de él, pero no sabía que le iba a

pasar algo esta vez, hasta que no terminó todo. Empezó a percibir un fuerte olor a basura y a oír los ruidos de

un animal salvaje. Se paró cerca de la pocilga y esperó, pálido pero obstinado.

Los tres chicos no se movieron. Parecía que les había pasado algo. Miraban por encima de su cabeza como si

estuvieran viendo venir algo detrás de él, pero el niño tuvo miedo de volver la cabeza. Las caras pecosas de

los chicos estaban pálidas y sus ojos estaban inmóviles y grises, como vidrio. Sólo sus orejas se movían un

poco nerviosamente. No pasó nada. Finalmente, el chico que estaba en medio dijo:

—Nos podría haber matado.

Y se dio la vuelta, abatido y destrozado, y se sentó en las tablas de la pocilga, con las piernas colgándole y

mirando al interior.

Bevel se sentó en el suelo, aturdido pero con alivio, y les sonreía a los chicos.

El que estaba sentado en la pocilga lo miró severamente.

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—¡Eh, tú! —dijo al momento—. Si no quieres subir a ver estos cerdos puedes levantar esa tabla de abajo y

mirarlos por ahí.

Parecía que al decirle eso le estaba haciendo un favor al niño.

Bevel no había visto nunca un cerdo de verdad, pero los había visto en un libro y sabía que eran animales

pequeños y gordos de color rosa, con rabitos rizados, las caras redondas y sonrientes y corbatas de lazo.

Se inclinó hacia delante y tiró de la tabla impacientemente.

—Tira más fuerte —dijo el niño más pequeño—. Está podrida. Sólo tienes que quitar ese clavo.

Arrancó un clavo largo y rojizo de la madera blanda.

—Ahora puedes levantar la tabla y meter la cara en… —empezó a decir una voz tranquila.

Ya lo había hecho, y otra cara gris, húmeda y poco afable le estaba empujando. Lo derribó y arremetió contra

él mientras arrastraba la cara bajo la tabla. Le dio un bufido y volvió a embestirlo de nuevo haciendo que

rodara. Lo empujó por detrás enviándole hacia delante y él comenzó a correr chillando por el campo amarillo,

mientras el animal le seguía.

Los tres Connin observaban lo que estaba ocurriendo sin hacer nada. El que estaba sentado en la pocilga

colocó con el pie que le colgaba el tablón en su sitio. No desapareció de sus caras la expresión severa que

tenían, pero se suavizaron un poco, como si parte de su maligna necesidad se hubiera visto satisfecha.

—A mamá no le va a gustar que el cerdo se haya escapado —dijo el niño más pequeño.

La señora Connin estaba en el porche de detrás de la casa y cogió a Bevel en brazos cuando llegó a las

escaleras. El cerdo corrió bajo la casa y se calmó, aunque seguía jadeando. El niño gritó durante cinco

minutos. Cuando por fin se calmó, ella le dio el desayuno y dejó que se sentara en sus rodillas mientras se lo

comía. El cerdo subió los dos escalones del porche trasero y se quedó fuera, mirando el interior, con la cabeza

gacha y hosca, a través de la puerta de tela metálica. Tenía las patas largas y joroba y le faltaba un pedazo de

oreja.

—¡Fuera de aquí! —gritó la señora Connin—. Ese cerdo se parece al señor Paradise, el dueño de la gasolinera

—dijo—. Lo verás hoy en la curación. Tiene un cáncer en la oreja y siempre va allí para mostrar que no le

han curado.

El cerdo se quedó mirando un rato más y luego se fue lentamente.

—No quiero verle —dijo Bevel.

Caminaron hacia el río. La señora Connin iba delante con él, los tres chicos detrás, y Sarah Mildred, la chica

alta, detrás de todos para gritar si alguno de ellos se salía a la carretera. Parecían el esqueleto de un viejo

barco con dos puntas puntiagudas, navegando lentamente por la orilla. El blanco sol del domingo les seguía a

cierta distancia, subiendo rápidamente a través de una espuma de nube gris como si quisiera adelantarlos.

Bevel caminaba en el lado de fuera, agarrado de la mano de la señora Connin y mirando un barranco naranja y

violeta que bajaba del pavimento.

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Se le ocurrió que había tenido suerte esta vez de haber encontrado a la señora Connin, que lo iba a sacar a

pasar el día fuera en vez de hacer lo que hacían las niñeras normales, que sólo se sientan en tu casa o te llevan

al parque. Se descubren más cosas cuando sale uno de su casa. Había descubierto esa mañana que lo había

creado un carpintero que se llamaba Jesucristo. Antes, siempre había pensado que había sido un médico que

se llamaba Sladewall, un hombre gordo con bigote amarillo que le ponía inyecciones y que se creía que se

llamaba Herbert, pero esto debía ser una broma. Solían bromear mucho donde él vivía. Si hubiera pensado en

eso antes, hubiera creído que Jesucristo era una palabra como “oh”, o “maldito”, o “Dios”, o quizás alguien

que les había engañado en alguna ocasión. Cuando le preguntó a la señora Connin que quién era el hombre de

la sábana blanca del cuadro que había encima de la cama, ella lo miró un rato con la boca abierta. Luego dijo:

—Es Jesús.

Y se quedó contemplándolo.

Después se levantó y cogió un libro de la otra habitación.

—Mira aquí —dijo abriendo el libro por la primera página—. Era de mi bisabuela. No me desharía de él por

nada en el mundo.

Puso el dedo debajo de unas letras marrones de la página manchada.

—Emma Stevens Oakley, 1832 —dijo—. ¿No es algo que merece la pena conservar? Y todas las palabras son

la verdad del evangelio.

Pasó una página y le leyó el título: “La Vida de Jesucristo para Niños Menores de Doce Años”. Luego le leyó

el libro entero.

Era un libro pequeño, marrón claro por fuera y con los filos de oro, y con un olor como a masilla vieja. Estaba

todo lleno de dibujos, uno era del carpintero haciendo salir una piara de cerdos de un hombre. Eran cerdos

reales, grises y con apariencia poco afable, y la señora Connin dijo que Jesús los había sacado todos de ese

hombre. Cuando ella acabó de leer, lo dejó que se sentara en el suelo para ver los dibujos otra vez.

Justo antes de irse a las curaciones, el niño se las había arreglado para meterse el libro dentro del forro del

abrigo sin que ella lo viera. Esto hacía que el abrigo le colgara más de un lado que del otro. El niño iba

distraído y tranquilo mientras caminaban y se salieron de la carretera para meterse en un largo camino sinuoso

de arcilla roja que iba entre hileras de madreselvas.

Empezó a dar saltitos locos y a tirar de la mano de la señora, como si quisiera irse corriendo y agarrar el sol,

que iba delante de ellos en ese momento.

Caminaron por el camino de tierra un rato, luego atravesaron un campo cubierto de hierbajos violetas y se

adentraron en las sombras de un bosque donde la tierra estaba cubierta de gruesas agujas de pino. El niño

nunca había estado antes en un bosque y caminaba con cuidado, mirando a un lado y a otro como si estuvieran

entrando en un país extraño. Caminaron por un camino de herradura que se torcía cuesta abajo a través de

hojas rojas que crujían, y una vez, cuando se agarró a una rama para no resbalarse, vio dos ojos helados de

color verde dorado encerrados en la oscuridad del agujero de un árbol. Al pie de la colina, el bosque se abría

de pronto y había un prado salpicado aquí y allí de vacas blancas y negras, y al final del prado, a un nivel un

poco más bajo, había un río ancho y naranja, donde el reflejo del sol parecía un diamante.

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Había mucha gente de pie en la orilla cantando. Detrás de ellos había mesas largas, y unos pocos coches y

camiones estaban en el camino que llevaba al río. Cruzaron el prado rápidamente, porque la señora Connin,

que usaba la mano para protegerse los ojos del sol, había visto al predicador en el agua. Dejó su cesta encima

de una de las mesas y empujó a los tres chicos hacia delante, donde estaba la gente, para que no se quedaran

cerca de la comida. Llevaba a Bevel de la mano y se fue abriendo paso.

El predicador estaba de pie, a unos tres metros de la orilla, donde el agua le llegaba por las rodillas. Era un

joven alto y llevaba puestos unos pantalones color caqui, arremangados un poco por encima del nivel del

agua. Vestía también una camisa azul y una bufanda roja alrededor del cuello, pero no llevaba sombrero, y

tenía el pelo claro y cortado con patillas, que se curvaban sobre sus hundidas mejillas. Su cara era todo hueso

y tenía un color rojizo del reflejo del río. Parecía tener diecinueve años. Cantaba con una voz alta y gangosa,

que sobresalía de la de todos los que estaban en la orilla, y tenía las manos en la espalda y la cabeza echada

hacia atrás.

Acabó el himno con una nota alta y permaneció en silencio, mirando el agua y moviendo los pies. Luego miró

hacia la gente que estaba en la orilla. Ellos estaban muy juntos, esperando; sus caras tenían una expresión

solemne, pero expectante, y todos los ojos estaban fijos en él. Volvió a mover los pies.

—Quizá sepa por qué han venido —dijo con su voz gangosa—, o quizá no. Si no han venido por Jesús, no

vengan por mí. Si sólo vienen para ver si pueden dejar vuestro dolor en el río, no habéis venido por Jesús. No

pueden dejar vuestro dolor en el río. Yo nunca le he dicho eso a nadie.

Paró un momento y se miró las rodillas.

—¡Yo le vi curar a una mujer una vez! —gritó de pronto una voz alta entre la gente—. ¡Vi a esa mujer

levantarse y andar derecha por donde antes cojeaba!

El predicador levantó un pie y luego el otro. Dio la impresión de que iba a sonreír pero no llegó a hacerlo.

—¡Escuchen lo que tengo que decir! No hay nada más que un río, y ese es el Río de la Vida, hecho de la

Sangre de Jesús. En ése es en el río que tienen que sumergir vuestro dolor, en el Río de la Fe, en el Río de la

Vida, en el Río del Amor, en el rico y rojo río de la Sangre de Jesús.

Su voz se hizo dulce y musical.

—Todos los ríos vienen de aquel único Río y desembocan en él como si fuera el mar y, si creen, pueden

sumergir vuestro dolor en ese Río y librarse de él, porque ése es el Río que fue hecho para llevarse el pecado.

Es un Río lleno de dolor, dolor en sí mismo, que se mueve hacia el Reino de Cristo para ser lavado, lento,

lentamente como este viejo río de aguas rojas de aquí se mueve alrededor de mis pies.

—Escuchen —cantó—, ¡leo en Marcos sobre un hombre impuro!, ¡leo en Lucas acerca de un hombre ciego!,

¡leo en Juan sobre un hombre muerto! ¡Escuchen! La misma sangre que hace a este Río rojo limpió al leproso,

hizo que aquel hombre ciego viera y que aquel hombre muerto saltara. Ustedes los que tienen aflicción —

gritó—, sumergidla en ese Río de Sangre, sumergidla en ese Río de Dolor, y vean cómo se mueve hacia el

Reino de Cristo.

Mientras predicaba, los ojos de Bevel siguieron soñolientos los lentos círculos que hacían dos pájaros

silenciosos dando vueltas muy alto en el cielo. Al otro lado del río había un bosquecillo de salsifíes rojo y

dorado, y detrás había colinas con árboles color azul oscuro donde, de vez en cuando, se veía algún pino

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sobresaliendo en el horizonte. Detrás, a lo lejos, la ciudad se alzaba como un conjunto de verrugas en la falda

de la montaña. Los pájaros fueron bajando dando vueltas y se posaron en la cima del pino más alto, y se

sentaron con la cabeza metida entre los hombros como si estuvieran sujetando el cielo.

—Si es en este Río de Vida donde quieren sumergir vuestro dolor, entonces acérquense —dijo el

predicador— y sumerjan aquí sus dolores. Pero no piensen que éste es el final, porque este viejo río rojo no

acaba aquí. Este viejo río rojo de sufrimiento continúa lentamente hasta el Reino de Cristo. Este viejo río rojo

es bueno para bautizarse en él, bueno para sumergir en él vuestra fe, bueno para sumergir en él vuestro dolor.

Pero lo que les salva no es esta agua turbia de aquí. He recorrido este río de arriba abajo esta semana. El

martes estuve en el lago de la Fortuna, al día siguiente en Ideal, el viernes mi esposa y yo fuimos a

Lulawillow, a ver allí a un hombre enfermo. Y esa gente no ha visto curaciones —dijo, y su cara se enrojeció

por un momento—. Nunca dije que las verían.

Mientras hablaba, una figura agitada había empezado a avanzar hacia delante con un movimiento como de

mariposa. Era una mujer anciana que agitaba los brazos y cuya cabeza se tambaleaba como si se fuera a caer

en cualquier momento. Consiguió agacharse en la orilla del río, y dejó que los brazos se agitaran en el agua.

Luego se inclinó más y metió también la cara en el agua. Finalmente se levantó mojada; y, todavía agitando

los brazos, se dio la vuelta una o dos veces haciendo un círculo ciego hasta que alguien alargó la mano y la

llevó de nuevo al grupo.

—Esta mujer está así desde hace trece años —gritó una voz bronca—. Pasen el sombrero y denle el dinero a

ese chico. Para eso es para lo que ha venido.

El grito, dirigido al chico del río, venía de un enorme hombre anciano que, sentado sobre el parachoques de

un antiguo y largo coche gris, parecía un montecillo de piedra. Llevaba puesto un sombrero gris, que estaba

torcido cubriéndole una oreja y por encima de la otra, para mostrar una protuberancia de color morado en su

sien izquierda. Estaba sentado inclinado hacia delante, con las manos colgándole entre las rodillas y con sus

pequeños ojos medio cerrados.

Bevel lo miró una vez y luego se metió entre los pliegues del abrigo de la señora Connin y se escondió allí.

El chico del río echó una rápida ojeada al viejo y levantó el puño.

—¡Crean en Jesús o en el demonio! —gritó—. ¡Den testimonio de uno o de otro!

—Sé por experiencia propia —dijo una voz misteriosa de mujer—, que el predicador puede curar. ¡Ha abierto

mis ojos! ¡Yo doy testimonio de Jesús!

El predicador levantó los brazos rápidamente y empezó a repetir todo lo que había dicho sobre el Río y el

Reino de Cristo, y el viejo que estaba sentado sobre el parachoques lo miraba fijamente de reojo. De vez en

cuando, Bevel miraba de nuevo al viejo desde detrás de la señora Connin.

Un hombre que llevaba puesto un mono de trabajo y un abrigo marrón se inclinó hacia delante, metió la mano

en el agua rápidamente, la agitó y retrocedió. Una mujer llevó a un bebé a la orilla y le salpicó agua en los

pies. Un hombre se alejó un poco, se sentó, se quitó los zapatos y se metió en el río; se quedó allí unos

minutos con la cabeza inclinada hacia atrás todo lo que podía. Luego salió del agua y se volvió a poner los

zapatos. Mientras tanto el predicador cantaba como si no se diera cuenta de lo que pasaba.

Tan pronto como dejó de cantar, la señora Connin cogió al niño en brazos y dijo:

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—Escuche, predicador, tengo aquí un chico de la ciudad al que estoy cuidando. Su madre está enferma y

quiere que rece por ella. Y, vaya casualidad, ¡se llama Bevel! ¡Bevel! —dijo volviéndose a mirar a la gente

que tenía detrás de ella—. Lo mismo que él. ¿No es una casualidad?

Hubo algunos murmullos y Bevel se dio la vuelta y sonrió sobre los hombros de la señora a las caras que lo

estaban mirando.

—¡Bevel! —dijo el niño con una voz alta y desenvuelta.

—Escucha —dijo la señora Connin—, ¿te han bautizado, Bevel?

El niño sólo sonrió.

—Sospecho que no lo han bautizado —dijo la señora Connin levantándole las cejas al predicador.

—Tráigalo aquí —dijo el predicador.

Y dio un paso adelante y lo cogió. Lo sentó sobre su brazo y miró la cara sonriente del niño. Bevel puso los

ojos en blanco de una forma muy cómica y echó la cara hacia delante, acercando su cara a la del predicador.

—Me llamo Bevvvuuuuul —dijo con una voz fuerte y profunda, y dejó que la punta de la lengua se deslizara

por su boca.

El predicador no sonrió. Su cara huesuda era rígida, y en sus pequeños ojos grises se reflejaba el casi incoloro

cielo. El viejo que estaba sentado en el parachoques del coche se rió ruidosamente y Bevel se agarró a la parte

de atrás del cuello del predicador y lo sujetó con fuerza. La sonrisa había desaparecido ya de su cara. Tuvo la

repentina sensación de que eso no era una broma. Donde él vivía todo era una broma. Dedujo inmediatamente

de la cara del predicador que nada de lo que el predicador decía o hacía lo era.

—Mi madre me puso ese nombre —dijo rápidamente.

—¿Te han bautizado? —preguntó el predicador.

—¿Qué es eso? —murmuró el niño.

—Si yo te bautizo —dijo el predicador—, podrás ir al Reino de Cristo. Serás lavado en el río del sufrimiento,

hijo, y podrás caminar por el profundo río de la vida. ¿Quieres eso?

—Sí —dijo el niño, y pensó que entonces no tendría que volver al apartamento y que iría por el río.

—Ya no volverás a ser el mismo —dijo el predicador—. Se te tendrá en cuenta.

Luego volvió la cara hacia la gente y empezó a rezar, y Bevel miraba sobre sus hombros los pedazos de sol

blancos que estaban dispersos por el río. De repente, el predicador dijo:

—De acuerdo, te voy a bautizar ahora mismo.

Y sin más aviso lo agarró fuerte, le dio la vuelta y le metió la cabeza en el agua. Lo mantuvo bajo el agua

mientras pronunciaba las palabras del bautismo y luego lo sacó y miró severamente al niño, que respiraba con

dificultad. Los ojos de Bevel estaban oscuros y dilatados.

—Ahora ya cuentas —dijo el predicador—. Antes ni siquiera contabas.

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El niño pequeño estaba demasiado asustado para llorar. Escupía el agua fangosa y se restregaba los ojos y la

cara con la manga mojada.

—No se olvide de su madre —dijo la señora Connin—. El niño quiere que rece formal por su madre que está

enferma.

—Señor —dijo el predicador—, te pedimos por alguien que está sufriendo que no está aquí para testimoniar.

¿Está tu madre en el hospital? —le preguntó—. ¿Tiene dolores?

El niño lo miró.

—Mi madre no se ha levantado todavía —dijo en voz alta y aturdida—. Tiene resaca.

El aire estaba tan silencioso que podían oírse los pedazos rotos del sol golpeando en el agua.

El predicador parecía asombrado y enfadado. El color se le había ido de la cara y el cielo parecía oscurecer

sus ojos. Hubo una fuerte risotada en la orilla y el señor Paradise gritó:

—¡Vamos! ¡Cure a esa mujer que sufre de resaca!

Y empezó a golpearse la rodilla con el puño.

—Ha tenido un día muy largo —dijo la señora Connin.

Se quedó con el niño en la puerta del apartamento, mirando con severidad la habitación donde estaba teniendo

lugar la fiesta, y añadió:

—Imagino que ya se habrá pasado su hora normal de irse a la cama.

Bevel tenía un ojo cerrado y el otro medio cerrado. La nariz le moqueaba y tenía la boca abierta y respiraba

por ella. El abrigo de cuadros húmedo le colgaba de un lado.

Esa debe de ser ella, pensó la señora Connin. La que lleva puestos unos pantalones negros largos de raso, unas

sandalias y las uñas de los pies pintadas de rojo. Estaba tumbada en la mitad del sofá con las rodillas cruzadas

en el aire y la cabeza apoyada en el brazo. No se levantó.

—¡Hola, Harry! —dijo—. ¿Has tenido un buen día?

Tenía una cara pálida y larga, suave e inexpresiva, y el pelo lacio, de color boniato, peinado hacia atrás.

El padre se marchó a coger el dinero. Había dos parejas más. Uno de los hombres, rubio y con unos pequeños

ojos azul violeta, se enderezó en su sillón y dijo:

—Bueno, Harry, ¿has tenido un buen día?

—No se llama Harry. Se llama Bevel —dijo la señora Connin.

—Se llama Harry —dijo ella desde el sofá—. ¿Quién podría llamarse Bevel?

El niño pequeño parecía que se iba a dormir de pie, la cabeza se le caía cada vez más hacia delante; de pronto

la echó hacia atrás y abrió un ojo; el otro seguía cerrado.

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—Me dijo esta mañana que se llamaba Bevel —dijo la señora Connin con voz sorprendida—. Lo mismo que

nuestro predicador. Hemos estado todo el día en una predicación y curación en el río. Dijo que se llamaba

Bevel, igual que el predicador. Eso es lo que me dijo.

—¡Bevel! —dijo la madre—. ¡Dios mío! ¡Qué nombre!

—Este predicador se llama Bevel y no hay otro predicador mejor que él —dijo la señora Connin—. Y,

además —añadió en un tono desafiante—, ¡ha bautizado a este niño esta mañana!

La madre se sentó derecha.

—¡Qué descaro! —murmuró.

—Además —dijo la señora Connin—, es un curandero, y ha rezado para que usted se cure.

—¡Curarme! —casi gritó—. ¿Curarme de qué, por el amor de Dios?

—De su aflicción —dijo la señora Connin fríamente.

El padre había vuelto con el dinero y estaba de pie junto a la señora Connin esperando para dárselo. Tenía en

los ojos muchas rayitas rojas.

—Continúe, continúe —dijo él—. Quiero oír más cosas sobre su aflicción. Su naturaleza exacta se me ha

escapado…

Agitó un billete y su voz se apagó.

—Curar rezando es muy barato —murmuró él.

La señora Connin se quedó allí un momento, mirando el interior de la habitación con el aspecto de un

esqueleto que ve todo. Luego, sin coger el dinero, se dio la vuelta y cerró la puerta. El padre se volvió, sonrió

vagamente y se encogió de hombros. Los demás miraban a Harry. El niño pequeño empezó a andar

arrastrando los pies hacia su dormitorio.

—Ven aquí, Harry —dijo la madre.

El niño se fue hacia ella cambiando de dirección automáticamente, sin abrir más el ojo.

—Cuéntame lo que ha pasado hoy —dijo cuando el niño llegó a su lado.

Ella empezó a quitarle el abrigo.

—No lo sé —murmuró el niño.

—Sí lo sabes —dijo ella dándose cuenta de que el abrigo pesaba más por un lado que por el otro.

Le bajó el cierre del forro y cogió el libro y un pañuelo sucio que se iban a caer al suelo.

—¿De dónde has sacado estas cosas?

—No lo sé —dijo, tratando de agarrarlas—. Son mías. La señora Connin me las ha dado.

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Ella tiró el pañuelo al suelo, levantó el libro lo suficiente para que él no pudiera alcanzarlo y comenzó a

leerlo. Al momento su cara adoptó una exagerada expresión cómica. Los otros la rodearon y miraron el libro

por encima de sus hombros.

—¡Dios mío! —dijo alguien.

Uno de los hombres lo miraba fijamente tras sus anteojos.

—Esto es muy valioso —dijo—. Es una pieza de coleccionista. —Y lo cogió y se fue a la silla de al lado para

poder examinarlo él solo.

—No dejen que George se lo lleve —dijo la chica.

—Les digo que es muy valioso —dijo George—. Es de 1832.

Bevel cambió otra vez de dirección y se dirigió a la habitación donde dormía. Cerró la puerta al entrar y se

movió lentamente hacia la cama en la oscuridad. Se sentó, se quitó los zapatos y se metió en la cama.

Al momento, un rayo de luz iluminó la alta silueta de su madre. Atravesó la habitación andando de puntillas y

se sentó en el borde de la cama.

—¿Qué dijo de mí ese tonto predicador? —susurró ella—. ¿Qué mentiras has estado contando hoy, cariño?

El niño cerró el ojo. Oía la voz de su madre como muy lejana, como si él estuviera bajo el agua en el río y ella

fuera. Ella le cogió el hombro.

—Harry —dijo inclinándose hacia delante y poniendo la boca junto a la oreja del niño—, cuéntame qué le has

dicho.

Incorporó al niño hasta dejarlo sentado y él sintió como si lo hubieran sacado del agua.

—Cuéntamelo —le susurró.

Y su aliento a alcohol cubrió la cara del niño.

Vio la pálida cara ovalada de su madre junto a la suya en la oscuridad.

—Dijo que yo no soy lo mismo ahora —murmuró—. Ya cuento.

Al momento, lo agarró de la camisa y lo dejó caer de nuevo en la almohada. Se inclinó sobre él un momento y

rozó la frente del niño con sus labios. Luego se levantó y a través del rayo de luz se pudo ver el ligero

balanceo de sus caderas al salir de la habitación.

El niño no se despertó temprano, pero el apartamento estaba todavía oscuro y cerrado cuando lo hizo. Se

quedó allí acostado un rato, hurgándose la nariz y tocándose los ojos. Luego se sentó en la cama y miró por la

ventana. El sol entraba pálidamente y se veía gris a través del cristal. Al otro lado de la calle, en el hotel

Empire, una afanadora de color estaba mirando hacia abajo desde una ventana más alta, con la cabeza

apoyada en sus brazos cruzados.

El niño se levantó y se puso los zapatos. Fue al cuarto de baño y luego a la sala. Se comió dos galletas untadas

de pasta de anchoa que se encontró encima de la mesa y bebió un poco de ginger ale que quedaba en una

botella. Miró a su alrededor buscando su libro, pero no estaba allí.

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El apartamento estaba totalmente en silencio, sólo se oía el leve zumbido del refrigerador. El niño fue a la

cocina, encontró unos pedazos de pan de pasas y les untó medio tarro de mantequilla de cacahuete. Se subió

en un taburete alto de la cocina y se sentó, masticando tranquilamente el bocadillo y limpiándose la nariz de

vez en cuando en la manga. Cuando acabó, encontró batido de chocolate y se lo bebió. Hubiera preferido

beberse una botella de ginger ale, pero habían dejado los abridores donde él no podía alcanzarlos. Estudió

durante un rato lo que quedaba en el frigorífico, algunas verduras marchitas que su madre había olvidado que

estaban y muchas naranjas marrones que había comprado y que no había exprimido. Había tres o cuatro tipos

de queso y algo de pescado en una bolsa de papel. El resto era hueso de cerdo. Dejó abierta la puerta del

refrigerador, volvió a la oscura sala de estar y se sentó en el sofá.

Pensó que ellos no se iban a levantar hasta la una y que se irían todos a un restaurante a comer. Todavía no

era lo suficientemente alto para llegar a la mesa: el camarero le traería una silla alta para niños, pero él era

demasiado grande para esas sillas. Se sentó en mitad del sofá y empezó a darle patadas con los talones. Luego

se levantó, vagó por la habitación y miró las colillas que había en los ceniceros, como si eso fuera un hábito

suyo. En su habitación tenía libros con dibujos y piezas de construcción, pero estaban casi todas rotas. Había

descubierto que la forma de conseguir unas nuevas era rompiendo las que tenía. Siempre tenía muy pocas

cosas que hacer, excepto comer; sin embargo no era un niño gordo.

Decidió vaciar unos pocos ceniceros en el suelo. Si vaciaba sólo unos pocos, ella pensaría que se habían

caído. Vació dos, frotando cuidadosamente con su dedo la ceniza sobre la alfombra. Luego se tumbó en el

suelo un rato, estudiándose los pies mientras los mantenía en el aire. Sus zapatos estaban todavía húmedos y

empezó a pensar en el río.

Su expresión fue cambiando muy lentamente, como si estuviera viendo aparecer gradualmente lo que sabía

que había estado buscando. Luego de pronto supo lo que quería hacer.

Se levantó y entró de puntillas al dormitorio de sus padres. Se quedó allí casi a oscuras, buscando el bolso de

su madre. Su mirada pasó por el largo brazo pálido de ella, que colgaba al borde de la cama y llegaba hasta el

suelo, por el blanco montículo que formaba su padre y por la cómoda que estaba atestada de cosas, hasta que

se detuvo en el bolso, que colgaba del respaldo de una silla. Sacó un billete de tranvía y medio paquete de

Salvavidas. Luego salió del apartamento y cogió el tranvía en la esquina. No traía maleta porque allí no había

nada que quisiera llevarse.

Se bajó del tranvía en la última parada y empezó a andar por el camino que habían cogido el día anterior él y

la señora Connin. Sabía que no habría nadie en su casa, porque los tres chicos y la chica iban al colegio y la

señora Connin le había dicho que se iba hacer limpiezas. Pasó por su casa y continuó por el camino que les

había llevado al río. Las casas de cartón alquitranado estaban alejadas, y después de un rato el camino de

piedra se terminó y tuvo que andar por el borde de la carretera. El sol estaba alto y de color amarillo pálido.

Pasó por una cabaña con un surtidor de gasolina naranja delante, pero no vio al viejo que estaba en la puerta

con la mirada perdida. El señor Paradise se estaba tomando una bebida anaranjada. La terminó

tranquilamente, mirando por encima de la botella, de reojo, la pequeña figura con el abrigo de cuadros que

desaparecía en el camino. Luego puso la botella vacía en un banco y, mirando todavía de reojo, se limpió la

boca con la manga. Se metió en la chabola y cogió del lugar donde tenía los caramelos un palillo de menta de

unos treinta centímetros de largo y cinco de ancho, y se lo metió en el bolsillo. Luego se metió en el coche y

fue conduciendo lentamente por el camino detrás del chico.

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Cuando Bevel llegó al campo cubierto de hierbajos violeta, estaba sudoroso y lleno de polvo. Lo atravesó

rápidamente para llegar al bosque lo antes posible. Una vez en el bosque, vagó de un árbol a otro intentando

encontrar el camino que habían seguido el día anterior. Finalmente, encontró una senda clara entre las agujas

de pinos y la siguió hasta que vio el camino empinado que serpenteaba entre los árboles.

Escritora Flannery O’Connor

El señor Paradise había dejado su coche en el camino y había ido caminando al lugar donde solía sentarse casi

todos los días sosteniendo una caña de pescar a la que no ponía cebo, mientras miraba pasar el agua del río

delante de él. Cualquiera que lo hubiera mirado desde lejos hubiera visto un viejo canto rodado medio

escondido entre los arbustos.

Bevel no lo vio. Sólo veía el río, brillando de un color amarillo rojizo, y se metió de un salto con los zapatos y

el abrigo puestos y bebió un trago.

Se tragó un poco y escupió el resto, y luego se quedó allí, con el agua llegándole por el pecho y mirando a su

alrededor. El cielo estaba de color azul claro pálido, formando una pieza única, a excepción del agujero que

hacía el sol, y bordeado por debajo por las copas de los árboles. Su abrigo flotaba en la superficie y lo rodeaba

como una extraña hoja de nenúfar gris.

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Y se quedó allí sonriendo bajo el sol. No quería bromear más con predicadores, lo que quería era bautizarse a

sí mismo y continuar esta vez hasta encontrar el Reino de Cristo en el río. No tenía intención de perder más

tiempo. Metió la cabeza bajo el agua enseguida y avanzó hacia delante.

Al momento empezó a respirar con dificultad y a balbucear y su cabeza reapareció en la superficie; se

sumergió de nuevo y volvió a ocurrir lo mismo. El río no quería quedárselo. Lo intentó de nuevo y volvió a

salir a la superficie asfixiándose. Así es como se sintió cuando el predicador lo metió bajo el agua; había

tenido que luchar con algo que le empujaba en la cara. De pronto se paró y pensó: ¡es otra broma! ¡Es sólo

otra broma! Pensó lo lejos que había ido para nada y comenzó a golpear, a chapotear y a darle patadas al

asqueroso río. Sus pies ya no rozaban con nada. Dio un pequeño grito de dolor y de indignación. Luego oyó

un grito, volvió la cabeza y vio algo como un cerdo gigante avanzando detrás de él, agitando un palo rojo y

blanco y gritando. Se sumergió una vez más y esta vez la corriente lo cogió como una larga y amable mano y

lo empujó rápidamente hacia delante y hacia abajo. Por un instante se quedó muy sorprendido, pero como se

movía rápidamente y sabía que iba a llegar a algún lugar, toda su furia y su miedo desaparecieron.

La cabeza del señor Paradise aparecía de vez en cuando en la superficie del agua. Finalmente, a bastante

distancia río abajo, el viejo se levantó como un antiguo monstruo marino y, con las manos vacías, se quedó

mirando con sus ojos tristes río abajo, tan lejos como su vista podía alcanzar.

https://narrativabreve.com/2014/02/cuento-flannery-o-connor-el-rio.html

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Regreso a Tánger

/

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Patente de corso

Escribir novelas tiene efectos secundarios. O puede tenerlos. En mi caso, durante cierto tiempo –suele

ser de uno a dos años– vivo inmerso en un mundo complejo, ficticio, paralelo al real, hecho de libros

que leo, de documentación diversa, de conversaciones con gente útil, de paseos con libreta de notas o

cámara fotográfica por los lugares adecuados para utilizar como escenarios. Mientras la historia toma

forma en mi cabeza y las páginas se amontonan despacio en el ordenador y en la mesa de trabajo –

siempre imprimo, corrijo en papel con pluma estilográfica y vuelvo a teclear–, observo el mundo y mi

propia vida en ese estado de continuo acecho, de tensión permanente de cazador con el zurrón

dispuesto. Procuro mirar el mundo como lo hacen mis personajes. Nutrirlos con lo que me nutre. Y así,

cuanto en ese tiempo hago, observo, imagino, alcanza a ser útil, o puede serlo, para la historia que

tengo entre manos.

Como sabe cualquiera de mis lectores, la topografía literaria es muy importante para mí. Los

escenarios a los que antes aludía. Hay un placer singular en moverse con rigor por donde van a hacerlo

tus personajes, mirar lo que ellos miran, caminar por donde ellos caminan. De cada novela escrita, ésos

son mis momentos favoritos, incluso antes de escribir una línea: cuando los imagino sentados donde yo

lo estoy, asomados al balcón de la misma habitación de hotel, mirando tal o cual paisaje. Cuando siento

como suyo el ruido de mis pasos por una calle desierta de Culiacán, París, Buenos Aires, Beirut o

Venecia. En realidad escribo novelas para eso: para multiplicar mi vida por otras vidas, otros lugares,

otras aventuras que no cabrían en mi simple existencia. Por eso soy un novelista feliz que mira, imagina

y escribe.

Pienso en eso estos días, en Tánger. No había vuelto aquí desde que escribí Eva, segunda parte de la

trilogía de mi espía Lorenzo Falcó. Mientras trabajaba en la novela vine a menudo, explorando todo

cuanto podía serme útil para contar bien la historia: calles, restaurantes, cafés, lugares apropiados.

Recuerdo mi caminata por el bulevar Pasteur en busca de una casa idónea para una peligrosa

emboscada –la encontré en el número 28–, o cómo, en una terraza del Zoco Chico, procuraba imaginar

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a los marinos franquistas y republicanos sentados en los cafés Fuentes y Central. Y también mi larga

búsqueda por la parte alta de la Kasbah, hasta que di con ella, de la casa adecuada para Moira

Nikolaos; o cómo, desde la terraza del hotel Continental, con un plano antiguo y otro moderno sobre la

mesa y con ayuda de fotos de la época, intentaba imaginar aquel mismo lugar en 1936.

Y es extraño. O ya sólo es curioso. Conocía bien Tánger antes de escribir la novela; pero desde que lo

hice, la ciudad es distinta en mi cabeza. Ahora soy incapaz de verla como antes, pues todo en ella se me

aparece transformado por cuanto imaginé y escribí. Hay calles y edificios a los que, sin darme cuenta,

aludo no por su nombre actual, sino por el que tenían hace ochenta y tres años. Y a menudo, cuando me

detengo a mirar una casa, una plaza, una vista panorámica, no puedo evitar que lo imaginado o lo

reconstruido se superponga al presente. Hay detalles modernos que borro automáticamente de mi

visión, como si no existieran. Cual si fueran molestos, sin derecho a estar allí, porque perturban la

imagen intensa que tengo de ese lugar. Lo que escribí. Lo que de verdad recuerdo.

He caminado, en fin y de nuevo, por Tánger en compañía de mi ya viejo amigo Falcó, y del sicario

Paquito Araña, y de los marinos del Martín Álvarez y el Mount Castle. He fumado cigarrillos y hachís,

he bebido absenta, he matado, torturado y corrido peligro, mirando a mi espalda en callejas estrechas

donde acechan un disparo o un navajazo. Me he emborrachado con un legionario francés en el cabaret

de la Hamruch, y tras golpear sin compasión a un hombre he aliviado mi dolor de cabeza tomando

cafiaspirinas en el bar del hotel Cecil. También he recibido a media noche la sigilosa visita de Eva

Neretva en la habitación 108 del hotel Continental, he peleado con ella a vida o muerte al pie de la

muralla, junto al mar, y he visto barcos zarpar entre la niebla al amanecer, rumbo a su último viaje. Y

con todo eso, situaciones, personajes, fantasmas familiares que me acompañarán durante el resto de mi

vida, sumándose a los de otros personajes en otros lugares y otros relatos, he deambulado satisfecho,

feliz, con una sonrisa absorta y agradecida, por esta ciudad que ya siempre será para mí la de la novela

que escribí sobre ella, y ninguna otra.

__________

Publicado el 24 de marzo de 2019 en XL Semanal.

https://www.zendalibros.com/perez-reverte-regreso-a-tanger/

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Estructura y motilidad del intestino delgado

ANIMALIA SISTEMAS DIGESTIVOS ARTÍCULO 11 DE 11

Imagen:

Wikimedia Commons

Estructura

El intestino delgado es un tubo que se extiende desde el estómago hasta el intestino grueso. Se encuentra

alojado en la cavidad abdominal, y recibe secreciones del páncreas y del sistema biliar. En la mayor parte de

los vertebrados el intestino delgado es el principal órgano de digestión y absorción del alimento. En los

terrestres se subdivide en tres áreas: duodeno, yeyuno e íleon.

Una sección transversal del tubo digestivo a la altura del intestino delgado revela la existencia de cuatro capas

principales: mucosa, submucosa, muscular (muscularis externa) y serosa.

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La mucosa se subdivide en tres láminas. La primera es el epitelio, denominado también membrana

mucosa1, una lámina epitelial interior que contiene células exocrinas (secretan jugos digestivos), endocrinas

(secretan hormonas) y epiteliales (especializadas en la absorción de nutrientes). La segunda es la lámina

propia, una capa un tanto difusa de tejido conjuntivo en el que se insertan las células epiteliales de la

membrana mucosa. La lámina propia se encuentra atravesada por finos vasos sanguíneos, conductos linfáticos

y fibras nerviosas. Alberga además el tejido linfoide asociado al intestino, que es la barrera de defensa

inmunitaria frente a los patógenos del intestino. La mucosa muscular es una fina capa de músculo liso que se

encuentra entre la lámina propia y la submucosa.

La submucosa es una gruesa capa de tejido conjuntivo, al que debe la pared del intestino delgado su

elasticidad. Contiene vasos sanguíneos y linfáticos cuyas ramificaciones se proyectan hacia la mucosa y hacia

la capa muscular más externa. La submucosa también alberga una red nerviosa, llamada plexo submucoso o

plexo de Meissner.

Imagen:

Wikimedia Commons

Por el exterior de la submucosa se encuentra la capa muscular. En la mayor parte del intestino delgado esta

capa tiene dos subcapas, una interna, circular, y otra externa, longitudinal. La contracción de la subcapa

interna provoca la constricción del tubo allí donde se produce, mientras que la contracción de la exterior

provoca el acortamiento del tubo. La contracción combinada y coordinada de ambas subcapas es lo que

produce la mezcla de los contenidos intestinales y su propulsión a lo largo del tubo. Entre ambas subcapas se

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encuentra otra red nerviosa, el plexo mientérico que junto al plexo submucoso ayuda a regular la actividad

intestinal local.

La serosa es la capa de tejido conjuntivo que cubre el tubo digestivo. Secreta un fluido seroso de efecto

lubricante que previene la fricción entre el aparato digestivo y los órganos adyacentes. No hay discontinuidad

entre la serosa y el mesenterio que ancla el tubo digestivo a la pared de la cavidad abdominal.

La estructura del intestino delgado es tal que da lugar a un área superficial de gran extensión, muy superior a

la que tendría un simple tubo de la misma longitud y diámetro luminal. La existencia en la mucosa de

pliegues, vellosidades y microvellosidades es lo que permite que la superficie interior sea muy superior a lo

que cabría esperar de un tubo sin esas particularidades, y gracias a ello el área disponible para la absorción

alcanza una gran magnitud.

La superficie interior de la mucosa se dispone en pliegues circulares que multiplican por tres la superficie

interna del tubo. De los pliegues salen proyecciones similares a dedos microscópicos; son los villi (villus en

singular) o vellosidades, y dan una apariencia aterciopelada a la superficie interna del intestino. Multiplican

por diez el área superficial. La superficie de cada villus se halla cubierta por células epiteliales, de las que

salen las microvellosidades (o microvilli); estas forman lo que se denomina borde en cepillo (brush border).

Cada célula epitelial puede contener en su parte apical entre 3000 y 6000 microvillosidades, y permiten

multiplicar por veinte el área superficial de las células. El borde en cepillo alberga enzimas que participan en

la digestión y la absorción simultánea de sus productos. En total, la superficie efectiva para la absorción es

seiscientas veces mayor de lo que sería en un tubo cuya pared interna fuese lisa.

Las uniones estrechas (o zonulae occludentes) entre las células epiteliales de los villimantienen

herméticamente aislados la luz intestinal y el medio intersticial. La absorción se produce gracias al concurso

de transportadores específicos de cada nutriente o electrolito en el borde en cepillo, y a la acción de las

enzimas allí insertas que completan la digestión de carbohidratos y proteínas.

Por otro lado, cada villus recibe una arteriola que se ramifica en una red de capilares en su interior. Además,

el centro de cada vellosidad está ocupada por un vaso linfático ciego que denominado vaso quilífero. La

absorción consiste en la transferencia de los nutrientes digeridos a los capilares y al vaso linfático terminal,

para lo que han de atravesar las células epiteliales de la mucosa, difundir a través del fluido intersticial que

baña el tejido conjuntivo del núcleo de las vellosidades y atravesar el endotelio de algún capilar o del vaso

quilífero.

Motilidad

Al llegar el quimo al duodeno, las contracciones de la musculatura lisa provocan su mezcla con las

secreciones procedentes de páncreas e hígado, y lo impulsan a lo largo del tubo. La forma primaria de

motilidad es la segmentación, proceso que consiste en contracciones anulares de la muscula lisa circular a lo

largo del intestino delgado. Las contracciones obliteran el tracto intestinal, de manera que entre cada dos

zonas contraídas, las relajadas albergan porciones discretas de quimo. Esas contracciones no se desplazan de

la forma en que lo hacen las peristálticas, sino que se alternan con momentos de relajación. Contracciones y

relajaciones se suceden en cada zona, lo que provoca que el quimo que se hallaba entre dos zonas contraídas

se divida en dos partes y se mezcle con el de las zonas adyacentes. La reiteración de esa secuencia de

contracciones y relajaciones sucesivas da lugar a una mezcla completa del contenido intestinal. Además, de

esa forma se expone todo ese contenido a la superficie interna de la mucosa, lo que permite la absorción

homogénea de todos los nutrientes.

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Las contracciones de la segmentación empiezan debido a la acción de las células marcapasos del intestino

delgado, células que generan un ritmo eléctrico básico similar al del estómago. Si el potencial eléctrico que

produce esas células supera un determinado umbral, provoca la contracción de la capa de musculatura lisa

circular a la frecuencia propia de las células marcapasos.

La intensidad de la respuesta de la musculatura no es constante, por lo que la intensidad de las contracciones

de segmentación depende del grado de distensión de la pared intestinal, de la acción de la gastrina y de la

acción nerviosa extrínseca. Entre comidas, la segmentación es mínima o, sencillamente, no se produce. Pero

cuando llega la comida al tracto digestivo se producen fuertes contracciones de segmentación. Las

contracciones duodenales empiezan en respuesta a la distensión producida por la presencia de quimo

procedente del estómago.

Pero las que se producen más adelante, en el íleon, son estimuladas por la gastrina, que se libera en respuesta

a la presencia de quimo en el estómago. Además, la estimulación parasimpática (y por lo tanto, extrínseca),

refuerza la segmentación, mientras que la simpática provoca el efecto contrario.

La progresión del quimo a lo largo del intestino delgado no se produce mediante peristaltismo, como ya se ha

señalado. El quimo avanza porque la frecuencia de la segmentación se reduce a lo largo de su recorrido. De lo

contrario no ocurriría, dado que las contracciones provocan el desplazamiento del quimo tanto hacia delante

como hacia atrás.

Las células marcapasos del duodeno se despolarizan espontáneamente con una frecuencia mayor que las más

alejadas, siendo las del íleon terminal las que lo hacen a menor frecuencia. Las segmentaciones del intestino

delgado humano pasan así de ser 12 por minuto en el duodeno a solo 9 por minuto en el íleon terminal. Esa

diferencia hace que se desplace algo más quimo hacia delante que hacia atrás, dando lugar a un lento avance.

De ese modo se va produciendo la mezcla a la vez que los nutrientes son absorbidos, habiendo tiempo

suficiente para ello. Normalmente, el quimo tarda entre 3 y 5 horas en recorrer el intestino delgado humano.

Cuando ya se ha absorbido la mayor parte del alimento la segmentación cesa y es sustituida por lo que se

denomina complejos mioeléctricos migratorios (o complejo motor migrante, CMM), también denominados

“amo de casa intestinal”. Consiste este complejo en ondas de actividad eléctrica que se desplazan a lo largo

del intestino delgado entre comidas. Las ondas eléctricas generan contracciones peristálticas. Y de esa forma,

los restos de alimento no digerido, junto con bacterias, sustancias difíciles de digerir y restos de mucosa son

transportadas hasta la válvula ileocecal y el interior del colon para su expulsión final como restos fecales. Un

complejo motor migrante se desarrolla a lo largo de unas dos horas, y una vez finalizado vuelve a producirse

hasta que vuelve a llegar quimo al estómago.

La válvula ileocecal permanece abierta mientras los contenidos del intestino delgado son impulsados a su

través hacia el intestino grueso. Pero se cierra ante la mínima señal que amenace con retrotraer los restos de la

digestión al intestino delgado. Por otro lado, la musculatura lisa del último tramo del íleon se encuentra

engrosada y, por lo tanto, en condiciones, al contraerse, de formar un esfínter que se encuentra bajo control

hormonal y nervioso.

Normalmente ese esfínter se encuentra prácticamente cerrado, y se cierra con más intensidad si hay alguna

presión en el lado del intestino grueso; por el contrario, si el lado del íleon se encuentra distendida, entonces

ese esfínter se mantiene abierto. Mediante esos dos mecanismos (válvula ileocecal y musculatura lisa

engrosada) permiten controlar el posible retroceso de los restos de alimento no digerido y, lo que es más

importante, la invasión de patógenos procedentes del intestino grueso.

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Nota:

1 Aunque esa denominación se presta a confusión porque a la mucosa también se la suele denominar así.

Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra

de Cultura Científica de la UPV/EHU

https://culturacientifica.com/2019/03/25/estructura-y-motilidad-del-intestino-

delgado/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+CuadernoDeCulturaCien

tfica+%28Cuaderno+de+Cultura+Cient%C3%ADfica%29

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La conspiración de Paul Auster

KARL KRISPIN

Aprendí que la libertad puede ser peligrosa. Si no tienes cuidado, puede matarte. —Leviatán

Hace algunos años consentí a un acto de adicción de esos que valdría la pena pensárselo antes de que te

arrastre sin contemplaciones a un vicio inusitado: ingresé a una librería de mi ciudad y adquirí La noche del

oráculo, de Paul Auster. Mucho antes de esto había tenido fugazmente El palacio de la Luna entre mis

manos, pero como era mío, la persona que me lo otorgó con plazo inequívoco de vencimiento se arrepintió

inmediatamente de habérmelo dado en préstamo, ya que dos semanas después de tenerlo no lo había abierto.

Ella inquirió con cierto apremio si había revisado sus páginas y mi respuesta negativa le pareció una

inaceptable provocación. Estaba en lo cierto y yo no lo sabía. Auster comienza a convertirse en un desvelo y

cualquier reacción en contra es sentenciada. Significaba que había poseído una revelación y la había

despreciado. Esa súbita dependencia iniciada un día de septiembre con la novela oracular me empujó a

recorrer librerías, a dejar encargos en las mismas, a negociar el precio de un libro, a malhumorarme porque el

encargo había sido irrespetado y otro adicto a Auster se había adelantado y me lo había arrebatado. En todas

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las librerías que visité sus libreros me aconsejaban en voz baja, como quien murmura una fría recomendación

policial o tiene ante sí un desajustado, que no titubeara ante un precio, que si no lo adquiría de inmediato

vendría otra persona tras de mí, porque quienes se han decidido por Auster conforman legiones parecidas a

los lectores del maestro Borges, de Murakami, de John Kennedy Toole o del incomparable Álvaro

Mutis. Entre septiembre y diciembre de aquel año de iniciación di con unos once libros de Auster. Pude

superarlo gracias a un tratamiento de rehabilitación que comencé con Thomas Mann y Stefan Zweig.

"Harold Bloom, ese gigante intelectual de los Estados Unidos, ha escrito en uno de sus libros que los

americanos tienen su Dios particular"

"La literatura de Auster constituye un viaje. Un viaje excepcional, el más excepcional de todos, que es

la vida misma"

Harold Bloom, ese gigante intelectual de los Estados Unidos, ha escrito en uno de sus libros que los

americanos tienen su Dios particular. Que el dios de la cristiandad no es igual en ese país que en el resto del

mundo. Que los estadounidenses se sienten especialmente amados por Dios y que América es la posibilidad

de realización del paraíso en la Tierra, como lo pensaba Joseph Smith, el fundador de la Iglesia de Jesucristo

de los Santos de los Últimos Días, mejor conocida como “los mormones”. De hecho, Bloom llega a afirmar

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en La religión americana que: “Los Estados Unidos de América son una nación enloquecida por la

religión”. La literatura de Auster no es religiosa. De hecho, Paul Auster es un judío de Brooklyn, pero sus

personajes habitan y viven el sueño americano, que probablemente sea el sueño protestante, la Tierra de

Gracia y la materialización de quienes han pensado en la América predestinada. América es la nación que

reconstruye la caída original, y los individuos de Auster atestiguan la disyuntiva entre seguir su destino o

desecharlo. Y aquí entra uno de los elementos más atrayentes de la literatura de Auster: el dilema entre

avanzar o caer entre la vía que traza la ruta de las realizaciones ante la interrupción súbita del azar. Quienes

aparecen entre sus párrafos no son otra cosa que rebeldes de la libertad impuestos en el libreto de la sociedad

de la pujanza y que han decidido mirarse a sí mismos para cuestionarse su propia identidad. He allí la

fascinación que ejerce sobre sus lectores cuando es capaz de levantar a los personajes de sus textos sobre sus

propias circunstancias, cuando no existe remordimiento de reconocer sus dobleces o su desdoblamiento frente

a las circunstancias de la realidad que los exalta, condena o traiciona.

La literatura de Auster constituye un viaje. Un viaje excepcional, el más excepcional de todos, que es la vida

misma. Entre los favoritos de su trama aparecen siempre escritores, con lo que se delata a sí mismo, y con los

que intenta la reinvención de un lenguaje para enfrentar la caída original del Paraíso que se recompone en

Norteamérica. Porque el Paraíso Perdido es también la pérdida de un lenguaje común, como se señala en su

obra. Estos viajeros emprenden un camino para huir o sospechar de lo que les rodea, para volver a lo que los

envuelve, para perderse en lo que los circunda o para el momento cúspide del dilema entre avanzar y caer:

para desaparecer definitivamente. Precisamente en ese juego de azares, Auster recuerda a un personaje

de El halcón maltés de Dashiell Hammett, que caminando por una calle de San Francisco atestigua

cómo una cornisa cae a su lado y está a punto de matarlo. Esta persona cavila, se aterroriza al reparar que

de haberse aproximado un metro más habría sido fulminado por el artefacto. En ese momento considera este

hecho como un aviso inminente del destino, y en lugar de afirmar su regreso a casa, su vuelta a las

circunstancias normales de la vida, decide hacer todo lo contrario: huir de todo cuanto ha pertenecido

antiguamente a su vida y que lo estaría empujando a un aniquilamiento, y buscarse otra justificación de sí

mismo. Claro que entre huidas se produce la gran escapatoria, y seguimos haciéndonos muchas preguntas

después de seguir a quienes se debaten hamletianamente entre ser o no ser, entre confirmar lo que han venido

siendo o dar el salto hacia lo desconocido. Sus individuos viven al filo de la navaja y avanzan hacia nuevas

situaciones a medida que un momento de inflexión los arrincona. Pasan de la estabilidad al desenfreno. Y esta

resolución de engañar a la realidad con un atajo es la venganza última de Auster, el acto de suprema rebeldía a

este guión del destino manifiesto, del juego protestante de las ilusiones. De la realización del paraíso en tierra

americana.

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Los atajos en Paul Auster tienen inmensas posibilidades. Se multiplican y extrapolan, y de lo que finalmente

se trata es de que califican a unos protagonistas nada peculiares y nunca sacados de un comercial del YMCA

o de los avisos publicitarios de un detergente de consumo masivo: son más bien renegados,

desconcertados, freaks, detectives que no se han dado cuenta de que lo son, artistas, ninfómanas,

traidores, escritores, místicos, delirantes, impostores, fracasados, cineastas, teólogos, mendigos,

tránsfugas o heterodoxos. Nadie parece estar plenamente a salvo en la realidad y nadie permanece tranquilo

en ella. Las líneas narrativas de Auster son de un vértigo constante, de una mudanza hacia las regiones de lo

incierto que puede estar a tres cuadras de un domicilio de Manhattan o en las escarpadas laderas de Vermont.

Sus figuras se desplazan de un lado a otro indagando lo que creen haber extraviado o van en busca de alguna

revelación secular, como acontece en Leviatán o en la Trilogía de Nueva York. Y si la realidad se hace

estrecha, en los sueños suceden tantas cosas como posibles sean. Al fin y al cabo Auster, como Giordano

Bruno, cree que si hay mundos infinitos es porque habrá dioses infinitos. En los sueños Auster crea nuevas

realidades que pronto comienzan a demostrar el modo en que los mundos paralelos dialogan entre sí, como en

su novela Un hombre en la oscuridad. Además, las palabras en Auster son adelantos de un futuro, porque

cuando se escriben, inevitablemente ocurren.

"Los atajos en Paul Auster tienen inmensas posibilidades"

Uno de los elementos fascinantes de toda su literatura es que en sus páginas brilla, como en pocos otros

autores americanos, eso tan socorrido por Norteamérica como lo es la teoría de la conspiración, ese

entretejido más propio de la novela negra o del género de detectives donde están alineados simultáneamente

varios factores para la comisión más que de una fechoría, de un juego de destinos donde invariablemente

alguien resulta afectado por uno de los trazos de lo irremediable. Uno de estos huecos negros donde caen

arrojadas las víctimas puede ser una habitación cerrada, el juego de robar una identidad, la impostura de una

personalidad o literalmente quedarse encerrado para siempre en un sótano. Las aceras por donde se camina

en sus novelas son creadoras y destructoras. Salirse de la línea puede ser costoso. Auster parece jugar con

la frase de Hölderlin: “Que así el hombre no traicione lo que de niño prometió”. La traición o el guiño al

destino pueden desencadenar más de una consecuencia. Al final de la autopista, los que han huido sabrán por

qué lo hicieron y hasta dónde llegaron o si tienen que volver a empezar, como las historias que se repiten y

nunca se detienen.

Auster es uno de los grandes de nuestro tiempo, independientemente de que suene a frase fatigada y fustigada.

Hay mucho eco en él de Mark Twain, de Nathaniel Hawthorne, Dashiell Hammett o William Faulkner.

Tiene la marca de las huellas dactilares de los escritores de la libertad y a la vez de un sino apremiante.

Precisamente uno de los cuentos de Nathaniel Hawthorne, Wakefield, es la historia de un hombre que

abandona su casa y los suyos y se instala a vivir enfrente por años sin volver.

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Cuando intenta regresar, todo ha cambiado. El propio Hawthorne nos lo dice pavimentándole la vía al

neoyorkino: …los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un

todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de

perder para siempre su lugar. Igual nos pasa con Auster y sus trabajos: después de haber buscado residencia

entre ellos, ya nada será como antes, porque después de recorrer sus páginas, y descubrir la conspiración que

tramó con nosotros, hará que ocupemos inevitablemente un espacio diferente.

https://www.zendalibros.com/la-conspiracion-de-paul-

auster/?utm_campaign=20190321_espanaaventuras&utm_medium=email&utm_source=newsletter

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"Se perdió siguiendo ahí...", de Eduardo Milán (Uruguay, 1952)

Posted: 23 Mar 2019 11:00 PM PDT

se perdió siguiendo ahí

no circula, no se escucha

guardado donde no sé, debajo de qué

no hay garantía en Archivos

guardado en un grano de mostaza —menos—

le dio vueltas la llave que no se ve, ¿cuántas?

el círculo de completud sigue incompleto

una inquietud que no se dice de fachada impávida

ahí vive —¿ahí dónde?—

fue incompleto sin temor, permitía estrellas

la Osa, Orión, la Túpac que venció Cangrejo

sin falta de completud sino búsqueda de pleno

el poema prisionero de versura

—podría serlo de hermosura-

la versura, la vuelta

con surco, sin surco

con buey, sin buey

ver el sur sin dar vuelta la cabeza

obliga a ampliar el concepto de pérdida

pasa la desaparición fronteras —muchos El Paso-

presentes perdidos en presente

chocan de noche sus cuerpos, sus copas

Eduardo Milán en Salido (Varasek Ediciones, Madrid, 2018).

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/03/poema-del-dia-se-perdio-siguiendo-ahi.html

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LA TERCERA ORILLA DEL RÍO, un cuento de João Guimarães Rosa

Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y de niño, según

me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo,

él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien

gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día,

nuestro padre mandó hacerse una canoa.

Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como

para que cupiera justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en

seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería

posible que él, que no era ducho en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre

no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí

se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no

puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.

Sin alegría ni preocupación, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras

palabras, no cogió comida ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensamos nosotros, iba a

poner el grito en el cielo, pero permaneció impávida, se mordió los labios y gritó: “Usted se vaya, usted se

quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos

pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me

animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y

me dio su bendición, con gesto de mandarme regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del

matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse

-su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.

Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos

espacios del río, justo en el medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de

aquella verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Nuestros parientes, vecinos y

conocidos se reunieron en consejo.

Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, de nuestro padre todos habían pensado

lo que no querían decir: locura. Sólo algunos hallaban que podría ser también el cumplimiento de una

promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como pudiera ser la

lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas

personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro

padre nunca bajaba a tierra, en ningún sitio, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y

solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían pensado que el alimento que tuviera,

oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más

probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.

Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de

la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas,

se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de

bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo

de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la

comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimañas y al resguardo de lluvia y rocío. Eso,

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lo hice y volví a hacerlo, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre

sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi

alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.

Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al

maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para

conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella,

vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido,

cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace

mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro

padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre

juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.

Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de

verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo con nuestro padre me encontraba: era el tema

que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él

aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin

abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta

de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó

nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en

lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más

rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el

hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de

los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí,

cuando al empuje de la enorme corriente del río, todo forma remolinos, peligroso, aquellos cuerpos de

animales muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una

palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no

podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de

nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.

Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más

sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte,

nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces,

algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había

vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el

aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.

Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a

veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo

así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería

saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no

encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto.

Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda,

levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos,

esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.

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Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los

tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre,

a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo

permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el

yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían

dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había

preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada

más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del

río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había

sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi

padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba

ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su

demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué?

Debía de padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la

canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en

la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad.

Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui

madurando una idea.

Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos

aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Sólo hice que ir allá.

Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá,

el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que

me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo

suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos,

yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.

João Guimarães Rosa, en el centro, junto a Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez

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Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza,

de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de

tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un

modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.

Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa

traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los

caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me

depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río

afuera, río adentro -el río.

“A terceira margem do rio”, en Primeiras estórias, 1962. Trad. Paz Díez Taboada.

https://narrativabreve.com/2013/11/cuento-guimares-rosa-tercera-orilla.html

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Sobre el supuesto electrón que viajó al pasado

Una nota de prensa se hace viral. Los medios se aprovechan, cada cual más sensacionalista. Reina la

confusión entre los legos, que demandan una explicación. Los medios les decepcionan, generando aún más

confusión. Todo ello porque se ha simulado en un ordenador cuántico de cinco cúbits de IBM,

llamado ibmqx4 Tenerife, el choque de una partícula con una impureza. ¿Se ha simulado un electrón? No, se

simuló un bosón escalar. ¿Se ha enviado la partícula al pasado? No, ni siquiera en la simulación. ¿Se ha

invertido la flecha del tiempo? Tampoco, lo siento. Entonces, ¿por qué nos engañan las notas de prensa y las

noticias de los medios? Porque solo buscan nuestra atención y la han logrado.

El artículo, publicado en Scientific Reports, es un sencillo algoritmo para la simulación cuántica de la

interacción de una partícula con una impureza. El estado de la impureza se describe con un cúbit con un

ángulo de fase α (|q2> = cos α |0> + sin α |1>). No se simula un electrón (término que solo aparece en el

resumen o abstract del artículo); se simula el hamiltoniano de bosones escalares sin masa (cada uno con una

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energía ℏ ω); en concreto, un solo bosón descrito por un cúbit |q1>, o dos bosones descritos por dos cúbits

|q0q1>; el estado del cúbit que representa cada bosón se interpreta como |0> para el bosón a la izquierda de la

impureza y |1> a su derecha. La simulación consiste en estudiar la interacción de estas partículas con la

impureza hacia adelante en el tiempo y luego hacia atrás en el tiempo; así el estado final debería coincidir con

el estado inicial (pues este problema es reversible).

Se ha estudiado el análogo a ver el vídeo del choque de unas bolas de billar un segundo hacia adelante en el

tiempo y luego un segundo hacia atrás. Si se sabe que el resultado va a coincidir, ¿por qué se estudia esta

cuestión? Porque como ya sabrás los ordenadores cuánticos operan con errores y se ha cuantificado el error

cometido por el ordenador ibmqx4 Tenerife. Tras 8192 ejecuciones del algoritmo cuántico, con dos cúbits

(partícula e impureza) se ha recuperado el estado inicial el (85.3 ± 0.4)% de las veces, y con tres cúbits (dos

partículas y una impureza) se ha recuperado solo el (49.1 ± 0.6)% de las veces. Este último porcentaje

significa que el ordenador de IBM es más ruidoso de lo esperado por los autores.

El artículo es G. B. Lesovik, I. A. Sadovskyy, …, V. M. Vinokur, “Arrow of time and its reversal on the IBM

quantum computer,” Scientific Reports 9: 4396 (13 Mar 2019), doi: 10.1038/s41598-019-40765-

6, arXiv:1712.10057 [quant-ph]. La nota de prensa es Christina Núñez, “Researchers reverse the flow of time

on IBM’s quantum computer,” Press Release, Argonne National Laboratory, 13 Mar 2019

[ANL,EurekAlert!]. En España se han hecho eco muchos medios, como José Manuel Nieves, “Consiguen en

laboratorio que el tiempo fluya hacia atrás”, Ciencia, ABC, 13 Mar 2019; Daniel Mediavilla, “La

decepcionante historia de los rusos que mandaron un electrón al pasado”, Materia, El País, 17 Mar 2019;

entre muchos otros.

Un sistema físico evoluciona en el tiempo desde un estado inicial hasta un estado final; será reversible si

retorna al estado inicial al evolucionar desde el estado final. En la física macroscópica no existen los sistemas

reversibles, aunque muchos sistemas se describen con buena aproximación mediante leyes físicas (o

ecuaciones matemáticas) reversibles. Por ejemplo, la película del choque de dos bolas de billar, si solo se

muestran el tapete y las bolas, proyectada hacia atrás podría engañar a muchos incautos, haciéndoles creer que

en realidad el choque ha ocurrido con la flecha del tiempo invertida.

En realidad, como las cámaras de vídeo tienen un número finito de fotogramas por segundo, la velocidad de

obturación y la profundidad de campo de la lente provocan cierto desenfoque (motion blur, o temporal

aliasing) que permite discernir a ojos del experto cuál fue el orden correcto de los fotogramas. Por cierto, la

imagen que abre esta entrada es la famosa 1984 de Cook, Porter y Carpenter (entonces en Lucasfilm, ahora

en Pixar); los interesados disfrutarán con su artículo, todo un clásico en gráficos por ordenador, “Distributed

Ray Tracing,” SIGGRAPH 1984 [PDF].

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Quizás te preguntes qué interés puede tener simular en un ordenador un sistema físico reversible hacia

adelante en el tiempo hasta cierto instante y luego hacia atrás en el tiempo para retornar al estado inicial. La

razón es que los métodos numéricos (técnicas computacionales) no suelen ser reversibles. Recuerda que si un

sistema dinámico es estable, con mayor exponente de Lyapunov |λ| tal que Re(λ) < 0, su dinámica está

controlada por x(t) ~ exp (−|Re(λ)| t), luego su dinámica invertida en el tiempo es inestable, x(−t) ~ exp

(|Re(λ)| t); esta inestabilidad es heredada por el método numérico. Así al invertir el tiempo en la simulación

del sistema no se recupera el estado inicial original, sino que aparece un error de origen numérico (suma de la

acumulación de los errores de truncado y redondeo amplificados por la inestabilidad). Se pueden desarrollar

métodos numéricos reversibles, pero esa es otra historia.

La computación cuántica es reversible ya que toda operación cuántica es unitaria y por tanto tiene inversa.

Como toda operación cuántica tiene inversa, si un algoritmo cuántico simula un sistema físico reversible,

basta colocar las operaciones cuánticas (puertas lógicas) en orden inverso para simular el proceso de inversión

temporal. Más fácil imposible. Sin embargo, este truco no representa de forma rigurosa la inversión temporal,

ya que es una operación antiunitaria. Por fortuna, para un número finito de cúbits, se puede simular la

inversión temporal usando operaciones unitarias.

Por cierto, la computación clásica es irreversible (aunque se han propuesto lógicas clásicas reversibles para

minimizar el consumo energético). Un algoritmo clásico puede incluir operaciones de borrado (un proceso

que implica la pérdida irreversible de información, así como la disipación de calor). También puede incluir la

copia de información (el estado de un bit se copia en el de otro bit machando el estado previo de este último).

En computación cuántica estas operaciones están prohibidas: ni se puede borrar, ni se puede copiar (lo que se

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suele llamar clonar). Lo único que se puede hacer es el llamado teletransporte cuántico (que a efectos

prácticas es como una copia con borrado).

Un algoritmo ejecutado en ordenador cuántico se puede interpretar como la evolución de un sistema físico

descrito por cierto hamiltoniano. En el caso general dicho hamiltoniano no representa ningún sistema físico.

Para esto último se requiere que cumpla con ciertas condiciones, por ejemplo, que sea CPT invariante. En este

nuevo artículo se presenta un algoritmo general que simula la evolución en el tiempo de un hamiltoniano CPT

invariante que describe la interacción de varias partículas de tipo bosón con una impureza. El algoritmo

representa cada partícula por un cúbit, es decir, con solo dos estados, estar a la izquierda o estar a la derecha

de la impureza; la energía de cada partícula se representa mediante la fase de dicho cúbit (ω τ). El algoritmo

más sencillo para simular este sistema físico requiere muchas puertas lógicas de Toffoli, que en los

ordenadores de IBM se simulan con puertas CNOT. Para una sola partícula (dos cúbits) se requieren 48

puertas CNOT; para dos partículas (tres cúbits) se requieren 144 CNOT. Estos números exceden lo que se

puede ejecutar en el ordenador cuántico de IBM de cinco cúbits.

Recuerdo a los despistados que una puerta NOT es una puerta lógica con una entrada y una salida que actúa

como un inversor, o sea 0→1, y 1→0. Una puerta CNOT, o NOT controlado, es una puerta con dos entradas y

dos salidas en la que una entrada controla si se aplica la inversión o no se aplica a la otra entrada, o sea

00→00, 01→01, 10→11, y 11→10. Y que una puerta de Toffoli, o NOT doblemente contralado, es una

puerta con tres entradas y tres salidas en la que dos entradas controlan si se aplica la inversión o no se aplica

de la tercera entrada, o sea 110→111, 111→110, y para el resto b1b2b3→b1b2b3. La puerta de Toffoli es

universal, es decir, toda función lógica con múltiples cúbits se puede implentar solo usando puertas de Toffoli

(normalmente muchas). En los ordenadores de IBM las puertas de Toffoli se simulan internamente mediante

puertas CNOT; así que no se recomienda su uso. Se suele llamar optimización al proceso de sustituir dichas

puertas en un circuito por el mínimo número posible de puertas CNOT que realicen la misma función.

Los autores de este nuevo artículo han desarrollado una variante optimizada del algoritmo de simulación de

este hamiltoniano que minimiza el número de puertas lógicas necesarias. Para una partícula (cúbits q1 y q2)

bastan dos puertas CNOT y para dos partículas (cúbits q0, q1 y q2) bastan ocho puertas CNOT. Los tiempos de

coherencia cuántica en el ordenador ibmqx4 rondan los 40 μs, lo que impide implementar circuitos con

muchas puertas lógicas. Para dos cúbits los resultados observados para las tasas de error están de acuerdo con

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las estimaciones teóricas (un 15.6% de error). Sin embargo, para tres cúbits las errores observados son mucho

mayores de lo esperado (un 34.4% según la teoría). Por lo que parece cuando se usan más de dos cúbits los

tiempos de decoherencia en la práctica son mucho menores que lo predicho por las estimaciones teóricas

(según los datos publicados por IBM).

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Lo más curioso del nuevo artículo es que se inicia con una diatriba metafísica (quizás para llamar la atención

de los medios, o de los físicos incautos). Se estudia mediante un cálculo de servilleta la probabilidad de una

inversión temporal espontánea en una partícula cuántica cuyo estado está descrito por la ecuación de

Schrödinger. Como causa se considera las fluctuaciones de vacío del campo electromagnético. Se estima que

es muy improbable que ocurra en un tiempo menor que la edad del universo. Tendría que surgir de forma

espontánea un supersistema cuántico que actuara como un ordenador cuántico universal que aplicase un

algoritmo de inversión temporal sobre el sistema. Una lectura atenta muestra que el cálculo de servilleta

presentado es una estimación poco creíble (además de irrelevante para el resto del artículo).

En resumen, un artículo interesante para los profesores de física cuántica y de computación cuántica que

quieran presentar un nuevo ejercicio a sus alumnos. Seguro que estarán encantados de lograr «que un electrón

viaje al pasado». Pero más allá de la utilidad para los docentes y para el disfrute de los discentes, el contenido

del artículo me parece bastante flojo. Quizás por ello se publica como pay per publish en Scientific Reports en

lugar de gratis en una revista más prestigiosa. Para los expertos en la programación de ordenadores cuánticos

de IBM, creo que sería interesante estudiar la inversión temporal en nuevos hamiltonianos CPT invariantes

para los que la simulación con pocos cúbits requiera menos puertas lógicas; optimizar este tipo de algoritmos

es todo un reto que será muy del gusto de los hackers cuánticos.

Por cierto, te preguntarás por qué no he hablado de flecha del tiempo, de entropía, de termodinámica y de

otras cuestiones similares; todas las piezas en los medios sobre este trabajo están decoradas con dichos

términos. Obviamente, porque son irrelevantes al hilo de los resultados publicados. Al menos en mi opinión.

https://francis.naukas.com/2019/03/20/sobre-el-supuesto-electron-que-viajo-al-

pasado/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+naukas%2Ffrancis+%28

La+Ciencia+de+la+Mula+Francis%29

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El falso autostop - Milan Kundera

Leí sobre este cuento - que no conocía - en el blog "Amores Tóxicos" de Fabio Lacolla. Lacolla, psicólogo

autor del libro que lleva el mismo nombre que su blog, lo utiliza para ejemplificar como dos personas que

creen conocerse, que creen amarse, pueden convertirse de repente en dos completos extraños... un poco por

las máscaras otro poco por las expectativas... Me dio curiosidad y decidí, además de leerlo, compartirlo con

ustedes.

Milan Kundera es un escritor checo. Nació en 1929 y es autor de varias novelas y cuentos. Entre sus novelas

se destaca "La insoportable levedad del ser". El cuento "El falso autostop" pertenece a "El libro de los

amores ridículos" publicado en 1968.

El falso autostop

1

La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era

cabreante lo que tragaba aquel coche.

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—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le

recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.

El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estando con

ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó; siempre que se les había acabado la gasolina en

medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había

tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más

próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la

habían llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su misión como de una

humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no

había podido sacar provecho alguno porque iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de

ellos antes de que le diera tiempo de nada.

—Miserable —le dijo el joven.

La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen

autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en

la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy

agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además de su natural in-

comodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que

veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede saber

de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que

hasta entonces había encontrado con menor frecuencia en las mujeres: su pureza.

La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro

de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afirmar que se

había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la izquierda y

entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado porque, junto al

surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera

llenaba de gasolina el depósito del surtidor.

—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tardar

mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.

—Un minuto —respondió el hombre.

Y el joven dijo:

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—Ya veremos lo que dura un minuto.

Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chica salía por la otra puerta.

—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencionadamente, porque quería ver la cara que iba a poner.

Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encantaban

esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las mujeres con las

que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo todo es

pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.

2

A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con

frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba

rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüenza que

sentía era ridícula y pasada de moda. En el trabajo había podido comprobar muchas veces que la gente se reía

de su susceptibilidad y que la provocaban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que

iba a darle vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin

angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema

especial de convencimiento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de

cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millones de habitaciones de un inmenso

hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo

repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del

cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con

angustia.

Con esa misma angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un año y con el

que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero.

En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la

chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustiaban)

eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mujeres, se

le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de

mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba). Ella

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quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le parecía que cuanto

más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente de profundidad y

superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.

Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones (catorce

días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul (todo el año

había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba con ella. A su

«¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándose y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a su lado la estación

de servicio que estaba al borde de la carretera, completamente solitaria, en medio del campo; a unos cien

metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió hacia él, se escondió tras

un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que

produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia de él fuera continua,

sólo estaría presente en su constante transcurrir. Detenerla sólo es posible en los ratos de soledad).

Después salió del bosque y se dirigió hacia la carretera; desde allí se veía la estación de servicio; el camión

cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar

carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas, tal como se

las hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. El coche frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El

joven se agachó hacia la ventanilla, la bajó, sonrió y preguntó:

—¿Adonde va, señorita?

—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.

—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chica se sentó y el coche se puso en marcha.

3

El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo bastante

complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba enferma, solía

estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí misma, era víctima

fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de alegría de ella con la

ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:

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—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan

guapa.

La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de disfrutar un

rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:

—Parece que sabe mentir muy bien.

—¿Tengo cara de mentiroso?

—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario de la

vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.

El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía pasarlos

fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso le respondió

sin más:

—¿Eso le molesta?

—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final de

la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no lo conozco, no me molesta.

—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora se

trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver,

podríamos entendernos bien.

La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió exclusivamente

al conductor desconocido:

—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar?

—¿Por qué?

—Porque en Bystrica me bajo.

—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?

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Al oír estas palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que ella se

imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una

autoestopista desconocida) y lo bien que le sentaba. Por eso le contestó en plan provocador:

—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?

—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese momento

hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.

Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aquella frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa, como si

con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:

—¿No le parece que exagera?

El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su

mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por

su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.

Pero la chica le apartó y dijo:

—¡Me parece que va demasiado rápido!

El joven, al ser rechazado, dijo:

—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera.

4

Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era sensata y

sabía que sólo se trataba de un juego; incluso le pareció un poco ridículo haber rechazado al joven sólo por la

rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad

mágica para modificar ex-post el sentido de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y decidió que no lo

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había rechazado porque le hubiera dado rabia, sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era

tan adecuado para el primer día de vacaciones.

De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para hacer la

conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:

—¡No era mi intención ofenderle!

—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.

Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma cuando

tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la desconocida

autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galantería

con la que había pretendido halagar indirectamente a su chica y empezó a hacer de hombre duro que al

dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la voluntad, el

sarcasmo, la confianza en sí mismo.

Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es verdad

que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que delicado, pero nunca

había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni por su fuerza de voluntad ni

por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos

parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles

salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la

última vejez. Y aquel deseo infantil aprovechó rápidamente la oportunidad de asumir el papel que se le

ofrecía.

A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella misma era,

ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de seducirla y vio su

cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su papel.

¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura barata. Una autoestopista había parado un coche, no para que la

llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que dominaba

estupendamente sus encantos. La chica se compenetró con aquel estúpido personaje de novela con una

facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.

Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.

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No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carretera de

su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo

diario, invadía también el resto de su tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del estudio en

casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y compañeras, el

escasísimo tiempo de su vida privada, que nunca permanecía en secreto y que por lo demás se había

convertido ya un par de veces en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de

vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la

severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio

año de antelación la habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado una recomendación del Co-

mité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.

Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le

obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a

tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la carretera

verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.

—¿A dónde dijo que quería ir?

—A Banska Bystrica —respondió.

—¿Y qué va a hacer allí?

—He quedado con una persona.

—¿Con quién?

—Con un señor.

El coche se aproximaba a un cruce de caminos importante; el conductor disminuyó la velocidad para poder

leer las señales que indicaban la dirección; luego dobló a la derecha.

—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?

—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.

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—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky.

—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!

—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.

De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario en

Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la

habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí

mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.

—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.

—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.

6

Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a hacerse de noche.

El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para preguntar a

los viandantes dónde estaba el hotel. Había varias calles en obras, de modo que, aunque el hotel estaba muy

cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y

tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto muy

agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de seguir conduciendo. Así que le

dijo a la chica:

—Espere —y bajó del coche.

Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en un

sitio completamente distinto del que había planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le había

obligado y ni siquiera él mismo lo había pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero al

final acabó por restarle importancia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no está

mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.

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Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que

siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto anticuado bajo

un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.

La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad

extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos, con

toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras

mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo esperarían al joven en su coche. Pero,

curiosamente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso

que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e indecente, una de

aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado la mano a todas; que había

descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido

darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de

convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.

El joven abrió la puerta del coche y condujo a la chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el

humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.

7

—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?

—¿Qué aperitivo prefiere?

La chica no era muy aficionada a beber; como mucho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez,

adrede, dijo:

—Vodka.

—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.

—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.

El joven no le respondió y llamó al camarero y pidió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo, al

cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.

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El joven levantó el vaso y dijo:

—¡A su salud!

—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?

Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara a cara,

comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que estaba

cambiada por entero, sus gestos y su mímica, y que se parecía con una fidelidad que llegaba a ser

desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero rechazo.

Y por eso (con el vaso en la mano levantada) modificó su brindis:

—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo mejor

del animal y lo peor del hombre.

—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.

—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.

—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.

—Bueno —el joven seguía con el vaso levantado—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma, ¿le

parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apaga cuando

vuelve a subir a la cabeza.

La chica levantó su vaso:

—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.

—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.

—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a la

llamada: sentía cada milímetro de su piel.

El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la

chica) y la conversación continuó con un extraño tono frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo

bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que

no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa otra parte de

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su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es

posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede precisamente lo contrario?

¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada

frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella. La

miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor.

Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él psíquicamente, más la

deseaba físicamente; la extrañeza del alma particularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo

convertía de verdad en cuerpo; era como si hasta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el joven más

que en el limbo de la compasión, la ternura, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubiese estado

perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuerpo hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensación de ver hoy

por primera vez el cuerpo de la chica.

Cuando terminó de tomar el tercer vodka con soda, la chica se levantó y dijo con coquetería:

—Perdone.

El joven dijo:

—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?

—A mear, si no le importa —dijo la chica y se alejó por entre las mesas hacia una cortina de terciopelo.

8

Estaba contenta de haber dejado estupefacto al joven con aquella palabra que —a pesar de su inocencia—

nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la

coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satisfecha;

aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensación de

despreocupada irresponsabilidad.

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Ella, que siempre había tenido miedo de cada paso que tenía que dar, de pronto se sentía completamente

suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin determininaciones

biográficas, sin pasado y sin futuro, sin ataduras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo

autoestopista, podía hacerlo todo: todo le estaba permitido; decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa, sentir

cualquier cosa.

Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la miraban desde todas las mesas; esa también era una sensación

nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora nunca había sido

capaz de librarse por completo de aquella niña de catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente

como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siempre se había

sentido orgullosa de ser guapa y bien hecha, aquel orgullo era inmediatamente corregido por la vergüenza:

intuía correctamente que la belleza femenina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le

desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se dirigiese al hombre que amaba; cuando los hombres le miraban

los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su más secreta intimidad, que sólo le

pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había visto privada

de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con

tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos que la observaban.

Cuando pasaba junto a la última mesa, un individuo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre de

mundo, le dijo en francés:

—¿Combien, mademoiselle?

La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapareció tras

la cortina.

9

Todo aquello era un juego raro. La rareza consistía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asumido

estupendamente la función de conductor desconocido, no dejaba de ver en la autoestopista desconocida a su

chica. Y eso era precisamente lo más doloroso; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba

del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando lo engaña

(cuando lo engañaba, cuando lo va a engañar); tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su

infidelidad.

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Lo peor era que la adoraba más de lo que la amaba; siempre le había parecido que su ser sólo era real dentro

de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no existía; que más allá

de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite de la

ebullición. Ahora, al verla trasponer con natural elegancia aquel horrible límite, se llenaba de rabia.

La chica volvió del servicio y se quejó:

—Uno de aquellos me dijo: ¿Combien, mademoiselle?

—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.

—¿Sabe que no me molesta en absoluto?

—¡Debía haberse ido con ese señor!

—Ya le tengo a usted.

—Puede irse con él después. ¿Por qué no se ponen de acuerdo?

—No me gusta.

—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.

—Si son guapos ¿por qué no?

—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo?

—De las dos maneras.

La conversación era una suma de barbaridades cada vez mayores; la chica estaba un poco espantada, pero no

podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es una trampa

para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos personas extrañas, la

autoestopista se hubiera podido ofender hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el juego no tiene

escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden

escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica sabía que tenía que

aceptar cualquier juego, precisamente porque era un juego. Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería

un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la razón y advertir al alma alocada

que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en serio. Precisamente porque se

trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él como alucinada.

El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Luego se levantó y le dijo a la chica:

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—Podemos ir.

—¿A dónde? —fingió asombro la chica.

—No preguntes y camina —dijo el joven.

—¿Con quién se cree que está hablando?

—Con una furcia —dijo el joven.

10

Iban por una escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un grupo de hombres

medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su

mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a dar gritos.

La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:

—¡Aguanta!

Los hombres aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías. El

joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.

Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se

volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sensual. El

joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que

amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una

encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban

le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y

la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa

como la variedad de un basurero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el

joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficialmente, pero que en sus extensas

profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles,

dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites

como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal

como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y

que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.

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—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.

La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:

—¿Para qué?

El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra

mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El

juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para

humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de

él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:

—¿Es suficiente?

La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:

—No me valora demasiado.

El joven dijo:

—No vales más.

La chica se abrazó al joven:

—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que poner algo de tu

parte!

Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó

suavemente. Dijo:

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—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.

—¿Y a mí no me quieres?

—No.

—¿Y a quién quieres?

—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate!

11

Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que

siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello había

desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los

hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado,

con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se

encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego había terminado; que al quitarse la

ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual significa que ahora vuelve a ser ella

misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual

sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda delante del joven y en ese momento

dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.

Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante

sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier

resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:

—Quédate donde estás, quiero verte bien.

Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven

nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de la

literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en

ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano.

En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared,

pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chica hizo un gesto de

súplica pero el joven dijo:

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—Ya has cobrado.

Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni

sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas

era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.

Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonzada

inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las posturas y

desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían también otros

hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La chica tenía ganas de

rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta

confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven,

saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al hacer un movimiento

un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la

arrastró a la cama.

La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volverían a

ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el joven se lo

impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni siquiera del llanto

pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente su cuerpo, que hizo

callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y

ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado

cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la

frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo

en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto

placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.

12

Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba

sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no

tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la

oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.

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Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó, se

retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y

decía:

—Yo soy yo, yo soy yo...

El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo

desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.

Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología

incontables veces:

—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...

El joven empezó a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se

encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por delante trece días de vacaciones.

http://cuentosmagicosblog.blogspot.com/2015/07/el-falso-autostop-milan-kundera.html

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"Réplica", de Umar ibn Abi Rabi'ah (Arabia Saudía, 644-712)

Posted: 01 Apr 2019 10:00 PM PDT

A una muchacha de formados senos

invité a tenderse, sin cojín, sobre la arena del desierto.

«Así lo haré, aunque no sea mi costumbre», dijo ella.

Y cuando iba a despuntar la aurora me dijo:

«Me has deshonrado. Ahora vete si quieres, o sigue,

si así lo prefieres».

Pero no hice salvo sorber sus encías

y, entre charlas, besarla en la boca.

Me llené de toda ella.

Me envolví en su vestido de seda

y a mis ojos dije: llorad ahora.

Entonces se levantó

para borrar con su manto las huellas

y buscar las perlas del collar desparramadas.

Umar ibn Abi Rabi'ah, incluido en Poesía árabe clásica (Titivillus, Internet, 2017, selec. de Alfonso Bolado).

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/04/poema-del-dia-replica-de-umar-ibn-abi.html

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EL RECADO, historia de Elena Poniatowska

Vine, Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que

en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu

pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las ramas más

accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que

tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú

también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como

tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da

también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo

enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día

va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella

te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio,

como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver

mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte

lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o

un accidente.

Elena Poniatowska

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra

donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino

siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y

monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que

te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir

porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una

señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo

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este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi

cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la

juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.

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Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a

prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque

en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre

sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que

todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo

ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de

pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos.

Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño

y crudeza. Todos estamos -oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no

vividos.

Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras.

Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…”. No sé si voy a

echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que

me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

https://narrativabreve.com/2013/11/los-mejores-1001-cuentos-literarios-de-la-historia-el-recado-de-

elena-poniatowska.html

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¿Pueden los números enamorarse de su propia imagen?

MATEMOCIÓN

En la entrada Los números enamorados del Cuaderno de Cultura Científica, habíamos presentado algunas

familias de números naturales que deben su propiedad definitoria al comportamiento de sus divisores, en

concreto, de sus divisores propios, es decir, entre los divisores no se considera al propio número. Estuvimos

hablando de los números perfectos, abundantes, deficientes, casi perfectos, multi-perfectos, ambiciosos,

sublimes, amigos, novios, sociables, intocables, prácticos, raros, e incluso, poderosos.

Detalle de la obra “CITY VIEW” (2003), de la artista japonesa, que vive en Nueva York, Kumi Yamashita.

La obra pertenece a la colección permanente de Namba Parks Tower, en Osaka (Japón). Fotografía de

la página web de la artista

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En esta entrada vamos a hablar de una serie de familias de números que podríamos denominar en su conjunto

como narcisistas, aunque esta sea la denominación particular de una de esas familias. Estos números tienen la

propiedad de que, si se toman las cifras que componen cada uno de ellos, después se elevan estas a ciertas

potencias y se suman los resultados, se obtiene de nuevo el número.

Recordemos que una persona narcisista es aquella que “cuida demasiado de su arreglo personal, o se precia de

atractivo, como enamorado de sí mismo” y el concepto viene del mito griego en el cual el joven y apuesto

Narciso se enamoró de su propia imagen reflejada en el agua. En el concepto de números narcisistas la

imagen reflejada sería la suma de las potencias de sus cifras, que, al ser el propio número, sería como el

enamoramiento de Narciso de su propia imagen reflejada.

Narciso (1594-1596), del artista italiano Caravaggio, perteneciente a la colección de la Galeria Nazionale

d’Arte Antica. Imagen de Wikimedia Commons

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Empecemos este recorrido por la familia de números que recibe precisamente el apelativo de

números narcisistas. Esta familia está formada por aquellos números que son iguales a la suma de las

potencias de sus cifras elevadas a la cantidad de cifras que tiene el número. Por ejemplo, el número 153 es un

número narcisista, puesto que, teniendo 3 cifras, que son 1, 5 y 3, se cumple que 13 + 53 + 33 = 1 + 125 + 27 =

153; o también, el número 1634, ya que 14 + 64 + 34+ 44 = 1 + 1296 + 81 + 256 = 1.634.

Los números narcisistas menores que 100.000 son: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 153, 370, 371, 407, 1.634, 8.208,

9.474, 54.748, 92.727 y 93.084.

Fijémonos en uno en concreto, el número narcisista 8.208. Este ha alcanzado una cierta fama por haber

aparecido en la serie televisiva Los Simpson. Como puede leerse en el libro Los Simpson y las

matemáticas del matemático y divulgador Simon Singh, la historia de ese y otros dos números que aparecen

en un capítulo de la temporada 17 de esta serie es muy curiosa.

Imagen del episodio Marge, Homer y el deporte en pareja, en la que aparecen tres números curiosos, uno de

ellos un número narcisista, 8.208

Dentro de la comunidad matemática es conocido que algunos de los guionistas y productores de la serie Los

Simpson, así como de la serie Futurama, tienen estudios de matemáticas, y en general, de ciencias, lo que ha

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motivado que en ambas series aparezcan muchísimas referencias matemáticas. Simon Singh cuenta como, en

particular, la profesora Sarah Greenwald, de la Universidad Estatal de los Apalaches, y el profesor Andrew

Nestler, de la Universidad de Santa Mónica, empezaron a recoger todas esas referencias y a utilizarlas en sus

clases de matemáticas. Cuando esto llegó al oído de los guionistas de la serie Los Simpson, en 2005,

decidieron invitarlos a la lectura de un futuro episodio, ese que tendría el título Marge, Homer y el deporte en

pareja. Cuando los dos invitados se marcharon, los guionistas se percataron de que en ese episodio no habían

incluido ninguna referencia matemática, lo cual les pareció que había sido algo descortés hacia sus invitados y

decidieron revisar el guion e incluir un guiño a las matemáticas.

Como se puede ver en la anterior imagen de ese capítulo, decidieron incluir en la pantalla del estadio de

béisbol, una mención a la cantidad de público asistente, dando cuatro opciones. La primera 8.191, que es lo

que se conoce como un número primo de Mersenne, los cuales son de la forma 2p – 1, en concreto, 213 – 1 =

8.191. La segunda es 8.128, que es un número triangular (véase la entrada El asesinato de Pitágoras, historia y

matemáticas (y II)). La tercera cantidad era el número narcisista 8.208, que verifica que 8.208 = 84 + 24 + 04 +

84. La última opción era simplemente que no se podía conocer esa cantidad.

Es fácil observar que solo existe un número finito de números narcisistas. Veámoslo. Si tomamos un número

con n cifras, se tiene que ese número es mayor que 10n – 1 y menor que 10n. Por otra parte, la suma de las

potencias de sus cifras elevadas a la cantidad de cifras del número alcanza como mucho el valor de 9n + … +

9n (sumado n veces) = n x 9n. Pero resulta que para n > 60, se tiene que n x 9n n – 1, luego la suma de las

potencias de las cifras del número elevadas a la cantidad de cifras nunca podrá alcanzar al número. Es decir,

no existen números narcisistas con más de 60 cifras.

De hecho, solamente hay 88 números narcisistas (puede verse aquí la lista completa), como fue demostrado

por D. T. Winter, en 1985. Además, el mayor de ellos solamente tiene 39 cifras, es

115.132.219.018.763.992.565.095.597.973.971.522.401.

El matemático británico G. H. Hardy (1877 – 1947), en su libro Apología de un matemático, dice en

referencia a estos números…

Se trata de hechos excepcionales, ideales para las columnas de acertijos y similares que aparecen en la

sección de pasatiempos del periódico para entretener a los aficionados a las matemáticas, pero no hay nada

en ellos que atraiga mucho a un matemático.

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Portada de la edición en castellano, de la editorial Capitán Swing, del libro Apología de un matemático, de G.

H. Hardy

Este concepto puede extenderse a una familia un poco más amplia, la de los números que son iguales a la

suma de las potencias de sus cifras elevadas a una cantidad fija cualquiera, no necesariamente la cantidad de

cifras del número, que es el caso de los números narcisistas. Por ejemplo, el número 4.150, que puede

expresarse como la suma de las potencias quintas de sus cifras (que son solo cuatro), así 45 + 15 + 55 + 05 =

1.024 + 1 + 3.125 = 4.150. En una nota en la revista Mathematical Gazette, de 1968, se sugiere el nombre de

“powerful numbers”, que es el mismo nombre que reciben los números que en la anterior entrada del

Cuaderno de Cultura Científica, Los números enamorados, se denominaron poderosos, por lo que llamaremos

a estos otros, números potentes. Por otra parte, en el libro Mathematics on vacation, su autor, el químico,

editor y matemático recreativo Joseph Madachy (1927 – 2014), les llama números “invariantes digitales

perfectos”.

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Los números potentes menores de 100.000 son: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 153, 370, 371, 407, 1.634, 4.150,

4.151, 8.208, 9.474, 54.748, 92.727 y 93.084, solamente dos más que los narcisistas, a saber, 4.150 y 4.151.

El siguiente número poderoso, que además no es narcisista, es 194.979 = l5 + 95 + 45 + 95 + 75 + 95.

En la enciclopedia on-line de sucesiones de números enteros, en la información sobre la sucesión A023052,

aparece un listado de los 255 números potentes conocidos. El más grande, que además no es narcisista, tiene

105 cifras y se obtiene al elevar cada una de sus cifras a la potencia 109 y sumarlas. Es …

926.141.173.758.288.802.620.975.817.393.837.795.715.817.835.556.117.230.343.321.424.553.048.655.411.

019.641.033.929.959.544.403.221.763.375

A raíz del concepto de número invariante digital perfecto, Joseph Madachy define los “números invariantes

digitales recurrentes”, que podríamos denominar también números potentes recurrentes. Un número es un

invariante digital recurrente, de orden k, si al construir la sucesión de números, empezando por el mismo,

formados por las sumas de las potencias k-ésimas de las cifras del número anterior, se llega de nuevo al

número original en un número finito de pasos, llamado longitud del ciclo. Por ejemplo, el número 55 es un

invariante digital recurrente de orden 3, ya que 53 + 53 = 250, 23 + 53 + 03 = 133 y 13 + 33 + 33 = 55, siendo

longitud del ciclo igual a 3.

Veamos un ejemplo de orden 4, el número 1.138. Calculemos la sucesión asociada, 14 + 14 + 34+ 84 = 4.179,

44 + 14 + 74 + 94 = 9.219, 94 + 24 + 14 + 94 = 13.139, 14 + 34 + 14 + 34 + 94 = 6.725, 64+ 74 + 24 + 54 = 4.338,

44 + 34 + 34 + 84 = 4.514 y regresamos al origen, después de un ciclo de longitud 8, 44 + 54 + 14 + 44 = 1.138.

Tabla de números invariantes digitales recurrentes de órdenes, entre 2 y 8

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Otra familia de números relacionada con los números narcisistas, pero a la que nadie parece haber bautizado,

son aquellos números que son iguales a la suma de las potencias de sus cifras elevadas a la posición que

ocupan en el número, empezando por la izquierda. Por ejemplo, los números 89, 175, 2.427 y 2.646.798 son

de estos números, ya que:

81 + 92 = 8 + 81 = 89,

11 + 72 + 53 = 1 + 49 + 125 = 175,

21 + 42 + 23 + 74 = 2 + 16 + 8 + 2.401 = 2.427, y

21 + 62 + 43 + 64 + 75 + 96 + 87 =

2 + 36 + 64 + 1.296 + 16.807 + 531.441 + 2.097.152 = 2.646.798.

De nuevo, se puede demostrar que esta familia de números es finita. Más aún, no puede haber números de

esta familia con más de 22 cifras. Veámoslo.

Si tenemos un número con n cifras, entonces el número es mayor que 10n – 1 y si además pertenece a esta

familia, será menor que 9 + 92 + … + 9n, pero, por la fórmula para la suma de los primeros números de la

serie geométrica, esta suma es igual a 9 x (9n – 1) / 8 n + 1 / 8. En consecuencia, 10n – 1 n + 1 / 8, que nos lleva,

tomando logaritmos, a que n

De hecho, solo hay 19 números que verifiquen esta propiedad: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 89, 135, 175, 518, 598,

1.306, 1.676, 2.427, 2.646.798 y 12.157.692.622.039.623.539, y el mayor tiene 20 cifras.

Otra familia de números relacionada con los números narcisistas es la formada por los números de

Munchausen, aquellos números que son iguales a la suma de sus cifras elevadas a ellas mismas. Por ejemplo,

el número 3.435 es un número de Munchausen, ya que 33 + 44 + 33 + 55 = 3.435.

El nombre fue sugerido por el matemático e ingeniero de software holandés Daan van Berkel, en su

artículo On a curious property of 3435 (2009), en referencia al barón de Munchausen. En los números de

Munchausen cada cifra se eleva a sí misma, de la misma forma que el barón de Munchausen se eleva a sí

mismo, tirando de su coleta, con lo cual consigue volar y evita caer en una ciénaga.

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Ilustración de la edición francesa de 1862 del libro Las aventuras del barón de Munchausen de Rudolf Erich

Raspe (1785), realizada por el ilustrador francés Gustave Doré (1832 – 1883), en la que el barón de

Munchausen sale volando de una ciénaga tirando de su coleta hacia arriba. Imagen de Wikimedia Commons.

Esta es una propiedad muy rígida. El único número de Munchausen, salvo el número 1 que lo es trivialmente,

es el número 3.435, como demostró Daan van Berkel. Luego, podemos decir que este es un número muy

especial.

Aunque si observamos la definición nos encontramos con un problema. Si una de las cifras del número es el

0, entonces tenemos que sumar 00 y esto es un problema. ¿Cuánto vale 00? Aunque es una polémica no

cerrada del todo, la posición de la comunidad matemática es que ese valor debe ser 1. En ese caso, como

demostró Daan van Berkel, solo hay dos números de Munchausen 1 y 3.435.

Sin embargo, si admitiésemos que 00 = 0, o modificamos la definición para que solo se considerasen las cifras

no nulas, entonces habría otro número de esta familia, el 438.579.088, que verifica que

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44 + 33 + 88 + 55 + 77 + 99 + 88 + 88 = 438.579.088.

Número 3.435 realizado con las Tarjetas de Cumpleaños Art Nouveau de la diseñadora estadounidense Laura

Beckman. Imágenes de la página de Laura Beckman

También se pueden definir los números de Munchausen opuestos, es decir, aquellos números que son

iguales a la suma de sus cifras elevadas a ellas mismas, pero no cada una con la suya, sino en el sentido

opuesto. Por ejemplo, si consideramos el número 325, sus cifras son 3, 2 y 5, y vamos a tomar sus potencias

elevadas a las cifras, pero en el orden opuesto, 5, 2, 3, quedando 35 + 22 + 53 = 243 + 4 + 125 = 372, luego

este número no es de Munchausen opuesto. De nuevo, existen solamente dos números en esta familia:

48.625 = 45 + 82 + 66 + 28 + 54,

397.612 = 32 + 91 + 76 + 67 + 19 + 23.

Lo cierto es que el concepto de número narcisista ha generado una enorme familia de generalizaciones. A

continuación, haremos un breve repaso por algunas de ellas.

A. Suma de dos cuadrados. Si existiera un número narcisista con dos cifras, lo cual ya sabemos que no existe,

entonces este sería igual a la suma de los cuadrados de sus cifras. Se puede generalizar este concepto para

números de más de dos cifras, pero dividiendo al número en dos “mitades” de cifras. Es decir, a esta familia

pertenecen los números que son iguales a las sumas de los cuadrados de dos “mitades” del número. Veamos

algunos ejemplos:

1233 = 122 + 332, 8833 = 882 + 332, 5.882.353 = 5882 + 23532,

1.765.038.125 = 17.6502 + 38.1252, 116.788.321.168 = 116.7882 + 321.1682.

B. Suma de tres cubos. De forma análoga, se pueden considerar aquellos números que son iguales a la suma

de los cubos de tres “tercios” del número.

22 18 59 = 223 + 183 + 593,

166 500 333 = 1663 + 5003 + 3333.

C. Números factoriones. Estos números son aquellos que son iguales a la suma de los factoriales de sus cifras.

Por ejemplo, 145 es un factorión, ya que

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1! + 4! + 5! = 1 + 24 + 120 = 145.

Los números 1 y 2 son trivialmente números factoriones, ya que 1! = 1 y 2! = 2. Y el número 40.585 también

es un número factorión, ya que

4! + 0! + 5! + 8! + 5! = 24 + 1 + 120 + 40320 + 120 = 40.585.

Escultura Passing Time (2011), del artista neozelandés Anton Parsons, en Christchurch (Nueva Zelanda).

Imagen de la página web de Anton Parsons

Resulta que estos son los únicos factoriones que existen. Supongamos que tenemos un número de n cifras,

entonces este es mayor que 10n – 1, pero si es un número factorión, entonces es menor que la mayor suma

posible de los factoriales de sus dígitos, que es n x 9!, de donde, 10n – 1 n x 9!. Pero resulta que, para n = 8 se

obtiene que 107 = 10.000.000 > n x 9! = 2.903.040, luego no existen números factoriones de 8 cifras. Y, por

inducción, se puede demostrar que ocurre para todos los n mayores o iguales que 8. Para n = 7, la suma

máxima de los factoriales de las cifras que se puede obtener es 7 x 9! = 2.540.160, luego solo hay que

comprobar los que son menores que esta cantidad. Y solo existen los cuatro anteriores.

D. Pares de números, o números “amigos”, para estas propiedades.

Por ejemplo, un par de números tales que la suma de los cuadrados de dos “mitades” de cada uno de ellos da

el otro número, como los números 3.869 y 6.205, para los cuales

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382 + 692 = 1.444 + 4.761 = 6.205 y 622 + 052 = 3844 + 25 = 3.869,

o el par de números

5.965 = 772 + 062 y 7.706 = 592 + 652.

Lo mismo para los cubos,

13 + 33 + 63 = 244 y 23 + 43 + 43 = 136,

o los factoriales, donde los tres números 169, 36.301 y 1.454 forman una cadena:

1! + 6! + 9! = 36.301, 3! + 6! + 3! + 0! + 1! = 1.454 y 1! + 4! + 5! + 1! = 169.

E. Números narcisistas salvajes. Estos números, al igual que los narcisistas, pueden ser expresados a partir de

sus cifras, pero de una forma particular, las cifras deben de aparecer en el orden que aparecen en el número y

pueden utilizarse las operaciones siguientes, suma, resta, multiplicación, división, potencia, radical y factorial.

Mostremos una pequeña colección de distintos números narcisistas salvajes

E incluso, se puede considerar que el orden de las cifras sea cualquiera, en cuyo caso se habla de números

selfie. Un par de ejemplos serían

34.562 = 2 − (3 − 5) x6! x4!y87.369 = (3! + 7) x8! / 6 + 9.

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Social circle (2011), del artista neozelandés Anton Parsons. Imagen de la página web de Anton Parsons

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Non Troppo (ediciones Robinbook), 2002.

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5, p. 278-279 (1971).

15.- N. J. A. Sloane, The On-Line Encyclopedia of Integer Sequences, OEIS: sucesión A193069 (números

narcisistas salvajes)

16.- I. J. Taneja, Different Types of Pretty Wild Narcissistic Numbers: Selfie Representations-I, RGMIA

Research Report Collection, n. 18, Article 32, pp. 1-43 (2015).

Sobre el autor: Raúl Ibáñez es profesor del Departamento de Matemáticas de la UPV/EHU y colaborador de

la Cátedra de Cultura Científica

https://culturacientifica.com/2019/04/03/pueden-los-numeros-enamorarse-de-su-propia-

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Boletín Científico y Cultural de la Infoteca No. 617 junio de 2019

El futuro de la búsqueda de la partícula asociada a la materia oscura

La naturaleza microscópica de la materia oscura es uno de los grandes misterios de la física del siglo XXI.

Los candidatos más populares son el axión, con una masa entre 1 y 100 μeV/c², y las partículas WIMP, con

una masa entre 10 y 1000 GeV/c². Se han propuesto muchos otros candidatos que cubren hasta cincuenta

órdenes de magnitud en el rango de masas (desde 10–22 eV/c² hasta 1028 eV/c²). Siendo imposible explorar un

espacio de parámetros tan vasto, todos los esfuerzos se han centrado en las búsquedas más asequibles con la

tecnología actual, las partículas WIMP con masa similar a la masa de los átomos. Más aún, por su

sensibilidad, la mayoría de los detectores usan líquidos nobles (argón y xenón).

La década de los 2020 estará dominada por los detectores de líquidos nobles de segunda generación

XENONnT, PandaX-4t, LZ y DarkSide-20k. En concreto, XENONnT será el sucesor de XENON1T y usará 6

toneladas de Xe; Panda X-4t será el sucesor de PandaX-II y usará 4 toneladas de Xe; LZ será el sucesor de

LUX y ZEPLIN, con 7 toneladas de Xe; y DarkSide-20k será el sucesor de Darkside-50, DEAP3600 y

ArDM, alcanzando 23 toneladas de Ar. Los detectores de líquidos nobles de tercera generación serán PandaX-

nT (30 t Xe), DARWIN (40 t Xe) y Argo (300 t Ar). Estos últimos llegarán a alcanzar el fondo de neutrinos.

Si no encuentran indicios de la materia oscura se transformarán en detectores de neutrinos. Y habrá que

desarrollar nuevas tecnologías de detección que permitan discernir entre neutrinos y partículas de materia

oscura.

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Boletín Científico y Cultural de la Infoteca No. 617 junio de 2019

En ciencia, la ignorancia se cura con búsquedas sistemáticas. Puede que lleguen a ser infructuosas, pero los

avances científicotécnicos que conlleva el tesón y la perseverancia siempre acarrean efectos colaterales de

gran utilidad práctica. Siendo imposible prever qué nos deparará el futuro, hoy en día ya se está estudiando

cómo usar los detectores de líquidos nobles para explorar las WIMP con una masa entre 100 MeV y 10 GeV.

También se está estudiando cómo usar detectores sólidos (como los crystaLiZe). Sin lugar a dudas

disfrutaremos de estos detectores a finales de la década de los 2020. El futuro de la búsqueda de la naturaleza

microscópica de la materia oscura promete ser apasionante.

El origen de esta pieza y las figuras que la decoran las he extraído de Aaron Manalaysay, “The Search for

Dark Matter with Noble Liquids,” Aspen, 26 Mar 2019 [indico], Silvia Scorza, “Searching for Low-

Mass Dark Matter Particles. Cryogenic Detector,” Aspen, 26 Mar 2019 [indico], Peter Sorensen, “Crystallize.

An old idea, possibly a new paradigm,” Aspen, 26 Mar 2019 [indico]. Más abajo también cito el reciente

artículo de D. S. Akerib et al. (LUX Collaboration), “Results of a Search for Sub-GeV Dark Matter Using

2013 LUX Data,” Physical Review Letters 122: 131301 (01 Apr 2019),

doi: 10.1103/PhysRevLett.122.131301, arXiv:1811.11241 [astro-ph.CO].

Como observas en esta figura, las búsquedas usando líquidos nobles se están centrando en el rango de masas

entre 10 y 1000 GeV/c², es decir, entre diez y mil veces la masa del átomo de hidrógeno. Las búsquedas para

masas más pequeñas con esta tecnología son muy difíciles, pues requieren una medida de la energía de

retroceso de los núcleos por debajo de la sensibilidad de los detectores. Aún así, hay muchos esfuerzos para

extender este rango de masas usando ideas ingeniosas que aprovechen los detectores que ya tenemos.

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Un buen ejemplo es el último artículo de LUX que logra extender su rango de búsqueda hasta el intervalo

entre 0.4 y 5 GeV/c². El resultado solo usa los datos recabados en 2013, y aún no puede competir con los de

otros detectores que han realizado búsquedas similares; por cierto, la sección eficaz de la interacción WIMP-

nucleón que se explora es unos seis órdenes de magnitud de la que el mismo experimento alcanza por encima

de 5 GeV/c². A pesar de ello, lo interesante es la nueva técnica de detección que se ha usado.

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La interacción (o el choque) entre la partícula de materia oscura y el núcleo de xenón del detector viene

acompañada de una desaceleración de los electrones que induce la emisión de radiación de frenado

o bremsstrahlung; el electrón, llamado Migdal, emite un fotón, llamado bremsstrahlung. La detección

simultánea del fotón y del electrón vía detectores de centelleo y de ionización permite extender en la banda

baja el rango de masas que se explora. El uso de esta técnica con un mayor número de datos, así como en

otros detectores, permitirá mejorar las búsquedas de partículas WIMP con una masa por debajo de la escala

GeV.

En resumen, la ciencia es sinónimo de exploración; la búsqueda de la naturaleza microscópica de la materia

oscura es uno de los mejores ejemplos de cómo funciona la ciencia. Quien afirme que seguir buscando es

malgastar fondos es anticientífico. Ahora vivimos tiempos donde la anticiencia se está popularizando, sobre

todo entre quienes han sido obligados a abandonar su labor investigadora. Una pena, pero tirar la toalla y

abandonar las exploraciones científicas de lo desconocido no me parece un buen consejo. Sin ciencia no hay

futuro.

https://francis.naukas.com/2019/04/02/el-futuro-de-la-busqueda-de-la-particula-asociada-a-la-materia-

oscura/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+naukas%2Ffrancis+%28L

a+Ciencia+de+la+Mula+Francis%29

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Cuento de Juan Sasturain: Subjuntivo

(Argentina, 1945)

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza

sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en

retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que

disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas

el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los

personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.

Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con

alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e

impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar,

como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas,

simplemente, qué ha de suceder cada día.

Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo desnudo y

cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante pese a la evidencia de su

entrega; que su piel tenga el sabor y los detalles de lo conocido; que no sepa su nombre; que cuando respires

junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la

misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio

elocuente que agradezcas. Que en la facilidad del contacto, en el modo en que la busques cada vez, te acoples,

y finalmente la penetres, exista una naturalidad implacable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual

que reconozcas pero no puedas describir. Que ella se vuelque una y otra vez sobre ti, como oleadas de cálida

memoria que te invadieran desde los sentidos; que su lengua te acaricie el interior de la boca como si no

estuvieras allí y sólo existiera el tanteo dulce e insistente en tu secreta oscuridad tras algo perdido que tú

poseas y ella busque para mostrarte; que sus pechos te revelen, sutiles, lentos y fugaces, el vello erizado de

propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje con leves contactos espaciados, apenas pespuntes que

evoquen un dolor ambiguo; que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente

tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de

su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese

cuerpo y su influencia como de una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese centro oscuro hacia la

luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo

interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.

Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones

vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin

nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde

tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas

puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le

diga, antes de dejarte a solas con él:

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—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz

cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que

reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que

cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y

descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash,

antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. Que te resulten desconocidos y lo

manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi

casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos… Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí

donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente,

y que finalmente agregue:

—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los

recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.

—¿Una especie de test?—acaso preguntes.

—Supongamos que sí —se te conceda.

—Supongamos que no pueda ni deba negarme… —te atrevas a parodiar.

—…Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.

Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se

sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en

cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa

que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de

fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible:

que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la

piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al

lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares

—archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos

propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques

el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso

se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso,

todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te

atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

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Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas.

Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te

diga que nunca hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al

bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue

para que lo abras. Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la

anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos

tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de

alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos

aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te

indique que leas la carta.

Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele

ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu

cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo

mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean

los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido

accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la

ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te

autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.

Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro

secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para

que tu inteligencia convocara a la memoria. Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal

debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.

Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso

no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.

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Rogue One 22. Me tomo un café contigo… si sabes lo que tomas.

Posted: 03 Apr 2019 12:00 AM PDT

Verán, el café es una bebida que forma parte de la vida de todos. En principio debería parecer sencillo saber el

café que pedimos, ¿verdad? Si han pensado en café solo, con leche o cortado… pues no, es mucho más.

En nuestra mente un café negro, espeso, amargo… es un café de verdad, de los buenos, el del subidón de

cafeína. Siento darles el disgusto, pero esas características corresponden a un café torrefacto y ese, justo

ese, no es el café “de verdad”. Venga, al lío.

Ustedes se encontrarán en el súper con tres tipos de café: natural, torrefacto y mezcla (y en este caso, con

sus porcentajes). No hay obligación de poner en el etiquetado la variedad, aunque lo habitual es robusta (con

más cafeína) o arábica (mejores aromas).

Empecemos desde el principio. Cuando se recolecta el café, es verde. No tiene prácticamente aromas ni

sabores. Para extraerlos, los granos se tuestan. En ese momento se van liberando aceites y se producen

reacciones que le van dando esas magníficas características. Este proceso de tostado tiene infinidad de trucos

y variables, así que depende de las técnicas (y buen hacer) del maestro cafetero para obtener unos u

otros sabores.

Después del tostado, estas propiedades van desapareciendo, más aún después de molido. Por eso, para

conservarlo mejor es recomendable comprarlo en granos y molerlo antes de hacerlo (y por eso el café molido

está tan bien envasado). Este sería el café natural. Sólo tostado. Nada más.

Sí, tiene un color más ligero. Si le añaden leche perderá su color. El sabor es menos intenso, pero si lo

toman “sólo” (me refiero a sin azúcar y sin leche, lo de la compañía lo dejo a su elección) podrán apreciar

todos sus aromas y sabores propios.

Un extremeño, José Gómez Tejedor, viajó a finales del siglo XIX a países de Centroamérica donde vio que

los mineros envolvían el café en azúcar para conservar sus propiedades. Volvió con esta idea a España.

Antes de terminar el proceso de tostado, le incorporaba azúcar al tambor donde se realizaba el tueste.

Este azúcar se caramelizaba sobre el café. En principio, la idea era conservar los aromas, aunque se dieron

cuenta de que también enmascaraba sus defectos. Exitazo.

En la época de la guerra civil tuvo éxito abrumador. Se dieron cuenta de que con la misma cantidad de café

obtenían más tazas. Algo más que necesario en aquella época. ¿Se imaginan cuál es este tipo de café?

Efectivamente: el torrefacto.

Actualmente esta técnica se usa con materia prima de una calidad inferior (que no tiene que ser malo, ¿eh?).

Tiene una gran aceptación en España, mucho más que en el resto de Europa donde prefieren el natural.

Actualmente, la cantidad de azúcar a añadir está regulada y no superará los 15 kilos de azúcar por cada

100 kilos de café. Si conoce a algún diabético que no conozca esto, infórmele.

En nuestra taza, tendrá un color muy oscuro y es muy denso precisamente debido al azúcar.

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Se tuesta a más de 200 grados. La verdad es que con 160 grados ya se carameliza el azúcar así que

podríamos decir que se “sobrecarameliza” dejando esa capa oscura y brillante sobre los granos de café. A esta

temperatura se pueden formar compuestos como la acrilamida, por eso este tipo de productos están dentro de

la normativa específica de este compuesto y deben controlar sus cantidades. Y se controla. Estos valores no se

superan así que, tranquilidad.

Tendemos a pensar que este café oscuro tiene más cafeína cuando la realidad es que el natural tiene

más cantidad. Incluso algunos dicen que este tipo de café torrefacto es el responsable de que el 90% de la

población le añada azúcar y casi la mitad, leche. Tiene un sabor demasiado amargo y duro que

intentamos enmascarar. No lo sé, prueben ambos y nos cuentan. Es evidente que las costumbres son

complicadas de modificar…

El café de mezcla es, como su nombre indica, una mezcla de los dos. Actualmente es el más consumido en

España. Torrefacto y natural en diferentes proporciones para llegar al equilibrio que requiere el

consumidor. Es obligatorio que estos porcentajes estén especificados en el etiquetado.

Ahora que ya sabemos el café que tomamos, ¿qué propiedades tiene? ¿qué hay de cierto en todos esos

mitos?

Si sube la tensión, si va mal al estómago, si alarga la vida… Lamentablemente es bastante difícil llegar

a conclusiones claras.

Uno de los problemas con los que nos enfrentamos en los estudios de alimentación es que necesitamos

muchos años y mucha gente para tener datos suficientes. Parecería sencillo si consiguiéramos que todo el

mundo comiera exactamente lo mismo durante todos esos años. Pero nada, cuando lo hemos propuesto se

han partido de risa en nuestra cara (lógico). A lo largo de la vida, la dieta varía tanto que no es posible dar

ningún resultado categórico con casi ningún alimento. Eso sí, podemos ir viendo que algunos datos no

eran lo que parecían.

Podemos decir que ya no es una bebida que hay que intentar evitar. La cafeína no tiene los efectos

negativos que pensábamos.

No provoca hipertensión, aunque es cierto que puede aumentarla de forma temporal.

No provoca insomnio: a algunas personas, si lo toman una hora antes de dormir, les puede empeorar

la calidad del sueño, pero nada de insomnio. La cafeína se elimina del cuerpo en más o menos cuatro

horas.

“Sólo una tacita al día”: si valoramos esta frase por la cantidad de cafeína, parece que la dosis de

seguridad son unos 400 mg/día en adultos. No se preocupen, no llegan ni queriéndolo. Es difícil

ponerlo en datos fijos pero una taza podría variar entre 20 y 80 mg de cafeína. Eso sí, huyan rápido

de las bebidas “estimulantes” con cafeína (e infinitas cantidades de azúcar), superan con crecer las

cantidades correctas.

Ni afecta al crecimiento de los niños ni está totalmente prohibido en embarazas (no más de 200

mg/día).

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Más aún, parece que el café podría tener efectos beneficiosos sobre el hígado, vesícula o corazón. Eso sí,

que no le bajemos a demonio no significa que sea un ángel, estos efectos protectores no sirven de nada

fuera de unos hábitos de vida saludable. No olviden la dificultad de obtener datos en estos estudios.

En definitiva, lo peor del café es el azúcar que le añadimos nosotros.

Ahora ya tiene la información, en su mano está la decisión.

Gemma

PD: Un consejo, si se acostumbra al café sin azúcar, compruebe dos veces antes de darle al botón de la

máquina…

https://farmagemma.naukas.com/2019/04/03/episodio-22-me-tomo-un-cafe-contigo-si-sabes-lo-que-tomas/

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¿Taponazos para combatir la tristeza?

JAVIER MUÑOZ.

En los últimos tiempos muchas farmacias están apostando por una serie de productos engañosos

JOSÉ MANUEL LÓPEZ NICOLÁSLunes, 1 abril 2019, 22:01

Siempre he considerado la profesión de farmacéutico como una de las más importantes en la sociedad. Su

labor es fundamental y las farmacias son, para muchos ciudadanos, el primer lugar al que acudir cuando

tienen un problema de salud. Sin embargo, en los últimos tiempos he observado cómo muchas farmacias (que

no todas) están apostando por una serie de productos que no me gustan nada y que no entiendo cómo se

venden en estos lugares que tanta confianza han inspirado tradicionalmente a la ciudadanía.

En el artículo de hoy me centraré en un producto que vi hace unos días en una céntrica farmacia de nuestra

ciudad y que me impactó. Se trata de un complemento alimenticio que se ingiere a base de taponazos (sí, lo

que han leído) y que dice estar diseñado para esos momentos de la vida en la que nos sentimos tristes o

apáticos.

Según la empresa responsable, estos suplementos «mejoran el estado de ánimo y el humor, aportando energía

positiva y un empujoncito de buen rollo sin efectos adversos a aquellas personas que se sienten tristes o

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apáticas». Se definen como antidepresivos naturales, mejoran el estado de ánimo, disminuyen el estrés, la

ansiedad, el cansancio, la fatiga y aumenta la acción de la serotonina y la dopamina... ¡¡y todo eso tomándote

un solo tapón al día!!

Me resultó tan sorprendente la existencia de este producto y las propiedades que (supuestamente) aporta que

decidí averiguar cuáles son los ingredientes de este tapón y su posible efectividad. Leyendo la ficha técnica

observé que está compuesto por tres componentes fundamentales: triptófano, extracto de estigmas de azafrán

y vitamina B3.

Veamos lo que promete el taponcito y lo que dicen los organismos oficiales sobre su eficacia basándose en las

evidencias científicas existentes.

1) Triptófano

En la publicidad de los tapones se lee que L-TRIPTÓFANO (600 mg) es un aminoácido esencial cuyas

acciones son, entre otras:

- Aumentar la liberación de serotonina (estado de ánimo).

- Regular el estado anímico, la ansiedad, el apetito y el sueño.

- Aumentar la producción de melatonina, dopamina y norepinefrina.

Sin embargo, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria no ha dado su visto bueno a ninguna de estas

acciones. El Panel de Expertos en Nutrición, Alergias y Dietéticos ha dejado bien claro que no existe ninguna

evidencia científica entre la ingesta de triptófano como suplemento y el estado de ánimo. Tampoco se ha

demostrado la correlación entre el consumo de este aminoácido esencial y la función cognitiva, la inducción

del sueño o la reducción de la obesidad.

2) Extracto de estigmas de azafrán

Según leí en la publicidad de nuestro maravilloso tapón, la presencia de estigmas de azafrán ayuda a:

- Mejorar el humor.

- Actúa como antidepresivo natural.

- Aumentar el vigor y reducir el estrés.

- Actúa sobre numerosos neurotransmisores mejorando el humor, la ansiedad y el estrés.

¿Y hay evidencias científicas de ello? No. La EFSA no ha reconocido ni una sola propiedad saludable al

azafrán, una especia derivada de los tres estigmas secos del pistilo de la flor de 'Crocus sativus'.

3) Vitamina B3

El último componente de Tapón Happy es la niacina, también conocida como vitamina B3. Según se lee en la

publicidad de este complemento, el consumo del 15% de la Cantidad Diaria Recomendada (CDR) de niacina

«disminuye el cansancio y la fatiga» y «mejora la condición psicológica». ¿Y eso es cierto? Sí.

¿Estoy diciendo que el único ingrediente del Tapón que tiene alguna efectividad es la vitamina B3 y que sin

su presencia no podría comercializarse con esta publicidad? Sí.

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Pero una cosa es que estén reconocidas las propiedades de la vitamina B3 y otra muy diferente que la

necesitemos. Para saber si debemos enriquecer nuestra dieta con suplementos de vitamina B3 hay que

estudiarse la Encuesta Nacional de Ingesta Dietética. En el apartado dedicado a esta vitamina se lee que la

ingesta observada de niacina es de 39 mg/día a 40 mg/día en hombres y de 35 mg/día a 36 mg/día en mujeres.

En todos los casos estas ingestas están muy por encima de las ingestas diarias recomendadas españolas y es

absurdo ingerir un aporte extra de esta vitamina.

¿Entonces este producto es un fraude o peligroso? Ni una cosa ni otra. Es seguro y es un producto legal

porque gracias a la presencia de vitamina B3 cumple la ley, pero esa vitamina no solo no te hace falta sino

que la tienes en otros alimentos en mayores concentraciones. La niacina de la dieta procede, principalmente,

de los grupos de alimentos de pescados, moluscos, crustáceos y derivados (26%), del de los cárnicos y

derivados (22%) y de las legumbres, semillas, frutos secos y derivados (20%). Hay una gran cantidad de

alimentos que tienen muchísims más niacina que los irrisorios 2.4 mg presentes en el Tapón para levantar el

estado de ánimo.

¿Y cómo están de precio estos tapones? Carísimos. Una caja de 7 tapones cuesta la friolera de 13,5 euros, un

disparate al lado de lo que cuestan algunos de los alimentos anteriormente citados y que aportan muchas más

propiedades saludables, como bien sabe un farmacéutico.

Estimados lectores, las farmacias constituyen uno de los lugares más respetados por la sociedad y esto no

debe cambiar. Sin embargo, la presencia en estos establecimientos de infinidad de productos similares al que

hoy he analizado, no ayuda. No vale escudarse en que todos estos productos son legales (faltaría más) o en

que algunos médicos los recomiendan. Un farmacéutico ha estudiado una exigente carrera y debe conocer

perfectamente la composición y la efectividad de los productos que ofrece en su farmacia. Además, al

venderlos están obligados a estar al día de la reglamentación que hay detrás de cada uno de ellos y de las

dudosas estrategias de marketing que emplean las marcas comerciales.

Con toda esta información en la mano, me cuesta entender la razón por la que se venden estos productos en un

lugar tan respetable como una farmacia. A mí esto sí que me pone triste.

https://www.laverdad.es/aquihayciencia/salud/taponazos-combatir-tristeza-20190330220112-nt.html

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"Fin", de Adnan Al-Sayegh (Iraq, 1955)

Posted: 31 Mar 2019 10:00 PM PDT

Abro la nevera de mi tristeza

saco una botella de vino

y la bebo toda,

brindo por mis amigos

exiliados, a través de túneles,

sin patria,

tabaco,

ni pasaportes.

Brindo por ellos

copa tras copa

o cadáver tras otro

y cuando me caigo de la embriaguez

en la acera,

me llevarán – en sus tumbas –

hasta la casa.

Adnan Al-Sayegh, incluido en Poesía árabe. 16 poetas árabes contemporáneos (Biblioteca digital, República

Dominicana, 2008).

Otros poemas de Adnan Al-Sayegh

El canto de Uruk

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/04/poema-del-dia-fin-de-adnan-al-sayegh.html

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ROCK SPRINGS, un cuento de Richard Ford

Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos

de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener

algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son

delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no

era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas,

la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara

todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al

principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.

No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían

hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye

sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si

quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no?

Tampoco tengo la agenda tan llena».

Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte

de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude

ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque

Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era

cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una

pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo

pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de

nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía

conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le

mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca

hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny

no lo sabía.

Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz

del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.

Los mejores cuentos literarios de la Historia

Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un

oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé

que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche

—sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre

cubanos.

El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y

nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era

entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé

directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del

Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en

coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de media-noche.

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Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo

horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y

Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e

hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol

encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.

Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de

empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.

En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas

montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de

espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando

insectos en el cielo de la tarde.

Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí

junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.

—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.

Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.

—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.

Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un

par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.

—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.

Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión —Voy a probarlo otra vez.

—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.

Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se

oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador

sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme

si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la

ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.

—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.

Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la

coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de

película.

—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí.

—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.

—Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora

estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos

que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.

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—¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.

—Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma

carretera. —Señaló hacia el frente.

Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado

una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había

llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas

cosas.

—Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía

mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.

—Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.

—Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.

Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo

de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un

estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los

crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano la

mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.

—Es la hora del cóctel —dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago

festejar algo, cualquier cosa.

Se sentía mejor pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin duda

un fallo mecánico, y más valía abandonarlo cuanto antes.

Edna sacó una botella de whisky y unos vasos de plástico, y se puso a igualar niveles sobre la tapa de la

guantera. A Edna le gustaba beber, y le gustaba beber cuando iba en coche, algo bastante corriente en

Montana, donde no estaba penado por la ley, pero donde, en cambio, un cheque sin fondos bastaba

para que te pasaras un año entere tras las rejas de la cárcel de Deer Lodge.

—¿Te he contado que una vez tuve un mono? —preguntó Edna mientras dejaba mi vaso sobre el

salpicadero para que pudiera cogerlo cuando me apeteciera. Estaba otra vez animada. Edna era así,

pasaba de la alegría a la depresión en un instante.

—Me parece que no me lo has contado —respondí—. ¿Dónde vivías entonces?

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Richard Ford

—En Missoula —dijo Edna. Puso un pie descalzo sobre el salpicadero y apoyó el vaso sobre sus

pechos—. Estaba de camarera en el club de veteranos de guerra. Fue antes de conocerte. Un día llegó

un tipo con un mono. Un mono araña. Y yo, bromeando, le dije: «Te lo juego a los dados.» Y el tipo

propuso: «¿A una tirada?» Y yo le respondí: «Vale.» El tipo dejó el mono en la barra, cogió el cubilete,

tiró y le salieron doce puntos. Luego tiré yo, y saqué tres cincos. Y me quedé mirando al tipo. No era

más que alguien que iba de paso, un veterano, supongo. Vi que se le había puesto una expresión rara en

la cara, aunque seguro que menos rara que la mía, pero parecía triste y sorprendido y satisfecho, todo

al mismo tiempo. «Podemos tirar otra vez», le dije. «No. Nunca tiro dos veces los dados. Por nada.» Se

sentó y se bebió una cerveza y estuvo hablando de esto y de aquello durante un buen rato, de la guerra

nuclear y de construir una fortaleza en lo alto de las Bitterroot, dondequiera que eso esté, mientras yo

miraba el mono y me preguntaba qué iba a hacer con él cuando aquel tipo se fuera. Y al fin se puso en

pie y dijo: «Bueno, adiós, Chipper», porque era así como se llamaba el mono. Y se fue sin darme tiempo

a decirle nada. Y el mono se quedó sentado en la barra toda la noche. No sé por qué me he acordado de

esto, Earl. Qué extraño. Mis pensamientos vagan sin rumbo fijo.

—Me parece perfecto —le dije.

Tomé un sorbo de mi vaso.

—Yo nunca tendría un mono —añadí poco después—. Son unos bichos asquerosos. Pero estoy seguro

de que a Cheryl le encantaría tener uno, ¿verdad que sí, bonita? —Cheryl estaba hundida en el asiento,

jugando con Duke. En aquella época se pasaba el día hablando de monos—.

¿Qué diablos hiciste con ese mono? —pregunté mientras echaba una ojeada al velocímetro.

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Convenía ir más despacio, porque la luz roja parpadeaba a veces. Lo único que conseguía apagarla era

reducir la velocidad. Íbamos a menos de sesenta; faltaba una hora para que anocheciera, y confiaba en

que Rock Springs no estuviese demasiado lejos.

—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Edna.

Me lanzó una mirada rápida y luego volvió la vista al desolado paisaje, como si el desierto le diera que

pensar.

—Claro —dije.

Seguía animado. Pensé que más valía que sólo yo me preocupara por el posible fallo mecánico, y que los

demás siguieran disfrutando.

—Lo tuve una semana —De pronto Edna pareció ponerse triste, como si empezara a ver cierto aspecto

de la anécdota que hasta entonces se le había escapado—. Me lo llevé a casa, e iba con él de casa al bar

y del bar a casa todos los días. Y no me creó ningún problema. Le puse una silla al fondo del bar para

que se sentara, y a la gente le gustaba. Hacía un clic-clic muy gracioso. Le pusimos de nombre Mary,

porque el encargado del bar dijo que era una hembra. Pero nunca me sentí realmente a gusto

teniéndolo en casa. Hasta que un día vino un tipo que había estado en Vietnam y aún llevaba la

guerrera de faena, y me dijo: «¿No sabes que un mono puede matarte? Tiene más fuerza en los dedos

que tú en todo el cuerpo». Contó que hubo soldados en Vietnam que murieron a manos de los monos.

Que los bichos salían a merodear en grandes grupos mientras la gente dormía, y te mataban y te

tapaban con hojas. No me creí ni media palabra pero cuando llegué a casa me desnudé y me puse a

mirar a Mary. Estaba en su silla, al otro extremo del cuarto, mirándome. Y me entró pánico. Y al cabo

de un rato me levanté y me fui al coche, cogí un rollo de alambre de tender la ropa, volví a casa y até a

Mary al tirador de la puerta después de pasarle el alambre por el collar plateado, y luego intenté

conciliar el sueño otra vez. Y supongo que me dormí como un leño, aunque yo no lo recuerde, porque al

despertar me encontré con que Mary había tirado la silla al suelo y se había ahorcado con el alambre

de tender. Le había dejado un cabo demasiado corto.

Edna parecía muy afectada por lo que había contado, y se hundió en el asiento hasta que no pudo ver

por encima del salpicadero.

—¿No te parece horrible, Earl? ¿No es horrible lo que le pasó a aquel pobre mono?

—¡Veo un pueblo! ¡Veo un pueblo! —empezó a gritar Cheryl desde el asiento trasero, y al instante

Duke se puso a ladrar y todo el coche se llenó de estrépito. Y, en efecto, Cheryl acababa de ver algo que

yo no había visto, y era Rock Springs, Wyoming, al fondo de una larga ladera; una diminuta joya

rutilante en medio del desierto, con la I-80 en su lado norte y el vasto y negro desierto a su espalda.

—Ahí está, cariño —le dije—. Es ahí adonde vamos. Has sido la primera en verlo.

—Tenemos hambre —dijo Cheryl—. Duke quiere algo de pescado, y yo espaguetis.

Me rodeó el cuello con los brazos y me apretó contra su pecho.

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—Pues eso es lo que vais a comer —dije—. Podrás tomarte lo que quieras. Y lo mismo Edna y el

pequeño Duke. —Volví la mirada, sonriendo, hacia Edna, pero ella me miraba con ojos llenos de ira—.

¿Qué pasa? —pregunté.

—¿No te importa un rábano esa cosa horrible que me pasó?

Tenía los labios apretados, y sus ojos miraban con fiereza hacia Cheryl y Duke, como si se hubieran

pasado toda la tarde fastidiándola.

—Claro que me importa —dije—. Pienso que fue espantoso.

No quería que Edna estuviese triste. Estábamos a punto de llegar, y muy pronto podríamos sentarnos

ante una buena comida de verdad sin preocuparnos por que nadie pudiera hacernos daño.

—¿Quieres saber qué hice con el mono? —dijo Edna.

—Claro que sí —dije.

—Metí a Mary en una bolsa verde de basura, la puse en el maletero del coche, me fui hasta el vertedero

y la tiré a la basura.

Me miraba con expresión sombría, como si la historia tuviera para ella un significado realmente

importante; algún sentido que sólo ella podía ver y que nos convertía en estúpidos al resto de los

mortales.

—Me parece horrible —dije—. Pero no veo qué otra cosa habrías podido hacer. No quisiste matarla. Si

hubieses querido matarla, lo habrías hecho de otro modo. Luego tuviste que librarte del cuerpo, no te

quedaba otra alternativa. Lo de tirarla puede que a alguien le parezco poco piadoso, no lo niego, pero

no a mí. A veces no te queda otro remedio, y no debes preocuparte por lo que piensen los demás. —

Traté de sonreírle, pero la luz roja se encendía por poco que pisara el acelerador, y traté de calibrar las

posibilidades que teníamos de descender en punto muerto hasta Rock Springs antes de que el coche se

nos quedara parado por completo. Miré otra vez a Edna—. ¿Qué más puedo decirte? —le dije.

—Nada —dijo ella, y volvió a mirar hacia el oscuro asfalto—. Debería haberme imaginado que

pensarías de ese modo. Tienes un carácter que olvida ciertas cosas, Earl. Hace mucho que lo sé.

—Pero aquí estás —le dije—. Y no te va mal. Las cosas podrían ir mucho peor. Al menos, estamos los

tres juntos.

—Las cosas siempre pueden ir mucho peor —dijo Edna—. Podrían llevarnos mañana mismo a la silla

eléctrica.

—Exacto —le dije—. Y puede que a alguien, en algún lugar, le suceda eso. Pero no a ti.

—Tengo hambre —dijo Cheryl—. ¿Cuándo vamos a comer? Busquemos un motel. Ya estoy cansada. Y

Duke también lo está.

El coche dejó de deslizarse cuesta abajo a cierta distancia de la ciudad; desde donde estábamos

divisábamos el claro perfil de la autopista interestatal en la oscuridad, y Rock Springs iluminando el

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cielo mas atrás. Nos llegaba el ruido de los grandes traileres al pisar las juntas de dilatación del paso

elevado, y al reducir la marcha para iniciar el ascenso hacia las montañas.

Apagué los faros.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Edna en tono irritado, dirigiéndome una mirada rencorosa.

—Es lo que trato de pensar —dije—. Sea lo que sea, no va a ser tan terrible. Tú no tendrás que hacer

nada.

—Eso espero —dijo Edna, y miró hacia otro lado.

Al otro lado de la carretera y de un arroyo seco, a unos cien metros de distancia, había una especie de

camping, y contigua a él una fábrica o refinería muy iluminada y en plena actividad. Había luces

encendidas en muchas de las caravanas, y coches que circulaban por una carretera de acceso que

terminaba cerca del paso elevado de la autopista, un kilómetro más allá. Las luces de las caravanas se

me antojaron amistosas, y supe al instante lo que tenía que hacer.

—Baja —dije, abriendo mi puerta.

—¿Vamos a andar? —dijo Edna.

—Vamos a empujar el coche.

—Yo no voy a empujar nada.

Edna alzó la mano y cerró su puerta con el seguro.

—De acuerdo —dije—. Basta con que lleves el volante.

—¿Piensas empujarnos hasta Rock Springs, Earl? No parece que esté a más de cinco kilómetros.

—Yo empujaré —dijo Cheryl desde atrás.

—No, cariño. Ya empuja papá. Tú baja del coche con Duke y hazte a un lado.

Edna me miró con aire amenazador, como si hubiera pretendido pegarle. Pero cuando me bajé del

coche, se deslizó hasta mi asiento, cogió el volante y se quedó mirando fija y airadamente hacia una

fronda de álamos que se alzaba a escasos metros.

—Edna no sabe conducir este coche —dijo Cheryl desde la oscuridad del asiento trasero—. Se le irá a

la cuneta.

—Claro qué sabe, cariño. Tan bien como yo. Y hasta mejor.

—No, no sabe —dijo Cheryl—. No sabe.

Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.

Le dije a Edna que dejase el contacto puesto para que no se trabara la dirección, y que condujera hacia

los álamos con las luces de posición encendidas, para poder ver un poco. Y cuando empecé a empujar,

Edna dirigió el coche hacia los álamos, y yo seguí empujando hasta que nos adentramos en el

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bosquecillo unos veinte metros y los neumáticos se hundieron en la arena blanda y ya nadie podía

vernos desde la carretera.

—¿Dónde estamos ahora? —dijo Edna, se atada al volante. Hablaba con voz dura y cansada, y

comprendí que estaba muerta de hambre. Edna era dulce de carácter, y hube de admitir que lo que nos

estaba sucediendo no era culpa suya sino mía. Pero me habría gustado que pudiera ser más optimista.

—Quédate aquí. Voy a ir hasta esas caravanas y pediré un taxi por teléfono —le dije.

—¿Un taxi? —dijo Edna, con la boca fruncida, como si fuera la primera vez en la vida que oía tal cosa.

—Habrá taxis —dije, e intenté sonreírle—. En todas partes hay taxis.

—¿Y qué piensas decirle al taxista cuando llegue? ¿Que el coche que robamos se ha averiado y

necesitamos que nos lleve a algún sitio para agenciarnos otro? Será fantástico, Earl.

—Ya me encargaré yo de hablar con él —dije—. Tú escucha la radio unos diez minutos y luego vete

andando hasta la carretera como si no ocurriese nada raro. A ve si Cheryl y tú lo sabéis hacer. Ella no

debe saber nada de este coche.

—Como si no fuéramos ya bastante sospechosos. —Edna alzó la vista hacia mí en la cabina iluminad a

del coche—. No piensas correctamente, ¿lo sabes, Earl? Cree que el mundo es estúpido y tú eres muy

inteligente. Pero no es así. Me das pena. Podrías haber llegado a ser alguien, pero las cosas se te

torcieron en alguna parte.

Pensé un instante en el pobre Danny. Era veterano de guerra y estaba loco como un cencerro, y me

alegré de que se hubiese librado de todo aquello.

—Mete a la niña en el coche —dije, tratando de ser paciente—. Estoy tan hambriento como tú.

—Estoy cansada de todo esto —dijo Edna—. Ojalá me hubiese quedado en Montana.

—Pues vuelve a Montana mañana por la mañana —le dije—. Te compraré el billete y te acompañaré al

autobús. Pero mañana, no antes.

—Sigue así, Earl.

Se hundió en el asiento, apagó las luces con un pie y conectó la radio con el otro.

Aquella comunidad de caravanas era la mayor que había visto en mi vida. Debía de hallarse vinculada

de algún modo a la planta industrial que seguía iluminada más abajo, pues de cuando en cuando algún

coche salía de una de las calles formadas por las caravanas, torcía en dirección a la fábrica y

finalmente, muy despacio, accedía a su interior. Todo en aquella fábrica era blanco, y las caravanas —

idénticas todas ellas— también eran blancas. Un zumbido grave salía de la fábrica, y al ir acercándome

pensé que no me habría gustado trabajar en ella.

Me encaminé directamente a la primera caravana iluminada, y llamé a la puerta metálica. En la

gravilla, al pie de los peldaños de madera, había unos cuantos juguetes desperdigados. La televisión,

que instantes antes había oído en el interior, cesó de pronto. Luego una mujer dijo algo, y después se

abrió la puerta.

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En el umbral, ante mí, había un rostro ancho y amistoso. Me sonrió y se adelantó, como si fuera a salir,

pero se detuvo en el escalón de arriba. Un niño negro asomaba tras sus piernas y me miraba con ojos

entrecerrados. En la caravana flotaba como un aura de que no hubiera nadie más en su interior, un

algo casi imperceptible que a lo largo de la vida yo había llegado a conocer bien.

—Siento molestar —dije—. Pero parece que esta noche tengo una racha de mala suerte. Me llamo Earl

Middleton.

La mujer me miró; luego miró hacia la noche, en dirección a la autopista, como si lo que acababa de

decirle fuera algo que ella pudiera ver con los ojos.

—¿Qué clase de mala suerte? —dijo, mirándome de nuevo.

—Se me ha averiado el coche en plena carretera —dije—. No puedo arreglarlo solo, y quería saber si

sería tan amable de dejarme utilizar un segundo su teléfono.

La mujer me dirigió una sonrisa perspicaz.

—Ya no sabemos vivir sin coche, ¿no es eso?

—Tiene usted toda la razón —dije yo.

—Son casi como nuestro corazón —dijo ella. La cara le brillaba a la débil luz de la bombilla que había

al lado de la puerta—. ¿Dónde se le ha quedado el coche?

Me volví y miré hacia la oscuridad, pero no pude ver nada: el coche estaba oculto entre los álamos.

—Por allí —dije—. Desde aquí no puede verse; está muy oscuro.

—¿Cuántos son? —dijo la mujer—. ¿Está con usted su esposa?

—Se ha quedado en el coche con la niña y el perrito —dije—. Mi hija se ha dormido. Si no, me habrían

acompañado.

—No debería dejarlas solas con esta oscuridad —dijo la mujer, y frunció el ceño—. Hay mucho

indeseable suelto.

—Lo mejor será que vuelva cuanto antes. —Traté de parecer sincero, pues todo lo que había dicho,

salvo que Cheryl dormía y que Edna era mi esposa, era verdad. La verdad puede resultarte útil si

permites que lo sea, y yo quería servirme de ella—. Le pagaré la llamada —le dije a la mujer—. Si me

trae el teléfono a la puerta, puedo llamar desde aquí mismo.

La mujer volvió a mirarme como si buscara su propia verdad sobre el asunto, y luego miró otra vez

hacia la noche. Parecía tener unos sesenta y tantos años, aunque no podría asegurarlo.

—¿Verdad que no va a robarme, señor Middleton? —Sonrió, como si se tratara de una broma entre

nosotros.

—Esta noche no —dije, y le dediqué una sonrisa genuina—. Esta noche no estoy en ello. Quizá en otra

ocasión.

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—En tal caso, supongo que Terrel y yo podemos dejarle usar el teléfono aunque no esté papá en casa,

¿no crees, Terrel? Señor Middleton, le presento a mi nieto, Terrel Junior. —Puso la mano sobre la

cabeza del niño y le miró—. Terrel no habla. Pero si supiese hablar le diría que puede usted usar

nuestro teléfono. Es un encanto de niño.

La mujer abrió la puerta de tela metálica y me invitó a pasar.

Era una caravana grande, con una alfombra y un sofá nuevos y una sala de estar tan amplia como la de

una casa común y corriente. De la cocina llegaba un aroma apetitoso y dulce; el ambiente general no

era el de un acomodo temporal sino el de un hogar nuevo y confortable. Yo he vivido en caravanas,

pero eran remolques de mala muerte con una sola habitación y sin retrete, y siempre me parecieron

exiguos y tristes, aunque a veces he pensado que quizá era yo quien se sentía desdichado en ellas.

Había un gran televisor Sony y un montón de juguetes esparcidos por el suelo. Vi un autocar

Greyhound como el que le había comprado a Cheryl. El teléfono estaba junto a un sillón nuevo de

cuero, y la mujer me indicó con un gesto que me sentara para llamar, y me dio el listín de teléfonos.

Terrel se puso a jugar con sus cosas y la mujer se sentó en el sofá, mirándome y sonriendo.

Había tres empresas de taxis: tres series de números con una sola cifra diferente. Marqué los números

por orden y no obtuve respuesta hasta el último, que contestó con el nombre de la segunda empresa.

Expliqué que estaba en la carretera, más allá del paso elevado de la interestatal, y que necesitaba antes

de nada llevar a mi esposa e hija a la ciudad, y que de contratar una grúa me ocuparía más tarde.

Mientras explicaba el lugar donde me encontraba, busqué el nombre de un servicio de grúa para

decírselo al taxista en caso de que me lo preguntara.

Cuando colgué, la negra me miraba con los mismos ojos con que había mirado antes a la noche; una

mirada que parecía exigir la verdad de lo mirado. Sin embargo, sonreía. Debía de recordarle algo que

le era grato recordar.

—Tiene una casa preciosa —dije, y me eché hacia atrás en el sillón, que era tan confortable como el

asiento del conductor del Mercedes y en el que no me habría importado arrellanarme un rato.

—Esta no es nuestra casa, señor Middleton —dijo la negra—. Todas estas caravanas son de la empresa.

Nos las dejan gratis. Tenemos nuestra propia casa en Rockford, Illinois.

—Maravilloso —dije.

—Estar lejos de la propia casa no es nunca maravilloso, señor Middleton; aunque sólo llevamos aquí

tres meses y todo será más fácil cuando Terrel Junior empiece a ir a esa escuela especial. Mire, nuestro

hijo murió en la guerra, y su mujer se largó sin llevarse a Terrel Junior. Pero no se preocupe usted. El

no nos entiende. Su almita no sufre. —La mujer entrelazó las manos sobre el regazo y sonrió con

expresión satisfecha. Era atractiva, y llevaba un vestido floreado azul y rosa que la hacía parecer más

grande de lo que en realidad era: la mujer adecuada para el sofá donde se había sentado. Era la

estampa de la bondad, y me alegré de que fuera capaz de vivir con aquel nieto aquejado de alguna

dolencia cerebral en un lugar donde nadie en su sano juicio soportaría vivir un solo minuto—. ¿Dónde

vive usted, señor Middelton? —dijo en tono cortés, sonriendo con la misma afabilidad de siempre.

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—Mi familia y yo estamos de paso —dije—. Soy oftalmólogo, y ahora volvemos a Florida, donde nací.

Voy a abrir un consultorio en algún pueblo donde haga buen tiempo todo el año. Todavía no he

decidido dónde.

—Florida es precioso —dijo la mujer—. Creo que a Terrel le gustaría.

—¿Me permite que le pregunte una cosa? —dije.

—Claro que sí —dijo la mujer. Terrel se había puesto a empujar su Greyhound por la pantalla del

televisor, arañó el cristal e hizo unaraya que no podía dejar de verse—. Deja de hacer eso, Terrel

Junior —dijo sin alterarse la mujer. Pero Terrel siguió empujando su autobús por el cristal, y ella

volvió a sonreírme como si ambos entendiéramos algo triste. Pero yo sabía que Cheryl nunca

estropearía un televisor. Respetaba las cosas bonitas, y me dio lástima aquella mujer que había de

soportar que Terrel no supiera respetarlas—. ¿Qué quería preguntarme? —dijo la mujer.

—¿Qué es lo que hacen en esa especie de fábrica? ¿En ese sitio iluminado que hay detrás de las

caravanas?

—Oro —dijo la mujer, y sonrió.

—¿Cómo dice?

—Oro —dijo la negra, sonriendo tal como venía haciendo casi todo el rato desde mi llegada—. Es una

mina de oro.

—¿Quiere decir que sacan oro de ese sitio? —dije, señalando con el dedo.

—Día y noche —dijo con sonrisa satisfecha.

—¿Trabaja ahí su marido? —dije.

—Es el ensayador —dijo ella—. Controla la calidad. Trabaja tres meses al año, y el resto del tiempo lo

pasamos en nuestra casa de Rockford. Hemos esperado mucho tiempo para conseguir esto. Nos alegra

tener aquí a nuestro nieto, pero no puedo decir que vaya a lamentar que tenga que dejarnos. Queremos

empezar una nueva vida. —Me dirigió una abierta sonrisa, y después sonrió a Terrel, que la miraba

maliciosamente desde el suelo—. Ha dicho que tenía una hija —dijo la negra—. ¿Cómo se llama?

—Irma Cheryl —dije—. Como mi madre.

—Muy bonito. Y es una niña sana. Lo noto en su cara —dijo mirándome. Miró a Terrel Junior de

forma compasiva.

—Puedo considerarme afortunado —le dije.

—Hasta ahora lo es. Pero los niños traen pesares del mismo modo que traen alegrías. Nosotros fuimos

infelices durante mucho tiempo, antes de que mi marido consiguiera este empleo en la mina de oro.

Ahora, cuando Terrel empiece a ir a esa escuela, volveremos a ser niños. —Se puso en pie—. No vaya a

perder el taxi, señor Middleton —dijo dirigiéndose hacia la puerta, aunque sin forzarme a marcharme.

Era demasiado cortés para hacer algo semejante—. Si nosotros no podemos ver el coche, lo más

probable es que el taxista tampoco pueda verlo.

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—Cierto. —Me levanté del sillón sobre el que había pasado un rato tan cómodo—. Nosotros no hemos

cenado aún, y su comida me recuerda lo hambrientos que debemos de estar todos.

—En la ciudad hay buenos restaurantes, ya los encontrará —dijo la negra—. Siento que no haya

conocido a mi esposo. Es un hombre maravilloso. Lo es todo para mí.

—Dígale que agradezco lo del teléfono —dije—. Me han salvado ustedes.

—No ha sido difícil —dijo la mujer—. A todos nos pusieron en la tierra para que salváramos a nuestros

semejantes. No he hecho más que ayudarle a seguir hacia lo que le está esperando.

—Esperemos que algo bueno —dije, adentrándome de espaldas en la noche.

—Confío en ello, señor Middleton. Terrel y yo confiamos en ello.

Le hice adiós con la mano mientras caminaba hacia el Mercedes oculto en la tiniebla de la noche.

Cuando llegué, el taxi estaba ya esperando. Había visto sus pequeños pilotos rojos y verdes desde el

otro lado del arroyo seco, y ello me hizo temer que Edna estuviera ya diciendo algo que pudiera

meternos en un lío, algo acerca del coche o del lugar de donde veníamos, algo que pudiera hacer que el

taxista sospechara de nosotros. Entonces pensé que nunca llegaba a planear bien las cosas. Siempre se

abría un abismo entre mis planes y los hechos; yo me limitaba a reaccionar ante las cosas a medida que

se iban produciendo, o a confiar en que me ahorraría los problemas. A los ojos de la ley, yo era un

delincuente. Pero yo siempre había visto las cosas de otro modo: a mis ojos no era un delincuente. Ni

tenía intención de serlo, lo cual era verdad. Pero tal como leí una vez en una servilleta, entre la idea y el

acto hay todo un mundo. Y yo había tenido siempre dificultades con mis actos, que con frecuencia eran

actos delictivos, y mis ideas, tan buenas como el oro que sacaban en aquella mina iluminada en medio

de la noche.

—Estábamos esperándote, papá —dijo Cheryl cuando crucé la carretera—. El taxi ya ha llegado.

—Ya lo veo, cariño —dije, y la abracé con fuerza. El taxista, sentado al volante, fumaba con las luces

interiores encendidas. Edna estaba apoyada en el maletero, entre las dos luces de posición, y llevaba

puesto su sombrero—. ¿Qué le has dicho? —dije cuando estuve cerca de ella.

—Nada —dijo ella—. ¿Qué iba a decirle?

—¿Ha visto el coche?

Edna echó una ojeada en dirección a los álamos donde habíamos escondido el Mercedes. En la negrura

reinante no podía verse nada, pero oí a Duke husmeando en el sotobosque; seguía alguna pista, y su

pequeño collar tintineaba en la oscuridad.

—¿Adónde vamos? —dijo Edna—. Estoy tan hambrienta que podría desmayarme.

—Edna está enfadadísima —dijo Cheryl—. Hasta me ha dado un cachete.

—Todos estamos muy cansados, cariño —dije—. Así que trata de ser más amable.

—Ella no es nunca amable —dijo Cheryl.

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—Corre a buscar a Duke —dije—. Y vuelve en seguida.

—Parece que las preguntas que yo hago son las menos urgentes —dijo Edna.

Le pasé el brazo por los hombros.

—Eso no es cierto.

—¿Has encontrado en las caravanas a alguien con quien te hubiese gustado quedarte? Has tardado

mucho.

—¿Por qué dices eso, Edna? —dije—. Sólo pretendía hacer que todo pareciese normal; no quiero que

nos metan en la cárcel.

—Que te metan, querrás decir.

Edna rió con una risita que no me gustó.

-Exacto. Para que no me metan. Soy yo el que acabaría en chirona. —Me quedé mirando hacia aquel

enorme complejo de edificios blancos y luces blancas del que ascendían penachos de humo blanco hacia

el despiadado cielo de Wyoming, y todo aquel montaje de edificios parecía un castillo inverosímil que

emitiera un zumbido en un sueño deformado—. ¿Sabes lo que son esos edificios? —le dije a Edna, que

no se había movido y que parecía no sentir el más mínimo deseo de moverse nunca más.

—No. Pero la verdad es que me da igual, porque no es un motel ni un restaurante.

—Es una mina de oro —dije, mirando hacia la mina, la cual, según sabía ahora, estaba mucho más

lejos de nosotros de lo que parecía; pero la veíamos gigantesca y próxima, recortada contra el cielo

helado. Pensé que, en lugar de aquellas luces y espacios sin vallar, lo lógico habría sido que hubiera un

muro y guardias de seguridad. Daba la sensación de que cualquiera podía entrar y llevarse lo que le

viniera en gana, del mismo modo que yo me había acercado hasta el remolque de la mujer negra y

usado su teléfono. Pero se trataba, corlo es lógico, de una impresión desatinada.

Edna, en aquel momento, se echó a reír. No con la risa malévola que no me gustaba, sino con una risa

en la que había algo de afectuoso, la risa abierta que celebra una broma, la risa con la que reía cuando

la vi por vez primera, en el East Gate Bar de Missoula, en 1979, una risa que reíamos los dos juntos

cuando Cheryl aún vivía con su madre y yo tenía un empleo fijo en el canódromo y no me dedicaba a

robar coches y a pasar cheques sin fondos en las tiendas. Un tiempo mejor en todos los sentidos. Y por

alguna razón me hizo reír el simple hecho de oír la risa de Edna, y reímos juntos, y nos quedamos allí

en la oscuridad, detrás del taxi, riéndonos de aquella mina de oro en pleno desierto, yo con el brazo

sobre sus hombros y Cheryl correteando con Duke y el taxista fumando en el taxi y nuestro Mercedes

Benz robado —que tan bien nos habría venido a todos en Florida— hundido hasta los ejes en la arena,

en un rincón donde ya jamás volvería a verlo.

—Siempre me he preguntado cómo sería una mina de oro —dijo Edna, aún riendo, secándose una

lágrima de un ojo.

—Yo también —dije—. Siempre me picó la curiosidad.

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—Menudo par de tontos estamos hechos, ¿eh, Earl? —dijo ella, incapaz de dejar de reír totalmente—.

Somos tal para cual.

—Podría ser una buena señal, esa mina ¿No crees? —dije.

—¿Una buena señal? Imposible. No es nuestra. No tiene autoservicio para llevarnos lo que nos

apetezca. —Seguía riendo.

—Al menos la hemos visto —dije, señalándola—. Está ahí mismo. Puede significar que estamos

acercándonos. Hay gente que ni siquiera ve una en toda su vida.

—¿Y nosotros la hemos visto, Earl? Y un cuerno —dijo ella—. Y un cuerno.

Y dio media vuelta y subió al taxi.

El taxista no preguntó nada sobre el coche, ni se interesó por dónde estaba; no parecía haber notado

nada extraño. Ello me hizo pensar que habíamos logrado zafarnos del Mercedes, y que no podrían

relacionarnos con él hasta mucho más tarde, si es que llegaban a hacerlo. Mientras conducía, el taxista

nos habló largo y tendido de Rock Springs; dijo que la mina de oro había atraído a mucha gente en los

últimos seis meses, gente de todas partes, hasta de Nueva York, y que la mayoría de ella vivía en las

caravanas. La marea de prosperidad, dijo, había hecho que llegaran prostitutas de Nueva York —

«chicas de vida alegre», dijo—, y por las calles de la ciudad pululaban todas las noches Cadillacs con

matrícula de Nueva York llenos de negros con grandes sombreros, los chulos de las chicas. Explicó que,

en los últimos tiempos, todo el que subía a su taxi quería saber dónde estaban esas chicas, y que cuando

recibió nuestra llamada estuvo a punto de no venir a recogernos, porque algunas de las caravanas eran

burdeles que la propia mina proporcionaba a ingenieros y técnicos de ordenador a los que el trabajo

había alejado de sus casas. Dijo que estaba harto de ir y venir del campamento para aquel indigno

asunto. Dijo que 60 minutos hizo incluso un programa sobre Rock Springs que dio lugar a un gran

escándalo en Cheyenne, pero que nada podía hacerse mientras durase el boom.

—Es el fruto de la prosperidad —dijo el taxista—. Yo prefiero ser pobre, y ser como soy me parece una

suerte.

Dijo después que los precios de los moteles estaban por las nubes, pero tratándose de una familia iba a

llevarnos a uno aceptable y de precio módico. Pero yo le dije que queríamos un hotel de primera en

donde aceptaran anímales, y que el dinero no importaba porque habíamos tenido un día muy duro y

queríamos terminarlo a lo grande. Yo sabía que la policía busca ante todo en hoteles mínimos y

anónimos y que es en ellos donde acaban encontrándote. A la gente con problemas que he conocido

siempre la detenían en hoteles baratos y albergues turísticos de los que nadie ha oído hablar en su vida.

Nunca, en cambio, en un Holiday Inn o un TraveLodge.

Le pedí que primero nos llevara hasta el centro para que Cheryl pudiera ver la estación de ferrocarril,

y mientras estábamos allí vi un Cadillac rosa con matrícula de Nueva York y antena de televisión,

conducido por un negro con un gran sombrero, deslizándose despacio por una calle estrecha en la que

únicamente había bares y un restaurante chino. Una imagen singular, algo absolutamente inesperado.

—Ahí tienen, el elemento criminal en estado puro —dijo el taxista con aire triste—. Siento que

personas como ustedes tengan que ver algo así. Tenemos una ciudad bonita, pero hay quienes la

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quieren arruinar. Antes había formas de eliminar a la gentuza y a los criminales, pero esos tiempos se

fueron para siempre.

—Usted lo ha dicho —dijo Edna.

—No deje que eso le deprima —dije yo—. Hay más gente como usted que como ellos. Y la habrá

siempre. Usted es la mejor publicidad de esta ciudad. Sé que Cheryl lo recordará a usted y no a ese

tipo, ¿verdad, Cheryl? —Pero Cheryl se había ya dormido para entonces, con Duke en los brazos.

El taxista nos llevó al Ramada Inn de la autopista interestatal, no lejos de donde habíamos tenido que

abandonar el coche. Al pasar bajo la marquesina del Ramada sentí cierta punzada de pesar: me habría

gustado hacerlo en un Mercedes color arándano y no en un castigado y viejo Chrysler conducido por

un taxista quejumbroso. Aunque sabía que era preferible de aquel modo. Estábamos mejor sin aquel

coche; es más, cualquier coche era mejor que aquel Mercedes, pues fue en él donde la suerte nos dio la

espalda.

Me registré con nombre supuesto y pagué la habitación en metálico para que no me hicieran preguntas.

En el recuadro donde ponía «Empresa» escribí «Oftalmólogo», y añadí «doctor» delante de mi nombre.

Me gustó cómo quedaba, aunque no fuera mi nombre.

Al llegar a la habitación, que como había pedido daba a la parte de atrás del edificio, dejé a Cheryl en

una de las camas y a Duke a su lado, para que durmieran juntos. Cheryl no había cenado, pero no

importaba demasiado; por la mañana despertaría hambrienta, y podría comer cuanto le viniera en

gana. A ningún niño le sucede nada por quedarse sin comer de cuando en cuando. Yo perdí muchas

comidas en mi infancia, y no he salido tan mal parado.

—Vamos a comer pollo frito —le dije a Edna cuando salió del baño—. Los Ramada tienen un pollo

frito estupendo, y he visto que aún tienen abierto el restaurante. Podemos dejar aquí a Cheryl,

durmiendo tranquilamente, hasta que volvamos.

—Creo que ya no tengo apetito —dijo Edna. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la noche. Más

allá de su cuerpo alcancé a ver en el cielo un resplandor como de niebla amarillenta. Por espacio de un

instante pensé que era la mina de oro que iluminaba el cielo nocturno a lo lejos, pero no era más que la

autopista.

—Podemos pedir que nos lo suban —dije—. Lo que te apetezca. Hay una carta encima de la guía de

teléfonos. Podrías tomar sólo una ensalada.

—Come tú —dijo ella—. Yo ya no tengo hambre. —Se sentó en la cama junto a Cheryl y Duke y les

miro con dulzura y puso la mano en la mejilla de Cheryl como para comprobar si tenía fiebre—. Bonita

—dijo Edna—. Todo el mundo te quiere, pequeña.

—¿Qué quieres hacer? —dije—. Yo quiero comer. A lo mejor pido que me suban algo de pollo.

—Claro, por qué no —dijo ella—. Es tu plato favorito. —Y me sonrió desde la cama.

Me senté en la otra cama y marqué el número del servicio de habitaciones. Pedí pollo, ensalada verde,

patata asada y un panecillo, y una ración de tarta de manzana caliente y té con hielo. Caí en la cuenta

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de que no había comido en todo el día. Cuando colgué el teléfono vi que Edna estaba mirándome, no

con odio o con amor, sino como si hubiera algo que no entendiera y fuera a pedirme que se lo explicara.

—¿Desde cuando es tan ameno mirarme? —dije, y le sonreí. Intentaba mostrarme amistoso. Sabía lo

cansada que debía estar. Eran más de las nueve.

—Estaba pensando en lo odioso que se me hace estar en un motel sin coche propio. ¿No es gracioso? Me

empecé a sentir así anoche, al pensar que el Mercedes no era mío. Creo que ese coche color púrpura me

pus o los pelos de punta, Earl.

—Uno de esos coches que hay ahí fuera es tuyo —dije—. Míralos bien desde la ventana y elige.

—Ya lo sé —dijo Edna—. Pero no es lo mismo, ¿no crees? —Alargó el brazo y cogió su sombrero

Bailey azul, se lo puso y se lo echó hacia atrás, a lo Dale Evans. Estaba adorable—. Antes me gustaba ir

a los moteles —dijo—. Son lugares secretos, y libres. Yo nunca pagaba, claro. Pero me sentía a salvo de

todo y libre de hacer lo que quisiera, porque había tomado la decisión de estar allí y pagar ese precio, y

lo demás era lo bueno. Joder y todo eso, ya me entiendes.

Me dirigió una sonrisa bondadosa.

—¿Y no son así las cosas ahora?

Estaba sentado en la cama, mirándola, sin saber qué era lo que iba a contestarme.

—Yo diría que no, Earl —dijo, y se quedó mirando a través de la ventana—. Tengo treinta y dos años y

voy a tener que dejar de ir a moteles. Ya no puedo seguir alimentando fantasías.

—¿No te gusta esto? —dije, y miré a mi alrededor. Me agradaban los cuadros modernos y la cómoda y

el televisor de pantalla grande. Me parecía un lugar francamente bueno, teniendo en cuenta los otros

donde habíamos estado.

—No, no me gusta —dijo Edna con convicción—. Pero de nada sirve que me enfade contigo por eso. La

culpa no es tuya. Haces todo lo que puedes por todo el mundo. Pero en todos los viajes aprendes algo. Y

yo he aprendido que tengo que dejar de ir a moteles antes de que me ocurra alguna desgracia. Lo

siento.

—¿A qué te refieres? —dije, porque en realidad no sabia lo que pretendía hacer, aunque debería

haberlo adivinado.

—Me parece que sacaré ese billete de que hablabas antes —dijo Edna, y se puso en pie y se quedó de

cara a la ventana—. Puedo salir mañana. De todos modos, no tenemos coche.

—Vaya, estupendo —dije, sentado en la cama. Me sentía como sí acabara de sufrir una conmoción.

Quería decirle algo, discutir con ella, pero no se me ocurría nada apropiado. No quería enfurecerme,

pero estaba furioso.

—Tienes derecho a enfadarte conmigo, Earl —dijo ella—, pero en realidad no creo que puedas

reprochármelo.

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Se volvió hacia mí y se sentó en el alféizar, con las manos en las rodillas. Alguien llamó a la puerta, y yo

grité que dejaran la bandeja en el suelo y me lo cargaran en la cuenta.

—Me temo que sí te lo reprocho —dije, y estaba furioso. Pensé que habría podido desaparecer en aquel

campamento de caravanas y no lo había hecho; que había regresado para salvar aquel contratiempo y

había tratado de tomar las riendas de la situación cuando las cosas se ponían feas para todos.

—Pues no lo hagas. Preferiría que no lo hicieras —dijo Edna, y me sonrió como si quisiera que la

abrazase—. Todo el mundo tendría que poder elegir, ¿no crees, Earl? Aquí estoy, en mitad de un

desierto que no conozco en absoluto con un coche robado, en una habitación de hotel bajo nombre

supuesto, sin un céntimo, con una criatura que no es mía, con la policía sobre mis pasos. Y tengo la

posibilidad de librarme de todo eso con sólo tomar un autobús. ¿Qué harías en mi lugar? Sé

exactamente lo que harías.

—Crees que lo sabes —dije. Pero no quise empezar una discusión sobre el asunto y decirle lo que yo

podía haber hecho y no había hecho. Porque no habría servido para nada. Cuando se llega al terreno

de las discusiones, ha quedado ya atrás la posibilidad de lograr que alguien cambie de opinión, aunque

suela pensarse que es justo lo contrario, y tal vez lo sea para cierto tipo de gente, pero nunca con la

gente que yo trato.

Edna me sonrió, cruzó el cuarto y me rodeó con sus brazos sin que yo me hubiera levantado de la cama.

Cheryl se dio la vuelta hacia un costado, nos miró y sonrió; luego cerró los ojos y la habitación quedó

en silencio. Y yo empezaba a pensar en Rock Springs del modo en que —sabía— habría de pensar ya

siempre: una ciudad envilecida, plagada de delincuencia y de prostitución y de desencantos, el lugar en

donde una mujer me había dejado, y no el lugar en donde logré encarrilar mi vida de una vez por

todas, el lugar en donde vi una mina de oro.

—Cómete el pollo que has pedido, Earl —dijo Edna—. Luego nos meteremos en la cama. Estoy

cansada, pero quiero hacer el amor contigo. No se trata de que no te quiera, y lo sabes.

Avanzada ya la noche, mucho después de que se durmiera, me levanté y salí al aparcamiento. Podía ser

una hora cualquiera, porque la luz de la autopista seguía helando el cielo bajo y el gran rótulo rojo del

Ramada aún zumbaba inmóvil en la noche y no había ni la menor luminosidad en el este que indicase

una posible proximidad del alba. El aparcamiento estaba atestado de coches aparcados en batería;

había unos cuantos con maletas atadas a las bacas y los maleteros vencidos por el peso de las

pertenencias que sus dueños llevaban consigo a algún lugar, a un hogar nuevo o a un centro de recreo

en las montañas. Me había quedado largo rato tendido en la cama después de que Edna se durmiera,

viendo a los Atlanta Braves en la televisión, tratando de no pensar en lo que sentiría al día siguiente

cuando viese partir el autocar, en cómo me sentiría al volverme y ver allí a Cheryl y a Duke, sin nadie

salvo yo para cuidar de ellos a partir de entonces; pensando en que lo primero que tendría que hacer

sería conseguir un coche y cambiarle las placas de la matrícula, y luego desayunar y emprender viaje

hacia Florida; y todo ello en un máximo de un par de horas, porque era obvio que el Mercedes estaría

menos oculto de día que de noche, y las noticias corren a velocidad vertiginosa. Siempre, desde que la

tengo conmigo, he cuidado a Cheryl personalmente. Jamás tuvo que hacerlo ninguna de mis

compañeras. A la mayoría de ellas ni siquiera parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así

yo pude cuidar de Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más duro. Aunque mi mayor

deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi mente dejara de estar en vilo a fin de hacer

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acopio de fuerzas para enfrentarme a lo que me esperaba. Pensé que la diferencia entre una vida con

éxito y una vida fracasada, entre yo en aquel instante y los propietarios de aquellos coches

perfectamente aparcados en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de la caravana del

campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de aptitud para alejar de la mente cosas como

éstas, para lograr que no te abrumaran, y tal vez también en el número de problemas con que tenías

que enfrentarte a lo largo de tu vida. Por azar o por voluntad, ellos se habían enfrentado a un menor

número de problemas, y por su propio carácter los habían olvidado antes. Y era eso lo que yo quería.

Menos problemas, menos recuerdos de problemas.

Me acerqué a un coche, un Pontiac con matrícula de Ohio, uno de los que llevaban bultos y maletas

atados en la baca y otra tanta carga en el maletero, a juzgar por las traseras hundidas. Miré al interior

por la ventanilla de volante. Había mapas y libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de plástico para

las latas de bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi juguetes y cojines y un cesto con un gato

que me miraba fijamente como si yo fuera la luna. Todo aquello me resultaba familiar; eran

exactamente las cosas que habría habido en mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció

asombroso, nada difería de mi idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó una sensación extraña y

me volví y alcé los ojos hacia las ventanas de la fachada trasera del motel. Todas estaban oscuras salvo

dos: la mía y otra. Y me pregunté —porque la situación se me antojó extraña— qué pensaría cualquier

mortal de un hombre a quien viera en mitad de la noche mirando el interior de los coches aparcados en

un Ramada Inn. ¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba de

prepararse para un día en el cual se abatiría sobre él un gran problema? ¿Pensaría que le estaba a

punto de dejar su amiga? ¿Pensaría que tenía una hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier

otro mortal, como él mismo?

en Rock Springs, 1987

Richard Ford

https://narrativabreve.com/2013/07/cuento-de-richard-ford-rock-springs.html

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Los colores del cielo

EXPERIENTIA DOCET ONDAS ARTÍCULO 24 DE 24

Imagen: Pixabay

Newton sugirió que los colores aparentes de los objetos dependen de qué color se refleja o dispersa más

fuertemente para quien observa el objeto. En general, no hay una forma sencilla de predecir a partir de la

estructura de la superficie, de la composición química o de cualquier otro factor qué colores reflejará o

dispersará una sustancia. Eso no quiere decir que existan, sino que se basan en modelos matemáticamente

muy complejos. Sin embargo, algo que la mayoría de nosotros vemos todos los días se puede explicar de una

forma bastante simplificada a la par que instructiva: los colores del cielo

Thomas Young demostró experimentalmente que diferentes longitudes de onda de la luz corresponden a

diferentes colores. La longitud de onda de la luz se puede especificar en unidades de nanómetros (nm; 1 nm =

10-9 m) o, alternativamente, en ångstroms (Å), el nombre de Anders Jonas Ångstrom, un astrónomo sueco

que, en 1862, utilizó técnicas espectroscópicas para detectar La presencia de hidrógeno en el Sol. Un

ångstrom es igual a 10-10 m. El rango del espectro visible para los humanos es de aproximadamente 400 nm

(4000 Å) para luz violeta a, aproximadamente, 700 nm (7000 Å) para la luz roja.

Los pequeños obstáculos pueden dispersar la energía de una onda incidente de cualquier tipo en todas las

direcciones, y la cantidad de dispersión depende de la longitud de onda. Como regla general, cuanto mayor

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sea la longitud de onda en comparación con el tamaño del obstáculo, menor será la dispersión de la onda por

el obstáculo. Para partículas más pequeñas que una longitud de onda, la cantidad de dispersión de luz varía

inversamente con la cuarta potencia de la longitud de onda. Por ejemplo, como la longitud de onda de la luz

roja es aproximadamente el doble de la longitud de onda de la luz azul, la dispersión de la luz roja es solo

alrededor de un dieciseisavo* de la dispersión de la luz azul.

Imagen: Pixabay

Con este simple dato ya sabemos por qué el cielo de mediodía de un día despejado es azul. La luz del Sol se

dispersa por las moléculas y las micropartículas partículas de polvo presentes en las capas altas de la

atmósfera. Todos estos obstáculos tienen dimensiones muy pequeñas en comparación con las longitudes de

onda de la luz visible. Por lo tanto, en un día claro, la luz dispersa mucho más la luz de longitud de onda corta

(luz azul) que la luz de longitudes de onda más largas y, por así decirlo, llena la luz azul llena el cielo de

punta a punta. Debemos ser conscientes de que el color depende del observador. Cuando miras hacia arriba en

un cielo despejado, es principalmente esta luz dispersada la que entra en tus ojos. El rango de longitudes de

onda cortas dispersas (y la sensibilidad al color del ojo humano) conduce a la sensación de azul.

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Imagen: Pixabay

Pero, ¿qué ocurre un día con neblina cuando observamos la puesta de sol o el amanecer? Lo que nuestro ojo

recibe directamente del Sol es un haz de luz en el que las longitudes de onda más cortas se han dispersado

completamente por el camino, no así las longitudes de onda más largas. De esta forma percibes el cielo

alrededor del Sol poniente como rojizo.

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Imagen: Pixabay

Si la Tierra no tuviera atmósfera, no habría dispersión de la luz, el cielo aparecería negro y las estrellas serían

visibles durante el día. De hecho, comenzando en altitudes de aproximadamente 16 km, donde la atmósfera se

vuelve bastante fina, el cielo se ve negro y las estrellas se pueden ver durante el día, como han descubierto los

que hayan volado a gran altitud, incluidos los astronautas [2].

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Imagen: Pixabay

Si la luz es dispersada por partículas considerablemente más grandes que una longitud de onda (como las

gotas de agua en una nube), no hay mucha diferencia en la dispersión de diferentes longitudes de onda. Como

todas las longitudes de onda se dispersan, el resultado de su mezcla es blanco. Blanco color nube.

Imagen: Sergio Cambelo / flickr

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Ese azul grisáceo o parduzco que a menudo cubre las grandes ciudades es causado principalmente por

partículas emitidas por motores de combustión interna (automóviles, camiones, calderas de calefacción [3]) y

por plantas industriales. La mayoría de estas partículas contaminantes son invisibles, y varían en tamaño,

desde los 10-6 m hasta los 10-9 m. Dichas partículas proporcionan una base a la que se adhieren gases, líquidos

y otros sólidos. Estas partículas más grandes dispersan la luz y producen neblina. La gravedad tiene poco

efecto sobre las partículas [4] hasta que se vuelven muy grandes. Pueden permanecer en la atmósfera durante

meses si no se limpian por la lluvia, nieve o el viento en cantidad y tiempo suficientes.

Más información en Y el Sol se volvió azul

Notas:

[1] Un dieciseisavo (1/16) es 1 dividido entre 24.

[2] Por eso en la Luna, donde no hay atmósfera el cielo se ve negro y se ven las estrellas aun estando al sol.

Los conspiranoicos suelen citar las imágenes del cielo lunar negro pero sin estrellas como prueba de que los

viajes a la Luna fueron un montaje. Lo único que demuestran es que no saben de fotografía: si el sol está

presente tienes que tener muy poco tiempo de exposición y el obturador casi cerrado para que se vean cosas

que son muchísimo más brillantes para la cámara que las estrellas.

[3] Estas calderas funcionan con gasóleo, biomasa o…carbón. Por ejemplo, se estima que en Madrid Central a

comienzos de 2019 aun estaban operativas 200 calderas de carbón y unas 4000 de gasóleo (fuente). Las

calderas generan la mitad de las partículas que contaminan el aire (EEA).

[4] Que están en un fluido, en el aire, no en el vacío.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

https://culturacientifica.com/2019/04/02/los-colores-del-

cielo/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+CuadernoDeCulturaCientfi

ca+%28Cuaderno+de+Cultura+Cient%C3%ADfica%29

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El bosón de Higgs estudiado con todas las colisiones del LHC Run 2

Ya se están publicando en las conferencias de invierno (Moriond EW, Moriond QCD y Aspen 2019) nuevos

análisis de la física del bosón de Higgs. Los primeros que usan todos los datos del LHC Run 2, las colisiones

protón contra protón a 13 TeV c.m. recabadas entre 2016 y 2018. Por ejemplo, esta figura muestra el análisis

de CMS del canal de desintegración en cuatro leptones, H→ZZ→4ℓ (4e, 4µ y 2e2µ), usando 137.1 /fb

(inversos de femtobarn); recuerda que el Higgs se anunció en 2012 tras analizar unos 10 /fb de colisiones. El

acuerdo con las predicciones del modelo estándar (SM) para una masa m = 125.09 GeV/c² es tan bueno como

cabe esperar: se estima μ = 0.94 ± 0.07 (se predice µ=1) y σ = 2.73 ± 0.24 fb (se predice 2.76 ± 0.14 fb). Aún

así, hay mucha física del Higgs que costará décadas desvelar.

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Ya se han confirmado (alcanzando más de cinco sigmas de significación) el acoplamiento del Higgs a todos

los fermiones de tercera generación (leptón tau, quark bottom y quark top). En todos los casos el resultado

obtenido es compatible con las predicciones del modelo estándar. Para los fermiones de segunda generación

se requiere una fábrica de Higgs (un futuro colisionador específico); así que habrá que esperar.

Nos lo cuentan Marumi Kado, “Higgs Summary and Outlook,” Aspen, 25 Mar 2019 [indico], Dorival

Gonçalves, “Higgs Couplings,” Aspen, 25 Mar 2019 [indico], Caterina Vernieri, “Double Higgs

Production status and outlook,” Aspen, 25 Mar 2019 [indico]. Las figuras en esta entrada son de The CMS

Collaboration, “Measurements of properties of the Higgs boson in the four-lepton final state in proton-proton

collisions at √s = 13 TeV,” CMS PAS HIG-19-001 [CDS], The ATLAS collaboration, “Measurement of

Higgs boson production in association with a tt pair in the diphoton decay channel using 139 /fb of LHC data

collected at √s=13 TeV by the ATLAS experiment,” ATLAS-CONF-2019-004 [CDS].

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Esta figura de ATLAS muestra la producción asociada del Higgs junto a un par quark-antiquark top (pp→ttH,

con H→γγ) usando 139 /fb de colisiones del LHC Run 2. Se ha observado esta desintegración con 4.9 sigmas

y se ha medido una tasa de desintegración σttH×Bγγ = 1.59+0.43−0.39 fb, en buen acuerdo con el modelo estándar.

Un resultado similar ha sido publicado por CMS pero sin los datos de 2018 (35.9 /fb en 2016 y 41.5 /fb en

2017) alcanzando 4.1 sigmas.

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La mayor incógnita sobre el campo de Higgs en la actualidad es su potencial no lineal; la teoría premiada con

el Nobel de Física de 2013 asume la función más sencilla concebible (un potencial cuártico V(H) = −μ2 H2 + λ

H4, con λ = 0.13). Nos gustaría poder verificar que λ ≈ 0.13 y que no existe un término séxtico. Para ello se

requiere estudiar en detalle la producción simultánea de dos bosones de Higgs, canal H →HH. Con las

colisiones recabadas por el LHC hasta ahora (LHC Run 1 y LHC Run 2) es imposible. Habrá que esperar al

LHC Run 3 y al futuro HL-LHC para acercarnos a dicho objetivo.

Obviamente, a todos los físicos nos gustaría que la exploración de la física del campo de Higgs ofreciera

desviaciones respecto a la teoría de Brout–Englert–Higgs. Estas pequeñas desviaciones nos darán información

muy relevante sobre la estabilidad del universo. Pero requieren futuros colisionadores. Así que habrá que

esperar unas décadas para lograr la respuesta.

https://francis.naukas.com/2019/04/01/el-boson-de-higgs-estudiado-con-todas-las-colisiones-del-lhc-run-

2/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+naukas%2Ffrancis+%28La+Ci

encia+de+la+Mula+Francis%29

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"La desconocida", de Alexandr Blok (Rusia, 1880-1921)

Posted: 31 Mar 2019 07:33 AM PDT

Por las noches, sobre los restaurantes

el aire caliente es salvaje y sordo

y el duende corruptor de primavera

gobierna sobre el grito del borracho.

A lo lejos, sobre el polvo de callejas,

sobre el tedio de las dachas suburbanas,

la cara azul apenas se distingue,

se oye el llanto de niño.

Y detrás de los pasos a nivel,

ladeando el sombrero de copa,

pasean cada noche entre las zanjas

los graciosos de turno, con las damas.

Sobre el lago los escálamos chirrían

y se escuchan chillidos de mujer,

y en el cielo, acostumbrado a todo,

hace una mueca sin sentido el disco.

Y cada noche suele reflejarse

en mi vaso un único amigo,

calmado y aturdido como yo

por el líquido acre y misterioso.

Cerca de mí, junto a las otras mesas,

aguardan camareros soñolientos;

los borrachos, con ojos de conejo,

«In vino veritas» vocean.

Cada noche, a la hora convenida

(¿o acaso estoy soñando?),

un núbil cuerpo en sedas apresado

se desliza en la ventana turbia.

Moviéndose despacio entre los ebrios,

sin compañía alguna, siempre sola,

respirando perfumes y neblinas

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ella se sienta junto a la ventana.

Sus sedas rutilantes, tersas

traen el aroma de leyenda antigua,

y el sombrero de enlutadas plumas,

y la estrecha mano ensortijada.

Y encadenado por la extraña intimidad

yo miro más allá del velo oscuro,

y vislumbro la encantada orilla,

la encantada lejanía veo.

Me han confiado algún misterio oscuro,

me han entregado un sol que me es ajeno,

y todos los meandros de mi alma

están transidos por el vino acerbo.

Y veo en mi mente cómo oscilan

unas plumas de avestruz caídas,

y cómo florecen unos ojos

azules y sin fondo en la lejana orilla.

Yace en mi alma un tesoro enterrado

¡del que sólo yo tengo la llave!

¡Tenías tú razón, monstruo borracho!

Ahora ya lo sé: la verdad está en el vino.

Alexandr Blok, incluido en Poesía acmeísta rusa (Visor Libros, Madrid, 2013, ed. de Diana Myers, trad, de

Amaya Lacasa y Rafael Ruiz de la Cuesta).

Otros poemas de Alexandr Blok

Todos gritaban en las mesas redondas...

http://franciscocenamor.blogspot.com/2019/03/poema-del-dia-la-desconocida-de.html

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Tega enseña lenguaje

#CON_CIENCIA

Fuente: Affectiva

Tega cuenta historias a niños y niñas leyéndoles libros ilustrados. De vez en cuando les hace preguntas para

conocer su opinión acerca de lo que les ha contado, saber si le entienden, interesarse por el significado de

alguna palabra o conocer sus ideas sobre algún aspecto en particular de lo que les ha leído.

Al contar historias se mueve, adopta posturas diferentes y pone caras. También ilustra lo que cuenta con

imágenes que proyecta en una pantalla. Además, se fija y registra la expresión facial y la disposición corporal

de quien escucha el cuento; de esa forma sabe si le interesa y está atento a lo que dice. Y al acabar de leerle el

libro, le pide que se lo cuente con sus propias palabras.

Tega es un robot con cubierta de peluche que ha sido desarrollado por un equipo del Massachusetts Institute

of Technology (MIT) formado por ingenieros, informáticos y artistas. Lo han diseñado para que enseñe

lenguaje a niños y niñas de corta edad, y fue presentado a finales de enero pasado en Hawai, en la AAAI

Conference on Artificial Intelligence.

Tega ha demostrado ser competente en la tarea para la que fue creado. En el marco de un experimento leyó

cuentos a niños y niñas de entre 4 y 6 años de edad. Lo hizo en sesiones semanales de una hora de duración.

En un grupo las lecturas eran personalizadas. Cada vez que interactuaba con los chiquillos Tega aprendía,

sabía más de sus habilidades y conocimientos verbales. De esa forma, para la siguiente sesión escogía un

cuento más adecuado al nivel de competencia verbal de cada uno de ellos, tanto por las estructuras que eran

capaces de manejar como por el vocabulario que conocían. Y además, iba sustituyendo algunas palabras por

sinónimos menos conocidos.

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En un segundo grupo las lecturas no eran personificadas. Tega escogía al azar la historia de una biblioteca de

cuentos. Eso sí, cada dos semanas elevaba la dificultad del texto. Además de los dos grupos que interactuaron

con el robot, el equipo utilizó un grupo de control que no interactuó con Tega.

Varias semanas después de terminar las sesiones, el equipo evaluó el conocimiento de vocabulario en los dos

grupos experimentales y en el control. Todos los que habían interactuado con el robot habían mejorado sus

conocimientos verbales, pero los del grupo con los que Tega se había relacionado de forma personalizada

mejoraron más. En un test de conocimiento verbal cometieron un 23% menos de errores que antes de las

sesiones con el robot. Y la tasa de error de quienes no habían interactuado de forma personalizada con él solo

se redujo la mitad que la del grupo anterior. Los del grupo control no mejoraron.

Además de saber más vocabulario, los pequeños que habían interactuado con Tega de forma personalizada

contaban historias más largas y más complejas que los otros niños, y su lenguaje corporal indicaba que

prestaban una mayor atención al robot durante las sesiones.

No han creado Tega para que enseñe lenguaje como lo harían maestros y maestras. Lo han hecho para que

sirva de apoyo al personal docente y para su uso bajo circunstancias especiales. Pero uno no puede dejar de

pensar que cada vez son más los ámbitos en los que se diseñan robots para sustituir o “complementar”

actividades humanas. Antes pensábamos que los robots se limitarían a la manufactura, limpieza y tareas

repetitivas, en general. Pero ya hay muñecas sexuales robóticas, se proyectan androides que cuiden a

personas y, como acabamos de ver, se crean robots capaces de enseñar porque, entre otras habilidades, pueden

aprender.

Fuentes: Tega, a New Social Robot Platform; Tega; Smart and fluffy storytelling robot to be trialled in US

classrooms

——————-

Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de

Cultura Científica de la UPV/EHU

https://culturacientifica.com/2019/03/31/tega-ensena-

lenguaje/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+CuadernoDeCulturaCie

ntfica+%28Cuaderno+de+Cultura+Cient%C3%ADfica%29

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Reseña: “Transhumanismo” de Antonio Diéguez

“El objetivo de la técnica es el bienestar humano. Si perseguir ese bienestar conduce a la liquidación de

nuestra especie, estamos simplemente olvidando cuál ha sido y debe ser el objetivo de la técnica desde su

origen. [La] crisis de los deseos, el no saber qué desear, la desorientación en los fines, es uno de los síntomas

más peligrosos de la situación en la que nos ha situado la hipertrofia de la técnica. [Sobre] todo espero que el

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contenido de este libro contribuya a esbozar una visión equilibrada acerca de todo lo que se viene oyendo y

leyendo en los últimos años sobre ese futuro en el que tantas transformaciones extraordinarias se nos

anuncian”.

“La ciencia, incluyendo la investigación más puntera e innovadora, la hacen hoy equipos interdisciplinares.

[La] obsesión por los rankings de todo tipo se ha desatado, así como la presión por publicar. Todo el mundo

vive pendiente de los índices de calidad, del impacto de las revistas y de las ganancias económicas que la

propia investigación pueda generar. Una «ciencia fáustica». [La] tecnociencia se ve así obligada a hacer

grandes promesas. [Llamar] la atención para competir con éxito por los escasos fondos para la investigación.

[Las] promesas seductoras y espectaculares se vuelven necesarias. [Hasta] tal punto es así, que se ha hecho

próspero el «negocio de las promesas». Las promesas altisonantes y arriesgadas se han convertido en la carta

de presentación de disciplinas emergentes o que reclaman una fuerte financiación. [Pero] a nadie se le oculta

que esta inflación de promesas puede tener también efectos contraproducentes para el desarrollo de la propia

investigación”.

Me ha gustado la moderación del libro de Antonio Diéguez, “Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del

mejoramiento humano”, Herder (2017) [243 pp.]. Una visión centrada en el biomejoramiento humano

conducente hacia una utópica inmortalidad (quizás solo de nuestra mente en un cuerpo no biológico). Un libro

dirigido a todos los públicos, salvo quizás el cuarto capítulo, más filosófico que el resto, que se publica en una

editorial especializa en libros de filosofía.

Te recuerdo que Diéguez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga y

está considerado uno de los referentes internacionales en la filosofía de la Biología y de la Biotecnología.

Incluso si ya has leído a los grandes gurús del transhumanismo, la posición equilibrada de Diéguez te acabará

convenciendo. Y si no has leído nada sobre transhumanismo, este libro es la puerta de entrada ideal a esta idea

filosófica tan de moda. ¡Muy recomendable!

Tras la “Introducción” [pp. 11-17] encontramos cinco capítulos. En el primero se resuelve la cuestión de

principio, “¿Qué es el transhumanismo?” [pp. 19-50]. “El transhumanismo es una filosofía de moda; la utopía

del momento. [La] muerte no es inevitable. La muerte puede ser derrotada. Este es el lema principal. [La]

promesa definitiva de la inmortalidad, eso es toda la justificación que el transhumanismo necesita para

afianzarse y para constituirse en proyecto utópico. Es lo que han prometido siempre, de una forma u otra, las

grandes religiones”.

“Los inicios” nos presenta un resumen riguroso de la historia de esta utopía; desde More (1990) se remonta

hasta Huxley (1927), Haldane (1924) y Chardin (1915). Porque hay muchas “Modalidades del

transhumanismo”, aunque muchos hemos leído sobre el que está más de moda, el transhumanismo

tecnocientífico. El final de este capítulo es rotundo y preclaro: “Hay motivos de sobra para tomarse en serio el

transhumanismo y para considerar con detenimiento sus supuestos y sus previsiones. Quizás estas nos

enseñen más sobre el presente que sobre el futuro, pero aunque solo sea por eso, merecerá la pena la

indagación”.

El capítulo 2, “Máquinas superinteligentes, cíborgs y el advenimiento de la singularidad” [pp. 51-110], se

inicia con Fredkin (1979) en “Sueños con robots”: “Hay tres grandes acontecimientos en la historia. Uno, la

creación del universo. Otro, la aparición de la vida. El tercero, que creo de igual importancia, es la aparición

de la inteligencia artificial”. Moravec, Minsky y Kurzsweil, pero también Jastrow (“será nuestra progenie

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intelectual, no genética, la que heredará el universo”), que nos lleva a que “la única opción viable de

supervivencia ante el avance imparable de las máquinas superinteligentes [es] convertirse en una de ellas”.

“¿Deberían [los robots] tener capacidad y deseo de autoconservación y reproducción [para sernos útiles]?”

Más aún, “¿deberían tener cierto grado de autoconsciencia y de voluntad?” Moravec, Bostrom y muchos otros

afirman que será inevitable que las adquieran. ¿Serán los robots nuestros competidores aunque su nicho

ecológico no sea el mismo? La especie humana “¿debe considerar un motivo de orgullo y satisfacción su fin

bajo el dominio de la máquina?”

“La singularidad siempre está cerca”, según Kurzweil y su ley de los «rendimientos acelerados» será en 2045.

¿Serán humanas las máquinas futuras aunque no sean biológicas? Me gusta que Diéguez coincida conmigo

sobre la poca relevancia de la computación cuántica en este futuro, en contra de los deseos de Kurzweil. Y así

llegamos a “La era del cíborg ha comenzado”, donde se destaca la figura del nerocientífico rondeño (Ronda,

Málaga, España) Manuel Rodríguez Delgado, famoso por su experimento en el que controlaba a distancia la

agresividad de un toro bravo en un coso taurino. Pero el gran problema sigue siendo el mismo, “Una charla

con mis copias inmortales”, copias de mi mente en un ordenador, ¿sería una charla conmigo mismo? ¿Mi

identidad podría estar en dos lugares al mismo tiempo?

Así llegamos al capítulo 3, la especialidad de Diéguez, “El biomejoramiento: eternamente jóvenes, buenos y

brillantes” [pp. 111-164], sobre “La llegada de la biología sintética”. El futuro que prometen Moya, Venter y

la edición genética CRISPR-Cas9 requiere que vayamos “Atendiendo a los matices y a los argumentos”. El

biomejoramiento busca el bienestar humano, pero “no hay acuerdo acerca de qué debe entenderse por

bienestar”. Diéguez presenta los trece argumentos a favor del biomejoramiento y las dos principales críticas.

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“La naturaleza humana no tiene la respuesta” discute si el hombre está jugando a ser Dios. “El requisito para

ser un humano es haber nacido de otro ser humano”. Siguiendo a Ortega, “las especies no tienen naturaleza,

sino que tienen historia. [Pero] los rasgos que pueden considerarse como propios de la naturaleza humana son

productos contingentes de la evolución biológica y, por ende, están sujetos a posibles nuevos cambios

evolutivos”. ¿Podría cambiarlos el humano gracias a la tecnología? ¿Podría ser que “la manipulación genética

de nuestra especie termine por eliminar las bases biológicas de nuestra autocomprensión ética”? Aún así,

quedan “Algunos cabos sueltos”.

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“En qué medida todos estos avances tecnológicos son controlables y quién ejercerá dicho control”. Así

llegamos al orteguiano capítulo 4, “Hay que saber qué desear” [pp. 165-194], centrado en Meditación de la

técnica, de José Ortega y Gasset. “¿Por qué no Ortega?” nos muestra que Diéguez es seguidor del gran

filósofo español del siglo XX en su manera de pensar sobre la tecnología (que en su época se

llamaba técnica). “La crisis de los deseos como signo de nuestro tiempo” permea todo el libro y nos recuerda

que “Afinar en las distinciones es imprescindible”.

“La técnica es la reforma de la naturaleza con vistas al bienestar humano. [El] mejoramiento radical conduce

inevitablemente a la creación de un ser posthumano. [Desde] la perspectiva orteguiana, habría motivos de

sobra para rechazar este proyecto de transformación”. Las respuestas orteguianas a las propuestas del

transhumanismo nos llevan a un callejón sin salida. “No hay respuestas fáciles con las que afrontar la

situación. [Es] primordial evitar el error común de realizar juicios generales y definitivos, de lanzar condenas

o alabanzas globales. [El] trabajo no está hecho, hay que ponerse a ello”. Se siguen requiriendo reflexiones

filosóficas continuas sobre el avance de la técnica conforme va avanzando y van siendo posibles cosas que

parecían inconcebibles.

En el último capítulo, “Conclusiones: enfriando las promesas” [pp. 195-215], Diéguez nos confiesa que “no

conozco a nadie que no quiera vivir más de 100 años, quizás 150 (siempre que fuera en buenas condiciones

físicas y mentales). [Pero,] ¿querríamos vivir diez mil, o cien mil, o diez millones de años? [Un] periodo de

vida acotado en el tiempo fomenta la elaboración de un plan de vida, de una proyecto vital. Nuestra finitud

nos compele a hacer de nuestra vida algo con un sentido. [No] envejece el cuerpo, pero inevitablemente

envejece la mente, y cambiar de vida no la rejuvenece. [Nunca] podríamos volver a ver el mundo con ojos

nuevos”.

Se inicia el “El negocio de las promesas” con «la hipótesis de Ortega» (1929), “según la cuál el verdadero

progreso científico [lo] realizan los científicos de nivel medio, los proletarios de la ciencia, podríamos decir, y

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que es sobre ese trabajo sobre el que pueden edificar después sus logros los grandes genios”. Una idea

kuhniana décadas antes de Kuhn (1962). “El debate público sobre la biología sintética es una exigencia de la

sociedad. [Es] fundamental para el futuro de la ciencia cuidar este asunto, y sería un error pensar que el debate

abierto perjudica a la investigación. No tengo dudas de que estos resultados podrían ser extensibles a todas las

tecnologías implicadas en el biomejoramiento humano”.

Finaliza el libro con la extensa Bibliografía [pp. 217-239] y los Agradecimientos [pp. 241-243]. Sin lugar a

dudas un libro para reflexionar sobre nuestro presente y sobre nuestro futuro potencial.

https://francis.naukas.com/2019/04/01/resena-transhumanismo-de-antonio-

dieguez/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+naukas%2Ffrancis+%28

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INSTRUCCIONES-EJEMPLOS SOBRE LA FORMA DE TENER MIEDO, un cuento de Julio

Cortázar

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen.

Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. En la plaza del Quirinal, en

Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven

moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar

a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una

diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la

ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Escritor argentino Julio Cortázar

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo

del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes

muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos

cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe,

alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón,

felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las

piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

Cuentos de Julio Cortázar

https://narrativabreve.com/2014/03/cuento-julio-cortazar-forma-tener-miedo.html