El Recuerdo Del Ausente
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EL RECUERDO DEL AUSENTE.
Los dos viejecitos se levantaron temprano como de costumbre.
El se dirigió con paso lento al jardín a cuidar sus flores y ella a la cocina.
¡Esplendida mañana otoña! El sol lo ilumina todo con la tibia caricia de sus
rayos y daba aspecto de diamanticos a las gotas de rocio que la noche
había esparcido sobre las plantas. En un día como aquel, cinco años atrás,
un pelotón de jóvenes soldados se detuvieron delante de la puerta. El
sargento avanzando unos pasos, gritó:
Juan Salavert ¡las filas! ¡viva la patria!
Fue, ese, para los padres de Juan, un momento angustioso. Ayudándole a
preparar sus ropas , pusieron en las bolsillos las monedas que tenían a mano
y cuando estuvo listo, quedándose de pie como petrificado.
No perdamos tiempo gritó el sargento.
Vamos Papá, un abrazo. Ahora tú, mamá. Pronto vendré a verlos. La patria
está en peligro y necesita de sus soldados.
Les escribiré todos los días. No llores. Animo ánimo. ¿No ven que yo no
lloro?
No ven que me voy contento? Y lloraron los tres y se abrazaron fuertemente.61
Unos segundos más tarde, Juan Salavert avanzaba con paso militar entre
sus compañeros, la frente levantada y los ojos llenos de lágrimas.
Desde lejos se volvió, una vez más, para ver la casita y la amada silueta de
los padres.
¡La guerra! La guerra impuso a las madres el sacrificio más grande, les
arrancó de los brazos a sus hijos, fuertes y joviales y se los devolvió, aunque
no siempre, envejecidos, tristes o mutilados.
A los pocos días llegó la primera carta, extensa y rebosante de ternura. El
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correo era aguardando con impaciencia. Cuanto bien hacían las manos
rugosas y trémulas del viejo cartero, cada vez que alcanzaban un sobre en el
que se veía la letra del hijo. Pero un día y otro y otro, pasó de largo.
-¿Cómo? ¿No hay carta de Juan?
-Hoy no,
Imposible, fíjese mejor. . . Anoche soñé que me escribía.
Y revisaban los dos: La madre y el cartero. Nada.
Desde puntos lejanos llegaba el eco de los estampidos. Los cañones
cumplían su misión devastadora y trágica. Las bocas enormes apuntaban
hacia las ciudades para derrumbar en un minuto, lo que había sido
construido en siglos de trabajo incesante. Aquellos estampidos estremecían
de horror el corazón de las madres, de las hermanas, de las novias.
Y sucedió lo inevitable. Una bala hirió mortalmente a Juan Salavert en el
hombro izquierdo. Sus compañeros, otros muchachos como él, avanzaban
enloquecidos entre nubes de polvo y humo. El herido, bajo la acción de la 62
fiebre, vio entonces reproducirse ante sus ojos la escena de la despedida y
sus labios se movieron para pronunciar estas palabras:
Vamos papá. . . un abrazo. . .Y tu mamá, no llores. . . volveré pronto. . . Y
cayó para siempre.
Cinco años habían transcurrido desde el día de la partida. Los viejitos se
encontraban, ahora, junto a la mesa, a la hora del almuerzo.
¿Por qué no comes, María?
Sí, sí, tengo poco apetito. No me siento bien.
¡Pobrecitos, para ellos el hijo lo había sido todo: La alegría, el amor, la
esperanza, la dicha y se lo había quitado sin piedad para llevarlo lejos y
ponerlo frente a los cañones devastadores y humeantes