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EL RAPTO La pequeña Margarita, casi en puntas de pie, revol- vía lentamente, con una cuchara, dentro de una olla puesta al fuego. Era ya noche. El rumor de la lluvia, que parecía querer contener todas las estridencias, apa- ciguarlo todo, envolvía la casa. De cuando en cuando el viento traía un gemido fugitivo como si algo pasara sufriente por los aires. Y el monótono son del agua ahogábalo en seguida en su murmullo de plegaria; de plegaria sorda y empecinada. De la calle, una voz de mujer estrujó el corazón de Margarita. — Pero ¿por qué eres así? ¡Entra! ¡Entra! Otra voz, varonil, ronca, insegura, gritó: — ¡Usted es una perra! ¡Usted es una perra! — ¡Bueno! ¡Entra! ¡No seas así! Y surgieron en la puerta'de la cocina: él, chorrean- do agua, la cara descompuesta; ella, cubierta la cabeza con un paño, mojado el rostro y los ojos secos y bri- llantes como los de un pescado. La pequeña se volvió un momento hacia sus padres. En sus cabellos rubios se ataba una cinta azul. Tenía una carita linda y pálida y unos grandes ojos oscuros en cuya mirada había ese algo que se puede encontrar en el mirar inocente de las gacelas y en el de las mu- jeres muy desgraciadas y muy buenas. Los niños no miran así. El miedo contrajo sus pupilas obligándola a abrir desmesuradamente los ojos. La cuchara, pendiente de su mano, dejaba caer gotas sobre el piso. [ 112 ]

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EL R A P T O

La pequeña Margarita, casi en puntas de pie, revol­vía lentamente, con una cuchara, dentro de una olla puesta al fuego. Era ya noche. El rumor de la lluvia, que parecía querer contener todas las estridencias, apa­ciguarlo todo, envolvía la casa. De cuando en cuando el viento traía un gemido fugitivo como si algo pasara sufriente por los aires. Y el monótono son del agua ahogábalo en seguida en su murmullo de plegaria; de plegaria sorda y empecinada.

De la calle, una voz de mujer estrujó el corazón de Margarita.

— Pero ¿por qué eres así? ¡Entra! ¡Entra!Otra voz, varonil, ronca, insegura, gritó:— ¡Usted es una perra! ¡Usted es una perra!— ¡Bueno! ¡Entra! ¡No seas así!Y surgieron en la puerta'de la cocina: él, chorrean­

do agua, la cara descompuesta; ella, cubierta la cabeza con un paño, mojado el rostro y los ojos secos y bri­llantes como los de un pescado.

La pequeña se volvió un momento hacia sus padres. En sus cabellos rubios se ataba una cinta azul. Tenía una carita linda y pálida y unos grandes ojos oscuros en cuya mirada había ese algo que se puede encontrar en el mirar inocente de las gacelas y en el de las mu­jeres muy desgraciadas y muy buenas. Los niños no miran así.

El miedo contrajo sus pupilas obligándola a abrir desmesuradamente los ojos. La cuchara, pendiente de su mano, dejaba caer gotas sobre el piso.

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El hombre fijó en su hija los ojos turbios.— ¡Al padre se le saluda! — masculló con ira re­

concentrada.Margarita, temblorosa, sin saber qué hacer, se dio

vuelta y siguió revolviendo en el recipiente.— ¡El padre es el padre! — insistía él — . ¡Siempre y

siempre es el padre!Luego su voz se hizo débil y llorosa.— ¡Todos están en contra! — exclamó — ¡No hay

respeto! ¡No hay cariño!. . . ¡Todo está perdido!Caminó vacilante hasta desplomarse como un saco

de trapos en una silla.— ¡Todo está perdido! — repitió.Y ocultando la cara entre las manos comenzó a so­

llozar.La madre se le acercó, le clavó sus ojos fríos y quiso

decir algo. El alzó vivamente la cabeza.— ¡Silencio! — ordenó con imperio.— Pero. . .— ¡Silencio, he dicho!Un silencio angustioso se hizo en la habitación. Mar­

garita continuaba de espaldas a sus padres. Al apa­garse todo ruido turbador volvió a escuchai el manso rumor de la lluvia, que llegaba a su espíritu como una presencia apiadada.. .

El hombre todavía permanecía erguido, con gesto autoritario. Su mujer, irresoluta, había clavado los ojos, aquellos ojos fiíos, vidriosos y secos, de pescado, en la niña que. siempre de espaldas, seguía revolviendo el cocimiento; y vio de pronto cómo el pequeño ser se estremecía. Primero fueron las azules alitas de la mo­ña, que se bajaron al inclinarse la cabeza; luego, los hombros se sacudieron también; después, el cuerpo to d o ... Y un sollozo ahogado tembló en el cuarto.

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F R A N C IS C O E S P IN O L A

— ¡Dios mío! — exclamó la madre — . ¡Estamos ma­tando a Margarita! [Ay, Dios querido!

Y con ella en brazos huyó de la cocina.El hombre miró asombrado la escena. Con enormes

dificultades, porque nacían en su mente extrañas aso­ciaciones que lo alejaban de lo que quería, tiataba de pensar. De la habitación vecina llegaban los sollozos de la niña mezclados con las palabras tranquilizado­ras de la madre. Y aquellos gemidos, precisamente, eran lo que perturbaba la atención del hombre. Había surgido en su mente la escena, vista en la mañana, de un cuzquito que se quejaba en la calle entre un corro de chiquillos. Y mujer, hija, perro, chicos, ahora se mezclaban en turbio tropel en su alm a.. .

El silencio volvió a reinar. De puntillas, la madre entró en la cocina con el pelo en desorden. El hombre, que estaba adormecido, abrió los ojos. Un momento su mirada vacilante cayó en la mirada de su mujer que era como el reflejo de la luz en un vidrio turbio. Y frente a aquellos ojos secos, helados, llenos de odio, él agachó la cabeza. Su mano, que se había levantado de la rodilla donde posaba, se agitó un instante en el aire, se elevó un poco, aún y, lentamente, volvió a bus­car apoyo. Con aire de humildad y cansancio, dijo:

— ¿Por qué no me das la comida?Recién entonces ella le sacó la vista.

Desde que Margarita comenzó a pensar, sintió la vida como una cosa fea y contrariadora. De todo cuan­to anhelaba sólo muy poco llegaba a ella. Los tres chicos que durante la primavera y el veiano vivían en la lujosa mansión de enfrente solían aparecer en el jardín con juguetes hermosos. A Margarita se le anto­jaba todo lo que desde su ventana veía. Y, más tarde,

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a veces días después, su madre ofrecíale un carrito demasiado vulgar o un caballito de lata o una muñeca entristecedora de tan pequeña y sin encantos. Cierto día, cuando su madre, sonriente, abría el pequeño en­voltorio en el que traía un bebé de goma, Margarita exclamó, contrariada:

— ¡Ay, yo quería uno grande y de celuloide, como el de ellos!

La madre enrojeció hasta el cuello; sus ojos llamea­ron un momento y brillaron con lágrimas de vergüen­za. Todo el orgullo de una raza altiva, venida con ella a menos, le sacudió los nervios.

— ¿Por qué te has puesto colorada, mamá?Ella no respondió. En su mano trémula el pequeño

bebé mostraba su inexpresiva sonrisa.— ¡Eres mala conmigo, Margarita! — reprochó al

rato, resolviéndose, por fin, a envolver de nuevo el muñequito.

Y abrió un cajón y hundió en_ su interior aquello que la estaba haciendo sentirse a sí misma empequeñe­cida, ridicula.

Lentamente la niña iba pensando con intensidad en la vida. Y comprendió que de nada servían los jugue­tes ya que poco podrían distraer y alegrar. Para ella la vida se reducía a un conjunto de hogares constitui­dos por los padres y los niños, adonde el hombre llega borracho, dice palabras terribles a su mujer y se gol­pea en ocasiones contra las cosas hasta hacerse daño; donde la madre trabaja silenciosamente y llora con fre­cuencia y donde los niños se pasan el día atisbando a los padies. Una mirada, sólo, basta para que el niño deduzca muchas cosas que van a suceder. Cuando el padre vuelve temprano de su trabajo y está sonriente, todo irá de una manera encantadora. El hablará a su

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mujer con cordialidad; ella sonreirá frecuentemente, v él cogerá a sus hijos, los pondrá en las rodillas y les contará historias de lejanos países y tiempos remotos o, después de comer, dispondrá trocitos de madera que. pegados hábilmente, resultarán una hermosa sillita o un sofá o una cama de muñeca. Pero cuando es ya tar­de y el padre no viene y luego aparece tambaleante, ron los ojos turvos, entonces, ¡oh!, entonces hay que huir a un rincón y permanecer inmóvil mientras la casa tiembla. Tal eia la vida para Margarita; algo desatado, rabioso, cruel a veces, y, otras, una cosa lin­da y dulce que e itristece porque de antemano se sabe que seiá fugitiva.

Margarita fue adaptándose a aquello. Sufría, pero tomaba su dolor como algo natural, a lo que no se le puede buscar explicación porque no la tiene.

Hubo unos días, en primavera, cuando el jardín ve­cino estaba más hermoso que nunca y entre los sende- rillos cubiertos de arena aparecieron nuevamente los niños, en que empezó a ser llamada por éstos. Una tarde Margarita se resolvió y, pidiendo permiso a su madre, atravesó la calle. En la puerta de hierro se detuvo, indecisa,

— ¡Entra! ¡Entra! — saltó el mayor de los chicos.Margarita, con su humilde trajecito blanco y su

gran moña azul en los cabellos, jugaba feliz, al poco rato, con sus nuevos amigos.

Eran tres: dos varones y una niña. Los varones se mostraron muy amables y obsequiosos. El primer día ya uno de ellos quiso, de todas maneras, hacerle acep­tar el ferrocarril de cuerda que se deslizaba a gran velocidad sobre un ancho círculo de rieles. El otro hizo caer a Margarita a fuerza de sacudirla en su propio

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caballo de hamaca. La niña había acogido a Marga* rita con más mesura, como a una antigua amiga. En­tre otras cosas, contóle confidencialmente que a los varones no se les deben prestar muñecas porque las destrozan.. .

Una amplia escalinata conducía al jardín, desde la casa. Y Margarita vio venir por ella a la señora. Era joven y hermosa; tenía unos ojos oscuros, pequeños, muy alegres. La dama la acarició, rogándole que fue­ra todas las tardes a jugar con sus hijos. Margarita había visto al señor conversar momentos antes con ella, arriba. Como la expresión de la señora era tan feliz, pensó:

— El papá hoy no está borracho.Y simultáneamente se imaginó a aquellos tres ni­

ños agazapados en un rincón, y a la señora, llorosa, frente al esposo que rugía con las manos en alto: “ [Usted es una perra!” “ ¡Usted es una perra!”

— ¡Qué suerte que yo haya venido en un día tan bueno! — se dijo — . ¡Hoy todos están contentos aquí!

Esa noche Margarita tardó en dormirse pensando en sus amigos. Era que al imaginarse sus caritas dulces y buenas, crispadas de terror — como a veces su pro­pia cara — cuando aquel señor tan alto e imponente llegaba ebrio, empezó a sentir por ellos una pasión casi maternal, penetrante, que iba creciendo hasta re­fluir y proyectarse sobre todos los niños que había visto y sobre todos los que presentía. Una muchedumbre infantil apareció desde todas partes y hacia su alma con ojos de dolor, las manitas frías, los hombros cur­vados. Había una agitación astral en el triste conjunto que permanecía pendiente de Margarita. Y ella, salien­do de sí misma, desbordante de ternura, experimenta­ba la sensación de estrecharlos a todos contra su pe­

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cho, esperando máa. aún más niños de los que, sofoca­dos, concebía en el mundo misterioso y enorme.

Todas las tardes Margarita atravesaba la calle y se reunía con sus compañeros. Empezó a conocerlos bien. De los dos varones, el mayor, de once años, delgado y pálido, era violento y, como todos los impulsivos, no tenía medida en la ira y en el cariño. El otro, el menor de los tres hermanos, grueso y de blandas mejillas, era pacífico y llorón. En realidad tenía sus motivos para ser esto último porque en todas las cosas salía siempre muy mal. La niña adoptaba con Margarita una fineza extraña, como deliberada, quizá como inducida por al­guien con premeditación. Margarita sintió desd e el principio eso de raro que había en su trato; pero no llegó a analizarlo. Fue más tarde, en sus últimos días, en los días de triste y acariciada soledad, cuando sos­pechó que acaso su amiga fue advertida por sus pa­dres de cómo tenía que comportarse con ella.

Había un juego elegido por el mayor de los herma­nos: el de los matrimonios. Margarita pasaba a ser su esposa y tenían la casa debajo de un pino gigantesco, en medio del jardín. El niño había decidido que sus hermanos constituyeran otro hogar en un pino cerca­no, adonde irían frecuentemente de visita, ya a caballo, ya en coche, ya en ferrocarril. Su hermana aceptó de muy buen grado la idea; pero hubo un obstáculo insal­vable: el gordo quiso a toda costa permanecer soltero, al igual que su tío, el siempre expansivo joven que so­lía ir a visitarlos en un larguísimo auto en donde ve­nían siempre juguetes y dulces y más juguetes. Hubo, pues, que resignarse a constituir un solo matrimonio, y los otros dos niños quedaron como simples amigos de los esposos.

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Lo primero que hizo él fue regalarle el bebé de celu­loide de su hermana. Margarita se sintió muy dichosa. La señora, enterada, mandó esa vez a una criada con deliciosas confituras para el bautizo...

Todas estas cosas distraían algo a Margarita; pero a medida que amaba más a sus amigos deseaba más conocerles íntimamente su vida; es decir: su desgracia. Y empezó a observar con extrañeza que en ningún mo­mento había huellas de desdicha en los niños y en la madre. Además, el señor — a quien solía ver por una ventana que daba al jardín escribiendo sobre una mesa enorme cubierta de libros y papeles — venía en oca­siones y se les acercaba. Más de una vez acarició a Margarita con su mano blanca y fina. Más de una vez, también, su joven esposa, al verlo, bajaba la escali­nata, lo cogía del brazo y lo invitaba a pasear por los senderillos bordeados de flores.

Esas escenas llenaban dé asombro a Margarita, y más aún cuanto que veía a sus amigos contemplarlas con la naturalidad de quienes están habituados a pre­senciarlas siempre.

Una tarde, avanzando ya el verano, la reunión de los niños se hizo en el fondo del jardín, donde a esa hora había más sombra. Fue en los días en que el gor­do se enteró, por algún criado, de que su tío vivía solo, sin madre, completamente libre, en una lujosa casa donde daba alegres fiestas a sus amigos. Debajo de una acacia enorme estaban colocadas algunas sillas traídas del vestíbulo y una mesita colmada de dulces y refrescos. La mamá había accedido generosamente a los deseos de! goido que, pensando imitar a su_tío, quiso dar esa tarde una brillante recepción. Después que todo estuvo dispuesto, los invitados se habían ale­jado hacia el exterior, quedando solo el dueño de casa

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debajo de la acacia. Estirándose, en puntas de pie, su hermano oprimió el timbre de la puerta de calle. El gordo, que esperaba todo oídos el llamado, salió a re­cibirlos con jubilosa sorpresa. Margarita, su niño en un brazo, apareció dando, muy circunspecta, el otro a su compañero,

—-¡Qué criatura tan linda! ¡Deje, señora, que le dé un beso!

El gordo cogió al bebé, lo besó y se lo entregó a la madreeita que, al estrecharlo de nuevo contra su co­razón, exclamó:

— Este diablito no nos deja dormir de noche, con sus llantos.

Sonriendo con tolerante comprensión, el gordo los condujo a su casa.

— Espero también a una señora amiga mía — enteró tomando asiento primero que los otios.

De eso se hablaba cuando oyeron gritar en la puerta de calle.

Era la otra niña que, después de luchar en vano por alcanzar el timbre, había decidido anunciarse así.

Mientras se festejaban llegaron los padres y se sen­taron en un banco próximo al lugar. Margarita, que los sintió aproximarse, estaba preocupada. No los podía ver; sólo escuchaba el murmullo de su conversación ininteligible por la algazara de los ch icos.. . Y en un momento de calma oyó lo que, dulcemente, decía el esposo. Algunas palabras las olvidó pronto Margarita porque tenían un significado desconocido para ella; pero más tarde, en sus últimos días, en los días de triste y acariciada soledad, le parecía oír frecuente­mente: ‘^ o quisiera ser todavía más bueno, más bueno contigo” . “ Todo me parece poco para ti que has he­cho tan feliz mi vida.”

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Margarita sintió claramente el golpeteo de su cora­zón. Con la fugitiva rapidez del relámpago, una sen­sación de amargo despecho apareció en su alma. Pero fue un momento, no más. Demasiado pequeña para te­ner la fuerza de atención que le permitiera fijar las ideas y analizarlas, aquello se ahogó pronto en un dolor profundo, oscuro y, asimismo, puro, que empezó a subirla y a recorrerla como en ondas.

Mientras intervenía en los juegos —■ se cansaron de estar sentados y habían abandonado la hospitalidad del goido que siguió a sus invitados sin preocuparse del desaire — un turbión de ideas la asaltaron. ¿Aquel hombre no hacía daño a nadie? ¿La señora no sufría y podía estar siempre dichosa? ¿Sus pequeños amigos no sabían lo que era despertarse de noche al sentir vomitar a su padre mientras la habitación se llenaba de un olor acre y repugnante? Ella quería saber; ella quería enterarse de si era la única niña en el mundo que tenía una casa espantosa.

El gordo y su hermana, con pequeñas palas, estaban atareados en hacer montículos de arena. Más lejos, Margarita y su compañero dormían al bebé por décima vez en la tarde.

— Cuando este niño sea grande, será general — se decía él, ensimismado.

Ella, decidiéndose por fin, preguntó, mirándolo fija­mente:

— Dime, ¿tu papá le pega a tu mamá?— ¿Estás loca? — exclamó él con los ojos ardientes

de fiereza— . ¿Qué te crees tú? ]De mi padre no se habla!

— No — repuso, tranquilizadora y demudándose, Margarita — . Y o decía. . . sabes. . . si le pega cuando se emborracha.

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El niño se irguió con una mueca que le mostraba los dientes; cogió a la niña por los hombros, la sacudió y profirió, ahogado por la rabia y el llanto:

— i Mi papá es bueno I ¡No vengas más aquí! ¡Mala!Margarita cayó, pero se levantó rápida y huyó per­

seguida de cerca por el niño, mientras los otros dos chicos presenciaban la escena con ojos de asombro. La niña dio algunos pasos antes de echar a correr tras de su hermano. El gordo permanecía inmóvil, como alelado. Cuando el perseguidor estiraba ya el brazo para coger a Margarita, tropezó y se dio de bruces. Ella siguió corriendo desesperadamente. Sobre su ca- becita rubia la moña azul parecía una mariposa en una mata agitada.

Al día siguiente, una criada llegó a lo de Margarita.— La señora y los niños — dijo a la madre — le

ruegan que deje a Margarita ir a jugar.Pero todo fue inútil. Margarita se arrinconó a llorar

en un cuarto y de allí no hubo forma de sacarla. Cuando su madre, desistiendo ya, volvió al patio a se­guir el lavado de ropa, Margarita entreabrió el postigo de la ventana y miró a la calle. En el jardín, con la cara entre los barrotes de la verja, los tres niños mi­raban tristemente bacía su casa.

— ¡Margarita, ven! ¡Ven, Margarita!-— ¡Ven! — repitió la niña.— ¿Por qué eres mala? ¡Ven, Margarita! — implo­

ró el que fuera su mejor amigo.Margarita cerró violentamente el postigo. Y en los

días sucesivos ya no volvió a aparecer en la ventana. Sólo alguna vez, muy de tarde en tarde, se asomaba mirando recelosa a través del cristal. Y siempre que

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los niños la advertían, le gritaban con cariñosa tris­teza:

— ¡Adiós, Margarita! ¿Ya no vendrás más?

Llegaba el otoño, las hojas se dejaban caer de las ramas y cubrían el suelo, los pájaros habían desapa­recido y todo se iba envolviendo en una calma pro­funda y melancólica. Una mañana hubo gran movi­miento en la quinta. Varios hombres cargaban mue­bles sobre carros detenidos en la calle. Margarita, tra­tando de ocultarse, observaba desde su ventana. Los habitantes de la casa, como todos los años, iban a pa­sar el invierno en el centro de la ciudad. De pronto Margarita vio a los tres niños y, detrás, a sus padres, aparecer en la puerta del edificio, descender la esca­linata y atravesar el jardín hacia la calle. Entonces Margarita abrió completamente la ventana y se asomó.

Al verla, la pequeña y el gordo gritaron:— ¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¡Adiós Margarita!— ¡Adiós! ¡Adiós! — contestó ella. Y clavó los ojos

en su mejor amigo.Instintivamente él se había detenido un poco y, se­

parándose así de sus hermanos, caminaba ahora junto a su padre, con los ojos bajos, serio, más pálido que nunca.

— Vayan a despedirse de Margarita — dijo la ma­dre al subir al auto.

Los dos pequeños cruzaron corriendo la calle y. tre­pándose al balcón, besaron a la niña.

El otro, giavemente, avanzó y esperó a que sus her­manos descendieran. Entonces le tendió su mano tem­blorosa y dijo con amarga tristeza: *

— ¡Adiós, Margarita! Y o. . ¡no estaba enojado contigo!

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— ¡Adiós! — balbuceó ella, trémula.El auto partió velozmente.Al cerrar la ventana, Margarita sollozaba. Y como

pocas veces en su vida, se mostró imperiosa, terca. Su madre no consiguió sacarla del rincón donde se puso a llorar. Cuando a la hora del almuerzo llegó su padre, quiso hacerla comer. No estaba borracho. Por eso mis­mo temblaba más y su voz era más débil. La acarició, trató de hacerle comprender que l‘el que no come no puede vivir. . pero_todo resultó en vano.

Este estado de rebelión duró poco. Después fue ca­yendo en una tristeza a la vez honda y apaciguadora que, secretamente, la alejaba de todo y la hundía en sí misma. Por la noche, al acostarse, ya no veía frente a ella una muchedumbre de niños sufrientes sobre los que podía volcar su ternura. Un sereno dolor la envol­vía entonces. Y aparecía ella misma ante sus ojos; sólo ella, sólo ella en el mundo misterioso y enorme.

La piedad que experimentaba por su madre extin­guíase lentamente. Y se borró de golpe, sin dar paso a la menor sombra de odio, el día en que la sorpren­dió sacudiendo con rabia a su padre, mientras éste bacía arcadas horribles y arrojaba una saliva gomosa que quedaba colgando en hilos de sus labios. Entonces recordó que varias veces, sobre todo en sus primeros años, cuando su madre quizá pensaba que ella no po­día comprender aún, le había visto el mismo gesto de asco y odio altivo. Y que una noche, en la oscuridad del cuarto, desde su cama, la oyó decir en el patio, rtitre rabiosos sollozos, después de ser golpeada:

— Yo no hice caso a mis padres. \ en vez de vivir en un palacio, elegí tu casa perversa e inmunda.

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Y como cuando él pegaba no hablaba, Margarita sólo sintió un gemido y el ruido de un cuerpo que se daba contra el suelo. Caída aún la madre, a Margarita le pareció que su voz salía de abajo de la tierra:

— ¡Maldito, maldito seas!Mas, ahora, su padre ya no era violento; su cuerpo

y su alma se habían como aflojado, y en sus ojos hú­medos existía siempre una indescriptible expresión de entrega. Por eso, a Margarita le pareció más cruel la actitud de su madre. Y los últimos restos de su ternura se proyectaron con ardor sobre aquel desgraciado. Pe­ro sólo dos veces se sentó en las trémulas rodillas de su padre y lo abrazó, besándolo. Desacostumbrado a esas expansiones de amor, él no se dejaba besar y aca­riciar sin estallar en sollozos. Eran unos gemidos tan extraños que sacudían el alma; Margarita, al oírlos, sentía el mismo estremecimiento misterioso que expe­rimentaba cuando en la alta noche, más allá del jar­dín de enfrente, ladraba un perro desconocido. Dos veces se sentó en las rodillas de su padre, sí. La pri­mera vez empujada por su amor; la segunda, reflexi­vamente, ya. Después vio que la comprobación de sen­tirse asistido conmovía a su padre hasta el daño. Un sollozo, entonces, brotó de la garganta de la niña. Y se mordió los labios.

Todos los días, a esa hora en que las sombras de la noche empiezan a fluir de la tierra y, como trabajo­samente, van levantando, levantando la luz hasta ale­jarla de los ojos del hombre, Margarita penetraba a oscuras en el dormitorio, entreabría el postigo de la ventana que daba a la desierta calle y se sentaba allí. El jardín vecino estaba en sombras y la gran mansión destacaba por encima su silueta.

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Poco a poco el espíritu de la niña se iba alejando de lo que la rodeaba y un estado semejante al del éxtasis la poesía por entero. Margarita no comprendía nada, no imaginaba nada, su voluntad en nada intervenía. Pero se sentía como acariciada, como atraída, como mecida, y le gustaba adormecerse así. Tal cual entra y pasa la luz por un cuerpo transparente, así llegaba, la atravesaba y seguía algo que no dejaba en ella sino una vaga sensación de embeleso. Todo se reducía, pues, a un inexplicable bienestar que la empujaba a aislarse desde que las primeras sombras se alargaban hacia el cielo. Al principio, aquello pasaba debajo de su con­ciencia; después, aguardaba a la noche como se. espera algo muy puro, muy amigo. Y al sentirla llegar mis­teriosa, maternal, íbase debilitando su atención y se entregaba íntegra a las sombras, cuyas ondas negras la envolvían en la dulzura infinita de sus pliegues y ponían entre ella y el mundo su presencia defensora. Fue entonces cuando Margarita tuvo la sensación de que empezaba a ser firme, tenazmente protegida, Y con toda su alma se dedicó a ahondar en el corazón de la noche. Aquella paulatina, irresistible identificación se operaba fuera de sus sentidos. Ella no comprendía, pues, al retornar a la realidad, lo que había sucedido en los contactos cada vez más íntimos y largos; pero una frialdad intensa empezaba a extenderse por su conciencia, volviéndola insensible a todo lo exterior; y pudo presenciar sin que su corazón se conmoviera la caída de su padre en oscuro estupor, y el cada vez más inexorable desquite de su madre. Como una cuerda permanece muda mientras las demás suenan y, de pronto, vibra sin que la pulsen porque otra se ha sa­cudido con vibración idéntica a la suya, y confunden su música, entonces, y se estrechan así, de tal manera

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el alma de la niña sólo se abría al nocturno llamado. Luego en su profundo amor, en su entrega absoluta, se dejaba penetrar, desprender silenciosa y acunar, al fin, en el regazo tranquilo de la noche.

Sobre una mesa se amontonaban los frascos de medi­camentos; de los nuevos medicamentos que el doctor recetó el día en que, por fin, dijo a la madre:

— Todo hacía suponer que no; pero, sin embargo.. . La niña está muy débil y en muy mala edad. Habrá que tener mucho cuidado.

Cuando el reloj indicó las seis, la madre, que no sacaba de la blanca esfera sus ojos de pescado, fríos, turbios, secos, se incorporó, cogió un frasco y una cu­chara y se acercó a la cama de la niña.

Margarita, pálida, con los ojos cerrados, parecía un varón, porque sus cabellos rubios, aquellos cabellos de oro tibio, de oro que vive, donde se alzaban antes las alitas azules de su moña, habían sido cortados.

La madre le levantó la cabeza y vertió la cuchara entre sus labios secos. Luego volvió a sentarse en su sillón, postrada por el cansancio y el sueño. A su lado, inmóvil, como aterrado, como culpándose de aquella desgracia, el hombre no sacaba los ojos del suelo.

La noche se aproximaba lentamente y empezó a ten­derse por el cuarto, Al advertirlo la mujer encendió una bujía cuya claridad amarillenta y débil hizo retro­ceder un poco a las tinieblas. El airecillo que penetra­ba por la puerta agitaba la llama. Así, a cada movi­miento, las sombras y la luz se desplazaban. El lecho de Margarita quedaba en un ángulo oscuro. Y desde allí parecían impulsarse las tinieblas y reducir la llama que, irguiéndose de nuevo, temblorosa, empujábalas otra vez hacia atrás.

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Page 17: EL RAPTO · 2019-08-03 · EL RAPTO La pequeña Margarita, casi en puntas de pie, revol vía lentamente, con una cuchara, dentro de una olla puesta al fuego. Era ya noche. El rumor

FRANCISCO ESPINOLA

La tibia lucecita se tornó luego como un barco en el mar; en un mar tranquilo, pero inconteniblemente em­pujado de abajo, que mece todo lo que cae en é l . . .

Sólo Margarita sintió el ladrido del perro descono­cido que debía de vivir más allá del abandonado jar­dín. Sólo ella lo escuchó. Entonces abrió los ojos. A su lado vio a la noche tranquilizadora y envolvente. Mar­garita le sonrió con dulzura. Y aquellos labios paTa siempre quedaron entreabiertos. Porque Margarita ya no estaba allí. Porque, piadosamente, Ella la había sacado.

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