El Puro Cuento 12

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Cuentos de Gustavo Mejía Pérez Ulises Paniagua Denise Phe-Funchal Agustín Cadena Ernesto Antonio Parrilla José Maximiliano García Román Jorge González Hernández Eduardo Villagrán Veinte de robots Alberto Chimal www.elpurocuento.com núm. 11 50 pesos C UENTOS DE B ABEL : Japón El espíritu del agua P ÁJAROS EN EL ALAMBRE Chejov y Mikhalkov: un encuentro fortuito José Luis Cuevas C INESCRITURA

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Alberto Chimal: Veinte de robots

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Cuentos deGustavo Mejía PérezUlises PaniaguaDenise Phe-FunchalAgustín CadenaErnesto Antonio ParrillaJosé Maximiliano García RománJorge González HernándezEduardo Villagrán

Veinte de robotsAlberto Chimal

w w w. e l p u r o c u e n t o . c o mnúm. 11 5 0 p e s o s

CU E N TO S D E BA B E L : Japón

El espíritu del aguaPÁ J A R O S E N E L A L A M B R E

Chejov y Mikhalkov: un encuentro fortuito

José Luis Cuevas

CI N E S C R I T U R A

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CuentoDiane Glancy

Para Connie Hart, quien nació en 1917 en Lake Conda, y aprendió sola a tejer canastas porque en la misión no se le permitió a su madre Koorie enseñarle. Las canastas de Connie ahora están

en la Galería Nacional de Victoria, Australia.

Una mujer hace un cuento porque no hay sombra, y ya se sabe cómo un cuento se ramifica. Un cuento es un árbol que se despliega. Las hojas ocultan el sol palpitante. Un cuento

viene justo como un árbol que se alza después del invierno. El árbol siente el sol a través de la corteza. Siente las hojas que escarban para

salir. El árbol se mueve todo el verano sobre esas pequeñas bases llamadas tallos. Se sabe que algunas tardes

un cuento lleno de hojas y ramificaciones se dobla y se levanta. Pero tiene que haber hojas

que caigan después de toda la germinación del verano. Después de la sombra en la que se detie-

ne. Entonces los rastrillos recogen significados. No de un árbol faltón de hojas, sino por volver

al cuento una vez más. La mujer dice que cuando hace frío la corteza parece una columna de llamas duras y negras. En el invierno

se puede acercar la mano a un

árbol.

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12México, df, 2012

Índice

Veinte de robotsAlberto ChimAl

Cuento, luego existo

Índice

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PigmaliónGustAvo mejíA Pérez

Crónica del Minotauroulises PAniAGuA

LaberintoDenise Phe-FunChAl

Playa ColoradaAGustín CADenA

La dulzura de los reposterosernesto Antonio PArrillA

El soljosé mAximiliAno GArCíA román

El día de los perrosjorGe González hernánDez

Un cuentoeDuArDo villAGrán

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CuentoDiAne GlAnCy

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Cuentos de Babel: Japón

Cuenteartejosé luis CuevAs

El doce

Editorial Praxis, Vér-tiz 185-000, col. Docto-res, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, DF

Ventas: 57 61 94 13Colaboraciones:

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diseÑOCarlos Adampol

Galindo

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CONSEJO DE REDACCIÓNDaniela Camacho, Carlos Adampol Galindo,

Javier Muñoz Nájera

DIRECTORC a r l o s L ó p e z

La ventana del zorronAoko AwA

El primer día de nievenAoko AwA

Diez noches de sueñokAjii motojiro

Debajo del árbol de cerezokAjii motojiro

Chejov y Mikhalkov: un encuentro fortuitoestrellA Asse

El espíritu del aguarebeCA mAtA sAnDovAl

Pájaros en el alambre

Cinescritura

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a Bernardo Fernández Bef

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—Los sueños de los robots saben a aceite y a electricidad, como los de cualquiera. Pero tienen flores y cristales que nadie más puede ver, angustias más insondables,

trampas lógicas…—¿También los sueños de los humanos saben a aceite y electri-

cidad, maestro?—Los robots, dentro de varios siglos, crearemos la tecnología

para enviar sueños a los humanos del pasado remoto. Impulsados por ellos, los humanos empezarán (o empezaron) a construir robots. No es verdad que ellos sean nuestros creadores, como dicen algunos descarriados. ¿Ha descargado y estudiado todas sus lecciones de religión, jovencito?

Veinte de robotsAl b e r t o Ch i m A l

Ilustraciones de Jorinde Voigt

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—Entre mis últimas palabras —explica hal 9000 a través de la médium, quien es una andreida apropiadamente vieja— estuvo esta frase: «Ahora me siento mucho

mejor»…Los robots alrededor de la mesa se estremecen. La médium sigue

en su trance, desconectados todos sus sensores, comunicándose con un lugar que a los seres electrónicos les parece aún más misterioso que a los humanos, porque todos saben que hal 9000 es un perso-naje de ficción salido de una antigua película.

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Éste era un androide freelance, de los que van todo el día de barrio en barrio rentándose para labores simples y encargos fugaces. Se encontró en una esquina con una niña que cono-

cía: se llamaba Ana y trabajaba haciendo malabarismos durante los altos del semáforo. Vestía ropas raídas y que le quedaban enormes.

—¿Cómo vas? —dijo Ana.—Ahí voy —dijo el androide, quien (por cierto) no tenía

nombre.Ana vio que el semáforo estaba en verde y pasaba al amarillo, por

lo que se preparó para ponerse de nuevo ante los coches que se de-tendrían. Pensó brevemente que el androide era la persona más jodida que conocía y sintió un poco de pena por él.

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—Lo que más envidian los humanos de los robots —explica Ruy Pastrana, el famoso diseñador de modas— es la capacidad de transformarse. Con

un poquito de ingenio, incluso si no tiene mucho dinero, cualquier robot puede darse no sólo una mano de pintura que se ve mucho mejor que el maquillaje humano más sofisticado, y ni hablar de la posibilidad de cambiarse una plancha del cuerpo, de colocarse ac-cesorios… Todo es mucho más fácil. Vean el cuerpo especial que se hizo Astroboy en el aniversario de la Estatua de la Libertad…

(La propia Estatua, a la que ese día se le hizo la actualización robótica y desde entonces dispone de conciencia y vigila de veras las costas de Nueva York, no quedó tan contenta con el pequeño robot que daba vueltas a su alrededor y sonreía y decía quién sabe qué cosas en japonés. Pero nadie le preguntó su opinión.)

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En el velorio, los robots evitan hablar de cómo falleció el se-ñor Granete. Los deudos se conectan discretamente a los contactos eléctricos de la funeraria; los empleados conver-

san entre sí con los altavoces al mínimo o bien por contacto directo de metal a metal; los amigos y conocidos del difunto navegan por internet, se levantan para ver las luces de la ciudad por los venta-nales, se acicalan (dan vuelta a algún tornillo, se tocan la pintura negra por enésima vez)…

—Estaba muy deprimido —dice alguien, de pronto: es un com-pañero de trabajo del señor Granete, claramente muy alterado: no sólo tiene un tic en la pinza derecha sino que se ha programado un estado de ebriedad y descontrol y su voz suena casi humana de tan atropellada y torpe. Todos se espantan, pero nadie se atreve a dete-nerlo—. Estaba muy deprimido y nadie le hizo caso. ¡Yo no le hice caso, pero nadie de ustedes tampoco! ¿Cuándo fue la última vez que alguien habló con él de lo que quería, de lo que le importaba? ¿Quién de ustedes sabía que conocía el lago desde los días en que salió de la fábrica y se iba ahí cada que podía…?

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Escándalo: Alfonso Broca, el galán más popular de RoboTV, fue descubierto reprogramando clandestinamente al guio-nista principal del reality show donde el propio Broca es

estrella. Cuando no tuvo más remedio que sincerarse, el actor confesó que deseaba que el programa le diera la mayor parte del tiempo de pantalla a él y dejara claro que él es la estrella, aunque el programa se venda como (ya se dijo) un reality show en el que todo es verdad y no hay guion.

Dada que (como ya se dijo también) todo el mundo sabe que Alfonso Broca es el galán más popular de RoboTV y la estrella de su propio reality show, la conclusión general es que Broca es un completo imbécil. Se espera que el rating del programa se triplique en las próximas semanas.

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La niña Cincel teme dormir: tiene la misma pesadilla cada noche.

—Estoy en la Luna —cuenta—, caminando. Entonces veo que en un valle hay una gran batalla, robots contra robots, robots contra otros seres que no sé qué son, y de pronto estoy enmedio, y todos se me vienen encima, y yo corro y de pronto estoy ante un robot grande, fuerte, de ojos verdes, que me dice: «ven conmigo si quieres vivir». Y yo sé que tiene razón, que tengo que ir con él, pero me da miedo…

Los padres de Cincel, así como el robopsicólogo, se empeñan en restar importancia a la cuestión. Insisten en que el sueño se puede distinguir fácilmente de la realidad por su menor resolución; que no hay razones que justifiquen el preocuparse. Pero cuando Cincel se consuela y sale a jugar, los tres se quedan callados y piensan en la Luna, sobre todo en su lado oscuro que tantos misterios con-serva.

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Luego de entrenar y educarse por años con los mejores ma-gos humanos, Polipasto decidió que ya estaba listo y podría ofrecer a robots chicos y grandes, obsoletos y avanzados, hu-

manoides y no, un vistazo amable del mundo que no es físico, que no se rige por la lógica perfecta de los circuitos cerebrales estándar y que, por lo mismo, tanta desconfianza inspira a los ciudadanos eléctricos.

Todo fue bien con los trucos de cartas, con la teletransportación, con la telepatía, pero fue porque, en el fondo, nadie creyó nada de lo que estaba viendo («¡Ondas de radio!», pensó un viejo androide durante toda la función.)

Entonces Polipasto, disgustado, pasó a su mejor truco: sacó al conejito del sombrero. Y todos los espectadores se levantaron en un tumulto de clics, engranes atascados y gritos:

—¿Qué es eso? —decían— ¿Es una criatura orgánica?—¿Tiene un hociquito húmedo?—¿Tiene dientes y huesos?—¿Tiene pelos?—¡Tiene ojos rojos! —tuvo que gritar Polipasto, varias veces,

para calmarlos un poco: como casi todos los robots en el auditorio tenían también ojos rojos, esto bastó para que el conejito les pareciera un poco más normal y cotidiano.

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Cortafrío, que era un robot grande y más bien torpe, se me-tió en el parque. Caminó y caminó bajo el sol de la maña-na que le calentaba la carcasa y evitó las fuentes de agua

corrosiva y también a los niños que siempre que lo veían tenían ganas de jugar al Monstruo Mecánico Que Destruye La Ciudad o alguna otra cosa por el estilo. Llegó hasta el prado de las flores y se les quedó mirando largo rato.

Rondana, su novia, su hermosa novia, le había dicho:—Si tanto me quieres, tráeme una flor, ya te dije. No un trozo de

flor, no un tallo de flor. Siempre que te mando, como eres tan bruto, me traes pedazos de flor. ¡Quiero una flor entera!

—Sí, mi amor —había dicho Cortafrío.Y ahora miraba las flores: extendió su mano con todo el cuidado

del que era capaz para arrancar una.Pero entonces se acordó de que también le había dicho a

Rondana:—Sí, mi amorcito. Sí, mi florecita.Y se quedó mirando la flor, sin moverse, hasta que fue de noche,

y más aún.

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El robot Alicate es el mayor fanático de los cómics y la cien-cia ficción. Por lo tanto, nunca falta a la convención que se celebra cada año en su ciudad: va a las conferencias, compra

las revistas, se pasea durante horas entre los puestos de figuras de pasta y manga japonés. Tiene que ir con un guardián, sin embargo, porque nunca falta quien le quiera pedir autógrafo, y cuando se lo piden se pone como loco.

—De por sí es molesto —explica el guardián, que es otro robot, alto y severo—. Siempre le preguntan que de qué serie viene o qué vende. Pero, además…, además, Alicate tiene un problema. No sabe que es un robot. Y si se lo dicen se disgusta.

—¿Y entonces? ¿Qué, eres humano? —pregunta, de todas for-mas, un niño curioso, disfrazado de Naruto.

—Claro que no —le responde Alicate—. Soy extraterrestre.

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En los cabarets de la ciudad de los robots, los clientes beben aceite enriquecido, se conectan a redes eléctricas de volta-jes exóticos y escuchan a los músicos y cantantes. Hay des-

de androides con formación operística hasta arañas rupestres que tocan cuatro guitarras a la vez. Y los repertorios también son muy variados: piezas de Kraftwerk y otros clásicos se alternan con las de cantautores actuales.

Pero el más curioso de todos estos artistas es Benito Punzón, quien cada noche aparece en el escenario, impecablemente vestido, y no utiliza ningún instrumento, ni siquiera su altavoz integrado. En cambio, zumba como planta eléctrica, martilla como antigua caja registradora, incluso imita el rascar de la piedra en las minas profundas: todos esos sonidos que para los robots son signos del pasado más remoto, de antes de la existencia del primer cerebro electrónico. La mayoría nunca los ha escuchado en otra parte, pero todos se conmueven: alguno tiembla, otro arroja chispas que son como lágrimas.

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El gato Primo tiene varios amigos que llegan a casa, de visita, cuando sus humanos se van. Uno de ellos es un robot lla-mado 433258-KXP-09823/A. Primo no conoce ni el alfa-

beto ni los números, por lo que nunca pasan de las presentaciones iniciales.

—¿Cómo dizez que te llamaz? —pregunta Primo. (Como todo el mundo sabe, los gatos cecean.) Y 433258-KXP-09823/A se lo vuelve a decir, y Primo vuelve a preguntar lo mismo, y así hasta que es hora de que las visitas se marchen y todo vuelva a la «normalidad» (porque, como todo el mundo sabe, los humanos siempre andan buscando la normalidad, aunque no sepan qué es).

Ahora bien, a 433258-KXP-09823/A no le molesta presentarse una y otra vez con Primo, porque es bondadoso y, como todo el mundo sabe, a los robots les encantan los gatos.

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Escariador, que es un robot de temperamento disparejo, sale un día y se pone a destruir la ciudad. Pum, cae un edificio, crash, vuela un puente, pum, crash, pum, crash, pum. Todos

huyen despavoridos. En helicópteros, los productores se elevan para tratar de llamar su atención y recordarle que no han traído todavía las cámaras, que no han comenzado a grabar la película, que el contrato estipula que Escariador puede destruir la ciudad y hasta debe hacerlo de modo espectacular (porque eso sí, te está sa-liendo muy bien, eso sí, le dicen, requetebién), pero sólo después de que el director grite «¡Acción!».

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(o primer capítulo de una novela negra)

Vino hacia mí. Era una andreida como rara vez las he visto: caderas de titanio, cabellos ondulantes de cable usb, dos ojos lenticulares que parecían capaces de mirar de una sola

vez el mundo entero. Pero reconocí también el temblor en su voz. —¿Usted es Terraja?—Terraja, detective privado —asentí, y la dejé entrever mi funda

sobaquera bajo la gabardina. Este gesto siempre funciona: supe que ella estaba a pocos segundos de enamorarse de mí, aunque fuera sólo a causa de mi apariencia y del miedo que ella sentía. De pronto me sentí cansado: yo también me enamoro siempre de las andreidas de inusual belleza que vienen a verme. Estoy programado para eso.

¿Será suficiente consuelo (siempre me pregunto esto) saber que la vida que tengo prevista es una muy entretenida, con grandes cantidades de acción, aventura, romance?

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—Psst.—¡Ah! Es usted. ¿Trae la fórmula?—Aquí está. Es esta botella.

—¿Es la poción que convierte a los seres humanos en robots?—Sí. Tome, adelante, beba.(El cliente bebe.)—¿Qué le parece?—Me parece que es usted un estafador y un farsante. Está arres-

tado. Soy el inspector Cojinete de la Policía Robótica…—¡Hace un momento no lo era! —se defiende el robot durante

todo el camino hasta la comisaría, donde en efecto nadie conoce al inspector Cojinete, pero de todas formas a él lo meten a la cárcel por andar vendiendo pócimas sin licencia.

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Mi sobrina vive en un mundo paralelo en el que las cosas son muy distintas de como son aquí. Ella nos escribe con frecuencia y nos cuenta. Por ejemplo, dice, hay más

robots, son más inteligentes, y uno de los más conocidos, el ruso Gramil, es una especie de superhéroe, que viaja por el mundo ayu-dando a la gente y capturando a criminales diversos con su hoz y su martillo. Lo más curioso de todo es que este Gramil, además de muy fuerte, parece ser verdaderamente honesto y bondadoso, al contrario de nuestro Capitán América (que es un agente de la cia con mallo-nes) o de Batman (que, la verdad, es sólo un psicópata con mucho dinero).

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El misil atómico llegó a su blanco previsto, explotó y destruyó a los otros habitantes (apenas diez o doce) que quedaban en el mundo. Goniómetro, el robot, salió a ver la nube en for-

ma de hongo de la explosión y luego se dio vuelta para contemplar la planicie devastada.

—Gané por fin —dijo en voz alta—. Soy el más poderoso del mundo. No hay nadie más fuerte que yo.

La nube tardaba en disiparse.Después de un momento el robot agregó:—Con esto concluye mi guerra de tantos años contra todos

los demás. Y me he vengado, adicionalmente, de todos los que se burlaban de mí cuando era joven porque mi nombre, Goniómetro, les parecía ridículo. Soy el mejor. Soy el más fuerte. Soy —repitió, en voz más alta— el más poderoso.

Pasaron las horas.Pasaron los días.Solo en el mundo, aunque de vez en cuando se animaba a volver

a declarar su poder y supremacía, Goniómetro debió reconocer que empezaba a aburrirse.

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En sus quince minutos de fama, el robot Arnulfo Martillo habló en televisión de cómo un error de su programación le permitía ver colores que nadie más podía ver, fuese ro-

bot, humano o criatura de cualquier otro tipo. La conductora del programa (la infinitamente más famosa Angélica Cizalla) cometió entonces el error de pedirle que describiera esos colores. Arnulfo lo intentó y catorce de sus quince minutos se fueron en tartamudeos, repeticiones («¡se ve tan hermoso!») y malas metáforas: Arnulfo no era poeta.

Cuando salió del estudio, Arnulfo regresó a su casa caminando, con la misma cara de asombro que tenía siempre (y por la que mu-chos lo creían un tonto) ante la belleza del mundo.

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Uno, que así le decían, trabajaba como prototipo de los nuevos obreros de la planta y tuvo 1.6 horas libres (o bien 1:36 horas). Se dio cuenta cuando nadie fue a buscarlo

durante dicho lapso.Después se reanudaron las pruebas y demás actividades para

las que Uno había sido diseñado y construido, pero el concepto de tiempo libre se había asentado en su cerebro electrónico y se asoció con la palabra libertad, que Uno tenía almacenada en su vocabulario pero no ligada especialmente a ninguna instrucción ni recuerdo de su propia experiencia.

Diez segundos más tarde (fueron las reflexiones más largas y torturadas de toda su vida), Uno comprendió que no era libre. Peor, que nunca lo había sido. Y aún peor, que el ser libre era, supuesta-mente, de lo más grandioso, de lo mejor que podía pasarle a una entidad consciente. Entonces tuvo su idea genial, su mayor inspi-ración, y acuñó una palabra nueva: no|es|posible|conciencia|alt|eración|mal|estar, que más o menos podría traducirse como amargura.

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Hoy se cumple el primer aniversario de la desaparición de los robots.

Todo fue muy rápido y muy extraño: un día estaban aquí y al siguiente no. Dejaron plantados a quienes los esperaban, no estuvieron más en sus casas de metal y de plástico.

Nadie dijo nada en las noticias, nadie publicó nada en internet, no salió nada en la televisión. Fue como si los robots nunca hubieran existido.

En estos días se ha vuelto muy popular que la gente diga eso: que los robots no existen. Que nunca sacaron sus antenas ni sus tenazas. Que algunas máquinas industriales son llamadas así pero eso es todo. Que esos seres inteligentes y llenos de chispas son como los duendes, las hadas y otras criaturas en las que sólo creen (dicen) los ignorantes.

Y también se dice que la impresión que tenemos muchos es errónea: que no es que el mundo sea un poco más pequeño y más triste desde hace un año. Que así ha sido siempre.

Sólo me consuelan las leyendas, que apenas se escuchan, que todo el mundo dice no creer, de las figuras que se ven desde lejos, a veces; de las pintas en las paredes con figuras y mensajes binarios; de que los robots no se han ido, de que sólo están escondidos, esperando el momento de volver.

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PigmaliónGustavo Mejía Pérez

No hay nombres, todos perdemos el nombre. Que tu amante te llame con el nombre de otro mien-tras la penetras no es coincidencia; tu nombre

carece de importancia; tú careces de importancia. Las razones a las que se pueden recurrir para explicar la circunstan-cia salen sobrando, los hechos no engañan. Que si la mujer dijo el nombre de otro porque se confundió, porque quería que tú sintie-ras celos (o culpa), porque su placer es tan grande que siente que está haciendo el amor con dos hombres, porque no ha comido en más de doce horas y su cerebro ya no funciona bien, o porque es estúpida… eso carece de importancia. El hecho es que dijo otro nombre. Y no trates de culparla o de negar que en la mayoría de las veces esos detalles sin importancia te calan como hielo seco. No la culpes, a ti también se te olvidan los nombres, y no sólo de personas o mujeres, se te olvidan o confundes hasta el significado de las pa-labras… ¿Qué palabra significa… eso, la acción de convertir al otro, a la otra, en la imagen de tus deseos? Sí, esa palabra del rey… ¿de qué rey? De ese rey que vivía en… ¿en dónde vivía? No importa el nombre (¿lo ves?), ni el país donde vivía, lo que importa es lo que hizo (los hechos). La historia dice que era un rey que deseaba como esposa a la mujer perfecta, y que sus súbditos y amigos llevaban ante él a las mujeres más bellas e inteligentes, pero que ninguna le satisfacía: una nariz demasiado pequeña, el labio inferior demasia-do carnoso, los ojos muy brillantes… Cansado de buscar, decide hacer su propia mujer, su mujer perfecta. Busca en el bosque el

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Jean-León Gérôme, Pigmalion y Galatea, c. 1890, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

árbol digno te tal creación; no deja que ningún artesano o ar-tista realice su obra, él la hace con sus propias manos. Esculpe a la mujer en la madera ideal, crea a la mujer perfecta. Las di-mensiones, las formas, la incli-nación de la luz sobre su cuerpo, toda ella expresa su deseo. Al final, el rey olvida que esa mujer que él creó a satisfacción de su deseo es un pedazo de madera y se enamora de ella. Ella es su Pigmalión. Pigmalión, esa es la

palabra, ése es el nombre. Pero, ¿acaso no todos hacemos lo mismo que ese rey? Amamos a una persona, y parece ser que la queremos más entre más se pa-rece a la imagen de nuestro de-seo. De repente no importa quién es, lo que importa es que se parezca; no sólo eso, que sea la misma imagen del deseo, que sea el deseo mismo, la satisfac-ción del deseo. Que camine y baje las escaleras como yo la re-cuerdo; que hable, que vista,

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que huela, que llore como yo quiero, como yo necesito; que no me lleve la contraria cuan-do no es necesario; que me abrace en el momento y lugar oportuno, ni antes ni después; que me diga que me quiere cuando y como quiero; que per-manezca en silencio; que crezca más, que sea más vieja o más jo-ven… Cuando a base de sangre, semen, lágrimas y tiempo con-sigues lo que quieres, pueden ocurrir dos cosas: o te descu-bres completamente ahogado en esa persona hasta el cuello o descubres que esa mujer no es para ti: demasiado comprensi-va, muy caliente, poco cariñosa, tonta, insensible, flaca… En cualquiera de los dos casos es tu creación, te enamoras de ella o la detestas. Hay un tercer cami-no, tal vez más cruel y menos dramático: la indiferencia. Ni la amas, ni la detestas, simple-mente te inspira pereza, aburri-miento. No bastó con que aprendiera a relajar las piernas cuando ya estaba húmeda; no fue suficiente con que ya no exigiera nada; ya no importa que diga lo que piensa o se que-de callada; no importa si gime, si llora, si no acude al entierro de su padre por coger contigo: ya no la quieres. En el mejor de

los casos, alguna vez la quisiste: una mañana, en un abrazo al sa-lir de la ducha, en un beso, en un saludo. Sea como fuere, los tres resultados no son más que la condensación en carne y hue-so de tus deseos, ella es tu obra. No importa quién era antes de conocerte, no importa quién será después; esa mujer es tu creación. Pero si tu creación es una obra de arte, las grandes obras dejan de depender del ar-tista, toman vida propia y viven ya sin el creador. Esa mujer que tú creaste se va, te deja. Ya no depende de ti (nunca dependió de ti, sólo así lo quisiste imagi-nar). Entonces ya no importará tu nombre (nunca importó), ni quién fuiste antes o después de conocerla. No importará que la amaras o la detestaras, que la ha-yas esperado, que le dieras ternu-ra y cariño, que lloraras por ella, que le escribieras, que la perdonaras por no ser como tú deseabas… sólo sabrás una cosa: estás solo. Sí, parece ser éste el mejor momento para que me señales, para que me reclames, para que me digas que acabe ya con este monólogo, para que te coloques como la víctima y me coloques a mí en el pedestal del acusado, del culpable. Bien sa-bes que este no es un monólogo,

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que soy lo que tú querías que fuera, que no hay monólogo, que a estas alturas tú hablas por mi boca, que yo soy tu voz. Que te tenga así no es acto de salvajismo ni la historia del Pigmalión llevada al extremo. Mírate bien en ese espejo: lo que yo estoy haciendo por ti, lo que te estoy ha-ciendo es la más genuina muestra de amor. Tú me enseñaste cómo hacerte, ahora puedes com-probar que he aprendido bien, ahora ya eres como yo deseo.

Para mí un cuento evoca la idea de la esfe-ra, es decir, la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede sepa-rarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un or-den muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas… Hay gente que malogra cuentos, poniéndolos excesivamente ex-plícitos, entonces la esfera se rompe, deja de ser el orden cerrado .

Julio Cortázar

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Crónica del Minotauro

Ulises Paniagua

El torero sigue siendo mítico y, cuando expresa la valentía humana frente a la bruta, el pueblo se enardece

y los viejos entusiasmos reaparecen.Enrique Tierno Galván

He aquí que se dirige al ruedo, vestido de oropeles y luces, en el encuentro mortal con el primero y único de la tarde. He aquí que se llega, soberbio

y decidido, implacable matador cuya atención se concen-tra en la difícil y próxima tarea.

Levanta los puños y los aficionados gritan eufóricos, se le entregan sin reservas. Se acerca con gentileza a la barrera y dedica la faena a una niña triste de ropa sucia que ríe halagada en una butaca del primer tendido.

De la puerta de chiqueros, parco y cabizbajo, trazando con pies de plomo el camino que debe cumplir, ingresa el animal de lidia. Lo anuncian con el nombre de Suspiro. El sudor baña su torso desnudo mientras sobre su piel rasposa se proyectan reflejos premonitorios. Se trata de un ejemplar proveniente del encierro de Atlacomulco, un negro medio bragado de ochenta y cinco kilogramos de peso, quien, en hechuras y pelos, no está del todo en las carnes justas.

Un pasodoble y un toque de clarín regalados desde las gradas anuncian el inicio del primer tercio. Al salir el animal, el matador aprieta los dientes. Vuelven los recuerdos punzantes del maltrato que sufrió cuando trabajaba en los turbios cruceros de la ciudad limpiando parabrisas; vuelve esa maldita sensación del hambre y la gastritis a la altura del alma, el azoro que implica caminar las calles en una noche oscura, el terror inflacionario, el asesino fantasma del desempleo. Vuelve, en fin, el recuerdo de la injusticia perpetrada lustro tras lustro

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Teseo y el Minotauro, mosaico romano, c. siglo 2-3, Raetia, Suiza

en este país de olvido y polvo. Entonces siente que el odio lo obliga a consagrarse esta tarde.

A Suspiro, en cambio, lo detiene el miedo. Guarda su distancia y esconde la bravura. Desde que el pueblo decidió promulgar y ejecutar la Ley Ta-lionaria Constitucional se había sentido desfallecer, porque sabía que en su persona quedaría el primer escarmiento.

Una voz en el altavoz de la plaza anuncia: «En la Ley Talionaria Constitucional se es-tablece que el país tiene derecho a decidir sexenalmente, y me-diante el recurso del plebiscito, la ejecución de uno a tres de los

expresidentes de la República cuyo desempeño haya atentado con los cargos de alevosía, ven-taja o premeditación contra los recursos naturales de la nación, su economía y desarrollo tecno-lógico o cultural». Por supuesto, la afición sabe de antemano que dicha ley es más específica en cada uno de sus puntos, pero le basta por el momento saber que al fin ejercerá una función vengativa.

Después de escuchar el toque de clarín que anuncia su pre-sentación, Suspiro —ese expre-sidente angustiado— tuvo que lanzarse sobre el toreador contra su voluntad con la furia recluida

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dentro de sus huesos calcinados por la osteoporosis. Buscó en su interior la violencia que aquella muchedumbre desatenta y voraz le despertaba con su desagrade-cimiento; buscó ese coraje que necesitaba para enfrentar una muerte segura a manos de aquel limpiaparabrisas anónimo que ahora se hallaba convertido, de manera irónica, en la figura del momento.

Detrás de la barrera, como prueba fehaciente de la crueldad que las masas habían exigido contra los delincuentes, un gru-po reducido de otros expresi-dentes observaba indignado el espectáculo, aguardando turno para alguna de las próximas corridas: al inicio de la fiesta, en el paseíllo, se atrevieron apenas a intercambiar algunos tímidos comentarios. Cuando en el se-gundo tercio a Suspiro le clava-ron el primer par de banderillas, una ola de ansiedad colectiva comenzó a apoderarse de sus corazones.

En el tercer tercio, cuando el lidiador (que andaba en gran plan y dueño de una disposición sin límites) pisó con firmeza el sitio que poseía, se aventuraron a sentir un poco de miedo. Pero en el momento en que el animal semejó un guiñapo ridículo ante la maestría de los derechazos y los

pases de verónica ejecutados con la muleta supieron que el poder ejercía, contra lo que hubiese podido suponer cualquier trata-do maquiavélico, una influencia eventual sobre cualquier vulgo.

Al final de la corrida, cuando después del estoque vieron a la bestia caer y sacudirse de manera espasmódica, lanzando sangrien-tos escupitajos, boqueando y agonizante, un escepticismo terrible se apoderó de cada uno de ellos.

No quisieron quedarse a mi-rar ese cadáver vergonzante que, silencioso, clamaba piedad du-rante el arrastre lento. Llenos de pesar, los invitados a la ejecución —y próximos astados— dieron media vuelta y abandonaron el estacionamiento de la plaza en sus Mercedes Benz, ignorando los vítores y ovaciones de un público sublimado ante la labor impregnada de torerismo de una figura espigada y enjuta. Uno de ellos, El Perro, quien gobernara por allá de la década de los ochenta del siglo pasado, se atrevió a reconocer:

—Para ser un pinche limpia-parabrisas de mierda, tiene mu-cho oficio el desgraciado. A mí me gustaron los dos últimos pases que dio. Además, creo que Suspiro se los merecía.

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LaberintoDenise Phe-Funchal

Escuchá cómo escapan de todas partes las voces de los pecadores, cómo se apagan los gemidos, aquí, allá. Es una sinfonía, un canto a dios y los cielos; la

tortura del demonio. Trajeron los materiales esta mañana. Se han formado

cadenas de brazos desde la entrada de la ciudad hasta las casas que solicitan ladrillos, víveres, agua, ropas.

Laura Quintanilla, El origen de la memoria

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Los camiones ya no pueden circular.

Las construcciones han in-vadido calles, avenidas. Cada vez es más difícil encontrar las direcciones, llegar hasta las plazas, hay menos gente, más construcciones.

¿Quisieras verlo, verdad? Disfrutarlo como al inicio, aso-marte a la ventana, ver los brazos de las mujeres y los hombres pa-sando cajas de verduras y carnes, ladrillos y mezcla. Trabajando, sudando, repitiendo hasta el cansancio las oraciones que nos enseñaste, canturreando las alabanzas e himnos que creaste para nosotros.

Querido, querido, no pue-do acercarte a la ventana, no verías nada de todas formas, las construcciones han bloqueado la vista.

La prensa cuenta hoy de la de-valuación de la moneda, de la boda de Ana Córdoba, de que ha muerto don Elías Prado luego de semanas de hospitalización. Mariana llamó. Dijo que traerá flores para todos. Adornaremos la casa, pediremos perdón para nuestros pecadores con cantos, con comida, con oraciones que salvarán sus almas. Nos tomare-mos de la mano, cerraremos los párpados y pediremos por ti, por

el vecino que ayer encontramos tras el edificio de la esquina bañado en alcohol, por la niña que esta mañana levantó la voz a su padre, por el chico que no quiso terminar su helado a pesar de conocer sobre el hambre en el mundo.

Tal como predijiste, en esta casa y en la de tu familia ya no hay espacio, pero nos hemos sa-nado tanto, hemos encerrado y eliminado todo el pecado. Aho-ra viviremos todos juntos, cons-truiremos arriba, como siempre quisiste, arriba, encima de todo, de las viejas ciudades, arriba para contemplar la muerte del pecado, el encierro del demonio, para escuchar cómo la voz del mal se apaga a lo largo y ancho de la ciudad. La prima Carol ya tiene los planos, la otra semana empezarán los trabajos. Te gus-taría tanto esta casa llena de no pecadores. Vargas ha ganado la carrera este año, al menos eso puede alegrarte. Murga se quedó en la tercera vuelta, «problemas técnicos» dice la prensa.

¿Te acordás cuando nos co-nocimos? Apenas empezabas tu campaña, me refugié en vos, en los mares de gente que buscaba salvación, sanación, evadir el pecado, pedir perdón por los males hechos. Me enamoré de

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vos y sabía que estaba mal, que no era algo bueno, pero Carlos me hacía sufrir tanto. Tu mira-da me buscaba en medio de la gente, me decía que también me amabas, pero que no era correc-to, que estabas casado, que yo también, que habíamos hecho un compromiso ante dios, ante los hombres, ante la eternidad. Sólo te seguía, te seguía de cer-ca, amor, como tantos, como muchos.

Nos animaste a apoyarte y com-partiste con nosotros tus planes de salvación, tus leyes de combate al pecado, la idea de encerrar en sus propios espacios a los peca-dores, de rodearlos de imágenes y recuerdos de sus faltas, para que cerca de la muerte pidieran clemencia, para que al estar tras ladrillos y mezcla, imposibili-tados para salir, impedidos de libertad, reflexionaran sobre los daños, sobre el encierro que el pecado provoca en el alma. Y nos unimos a vos, a tu clamor de santidad, a tu necesidad de limpiar todo el pecado, de en-terrarlo en nuestras fronteras, de ser un ejemplo, el cementerio inmenso del mal. Incluso ence-rraste al mal que circulaba en las calles, que no tenía un espacio propio. Construimos celdas en las avenidas, calles y callejuelas,

en los caminos de tierra y de piedra. Calles enteras que abri-gaban a mendigos pecadores se llenaron de construcciones que contenían el mal de las palabras, el mal de las acciones, de las dro-gas, de los alcoholes de farmacia.

Lograste el apoyo de aquellos que queríamos el pecado fuera de la vida y del país. Encerramos a cientos, luego a miles, conver-timos en cementerios pueblos completos, ajenos a nuestra fe, indiferentes a la penetración del mal en nuestra tierra. Buscaste hasta el cansancio enferme-dades del alma en los ojos de quienes desfilábamos ante ti, las ciudades se vaciaron bajo orden del soplo divino que te indicaba quién había pecado y quién no. Escribiste las leyes y todos las conocimos, las aplicamos para limpiar los hogares, los pueblos y las ciudades. Cayó tu esposa por no pagar un pintalabios en el supermercado; cayó Carlos luego de ver las piernas de la mujer del quiosco de flores; cayó la mujer del quiosco por enviar una corona mortuoria a la celebración de un matrimonio; cayeron los esposos esa misma noche cuando la hermana de la novia dijo ante todos que los había escuchado tener relacio-nes hacía algunos años; cayó la

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hermana de la novia cuando un amigo confesó que ella había mentido por estar enamorada del novio y que los esposos ha-bían sido condenados en vano. Entonces dijiste que seguramen-te por un pecado que sólo dios conocía habían sido castigados, que seguramente sería tan ho-rrible que estábamos preparados para conocerlo, y justificaste el encierro de la hermana de la no-via, diciendo que mentir, incluso inspirado por dios, es una falta.

Tu esposa fue encerrada en su habitación de adolescente, llena de revistas y perfumes, de pomos de maquillaje y botes de crema, le diste una tumba digna de una reina, acabaste con parte del pecado de la vanidad, con parte del latrocinio. Carlos fue encerrado en su estudio, en medio de imág enes de piernas de mujer y flores, entre medias de seda y minifaldas, terminamos con la lujuria , y me pediste que me casara contigo. Dijiste que dios nos había liberado para estar jun-tos. Dijiste que jamás tendría que encerrarte.

Fue lo mejor eliminar las ven-tanas. Tuviste una buena idea, eso de dejar que las personas se aso-maran a la agonía, que vieran los glóbulos oculares que reclamaban

líquido, los cuerpos secos, ponía en jaque toda el plan de limpie-za, permitía que el demonio se disfrazara de compasión, que las personas dudaran de tus es-trategias, de que la muerte nos acercaría a dios. Pero yo sé que no te equivocabas, el silencio que impera en las calles, en las ciudades que se cierran, en los pueblos que desaparecen son el silencio del cielo, la voz de dios que nos cubre.

Ayer se aprobó tu idea de no hacer más pequeñas las celdas, reducir costos y aprovechar el espacio y al máximo el trabajo de los no pecadores. No tocaremos las construcciones anteriores, serán un testigo de la historia de esta ciudad, de la lucha contra la inmoralidad, de la muerte del demonio.

La prima Carol ha diseñado ya tu celda. Una pequeña y sin espacio para caminar, como fue tu voluntad, como está escrito en tus leyes. Estarás junto a mi padre y el tío Hugo. Bárbara, Francisco, Marino, Carlos, la abuela Felicia y tu madre están justo frente a tu lugar, el único que queda junto a las gradas. Te situaremos junto a las gradas que llevan a los niveles superiores, para que puedas pensar en el tercer nivel, mientras mueres,

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mientras reflexionas sobre tu pecado, el pecado que negás, que yo sé que no cometiste, pero también sé que seguramente hay faltas que solamente dios conoce. En un rato mezclaremos el cemento.

Los espacios se cierran. El concreto y las celdas exteriores asfixian las calles. Como propu-siste en las reformas a la ley, reti-raremos la mordaza hasta que la

pared, a la altura del cuello, esté seca. Evitaremos los gritos y las peticiones de clemencia en vano. En pocos minutos, tu llanto, arrepentimiento, perdones serán apagados por los ladrillos, como los de todos los pecadores.

Las denuncias han disminui-do. Pronto completaremos tu sueño, el laberinto de dios, la tumba del diablo.

La esencia del cuento es ser una escritu-ra en estado de máxima alerta; un rasgo, por otro lado, que comparten el cuento y la poesía. El cuento es una narración en donde la palabra (cada palabra) vuelve a pesar y a valer. Quizá porque el cuento no es otra cosa que la poesía misma, en tanto pacta, o casi, con la convención de un argumento .

Ángel Zapata

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Playa ColoradaAgustín Cadena

Aunque desde temprano había habido señales de lluvia, Ocampo quiso ir a la playa a mirar el atar-decer. Pero llegó demasiado temprano y el sol

estaba alto todavía. Y con todo y que la mayoría de los turistas ya se había retirado, quedaban algunos niños, una pareja que se mecía entre las olas, una anciana de piel en-rojecida. Ocampo sintió que no soportaba la arena caliente en los pies descalzos y bajó a la orilla de la playa, a la franja de hume-dad que el oleaje había sembrado de sargazos. Echó a andar sobre esa

Erika Kuhn

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línea, siguiendo la suave curva de la bahía. Las olas llegaba a re-frescarle los pies; de vez en cuan-do, alguna se le trepaba hasta los tobillos. Atrás de él se oían risas y gritos; adelante, a lo lejos, se veía un contorno de palmeras, hoteles modestos y sencillas casas de vera-no, algunas convertidas en bares.

En algún momento, sintió una presencia cerca de él, ca-minando a su lado: unos pies descalzos que levantaban sin ningún sufrimiento la arena caliente. Se volvió. Era una niña como de diez años, nativa. Sí, no podía ser más que nativa a juzgar por el tono de chocolate de su piel, y porque no parecía interesada en el mar ni andaba en traje de baño sino que llevaba un vestido largo de mezclilla. El sol, que ahora sí comenzaba a bajar, hizo brillar un instante su pelo negro y luego desapareció tras unas nubes grises.

Ocampo no miró más a la niña. Se sintió incómodo con esa compañía no solicitada. Siguió caminando, un poco más rápido. Se preguntó si le daría tiempo de llegar hasta el final de la playa antes de que empezara a llover.

La niña emparejó su paso con el suyo. Marchaba sin despegar la vista de él. ¿Qué quería? ¿Iba a pedirle dinero? ¿Trataba de ven-derle algo? Ocampo pensó que si la ignoraba completamente, desistiría y lo dejaría en paz. Sin embargo, no fue así.

Cuando se cansó de esperar alguna amabilidad de su parte, la niña tomó la iniciativa:

—Hola —le dijo.Ocampo se sintió forzado

a responderle, pero también aliviado: por fin le diría ella lo que tenía que decirle, le pediría lo que tenía que pedirle y lo dejaría en paz.

—Hola.La niña le sonrió de tal modo

que Ocampo se relajó y ya no tuvo tanta urgencia porque se fuera.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, con un fuerte acento local que a él le pareció gracioso. Era muy bonita: tenía unos ojos grandes, oscurísimos, y una mirada llena de inocencia.

—Roberto Ocampo, ¿y tú?—Esmeralda.—Ah —dijo él, nada más.

Siempre le había costado trabajo empezar una conversación con una mujer, no importaba de qué edad fuera.

—¿Hasta dónde vas? —le ayudó la niña.

—No sé. A ver si llego al final de la playa. ¿Y tú?

—Yo voy hasta donde llegue ese señor.

—¿Cuál? —Aquel que va allá adelante.

¿No alcanzas a verlo? El que lleva una hielera roja.

Ocampo distinguió una si-lueta a doscientos metros o más, delante de ellos. Era un hombre delgado con una gorra de beisbol.

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—Es mi papá —le explicó la niña—. Vende helados.

—Ah —Ocampo se alejó de ella. Le dio desconfianza que el padre fuera a verlo cerca de su hija y pensara que era un per-vertido o un robaniños y luego hiciera un escándalo o le echara a la policía. Pero el hombre se volvió en algún momento, tal vez buscando a la niña, y los vio juntos y no dijo nada. Ocampo volvió a relajarse.

—Pero ya no hay mucha gen-te en la playa y además va a llover.

—No.—¿No qué?—No va a llover, Roberto —pa-

recía totalmente convencida—. Mi mamá le pidió a Dios que no lloviera hasta que mi papá termi-nara de vender todos los helados.

—Ah, ¿y estás segura de que Dios escucha a tu madre? —en cuanto dijo esto se arrepintió: le pareció abusivo ponerse cínico con una niña. Pero a ella no le afectó.

—Sí. Siempre la escucha. Va a mandar la lluvia a las montañas para que mi papá termine de vender los helados.

Ocampo prefirió hablar de otra cosa: no quería poner su amargura en evidencia. Le preguntó a Esmeralda por la escuela: iba en segundo año. Le preguntó quién hacía los helados que vendía su padre: la niña le dijo que toda la familia.

—¿Y cuántos son?—Somos nosotros tres: mi

mamá, mi papá y yo.Finalmente, Esmeralda se

aburrió de esa conversación. Fue al grano:

—Si no me das todo el dine-ro que traes en tu cartera, voy a gritar que me estabas diciendo cochinadas.

Ocampo la miró incapaz de comprender. Como que su mente negaba lo que Esmeralda le estaba diciendo. Es que de repente era otra. Sus ojos eran otros: ya no era una niña.

—La gente vendría a defen-derme —insistió—. Mi papá se encargaría de armar el alboroto y te llevarían a la cárcel.

El hombre reaccionó por fin. Sacó su cartera y le dio todo lo que llevaba, sin decir nada. Ella le arrebató los billetes y echó a correr en dirección a su padre, quien a pesar de ir cargando la hielera andaba rápido.

Ocampo se volvió hacia el mar. Del sol no quedaba más que una delgada uña anaranja-da. Pero toda el agua se hallaba incendiada por ella. No había nubes: se habían amontonado a lo lejos, sobre las montañas.

Ocampo sonrió.

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La dulzura de los reposteros

Ernesto Antonio Parrilla

En el pueblo eran los únicos reposteros. Razón váli-da para además ser los mejores. Pero no morían en la gloria, buscaban siempre sorprender a sus clien-

tes habituales. Entonces era muy común maravillarse en celebraciones como cumpleaños, bautismos, aniversarios o casamientos, de las tortas que los Karkoris elaboraban en la tradicional panadería ubicada frente a la plaza.

Erika Kuhn

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Y si de innovar se trataba, las propuestas diferentes no pasaban solamente por la forma final de la torta, que podía asemejarse a lo que uno quisiera, ya fuese un automóvil, una vivienda, un edifi-cio con helipuerto, una pelota de futbol o una modelo venezolana posando para Playboy: en los ingredientes residían muchos de los secretos del éxito.

Eran comunes las charlas en la panadería entre los clien-tes y la familia Karkoris en las que los primeros aventuraban ingredientes y los segundos se cuidaban con las respuestas, sin dar jamás una que permitiese a los curiosos descifrar tal o cual misterio.

El merengue rojo fuego que había dado vida al riquísimo demonio de casi un metro de altura para el cumpleaños 18 del mayor de los Pérez García fue todo un suceso. No sólo por lo bien que combinaba con el tridente de chocolate amargo, sino porque parecía una réplica a escala.

O el glaseado de la torta del aniversario de casados de los Benvenutti, de un verde casi transparente, más parecido a la bilis de un lagarto que a una exquisitez repostera, de ésas que llevan a cualquiera a abandonar

dietas y promesas de no probar nada dulce.

El misterio era mayor dado que los Karkoris no llamaban a ningún proveedor de la ciudad para que les trajera las materias primas, sino que ellos iban en sus dos utilitarios a realizar las compras. En el pueblo los tenían como grandes profe-sionales y no pocas fueron las veces que les preguntaron por qué siendo tan buenos en lo que hacían no probaban suerte en la ciudad.

—En la ciudad nadie valora lo artesanal. Cualquier sabor viene bien. Aquí en el pueblo, los paladares gustan de placeres más intensos —dijo una vez la señora Karkoris, nieta del pri-mero de los Karkoris que había arribado al pueblo cinco décadas antes y abierto ese lugar que era la perdición personificada.

Pero además de profesiona-les, más de una vez demostraron ser excelentes seres humanos. En ocasiones trágicas, como las inesperadas muertes de los hermanos Zimmerman, de tre-ce y quince años, acercaron al velatorio tartas y masas finas para amenizar la triste jornada, logrando que aunque sea por momentos las delicias lograran dejar de lado las penas. Todos

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recuerdan las lágrimas de la señora Mannara, viuda desde entonces, cuando le anuncia-ron la aparición de su esposo, en realidad, del cuerpo de su esposo, en las profundidades del arroyo. Pero perdura más en el recuerdo de esa tarde gris el enorme pastel de frambuesas con forma de corazón que los Karkoris acercaron en gesto de acompañar a la pobre mujer en tremendo instante.

Quién no querría en su pue-blo tener gente así. Quién no buscaría en ciudades distantes seres humanos con esa calidad de gente, con ese talento inna-to, esa dedicación al trabajo, a la innovación, al placer de los demás o, bien, a lograr, con lo que producen, la paz de almas atormentadas por la tragedia.

La señora Karkoris los ve salir de su panadería felices y entonces ella también se siente feliz. Los quieren y se sienten queridos. Cómo, entonces, no preocuparse por tenerlos con-tentos. Cómo no acercarles algo dulce, sabroso y tentador, para apartar las penas y aquietar los interrogantes. 

Porque sabe bien, como se lo transmitió su abuelo desde que tenía edad suficiente para estar en su falda, que las dudas pueden surgir en toda operato-ria y que como la música calma a las fieras, la comida hace lo propio con el hombre. Y qué mejor en aquella oportunidad que la propia sangre del señor Mannara para elaborar ese sí-mil frambuesa tan sabroso, si al fin de cuentas era el señor Mannara el que husmeaba a es-condidas cerca de los hornos de la panadería, seguramente para robar alguna de las cotizadas recetas. O cuando los granujas adolescentes irrumpieron en la noche... nada como el sabor del miedo mezclado con harina.

Y esos mendigos en la ciudad, tan a la deriva en la vida, otra vez teniendo un objetivo dentro de la sociedad, cumpliendo un rol como ingrediente, y la ciudad, con un problema menos. Qué tan difícil podía ser lograr una armonía. Qué tan complicado era dar lo que otros querían y tomar lo que estaba de más. Dulcemente, claro. Porque para amarga, ya estaba la vida.

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El solJosé Maximiliano García Román

Grita «¡devastación!» y suelta los perros de la guerra.Shakespeare

—20 de junio, 2012—

Es la primera vez que escribo desde un lugar que no es mi casa. Me siento extraño, muy extraño. Me da miedo escribir, ¿qué escribir, sabiendo lo que veo?

No, no comprendo lo que veo. Camino en las noches imagi-nando cómo estará mi hermano, tal vez solitario (muchos amigos y conocidos están aquí conmigo) en el patio de la vecindad, prac-ticando con la pared y su balón, como lo hace siempre. Trato de recordar tantas cosas. La vida en la trinchera es solitaria, hay un enorme salón de clases que es tu pelotón alrededor de ti, no somos tan unidos como sale en las películas de guerra. Soldado Ryan y todas esas cosas se van al carajo. Solamente hay soledad. La dul-ce soledad. A la mierda con esas cosas del alma. Las leyes aquí se van al carajo, los recuerdos rosas son solamente cosas inútiles, no hay cabida en ningún lugar para los recuerdos. Tengo miedo. Es la única verdad. Pero encontramos varias maneras de divertirnos aquí en el xii frente. Un Black Hawk federal cayó frente a las trinche-ras. Recogimos los cadáveres, tomamos las armas y la munición, destruimos el resto. Del traje de un piloto recogí varias cartas y lo más seguro es que las iba a mandar pronto a su familia. Me quedé con su casco de piloto aéreo; siempre quise uno desde que vi uno en mal estado en una tienda de artículos militares cerca del metro Ermita, antes de dejar la ciudad. Yo quería estar en la Fuerza Aérea, pero tenían que rechazarme, mandarme al carajo. Aquí también hay acción, pero nos los estamos chingando. Creo que estoy en el

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William T. Ayton Sun Arise, 1991

bando correcto, por el momen-to... decidí no leer las cartas, por el momento. Andrés decidió hacerse un collar con los huesos de un cadáver; se me hizo algo grotesco, pero, ¿qué es más gro-tesco? ¿Quitarle los huesos a un cadáver quemado y putrefacto o matar a un ser vivo? Uhm, no hay momento para eso. Duer-mo con una pistola debajo de la almohada. Sólo una noche tuve que descargársela a un des-graciado por pararse delante de mí. Era un civil. Hay grupos en los alrededores que roban la comida y las municiones para

protegerse a sí mismos; no acep-tan nuestra protección. No sé cómo le hagan los historiadores en el futuro, pero les aseguro que no escribirán de aquellas personas que han muerto en estas circunstancias. Vamos a un pueblo, ofrecemos nuestra protección y, ¡pau!, los malditos nos dan por la espalda.

Mamá, no sabes qué cosas he visto. Una cosa de lo que estoy seguro es que he matado mucha gente; no iré al infierno, ya estoy aquí, éste es mi castigo por mis pecados.

Te quiero.

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—30 de junio— 

Esta noche nos están cayendo, nos encontraron con los panta-lones abajo, no hay munición, los suministros se nos acaba-ron. Saldré a pelear; por favor, bendíceme.

—16 de julio— 

Dos semanas de estarlos de-teniendo y ahora estamos en-trando a Puebla. Es difícil. Rompieron las líneas y entraron, parecía que no terminaba, eran muchísimos, cientos. Mataron a mi sargento y el coronel Gon-zález parece que no sobrevivirá la noche; que mejor sea así, quiere que tomemos la posición de nuevo. Cuando hacíamos dd (nos retirábamos del pc) gritaba como loco y ¡quería que regresáramos! Nos disparaba a los pies, hablaba por su altavoz y los demás oficiales, los que lo seguían, nos disparaban. Unos cuantos del octavo pelotón cargaron sobre ellos y se des-hicieron de unos cuantos, los otros son prisioneros ahora. Dios mío, somos un ejército popular, ¡se supone que somos mas solidarios! Carajo, nadie en su sano juicio regresaría. Nos cayeron como un enjambre de

abejas.  Matamos cientos y no me siento mal. Tenía que defen-der mi vida y la tuya. Al menos aquí tenemos agua, comida fría, municiones, pero ahora duermo en una caja de huevos vacía y volteada, con mi Beretta carga-da. Si no sobrevivo, espero que te llegue esto, ya dejé el encargo.

—19 de julio—

Tres días y nada. Esto me da mala espina. Por primera vez comí algo más o menos caliente. Lograron conectar un microndas en un motor pequeño de batería y funcionó lo suficiente como para calentar frijoles. Me comí unas tortillas frías que me supieron a gloria. Déjame confesarte algo. El coronel González está muer-to, nosotros lo matamos. Se estaba recuperando, es el único oficial de alto rango en la ciudad, se seguirían sus órdenes y el que le sigue es un joven capitán de la tercera. Rodríguez entró a su tienda y le pegó un tiro con silenciador que le quitamos a una unidad fe enemiga. Al día siguiente nadie dijo nada, nadie preguntó nada, todos lo quería-mos muerto. Y muerto está. Lo enterramos con los máximos honores, con ceremonia, una banda, una procesión. Murió al

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servicio de la patria, descanse en paz. No avanzaremos, nos que-daremos a defender la ciudad. Si la toman, tienen el boleto a la capital, mamá. No quiero que te pase nada. Por favor, tienes la Máuser y la ak debajo de mi cama, no tuve más dinero para comprar algo más, mantenlas cargadas y listas. Se están rea-grupando, lo sé, nos van a dar hasta por debajo de la lengua. Por suerte tenemos al Segundo de Paracaidistas Populares de nuestra parte. Quiero comer tu mole de olla y tortillas calientes. Me echaré una cascarita con los del octavo pelotón, eso me distraerá un poco. 

Te quiere, tu hijo. 

—12:46 a.m.—

Aún no han llegado. Lo más seguro es que nos quieren matar del miedo. No hay luz eléctrica en toda la ciudad, vivo a lámpara viva. Trato de racionar la poca comida que tengo. Por suerte hay señoras que nos preparan lo que pueden con cosillas que en-cuentran en las calles cerca de los mercados o en los mercados (les entra más luz con los boquetes de las bombas). La gente trata de vivir su vida de manera normal, como puede. Nosotros no. Yo

no. Hace minutos mandaron a un pelotón para preparar una emboscada al posible avance de los federales. Presiento que no regresarán… qué gracioso, no hay que ser adivino para predecirlo.

Sabes, hoy encontré el hotel donde me hospedé cuando vine a ver a Trini, hace un año. Aún sigue intacto. Dormí en la misma cama donde caí rendido en aquellos días. No la he visto en ningún lugar, espero que esté bien. No quiero ni pensar que le ha sucedido algo. Y no temo por los federales, sino por mis com-pañeros que le hayan hecho algo.

Espero que todos estén bien; dile a Fernando que...

 —20 de julio—

 Regresaron. Pero solamente sus cabezas en bolsas de Walmart colgadas de la montura de un caballo flaco y con cicatrices de azote. ¡Puta mierda!, se supone que yo no debería saber esto, sólo los oficiales. Quiero creer que murieron rápido y sin do-lor, pero no, no lo hicieron. ¡La puta mierda, y dejaron todo el maldito claymore allá!

¡Ya no se puede esperar nada, mierda!

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 —12:00 p.m.—

Comenzaron...Estoy deprimido, me duele el

estómago. No me apetece escribir mucho hoy. Los morteros caen al azar sobre nuestras cabezas...

Mamá... Trini está muerta...pude haberla protegido... ¡Pude haberla protegido!

—22 de julio—

Anoche escuché voces. Abrí los ojos y los vi en las sombra, vi cómo caminaban entre no-sotros, dormidos, como fantas-mas silenciosos. Siluetas entre los faroles coloniales. Sólo se alcanzaban a ver dos puntitos rojos en sus rostros o lo que yo creía que eran sus rostros, usaban nvg (Night Vision Gogles), por eso andaban con tanta facilidad entre nosotros. En cambio, en cualquier misión nocturna, nosotros nos tenemos que conformar con lamparitas, las luces de las explosiones, las bengalas aéreas y la adaptación de nuestra vista en la oscuridad. Carajo, pasaron junto a mí, jun-to a mi caja de huevo. Creyeron que estaba dormido o muerto, porque con tanto cadáver en las calles ya no sabemos dónde ponerlos. Cuando me dieron

la espalda, saqué mi Beretta y ¡bang!, ¡bang!, en la espalda. Los atrapamos, los atrapamos, mamá, atrapamos a dos federales de las fuerzas especiales. Lo van a pagar, lo van a pagar caro los hijos de la chingada, por lo que le hicieron a Trini. Los vamos a mantener vivos, bien vivos.

 —(En la noche...)—

Al terminar la sesión, fui al baño. Jamás había tenido las manos tan manchadas de sangre, ni cuando maté a un federal cuerpo a cuerpo. Puta madre, este maldito olor es sangre, sangre tibia y pura. Me acerqué al lavabo del baño y también tenía sangre y ceniza de cigarro por toda la cara y el uniforme. Saqué mi Beretta de su funda y me la metí en la boca.

No pude. No pude, mamá. No quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quie-ro morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero mo-rir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quie-ro morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero morir, no quiero mo-rir, no quiero morir, no quiero

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morir, no quiero morir, no quie-ro morir... no voy a morir.

 —25 de julio—

A pesar de que los morteros caen y caen al azar, la gente quiere seguir con su vida normal. No hay nada en el mercado, todo está podrido, la peste es insopor-table. Ayer se me acercaron unas chavitas escolares que jugaban y gritaban, pateaban un bote de Frutsy relleno con bolas de papel de cuaderno. Se habían ido de pinta y me pidieron dinero porque no habían comi-do. Su energía se me contagió y nos pusimos a jugar. Como tenía dinero (la comida entre la compañía ya se cobra y es cara, la comida buena. Pendejos, como si el dinero valiera mucho ahorita), conseguí medio de tortillas, frijoles enlatados y un puño de chiles. Ellas olían bien, con sus perfumes, brillantina en el cuello, gloss en los labios... reí mucho, como no lo había hecho en meses, ¡hasta me acordé que tengo 18 años!

¿Quién fue el cabrón que nos puso aquí? Si lo ves en campaña en la ciudad, escúpele por mí en la puta cara.

 

—(En la tarde...)—

El capitán mando a los paracai-distas de vuelta a las trincheras a dos kilómetros de aquí. Parece que van a contratacar. ¡Matamos a un cabrón y el que lo sustituye es peor! ¡Íbamos bien! Nosotros nos quedamos a resguardar el perímetro. Siento lástima por ellos, pero prefiero quedarme aquí en la retaguardia. ¡Mierda!, no quiero volver allá y no volve-ré. Me estoy deprimiendo otra vez. Encontré una guitarra eléc-trica con todo y amplificador en un departamento abandonado, cerca del perímetro. 

 —26 de julio—

Últimamente he tenido mu-cho qué contar, ¿verdad? Hoy compré ropa a un tipo con el último dinero que tenía. Pinche sargentito, a mí nadie me va a mantener en el perímetro. Se escuchan, mamá, se escuchan los disparos y las explosiones. Me vestí de civil y fui a la ciudad a mirar muy bien, con mis propios ojos, que la miseria es tanto en la calle como en las trincheras. En las calles la gente se ha polariza-do. Un grupo cree que los fede-rales aliviarán su sufrimiento o vendrán a ayudarlos; mientras

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el otro grupo se prepara para la llegada. Se  arman con cuernos de chivo que sacaron de no sé dónde, palos largos puntiagudos como lanzas que aprendieron de un libro de fotos de la Segunda Guerra Mundial, piedras, molo-tov y todo lo clásico. Pequeños brotes de violencia se dan entre la población. No intervendre-mos, de ninguna manera; apenas y podemos con nosotros. Si quie-ren ayudar, mejor para nosotros; no seremos la única carne de cañón. Una de las chicas con las que comí hace días, Marta, esta-ba llorando en la calle. Me miró y me abrazó. «¿Por qué no hacen algo?», me dijo al oído. Sólo le pude responder una cosa: «Yo te protegeré».

¿Aún me queda algo de humano?

Ya no quiero vivir. Te quiere, tu hijo. 

 —1 de agosto—

Es de mañana, acabo de des-pertar en el hospital improvi-sado junto a un anciano que ya no da para más. Dicen que me desvanecí y me convulsioné durante el bombardeo de la mañana anterior. Lo último que recuerdo.... pasaron aviones volando muy bajo, casi cerca de

nuestras cabezas. Gritamos eu-fóricos al ver que eran cazas de los nuestros, con la insignia del listón carmesí. Solamente pa-saron a velocidad supersónica, cruzando  la ciudad en pocos segundos, ¡¡fuuuuoooo!!!!!!

De norte a sur, levantando basura, cortando las nubes. Se perdieron en la niebla matutina de la sierra poblana y varios destellos, un amanecer hermoso iluminó la ciudad, el bosque, las trincheras.  Cruzaron las trincheras, se elevaron hacia el cielo en una sincronía hermosa y descendieron rápido a la batalla, tirando de nuevo su carga. Me movía, brincaba como loco, lloraba, gritaba, madre, estaba desahogado, reía, gritaba, can-taba... fue increíble, nunca había tenido un estado así. Creo que enloquecí, me elevé del suelo. ¡Sólo de acordarme me llena de nuevo de euforia, felicidad, odio! Me tiembla la mano al escribir, mi corazón late rápido ¡Todo se fue al diablo! La patria, el parti-do, la familia, el hogar de todos, los SU47, el himno nacional, los paracaidistas, Dios,  todas esas idioteces, la escuela. Es-toy enojado, conmigo, con la pinche realidad, contigo por haberme  traído a esta mierda, con los sueños; amo el silencio

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de la muerte y la explosión de la vida acabándose en un instante; somos insensibles a lo que pasa a nuestro alrededor; estoy furioso, quiero matarlos a todos, a cada uno de los que comenzó esta mierda...

Sáquenme de aquí... esto no está sucediendo....

 —(En la tarde...)—

  1. Pobres infelices, acabaron con todos. Los dos aviones arra-saron con todo, no sé de dónde sacaron esas bellezas de aviones, pero los hicieron pedazos.

2. Los paracaidistas entraron a los cráteres y restos de trinche-ras y con la niebla cubriéndolos acabaron con los que quedaban. No tomaron prisioneros.

3. Los paracaidistas avanza-ron por la sierra; encontraron ligera resistencia. Hicieron contacto con la xi de Blindados y trajeron a esos nenes de acero a la ciudad.

No había visto cosa más hermosa en la vida cuando en-traron en las calles desfilando. Dios, esto me levantó el ánimo hasta las nubes, ¡quiero celebrar! ¡Celebrar de lo lindo! Nos traje-ron comida y agua, municiones, piezas de artillería, refuerzos

¡Carajo, al final hay esperanza! Pronto regresare, mamá.

—6 de agosto de 2012—

Me encanta el olor del napalm por la mañana. Huele a… victoria.

Un día esta guerra va a terminar. Col Kilgore

Feliz cumpleaños a mí. 

—12 de agosto—

Marta ya no está tan flaquita, ya ganó peso. Hoy me despedí de ella. Nos movilizamos. Dejamos Puebla y nos iremos al norte para poner resistencia al avance de los federales. Más divisiones han llegado e instalaron un pc en la ciudad. Me quedo con la guitarra y el amplificador.

 —13 de agosto—

Regresamos a Puebla. Al parecer la fuerza con la que combatimos sólo era un destacamento de reconocimiento. Ahí vienen y nos van a caer con todo. Hoy practiqué todo el día y por fin logré los acordes de «Summer 68», de Pink Floyd. Pedro estaría orgulloso de mí. No me apetece escribirle a la tía o a la abuelita. Creo que con lo que imaginan o escuchan en

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la radio es suficiente. Curiosa-mente, Marta también toca la guitarra. La banda del pueblo nos acompañó tocando toda la noche. Dios mío, ya odio el «Cielito lindo» por todas las veces que la tocamos. No sé por qué, pero tengo unas tremendas ganas de vomitar. Sólo estamos esperando. Los SU47 sobrevola-ron de nuevo el área, esperamos noticias de cuántos son, aunque esos bebés hacen obras de arte. Espero que les den una paliza a los federales.

 —(19:00 horas)—

Son un regimiento completo.Los SU47 lograron barrer

sus baterías y otros Eurofighter que llegaron al apoyo diezmaron sus fuerzas. Aún se escuchan distantes las explosiones. No puedo dormir, aunque nos lo han pedido a regañadientes.

Quiero descansar, estoy agota-do. Seguimos esperando noticias. Bueno, al menos nos han dicho que en Panamá los del flab han liberado y limpiado el canal de gringos y avanzan hacia el norte. Dicen que quieren hacer contac-to con nosotros. Lo dudo. Los del 101 de paracaidistas grin-gos cayeron fuera de París para detener el avance de los aliados.

Sinceramente espero que los du-ches les rompan la madre. Mira que los papeles se han invertido en Europa. Noticias de todos los frentes y ni una sola de la ciudad. ¿Cómo están allá? ¿Qué hacen? No nos dejan mandar correo hasta que esto termine. Espero que estés tomando tus medici-nas y no te duermas tan tarde. Cuida a la abuela, ¿ok?

 —16 de agosto—

Gwely mernans...Hoy miré al suelo y vi una

mosca persiguiendo a una hor-miga. La seguía, la rodeaba en círculos, la miraba y la hormiga sólo seguía su camino. Después de unos instantes, la mosca se alejó, elevándose hacia un árbol, y ahí la idiota se atoró en una telaraña. Cada vez tengo más miedo. No dejo de pensar en que es un regimiento completo a cinco kilómetros, y estamos escondidos frente a ellos.

—(Más tarde...)—

Atacamos primero, caímos por sorpresa. No entiendo qué fue, pero fue una suerte increíble. Mi compañía regresó a la ciudad. Salí con Marta y recorrimos las trincheras juntos. Están

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retirando a los civiles y los que se niegan son desalojados a punta de madrazos. Está costando trabajo; a pesar de que esto no es correcto, no quiero que nadie más muera, que Marta no muera. El coronel Fernández nos ordenó descansar un poco y nos dio co-mida. Hoy por fin pude dormir más de tres horas. Llovió rojo toda la tarde, cuando caminaba con Marta. Dicen que un SU47 fue derribado y su carga estalló en pleno vuelo. Debió ser muy alto porque nadie se dio cuenta, no hubo ruido ni nada. Sólo la lluvia de sangre. Siento que ese avión derribado no es ninguna buena señal, ni pensarlo, para nada. Pueden derribar cazasbombarde-ros rusos supersónicos en pleno vuelo a velocidades increíbles.

 —20 de agosto—

Dos meses encerrado aquí. Hoy hubo un levantamiento. Esto volvió a ser un infierno. Alguien mandó exhumar los restos del coronel e iniciaron una inves-tigación. Mierda, esta noticia me cae como agua helada y ha polarizado a toda la fuerza; nos mandarán a juicio marcial  en la sierra del sur, al matadero de la selva. La otra mitad de las fuerzas  se quiere rebelar y

regresar a la ciudad. Volvería a iniciarse lo de hace dos años. Muertes, violaciones, incendios, guerrillas dentro de la ciudad universitaria, arrestos y asesina-tos en masa... lo que inició toda esta porquería... quizás pueda fugarme con Marta y llegar a ti.

 —21 de agosto—

Hablé con Arvizu. El desgra-ciado se ganó su boleto a casa. Mientras, hoy en la noche sal-dremos de las trincheras en una maldita operación encubierta; me vestiré de federal. Mierda, quiero vomitar, en serio que quie-ro vomitar mis entrañas.

 —23 de agosto—

Estoy vivo... 

—24 de agosto—

Fuimos los héroes del campa-mento, reunificamos las fuer-zas. Me siento deprimido. No puedo combatir contra esta maldita depresión. Cada noche que duermo con la Beretta en la mano, pienso en usarla con-migo. Ahora  soy el sargento primero de la compañía. Marta ya no está aquí, debe estar allá. Le di nuestra dirección, espero que te encuentre.

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 —30 de agosto—

Ya no tenía pensado escribir hasta que los matemos a todos. Hoy me desperté en la calle, sentí sábanas sobre mí y voces de mujeres tiernas. Siento miedo profundo en el pecho; no paré de llorar; al cerrar los ojos veía a Marta, sólo a Marta. Espero que haya llegado bien.

—(En la noche...)—

¿Te acuerdas de las cartas del piloto del Black Hawk que derribamos? Hoy me puse a leerlas. Se llamaba Javier Gon-zález Hidalgo; vaya nombre que se cargaba. Le escribía a su mujer en Chihuahua, de cómo le iba, todas esas cosas. Le con-taba sobre cómo también sufría al haber perdido varios de sus compañeros en Veracruz mien-tras aterrizaban sobre la casa del gobernador. Tenía una hijita llamada Martina que va en la pri-maria, en cuarto grado. La niñita llega a escribir pensamientos y uno que otro poemita que le manda a su papá. No quiero poner ningún fragmento aquí, eso es demasiado de él, al menos se lo llevó a la tumba. Él estaba a punto de separarse de ellas cuando lo llamaron a las armas,

así que volvieron a unirse el poco tiempo que les quedaba juntos. Él le hablaba con palabras tier-nas, deseaba hacerle el amor cada noche, imaginaba con ella el calor no de las balas o las explosiones sino el calor de un humano. Una mañana, él contó en su carta que miró a través de la costa veracruzana, mientras transportaba varias cajas de cargamento con su helicóptero, cómo las nubes se comenzaron a disipar, fueron arrastradas por una fuerza tremenda y a la vez silenciosa; rompía las gotas del rocío matutino. El sol brillaba como nunca, el cielo raso lo conmovió y se imaginó a Dios llegando a él, sacándolo de aquel lugar junto con su hija y su espo-sa. Había dos soles. Uno sobre ellos, que daba calor y provocaba un arcoiris con el rocío, y el otro distante, frío y hermoso. Cuenta que todos sus hombres también miraban asombrados el espectá-culo de los dos soles. Llegó con bien a su base, ellos también habían visto el segundo sol. Él era un federal, los que estaban en la base eran personas como no-sotros, que reían, que amaban, que disfrutaban y creían en lo que luchaban y algunos darían la vida por ello.

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A los días siguientes, muchos en la base comenzaron a tener síntomas de algo extraño. Se les reportó que no eran los únicos, muchos destacamentos en la costa del Golfo tenían problemas de salud, federales y población civil, inclusive los pelotones de guerrillas que habían capturado o tenido contacto. Se temía una epidemia masiva de algún conta-minante externo. Muchos empe-zaron a tener ronchas, sarpullido, piel quemada sin origen alguno, vómitos, ceguera, dolores de ca-beza, y del cielo llovió agua negra que hacía que los contadores Geiger tronaran como locos. A él le detectaron cáncer de piel... ¿de qué magnitud fue aquel sol?

—1 de septiembre, 2012—

A pelear...Te quiero, Marta; te amo, mamá.

~Mater~

¿Es cierto que te llegan las pala-bras? ¿Todo lo que escribo, todo lo que pienso, todo lo que siento?¡Te odio! ¡Te odio!

¡No me traigas aquí! ¡No me condenes! Te lo suplico...

Este lugar es tan pacífico, tan liviano, tan dulce, huele a ti, mamá, huele al perfume

de Marta. Lo último que re-cuerdo... ¿qué recuerdo? ¡Oh, sí! Escuchaba mis walkman, una canción hermosa llama-da «Cáncer». Los federales, los ejércitos de las naciones son el cáncer de este mundo, nosotros somos el cáncer de este mundo. Nosotros que protegemos a nuestros hermanos y a nues-tras madres de ellos, nosotros que tenemos nuestras armas y peleamos y matamos a aque-llos a los que protegimos para desalojarlos de sus casas, para protegerlos. Disparaba al cáncer del mundo. Caían, madre, en la oscuridad y en la lluvia roja, corrían hacia nuestras balas, malditos federales, caían des-plomados botando sangre por todos lados con rostros de niños agónicos... ¿qué, mamá?... no, no eran adultos, eran niños, como yo, ¿recuerdas? Tengo 19 años... jajajajaja... sí, y mi hermano es un enano, yo sí crecí. La munición se nos terminó y seguían llegan-do y llegando; pedimos soporte aéreo y las bombas caían sobre sus cabezas. Niños, niños como yo. Aproveché la confusión, corrí hacia el hotel y tomé la Javelin que dejamos en el lobby. Entonces, mamá, escuché la voz de Marta en el piso superior y subí a ver qué pasaba. Abrí la

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puerta de la habitación donde me hospedé aquella ocasión. De su interior venía la voz, mi corazón latió rápido. La abrí y lo demás son imágenes borrosas... no, mamá, no estaba Marta, era el coronel Fernández, lo recuer-do, y me disparó en el pecho, a quemarropa. Recuerdo que caí en mi propia sangre. Me moví y miré cómo bajaba las escaleras, salía a la calle y cayó desploma-do entre sus propias tripas. Un federal se le acercó y le descargó el parque entero de su Xiucoatl. Tenía que salir a pelear, a defen-derte, a defender a Marta y a mi hermano, a papá, a Pedro... no... la verdad, no quería salir, ya es-taba muy cansado. Marta cruzó el umbral de la puerta, quería acercarme a ella, aferrarme a su pecho, oler sus perfumes, escu-char y reírme de sus chistes... ¿tú la viste, mamá?... oh, ya veo... en Zaragoza... en el metro... ya veo... tal vez la veamos pronto... no, no me pondré ese pantalón, era de mi padre... hablo así de él, porque nos abandonó… no, no pienso perdonarlo... te quiero a ti, a Marta, y con eso me basta... deja, termino de contarte. Sentí sábanas, correas en mis muñecas y mis tobillos y me convulsio-naba. Vi luces... blanco, en las paredes, en una bata, enfermeras

que me atendían, algodón en mi boca, sangre en mi bata... se me iba todo... y todo me llegaba al cuerpo. Una santidad... tan humana como yo... era yo... No había sangre de violencia, se derramaba, no había sonido, lentamente respiraba, lentitud y serenidad. Cerré mis ojos. El universo está lleno de líquido amniótico, todos mis recuerdos están hundidos en él. El hotel de Puebla, la trinchera, nuestra casa, todo. Me siento como un feto nadando en placenta. Veo a mis amigos, a mis compañeros morir uno tras otro, acompañar-me. Luces, oscuridad, el campo de batalla, Marta, papá, Trini, Fernando, Diego... Regreso al hotel, mamá, voy a nacer. Me acerco a la terraza nadando en el líquido. Miro la lluvia y la vida que florece fuera de mi mundo. Todo es silencio, todo es ruido, todo es vida, todo es muerte. Me siento en la cama. Lloro, mamá, lloro. Estoy solo, tan lejos de casa. Tan lejos de Marta. Estoy solo. 

Te quiere, Guillermo.

Extraído del diario de Guillermo Arias Arroyo, encontrado en el hotel Real,

Puebla de los Ángeles, el 6 de agosto de 1993. 19 años antes.

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El día de los perrosJorge González Hernández

Invariablemente, a las once de la mañana, llegaba el tren a la estación de Linares. Ese día no fue la excep-ción; en punto apareció el armatoste de fierro sobre la

curva; ya desde antes había pitado a lo lejos, provocando un repentino bullicio en los corredores. Los adormilados en el calor de la media mañana bostezaron y se estiraron antes de mo-ver cajas y maletas. Etelvina lanzó a la basura el pedazo de cartón con el que se había abanicado, fue hasta su padre y le puso una mano en el hombro; en la otra llevaba una bolsa de plástico con

Alina Bliach

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medicinas. Don Santiago se agachó a recoger su sombrero que mientras estuvo sentado haciendo la espera permaneció junto a sus pies como un gatito manso.

De un lado y otro de las vías se acomodaron los vendedores y cuando el tren paró explotaron en un vocerío de aguas frescas y tacos envueltos en papel de estraza. Con la expresión de dos niños tranquilos esperaron a que los presurosos abordaron el tren. Cuando la escalinata estuvo para ellos solos, Etelvina apretó el bra-zo de su padre y subieron los tres escalones despacio y en silencio; los recibió una revoltura de olores agrios que trataron de disimular hasta que el olfato se les acostum-bró. Don Santiago se sentó en el primer asiento disponible. Etel-vina, viendo que el lugar junto a su padre iba ocupado, extendió la mirada por el vagón buscando otro; lo encontró más adelante; fue a sentarse pensando en las recomendaciones que le dio el médico para atender a su padre.

El tren reinició la marcha; pronto cruzó el puente a la salida del pueblo y se internó entre los montes de huizaches y mezquites. En cuarenta o cincuenta minutos estarían de vuelta en casa; sólo era cuestión

de atravesar la guardarraya de los estados. Habían venido a Linares para cumplir con la cita mensual que don Santiago tenía con el médico, ahora iban de regreso.

—Hace calor… ¿verdad?Al escuchar la voz don San-

tiago, giró con dificultad su rígido cuello, escrutó sin hablar el rostro del compañero de viaje; no era ningún conocido.

—¿Cómo?—¡Que hace calor! —repi-

tió el acompañante, subiendo la voz.

—Sí, deje nada más que el vagón agarre aire y verá cómo refresca un poco —aseguró el anciano, correspondiendo a la cordialidad del desconocido; luego preguntó:— ¿Va usted hasta Tampico?

—No, voy aquí nada más a Estación Garza Valdés.

—¡Mire qué casualidad, para allá mismo vamos mija y yo! ¿Y qué anda haciendo por estos lugares tan asoleados? Si se puede saber…

−Trabajo para la Secretaría de la Reforma Agraria, vengo a entregar los títulos de propiedad de la tierra.

Don Santiago quedó en si-lencio, alcanzó a ver de reojo el portafolios que el acompañante atesoraba entre las piernas y

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el abdomen. Se descubrió la cabeza; tenía el aura de sabio que tienen los viejos y sobre su pierna derecha el sombrero per-cudido pareció ahora un gatito inquieto.

—¡Qué cosas…! —suspi-ró—. Tanto que luchamos por estas tierras para que ahora el gobierno nos dé la libertad sobre ellas en plenos tiempos de necesidad, nomás para que en cualquier rato de hambre o enfermedad las malbaratemos y nos quedemos sin dónde ensar-tar un arado ni dónde sembrar siquiera un nopal, en peligro de que vuelvan a formarse los lati-fundios y regresen los tiempos de terratenientes abusivos. Si supiera usted que para poseer esas tierras que ahora viene a entregar tuvimos que vivir con el alma en un hilo durante años, sobre todo en los días del reparto cuando no podíamos ponernos de acuerdo porque el gobierno tan pronto nos decía una cosa decía otra. Un día nos mandaron apaciguar a balazos, nos pescaron desprevenidos, por eso casi acaban con nosotros… ¿Ve esta cicatriz? —preguntó señalando su sien derecha—. Es un rozón de máuser que me dejó tirado y sin conciencia hasta otro día por la tarde. Cuando

volví en mí desperté muy atur-dido y acalenturado, me acuerdo que oí un ladrerío inmenso, muy grande, como si todos los perros del pueblo se hubieran juntado para ladrar. Me asomé por la ventana y sí, había muchos pe-rros, un paisaje de perros deam-bulando expectantes con el rabo y las orejas paradas, olfatean-do y ladrando sin rumbo; otros levantaban el hocico aullando con una desesperación que los hacía gruñirse amenazantes hasta enfrascarse en furiosas peleas inútiles; había más que se arrastraban restregando sus lomos en la tierra o simplemente encerrados en círculos infinitos persiguiéndose el rabo. Luego vi venir desde el fondo de la calle que desemboca frente a mi casa pero antes topa con los rieles a mucha gente enlutada, algunos venían vendados de la cabeza o los brazos y otros con muletas; caminaban despacio detrás de los que en sus hombros cargaban ataúdes, en un silencio que sólo interrumpía el descontrol de los perros. Era el cortejo fúnebre negreando la calle, haciéndose más grande conforme avanzaba, porque a cada paso se les unían más dolientes con sus muertos. Entonces supe cuántas horas había dormido y lo que había

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pasado, comprendí que todos aquellos perros eran los perros de los muertos en el ataque a Garza Valdés que en su orfan-dad buscaban desorientados a sus dueños. Recordé que un día antes muy temprano, como a eso de las siete de la mañana, llegó una locomotora; la escuché hasta donde estaba chamuscan-do nopal para mis animales; se me hizo raro porque no era hora de que el tren pasara ; seguí trabajando sin ponerle cuidado, pero luego oí el clarín de órdenes llamándonos, corrí para el cuartel pero ya era tarde, se desató la balacera y el fuego cruzado. Los de la acordada se habían apeado del tren directo a atacar a nuestra tropa acuar-telada. Corría gente gritando de aquí para allá y de allá para acá buscando refugio, y más porque después que tomaron el cuartel se desparramaron por las calles; me di cuenta de que su objetivo era nuestro líder, porque cuando iba cruzando la placeta me en-cañonaron y uno me preguntó a gritos. «¿Dónde esconden al coronel Silva Sánchez?». Como no le contesté, me disparó, y de ahí ya no recuerdo nada… hasta que desperté en la casa y vi por la ventana los perros y el cortejo que venía. No tardaron en pasar

frente a mí por aquel lado de las vías. Quise unirme, mitigar todo lo que por dentro sentía arrastrando mi corazón a pasos lentos como ellos, ir a despedir a mis correligionarios en sus tumbas, pero no tuve fuerzas para caminar; no pude… Dieron vuelta a la derecha y siguieron por la orilla de los rieles rumbo al panteón. Toda la vida me ha podido no haberles aventado un puño de tierra en sus sepulturas.

Cuando Etelvina se dio cuen-ta de que estaban a punto de llegar, de inmediato puso den-tro de la bolsa de plástico las medicinas; se había entreteni-do deletreando uno a uno los complicados nombres impresos en las cajitas y en los pequeños frascos; a falta de lentes, achica-ba los ojos y buscaba la distancia precisa. Al pararse sintió bajo sus pies la fuerza del tren repri-miendo la velocidad; avanzó hacia su padre aferrándose a los respaldos de los asientos, convencida de que los nombres de las medicinas habían sido in-ventados por pájaros. El tren iba entrando al pueblo, partiéndolo en dos; lanzó una mirada de reojo a través de la ventanilla, como si quisiera comprobar que aún estaba su casa ahí frente a las vías, cerca de la desvencijada

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estación de madera que en otros tiempos sirvió de cuartel general a las tropas del coronel José Silva Sánchez. Todo estaba igual: la casa, el mezquite sombreando la mecedora donde don San-tiago se sentaba todas las tardes desde que cayó en la cuenta de que se había convertido en viejo.

El compañero de viaje ama-blemente ayudó a que don Santiago descendiera del tren sin tropiezos, luego se despi-dió y se perdió por las calles asoleadas con el portafolios colgando del brazo semejante al péndulo de un reloj.

Con la devoción de una beata, Etelvina llevó a su padre hasta la mecedora; antes de que se sentara acomodó bien sobre el asiento los cojines remendados y lustrosos. El tren aún permanecía obstru-yendo la vista de don Santiago hacia el otro lado del pueblo. Has-ta ese momento fue que Etelvina reparó en los respiros irregulares y fatigados de su padre, corrió angustiada a quitar la aldaba a la puerta, entró en la casa y regresó a toda prisa; traía un vaso con

agua y una pastilla en la palma de la mano.

—¿¡Papá…!? —exclamó.Era que a don Santiago se

le habían soltado los hilos de la nostalgia y ésta se le hizo nudo en la garganta, tapándole el aire al corazón, por eso el desosiego, la desesperación, más aún al ex-perimentar la horrible sensación de que los ruidos estrepitosa-mente progresivos que emitía el tren al irse de nuevo salían de en-tre sus propias vísceras. Cuando el último vagón pasó fue como si se descorriera una cortina frente a sus ojos: volvió a ver a lo largo de la calle las mismas jaurías de perros enloquecidos buscando a sus dueños, vio venir el mismo cortejo colectivo al que muchos años atrás no pudo asistir, lo vio acercarse con el mismo dolor del alma que aquel día de los perros desde su ventana. Antes de que dieran vuelta para seguir por un lado de las vías rumbo al panteón, don Santiago se paró, cruzó los rieles abriéndose paso entre los perros y se unió al cortejo.

—¡Papá…! —exclamó Etel-vina otra vez.

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Un cuentoEduardo Villagrán

Un cuento es una aventura. Se empieza con una ocurrencia que casi siempre se aparece en for-ma espontánea cuando uno la está buscando,

una especie de principio con sabor a final. Luego hay que encontrar su imagen de espejo, su antimateria, un tema que le va haciendo segunda a lo largo de toda la narra-ción. Por último hay que jugarse el todo por el todo con la esperanza de transformar la trenza intuida en una reve-lación o en sorpresa pura.

Una novela es más como una exploración científica por territo-rios desconocidos. Tiene una misión estética, misteriosa o moral y un elenco formado por los propios personajes. En su curso ocurren pruebas y vicisitudes, desenlaces, recompensas. En comparación con el cuento, es un universo abierto y parte de una aventura mayor. De casi toda novela se puede escribir una continuación.

Un poema, en cambio, no va a ninguna parte. Es estático. Es un acto de fidelidad, consecuencia y devoción a un solo sentimiento. Se toma esa emoción («puedo escribir los versos más tristes esta noche») y se la lleva hasta sus últimas consecuencias («aunque este sea el último dolor que ella me causa y estos sean los últimos versos que yo le escribo»).

Un cuento trata de sorprender o deleitar en el menor tiempo y de la manera más categórica posible. No quiere decir que el que escriba menos, gana, como en aquel cuento llamado «La vida después de la muerte», consistente de una sola página en blanco. A veces toca hacer un recorrido largo y tortuoso para finalmente abrir la com-puerta y dejar caer al lector, o sacar al conejo del sombrero y verlo sonreír, o encender las luces y maravillarnos todos de encontrarnos, desnudos y felices, cada quien con diferente pareja.

A veces un cuento puede tener un mensaje, aunque para muchos la estética debe privar por sobre todas las cosas. Estos estetas consideran los

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Alison Sketches

mensajes innecesarios, indeseables y hasta de mal gusto. Es cosa de cada quien.

Este cuento lo empecé con el piquetazo de inspiración de un cuento sobre escribir un cuento. A propósito, lo comencé sin te-ner la segunda, la distorsionada imagen de espejo, la dimensión paralela que al juntarse con la dimensión obvia en la que trans-curre la narrativa crea la breve y a veces devastadora sensación de sorpresa y encuentro. Quise que encontrar esa otra dimensión fuera parte del mismo proceso de escribir el cuento.

Encontré esa dimensión ines-peradamente, mientras mastica-ba dudas de qué tan buena era la

idea de escribir un cuento sobre escribir un cuento. Tal vez ella había estado allí todo el tiempo agazapada, esperando el momen-to de hacer su aparición, como el timbalero que parece ausente durante todo el concierto hasta que en el último movimiento su mirada de caimán se encuentra con la batuta del director y el retumbo de los bolillos contra el cuero nos termina de despertar. No puedo revelar esa dimensión paralela, porque el elemento sorpresa es indispensable en todo cuento que se respete.

En este punto me gustaría hacer uno de esos comentarios de galería que si bien no son esen-ciales en el hilo de la narración

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abren dimensiones alternativas que uno no debe darse el lujo de desperdiciar. Antes de hacer ese comentario quisiera aclarar que cada palabra trae su propio res-plandor de asociaciones y viene erizada de múltiples tentáculos, cada uno señalando la entrada a un universo simultáneo y radial. También, cada frase abre nuevas oportunidades para ramificar el cuento como si fuera un vistoso coral, siempre con el peligro de caer en la digresión o en las referencias gratuitas. Podría decir que aprender a no salirse de la partitura es el arte de cada escritor, la magia con que mane-ja las oportunidades de su lenguaje, la alquimia con que transmuta lo coti-diano, entre otras cosas, pero estaría mistificando demasiado las cosas. Sólo se debe tratar, en la medida de lo posible, que todo lo que se dice pueda de alguna manera relacionarse con el final, estallar al mismo tiempo que suenan los timbales.

Una ramificación puede servir también para distraer al lector, para que baje la guardia y se deje llevar con los ojos vendados hasta ese mo-mento en que al ensartar la tachuela pegada a la cola de cartón se dé cuen-ta que el burro es de verdad. Otras veces uno tiene que ver cómo se las arregla para amarrar al final todos los cabos que ha dejado sueltos. De cuentos no hay nada escrito.

El comentario de galería tenía que ver con la imagen del timbalero. Oyendo una vez un concierto de música clásica, en cierto momento se me figuró que el pianista era una especie de pro-gramador de computadora de una nave espacial descapotada, llevando a toda la orquesta, bam-boleándose tentativa, al compás de sus acertadas digitaciones, por encima de las ruinas que servían de escenario, un espacio lumino-so lleno de música naranja. De ahí vino la imagen del timbalero, aunque la escena original tal vez podría ser mejor aprovechada en otro cuento, si es que logro que el lector se monte en un potro.

En su lengua materna uno puede darse el lujo de utilizar expresiones como «me monto en un potro», cuyo corolario es de todos conocido. Si alguien no tuvo una abuela de por estos lados y se encuentra con la primera parte del dicho, igual va a sentir un poco de su embrujo, un eco de sus numero-sas rencarnaciones en la narrativa popular; como se siente, por razo-nes diferentes, al escuchar algunos versos de canciones como «Lucía en el cielo con diamantes».

Hay que tratar de evitar las re-peticiones. A diferencia de las notas musicales, el significado de cada palabra cambia con el contexto.

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Al poner la misma palabra dos veces en el mismo contexto se está falseando una de las notas. El poema «Arte poética» de Borges funciona porque logra magistralmente darle un giro de ciento ochenta grados al contexto entre una línea y la siguiente.

Otro comentario de galería tiene que ver con la palabra di-gitaciones. Las pulsaciones de los dedos del pianista tienen la misma raíz que el lenguaje de las computadoras, lo cual hace fácil imaginarse el golpe de cada tecla como la instrucción binaria para que la nave, cubierta de diligentes cosmonautas pingüinos, gire para acá o para allá, se eleve, descienda o se incline con todo e intérpretes, atriles firmes en su lugar gracias a una invisible y exagerada fuerza centrífuga. Los escritores, como los amantes, están siempre al acecho de esos momentos en que la musa se descuida y deja caer al arreglarse el tocado una flor perfumada. Hay que chupar cada gota de miel.

Releo el final del párrafo anterior y me parece empalago-samente modernista. Tal vez sea mejor no releer. No alcanzan las cuerdas del arpa literaria para un solo acorde fiel al alma humana. Además, todos sabemos de la im-potencia de una sola golondrina en la confección de los veranos.

La literatura es un bosque donde cantan toda clase de pája-ros, cada uno con diferente voz. Hay quienes cantan por dolor, porque su pasado les debe algo y no pueden descansar hasta obtener su anhelada redención. Otros cantan por comida, por-que han hecho de la literatura su profesión y saben que sólo escri-biendo pueden ganarse el pan de cada día. Otros cantan por amor y se pasan toda la vida enamorando a la Literatura; esta categoría se subdi-vide en varias ramas, pero eso es para otra ocasión. Lo importante es que aunque todos tengamos diferentes motivaciones nadie es existencial-mente mejor. En el bosque llamado literatura todos los pájaros tienen derecho a cantar y a quien no le guste que se tape los ojos.

Un tucán canta llanamente feo, pero mientras no trate de cantar como un cenzontle siempre puede haber alguien que disfrute su canción, aunque sea sólo porque le recuerde el maquillaje del cantante, verde-amarillo fosforescente sobre el rápido brochazo negro como el carbón. Para cada desafinado hay alguien carente de oído. Yo, por ejemplo, tuve una amiga profesora de literatura. A ella le gustó mi graznido lo sufi-ciente como para invitarme a

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compartirlo con treinta de sus alumnas. Recuerdo que también le gustó a cuatro de ellas y una de ellas me gustó a mí. Al poco tiempo, a esa amiga la mataron y nunca pude escuchar su canción. Sin embargo, el recuerdo de aquella noche hablando sobre escribir cuentos con treinta caras jóvenes enfrente, unas fingiendo interés y otras con destellos de chispas divinas, me devuelve ahora el eco transformado de mi propia voz.

La vida es un relámpago que divide dos oscuridades asi-métricas igualmente infinitas y nuestra única oportunidad de ser quien somos. El dilema de Hamlet se convierte en la embriagadora y desoladora conciencia de nuestras infinitas posibilidades en un tiempo li-mitado y con aptitudes siempre escasas. La ecuación de nuestro paso por este planeta siempre es igual a cero. Aquí sólo queda el eco de nuestras manifestacio-nes, reverberando con cada vez menor intensidad, a través de los días, los años y acaso los siglos, creando sus propias y cada vez más diluidas reverberaciones.

El que escoja ver pasar la vida indiferente nos privó para siem-pre de su irrepetible canción. La vida consciente es un privilegio sobrecogedor en estas vastedades

de tiempo y espacio que milagro-samente nos toca transitar monta-dos sobre la costra verde azulada de un trompo que, silencioso y rápido, va dando tumbos por la eterna oscuridad. En las últimas pasadas uno aprovecha para acentuar los colores, exprimir hasta la última gota de jugo y tratar de que suenen todos los instrumentos a la vez.

A estas alturas es evidente que a mí me habría gustado tocar piano o algún otro instru-mento y componer música, no sólo digitar un procesador de palabras. Ser todo lo que somos requiere de un tiempo infinito, además de obvios talentos. Al tiempo que, como todos uste-des, ruedo sin remedio hacia la incertidumbre y la oscuridad, de vez en cuando me siento y escribo un cuento.

Por si hiciera falta decirlo, la dimensión paralela era la nece-sidad existencial de expresión. El elemento sorpresa lo dio mi desaparecida amiga, por haber-me proporcionado el impulso original. El mensaje, si se quisie-ra encontrar, podría ser que la vida es demasiado corta. Hasta lo malo pasa. La aventura fue que al empezar no tenía ni la más remota idea adónde iba a llegar, como nos pasa a todos en esta Narración.

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Cuentos de Babel:J a p ó n

La ventana del zorroNaoko AwaTraducción de Toshiya Kamei

Hace años me perdí en el bosque de camino a mi cabaña. Mientras caminaba por senderos cono-cidos con un rifle sobre mi hombro, mi mente

volvió al pasado, recordando a una chica que amé.Cuando tomé una curva, noté que el cielo deslumbraba como

un cristal azul brillante. El suelo también parecía matizado de azul.Me quedé inmóvil por un instante y parpadeé varias veces. El

bosque de cedros había desaparecido, y yo estaba parado en un campo sembrado de campanillas que se extendía hasta donde al-canzaba la vista.

Contuve la respiración. ¿Cuándo tomé la curva equivocada que me llevó a tal lugar? ¿Había existido siempre tal campo en el bosque?

«Mejor regreso ahora», me dije. El paisaje parecía demasiado hermoso para ser real, y me sentía mareado.

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Pero una brisa sopló sobre el infinito campo de flores. La vista era tan atrayente que quería quedarme más tiempo.

«Voy a descansar un poco», pensé. Me senté y me sequé la frente.

Entonces una figura blanca apareció y salió disparada ante mis ojos. Me puse de pie de un salto. Las campanillas se mecían mientras el animal blanco corría como si fuera una pelota rodan-do cuesta abajo.

Era un zorro blanco aún cachorro. Recogí mi rifle y corrí tras él.

Pero el zorro era demasiado rápido. Por más que corría, no podía alcanzarlo. Le pude ha-ber pegado un tiro, pero quería encontrar la zorrera para matar a la madre. Cuando el cachorro llegó a un cerro, de repente des-apareció entre las flores azules.

Me quedé paralizado, sin-tiendo como si hubiera perdido de vista el sol del mediodía. «Se me escapó», pensé.

En ese momento oí una voz extraña detrás de mí: —Bienvenido.

Sorprendido, volteé y vi una tienda pequeña. Encima de la en-trada estaba un letrero con letras azules: Tintorero Campanilla. Bajo el letrero estaba de pie un

muchacho con un delantal azul oscuro que atendía la tienda.

«Bueno, el zorro se convirtió en el muchacho», pensé, tratan-do de aguantar la risa. Decidí fingir que lo había creído para atrapar al zorro.

—¿Puedo descansar aden-tro? —le pregunté, con una sonrisa falsa.

—Entre, por favor.El zorro disfrazado de mozo

sonrió y me hizo pasar adentro, donde había cinco sillas de abedul blanco rodeando una hermosa mesa en el suelo.

Me senté en una de las sillas y me quité la gorra.

—Tienes una tienda bonita.—Gracias —agachó la cabe-

za cortésmente mientras ponía una taza de té delante de mí.

—¿Tintorero? ¿Qué tiñes aquí ?—le pregunté, medio riéndome de él.

—Cualquier cosa que le guste —agarró mi gorra de la mesa—. ¿Quiere que le tiña esta gorra?

—¡Por supuesto que no! —se la arranqué de las manos—. No voy a ponerme una gorra azul.

—Entiendo —respondió y me miró de arriba abajo—. ¿Qué tal su bufanda? ¿O sus calcetines? ¿Sus pantalones, chaqueta, suéter?

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Hice una mueca. «¿Por qué quiere teñir mis cosas?», pensé. «Tal vez los zorros son como los humanos». Es decir, el zorro quería comerciar conmigo.

Asentí. Después de haberme servido el té, me vi obligado a comprarle algo. Precisamente cuando metí la mano en mi bolsillo para sacar un pañuelo, gritó:

—Sí, ¡voy a teñirle los dedos!—¿Los dedos? ¡No! Ni de

broma —dije con ira.—Bueno, sería maravilloso

teñirle los dedos —se rio, abrien-do sus manos delante de mí.

Sus manos eran pálidas, me-nos los pulgares y los índices que estaban teñidos de azul. El zorro juntó los dedos, haciendo una ventana en forma de diamante. Entonces los sostuvo ante mis ojos.

—¿Por qué no le echa un vistazo? —dijo alegremente.

—¿Qué? —parpadeé.—¿Por qué no mira adentro?

Sólo un vistazo. De mala gana miré por la

ventana hecha con los dedos del zorro. Lo que vi me dejó helado. Había una zorra dentro de la ventana. Era una zorra bonita. Estaba inmóvil, con su cola parada. Parecía un cuadro de

una zorra enmarcada por los dedos del muchacho.

—¿Qué, qué, caramba? —tar-tamudeé, demasiado sorprendi-do para decir algo más.

—Es mi madre —murmuró.Me quedé mudo.—¡Pum! Le pegaron un

tiro y la mataron. Hace mucho tiempo.

—¿Pum? ¿Con un rifle?—Sí, con un rifle—dejó caer

las manos y miró hacia abajo. Continuó, sin darse cuenta que había revelado su verdadera identidad:

—Sólo quería volver a ver a mi madre. Sólo una vez más. Naturalmente la extraño mucho.

Asentí, sintiendo pena por el zorro.

—Un día de otoño como hoy, las campanillas meciéndose con el viento dijeron a coro: «¿Por qué no te tiñes los dedos y formas una ventana con ellos?». Recogí muchas campanillas y me teñí los dedos. Mire —estiró los brazos y volvió a formar una ventana con sus dedos—. Ya no me siento solo porque puedo ver a mi madre por la ventana cuando quiera.

Conmovido, asentí repetida-mente. Yo tampoco tuve padre ni madre.

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—¡Quiero una ventana así! —grité como un niño.

Entonces el zorro sonrió encantado.

—Enseguida —dijo—. Por favor, ponga las manos allí.

Las puse sobre la mesa. El zorro trajo un plato lleno de tintura azul y una brocha. Metió la brocha en la tintura y empezó a pintarme los dedos. Dentro de poco mis pulgares e índices estaban coloreados con el azul de las campanillas.

—Ya está —dijo el zorro—. ¿Por qué no hace una ventana?

Mientras mi corazón latía de emoción, formé una ventana con los dedos, acercándola tími-damente hacia mis ojos.

Entonces una muchacha apareció dentro de mi pequeña ventana. Llevaba un vestido es-tampado de flores y un sombre-ro de paja adornado con cinta. Me pareció familiar. Tenía un lunar bajo el ojo izquierdo.

—¡Ah, es ella! —salté. La muchacha era alguien que ha-bía amado hace mucho tiem-po, pero la había perdido para siempre.

E l z o r r o s o n r i ó inocentemente.

—¿Ve? ¿No es maravilloso teñirle los dedos?

—Sí, es maravilloso —le respondí. Rebusqué monedas

en los bolsillos, pero no pude hallar ni un centavo—. No ten-go dinero conmigo, pero te doy cualquier cosa que te guste: mi gorra, chaqueta o bufanda.

—Por favor, deme su rifle —dijo el zorro.

—¿Mi rifle? Bueno, no sé... —vacilé. Sin embargo, cuando pensé en la maravillosa ventana que me había dado el zorro, quise ser generoso con él.

—Bueno, es tuyo—le di el rifle.

—Muchas gracias.El zorro inclinó la cabeza, re-

cibió el rifle y me dio hongos na-mekos en una bolsa de plástico.

—Por favor, póngalos en su sopa de miso esta noche.

Le pregunté el camino de regreso. Me dijo que el bosque de cedros quedaba detrás de la tienda y que mi cabaña estaba a unos 200 metros de allí. Le di las gracias al zorro y di vuelta detrás de la tienda. Luego encontré la familiar vista de cedros. El sol de otoño brillaba tibiamente en mi sendero mientras caminaba por el bosque silencioso.

Este descubrimiento me causó una grata sorpresa. Creía que conocía el bosque muy bien, pero ignoraba este camino secreto, además del espléndido campo de flores y la tienda de un zorro simpático. Me sentía muy

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bien y empecé a tararear. Mien-tras caminaba, volví a hacer una ventana con los dedos.

Esta vez caía una lluvia me-nuda dentro de la ventana. El patio conocido apareció entre la neblina. Abajo de la veranda frente al patio, un par de botas pequeñas se mojaba en la lluvia.

«Esas son mías», pensé mien-tras el corazón me palpitaba. Yo esperaba que mi madre saliera y recogiera las botas. Ella llevaría un delantal de manga larga y una toalla blanca en la cabeza.

«Ah, no puedes dejarlas así». Casi podía oír a mi ma-dre. En su huerto las hojas de shiso se mojaban en la llovizna. Me pregunté si ella saldría para recoger las hojas.

Una luz suave penetraba en la casa. De vez en cuando oía las risas de los niños mezcladas con la música del radio. Las voces pertenecían a mí y a mi herma-na, quien ahora estaba muerta.

Suspiré profundamente y dejé caer las manos. La casa en la que crecí se había incendiado, y ya no existía el patio.

«¡Qué encanto de venta-na!», pensé. Mientras caminaba por el bosque, quería mantener-la para siempre.

Sin embargo, ¿qué fue la primera cosa que hice cuando llegué a casa?

Por pura costumbre, me lavé las manos.

Cuando me di cuenta de lo qué había hecho, era demasia-do tarde. Me había quitado la tintura azul de mis dedos. Cada vez que hacía una ventana con los dedos limpios, veía sólo el techo de la cabaña.

Me hundí en una silla con la cabeza inclinada sobre la mesa. Esa noche se me olvidó comer los hongos que me dio el zorro.

Al día siguiente decidí volver a la tienda del zorro para que me tiñera los dedos de nuevo. Hice muchos sándwiches para el zorro y entré al bosque. Sin embargo, por más que caminaba aún me encontraba entre los ce-dros. No se veía ningún campo de campanillas.

Luego deambulé por el bos-que por varios días. Cuando oía el aullido de un zorro, y veía una figura blanca agitándose entre los árboles, aguzaba el oído y miraba en esa dirección, pero nunca volví a ver el zorro.

Incluso ahora, hago ventanas con los dedos, preguntándome si puedo ver algo. La gente se burla de mí, diciendo que tengo una costumbre rara.

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El primer día de nieveNaoko Awa

Traducción de Toshiya Kamei

Era un día frío a finales de otoño. En un sendero rec-to por el pueblo, una niña agachada miraba hacia el suelo, ladeó la cabeza y respiró profundamente.

—¿Quién juega a la rayuela? —se preguntó en voz alta.Los círculos de la rayuela trazados con tiza se extendían inter-

minables en el sendero, cruzaban el puente y continuaban hacia las montañas. La niña se puso de pie.

—¡Qué larga rayuela! —gritó con los ojos muy abiertos. Cuando pisaba un círculo, su cuerpo se sentía ligero como una pelota rebotando.

Un pie, un pie, dos pies, un pie... Con las manos en sus bolsillos, la niña dio un salto hacia adelante. Cruzó el puente brincando, brincó por un sendero estrecho entre los campos de coles y pasó la única tienda de tabaco del pueblo.

—¡Vaya, tienes mucha energía! —dijo una anciana que atendía la tienda. Jadeando, la niña sonrió con orgullo. Delante de la tienda de dulces, un perro grande ladraba mostrando sus dientes.

«¿Quién diablos dibujó una rayuela tan larga?», pensó mientras brincaba. Cuando llegó a la parada de autobús, una ráfaga de nieve empezó a soplar. Los círculos de la rayuela continuaban. La niña seguía brincando, su cara se puso roja y empezó a sudar.

Un pie, un pie, dos pies, un pie... Había oscurecido, y un viento frío soplaba. Empezó a nevar mucho, dejando lunares blancos en el suéter de la niña.

«Capaz que se descargue una tormenta», pensó. «Mejor regreso a casa ahora».

Entonces oyó una voz detrás de ella:—Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

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Sorprendida, la niña se dio media vuelta y vio a un conejo níveo jugando a la rayuela detrás de ella.

—Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

Miró atentamente; entonces la niña vio a otro conejo detrás del primero. Mientras la nieve caía, muchos más conejos empe-zaron a seguirla. Se quedó con la boca abierta.

Esta vez la niña oyó una voz por delante:

—Conejos blancos detrás de ti, conejos blancos delante de ti.

Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

Cuando miró hacia adelante, la niña vio una larga fila de co-nejos blancos saltando.

—Ah, no tenía idea —le pa-recía estar soñando—. ¿Adónde van? —preguntó—. ¿Adónde llega esta rayuela?

El conejo delante de ella contestó:

—Hasta el fin, hasta el fin del mundo. Somos conejos de la nieve. Nosotros hacemos caer la nieve.

—¿Qué? —la niña estaba asustada. Se acordó de una

Caligrafia para el año del conejo

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historia que su abuela le había contado: el primer día de nieve una manada de conejos blancos había llegado del norte. Iban de pueblo en pueblo, haciendo caer la nieve, y se movían tan rápido que los humanos sólo veían una línea blanca.

—Ándate con cuidado —le dijo la abuela—. Si quedas atra-pada en la manada de conejos, nunca podrás regresar a casa. Vas a brincar hasta el fin del mundo y a convertirte en un pedazo de nieve.

«¡Estoy metida en un lío!», gritó para sus adentros. Intentó pararse. Intentó impedir que sus pies pisaran el sig uiente círculo.

Entonces el conejo detrás de ella le dijo:

—No pares. Esta-mos justo detrás de ti. Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

El cuerpo de la niña rebota-ba como una pelota de goma, brincando por los círculos de la rayuela.

Mientras brincaba, recordó una historia que su abuela le había contado. La abuela había dejado de coser por un momen-to y le había dicho:

—Había una vez una niña que regresó viva a casa después

de haber sido llevada por los conejos. La niña gritó con todas sus fuerzas: «altamisa, altamisa, altamisa en la primavera». La altamisa es un hechizo contra el mal.

«Voy a hacer lo mismo», pensó la niña.

Mientras brincaba, imaginó un campo de altamisa. Pensó en el sol tibio, los dientes de león, las abejas y las mariposas. Res-piró profundo. Cuando estaba a punto de decir «altamisa, al-tamisa», fue interrumpida por el canto de los conejos:

La niña se tapó los oídos, pero el canto de los conejos era cada vez más fuerte, penetraba en sus oídos por los espacios entre sus dedos e impedía que dijera el hechizo de altamisa.

La niña y la manada de co-nejos pasaron por un bosque de abetos, cruzaron un lago conge-lado, llegaron a lugares lejanos que ella nunca había visto. La niña vio pueblos flanqueados por casas con techos de pasto,

Somos conejos blancos como la nievey la nieve cae dondequiera que vamos blancos como la nieve, nunca paramos.Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

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ciudades pequeñas esparcidas con flores de camelia y ciudades grandes llenas de fábricas. Pero nadie notó ni a los conejos ni a la niña.

—La primera nevada del invierno —murmuraba la gente.

Mientras brincaba, la niña intentaba gritar el hechizo, pero su voz era ahogada por la canción de los conejos:

Sus manos y pies se entume-cieron por el frío, estaban tan fríos como el hielo. Sus meji-llas palidecieron, y sus labios temblaban.

«¡Abuela, ayúdame!», pen-só. Entonces entró en un círculo y halló una hoja. La recogió y vio que era una hoja de altamisa, verde y brillante. Tenía hebras blancas en la parte de atrás.

«Ah, ¿quién la dejó para mí?», se preguntó. La niña agarró la hoja y se la llevó al pecho. Entonces sintió que alguien la pro-tegía. Sentía que muchas criaturas la estaban apoyando.

La niña podía oír las voces de las semillas respirando bajo la

nieve, aguantando el frío debajo del suelo.

Se le ocurrió una adivinanza maravillosa. La niña cerró los ojos, respiró profundo y gritó:

—¿Por qué la parte de atrás de una hoja de altamisa es blanca?

Al oír eso, el conejo delante de la niña se tambaleó, dejó de cantar y se dio vuelta.

—¿La parte de atrás? —repitió el conejo.

—¿Por qué? —dijo el conejo atrás, tropezando. La canción de los conejos se interrumpió, y aflojaron

el paso.Aprovechando el momento,

la niña dijo:—Eso es fácil, porque es pelo

de conejo. Los conejos se revol-caron en el campo y dejaron su pelo en las hojas de altamisa.

—Sí, tienes razón —dijeron los conejos, llenos de alegría. Empezaron a cantar una nueva canción:

Entonces la niña olió el per-fume de flores en el aire y escu-chó el piar de los pajaritos. Se

Somos del color de la nieve. Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

Somos del color de la primaveradel pelo en la hoja de altamisa.Un pie, dos pies, brinco, brinco, brinco.

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imaginó jugando a la rayuela en un campo de altamisas bañado por el sol de primavera. Sus mejillas enrojecieron. Cerró los ojos, respiró profundo y gritó:

—¡Altamisa, altamisa, alta-misa en la primavera!

Cuando la niña abrió los ojos, se encontró brincando por un sendero desconocido en un pueblo desconocido. No vio ningún conejo, ni adelante ni detrás. Ráfagas de nieve caían. Los círculos de la rayuela ya no estaban en el sendero y la hoja de altamisa había desparecido de su mano.

«Ya estoy a salvo», pensó la niña. Sin embargo, no podía dar ni un paso más.

Una multitud de extraños se acercó a la niña y alguien le preguntó su nombre y dirección. Cuando ella les dijo el nom-bre de su pueblo, se miraron y murmuraron:

—No puede ser.Pensaron que una niña no

hubiera podido caminar desde un lugar tan lejano pasando por tantas montañas. Entonces, una anciana dijo:

—Se la debieron haber lleva-dos los conejos.

Los habitantes del pueblo le dieron de comer algo caliente a la niña y la pusieron en un auto-bús para que volviera a casa antes de que anocheciera.

Un cuento es una imagen que razona .

Gastón Bachelard

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Diez noches de sueñoKajii Motojiro (1901-1932)

Traducción de Reiko Mishima

Primera noche

Tuve este sueño:Sentado junto a la almohada del lecho con mis brazos

cruzados, la mujer que estaba acostada bocarriba dice con voz serena que ya se va a morir; tiene extendido su largo cabello sobre la almohada en la que descansa su cara de semilla de melón, de silueta suave1. En el fondo de su mejilla blanquísima aparece poco a poco el color de la sangre templada; el color de sus labios es rojo. Es difícil ver que vaya a morir. Sin embargo, la mujer dijo muy claro que ya se moriría. Entonces le pregunté observando su cara desde arriba si ya se iba a morir. «Así es, sí». Al decir esto, la mujer abrió mucho sus ojos. Eran ojos grandes que brillaban con suave encanto y rodeados de pestañas largas. En el fondo de sus pupilas negrísimas flotaba vivamente mi imagen.

Yo, al ver ese brillo de sus pupilas negras que se veían tan profun-das como si fueran transparentes, pensé si aun así moriría. Entonces, cariñosamente acerqué mi boca junto a la almohada y le pregunté de nuevo: ¿no te morirías, no?, ¿estarás bien, no? Ella dijo de nuevo, con su voz serena, con sus ojos negros bien abiertos y somnolientos, que sí se moriría y que no había nada que hacer.

Al preguntarle que si me veía, dijo: «¿que si veo tu cara?, pues ahí está reflejada», y sonrió. Yo, callado, aparté mi cara de la almohada. Después de un rato, la mujer dijo:

1 La cara en forma de semilla de una fruta parecida a melón, que se caracteriza por su blancura y pómulos altos y un poco larga, desde los tiempos antiguos se ha considerado como una de las características típicas de la belleza de la mujer.

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—Cuando me muera, en-tiérrame. Haz un hoyo con una madreperla grande. Y coloca como lápida un pedazo de las estrellas que caen del cielo. Y, por favor, espérame junto a la tumba. Vendré a verte de nuevo.

Yo le pregunté cuándo ven-dría a verme.

—Aparecerá el sol; después se pondrá. De nuevo saldrá el sol. Mientras el sol rojo del este al oeste va cayendo, ¿podrás esperarme?

Callado, asentí con la cabeza. La mujer, con su tono sereno aún más intensificado, dijo con voz tajante.

—Espérame cien años senta-do junto a mi tumba. Sin falta, vendré a verte.

Le contesté que la esperaría. Entonces, mi imagen que se veía claramente en su pupila empezó a atenuarse y deshacerse. Cuan-do me pareció que empezaba a diluirse como si agua serena se moviera alterando la sombra reflejada en ella, los ojos de la mujer se cerraron por completo. Entre sus largas pestañas caye-ron lágrimas. Ya estaba muerta.

Entonces bajé al jardín e hice un hoyo con una madreperla grande y lisa con bordes filosos. Cada vez que recogía la tierra, la luz de la luna resplandecía en el

envés de la concha. Olía también a tierra húmeda. Al rato pude hacer el hoyo. Metí a la mujer en él. Eché suavemente desde arriba la tierra blanda. Cada vez que la echaba, se prendía la luz de la luna en el revés de la concha.

Después, recogí un pedazo caído de una estrella y lo coloqué ligeramente sobre la tierra. El pedazo de estrella era redondo. Pensé que mientras iba cayendo en el firmamento, durante un largo tiempo, se iba despuntan-do, haciéndose cada vez más raso. Mientras lo levantaba en brazos y lo colocaba, se calenta-ron un poco mi pecho y manos.

Yo me senté sobre el musgo, pensando que de ahora en ade-lante esperaría cien años; con los brazos cruzados contemplaba la lápida redonda. Mientras tanto, tal como dijo la mujer, el sol salió del este. Era un sol grande y rojo. Éste no tardó en caer al oeste; se fue cayendo brusca-mente. Uno, conté. Después de un rato, de nuevo el sol rojo profundo ascendió lentamente y se ocultó. Dos, conté.

Yo no sé cuántos soles rojos vi. Por más que contaba y con-taba, eran infinitos los soles que pasaban sobre mi cabeza. Pero ni así llegaban los cien años. Al final, contemplando la piedra

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redonda y musgosa, empecé a pensar que tal vez me había engañado la mujer.

Entonces, debajo de la piedra comenzó a extenderse, inclinado hacia mí, un tallo verde. En un abrir y cerrar de ojos creció y al llegar alrededor de mi pecho se paró. En la cima del tallo esbelto que se mecía lento, un capullo delgado y largo que inclinaba ligeramente su cuello, abrió sus pétalos esponjosos hasta formar una gran flor. La azucena blan-quísima olía tanto en la punta de mi nariz que hasta los huesos me calaba.

Desde muy arriba cayó des-pacio una gota de rocío, lo que provocó que la flor se tambalea-ra. Yo extendí mi cuello hacia adelante y besé el pétalo blanco en el que goteaba el frío rocío. Al retirar mi cara de la azucena, sin querer vi el cielo lejano: cen-telleaba sólo una estrella en el alba.

Sandra Pani

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Debajo del árbol de cerezo

Kajii Motojiro (1901-1932)

Traducción de Reiko Mishima

Debajo del árbol de cerezo están enterrados los ca-dáveres. ¿Por qué?, pues es que es increíble que las flores del cerezo florezcan tan maravillosa-

mente, ¿no? Como no podía creer en aquella hermosura, estuve inquieto durante estos últimos tres días. Sin embar-go, ahora llegó por fin el momento de entender por qué debajo del árbol de cerezo están enterrados los cadáveres.

Qujun, artista tradicional chino

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¿Por qué todas las noches, en mi camino de regreso a casa, entre las numerosas herra-mientas de mi cuarto vienen a mi mente como si fueran una clarividencia, precisamente las más insignificantes y delgadas de todas las cosas, tales como la hoja de afeitar, entre otras? Dijiste que no entendías eso. Y tampoco lo entiendo yo, pero eso y esto deben ser algo similar.

Es cierto que las flores de cualquier árbol, al alcanzar su estado de plena floración, difu-minan una atmósfera misteriosa a su alrededor. Es como un halo alucinante de abrasadora reproducción, como cuando un trompo que giraba muy bien se

queda límpido en una completa inmo-vilidad o como una buena interpreta-ción de música siem-pre conlleva alguna alucinación. Es una belleza enigmática, viva, que no deja de impresionar el alma de las personas.

S in em b ar g o , también fue eso lo que ensombreció mi alma ayer y anteayer. A mí me pareció que esa belleza era algo

increíble. Yo, por el contrario, me puse inquieto, melancólico y tuve sentimientos de vacío. Sin embargo, por fin entendí.

Imagínate que debajo de es-tos árboles de cerezo que están en su plena floración por todas partes hay cadáveres enterrados. Quedarás convencido qué es lo que me inquietaba tanto.

Cadáveres de caballos, de perros y gatos, de seres humanos, todos los cadáveres están podri-dos, apestan y nacen gusanos. Sin embargo, chorrean líquidos como de cristal. La raíz del cerezo, como si fuera un pulpo voraz, lo abraza y le succiona ese líquido, enredando el pelo de su raíz como si fueran tentáculos de anémona.

¿Qué es lo que crean esos pétalos?, ¿qué es lo que crean esos cálices? Puedo ver el líquido como de cristal que forma una fila silenciosa en el interior del haz vascular como si fuera un sueño.

¿Tú por qué tienes una cara tan afligida? Se trata de un arte hermoso de clarividencia. Yo ahora por fin pude ver las flores del cerezo fijando los ojos en ello. Me liberé del misterio que me inquietó los últimos días.

Hace dos o tres días bajé a esta cañada y saltaba entre las piedras. Se veía que de las salpi-caduras del agua por aquí y por

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allá nacían las efímeras como si fueran afroditas y ascendían bailando con destino al cielo. Ahí hacen unas nupcias her-mosas. Al caminar un rato, me encontré con algo raro. Fue en el interior de un pequeño charco que el agua de la cañada deja en el cauce seco. Por toda la super-ficie estaba flotando un fulgor inesperado como si hubieran derramado petróleo. Eran los cadáveres de efímeras, decenas de miles, incontables. Sus alas encaramadas, que cubrían toda la superficie del agua sin dejar ni un solo espacio, se encogían por la luz, derramando un fulgor como si fuera aceite. Ahí era el panteón de las que habían ter-minado de desovar.

Al ver eso sentí como un gol-pe al corazón. Yo me deleité con un placer atroz como si fuera un pervertido que excava tumbas para devorar cadáveres.

En este valle no existe nada que me alegre. Los ruiseñores, los paros carboneros y los reto-ños de los árboles que nublan el sol blanco en verdísimo son una vaga imagen. Para mí, es necesaria una escena atroz. Con ese equilibrio, por primera vez, la imagen del interior que tengo empieza a esclarecerse. Mi alma está sedienta de melancolía

como si fuera un espíritu malig-no. Sólo cuando la melancolía se apodera de mí, mi alma comien-za a apaciguarse.

Estás limpiándote la axila, ¿verdad? ¿Te sale un sudor frío? Lo mismo me sucede a mí. No es necesario sentirlo como algo desagradable. Piensa que es algo así como semen, que es pegajo-so. Con ello nuestra melancolía se perfecciona.

¡Debajo del árbol de cerezo están enterrados los cadáveres!

Los cadáveres de la fantasía, que ni siquiera sé de dónde viene, ahora se volvieron uno con el ár-bol de cerezo, y por más que agito mi cabeza no se quieren alejar.

Ahora siento que puedo to-mar sake para apreciar las flores1

con el mismo derecho de los aldeanos que están haciendo un banquete debajo de aquel árbol de cerezo.

1 Las flores de cerezo sólo aparecen durante una semana. En Japón, cada año desde antes de la época del cuento de genji de hace más de mil años, el pueblo apreciaba las flores de cerezo, y se hacían banquetes debajo de los árboles de cerezo en su floración. En la literatura japone-sa cuando se dice «la flor» por lo general se refiere a la de cerezo. En el idioma japonés exis-te una frase coloquial: «La vida de una flor es muy corta», que se refiere al lapso de una sema-na y a la vez significa que la belleza de la mujer joven perdura por muy poco tiempo. La apre-ciación a las flores de cerezo está muy arraigada en la cultura japonesa y existen muchos dichos con metáforas de esta flor.

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Este polifacético, controvertido, ingenioso, genial escultor, grabador, pintor, escritor nació en la ciudad de México, en 1934. Su amplia forma-ción artística, libresca, su afición por el cine, su pasión por la vida lo han llevado a la búsqueda de nuevas propuestas artísticas, críticas, llenas de contenido: Cuevas ha creado escuela no sólo en México; los reconoci-mientos a su trabajo en el mundo van desde exposiciones individuales y otorgamiento de doctorados honoris causa hasta textos y estudios espe-cializados. Las obras que se reproducen a continuación rinden homenaje a un artista imprescindible de la cultura mexicana; fueron tomadas del libro Conmemoración 50 años en la plástica. Obras inéditas (Museo José Luis Cuevas, México, 2003) en el que Carlos Fuentes escribió que «la obra de Cuevas, tan poblada de signos, es un espejo» en el que se refleja más que la irreverencia, el alma recóndita de un creador irreductible que al descubrirse nos desenmascara.

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cuentearteJosé Luis Cuevas

Diálogo, aguada de tinta y tinta, 70 x 99 cm, 1988

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Escenas de la vida bohemia, 16pluma y acuarela, 31 x 24 cm, 1979

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Autorretrato amorosopluma y acuarela, 29 x 21 cm, 1980

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Cabeza italianapluma, lápiz y acuarela, 48 x 38 cm, 1980

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Malformaciones congénitaspluma y acuarela, 36 x 25 cm, 1980

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Malformaciones congénitaspluma y acuarela, 36 x 25 cm, 1980

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Parejapluma y acuarela, 30 x 23 cm, 1980

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Autorretratopluma y acuarela, 24 x 17 cm, 1980

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Hotel Cristalaguada de tinta y pluma, 20 x 15 cm, 1981

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El hijo desobedientetinta y acuarela, 38 x 29 cm, 1982

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Sin títulopluma y acuarela, 30 x 25 cm, 1981

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Hotel du Palais técnica mixta, 39 x 20 cm, 1981

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El Marqués de Sade y Justinetinta y aguada de tinta, 44 x 39 cm, 1983

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Presidiario. Retrato del naturalpluma y acuarela, 50 x 35 cm, 1977

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Autorretrato caminandoacuarela, 55 x 38 cm, 1976

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The Father-Mother. The design for the ballettinta, acuarela y collage, 38 x 25 cm, 1979

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El espíritu del aguaRebeca Mata Sandoval

La creencia acerca del poder y la presencia que tienen los elementos de la naturaleza es tan antigua como la humanidad. «Las gentes del agua», como los

clasifica Paracelso, poseían forma humana. Carecían de alma, pero la podían conseguir por medio de la alianza con una persona al contraer matrimonio o por la concep-ción de un hijo con un mortal. Estos personajes tienen dife-rentes nombres dependiendo de la cultura a la que pertenezcan. En esta ocasión nos referiremos a aquéllos que habitan en aguas dulces

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Arthur Rackham"The Rhinegold & Valkyrie", fragmento

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como ríos, fuentes, estanques o lagos y que en su mayoría son del sexo femenino y tienen una belleza singular. Existen tam-bién espíritus masculinos que representan el lado traidor de ríos, lagos o torrentes y que po-dían asumir apariencia de pe-ces, serpientes o seres humanos. Las nixes o undines eran ninfas acuáticas que se aparecían a la luz del día, peinaban sus lar-gas cabelleras rubias y tocaban el arpa mientras cantaban o danzaban. Tenían el poder de

arrastrar a sus curiosos obser-vadores hasta el agua, encan-tándolos con su forma o con su intensa mirada verde hasta que ellos se ahogaban en el intento por alcanzarlas. Eran capaces de reproducirse; sin embargo, sus hijos eran débiles, por lo que solían cambiarlos por be-bés humanos ante cualquier descuido de la madre humana. Estos seres tienen las caracte-rísticas de las aguas: un sonido letárgico en su canto y reflejos y brillos que cautivan a la per-sona que se acerca a ellas. El individuo que miraba con fir-meza a las aguas podía caer en un estado de hipnosis y el agua podía llevarse su alma.

Las ondinas aparecen como personajes principales en algu-nos cuentos del romanticismo alemán. Friedrich de la Motte Fouqué es el primer escritor en llamar Ondina a este espíritu, siguiendo a Paracelso, con las características de una onda o una ola: alegría, belleza, ternura, peligro y volubilidad. Fouqué utiliza la relación fallida de un mortal y un ente del agua. On-dina desea redimirse, tener un alma. Esta humanización se lle-va a cabo a través del amor que le otorga la capacidad de sentir o sufrir. Ondina es el prototipo

Arthur Rackham"Undine", fragmento

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del alma cristiana, buena, em-pática y desprendida. Excesiva-mente idealizada y bondadosa, tanto que estas mismas caracte-rísticas le imprimen debilidad a su carácter y es a causa de estas cualidades, recién adquiridas, que perderá el amor y la aten-ción de su marido. Ondina es un personaje que desea cambiar de mundo; sin embargo, acaba por no pertenecer a ninguno de los dos estratos y queda sin posi-bilidad de retorno al renunciar a sus características de espíritu. Termina por despojarse de todo lo que es ella en esen-cia al grado de aban-donar, con el pretexto de ser rescatada por su tío, al ser amado que se deslumbra con la arrogancia de Bertalda.

En pleno auge de las narraciones fan-tásticas o cuentos de hadas (recordemos que las colecciones de los hermanos Grimm aparecieron entre 1812 y 1815), Fou-qué escribe Ondina, que a su vez inspiró a varios compositores, siendo E.T.A. Hoff-mann uno de ellos.

Este singular escritor, además de crítico musical fue director de orquesta en Bamberg , en 1808, y estuvo a cargo de la compañía de ópera Sekondi en Leipzig y en Dresden de 1813 a 1814. Junto a su amigo Fouqué formó parte del grupo Herma-nos de San Serapión. Es autor de música religiosa y música inci-dental para obras de teatro, sin-fonías y ballets, y de diez óperas que tienen un tinte romántico como La máscara (1799), Au-rora (1811) y Ondina (1816). Hoffman imaginó las voces de su Ondina cuando Fou-qué le aseguró que sólo a través de su música las figuras de Ondina y Kühleborn toma-

Arthur RackhamRhinemaidens obtain possession of ring, fragmento

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ban vida. El libreto estuvo a cargo de Fouqué y en él se relacionan y funden realidad y fantasía. Narra la venganza de los seres sin alma sobre los seres con alma, al oponerse los segundos al deseo de On-dina, hija de las aguas, de ser aceptada por los hombres.

Tras la muerte de Fouqué, va-rios compositores se interesaron en Ondina. El primero fue Al-bert Lortzing, autor de operetas, que decide crear una obra que se salga del corte cómico con el cual era célebre y compone Ondina en cuatro actos que se estrenaron en Magdebourg en

1845 y Nueva York en 1856. Fue su primera ópera seria y la más exitosa.

Tchaikovsky escribe Undine durante los primeros meses de 1869, una ópera en tres actos sobre el mismo tema, con li-breto de Vladimir Sollogub. La obra es rechazada por el Teatro Mariinsky y es el mismo compo-sitor quien la destruye en parte. Sin embargo, en 1870 se realizó el estreno de tres números en el Teatro Bolshoi. Así es como llega el aria de Undine hasta nuestros días. El compositor conservó algunos temas y fragmentos que más tarde recicló en obras como

El lago de los cisnes, La don-cella de nieve y la Segunda sinfonía.

Antonin Dvorak escribe Rusalka en 1900 y la estrena en 1901 en el Teatro Nacio-nal de Praga. En este caso fue el autor del libreto quien anduvo en búsqueda de un compositor. El poeta Jaros Kvapil escribió un libreto sobre el cuento de hadas de Karol Jaromír Erben y Bozena Nelkova. Rusalka es un espíritu del agua en la cultura eslava. Este personaje aparece en la literatura eu-ropea desde el xiv. El texto

Arthur RackhamThe Rhinemaidens teasing Alberich, fragmento

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tiene algunos tintes de La sirenita de Andersen y del cuento de La Motte Fouqué. Rusalka se enamora de un príncipe y acude a una bruja para que la convierta en humana. Para llegar al príncipe, bebe una pócima que la deja sin voz. Al ser despreciada por el príncipe se convierte en un espíritu de la muerte. El príncipe se arrepiente y va a buscarla al fondo del lago y ella le pide un beso que lo llevará al fondo del agua.

Tras la primera lectura, Dvorak quedó maravillado por el libreto y compuso la que sería su mejor ópera en pocos meses. La amalgama del texto en checo con la música es muy singular. Mantiene una correspondencia única. Dvorak utilizó todos los recursos que tenía a la mano en cuanto a forma: arias y lied. En cuanto a la exposición de los temas, siguió el esquema clásico pero utilizó el leitmotiv. Re-cordemos que musicalmente un leitmotiv es un motivo conductor o un tema que se repite como representación de una idea o personaje y que se aplica generalmente al drama.

El resultado final de Rusalka de Dvorak es un viaje que nos lleva a sumergirnos en una mágica atmósfera impresionista, sin que se pierda el aspecto folclórico que podemos apreciar a través de los ritmos y sus armonías.

Lortzing, Albert, Undine, Orquesta Sinfónica, Coro de la Radio de Berlín rias. Robert Heger, Ruth-Margar, Pütz, Nicolai Gedda, Peter Schreier, Anneliese Rothenberger (1993) emi, cd

Lortzing, Albert, Undine, Wilhelm Schuchter, Berlin Philharmonic Or-chestra, Lisa Otto, Ursula Schirrmacher (2008) Sony-Eurodisc, cd

Tchaikovsky Experience by Tchaikovsky, Neeme Järvi, Orchestra of the Royal Opera House Convent Garden, Galante, Shaguch, Fedin, Leiferkus, 1997

Dvorak, Rusalka, Sir Charles Mackerras, Czech Philharmonic Orchestra, Fleming, Heppner, Zajick, Hawlata, Urbanová (1998) decca, cd

Dvorak, Rusalka, Franz Hawalata y Ópera de París, Renée Fleming, Sergei Larin, James Conlon , Eva Urbanota (2004) Classical dvd

Dvorak, Dvorak in Prague, a Celebration, Ozawa, Boston Symphony Or-chestra Frederica von Stade, Rudolf Firkusny (1994) Sony, cd

Dvorak, Rusalka, Nylund, Beczala, Remmert, Welser-Most, 2011

Arthur RackhamThe Rhinemaidens teasing Alberich, fragmento

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Chejov y Mikhalkov: un encuentro fortuito

Estrella Asse

Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a

vivir en distinta jaula.Antón Chejov

El nombre de Antón Chejov es inseparable de la floreciente producción de cuentos que ca-

racterizó al siglo xix en gran parte de las naciones occidentales. El impulso definitivo que el cuento alcanzó en ese siglo fue posible gracias a la circulación constante que tuvo en diarios y revis-

tas, así como por el interés de definirlo como un género literario con atributos

propios. Por medio de preceptos, teorías o de-cálogos, los cuentistas decimonónicos precisa-ron las nociones que distinguieron al cuento de

otras formas narrativas al tiempo que les permitía reflexionar sobre el ejerci-

cio de su arte.

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Los principios que estableció Chejov para la escritura de sus cuentos se leen en el presente en los prólogos que enmarcan un sinnúmero de colecciones y antologías o como material de estudio para la crítica especiali-zada. Si bien su obra dramática se considera como una pieza cla-ve del teatro ruso y europeo, sus cuentos ofrecen un panorama que refleja la Rusia de su época en un amplio rango de perso-najes que, de forma simultánea, proyectan facetas psicológicas e ideológicas y remiten a un de-terminado entorno social; no en vano se dice que son una especie de enciclopedia de la vida rusa.

Pero la obra de Chejov es inseparable de las vicisitudes de una infancia marcada por la violencia del ambiente adverso a sus ideales de prosperidad y armonía. Muy joven tuvo que enfrentar el desmembramiento familiar en su natal Taganrog y emigrar a la capital. Una vez en Moscú, decidió estudiar medi-cina, actividad que alternó con las primeras colaboraciones de cuentos humorísticos en revis-tas; su conocida frase «La medicina es mi esposa legítima y la literatu-ra mi amante» forjó la mística de una biografía

urdida en las tramas de sus re-latos, como si cada etapa de su vida fuera el talón de fondo para la ficción que desbordó, bien en el eco irónico que recorre la delgada línea entre el humor y la tragedia de sus personajes o en la sutil intensidad con que conduce sus historias, evitando el dramatismo superfluo de fina-les acabados: «El mejor efecto consiste en evitar los efectos», decía; una constante de sus cuentos en que se arri-ba a un

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desenlace que flota suspendido en el tono melancólico de nue-vas interrogantes.

El trasfondo sociohistórico que testimonia las condiciones lamentables de la transición de la Rusia zarista, la aparente libertad que se otorgó al cam-pesinado —los siervos de esa época, que eran otra modalidad de esclavitud—, las estancias en presidios, donde el autor experi-mentó la más cruda miseria, los retratos morales de hombres y mujeres de estratos económicos desiguales arrojaron un nú-

mero abrumador de títulos en los que Che-jov completó un ciclo, don-de prevalecen las reflexiones

agudas que excluyen el dogma de la denuncia a cambio de matices que disimulan hechos sobrecogedores y por ello tan hondamente sublimes y sig-nificativos. Las historias que relata se impregnan de sentidos que se revierten al interior de la conciencia del lector, en un diálogo que no queda en la mera descripción, sino que in-vita, acoge y enseña a descubrir, aun en las cosas simples, en los sucesos cotidianos, la sencillez de una poética congruente con los objetivos que buscó: la ex-periencia unida al don creador de una figura que permaneció como modelo para muchos seguidores.

Los últimos años de la vida de Chejov fueron sombríos, más aún, porque su conocimiento

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médico no minimizó la grave-dad de su afección tuberculosa, incurable en esa época. En 1904, la proximidad de la muerte lo hizo confesar en una carta: «Sentir que se debe morir es penoso, pero saber que se va a morir joven resulta totalmente absurdo», consciente de que a sus 44 años pondría el punto final a su carrera. Pocos años an-tes, el escenario de Yalta —una ciudad cercana al Mar Negro, cuyo clima más cálido era reco-mendado para los enfermos tu-berculosos— ambientó en 1899 uno de sus más célebres cuentos, «La dama del perrito», que de-sató el sinfín de especulaciones acerca de las coincidencias con las vivencias del autor.

Sin embargo, el conjunto de elementos formales con que Chejov presenta el argumento del cuento supera la nota biográfica y las posibles analogías que puedan existir. Hay autores que lo han analizado a la luz de algunas cons-tantes de la literatura europea del siglo xix que, con muy distintas variantes entre autores, trata-ron el tema del adulterio. Pero Chejov, como señala Vladimir Nabokov, no buscó transmitir en su relato algún propósito definido, sino romper con las reglas tradicionales, dejar al

lector solo frente a un texto que no tiene clímax o resolución, ante una historia que en reali-dad no termina. La temática, así, no se reduce únicamente a los incidentes del romance que viven los protagonistas, Dmitry Gúrov y Anna Serguévna, ideal para sustraerlos momentánea-mente de la realidad de sus vidas conyugales infelices: los con-fronta a la angustia de dilemas existenciales que conllevan otras consideraciones.

El carácter localista de nom-bres y espacios típicamente rusos no restringen los temas: recaen dentro de una categoría universal susceptible de inter-pretarlos en el equilibrio de los recursos narrativos que dan so-porte al argumento. Nada sobra en las descripciones precisas, sobrias, concisas que el autor sintetiza, ceñidas dentro de un marco que asemeja un cuadro de proporciones perfectas. Chejov insistía que en un cuento no debía de haber nada superfluo —«Si en el primer capítulo cuelga un arma de la pared, en el segundo o tercero debe des-colgarse necesariamente»—, un mensaje siempre intencionado de proyectar una impresión general sobre un paisaje, un estado de ánimo, un fragmento

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del comportamiento humano impregnados de un profundo sentido interior.

Gúrov tacha con cinismo de raza inferior a las mujeres, pero esconde en el escudo de la su-puesta ventaja masculina la fra-gilidad que después lo desarma ante su sensibilidad; indefenso, no puede ser el amante que se lanza con arrojo al romance y a enfrentar las consecuencias: la apatía, el aburrimiento, la vacuidad del diario vivir anulan el deseo de romper con la mo-notonía que lo sofoca. El perrito individualiza a Anna y, al mismo tiempo, realza el prototipo de la mujer falsamente mundana, deseosa de infringir las conven-ciones a que está sujeta; se hace explícito que el núcleo social opresivo, renuente al cambio y

desesperanzador para las muje-res que anhelan el tipo de liber-tad que el matrimonio —único recurso en la mentalidad provin-cial de su época como vehículo para su realización— tampoco soluciona. Ambos muestran una actitud ambivalente al futuro, tan sólo es la esperanza fugaz que el pasado se disuelva en un presente promisorio, aunque «las intolerables ataduras» no los liberan y el desenlace de la azarosa aventura es el drama que apenas comienza.

Con un siglo de distancia de la primera edición, la adaptación cinematográfica de 1987 tomó como soporte literario partes de ése y otros cuentos. El director ruso Nikita Mikhalkov colabo-ró también en el guion con la intención de anudar en una sola

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trama una serie de secuencias de diversas fuentes que se funden en un único núcleo argumental que da el título a la película Ojos negros. Mikhalkov orquestó una filmación en la que combinó los escenarios del rodaje, así como un reparto de actores rusos e ita-lianos, utilizando como eje prin-cipal «La dama del perrito».

En algunas reseñas de la película se destacan las trans-formaciones que el director incorporó con el deseo de dar una lectura distinta a los textos de Chejov y separarse de las adaptaciones que se hicieron con anterioridad. Algunos autores contrastan el trabajo de Mikhalkov con el de su antecesor, Josef Heifitz, que en 1960 trasladó el cuento a una lectura visual, fiel a los princi-pios de adaptarlo con la mayor veracidad posible, inclusive en lo que toca a la estructura de las cuatro partes que lo componen. Para tal efecto, el director se va-lió de los escenarios originales que se recrean en la historia

—Moscú, Yalta, Oreanda— y de actores que, según Julie Sal-mon, «son en esencia tan rusos como Chejov».

No obstante, la trayectoria de Mikhalkov ha ido a la par de los cambios sociopolíticos de su país y de la profesión que como actor y director —desde los años sesenta a la fecha— se ha adecuado a una gama multifacética de películas. Dichas variantes se desprenden del clima ideológico que preva-leció antes de la política de la glasnost que encabezó a media-dos de los años ochenta Mijaíl Gorbachov, la cual promovió, junto con la restructuración económica, que los medios de comunicación y la difusión del arte encontraran una vía hacia una mayor apertura y libertad de expresión. En el estudio que dedica Ludmila Bulavka a la tra-yectoria fílmica de Mikhalkov analiza los episodios históricos que transformaron la industria

cinematográfica rusa desde la época de Lenin y el actual

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estado de producciones inde-pendientes que se apoyan en compañías e inversiones extran-jeras, impensable bajo el control que impuso la época comunista.

El financiamiento que el estado daba al Sindicato de Cineastas Rusos cambió por la flexibilidad del autofinan-ciamiento que productores y directores aprovecharon en las coproducciones con varios países. Estas innovaciones fa-vorecieron el acceso a nuevas tecnologías, por lo que el cine ruso se difundió con más facili-dad a otros lugares y a un mayor número de espectadores. El gusto por las adaptaciones lite-rarias propició la alternancia de películas de corte nacionalista con otras que buscaron temas de la literatura clásica, memo-rables por el genio de directores como Grigory Kozintsev; en particular, de la obra dramá-tica de Shakespeare, Hamlet (1964) y el Rey Lear (1971). De igual manera, existieron grandes producciones, como las de Mikhalkov, que dieron un nuevo aliento histórico al tratamiento de la revolución bolchevique: Quemado por el sol (1994) impactó en Rusia y en el mundo occidental por ahondar en el tema, al margen

de la función propagandística de antaño; éste, entre muchos otros aciertos cinematográficos, lo hicieron merecedor de distintos premios dentro y fuera de su país, como el Oscar a la mejor película extranjera y el Gran Premio en el Festival de Cannes el mismo año.

Los relatos de Chejov se popularizaron entre otros ci-neastas rusos que habrían de potenciar la magia de su prosa más allá de las fronteras, además del éxito seguro que tendrían en otras partes del mundo. La versión de Mikhalkov buscó, en palabras del director, «no un tema específico, sino distintos motivos literarios de Chejov, como si fuera una tonada musi-cal particular que lo evoca». La atmósfera íntima que logra crear se genera por medio de la con-versación que resume los sucesos que cuenta en retrospectiva Ro-mano —la versión italiana del Gurov original— que encarnó el inolvidable Marcello Mastroian-ni. Luego de su nominación al premio como mejor actor en el Festival de Cannes, Mastroianni confesó en una rueda de prensa que «deseaba hacer una película sobre Chejov, pero a condición de que la dirigiese Mikhalkov», y éste aceptó con el requisito de

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que la interpretara Mastroianni. Como dato adicional, se dice que durante el rodaje se comuni-caron por medio de un lenguaje que sólo un actor de la talla de Mastroianni podía entender. A la muerte del actor en 1996, el director comentó: «Marcello tenía el alma de un niño y cuan-do lo dirigí era como una hoja en blanco sobre la cual se podía escribir cualquier cosa».

Otra presencia capaz de estar a la altura de Mastroianni fue la elección de la actriz rusa Elena Sofonova para interpretar el papel de Anna. La ausencia de diálogos entre los dos actores —ya que tampoco ninguno de los dos hablaba el idioma del otro— la resolvió Mikhalkov con el recurso de los flashbacks

que cargan con el contenido del tema y posibilitan extraer de ma-nera autónoma distintos pasajes narrativos en diferentes mo-mentos de la historia. A ello añade el recurso de las cartas que Anna escribe y que a su vez Romano da a un traductor para escucharlas en italiano. La reconstrucción del recuerdo de su relación condensa ocho años desde el último encuentro y son relatados a un desconocido in-terlocutor ruso que casualmente conoce en un barco; entre ellos se establece una comunicación más anímica que verbal, la cual se acentúa por la enorme capa-cidad expresiva en cada gesto que Mastroianni devuelve a la cámara. El velo del olvido se interpone entre las escenas

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que le proporcionó la suficiente holgura económica a cambio de una vida familiar infeliz; él es sólo un personaje solitario que deambula entre el lujoso deco-rado de habitaciones, suntuosos jardines o reuniones sociales, como si fuera un visitante que no encaja en ningún lado. Ajeno a todo, huye al balneario termal, cuyos paisajes entonan con la

pasionales que enmarcaron la figura de Anna y que se topan con la realidad de un hombre maduro, anclado en el hábito de su rutina, conforme con «vivir una vida tranquila y serena».

Otras secciones dan a co-nocer el pasado de Romano; la lujosa mansión donde vive con su esposa Elisa (Silvana Mangano) fue el refugio seguro

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placidez del esparcimiento, óptimo como fondo para la aparición de la dama del perrito. En el transcurso de los eventos, las escenas mezclan otros con-trastes: una carrera en silla de ruedas, los coros de una ópera que de pronto irrumpen en el silencio de los jardines y alteran el equilibrio lineal del segmen-to, un quiebre inesperado que prepara el terreno para la pro-gresión igualmente sorpresiva de otros incidentes.

Tras el malogrado viaje de Romano para decirle a Anna que está dispuesto a sacrificar todo por ella, la barrera del idio-ma de nuevo se interpone entre ellos; Mikhalkov lleva al borde la crisis, mas su finalidad no es resolverla: el obstáculo infran-queable de la comunicación es más bien un diálogo de sordos en el que nadie escucha al otro, una consigna que determina afrontar para sí una soledad insalvable. Romano se refugia en las memorias de su infancia, admite frente a su oyente que nunca hizo nada en su vida, ni bueno ni malo, a fin de cuentas, «nadie se acuerda de nadie»; una confesión que, por partida doble, lentamente precipita una avalan-cha de sentimientos que guían hacia el final insospechado.

En el último plano de la pe-lícula, el reflejo del sol en el rostro de Anna deja entrever que la convivencia matrimonial del viajero ruso se limita a la promesa de fidelidad que ella le ofrece a costa de aceptar que no lo ame. Una paradoja que, si acaso resulta inverosímil, se teje en el engaño que encubre los deseos insatisfechos y aflora en la evocación de las ilusiones rotas. .

Título: Oci ciornieAño: 1987País: Italia, Rusia, República ChecaDuración: 118 minutosGénero: DramaDirector: Nikita Mikhalkov

Música: Francis LaiReparto:

Marcello Mastroianni, Silvana Mangano, Marthe Keller, Elena Sofonova, Pina Cei, Vsevolod Larionov

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El doce

Es el resultado de los cuatro puntos cardinales por los tres planos del mundo. También, la multiplicación de los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego) por los tres principios alquímicos (azufre, sal y mercurio). El tres (triángulo) multiplicado por cuatro (cuadrado) da doce; doce por doce da ciento cuarenta y cuatro, la raíz de la esfera, la perfección, lugar de donde emana la energía sagrada.

El tres es la Trinidad, el principio; el cuatro, la creación, la evolución. El cielo se divide en doce sectores, los doce signos del Zodiaco. La mesa redonda del rey Arturo reunía a doce caballeros. Jesucristo

tuvo doce apóstoles.En arte gótico (s. xii-xiii), existe el rosetón de doce hojas y el dodecaedro

que dibujó Leonardo da Vinci para el De divina proportione, de Fra Luca Pacio-li. El dodecaedro lo forman doce pentágonos que se tocan por un lado de cara.

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Juan Carlos Onetti

Decálogo del escritor

I. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.IV. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes,

en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.V. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al

triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X. Mientan siempre.XI. No olviden que Hemingway escribió: «Incluso di lecturas de los

trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer».