“El pueblo de los girasoles...

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“El pueblo de los girasoles vagos.” Purificación G. Ibeas - 1 -

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"EN MEMORIA DE MI PADRE, JUAN GONZALEZ ORTIZ, Y DE

SUS COMPAÑEROS, VENTURA Y SANTOS, QUE SE FUERON,

SIGUIENDO EL MISMO CAMINO QUE EL PROTAGONISTA DE

ESTA HISTORIA"

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CAPITULO I

_ ¿Has visto? –Era la primera vez que hablaba después de más de trescientos

quilómetros, y, aunque hasta ese momento había intentado mantenerme silencioso, para

no despertar a Luís, suponía que una pregunta, ahora que parecía estar despierto, no

podría molestarle.

_ ¿Qué?- Me preguntó, a su vez.

_ Los pájaros.- Dije señalándolos ¡Cómo si pudiera referirme a alguna otra

cosa!_Venían de aquellas ruinas.- Mientras añadía esto último, las señalé con la mano

derecha.

_ Si. Parece que venían de allí.- Ratificó mi somnoliento copiloto.

_ ¿Y no te ha parecido extraño?- Volví a insistir, sin comprender bien por qué se

mostraba tan tranquilo ante aquellas aves suicidas._ Parecían… - Empecé a decir, pero

decidí expresarme de una manera que no delatara mi temor._ Volaban de una manera un

tanto extraña.

_ Bueno, yo diría que estaban desorientados. Se ve que no están acostumbrados a ver

muchos coches.- Me respondió, intentando haber dada por satisfecha mi creciente

preocupación.

Fueron pasando los minutos, y, por más que intentaba encontrar una explicación

racional, la forma en que habían cruzado la carretera me parecía, cada vez, más

chocante. Empecé a sentir una sensación muy similar a la que tuve cuando las monjas, y

así lo dije; aunque no esperaba captar la atención de Luís del modo en que lo hice.

_ ¿Las monjas?- Me preguntó. Evidentemente el paisaje, o la carretera, o lo que fuera

que estuviera mirando hasta ese momento, había dejado de tener importancia para él,

porque me miró directamente a la cara.

_ Si, unas monjas que mataron en Dueñas.- Repetí, imprimiendo el máximo de misterio

a mis palabras.

_ ¿Dueñas, la casa de la duquesa de Alba…? No sabía que hubieran matado a nadie en

su palacio.

_ No, chico, esa Dueñas no. – Traté de aclararle; aunque estaba seguro, desde antes de

hablar, de que iba a pensar precisamente en el palacio._ Me refiero a un pequeño pueblo

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castellano donde hay un monasterio.- Añadí, sonriendo.

_ No lo conozco. – Señaló. En realidad saberlo no me sorprendió, porque nadie, ni

siquiera él, que tiene una memoria prodigiosa, puede saberlo todo.

_ El caso es que cuando fui a Dueñas también ocurrieron cosas raras.- Me callé durante

unos segundos, esperando una reacción por parte de él, que, sin embargo, no se produjo;

después volví a insistir.- Lo mismo que aquí.

_ ¿No sería tu imaginación? Yo sólo veo unos cuantos pájaros.- Añadió.

Era cierto, solo eran unos pájaros; pero no se trataba de lo que eran, si no de lo qué

hacían.

_ ¡Te lo juro por mis muertos! –Exclamé, un tanto decepcionado con la desidia que

mostraba mi amigo. _ Mira que he ido por muchos sitios, pero nunca me he encontrado

con una bandada que actúe así.

_ No deberías jurar en falso… Y menos por tus muertos.- Me espetó, muy serio.

_ Y no lo hago.- Intenté defenderme; aunque, mientras lo hacía, un ligero resquemor

recorría toda la longitud de mi columna. Pero, quién no tiene una sensación parecida

cuando oye que le recriminan, tal vez con razón. Llevaba conduciendo muchos

kilómetros, y la escasa conversación de Luís, que se habían quedado dormido nada más

salir de Madrid, no me había ayudado a estar muy despejado; pero estaba seguro de que

lo que veía no era producto ni de mi imaginación, ni del sueño; ni, por supuesto, de los

caramelos que había comido para mantenerme despierto.

Luís me miró como si estuviera ante un alienígena. A continuación observé como cogía

uno de los susodichos caramelos, y leía su composición.

_ Son sin azúcar –Dijo-; Sin duda las alucinaciones no se deben al subidón de glucosa.

¿Estás seguro de que no te has tomado nada más?- Añadió.

Le miré con cara seria. Parecía estar muy seguro de lo que decía, lo que incrementó mi

mal humor. Si hasta entonces apenas si habíamos hablado, no creo que lo hiciéramos

mucho más, antes de llegar a su pueblo; sin embargo, y dado que su frase merecía algún

comentario, no pude contenerme, y lo hice.

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_ No, por supuesto. Sólo me he comido un bocadillo. Como comprenderás, tengo

derecho a tener hambre. A fin de cuentas, llevo cerca de cinco horas detrás del volante.

_ Sí; pero por la caravana.- Me espetó. Estaba claro que no se sentía culpable de haber

dormido mientras yo permanecía pegado al volante.

No sabía muy bien cómo había resistido el calentón el motor de mi viejo Atos. Pero

tampoco sabía cómo había podido resistir yo el calor, sin acabar durmiéndome. Mi

amigo tenía la culpa de que hubiéramos salido justo en la hora en que todos los

madrileños con trabajo, ya que había tardado en encontrar la llave de la casa del pueblo

de su familia.

_ No ha sido nada fácil dar con ella; es que hace años que no va nadie por allí.- Se había

justificado.

_ Pero podrías haberla empezado a buscar antes.

_ ¡Harto es que la he encontrado! Mi madre es la que se ocupa estas cosas, y estaba

fuera de casa.- Se había defendido.

Seguí conduciendo. La bandada de pájaros volvió a cruzarse en nuestro camino; en esta

ocasión tuve que frenar un poco, para no pillar a los más retrasados. No me apetecía

tener que limpiar el coche cuando llegáramos a nuestro destino; la verdad, nunca me ha

apetecido hacerlo, pero esto no le convierte en uno de los más sucios del barrio.

_ ¿Sabes de qué tipo de pájaros se trata?- Le pregunté, volviendo a acelerar. Mi

copiloto, que no tenía mucha experiencia en ornitología, me miró fijamente, y dijo que

no, mientras elevaba los hombros y movía la cabeza para dar más énfasis a sus

palabras._ Pues a mi me parecen gorriones.- Insistí. Si dije esto fue porque esa es una de

las pocas especies que conozco.

_ Pues lo serán.- Respondió Luís, al que le hubiera dado igual que hubiera dicho que se

trataba de buitres leonados o cigüeñas, por el interés que parecía poner en la

conversación.

_ Sí -insistí yo-. Son gorriones.

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La susodicha bandada después de volver a cruzarse en nuestro camino, se escondió en el

campo. Seguí mirando de frente, a la carretera. La amena conversación que habíamos

iniciado segundos antes, parecía haber concluido. Teniendo en cuenta lo que había dado

de sí, hubiera dado lo mismo hablar del tiempo, del cambio climático, o del precio de la

gasolina. Siempre he odiado esas conversaciones forzadas que mantenemos para romper

el hielo ¿Por qué nos creeremos obligados a hablar? Ahora que en este caso había sido

yo el que había empezado.

_ Eso se llama educación.- Solía decir mi madre cuando le mostraba mi desconcierto

por la insulsa conversación que habían mantenido ella y una vecina, en el ascensor de

casa.

_ Sí, mamá; pero yo creo que es mejor estar callado. Sobre todo si, cuando se habla, no

se dice nada interesante.

_ Sí, hijo, pero las normas de urbanidad dicen que hay que hacerlo.- Insistía ella.

_ Las normas lo dirán; pero el sentido común dice lo contrario.

_ ¡Ay, cómo eres, hijo mío! Déjame hacer las cosas a mi modo.

Sí, yo, igual que mi madre, tenía tendencia a hacer las cosas a mi modo.

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CAPITULO II

Mientras mis pensamientos encontraban forma, ayudados por la propia conversación

que manteníamos Luís y yo en mi querido y viejo Atos amarillo, de segunda mano –que

conducía yo, por supuesto-, la bandada de pájaros volvió a cruzar la carretera; era como

si quisiera estamparse en el parabrisas; como si estuviera jugando a un juego suicida

donde sólo ganaría aquel de ellos que supiera esquivar, lo más rápido posible, la

velocidad del coche, la fuerza del aire, y la distancia que cruzaba la carretera, desde uno

de los campos de girasoles que bordeaban la carretera, hasta el otro… que protegía unas

ruinas.

_ ¿De qué son?- Pregunté.

_ ¿Qué?

_ Vamos, tío, aquellas ruinas.- Dije, señalando un viejo campanario que se dibujaba más

allá del campo amarillo, y al que ya había hecho alusión al manifestar mi sorpresa sobre

la extraña actitud de los pájaros. La silueta de la antigua iglesia se recortaba en la

lejanía, protegida, por un lado, por el cielo arrebolado, por otro, por el áureo color del

campo de girasoles, y, por todos, por esas extrañas montañas que conferían al pequeño

valle el aspecto de caldera de volcán; o de antiguo lago del pleistoceno, que tal vez lo

hubiera sido en otros tiempos.

_¡Y a mi qué me dices!- contestó Luís.

_ Hombre, como tu familia es de por aquí… pensé que lo sabías.- Desde luego, esta era

una posibilidad muy a tener en cuenta.

_ Si, mi familia es de por aquí, pero esta es la tercera vez en mi vida que vengo.-

Mientras hablaba, la voz de mi amigo no delataba ningún tipo de sentimientos. Era

como si para él aquel lugar tuviera el mismo interés que el que podría tener cualquier

otro; era como si aquel lugar tuviera menos interés para él, que lo que tenía para mí.

_ Algo habrás hablado con tus viejos.- Como parecía no comprender lo que estaba

diciendo, me creí obligado a explicarme._ Me refiero a tus abuelos, claro.

_ Están muertos.- Respondió escuetamente.

_ Bueno, pero eso es ahora, que antes de morir seguro que hablarías.- Insistí.

_ La verdad, y aunque te parezca raro, no los conocía.- Me contestó. Igual esto

explicaba su falta de emotividad; a fin de cuentas, ¿no dicen que los padres están para

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educar y los abuelos para enseñar y dar cariño?

_ ¿Cómo así?- Volví a preguntar. Si creía que me iba a dar por vencido, lo tenía claro;

por mucho que pensara que me conocía, iba a darse cuenta que no lo hacía tanto como

creía.

_ No se; supongo que son cosas de familia.- Me respondió, aunque esta vez con una voz

que denotaba cierto hastío. Yo no me di por vencido y continué aplicándole esta especie

de tercer grado.

_ Y tus padres. ¿No te han dicho nada?

_ No creo que lo sepan.- Mientras me contestaba, empezó a jugar con el cinturón de

seguridad, como si dudara entre quitárselo o seguir con él._ Antes de nacer yo, vivían

aquí. La última vez que vinieron fue por el entierro del viejo.

_ ¿De tu abuelo?

_ No. Cuando murió mi abuelo, no vinieron. El viejo era un amigo de mi abuelo. La

casa donde nos vamos a quedar era de él. Antes había sido de mi familia. – Me dijo. Al

oírle pensé que en todas las familias se cuecen habas; y en las que no se hace, es porque

no tienen ni con qué hacerlo.

_ Pero si no venís nunca, no sabes cómo la vamos a encontrar…- Me atreví a preguntar.

_ Sí. Espero que esté habitable.- Dijo; y continuación añadió algo que me dio más que

pensar._ Igual hubiera sido mejor haberte propuesto ir de acampada.

Empecé a sentir cierta preocupación por el estado en que encontraríamos el lugar donde

se suponía que íbamos a pasar los próximos quince días. En aquel momento el sol se

ocultaba por el horizonte, y el arrebol, que ya me había llamado la atención la primera

vez que vi el viejo campanario, se hizo más intenso. Detuve el Atos para poder apreciar

mejor la belleza del paisaje; salimos. Poco a poco se fue haciendo de noche, y la

oscuridad pasó a ocuparlo todo; allí donde antes habíamos visto montes, ruinas, campos

de girasoles… solo había oscuridad. Las siluetas de los árboles se fueron tornado seres

inquietantes. Volvimos al coche.

_ Enciende las luces.- Me sugirió Luís.

_ Si; ahora lo hago, que aquí no hay quien vea un pijo.- Añadí, temiendo sufrir algún

accidente.

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La carretera se iluminó, al enfrentarse con los faros del coche. Según avanzábamos, los

girasoles, que estaban mirando al lado contrario a donde se había ocultado el sol,

parecían cobrar vida propia y querer competir con el capó amarillo de mi viejo coche. El

amarillo no es un color que me disguste, pero tener un coche así había sido fruto de la

casualidad más que producto de una decisión, ya que así era el único que podía pagar.

Bueno, gracias a ese pequeño detalle, el seguro era más barato.

Ni Luís ni yo parecíamos dispuestos a romper el silencio, que se interpuso entre

nosotros; pero me resultaba tan molesto, que decidí poner algo de música. Como era de

suponer, dado el gafe que tenía en los últimos tiempos, el radícasete del coche empezó a

emitir unos extraños sonidos, así que, después de varios intentos desistí e intenté poner

la radio;.

_ Jo, macho, a ver si inviertes algo de dinero; parece que vamos en el coche de los

Picapiedra.- Dijo Luís, al comprobar que tampoco funcionaba.

_ No te quejes, que hasta ahora nunca nos ha dejado tirados.- Contesté, tratando de

defender mi propio honor, y el de mi querido coche.

_ Bueno, creo que ya estamos cerca.-Dijo, volviendo a jugar con el cinturón de

seguridad.

_ ¿De qué? ¿De quedarnos colgados, o de tu pueblo?- Pregunté yo, mientras intentaba

insertar el seguro de su cinturón, que había acabado desenganchándose.

_ Del pueblo; pero no descarto la otra posibilidad.- Añadió, soltando una sonora

risotada.

_ Pues reza para que sólo sea del pueblo.

_ ¿Por qué lo dices, Juan?- Me preguntó, mirándome a la cara. Mi comentario debía de

haberle acojonado.

_ Porque si no, ya me dirás cómo volvemos a Madrid.

Volví a intentar sintonizar el dial. La radio emitió algunos pequeños sonidos, pero

ninguna voz humana, ninguna nota musical, salió por los altavoces. Total, que tuve que

conformarme con que el silencio lo envolviera todo. Pero el silencio a veces es mejor

que una mala conversación.

_ ¿A veces? – Preguntó Luís.

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Yo le miré, intentando no demostrar mis auténticos deseos. De haber sido así, una

mancha de sangre hubiera adornado la tapicería de mi querido coche. ¿Quería matar a

mi amigo? No, pero sí romperle la nariz con un buen puñetazo. La sola idea de verlo

pedirme disculpas me calmó un poco.

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CAPITULO III

_ Es bonito todo esto.- Comenté, señalando la multitud de pequeñas luces que rompían

la oscuridad del cielo.

_ Sí, lo es; pero no creo que aguantaras aquí mucho tiempo.- Dijo Luís.

_ ¡Y tu qué sabes!- Le respondí, molesto.

_ Bueno, quizás no sepa lo que es vivir en un pueblo… Pero creo que algo si que te

conozco.

_ Algo; pero no lo suficiente. Dije yo, interrumpiéndole. ¿Quien conoce a nadie

completamente? Y después, cambiando, bruscamente, de tema, pregunté _ ¿Es la Vía

Láctea?

_ Puede… Pero no lo se a ciencia cierta. Se que por aquí pasa una de las rutas del

Camino de Santiago; y ya sabes que siguen la Vía Láctea.- Me respondió.

_ ¿Rutas?- Nunca había oído que existiera más de una._ Y lo del Camino… Yo creía

que eso significaba que sólo había un camino, no varios.- Insistí, no del todo

convencido con su explicación.

_ Mira, chico, si quieres enterarte bien, vete a una biblioteca o a una librería, y coge un

libro. Y si no, también tienes Internet.- Me Dijo.

Había pretendido hacer un chiste, y el tiro me salía por la culata. Decidí callarme un

poco y dedicarme a conducir, lo que empezaba a parecerme cada vez más peligroso. Mi

copiloto debía estar casi tan acojonado como yo, porque también se calló; pero él tenía

una ventaja sobre mí: la que le otorgaba el haber estado en otras ocasiones en aquella

carretera, o senda, o lo que fuese que debiera de ser aquel camino de cabras que nos

conducía hacía… ¡Y entonces me di cuenta!

_ ¿Cómo decías que se llama el pueblo?- Le pregunté, insistiendo sacar algo de aquella

conversación insulsa que me negaba a dar por concluida.

_ ¿No te lo he dicho?

_ No; creo que no. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, como diría mi padre.- Dije,

contando un chiste, que pretendía romper la tensión que se comenzaba a respirar como

consecuencia del empeoramiento de la calzada, y de alguno de mis comentarios.

_ “Frontera de los Caballeros”.

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_ ¿Frontera de qué?- Pregunté.

_ De los Caballeros.- Volvió a decir.

_ ¡Vaya nombre!– Exclamé, sin poder evitarlo.

_ Chico, yo no lo veo raro.- Me respondió._ Supongo que es de cuando la

Reconquista… Lo de Caballeros suena a Orden Templaria. Por esta zona hay muchos

sitios donde estuvieron.

_ Ese será el motivo.- Contesté, aunque la explicación que me había dado no me

convencía del todo. Ya lo miraría en Internet; lástima que no lo hubiera hecho antes de

emprender el viaje. Suelo documentarme sobre cada lugar que visito, pero en este caso

no había sido así.

El nombre del pueblo empezó a dar vueltas, y más vueltas dentro de mi cabeza; era

como si quisiera cobrar vida. No sabía muy bien por qué, pero, lo mismo que me había

ocurrido en otras ocasiones en las que esa especie de sexto sentido que tenemos los

humanos, y que nos ayuda a salir sanos y salvos de las situaciones de peligro, algo sonó

dentro de mi cabeza.

_ Oye, ¿tu crees que podremos descansar?- Pregunté. Se que lo debería de haber hecho

en otro momento; tal vez cuando estábamos en ese pequeño bar irlandés de Huertas

donde me había propuesto el viaje, pero entonces su oferta me había parecido fantástica,

y no la había encontrado pegas. Luís me miró, se encogió de hombros, y no dijo nada._

Ya sabes que tengo un poco de insomnio y me cuesta dormir.- Añadí.

_ Sí, ya lo se.- Dijo, con aire de fastidio.

Lo de dormir bien es básico. En las otras ocasiones en las que habíamos viajado juntos,

exceptuados los obligados momentos de tensión que siempre se dan, no habíamos

tenido ningún problema: el se había acostumbrado a que yo me pasara parte de la noche

levantándome para ir al baño, y yo, a que tardara en apagar la luz del dormitorio. Sin

embargo en una ocasión había sentenciado que lo que me pasaba es que tenía mal la

próstata.

_ Sí, la próstata.

_ ¿Por qué?, si puede saberse.- Había insistido yo, esperanzado con encontrar la

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solución a mi problema.

_ Porque no es normal que necesites ir tantas veces al baño.

_ ¡Pero eso solo les falla a los viejos!

_ No siempre.- Había respondido Luís.

La verdad, la seguridad con la que lo había dicho, me había acojonado. Por eso, aunque

no es mi revisión preferida había acabado yendo al urólogo. Esta visita la mantenía en

secreto, y ni siquiera mi novia, ni mis padres sabían de ella. Total, después de aguantar

la postura, y soportar la exploración, todo había sido una falsa alarma; pero uno, al

decírselo a los otros, no puede presumir lo mismo que si ha ido al dentista y muestra

unos maravillosos empastes de porcelana.

_ Menos mal ¿No crees?- Me pareció oírle decir a Luís.

_ ¿Cómo?- Pregunté.

_ Nada. No decía nada.- Me respondió, y continuamos mirando a la carretera: él, para

ver si podía avisarme antes de caer en algún bache; yo, por si podía evitarlos, lo cual se

estaba convirtiendo en una especie de misión imposible, pero sin el sueldo de Tom

Cruise, por supuesto.

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CAPITULO IV

Aquel extraño viaje, que parecía no acabar, había obedecido a una sorpresiva propuesta

de Luís.

_ ¿Y si vamos al pueblo de mis padres?

_ ¿Por qué no?- Había respondido yo, ilusionado por marcharme de Madrid, y conocer

un sitio nuevo. Siempre me ha gustado viajar, y más si el viaje me sale barato, como

ocurrió cuando conocí Orense, que, tal vez por ello, se convirtió en una de mis ciudades

favoritas. Si no habéis estado, os la recomiendo. Os podría contar maravillas de un

pequeño hostal que está en el centro; y, por supuesto, de sus paisajes, de sus gentes y de

sus aguas termales.

_ Si; los dos tenemos tiempo de sobra… Al menos hasta que volvamos.- Había

comentado Luís, satisfecho.

Y era cierto, por desgracia tanto Luís como yo nos encontrábamos en paro. La culpa la

tenía uno de esos ERES planteados por muchas empresas, y aprobado el gobierno, y

que, en realidad sólo son un modo legal que han encontrado los jefazos para seguir

obteniendo beneficios. En nuestro caso, después de llevar más de diez años currando en

el mismo sitio, habían decidido prescindir de nosotros alegando que formábamos parte

de ese personal que ya no era lo suficientemente productivo. ¿En qué momento había

ocurrido esto? Aún a fecha de hoy me lo sigo preguntando.

_ ¿Y tú te crees lo de la crisis?- Le había preguntado a Teresa, otra de las afectadas,

dejando caer la posibilidad de que nuestro despido obedeciera más a razones de otro

tipo..

_ No, pero qué le vamos a hacer. Si los que mandan dicen que la hay, no nos queda más

remedio que aceptarlo.- Había respondido ella, molesta por mi pregunta, con el finiquito

entre las manos.

_ ¿Sí, pero todo ese rollo que ha salido en la prensa sobre los beneficios obtenidos este

último año?- Había insistido, tratando de que despertara su conciencia social.

_ Juan, o es cierto, o un rollo para convencer a los accionistas. En cualquier caso,

nosotros no podemos hacer nada.- Me había contestado, dando por finalizada cualquier

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conversación sobre el tema..

El caso es que, visto lo visto, y dado que estábamos a principios del verano, que es la

época en la que el calor aprieta más en la capital de España, Luis y yo habíamos

decidido esperar un poco -aunque no hasta agotar el paro- para buscar un nuevo trabajo.

Aprovecharíamos la canícula para descansar.

_ Total, ni aunque nos pusiéramos de rodillas lo íbamos a encontrar ahora.- Había dicho

Luís, tratando, malamente, de animarme.

_ Es cierto; sobre todo porque la gran mayoría lo único que quieren es que el gobierno

les apruebe su plan de reestructuración.- La vena rojilla que hay en mí no podía dejar de

hacer acto de presencia en una discusión de este tipo._ Además de estar perdiendo el

tiempo, estaríamos pasando calor.

Me empezaron a doler los ojos, un extraño picor hizo que me los frotara. Mi copiloto se

debió de dar cuenta.

_ Muchas horas detrás del volante.- Me dijo.

_ Si, macho, además cada vez resulta más difícil no salirse de la carretera; a ver si te

sacas el carnet.- Mientras yo decía esto, mi sufrido copiloto me tendió un pañuelo de los

que siempre tengo en el salpicadero. Los ojos siempre han sido la parte más sensible de

mi anatomía. Toda mi vida he sido propenso a tener orzuelos, conjuntivitis y otras

muchas cosas. En realidad esto me pasa en dos épocas del año: en la primavera, por el

rollo ese del polen y las alergias; y en el invierno, por el frío. No estábamos en

primavera, por lo que los árboles, que ya habían florecido hacía tiempo, no eran el

motivo de mi malestar… En cuanto al frío, era verano, y aunque en la calle sí debía de

hacerlo, llevábamos las ventanillas del coche subidas. Empecé a notar como las

lágrimas acudían a mis ojos. Frené en seco; pero a continuación volví a meter la

primera, para acercarme lo más posible a lo que difícilmente se podría denominar arcén.

_ Es por si viene algún coche.- Dije justificando, no sin cierta ironía, mi maniobra;

porque en la última hora no nos habíamos cruzado con ninguno, y dudaba que

pudiéramos hacerlo con semejante asfalto. En realidad lo de acercarme a la cuneta lo

hice, más que nada, por costumbre,

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_ No creo que vengan muchos; esto es un camino de cabras.- Dijo, agudamente, Luís.

_ Si, y supongo que si vinieran, por lo menos los oiríamos, porque las puñeteras piedras

no paran de salpicar los bajos del coche.- No pude evitar quejarme, pensando en la

sufrida carrocería de mi querido Hyundai.

Así era, en efecto. Aunque mi coche fuera viejo, no estaba dispuesto a tener que invertir

un solo euro en arreglarlo. Hacía años que había cambiado el seguro a todo riesgo, por

uno más económico de esos que cubren sólo a terceros; éste me salía mucho mejor;

sobre todo si no presentaba ningún parte.

Enseguida me dí cuenta de que, para dejar espacio para que pasara otro coche, me había

acercado tanto a la cuneta que Luís habría podido coger alguno de esos girasoles que se

veían por todos los sitios, con solo abrir la ventanilla y estirar el brazo. ¡Desde luego,

por aquella zona no es que hubiera mucha variedad en los cultivos!

_ Mira que bien; si ya están preparados para el sol de la mañana.- Dije, señalando sus

cabezas cuajadas de pipas.

_ Eso parece, Juan. Pero ¿no deberían de moverse por la mañana, buscándolo?

_ A mi que me dices. Si están así, será por algo.

Ni Luís ni yo somos unos expertos en materia agrícola; lo nuestro era, más bien,

pelearnos con la informática… aunque cada cual a su nivel; y en esto Luís también me

sacaba, por supuesto, ventaja.

_ A los tíos el tema de los ordenadores es que os priva.- Solía decir Ana cuando venía a

casa y me encontraba enfrascado con algún programa que se me resistía.

_ Si te interesaras por saber algo de programación, seguro que también estarías

enganchada.- Le contestaba.

_ ¿Yo? ¡Ni por esas!- Y juntando los dos dedos índices formando una cruz, Ana se los

llevaba a los labios.

_ Vamos, mujer, que ahora acabo. Es sólo un segundo.

_ Sí, pero es que sabías que venía a las cuatro, y ya son las cinco…

_ Por eso, si fueran las cuatro ya estaría listo, pero como te he estado esperando…

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Las mujeres no entienden que nosotros tenemos muchas cosas que hacer, y la vida es

muy corta como para estar viendo como se pasa. Carpe Diem, que decían en la Edad

Media.

_ Si, Carpe Diem.- Repitió Luís.

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Purificación G. Ibeas - 19 -

CAPITULO V

Cogí el kleenex que me había dado Luis minutos antes, y me frote los ojos; al hacerlo

noté como las lágrimas acudían a ellos. El cielo estaba muy hermoso, tan hermoso que

eché de menos no haber venido con Ana. Ana es mi novia… Bueno, casi es mi novia,

porque a mi eso del compromiso no es algo que me apetezca. De momento estamos

juntos, disfrutamos de nuestra mutua compañía, y, cuando nos cansamos, cada cual se

va por su sitio. ¿Hay algo mejor…? Bueno, supongo que casi todos los hombres dirían

que no, y la mayoría de las mujeres que no están de acuerdo. Aunque mi madre suele

decir que eso es ser novios.

_ Mira, lo que se ve allí; debe ser una de las luces del pueblo.- Dije yo, señalando el

enorme haz de luz que parecía surgir de un punto próximo a nosotros, y apuntaba

directamente al cielo.

_ Si, dijo mi amigo. Es “Frontera de los Caballeros”…

Encendí el motor del coche y éste, movido por la fuerza que imprimía mi pie sobre el

acelerador, comenzó a moverse, primero lentamente, después, más rápido. Poco a poco

aquella luz empezó a hacerse más y más grande. Más y más intensa.

A medida que nos acercábamos al pueblo, la carretera, ya suficientemente parcheada y

llena de baches para dejar de llamarse así y adquirir el más apropiado de senda, empezó

a llenarse de hierbajos, que dificultaban, aún más, nuestro avance. Era como si el campo

que rodeaba al pueblo quisiera protegerlo, impidiendo -o, por lo menos, obstaculizando-

el acceso hasta él; aunque esto lo pensaría más tarde. Un cartel nos indicó que

estábamos entrando en el casco urbano.

_ Ya estamos en casa- Dijo mi amigo.

_ ¡Ya hay ganas!- El tono de mi voz no dejaba lugar a dudas sobre mi estado de ánimo.

_ ¿Tan pesado te ha parecido?

_ No, hombre, lo que ocurre es que conducir cansa un poco; además, hace ya bastante

rato que me apetece quitarme los zapatos.-Traté de justificarme.

_ Pues enseguida podrás hacerlo.- Me contestó._ Pero sólo si no resulta toxico.- añadió,

riendo.

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Purificación G. Ibeas - 20 -

Y así hubiera sido, si es que no se nos hubiera cruzado un pequeño burro. Tuve que

frenar, y al hacerlo el coche viró bruscamente, de forma que, cuando se paró, nos

encontrábamos totalmente rodeados por algunos de los hermosos girasoles que

habíamos visto a lo largo de toda la carretera. Estaba claro que, dado que los girasoles

tienen raíces, habíamos sido nosotros los que habíamos invadido su hábitat.

_ ¡Casi nos matamos, Juan! A ver si conduces con más cuidado.- Gritó Luís,

directamente a mi oído, como si creyera que no le podía haber oído, si lo hubiera hecho

más bajo.

Tras reponerme del susto producido por la aparición estelar del burro, por su grito -y,

por supuesto, por el impacto del cinturón de seguridad sobre mi tórax-, le miré con aire

molesto y dije: _ ¡Macho, que no estoy sordo!

En aquel momento la mirada de mi amigo me hizo cuestionarme, no ya solo si había

sido una buena idea aceptar su invitación, también nuestra amistad. Bueno, dado que no

me quedaba más remedio que dormir en la casa de su familia, en virtud de un buen

comienzo en nuestra convivencia, a continuación solté una sonrisa de esas que sólo

saben hacer con gracia los tontos; seguida de uno de mis famosos chistecillos._ Chico,

pues no es tan pequeño tu pueblo, que hasta tienen comité de bienvenida.- Mi amigo

parecía no comprender. ¿Se encontraría bajo un estado de shock tan fuerte?

_Con banda sonora incluida.- Añadí a continuación, puesto que el pobre borrico había

decidido mostrarse tan molesto por nuestra presencia, como sorprendidos lo estábamos

nosotros por la suya.

_ Eso parece.- Contestó lacónicamente mi futuro anfitrión.

¿Había hecho algo que le molestara para que me contestara de esa forma? Bueno, sí,

habíamos tenido un pequeño percance… pero no había sido culpa mía ¿o sí? Si la cosa

seguía así ya me veía durmiendo en el coche; al menos hasta que decidiéramos volver a

establecer relaciones. Esta no era la primera vez que nos enfadábamos, desde que nos

conocíamos; ni, seguramente sería la última.

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Purificación G. Ibeas - 21 -

_¿Y si dejamos los mosqueos a un lado?- Dijo Luís, adelantándose a mis pensamientos.-

Hemos venido a pasárnoslo bien, que para estar con malos rollos podríamos habernos

ahorrado el viaje ¿no crees?

_ Si, es cierto.- Y así era, en efecto, porque podíamos haber parado, y dado la vuelta, en

el primer lugar que estuviera permitido, cuando nos topamos con la caravana de salida.

Tiré el pañuelo por la ventanilla. Al hacerlo Luís, que es partidario de todo lo que tiene

que ver con la naturaleza y el reciclado, me miró como si hubiera cometido un

sacrilegio. ¿Dónde quedaba eso de dejar de lado los mosqueos? ¿O este era uno nuevo?

_ Podrías haber esperado a encontrar una papelera.- Me espetó.

_ Sí -asentí- podría, pero no lo he hecho.- ¿Dónde esperaba él que hubiera una, en pleno

campo?

_ Encima te pones chulo.- Dijo él, después de obligarme a parar -de nuevo- el coche,

para bajarse y cogerlo. Cuando volvió a sentarse, una sonrisa Profidén asomaba a su

rostro. Si, la verdad, aunque a veces es un poco raro, Luís siempre ha demostrado ser un

buen chaval, con buenos sentimientos. Sin duda quería cumplir su propósito de dejar de

lado los malos rollos.

_ ¿Ya estás contento?

_ Sí, claro.- Respondió.

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CAPITULO VI

La rentreé no había sido de las mejores, pero, la verdad, teniendo en cuenta las

circunstancias, habíamos tenido suerte de que el comité de bienvenida no hubiera sido

mayor que el que nos encontramos, porque, con el viajecito que llevábamos, lo único

que nos faltaba era que el dueño de la finca nos pidiera daños y perjuicios por haber

acabado con una buena parte de su hermosa cosecha.

_ Mi madre siempre ha sido una gran aficionada a las plantas… Si me viera ahora,

seguro que cree que también los soy yo. – Dije, volviendo a soltar un pequeño

chascarrillo, con la intención de relajar el ambiente.

_ Vamos, Juan, que la situación no tiene demasiada gracia.

_ Eso será para ti, que tendrás que empujar el coche… A mi me parece tremendamente

graciosa.- Mientras decía esto, pude sentir la furibunda mirada de mi muy estimado

compañero. Sin duda hay gente que no tiene sentido del humor; o, por lo menos, que no

sabe sacarle el puntito cómico a las cosas; este no es mi caso ¿o si?

_ Podíamos habernos hecho daño.- Se quejó, frotándose, con fuerza, el hombro.

_ Puede –Asentí yo- ; pero no ha sido así, así que trata de ver el lado cómico de la

situación.

_ ¿Lado cómico?- Insistió Luís.

_ Sí, chico, no me digas que no lo tiene. – Después añadí: _ ¿Qué te parece si

aprovechamos para coger unos cuantos girasoles para comerlos estos días?

_ Si, es buena idea... Pero ahora mismo no tengo demasiadas ganas de hacerlo.- Me

respondió.

Siempre he sabido que lo de contar chistes no es lo mío, pero no por eso dejo de

intentarlo. Cada cual tiene algo de donde cojea; yo, por supuesto, debe ser de la

lengua… Además de hacerlo de otras cosas, pero, dado que estas son mis memorias, no

pienso ponerme peor de lo que la situación lo requiera. Salvo, claro está, por estricta

necesidad del guión.

_ O del guionista.- Añadió Luís.

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¿Del guionista? ¿Acaso estábamos siguiendo un planning? Y si era así, ¿quién lo estaba

escribiendo?

Aunque siempre ha tenido un cuerpo atlético, que parece esculpido en el gimnasio, la

verdad es que Luís de deportista tiene poco, y su bien formada anatomía, de cerca de

dos metros, se la debe más a la genética que a su propio esfuerzo y dedicación por

mejorar lo que la naturaleza le ha dado. En consecuencia, cuando se bajó del coche, con

la intención de empujarlo en el momento en que yo encendiera el motor y pusiera la

primera, ambos pensábamos que el esfuerzo requerido iba a ser muy superior al que

realmente fue. Al apoyar sus pies sobre el campo de girasoles, un fuerte viento se

levantó como queriendo ayudar a mi amigo, y fue gracias a esto -unido a mi ingenio,

claro está- que conseguimos sacar el coche de aquel proyecto de barrizal donde nos

encontrábamos. Y digo proyecto, porque creí percibir un fuerte olor a humedad; y el

olfato es uno de los sentidos que tengo más desarrollados.

_ ¡Mañana llueve!- Apunté.

_ ¿Eso crees?- Preguntó Luís, que, después de sacar el coche, había vuelto a su lugar,

como copiloto.

_ Hombre, seguro que sí. Hay un olor a agua que no te digo.- Añadí, presuntuoso.

_ Pues te equivocas, majete –contestó- Da la casualidad de que estamos justo al lado del

río.

_ ¿Río? ¿Qué río?- Pregunté yo, que no lo veía por ningún lado. Demasiado tarde. El

sonido de las ruedas, al cruzar el riachuelo, me hizo pensar que esta vez sí que habíamos

tenido suerte, ya que los bajos del coche iban a quedar totalmente limpios.

_ Me refería a este río. – Respondió Luís.

La verdad, nunca he sido un experto conductor; y ya en mis primeros meses como

poseedor de un flamante permiso de conducir había tenido algún incidente de este estilo.

Recuerdo especialmente uno, en el que el freno de mi Atos quiso cobrar vida y, tras

pasar los últimos tres días en estado pacífico -en los que el coche había estado bien

estacionado en una pendiente- se rebeló y puso en movimiento el vehículo, que acabó

extrañamente estrellado en el morro del coche aparcado justo detrás del mío.

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_ Buenos días, señorita.- Dije.

_ Buenos días.- Me contestaron desde el otro lado del teléfono.

_ Le llamo para informarle de un pequeño percance.- Siempre he sido un poco

eufemístico, sobre todo cuando tengo que comunicar algo que no me agrada; y este era

el caso.

_ Si, señor, dígame su nombre, matricula del coche y número de asegurado.-

Evidentemente, en mi seguro no contrataban al personal para escuchar los chistes de sus

clientes; y menos, por supuesto, por su simpatía.

Explicarle como había sido el accidente me costaría mucho más que decirle los datos

que me había solicitado; total, después de estar intentándolo durante varios minutos -en

los cuales el gasto de la llamada corría, por supuesto, a mi cargo- decidí que el daño no

era tan grave como para que yo le dedicara más tiempo. Esperaba que llegara a la

misma opinión el dueño del otro vehículo implicado; aunque cuando viera que tenía

fundidos los dos faros, seguramente le costaría un poco más que a mi.

_ Nada, señorita, que me lo he pensado mejor… Creo que no presento ningún parte.-

Dije, muy serio.

_ Como usted lo vea, señor. ¿Está seguro?

_ Sí, por supuesto.

_ Muchas gracias por confiar en noso……..- Empezó a decir, pero yo no tenía ganas de

seguir oyendo su voz.

Tras colgar el teléfono tuve la sensación –y aún la mantengo- de que la señorita que me

había atendido había cumplido su función de persuadirme para no presentar el parte.

¿No os ha ocurrido a vosotros, que después de intentar explicar algo durante mucho

tiempo… acabáis convencidos de que la otra persona lo ha entendido desde el principio,

pero prefiere hacerse la tonta? Total, que mi pobre coche tuvo que conformarse con los

arañazos producidos por el golpe.

_ Ahora lo empujas tu.- Dijo Luís, que no parecía muy dispuesto a meter los pies en el

agua.

_ Pero si no sabes conducir.- Respondí, recalcando con la voz la palabra NO, porque

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tampoco a mi me hacía demasiada gracia mojarme.

_ Si –insistió- Pero ahora no se necesita hacerlo. Con arrancar el motor y pisar el

acelerador es suficiente ¿No?

_ Bueno, y mover el volante.- Añadí.

_ Eso creo que también lo podré hacer solo.

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CAPITULO VII

_ ¡Menos mal que éste no es mi pueblo!- Pensé yo en voz alta, porque si llega a serlo, a

buen seguro que el cartelón de inútil que me iban a calzar no habría quien me lo quitara

hasta el resto de mis días.

_ Es que, aunque no sea tu pueblo, no hay quien te lo quite.- Respondió la voz de mi

conciencia, como si quisiera ponerse de lado de Luís, evitando su responsabilidad en lo

sucedido.

¿No os ha ocurrido alguna vez que sentís como que hubiera dos personas viviendo

dentro de vosotros…? Así me sentía yo. Aunque para el psicólogo del colegio, parte de

mis traumas estaban originados en una pequeña tartamudez que padecía desde que

empecé a hablar, y que he ido superando con los años.

_ ¿Qué dices tu de pequeña…?

_ Si, Luís, que yo, antes tenía una pequeña tartamudez.- Contesté, molesto por esta

intromisión en mi intimidad.

Y entonces me di cuenta de que Luís había contestado a mis pensamientos. Me

empezaba a intrigar lo que estaba pasando en las últimas horas… Por más que creía no

estar expresando mis pensamientos, mi amigo parecía saber todo lo que yo pensaba.

Bueno, la verdad, pudiera ser que me estuviera convirtiendo en uno de esos chalados

que acaban sus días en algún manicomio.

_ Bueno, macho, no te mosquees.- Dijo. Yo preferí callar, porque si lo hacía, a buen

seguro que la cosa se iba a poner fea; para mí, sobre todo, que era el huésped. Preferí

dedicarme a observar lo que tenía delante.

El pequeño pueblecito, cuyas casas de piedra se levantaban al otro lado del rió, tenía un

encanto muy similar al de ese proyecto de pueblo que construyeron cerca de Madrid los

Austrias…, o los Borbones. Bueno, o quien quiera que fuera, que ahora mismo me daba

igual.

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_ ¿A cual te refieres? -Preguntó Luís, sorprendiéndome otra vez.

_ A uno que hay cerca de Loeches.

_ Cuál, ¿Nuevo Baztán?- Insistió._Fuero obra de un amigo del último de los Austria.

_ ¿Quién?- Pregunté.- ¿Carlos II?

_ Sí, el hechizado. La verdad, no recuerdo que “Frontera de los Caballeros” se le

parezca.- Continuó Luís.

_ ¿Pero has estado en Nuevo Baztán?- Aunque está cerca de Madrid, no todo el mundo

lo conoce.

_ Claro; aunque hace muchos años. Fui con los frailes.- Me respondió.

_ Yo tuve mejor suerte. – Efectivamente, aquel viaje había sido uno de los últimos que

realizara con mi primera novia, Julia. Tendríamos unos veinte años. ¡La de tiempo que

había pasado desde entonces…! Tanto que ahora, si la viera, estoy casi seguro de que no

la reconocería; ella a mi es posible que sí, porque nosotros cambiamos menos… A pesar

de

mis ya cerca de cuarenta años.

_ ¿Cerca de cuarenta?- Dijo mi amigo.

_ Sí, majete, aún tengo treinta y nueve.- Le respondí.

_ Pero los haces en octubre. - Concluyó Luís.

_Dos meses son dos meses- ¡Y seguía soltero! Si no cambiaban las cosas, corría el

riesgo de convertirme en un cuarentón de esos que se puede ver en los baretos

intentando ligar con chicas de veinte. Cuando pienso en mí como uno de esos ligones,

se me cae el alma al suelo. Ahora salgo con Ana, pero el cartelón y las costumbres de

solterón no hay quien me las quite.

_ Es buena chica.- Añadió mi compañero, siguiendo su costumbre.

_ Si. -Le respondí.

Conocer a Ana ha sido uno de los mejores órdagos de mi vida. Es buena gente,

inteligente, guapa, y, además, vive cerca de mi casa. Es gallega, y, como todos los

gallegos, tiene una forma de hablar extremadamente mimosa; además, también lo es –

mimosa, claro-. A veces, cuando se pone así, yo le digo que me recuerda a un gatito.

_ ¿Por qué?- Me pregunta ella, sin comprender.

_ Porque siempre estás encima mío.

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_ Yo creía que te gustaba… - Responde. Y después de algunos segundos añade. _Y,

además, no araño.

_ Eso es ahora, que buenas uñas si que tienes.

_ ¿Quieres probarlas?- Pregunta, con aire picaron.

_ No; de momento no.

Efectivamente, cuando estamos sentados viendo alguna película Ana tiene la costumbre

de apoyar su cabeza en mi pecho. Yo creo que de esa forma es imposible que llegue a

enterarse del argumento, pero, por extraño que pueda parecer, lo hace; y al final es ella

la que, muchas veces, me aclara las cosas.

_ Mira, tío, si te pasas toda la película enredando en mi pelo, es normal que no te

enteres ni de qué cara tiene el protagonista.- Me suele decir, cuando la pido que me

explique algo del argumento.

_ ¿Enredando?- Digo yo ofendido.

Desde luego, hay algunas mujeres que no entienden de galanterías; por suerte, Ana no

es así todo el tiempo, sólo cuando le interesa la película.

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CAPITULO VIII

Las luces iluminaban las estrechas casas del pueblo, que parecía desierto. Ni un ruido,

ni una persona, ni un solo coche, ni una moto, ni un carro… ¡Ni un puñetero gato! Solo

aquel burro con el que habíamos topado a la entrada. Los pájaros, que habían captado

nuestro interés cuando veníamos por la carretera, también habían desaparecido.

Realmente, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, no tenía muy claro el

momento en que había ocurrido esto; pero a buen seguro que había sido antes de lo del

burro.

_ ¿Aquí no vive nadie?- Pregunté, y al hacerlo el eco de mi propia voz empezó a jugar

por las calles vacías.

_ Que yo sepa, si. Si te fijas bien, en la casa del tío Engracia hay luz.

_ ¿Del tío, qué?- Pregunté; sin duda había oído mal.

_ Engracia. En realidad no es tío mío, pero ya sabes…- Dijo Luís, guiñándome un ojo.

_ Si.- Me apresuré a decir, temeroso de que Luís empezara a contarme cosas de las

costumbres locales, antes de encontrar la vivienda de su familia. Tenía ganas de saber lo

que me iba a encontrar; sobre todo después de saber que hacía tiempo que no la habitaba

nadie.

_ Es aquella que se ve al fondo._ Dijo.

_ ¿La que está a la derecha?- Pregunté, aunque era obvio que se trataba de esa, porque

el resto estaban totalmente a oscuras.

_ Sí, claro, la que tiene luz en una de las ventanas del segundo piso.- Dijo-. ¿Cuál si no?

Te lo acabo de decir.- Después de unos segundos, añadió: La nuestra está enfrente.

_ Bueno, ahora la veo. Mis ojos tardan un poco en acostumbrarse a la oscuridad… - Me

justifiqué.

_ No me digas que he venido en un coche conducido por un ciego.- Dijo Luís,

queriendo hacer un chiste.

_ Vamos, graciosillo, sabes que no es eso; y aunque fuera así, no te he visto muy

preocupado.- Dije yo en alusión a su larga cabezada, que había comenzado apenas

salimos de Madrid.

Paramos el coche, y salimos. Aunque estábamos en agosto, en “Frontera de los

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Caballeros” parecía haber un microclima especial, más próximo al verano polar que al

que estábamos acostumbrados en la península.

_ ¿Aquí siempre hace tanto frío?

_ A mi qué me dices –Respondió Luís, sacando una llave. Al ver el tamaño de la misma,

me empecé a preguntar cómo había sido posible que cupiera en un triste pantalón

vaquero. Mi amigo, al ver mi cara, se creyó obligado a añadir algo más._ Es que estos

bolsillos tienen mucho fondo.- Se justificó.

_ ¡Y tanto!- Le respondí.

Habíamos aparcado justo enfrente de la casa de la familia Santos. Si, me ratifiqué, la

vivienda tenía cierta semejanza con las casas de Nuevo Baztán; aunque, en este caso la

fachada era más alta. Claro, que si la familia de Luís estaba formada por bigardos de su

tamaño, era normal.

_ Es que aquí todos son muy altos.- Dijo mi amigo.

_ Eso debe ser.- Añadí. Ahora que el burro no parecía ser más alto que sus hermanos de

otras partes, y ese era el único “Nuevo fronterizo” que había visto.

_ ¿Nuevo qué…?- Dijo Luís.

_ “Fronterizo”. Contesté.

La palabra le debió de hacer gracia, porque, a continuación Luís, que es buen chico,

pero poco dado a reír, por lo que he podido comprobar en numerosas ocasiones, soltó

una sonora carcajada. En el silencio de la noche, el eco de su risotada regresó

amplificado por veinte. Las casas, las calles, y las montañas que rodeaban el valle

habían cumplido la función de bafles y ahora todos los posibles habitantes de la zona, de

existir, podían saber que había dos intrusos; bueno, dos intrusos no, porque, como ya

sabéis, mi amigo es descendiente de los Santos. Al menos de los Santos de ésta aldea

escondida entre miles de plantaciones de girasoles.

_ No, Juan; se llaman “Frontizos”.- Dijo, tras reponerse.

_ Bueno, pues “Frontizos”.- Respondí.

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Se llamaran como se llamaran, el caso es que nosotros, por culpa del frío o para evitar

ser objeto de curiosidades morbosas, entramos, rápidamente, en la vivienda, con

nuestros numerosos bultos; entre los que había varios con comida.

_ No te acomodes.- Dijo Luís.- Tenemos que volver a salir para guardar el coche.

_ ¿Dónde?- Dije yo, que no había visto ningún edificio que se pareciera, medianamente

a un garaje… Bueno, a una cochera, que es como creo que las llaman en los pueblos.

_ En el corral. – Me respondió. Ante mi cara de incredulidad, añadió_ Sí; donde se

guardan los animales.- ¡Cómo si fuera necesario! Hacerlo.

_ Querrás decir, donde se guardaban, porque aquí no parece que haya muchos; y el

pollino parecía acampar a sus anchas.

Lo que me extrañó es que Luís, que sólo había estado en “Frontera de los Caballeros”

en otras dos ocasiones- y entonces era muy pequeño, según había dicho- supiera tanto

sobre el pueblo. Así que, una vez que soltamos todas las bolsas por donde quisimos –o

pudimos-, volvimos a enfrentarnos con la noche y el frío.

_ A veces eres muy melodramático.- Señaló Luís, cerrando la cremallera de su

cazadora.

_ ¿Llamas melodrama a mi forma de ver esto?- Le contesté, señalando lo que sin duda

era un pequeño carámbano cerca del dintel de la puerta, antes de cogerlo y hacerlo

añicos contra el suelo.

_ Pues sí.- Me respondió, aplastando los pedazos con uno de sus zapatos.

_ Puedes llamarlo como quieras, pero el caso es que hace un frío que pela.- Y a la vista

de las pruebas aportadas, no había quien se opusiera.

Cuando arrancamos el coche para dirigirnos al famoso parking, varias de las luces de la

casa del tío ese con nombre de mujer se apagaron, con lo cual el pueblo entero, a

excepción de su campanario y de mi propio coche, se encontraba totalmente a oscuras.

Este hecho, ya de por sí, le hubiera parecido extrañamente siniestro a cualquiera..

_ Seguro que se ha acostado.- Dije.

_ Supongo.- Contestó Luís, poniéndose el cinturón de seguridad, pese a la poca

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distancia que nos separaba de nuestro destino.

¿Acaso pensaría que iba a volver a poner en peligro nuestra integridad, o la de mi pobre

coche? ¿O temía lo que pudiera hacer ese tal Engracia? Con ese nombre, estaba seguro

de que el hombre debía ser una especie de bendito… Eso, o un asesino psicópata de

esos que se ocultan en pueblos tan recónditos como éste… Tal vez había visto muchas

películas de terror.

Sí, Sin duda me estaba dejando influenciar por mis gustos como cinéfilo.

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CAPITULO IX

Tras regresar del corral nos encontramos con un pequeño problema de logística:

nuestras bolsas y macutos, esparcidos por el suelo de manera anárquica, apenas si nos

permitían mover por la casa; así que había que hacer algo al respecto.

_ ¡Con lo fácil que hubiera sido dejarlo todo bien desde el primer momento!- Exclamé.

_ Sí, pero si esperamos un poco, estoy seguro de que no habría podido convencerte para

salir de casa. - Comentó mi querido compañero.

_ No, si no me importa; salvo porque ahora tenemos una especie de carrera de

obstáculos para llegar hasta las escaleras.- Le respondí. Y efectivamente, así era. En mi

propio cuarto, en Madrid, a menudo ocurría lo mismo, pero por eso procuraba que el

espacio central estuviera siempre libre.

_ ¿Carrera de obstáculos? No te preocupes, Juan, que aquí nadie te va a quitar la cama.

_ Eso espero. Que tu habrás dormido… pero yo no.- Dije, intentando llegar, antes que

nada, hasta el macuto que contenía mi saco.

_ Oye, majete, que primero habría que coger la comida…- Me espetó al percatarse de

mis intenciones; y a continuación añadió._ Lo digo por si hay hormigas, o alguna otra

clase de animales.

_ ¡Encima habrá bichos!- Exclamé, molesto.

_ ¿Encima? Te recuerdo que estás en una casa de pueblo; y lo normal es estos casos es

que los haya. Más raro fue lo de tu apartamento.

Sin duda Luís se refería al episodio de los gusanos y las hormigas. Es algo de lo que no

me gusta presumir, por eso no suelo contarlo, porque a nadie le apetece que los demás

piensen que, si son capaces de criar hormigas y gusanos en su propia casa, que no harán

con otras cosas. Todo ocurrió cuando a Carlos, uno de mis compañeros, se le olvidó

bajar la basura durante las dos semanas en las que tenía asignada dicha tarea. Las bolsas

se fueron amontonando en la pequeña terraza que nos servía de tendedero; pero esto, en

julio, puede resultar muy peligroso.

_ Oye, ¿no huele raro?

_ No, no más que los otros días.

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_ Sí, pero es que lleva unos cuantos días oliendo raro.

_ ¿Estás seguro?

_ Pues claro. Lo que no entiendo es como tú no lo has notado.

Al abrir la puerta de la terraza, el olor que entró todavía fue peor. Y entonces fue

cuando descubrimos que Carlos había decidido crear su propio basurero.

Pero estábamos con el desorden que reinaba en la entrada de la casa de Celestino

Santos.

_ Aquí no hay quien se mueva.- Volví a repetir. Mi amigo decidió no contestar. De

cualquier modo, el tamaño de la habitación tampoco es que ayudara; era, realmente,

alta, pero parecía que había sido pensada para seres escuálidos, porque con nuestra sola

presencia, y la de nuestro equipaje, habíamos ocupado todo el espacio disponible; y os

puedo asegurar que muebles, lo que se dice muebles, apenas si había alguno._ Habrá

que organizarse.- Insistí.

_ Si – Afirmó Luís-.No recordaba que todo fuera tan pequeño. Hasta me parece que ha

encogido.

En realidad, si el resto de la vivienda era igual, aquella casa bien podría ser una réplica

–ampliada- de una mesa que tenía mi madre en el balcón, y que era donde solíamos

jugar, de pequeños, mis hermanos y yo. No se si lo he dicho, pero soy el menor de tres

hermanos. Ser el benjamín de la familia te confiere un papel especial dentro de ella,

porque nunca se pierde el roll de pequeño; aunque se pase de los treinta, como es, ahora

mismo, mi caso.

En realidad la vivienda, pese a su angosto aspecto, era más grande de lo que parecía.

Además, tenía su encanto; aunque esto lo fui descubriendo poco a poco.

_ No está mal la chavola de tus viejos.

_ Si, bueno… En realidad es como volver al siglo pasado.- Dijo Luís, quitándole

importancia.

_ ¿Por qué lo dices?- Le pregunté, aunque la mayoría de las cosas que se ofrecían a mi

vista me evocaban la época de Maricastaña.

_ ¿Todavía no te has dado cuenta? Como se nota que la vejiga no aprieta…- dijo con

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ironía.

_ No me dirás que no tiene baño.

_ No; y ese no es el único problema… No tiene baño, pero tampoco taza ni lavabo.

Además, no hay frigorífico, ni nada que se le parezca.- Mientras me iba haciendo un

detallado listado de las carencias de la vivienda, una sonrisa iluminaba su rostro.

_ ¿Y fresquera?- Pregunté, sólo por fastidiarle.

_ ¿Qué es eso?

_ Bueno, según mi abuela, antes de inventarse el frigorífico, en las casas había un lugar

–generalmente un armarito- que estaba situado en el lugar más fresco de la casa, por eso

lo llamaban así.- Dije.

_ Pues creo que no. Pero tú, que pareces saber lo que es, puedes intentar buscarlo.- Me

respondió.

_ ¿Oye, y decías que no había taza?- Volví a insistir.

_ Sí, de eso tampoco.- Mientras me contestaba, por uno de esos mecanismos

inconscientes que tiene el cerebro humano, empecé a sentir una imperiosa necesidad de

ir, precisamente a eso, a un baño.

_ ¡No jodas!- Exclamé, angustiado. Llevaba sin evacuar desde… ¡más de seis horas! -

¿Tendría que salir a la calle a hacer mis más perentorias, humildes y humillantes

necesidades? La verdad, ya hacía suficiente frío cuando habíamos sacado las cosas del

coche, pero de esto había pasado media hora… con lo que, si teníamos en cuenta la

progresión que llevaba el día –mejor dicho, la noche-, esto suponía que a estas horas -

¡En agosto!- había menos de un grado.

_ ¿Un grado?- Dijo mi amigo, como si hubiera leído mi pensamiento, porque yo no

recordaba haber hablado de la temperatura-. ¡Qué más quisieras! Como poco hay uno

bajo cero; y si no, puedes mirar por la ventana y verás que sopla un viento de cuidado.

Macho, esta vez si que vas a tener que demostrar que eres un valiente.

_ ¿Qué tiene que ver el viento?

_ Que el viento norte siempre hace que bajen las temperaturas; en este pueblo y en todos

los de este hemisferio.

Efectivamente, así lo hice. No quería dejar de lado ninguna de las sugerencias de mi

querido colega y amigo, no fuera a ocurrir que, por hacerlo, me perdiera algo

interesante.

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Las ramas de los árboles parecían volar con cada nueva ráfaga que las azotaba… Hasta

los campos de girasoles se habían convertido en una especie de mar en medio de un

huracán del Caribe… ¿Qué digo del Caribe? Si no se cómo está el mar Caribe ni

siquiera cuando está en calma, en cambio conozco muy bien el Cantábrico, en plena

tempestad… ¡Pues se le parecía! ¿En qué momento había llegado a la península aquel

huracán?

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Purificación G. Ibeas - 37 -

CAPITULO X

_ ¿Te atreves?- dijo mi amigo con una sonrisa enigmática.

_ Bueno, colega, si hay que hacerlo, se hace…- Le contesté.

_ Tú sabrás.- Me dijo Luís.- Pero procura descargar bien, porque no creo que te

apetezca salir, otra vez; por lo menos esta noche.- Mientras hablaba, la misma expresión

seguía en sus labios.

_ Se intentará, amigo; se intentará.- Dije, saliendo de la casa. Al mirar atrás, vi que la

cara de Luís seguía igual de sonriente.

Pruebas como esta son las que hacen el carácter de los hombres, como diría el bueno de

César. César es uno de los pocos colegas que conservo desde la etapa del colegio. En

realidad es el único; ahora que, cualquiera que lo viera estaría de acuerdo conmigo en

eso de que, aunque sea sólo uno, vale por dos; y no lo digo sólo porque sea un buen

amigo, siempre dispuesto a ayudar… Aunque, si llega a enterarse de este comentario, no

se si seguiría siendolo.

_ Macho, a ver si te pones a dieta.

_ ¿Dieta? ¡Déjate de mariconadas! Eso es cosa de tías.- Responde él, que siempre se ha

mostrado muy orgulloso de sus kilos de más. Porque, como él dice, le ha costado mucho

dinero tenerlos.

_ Ya me dirás eso cuando te de algo.

_ ¿Qué me habría de dar? Aunque gordo -que puede que lo este - soy feliz.- Insiste.

Efectivamente, en la calle hacía un frío de cojones… Tanto que apenas si pude mear.

_ ¡Vamos, que no te has dado poca prisa, machote!- Comentó el bueno de Luís, al

verme entrar y cerrar la puerta de la calle, apenas unos cuantos minutos después de

haber salido.

_ Si, pero seguro que tu harías lo mismo en mi situación.- Le contesté.

_ No lo creo.- Y mientras lo decía, seguía mostrando la hermosa dentadura con la que

está dotado.

_ ¿Seguro?- Le pregunté, ya un poco mosqueado por tener que soportar su cara de

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felicidad después del frío que había pasado yo.

_ Seguro.

¿Seguro? Bueno, y es que el muy capullo se guardaba otra sorpresa… Dentro de la casa

había unas antiguas cuadras que utilizaban para dichos menesteres… veinte años atrás,

por lo menos, que era cuando la casa había sido utilizada por última vez, según me

había comentado.

_ ¿Y cómo no me lo has dicho antes?- Le pregunté, molesto.

_ Eso por haber sido un capullo.

_ ¿Capullo?- volví a repetir, convencido de que el único capullo que había en aquel

lugar era él.

_ Si, macho, un capullo. - Respondió. Según parecía, me la tenía guardada desde que

había tenido que empujar el coche; sacándolo del campo de girasoles. ¡Hay que ser

rencoroso! Bueno, rencoroso y capullo, insisto._ ¡A que jode!- Dijo mientras me daba

un golpecito en la espalda.

_ ¿Tu qué crees?

Pelillos a la mar; total, era un colega, y a un colega no se le debe hacer ninguna faena.

Si analizaba la cosa, hasta tenía gracia. El caso es que tardé en entrar en calor; pero las

casas de piedra tienen una cualidad muy apreciada entre los entendidos: cuando hace

frío en el exterior, son cálidas; y cuando hace calor fuera, ocurre lo contrario. Era una

suerte que fuera de piedra; pero yo, la verdad, no esperaba menos, tratándose de una

casa de pueblo castellana. Aunque, según habíamos visto mientras dejábamos el coche

en el corral, no todas lo eran; alguna estaba construida con adobe.

_ Venga, vamos a dejar la comida en su sitio.- Dijo Luís, cogiendo, de golpe, cuatro de

las bolsas que habíamos traído.

_ Sí, no es mala idea.- Le respondí, cogiendo otras tantas.

_ Pero no te esperes ningún lujo.- Añadió.

_ ¿Lujo?- Repetí yo, sin comprender muy bien lo que estaba insinuando mi querido

amigo. No tardaría mucho en entenderlo al conocer, con más detalle, aquel lugar; la

cocina de la vivienda no tenía mucho que envidiar a una cualquiera de esas que se ven

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en las películas del oeste… porque hasta ella todavía no había llegado ni el gas, ni la

electricidad; y, por supuesto, el agua corriente dependía de la que tuviera el río. _ Chico,

¿tus abuelos vivían en la edad de piedra?- Añadí, sin poder contenerme.

_ ¡A mi qué me dices! Te he dicho que sólo he estado por aquí, y de visita corta, en

otras dos ocasiones. Además, era muy pequeño.- dijo mientras dejaba sus bolsas

encima de una repisa.

_ Entonces, ¿como lo sabías?- Le pregunté, dejando, a mi vez, las bolsas.

_ Mientras te dedicabas a tus menesteres – Dijo, guiñando un ojo. ¿Quería ofenderme, o

sólo trataba de recordarme que el frío que había sentido una parte tan sensible de mi

anatomía, había sido por su culpa?

Miré de un lado a otro, sin saber muy bien cómo podríamos resolver el problema de

logística en la cocina. Por más que busqué no encontré solución; y él tampoco

¿Deberíamos comer y beber como los animales? ¿Entonces por qué había insistido el

muy capullo para que viniéramos a pasar el verano aquí? Hay veces en dan ganas de

estrangular a alguien… Esta es una de esas. Además, si lo hubiera hecho seguro que se

me aplicaban todos los atenuantes y eximentes existentes en el Código Penal.

_ Ni lo pienses.

_ ¿El qué?- Pregunté, haciéndome el inocente. Sin duda mi cara debía de ser todo un

poema.

_ Vamos, que sabes muy bien a qué me refiero.- Me contestó.

_ Pues bien, la verdad es que no te entiendo.- Concluí, con la más beatifica de las

sonrisas asomando a mi cara. Y es que, a veces, hasta yo puedo ser todo un hipócrita;

como sería capaz de jurar uno cualquiera de mis enemigos al ser preguntado sobre este

asunto.

Bueno, me alegré de haber traído un montón de bocadillos; en realidad el haberlo hecho

había sido idea de Luís, que creo que, de esa forma tan sutil, me estaba intentando

avisar de que éste iba a ser nuestro menú de vacaciones… Al menos la mayoría de los

días. Lo de comer así no me pillaría de nuevo, porque desde que me había

independizado del hogar paterno, el bocata era mi menú de la gran mayoría de las

noches… La comida no, porque solía ir a un pequeño restaurante situado cerca de la

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oficina. Los fines de semana, o es Ana la que me resuelve el problema, o es mi madre; o

algún restaurante de comida rápida de esos que, por un módico precio, te la llevan,

recién hecha, a casa.

_ ¡Como no consigamos que nos prohíje alguien, lo vamos a tener claro!- Dije, sin

percatarme de que los únicos seres que parecían vivir en aquel lugar eran un burro, y un

viejo.

Luís elevó los hombros, pero no hizo ningún comentario.

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CAPITULO XI

Eso sí -lo vuelvo a repetir- la electricidad si que había llegado hasta el pueblo, como ya

lo habíamos podido comprobar desde la carretera, por el foco situado encima del

campanario y, ahora, confirmar, en la casa de la familia Santos: cada habitación contaba

con una vieja bombilla, moteada por culpa de las moscas, que apenas si daba la

suficiente luz para iluminar la estancia, pero, al menos, y esto es de agradecer, impedía

tropezarse con los trastos y muebles que estaban repartidos, formando un auténtico caos,

por muchas de las habitaciones de la casa. No os podéis imaginar la de cosas que

utilizaban nuestros antepasados… -o, al menos, los de mi amigo-, y todas parecían

haber sido almacenadas en esta casa. Había todo tipo de artefactos: desde una vieja

máquina de coser de la marca Singer, hasta unas antiguas planchas de hierro, de esas

que se ponían encima del fuego y se pasaban por las ropas, cuando se habían calentado

lo suficiente para acabar con las arrugas más rebeldes. También pude ver unas bicicletas

rotas –dos para ser más exactos-, varios paraguas con forma de pequeñas antenas

parabólicas… Y más cosas, pero de estas no puedo hablar, porque su utilidad sería

difícil de conocer para un hombre del siglo diecinueve, cuanto más para uno del

veintiuno, como era mi caso.

_ ¡Oye, tío, esta casa es el sueño de un arqueólogo o de un anticuario! No recordaba que

hubiera tantos trastos.- Comentó, espontáneamente, mi amigo.

_ Puede ser, pero seguro que ninguno se atreve a venir.-Dije yo, haciendo alusión al

sucedáneo de carretera que apenas si permitía llegar hasta aquí.

_ Vamos, hombre, que por dinero se hacen muchas cosas.- Añadió.

_ Por dinero, y a veces, por no tenerlo.- Comenté, pensando en los motivos reales que

nos habían llevado a tomar la decisión de pasar unos días de veraneo en aquel pueblo.

_ Sí, también por no tenerlo.- Ratificó Luís. Tal vez se sentía igual que yo; a fin de

cuentas él tampoco sabía lo que se iba a encontrar en el pueblo de sus antepasados. Al

menos eso me había dicho.

En las paredes, todavía con algunos vestigios de la pintura blanca que la cubriera en sus

momentos felices, había una amplia colección de cuadros, fotos y adornos de lo más

variado en cuanto a forma y tema. Proliferaban en tal cantidad, que daba la impresión de

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que los Santos tenían un marcado temor al vacío, como decían en la edad media. Que

esta era una de las pocas cosas que aún recordaba de mis tiempos de bachiller; aunque

en aquel entonces lo había aprendido utilizando algún latinajo que ya había olvidado.

_”Terror vacui”.- Respondió mi amigo, mirándome con aire cómplice.

_ Sí; creo que era ese.

De nuevo tuve la sensación de que el bueno de mi amigo Luís poseía algún sentido

extra, que se estaba manifestando desde que emprendimos el viaje a la cuna de sus

ancestros; pero era posible que él, al ver las paredes, simplemente hubiera tenido la

misma impresión que yo, y la hubiera manifestado. En cualquier caso, seguí sin darle

importancia. ¿Hice mal? No lo se, y a la vista de las circunstancias, quién diría que tenía

otra opción.

_ ¡Es fantástico!- Exclamé, al entrar en uno de los dormitorios. Que era un dormitorio,

no cabía duda, porque entre todos los trastos, se podía divisar -eso sí, a duras penas- la

presencia de una vieja cama de bronce, de esas que ya no se hacen, porque son muy

caras e incómodas. Seguramente los muelles -o el propio somier- estuvieran rotos, y el

colchón, que se ocultaba tras varios bultos, fuera de lana, pero con toda certeza aquella

reliquia era una bella pieza, digna del mejor de los museos del mueble.

_ Déjame ver.- Dijo Luís, empujándome hacia dentro, para alejarme de la puerta, y así

poder pasar también él.

_ No sabía que tu familia hubiera sido rica.- Dije yo.

_ Ni yo tampoco ¿Por qué lo dices?- Me preguntó, intrigado. No cabía la menor duda de

que no se había fijado bien en la maravilla que era aquella cama.

_ Muchacho, cosas como esta cama solo se ven en las mansiones, en los museos, y en

las tiendas más selectas. – Dije, mientras señalaba el bello labrado que cubría todo el

cabecero.

_ ¿Estas seguro?- Insistió.

_ Bueno, estarlo, estarlo…casi te puedo decir que si, porque parece de bronce auténtico.

Mira que si nos la llevamos y la vendemos en el rastro, podríamos obtener dinero para

algunos meses…

_ ¿Podríamos?

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_ Si, Luís, que susceptible eres; ya se que es de tu familia, pero haber sido el

descubridor hará que también tenga derecho a un cacho, por lo menos. Es lo justo.-

Respondí.

Mi amigo captó el chiste… y se río. Aunque, si mi viejo Hyundai hubiera tenido un

capó más alto y más grande, a buen seguro que hubiera puesto en efecto aquella idea

que se nos antojaba un tanto ridícula en aquellos momentos.

_ No lo creo.- Respondió. Debió darse cuenta de que no le entendía, porque, después de

unos segundos, empezó a explicarse. _Para vender cosas como estas deberías de tener

el certificado de algún experto en arte… Si no, es posible que pensaran que es falsa. O

robada; que es peor.

_ ¿Pero lo es? Falsa, claro- Le pregunté, intrigado. De ningún modo quería darle a

entender que pensaba que su árbol familiar pudiera haber ladrones.

_ Yo creo que tiene toda la pinta de pertenecer a la época de Matusalén.- Añadió.

_ Si; o de ser su misma cama.- Añadí, con un guiño.

El caso es que pensé que me gustaría que aquella fuera mi cama durante los próximos

días. No esperaba la oposición de Luís, para algo era el invitado, y en los pueblos es

tradición dar la mejor cama a quien viene de visita. En cualquier caso, el reparto de

habitaciones sería un tema que trataríamos más tarde, así que me callé.

_ Oye, majo, qué tiene que ver eso con nosotros.- Dijo, de repente._ Que aquí los dos

venimos de fuera.

_ Sí, pero tu eres de la familia.

Seguimos husmeando por la casa. La sorpresa sería mayúscula al comprobar que el

mobiliario de cada dormitorio era una especie de réplica del primero; mejor, así no

discutiríamos por el dormitorio.

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CAPITULO XII

Aunque nada más quedarme solo la que iba a ser en mi habitación durante los próximos

quince días, me había parecido un auténtico milagro poder dormir bien en aquel lugar y

en aquella cama, que en apariencia se encontraba en unas condiciones que no hacían

honor a su belleza, me había equivocado; La frescura del cuarto, unido a la calidez que

otorga la lana de oveja y el cansancio acumulado a lo largo del día, hicieron lo

imposible, y mi perenne insomnio, por primera vez en los últimos veinte años de mi

vida, no hizo acto de presencia. Además, había tomado la precaución de colocar mi saco

encima del colchón, con lo que me evité dormir, directamente, sobre unas sábanas que

olían a moho y a polvo. Dormí realmente como un bebé… Si los bebes durmieran de un

solo tirón y no estuvieran toda la noche dándoles la lata a sus padres -o vecinos,

dependiendo de la potencia de sus pulmones, claro-. Al despertar, ya de mañana, sólo oí

el sonido monocorde del reloj del campanario. Me acerqué a la ventana, con intención

de abrirla, pero las podridas escarpias que la sujetaban, hicieron imposible todos mis

esfuerzos._ ¡Mierda!- Exclamé, disgustado. Supongo que esa misma sensación de rabia

que tenía yo en aquellos momentos la habréis tenido vosotros en alguna que otra

ocasión; es algo similar a la que debe tener el niño al que le han estado prometiendo

todo el día un helado, y, cuando llega la noche, ve que no se lo dan, con la excusa de

que es muy tarde. Al niño, por lo menos, le queda el recurso del pataleo… A mi no es

que me hubieran prometido nada, pero confiaba en que la contemplación del paisaje me

compensara de la ausencia de otras cosas, que ya había comprobado que no tendría

Estaba solo en el dormitorio, porque, y dado que la vivienda disponía de otros

dormitorios exactamente iguales, Luís y yo mismo habíamos estado de acuerdo en que

no merecía la pena oír nuestros mutuos ronquidos, cuando todos los cuartos tenían el

mismo nivel de comodidad – o incomodidad-, como habíamos apreciado durante

nuestra inspección. Además, sería muy complicado disputarnos el pequeño espacio que

quedaba libre, una vez apartados –o arrinconados de la mejor forma posible, diría yo- la

mayoría de los trastos que lo ocupaban; incluidos los nuestros, claro.

_ Si; es buena idea. Me pido el que primero que hemos visto, que está al sol de la

mañana.- Había dicho yo, que para algo era el invitado, y creía que éste detalle me

otorgaba algunos privilegios.

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_ Como quieras; pero te aviso que así es más posible que, cuando amanezca, te

despierte tanta claridad.- Contestó Luís.

_ Entonces, tal vez elija uno de los que dan al sol de la tarde. Además, la cama es tan

bonita como la otra.- Dije, pensando en mi insomnio.

_ Estoy de acuerdo. Me parece muy buena idea. Yo también lo voy a hacer.

Así es como habíamos realizado la complicada elección de aquellas maravillosas

estancias donde habríamos de pasar nuestra primera noche. Si hubiéramos estado en un

hotel, esta difícil decisión habría quedado en manos del azar, y de la buena fe del

recepcionista.

_ O de la mala.- pensé, en voz alta.

La ventaja de dormir en un saco es que, cuando te levantas, no tienes que estirar las

sábanas… en todo caso, y sólo si eres muy escrupuloso, ventilarlas lo mejor posible. Os

puedo asegurar que yo no lo soy, con lo que lo más que hice fue dejarlo extendido,

encima de la cama, con la intención de volver a utilizarlo esa misma noche… Y las

otras trece restantes, claro. Dado que tuve que invertir poco tiempo en esta tarea, al

concluir no tenía nada que hacer. La casa estaba en silencio, y no me atrevía a romperlo,

por lo que, me quedé de pié, pensando en buscarme una ocupación. Empecé a analizar

la situación: no podía disfrutar del paisaje; ni leer, ya que la luz que daba la bombilla

apenas si permitía ver a medio metro -con lo que hacerlo hubiera sido hacer una especie

de oposiciones a la ceguera; no podía salir... ¿Qué me quedaba? En estas estaba cuando

la voz de Luís me sobresaltó.

_ ¿Qué haces?- Dijo mi amigo.

¿Cómo era posible que no le hubiera oído?- Me pregunté; y, en efecto, como bien os lo

habéis imaginado, Luís volvió a contestarme.

_ Soy muy silencioso.

_ Y tanto.- Le respondí.

_ Eso lo dices porque no conoces a mis padres.- Y la sonrisa de Luís iluminó, más

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incluso que la propia lámpara, la habitación.

_ Será por eso.- Respondí.

Y era cierto, aunque Luís y yo nos conocíamos desde hacía muchos años, nunca había

visto a sus padres. En realidad apenas si conozco a los padres de mis otros amigos, con

lo que tampoco es que le hubiera dado demasiada importancia a ese pequeño detalle.

Cuando era pequeño, una de las principales preocupaciones de los míos consistía en

conocer a mis amigos y a sus familias, para lo que organizaban pequeñas fiestas –y no

sólo por mi cumpleaños- ¿Os podéis imaginar el follón y el gasto que supone esto?;

pero mi madre lo solucionaba con mucho estilo. Como se ve, yo no había heredado esa

preocupación.

_ ¿Por qué no abres la ventana?-Me preguntó Luís, retirando una bolsa que contenía

unos viejos libros.

_ Lo he intentado, pero no hay manera.- Le respondí.

_ En mi habitación están como clavadas; igual aquí ocurre lo mismo.- Dijo, apartando

un viejo visillo, para comprobar si ocurría lo mismo en esta.

_ ¡Tú sabrás!; esta no es mi casa.- Contesté.

_ Hombre, Juan, cualquiera diría que vivo aquí. Parece que me echas la culpa de todo.

Desde que salimos de Madrid, lo único que te he oído es hacer comentarios despectivos.

– Me soltó, tal vez con razón.

_ Vamos…- Titubee, intentando encontrar una excusa._Pues yo creía que te habías

pasado la mayor parte del viaje dormido.

_ No, majo, sólo estaba con los ojos cerrados. Últimamente me duelen un poco.- Se

explicó, mientras desistía de abrir la ventana.

_ Pues haberte puesto las gafas.- Le respondí, empujándole hacia la puerta, para salir.

_ Ves, sigues quejándote.

Y era cierto. Mi amigo tenía razón; pero es que nuestra escapada quincenal había

empezado con mal pie desde que nos tropezamos con la maldita caravana de salida.

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CAPITULO XIII

Después de la pequeña reprimenda que me había echado Luís, me sentí más dispuesto a

ver el mundo de otro color; a fin de cuentas, no todo lo ocurrido en las últimas horas

había sido negativo. Aún tenía en mi memoria la imagen del bonito atardecer que

habíamos contemplado nada más llegar al valle que rodea “Frontera de los Caballeros”.

Aún podía ver como miraban…

_ ¡Coño! -Exclame, al darme cuenta.

_ ¿Qué te ocurre?- Me preguntó Luís, alarmado.

_ Que los girasoles en todo momento estaban mirando al mismo sitio.

_ ¿Y?

_ Pues eso; que lo girasoles deben estar mirando al sol.- Volví a insistir.

_ Y así lo harán, cuando lo haya.

_ No, porque el sol estaba ocultándose, y miraban hacia el lado contrario.

_ ¿Estas seguro?- Me preguntó Luis, sin demasiado entusiasmo.

_ ¡Pues claro!

_ Vamos, Juan, ahora va a resultar que sabes más sobre este tema que la propia

naturaleza.- En la voz de mi amigo se podía notar, entremezcladas, la ironía y la

incredulidad más absoluta.

Bueno, quizás tuviera razón, a fin de cuenta yo sólo soy un urbanita, como bien no han

parado de recordarme, a lo largo de mi vida, mis hermanos.

_ ¿Es que no sabes salir, si no es para ir al bar o a la discoteca?

_ Oye, majete, que también voy al gimnasio.- Les respondía, defendiéndome.

_ Perdona, chico, corrijo entonces la pregunta: ¿Es que no sabes salir si no si no para ir

al bar, al gimnasio, o a la discoteca?

_ ¡Qué graciosos!

¿Qué se puede contestar a esto? Si, es cierto que nunca he sido un entusiasta del campo,

pero alguna vez si que he intentado hacer senderismo. De hecho tengo un estupendo

equipo para practicar trekking; que me costó lo suyo, por cierto. Es verdad que casi está

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nuevo, ya que lo he utilizado poco, pero me niego a desprenderme de él, por mucho que

mi madre lleve años insistiendo en que tengo que hacerlo.

_ Hijo, si te independizas, lo deberías de hacer completamente.

_ ¿Por qué lo dices?- La respondí, ofendido, la primera vez que saco a relucir el tema.

_ Por todos los trastos que sigues teniendo en tu antigua habitación.- Y esto lo dijo

marcando, malévolamente, lo de antigua. Una madre, cuando quiere, puede ser de lo

más terrorífica.

_ Es que en mi casa no nos caben más cosas.- Me justifiqué.

_ Y aquí, dentro de poco, tampoco; sobre todo si sigues acumulando tantas. Tus

hermanos, por lo menos, han guardado lo que no usan.

_ Bueno, mamá, no te preocupes, que ya me encargo también yo de guardarlos en el

mismo sitio.

_ Si, pero al final va a resultar que hasta el trastero estará atestado.

_ ¡Si, aunque no todo será mío!

Compartir una casa pequeña con varios colegas es lo que tiene. Si hubiéramos podido

permitirnos alquilar una vivienda más grande, seguro que hubiera sido distinto; y no os

digo si cada uno de nosotros dispusiera de un pequeño apartamento. Pero eso es lo que

tiene no ganar mucho, debes encontrar aliados… Y aunque así vayan mal las cosas, aun

se pueden poner peor; porque ahora mismo, con lo del ERE, no tendré más remedio que

racionar el dinero del paro para seguir pagando mi parte del alquiler. ¡Espero no tener

que volver con mis padres! porque uno, a sus “taitantos” años, tiene su orgullo.

_ ¿”Taitantos”? Ya serán cuarenta.- Dijo Luís. El chaval, como se ve no dejaba de

joderme la marrana. Si ya era duro tener una conciencia… la cosa no podía mejorar

teniendo dos. ¿Por qué se habría creído Luis con esta obligación?

_ ¡O los que sea!- Dije yo, mosqueado.

_ Pues peor me lo pones, majete.

_ ¿Se puede saber por qué no te callas?- Le respondí mosqueado.

_ ¡Anda, como Chaves!- Exclamó Luís.

_ O como el Rey.- contesté, molesto.

_ Oye, que no quería importunarte.

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_ ¡Pues no lo hagas!

Bueno, ¿por donde voy?; si estábamos con lo de mi equipo de montañismo; mejor

matizo, con lo de mi equipo de montañismo nuevo. Cuando mi amigo me propuso lo de

venir al pueblo, en lo primero que pensé fue, precisamente, en él; en que este era el

mejor momento para darle uso. Por eso ahora mismo descansa en el maletero de mi

querido Hyundai; por eso, y porque seguro que no hubiera cabido en el maravilloso

cuarto donde dormiría los catorce días que me quedaban de estancia entre los

“Fronterizos”.

_ Frontizos. Son frontizos.- Me corrigió Luís.

_ Bueno, pues eso.

Por cierto, cuando fui a por la llave del trastero, mi madre no se lo pudo creer. La

verdad, no es que intentara disimular su alegría, lo cual hirió un poco mi orgullo de hijo

pequeño y, supuestamente, consentido.

_ ¡Ya iba siendo hora de que te llevaras algo!- Dijo, al verme cogerlo.

_ Si, supongo; pero dentro de unos días lo traigo otra vez.- Me apresuré a añadir.

_ No, si ya me parecía a mí que iba a ser difícil perderlo de vista para siempre.-Me

respondió ¿Acaso quería su propia independencia, como he oído que les pasa a algunos

padres?

El caso es que, ya que no podíamos contemplar el paisaje desde la casa, decidimos que,

después de desayunar, daríamos una vuelta por los alrededores del pueblo, para

deleitarnos y habituarnos, por supuesto, al terreno. Pero cada cosa tiene su momento. Lo

primero, es lo primero: ¡Había llegado la hora del desayuno! Como habíamos

comprobado la noche anterior, la cocina no es que estuviera dotada de los últimos

avances de la domótica; más bien, había logrado conservar todo el aire rústico que

debían tener las cocinas de las cavernas… ¡Pese a los adelantos de los últimos años en

esta materia! Al entrar en ella era difícil contener el impulso de frotar dos palitos, y

esperar hasta que saltara la chispa. ¡Por desgracia, aunque en ningún momento descarte

hacerlo, no los vi por ninguna parte!

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_ Oye, chico, cómo es posible que seáis tan altos, tan guapos, tan fuertes y tan buenos,

si habéis estado comiendo aquí toda vuestra vida.- Comenté, malévolamente.

_ Sin duda será porque tenemos buenos genes.- Se defendió, con gran habilidad, mi

amigo.

_ Eso, o que tu abuela guisaba muy bien, porque…- Intenté añadir.

_ ¡Si, ya lo se!- Me contestó Luís, un poco harto de que me siguiera metiendo con la

casa, con el pueblo, y, por supuesto, con su familia. Reconozco que hasta yo empezaba

a cansarme de ese absurdo juego que no me llevaba a ningún sitio.

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CAPITULO XIV

El desayuno consistió en un poco de leche fría, dos magdalenas y una naranja. Cada uno

comió el suyo. Yo, desde luego, di buena cuenta del mío, porque tenía bastante hambre.

_ Es el campo; en él, igual que en la playa, se abre el apetito.- Comentó Luís.

_ Sin duda.- Le respondí.

Ya con la tripa llena, dado que aún teníamos que asearnos y en la casa, como ya sabéis,

no había agua, cogimos las pequeñas palanganas que había en nuestras habitaciones y

salimos a la calle con la intención de llenarlas en la primera fuente que topáramos; o en

el río del pueblo, que ese sí que sabíamos donde se encontraba.

Estábamos en verano -al menos en Madrid- pero el pequeño valle en el que estaba

ubicado “Frontera de los Caballeros”, hacía fresco… ¡No, corrijo!, hacía frío; aunque no

tanto como la otra noche. En cualquier caso, el estremecimiento que sentí no fue, sólo,

producto de éste. Era, ciertamente, tan hermoso como ya habíamos intuido al llegar,

pero la noche y el frío – repito- nos habían impedido captar otros matices, como el aire

misterioso que se respiraba por todos los rincones…Bueno, que respirábamos los dos,

porque no parecía haber nadie más; o al menos eso me pareció a mí.

_ ¿Pero aquí no vive nadie salvo el tío Engracia? – Preguntó Luís, como si hubiera

vuelto a leer mis pensamientos.

_ Si tú no lo sabes –dije- no querrás que sea yo quien lo sepa.

_ Juan, estás que te sales.- Respondió mi amigo.

¿A qué se refería? Era temprano, es cierto; pero yo siempre había oído decir que en los

pueblos la gente es muy madrugadora, porque tienen que atender a los animales y regar

los huertos antes de que el sol brille demasiado… ¡Por lo menos tendría que haber

alguien que atendiera al puñetero burro con el que nos habíamos topado al llegar! Por lo

menos tendría que estar el sujeto aquel de la única casa que habíamos visto iluminada.

Además, ¿por qué si no iba a haber tanto alumbrado público?

_ Y seguro que lo hay.- Me contestó mi amigo.

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Por suerte, aunque no disponíamos de agua corriente, había una pequeña fuente cerca.

Ya de regreso, nos aseamos como pudimos, nos pusimos unos jerséis y volvimos a salir.

La puerta la dejamos abierta; total, no creíamos que hubiera ni ladrones; y de haberlos,

seguro que no se atreverían a huir por la maldita carretera del pueblo, por lo que no sería

difícil encontrarlos.

_ ¡Buenos días!_ No esperábamos oír a nadie, así que nos quedamos muy sorprendidos.

_ ¡Buenos días!- Respondimos los dos, al unísono.

_ ¿Por aquí, pasando algunos días?- Dijo el paisano.

_ Si, bueno. En realidad de regreso a las raíces.- Respondió Luís.

_ Si, se nota que eres de aquí. Tu amigo, sin embargo, es forastero.

_ Si, es de Madrid. En realidad los dos vivimos en Madrid.

_ Ya. – Respondió el viejo. Me resultó curioso que hablaran de mí, como si no estuviera

presente. Era como si por el simple hecho de ser foráneo, estuviera excluido de la

conversación.

_ ¿Y qué tal se pasa el verano por la capital?- Continuó preguntando el viejo.

_ Bueno, se pasa.- Respondió Luís.

_ ¿Eres uno de los Santos?

_ Si, mi abuelo era Celestino Santos.

_ Celestino Santos… - Repitió; y después añadió un comentario.- Buen hombre.

_ Si, supongo que sí.

Siempre es grato oír hablar bien de la familia; sobre todo cuando el que habla es un

extraño. Yo, que conozco a Luís desde hace algún tiempo, noté que se ponía orgulloso.

En verdad era fácil notarlo, porque mi amigo, que tiene una tez tremendamente blanca,

se azoró y el color asomó a sus mejillas. Si se hubiera afeitado, seguro que hubiera dado

la impresión de que se había maquillado, como hacen el teatro Kabuki, ese donde la

expresión de la cara es tan importante que la resaltan a base de aumentar los colores

naturales.

_ Si, por supuesto, muchacho, claro que lo era. Yo le conocía muy bien. Lo mismo que

conozco a tus padres.-Siguió hablando el viejo, que sin duda era ese tal tío Engracia,

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_ Gracias, en su nombre.- Respondió, educadamente, mi amigo.

_ No hay por qué darlas, majo. A cada cual lo suyo; es lo justo, ¿No lo crees tu

también?- Dijo el viejo, dirigiéndose, por primera vez, a mi.

_ Sí, por supuesto.- Me apresuré a añadir, sin lograr, pese a todo, que nadie me prestara

la más mínima atención. Ni a mi, ni a mi comentario.

_ Se fue a mejor vida hace unos cuantos años.- continuó el hombre.

¿Se fue a mejor vida? Qué forma más curiosa de decir que murió. Recuerdo el día en

que Luís vino diciéndonos que su abuelo había muerto. En realidad nosotros no

sabíamos, ni siquiera que estuviera vivo. Dábamos por supuesto que hacía años que

había fallecido, porque si un nieto no habla de su abuelo, es por algo.

_ Es porque no lo conocí.- Se justificó.

_ ¿Si; y como es eso?- Le preguntamos.

_ Siempre ha vivido en el pueblo, y nosotros no vamos nunca.

_ ¿Nunca?- Repetí yo extrañado, pensando en el pueblo de mis abuelos, y recordando

los estupendos veranos pasados allí.

_ Si, nunca.

_ ¿Por qué?

_ ¡Yo qué sé! De cualquier modo, tampoco es algo que me importe demasiado.

_ Lo siento.- Dije yo, dándome cuenta de que igual habíamos preguntado en exceso

sobre algo que, en realidad, nos era absolutamente indiferente. Además, todas las

familias tienen derecho a guardarse sus secretos.

Y ahora resultaba que estábamos en el misterioso pueblo de la familia de Luís.

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CAPITULO XV

Después de estar un buen rato callados, como si estuvieran pensando en el difunto

abuelo de Luís, ambos -el extraño habitante del pueblo, y mi amigo- dieron por

terminada su conversación de la que yo había sido, deliberadamente, excluido. Fue este

el momento en el que pareció que yo volvía a existir para ellos. El viejo me miró desde

sus casi dos metros de altura y tocándose la boina, que, a mi parecer, tenía casi

enroscada a la cabeza, me sonrió con una sonrisa tan perfecta como la de Luís.

_ Que disfrute de su estancia entre nosotros. Seguro que le gusta mucho el paisaje. Hay

por aquí algunos lugares realmente únicos.

El hombre se fue alejando, a buen paso. Para ser tan viejo, se mantenía en una

estupenda forma física. Sin duda alguna la dieta de la gente del campo es mucho mejor -

y más efectiva- que esa colección de pastillas que te recetan muchos médicos cuando te

vas haciendo mayor y salen los achaques.

El eco de las últimas palabras del viejo resonó, de repente, en mi cabeza: ¿Nosotros?

_Pensé yo.

_ Ha dicho nosotros.- Le dije mi amigo. -Eso quiere decir que, aparte de él, viven aquí

otras personas. – Añadí, cómo si este descubrimiento fuera tan importante como el

descubierto de la luna, o de algún otro satélite.

_ Sí, ya le he oído. – Me respondió, mi amigo.

¿Personas?- Volví a pensar yo. Bueno, quizás estaba empezando a ponerme un poco

nervioso… Total, esto no sería nada extraño, teniendo en cuenta que aquel viaje había

empezado de una manera un tanto especial.

_ Desde luego, mira que eres raro.- Añadió Luís, con un tono que me desconcertó.

_ ¿Qué?- Le pregunté, porque no estaba seguro de por qué me lo decía.

_ Nada, Juan, que estás un poco raro.

Oírle decir esto a Luís, que había estado charlando con aquel individuo -al que

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posiblemente veía por primera vez en su vida- como si fuera su colega de toda la vida,

me molestó; y así se lo hubiera dicho, de no ser porque la sonrisa de mi amigo hizo que

yo, por mi parte, interpretara que para él, todo había sido una especie de juego; a fin de

cuentas, como parecían de estar de acuerdo casi todos mis conocidos, iba a resultar que

no era yo el único que no sabía contarlos. Continuamos nuestro camino. El sol

empezaba a brillar, tímidamente. Si las cosas seguían así, acabaríamos teniendo que

quitarnos los jerséis. ¡Menos mal que llevábamos sendas camisetas!, porque quedarse a

pecho descubierto podría ser mortal para la piel de dos madrileños que apenas si lo han

visto a lo largo de su vida. Pero, más en el caso de mi querido amigo, que siempre ha

sido muy blanco.

_ Si sigue así el día, nos arriesgamos a coger un cáncer de piel.- Dijo Luís, que otra vez

se había adelantado a mis pensamientos.

_ No importa, traigo protector solar. – Respondí; y esto sí que era lógico, estando en

verano.

_ Si, pero lo has dejado en el coche.- Al ver la forma en que lo miraba, se creyó

obligado a añadir algo más._ Que yo sepa el protector lo has dejado en el Hyundai.

_ ¿Estas seguro?- Le pregunté.

_ Sí, claro.

Y así era, en efecto. El protector solar, lo mismo que las gorras y las gafas de sol,

estaban en la guantera del salpicadero del viejo Atos. Va a tener razón mi hermano

mayor, cuando dice que eso de ser el benjamín lo que ha hecho es convertirme en un

auténtico despistado, porque estoy acostumbrado a que otros sean los que se preocupen

de las cosas y, cuando me toca hacerlo a mí, se me olvida hasta la cabeza ¡La de broncas

que ha habido en casa por este tema! Broncas en las que siempre he contado con el

apoyo incuestionable de mi madre. La misma que ahora parece querer poner tierra por

medio entre ella, su casa, mis cosas, y yo.

_Siempre os estáis metiendo conmigo, lo que pasa es que tenéis celos.- Gritaba yo,

tratando de defender mi dignidad.

_ De quién, ¿de ti? Ni las ganas.- Respondían mis hermanos, haciendo un frente común.

_ Pues no me lo parece.- Insistía yo.

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_ Lo que te parezca a ti, es cosa tuya. Más vale que espabiles un poco y te dejes de

tonterías.- Me respondían.

_ Vamos… ¡Lo que hay que oír! Lo que son tonterías para ti, puede que no lo sean para

mí.

Antonio y Marcos, que ese es el nombre de mis hermanos, siempre han hecho una piña,

cuando se trata de atacarme. Incluso ahora, que somos mayores, y cada cual tiene su

propia vida

_ ¿Y tu crees que te conviene?- Me había preguntado Marcos, al enterarse de que tenía

una nueva novia; y lo que es peor, tomando partido en su contra, sin ni siquiera esperar

a conocerla.

_ ¿De qué hablas?

_ De esa chica con la que sales.

_ ¿Ana?

_ Si, supongo que ese será su nombre.- Había insistido.

_ Convenirme no lo se, pero me gusta. Es buena chica, es guapa; y, por ahora, con eso

me basta ¿Se puede saber qué tiene de malo?

_ No, de malo no tiene nada… De momento.- Había terciado mi otro hermano.

_ Mira, Antonio, yo no me meto con tu vida, y tienes cosas para echar un aparte.

_ ¿Yo?- Al intervenir en defensa de Marcos, Antonio había dejado abierta la puerta para

que me metiera con él._ ¿Qué estás diciendo?

_ Lo que has oído. Espera a que me estrelle, antes de ponerme la venda en la herida.-

Había respondido yo, defendiendo mi derecho a equivocarme.

Cuando recuerdo cosas como estas, me doy cuenta de la suerte tiene el bueno de Luís

con ser hijo único.

Después de todo, y volviendo a lo de haberme olvidado las gafas, la gorra y el protector

solar en el coche… No era tan extraño que hubiera ocurrido esto, porque, teniendo en

cuenta el frío que hacía cuando llegamos, a nadie se le hubiera ocurrido pensar en

ponérselos.

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CAPITULO XVI

Siempre me ha extrañado que Luís no tenga novia; le conozco desde hace mucho

tiempo, y os puedo decir que si no la tiene no es por falta de oportunidades, que las

chicas, cuando ven a un mocetón de dos metros, delgado, ojos azules, nariz recta y

dientes blancos y perfectamente alineados, se pelean por él.

_ Ya me gustaría tener tu éxito.- Acostumbra a decir César, que siempre tiene que pasar

las suyas para que las mujeres le hagan caso; pero esto es normal, si se tiene en cuenta

su envergadura.

_ ¡Ya será para menos!- Le responder Luís, modesto.

_ Pues parece que lo único que te gusta es otra cosa, César.- Digo yo, metiendo baza en

la conversación.

_ ¿La tienes tomada conmigo? Porque cada uno tiene su propia cruz.- Al final suele

ocurrir que, por intentar poner paz entre dos colegas, soy yo el apaleado.

Si, es cierto, cada uno tiene su propia cruz; y yo la mía la he tenido que soportar desde

la adolescencia, momento en que hicieron aparición, en mi cara, una multitud de

granitos; de los cuales aún conservo una buena muestra, para mi desgracia. Lo he

intentado con todo tipo de remedios, incluso he ido a consulta con la dermatóloga que

atiende a mi madre de sus problemas de sofocos… ¡Pero nada!

La verdad, no siempre tengo la misma facha; en verano suelo estar mejor que en

invierno, porque el calor hace que se sequen muchos. El problema viene cuando tengo

que afeitarme… Menos mal que ahora, al no tener que ir a ningún trabajo, tengo la

excusa perfecta para no hacerlo.

_ Nada de grasas ni chocolate.- Había dicho la doctora.

_ ¿Del de comer, o del otro? – Le había preguntado, haciéndome el gracioso.

_ Mejor de ninguna clase, porque el humo también es perjudicial para la piel.- Dijo,

mirándome seriamente.

_ Si, claro.- Respondí, pensando., como otras tantas veces, que lo de hacer chistes se iba

a tener que terminar, porque ni siquiera pagando conseguía sacar una sonrisa a mi

voluntarioso público.

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En cuanto a lo de César, esto es lo normal en este tipo de discusiones Aunque supongo

que hay maneras mejores de hacerlo… Lo de meter baza, por supuesto.

_ ¡Si, ya creo! Al menos yo lo haría de otra manera.- Me respondió Luís, tomando

partido, por enésima vez, con toda naturalidad, en uno de mis pensamientos.

_ Bien, pero no está bien eso de ofender a un amigo.- Me defendí.

_ ¡Seguro!.- Me respondió Luís, que parecía haberse olvidado que este tipo de

discusiones suelen ser por defenderle.

Seguimos andando un poco más. Los minutos iban pasando, pero Luís no parecía

dispuestos a romper el silencio que reinaba; hasta que, cansado, lo hice yo:

_ ¿Por qué no tienes novia?- Le pregunté a Luís, intentando dilucidar la única duda a la

que no me había respondido nunca… Ni siquiera aquí.

_ ¿Y por qué habría de tenerla?

_ Porque a todos los tíos nos gusta tener una. Ya sabes…

_ Bueno, sí; pero es que ninguna de las que he conocido me ha atraído para eso.

_ Supongo que eso lo dice todo.- Dije yo, dando por zanjada la conversación; total, cada

cual tiene sus gustos… Y los de él bien podrían ser otros; igual de respetables, por

cierto.

Seguimos todavía una media hora más; pero, como parecía que el sol no nos iba a dar

tregua, al cabo de esta volvimos sobre nuestros pasos. No es que pensáramos estar el

resto del día en el pueblo, que visto lo visto, no tenía demasiada animación, es que

queríamos acercarnos al coche para coger las gafas, el protector solar, y las viseras.

_ En verano, las horas centrales del día son las peores.- comentó Luís.

_ Sí, es mejor estar tranquilo en casa, y no exponerse al sol.- Y esto yo lo sabía muy

bien, por culpa de una pequeña insolación que sufrí hace ya muchos años, y que casi

acaba conmigo en el hospital.

_ O salir bien protegido.- Añadió.

_ Eso, o salir bien protegido.- Dije, dándome cuenta de que quedarnos en la casa de los

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Santos no era una buena alternativa, porque no teníamos nada que hacer en ella. ¡Por

qué no habría traído algún libro! Por lo menos me habría entretenido leyendo.

Nada más abrir la portezuela del Atos pudimos comprobar que había sido una mala

elección –otra más de las muchas que habíamos tomado desde que estábamos en paro-

no haberlo aparcado en otro sitio, porque el mismo sol que nos había obligado a darnos

la vuelta, había hecho que el interior del vehículo fuera un auténtico horno. ¿Cómo

podía cambiar tanto la temperatura?

Efectivamente, las gafas y el bronceador estaban en la guantera, pero las viseras no

aparecían por ninguna parte. Y eso a pesar de que miramos por todos los sitios; incluso

debajo de los asientos.

_ ¿Estás seguro de que las has traído?- Preguntó Luís, que me había cedido el privilegio

de ser yo el que se encargara de localizarlas; ahora que creo que lo había hecho porque

se había dado cuenta de que buscarlas en el coche, a esas horas, y con esas condiciones,

era casi un suicidio.

_ Sí; estoy seguro.

_ Entonces las habremos dejado dentro de la casa.- Comentó, con una lógica aplastante.

_ Si, es posible. Anoche no se veía ni un pijo.-Dije.

Además, la pasada noche, entre el frío que hacía fuera, el mal humor que llevábamos, y

las prisas por dejarlo todo en su sitio, bien habríamos podido arramblar con todo lo que

había dentro del coche –asientos incluidos- sin darnos cuenta. Por las ganas que

teníamos de estar en algún lugar medianamente calentito.

_ Iré a ver si están en la casa.- Se ofreció, solicito, Luís, que desapareció en la dirección

por donde se encontraba el que se debería de convertir en nuestro hogar, durante los

siguientes días. De todas formas, tanta prisa me hizo gracia: se le notaba que huía el sol.

¡Y lo mismo hubiera querido hacer yo!

_ Bien.- Me atreví a decir, a sabiendas de que ya no me oiría.

Unos cuantos minutos después, volvió a aparecer. Estaba sonriendo y en su mano

izquierda –no se si os he dicho que es zurdo- traía una de las tan deseadas viseras; la

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otra ya la tenía bien encajada en la cabeza.

_ ¡Qué poco has tardado! - Exclamé yo, que apenas si había tenido tiempo de colocar

los asientos y cerrar el coche.

_ Si; es que estaban en la entrada. Parece que se nos cayeron ahí, y esta mañana las

hemos pisado.- Efectivamente, las dos viseras tenían las huellas manifiestas de nuestro

despiste.

_ No importaba; seguro que quedan como nuevas, solo con sacudirlas un poco.-

Comenté, mientras me ponía a hacerlo con la mía; si él prefería llevar la suya sucia, era

su problema.

¡Como para darse cuenta de que estaban dentro de la casa! Con la luz que daban esas

malditas bombillas, harto habíamos hecho en no caernos, después de tropezar con algo.-

Pensé, incapaz de contenerme, por más que Luís volviera a decir que no paraba de

quejarme.

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CAPITULO XVII

Ya completamente avituallados con todo lo necesario –y esta vez de verdad, porque

hasta llevábamos bebidas y bocadillos para tomar un pequeño refrigerio- volvimos a

encaminarnos hacia los montes que rodean “Frontera de los Caballeros”. Desde allí la

vista del pueblo, que estaba situado justo en medio del valle, era, realmente,

impresionante. Entonces fue cuando lo descubrí.

_ ¡Oye, macho, el campanario de tu pueblo es un poco raro!- Exclamé.

_ ¿Por qué lo dices?

_ Porque visto desde aquí se semeja más a esa torre del antiguo campo del Bernabeu

que representa un cohete, que a un campanario.- Mientras decía esto, extendí los brazos

y , sin poder evitarlo, dibujé, en el aire, su curiosa silueta.

_ ¿Cómo?- Insistió Luís, incrédulo.

_ Si, echa un vistazo.

Cuando miró, no tuvo más remedio que darme la razón. Era como si el arquitecto que

había construido “Torre Espacio” se hubiera inspirado en el campanario de piedra que

había en el centro del valle, a la hora de idear los planos de su edificio, en vez de en un

cohete, como mucha gente creía. No es que fueran exactamente iguales, pero ambos se

parecían de manera sorprendente.

_ ¡Anda, pues es cierto!- Dijo, soltando una sonora carcajada.

_ Sí; el parecido es bastante llamativo.- Recalqué, volviéndolo a dibujar en el .

Mientras, Luís seguía mirando a la torre, como si quisiera buscar una explicación lógica

a tal semejanza; yo hacía lo mismo intentando comprender por qué el campanario de

una iglesia se parecía tanto a un artefacto espacial. Bueno –pensé - con la Sagrada

Familia de Gaudí ocurre lo mismo.- Recordaba perfectamente lo que nos había dicho el

guía turco que nos enseñó algunas de las denominadas “casas de las hadas”, durante mi

primer viaje a la Capadocia; y digo primero, porque he estado allí en otras dos

ocasiones.

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_Observen la forma que tienen… ¿No les recuerda a un edificio que tienen ustedes en

Barcelona? -Todos los excursionistas nos miramos sorprendidos; entre nosotros había,

por supuesto, varios catalanes, y estos eran los que lo estaban más -. Pues sí –continuó

el guía-, según parece su famoso Gaudí se debió de inspirar en estas construcciones

trogloditas para hacer su catedral.

_ ¿Cómo es posible si, que se sepa, nunca viajó hasta Turquía?- Le habían respondido

los más entendidos. A esto, el buen hombre, un mocetón de esos que bien podrían hacer

creíble la pasión en la que se inspirara Antonio Gala para su libro, no supo qué decir.

Evidentemente, si ya habíamos hecho muchas fotos, ahora haríamos más, con la

intención de comprobar las semejanzas, cuando volviéramos a la ciudad condal.

Sí, ciertamente, en la vida hay cosas realmente inexplicables… por mucho que nos

empeñemos. Como inexplicable volvió a ser lo que ya se estaba convirtiendo en

costumbre: que el bueno de mi colega respondiera a uno de mis pensamientos.

_ Bueno, pero Gaudí bien pudo ver alguna foto.

_ No lo creo. – Le contesté, dejando de lado lo inadecuado de hablar cuando no te

preguntan..

Sin duda mi amigo y yo estábamos completamente sintonizados. Lástima que no me

hubiera ocurrido eso cuando estudiaba en la facultad. ¡Imaginaos el chollo que hubiera

supuesto tener una persona así, apoyándote desde fuera del tribunal, mientras tú intentas

contestar, lo mejor posible, esa sarta de preguntas que sólo pretenden demostrar que no

has estudiado lo suficiente!

_ Pero si nunca has estudiado mucho.- Dijo Luís.

_ Sí; pero he logrado acabar la carrera, que es lo que cuenta.- Me defendí, mientras

seguía andando.

Nunca he sido un estudiante avezado, ni siquiera se me puede considerar normalucho,

pero he conseguido sacar mis estudios, y a día de hoy –aunque creo que no me ha

servido de mucho- puedo decir que tengo un título universitario; lo mismo que mis dos

hermanos.

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“El pueblo de los girasoles vagos.”

Purificación G. Ibeas - 63 -

_ Enhorabuena, hijo.- Había comentado mi padre, cuando llegué a casa con mi

flamante diploma bajo el brazo.

_Gracias, papá.

_ ¿Cómo te sientes?

_ Pues, la verdad, igual que antes… Solo que ahora tengo un papel más en casa. No se

si esto le va a gustar mucho a mamá.- Dije, guiñando un ojo, seguro de que mi padre me

entendía.

_ ¡Por lo menos lo enmarcarás!- Me contestó mi padre, ignorando, olímpicamente, mi

sarcástico comentario.

_ Si, por supuesto.- Le respondí.

_ ¿Y la orla?

_ No; esa no, porque no he querido hacérmela.- Le había respondido yo.

_ ¡Tú sabrás! Quizás algún día lamentes no habértela hecho.

_ Es posible; pero, hoy por hoy, lo prefiero.- Y así ha sido.

Además, si a muchos de mis amigos es imposible reconocerlos en sus orlas, y de los

compañeros con los que me licencié, apenas si he vuelto a tener contacto con cuatro,

¿para qué querría tener sus fotos?

_ ¡Qué guasón eres, Juan!- Oí que decía Luís.

Le miré, como si tuviera algún interés en comprender su comentario; lo cual no podía

estar más lejos de la realidad. En realidad estaba más interesado en saber cómo hacía

para adelantarse a mis preguntas ¿Se había vuelto a colar en mi cerebro? No, seguro que

sus palabras tenían alguna explicación más sencilla; tal vez ésta fuera, como dice Ana

cuando me muestro celoso, que me estaba volviendo paranoico y veía cosas donde no

había nada.

Volvimos a pararnos para contemplar el paisaje; a fin de cuentas, esa había sido la

excusa para emprender la caminata. Lo que vimos, nos volvió a dejar con la boca

abierta: la perfecta diana que conformaban caminos, campos y casas era, realmente,

sorprendente; sin embargo, preferimos pasar por alto esta apreciación, porque, a fin de

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Purificación G. Ibeas - 64 -

cuentas, había varias ciudades que habían crecido, en la primera mitad del siglo

diecinueve, formando cuadrículas; por ejemplo, en Madrid, el barrio de Salamanca, o en

Barcelona, la zona de la Diagonal. Sin embargo, que alguien hubiera tenido esa misma

idea en medio del campo…

_ Caprichos de los arquitectos.- Oí que decía Luís. Supuse que seguía pensando en el

campanario.

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Purificación G. Ibeas - 65 -

CAPITULO XVIII

El calor se mostraba implacable; el sol seguía avanzando, en busca del poniente. Los

hermosos cultivos de girasoles convertían al paisaje, a medida que ascendíamos, en una

especie de replica del cielo. Era como si hubiera dos soles: el verdadero, intenso, y

despiadado; y el que formaban la sucesión de campos amarillos que nos rodeaban. En

medio, como notas discordantes, nos encontrábamos nosotros.

Una bandada de pájaros que parecía obstinada en seguirnos, revoloteaba en torno a

nuestras cabezas, insistentemente. Desde luego, tener que esquivarlos, cuando decidían

ejercer de kamikaze, no resultaba nada agradable.

_ ¡Mira que son juguetones!- Exclamé. Agachándome para apartarme de la trayectoria

que parecía seguir uno.

_ Sí. Eso parece. - Comentó Luís.

_ Se están poniendo un poco pesados.- Dije, incorporándome.

_ Menos mal que no son buitres.

_ Si. -Ratifiqué-Menos mal.

_ ¿Te has dado cuenta? Es como aquellos que me mostraste ayer, cuando nos

acercábamos al pueblo.

_ Y hasta podrían ser los mismos. – Añadí.

_ Hombre, supongo que habrá varias bandadas. No creo que solo haya una, y, encima, la

tenga tomada con nosotros.- Comentó.

Sin embargo, insisto, por mucho que dijera Luís, hasta podrían ser los mismos, porque

aquel pueblo parecía estar deshabitado; salvo, claro está, por la presencia del burro y del

viejo. El silencio que se respiraba por todos los lados parecía corroborarlo; por mucho

que el anciano nos hubiera comentado algo que nos había hecho pensar en la existencia

de más vecinos.

_ Se te olvidan los perros.- Apuntó Luís.

_ Es cierto, también hay perros.

Durante la cena habíamos oído ladrar, insistentemente, por lo menos a un perro. Sin

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Purificación G. Ibeas - 66 -

duda no pertenecía al viejo, porque de ser de él, estábamos seguros de que le habría

dado algo para que se callara. Nosotros, por nuestra parte, nos habríamos mostrado

dispuestos a ceder parte de nuestra cena –o la cena entera, en mi caso, teniendo en

cuenta lo poco apetecible que había resultado mi bocadillo- para que lo hiciera. Desde

luego, si sólo teníamos en cuenta esto, no es que destacáramos por el amor a los

animales.

_ Si; para cuatro que hemos encontrado, vamos y casi atropellamos a uno.- Añadió mi

amigo.

_ Es cierto.- Ratifiqué yo, dejando de lado el hecho de que en ningún momento había

expresado mi grado de afinidad con ellos; al menos, en voz alta.

De repente oímos unos tiros. La bandada de pájaros que llevaba un tiempo detrás de

nosotros – ¡y alrededor, y encima, y por todas partes!- se disperso por los campos de

girasoles, buscando su protección ¿Deberíamos hacer nosotros lo mismo?

_ Provienen de allí.- Dijo Luís, señalando uno de los aros que rodeaban valle y pueblo.

_ Si… ¡Qué raro!- Comenté, sorprendido.

_ No creo que sea el viejo, porque, aunque estaba en buena forma física, ya está un poco

mayor para estas cosas; y, como dice la gente, la edad no perdona.

_ ¿Tu también te has fijado en lo musculosos que parecían ser sus brazos?- Insistí yo.

_ Si, pero en los pueblos, ya se sabe, se hace más ejercicio que apuntándose a un

gimnasio. - Dijo, dándome una amistosa palmada en la espalda.

_ Bueno, lo acepto. – En realidad, y a regañadientes, tenía que admitir que lo que él

decía era cierto; pero eso no me impedía sentirme molesto por la alusión a mis

músculos, que, a pesar de mis esfuerzos semanales en el gimnasio, no estaban -ni por

asomo- la mitad de desarrollados que los del viejo;: y, por supuesto, que los suyos.

_ Vamos, Juan, no te mosquees.- Se disculpó.

_ ¿Yo?- Dije, esbozando una no muy sincera sonrisa. A fin de cuentas, mi amigo estaba

saliendo tan gracioso como decían mis hermanos que lo era yo.

_ Mientras no pienses que estoy volviéndome graciosillo.- Dijo él, sonriendo a su vez.

_ ¿Por qué lo dices?- Le respondí. ¿Me habría vuelto a leer el pensamiento? Me estaba

empezando a preocupar esta falta de intimidad.

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Purificación G. Ibeas - 67 -

El cazador volvió a emplear su escopeta; sin duda, si no lo había hecho ya, deseaba

cobrarse una pieza. Nosotros, por si acaso, decidimos ir en la dirección opuesta; no

fuera a ocurrir que algún perdigón acabara amargándonos la estancia en “Frontera de los

Caballeros”.

Después de un rato andando a buen paso, nos encontramos totalmente solos -y seguros-,

sin más compañía que el viento, el sol, y el silencio que lo envolvía todo. La bandada de

pájaros, tal vez temerosa del cazador, había preferido quedarse escondida entre aquellos

girasoles vagos.

_ ¿Por qué los llamas vagos?- Me preguntó Luís.

_ Porque parecen cansados.- Le respondí.

_ No es lo mismo vagos, que cansados. Yo creía que las plantas no tenían cara, ni

expresaban sus sentimientos.

_ Ya lo sé; pero tú me entiendes…- Dije, guiñando el ojo.

_ No del todo.

_ Bueno, me refiero a que estos parecen distintos a los otros; además, no giran buscando

el sol. Están siempre mirando al mismo sitio. – Concluí. Luís, por supuesto, no tuvo

más remedio que darme la razón.

En mis años como estudiante muchos profesores habían comentado lo importante que es

ahorrar energía… Aquellas plantaciones de heliotropos habían optimizado al máximo su

esfuerzo, porque, aunque no se movían buscando los rayos solares, ofrecían una

apariencia realmente saludable. ¡Ojala pudiera tener yo tan buena facha después de

haber estado todo el día a la intemperie! Aunque en mi caso, seguro que parecería, a

pesar de la gorra, las gafas y el protector solar, un tanto chamuscado.

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CAPITULO XIX

A medida que íbamos ascendiendo por las laderas de la pequeña caldera en la que

estaba situado el pueblo, este se me antojaba cada vez más extraño; y cada nuevo

detalle que apreciaba, ratificaba mi opinión. Desde luego, la sucesión de antenas que se

divisaban en las cimas no contribuía a disminuirla. Tenían una extraña forma, pero, al

verlas, y sin saber muy bien por qué, empecé a sentir deseos de hablar por teléfono con

Ana, con mis padres… ¡Con quien fuera! Sí, tenía necesidad de hablar con alguien, del

que no sintiera que era capaz de leerme el pensamiento; hacerlo con Luís se había

convertido en algo raro y molesto.

_ ¿Por qué no llamas a tu chica?- Dijo mi amigo.

¿Lo veis? Había vuelto a ocurrir. No se puede hablar con alguien que no sabes lo que

piensa, pero que lee dentro de tu cabeza, como si ésta fuera un libro abierto. Lo malo

del caso era que muchas veces ni yo mismo sabía lo que pensaba realmente, cómo para

alegrarme por que lo supieran los demás antes.

_ Si, lo voy a hacer, pero ahora no puedo, porque tengo el móvil en la bolsa, y la bolsa

ya sabes dónde está.- Respondí yo, con toda la dignidad que me fue posible, intentando

no demostrar mi verdadero estado de ánimo.

_ Si, en tu cuarto.- Me contestó.

_ Ya –dije yo-; en mi cuarto.

_ Pues allí estará bien.

_Supongo que sí.- Reconocí, dándome cuenta de que nuestra conversación se estaba

convirtiendo en una especie de diálogo de merluzos. Y eso debió de pensar, a su vez,

Luís, porque dimos por concluida la insulsa plática que manteníamos… Al menos

durante un buen rato, porque la tónica de todas nuestras conversaciones, desde que

salimos de Madrid, había sido ésta. Escuchar el silencio es relajante; y más cuando estás

cabreado contigo mismo, con el mundo, y, sobre todo, con la única persona que está a tu

lado, tu amigo.

Seguiríamos andando un poco más, antes de decidirnos a parar junto a un pequeño

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manantial, que parecía reclamar nuestra presencia.

_ ¡Anda, si son aguas termales!- Exclamó mi acompañante, al meter la mano con la

inequívoca intención de beber.

_ Si, parece que está un poco caliente para intentar refrescarse la boca con ella.-

Comenté, después de haber hecho lo mismo.

_ ¿Un poco? ¡Si por lo menos está a veinte grados!

Y lo estaba; pero no resultaba desagradable para meter los pies y tenerlos dentro un

buen rato; como hicimos. El paisaje que se divisaba desde allí, era igual de amarillo que

el que habíamos visto desde cualquiera de los otros sitios donde nos habíamos parado;

pero, igual que habíamos comprobado en todos ellos, también era muy hermoso, por lo

que merecía la pena deleitarse contemplándolo.

Sacamos los bocadillos, que traíamos preparados desde Madrid; lo que hacía que el pan

estuviera, ya, un poco mohoso, aunque esto, cuando el hambre aprieta, es lo de menos.

Para que no hubieran estado mohosos tendríamos que haberlos sacado de sus

envoltorios nada más llegar a Frontera de los Caballeros, corriendo el riesgo de que,

como la casa no disponía de frigorífico, en vez de mohoso, el pan estuviera duro, y el

fiambre florecido. En cualquier caso, y dado que ninguno de los dos podemos

considerarnos unos auténticos gourmet- como sí es el caso de nuestro amigo César- ese

pequeño detalle nos pasó casi desapercibido.

César es un gran aficionado al buen yantar, por eso no es raro que organice alguna

“quedada” de esas en las que lo primero que se hace es ir a algún restaurante de los

señalados en la guía Michelin, para, después, marcharnos a tomar unas copas en algún

sitio cercano. En estas reuniones siempre se fuma demasiado, lo que es un incordio para

mí, que ya no fumo.

_ Oye, ¿y esa acumulación de antenas no será perjudicial para la salud?- Pregunté,

señalándolas.

_ Puede.

_ En cualquier caso, lo que parece claro –dije - es que no se ha pasado por aquí nadie de

medio ambiente.

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_ Si, es cierto, porque están quitándolas de muchos sitios; y estoy seguro de que no hay

ningún lugar que tenga tantas como las que se ven aquí.- Añadió Luís.

_ Sí; habrá más de cincuenta.- Dije yo, más que nada, por decir una cifra.

_ ¡Y de doscientos!- Me corrigió Luís, marcando todo el perímetro de la caldera. _Si

quieres las contamos.

_ No; déjate de juegos.- Desde luego, a mi no me apetecía hacerlo.

_ Vale.- Me respondió sonriendo. Parecía que volvía a reinar la buena armonía entre

nosotros. Mejor; no hay nada peor que tener que estar junto a alguien con el que ya no

te hablas. Por lo que se veía a él tampoco le estaba resultado muy placentera la estancia

en “Frontera de los Caballeros”. Y no me extrañaba.

Después de terminar aquel pequeño refrigerio -y de calzarnos- volvimos a iniciar la

marcha. Pero ya no nos alejaríamos mucho, porque la tarde estaba algo avanzada, y no

queríamos estar muy lejos del pueblo para cuando llegara la hora de regresar; ya que no

nos apetecía tener ningún encuentro sorpresa, por ejemplo, con el avezado cazador que

habíamos oído.

_ Sí, mejor será no tener más encuentros sorpresa. Con lo del burro es suficiente.

_ Eso digo yo, Juan. Con lo del burro y lo del río.- Concluyó Luís. Sin duda mi amigo

no quería que olvidara ningún detalle de nuestra especial rentrée en el pueblo.

Por suerte, bajar siempre es más fácil que subir; así que pronto estuvimos junto a la casa

de la familia Santos.

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CAPITULO XX

Tal y como había pensado, tenía el teléfono en la mochila. Al cogerlo, y encenderlo,

comprobé que tenía la batería casi llena, lo que era una verdadera suerte, porque dudaba

que pudiera ponerlo a cargar en la casa de la familia de mi amigo; y según me parecía,

iba a resultar igual de difícil hacerlo en ningún otro sitio. Sin duda tendría que intentar

economizarla al máximo, porque no se sabe cuando se puede necesitar hacer uso de un

teléfono.

_ ¿Tienes cobertura?- No conseguía conectar con ninguna red. Luís cogió su propio

móvil, que pertenece a otra compañía, y tampoco consiguió nada; para alivio mío,

porque siempre he defendido que mi compañía es la que mejor servicio de telefonía

presta en el país.

_ La verdad es que no entiendo por qué no podemos llamar, con la cantidad de antenas

que hemos visto.- Comentó.

_ Sí, es cierto, salvo que haya interferencias entre ellas; o que sea tu casa el único punto

del pueblo donde no hay cobertura.- Esto sí que hubiera sido mala suerte, pero teniendo

en cuenta que la casa de Celestino Santos estaba deshabitada desde hacía muchos años,

bien hubiera podido ocurrir que, cuando instalaron las antenas, no hubieran comprobado

si su potencia llegaba hasta ella.

_ Lo intentaremos desde otro sitio.- Dijo._- Querría llamar a mis padres avisándoles de

que estamos en el pueblo.-Añadió, para mi asombro.

_ ¿No lo saben?- Pregunté, sorprendido.

_ No; y es que estoy completamente seguro de que, si se lo digo en Madrid, no me dejan

coger las llaves.

_ ¡Así que estamos de ocupas!- Exclamé, sin poder contenerme.

_ Bueno; más o menos. A fin de cuentas esta también es la casa de mi familia.- Me dijo,

intentando quitar hierro al tema; pero sin lograr quitarme de la cabeza la idea de que esa

política de hechos consumados no había sido buena

_ Sí; pero ahora mismo es de tus padres antes que tuya.- Según parecía, los Santos no

tenían muy buenos recuerdos del pueblo; ahora que Luís no sabía muy bien el motivo.

Lo único que le costaba es que sus padres, años antes de morir el viejo Celestino (o irse,

como había dicho el único habitante del pueblo con el que habíamos tenido la suerte de

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encontrarnos) ya no se hablaban con él. _ ¿Y escribirse? Seguro que se han carteado

alguna vez.- Añadí, teniendo en mente la imagen de algún pobre cartero recorriendo en

bicicleta aquel camino impracticable que nos había llevado hasta allí, cargado con una

rebosante cartera.

_ Tampoco.

_ Cada familia tiene sus cosas.- Me atreví a decir..

_ Sí.- Fue la lacónica respuesta de Luís Santos.

Yo, que siempre me he sentido orgulloso de pertenecer a la familia de los Venturada, no

podía comprender muy bien por qué Luís conocía tan pocas cosas de la suya. Según

parecía, sus padres, al marchar de “Frontera de los Caballeros”, habían decidido dar

carpetazo a todo. Y, solo habían acudido al pueblo en dos ocasiones: cuando nació mi

amigo, para presentárselo, y cuando éste cumplió los once años.

_ ¿Por qué a los once?- Pregunté, intrigado.

_ Es que por aquí hacen una gran fiesta.

_ Claro, como en el resto de España: El bautizo y la comunión.- Exclamé yo, al darme

cuenta de la coincidencia. En mi caso también había sido así… o parecido.

_ No; se trata de otro tipo de fiesta.

_ ¿Algo especial? No será que sois masones o judíos…

_ No. No somos ni masones ni judíos; y, por supuesto, no descendemos de ninguno de

ellos.

_ ¿Estas seguro?- Pregunté; aunque, de ser de origen judío, esto no supondría ningún

problema para mí. En cuanto a los masones, la cosa se me antojaba algo más

problemática, porque no sabía demasiado sobre ellos.

_ Sí, claro que lo estoy. Además, no estoy circuncidado.

En éstas estábamos, cuando Luís, que creo que estaba a punto de contarme algo sobre

esa especie de ritual de iniciación que hacían todos los frontizos, oyó los primeros

ladridos del perro.

_ Otra vez tenemos serenata.

_ ¡Otra vez! Este perro va a ser más pesado que el de los Baskefield.- Dije, orgulloso de

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poder añadir una nota cultural en nuestra aburrida conversación.

_ ¿Cómo has dicho?

_ Baskefield

_ Chico, un poco de cultura no te vendría mal. Se dice Baskerville. Y es el título de una

obra de Conan Doyle.

_ ¡Oído cocina!

Luís, que siempre ha poseido unas cualidades que están a la vista de cualquiera, también

tiene una extraña habilidad para los idiomas que hace que ir de viaje con él haga

innecesario llevar traductor. Que yo sepa, habla a la perfección inglés, francés, alemán,

italiano y finlandés… Bueno, aparte del español, pero en este idioma creo,

modestamente, que no necesito traductor… ¡Aunque haya quien lo dude!

Bueno, el caso es que el dichoso perrito había empezado a darnos una serenata; serenata

que prometía durar toda la noche, y parte del día siguiente, porque pasarían horas antes

de que decidiera darla por concluida.

_ Será por la luna.

_ Si -Comentó mi amigo; a continuación añadió: Ya me había dado cuenta de que hay

luna llena.

_ Sí, y eso que ayer apenas si nos fijamos en ella.- Añadí. Ante la cara de extrañeza de

Luís, me creí obligado a explicarme- Sí, por las estrellas.

_ Ah, si, por la Vía Láctea.

_ Así es, por el Camino de Santiago. - Ciertamente la luna la podíamos ver bastante bien

desde Madrid, pero la Vía Láctea, como prefería decir Luís, no tanto. ¿No dicen que

cuando hay luna no se ve bien el cielo? Ahora que también había sido por culpa del foco

que había encima del campanario.

Nunca he tenido miedo a nada, ni siquiera a los animales; pero tener que salir a la calle,

en busca de un lugar donde funcionara el teléfono, con el dichoso perrito ese ladrando,

no me hacía demasiada gracia. Por suerte para mí, mi compañero tampoco se

encontraba con ánimo de pelearse con el susodicho monstruo; y eso que, en el caso

suyo, diría yo que jugaba con ventaja, por lo de sus casi dos metros de altura. Bueno, el

caso es que en nuestra segunda noche en “Frontera de los Caballeros” tampoco nos

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decidimos a dar una vuelta por el pueblo; eso a pesar de que nos hubiera venido de

perlas encontrar un lugar donde hubiera cobertura. Después de charlar un poco,

contándonos varias cosas intrascendentes y reírnos un buen rato, Luís decidió que era

hora de irse a su habitación; y yo, por supuesto, y dado que no tenía nada más que

hacer, a la mía.

Oí como se cerraba la puerta del dormitorio de mi amigo; a continuación cerré yo la mía

y coloqué la maleta, dificultando que ésta pudiera ser abierta desde fuera; No me

apetecía que entrara alguien y me encontrara dormido.

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CAPITULO XXI

El día amaneció muy claro; no se apreciaba la presencia de ninguna nube en el cielo.

Era como si en la caldera de origen volcánico que protegía a “Frontera de los

Caballeros” no estuviera permitida su presencia.

El perrito, que llevaba buena parte de la mañana ladrando, siguió haciéndolo hasta

después de que tomamos buena cuenta de unos nuevos bocadillos; comer fiambre se

estaba convirtiendo en un hábito. También habíamos traído algunas latas de conservas,

pero como no sabíamos muy bien dónde calentarlas, habíamos desechado hacer uso de

ellas; de momento, por lo menos.

_ A ver si le pedimos al tío Engracia algo con que poder calentar la comida.-Comentó

Luís.

_ Si, no sería mala idea.- Dije yo, echando de menos algo que no estuviera frío, en la

tripa. Notaba que necesitaba entonar mi estómago.

_ Si, porque si no vamos a volver a casa con cara de bocata.

_ Eso; pero peor sería hacerlo con cara de fiambre.- Al darme cuenta del chiste que me

había salido, y teniendo en cuenta que había algo siniestro en todo el valle, sentí como

un escalofrío recorría mi columna vertebral. No se decir, a ciencia cierta, si era de

miedo; pero sí era, desde luego, de cautela. Ya me había pasado cuando lo de las monjas

y el monasterio de Dueñas, pero aquello había ocurrido hacía ya algunos años, y el

tiempo había hecho que olvidara muchas cosas. Además, ¿quien teme algo que sabe

que sólo es una leyenda, por mucho que tenga más de ochocientos años? Aquí la cosa

parecía ir por otro lado… Pero ¿cuál? Aún lo ignoraba; aunque todo era cuestión de

darle tiempo al tiempo, para acabar sabiéndolo.

_ Sí; da tiempo al tiempo.- Dijo Luís.

_ Sí, pero sólo tenemos quince días. ¡Por suerte! - Añadí, sonriendo.

_ Eso era antes.

_ Sí, es cierto.- Dije yo, pensando en los que ya llevábamos en Frontera. Aunque nadie

nos obligaba a permanecer allí; siempre podríamos coger el coche, e irnos por donde

habíamos venido.

El día transcurrió sin incidentes, y llegó la noche; nos volvimos a acostar temprano. No

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sé como dormiría Luís, pero yo lo volví a hacer de una atacada; sin embargo, esta vez,

al despertarme, tenía cierta sensación de cansancio. Me dolía todo el cuerpo;

especialmente las cervicales. Además, me picaban los ojos, los brazos, el pelo… Pero lo

peor de todo era esa extraña sensación pastosa que tenía en la boca. Si hubiera algún

espejo -con el azogue medianamente bien-, a buen seguro que, al mirarme, hubiera

comprobado que tenía la lengua con ese raro color blanquecino, propio del que está

enfermo.

Esta vez no fue Luís el que abrió la puerta de mi habitación, sino que sería yo quien

abriera la suya. Su dormitorio, muy similar al mío, olía raro…, y, diría yo, que mal; no

con ese olor, mezcla de a cerrado y a pies, que tenía el mío. Pero esto no era lo peor; ni

lo era, por supuesto, el desorden con el que Luís había dejado su equipaje, que no había

tenido la precaución de apartar del pequeño pasillo que llevaba hasta la cama - cosa que

yo sí había hecho con el mío ¡Se notaba que es hijo único y está acostumbrado a que su

madre le haga todo!-. Lo peor fue comprobar que Luís, que estaba boca arriba, tenía los

ojos extrañamente abiertos. Al verle así, lo primero que pensé es que se había muerto;

incluso llegué a pensar en que el viejo raro ese de Eufrasio – o como se llamara-, lo

había asesinado.

_ Eufrasio no.- Dijo la voz de mi amigo.- Es Engracia.

Si en las otras ocasiones me había mostrado molesto por ver como Luís era capaz de

entrar en mi cabeza y leerme los pensamientos… en esta ocasión la cosa había

cambiado. Pero es comprensible ¿no?

_ Pues eso.- Dije, mecánicamente, aún bajo los efectos del shock sufrido al creer que mí

amigo se había convertido en la primera victima de aquel viejo asesino psicópata con

nombre de mujer. Al salir del susodicho estado de enajenación, salté una carcajada; a la

que, por supuesto, se unió Luís.

En realidad la risa, igual que ocurre con el hipo y el llanto, es tremendamente

contagiosa, aunque, a diferencia de los otros, la primera contribuye a relajar el

ambiente; así ocurrió: en aquella habitación, que olía de manera tan especial, los dos,

destornillados sobre el eje de nuestros propios cuerpos, no podíamos dejar de reír.

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Estaríamos así durante un buen rato. Estaríamos así hasta que el mismo perro de las

otras ocasiones volvió a ladrar, rompiendo la magia; y lo digo, más que nada, porque

creíamos que era el único perro del pueblo. El pobre animal siguió haciéndolo durante

un buen rato, pero, al ser de día, la apreciación que teníamos de sus ladridos había

cambiado.

_ ¡Qué pesado!- Dijo aquel al que yo creía moribundo apenas unos minutos antes.

_ Si, desde luego que es un poco pesado.- comenté yo, aunque en realidad ahora no me

lo resultaba tanto.

_ Pesado e inoportuno, porque me duele la cabeza.

_ Y a mi también.- Comenté. Iba a añadir algo más, cuando, y sin saber muy bien por

qué, comprendí que el olor que impregnaba toda la estancia, era muy similar al que se

aprecia en las plantas más bajas de los garajes: una especie de mezcla entre gasolina,

humedad, falta de oxigeno y fritanga. ¿Por qué no pondrán algún tipo de respiradero en

estos lugares?

_ Pues mi me recuerda más al aceite de girasol; eso sí, después de usarlo muchas veces.-

Dijo Luís.- Al darse cuenta de que no le había entendido, continuó explicándose. _ Que

este olor me recuerda más al aceite de girasol que usa mi madre para cocinar, que a los

garajes.

Al escuchar esto comprendí que la cosa tenía su lógica, porque la tarde anterior,

mientras regresábamos a casa, habíamos cogido una cabeza de girasol, con la intención

de desmigar sus pipas cuando nos apeteciera; y ésta estaba, ahora, totalmente vacía, en

el suelo del dormitorio; cerca de la cabecera de la cama de mi amigo.

_ Así que a esto dedicas tus noches…- Comenté, y señalé el lugar donde se encontraba

la cabeza consumida de lo que debería de haberse convertido en nuestro tentempié de

alguna de las salidas. Mi amigo pareció no comprenderme, porque me miró con un

inequívoco aire de estar totalmente confuso y en otra órbita. O aún estaba medio

dormido, o no me había entendido bien. _ Qué te pasas las noches comiendo pipas.-

Añadí, señalando el girasol.

_ ¿Yo?

_ Sí, tu. Por lo menos podrías haberme dejado unas cuantas.- Dije, haciéndome el

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ofendido. Aunque no tenía especial interés en comer pipas.

_ No recuerdo haberlas comido; pero, en cualquier caso, te informo que ese es un

girasol de los de aceite.- Comentó, bostezando.

_ Si, pero eso no ha parecido importarte esta noche.- Le recriminé. Ahora resultaba que

el bueno de Luís también era un experto en plantas heliotrópicas. Pues si era así, que lo

hubiera dicho cuando lo cogimos.

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CAPITULO XXII

_ ¿Se puede saber que haces entrando en mi cuarto, a hurtadillas, mientras duermo?-

Preguntó Luís. Por el tono que había empleado se notaba que no estaba enfadado;

además, cómo iba a estarlo si hacía apenas unos segundos habíamos compartido unos

momentos de risa.

_ Me tocaba despertarte.- Dije, haciendo alusión a la mañana anterior, en la que había

sido él el que había entrado en mi cuarto.

_ Casi me matas del susto.

_ Matarte yo… ¿Y qué ganaría?- Le respondí.

_ Tal vez querías quedarte con lo que hay en esta casa.- Dijo, señalando el bello

cabecero de su cama.

_ Sí, la verdad es que, visto lo visto, no hubiera sido una mala idea… ¿Pero tienes

testamento?- Al escucharme, soltó una fuerte risotada, capaz de volver sordo a

cualquiera. Luís es un buen muchacho, pero tiene una forma de dormir un poco rara.-

Pensé, recordando que le había visto hacerlo con los ojos abiertos. Estaba en estos

pensamientos cuando sonaron las campanadas del la torre; como si fueran la señal para

que el resto de los habitantes del pueblo cobraran vida, por primera vez oímos varias

voces._ ¡Anda! si el tío Engracia tiene vecinos. ¿Quién lo diría?- Exclamé.

_ Pues él mismo.- Comentó Luís, en alusión a su escueta despedida.

_ ¿Y le creíste? Yo, desde luego que no.- Luís me miró; creí detectar una pequeña

chispa crítica en sus ojos

_ Estamos en agosto, supongo que habrán venido otros veraneantes a pasar unos días

con los suyos. No vamos a ser nosotros los únicos que no tenemos más remedio que

hacer vacaciones de pobre, a costa de familia y amigos.- Dijo, mirándole directamente a

la cara.

_ Supongo que tienes razón. Pero, por el bien de sus cuartos traseros, espero que hayan

venido por otra carretera; que seguro que la hay, aunque nosotros no la hayamos visto.-

Me creí en la obligación de señalar.

Sin duda Luís todavía estaba medio dormido, porque en caso contrario hubiera captado

la ironía que se escondía tras mi comentario. Cuando vi como se frotaba los ojos, decidí

que debería ser así, porque lo hacía como si quisiera sacárselos. Después de la

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operación, los bonitos ojos verdes de mi amigo aparecían surcados por una multitud de

venas rojas. Debía de haber dormido muy poco, porque a mi se me ponen así cuando

me ocurre esto; o cuando bebo, por supuesto.

¿Verdes? Había dicho verdes. Le volví a mirar bien, por si la escasa luz que iluminaba

la estancia me había confundido; pero no, efectivamente, mi amigo tenía el iris de un

llamativo color verde. Desde que le conocía siempre había creído que Luís tenía los ojos

azules; incluso habría sido capaz de jurarlo, pero, sin duda alguna, me había

equivocado. Eso, o, la escasa luz, que apenas si iluminaba la mitad del cuarto, me había

llevado a un error. Bueno, no le di más importancia al tema, porque, aunque tengo

buena vista, siempre he sido un poco despistado.

_ Para esto, y para otras muchas cosas.- Creí oírle murmurar. Yo, por si acaso, decidí

hacer ningún otro comentario al respecto.

El desayuno volvió a consistir en un poco de leche fría y unas tristes tostadas, en las que

intentamos esparcir el viscoso engrudo en que se había acabado convirtiendo la

exquisita margarina que habíamos comprado en Madrid. Sobre aquel extraño ungüento

echamos un montón de azúcar; que no hizo que mejorase su apariencia, aunque sí

contribuyó a que lo hiciera su sabor. Pero esto no significaba mucho, salvo que había

sido buena idea comprar un paquete de azúcar.

_ No está del todo mal.- Comentó mi compañero, mientras comía.

_ Sí; no está del todo mal; teniendo en cuenta las circunstancias.- Y después, en un

momento de lucidez, añadí: _Tendremos que agotar todas nuestras provisiones

fungibles, antes de que se estropeen.

_ “Fungibles”.

_ Sí, fungibles.- Repetí._ Las latas, las magdalenas, las galletas…En fin, todas esas

cosas que aguantan sin estar en un lugar fresco, ya las comeremos más tarde. Cuando

nos quedemos sin comida cogeremos el Atos y nos acercaremos a algún pueblo a

comprar.- Comenté, pensando que lo de que hubiera una tienda en “Frontera de los

Caballeros” quedaba completamente desechado.

_ Eso no lo sabemos; además, a algunos pueblos va, cada cierto tiempo, algún viajante

vendiendo sus mercancías.- Comentó Luís.

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Yo le miré, entre incrédulo y contrariado ¡Otra vez! Otra vez volvía a leerme el

pensamiento. Y, encima, parecía estar empeñado en hacerme creer que era un auténtico

experto en vida campestre; cuando en Madrid nunca había mostrado el menor interés

por nada que tuviera que ver con la naturaleza.

_ Si, pero con el estupendo pavimento que tiene la carretera de tu pueblo, dudo que

alguien se atreva a venir aquí.

_ No te veo yo muy feliz. –Comentó. Yo deje pasar por alto su comentario, por lo que

siguió explicándose._ Por cierto, creo que es posible que haya otro camino de acceso.

_ Si, pero tal vez sea por el aire.- Me atreví a decir, con tono gracioso.

_ ¿Por el aire?- Repitió, incrédulo.

_ Sí, eso es; por el aire.- Volví a decir.

¿Por el aire? ¡Qué tonterías había dicho! Pero era cierto, exceptuado el camino de

cabras que habíamos utilizado nosotros, el único acceso posible a aquel extraño valle

sólo podía ser por el aire, a juzgar por lo que habíamos visto en nuestros paseos.

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CAPITULO XXIII

Salimos a dar una vuelta, con la pretensión de fortalecer los lazos de buena vecindad

que ya habíamos comenzado a lanzar la mañana anterior. A fin de cuentas, Luís, era

descendiente de gente del pueblo ¿No habían vivido allí sus padres antes de irse? ¿No

habían vivido allí sus abuelos? Por lo menos hasta que se “fueron a mejor vida”, como

había dicho el gigantón de Engracia; porque, por supuesto, la mujer de Celestino Santos

también había muerto.

El pueblo, aunque extraño, –vuelvo a insistir en lo de extraño- era realmente bonito; tal

vez por tener el tamaño justo, ya que en él, aunque la primera vez que lo vi me había

parecido más grande, no habría más de cincuenta casas; y todas ellas muy similares

entre sí: estrechas, y con puertas y ventanas muy altas. La gran mayoría de esas casas

tenían dos plantas, pero las había, también, de una. De tres pisos sólo habíamos visto

una; que pensamos, a tenor de su estratégica situación, que se correspondía con el

ayuntamiento.

_ ¡Casi tiene la misma altura que el campanario de la iglesia!- Exclamé, al ver,

precisamente, este último.

_ Ya eres exagerado._ Comentó Luís.

_ ¿Sí? , pues dime tu, con tres pisos y cada piso de cerca de cuatro metros.

_ Si, visto así…- Respondió mi amigo; aunque, efectivamente, no era yo el que tenía

razón: había exagerado un poco, porque el campanario era, con mucho, bastante más

alto. Y coronándolo, había un extraño foco de luz, que, pese a ser de día, estaba

encendido.

_Debe ser para que las cigüeñas no pongan sus nidos en él.- Dijo Luís; supongo que

tratando de encontrar una explicación a ese derroche de energía en pleno día.

_ Si, tal vez.- Corroboré, con desgana.

_ O puede que aquí no compartan la misma idea de ahorro de energía que circula por el

resto del país.- Añadió.

_ Es posible. –. Volví a darle la razón, aunque no del todo convencido.

_ En los pueblos, ya se sabe, crisis, lo que se dice crisis, no creo que se sufra como en

las ciudades.- Siguió diciendo.

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_ Sí, porque siempre hay las mismas cabras que alimentar, y los mismos burros.- añadí,

con ironía; cansado de tanta elocuencia, por su parte.

_ ¡Como tu, chavalote! Mira que estas hecho un auténtico cenutrio.- Dijo Luís. Desde

luego, esta salida de tono de mi amigo me resultaría totalmente inesperada.

_ ¿Por qué lo dices?_ Le pregunté, mosqueado.

_ Porque tampoco hay por aquí muchos animales. Además, alguien tendrá que cultivar

los campos de girasoles.

_ Es cierto, los girasoles…- empecé a decir; sin embargo, enseguida me dí cuenta de un

pequeño detalle._ Pero, una vez que se siembran, no creo que necesiten muchos más

cuidados.

_ Bueno, también se recolectarán ¿No?- Añadió, muy agudo.

_ Sí, pero con las máquinas que hay hoy en día, eso se hace en un momento. Ya no

estamos en la época de nuestros abuelos… Sólo estamos en su casa. Sí sin duda lo de la

luz es por las cigüeñas.- Concluí, dejando bien claro mi interés; y, por supuesto, que la

conversación no daba más de sí.

En los últimos tiempos muchos pueblos han recurrido a remedios de lo más peregrino

para evitar que el peso de los nidos de estas aves, junto con sus crías, acabe hundiendo

el techado de sus iglesias. Se trata de una práctica prohibida, porque este tipo de pájaros

cuentan con la protección de Medio Ambiente; además, las organizaciones ecologistas

alegan que acabar con estos nidos es la forma más rápida de acabar rompiendo el

equilibrio del ecosistema, ya de por sí bastante maltrecho.

Seguimos andando. Luís se mostraba más taciturno y extraño por momentos; este

curioso comportamiento, que había empezado a ocurrir desde el primer instante en que

cogimos la carretera que nos llevaría a “Frontera de los Caballeros”, parecía no tener

fin. Salvo por los escasos intervalos en los que se había mostrado como aquel a quien yo

conocía, estar con él era como estar con otra persona. Ahora no se trataba de su extraña

habilidad telepática; ni siquiera del color cambiante de sus ojos, ni de que tuviera un

cuerpo atlético, sin haberle visto nunca practicar deporte, ni de la infrecuente perfección

de su boca, ni…. Había más.

_ ¿Te pasa algo?- Me atreví a indagar, aún a sabiendas de que debía de saber, ya, mi

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opinión sobre su forma de actuar, gracias a su nueva destreza.

_ No, nada.- Me respondió.

_ ¿Estás seguro?- Insistí, poco convencido con su respuesta.

_ ¿Valdría de algo decírtelo?- Me preguntó, con desánimo.

_ Sí, por lo menos valdría para que volviéramos a estar como antes de venir a tu

pueblo.- Le dije, confiando en que el tuviera los mismos deseos de armonía que tenía yo

en aquellos momentos.

_ Eso suena a matrimonio a punto de divorciarse; y que yo sepa, tu y yo no estamos

casados.- Respondió Luís, intentando hacer una broma._ Aunque para muchos –incluida

tu novia- a veces somos una “pareja de hecho”.- continuó diciendo.

_ Sí, pero incluso estas pueden separarse. Yo alegaría diferencias irreconciliables ¿y

tu?- Comenté, siguiendo el chiste y el símil.

_ ¿Irreconciliables? – Repitió.

_ Sí, irreconciliables.- Volví a insistir, tratando de relajar la tensión; aunque yo, la

verdad, no encontraba la gracia a la situación.

Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por volver a recuperar a mi colega; al tío

grandullón que siempre había sido. No me valía eso de que, al volver a las raíces, uno

puede encontrar una serie de cosas que hacen que cambie. Sus raíces, estaban en

Madrid; aquí solo estaban las de su familia. Luís, lo mismo que yo, había nacido en La

Paz; aunque él cuatro años antes. Ambos éramos, por lo tanto, madrileños. ¿Qué sabía él

de girasoles? Nada. ¿Qué sabía él de animales? Nada. Lo único que tenía en común con

los frontizos era la apariencia. Bueno, quizás ni siquiera eso, porque sólo habíamos visto

a uno, y el que las casas tuvieran esa forma tan rara podría no significar nada. En cuanto

viera a los otros habitantes del pueblo, podría hacerme una idea más exacta. Seguro que

ya no tenía tanto parecido con el resto.

Estaba en mis pensamientos, cuando noté que Luís se ponía nervioso.

_ ¡Cuidado; apártate, Juan, que te va a atropellar esa bici!- Gritó

_ ¿Cuál?- Pregunté yo, mirando a todos los lados.

_ Esa que viene directa a ti.- Dijo Luís, quitándome, con un fuerte empujón, de la

trayectoria que llevaban bicicleta y ciclista.

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Más que apartarme yo, fue el susodicho empujón que me metiera Luís el que evito que

aquel ciclista novato me dejara estampado contra la puerta de la casa más próxima. Él,

vaya usted a saber cómo, consiguió saltar de la bici, antes de que esta se estrellara,

definitivamente, en la vivienda. Desde luego, a tenor de lo ocurrido, el ciclista

seguramente iba a resultar bastante perjudicado con el encontronazo; eso por no decir la

bicicleta.

Tras reponernos del susto, fue Luís el primero que se acercó, solícito, al lugar donde

ahora reposaban el temerario deportista y su velocípedo.

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CAPITULO XXIV

_ Lo siento; estoy aprendiendo…- Dijo el ciclista, pidiéndome disculpas.

_ No ha sido nada.- Contesté yo, tartamudeando. Desde luego es que los humanos,

cuando queremos, podemos ser unos auténticos mentirosos o unos verdaderos

hipócritas, porque algo si que había sido; por lo menos un buen susto.

Ya, más repuesto, miré con más detenimiento al ciclista sin dar crédito a lo que veía.

Delante de mí tenía una réplica casi exacta de mi amigo. Este, al ver a su sosia delante

de él, no pudo dejar de hacer un comentario.

_ Me siento como Alicia, dentro del espejo.

_ Sí – dije yo-, pero lo que no me ha quedado claro es qué pinto yo en este cuento.

_ Tal vez seas Charles Lutwidge Dodgson … Eso o la reina de Picas, que todo puede

ser.- Me contestó, mofándose.

Desde luego, ¡viva el humor! Todo puede fallar en la vida, pero este es mejor que nunca

nos falte, porque si lo hace… no se qué sería de de nosotros ante situaciones como esta.

_ Y quién es ese tío.- Pregunté, porque ese nombre me resultaba totalmente

desconocido.

_ ¡Pues su autor!; Lewis Carrol.

_ ¡Anda que no eres pedante!; pues llámalo como todos.- Tenía derecho a decirlo; a fin

de cuentas, era cierto. Además, acababa de salir, milagrosamente indemne, de un

accidente.

El ciclista nos miró, más interesado en nuestra conversación que en mi amigo. O el

hombre estaba acostumbrado a ver replicas de si mismo por todas las partes –y teniendo

en cuenta que creíamos que en el pueblo no debía de haber muchos habitantes, esto era

algo más bien difícil-, o no se había visto nunca en un espejo. Desde luego, yo me

incliné por lo segundo; sobre todo después de mi experiencia con el que había en la casa

de los Santos. ¿Acaso había otra explicación?

Volví a mirar al ciclista; era idéntico a Luís… ¿Cómo era posible tal parecido entre dos

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personas que no son gemelos? Bueno, podría tratarse de un primo lejano de Luís, que

guardara tal parecido con él, debido, precisamente, a ese lejano y misterioso parentesco;

o, por supuesto, a los caprichos de la genética, porque nunca me había dicho que tuviera

más familia que sus padres, y, por supuesto, sus ya difuntos abuelos.

_ Pudiera ser.- Oí que decía Luís.

_ ¿Qué?- Pregunté, sin comprender a qué venía el comentario de Luís.

_ Que fuéramos primos.

_ Eso aclararía las cosas un poco.- Contesté.

Aunque la primera impresión había sido negativa, la verdad es que el mozo, que iba

vestido con unos pantalones de tela gris -gastados hasta lo indecible- y una camisa

negra, mirado con más detenimiento, tenía cara de ser buena gente. Me incliné a aceptar

como válida, la excusa que nos había dado sobre el accidente. ¿Acaso vosotros dudarías

de ella? Si el mancebo hubiera querido acabar conmigo, estoy seguro de que lo hubiera

podido hacer con menos testigos… y supongo que también de forma menos peligrosa

para su propia integridad que ésta. A fin de cuentas, estábamos en su terreno.

_ Tranquilo, amigo, que seguro que acaba aprendiendo.- Le dije, con la más agradable

de mis sonrisas; que, por supuesto, no era tan perfecta como la de él.

Y ésta debió surtir efecto, no en vano mi abuela siempre ha dicho que tengo los dientes

casi tan bonitos como los de Clark Gable. Ahora que no hace mucho leí que el colega

llevaba todos los piños con fundas… ¿Sabría esto mi querida abuela? No, no lo creo,

porque para ella soy su nieto preferido… Eso dicen, por lo menos, mis hermanos

cuando vamos a verla.

Bueno, pues el caso es que el chaval se acercó donde estaba su bicicleta, y a

continuación, después de comprobar que no estaba rota, se montó en ella, dispuesto a

seguir su camino; lo que hizo con mejor resultado, al menos por lo que alcanzaron a ver

nuestros ojos, que pudiera ser que el tortazo se lo diera en algún otro sitio.

_ Desde luego, como aquí no haya más distracciones, no me extraña que el pobre acabe

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convirtiéndose en un Contador nuevo.

_ Sí, por supuesto. De ésta gana el tour, el giro, la vuelta… y lo que haga falta.-

Respondió Luís, riéndose.

Los dos únicos habitantes que habíamos visto, perros y burro aparte, eran de lo más

extraño; pero eso no nos había preparado para lo que llegaría después. Por lo menos no

me había preparado a mí, que soy muy sensible, como bien acostumbra a decir mi

novia.

_ Juan, muchas veces creo que tienes el alma de una mujer en el cuerpo de un hombre.

_ ¡Y te quejarás!- Me defiendo; a fin de cuentas he leído en alguna revista femenina que

eso es, precisamente, lo que buscan las mujeres en los hombres.

_ No, pero podrías mostrarla menos a la gente; que van a acabar haciéndote daño, y

luego me toca a mi recoger los cascos.

Ana es muy cerebrar. Aunque nos conocimos coincidiendo con mi emancipación del

hogar familiar, ella, que también vive de alquiler, se niega a que compartamos casa. Le

gusta su independencia. – ¡Cómo si a mi no me gustara la mía!- Pero la economía nos

va tan mal, sobre todo ahora con lo del paro, que bien podríamos compartir gastos ¿no?

Eso, o tendré que volver a la casa de mis padres.

_ Ni hablar del peluquín, Juan.

_ ¿Pero, por qué? mujer.

_ Porque parece que lo que quieres es seguir teniendo una fregona en casa. Y yo no

estoy dispuesta a serlo. De ti, ni de nadie.- Responde con rotundidad, cada vez que sale

a relucir este tema..

_ Ana no te entiendo. A cualquier otra mujer le encantaría que un tipo como yo le

propusiera esto, y tu solo encuentras pegas.

_ Sabes que no es así… Pero, si quieres puedes intentarlo con otra. Seguro que hay

alguna, como tú dices, que estaría encantada.- Me reta.

_ ¿Seguro?

_ Si quieres hacerlo, yo no puedo impedírtelo.

_ Vamos, ¡Qué forma más fina de largarme! – Y cuando yo hago el ademán de irme,

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ella me agarra y me abraza.

_ ¡Que no, so tonto! No ves que no quiero que te marches; lo que te estoy diciendo es

otra cosa.

_ ¡Qué difícil eres!- Exclamo.

_ Ni más ni menos que el resto de las mujeres.

_ Ya lo sé, guapa. – Contesto.

Efectivamente, por mi conocimiento de las mujeres, éstas son difíciles de entender; pero

eso de que mi propia novia piense que lo que quiero es una fregona… Por lo menos

podría concederme el beneficio de la duda. Cuando hablo con mi madre de esto, ella,

que siempre se pone de parte de Ana, me dice que, si la muchacha ha tomado esa

decisión, será porque no quiere dar ningún paso en falso.

_ Esas cosas hay que hacerlas después de tenerlas bien pensadas. – contesta; y, después

se cree obligada a matizar su idea. - La convivencia es muy difícil, y, si la quieres,

deberías intentar hacer todo lo posible para tenerla feliz y contenta.

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CAPITULO XXV

-_Oye, macho, ¿tú de qué color tienes los ojos?- Le pregunté.

_ ¿Cómo?- Me preguntó a su vez, Luís, extrañado.

Efectivamente, a medida que iban pasando las horas, los ojos de Luís iban cambiando

de color, era como si tuvieran el arco iris dentro. Si siempre había pensado que eran de

color azul, esa misma mañana me habían parecido verdes, grises y hasta marrones; y

ahora parecían haber adquirido un extraño color amarillo, como el que tienen las hojas

secas, como el de los diferentes campos de girasoles que rodeaban al pueblo. Como el

que tenían aquellas extrañas plantas que adornaban algunas de las ventanas de las casas

-y la mayoría de las puertas-, y de las que no se podría decir que fueran girasoles, pero

se les semejaban.

Los girasoles… ¿Por qué habría tantos? Ciertamente este era el único cultivo que

parecía haber en todo el pueblo. Recordaba vagamente haber oído que la Unión Europea

había subvencionado, en algún momento, este tipo de plantaciones; de ser cierta mi

información, sin duda “Frontera de los Caballeros” se había llevado la mayor parte del

dinero destinado a tal efecto.

_ Para qué querrán tantos girasoles…- Preguntó Luís, volviendo a verbalizar mis

pensamientos. Sin duda, hasta a él le había parecido rara esa especie de obsesión por

ésta planta, que parecían sufrir los frontizos.

_ Tal vez porque les gusta mucho el aceite. Aquí podríamos freír gratis todo lo que

quisiéramos. O, ya que también sirve como fuente de energía, llenar el depósito del

Hyundai.- Comenté. Efectivamente, la Unión Europea buscaba fuentes de energía

alternativa; y bien pudiera ser que aquí estuvieran experimentando, en éste sentido, con

este tipo de planta.

_ Sí, del Hyundai amarillo… ¿Te habías dado cuenta?- Añadió mi amigo.

_ No. -Dije yo, mintiendo, porque ya había caído en ese pequeño detalle. ¿Se percataría

de mi engaño?

Efectivamente, visto desde el espacio, mí viejo Atos bien podría semejar uno más de

aquellos girasoles; aunque este fuera más grande. Aunque en este caso sí pudiera seguir

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al sol, a las estrellas o a lo que hiciera falta

Sin saber muy bien por qué, empezaba a sentir cierta aprensión… ¿Quién había sido el

pintor obsesionado por los girasoles? Ahora mismo no conseguía recordar su nombre.

_ Van Gogh.- Contestó mi amigo, a pesar de que yo, en realidad no había planteado

ninguna pregunta.

_ Sí, eso. Vincent Van Gogh.- Asentí. ¿No decían que Van Gogh se había vuelto loco

después de vivir en el campo? Posiblemente el pobre hombre había estado en un lugar

tan extraño como éste. Un lugar donde casi todo era amarillo; y donde, lo que no lo era,

mutaba hasta mimetizarse con el ambiente. ¿Cómo se llamaba el pueblo…? Lo que era

seguro es que empezaba por A.

_ Sí, creo que vivió en una casa de color amarillo de un pueblecito de La Provenza

Francesa. – Volvió a responder Luís, pasando por alto que lo hacía sin haberle

preguntado nada.

_ ¡Arlés!- Grité, emocionado, al recordar el nombre.

_ Sí, creo que ese es el nombre del pueblo.- Me contestó, con menos entusiasmo que el

que yo había manifestado.

_ ¡Claro que sí! Ese es el nombre.

Sin duda, para el pobre pintor Arlés debía de haber sido un lugar tan insólito como

“Frontera de los Caballeros” se estaba volviendo para mi; porque empezaba a querer

cortarme, ya no solo las orejas, que eso habría sido poco, también la cabeza. ¿Acabaría

en un psiquiátrico? Esperaba que no fuera así; pero nadie conoce su destino.

_ Tranquilo, hombre, que aquí no todo es amarillo.- Dijo una voz de mujer. _Además,

Arlés no es un pueblo de los nuestros.

_ ¿Cómo?

_ Que Arlés no es de los nuestros.- Repitió, como si esto pudiera tener sentido para mí.

_ Eso creía haber oído.- Respondí, volviéndome. Detrás de nosotros una mujer que no

tendría los cuarenta, aunque iba vestida como las viejas que aparecen en las fotos de

época, nos sonreía. Era alta; muy alta. Incluso diría que era la mujer más alta que había

visto en mi vida. Sus rasgos, desde luego, eran correctos, aunque no era mi

especialmente fea, ni guapa… Pero lo que más destacaba de su rostro eran unos ojos,

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extrañamente azules, muy similares a cómo recordaba que eran los ojos de Luís antes de

venir a este pueblo. Por cierto, como os habréis imaginado, en el resto también se

parecía a mi amigo.

Un viento suave empezó a mover las hojas de los árboles, y los tallos de los cientos de

girasoles que rodeaban el pueblo emitieron una especie de quejido.

_ Luís, ¿se puede saber de qué color tienes los ojos?- Volví a preguntar, olvidándome

por unos instantes de la presencia de la mujer, y del extraño aullido de los girasoles.

_ Como los puedes ver. ¿Acaso estás ciego?- Me dijo.

Volví a mirarle, por si me había equivocado; pero no, efectivamente, no me había

equivocado.

_ Si te digo que ahora los tienes casi amarillos, ¿qué dirías?

_ Pues que te estás volviendo loco; o has perdido vista.- Dijo, riéndose. Mientras se

alejaba de la mujer, sin despedirse.

_ Pues te lo digo.-Insistí, alejándome, a mi vez, de aquella nueva réplica de mi amigo.

No se muy bien por qué, pero Luís se paró, por un instante, delante de mí, y, como si

una especie de nube se hubiera interpuesto entre los dos, me miró. Después de algunos

segundos, continuó andando.

_ ¿Me has oído?- Le pregunté.

_ ¿Qué?- Me inquirió, a su vez, sin comprender, aparentemente, lo que le decía.

_ Que los tienes amarillos. -De haberme podido oír a través, me habría dado cuenta de

que parecía enfadado, aunque, realmente, no lo estaba. En todo caso lo que estaba era

confundido.

_ Mis ojos siempre han sido azules; ya lo sabes.- Y mientras me contestaba, volvió a

sonreír, con esa sonrisa perfecta que era la envidia y el objeto de deseo de todas las

mujeres que le conocían. ¿Me estaba intentando confundir? Pero yo soy un hombre, y

me precio de ser muy macho, por lo que tengo claro que ninguna de las técnicas de

seducción que utilizara iba a surtir el mismo efecto conmigo que el que tendría con una

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mujer._ Y nadie dice que seas homosexual.- Añadió._ Y, aunque lo fueras, eso no sería

ningún problema, ni ninguna deshonra.

_ Ya lo se.- Dije yo, serio. Si seguíamos hablando de ese tema, me iba a sentir

realmente incomodo.

_Pues eso.- Respondió Luís.

¿Y él? Acaso él lo fuera… Después de unos segundos, deseché la idea; ni todas las

guapas son tontas ni todos los hombres interesantes homosexuales… Y aunque lo fuera,

ese no era un tema que me concerniera.

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Purificación G. Ibeas - 94 -

CAPITULO XXVI

_ Esa podría se tu hermana.

_ Sí; ya me he dado cuenta. – Confirmó Luís.

_ En este pueblo todos os parecéis.- Añadí, como si realmente sólo se parecieran; y

parecerse a alguien fuera pecado.

_ Es normal, seguramente seamos familia.- Me contestó, con cierta desgana.

Sin duda alguna mi amigo también quería dejar de lado el hecho de que, más que

parecerse, todos los frontizos que habíamos visto hasta ese momento podrían ser clones

suyos; sin existir diferencia por edad o sexo. Es cierto que en los pueblos lo más normal

es que la gente esté unida por algún lazo de parentesco, pero ese lazo no convierte a

todos los miembros de una familia en copias. ¿Cuál de ellos sería el original? ¿Tal vez

el viejo Engracia? ¿Tal vez el abuelo de mi amigo? Preferí pasar por alto esta pregunta,

porque sólo pensar en ello me ponía los pelos de punta.

_ ¿Y de dónde son?- Preguntó mi amigo.

_ ¿Quiénes?

_ Tus padres.

_ Ah, era eso.- Dije yo, recordando que el que no tenía telepatía era yo._ De la zona de

Cuenca.

_ Donde está la ciudad Encantada.- Dijo mi amigo.

_ Sí, de cerca de la Ciudad Encantada.

Era cierto, mis padres eran oriundos de un pueblecito próximo a la ciudad calcárea;

pero, que yo recordara, ninguno de mis parientes eran tan raros como parecían serlo los

de Luís. Y, por supuesto, ninguno era de piedra.

Recuerdo muy bien la primera vez que fui a ver la famosa ciudad. Ya llevábamos varios

días en la casa de los abuelos cuando mis padres decidieron llevarnos a ver el laberinto

de formaciones rocosas más famoso de la serranía conquense; por eso de ampliar

nuestra cultura, y tenernos entretenidos un rato, supongo. Antonio y Marcos, al ser

mayores que yo, ya habían estudiado cosas sobre ella; para mí toda ella era un msterio.

Mis hermanos estaban entusiasmados con el viajecito; cuando llegamos comprendí por

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qué.

_ Chicos, mientras que papá y yo vamos por las entradas, os quedáis en el coche.- Dijo

mi madre.

_ Vale.- Respondimos los tres, al unísono.

_ Y, por favor, no hagáis ninguna trastada.- Añadió, mientras cogía su chaqueta y su

bolso.

_ Si, mamá._ Respondió Marcos. Como veis, los tres nos mostrábamos extrañamente

obedientes.

_ ¡Ah! Y, por favor, hacedle caso a Antonio.- Añadió mi padre.

_ ¿Por qué a él?- Pregunté yo, molesto por la preferencia.

_ Porque al ser el mayor; por eso se queda al mando.- Respondió mi madre, saliendo del

coche.

¿Ninguna trastada? Pues eso era, precisamente, lo que querían hacer mis hermanos; pero

teniéndome a mí como principal protagonista.

Nada más ver como nuestros padres desaparecían entre la larga fila de coches y gente -

que pretendía, lo mismo que nosotros: pasar el día viendo las diferentes formas que

había adquirido, a lo largo del tiempo, la piedra, por efecto del viento y del agua- mis

hermanos comenzaron a sonreír, y a mirarme de una manera que me hizo intuir que mi

integridad física podría correr algún peligro.

_ ¡No!- Quise gritar, pero, para que no pudiera escaparme ni pedir ayuda, Antonio ya

tenía su mano derecha tapándome la boca, y la izquierda, sujetando uno de mis brazos.

A pesar de todos mis esfuerzos, me vi obligado a bajar del coche; a continuación salió

Marcos, que fue a buscar algo. Cuando regresó, traía un manojo de hierbajos… Bueno,

para qué decir nada más, si ya debéis de haberos imaginado el resto: me tocó comerlo

entero.

_ ¡No os lo perdonaré nunca! – Grité, cuando logré zafarme de ellos.

_ ¡Y qué nos importa!- Dijeron, riéndose.

Efectivamente, no se lo he perdonado nunca; y siempre que puedo, sobre todo en las

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Purificación G. Ibeas - 96 -

fiestas familiares, se lo recuerdo. Ellos, en desagravio, procuran dejar para mí el bocado

más exquisito del plato que hay en la mesa.

_ No sabía la historia. – Dijo Luís.

_ Sí, claro.- Respondí yo, que nunca la había contado, y que, por lo tanto, sabía que

nadie más, aparte de los implicados, podía conocerla.

_ Si llego a saberlo, evito hacerte ningún comentario.- Añadió.

_ Gracias; se agradece.- Contesté, educadamente.

La mujer, que apenas si se había alejado unos pocos metros de nosotros, soltó una

risotada. ¿De qué se reiría? Sin duda alguna, de algo que habíamos hecho, porque, en

aquella calle, estrecha y sombría, no había nada ni nadie más que le pudiera hacer reír.

O…

_ Bueno, igual resulta que nos ha oído.- dijo Luís, mirando hacia ella.

_ Si, será eso.- Respondí, andando más rápido. En realidad –pensé- también pudiera ser

que hubiera leído en mi mente, porque, si mi amigo -que nunca antes había demostrado

tener esa habilidad- lo hacía, ¿por qué no lo iban a hacer sus clones de “Frontera de los

Caballeros”?

Seguimos caminando.

_ Desde luego que es bonito.- Por el tono de voz, se notaba que Luis estaba orgullosote

su pueblo, y contento por estar, de nuevo, en él.

_ Sí; y más grande de lo que se podría creer a primera vista.- Dije yo

_ Si, es cierto. ¿Cuánto tiempo llevamos andando? Por lo menos tres horas. No está mal

para ser un pueblo de no más de cincuenta casas.- Comentó.

_ ¡Vaya!- Respondí, con una extraña sensación de mareo en el estómago, mientras mi

amigo se paraba en seco.

_ ¿A ti no te suena esa casa?- Me preguntó._ Diría que se parece a una que hemos visto

antes; pero no me atrevo a jurar que sea la misma.

_ ¿Y si las calles son concéntricas?- Me aventuré a decir.

_ ¿Cómo la M-30?- Me preguntó. Sin duda él estaba pensando lo mismo.

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_ Sí, como la M-30.

_ Pues entonces resultaría que hemos estado dando vueltas y más vueltas en torno al

pueblo.

_ Pues va a resultar que eso es lo que hemos hecho.- Concluí yo, recordando las

carreteras que rodeaban al pueblo.

Darnos cuenta de este detalle hizo que nos sintiéramos cansados. Decidimos sentarnos

el primer lugar que consideramos apropiado para hacerlo: un pequeño parque con

bonitas jardineras labradas, cuyas flores eran, por supuesto, girasoles. No importaba, se

estaba a gusto; aunque el sol empezaba a resultarme molesto. Los cambios de

temperatura en aquel lugar eran, desde luego, extraordinarios.

_ ¿Y si nos ponemos a la sombra?

_ Pues tú dirás… - Dije yo, que hasta ese momento no había visto ninguna, mientras

levantaba los ojos y miraba a mi alrededor.

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CAPITULO XXVII

Las antenas que rodeaban el pueblo proyectaban una curiosa sombra sobre este, de

forma que parecían los barrotes de una gran jaula. Miré hacia el horizonte, intentando

forzar el gesto. No tuve más remedio que recurrir a mis viejas Ray Ban porque, por más

que lo intentaba, no conseguía ver bien entre aquella maraña de luces y sombras. Aquel

esfuerzo no me debió de sentar bien, porque empecé a notar una especie de mareo. Luís,

al percatarse, me sujetó, para que no me cayera. Sin duda el nuevo color de sus ojos le

permitía tener una mayor protección contra los rayos ultravioletas que el de los míos,

como parecía haber descubierto recientemente una doctora española que había creado

las primeras lentillas de esa tonalidad, tal y como había anunciado la prensa.

_ La doctora Celia Sánchez Ramos. - Dijo una voz. ¿De donde había salido esta nueva

réplica de mi amigo? Porque, efectivamente, también se le parecía, sobremanera,

aunque, de nuevo, en mujer.

Este era un buen el momento para intentar mejorar nuestras relaciones vecinales, así que

decidí que no era mala idea añadir algo a lo que acababa de decir la susodicha

perseidiana.

_ Sí, pero aún están investigando sobre el tema.- Comenté, recordando parte del

artículo, y dándomelas, de paso, de instruido.

_ Menuda tontería. Está claro que, aunque añade luminosidad, también ayuda a ver con

más nitidez. Además, con ciertas modificaciones, protege los ojos contra la luz solar.-

Insistió.

Iba a agregar algo, cuando oí la risa de un hombre. Al volverme comprobé que era el

ciclista… ¿De dónde venía, si hacía apenas unos minutos estaba delante? Sin duda había

dado la vuelta al pueblo. Pude comprobar que en esta ocasión tenía totalmente

dominado el noble deporte del pedaleo; y esto lo digo sin ningún tipo de rencor.

_ Hola.- Dijo, mirando únicamente a mi amigo. Actuaba como si yo no existiera para él.

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Me sentí molesto, porque hubiera preferido que se hubiera olvidado de mí cuando lo del

atropello. Ahora que igual era por eso, por haberme ignorado, por lo que me había

arrollado con su bicicleta.

Me sentí ninguneado; y ésta no era la primera vez que ocurría, desde que estaba en

Frontera de los Caballeros, lo que me provocó un enfado mayor al que tuve cuando lo

había hecho el tío Engracia.

Según el psicoanálisis, muchas de nuestras inseguridades tienen su origen en nuestra

infancia; puede ser, porque soy el más pequeño de tres hermanos, y, por ello, desde

niño, estoy acostumbrado a ser el centro de atención de los lugares donde voy. Pero no

todos encuentra una explicación tan científica; Ana dice que lo que me ocurre es que

tengo una especie de complejo de corista que quiere ser el protagonista de un

espectáculo, pero que tiene que conformarse con ser el eterno segundón del espectáculo.

_Tía, si piensas eso, ¿por qué estas conmigo?

_ Porque, aunque tengas ese complejo, en realidad eres la estrella.

Me gusta lo poética que puede llegar a ser mi novia cuando se lo propone. Algunas

mujeres tienen el don de la palabra; y no vamos a decir que sólo lo utilizan para hablar

por teléfono durante horas -o para hacerlo en el cine, mientras intentamos enterarnos de

lo que dicen los actores- también para decirnos cosas como esta. Resulta que para mi

chica yo soy el protagonista de su película. Es bonito, ¿no?

¿La estrella? Anda, pero si en agosto hay varias lluvias de estrellas. Me gusta

contemplar el cielo, y si hubiera estado en Madrid, a buen seguro que hubiera ido al

Planetario, donde, en estas fechas, nos solemos reunir unos cuantos aficionados para,

con el pretexto de observar las constelaciones, tomarnos unas cuantas birras.

_ Este pueblo sería uno de los lugares favoritos de los amantes de la astrología.-

Comentó el ciclista.- Claro, si lo conocieran.

_ Si, pero también para los forofos de la vida extraterrestre.- Dije yo, inocentemente.

Fue oír esto, y todos los frontizos que estaban cerca de nosotros se miraron entre sí.

¿Había dicho algo raro? Desde luego, si lo había hecho, había sido sin querer, y, por

supuesto, sin saber que les iba a molestado un comentario tan inocente._ Sólo es una

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broma.- Añadí, un poco cohibido.

_ Sí – Dijo Luís, intentando defenderme de algo que yo no llegaba a comprender._ Juan

es un bromista; siempre le está sacando punta a todo.

_ Sí – Añadí yo,_ Aunque no todo el mundo me entiende.

Parece que este último comentario contribuyó a relajar la tensión que se empezaba a

respirar.

_ Sí, hay veces en que la gente no es capaz de entender las cosas.- Dijo la mujer,

sonriendo con su perfecta boca, de perfectos dientes blancos, perfectamente alineados.

En cualquier caso, se había roto el hechizo y, como unas cenicientas cualquiera, cada

uno de los frontizos con los que estábamos hablando minutos antes, se fueron

despidiendo. Nos quedamos solos Luís y yo. Volví a mirar el cielo. Volví a mirar la

especie de cuadricula que las antenas dibujaban en el suelo; la misma que se cernía

sobre nuestras cabezas. Es en momentos como estos cuando me vuelvo filósofo, y algún

pensamiento raro inunda mi mente, impidiéndome vivir tranquilo; por lo menos hasta

que logra salir y cobrar vida.

_ ¿Cómo se sentirán los animales enjaulados?- Pregunté.

_ ¿Cómo?

_ Decía que vivir en una jaula debe ser muy parecido a esto.

_ No lo sé. En cualquier caso, una jaula tiene barrotes de hierro, no una sucesión de

sombras, cruzadas. – Me contestó Luís; supongo que tratando de tranquilizarme.

_ Sí, pero también los bancos se protegen con rayos de luz que, si se interrumpen, hacen

saltar las alarmas.- Dije yo, que acababa de ver con Ana la última de James Bond pocos

días antes.

_ ¡Anda, chaval; mira que eres peliculero…!

_ Lo que tu digas, pero es cierto.

Y así era.

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CAPITULO XXVIII

Por mucho que dijera mi amigo, la etérea jaula en que se había convertido el pueblo,

parecía querer encerrarnos. Al darme cuenta de esto, sentí la necesidad de volver a ver

mi viejo Atos; si lo veía y lo tocaba, sabría que, por mucho que pasase en “Frontera de

los Caballeros”, aun podría coger el coche, meterme dentro, e irme a toda leche, del

pueblo. De acuerdo, era amarillo, pero dentro de él tanto la tapicería como los acabados

eran de un hermoso color negro. Me empezaba a gustar el negro, amaba lo negro.

Amaba a todo lo que fuera negro, aunque no lo conociera… Aunque solo fuera porque

no tenían nada que ver con el color amarillo.

Empecé a notar que me faltaba el aire. Empecé a notar cómo me ahogaba. Empecé a

notar una extraña presión dentro de mi cuerpo. Empecé a notar…

_ Juan, ¿qué te pasa? Te estás poniendo amarillo.- Comentó Luis, mirándome.

_ ¡Nooooooooooooooooo!- Grité._ ¡Amarillo no…!

¡No!, por Favor, que me ponga verde, que me ponga rojo, que me ponga morado, o,

mejor, que me ponga negro… pero amarillo no.- Pensé yo; aun a sabiendas de que todo

el pueblo se enteraría de lo que estaba pasando por mi cabeza en esos momentos; aun a

sabiendas de que podía haber alguno de esos extraños seres de dos metros dispuestos a

responderme. Y, poco a poco, empecé a sentir que todo cambiaba de color, perdía su

forma, y se volvía negro. De un intenso color negro. Tan negro como la noche, como las

sombras; tan negro como aquellos extraños barrotes que me convertían en prisionero en

“Frontera de los Caballeros”.

Por suerte, al despertar me encontraba en la casa de Celestino Santos, donde las

persianas, totalmente herméticas, impedían que entrara, ni tan siquiera que se colara, el

menor de los rayos de ese maldito sol amarillo. A medida que recobraba la conciencia,

después de la vista, empezaron a recobrarse mis otros sentidos. Lo que en un principio

me había parecido un susurro, al despertar completamente, se convirtió en una

conversación: no muy lejos de donde yo me encontraba estaban hablando una

desconocida y mi amigo. Lo de desconocida lo digo, precisamente por la voz, porque

tenía, evidentemente, la misma cara que el resto de las frontizas que había visto.

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_ Sólo es una fuerte conmoción. Sin duda, cuando se le vino encima la bicicleta, se hizo

daño en la cabeza.- Oí que decía la mujer.

_ Si, tiene que ser eso.- Le respondió Luís. Después de un rato de silencio, añadió.-

¿Nos vamos?

Luis, y su contertulia, se alejaron. Ese fue el momento que yo aproveché para abrir

completamente los ojos. Habían dicho que había sufrido una conmoción… ¿Cuánto

tiempo habría estado inconsciente? ¿Mucho? Cuando localicé mi reloj de muñeca, que

estaba encima de la maleta, vi que estábamos a dieciocho; habían pasado cuarenta y

ocho horas. Poco tiempo, o mucho, según lo que me quedara de vida. Decidí que no iba

a esperar a averiguarlo, sin intentar hacer nada al respecto. Me levanté, bajé las

escaleras y abrí la puerta de la casa; al hacerlo pude comprobar que era de noche. En lo

alto, una hermosa y redonda luna blanquecina parecía ocupar todo el cielo, restándole

protagonismo a los demás astros.

_ Hace frío.- Pensé. No esperaba contestación, pero la tuve.

_ Sí, hace frío. No creo que alcancemos los trece grados. – Dijo Luís.

_ ¡Trece grados! Y en agosto.- Repetí yo.

_ Si, pero ya se sabe; en Castilla las noches siempre son frescas. ¿No querías librarte del

calorazo de Madrid?- Me preguntó, con voz tranquila.

_ Si, claro. – Le contesté. ¿Dónde estaría la mujer? ¿Se habría ido a su casa? No

importaba. Como se ve, la apacible voz de mi amigo estaba haciendo que dejara de lado

mis anteriores planes y temores.

_ Pues ya ves que esto, por lo menos, lo estás consiguiendo.- Añadió. ¿A qué se

referiría? Sin duda al frío.

_ Sí, es cierto. Creo que no será una mala idea dormir con manta.

_ No estoy de acuerdo, porque, mientras estabas fuera de juego, he hecho alguna que

otra inspección por la casa, y no he encontrado nada útil… ¡Y que no huela a perros

muertos! – ¿Por qué usaba esa expresión, precisamente?_ ¡Ah! hablando de perros, -

continuó- ya conozco al dueño del que ladra tanto. Es una viejecita que vive sola, no

muy lejos de aquí. Según parece, lo tiene para defenderse de los extraños. He quedado

en ir a su casa; era muy amiga de mis abuelos, y le ha hecho una ilusión tremenda que

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aceptara cenar con ella. Ahora que, según parece, estás bien, iremos los dos; no creo que

le importe… Aquí no reciben muchas visitas. En cualquier caso, se ha disculpado por

adelantado, por si hace algo que nos pueda parecer raro. – Añadió, sonriendo ante la

ocurrencia de la anciana.

¿Qué podría hacer una viejecita de cerca de cien años para ofendernos? Luís me había

dicho que esa era su edad. ¿Sería alguna especie de vieja sádica, de esas que se dedican

a envenenar a sus vecinos? ¿O a los animales de sus vecinos? ¿O a sus vecinos

animales?

Aunque aparentemente mi amigo seguía igual que antes, yo no podía dejar

completamente de lado esa extraña sensación que aprisionaba mí pecho. ¿Os habéis

sentido alguna vez como la presa de una jauría de avispas? Bueno, igual no es esta la

imagen más apropiada para describirlo, pero creo que me entenderéis si os digo que me

sentía casi tan nervioso y extraño como cuando estudiaba y esperaba la nota de algún

examen.

¿Extraños? Luís había dicho que la vieja tenía el perro para defenderse de los extraños.

¿Quien podía ser el extraño en aquel mundo lleno de seres raros…?_ ¡Cuernos, pues

yo!-Pensé. El único extraño era yo, porque hasta Luís parecía haberse integrado a la

perfección. Y encima me encontraba en desventaja, porque no podía ni siquiera

planificar algo sin arriesgarme a que se enteraran todos. Estas vacaciones se estaban

convirtiendo en una partida de cartas, donde todos los jugadores saben que están

marcadas… Todos, menos yo: el extraño.

_ ¡Joder, macho! - No pude dejar de exclamar.

_ ¿Sí?- Me preguntó.

_ Nada, que me acabo de acordar de una cosa.

_ Pues debe ser importante, por como lo has dicho.- Añadió, mirándome con la mejor de

las sonrisas asomando a su cara.

¿Era posible que esta vez no supiera realmente a lo que me había referido? Eso, o se

trataba de un auténtico hipócrita… y por lo que yo le conocía, no era este el caso. No

importaba, debía echarle dos cojones al asunto e ir a la casa de la vieja, aunque no me

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apeteciera demasiado.

¡Extraños; había dicho extraños!

_ Sí. Extraños.- Dijo Luís.- ¿Y qué hay de malo en ser diferente? Todos lo somos en

algún momento.

_ Sí, es cierto. – Le contesté.-Pero no todo el mundo tiene a un perro especialmente

amaestrado para morder a los extraños.- Al oírme, Luís me miró como si el personaje

que tenía delante de él –es decir, yo mismo- fuera un autentico loco.

_ No creo que se refiriera a eso, cuando lo dijo. Más bien querría decir…- Empezaba a

defender a la vieja, pero yo no le dejé terminar.

_ Ahora va a resultar que sabes lo que quiere decir, sin apenas conocerla. Macho, que

sólo hace dos días que hablas con ella.- Le interrumpí, mosqueado.

_ Pero…

_ ¡No lo arregles!- Insistí.

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CAPITULO XXIX

¿Estaba volviéndome loco? No; seguro que todo era efecto del calor, de la tensión del

viaje, de los nervios por ser uno más entre los parados de éste país, del atropello que

había sufrido… y, por supuesto, de la mala alimentación que habíamos tenido, desde

que llegamos al pueblo ¡Ya no era capaz de recordar la cantidad de bocadillos que

llevaba en el coleto!

_ Si, creo que me sentará bien comer algo decente; porque supongo que la vieja será

buena cocinera, como todas las mujeres de su edad.- Dije, tratando de ver el lado

positivo de las cosas.

_ Por el interés te quiero, Andrés…- Me contestó Luís, serio.

¿Me debía de sentir ofendido? En realidad, aunque fuera así, no lo hice. Me apetecía un

buen plato casero, hecho a fuego lento en una de esas tradicionales cocinas de carbón

que aún existen en algunas casas de pueblo; y en algunos figones de restaurantes de tres

tenedores, a los que son tan aficionados César, y esos que nunca sufrirán ERE`s .- Pensé

yo, todavía resentido por encontrarme en paro.

_ ¿Debemos llevar algo?- Pregunté, ingenuamente; como si tuviéramos algo para llevar,

cuando ya no había ni siquiera una triste bolsa de patatas fritas, ni un paquete chicles, ni

una tableta de chocolate en nuestra pequeña despensa; Luís había dado buena cuenta de

lo mejor de nuestros suministros mientras yo yacía, medio moribundo, en la cama. Y,

por supuesto, de un buen vino fresco, ni hablar, porque no habíamos tenido la

precaución de comprarlo.

_ No. No creo que espere nada. –Contestó.

_ Si quieres le llevamos un ramillete de esas flores que parecen girasoles enanos. Total,

no tenemos nada más a mano, y en este pueblo no hay ninguna otra cosa que se pueda

regalar.- Después de unos segundos, añadí._ No me gusta ir a ninguna casa sin llevar

algún presente.

Mi amigo me miró serio; sus ojos me parecieron extrañamente amarillos. ¿Se habría

mosqueado? En cualquier caso, lo que acababa de decir era cierto. Recordaba muy bien

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lo que nos decía mi padre a Antonio, a Marcos y a mi, cuando nos invitaban a algún

sitio.

_ Debéis portaros bien.

_ Sí, papá.- Le respondíamos.

_ Dad las gracias al anfitrión cuando lleguéis.

_ Si, papá.- volvíamos a responderle.

_ Nada de ir con aspecto sucio.

_ Sí papá.- Asentíamos.

_ Nada de poner los codos encima de la mesa.

_ Si, papá. – Volvíamos a asentir, por enésima vez.

_ Nada de pedir más comida. Y el pan no se desmiga.

_ Sí papá.- Confirmábamos.

_ No se habla con la boca llena.

_ Sí, papá.- Volvíamos a confirmar, un poco hartos de tanta charla.

_ Nada de pelearse con otro invitado….Y no olvidéis llevar un regalo. No está bien

presentarse en una casa con las manos vacías.- Concluía el hombre, satisfecho por no

haberse olvidado de darnos ninguna recomendación.

Mientras me aseaba, lo mejor que podía, en la misma pequeña palangana en que ya lo

hiciera el primer día -a la que había tenido la precaución de cambiar el agua, por

supuesto-, Luís salió de la casa. Me sentí aliviado, porque, a fin de cuentas, no conozco

a nadie, por muy duro que sea, que aguante que le miren como lo hacían los ambarinos

ojos de Luís. Pese a que estuve un buen rato lavándome, al terminar, mi amigo seguía

sin aparecer. Bueno, no importaba, tenía cosas que hacer: ¿conocéis a alguien que, en un

lugar lleno de misterio, no se empeñe en investigar? Me dediqué a entrar en las

diferentes estancias de la casa.

Efectivamente, como bien me había dicho mi amigo, en ninguna de ellas había algo que

pudiera ser útil para nosotros, pero, en cambio, sí que encontré algo que me interesó

sobremanera: se trataba de una pequeña foto. Estaba medio velada, pero aún así, se

veían varios hombres y mujeres. Todos se parecían mucho –hasta diría que eran el

mismo-; por otro lado, todos tenían el mismo porte y la misma sonrisa que Luís…Y

estoy seguro de que, de no ser en blanco y negro, hubiera comprobado que también

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tenían el mismo color de ojos ¿Quién de entre ellos sería Celestino Santos? Bueno, y a

mí qué me importaba, a fin de cuentas hubiera dado lo mismo que fuera el de la

derecha, el de la izquierda, el que estaba sentado en un banco, o el que apoyaba su brazo

sobre una de las dos únicas mujeres de la escena.

_Juan, ¿ya has terminado? - Dijo Luís. En ese mismo momento me acordé de que, desde

que estábamos en “Frontera de los Caballeros”, mi amigo había adquirido la extraña

habilidad de andar sin hacer el menor ruido, por eso siempre me pillaba desprevenido.

_ Sí, claro. Me la he encontrado por ahí…- dije yo levantando el brazo, sin señalar

ninguna parte concreta de la casa.

Bueno, tampoco había hecho nada malo: solo había curioseado un poco; como lo haría

cualquiera que estuviera en mi lugar… En aquel sitio no había mucho más que hacer,

salvo, tal vez, escuchar la radio… Pero el viejo aparato, que presidía lo que se podría

denominar salón, no parecía tener muchas probabilidades de poder usarse con la actual

tecnología. Más bien, parecía ser uno de los primeros prototipos creados por Marconi.

_ No fue Marconi, fue Tesla.

_ ¿Y quién cuernos es ese?- Pregunté.

_ Un ingeniero croata del siglo diecinueve, que construyó el primer radiotransmisor._

Me dijo. Otra vez me volvía a sorprender con sus conocimientos. No importaba; total, si

hasta los entendidos discutían sobre el nombre del inventor de la radio, cómo podría no

equivocarme yo, que no lo era. _ ¿Ya estás listo?- Añadió.

_ Si. Ya hace un rato; has tardado un poco, ¿dónde estabas?

_ ¿Cómo?- Dijo Luís, que parecía estar desconcertado por mi pregunta.

_ Que dónde has estado.

_ Pues por el pueblo. He ido a coger unas flores para el ramo. ¿No habíamos quedado

en eso?

_Sí, es cierto. – Y entonces, al bajar los ojos, pude ver que Luís sujetaba tres pequeños

girasoles.

_ ¿Te gustan?- Me preguntó, levantando la mano.

_ No más que cualquiera de los otros cientos que he podido ver por aquí.- Respondí.

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Purificación G. Ibeas - 108 -

CAPITULO XXX

Al verme llegar, nuestra anfitriona, que se llamaba Valentina, no pareció sorprenderse.

Estaba esperándonos sentada junto a la entrada de su casa, con dos sillas vacías cerca; a

su lado, una pequeña mesa plegable, de madera sin barnizar. Sobre la mesa ya estaban

dispuestos el mantel, las tres servilletas, los tres vasos y los tres platos, con sus

correspondientes cubiertos. Un búcaro, vacío, parecía estar esperando el pequeño ramo

de girasoles con el que íbamos a obsequiarla._ ¿Cómo lo habrá sabido?- Nada más

plantear la pregunta me di cuenta de que, a fin de cuentas, era otra frontiza más, y, por

lo tanto, tenía las mismas habilidades adivinatorias que sus otros convecinos.

Pese a esperarlo, sin duda le hizo mucha ilusión el ramo, porque lo recibió con una de

esas sonrisas que esperas ver en la boca de una joven de veinte años, pero no en una

vieja de más de cien. _ Aquí los dentistas no tienen mucho que hacer.- Pensé. Como era

de esperar, recibí una aclaración a esas maravillosas bocas.

_ Es que tenemos buenos genes.- Me contestó Luís.

_ Sí, debe de ser eso.- Confirmé, sonriendo.

La viejecilla, la verdad, era muy agradable, y su conversación bastante inteligente.

Estuvimos hablando un buen rato, antes de que se decidiera a levantar y entrar en la

casa, con la intención de sacar la cena. Fue este el momento el que aproveché yo para

comentarle a Luís lo bien que había recibido nuestros girasoles.

_ Macho, que hasta que los robamos, no eran nuestros.- Dijo, sarcásticamente, mi

amigo.

_ Sí, pero seguro que no esperabas que le gustaran tanto. Si tu colega tiene unas ideas…

que ya querrían para sí muchos de los asesores del presidente.- Añadí, jactancioso.

_ Si, pero seguro que tu no rechazarías su sueldo.

_ Hombre, ya puestos, ni su sueldo ni las dietas que van asociadas a él. No te creas, que

uno no es tonto, aunque sea honrado. –Al oírme decir esto, mi amigo señaló los

girasoles, por lo que no me quedó más remedio que añadir: Bueno, a ratos.

Luís, desde luego, había cambiado. Y no lo digo por esas centellas que ahora tenía, por

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Purificación G. Ibeas - 109 -

ojos. Estaba más ocurrente de lo que yo recordaba haberle visto nunca; y eso que le

conozco desde hace ya bastante tiempo. ¿Cómo iba a rechazar un sueldazo de consejero,

un miserable parado como yo?

Acabábamos de hablar, cuando apareció la vieja. Llevaba entre sus manos la olla que

mejor olía de todas las que había olido a lo largo de mi vida; y eso que mi madre no es

mala cocinera. _Como sepa igual de bien –pensé-, a buen seguro que la anciana nos va a

tener como invitados durante los próximos días.

_ Pues no habría ningún problema.- Contestó la mujer.

_ Tenga cuidado, Valentina, que Juan le va a tomar la palabra.- Añadió Luís, mientras

yo, azorado, estallaba en una sonora carcajada.

Así que nuestra anfitriona tenía la misma capacidad de leer la mente que el resto de sus

vecinos, como bien había supuesto. Todos los que estaban en Frontera la tenían; claro,

todos menos yo, el extraño.

En ese momento el lindo perrito que hacía compañía a la vieja, salió de la casa, donde

había estado hasta ese momento, y empezó a mirarme de una forma que no me gustó. La

anciana debió de darse cuenta, porque se creyó obligada a tranquilizarme

_ No hace nada. Sabe que si está aquí es porque se podría decir que casi es usted de los

nuestros.

¿Cómo? No supe que decir. ¿Me había dicho que casi era de los suyos? ¿Quiénes eran

los suyos? ¿Gentes como mi amigo? Gentes a las que les gustaban los girasoles; y que,

además, medían dos metros, tenían cuerpo atlético y los ojos de color azul… hasta que

les cambiaban a amarillo. Si era así, en efecto, yo, con mi metro ochenta, mis ojos

marrones, y mis músculos de gimnasio, casi era de los suyos; pero sólo “casi”.

_ ¿Y ha estado muchas veces en el pueblo de su familia?- Me preguntó la anciana, como

si yo ya le hubiera contado algo de mi vida. Ante mi negativa, añadió_ Pues no haga lo

mismo que el descastado de su amigo.- ¿Cuál creería que era la cuna de los Venturada?

¿Le habría dicho Luís que procedíamos de La Ciudad Encantada? Si era así, a buen

seguro que no le habría explicado todo; porque en la famosa “ciudad”, exceptuando los

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Purificación G. Ibeas - 110 -

guardeses, no vive nadie.

_ Lo intentaré.- Respondí, dando por zanjada toda la polémica sobre mi origen.

_ Me alegro de oírlo. Más que nada por haber contribuido, en la medida en que lo puede

hacer una pobre vieja centenaria, en cambiar la conciencia de un joven terráqueo.

¿Qué había oído? No, me había equivocado. Todavía debía de estar mal.

Instintivamente me toqué la cabeza.

_ ¿Te duele? - Me preguntó Luís.

_ No, creo que no; pero tal vez esté sufriendo de alucinaciones. – Contesté.

_ Es normal; has estado enfermo y ésta ha sido tu primera comida en dos días.

Probablemente deberías de habértelo pensado más, antes de repetir cada plato.

_ Sí, puede. Pero no pude resistirme.- Añadí.

La vieja, mientras tanto, posaba sus ojos azules, alternativamente de mi amigo a mí, y

de mí a mi amigo; como si estuviera viendo un partido de tenis y siguiera cada uno de

los movimientos que hacían la pelota.

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CAPITULO XXXI

Tras unos breves instantes de confusión, terminamos la cena, que resultó exquisita. Al

poco, mientras todavía estábamos sentados, se encendieron las farolas que conformaban

el alumbrado de Frontera de los Caballeros; este era tan bueno, como mala la

iluminación del interior de las casas. La del campanario, como ya me había parecido

desde la carretera, seguía siendo la más potente de las luces que había visto en muchos

años; entonces no había dado mucha importancia al detalle, aunque, en mi inconsciente

se había producido una especie de asociación con la base de Robredo de Chavela. Hacía

años que había ido a visitarla, como parte de las actividades culturales que organizaba

mi instituto. De todos los compañeros, solo Luís y otros dos no habían ido, alegando

que sus padres tenían programadas otras cosas para ese sábado; a nadie le había

resultado extraño. Como alternativa, presentaron un trabajo sobre la llegada del hombre

a la luna. De los tres, el de Luís sería el más brillantes, por supuesto.

En el horizonte, las antenas que bordeaban la especie de caldera en la que estaba

ubicado el pueblo, destellaron por efecto del foco situado en el campanario. Sin duda la

idea de colocar las bombillas mirando al cielo había sido muy buena, porque de haberlas

colocado hacia la tierra, a buen seguro que el colegio de oftalmólogos habría tenido

mucho que hacer ¡Y eso, a pesar de la manera en que sus ojos parecían mimetizarse con

la luz!

_ Ocurre como con algunos animales, que se integran con su entorno.- Murmuré

_ ¿Cómo?- Me preguntó Luís.

_ Nada; digo que la naturaleza es sabia y permite que nos adaptemos.

_ Sí, es cierto. La madre naturaleza es sabia.- Añadió la vieja, con su juvenil tono de

voz. Al escucharla, tanto mi amigo como yo, asentimos; por algo se dice que sabe más

el diablo por viejo, que por diablo.

Se hacía tarde. El perro volvió a ladrar. La vieja, que había empezado a amontonar los

platos, le sujetó la cabeza, con la mano que tenía libre, y, dándole un cariñoso pellizco

en el cuello –en la zona que tanto les gusta a estos animales-, siseo algo que no llegué a

entender. El animal debió comprender, porque el resto de la noche estuvo calladito;

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aunque, eso sí, siguiera sin apartar sus ojos de mi, el extraño. No, la vieja había dicho

que casi era uno de los suyos; no en vano mi familia provenía de la ciudad Encantada._

¿Por qué había tanta obsesión con esto?- Pensé. Esta vez nadie me contestó, ni siquiera

mi propia conciencia, que ya se había acostumbrado a estar callada, porque para eso

estaban los otros.

Evidentemente, como había comprobado el mismo día en que caí redondo al suelo,

había más frontizos de lo que parecía. A mi primer -y errónea- impresión había podido

contribuir el carácter silencioso que parecían tener todos ellos; pero -como se dice-, las

apariencias engañan, porque ese silencio empezó a romperse con voces y gritos de

personas de ambos sexos. Miré, alternativamente, a uno y a otro de mis comensales,

como sólo lo puede hacer un idiota, o un incrédulo. Pase que hubiera más vecinos, pero

lo que no entendía era el motivo de tal –y repentino- alborozo.

_ Es porque mañana es fiesta.- Aclaró Valentina, mirándome a mí, primero, y, después,

a mi compañero.

_ ¿Fiesta? - Repetí yo, que no había observado la presencia de esos banderines con los

que se suelen engalanar las calles de los pueblos.

_ Si. Aquí somos muy discretos.- Dijo ella; pero a mi esto, dadas las voces que emitían

los nuevos frontizos, me costaba creerlo.

_ ¿Sí? Qué santo es…- Pregunté; a fin de cuentas, todos los pueblos de España celebran

sus fiestas conmemorando la ascensión, el nacimiento o el bautizo de la virgen; o de

algún santo. Estaba seguro de que esto no podía ser diferente en “Frontera de los

Caballeros”. Bueno, teniendo en cuenta las antenas, bien pudiera ser que celebraran el

día en que el primer hombre llegó a la luna; o, puestos a desvariar, el día en que el

primer perro fue al espacio.

_ No es por ningún santo; es por las Perseidas.- Me contestó, seria.

_ ¿Las Perseidas?- El nombre me sonaba mucho, pero aún debía de estar bajo los

efectos de la conmoción, porque no acertaba a encontrarle sentido a las ráfagas de

información que llenaban mi cabeza.

_ Sí, las Perseidas. No me digas que un mocetón tan culto como tú, y aficionado a la

astronomía, no sabe lo que son.- Por la sonrisa que asomaba a su rostro, estaba claro que

no entendía mi actual ignorancia.

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_ Pues, la verdad, ahora no caigo; aunque sonarme, me suena mucho.- Dije yo, con cara

de sentirme más apenado de lo que realmente lo estaba. A continuación señalé el

pequeño rasguño que tenía junto a la sien.

¿Debía de molestarme por la forma en que la vieja -que casi me sacaba veinte

centímetros y veinte centímetros- me había llamado mocetón? ¿Y cómo sabía ella si era

culto, y aficionado a la astronomía, o no? Decidí hacer oídos sordos a semejante ofensa;

total, a buen seguro que la pobre anciana tenía ya la mitad de las neuronas muertas,

porque me costaba creer que, con su edad, pueda mantenerse en el mismo estado de

lucidez que un joven; por mucho que pareciera lo contrario.

_ Pues es lo que mucha gente llama con el nombre de “Lágrimas de San Lorenzo”.- Fue

su escueta respuesta.

_ Las “Lágrimas de San Lorenzo”…- Repetí. De nuevo me sonaba, pero seguía sin

encontrarle todo el sentido._. No sabía que Lorenzo, al ser asado en la parrilla, había

llorado.- Dije yo, guiñando un ojo. Otro de mis chistes.

_ No, es un fenómeno astronómico. Creía que sabías algo del tema.

_ ¡Ah! Es posible, pero ahora no acierto a recordar nada sobre ese tema.- Respondí yo,

confuso, mientras volvía a señalar la herida de mi cabeza.

La mujer debió de comprender, porque a continuación empezó a darme una sencilla

clase de astrofísica encaminada a despertar mi memoria. ¿Cómo podría saber tanto

sobre este tema una vieja de un pueblecito perdido? Tan perdido que ni se veía la tele, ni

se podía hablar por teléfono, ni tenían microondas, ni… Claro que la explicación podría

estar en que por aquí vivía algún friki de las estrellas que se dedicaba, en sus ratos

libres, a dar clase a los ancianos de la zona. Posiblemente hasta fuera el mismo que

había puesto aquella especie de muralla de antenas, a la que parecía que no daban

importancia más allá de lo meramente anecdótico. Nadie, salvo yo, por supuesto, que

empezaba a sentirme molesto por su inútil presencia en el horizonte.

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CAPITULO XXXII

La noche siguió cayendo, y yo, que hacía pocas horas que había salido de una especie

de coma, o limbo -aunque habrá quien lo cuestione; lo de salir, por supuesto- decidí que

había llegado la hora de recogerme. Sí, es cierto que no iba a dormir en un lecho de

plumas, pero aquel viejo colchón de lana era lo más parecido al cielo que había en toda

la casa de los Santos; y, como ya he dicho en otras ocasiones, mi saco de dormir es

bastante confortable; que por eso me había costado un riñón, y casi la mitad del otro.

_ ¡Mira que sois exagerados!- Dijo Valentina.

_ ¿Cómo?- Dije yo. Realmente no entendía lo que quería decir. La vieja era buena

gente, pero un poco extraña; a mi manera de ver, por lo menos. Decidí no decir nada

más, a fin de cuentas cada cual se organiza la verbena a su modo.

Mientras me alejaba –solo- miré a Luís. Parecía feliz. Si la cita la hubiera tenido con

una jovencita de veintitantos, estoy seguro de que mi amigo no se hubiera mostrado más

complacido. Sin duda, los dos días en que yo había estado convaleciente, se había

establecido una amistad muy especial entre ambos… Y estaba seguro de que seguirían

estrechando lazos durante los próximos días; ¿sería un amor tan puro como esos que

abundaban últimamente en la aristocracia española? _Je, Je…. -No pude dejar de

reírme, pensando en el que era uno de los cotilleos más sabroso, e increíbles, de los

últimos tiempos.

Efectivamente, las cenas en casa de la vieja centenaria se convirtieron en algo habitual.

Los días transcurrían haciendo caminatas y siguiendo los extrañamente bien

pavimentados caminos, que circundaban el pueblo; las tardes, descansando en alguno de

los parajes más bellos de aquel mundo de girasoles; y las noches, en casa de la anciana.

El perro de la mujer se había acostumbrado a vernos llegar, y ahora, cuando nos veía, ya

no se acercaba a olerme. ¿Me habría convertido en uno de los suyos? ¿Habría dejado

de ser un extraño? Me temblaron las piernas. Esperaba que alguno de los moradores de

“Frontera de los Caballeros” -o bien mi amigo, que también se agradecería la

deferencia- me respondiera; pero, como si la pregunta les resultara molesta, no habría

ningún tipo de contestación. ¿Me había equivocado, y todas las veces que había creído

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que lo hacían, había sido fruto de la casualidad? Sin lugar a dudas estas vacaciones no

me estaban sentando todo lo bien que había creído ¿Y si la culpa de todo la tenía el

stress generado por mi nuevo estado en el INEM?

_ No te preocupes, Juan, seguro que, cuando vuelvas, encuentras trabajo.- Dijo Luís,

mostrándome la mejor de sus sonrisas. La misma sonrisa que podría haber puesto la

vieja, la misma que podría haber mostrado en su rostro uno cualquiera de los habitantes

de aquel pueblo.

_ Cómo se nota que eres hijo único… ¿A ti no te preocupa encontrar otro trabajo?-

Contesté, saliendo por peteneras.

_ Hombre, no es eso. Es que estoy pensando en quedarme aquí, con los míos.

¿Cómo?

Le miré como si no reconociera a mi querido compañero y colega de muchas noches de

juerga por la calle de Huertas. Sin duda alguien estaba mal de la cabeza. ¿Era mi amigo

- que parecía tan integrado entre los frontizos- el que se había vuelto loco; o lo era yo?

¿Qué se le podría haber perdido aquí, en un lugar donde la tecnología del siglo

veintiuno -por lo menos la que yo conocía- parecía haberse quedado en el camino de

acceso? Y ya sabéis que este no es de los mejores que hay en España.

_ ¿Y tus padres?- Le pregunté, cuando me repuse. Quería recordarle que sus padres

vivían en Madrid, y le esperaban. ¿Un golpe bajo por mi parte? Puede, pero hay veces

que es necesario darlos; y empezaba a creer que ésta era una de ellas.

_ Ellos me entenderán.- Respondió, con su habitual y cándida sonrisa.

¿Entenderle? Cómo habrían de entenderle si ellos mismos hacía años que habían

abandonado aquel lugar; y no habían vuelto. ¿Habría algo en el pueblo que yo me había

perdido? ¿Habría alguien a quien no habría visto? Bueno, aunque fuera así, estaba

seguro de que sería bastante difícil de distinguir del resto; a buen seguro que mediría

cerca de dos metros, tendría los ojos azules –o amarillos-, cuerpo atlético y sonrisa

perfecta. ¿Pero a quien le interesa una mujer que se parece a un jugador de baloncesto?

A mi no, desde luego.

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_ ¿Y las suecas? Siempre me has dicho que te gustaban mucho las suecas.- Dijo Luís.

_ Si; algunas de ellas. –Reconocí, admitiendo la que es una de mis mayores debilidades,

para desesperación de mi novia.

_ Pues ahí tienes un ejemplo.

Desde luego, esa continua invasión a mi intimidad era una de las cosas que no echaría

de menos, si decidía quedarse.

_ ¿Entonces es por una “chorba”?- Pregunté en voz alta, para dejar más claro que esta

vez sí que esperaba una respuesta; es más, hasta agradecería tenerla.

Luís, sin embargo, no dijo nada. Yo di por hecho que se trataba de una joven, porque no

creía, y lo digo totalmente en serio, que mi amigo fuera un pervertido de esos a los que

les gustan las viejecitas; por mucho que estas tengan la misma labia que Valentina, o, su

extraordinaria percha. O cocinen de manera tan exquisita como había demostrado

hacerlo la vieja.

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CAPITULO XXXIII

A medida que se aproximaba el momento en que daría comienzo la famosa lluvia de

meteoros del mes de agosto, el pueblo cobraba vida. Los frontizos, silenciosos,

pacíficos, y casi fantasmagóricos durante los diez días que llevábamos entre ellos,

empezaron a hacer acto de presencia en las calles. La extraña mujer que solo hablaba

cuando te veía de espaldas, el ciclista novato, el cazador al que no habíamos llegado a

ver, la vieja centenaria, el viejo ochentón… todos eran vecinos de otros seres no menos

extraños, que fueron haciéndose visibles, poco a poco. Así fue como conoceríamos al

cantinero, al cura, a la farmacéutica, a la maestra… Empecé a comprender por qué los

padres de mi amigo habían decidido huir de “Frontera de los Caballeros”. Huir, que no

irse; de esto ya estaba más que convencido.

La iglesia estaba situada en lo que se correspondía con el centro de la sucesión de

círculos concéntricos que rodeaban la caldera en la que estaba aposentado el pueblo;

junto a ella se levantaba aquel extraño campanario. En torno a ambos, un espacio,

también circular, hacía las funciones de plaza pública. Era en ella, en la plaza, donde se

desarrollaba toda la vida social del pueblo, porque era allí donde se encontraban

situados la pequeña casa consistorial -presidida por una bandera de extraña forma y

colorido-, la taberna, la farmacia y la escuela; sin duda aquel era el centro de poder de

“Frontera de los Caballeros”. Al darme cuenta de esto pensé que cualquiera que quisiera

desestabilizarlo sólo tenía que poner una bomba en aquel lugar, que, por demás, debía

de ser fácilmente distinguible desde el cielo. A ver qué hacían los frontizos sin alcalde,

sin maestro, sin cura, sin médico y sin farmacéutico.

¿Médico? Había dicho médico. Era cierto, que yo supiera no había médico, salvo que

algún galeno aventurero se arriesgara a venir por el camino que daba acceso al pueblo;

lo que dudaba, porque no podía haber en el mundo nadie tan estúpido para hacerlo,

salvo, por supuesto, yo mismo.

_ Aquí nadie se pone enfermo. Y cuando lo hace, es por cosillas sin importancia. Para

estar bien es suficiente con un poco de agua de la “Fuente de la Salud” y algún remedio

de la Farmacia.- Me respondió Valentina, con la que había estrechado lazos, a fuerza de

cenar en su casa. No iba a ser sólo con su perro con el que estableciera confianzas.

_ “Fuente de la Salud” ¿Qué sitio es ese?- Pregunté, desconcertado.

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_ Se trata del pequeño manantial donde soléis ir.

_ ¿Cuál? ¿Ese donde solemos descansar después de nuestras caminatas? Desde luego

que tiene un nombre que le va al pelo; ni siquiera el agua de Vichy sabe mejor, y eso

que ésta es gratis. Nos sería mala idea comercializar su agua, o construir un balneario.-

Dije.

Ciertamente, el agua, una vez que se enfriaba, no sólo estaba exquisita, si no que parecía

una de esas bebidas isotónicas que tanto les gustan a los deportistas, y que sólo se

venden en Farmacias… Eso me lleva a Elvira.

Elvira era la farmacéutica del pueblo, y la responsable, por supuesto, -por lo que había

llegado a saber- de la buena salud de los frontizos. Ella había sido la que me había

recetado el remedio, a base de hierbas, que me había sacado del estado de agotamiento

en el que caí a los pocos días de llegar a “Frontera de los Caballeros”. La verdad, en

virtud de su generosa colaboración en pos de mi buena salud, debería estarle algo

agradecido; sin embargo guardaba una especie de rencor hacia ella. ¿O, en vez de decir

rencor, debería de decir temor? ¿Y si me había dispensado algún veneno? ¿El mismo

que ahora me estaba consumiendo y que me impedía pensar con claridad? Sí, porque

estaba seguro de que había algo dentro de mí que hacía que no viera las cosas como

realmente eran. Era imposible que mi amigo tuviera los ojos amarillos, lo mismo que

muchos otros frontizos, cuando siempre los había tenido azules. Era imposible que

todos tuvieran la capacidad de leer el pensamiento. Era imposible que… Y entonces caí

en otro detalle ¿Y el cementerio? Mira que habíamos dado vueltas y más vueltas en

torno al pueblo y dentro de él, y no habíamos visto ni un mísero camposanto. Porque

aquí, igual que en el resto del mundo, la gente debía nacer y morir. ¿Qué harían con los

cuerpos? Tal vez los incineraran… Pero ¿dónde? Entonces, y sin poder evitarlo miré

hacia lo alto del campanario. Seguro que era allí donde quemaban los cuerpos.

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CAPITULO XXXIV

Me desperté con el sonido de una extraña sirena. Abrí los ojos, pero volví a cerrarlos

inmediatamente, a la espera de escuchar algún otro ruido más esclarecedor, dado que

para ver lo que ocurría debía de salir, y no me apetecía hacerlo. Aún tenía presente el

frío que hacía cuando había regresado a la casa, después de haber cenado los tres… ¿O

debería decir los cuatro? Porque el perro cada vez me parecía más humano, incluso más

que cualquiera de los frontizos que había conocido.

Permanecí en la cama, despierto. Si hubiera estado en Madrid, me habría levantado y

habría ido al baño; después me habría acercado a la cocina, donde habría bebido un vaso

de agua. Tras hacer todo este ritual, habría regresado al dormitorio y mirado el

despertador, antes de volver a dormirme. Aquí solo encendí la luz de mi reloj de

pulsera, con la intención de ver la hora: las manecillas marcaban exactamente las tres y

dos minutos. Intenté volver a dormir. Y en eso estaba cuando escuché como Luís, que

había llegado a la casa poco después de hacerlo yo, cerraba la puerta de la casa y se iba,

Curiosamente esta era la primera vez que lo hacía, desde que habíamos llegado al

pueblo; lo malo es que yo no tenía otra llave, con lo que, más que protegerme de

posibles intrusos, lo que había hecho era dejarme encerrado.

No sé cuando me dormí, pero lo hice, porque me desperté de nuevo. Había tenido una

pesadilla en la que me había visto perseguido, acorralado, solo, y en peligro de muerte.

Esta vez sí que me levanté; y salí de la habitación, cogiendo los mismos vaqueros que

había usado los últimos cuatro días, los únicos zapatos que había traído –aparte de las

botas de montaña, y de unas deportivas-, y la camisa que había pensado ponerme por la

mañana -y que, antes de acostarme, había tenido la precaución de dejar perfectamente

doblada, a los pies de la cama-. Me fui vistiendo mientras bajaba las escaleras.

_ El miedo, mejor enfrentarlo.- Dije, pensando en lo que solía decirme mi padre cuando

era pequeño y me desvelaba.

Como ya sabía, la puerta estaba cerrada. Miré por todos los lados como pude, teniendo

en cuenta la escasa iluminación de que disponía la vivienda; sabía que la gente de

pueblo –como hacían mis propios abuelos- solían guardar una llave, de reserva, en

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algún bote situado cerca de la puerta. Sin embargo, pese a buscarla con ahínco, no tuve

suerte.

A medida que iba pasando el tiempo, mis nervios aumentaban. Sentía que ahí fuera

estaba ocurriendo algo grave; algo que tal vez me afectara a mí, el único de los seres

que había en todo el valle que no tenía nada que ver con los frontizos. El único ser vivo

que era diferente de lo que era normal por allí. El único al que no le cambiaba el color

de los ojos, el único que tenía que ir al dentista para que le hicieran algún empaste; el

único que no se parecía a nadie, por mucho que hubieran llegado a decirme que casi era

de los suyos.

El reloj seguiría marcando los segundos, los minutos y las horas. ¡El tiempo seguía

pasando! Entonces comprendí que debía intentarlo con el móvil; tal vez hoy sí tuviera

suerte. Subí las escaleras y entré en mi cuarto. Mientras buscaba el teléfono, oí un

tintineo dentro del saco: eran las llaves de mi coche; las cogí, sin olvidarme de hacer lo

mismo con el móvil, y descendí las escaleras. Al encontrarme de nuevo ante la puerta

vi, sorprendido, que ésta estaba abierta.

_ Hola, Juan. Por lo que veo a ti también te ha despertado la sirena.- Era Luís el que me

hablaba._ Se trataba de una especie de ensayo para las fiestas.- Me aclaró, como si yo le

hubiera pedido alguna explicación

_ Las fiestas- Repetí, intentando comprender por qué me había dejado encerrado.

_ Sí, hombre, Las Perseidas. ¿No te acuerdas de lo que nos contó Valentina?- Continuó

diciendo mi amigo.

_ Ah, sí.- Respondí, ahora más tranquilo. En realidad en lo que menos estaba pensando

en esos momentos era en la maldita lluvia de estrellas; y, por supuesto, en la extraña

fiesta que la conmemoraba. - ¿Y por eso has salido?

_ Sí, por supuesto. - Confirmó; y a continuación, como si se creyera obligado a

explicarse, añadió.- Lo siento; sin darme cuenta, te he cerrado la puerta. Estaba medio

dormido, y pensaba que me encontraba en Madrid.

¡Claro, cómo no se me habría ocurrido!

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Purificación G. Ibeas - 121 -

CAPITULO XXXV

Esta vez sí que dormí de una atacada. Ni siquiera tuvo la potencia suficiente para

despertarme el ladrido matutino de los perros –porque había más de uno, como ya he

dicho-. Había acabado rendido con la pequeña excursión de la pasada noche, o la buena

de Elvira le había entregado algo a mi amigo para que me lo pusiera con el vaso de

leche que tomamos después de nuestra última charla. Suspiré hondo, y me volví a

adormilar; al despertar la casa olía a café y a tostadas. -¡Milagro!- Cómo podía ser, si

sabía que en la cocina no había nada; sin embargo, olía a café y a tostadas.

Cuando bajé las escaleras -eso sí, después de recolocar el saco encima de la cama y

haberme vestido- comprobé que, efectivamente, era café lo que había encima de la

única mesa disponible de toda la casa.

_ ¡A que no te lo crees!- Me dijo Luís, mostrando una de sus radiantes sonrisas, desde el

umbral de la cocina.- Café recién hecho, y tostadas al estilo casero.

_ ¿Cómo te has hecho con semejantes manjares?- Pregunté, intrigado.

_ Nos las ha traído Aurora.- Aurora es el nombre de la mujer que tenía la costumbre de

hablar cuando la gente estaba de espaldas a ella. Aunque no estoy seguro, creo que lo

hacía para que no la viéramos, porque ella si que tenía una cosa que la hacía diferente

del resto de los frontizos: un curioso lunar rojo en la comisura de los labios.

_ Pues bienvenida sea.- Dije yo, dispuesto a hacer las paces con el mundo. Al menos

con el mundo que vivía en “Frontera de los Caballeros”, que con el resto del mundo –de

mi mundo- no había tenido ningún problema… Por lo menos en los últimos tiempos.

_ Con éstos tampoco. – Me respondió, por supuesto, mi amigo.

¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!- No grité, aunque tuve unas ganas enormes de hacerlo. No

quería mostrarme desagradecido; a fin de cuentas, todos los frontizos con los que había

tenido trato se habían mostrado realmente solícitos conmigo; y eso a pesar de que

conocían, de sobra, lo que pensaba de ellos. Además, si lo hacía podía poner en peligro

mi loable propósito de concordia.

_ Bueno, menos el ciclista.- Añadí.-, y en este caso fue por culpa de un inesperado

accidente.

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Purificación G. Ibeas - 122 -

_ Y los perros; no te olvides de los perros y del burro.- Me contestó Luís.- De todas

formas –siguió diciendo- que sepas que los accidentes siempre son inesperados. Aunque

a éste último fuiste tú quien quiso agredirle.

_ A quien ¿al burro?- Pregunté, incrédulo.

_ Sí, por supuesto.

Al oírle, no pude dejar de pensar que aquel sí que había sido un accidente. A fin de

cuentas, fuimos nosotros -los supuestos agresores- los peor parados.

_ Sí, es cierto.- continuó Luís.- Acabamos entre los girasoles.

_ Y después en el río; y el agua no es que estuviera demasiado caliente… Aunque

provenga del mismo manantial que la “Fuente de la Salud”

Recogimos las tazas y la bandeja, y lo dejamos todo encima de la mesa; ya se lo

llevaríamos a su dueña en otro momento; seguro que no le molestaba.

_ No creo que le importe.- Le dije a Luís.- Debe de tener varias más de repuesto.

_ Sí.- Respondió mi amigo.- ¿Pero te parece correcto?

_ ¿Y por qué no habría de serlo? En cualquier caso, la conoces mejor que yo, así que tú

sabrás si se puede molestar.- Contesté. Pero no lo creía, porque no debíamos de olvidar

que había sido un presente para Luís, y él era descendiente de frontizos; mientras que

yo… Mi caso era distinto; yo era un extraño.

_ Sí, pero no olvides que, como dice Valentina, casi eres de los nuestros.- Me contestó,

sonriendo.

_ Sí, pero “casi” no es lo mismo que serlo.

_ Bueno, macho, como quieras. Desde luego que estás raro. - Comentó.

¡Cómo! Mi amigo insinuaba que…, sugería que… pensaba que… ¡No, debería de decir

que Luís decía claramente que era yo el raro! Bueno, cada cual ve el mundo según el

color del cristal de sus gafas… Y dado que últimamente no me quitaba mis Ray Ban, yo

lo veía negro ¿Y Luís?

_ Amarillo. Dices que tengo los ojos amarillos.- Dijo, como si estuviera hablando con

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Purificación G. Ibeas - 123 -

un loco.

_ Si no me crees, puedes mirarte en algún espejo. – Le contesté.

_ ¿En cual?, si en toda la casa no hay ninguno que este decente.- Y esto era cierto.

Salimos a dar una vuelta; pensábamos estar fuera de casa hasta que llegara la noche.

Dado que no teníamos nada más que fruta, este sería nuestro menú a lo largo de todo el

día; no importaba, ya que, desde que cenábamos –y a veces comíamos- en casa de

nuestra anciana vecina, habíamos engordado.

_ Sí, un poco de ejercicio no nos hará daño.

_ Es cierto.- Ratifiqué.

_ Además –continuó Luís- los que vais habitualmente a un gimnasio, cuando estáis un

tiempo sin ir, os ponéis hechos unos trullos.

_ ¿Trullos?

_ Si, gordos.

No habíamos empezado bien la estancia en ese pueblo, pero a medida que pasaba el

tiempo, las cosas no mejoraban. ¿Me estaba llamando obeso de esa manera tan

descarada?

_ No; solo te digo que corres el riesgo de engordar.

Preferí dejar de lado la ofensa, y concentrarme en la caminata. El mismo paisaje

amarillo del primer día, los mismos molestos pájaros volando en torno nuestro, la

misma fuente de agua caliente, y, rodeándolo todo –como si lo enmarcara- aquellas

extrañas antenas.

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Purificación G. Ibeas - 124 -

CAPITULO XXXVI

Cuando regresamos al pueblo, empezaba a oscurecer. Aquel día daba comienzo la

famosa fiesta de las Perseidas. Todo estaba preparado para el acontecimiento, aunque el

de esa noche sólo iba a ser el primero de los festejos; el que marcara el inicio._ Algo así

como el chupinazo.- Había comentado Luís. Según parecía, las celebraciones duraban

una semana; lo mismo que la lluvia de estrellas, con lo que, durante una semana –justo

la última que pensábamos estar en “Frontera de los Caballeros”- íbamos a perder la

tranquilidad que nos había decidido a venir. Me sentía algo molesto.

_ Vamos, Juan, no te enfades –dijo Luís-. Encima que el último día hacen la fiesta en

nuestro honor.

_ ¿Sí?

_ Si, eso me ha parecido entender; aunque se supone que es una sorpresa.

_ Bueno, seguro que acaban enterándose de que lo sabemos.- Comenté.

_ ¿Cómo? Yo no pienso decírselo.- Según parecía mi amigo no se había dado cuenta de

que, si él era capaz de leer la mente, sus primos también podrían hacerlo.

_ Mejor – añadí-, así podremos vivir tranquilos muchos años.- Comenté, con sarcasmo.

_ En mi familia todos lo hacen.- Comentó Luís, sonriendo.

_ ¿Si? ¡Pues contigo, como no te des prisa, se acaba la estirpe de los Santos!

_ ¿Por qué lo dices?

_ Porque si no te echas novia pronto, te vas a quedar para vestir santos. O, mejor dicho,

dejas desnudos a los de tu apellido.- Solté.

Al oírme, soltó una sonora carcajada. Luego, como si ya fuera la hora, me sacó de su

cuarto, diciendo que tenía que arreglarse antes de ir a la fiesta. Yo, que aún recordaba la

extraña sensación de la pasada noche, no estaba muy seguro de querer ir; pero tampoco

estaba dispuesto a ofender a ninguno de mis actuales vecinos… No fuera a ocurrir que,

al hacerlo, les saliera a flote su lado oculto; y -os lo puedo decir con total sinceridad-

estaba seguro de que, de ocurrir esto, no me iba a hacer ninguna gracia. Bueno, al final

me vestí.

_ No está del todo mal.- Pensé, al ver el reflejo que me devolvía lo que, sin duda alguna,

en otros tiempos debería de haber sido un buen espejo. La barba que me había salido

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desde que habíamos llegado a “Frontera de los Caballeros” –aquí no había forma de

conectar mi maquinilla eléctrica- me daba un aire entre interesante y bohemio.

Al verme, Luís, que siempre ha tardado menos tiempo que yo en adecentarse –y encima,

lo que invierte, le sale más rentable-, se acercó con un pequeño bocadillo. Él, por su

parte, ya estaba dado buena cuenta del suyo.

_ ¡Vaya!- Dije yo, decepcionado, mientras lo cogía; en los últimos días ya me había

acostumbrado a la comida casera.

_ No es de los nuestros- Comentó sonriendo._ Me lo ha dado Valentina. Está exquisito.

_ Me alegro de oírlo.- Dije yo, mirándolo con más ganas.

Sí, Valentina, la vieja centenaria se había convertido en nuestra cocinera. Ella era la que

nos alimentaba; y lo hacía de un modo encomiable, porque tanto Luís como yo

habíamos engordado. En el caso de Luís la cosa no era tan seria como en el mío, porque

mi amigo tenía un metabolismo privilegiado, pero yo a buen seguro que tendría que

machacarme haciendo pesas para bajar esos “gordominales” que me estaban saliendo.

_ “¿Gordominales?”- Repitió mi amigo.

_ Si, “gordominales”. Es lo que nos salen a los humanos cuando engordamos.- A

continuación le tuve que explicar que el origen de la palabrita estaba en mi infancia. Mis

hermanos se pasaron años diciendo que en vez de abdominales, como ellos, yo tenía

“gordominales”.

¿De aquí arrancaba esa obsesión por ir al gimnasio? No lo sé. La verdad es que estuve

muchos años diciendo que lo tenía que hacer, hasta que una novieta, que practicaba

fitness, me convenció y acabé apuntándome a uno. No me he arrepentido, en absoluto;

por mucho que nunca haya logrado tener los” gordominales” con lo que he soñado

desde pequeño.

_ Realmente bueno.- Dije, señalando el bocadillo.

_ El pan está hecho con harina de girasol.

_ ¿Harina de girasol?

_ Sí, eso me ha dicho Valentina.

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_ Pues no sabía que los girasoles servían para hacer harina.

_ Sí; harina y más cosas.

_ ¡Qué interesante!- Dije yo; más por decir algo, que por un verdadero interés en el

asunto.

_Según parece, los productos hechos a base de girasol son una de las especialidades del

pueblo.

_ ¡No me extraña!

Efectivamente, no me extrañaba que cualquier plato de su gastronomía tuviera como

base esa planta que se podía encontrar, hasta extremos casi obsesivos, por todos los

rincones del pueblo.

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CAPITULO XXXVII

_ No me has dicho nada… ¿Qué te parece? – Dije yo, señalando mi indumentaria. Los

girasoles, y las costumbres culinarias de los frontizos me habían dejado de interesar,

justo en el momento en que había dado por finiquitado mi bocadillo. Bueno, igual antes,

pero este era un detalle sin importancia.

_ El pantalón, pase.- dijo Luís-; pero la camisa, más vale que te la cambies.

_ ¿Por qué?

_ Chico, ¿pero tu no lo notas? Si, vas a romper las costuras.- Respondió Luís,

señalándome los costados.

Efectivamente, los “gordominales” que me estaban saliendo habían hecho que mi última

camisa limpia me quedara algo estrecha. Pero, dado que Luís es bastante más alto que

yo, y –por supuesto- más precavido, me ofertó una de sus camisas. Era de cuadros y no

me quedaba del todo mal; aunque al mirarme al espejo –medio roto, y con el azoque

extrañamente oscuro, por supuesto- me di cuenta de que no recordaba, para nada, al

apuesto Hércules que era él. En realidad poco importaba, porque mi amigo, con un

físico impresionante, regalo de la naturaleza, siempre se hubiera llevado a la más guapa

de la fiesta.

_La Iglesia no admite los matrimonios consanguíneos.- Comenté. Ante su cara de

extrañeza, me creía obligado a explicarme._ Que si vas de ligue, seguro que acabas con

alguna prima tuya.

_ Y qué importa. Mis padres también son familia.- Dijo, como si casarse con algún

familiar fuera de lo más normal del mundo.

_ Sí, como el resto de la gente de este pueblo. Pero cuando vuelvas a Madrid seguro que

te arrepientes.- Me había olvidado, deliberadamente, de su última confidencia; ese

absurdo plan de quedarse en “Frontera de los Caballeros”, del que me había hablado

unos días antes.

No es que yo, por mi parte, quisiera ligar; que no tenía ninguna intención de llevarme a

casa la versión femenina de Luís -además, yo ya tenía a Ana, pese a nuestras

discusiones- , pero volví a mirarme en el espejo.

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Estuvimos en la casa, durante una hora más, en parte por mi culpa, no me gusta ser el

primero en llegar a las fiestas, más bien suelo ser de los últimos. Aunque en esto tiene

mucho que ver el que, casi siempre, cuando voy a buscar a mi novia, ésta, como todas

las mujeres, aún no está preparada.

_ Siéntate un poco, cariño; que enseguida acabo.- Dice, tras abrir la puerta.

_ Bien, pero ya sabes que no me gusta llegar muy tarde.

_ Tú no te preocupes, Juan.- Añade, mientras me da un beso.

Y entonces Ana empieza a sacar -y ponerse- una ropa tras otra. Al final, cuando mi

paciencia está a punto de acabar, encuentra el conjunto que le satisface. Con lo fácil que

lo tenemos los tíos: una camisa –siempre igual a otra que ya tenemos-, unos vaqueros,

unas deportivas… y si hace frío, una chaqueta o un jersey. Después, un cepillado rápido

–y en mi caso cada vez más, en vista de cómo voy perdiendo mis rizos-, y a coger las

llaves del coche.

Llevo muy mal lo de ir perdiendo mis bucles. Es cierto que ya hace tiempo que no

tienen el lustre que tenían en mi infancia, cuando las amigas de mi madre me tocaban el

pelo y suspiraban por ellos, pero siguen estando bastante aparentes. Además, en

“Frontera de los Caballeros” son hasta un signo de identidad… pero lo mismo se podría

decir de mi calvicie, porque por este valle todos tienen el pelo lacio; y, desde luego, el

de la cabeza no les escasea.

A medida que nos acercábamos a la plaza del pueblo, centro de esa especie de diana que

formaban las extrañas carreteras que circunvalaban el valle, las risas y los cantos

arreciaban. Desde luego, parecía como si aquellos, normalmente insulsos, frontizos

estuvieran despertando de su letargo para mostrar la otra cara del monstruo. Bueno,

igual lo de monstruo no era lo más idóneo, a tenor de la belleza de su anatomía; pero,

desde luego, mostraban la otra cara de la moneda.

_ ¡Qué exagerado eres!- Comentó Luís-

_ No, para nada.- Le respondí. Debía controlar mis pensamientos y expresiones, porque,

a buen seguro que en una de esas, tanto mi amigo, como el resto de su parentela, se iban

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a sentir realmente molestos conmigo. Si jugaban con ventaja con lo de leer el

pensamiento, por lo menos yo sabía que podían hacerlo. ¿Sabían ellos que conocía su

secreto? Desde luego que Luís sí, pero no creía que fuera a chivarse.

_ ¿De qué habría de chivarme? - Me respondió mi amigo.

_ Me parece perfecto.- Y guiñe un ojo. A buen seguro que si seguía así, de tanta

complicidad y gestos con los ojos, me iba a acabar quedando tuerto. Más me valdría

dosificarlos, en el futuro.

¡Eso era un colega, que, pese a todo, seguía fiel a nuestra amistad; no delatándome, ni

siquiera a los suyos!- Pensé, agradecido por el detalle, por supuesto.

_ Han puesto banderines. - Dije, sin poder contenerme.

_ ¡Y qué te crees; esto es una fiesta!- Indicó, con cierto orgullo patrio en la voz.

_ Sí, ¡cómo se nota! _Y así era, se notaba. No es que hubiera una orquesta de nombre

impronunciable, no es que hubiera puestos con diferentes tipos de chucherias, no es que

hubiera varias tómbolas de esas donde nunca toca nada, pero se notaba; aunque solo en

la decoración. _ ¡Estos si que saben disfrutar!- Comenté, no sin cierta ironía en la voz.

_ ¿Por qué lo dices?

_ No hay más que verlos.- Y Luís, que no había entendido mi chiste, empezó a girar los

ojos, primero, después la cabeza, y, por ultimo todo el cuerpo, intentando averiguar que

es lo que me llamaba la atención de la manera en que los frontizos estaban disfrutando

de su tan querida fiesta de las Perseidas.

_ Pues no te entiendo.- Dijo- Yo los veo muy contentos a todos.

_ Sí; por supuesto.- Dije yo, que me empezaba a dar cuenta de que mi amigo no solo

era, realmente, uno de los suyos, si no que, además, cada vez era más diferente de cómo

había sido antes de llegar a Frontera de los caballeros; y, claro está, de mi.

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CAPITULO XXXVIII

Cada pueblo tiene su forma de vivir las fiestas, cada persona una forma particular de

hacerlo; hay quien disfruta bebiendo, hay quien lo hace bailando, otros lo hacen

charlando… La forma en la que lo hacían los frontizos era única. No podía haber otro

lugar en el mundo donde lo hicieran así; salvo, quizás, en el espacio. Efectivamente,

nada más llegar, aunque me había parecido oír corrillos de gente hablando y riendo, en

realidad los susodichos corrillos lo que hacían era mirar al cielo e intercambiar

expresiones de admiración. Es cierto que, como habíamos comprobado cuando nos

dirigíamos a “Frontera de los Caballeros”, el cielo era especialmente bonito, pero su

belleza no me parecía suficiente para justificar aquel espectáculo de rostros clonados,

mirando hacia lo alto.

_ Es la Vía Láctea. – Dijo mi amigo, señalándola.

_Sí, es la vía Láctea.- Ratifiqué yo, como si fuera necesario; o como si me importara

más lo que ocurría en el cielo, que lo que acontecía en el pueblo. Para mí, aquella

sucesión de estrella no significaba nada más que la presencia de una galaxia señalando

el camino hacia la peregrinación más famosa de la cristiandad; pero para los habitantes

del lugar parecía ser mucho más. La forma en que miraban al cielo me hizo pensar en

unos creyentes, mirando al objeto de su adoración; en unos creyentes que esperan que

su dios realice algo extraordinario._ ¿Qué miran?- Pregunté.

_ ¿qué va a ser? La lluvia de estrellas.

_ Ah, claro. Se nota que tienen muchos deseos pendientes, porque parece que no

quieren perderse ninguna.- Dije con ironía, en clara alusión a la costumbre que tienen

algunos de pedir un deseo cada vez que ven una estrella fugaz.

_ ¿Y por qué habríamos de hacerlo? A todos nos gusta ver como caen.

¿A todos? Sí, lo mismo que vosotros, también yo me había percatado de que Luís se

había expresado como un miembro más de aquella extraña secta; sin embargo, hacía

apenas unas horas había dejado bien claro que no pensaba delatarme. ¿Delatarme? ¿De

qué debería delatarme? Cualquiera diría que yo podía haber cometido alguna felonía;

algún acto por el que mereciera el ostracismo de toda una comunidad. Bueno, es cierto

que sabía que los frontizos eran algo raros… Pero, en realidad a quién de ellos le podía

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importar, si en todo aquel valle el único realmente distinto era yo, como bien había

dicho Valentina en uno de nuestros primeros encuentros gastronómicos.

_ En realidad, lo que dijo es que casi eres uno de los nuestros.- Me corrigió Luís.

_ ¿Y eso no es lo mismo que decir que soy diferente, aunque sólo sea un poco?-

Pregunté.

_ Vale, Juan. No estoy dispuesto a perderme la fiesta en una discusión sin sentido.-

Dijo, muy serio.

Aquel extraño sonido que, cuando estaba en casa de Celestino Santos me había parecido

música, empezó a incrementar su volumen. Parecía que el encargado de dirigir la mesa

de mezclas se había ido a hacer algún aparte, porque allí no había nadie que parara su

ascensión. En eso estaba -intentando protegerme los oídos-cuando me percate de que la

luz del faro empezaba a parpadear; quiero decir, la luz que estaba encima del

campanario. Era como si el campanero estuviera enviando una especie de mensaje, en

algún lenguaje similar al morse, que utilizara la longitud de onda de la luz, en vez de la

del sonido.

_ Muy interesante.- Dijo Luís. Yo le miré, sin comprender bien a qué se refería._ Lo que

estás pensando.- Aclaró.

Dos destellos largos, seguidos de uno corto. Dos largos, uno corto. Dos largos, uno

corto… Así durante unos cinco minutos. Después de un periodo de unos cinco minutos,

en los que la luz permanecía fija, volvía a empezar la susodicha cadencia: dos destellos

largos, uno corto. Dos largos, uno corto. Dos largos, uno corto... Todo esto seguido de

aquel extraño sonido ascendente.

De repente se apagó todo; el sonido, la luz, el bullicio… Y, como si esperaran una

respuesta, todos los frontizos se pusieron a mirar, unicamente, al cielo._ ¿Será parte del

ritual?- Me pregunté. Miré a mi amigo, porque, dado que nunca antes había vivido entre

los frontizos, suponía que todo aquello le debía parecer de lo más extraño. No era así;

parecía seguir el mismo ritual que los otros habitantes del pueblo.

Yo lo observaba todo, como hipnotizado; no me atrevía a decir nada, no fuera que el

sumo sacerdote de aquella secta decidiera mi sacrificio.

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_ ¡Lastima lo del móvil!- Pensé. Sí, lástima porque de haber funcionado hubiera tenido

la oportunidad de dejar para la posterioridad la grabación de unos chiflados mirando…;

bueno, haciendo… Bueno, hubiera tenido la oportunidad de grabar lo que tenía ante mis

ojos.

En estas estábamos, cuando del cielo pareció surgir una respuesta. Los montones de

estrellas que conformaban las Perseidas empezaron a caer… Pero en vez de hacerlo

anárquicamente, como era de esperar, lo hacían en nuestra dirección.

_ ¿Qué es todo esto? ¡Es imposible!- Dije en voz alta. ¿Era imposible?

No, imposible no era, porque estaba ocurriendo; en todo caso lo que se podría decir es

que era increíble, porque no es fácil de creer lo que estaba ocurriendo ante mis ojos.

Volví a maldecir la mala cobertura que había en el pueblo. Aquello era la demostración

clara de que en el espacio exterior había vida inteligente, con la que podíamos

comunicarnos. Aunque antes lo había pensado, realmente no me lo había tomado en

serio, hasta ese momento. Y entonces me di cuenta, ¿Sólo en el espacio? Miré a mí

alrededor, con otros ojos, alejados de la ironía que había envuelto cada una de mis

observaciones hasta ese momento. Tal vez todos aquellos seres que me rodeaban eran,

no ya unos locos terrícolas admirando un fenómeno, si no, marcianos. Después de

descubrir aquello, necesité huir. No me importaba lo que pudiera ocurrir ¡Ya tenía

suficiente!

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CAPITULO XXXIX

Con la sensación de estar más muerto que vivo, empecé a tramar un plan de huída; un

plan con el que lograr salir vivo de aquel maldito pueblo. Un plan que me permitiera

alejarme de todos aquellos frontizos._ ¡De aquellos malditos seres de otro mundo!- Me

atreví a decir; sin darme cuenta de que, de ser así, yo llevaba años compartiendo mi

tiempo y confidencias con uno de ellos; uno de ellos, que, por otro lado, siempre me

había demostrado su amistad… Pero, en aquellos momentos, el miedo podía más que

cualquier otro razonamiento.

Mientras regresaba a la casa de Celestino Santos, sentí, por primera vez en mucho

tiempo, deseos de fumar un pitillo. ¿Habría algún paquete de cigarrillos por alguna

parte? Estaba seguro de que en el pueblo no; a fin de cuentas, aquella gente parecía muy

sana y, si me atenía a lo que le pasaba a Luís cada vez que estábamos cerca de un

fumador, a buen seguro que no lo había hecho nunca.

La primera vez que había visto la reacción que provocaba el tabaco en mi amigo, me

había asustado lo indecible.

_ ¡Vayámonos! Que me ahogo.- Había dicho. Y, efectivamente, las pintas que ofrecía

no dejaban lugar a dudas de que algo grave le estaba pasando. Estaba rojo, la

respiración se le había acelerado hasta extremos insospechados; además, tenía los ojos

llenos de lágrimas, y totalmente fuera de su órbita. Por otro lado, su voz, habitualmente

bien timbrada, había adquirido unos tintes que, de no ser por todo lo anterior, me

habrían parecido cómicos.

_ ¿Quieres que vayamos a urgencias? – Le pregunté.

_ No; creo que con tomar un poco el aire será suficiente.

_ Eso espero.- dije yo, poco convencido._ Pero que conste que, si te mueres, no vas a

poder echarme la culpa.- Añadí, intentando que mi amigo se relajara y soltara unas

risas.

_ ¿Y cómo podría?, en todo caso lo harían mis padres.- Me respondió

_ Sí, eso; encima con coña.- Desde luego, Luís demostraba tener un humor más bien

negro.

_ Venga, por favor Juan, guíame afuera; ya discutiremos después, si quieres seguir

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haciéndolo.- Y empecé a dirigir la marcha hacia el exterior, agarrándole de un brazo,

mientras él, que tenía los ojos cerrados, me dejaba ser su lazarillo.

Una vez en el exterior del bareto, comprobé, con preocupación, que todo seguía como

antes: no podía ni abrir los ojos y su respiración estaba igual de agitada, pero continuaba

negándose a ir a un hospital; Luís es un autentico cabezota cuando se empeña en algo.

Desde luego que tenía volver a intentarlo y sugerirle, por enésima vez, lo de ir a un

médico, porque llevar a la fuerza a un tío que puede ser jugador de la NBA no es nada

fácil. Volví a repetir la pregunta.

_ No, Juan, gracias. Ahora estoy un poco mejor.- Me contestó.

¿Cómo creerle, si con solo echar una rápida ojeada cualquiera hubiera dicho que era el

más seguro candidato a la UCI? Pues bien, al final resultó que tenía razón.

Sí, estaba seguro, en aquel pueblo enjaulado no habría nadie que fumara; pero yo

necesitaba, imperiosamente, descargar mi adrenalina quemando alguna de aquellas

malditas hojas secas que venden en los estancos._ ¿Y en el coche? – Pensé. Igual aún

tenía en la guantera aquel paquete de cigarrillos que había comprado, como parte de mi

terapia contra el tabaquismo, y que nunca había llegado a fumar, porque había

conseguido controlar mi ansiedad, incluso sabiendo que tenía cerca la tentación. Sí, era

posible que estuviera allí, porque el viejo Atos llevaba conmigo más de ocho años, y por

aquel entonces yo era un gran fumador.

_ Lo que eres –me decía mi madre al verme fumar- es un idiota; no el machote que te

crees. Más valdría que espabilaras.

_ Vamos, mamá, que me dices cada cosa…

_ Sí, Juanito, pero yo no soy quien merma tu salud.- Insistía ella, preocupada, como

todas las madres, por mi buen estado general.

Sin duda, de haber un paquete de cigarrillos en el pueblo, este debía de estar en mi viejo

Atos.

Mi coche, mí querido Atos. Aquella si que había sido una buena compra. Barata –por

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“El pueblo de los girasoles vagos.”

Purificación G. Ibeas - 135 -

ser de segunda mano- y duradera, porque aún seguía vivo; aunque renqueara más, por

momentos. Gracias a él había llegado a..._ ¡No!- Dije en voz alta; había sido por culpa

de él que ahora estaba en este maldito pueblo. Pero también era él el que me podía sacar

de allí.

Cerré los ojos, y, aún a riesgo de tropezar y caerme, seguí andando. Con cada paso que

daba me alejaba más de aquella especie de pista central de Nazca que era la plaza que

rodeaba al campanario… ¿Nazca? Sí; aquello era otro Nazca, como había comprobado

hacía escasos segundos.

Recordaba muy bien aquel programa que dieron en la segunda –uno más de sus famosos

documentales aptos para gente insomne- donde aseguraban que aquellos extraños

dibujos que formaban los caminos- sólo visibles desde el cielo y que, por lo tanto, solo

se habían descubierto cuando empezaba a desarrollarse el mundo de la aviación-

formaban parte de un aeropuerto para naves extraterrestres. A continuación empecé a

pensar en la famosa teoría del fin del mundo de los mayas; la misma que se popularizo

cuando se aproximaba el año dos mil; año que, para muchos catastrofistas, significaba el

punto de partida para la destrucción de toda forma de vida en la tierra. Sí; era posible

que ese pueblo del otro lado del océano, poseedor de una cultura excepcional, no

hubiera llegado a acertar en eso del fin del mundo… sin embargo, lo que había visto,

aquella especie de espectáculo en el que se fusionaban hombres y luces -si como

hombres se podía considerar a todos aquellos frontizos- bien se semejaba a lo que había

oído de aquella cultura.

Nunca me había creído el rollo ese del vaticinio del fin del mundo, sin embargo,

tampoco había llegado a creerme eso de que los selenitas vivían entre nosotros, por

mucho que este había sido el argumento central de una conferencia a la que fui, como

miembro de un club de astrología, del que me borré, al darme cuenta de la cantidad de

chiflados que eran socios. Ahora resultaba que eran ellos –aquellos a los que yo mismo

había considerado locos- los que tenían razón, y no los seres, supuestamente racionales,

que tanto les criticábamos.

Del mismo modo que ET había pedido ayuda a su amigo para volver a su casa, yo pedí,

aunque en este caso no hubiera nadie dispuesto a ayudarme, un cigarrillo que me diera

fuerzas para hacer lo mismo.

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CAPITULO XXXX

“Frontera de los Caballeros” era otra especie de Nazca; lo que me estañaba es que nadie

se hubiera dado cuenta antes, porque si yo lo había hecho, desde la tierra, qué no

habrían descubierto los potentes satélites espías que giraban en torno a su órbita. No,

seguro que lo sabían. Seguro que la Agencia Espacial Europea sabía algo; o la NASA;

o, por lo menos, la CIA y el MOSAD.

Hace años, estando en el último curso del instituto, vino un a persona de la ESA –que

son las siglas en inglés de la agencia europea dedicada a la exploración espacial- que

nos dio una conferencia de la que me habría olvidado, de no ser por los últimos

acontecimientos acaecidos en mi vida; en ella se habló de la posibilidad de que existiera

vida inteligente más allá de la tierra.

Volví a sentir la necesidad de llenar mis pulmones con anhídrido carbónico. Necesitaba

algo que me diera la energía y el valor que ahora mismo me faltaban; eso, o que me

matara del todo, pero por mi propia mano y voluntad, no por la de una de aquellas

especie de estrellas trasnochadas que había visto caer en plena plaza del pueblo.

Esperaba que el puñetero paquete de tabaco estuviera en el coche; aunque ya estuviera

medio seco, iba a ser bien venido. ¿Cobarde? Puede.

Cuando llegué al corral donde había aparcado el Atos, me di cuenta de que las llaves

estaban en la casa. Tendría que haber seguido mi primera idea, la de ir a la casa de los

Santos; por suerte ésta no se encontraba demasiado lejos. No me apetecía estar mucho

tiempo al aire libre; sobre todo ahora que había descubierto la verdadera naturaleza de

mis vecinos ¿Y si se les antojaba comer humanos? Hacía no mucho tiempo había visto

una película de ciencia ficción, en la que una especie de semilla alienígena se intentan

hacer con el control del planeta, metiéndose en el cuerpo de todos aquellos terráqueos

que encuentra en su camino… ¿Ocurriría lo mismo aquí? ¿Me ocurriría a mí? Tendría el

dudoso honor de ser el primer… ¡No! –Pensé- si esta hubiera sido su intención, a buen

seguro que yo ya habría dejado de existir. Bueno, también podría ser que mi carne no

les pareciera lo suficientemente jugosa, y por ello la vieja se estaba encargando de

cebarme hasta encontrar el tamaño justo; pero, ¿por qué había hecho lo mismo con

Luís? A fin de cuentas, también había cebado a mi amigo, y éste era de los suyos.

Entonces caí en que estaba empezando a pensar como lo haría un loco. Podía tratarse

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Purificación G. Ibeas - 137 -

de un rasgo de familia ¿No decía mi padre que mi madre lo estaba? Ahora, que siempre

lo hacía cuando discutían; y esto restaba bastante fiabilidad a sus palabras.

_ En las peleas de un matrimonio es mejor no meterse.- Nos contestaba mi abuela,

cuando la llamábamos por teléfono, para contárselo.

_ Sí, abuela, pero es que los que pelean son nuestros padres.

_ ¿Y? Antes de ser vuestros padres, son pareja. Estas son cosas que ocurren en todos los

matrimonios.

_ ¿Y si se divorcian…?- Insistíamos.

_ Seguirán siendo vuestros padres.- Señalaba ella, intentando transmitirnos cierta

tranquilidad, que, seguramente ni ella misma tenía.

_ Pero ya no será lo mismo.

_ Para vosotros sí, aunque ellos ya no vivan juntos. Además, cuando dicen esas cosas, lo

hacen sin pensarlas. Vuestra madre,- igual que vuestro padre- no está loca.

Lo que decía la abuela resultaba difícil de entender para una mente infantil que ve como

los dos seres más importantes de su vida discuten, poniendo en peligro la estabilidad

familiar.

_ ¿Entonces no la enviarán a un psiquiátrico?- Preguntábamos.

_ No, hijo.

_ ¿Estás segura?

_ Por supuesto.

Si, mi abuela tenía razón; pero eso lo comprendería pasados unos cuantos años, cuando

yo mismo me eché mi primera novia, porque no sabéis lo difícil que es comprender a las

mujeres. -¿O si?-.

Y entonces se acabó la tregua; yo, pese a que sabía lo que iba a ver, no pude dejar de

mirar. El espectáculo volvía a ser el mismo que había provocado mi pánico; las luces

seguían bailando en torno al campanario de la iglesia, el extraño sonido retumbaba en

mis oídos… Entonces, como si una especie de rayo estuviera cruzado mi mente, me di

cuenta de que lo primero que habíamos visto al llegar al valle eran las ruinas de un

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campanario ¿Y si aquellas ruinas pertenecían al auténtico pueblo llamado “Frontera de

los Caballeros”?; el mismo cuyos habitantes –todos humanos- habían sido absorbidos

por los nuevos frontizos que yo había conocido. ¿Lo sabría Luís? A lo largo de nuestros

muchos recorridos para conocer la zona, nunca habíamos llegado a ir hasta donde se

encontraba aquel viejo campanario. La primera vez que se lo había propuesto, Luís se

había mostrado ilusionado, pero, a medida que pasaban los días, esa ilusión se había ido

tornando en desinterés… ¿O en otra cosa? _ Sin duda –pensé en voz alta- alguno de los

frontizos debió de convencerle de lo inapropiado que sería que yo las viera. ¿Tendrían

miedo de que me enterara de la verdad, antes de tiempo?

Una bocanada de aire fresco me hizo toser. Sí; necesitaba la cantidad de nicotina que

sólo me podía proporcionar un buen cigarro. Necesitaba sentir como las venas de mi

organismo se iban contrayendo, empezando por las manos, siguiendo por los brazos,

terminando… ¡Por dónde fuera que fuese! Aceleré el paso hacia la casa; necesitaba las

llaves que me permitirían encontrar mi ansiado paquete… _ ¿De qué marca sería? Antes

de dejar de fumar había pasado por varios estadios, y por varias marcas. Desde las

ultralight, hasta las de tabaco negro; desde Ducados, a Marlboro.

_ Es que fumas cualquier cosa.- Solía decir mi madre.

_ Sí, pero solo cuando lo necesito.

_ ¿Cuándo lo necesitas? Se necesita respirar, comer, dormir… Pero el tabaco sólo es un

vicio.

_ Si, mamá; pero qué sería la vida sin ellos.

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CAPITULO XXXXI

Al pasar por delante de la casa de Valentina, vi que los pequeños girasoles que le

habíamos regalado estaban tan hermosos como el primer día; aunque ahora, en vez en

un búcaro, estaban en una maceta, que había colocado encima de la mesita donde

solíamos reunirnos. Como bien sabéis, todos los girasoles del pueblo parecían seguir sus

propias reglas, porque, en vez de girar siguiendo el sol, como sería preceptivo, miraban

hacia el campanario; éstos también lo hacían.

Una vez en la casa de Celestino Santos, me quité mis Ray Ban. Dentro, todo era

oscuridad; pero daba gusto, porque eso es lo que se espera que ocurra de noche.

Después de algunos segundos, encendí la luz y subí hasta mi cuarto; una vez en él, cogí

las llaves. El camino de regreso hasta el corral fue muy rápido. El viejo Atos amarillo

pareció alegrarse al verme… O, por lo menos, lo hice yo, al verlo; y así lo dije. Lo que

no esperaba es que me contestaran.

_ ¡Pues qué bien! -Era Luís, quien, con su maravillosa sonrisa y sus dos metros de

altura, me miraba desde el cercado del corral. _ ¿Qué haces aquí?—Me preguntó, a

continuación

_ Nada. Si… Bueno, es que me apetecía mucho fumar…- Le contesté; intentando

encontrar una excusa medianamente aceptable, al pánico que podía apreciar en mi.

_ Si tú lo dices, pero hace mucho que ya no fumas. ¿Te apetecería que me quedara

contigo, para hacerte compañía?- Me preguntó. O me estaba tomando el pelo, o había

perdido la capacidad para leer en mi mente.

De haber podido elegir alguna de las dos opciones, yo hubiera preferido la primera,

porque, sin duda ese nuevo cambio no estaba relacionado con la vuelta del Luís que yo

había conocido en Madrid, si no, más bien, a algún efecto colateral producido por la

Perseida que había invadido su cuerpo. Sentía como si aquel ser no fuera mi querido

colega; aquel al que conocía desde hacía ya más de veinte años, aquel con el que había

compartido alguna que otra juerga, aquel que conocía la mayoría de mis secretos. Aquel

ser que me miraba con unos ojos que brillaban tanto como los faros de mi coche, no

podía ser mi amigo, porque yo, era humano, y él… No sabía que era, pero una cosa

tenía clara: humano no.

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_ Vamos, macho –me dijo- enciende el coche y nos vamos a dar esa vuelta. Aquí hay

tanta luz que me siento algo molesto. Además, creo que me duele la cabeza.

_ ¿Y los otros?- Le pregunté._ Los que estaban en la fiesta.- Aclaré, ante su cara de

desconcierto.

_ Se fueron. De repente, y al rato de irte tú, se apagaron todas las luces, y todos dieron

por concluida la fiesta.

_ ¡Qué bien!- Dije yo- Así que me he marchado en el momento justo.

_ Sí, supongo que así es. Pero deja de hablar y abre la ventanilla. Me siento un poco

raro. Es esta extraña claridad que lo envuelve todo.

_ Has dicho que…- dije yo, pensando en la iluminación de la plaza mayor. ¿Cómo era

posible que soportara la luz de una estrella, y no aquella luz artificial que lo iluminaba

todo? Es cierto que yo llevaba mis gafas y él no; pero a mi no me había invadido nada, y

a él…

¿Se sentía raro? ¿Qué significaba eso? ¿Acaso iba a sufrir una mutación de esas que

sufren los alienígenas? ¿Debía temer por mi vida, o sólo por mi coche? Muchas veces,

de pequeños, cuando íbamos al pueblo de mis abuelos en el SEAT 850 que tenía mi

padre por aquel entonces, alguno de los hermanos se había sentido raro, y había acabado

potando todo, encima de la tapiceraza… y de alguno de nosotros.

_ ¡Vamos, hijo; ya podías haber avisado!- Protestaba mi padre.

_ Si, papá, pero es que no lo me sentía un poco raro y no sabía…

_ Cariño, no riñas al niño. No ves que acaba de vomitar.- Decía mi madre, saliendo en

defensa del enfermo.- Sí, desde luego; claro que todos sabíamos lo que acababa de

ocurrir en el coche… Y lo malo era que hasta que se lavara en condiciones, la tapicería

seguiría oliendo mal durante mucho tiempo.

Miré a Luís, dudando entre encender el motor -como me había pedido-, fumar, o

ayudarle de algún modo; a fin de cuentas, el ser que tenía junto a mí había sido mi

amigo durante muchos años ¿Seguiría siéndolo?

_ ¿Quieres que haga algo?- Luís no dijo nada, solo me miró con unos ojos cada vez más

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amarillos, que parecían querer hipnotizarme. ¿Os habéis fijado que cuando hay una luz

encendida, siempre acabamos dirigiendo la vista hacia ella, por más que nos haga daño?

Me coloqué mejor las gafas, y encendí, por fin, el motor del coche. _ ¿Quieres algo? -

Volví a insistir; pero obtuve la misma respuesta.

Salir del corral no me costó nada, porque Luís había tenido la precaución de dejar la

cerca abierta. Enfilé hacia el mismo camino por el que habíamos venido. Por las

ventanillas del coche -que había bajado, con la esperanza de que el aire fresco ayudara a

eliminar el dolor de cabeza de mi amigo- entraba el olor a campo que tanto se añora,

cuando vives en una ciudad llena de polución. Esto me hizo recordar mi más tierna

infancia.

_ Mamá, el pueblo del abuelo huele raro.

_ No, cariño, lo que ocurre es que huele a campo.

_ Pues el campo huele mal.- Insistía yo.

_ Juan, sólo a veces.

_ ¿Y por qué lo hace ahora?

_ Porque han abonado las tierras.

_ Pues deberían prohibir ese abono.

_ Hijo, lo que han echado es lo mejo que hay para los cultivos.

_ Sí, puede; pero huele a mierda.- Concluía yo.

Me volví a concentrar en la carretera. Dado que el camino era realmente malo, como

bien sabía, debía tener puestos los cinco sentidos en lo que estaba haciendo. Pasaba de

tener otro accidente como el que habíamos sufrido al llegar… porque ahora me tocaría

empujar a mi solo; y, también, por supuesto, porque no tenía la certeza de que

saliéramos tan bien parados como lo habíamos hecho entonces.

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CAPITULO XXXXII

Luís, apoyado sobre el reposa-cabezas del coche, parecía encontrarse bastante mal; pero

esto era algo que yo no podría saber a ciencia cierta, porque su estado podría obedecer a

los efectos normales de un proceso de metamorfosis.

_ ¿Qué podía hacer yo?- Me dije, mirándolo con preocupación. Aquel ser de otro

mundo que tenía mi lado era mi amigo, y parecía necesitar ayuda. Si le llevaba al

médico del pueblo más próximo, probablemente se dieran cuenta de su verdadera

naturaleza, pero podrían salvarle la vida; si le llevaba entre los suyos, igual estos le

ayudaban -o por lo menos le explicaban los cambios que estaba sufriendo-, pero

peligrara la mía. Le miré y me dieron ganas de preguntárselo, para que él decidiera. Y

entonces me di cuenta; mientras miraba a Luís, la carretera -a la que yo seguía llamando

así, por cortesía- había cobrado vida, y girado hacia el lado contrario… Bueno, igual

resultaba que la curva estaba allí desde siempre, pero yo, con las gafas de sol aún

puestas, no la había visto. Volvimos a meternos en uno de esos campos de girasoles que

tanto abundaban por “Frontera de los Caballeros”, y que, de no ser por lo que ya sabía

del pueblo, me hubieran resultado extremadamente atractivos. Lo mismo que le

debieron de parecer a Van Gogh los campos del pequeño pueblecito de la Provenza

donde estuvo viviendo, antes de volverse totalmente loco.

Al estar Luís KO, sacar el coche me iba a resultar más complicado que la primera vez;

yo solo debería empujar el coche y dirigir el volante. Lo primero que hice antes de

bajarme del pobre y sufrido Atos fue quitarme las gafas y dejarlas en la guantera; al

hacerlo comprobé que, sin duda por efecto del choque, todo su contenido estaba

revuelto y un viejo paquete de cigarrillos había quedado a la vista. El tabaco había sido

el motivo que había alegado para coger el coche; ahora no me apetecía hacerlo. _Tal vez

cuando nos encontremos lejos de este pueblo de marcianos.- Pensé.

_ ¿Marcianos? - Preguntó Luís.

_ ¿Cómo?- Dije yo, que no esperaba escuchar nada, y menos la voz de mi amigo.

_ Has dicho marcianos.- Volvió a repetir. Se estaba despertando, y aunque el golpe le

había afectado a la cabeza, parecía haberle ayudado a ser el mismo de… Sí, el mismo de

los días previos a las Perseidas; porque estaba claro que aún tenía telepatía.

_ ¿Qué tal te encuentras?

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_ Bien, ¿por qué lo dices?

_ Por nada.- Le respondí.

_ ¿Todavía no hemos llegado al pueblo?

_ ¿Llegado?

_ Sí, llegado.- Volvió a decir. Sin duda el pobre se había dado un golpe tan fuerte que

había olvidado todo; eso, o su pregunta obedecía al trauma motivado por la experiencia

de ser absorbido –o absorber, que no lo tenía del todo claro - por una estrella, porque

sus ojos seguían amarillos; tan amarillos como los girasoles que nos rodeaban. Tan

amarillos como los faros de mi querido Atos; tan amarillos como mi coche.

El frío viento de la noche castellana empezó a azotar con fuerza todo cuanto se

encontraba en su camino; los girasoles empezaron a cobrar vida. Luís, que en iguales

condiciones se había negado a salir del coche sólo hacía unos días, lo hizo, como

movido por un extraño resorte; a continuación acercó su cabeza, de ojos amarillos, a un

girasol, y este comenzó a girarse hacia él, olvidándose del campanario y de la luz que

emanaba de aquel. Olvidándose de que el viento le obligaba a doblarse en dos. Yo, que

había empezado a bajarme del coche antes de que mi amigo despertara, me quedé

petrificado. Lo mismo que aquel primer girasol los otros, empezaron a mover sus

cabezas, ignorando el peso de sus maduras pepitas y la fuerza del aire, hacia el mismo

punto que el primero.

_ Luís….- Murmuré. Pero Luís seguía agachado, con la cabeza extrañamente brillante;

con el cuerpo extrañamente brillante. Se diría que él solo podría servir como fuente de

energía para una ciudad entera.

Mi amigo, los girasoles, el campo… todo parecía radiactivo. Cerré los ojos; pero ni por

esas. Y entonces lo comprendí: era más que posible que aquella panda de seres

obsesionados con los girasoles -aquella panda de lunáticos o perseidianos- utilizaran el

combustible generado a partir de éstos, como había intuido con anterioridad.

_ Si.- Dijo Luís, volviéndose hacia mí-. Gracias a los girasoles conseguimos el

combustible para volver a nuestro planeta.

_ ¿Volver?_ Pregunté yo, que seguía sin querer entenderlo todo. Era una suerte que uno

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de los dos tuviera las cosas claras.

_ Sí, Juan. Ahora lo se; mis padres no querían que ocurriera esto, pero yo siento que

debo volver con los míos.-

¡Atentos!; acababa de oír, por boca de uno de ellos, las intenciones que tenían aquellos

seres. Según parecía su mayor deseo no era quedarse en la tierra, si no, volver a casa; ¡a

su casa!

_ ¡Lo mismo que ET!- Dije.

_ ¿Cómo?

_ Nada.

Desvié la vista del espectáculo que se me ofrecía; más por respeto, que por miedo.

Cuando volví a mirar, Luís, que ahora estaba totalmente incorporado, me sonrió, con

una clara expresión de amistad en la cara.

_ Gracias por todo.- Dijo

_ ¿Si?

_ Sí, gracias por permitirme ser tu amigo.

_ De nada.- Contesté yo, sin poder evitar sentir una especie de pellizco en el alma.

¿Pero no dice la canción que los hombres no lloran…? Pues mientras pudiera evitarlo,

iba a ser así; aunque me iba a costar, porque aquello sonaba, desde luego, a despedida.

¿Lo sería?

_ Si, me vuelvo con los míos.- Mientras hablaba, su voz manifestaba una tremenda

calma que me recordó al protagonista de una película que ha asumido su trágico destino,

y ya sólo desea que llegue.

_ Entonces… - Acerté a decir.

_ Si, vuelvo con los míos.

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CAPITULO XXXXIII

_ Tus padres también son de los tuyos.- Le solté, confiando en que se diera cuenta de

dicha obviedad..

_ Si, por supuesto, pero cuando se crece, cada uno sabe lo que debe hacer en la vida; o,

por lo menos, cada uno debe tomar sus propias decisiones. Yo no cuestiono las suyas. -

Sin duda sus padres querían permanecer en la tierra.

_ Sí.- Confirmé.- ¿Y desde cuando lo sabes?

_ ¿Qué?

_ Que quieres irte; que eres uno de ellos… No sé, todo.- Volví a insistir, intrigado.

_ Bueno, mientras estabas fuera de juego empecé a comprender muchas cosas. Algunas

me las contó Valentina; pero cuando veníamos hacia aquí, ya empezaba a notar algo. No

se por qué sentía que no necesitabas hablarme para saber lo que pensabas, pero eso era

solo el principio.- Me contestó, con cierto embarazo.

_ ¿Te refieres a la telepatía?

_ Si; aunque entonces no me atreví a decirte nada.

_ Eso no está bien.- Dije yo, mosqueado. Era la primera vez que podía decirlo

abiertamente, desde que me había dado cuenta de que Luís disponía de una baza que le

hacía tener ventaja sobre mí, en las discusiones.

_ Lo siento, amigo. – Por el tono de su voz, se notaba que estaba, realmente, apenado.

Y entonces, aprovechando el buen estado de ánimo -y la buena disposición- de mi

amigo, decidí aclarar muchas de mis otras dudas: le pregunté por esas extrañas antenas,

le pregunté por las carreteras que circundaban al pueblo, le pregunté por las ruinas, le

pregunté por el agua termal, le pregunté…

_ ¡Para, para! Ya te contestaré; pero no me atosigues.- Dijo; después añadió: _ Claro

que habrá cosas que no podré decirte, algunas que ni yo mismo sepa, y otras que es

posible que no entiendas.

Efectivamente, había cosas que nunca podría comprender una mente humana tan simple

e inocente como lo era la mía antes de llegar a Frontera de los Caballeros. Mientras le

escuchaba tomaba nota, mentalmente, para poder explicarle al mundo todo aquello que

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fuera posible, para poder decir todo aquello que la gente pudiera comprender… Para

poder comprender lo que les dijera, sin que llegaran a pensar que el que hablaba era solo

un loco más, de esos que abundan. Así me enteré de que las antenas tenían la doble

función de enviar señales a su planeta, y de proteger el pequeño poblado alienígena de

la curiosidad terrestre. Las carreteras eran unas especies de pistas de aterrizaje, lo

mismo que el campanario hacía las funciones de faro y torre de control.

_ ¿Y las ruinas del pueblo viejo?- Insistí, al acordarme de ellas.

_ Bueno, Juan- Empezó a decir, titubeando ¿Estaba emocionado hasta tal punto o esa

especie de vacilación sólo era un efecto colateral de su nuevo estado? Después de unos

segundos, continuó hablando- Esas ruinas son el resultado unos malos cálculos. Como

ves, nadie es perfecto; ni siquiera nosotros, por mucho que pienses otra cosa. -Según

parecía, aquellas ruinas databan de la época en que sus padres decidieron no regresar al

espacio exterior. _ Tú nos has visto. Sabes lo difícil que es que las luces entre en

nuestros cuerpos. Vienen de muy lejos, y nosotros somos tan pequeños…

_ ¿Pequeños? – Inquirí yo, con ironía.

_ Sí, entre los tuyos no es normal medir dos metros. Lo sé porque me he educado como

un terrícola más; y hasta hace bien poco pensaba que era más alto que otros...- Durante

unos segundos pareció dudar, pero siguió hablando._ Además, cuando nos vamos,

tenemos que luchar contra la ley de la gravedad; aunque para ayudarnos tenemos los

girasoles, como ya te he dicho.

_ Y entonces por qué quieres irte si, al hacerlo, corres riesgos.

_ Porque debo intentarlo. Es como cuando cuentas un chiste. –Continuó mi amigo- Por

mucho que trates de hacer reír a la gente, solo lo hacemos los que te queremos.- Dijo

guiñándome unos de sus ambarinos ojos.

_ Y yo lo agradezco.- Desde luego, después de esta ultima quincena de mi vida, era muy

posible que el mundo le debiera a Luís el haber perdido a un especialista en torturar con

sus chistes de pacotilla.

_ ¿No te sentará mal lo que te digo?- Me preguntó.

_ No.- Respondí.

Bueno, no importaba, dadas las circunstancias le permitía que me dijera eso, y muchas

más cosas. No en vano era mi amigo, y seguiría siendo mi amigo. Y tener un amigo que

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vive lejos puede ser un auténtico chollo… Bueno, eso si puedes ir a visitarle, porque no

creo que me fuera a resultar muy difícil presentarme en el aeropuerto dispuesto a

comprar un pasaje de turista para ir a verle, cuando Luís estuviera viviendo en su

planeta -o estrella, o asteroide…, o donde fuera-.

_ Además te iba a resultar un poco caro.- Dijo, como si estuviera contando un chiste.

Sin duda estaba haciendo referencia a esa agencia de viajes que había decidido poner a

la venta pasajes para vuelos orbitales. Se trataba de vuelos reales, pero sólo actos para

millonarios; no para pobres desempleados como yo.

Cerré los ojos. Al abrirlos vi que Luís, que seguía en el campo de girasoles, se dirigía a

la parte trasera de mi Atos, con la inequívoca intención de empujar el coche.

_ Vamos, acelera cuando empuje.- Dijo.

Así lo hice, y el coche empezó a moverse suavemente. Al cabo de unos minutos

estábamos de nuevo en aquella especie de calzada prehistórica, con el morro del coche

hacia el pueblo. No tenía miedo, no sentía necesidad de fumar; ni de huir.

_ Me alegro.- Dijo Luís. Yo le miré sonriendo.

Esta vez no había ningún comité de bienvenida de frontizos; y me refiero, por supuesto,

al burro que había provocado nuestro primer volantazo. Esta vez no volveríamos a caer

en el pequeño riachuelo cuyas aguas nacían en el mismo manantial de la Fuente de la

Salud, donde tantas veces habíamos metido los pies. Una vez en dirección al pueblo,

Luís me dio una palmada en el hombro y dijo:

_ Me gustaría que te quedaras hasta el final de la fiesta de Las Perseidas.

_ ¿Tu crees…? Si es así, hago un esfuerzo; y lo hago hasta que te vayas donde tengas

que irte.- Le contesté, aunque dentro de mi ser sabía que quedarme para ver como

regresaba a su planeta me iba a resultar muy doloroso.

_ Realmente me gustaría. Pero no se si estarás preparado para verlo todo. – Dijo, con

aire preocupado.

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¡Como! ¿Acaso había más? –Pensé, asustado. Sin embargo, la expresión apacible de su

cara me tranquilizó.

_ Por un amigo se hace cualquier cosa, incluso las desagradables.- Añadí yo, tratando de

demostrar el mismo grado de camaradería que el me había demostrado en todo

momento.

_ No; si lo digo porque no quiero que te quedes ciego.

¡La Luz, claro! Las estrellas son luces.

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CAPITULO XXXXIV

Cuando regresamos al pueblo, éste seguía igual de tranquilo que la última vez. En

cualquier caso, no esperaba otra cosa. Sabía que aquella era una calma momentánea,

porque durante los siguientes días, hasta el veinticuatro, todas las noches se producirían

unas escenas muy similares a las que habíamos vivido horas antes. Los haces de luz se

encaminarían a cada uno de aquellos frontizos de ojos amarillentos; y estos, volviéndose

cada vez más pálidos, acabarían transformándose en una especie de faros, hasta

convertirse, definitivamente, en luz. Durante ese periodo de tiempo, los campos de

girasoles que rodean el pueblo irían, poco a poco, desapareciendo, consumidos. Y por

fin llegaría el último día; el gran día. Mi amigo y todos los frontizos que habían llegado

al mismo estadio evolutivo, volverían, como absorbidos por una extraña fuerza, al

espacio. No serían las misma Perseidas; pero cualquier aficionado a la astronomía

creería -al verlas - que las denominadas Lágrimas de San Lorenzo del último día,

seguían cayendo hacia la tierra. ¿Alguien se daría cuenta? Posiblemente no, porque, lo

mismo que ocurre con las ruedas de los coche, que cuando van a poca velocidad parecen

girar al contrario de cómo realmente lo hacen, la gente pensaría que sólo se trataba de

unas de esas bromas que se permiten los sentidos; solo yo sabría la verdad.

Mientras veía como Luís bajaba del coche, un sentimiento de pérdida me sobrecogió.

Ahora no se trataba de una discusión descartiana: bajo la apariencia de luz, el que se iba

a ir al espacio era mi amigo.

_ ¿Y volverás algún día?- Le pregunté

_ ¿Quién sabe? Quizás sí.

_ ¿Tendremos que enterrarte?

_ Vamos, Venturada, ¿no sabes que somos energía? Lo que va a ocurrir es que mi

cuerpo se transformara. Es parecido a lo que os ocurre a vosotros.

_ Pero nosotros, cuando nos vamos, es porque nos morimos, y tenemos que dejar que

otros entierren nuestro cuerpo.- Le respondí.

_ Si, pero esa parte vuestra que está formada por energía, vuelve al espacio.- Me

contestó. Iba a resultarme muy difícil despedirme así, de mi amigo. Este se dio cuenta._

Juan, piensa que cuando mires al cielo, y veas las estrellas, es posible que yo forme

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parte de alguna.

_ Si, ¿pero de cual?- Traté de averiguar.

_ ¿Importa?

_Supongo que no.- Dije, aunque no estaba convencido de que me sirviera su

explicación; luego, como si esa vena cómica de la que presumo quisiera estar presente

por última vez en nuestra conversación, añadí.- Si algún día regresas, seguro que estarás

más joven que yo, porque tu viajas a la velocidad de la luz.

Luís, al oírlo, haciendo lo que podría ser el último homenaje a mis chistes, se rió. No lo

hizo con muchas ganas, tal vez porque tenía miedo a lo desconocido; iba a resultar que

también ellos lo tenían, como dijo mi padre días antes de fallecer el abuelo.

_ Todos lo tenemos. Es por eso que cuando estamos próximos a la muerte nos aferramos

a lo que podemos.- Me dijo.

_ ¿Incluso a la fe?- Le pregunté.

_ Sí, incluso.

_ Entonces la fe nos ayuda.

_ Supongo que sí, hijo.

A medida que se acercaba al Gran Día, Luís fue perdiendo las fuerzas; y eso, pese a las

zampadas de girasoles que se daba. Cuando se lo pregunté a Valentina, que ahora me

consideraba, sin lugar a dudas, totalmente uno de los suyos, no supo que decir.

_ Es muy Joven…-Indicque.

_ Sí hijo. Pero cada uno tiene su ciclo. Yo soy más vieja, de acuerdo, pero mi ciclo es

mayor que el de Luís.

_ Y eso, ¿por qué?- La pregunté, tratando de comprender por qué para algunos la vida

es tan corta.

_ No se sabe… Tal vez esté relacionada con el grado evolutivo.

_ No entiendo.

_ No es fácil hacerlo. Entre nosotros también hay muchos miedos y muchas dudas; y si

no, piensa en los padres de tu amigo.- Me contestó la mujer.

_ Pero ellos lograron escapar de su destino.

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_ ¿Tu crees? Si dar la espalda al destino fuera tan fácil como huir de un pueblo, yo

estaría dispuesto a coger las llaves del tu coche y dárselas a Luís. No es así, muchacho.

El destino siempre nos sigue; allá donde vayamos.

Y llegó el Gran Día. Los haces de luz regresaron al cielo, y, como uno más de ellos, se

fue Luís Santos.

Regresar a Madrid –solo-, varios días después, fue muy duro; tanto como tratar de

explicarle a la gente algo que ni yo mismo era capaz de explicarme. Bueno, el lado

positivo estaba en que ahora habría un parado menos; aunque no creo que fuera este el

modo al que se refería el gobierno con lo de disminuir su número.

FIN