Los Girasoles Ciegos Alberto Méndez

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El capitán Alegría, un miembro del ejército ganador que el día antes de la victoria se pasa al bando republicano; un joven poeta que huye con su chica embarazada y debe enfrentarse tempranamente al misterio último de la muerte; un preso que se resiste a ser fusilado cubierto de mentiras, y prefiere arrastrar consigo a la muerte los falsos y tranquilizadores recuerdos de los verdugos; y un niño que protege celosamente un secreto de las malvadas invectivas de un cura abrasado por la lascivia: los personajes de Méndez componen la memoria de una batalla sin victorias, se reivindican como los perdedores heroicos que toda guerra deja tras de sí. Porque la injusticia de la devastación en ocasiones sólo puede ser contrarrestada por un acto luminoso de justicia poética. Alberto Méndez Los girasoles ciegos EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración: foto © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS © Alberto Méndez, 2004 © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2004 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6855-6 Depósito Legal: B.m95-2004 Printed in Spain Liberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona A Lucas Portilla (in memoriam) A Chema y Juan Portilla, que conocen la ausencia Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja una vez y otra, en la relativa normalidad adquirida, la confusión entre el que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto modo para siempre,

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Transcript of Los Girasoles Ciegos Alberto Méndez

El capitn Alegra, un miembro del ejrcito ganador que el da antes de la victoria se pasa al bando republicano; un joven poeta que huye con su chica embarazada y debe enfrentarse tempranamente al misterio ltimo de la muerte; un preso que se resiste a ser fusilado cubierto de mentiras, y prefiere arrastrar consigo a la muerte los falsos y tranquilizadores recuerdos de los verdugos; y un nio que protege celosamente un secreto de las malvadas invectivas de un cura abrasado por la lascivia: los personajes de Mndez componen la memoria de una batalla sin victorias, se reivindican como los perdedores heroicos que toda guerra deja tras de s. Porque la injusticia de la devastacin en ocasiones slo puede ser contrarrestada por un acto luminoso de justicia potica.

Alberto Mndez

Los girasoles ciegos

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Diseo de la coleccin: Julio Vivas

Ilustracin: foto Hulton-Deutsch Collection/CORBIS

Alberto Mndez, 2004

EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2004

Pedr de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 84-339-6855-6 Depsito Legal: B.m95-2004

Printed in Spain

Liberduplex, S. L., Constituci, 19, 08014 Barcelona

A Lucas Portilla (in memoriam)

A Chema y Juan Portilla, que conocen la ausencia

Superar exige asumir, no pasar pgina o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliacin y perdn. En Espaa no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento pblico de que algo es trgico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja una vez y otra, en la relativa normalidad adquirida, la confusin entre el que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea an, y en cierto modo para siempre, de vida y ausencia de vida. El duelo no es ni siquiera cuestin de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vaco.

Carlos Piera, Introduccin a Toms Segvia: En los ojos del da: antologa potica

PRIMERA DERROTA: 1939 o Si el corazn pensara dejara de latir

Ahora sabemos que el capitn Alegra eligi su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligi entremorir sin pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz ms all del momento en que cruz el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer implorante y, ante un enemigo incrdulo, gritar una y otra vez Soy un rendido!.

Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melanclico alterado slo por el estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litrgica, no blica. Soy un rendido. Durante dos o tres noches, nos consta, el capitn Alegra estuvo definiendo este momento. Es probable que se negara a decir me rindo porque esa frase respondera a algo congelado en un instante cuando la verdad es que l se haba ido rindiendo poco a poco. Primero se rindi, despus se entreg al enemigo. Cuando tuvo oportunidad de hablar de ello, defini su gesto como una victoria al revs.

Aunque todas las guerras se pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio, conclua en una carta que escribi a su novia Ins en enero de 1938. Ahora sabemos que l, sin saberlo, haba rechazado de antemano ambas opciones.

Sabiendo ahora lo que sabemos de Carlos Alegra, podemos afirmar que durante el trnsito entre las dos trincheras slo escuch el alboroto de su pnico. Todos los ruidos, todas las explosiones, todos los gritos, fueron absorbidos por el silencio de la noche.

Madrid estaba al fondo como un escenario, salpicando la tibieza del aire con los perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba a su pesar. Madrid se agazapaba.

As comenz la derrota del capitn Alegra. Durante tres largos aos haba observado a ese enemigo desarrapado y paisano, resignado a que otro ejrcito, el suyo, anonadara esa ciudad inmvil, silenciosa, que haba trazado sus lmites al azar, tras unas trincheras desde las que haca tiempo nadie esperaba un ataque. La violencia y el dolor, la rabia y la debilidad, se amalgaman con el tiempo en una religin de supervivencias, en un ritual de esperas donde entonan la misma salmodia el que mata y el que muere, la vctima y su verdugo; ya slo se habla la lengua de la espada o el idioma de la herida, escribi Alegra a su profesor de Derecho Natural en Salamanca dos meses antes de rendirse al enemigo. Tres aos dedicado a la intendencia con el rigor manitico del agrimensor,con la intransigencia del hijo nico, para que nadie obtuviera un proyectil sin la orden oportuna ni a nadie le faltara el rancho para seguir combatiendo. Fueron tambin tres aos escrutando la derrota con los prismticos verdosos que su centro de Intendencia distribua regularmente entre los estrategas de la guerra, entre los observadores del combate, entre los curiosos de la muerte.

Los horrores que no vio se los haban contado.

Desde su adarve, observaba al enemigo, le vea ir y venir de la oficina al frente, del frente al taller, del ejrcito a la familia, de la rutina a la muerte. Al principio pens que era un ejrcito sin alma de ejrcito y que por ello debera ser vencido. Con el tiempo, lleg a la conclusin y as lo reflej en sus cartas de que era un ejrcito civil, que es lo mismo que ser un ave subterrnea o una alimaa anglica.

Finalmente, vindoles guerrear como quien ayuda al vecino a cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la derrota convirti a aquellos milicianos en un inventario de cadveres. Siempre lleva las de perder el que ms muertos sepulta.

La primera vez que el capitn Alegra estuvo cerca del riesgo fue, precisamente, el da que comienza esta historia. Su decisin no fue la de unirse al enemigo sino rendirse, entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo. Alegra insisti varias veces sobre ello cuando fue acusado de traicin. Pero eso ocurri ms tarde.

En una confidencia inoportuna que das ms tarde utilizara el fiscal militar para pedir su muerte con ignominia, Alegra confes a un suboficial intachable que los defensores de la Repblica hubieran humillado ms al ejrcito de Franco rindindose el primer da de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, haba servido slo para glorificar al que mataba. Sin muertos, dijo, no habra gloria, y sin gloria, slo habra derrotados.

Aunque se uni al ejrcito sublevado en julio de 1936, al principio estuvo bajo la indecisin de sus mandos, que no vean en aquel alfrez provisional las cualidades de un guerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde su rectitud y su formacin seran ms tiles que en el campo de batalla.

Sin embargo, sabemos por los comentarios a sus compaeros de armas que un cansancio sumergido y el pasar de los muertos le transform, segn sus propias palabras, en un vivo rutinario.

Aun as, a finales de 1938, fue ascendido al grado de capitn para premiar su celo.

Soy un rendido. Es probable que el tipgrafo armado con un fusil que desplaz el vrgano de la alambrada para hacerse cargo de un capitn del ejrcito sublevado nunca llegara a saber que as comenzaba otro caos que slo tangencialmente tena algo que ver con esa guerra.

Nadie dispar. Cuando lleg al borde de una trinchera republicana, varios hombres vestidos de paisano le apuntaron con sus armas asustados y amenazantes. Obedeciendo una orden, salt al interior de la trinchera y alguien en la oscuridad le despoj de la pistola que llevaba al cinto. No opuso resistencia. El arma estaba limpia, brillante y engatillada; jams haba disparado. Para el capitn Alegra desprenderse de ella hubiera sido contravenir las ordenanzas. Se renda, es cierto, pero en perfecto estado de revista.

No haba nada fiero ni castrense en su aspecto: ms bien pareca un pasante de notario disfrazado de soldado: una cara redonda y apelotonada alrededor de unas gafas tambin redondas coronaba un cuerpo que, de no ser por la gorra de plato, hubiera parecido diminuto. Todos los testimonios que hemos encontrado hablan de cierta altivez en su actitud a pesar de su obediencia. Acat todas las rdenes como si las esperara en la misma secuencia en que se produjeron.

Primero estuvo de rodillas con las manos en la nuca, luego boca abajo con las manos en la nuca, despus tuvo que caminar con las manos en la nuca atravesando un ddalo de trincheras donde hombres desarrapados vigilaban un horizonte oscuro e invisible y, por ltimo, con las manos en la nuca, sali a un claro de la arboleda donde un capitn con abrigo de felpa le observ de arriba abajo a la luz de un candil de carburo.

Todas las rdenes le haban sido susurradas por sus apresadores, pero aquel militar desarbolado que tena enfrente no tuvo ningn reparo en preguntarle a voz en grito qu coo haca all.

El Comit de Defensa de Madrid va a rendirse maana o pasado maana- dijo Alegra en un tono que contrastaba con el de la pregunta.

Por eso te rindes? No jodas.

Por eso.

La conversacin se disip en cuchicheos y frases susurradas por quellos soldados sin uniforme, aunque hasta l slo llegaban sus miradas curiosas y sus sonrisas condescendientes. Le tomaron por un loco. Hubiera querido explicar por qu abandonaba el ejrcito que iba a ganar la guerra, por qu se renda a unos vencidos, por qu no quera formar parte de la victoria. Pero la rudeza de esos hombres le desanim y decidi guardar otra vez silencio.

Cmo poda ser la vida de esos hombres desastrados algo de valor para pagar una guerra? Acaso no saban que moriran por usura? Acaso ignoraban que la implacable disciplina se llevara por delante a cuantos estaban resistiendo?

Recorriendo los pinares de la Dehesa de la Villa, fue conducido a pie hasta la calle Francos Rodrguez, donde aguardaron el paso de una camioneta que regresaba de repartir municin en el frente noroeste de Madrid. Eran casi las tres de la madrugada. Le acomodaron sobre unos fardos en la caja sin entoldar y, vigilado por dos hombres armados, emprendieron la marcha. Ya era un prisionero.

Donde se encuentran las calles Bravo Murillo y Alvarado, un grupo detuvo la camioneta. Con ellos haba un hombre herido que fue subido en andas y acomodado junto al capitn Alegra. Tena el hombro derecho destrozado por una bala y una cura de urgencia no lograba detener la sangre que manaba a travs de la compresa. Se quejaba sordamente, como si quisiera no molestar o pretendiera pasar desapercibido. Gracias a l sabemos que el prisionero trat de ayudarle a contener la hemorragia de su herida.

Al ver a Alegra, pregunt:

Y ste qu hace aqu?

Es un desertor dijo uno de los soldados.

Soy un rendido corrigi

Alegra.

Pgale un tiro sugiri lacnicamente el herido.

Maana o pasado Segismundo Casado va a rendirse explic Alegra.

Ya. Y por eso te has rendido. No me jodas.

La camioneta se detuvo ante el Hospital General de Cuatro Caminos.

Dos soldados, esta vez con uniforme reglamentario, ayudaron a descender al herido y uno de ellos, al ver de cerca el uniforme de Alegra, pregunt:

Y se?

Es un desertor. Silencio.

Nadie le hizo caso. Los gestos de dolor, el hombro herido, la oscuridad y el ruido de la camioneta impidieron otras aclaraciones. Destartaladamente se pusieron en marcha y destartaladamente recorrieron el camino hasta la Capitana General. Madrid estaba apagada, pero no vaca. Aunque eran ms de las tres de la madrugada haba mucha gente en las aceras. A medida que se fueron

acercando al centro, el nmero de transentes aumentaba y en la Puerta del Sol un ir y venir de soldados y civiles casi en silencio confera a la plaza un aspecto de hormiguero.

Embocaron la Calle Mayor y no se detuvieron hasta llegar al interior de la Capitana General. All todos los hombres estaban uniformados, saludaban militarmente a sus superiores y la graduacin de cada uno de ellos estaba significada en los galones y en las estrellas reglamentarias. Estar otra vez entre militares profesionales tranquiliz al capitn Alegra porque con ellos saba cmo comportarse, entenda sus gestos y sus claves. El ejrcito, fuera del bando que fuera, era para l lo mismo que el mapa para el viajero: todos ocupaban su lugar en el espacio y estaban definidas todas las distancias.

Aquel patio debi de parecerle un claustro desdicho por una actividad febril y un ajetreo impropio del lugar.

Uno de los soldados de su escolta se acerc a un comandante y hablaron del prisionero sin que Alegra pudiera or lo que decan. Nadie le vigilaba, nadie adverta la disonancia de su uniforme a pesar de que all dentro haba luz suficiente para alumbrar tanta actividad.

No estaba atado, ni observado, ni temido, ni odiado. Era verdad, Casado iba a rendirse. En otra camioneta, algo ms aseada que la suya, iban depositando sin orden ni concierto un sinfn de legajos, carpetas, archivos y documentos sin enlegajar que los soldados estibadores recalcaban para aprovechar al mximo la capacidad del vehculo. Otros documentos se utilizaban para alimentar una hoguera que crepitaba en el centro del patio donde, discriminadamente, iban arrojando los papeles que unos civiles seleccionaban.

Permaneci bastante tiempo en posicin de descanso observando aquella actividad febril de soldados y oficiales que ignoraban su presencia hasta que dos nmeros armados le ordenaron que les acompaara.

Descendieron a un stano que ola a letrina y le encerraron en un calabozo muy espacioso donde haba ya una persona recluida. Hasta que se acostumbr a la penumbra no pudo ver que se trataba de un militar republicano con galones de cabo primero. Era un hombre enteco, que Alegra calific inmediatamente de desaliado. A despecho de su superior graduacin, le observaba con descaro, pero, como no corran tiempos para disciplinas, se limit a decir buenos das de la forma menos militar posible.

Estaba amaneciendo.

Qu es un vencido por el vencido?

Gracias a su testimonio, sabemos que aquel compaero de celda se limit a pedirle desabridamente un poco de picadura para liar un pitillo y mostrar una indiferencia grosera cuando supo que el recin llegado no fumaba.

El capitn Alegra fue a acurrucarse lo ms lejos posible de su compaero de celda y se dej caer en un lugar sombro de aquel stano donde no llegara la luz que se insinuaba ya por las troneras.

Suponemos que el orden de los hechos tena algo que ver con las previsiones del rendido, pero algo innoble estaba desvirtuando su valor real, algo deformaba los acontecimientos y reduca su rendicin, que l haba concebido llena de sutilezas y matices morales, a lo ms mezquino de su gesto.

Presuponer lo que piensa el protagonista de nuestra historia es slo una forma de explicar los hechos que nos consta que ocurrieron. Sabemos que Alegra estudi Derecho, primero en Madrid y luego en Salamanca. Sabemos por familiares suyos que recibi una educacin de hacendado rural en

Hurmeces, provincia de Burgos, donde naci en 1912, en el seno de una familia de nobleza foramontana, y se cri en un casern con dos arcos de piedra y un escudo que diferenciaba a los suyos de los atarantapayos que hicieron su fortuna a costa de las hambrunas del sur cuando el ganado, la vid, la mies y los olivos se dejaron vencer por el carbunco, la filoxera, el gorgojo, el odio y otros cenizos.

Fue un estudiante sin brillo pero tenaz y Jimnez de Asa le ense que la Ley no tiene nada que ver con la Naturaleza, que el legislador debe tomar partido, porque sa es la nica forma de ser igualitarios. Al poderoso le basta con el poder.

Pero despus, ya en Salamanca, aprendi que la Ley est por encima de las leyes y esa Ley no elige nada. Le hablaron incluso de un derecho sacrosanto. Desde que apareciera el primer bozo, mantuvo una relacin formal y grave con Ins Hoyuelos, hija nica de unos abaceros acomodados, que ha contribuido generosamente a que podamos reconstruir esta historia.

Nos consta que se uni al ejrcito sublevado en 1936 porque as defenda lo que haba sido siempre suyo. Para l fue una guerra sin batallas, sin gestas ni enemigos, dedicada slo a las arrobas de trigo, a los cuarterones de tabaco, a las prendas de vestir, al recuento de los tahales, al estado de los correajes, a la administracin de los proyectiles, de las mantas, del calzado y de la ropa interior de los soldados. Su guerra fue estibar, distribuir, ordenar, repartir y administrar todo lo preciso para que otros mataran, murieran y vencieran a un enemigo al que nunca vio de cerca aunque estaba siempre all, como un paisaje, cada vez ms esttico, cada vez ms petrificado.

El ltimo parte de Intendencia que, como era preceptivo, tuvo que redactar la noche en que se rindi al enemigo, nos da la clave del estado de nimo en el que se hallaba al cabo de tres aos de guerra: Hecho el recuento de existencias, todo cuadra cabalmente con los estadillos adjuntos, todo menos el oficial que esto firma, que se considera a s mismo un crculo cuadrado, un espritu metlico, que, abominando de nuestro enemigo, no quiere sentirse responsable de su derrota. Firmado Carlos Alegra, Capitn de Intendencia....

Pas ms de una hora antes de que una agitacin de motores rompiera el silencio.

Se han rendido. A que s? pregunt el cabo primero.

Fuera haba un silencio opaco que envolva los ecos de una actividad febril pero callada y triste. Estaban abandonando la Capitana General.

Nadie daba rdenes, todos saban lo que tenan que hacer: huir lo antes posible.

La agitacin silenciosa fue poco a poco desvanecindose como se haba desvanecido su proyecto y a las diez de la maana pudo comprobarlo en el Roskof que fuera de su abuelo todo se haba disuelto en una quietud de residuos y de olvidos. Supo que estaban solos. El hombre enteco y l eran los nicos habitantes de la Capitana General.

Franco estaba aduendose de Madrid. Una o dos horas despus, los nuevos ocupantes llegaron a la Capitana General y se desplegaron ordenada y ruidosamente tomando posesin de cada despacho, de cada pasillo, de cada corredor de piedra. El templo del mando ya era suyo.

Haba marcialidad en aquellos pasos, ritmo de poder y de obediencia, sumisin y jerarqua. El capitn Alegra identific aquel ir y venir como algo familiar, la voz de lo propio. Pero esta sensacin no le aport ningn consuelo.

Al contrario. Era como regresar a un mundo al que no quera pertenecer, del que haba huido: era como empezar de nuevo.

Ruidos de puertas, cerrojos, aldabas y otras urgencias sacaron al capitn Alegra del reducto de su memoria. La puerta de aquel stano se abri y un oficial escoltado por tres soldados se sorprendi al comprobar que an quedaba alguien en aquel edificio abandonado.

Y vosotros? Qu estis haciendo aqu?

Esta pregunta la presuponemos, porque nuestro testigo, el enteco cabo primero, debi de obviar en su relato cierta sumisin (yo, al cabo de tanta guerra, ya no iba ni con unos ni con otros, nos dijo) pero s recordaba la insistencia de nuestro protagonista en su cualidad de rendido.

A quin se ha rendido, capitn?

Al ejrcito republicano.

Cundo?

Esta maana, mi coronel.

El coronel se volvi hacia sus escoltas para verificar que era cierto lo que acababa de or. Los escoltas no movieron ni una ceja. Las situaciones inslitas, en el ejrcito, debe resolverlas el mando.

Le pidi la cartilla militar, que oje con cierta incredulidad buscando una explicacin reflejada en aquel documento que, al fin y al cabo, slo consignaba su nombre, graduacin y su breve historial en el ejrcito. Se la guard en el bolsillo de la pechera y, ms estupefacto que agresivo, pregunt:

De verdad se ha rendido esta maana?

S, mi coronel, me he rendido esta maana.

T eres un imbcil y un traidor. Sers juzgado por esto.

Y volvieron a cerrar la puerta dejando a los presos donde estaban. El cabo primero no se atrevi a levantar la vista del suelo. Estar preso poda ser, y as fue, su salvacin.

Hubo silencios desparramados en un tiempo lento pero breve, porque empezaron a llegar prisioneros a aquel stano con la cadencia con la que mana el agua en los manantiales.

El capitn Alegra fue inventariando aquel acopio de derrotados a medida que los acarreaban al stano de la Capitana General hasta que reconoci a uno de los prisioneros: era el hombre que le haba acompaado aquella madrugada desde la Dehesa de la Villa hasta el Hospital General de Cuatro Caminos. Su hombro vendado, del que penda un brazo inerte, y un gesto de dolor desesperado eran lo nico familiar en aquel redil de sombras. Alegra busc su proximidad y le pregunt si le dola. Nada ms formular la pregunta es probable que sintiera un pudor adolescente: un hombro destrozado y una derrota siempre duelen.

Puedo ayudarte?

Coo! El rendido!

Aquella frase espontnea reconociendo su situacin real debi de producirle cierta satisfaccin, porque, segn nos ha contado el herido, que sobrevivi gracias a que le estaban amputando el brazo el mismo da en que iban a condenarle a muerte, se limit a decir gracias y se dio media vuelta buscando el vaco. Por fin era lo que haba decidido ser: su propio enemigo.

Un aluvin de presos infest aquel stano y fueron incorporndose asombros nuevos, miedos diversos, resignaciones diferentes. Cuando, al cabo de tres das, el aire se hizo irrespirable, comenzaron a trasladar presos. Del periplo de Alegra desde aquel stano al pelotn de fusilamiento tenemos slo datos imprecisos.

Los documentos que fueron generando los guardianes del laberinto y las pocas cartas que escribi son los nicos hechos ciertos, lo dems es la verdad. Pudo contarlo, porque tuvo oportunidad de hacerlo, pero prefiri guardar silencio porque estaba saldando su deuda con los usureros de la guerra.

Sabemos que fue trasladado a unos hangares del aerdromo de Barajas, donde el ejrcito vencedor y su justicia fueron agrupando a los militares de graduacin para someterles a juicios sumarsimos que acabaron, sin excepcin, en condenas a muerte.

Durante el periodo de su reclusin en el aerdromo de Barajas, los militares fieles a la Repblica debieron de ignorarle e incluso evitarle, dado que en otra carta que escribe a su novia Ins, que lleg slo tres meses ms tarde por razones incomprensibles, describe crpticamente su situacin como la de una mnada de Leibniz. No le hablaron, desconfiaron de Alegra como se desconfa de un enemigo, orillndole en aquellos momentos en que todos pensaban ms en lo que abandonaban que en lo que les esperaba. Todo haba tenido lugar con tal vrtigo, se haba precipitado de tal manera que la vida del capitn Alegra se desvaneci en sentimientos crepusculares, en soledades hostiles, en miedos irreverentes. No se atrevi a rezar para no llamar la atencin de Dios y de su ira.

Estuvo en el desabrido hangar de Barajas desde el da cuatro al ocho de abril, debilitndose, ajndose como un odre seco, desparramando su eterna compostura en cada vmito, en cada desmayo, en cada tiritona, en cada retortijn del hambre. Un grupo de falangistas tom la filiacin a cada uno de los presos, que, en posicin de firmes, recibieron ultrajes, golpes y humillaciones antes de ser despojados de los distintivos del grado militar en sus uniformes, de su documentacin y de todos sus objetos personales. El coronel Luzn no constan ms datos en su filiacin se neg a entregar las estrellas de su grado porque las haba conseguido merecidamente en el campo de batalla, y un pistoletazo le arranc de cuajo el rango, las estrellas y la vida.

Intento de fuga, reza escuetamente el registro de su muerte.

Pero el da ocho fue cuando, por fin, lleg el momento que el capitn Alegra tanto haba esperado. A media maana, cuando la luz del da converta aquel hangar en una jaula de nostalgias rezadas en voz baja, en el silencio imposible de centenares de hombres hacinados, se oyeron los primeros nombres.

ste es el documento ms real que tenemos de lo realmente ocurrido, la nica verdad que refrenda nuestra historia, que, probablemente, tuvo bastante semejanza con lo que estamos contando. De no haber temido que nuestra narracin fuera malinterpretada, nos habramos limitado a transcribir el acta del juicio donde se conden a Carlos Alegra a morir fusilado por traidor y criminal de lesa patria.

Voluntariamente omitimos la primera parte del acta del juicio sumarsimo, atenido al Cdigo Militar aplicable en periodo de guerra, en la que se toma filiacin al capitn Alegra, se le degrada, se le expulsa del ejrcito y es calificado, a todos los efectos, de traidor militar en tiempos de guerra.

Tras varias consideraciones en las que no se habla de su hoja de servicios sino de algunas actitudes significativas que se desprenden de informaciones recabadas de sus mandos directos, el acta reza as:

Preguntado por la fecha en que decide pasarse a las lneas enemigas traicionando al Glorioso Ejrcito Nacional, contesta: la madrugada del da uno de abril del presente ao de la Victoria.

Preguntado por las razones que le movieron a tal acto de traicin a la Patria contesta: que lo hizo porque los tenientes coroneles Telia y Barran tomaron en noviembre de 1937 las poblaciones de Villaverde y ambos Carabancheles de Madrid. Que lo hizo porque las fuerzas de Asensio y Castejn tomaron la Casa de Campo de Madrid defendida por la primera y oncena Brigadas Internacionales que se limitaron a retroceder hasta las orillas del ro Manzanares.

Preguntado si el degradado Carlos Alegra consideraba que los avances descritos eran razn suficiente para traicionar al Glorioso Ejrcito Nacional contesta: que lo hizo tambin porque el General Varela ordena a Asensio sobrepasar con sus tanques el ro Manzanares, cosa que consigue el da 15 de noviembre de 1937, el mismo da en que Barrn se apodera del Hospital Militar de Carabanchel Bajo.

Que lo hizo porque el Gobierno del Frente Popular abandona ese da Madrid dado que lo considera tomado y encarece su defensa al General Miaja que slo cuenta con un ejrcito compuesto fundamentalmente por las Brigadas Internacionales mandadas por el inexperto General Clber.

Que lo hizo porque Asensio Cabanilles tom el mismo da 15 la Ciudad Universitaria de Madrid al mando de una compaa de las Tropas Regulares de Tetun, que llegaron hasta el Parque de la Moncha y el propio General Asensio Cabanilles tom el edificio en construccin del Hospital Clnico de Madrid.

El declarante es mandado callar y lo hace.

Preguntado por las razones de su conocimiento de los hechos referidos, el procesado responde que porque de l dependa la Intendencia para el Frente Sur y Suroeste, bajo las rdenes directas del General Vrela. Y que por eso sabe que en noviembre de 1937 el coronel Ros Capap y Mohamed el Mizzian llegaron hasta la parte alta de la calle Ferraz, en el centro de Madrid, donde slo encontraron una resistencia de francotiradores en retirada.

El declarante es mandado callar y lo hace.

Preguntado acerca de si son las gloriosas gestas del Ejrcito Nacional la razn para traicionar a la Patria, responde: que no, que la verdadera razn es que no quisimos entonces ganar la guerra al Frente Popular.

Preguntado que si no queramos ganar la Gloriosa Cruzada, qu es lo que queramos, el procesado responde: queramos matarlos.

A continuacin, se le expulsa del ejrcito y se le declara culpable del delito de traicin y connivencia con el enemigo. Es condenado a muerte.

Hay una rbrica y un sello, ambos ilegibles.

El degradado capitn Alegra, por fin, haba hablado de la usura a sus superiores jerrquicos.

A partir de este documento, todos los hechos que relatamos se confunden en una amalgama de informaciones dispersas, de hechos a veces contrastados y a veces fruto de memorias neblinosas contadas por testigos que prefirieron olvidar. Hemos dado crdito sin embargo a vagos recuerdos sobre frases susurradas durante ensueos angustiosos que tambin tienen cabida en el horror de la verdad, aunque no sean ciertos.

El capitn Alegra, ya paisano, ya traidor, ya muerto, debi de regresar al hangar donde tantos otros haban sido o iban a ser sentenciados. Escribi, al menos, tres cartas: una a su novia Ins, que ha llegado a nuestras manos, otra a sus padres en Hurmeces, cuya casa fue destruida por una crecida del ro Urbel que se llev entre sus aguas la memoria, la hacienda y las ganas de vivir de dos ancianos que, al saber del arrebato de su hijo, fijaron sus miradas en un punto indiferente del paisaje y enmudecieron de tal modo que ni siquiera antes de morir quisieron confesarse. La tercera carta la dirigi al Generalsimo Franco, Caudillo de Espaa. Sabemos de esta ltima porque se refiere a ella en la que escribi a Ins. Le he escrito no para implorar su perdn, ni mostrarme arrepentido, sino para decirle que lo que yo he visto otros lo han vivido y es imposible que quede entre las azucenas olvidado.

En otra carta a Ins, que era maestra en Ubierna, habla crpticamente de la soledad que le est convirtiendo en un despojo y, al igual que antes lo hiciera con San Juan de la Cruz, tiene que recurrir a frases de otros para hablar de s mismo, como si no se atreviera a utilizar sus sentimientos: Soy un fue, y un ser, y un es cansado.'No hay pasin en su despedida, ni siquiera amor, slo un plaido difuso, una reconvencin a lo coetneo, el lamento de una vida inoportuna: No tuve tiempo para hacer planes porque otros horrores suspendieron mi futuro, pero ten por seguro que, de haberlos hecho, t hubieras sido la columna vertebral de mi proyecto.

Si tuviramos que imaginar en qu se convirti la vida para el capitn Alegra, deberamos hablar de un torbellino de aceite: lento, pastoso, inexorable. Paseando su soledad en aquel hangar de angustias, envuelto en el vaco, trasladando consigo la distancia entre l y el universo, aguard el momento que precede al final ignorando que el final no estaba escrito.

Nueve das estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdan ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedan. Los ms se iban en silencio.

Es probable que a Alegra, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincn elegido para designar los muertos debi de resultarle insoportable. Alegra rechazaba el azar, necesitaba el orden.

Podemos suponer cierto alivio cuando el da dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue l uno de los miembros de la recua. En el camin, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogan de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano busc la suya y su soledad se desvaneci en un apretn silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. Perdonadme, dijo, y se zambull en aquel tumulto de cuerpos desolados.

Seran ya las ocho de la maana cuando llegaron a Arganda del Rey.

Todo estaba preparado. Un muro de mampostera, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotn de fusilamiento y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecucin. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latn rutinarias imploraciones de misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la dimensin del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria que concluy con una bendicin trazada en el aire con la languidez de un adis entristecido e inmediatamente Pelotn, silencio, Apunten, silencio, Fuego.

Si alguien grit, nadie pudo orlo.

Cuando el capitn Alegra recobr el conocimiento, estaba sepultado en una fosa comn amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tard tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que haba transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno est prohibido.

Estaba vivo. Un universo de mdulas, cartlagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permiti respirar aun enterrado. Estaba vivo.

Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegra las confundi porque no trat de abrir los ojos, pero al or su propio llanto supo que aqul no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.

Alegra siempre habl de ese momento como de un parto. Exhausto, tard tiempo en definir los perfiles de su cuerpo, desmadejado y oprimido por cadveres enredados unos con otros. Un escozor en la cabeza enmarcaba un punto tan doloroso que pens que tena abierto el crneo en dos mitades.

Lentamente, procurando no alterar la quietud de aquellos muertos, fue arrimando sus brazos a su cuerpo, detenindose tras cada esfuerzo para no jadear porque tema que se acabara el aire, fue haciendo acopio de la fuerza necesaria para zafarse del peso que le inmovilizaba. Haba visto la fosa en la que estaba enterrado antes de la ejecucin y, dada su profundidad, no poda tener muchos cadveres encima.

Lo intent varias veces y, en cada intento, comprob que algo se desplazaba y dejaba de oprimirle, hasta que, al fin, todo cedi y se encontr a cielo raso. La tierra ocup su puesto y se arrastr hasta llegar a un terrapln por el que se dej caer procurando sofocar su llanto. Estaba todo l menos sus gafas.

Una bala le haba dado en la parte alta de la frente de tal suerte que resbal sobre su crneo, abriendo una profunda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera. Tena sangre en el rostro, en las sienes, en el cuello, pero la tierra haba servido de cauterio y, aunque ahora sangraba de nuevo, mientras estuvo inconsciente su corazn tuvo una razn para latir adems de la del miedo.

Estaba anocheciendo.

Aqu comienza una peripecia de Alegra de la que apenas sabemos los detalles, porque, aunque a veces toler hablar de lo ocurrido antes de su resurreccin, raramente consisti en contarle a nadie cmo lleg desde Arganda del Rey hasta La Acebeda, un pueblo de montaa que est en la vertiente sur del alto de Somosierra.

Granito, jara y montaa rodean este pueblo de adobe y pizarra aletargado bajo la nieve durante todo el invierno y que se desparrama en labores como el cantueso cuando llegan las primeras templanzas de la primavera.

En alguna ocasin coment a uno de sus carceleros que, excepto los animales, todos huan de l, escapaban al ver que aquel hombre sucio, macilento, con el dolor cristalizado en su mirada, estaba vivo. Eran tiempos aqullos en que slo los muertos no asustaban.

En los campos de La Acebeda le encontraron, exhausto y agonizando, unos labriegos que, al principio, le creyeron muerto, pero cuando decidieron descalzarle para hacerse con las botas del cadver, oyeron cmo aquella cabeza ensangrentada peda agua. Iba vestido con el uniforme del

ejrcito que acababa de ganar la guerra y tiritaba con estertores de vencido.

Ahora sabemos que se consideraron varias alternativas, desde enterrarle vivo porque a saber quin le haba disparado, hasta dejarle morir entre la jara y, despus de muerto, informar a las autoridades del hallazgo. Pero una anciana resoluta decidi darle el agua que peda y limpiarle la cara con su refajo.

Todos somos hijos de Dios, hasta stos, dijo. Comenz as una sucesin de atenciones al herido que se prolong durante tres das y logr mantener vivo a aquel muerto. Todo se conjuraba para que le resultara imposible abdicar de la vida como se abdica de un sueo al despertar.

Le mantuvieron all, entre la jara, en parte por miedo y en parte para evitar el riesgo de que muriera en el traslado.

Trataron la herida con intiles ungentos, le abrigaron con una manta y le proporcionaron agua y un poco de alimento. Hoy sabemos que, en los tiempos que corran, todo aquello fue un derroche de misericordia que Alegra agradeci evitando mencionar sus nombres.

Que alguien se acercara a un hombre agusanado, pastoso de excrementos y de sangre, levantase su cabeza y pusiera agua en sus labios suavemente, dosificase a cucharadas sopicaldos digeribles por los muertos y pronunciara alguna frase de consuelo, todo aquello, pens, era seal de que algo humano haba sobrevivido a los estragos de la guerra. De no haber sido por las grietas de sus labios resecos, Alegra habra sonredo. As lo cont y as lo reflejamos.

Y tambin cont a los enfermeros que velaron por l en las prisiones donde estuvo ms tarde que, mientras estuvo all tendido, desoyendo las llamadas de la tierra que reclamaba lo que es suyo, no era el temor a la muerte lo que ms le torturaba sino el pudor de que le vieran tan podrido, la vergenza de que olieran su aliento nauseabundo o de que sus samaritanos se mancharan con la podre que segregaban sus heridas.

Se tapaba con la manta cuando iban a llevarle el alimento y no permita que nadie se acercara. Ahora pensamos que era, tambin, una forma de no dar explicaciones.

El cuarto da amaneci deshecho en nieblas y la manta tan salpicada de roco que la fiebre no se apiad ni de sus huesos. Quera morir en Hurmeces y la vida se le quedaba a jirones en aquellos parajes tan hostiles. Acopi todas sus fuerzas, utiliz hasta las sacudidas del temblor para ponerse en movimiento y, tras doblar cuidadosamente la manta para demostrar que estaba agradecido, puso el agua y las patatas hervidas en el talego que utilizaban para traerle la comida. Emprendi el camino hacia su pueblo, que estaba detrs de las montaas que ocultaban su ferocidad entre las nubes. Comenz a caminar monte arriba en direccin a Somosierra.

Esas montaas surgen all para partir Espaa en dos mitades y ahora se nos antoja que el esfuerzo brutal de atravesarlas fue otra forma de ignorar lo que separa, de querer estar siempre en los dos lados.

Busc el camino perdido en la desorientacin de la fiebre y remont aquella pendiente a orillas de la carretera para no ser visto por quienes transitaban; eran siempre tropas del ejrcito que trasladaban vveres, soldados, armamento y todo lo necesario para mantener controlada la tierra conquistada. Inercias de una guerra que, como otras guerras, acaban pero nunca se resuelven. Slo de vez en cuando pasaba un vehculo civil y nadie podra afirmar que no hubiera sido confiscado.

Alegra saba que todos los que tenan la potestad de desplazarse libremente podan ser sus adversarios. Esto no significaba que los inmviles, los silenciosos, no fueran sus contrarios, porque ignoraba qu bando debe tomar un soldado que gana una guerra y la pierde al mismo tiempo.

Sin embargo, aun queriendo ocultarse, no se atrevi a alejarse de la carretera, porque tema que le abandonaran las fuerzas necesarias para seguir viviendo y, en ese caso, se tendera en el camino para que le encontraran y le dieran cristiana sepultura o, al menos, no permitieran que sus despojos terminaran alimentando a los lobos y a los perros asilvestrados que merodeaban pacientes esperando el final de aquel peregrinaje.

La resurreccin de la carne, pensaba, requera cierta pulcritud en los difuntos y a l slo le quedaba una podredumbre nauseabunda y humillada. Su hedor era tal que resultaba imposible pasar desapercibido a pesar del brezo, la jara, la primavera y el tomillo.

Todas estas precauciones retrasaron el camino otros tres das en los que las patatas hervidas y el agua abastecieron el primero, pero despus, con el fro de la cumbre, tuvo slo el talego como prenda de abrigo por las noches y como protector de la calentura de la herida cuando el sol arreciaba al medioda.

Por fin, lleg a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Lleg al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permiti acercarse a la caseta del fielato donde los guardianes del camino haban instalado sus reales. All estaban los soldados del ejrcito que haba ganado la ltima batalla, con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas que l haba administrado tantos aos. No sinti ni nostalgia ni arrepentimiento, pero s melancola.

Les observ tras su difusa miopa durante horas, incluso cuando la noche se ech encima y los soldados tuvieron que encender hogueras para iluminar el camino y calentarse. Observ la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen tuntn y con una desgana que reflejaba ms hasto que victoria.

Debi de ser entonces cuando naci la reflexin que recogi en unas notas encontradas en su bolsillo el da de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar ms tarde, cuando se levant la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes.

Son estos soldados que veo lnguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarn como militares victoriosos sino como extraos de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirn, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarn con quienes han sido derrotados, de los que slo se diferenciarn por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarn temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venci al ejrcito enemigo y al propio. Slo algunos muertos sern considerados protagonistas de la guerra.

Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que senta de s mismo, porque haciendo acopio de la poca fuerza que an le quedaba, arrastrndose ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el ltimo momento, se aproxim al cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsin que sintieron los soldados al ver arrastrarse esos despojos.

Cuando el llanto se lo permiti, dijo:

Soy de los vuestros.SEGUNDA DERROTA: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido

(Este captulo, modificado, fue finalista del Premio Internacional de Cuentos Max Aub 2002 y publicado por la Fundacin Max Aub. Agradezco la autorizacin para incorporarlo a su lugar original.)

Este texto fue encontrado en 1940 en una braa de los altos de Somiedo, donde se enfrentan Asturias y Len. Se encontraron un esqueleto adulto y el cuerpo desnudo de un nio de pecho sorprendentemente conservado sobre unos sacos de arpillera tendidos en un jergn; una piel de lobo y lana de cabra montesa, pelos de jabal y unos helechos secos les cobijaban. Los dos cuerpos estaban juntos y envueltos en una colcha blanca, como formando un nido, reza el atestado, cuya limpieza contrastaba con el resto del habitculo, sucio, maloliente y miserable. Resecos pero an hediondos, los restos de una vaca a la que le faltaba una pata y la cabeza. En 1952, buscando otros documentos en el Archivo General de la Guardia Civil, encontr un sobre amarillo clasificado como DD (difunto desconocido). Dentro haba un cuaderno con pastas de hule, de pocas pginas y cuadriculado, cuyo contenido transcribo. Estaba enteramente escrito con una caligrafa meliflua y ordenada. Al principio la escritura es de mayor tamao, pero poco a poco se va reduciendo, como si el autor hubiera tenido ms cosas que contar de las que caban en el cuaderno. A veces, los mrgenes aparecen ribeteados por signos incomprensibles o comentarios escritos en otro momento posterior.

Esto se deduce en primer lugar por la caligrafa (que como digo se va haciendo cada vez ms pequea y minuciosa) y en segundo lugar porque refleja claramente estados de nimo distintos. En cualquier caso recojo estos comentarios en sus pginas correspondientes. El cuaderno fue descubierto por un pastor sobre un taburete bajo una pesada piedra que nadie hubiera podido dejar all descuidadamente. Un zurrn de cuero vaco, un hacha, un camastro sin colchn y dos pocillos de barro sobre el hogar apagado es lo nico que inventari el guardia civil que levant el atestado. Del techo colgaba un sencillo vestido negro de mujer. No haba ms seal de vida, pero el informe s recoge y eso es lo que me indujo a leer el manuscrito que, en la pared, haba una frase que rezaba: Infame turba de nocturnas aves. El texto es ste:

PGINA 1

Elena ha muerto durante el parto. No he sido capaz de mantenerla a este lado de la vida. Sorprendentemente el nio est vivo.

Ah est, desmadejado y convulsivo sobre un lienzo limpio al lado de su madre muerta. Y yo no s qu hacer. No me atrevo a tocarlo. Seguramente le dejar morir junto a su madre, que sabr cuidar de un alma nia y le ensear a rer, si es que hay un sitio para que las almas ran. Ya no huiremos a Francia. Sin Elena no quiero llegar hasta el fin del camino. Sin Elena no hay camino.

Cmo se corrige el error de estar vivo? He visto muchos muertos pero no he aprendido cmo se muere uno!

PGINA 2

No es justo que comience la muerte tan temprano, ahora que an no ha habido tiempo para que la vida se diera por nacida.

He dejado todo como estaba. Nadie podr decir que he intervenido. La madre muerta, el nio agitadamente vivo y yo inmvil por el miedo. Es gris el color de la huida y triste el rumor de la derrota.

(Hay un poema tachado del que se leen slo algunas palabras: vigoroso, sin luz [o mi luz, no est claro] y olvidar el estruendo. Al margen y con letra ms pequea hay una frase:

Es este nio la causa de la muerte o es su fruto?.)

PGINA 3

Quiero dejar todo escrito para explicar a quien nos encuentre que l tambin es culpable, a no ser que sea otra vctima. Quien lea lo que escribo, por favor, que esparza nuestros restos por el monte. Elena no pudo llegar ms lejos y el nio y yo queremos permanecer a su lado. Slo soy culpable de no haber evitado que ocurriera lo ocurrido. No aprend a sortear la pena y la pena me ha amputado a Elena con su dalle. Adems yo slo s escribir y contar cuentos. Nadie me ense a hablar estando solo ni nadie me ense a proteger la vida de la muerte. Escribo porque no quiero recordar cmo se reza ni cmo se maldice.

Cmo puede terminar una historia tan hermosa en una montaa sacudida por el viento? Es slo octubre pero aqu arriba el otoo se convierte en invierno cada noche.

El nio ha llorado todo el da, con una fuerza sorprendente. Ha conseguido que piense en l, aunque he claveteado mi mirada en el rostro de Elena muerta y he pasado toda la maana sin prestarle atencin. Ahora caigo en que no he derramado ni una sola lgrima, probablemente porque el llanto del nio es suficiente. Y necesario. Yo no hubiera conseguido llorar con tanto desconsuelo, no hubiera logrado gritar con tanta rabia. Elena ha sido llorada sin mi esfuerzo. Cmo puede llorar un hombre y desvanecerse al mismo tiempo? Ahora parece que el nio ha perdido los sentidos. Me he acercado a mirarle y he comprobado que an respira, aunque, al intentar moverle, he tenido la sensacin de que alguien le haba arrancado el esqueleto.

PGINA 4

He observado atentamente el rostro blanco de Elena. Su palidez ya no es tan macilenta como en el momento de la muerte. Sencillamente ha perdido todos los colores. Quiz la muerte sea transparente. Y heladora. Durante las primeras horas he sentido la necesidad de mantener su mano entre las mas, pero poco a poco me he encontrado unos dedos sin caricias y he sentido miedo de que fuera se el recuerdo que quedara grabado en mi piel insatisfecha. Llevo varias horas sin tocarla y ya no soy capaz de reposar junto a su cuerpo. El nio s. Ahora yace exhausto acurrucado junto a su madre. Por un momento he pensado que pretenda devolver el calor al cuerpo inerte que le sirvi de refugio mientras dur el zumbido de la guerra.

S. Hemos perdido una guerra y dejarnos atrapar por los fascistas sera lo mismo que regalarles otra vez otra victoria. Elena ha querido seguirme y ahora sabemos que nuestra decisin ha sido errnea. Quiero pensar que jams se cometi un error tan generoso.

Debimos hacer caso a sus padres, a los que pido perdn por permitir que Elena me acompaase en mi huida. Que te quedes, no te harn dao, le dije. Que te sigo. Que me matan. Que me muero. Hablbamos de la muerte para dejar la vida al descubierto. Pero nos equivocbamos. Nunca debimos emprender un viaje tan interminable estando ella de ocho meses. El nio no vivir y yo me dejar caer en los pastos que cubrir la nieve para que de las cuencas de mis ojos nazcan flores que irriten a quienes prefirieron la muerte a la poesa.

Miguel, se cumplir tu profeca!

Dnde estars ahora, Miguel, que no puedes consolarme? Dara una eternidad por poder escuchar otra vez tus versos lquidos, tu palabra templada, tus consejos de amigo. Quiz tanto dolor me convierta en un poeta, Miguel, y puede que ya no tengas que rezumar tanta benevolencia. Recuerdas cuando me llamabas el arquero proletario? Elena te quera por eso y te seguir queriendo aunque est muerta.

PGINA 5

Hubiera preferido Elena que separara al nio de la placenta que le rodea, atara su cordn umbilical con una de mis botas e intentara que humillramos a los vencedores con la vida germinal de la revancha? Pienso que ella no hubiera querido un hijo derrotado. Yo no quiero un hijo nacido de la huida. Mi hijo no quiere una vida nacida de la muerte. O s? Si el dios del que me han hablado fuera un dios bueno, nos permitira elegir nuestro pasado, pero ni Elena ni su hijo podrn desandar el camino que nos ha trado hasta esta braa que ser su sepultura.

Esta madrugada me venci el sueo y me qued dormido apoyado en la mesa. Me despert el llanto del nio, ahora menos vigoroso, ms convaleciente. Su rabia de ayer me produca indiferencia, su lamento de hoy me ha dado pena. No s si es que estaba aturdido por el sueo y el fro o que a m tambin comienzan a faltarme las fuerzas al cabo de tres das sin comer nada, pero lo cierto es que, impensadamente, me he encontrado dndole a chupar un trapo mojado en leche desleda en agua. Al principio no saba si vivir o dejarse llevar por mi proyecto, pero al cabo de un rato ha comenzado a sorber el lquido del trapo. Ha vomitado, pero ha seguido chupando con avidez. La vida se le impone a toda costa.

Creo que ha sido un error tenerle en brazos. Creo que ha sido un error alejarle un instante de la muerte, pero el calor de mi cuerpo y el alimento que ha logrado ingerir le han sumido en un sueo desmadejado y profundo.

PGINA 6

Con unos sacos para el heno he hecho una cuna abrigada y la he cubierto con la colcha de ganchillo heredada de su abuela y que Elena insisti en llevar consigo como si en ella estuviera resumido su pasado. No es ya tan acogedora como lo fue cuando compartamos la huida pero da calor al nio y es probable que an quede algo en ella del aroma de su madre.

Debo confesar que no he soportado la comparacin de la vida y de la muerte.

Verles a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan acabada y l tan sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y lo falso.

Repentinamente la muerte era muerte, nada ms que muerte, sin los candores del cuerpo, sin lo animal de la vida. Un cadver, al cabo de tres das, es un mineral sin la humedad del aliento, sin la fragilidad de las flores. Ni siquiera es algo indefenso. Es algo que no puede sentirse acorralado y, sin embargo, se agazapa como si quisiera pasar desapercibido. Un cadver, al cabo de tres das, es slo soledad y ni siquiera tiene el don de la tristeza. Al nio se le est secando el cordn umbilical. Y llora. (Alrededor de este texto hay un dibujo muy sutil en el que se adivina una estrella fugaz, o la representacin infantil de un cometa, que choca violentamente contra una luna menguante que llora.)

PGINA 7

No he comido. An tengo un poco de pan seco y unas conservas de pescado que trajimos en la huida. El nio ha vuelto a tomar leche desleda. Parece que se sacia. Hoy enterrar a su madre junto al roble. No tengo fuerzas para ordear las vacas pero se estn poniendo enfermas y sus mugidos tampoco me dejan pensar en Elena.

Quisiera que subieran del valle a recoger el ganado para no tener que decidir si me alimento o me dejo caer rodando muerte abajo. Pero, en este tiempo de horror, incluso el ganado est resolviendo la vida a su manera. Mientras no llegue el invierno estos animales ignorarn que existe el lobo, el fro y la correlacin de fuerzas. Hoy por hoy, estamos corriendo la misma suerte. Las cuatro o cinco que deben ser ordeadas morirn si alguien no lo hace. Cmo ha podido desaparecer quien las cuidaba, justo ahora? Pero eso qu ms da en estos tiempos tan aciagos. Adems, mientras tomo una decisin, necesitar leche para el nio.

Llueve. Mejor as. Nadie se atrever a subir hasta esta braa con un tiempo tan desapacible. He logrado acorralar dos vacas. Una de ellas tiene mastitis. Tendr que matarla para que no sufra.

Hoy el nio ha comido tres veces.

PGINA 8

Ayer enterr a Elena bajo un haya. Es ms frgil que el roble y ms desvencijada. El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rgido y el olor de su cuerpo en descomposicin provocaron en m un llanto tan sofocante que por un momento tuve la sensacin de que tambin yo iba a morir. Pero morir no es contagioso. La derrota s. Y me siento transmisor de esa epidemia. All adonde yo vaya oler a derrota. Y de derrota ha muerto Elena y de derrota morir mi hijo al que todava no he podido poner nombre. Yo he perdido una guerra y Elena, a la que nadie jams hubiera pensado en considerar un enemigo, ha muerto derrotada. Mi hijo, nuestro hijo, que ni siquiera sabe que fue concebido en el fulgor del miedo, morir enfermo de derrota. He puesto una gran piedra blanca sobre su tumba. No he escrito su nombre porque, si an hay ngeles, s que reconocern el alma bondadosa de Elena entre un mar de almas bondadosas. Trato de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero ya no recuerdo ni siquiera la memoria. Cmo eran? (Hay varios intentos fallidos de transcribir el poema, pero todo est tachado aunque an son legibles los siguientes versos:

Las lgrimas que en esta sepultura/ se vierten hoy en da y se vertieron/ recibe, aunque sin fruto all te sean,/ hasta que aquella eterna noche oscura/ me cierre aquestos ojos que te vieron,/ dejndome con otros que te vean.)

No s por qu estoy escribiendo este cuaderno. Sin embargo me alegro de haberlo trado conmigo. Si tuviera alguien con quien hablar probablemente no lo hara; siento cierto placer morboso pensando en que alguien leer lo que escribo cuando nos encuentren muertos al nio y a m. He puesto una lpida de piedra sobre la tumba de Elena para que sean tres los remordimientos, si bien es cierto que ya ha pasado el tiempo de la compasin. Hace mucho fro. Pronto empezar a nevar y se cerrarn todos los caminos de acceso a esta braa. Tendr todo el invierno para decidir de qu muerte moriremos. S, creo que el tiempo de la compasin ha terminado.

PGINA 10

(Una serie de rostros muy mal dibujados pero evidentemente retratos, entre los que aparece tres veces un rostro de nio, dos uno de mujer la misma mujer en ambos casos y diversos rostros de ancianos de ambos sexos, unos con boina, otras con paoletas atadas al cuello y un perro, este de cuerpo entero. Bajo todos estos dibujos una frase: Dnde yacis?)

La vaca enferma muge y muge y ya no est dando leche. No me atrevo a matarla todava porque necesito que se formen neveros para conservarla. Lea hay abundante y conseguir alimentar la otra desenterrando hierba bajo la nieve.

Slo me preocupa el lpiz. Tengo uno y quisiera escribir lo necesario para que quien nos encuentre en primavera sepa qu muertos ha encontrado.

(Escrito todo en maysculas e imitando letra de imprenta, la siguiente frase: SOY UN POETA SIN VERSOS.)

PGINA 11

Hoy ha nevado todo el da. Estas montaas deben de ser la residencia de todos los inviernos.

El nio sigue vivo y la nieve a nuestro alrededor parece una mortaja.

Tenemos carne suficiente con la vaca muerta que en parte mantengo ahumada y en parte el invierno prematuro mantiene congelada. Afortunadamente disponemos de leche abundante gracias a la vaca viva, que ahora comparte con nosotros el refugio y nos da calor. Los boniatos que robamos al pasar por Perlunes se conservan perfectamente bajo la nieve y al nio parecen gustarle, a juzgar por la avidez con la que toma la sopa que logro hacerle. Es sorprendente cmo va ocupando lugar en el espacio. Recuerdo cuando era algo extrao dentro de la cabaa, algo que o debera estar all.

Ahora toda la cabaa gira alrededor a l, como si l fuera el centro. Los das de sol, que son pocos, nuestra cama refleja la luz como un espejo y todo el silencio se acumula en torno a los sonidos que constantemente emite el nio, ya sea porque llora, porque se sorprende de que exista un pie desnudo volando por el aire o una vaca mustia y resignada donde debiera haber un hogar alumbrando a una familia. Su respiracin apacible y rtmica pone coto a la soledad que, de no ser por l, me vencera.

PGINA 12

He encontrado una cabra monts medio comida por los lobos. Todava quedaban restos abundantes y hoy comeremos sus despojos. Con los huesos y las vsceras he logrado hacer una sopa muy suave que el nio acepta bien.

(Aqu se produce un significativo cambio de caligrafa. Aunque la pulcritud de la escritura se mantiene, los trazos son algo ms apresurados. O, cuando menos, ms indecisos.

Probablemente ha transcurrido bastante tiempo.)

Me reconoceran mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy tambin hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inund de miedo sus establos, sus vacas famlicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerr sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron todos sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que l conoca de memoria.

He perdido. Pero pudiera haber vencido. Habra otro en mi lugar? Voy a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado a nadie por ser slo un poeta.

Con un lpiz y un papel me lanc al campo de batalla y de mi cuerpo surgieron palabras a borbotones que consolaron a los heridos y del consuelo que yo dibujaba salieron generales bestiales que justificaron los heridos.

Heridos, generales, generales, heridos. Y yo, en medio, con mi poesa. Cmplice. Y, adems, los muertos.

PGINA 13

(Hay una frase tachada y, por tanto, ilegible. El texto de esta pgina est sobre el contorno de una mano infantil. Probablemente la mano del nio le sirvi de plantilla. Aun as escribi encima:)

Ha pasado el tiempo y no sabra contar los das porque se parecen unos a otros de tal manera que me sorprende que el nio crezca. Releo mi cuaderno y veo que ya no estoy donde estaba. Y si pierdo la ira, qu me queda? El invierno es una caja cerrada donde se atropellan las tormentas de nieve y estas montaas siguen pareciendo el lugar donde pasan el invierno los inviernos.

Tambin mi tristeza se ha solidificado con el fro. Slo tengo el miedo que tanto miedo me daba. Tengo miedo de que el nio enferme, tengo miedo de que muera la vaca a la que apenas logro alimentar desenterrando races y la poca hierba que la nieve sorprendi an viva.

Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo de que alguien descubra que estamos aqu arriba en la montaa. Tengo miedo de tanto miedo. Pero el nio no lo sabe.

Elena!

El viento por las noches grita entre estos montes con un alarido casi humano, como si estuviera ensendonos al nio y a m cmo debiera ser el lamento de los hombres.

Afortunadamente, esta braa resiste bien todas las tormentas.

PGINA 14

Hoy he matado un lobo! Han llegado cuatro a merodear en torno a la cabaa. Al principio me he asustado porque su necesidad de comer les confiere una fiereza casi humana, pero luego he pensado que podran ser una fuente de alimento. Cuando el lobo ms grande se ha puesto a rascar la puerta con las, patas, he abierto cuidadosamente una rendija suficientemente grande como para que metiera la cabeza y le he aprisionado el cuello con la puerta. Un solo hachazo ha sido suficiente. Con el hacha que utilizo de falleba le he asestado un golpe tal que su voracidad se ha derramado con su sangre. Me lo comer y utilizar sus entraas para hacer algo comestible para el nio. Eso es bueno. Pero he vuelto a revivir el olor de la sangre, he vuelto a or el ruido de la muerte, he visto otra vez el color de las vctimas. Y eso es malo.

(En esta pgina hay un dibujo donde se ve la figura de un lobo con un nio a la grupa; el aspecto de ambos es risueo y levitan sobre un campo florido, como si volaran.)

PGINA 15

Un lobo le dijo a un nio que con su carne tierna iba a pasar el invierno. El nio le dijo al lobo que slo comiera una pierna porque siendo an tan tierno iba a necesitar muy pronto que estuviera bien cebado pues llegara un momento en que, aunque cojito, necesitara un asado de lobo como alimento. Se miraron, se olisquearon y sintieron tanta pena de tener que hacerse dao que se pusieron de acuerdo para repetir la escena evitndose el engao de que para sobrevivir dos personas que se quieran sea siempre necesario que, al margen de sus afectos, unos vivan y otros [mueran.

(Y como corolario:)

Ambos murieron de hambre.

(Bajo estos versos aparece un pentagrama y una notacin musical que no corresponde a nada que se pueda transcribir en msica. Han sido varios los tcnicos que han tratado de descifrar esa pretendida partitura, pero ninguno lo ha logrado.)

PGINA 16

Nieva. Nieva. Nieva. Con mi debilidad me resulta cada vez ms penoso cortar lea para calentar la

choza donde vivimos la vaca, el nio y yo. Los tres estamos cada vez ms dbiles. Sin embargo el nio, al que todava no he puesto nombre, tiene una vivacidad sorprendente. Emite ruidos guturales cuando est despierto, como gorjeos. Por una parte me gusta que est despierto porque su total dependencia de m me otorga una importancia que nunca nadie me haba concedido, excepto Elena. Por otra, me aniquilan sus ojos desbordando las rbitas hasta parecer enormes y sus mejillas hundidas buscando la calavera. Est muy delgado. La vaca tambin est muy delgada, aunque sigue dando leche suficiente para l y para m. Yo estoy muy delgado y aterido.

No s en qu mes estamos. Sern ya las navidades?

Hoy, siguiendo las huellas de un animal, he descendido monte abajo hacia Sotre y he visto unos leadores al fondo del valle. He sentido revivir en m un miedo familiar y denso. Ahora estoy orgulloso de mi miedo, porque al final de esta guerra monstruosa he visto morir a demasiada gente por su arrojo. Si sigo aqu moriremos la vaca, el nio y yo. Si descendemos al valle moriremos la vaca, el nio y yo.

PGINA 17

He pensado mucho en ello pero no quiero darles la ltima satisfaccin de la victoria. Que muera yo puede ser justo, porque slo he sido un mal poeta que ha cantado la vida en las trincheras donde anidaba la muerte. Pero que muera el nio es slo necesario. Quin va a hablarle del color del pelo de su madre, de su sonrisa, de la gracilidad con la que sorteaba el aire a cada paso para evitar rozarlo? Quin le va a pedir perdn por haberle concebido? Y si sobrevivo, qu le voy a contar de m?

Que Caviedes es un pueblo colgado de una montaa que ola a mar y a lea, que tuve un maestro que me recitaba de memoria a Gngora y a Machado, que tuve unos padres que no fueron capaces de retenerme junto a su establo, que no s qu buscaba yo en Madrid en plena guerra..., un rapsoda entre las balas? Eso es, hijo mo! Yo quera ser un rapsoda entre las balas! Y ahora tu sepulturero!

(Un trazo firme, profundo, subraya esta ltima frase, desgarrando incluso el papel cuadriculado del cuaderno de hule negro.)

PGINA 18

Soy incapaz de seguir alimentando a la vaca y la vaca es incapaz de seguir alimentando al nio. Escarbo bajo la nieve buscando briznas de hierba, cada vez ms esculidas, cada vez ms escasas. He encontrado un tubrculo en las races de los avellanos yertos y con ellos logro hacer una pasta que no sabe a nada pero que, hervida y aplastada, doy a la vaca y al nio. No s si sirve como alimento, pero le estoy dando mi saliva y sobrevive. Aunque est muy dbil ya trata de moverse, pero le faltan fuerzas. Se arquea, apoyndose slo en la cabeza y en los pies. Pero inmediatamente se derrumba. Si pudiera descendera al valle para pedir comida, pero es imposible salir de estas montaas. Yo nac en un pueblo donde jams nevaba y nadie me ense a desentraar la nieve silenciosa. Cuando me alejo de la braa ms de lo habitual me hundo hasta la cintura y tardo una eternidad en salir de la trampa blanca.

Lo que han dejado los lobos de la vaca que muri est tan duro que ni siquiera con el hacha logro rebanar nada. Est cubierta de nieve, afortunadamente, porque ayer trat de desenterrarla para buscar algo de magro en sus despojos y

PGINA 19

descubr un animal, mitad carne desgarrada, mitad esqueleto, que estiraba el cuello como si tratara de escapar intilmente. Sus costillas, las pocas que an le quedan, forman un recinto que parece reservado para el alma. Pero el alma tambin se la han comido los lobos. Y yo. Y el nio.

(Aqu hay un dibujo que quiere representar la cabeza estilizada de una vaca, alargada como una flecha, surcando el aire. Debajo una leyenda: Dnde estar el cielo de las vacas?) Matara la otra vaca, ahora que todava le queda alguna carne. Pero no podra conservarla. Si la dejo en los neveros, los lobos, que merodean continuamente, terminaran olfatendola.

Dentro de la braa logro mantener una temperatura que pudrira rpidamente lo que queda de su cuerpo. Pensar la vaca que yo le estoy salvando de los lobos o sabr que los lobos la estn salvando de mi hacha? Quiz sabe la verdad y por eso no da leche.

(Aqu hay una serie de hojas, nueve, arrancadas al mismo tiempo, porque el perfil rasgado es exactamente igual en todas. Es un corte cuidadoso, no hay desgarros. En la numeracin de las pginas que viene a continuacin no se han tenido en cuenta las hojas que faltan del cuaderno.)

PGINA 20

El nio est enfermo. Casi no se mueve. He matado la vaca y le estoy dando su sangre. Pero apenas logra tragar algo. He hervido trozos de carne y huesos hasta hacer un caldo espeso y oscuro. Se lo estoy dando disuelto en agua de nieve. Todo huele, otra vez, a muerte.

Est muy caliente. Ahora escribo con l en mi regazo y duerme. Cunto le quiero! Le he cantado una cancin triste de Federico Llanto de una calavera que espera un beso de oro.

(Fuera viento sombro y estrellas turbias).Ya no recuerdo los poemas que recitaba a los soldados. Con el hambre lo primero que se muere es la memoria. No logro escribir un solo verso y, sin embargo, en mi cabeza resuenan mil nanas para mi hijo. Todas tienen la misma letra: Elena!

Hoy le he besado. Por primera vez le he besado. Se me haban olvidado mis labios de no usarlos. Qu habr sentido l ante el primer contacto con el fro? Es terrible, pero debe de tener ya tres o cuatro meses y nadie le haba besado hasta hoy. l y yo sabemos qu largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el fro, el hambre, la rabia y la soledad desalojan la ternura. Slo regresa como un cuervo cuando olisquea el amor y la muerte. Y ahora ha regresado confundida. Olfatea ambas cosas. Hay ternuras blancas y ternuras negras? Elena, de qu color era tu ternura? Ya no lo recuerdo, ni siquiera s si lo que siento es pena.

Pero le he besado sin tratar de suplantarte.

PGINA 21

Huele a podrido. Sin embargo yo slo recuerdo el olor del hinojo.

(En letras grandes, muy grandes, el resto de la pgina est cubierto por un AH, SIN TI NO HAY NADA trazado con rasgos imprecisos.)

PGINA 22

No encontraba mi lpiz (lo poco que queda de l) y he estado muchos das sin poder escribir nada. Tambin eso es silencio, tambin eso es mordaza. Pero hoy, cuando lo he encontrado bajo un montn de lea, he tenido la sensacin de que recobraba el don de la palabra.

No s lo que siento hasta que lo formulo, debe de ser mi educacin campesina.

Hoy he estado encaramado mucho tiempo en un tronco deshojado tratando de buscar huellas de algn animal que pueda servirnos de alimento. He visto un paisaje blanco y sin aristas, extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y fro cuyo zumbido slo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba all, observando, senta algo que no lograba identificar, algo que ni siquiera saba si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi lpiz, s lo que era: soledad.

Tengo la sensacin de que todo terminar cuando se me termine el cuaderno. Por eso escribo slo de tarde en tarde. Mi lpiz tambin debi de perder la guerra y probablemente la ltima palabra que escribir ser melancola.

PGINA 23

El nio ha muerto y le llamar Rafael, como mi padre. No he tenido calor suficiente para mantenerle vivo.

Aprendi de su madre a morir sin aspavientos y esta maana no ha querido escuchar mis palabras de aliento.

(El resto de la pgina, con una caligrafa mucho ms cuidada que lo escrito hasta el momento, casi primorosa, repite Rafael, Rafael, Rafael hasta sesenta y tres veces. La R de Rafael es siempre una floritura vertical a la que envuelve un trazo panzudo que comienza en la izquierda, asciende por encima y se hincha en la derecha describiendo una curva que se junta al trazo vertical ms o menos a media altura para volver a separarse de l como una falda almidonada y desvanecerse hacia abajo en un rasgo que se pierde. Es una R inglesa y gtica al mismo tiempo.)

PGINA 24

(Vuelve a repetir Rafael, Rafael hasta sesenta y dos veces.)

PGINA 25

(Repite Rafael, con el mismo tipo de letra, pero mucho ms pequeo ciento diecinueve veces.)

PGINA 26

(Ya no est escrita con el mismo lpiz, pues es muy probable que se terminara, sino con un tizn apagado o algo parecido. Cuesta leerlo porque, despus de escribirlo, el autor pas la mano por encima como si hubiera intentado borrarlo. Creemos, pues, que hemos ledo correctamente lo escrito, que transcribimos hechas estas salvedades. Infame turba de nocturnas aves.

(NOTA DEL EDITOR: El ao 1954 fui a una aldea de la provincia de Santander llamada Caviedes.

Efectivamente est colgada de la montaa y huele al mar prximo aunque desde l no puede divisarse porque se asoma hacia el interior de un valle. Pregunt aqu y all y supe que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por republicano en 1937 y que su mejor alumno, que tena una aficin desmedida por la poesa, haba huido con diecisis aos, en 1937, a zona republicana para unirse al ejrcito que perdi la guerra. Ni sus padres, que se llamaban Rafael y Felisa y murieron al terminar la contienda, ni nadie del pueblo volvieron a saber de l. Tena fama de loco porque escriba y recitaba poesas. Se llamaba Eulalio Ceballos

Surez. Si fue l el autor de este cuaderno, lo escribi cuando tena dieciocho aos y creo que sa no es edad para tanto sufrimiento.)

TERCERA DERROTA: 1941 o El idioma de los muertos

Con la turbacin con que se pronuncia un sortilegio, Juan Senra, profesor de chelo, dijo s y, sin saberlo, salv momentneamente su vida.

De verdad le conoci? pregunt el coronel Eymar, sacudiendo su somnolencia e iniciando un gesto de aproximacin al acusado, algo parecido al inters de un entomlogo que se fija en algo diminuto que se mueve.

S.

S, mi coronel! tron atiplado su coronel.

S, mi coronel.

Juan Senra llevaba en pie desde el alba, vestido con un mono azul y un jersey rado que dejaba entrar el fro y manar el miedo. Su extremada delgadez, la nuez que saltaba asustada cada vez que tragaba saliva y un abatimiento que enarcaba sus espaldas hasta hacer de l algo convexo, le haban convertido en una cicatriz de hombre incapaz ya de fijar la mirada sin sentir nuseas.

Dnde?

En la crcel de Porlier.

El coronel Eymar era diminuto. Sus manos asomaban por las bocamangas lo justo para tener siempre un cigarrillo encendido en la punta de sus dedos ndice y anular que terminaban en unas uas color ambarino sucio, como soasadas por el calor del tabaco. Un pescuezo enjuto de ave de mal agero sobresala por el alzacuellos que coronaba su guerrera demasiado grande, demasiado rada para pertenecer a un guerrero. Sin embargo, como contraste viril a tanta decrepitud, un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo le dotaba si no de fiereza, de cierta incapacidad para la sonrisa. Adems, medallas, una panoplia de medallas que ms acorazaban su pecho que lo honraban.

En la crcel de Porlier, mi coronel! orden tajante.

En la crcel de Porlier, mi coronel.

Cundo?

Le trasladaron de la checa de Chamber en mayo de 1938. Mi coronel.

Aunque el tribunal lo componan tres militares, el capitn Martnez y el alfrez Rioboo dejaron de hacer preguntas y se relegaron en los respaldos de sus sillas otorgando con este gesto todo el protagonismo a su superior jerrquico.

Junto al acusado, que slo el rigor del miedo lograba mantener enhiesto, el teniente Alonso, que ejerca cansinamente de secretario del tribunal, distrado por las respuestas del reo, interrumpi momentneamente sus abigarrados dibujos de banderas superpuestas unas sobre otras creando un campo infinito de estandartes drapeados como si jams hubiera existido el viento. Estaba sentado en un pupitre escolar y, quiz debido al mueble, mantena una postura de alumno aplicado. Mir al coronel Eymar y, al no encontrar su mirada, inmediatamente se entreg de nuevo a la densa labor de sombrear la moharra que coronaba la pica de la ltima bandera dibujada. Era albino y grueso, cualidades stas que suelen ser contradictorias pero que en este caso coincidan para dar al teniente Alonso cierto aspecto de mueco de nieve.

Y usted se llama...

Juan Senra dijo su nombre, call su graduacin y explic que haba pertenecido al cuerpo de enfermeros del servicio de prisiones. No era toda la verdad, pero no menta. En 1936 yo estudiaba en el conservatorio y tercero de Medicina y por eso me adjudicaron est servicio. Mi coronel.

Pero su coronel no le estaba prestando demasiada atencin porque buscaba en la lista que tena ante sus ojos el nombre del acusado. No estaba ganando tiempo, no lo necesitaba, pero quera saber algo ms de ese vencido al que iba a condenar a muerte y haba conocido a su hijo. Juan Senra Sama, masn, organizador del presidio popular, comunista, soltero y criminal de guerra. Nacido en Miraflores de la Sierra, Madrid, en 1906. Hijo de Ricardo Senra, masn, y de Servanda Sama, fallecida.

Y habl con l?

S, en varias ocasiones. La ltima el da en que fue fusilado.

Mi coronel! insisti el coronel a pesar de su zozobra.

En varias ocasiones, mi coronel.

Y. entonces el pensamiento turbio de Eymar cristaliz aristado y punzante como los aicos de la loza trizada. Todas las maanas, cuando su mujer, Violeta, le ayudaba a calzarse el tabardo desvado sobre sus desvadas espaldas, le repeta Acurdate de Miguelito.

Mientras su asistente le trasladaba en el sidecar hasta el tribunal de Represin de la Masonera y el Comunismo que presida, pensaba en Miguelito. Cmo iba a olvidar a Miguelito? El hroe de su estirpe que haba muerto slo para ser vengado.

El hbito de acortar los trmites procesales le impeda detenerse en sutilezas, porque la justicia militar se resuelve sin colores y, quiz por eso, se sonroj cuando inform al reo de que Miguel Eymar era su hijo.

Y de qu habl?

De usted, mi coronel.

De usa, mi coronel! corrigi agriamente el militar desvencijado para dejar bien sentado que era juez antes que padre.De usa, mi coronel repiti mansamente Senra.

El tiempo se detuvo unos instantes.

Los tres miembros del tribunal permanecieron inmviles, presos en un fogonazo de silencio y quietud que slo desdeca un tenue temblor en la barbilla de Eymar. La nuez de Juan subiendo y bajando cada vez que buscaba saliva para aliviar la sequedad de su boca era lo nico que se mova en aquella sala.

Y de la patria habl? Habl de Espaa? pregunt slo para disimular la ansiedad que trepaba por su garganta atiplando aquella voz autoritaria con los balbuceos que preceden al llanto.

Senra sinti cierto miedo al introducir algo de verdad en sus respuestas, como si el contraste pudiera

delatarle, pero admiti que de Espaa no, mi coronel. Y el tiempo recuper su curso: el secretario albino volvi a dibujar banderas y los miembros del tribunal se miraron cmplices apoyados los tres en los respaldos de sus sillas concedindose unos instantes para reflexionar. Haban interrogado y condenado a muerte a cientos de enemigos de la patria y a todos ellos se les haba preguntado en algn momento si haban conocido a Miguel Eymar. La respuesta siempre haba sido la misma y ahora, de repente, no saban qu hacer con la contestacin de Juan Senra.

El alfrez Rioboo, meritorio de ms altos designios, ataj con un oye t, rojo de mierda, quieres explicarte o te mandamos a la Almudena ahora mismo?

Para terminar con una mirada sumisa al coronel buscando una aprobacin que obtuvo emboscada en un silencio autoritario y perplejo.

El secretario inane ya no dibujaba banderas pero mantena la mirada sobre los papeles que tena en el tablero inclinado de su pupitre. Juan Senra tambin necesitaba tiempo para reconstruir un recuerdo sin memoria porque ni la debilidad ni el pnico conseguan que olvidase la verdadera historia de Miguel Eymar.

Una fotografa del general Franco con gorro cuartelero colgaba, sonriente y fiera, de la pared del fondo junto a un crucifijo de madera. Aquella sala vaca, antes aula escolar a juzgar por el enorme encerado que cubra la pared del fondo, recoga el sonido de una actividad enrgica en el exterior que se traduca en el eco incesante de portazos, rdenes tajantes y pasos apresurados. Pero all dentro prevaleca el silencio. Los tres soldados de custodia permanecan como estatuas al fondo del aula, no como estatuas guerreras sino con la inmovilidad de la fatiga, sin pica. Juan record demasiadas cosas al mismo tiempo y sinti demasiados miedos para seguir enhiesto. Apoy una mano sobre el pupitre del secretario que estaba a su derecha, tratando de no dejarse llevar por el vrtigo, pero un manotazo inmisericorde del ilustrador de estandartes le hizo perder el equilibrio y caer de costado sobre el cuaderno. Recibi otro golpe, esta vez en la espalda, mientras el albino le gritaba que t firmes, hijo de puta. Poda haberlo hecho ms rpidamente, pero se incorpor con una premiosidad dolorosa. S, seor, acert a decir. Se dej caer con la suavidad de los prpados del bebedor de ter y qued tendido en el suelo, enrollado sobre s mismo como un bejuco.

Haca mucho fro. En parte el hambre, en parte el dolor, en parte el miedo, en parte su condicin de vencido, mantuvieron a Juan Senra en un estado de semiinconsciencia en el que penetraban los movimientos, pero no las palabras.

Dos hombres le arrastraban por los pies hasta un lugar hmedo y oscuro donde haba otras personas inmviles. La puerta se cerr con estruendo y, antes de perder completamente el sentido, alguien le pas un brazo por la espalda, le levant suavemente y le pregunt Juan, qu te han hecho? Se sinti protegido cuando oy que le llamaban por su nombre y se dej rodar por la inconsciencia.

Cuando le trasladaron al anochecer junto con una reata de presos a la crcel, no supo bien por qu todos fueron enviados a la cuarta galera y l, sin embargo, a la segunda. La crcel tena una jerarqua perfectamente establecida: en la segunda galera esperaban los que iban a ser condenados a muerte, en la cuarta contaban los minutos quienes ya haban sido condenados. De los casi trescientos hombres que se hacinaban en el corredor habilitado como celda colectiva, ms de la mitad le rodearon al verle entrar acosndole con preguntas que pretendan explicar lo inexplicable.

Te han absuelto? Qu te ha pasado?

Cmo te has librado? Qu te han hecho...? Tena que haber una razn muy poderosa para regresar a la segunda galera.

No s, me he desmayado y me han trado aqu otra vez.

Te han torturado?

No, ha sido el miedo, me imagino.

Si hubiera tenido aliento suficiente, habra tratado de explicar lo sucedido, pero no super el pudor y guard silencio. Cuando algo es inexplicable, aventurar una razn plausible es lo mismo que mentir porque los que necesitan administrar verdades suelen llamar a la confusin mentira. Por eso guard silencio, para que Eduardo Lpez pudiera clasificar los hechos sin tener que comprenderlos.

Eduardo Lpez era miembro del bur poltico del Partido Comunista y su trabajo como organizador de la resistencia de Madrid le haba granjeado cierta popularidad durante los ltimos meses de la guerra. Fue hecho prisionero en el frente Sur y no tena la menor duda de cul era su destino. Pese

a ello, trataba denodadamente de organizar la vida entre los presos, de distribuir las tareas de asistencia a los ms desesperados y, sobre todo, de dar una razn poltica a sus sufrimientos.

Para ello, mantena cierta disciplina en las conversaciones colectivas que l mismo propiciaba, exiga a los ms formados que dieran charlas sobre temas que pudieran entretener a los prisioneros y utilizaba como lenitivo de tanta desesperacin la idea de que estaban all por defender algo justo. A nadie le serva de consuelo, pero todos agradecan que hubiera alguien que quisiera mantener vivas aquellas almas muertas.

Como l dio por buenas sus respuestas, aquellos hombres plidos, demacrados, ateridos de fro, dieron su curiosidad por satisfecha. El miedo explica casi todo.

Juan Senra fue a acurrucarse junto a sus compaeros conservando la escudilla de aluminio contra su pecho.

Era la seal de que todava comera otra vez y eso era algo muy parecido a estar vivo. El dolor del golpe que le propin el albino se desvaneca entre un sinfn de dolores y, adems, la memoria le acuciaba con otras penas tan estriles como la melancola.

Haba escrito a su hermano para decirle adis sin despedirse y lamentaba haberlo hecho. Tena muchas cosas que decirle y, sin embargo, se haba limitado a enumerar recuerdos compartidos como

si la complicidad estuviera slo en la memoria. Ahora que haba comparecido ante aquella parodia de tribunal, ahora que haba visto la boca del infierno, supo que fue un error no hablar de los afectos.

Aor a su hermano adolescente, ajeno a todo, capacitado ya para observar todos los horrores e inepto an para incorporarlos a su vida.

El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvera a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Saban que a las cinco de la maana comenzaran a orse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subiran a unos camiones para ir al cementerio de la Almudena de donde nunca volveran.

Pero esos nombres eran slo para los de la cuarta galera, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trmite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo slo transcurre para los que estn vivos.

Saban por el alfrez capelln que no todos los condenados a muerte eran ya fusilados. Intervenciones de familiares, recomendaciones especiales, gestos arbitrarios de gracia, iban reduciendo el nmero de ejecutados a medida que pasaban los meses. Se saba de muchos que iban de la cuarta galera a la Prisin de Dueso, o a Ocaa o a Burgos. Por eso slo pensaban en que

pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana ms, un da ms, incluso una hora ms. Seguramente sa era la razn por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desledos en el gris sucio de las paredes de la celda colectiva.

Los primeros meses, cuando todava el fro estaba fuera de sus huesos, haba siempre alguien que, encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio, gritaba Viva la Repblica! cuando los de la cuarta, al amanecer, iban subiendo a los camiones. Adis, compaero, adis, amigo. Te vengaremos. Sin embargo, poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue oscureciendo el alba.

Al da siguiente Juan Senra no fue llamado a juicio. Fueron otros y ninguno regres. Juan comi dos veces ms aquel sopicaldo templado y ayud a despiojar a un muchacho imberbe que se estaba llenando de pstulas la cabeza a fuerza de rascarse. Como sigas as te vas a quedar calvo, le dijo. El muchacho adujo algo sobre la calavera que Juan Senra no entendi, pero sonri como si le hubiera hecho gracia. Alguien le dijo que el cabo Snchez tena una lendrera y se aplic con esmero a rastrillar las liendres del muchacho, que, en agradecimiento, le ense la foto de su novia.Est buena, eh? Es segoviana, pero vino a servir a Madrid y ya ves...

E hizo un gesto procaz y tierno al mismo tiempo.

No pudieron continuar la conversacin porque alguien reclam su presencia junto a la verja de entrada. Un cabo primero envejecido por el miedo y desdentado por el hambre le devolva un sobre abierto con una direccin escrita a lpiz. Era la carta que Juan haba escrito a su hermano antes de comparecer ante el coronel Eymar. Ahora se la devolvan abierta y tachada.

Esta carta no se puede enviar.

Tienes suerte si todava puedes escribir otra.

Quin lo dice?

El alfrez capelln.

Menos Querido hermano Luis y acurdate siempre de m, tu hermano Juan todas las frases haban sido tajantemente tachadas, incluso aquellas que hablaban del fro y de la salud precaria, de la dulzura de su madre muerta o de los chopos en las alamedas de Miraflores. No haba espacio para lo humano. Era como si no le dejaran despedirse.

Regres junto al muchacho de las liendres, brome acerca de su caligrafa y continu la tarea interrumpida.

Juan observ sus manos, incapaces de devastar aquella pelambrera llena de piojos. Cmo pudieron alguna vez recorrer con precisin el glisando tras el que se ocultaba Bach? Ahora los sabaones haban eliminado cualquier destreza. Ya slo eran hbiles para la lendrera. Aun as intent un gesto de ternura sobre la coronilla del muchacho imberbe, que no hizo nada por eludirle.

Charlaron.

Se llamaba Eugenio Paz, tena diecisis aos y haba nacido en Brunete. Su to era el propietario del

nico bar del pueblo, donde serva su madre, que, aun siendo la hermana del propietario, reciba un trato humillante a pesar de su abnegada dedicacin a la cocina y a la limpieza del local. Como el campo la nieve tena que tenerlo. En un pueblucho de mierda! Cuando estall la guerra esper a que su to tomara partido para tomar l el contrario. Fue as como proclam su fidelidad a la Repblica.

Tena el aspecto de un nio incapaz de envejecer. Como si la sombra desarrapada de aquella prisin no le afectara, no haba en su rostro atezado nada rectilneo, nada angular, porque la severidad y la tristeza tambin le estaban negadas. Rechoncho y de mediana estatura, hablaba siempre frunciendo los labios, como si se arrepintiese de decir lo que deca. Pero no era as, porque sus ojos azules miraban fijamente los de su interlocutor convirtiendo cualquier banalidad en verdades como puos. Algo amigable y tierno se desprenda de cada una de sus frases, que, inevitablemente, trufaba de casticismos y sucedneos de blasfemias.

Particip en la guerra como quien juega, slo para que no ganara el adversario, sin ideales, sin pensar en las razones de su toma de postura. Y, como en un juego, cumpli las reglas hasta el final, disparando como francotirador cuando las tropas de Franco entraron en Madrid llevndose por delante a todos los que se encontraban a su paso. Desde las azoteas de los edificios acosaba al ejrcito contrario con estratagemas de francotirador que mantuvieron en jaque a los vencedores hasta el tercer da de la Victoria. Al final le detuvieron, pero no haciendo la guerra sino violando el toque de queda impuesto por las nuevas autoridades cuando iba a ver a su novia, que le esperaba en un portal del barrio de Salamanca donde haban instalado su tlamo nupcial apasionado, oscuro,

frecuente y silencioso.

Aun as, estaba satisfecho porque mientras disfrut de libertad dispuso de tres das de juego en los que l puso las normas, dictamin quin era bueno y quin era malo, juzg y absolvi, conden y ajustici, de acuerdo con un reglamento que, crea, otros haban inventado.

Ahora, ya en la crcel, saba que todo lo ocurrido se llamaba guerra y que l, a pesar de su habilidad para escabullirse por los aleros de las casas, de su agilidad para saltar de tejado en tejado, de su satisfaccin cada vez que disparaba a un contrincante, ahora, haba aprendido que aquello era una derrota.

Y lo que ms senta era que su novia segoviana estaba embarazada. Como es una paleta, igual se cree que me he liado con otra..., conclua con nostalgia.

Juan supo que, en otras circunstancias, le hubiera tomado cario. Ahora se conformaba con su compaa, que era