El Problema Fundamental Del Hombre
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ELPROBLEMA
fundamental DELHOMBRE
Martyn Lloyd-Jones
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“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.” —Juan 3:19
Existe un proverbio que dice que «una media verdad es peor que una mentira». Y
quizá no hay ningún lugar donde sea más cierto que en relación con la religión y las
cosas del alma. Es la explicación de la tragedia de los fariseos y los escribas que
crucificaron a nuestro Señor, sigue siendo la explicación de la incredulidad de un gran
número de hombres y mujeres inteligentes de los que uno esperaría que fueran
cristianos. Una de las cosas que destacan claramente en la Biblia y en toda la historia
de la Iglesia cristiana es que, casi invariablemente, el último hombre en experimentar
la influencia salvadora de Cristo no es el irreflexivo, incauto o réprobo, sino más bien
la persona reflexiva, inteligente, elevadamente moral que ha hecho todo lo posible
por llevar una vida piadosa. Siempre parece más fácil convencer a una persona que
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ha estado completamente equivocada que a otra que solamente lo ha estado en
parte. Los gentiles, que eran ajenos al pueblo de Israel y no tenían a Dios, entran en
el Reino de Dios con mucha más facilidad que ese pueblo elegido, los judíos, a quienes
habían sido entregadas los mismísimas «palabras de Dios».
Todo esto no hace sino ilustrar lo cierto que es este proverbio en el mundo religioso,
e ilustra aún más la astucia del diablo. Sabe que una media verdad puede satisfacer
con gran facilidad a la mente natural; sabe también que, en un sentido, una media
verdad está mucho más alejada de la verdad completa que una mentira absoluta. Una
mentira es una contradicción clara, no tiene pretensión alguna de mostrar la verdad,
es completamente lo contrario a la verdad. Por otro lado, la media verdad indica la
verdad y parece estar completamente del lado de la verdad. Ofrece tanto que el
incauto bien puede pensar que lo ofrece todo. «Saber poco es más peligroso que no
saber nada». Peligroso porque aquel que tiene ese conocimiento se imagina que sabe
mucho y por eso se hace imposible enseñarle nada. Ese fue el gran problema que tuvo
nuestro Señor en sus días aquí en la tierra. Es asombroso advertir cómo gran parte de
su tiempo lo invirtió en debatir con los fariseos y escribas. No vemos que los
publicanos y los pecadores debatieran con él, simplemente se echaban a sus pies y le
adoraban. Eran las personas buenas y eruditas las que estaban en desacuerdo con él
y las que finalmente le crucificaron. Y eso no porque estuvieran completamente en
desacuerdo con él, sino más bien porque estaban plenamente de acuerdo con él hasta
cierto punto. Era cuando sobrepasaba ese punto cuando consideraban que estaba
yendo demasiado lejos, que era sin duda culpable de blasfemia. En un sentido,
crucificaron a Cristo porque esperaban la venida del Mesías. Su no hubieran estado
esperando su venida, jamás se habrían enfurecido tanto por las afirmaciones de
aquella persona que, para ellos, se antojaba un impostor y un fraude. Debe haber
unas ideas antes de poder tener ideas erróneas; ¡el hombre que no tiene idea alguna
acerca de una cuestión en concreto está libre al menos de tener ideas erróneas y
falsas! Ese era el problema de los judíos en los tiempos de nuestro Señor: ¡llevaban
razón parcialmente! La tragedia y la vergüenza de la cruz nos ofrecen la ilustración
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más perfecta y terrible de la verdad de ese proverbio que recalca el peligro de las
medias verdades.
Pero esto, en mi opinión, es un principio universal, y sus efectos son tan obvios hoy
como lo han sido siempre. Consideremos la situación religiosa en la actualidad, ¿qué
encontramos? La fe cristiana está teniendo éxito y difundiéndose, ganando terreno,
en los países, regiones y lugares donde anteriormente se desconocía por completo.
Los paganos y los impíos están respondiendo a ella y están siendo cambiados por ella.
Por otro lado, hallamos que está decayendo y perdiendo terreno en los países
cristianos y entre los hombres y las mujeres que se han criado en hogares religiosos,
que han sido cristianizados en su juventud y que han asistido a sus lugares de culto
con regularidad desde entonces. Y con respecto a la oposición enérgica y a la crítica,
no proviene tanto de los disolutos e inmorales como de los buenos y morales, de los
idealistas y filántropos. ¡Qué reproducción más exacta de las condiciones que
prevalecían durante los tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor! Es el
acuerdo inicial lo que produce todos los problemas siguientes. Tomemos a todos estos
filántropos e idealistas modernos y comparémoslos con un cristiano. Hallaremos que
comienzan sobre una base común. Ambas partes reconocen que hay algo erróneo en
el mundo y el género humano, ambas partes están de acuerdo en que la amargura, el
sufrimiento y la fealdad tan evidentes en este mundo son una desgracia para la raza
humana y la civilización. Están unidos en su condena de la monstruosa desigualdad
que existe entre clases, del lujoso despilfarro y la autosuficiencia de un extremo y la
privación y la pobreza del otro. Ambos están de acuerdo en que la vida debiera ser
noble, alegre y sublime, y que la suciedad, la miseria, la sordidez y el pecado son cosas
que debieran avergonzarnos y humillarnos. La codicia y el egoísmo de los hombres,
su deseo de poder y espacio, todas las viles intrigas y estratagemas, toda la falta de
honradez y el fraude en relación con los asuntos públicos, todas estas cosas deprimen
y entristecen al idealista y al cristiano por igual. Ambos se horrorizan ante la guerra
como método para resolver diferencias, ambos casi se desesperan de la naturaleza
humana por el divorcio, la infidelidad y los apasionados excesos de sus congéneres.
Viendo el mundo tal como es en la actualidad están absoluta y completamente de
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acuerdo en que hay algo erróneo, terriblemente erróneo. Además están de acuerdo
en que, si no se hace algo para prevenir la corrupción, la civilización tenderá a
desmoronarse. Hasta ahí, pues, no hay desacuerdo alguno. Pero a partir de ahí se
acaba el consenso. Superficialmente son idénticos; pero, tal como sucede con
aquellas dos casas retratadas por nuestro Señor en su parábola, los cimientos son
completamente distintos, tan diferentes como la arena de la roca. Están de acuerdo
en afirmar que hay algo erróneo, pero están divididos de manera fundamental con
respecto a la cuestión de qué es exactamente lo erróneo.
No hace falta recalcar que tal diferencia es verdaderamente fundamental y vital. Pero
a fin de dejarlo muy claro, permítaseme utilizar una analogía y comparación médica.
Pensemos en una persona enferma en la cama con un dolor en el lado derecho. Dos
personas vienen a verla: un médico y un profano. Ambos están de acuerdo en cuanto
a su enfermedad, que no es él mismo, que tiene fiebre, que parece sonrojado y que
obviamente padece un dolor. El profano indica que quizá ha comido algo que le ha
sentado mal y que pronto se pondrá bien. El médico, por otro lado, examinando el
caso de manera más detenida, ve casi de inmediato que el hombre está sufriendo un
agudo ataque de apendicitis y que, a menos que se le opere sin dilación,
probablemente perderá la vida. Los dos visitantes están absolutamente de acuerdo
hasta cierto punto. Donde están en desacuerdo, fundamental y vitalmente, es en el
diagnóstico de qué era exactamente lo que estaba mal. Esa es la diferencia entre los
moralistas e idealistas modernos y el cristiano. «Y esta es la condenación», dice
nuestro texto como diciendo «¡no esto u otra cosa, sino esto!». No es suficiente que
admitamos en general que hay ciertos males que afligen al género humano y que las
cosas no son como debieran. Debemos descubrir dónde radica la causa, debemos
llegar al verdadero origen del problema. Hay que descubrir y desenmascarar la
enfermedad antes de tratarla adecuadamente.
Ahora bien, aquí tenemos el núcleo mismo de la lucha que ha tenido que librar
siempre la Revelación de Dios contra «la sabiduría del mundo». Aquí se encuentra la
explicación de la colisión tan frecuentemente representada en el Antiguo Testamento
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entre los falsos profetas y los siervos de Dios. Porque los falsos profetas siempre han
admitido que hay algo erróneo. Nunca han sido totalmente necios ni ciegos. La
acusación contra ellos es siempre no que clamaran que no había nada erróneo, sino
más bien que «curaron la herida de la hija de mi pueblo con liviandad» (Jeremías
8:11), que profetizaron cosas cómodas y suaves y una recuperación fácil en lugar de
afrontar y tratar el problema real de manera honrada y radical. En un sentido no es
trabajo del evangelio anunciar simplemente que hay algo erróneo y que el mundo es
pecaminoso. Toda persona reflexiva debe ser consciente de eso, todo hombre que
sea honrado consigo mismo y que se detenga de vez en cuando a escuchar la voz de
la conciencia que hay en él debe reconocerlo de inmediato. Hay moralistas en todos
los países paganos. En un sentido, los antiguos filósofos griegos expusieron los males
y las necesidades del ser humano de forma casi tan perfecta como la Revelación
divina. Todas las biografías honradas de todos los hombres reflexivos revelan lo
mismo: una sensación de insatisfacción en su interior y un anhelo de algo de lo que
carecían. ¡No!, no había necesidad de la encarnación y muerte de nuestro Señor
simplemente para decir a la humanidad que no todo iba bien. Los profetas de la
antigüedad y muchos otros ya lo habían descubierto y declarado. Nuestro Señor vino
para revelar la causa exacta del problema y su única cura: «Esta es la condenación
[…]». El evangelio es categórico y dogmático como anuncio o proclamación; no ofrece
una teoría, sino que declara un hecho. De ahí que, haciendo hincapié en la palabra
«esta», el evangelista nos recuerde la confusión prevaleciente y nos muestre cómo el
diablo intenta engañarnos indicándonos explicaciones distintas y fútiles para nuestros
problemas y dificultades. Y en este versículo trata dos de las principales falacias con
respecto a la enfermedad de la raza humana que no solo eran vigentes en su día, sino
que han permanecido desde entonces hasta la actualidad, los dos principales
obstáculos que se interponen entre muchos hombres y la creencia en Jesucristo
nuestro Señor.
El primero es el que podríamos llamar la falacia acerca del intelecto y el conocimiento.
Tomemos el caso de los judíos en los tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor.
Pensaban que sabían lo que iba a hacer el Mesías, consideraban que su conocimiento
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del Antiguo Testamento era suficientemente grande y preciso como para ser capaces
de predecir con exactitud lo que habría de hacer cuando viniera. Jesucristo no
respondió exactamente a ello; ciertamente había muchas cosas en él que
contradecían sus ideas y planteamientos. No se conformaba a sus deseos y
pensamientos, por lo que supusieron que estaba equivocado y que era un impostor.
Creían saberlo mejor que él y, por tanto, preguntaron: «¿Quién es este hombre?». Y
entonces, debido a que no se conformaba a sus ideas ni se ajustaba exactamente a su
noción de lo que el Mesías habría de hacer, hicieron caso omiso de todas las maravillas
y milagros que llevó a cabo, se volvieron impermeables a su mensaje y terminaron
matándolo. Pensando que sabían más, consideraron a Cristo un impostor y siguieron
esperando al verdadero Mesías que habría de venir. «¡Ay, qué ceguera y pecado —
dice Juan aquí—, qué perversidad! Vosotros los judíos seguís esperando la luz que
iluminará Israel cuando el hecho manifiesto es que la luz vino al mundo ya. No es
preciso mirar más allá, solo hay que mirarle a él».
¿No sucede exactamente lo mismo en la actualidad y particularmente con los
hombres y las mujeres educados y reflexivos? Reconocen los males y las maldades de
la vida, pero siguen buscando la solución en el futuro y no en el pasado. Qué
claramente queda revelado en sus conversaciones y escritos. Hablan de sí mismos
como personas que buscan la luz y la verdad. Se imaginan a sí mismos como pioneros
y exploradores introduciéndose en un territorio hasta ahora inexplorado y sin
descubrir. Consideran que todo el pasado de la raza humana está en la tinieblas y en
ignorancia dominada principalmente por el miedo y las supersticiones. Consideran
que el hombre se ha desarrollado dolorosamente a partir de especies inferiores,
habiendo sufrido una terrible lucha y un conflicto con su pasado animal. Hasta ahora
—dicen— nos ha controlado el animal que hay en nosotros, pero ahora el hombre
empieza a conseguir la libertad que tanto desea. La luz y el conocimiento empiezan a
amanecer sobre la raza humana, los exploradores acaban de avistar por fin la Tierra
Prometida y pronto la raza humana en su totalidad se habrá asentado allí y, en esa
atmósfera pura, dejaremos atrás todas las cosas que nos avergüenzan. Por medio del
crecimiento gradual del conocimiento y por la nueva luz que arrojarán la investigación
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y los descubrimientos sobre los problemas de la vida, el hombre se hará perfecto y
desaparecerán todas sus dificultades. «¡Miremos hacia delante! —dicen—.
¡Olvidemos el pasado! La perfección del hombre empieza a clarear y pronto iluminará
todas nuestras tinieblas y oscuridad».
A todos nos resulta familiar este argumento. Admitiendo que el estado de cosas actual
es malo, el moralista y el idealista moderno aguarda un tiempo, quizá dentro de
millones de años, en que se hará la luz y el hombre será perfecto. ¿Podría haber un
paralelismo más perfecto con el caso de los judíos? No se considera el pasado, el
hecho de Jesucristo se pasa por alto por completo. No hay luz alguna a excepción de
en el futuro, y esa es la razón por que presuponen que cada generación tiene más
conocimientos y está mejor informada que sus predecesoras, que «el conocimiento
crece de época en época». Rechazan mirar atrás hacia Jesús de Nazaret porque ellos,
como estos judíos, piensan que saben más que él. Piensan que el mero hecho de que
estuviera en la tierra hace casi dos mil años le deja automáticamente fuera de juego;
la luz, a la fuerza, debe provenir del futuro, no del pasado. No pueden ver que «la luz
vino al mundo» ya. Se niegan a creerlo. Qué completamente irrazonable es su postura,
qué ciega. ¿Qué luz adicional creen que necesitan? ¿Qué están esperando? ¿No es el
Sermón del Monte lo suficientemente bueno como patrón para su vida? ¿Esperan
algo más elevado y difícil aún? ¿No satisface la vida de Cristo sus exaltadas exigencias
y anhelos? ¿No fue su vida una vida perfecta y modélica? ¿Podrían y pueden desear
algo mejor? ¿Es concebible que el futuro, para toda la eternidad, pueda albergar a
alguien más divino y semejante a Dios? ¿Se puede imaginar que haya una
manifestación y exposición más plena y completa del amor de Dios que la que ya ha
aparecido en la enseñanza y muerte de nuestro Señor? ¿Qué podría ser más completo
y libre?
Y con respecto a nosotros mismos, ¿qué mayor esperanza para la raza humana puede
concebir el hombre que la de ser y volvernos como fue Jesucristo; la de que, sí
creemos en él, seremos conformados «a su semejanza» y ciertamente poseeremos su
mismísima mente? ¿Qué mayor luz y esperanza para el problema del pecado, y el de
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cómo superar las tentaciones que nos confrontan desde el exterior y desde dentro,
puede esperarse que la contenida en el Nuevo Testamento, donde se nos promete
que solo con que creamos en Cristo y nos confiemos a él seremos bautizados por su
Espíritu y vestidos con su poder? ¿Qué mayor esperanza, cara a cara con la muerte y
con una eternidad desconocida, que la certeza de la resurrección de Cristo y su
victoria ante la muerte y el sepulcro? ¿Qué más luz necesitan? Jesucristo ilumina toda
la historia de la humanidad, resuelve todos los misterios, convierte la oscuridad del
sepulcro en luz matinal de resurrección, y nos revela el mismísimo «resplandor del
rostro de Dios». ¡Oh! ¡Alma necias, ignorantes y orgullosas! ¿A qué esperáis? La «luz
para revelación a los gentiles» ha aparecido, «nos visitó desde lo alto la aurora», la
aurora ya brilla en los cielos, «la luz del mundo» ya ha aparecido y ha guiado a
incontables millones, aun a través del valle de la muerte, hasta la tierra de la luz
eterna. ¿Buscas la luz en los años venideros, la salvación en el conocimiento gradual?
Puede que lleve millones de años, dices. ¿Pero qué sucede contigo mientras tanto?
Pronto habrás desaparecido y el misterio seguirá sin resolver. ¡Qué inútiles son tus
esperanzas! Mira esta noche, mira ahora, esa luz que ya ha aparecido y que ha brillado
sin parpadear durante casi dos mil años y ha traído paz, descanso y luz a almas que en
un tiempo estuvieron en tinieblas como tú. Mírale a él y clama para que te salve.
Pero, si todo eso es cierto, surge naturalmente la pregunta de qué explica el hecho de
que hombres y mujeres desestimen deliberadamente esta luz y sigan sus propios
caminos ¿A qué se debe que los hombres y las mujeres, y particularmente los
pensadores, no admitan todo esto y no crean en Jesucristo? La respuesta se da en el
resto de este versículo, donde se nos habla clara y abiertamente de la verdadera
naturaleza del pecado. Esta es la segunda gran falacia vigente en la actualidad, tal
como lo era en el tiempo de nuestro Señor, y explica totalmente por qué los hombres
y las mujeres siguen sin hacer caso de Jesucristo, que es la luz del mundo, y miran
hacia unos hipotéticos progresos que se harán en el futuro.
Nuestras ideas acerca del pecado y el mal son demasiado superficiales e irreales.
Explicamos el mal y los errores que se cometen como cosas simplemente negativas y
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pasivas, por así decirlo, simplemente como ausencia del bien y de lo correcto. No
creemos que exista tal cosa o tal estado que sea categóricamente malo. Hemos
llegado a considerar que el hombre malo es un hombre que no es bueno. No creemos
que sea activamente malo o malo en un sentido categórico. Creemos que su problema
es que las partes buenas, positivas y bellas de su naturaleza no han comenzado aún a
funcionar y entrar en acción. Otra forma de declarar lo mismo es explicar cada pecado
en términos de ignorancia. Se nos dice que no es que conozca tanto el bien como el
mal y elija deliberadamente el mal y se refocile con ello, sino más bien que necesita
ser educado y recibir luz. No es que el pobre hombre disfrute del mal y le guste, sino
que no es consciente de lo bueno y lo bello. El pecado es ignorancia. Todo el problema,
pues, es intelectual y no de índole moral. Y, según la idea moderna del pecado, así es.
Lo que las personas necesitan, se dice, es que se las eduque, que reciban el
conocimiento, que se les hable de lo puro, lo bueno y lo limpio, que se les ponga en
contacto con las grandes mentes de cada época y en una atmósfera donde todo sea
sano y bello. Ahora bien, no sorprende en absoluto que semejante idea del pecado
resulte aceptable a las personas y que se entreguen a ella. ¡Puesto que cuán agradable
y consoladora es! Tú y yo no somos realmente malos, simplemente no somos buenos.
No hay nada maligno ni vil en nosotros, simplemente desconocemos lo que es bueno.
No es que nuestras propias naturalezas estén depravadas y retorcidas y que nuestros
corazones estén sucios, sino que simplemente no hemos habitado durante el tiempo
suficiente en esa zona cultivada donde la belleza, la bondad y la verdad están siempre
presentes. No necesitamos ser cambiados y nacer de nuevo, simplemente
necesitamos ser mejorados en cierta medida. ¡Ah!, no sorprende que a todos nos
guste eso, dado que nos halaga. ¡Cuánto más agradable es que un evangelio que nos
dice exactamente lo contrario: que somos viles y estamos sucios y que de hecho
amamos las tinieblas y las preferimos a la luz, que nos dice que nuestros pecados son
malignos y reales, deliberados y voluntarios! Porque eso es lo que se nos dice acerca
de nosotros mismos en el evangelio de Cristo; esa es la imagen que revela de nosotros
la luz eterna.
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Ahora bien, seamos honrados y comparemos estas dos ideas del pecado a la luz de
nuestra propia experiencia y la de los demás. ¿Son nuestros pecados simplemente
resultado de nuestra ignorancia y falta de cultura? ¿Desconocemos que la vida
retratada en el Nuevo Testamento es la única vida verdadera? ¿No debemos confesar
todos que sabemos bien que una vida buena, limpia y pura es la correcta y que ciertas
acciones son erróneas y pecaminosas pero, sin embargo, las hemos cometido
constantemente? Creer en esta teoría moderna del pecado es negar la existencia de
una conciencia y destruir cualquier rastro del concepto de una responsabilidad
humana. ¡Qué falso y engañoso es esto! ¡Qué superficial e infantil! ¡El borracho, el
adúltero, el que maltrata a su mujer, el ladrón, la persona que no es honrada, las
murmuraciones maliciosas: todo ello resultado de la ignorancia! ¡Qué necedad es
pedirnos que creamos que no son categóricamente malos y que lo único que
necesitan es educación e instrucción! ¡Qué monstruoso es pensar que estas cosas las
creen y las declaran con seriedad hombres y mujeres que, de examinarse a sí mismos
con honradez durante unos segundos, debieran ver la falacia! ¡Ojalá que su
explicación fuera cierta, que no fuera verdaderamente responsable de mis pecados
pasados!
¡Pero desgraciadamente ese no es el caso! Todos lo sabemos. Lo sabíamos antes de
pecar. Lo hicimos deliberadamente, sabiendo exactamente lo que hacíamos. ¿Por qué
lo hicimos si sabíamos que era erróneo? ¿Por qué no intentamos con todas nuestras
fuerzas llevar la vida del evangelio en vista de que admitimos que es correcta? ¿Por
qué tal acritud hacia la religión cuando sabemos que ha sido el mayor poder para el
bien que ha visto nunca el mundo? ¿Por qué maldecir la asistencia a la iglesia y los
testimonios de conversión cuando sabemos muy bien que nuestros propios amigos
que se han convertido son mejores que antes: mejores hacia sí mismos, hacia sus
mujeres e hijos y mejores ciudadanos? ¿Por qué reírse y mofarse de una institución
que puede producir tal cambio y lo ha hecho en todas las épocas? ¿Por qué los
hombres y las mujeres que no son cristianos estarían aliviados y contentos mañana
por la mañana si se demostrara y quedara fuera de toda duda que Dios no existe, que
toda la religión es pura invención? ¿Por qué muchos, algunos de ellos hasta miembros
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de iglesias, estarían contentos de escuchar y de saber con certidumbre que no hay
Infierno? No hay sino una respuesta. En nuestro estado natural sin regenerar
«amamos las tinieblas» y, por tanto, odiamos la luz. A pesar de saber todo lo que
sabemos, somos lo que somos. Disfrutamos del pecado, somos felices pecando,
paladeamos su sabor, lo amamos aunque sabemos que es ilícito y está prohibido. Allí
encontramos nuestro placer y felicidad, el deleite y el gozo de nuestras vidas. ¿Qué es
lo que odiamos? ¡Oh! Cualquier cosa o persona que tienda a estropear nuestro placer,
a hacer que nos sintamos infelices y que nos señale que estamos errando. ¿Y quién lo
hace más que Cristo y su Padre celestial? ¡Por supuesto que el pecador odia al
cristiano, el día de reposo y la asistencia a la iglesia! Porque todo ello le condena y le
hace verse a sí mismo.
¡Con qué perfección se presenta todo esto en la historia de 1 Reyes 22:8! Acab
deseaba atacar a sus enemigos a fin de recuperar una ciudad que le habían
arrebatado, y pide al rey Josafat de Judá que vaya con él y se una a él. Josafat le señala
que debe consultarse primero a los profetas, de modo que Acab los reúne a todos y
todos dan un informe favorable y les dicen que sigan adelante. Entonces Josafat
pregunta si se ha consultado a todos los profetas y pregunta: «¿Hay aún aquí algún
profeta de Jehová, por el cual consultemos?», a lo que el rey Acab contesta: «Aún hay
un varón por el cual podríamos consultar a Jehová, Micaías hijo de Imla; mas yo le
aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal». ¡Cuán verdadera es
esta reacción en todos nosotros en nuestro estado natural! ¡Sí! Todos conocemos la
verdad, pero la odiamos porque nos condena y nos hace sentirnos mal.
Enfrentémonos a nosotros mismos con honradez. Así son nuestras naturalezas. Aman
las tinieblas, odian la luz. Son retorcidas, están pervertidas, prefieren lo erróneo a lo
correcto y disfrutan el mal más que el bien que conocen. Lo que necesitamos no es
más luz, sino una naturaleza que sea capaz de amar la luz en lugar de odiarla. La luz
está ahí, sabemos que está ahí pero nos disgusta. La odiamos. ¿Qué sentido tiene
esperar de manera teórica y difusa una supuesta luz adicional cuando no podemos
apreciar ni disfrutar la luz que ya tenemos? Lo que necesitamos no es conocimiento
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sino amor. Sabemos lo que es correcto y bueno pero no lo hacemos porque nuestras
naturalezas son de tal forma que no lo amamos. Todo el conocimiento, la cultura y la
instrucción del mundo entero son incapaces de cambiar la naturaleza, nunca pueden
enseñarnos cómo amar a Dios. Inténtalo con todas tus fuerzas. En nombre del
evangelio te desafío a que lo consigas. Pero no seas necio, no seas ciego, no seas loco.
Reconoce y admite aquí y ahora que lo erróneo es tu naturaleza, tu corazón, tu ser y
tu personalidad esencial. Observa además que, a medida que pasan los años, no
mejoras sino que tiendes a empeorar. ¿Ha logrado alguna vez alguien convertir su
odio hacia Dios en amor? Puede que haya renunciado a este pecado o aquel otro,
¿pero ha llegado a amar a Dios? ¿Ha llegado alguien a hacerlo? ¿Puede un hombre
cambiar entera y completamente su naturaleza? ¿Amas a Dios ahora?, ¡porque si no
es así, le odias! ¡No!, nadie ha logrado materializar este cambio y, sin embargo, ha
sucedido. Pablo y millones de otros odiaron en un tiempo a Cristo y persiguieron a su
iglesia, pero después llegaron a decir: «para mí el vivir es Cristo». ¿Qué había
sucedido? Bueno, se habían visto a sí mismos como realmente eran a la luz de Cristo,
clamaron a él pidiendo misericordia. Y la obtuvieron, y además una nueva naturaleza.
Ahí está. Si no lo reconoces estás condenado. Pero si lo ves y lo aceptas, estarás a
salvo toda la eternidad. Amén.