El primer trago de cerveza -...

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Nada hacía pensar que El primertrago de cerveza, un libroconsiderado en principio«minoritario», destinado a críticosexigentes y a un público selecto, quesalió a la calle humildemente en laprimavera de 1997, sin estudios demercado ni publicidad, pudieraconvertirse en todo unacontecimiento literario en Francia alas pocas semanas de ser publicadoy que permanecería por más de unaño entre los tres primeros librosmás vendidos. De la noche a lamañana, toda Francia pasó a

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disfrutar de los pequeños placeres ya compartir con Philippe Delerm suespecial concepción de la vida.

El primer trago de cerveza es lanarración breve, exquisita, de esassituaciones, comunes a todos, que,en los tiempos ajetreados en quevivimos, se deslizan sin que lesprestemos atención y que, encambio, encierran el germen delbuen vivir. A Philippe Delerm, alparecer, no se le escapa una solaoportunidad de aprovechar esosmomentos, y al hacerlo, incita allector a reconocer en sí mismocuáles son sus propios instantes de

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gozo. Si, por ejemplo, en unaluminosa y fría mañana de invierno,a alguien le llena de placer salir acomprar cruasanes recién hechos,es muy probable que otrosdescubran que, en cambio, con loque más disfrutan es con «elindecente placer de saborear unbanana-split». ¡Tantos instantes,tantas pequeñas historias, tantosminúsculos placeres, al alcance detodos y que, sin embargo, nosparecen tan ajenos!

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Philippe Delerm

El primer trago decerveza

y otros pequeños placeres de lavida

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ePub r1.0Bacha15 26.10.13

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Título original: La première gorgée debière et autres plaisirs minusculesPhilippe Delerm, 1997

Editor digital: Bacha15ePub base r1.0

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Un cuchillo en elbolsillo

No un cuchillo de cocina, claro está,ni una navaja automática de maleante.Pero tampoco un cortaplumas. Pongamosque un Opinel del número 6 o unLaguiole. Un cuchillo que hubierapodido ser el de un hipotético y perfectoabuelo. Un cuchillo, que él se hubierametido en el pantalón de pana decordoncillo grueso color chocolate. Uncuchillo, que hubiera sacado del bolsilloa la hora de comer, para pinchar con lapunta las rodajas de salchichón, para

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mondar lentamente la manzana, el puñoplegado hasta casi tocar la hoja. Uncuchillo que hubiera cerrado conademán amplio y ceremonioso, tras elcafé bebido en vaso, —lo que hubierasignificado para todo el mundo quehabía que volver al trabajo. Un cuchilloque hubiera sido maravilloso cuandoaún éramos niños: un cuchillo para elarco y las flechas, para fabricar laespada de madera, esculpida laguarnición en la corteza; el cuchillo quea nuestros padres les parecía demasiadopeligroso cuando éramos niños.

Pero, un cuchillo ¿para qué? Ya noestamos en los tiempos de ese abuelo, ni

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somos ya unos niños. Un cuchillovirtual, entonces, y esta excusa irrisoria:

—Pues claro que puede servir paramuchas cosas: cuando vamos de paseo,en las excursiones, incluso para haceralguna chapuza si no tenemosherramientas…

No servirá para nada, lopresentimos. El placer no está ahí.Placer absolutamente egoísta: unhermoso objeto inútil de cálida maderao bien de liso nácar, con ese signocabalístico en la hoja que revela a losauténticos iniciados: una manocoronada, un paraguas, un ruiseñor, laabeja en el mango. Sí, el esnobismo

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resulta atractivo cuando se liga a esesímbolo de vida sencilla. En la épocadel fax, es el lujo rústico. Un objetocompletamente nuestro, que abultainútilmente el bolsillo, y que sacamos decuando en cuando; nunca para usarlo,sino para tocarlo, para mirarlo, por ladulce satisfacción de abrirlo y devolverlo a cerrar. En ese presentegratuito, el pasado duerme. A los pocossegundos, nos sentimos a la vez elbucólico abuelo de blancos bigotes y elniño a la orilla del agua envuelto en unaroma de saúco. En el momento de abriry cerrar la hoja, no estamos ya entre dosedades, sino al mismo tiempo en dos

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edades: ése es el secreto del cuchillo.

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La bandeja de pastelesdel domingo por la

mañana

Pasteles surtidos, por supuesto. Una«religiosa» de café, un «paris-brest»,dos tartitas de fresa, un milhojas.Excepto uno o dos, ya sabemos a quiénestá destinado cada uno —¿pero cualserá el suplementario-para-los-glotones? Desgranamos los nombres sinapresurarnos. Al otro lado delmostrador, la dependienta, pinzas enmano, se sumerge sumisamente hacia

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nuestros deseos; ni siquiera manifiestaimpaciencia cuando tiene que cambiarde bandeja — el milhojas no cabe.Tiene su importancia ese cartón plano,cuadrado, de bordes redondeados yrealzados. Va a constituir el pedestalsólido de un edificio frágil, deamenazado destino.

—Eso es todo!Entonces la dependienta sepulta el

cartón plano en una pirámide de papelrosa, que inmediatamente liga con uncordel castaño. Mientras esperamos elcambio, sostenemos el paquete pordebajo; pero traspasada la puerta de latienda, lo sujetamos por el cordel y lo

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apartamos un poco del cuerpo. Así es, nimás ni menos. Los pasteles del domingose sostienen como un péndulo. Zahoríesde ritos minúsculos, avanzamos sinarrogancia ni falsa modestia. Estaespecie de compunción, de seriedad derey mago, ¿no es acaso ridícula? ¡Porsupuesto que no! Si en las acerasdominicales se respira ese ambiente depaseo, la pirámide suspendida tienemucho que ver en ello —tanto como,aquí y allá, algunos puerros quesobresalen de un cesto.

Con el paquete de pasteles en lamano, tenemos el aspecto del profesorTornasol —el que es necesario para

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saludar la efervescencia de las salidasde misa y las vaharadas de los P.M.U.,de café y de tabaco. Sencillos domingosde familia, sencillos domingos deantaño, sencillos domingos de hoy, eltiempo se balancea, como una custodia,al extremo de un cordel castaño. Unpoco de crema ha dejado una manchajusto encima de la religiosa de café.

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Ayudar a pelar losguisantes

Es casi siempre a esa hora muerta dela mañana en que el tiempo no nosempuja ya hacia la nada. Olvidados lostazones y las migajas del desayuno, lejostodavía los perfumes cocidos a fuegolento de la comida, la cocina estátranquila, casi abstracta. Sobre el hule,tan sólo una hoja de periódico, unmontón de guisantes en sus vainas, unaensaladera.

Nunca llegamos al inicio de laoperación. Atravesábamos la cocina

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para ir al jardín, a ver si el correo habíallegado…

—¿Puedo ayudarte?Por supuesto. Podemos ayudar.

Podemos sentarnos a la mesa familiar y,de golpe, encontrar, para la tarea, eseritmo indolente, pacificador, que parecesuscitado por un metrónomo interior. Esfácil, pelar guisantes. Una presión delpulgar en la ranura de la vaina, y ésta seabre, dócil, ofreciéndose. Algunas,menos maduras, son más recelosas —una incisión con la uña del índicepermite entonces desgarrar lo verde ysentir la humedad y la carne densa, justobajo la piel falsamente apergaminada.

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Después, se hacen resbalar los granoscon un solo dedo. El último es tanminúsculo… A veces dan ganas dehincarle el diente. No está bueno, unpoco amargo, pero fresco como lacocina a las once, cocina del agua fría,de las hortalizas peladas —muy cerca,junto al fregadero, unas zanahoriasdesnudas brillan sobre un paño, mientrasterminan de secarse.

Hablamos entonces con frasesbreves, y también ahí la música de laspalabras parece venir del interior,apacible, familiar. De cuando en cuando,levantamos la cabeza para mirar al otro,al final de una frase; pero el otro debe

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mantener la cabeza inclinada —son lasreglas. Se habla del trabajo, deproyectos, de fatigas, no de psicología.El pelar los guisantes no está pensadopara dar explicaciones, sino para seguirel proceso con cierta lentitud.Tendríamos para poco más de cincominutos, pero es bueno prolongarlo,hacer la mañana más lenta, vaina avaina, arremangados. Deslizamos lasmanos por los desprendidos granos quellenan la ensaladera. ¡Qué suave! Todasesas redondeces contiguas forman comoun agua de color verde pálido, y nossorprende no tener las manos mojadas.Un largo silencio de claro bienestar, y

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después:—Sólo falta ir a buscar el pan.

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Tomar un oporto

De entrada, suena a hipocresía:—¡Bueno, un poco de oporto!Lo decimos con una ínfima

reticencia, con una afabilidadrestrictiva. Desde luego, no somos deesos aguafiestas que rechazaríancualquier liberalidad aperitiva. Pero el«bueno un poco de oporto» tiene más deconcesión que de entusiasmo. Nosapuntamos, pero poco a poco, mezzavoce, a furtivos sorbos.

Un oporto no se bebe, se paladea. Esla densidad aterciopelada lo que cuenta,

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pero también la fingida frugalidad.Mientras que los demás se entregan a laamargura triunfal y con cubitos delwhisky, del martini seco, nosotros nosinclinamos por la tibieza de la viejaFrancia, por lo afrutado del jardín delcura, por el dulzor caduco —lo justopara sonrosar las mejillas de unajovencita.

Las tres «oes» de oporto reposan enel fondo de la botella negra. Oportorueda en el fondo de un golfo sombrío,con un porte de altanera testa degentilhombre. Nobleza clerical, austeray, sin embargo, galoneada de oro. Peroen la copa, queda solamente la idea del

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negro. Más granate que rubí, es comosuave lava donde crecen historias decuchillos, de soles de venganza, y deamenazas de convento bajo el filo delpuñal. Tamaña violencia, sí; peroadormecida por el ceremonial de lacopita, por la sabiduría de los tímidossorbos. Sol cocido, destellos atenuados.Un sabor perverso de fruto mate dondese habrían ahogado los excesos, losfulgores. A cada trago, dejamos que eloporto remonte hacia una fuente cálida.Es un placer al revés, que se dilata adestiempo, cuando la sobriedad se tornasocarrona. A cada lengüetazo, rojo ynegro, sube con más fuerza el pesado

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terciopelo.Cada sorbo es una mentira.

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El olor de lasmanzanas

Entramos en la bodega. De súbito, seapodera de nosotros. Las manzanas estánahí, dispuestas sobre enrejados —unasbanastas puestas boca abajo. Nopensábamos en ellas. No teníamos deseoalguno de dejar que nos sumergiera elalma una oleada semejante. Pero no haynada que hacer. El olor de las manzanases un detonador. ¿Cómo habíamospodido privarnos durante tanto tiempode esa infancia acre y azucarada?.

Los arrugados frutos deben de estar

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deliciosos, con esa falsa sequedad enque el sabor confitado parece haberseinsinuado en cada arruga. Pero nosentimos deseos de comérnoslos. Antetodo, no hay que transformar en gustoidentificable ese poder flotante del olor.¿Decir que huele bien, que hueleintensamente? Claro que no. Es algomás… Un olor interior, el olor de unmejor nosotros mismos. Está ahíencerrado el otoño de la escuela. Continta violeta garrapateamos en el papel,con trazos gruesos, unos perfiles. Lalluvia bate los cristales, la tarde serálarga…

Pero el perfume de las manzanas es

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algo más que pasado. Pensamos en otrotiempo a causa de la amplitud y de laintensidad, de un recuerdo de bodegasalitrosa, de umbrío desván. Pero hayque vivirlo allí, mantenerse allí, de pie.Tenemos detrás de nosotros las altashierbas y la humedad del huerto.Delante, hay como un soplo cálido quese produce en la sombra. El olor haatrapado todos los ocres, todos losrojos, con un poco de verde ácido. Elolor ha destilado la suavidad de la piel,su ínfima rugosidad. Secos los labios,sabemos ya que esta sed no va asaciarse. Nada ocurriría si mordiésemosuna de estas blancas carnes. Tendríamos

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que convertirnos en octubre, en tierrabatida, bóveda de bodega, lluvia,espera. El olor de las manzanas esdoloroso. Es el olor de una vida másintensa, el olor de una lentitud que ya nonos merecemos.

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El cruasán de la acera

Nos hemos despertado los primeros.Con prudencia de explorador indio, noshemos vestido y nos hemos deslizado dehabitación en habitación. Hemos abiertoy cerrado la puerta de la entrada conmeticulosidad de relojero. Ya está.Estamos fuera, en el azul de la mañanaorlado de rosa: un maridaje de mal gustosi no existiese el frío para purificarlotodo.

Exhalamos una nube de vaho en cadaexpiración: existimos, libres y ligeros,sobre la acera matutina. Tanto mejor si

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la panadería queda un poco lejos. Cualun Kerouac con las manos en losbolsillos, nos hemos adelantado a todo:cada paso es una fiesta. Nossorprendemos caminando por el bordillode la acera como hacíamos de niños,como si fuese el margen lo que contara,el borde de las cosas. Es tiempo puro,este paseíto que le birlamos al díacuando todos los demás duermen.

Casi todos. Allá abajo, es necesaria,por supuesto, la cálida luz de lapanadería; en realidad es de neón, perola idea de calor le otorga un reflejoambarino. Hace falta el suficiente vahosobre el vidrio cuando nos

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aproximamos, y la jovialidad de esebuenos días que la panadera reserva alos escasos primeros clientes —complicidad del alba.

—¡Cinco cruasanes, una baguetteque no esté muy tostada!

El panadero, en camisetaenharinada, aparece al fondo de latienda, y nos saluda como se saluda alos valientes a la hora del combate.

Volvemos a estar en la calle. Losentimos claramente: el camino deregreso no será el mismo. La acera estámenos libre, un poco aburguesada poresa barra de pan encajada bajo el brazo,por ese paquete de cruasanes sostenido

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con la otra mano. Pero cogemos uncruasán de la bolsa. La pasta está tibia,casi blanda. Esa pequeña golosina, enmedio del frío, mientras caminamos, escomo si la mañana de invierno sehiciese creciente en nuestro interior,como si nosotros mismos nosconvirtiésemos en horno, en casa, enrefugio. Avanzamos más despacio,impregnados de luz dorada, paraatravesar el azul, el gris, el rosa que seextingue. Comienza el día y lo mejor deél ya ha pasado.

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El ruido de la dinamo

Ese suave roce que frena y frota,ronroneando, la rueda. ¡Hacía tantotiempo que no montábamos en bicicletaentre dos luces! Un coche ha pasadotocando la bocina y, entonces, hemosreencontrado el viejo gesto: inclinarsehacia atrás, la mano izquierda colgando,y darle al pulsador —a distancia de losrayos, por supuesto. Qué felicidadprovocar el asentimiento dócil de labotellita de leche que se inclina contrala rueda. El delgado haz amarillo delfaro vuelve de inmediato la noche

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completamente azul. Pero lo importantees la música. El ligero frrr frrrtranquilizador parece no haber cesadonunca. A pedaladas redondas, nosconvertimos en nuestra propia centraleléctrica. No es el roce de unguardabarros que se mueve. No. Laadhesión del caucho del neumático altapón ranurado de la dinamo da menosla sensación de un estorbo que la de unplacentero amodorramiento. Alrededor,la campiña se adormece bajo la regularvibración.

Regresan entonces los amaneceresde la infancia, el camino a la escuelacon el recuerdo de los dedos helados.

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Tardes de verano, en que íbamos abuscar la leche a la vecina granja —como contrapunto, el bamboleo de lalechera de metal cuya cadenilla bailaba.Salidas de pesca, al alba, dejando trasde nosotros una casa dormida, y elentrechocar de las ligeras cañas debambú. La dinamo abre siempre elcamino de una libertad que hay quedegustar en lo casi gris, en lo de no deltodo malva. Está hecha para pedalearmuy despacio, con tranquilidad, atentosal funcionamiento del mecanismoneumático. Sobre el fondo de la dinamo,nos movemos regularmente, con lacadencia de un motor de viento que hace

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girar, sin darle importancia, ciertoscaminos de la memoria.

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La inhalación

¡Ay, esas leves enfermedades de lainfancia, que nos dejaban algunos díasde convalecencia para leer en la camatebeos de Bugs Bunny! Por desgracia,conforme se envejece, los placeres de laenfermedad son cada vez más raros.Está el grog, por supuesto. Tomar ungrog bien cargado, mientras procuramosque se nos compadezca, es un instanteprecioso. Pero aún más sutil,probablemente, sea la voluptuosidad dela inhalación.

Al principio cuesta decidirse. De

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lejos, la inhalación se nos antojaamarga, vagamente venenosa. Laasimilamos a los gargarismos, que dejanen la boca un sabor metálico e insulso.Pero después de todo, nos encontramostan mal, tenemos tan pesada y cargada lacabeza… Albergamos de repente laimpresión de que alguna mejoría nosvendrá de la cocina. Sí, cerca del horno,del fregadero, del refrigerador, unacierta simplicidad funcional puedealiviarnos. El frasco de Fumigalén estáahí, en la repisa, al lado de las bolsitasde tila y de té. En la etiqueta, una figuraanticuada aspira una voluta de humoblanco como la nieve. Esto es lo que nos

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decide: esa impresión de enlazar con unrito pasado de moda.

Calentamos agua. Antes teníamos uninhalador de plástico, cuyas dos mitadesse desencajaban siempre, y que nosdejaba marcas bajo los ojos. Alejandoun poco el libro, incluso podíamos leer.Pero ahora, hemos perdido este artefactoy todavía es mejor así. Basta con verterel agua hirviendo en un tazón, añadirleuna cucharada de ese líquido dorado,translúcido, que nada más vertido sedifunde en una nube verdosa, color puréde guisantes. Nos tapamos la cabeza conuna toalla. Ya está. El viaje comienza,quedamos sepultados. Desde fuera,

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tenemos la apariencia de alguien que secuida sanamente, con una energíamecánica y dócil. Debajo, es otro cantar.Una especie de reblandecimientocerebral nos gana, y caemos pronto enuna transpiración confusa.

El sudor brota de nuestras sienes.Pero es en el interior donde sucede lomás importante. Una respiración regular,profunda, aparentemente dedicada a laliberación metódica de los senosnasales, nos inicia en el poder delperverso Fumigalén.

Perfectamente inmóviles, erramosdeliciosamente con gestos de unaamplitud anfibia en la jungla pálida del

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veneno verde suave. El agua surge delvapor, el vapor surge del agua. Nosdilatamos en la evanescencia y, pronto,en la torpeza. Muy cerca, muy lejos, losruidos de la preparación de la comidanos llegan desde un mundo simple. Perosumergidos en el vapor de las fiebresinteriores, no deseamos ya alzar el velo.

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Casi podríamos comerfuera

Es el «casi» lo que cuenta, y elmodo potencial. De entrada, parece unalocura. Estamos apenas a principios demarzo, la semana no ha sido otra cosaque lluvia, viento y chaparrones. Ydespués esto. Ya desde por la mañana,el sol ha llegado con una intensidadmate, una fuerza tranquila. La comidaestá preparada, la mesa puesta. Peroincluso dentro, todo ha cambiado. Laventana entreabierta, el rumor de fuera,algo ligero que flota.

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«Casi podríamos comer fuera», Lafrase llega siempre en el mismomomento. Justo antes de sentarnos a lamesa, cuando parece que es yademasiado tarde para trastornar eltiempo, cuando las crudités están yasobre el mantel. ¿Demasiado tarde? Elporvenir será lo que nosotros queramosque sea. La locura nos impulsará,probablemente, a precipitarnos fuera, apasar, febrilmente, un paño por la mesadel jardín, a proponer jerseis, acanalizar la ayuda que cada unodespliega con torpe jovialidad, condesplazamientos contradictorios. O biennos resignaremos a comer al abrigo —

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las sillas están demasiado mojadas, lahierba está tan alta…

Pero tanto da. Lo que importa es elmomento de la breve frase. Casipodríamos… Qué agradable es la vidaen potencial, como antaño en los juegosinfantiles: «Vale que tú serías…» Unavida inventada, que toma a contrapié lascertidumbres. Una vida casi: la frescuraal alcance de la mano. Una fantasíamodesta, dedicada a la transpuestadegustación de los ritos domésticos. Unvientecillo de sensata locura, quecambia todo sin cambiar nada…

A veces decimos: «Casi hubiéramospodido…» Es la frase triste de los

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adultos que sólo han guardado enequilibrio sobre la caja de Pandora lanostalgia. Pero hay días en los que seatrapa el día en el flotante momento delos posibles, en el momento frágil deuna honesta vacilación, sin orientar deantemano el fiel de la balanza. Hay díasen los que casi podríamos.

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Ir a coger moras

Es un paseo para darlo con viejosamigos, al final del verano. El regresode las vacaciones está próximo; dentrode algunos días, todo volverá acomenzar. Por eso, resulta agradableesta excursión que huele ya aseptiembre. No ha habido necesidad deinvitarse, de comer juntos. Sólo untelefonazo, al iniciarse la tarde deldomingo:

—¿Venís a coger moras?—¡Qué curioso! ¡Precisamente,

íbamos a proponeros lo mismo!

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Volvemos siempre al mismo lugar, alo largo del caminito, en la linde delbosque. Cada año, los zarzales son másespesos, más impenetrables. Las hojastienen ese verde mate y profundo, lostallos y las espinas ese matiz vinoso,que semejan los mismos colores delpapel vergé con que forramos libros ycuadernos.

Cada cual se ha provisto de una cajade plástico para que no se chafen lasbayas. Comenzamos a recolectar sindemasiado frenesí, sin demasiadadisciplina. Bastarán dos o tres tarros demermelada, que no tardaremos endegustar en los desayunos del otoño.

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Pero el mejor placer es el del sorbete.Un sorbete de moras, consumido esamisma noche, una dulzura helada, dondeduerme todo el último sol, relleno defrescor umbroso.

Las moras son pequeñas, de brillantecolor negro. Pero mientras las cogemos,preferimos saborear aquellas queconservan todavía algunos granos rojos,un gusto acidulado. Pronto tenemos lasmanos manchadas de negro. Nos laslimpiamos, mal que bien, en las doradashierbas. En la linde del bosque, loshelechos se tiñen de rojo, y llueven, enarqueadas formas, por encima de lasperlas malvas del brezo. Se habla de

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todo y de nada. Los niños se ponenserios, evocan su miedo o su deseo detener tal o cual «profe». Porque son losniños los que dan el tono a la vuelta delas vacaciones, y el sendero de lasmoras tiene sabor de colegio. El caminoes muy suave, apenas ondulado: uncamino para conversar. Entre doschaparrones, la luz reavivada se ofrecetodavía cálida. Hemos cogido moras,hemos cogido el verano. En la brevecurva de los avellanos, nos deslizamoshacia el otoño.

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El primer trago decerveza

Es el único que cuenta. Los otros,cada vez más largos, cada vez másanodinos, sólo dan una tibia pastosidad,una abundancia engañosa. El último,acaso, reencuentra, con la desilusión deacabar, un remedo de poder…

¡Pero el primer trago! ¿Trago?Empieza mucho antes de la garganta. Yasobre los labios, ese oro espumoso,frescor amplificado por la espuma;después, lentamente, sobre el paladar,felicidad tamizada de amargura. ¡Qué

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largo parece, el primer trago! Nos lobebemos de un tirón, con una avidezfalsamente instintiva. De hecho, todoestá escrito: la cantidad, ese ni mucho nipoco que constituye el principio ideal;el bienestar inmediato, punteado por unsuspiro, un chasquido de lengua, o unsilencio que vale por ambos; laengañosa sensación de un placer que seabre al infinito… Al mismo tiempo, yalo sabemos: lo mejor ya ha pasado.Reposamos nuestro vaso e incluso loalejamos un poco sobre el posavasoscuadrado. Saboreamos el color, falsamiel, frío sol. Mediante todo un ritual desensatez y de espera querríamos

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controlar el milagro que acaba, a untiempo, de producirse y de escapar.Leemos con satisfacción, sobre lasuperficie del cristal el nombre concretode la cerveza que habíamos pedido.Pero continente y contenido puedeninterrogarse, responderse hasta elinfinito, nada volverá a multiplicarse.Nos gustaría guardar el secreto del oropuro y encerrarlo en fórmulas. Pero, antesu mesita blanca salpicada de sol, eldecepcionado alquimista tan solo salvalas apariencias y bebe cada vez máscerveza con cada vez menos alegría.

Es un placer amargo: bebemos paraolvidar el primer trago.

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La autopista de noche

El coche es extraño. A la vez, comouna diminuta casa familiar y como unanave espacial. Al alcance de la mano,unos caramelos de regaliz mentolada.Pero en el cuadro de mandos, esos polosfosforescentes de color verde eléctrico,azul frío, naranja pálido. Ni siquieratenemos necesidad de la radio —dentrode un momento quizás, a medianoche,para escuchar las noticias. Es agradabledejarse seducir por este espacio. Porsupuesto, todo parece dócil, todoobedece: el cambio de marchas, el

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volante, una pasada de limpiaparabrisas,una ligera presión en el elevalunas.Pero, al mismo tiempo, el habitáculo nosmaneja, impone su poder. En esesilencio acolchado de soledad, estamosun poco como en una butaca de cine: lapelícula desfila ante nosotros y parecelo esencial, pero la imperceptiblelevitación del cuerpo da la sensación deuna dependencia consentida, quetambién cuenta lo suyo. Afuera, en el hazde los faros, entre el carril a la derechay los matorrales a la izquierda, reina lamisma quietud. Pero abrimos el cristalde golpe y el exterior viene a abofetearnuestra somnolencia: es la cruda

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velocidad que resurge. Afuera, cientoveinte kilómetros por hora tienen ladensidad compacta de una bomba deacero lanzada entre dos carriles.

Atravesamos la noche. Las señalesespaciadas — Futuroscope, Poitiers-Norte, Poitiers-Sur, próxima salida:Marais Poitevin— tienen nombres muyfranceses que huelen a clases degeografía. Pero es un sabor abstracto,una realidad ciega que borramos con unviejo resabio de picardía holgazana:esta Francia virtual que abolimos, conun pie en el acelerador y un ojo en elcuentakilómetros, es una lección de másque no aprenderemos.

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Área de servicio, diez kilómetros.Vamos a detenernos. Percibimos ya lacatedral de luz, aplastada a lo lejos ycada vez más ancha, igual que el puertose adelanta al final de un viaje en barco.Super + 98. El aire es fresco. Eseasentimiento mecánico de la mangueradispensadora, el ronroneo del contador.Después, la cafetería, un espesorvagamente pegajoso, como en todas lasestaciones, todos los refugios nocturnos.Express, muy dulce. Es la idea del cafélo que cuenta, no el gusto. Calor,amargor. Unos pasos entumecidos, lamirada vaga, algunas siluetas que secruzan, pero nada de palabras. Y luego,

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la nave reencontrada, el cascarón en elque nos embutimos. El sueño ha pasado.Tanto mejor si el alba aún queda lejos.

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En un viejo tren

¡No en el AVE, no! Ni en elTurbotren, ni siquiera en un expreso.Sino en uno de esos viejos trenes colorcaqui que huelen a años sesenta.Esperábamos la asepsia funcional de unlargo vagón, la apertura automática deuna puerta deslizante. Pero en esta líneafamiliar, han puesto hoy en servicio unviejo tren de otros tiempos. ¿Por qué?Nunca lo sabremos.

Avanzamos por el pasillo. El primergesto que lo cambia todo es el de abrirla puerta del compartimiento. En medio

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de una vaharada de calor eléctrico yblando, se accede por efracción a unaintimidad más o menos repantigada, máso menos distante: se nos evalúa dearriba a abajo. ¡Ni hablar del anonimatode los vagones monolíticos! No saludar,no informarse sobre la posibilidad detomar asiento revelaría barbarie. Esnecesario, incluso, una especie deinquietud apesadumbrada que formaparte del rito. Es el sésamo. Habiendorequerido el honor de integrarnos en elsalón familiar, se nos acepta en él con unasentimiento que tiene algo deborborigmo.

Desde ese momento, podemos

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arrellanarnos al lado del pasillo yestirar las piernas. La mirada de cadapasajero obedece a una breve gimnasiainstintiva y compleja: pausa posible enel suelo de caucho negro entre los piesde los ocupantes; pausa prolongada debienvenida hasta encima mismo de losrostros. Las posiciones intermedias —las más interesantes sin embargo— sehan de efectuar furtivamente. Pero nadiese engaña: la acuidad del ojo desmienteentonces el pudor de su carrera. Unaescapada hacia el paisaje parece debuen tono, con etapa en los cenicerosplomizos grabados S.N.C.F. Pero es másarriba, cerca del espejo claveteado,

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donde el ojo vuelve para posarse aplacer. En un cuadrito metálico, la fotoen blanco y negro de Moustiers-Sainte-Marie (Altos Alpes) no suscita sinembargo deseo alguno de evasión.Evoca más bien una vida antigua,adecuada a los usos compartimentales,al tentempié. Respiramos casi un olor desalchichón cortado con navaja,presentimos el despliegue de laservilleta de cuadros rojos. Nossumergimos de nuevo en la época en queel viaje era un acontecimiento, cuandose nos esperaba en el andén de laestación con preguntas protocolarias:

—No, si he venido muy bien... Al

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lado del pasillo: una pareja joven, dosmilitares, un anciano que ha bajado enLes Aubrais.

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El Tour de Francia

El Tour de Francia es el verano. Elverano que no puede acabar, la canículade julio. En las casas, se echan laspersianas, la vida se torna más lenta,danza el polvo en los rayos del sol.Quedarse encerrado cuando el cielo estan azul parece ya discutible. ¡Peroembrutecerse ante un aparato detelevisión cuando los bosques sonprofundos, cuando el agua promete lafrescura, la luz! Sin embargo, tenemosderecho a ello, si es para contemplar elTour de Francia. Se trata de un rito

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respetable, que escapa al farnientebestial, a la blandura vegetativa.Además, no vemos el Tour de Francia.Vemos los Tours de Francia. Sí, en cadaimagen del pelotón lanzado por lascarreteras de Auvernia o de Bigorre seinscriben en filigrana todos lospelotones del pasado. Bajo los maillotsfluo, fosforescentes, vemos todos losantiguos maillots de lana —el amarillode Anquetil, debidamente rubricado conun Helyett bordado; el azul-blanco-rojode Roger Rivière, con sus mangas tancortas; el púrpura y amarillo deRaymond Poulidor, Mercier-BP-Hutchinson. A través de las ruedas

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lenticulares, adivinamos los tubularescruzados en las espaldas de Lapébie ode René Vietto. La gravilla solitaria deLa Forclaz se esboza sobre el asfaltosuperpoblado del Alpe-d’Huez.

Siempre hay alguien que dice:—¡A mí, lo que me gusta del Tour

son los paisajes!De hecho, cruzamos una Francia

recalentada, festiva, en la que el pueblose distribuye al hilo de las llanuras, delas ciudades y de los puertos. Laósmosis entre los hombres y el decoradose efectúa con un fervor de niño bueno,en ocasiones desbordado por algunoschiflados fuera de sí. Pero ante el fondo

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del pedregoso Galibier, del brumosoTourmalet, un poco de vulgaridadfranchuta no hace sino subrayar ladimensión mítica de los héroes.

Menos decisivas, las etapas de llanotambién son seguidas. El sentimiento dever pasar el Tour es aquí más recogido,más compacto, y otorga su justo valor aldespliegue de la caravana publicitaria.Poco importan los vuelcos en laclasificación general. Es la idea lo queimporta: comunicar por un instante contoda la Francia del sol y de la siega. Enla pantalla del televisor, los veranos seasemejan y los ataques más impetuosostienen el sabor de la menta con agua.

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Un banana-split

No lo tomamos nunca. Es demasiadomonstruoso, casi insulso a fuerza deopulencia azucarada. Pero qué le vamosa hacer. Nos hemos movido demasiado,estos últimos tiempos, en el camafeorefinado, en la gama de tonos amargos.Hemos trabajado hasta la isla flotante laligereza vaporosa, lo inaprensible, yhasta la copa de cuatro frutos rojos lacomedida exuberancia estival. Así que,por una vez, no nos hemos saltado en elmenú la línea reservada al banana-split.

—¿Y usted?

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—Un banana-split.Esa montaña de sencillo placer es

muy difícil de pedir. El camarero tomanota con una objetividad deferente, perono podemos evitar sentirnos un tantoavergonzados. Tiene algo de infantil esedeseo total, que no avala ninguna moraldietética, ninguna reticencia estética. Elbanana-split es la glotoneríaprovocadora y pueril, el apetito enbruto. Cuando nos lo traen, los clientesde las mesas vecinas contemplan elplato con una mirada guasona. Porque elbanana-split se sirve en plato o en unaamplia barquilla apenas más discreta.En toda la sala no observamos más que

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delgadas copas para cigüeñas oestrechos pasteles en los que laintensidad chocolatosa se recoge en unhético platito. En cambio, el banana-split se expande: es un placer a ras detierra. El vago apilamiento del plátanosobre las bolas de vainilla y dechocolate no impide el despliegue,exacerbado por una generosa dosis denata hortera. Miles de personas semueren de hambre en la Tierra. A fin decuentas, este pensamiento es admisibleante un pastelito de chocolate amargo.¿Pero cómo afrontarlo ante un banana-split? Una vez que tenemos estamaravilla ante nosotros, se nos van un

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poco las ganas. Afortunadamente, elremordimiento se instala en nosotros. Éles el que nos va a permitir llegar hastael final de toda esta lánguida dulzura.Una saludable perversidad viene ensocorro del apetito que flaquea. Igualque de niños robábamos dulces de laalacena, arrebatamos al mundo adulto unplacer indecente, reprobado por elcódigo: hasta la última cucharada, es unpecado.

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Invitado por sorpresa

A decir verdad, no estaba previsto.Aún nos quedaba trabajo que hacer parael día siguiente. Únicamente habíamospasado para informarnos de algo. Y derepente:

—¿Te quedas a cenar? ¡Algosencillo, a lo que salga!

Son deliciosos los pocos segundosen los que presentimos que laproposición va a llegar. Es la idea deprolongar un buen momento, desdeluego, pero también la de trastornar eltiempo. El día había sido tan previsible;

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la noche se anunciaba tan segura yprogramada… Y de pronto, en dossegundos, nos sorprende la novedad:podemos cambiar el curso de las cosasen un abrir y cerrar de ojos. Desdeluego, nos dejaremos invitar.

En este caso, sobran los cumplidos:no nos van a colocar en un sillón delsalón para tomar un aperitivo como esdebido. No, la conversación se coceráen la cocina —¡mira, si quieres puedesayudarme a pelar patatas! Con unmondador en la mano, se dicen cosasmás profundas y naturales. Noscomemos un rábano al pasar. Invitadospor sorpresa, somos un poco como de la

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familia, casi de la casa. Losdesplazamientos no están limitados.Tenemos acceso a todos los rincones, alos armarios. ¿Dónde pones la mostaza?Hay perfumes de echalonia y de perejilque parecen llegar de otro tiempo, deuna confraternidad lejana —¿quizá la deaquellas tardes en las que hacíamos losdeberes en la mesa de la cocina?

La conversación se espacia. Ya noson necesarias todas esas palabras quefluyen sin parar. Lo mejor ahora sonesas suaves pausas entre las palabras.Sin preocupaciones. Hojeamos al azarun libro de la biblioteca. Una voz dice:«creo que ya está todo listo» y

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rechazaremos el aperitivo —de verdad.Antes de cenar, nos sentaremos paracharlar alrededor de la mesa puesta, lospies en el barrote un tanto alto de la sillade enea. Nos sentimos bien siendo elinvitado por sorpresa, libres, ligeros.Con el gato negro de la casa acurrucadoen las rodillas, nos sentimos adoptados.La vida ya no se mueve: se ha dejadoinvitar por sorpresa.

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Leer en la playa

No es nada fácil, leer en la playa.Tumbados de espaldas, es casiimposible. El sol nos deslumbra, hayque sostener, con los brazos estirados, ellibro por encima de la cara. No está malpara unos minutos, y luego nos damos lavuelta. De lado, apoyados en un codo, lamano pegada a la sien, la otra manososteniendo el libro abierto y pasandolas páginas, resulta también muyincómodo. Así que terminamos bocaabajo, con ambos brazos doblados antenosotros. A ras de suelo, hace siempre

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un poco de viento. Los cristalillosmicáceos se cuelan en laencuadernación. En el papel grisáceo yligero de los libros de bolsillo, losgranos de arena se amontonan, pierdensu brillo, acaban por ser olvidados: sontan sólo un peso adicional quedispersamos negligentemente al cabo dealgunas páginas. Pero en el papelpesado, granuloso y blanco de lasediciones originales, la arena se cuela.Se dispersa por las asperezas cremosasy brilla aquí y allá. Es una puntuaciónsuplementaria, otro espacio abierto.

El tema del libro también cuenta.Obtenemos hermosas satisfacciones

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jugando con el contraste. Leer un pasajedel Diario de Léautaud, dondevilipendia precisamente los cuerposamontonados en las playas de Bretaña.Leer A la sombra de las muchachas enflor, y enlazar con un mundo balneariode canotiers, de sombrillas, de saludosdestilados a la antigua usanza.Zambullirse bajo el sol en la desgracialluviosa de Oliver Twist. Cabalgar a lad’Artagnan en la pesada inmovilidad dejulio.

Pero también es grato trabajar el«color local»: estirar hasta el infinito ElDesierto de Le Clézio en nuestro propiodesierto; y, entonces, en las páginas, la

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arena desparramada adopta secretos detuareg, lentas y azuladas sombras.

Al leer durante demasiado tiempocon los brazos estirados, la barbilla sehunde, la boca bebe la playa; entoncesnos incorporamos, los brazos cruzadoscontra el pecho, con una sola manodesplazándose a intervalos para pasarlas páginas y marcarlas. Es una posturaadolescente. ¿Por qué? Empuja lalectura hacia una amplitud un sí es no esmelancólica. Todas esas posturassucesivas, esos intentos, esas lasitudes,esas irregulares voluptuosidades, son lalectura en la playa. Tenemos lasensación de leer con el cuerpo.

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Los lúkums en lastiendas de los árabes

A veces, alguien nos regala unoslúkums en una caja de madera blancapirograbada. Es el lúkum de la vuelta deun viaje o, aún más aséptico, el lúkum-regalo-del-último-momento. Es curioso,pero nunca nos apetece ese tipo delúkums. La amplia hoja transparente ysatinada que separa las capas y lesimpide pegarse parece impedirnostambién obtener placer de ese lúkumentre dos dedos —lúkum de después delcafé, que aprehendemos sin convicción

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con la punta del incisivo, mientrassacudimos con la otra mano el azúcar enpolvo que nos caído en el jersey.

No, el lúkum deseable es el lúkumde la calle. Lo vemos en el escaparate:una pirámide modesta, pero que suena aauténtica, entre las cajas de alheña y laspastitas tunecinas color verde almendra,rosa caramelo, amarillo dorado. Latienda es estrecha y llena a reventar dearriba abajo. Entramos en ella con unatimidez condescendiente, una sonrisademasiado cortés para ser sincera,desestabilizada por este universo en elque los papeles no están repartidos conclaridad. El muchacho de pelo crespo

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¿es el dependiente o el amigo del hijodel dueño? Hasta hace unos pocos años,disponíamos siempre de un beréber conun gorrito azul y nos lanzábamos llenosde confianza. Pero ahora hay quearriesgarse a ciegas, a riesgo de pasarpor lo que somos: un zafio goloso ydesamparado. No sabremos si el jovenes o no el dependiente, pero encualquier caso, vende, y esta prolongadaincertidumbre nos hace sentirnos unpoco más incómodos. ¿Seis lúkums?¿De rosa? Todos de rosa, si ustedquiere. Ante esta amabilidad prodigadacon un desenfado que nos tememosligeramente burlón, nuestra confusión

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aumenta. Pero ya el dependiente hacolocado nuestros lúkums de rosa en unabolsa de papel. Lanzamos unamaravillada ojeada a la cueva deltesoro, repleta de garbanzos y debotellas de Sidi Brahim, donde inclusoel color rojo de los botes de Coca-Colaha cobrado un aire cabileño. Pagamossin triunfalismo y partimos casi comoladrones, con la bolsa en la mano. Peroen la calle, unos metros más allá,obtenemos nuestra recompensa. Ellúkum del árabe hay que degustarlo así,en la acera, de tapadillo, en medio delfrescor de la noche. Mala suerte si senos llenan las mangas de azúcar.

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Los domingos por lanoche

¡Los domingos por la noche! Noponemos la mesa ni hacemos unaauténtica cena. Cada cual va por turnos ala cocina para picar al azar un tentempiétodavía endomingado —buenísimo elpollo frío en un bocadillo con mostaza,buenísimo el vasito de burdeos bebidosobre la marcha, para acabar la botella.Los amigos se han ido al dar las seis.Nos queda un largo margen. Nospreparamos un baño. Un auténtico bañode domingo por la noche, con abundante

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espuma azul, con mucho tiempo paraquedarse flotando entre dos naderíasalgodonosas, brumosas. El espejo delcuarto de baño se vuelve opaco y lospensamientos se reblandecen. Eso sí, nohay que pensar en la semana que terminani mucho menos en la que va acomenzar. Caer en la fascinación de esasdiminutas ondas en la punta de los dedosarrugados por el agua caliente. Ydespués, cuando se vacía la bañera,extraerse de allí. ¿Coger un libro? Sí,más tarde. Por el momento, un programade televisión será suficiente. El másestúpido nos vendrá de perlas. ¡Ah,mirar por mirar, sin coartada, sin deseo,

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sin excusa! Es como el agua del baño:un embotamiento que amodorra y nosllena de un bienestar palpable. Creemosque vamos a estar a gusto hasta la noche,con la mente en zapatillas. Y es entoncescuando hace su aparición la ligeramelancolía. Poco a poco, el televisor senos vuelve insoportable y lo apagamos.Nos sentimos en otra parte, a veceshasta en la infancia, con vagos recuerdosde paseos a pasos contados, sobre unfondo de inquietudes escolares y deamores inventados. Nos sentimoscalados. Es intensa como una lluvia deverano, esa ligera nostalgia que seinsinúa, ese pequeño mal y bien que

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retorna, familiar —son los domingos porla noche. Todos los domingos por lanoche están ahí, en esa falsa burbujadonde nada se ha detenido. En el aguadel baño, las fotos se revelan.

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La acera mecánica dela estación

Montparnasse

¿Tiempo perdido? ¿Tiempo ganado?En todo caso, es un largo paréntesis, esaacera que desfila, infinitamenterectilínea, silenciosa. En su origen, haycasi una confesión: no puede imponerseun pasillo tan largo, un tránsito tancolosal. Los esclavos del estrés urbanotienen derecho a cierta redención. Acondición, eso sí, de que permanezcanen la corriente, de que conviertan en

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aceleración objetiva ese nebuloso alivioen su recorrido del combatiente. Esinmensa, la acera mecánica de laestación Montparnasse. Nos adentramosen ella con la misma aprensión que enlas escaleras mecánicas de los grandesalmacenes. Pero aquí no hay escalonesdesplegándose como mandíbulas decaimán. Todo se produce en lahorizontalidad. De golpe, seexperimenta el mismo tipo de vértigoque cuando bajamos una escalera aoscuras y pensamos que hay un últimoescalón que no existe en realidad. Unavez embarcados en esas aguas vivas,todo se tambalea. ¿Es el deslizamiento

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de la cinta el que nos obliga a una ciertarigidez o bien compensamos por unareacción de amor propio ese súbitodejarse llevar, ese dejarse hacer? Vemosclaramente delante de nosotros a algunosincondicionales de la precipitación quemultiplican la velocidad de la acera conlargas zancadas. Pero es mucho mejorpermanecer ojo avizor, la mano posadaen la negra barandilla.

En sentido contrario se deslizanhacia nosotros siluetas hieráticas, y enuna y otra parte hay la misma miradafalsamente ausente. Extraña forma decruzarse, próximos e inaccesibles en esahuida acelerada que finge la

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indiferencia. Destinos aprehendidos unsegundo, rostros casi abstractos queplanean sobre un fondo de espacio gris.Más lejos, el pasillo reservado a loscaminantes impenitentes, desdeñosos delas facilidades de la acera mecánica.Caminan muy deprisa, preocupados pordemostrar la inanidad de lasconcesiones a la pereza. Los ignoramos:su deseo de infundir mala concienciatiene algo de zafio y de ridículo. Hayque atenerse al encanto acaparador de laacera mecánica. Hay una fiebrebenéfica, a lo largo del rail melancólico.En la inmovilidad que se escapa, somoscomo un personaje de Magritte, un

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envoltorio de banalidad urbanacruzándose con dobles evanescentes enuna cinta infinitamente plana.

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El cine

El cine no termina de ser una salida.Apenas si estamos con los demás. Loque importa es esa especie de flotaciónalgodonosa que experimentamos alentrar en la sala. No ha empezado lapelícula; una luz de acuario tamiza lasconversaciones a media voz. Todo estáabombado, acolchado, amortiguado.Caminando por la moqueta,descendemos con falso aplomo haciauna fila vacía. No puede decirse que nossentemos, ni siquiera que nosarrellanemos en el asiento. Es preciso

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domesticar ese volumen rechoncho,entre compacto y mullido. Nosenroscamos poco a poco, con pequeñasy placenteras sacudidas. Al mismotiempo, el paralelismo, la orientaciónhacia la pantalla mezclan la adhesióncolectiva con el placer egoísta.

El compartir se detiene ahí, o casi.¿Qué sabemos de ese desenfadadogigantón que lee el periódico, tres filasmás adelante? Algunas risas, tal vez, enlos momentos en que nosotros noreiríamos —o, peor aún, ciertossilencios en los momentos en quereiríamos nosotros mismos. En el cine,no nos damos a conocer. Salimos para

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escondernos, acurrucarnos, enterrarnos.Estamos en el fondo de la piscina, y, enel azul, cualquier cosa puede llegar deese falso escenario sin profundidad,abolido por la pantalla. Ningún aroma,ninguna corriente de aire en esta salavolcada en una espera plana, abstracta,en ese volumen concebido para desafiaruna superficie.

Se hace la oscuridad, el altar seilumina. Vamos a flotar, peces del aire,pájaros del agua. El cuerpo se adormecey nos convertimos en campiña inglesa,avenida de Nueva York o lluvia deBrest. Somos la vida, la muerte, el amor,la guerra, sumergidos en el espacio de

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un haz de luz donde revolotea el polvo.Cuando la palabra fin aparece,permanecemos postrados, en apnea.Luego, la insoportable luz se enciende.Entonces, hay que estirarse en la torpezay sacudirse hacia la salida comosonámbulos. Ante todo, no hay que dejarcaer en seguida las palabras queromperán, juzgarán, puntualizarán. En lavertiginosa moqueta, esperarpacientemente a que el gigantón delperiódico pase delante. Cual patososastronautas, conservar durante algunossegundos ese extraño torpor.

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El jersey de otoño

Siempre es más tarde de lo quepensábamos. Septiembre ha pasadodeprisa, lleno de las contrariedades dela vuelta al trabajo. Al reencontrarnoscon la lluvia, nos dijimos: «Ya está aquíel otoño»; aceptábamos que todo nofuese sino un paréntesis antes delinvierno. Pero en alguna parte, sinconfesárnoslo demasiado, esperábamosalguna cosa. Octubre. Las auténticasnoches de helada, de día el cielo azulsobre las primeras hojas amarillas.Octubre, ese vino cálido, esa suave

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molicie de la luz, cuando el sol sólo esagradable a las cuatro de la tarde,cuando todo cobra la suavidad oblongade las peras que han caído de laespaldera.

Entonces hace falta un jersey nuevo.Vestir los castaños, los sotobosques, loserizos de las castañas, el rojo rosado delas rúsulas. Reflejar la estación en lasuavidad de la lana. Pero un jerseynuevo: elegir el nuevo fuego que va aempezar a apagarse.

¿De tonos verdes? Un verde Irlanda,puré de guisantes, brumoso, whiskyrugoso, salvaje y solitario como loscampos de turba, la hierba rala. ¿Y

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rojizo? Hay tantos tonos rojizos,cabelleras ofelianas, deseo de merendarcomo antaño, pan con mantequilla-pande especias, bosques sobre todo, rojo dela tierra, rojo del cielo, inaprensiblesaromas de ferias y de bosques, de cepasy de agua. ¿Y por qué no color crudo?Un jersey de punto grueso, a rombos,como si alguien tuviera todavía eltiempo de tejer para nosotros.

Un jersey muy grande: el cuerpodesaparecerá, seremos la estación. Unjersey holgado de hombros, mientrasesperamos… Incluso para nosotrosmismos es bueno vivir el final de lascosas en todos sus tonos. Elegir la

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comodidad de las melancolías. Comprarel color de los días, un jersey nuevo deotoño.

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Enterarse de unanoticia en el coche

«France Inter, son las diecisietehoras, la hora de los informativos,presentados por…». Una breve sintoníay después: «La noticia acaba de llegar alos teletipos: Jacques Brel ha muerto. »

En este paraje, la autopistadesciende rápidamente hacia un vallesin especial encanto, en algún lugarentre la salida de Évreux y la de Mantes.Hemos pasado por aquí cien veces, sinotra preocupación que la de adelantar aun camión, o la de comenzar a

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inquietarnos por el cambio para elpeaje. De súbito, el paisaje quedarecortado, detenida su imagen. Ocurreen una fracción de segundo. Sabemosque la foto ha sido tomada. Esta cuestade tres carriles tan anónima y gris, queremonta hacia el valle del Sena,adquiere un carácter, una singularidadque no sospechábamos. Es posible queincluso el camión Antar rojo y blancodel carril de la derecha permanezca enla imagen. Es como si descubriésemosla realidad de un lugar que no teníamosdeseos de conocer, que únicamenteasociábamos con un cierto aburrimiento,con una leve fatiga, con una morosa

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abstracción del trayecto.De Jacques Brel teníamos montones

de imágenes, recuerdos de adolescencialigados a canciones, ese estallido físicode la ovación cuando cantabaAmsterdam en el Olympia en 1964. Perotodo eso va a desaparecer. El tiempopasará. Escucharemos, primero, muchascanciones de Brel, muchos homenajes.Luego unos pocos menos, y hasta casinada. Pero, en cada ocasión, resurgirá elvalle de la autopista en el instante de lanoticia. Es absurdo o mágico, pero nopodemos hacer nada. La vida rueda supropia película y el parabrisas delcoche puede convertirse en pantalla y el

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autorradio en una cámara. Fragmentosde película nos ruedan en la cabeza.Mas es el viaje el que hace que esto seaasí, esa falsa familiaridad de lospaisajes que se borran el uno al otro yque un día se cristaliza. La muerte deJacques Brel es una autopista de trescarriles, con un gran camión Antar en elcarril de la derecha.

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El jardín inmóvil

Caminamos por un jardín, en verano,en algún lugar de Aquitania. Es amediados de agosto, al inicio de latarde. Ni un soplo de viento. Incluso laluz semeja dormir sobre los tomates: tansólo un punto brillante en cada frutorojo. La última lluvia los ha manchadocon un poco de tierra. Resulta grata laidea de pasarlos por el agua fresca ysaborear su carne todavía tibia. En lahora que no acaba de pasar, degustarprecisamente la paciente declinación delos colores. Hay tomates de un verde

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pálido, un poco más oscuro en elcorazón del receptáculo, y otros de uncasi naranja donde duerme un toque deácido. Aquellos no parecen arquear larama. Sólo los tomates maduros tienenla sensualidad inclinada.

Hay un escabel arrimado al cirueloinjertado. Algunos frutos han caído en lapequeña avenida que corre en torno alhuerto. De lejos, las ciruelas parecen decolor malva; pero al aproximarnosdescubrimos toda una lucha entre el azuloscuro y el rosa, y algunos granos deazúcar pegados en la frágil piel: losfrutos caídos se han abierto y lloran unacarne albaricoque oscurecida por la

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tierra mojada. En el árbol, las ciruelas,no del todo maduras, tienen motasrojizas sobre un fondo verde ocre: elazul de sus hermanas mayores les tientay les aterra.

Querríamos mantenernos a lasombra. Pero el sol llueve entre lasramas con implacable dulzura. Es élquien tiñe de rubio todo el huerto: el delas lechugas perezosas, pero también elde las acelgas desplomadas en el suelo.Sólo las hojas de las zanahorias resistencon rutilante verdor, como si sudelgadez las preservase de un lánguidoabandono. Al fondo, contra el seto, se hahecho tarde para las frambuesas: lejos

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del terciopelo rubí-granate, encontramosaquí el pardo desecamiento, la escoriaapergaminada. Al otro lado, a lo largodel murete de piedra, corre el peral enespaldera, con esa simétricadistribución de los brazos, que viene afeminizar la oblonga calidad mate delfruto moteado de arena rojiza. Pero elfrescor más acidulado, el másrefrescante, asciende del pie de la viñamoscatel que se despliega justo al lado.Los racimos oscilan entre el oro pálidoy el verde acuoso, entre lo opaco y lotranslúcido; unos se atracan de luz,mientras los otros, más reservados,conservan una película de vaho-polvo.

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Pero ya algunos granos se tiñen demorado, desluciendo la seducciónadolescente de los racimos verdes quedevoran el sol de agosto.

Hace calor, pero el ciruelo, elalbaricoquero, el cerezo dan sombradonde duerme también la arrumbadamesa de ping-pong —algunas ciruelasrojas han caído en la desconchadapintura esmeralda. Hace calor, pero enlo más profundo de agosto duerme en eljardín la idea del agua. En torno a unlargo tallo de bambú se halla lamanguera de desvaídos colores. Lascurvada irregularidad de sus meandros,la vetustez de sus empalmes envueltos

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en cinta aislante y cordel tienen algo defamiliar, de tranquilizador; el agua quesalga de ahí no puede tener violenciacalcárea, frescor mecánico. De ahímanará por la noche un agua pacífica,prudente, justo la necesaria.

Pero ahora es la hora del sol, de lainmovilidad sobre todos los amarillos,los verdes, los rosas —es la hora derecoger la fruta y descansar.

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Mojarse las alpargatas

El camino apenas parece mojado.De entrada, no notamos nada. El pasosigue siendo ligero, cuerda contra tierra,con ese crujir del suelo bajo el pie queconstituye el principal placer de andaren alpargatas. En alpargatas, estamoscivilizados lo justo para tutear al globo,sin la reacia y desconfiada aprensión delpie desnudo, sin la excesiva seguridaddel pie demasiado bien calzado. Enalpargatas, es el verano, el mundo esblando y cálido, pegajoso a veces en elalquitrán derretido. Pero en el camino

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de tierra arenosa, al poco de caer unchaparrón, es delicioso. Huele a…mazorcas de maíz, a tallos de saúco, alas hojas caídas de lo chopos —esasperezosas hojitas amarillas de veranoque prefieren dormir al pie del árbol.Eso, en lo que atañe a los oloresdorados. Por encima, un perfume másbien verde oscuro asciende de lasorillas del agua, con un toque de mentasobre el insulso limo. Por supuesto,encima mismo de los chopos, el cielo secierra en el horizonte tiñéndose de grismalva, con ese alejamiento de las nubessatisfechas que renuncian a llover. Elpaisaje, los olores, la elasticidad de la

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marcha: las sensaciones mezcladaspermanecen en equilibrio. Pero, poco apoco, se impone lo de abajo: el pie, elpaso, parecen centrar el sentido delpaseo. Cuando pensamos que se nos hanmojado las alpargatas, ya es demasiadotarde. La progresión es implacable. Lacosa empieza por la franja de la tela:una mancha indecisa, que va aextenderse y a revelar la aspereza deltejido. Parece que nos hemos puestosuelas de viento, un lino tan fino querecorta el borde del pie. Atravesamosdos charcos, y ese velo aéreo cobra larugosa consistencia de un saco depatatas. La sensación de humedad no

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tendría importancia; pero a ella se lemezcla de inmediato una insoportableimpresión de pesadez. La hipócrita suelarinde sus armas tras una fingidaresistencia: es de ella de dondeproviene todo el mal, y su cuerdaanudada no tarda en regodearse en unempapamiento compacto, una acuosaperversidad, nada respira. Elrevestimiento de goma da pena: ¿a quéviene proteger con un matiz decomodidad moderna del irresistibledesastre? Una alpargata es unaalpargata. Empapada, pesa cada vezmás, y el olor del limo se impone sobreel de los chopos. El cielo ya no

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amenaza, pero nos hemos mojadotontamente, el verano se envisca, laarena se pega. Y además ya se sabe: lasalpargatas no se secan así como así. Enel alféizar de una ventana o en unarmario para zapatos, se alabean, elnudo de cuerda se deshace en una borradeshilachada, la tela no recobra suligereza, la mancha se fija. Desde losprimeros síntomas del mal, eldiagnóstico es desolador: no caberemisión, ni esperanza. Mojarse lasalpargatas es conocer el amargo placerde un naufragio completo

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Las bolas de cristal

Siempre es invierno en el agua delas bolas de cristal. Cogemos una entrelas manos. La nieve flota lentamente, enun torbellino nacido del suelo, alprincipio opaco, evanescente; después,los copos se espacian y el cielo azulturquesa recobra su melancólica fijeza.Los últimos pájaros de papelpermanecen en suspenso durante algunossegundos antes de volver a caer. Unapereza algodonosa los invita a regresaral suelo. Posamos la bola. Algo hacambiado. En la aparente inmovilidad

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del decorado, oímos ahora como unallamada. Todas las bolas son parecidas.Ya se trate de un fondo marinoatravesado de algas y peces, de la torreEiffel, de Manhattan, de un loro, de unpaisaje de montaña o de un recuerdo deSaint-Michel, la nieve danza y, después,muy despacio, deja de danzar, sedispersa, se extingue. Antes del baile deinvierno no había nada. Después…sobre el Empire State Buildingpermanece un copo, recuerdoimpalpable que no borra el agua de losdías. Aquí el suelo permanece cubiertopor los ligeros pétalos de la memoria.

Las bolas de cristal recuerdan.

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Sueñan silenciosamente con la tormenta,con la ventisca que puede que vuelva oque no vuelva. A menudo, permaneceránen el estante; olvidaremos toda la dichaque podemos hacer nevar en el hueco denuestras manos. Ese extraño poder dedespertar el largo sueño del vidrio.

Dentro, el aire es agua. Al principiono le damos importancia. Pero si nosfijamos bien, vemos una burbujitaarrinconada arriba del todo. La miradacambia. Ya no vemos la torre Eiffel enun cielo azul de abril, ni la fragata quesurca una mar tendida. Todo se vuelvede una claridad pesada; tras el cristal,flotan corrientes en lo alto de las torres.

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Reinos de altas soledades, meandrosgraves, imperceptibles movimientos enel silencio fluido. El fondo está pintadode azul lechoso hasta el techo, el cielo,la superficie. Azul de dulzura ficticiaque no existe y cuya beatitud termina porinquietar, al igual que presentimos lastrampas del destino en un comienzo detarde abrumada de siesta y de ausencia.Tomamos el mundo entre las manos, labola no tarda en ponerse casi caliente.Una avalancha de copos borra de unsolo golpe esta angustia latente de lascorrientes. Nieva en el fondo denosotros mismos, en un inviernoinaccesible donde lo ligero se impone a

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lo pesado. La nieve es suave en el fondodel agua.

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El periódico en eldesayuno

Es un lujo paradójico. Comulgar conel mundo en la paz más perfecta,envueltos en el aroma del café. En elperiódico hay más que nada horrores,guerras, accidentes. Oír las mismasnoticias por la radio sería yaprecipitarse en el agobio de las frasesmartilleadas a puñetazos. Con elperiódico, es todo lo contrario. Lodesplegamos, mal que bien, sobre lamesa de la cocina, entre el tostador depan y la mantequera. Tomamos nota

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vagamente de la violencia del siglo,pero esta huele a mermelada de grosella,a chocolate a pan tostado. El periódico,en sí mismo, es ya tranquilizador. Nodescubrimos en él el día ni la realidad:leemos Liberatión, Le Figaro, Ouest-France o La Dépêche du Midi. Bajo lapermanencia de la cabecera, lascatástrofes del presente se vuelvenrelativas. Sólo están ahí parasalpimentar la serenidad del rito. Laamplitud de las páginas, el estorbo deltazón de café permiten tan sólo unalectura sosegada. Pasamos las páginascon precaución, con una lentitudreveladora: se trata menos de absorber

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el contenido que de aprovechar elcontinente lo mejor posible.

En las películas, los periódicos sesimbolizan a menudo con el frenesí delas rotativas, los chillidos de losvendedores callejeros. Pero elperiódico que encontramos al amaneceren nuestro buzón no comparte la mismaefervescencia. Nos cuenta las noticiasde ayer: ese falso presente parece surgirde una noche de sueño. Y, además, losartículos sensatos cobran mayorimportancia que lo sensacional. Leemosla sección del tiempo, y es de unaabstracción muy suave: en lugar deatisbar en el exterior los signos

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evidentes del día, los disolvemos, desdeel interior, en la amargura azucarada delcafé. La página deportiva, sobre todo, esinmutable y tranquilizadora: las derrotassiempre van acompañadas poresperanzas de revancha, lasposibilidades se renuevan antes de quelas tristezas se hayan consumado… Enel periódico del desayuno no sucedenada, y por eso nos volcamos en él.Prolongamos en él el sabor del cafécaliente, del pan tostado. Leemos que elmundo se asemeja a sí mismo, y que eldía no tiene prisa por comenzar.

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Una novela de AgathaChristie

¿Hay en realidad tantos ambientes enlas novelas de Agatha Christie? Puedeser que nos los inventemos —sencillamente porque pensamos: es unanovela de Agatha Christie. Por ejemplo,¿dónde está la lluvia cayendo sobre elcésped al otro lado de las bow-windows, el chintz con rameados colorverde pato de las cortinas dobles, esossillones de curvas tan mullidas que sedespliegan hasta el suelo? ¿Dónde esasescenas de caza color rojo fucsia que se

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redondean en el servicio de té, esasrigideces azuladas de los ceniceros dewedgwood?

Basta que Hércules Poirot ponga afuncionar sus células grises y se estirelas puntas del bigote: vemos el colornaranja claro del té, percibimos elperfume malva y anodino de la ancianaMrs. Atkins.

Hay asesinatos, y sin embargo todoestá sumamente tranquilo. Los paraguasse escurren en el vestíbulo, una criadade tez lechosa se aleja por el parquédorado frotado con cera de abejas.Nadie toca ya el viejo piano vertical, yno obstante se tiene la impresión de que

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una agridulce romanza despliega susfáciles emociones sobre losportarretratos, sobre las porcelanasjaponesas. Estamos seguros de que loimportante, más que la violencia delcrimen, es la intriga, el descubrimientodel culpable. ¿Pero para qué rivalizarcon las células de Poirot, con lamaestría de Agatha? Siempre ossorprenderá en la última página, está ensu derecho.

De modo que, en ese espaciofamiliar, entre el crimen y el culpable,nos construimos un universo mullido.Esos cottages ingleses son iguales a unaposada española: les incorporamos

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rumores metálicos de la EstaciónVictoria, tedios de balneario a golpe desombrilla a lo largo de la estacada deBrighton —y hasta los lúgubrescorredores de David Copperfield.

Unos juegos de croquet se mojaninfinitamente. Hace buena tarde. Junto ala ventana entreabierta, los jugadores debridge languidecen con los últimosaromas de las rosas de otoño. Luegovendrán las cacerías de zorros sobre unfondo de zarzas rojizas y bayas desaúco.

De todo esto, claro está, la novelistano nos dice una palabra. Guiados poruna mano férrea, hacemos lo que ante

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todas las autoridades abusivas: detapadillo y casi fraudulentamente,saboreamos todo lo que no hay que verni respirar, todo lo que no deberíamosprobar. Nosotros nos lo guisamos, y loencontramos delicioso.

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El bibliobús

Está bien el bibliobús. Viene una vezal mes y se instala en la Plaza delCorreo. Sabemos de antemano todas lasfechas del año: están escritas en unatarjetita marrón que nos introducen enuno de los libros prestados. Sabemosque, el 17 de diciembre, de las 16 a las18 horas, el gran camión blancomarcado con el rótulo «DiputaciónProvincial» será fiel a la cita. Estedominio del tiempo es tranquilizador.Nada malo nos puede ocurrir, puesto quesabemos ya que dentro de un mes el

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salón de lectura ambulante volverá aplantar una manchita de luz en la plaza.Sí, es mejor aún en invierno, cuando lascalles del pueblo están desiertas. Elbibliobús se convierte entonces en elúnico centro de animación. Bueno,tampoco es que haya una multitud, comoen el mercado. Pero en cualquier caso,las siluetas familiares convergen haciala incómoda escalerilla que permiteacceder al camión. Sabemos que dentrode seis meses encontraremos allí aMichèle y a Jacques («Qué, ¿paracuándo esa jubilación?»), a Armelle yOcéane («¡Qué bien que le va el nombrea tu hija! ¡Tiene los ojos de un azul!») y

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a otros que no conocemos tanto pero alos que saludamos con una sonrisacómplice: sólo compartir ese rito es yatodo un compadrazgo.

La puerta del camión es extraña. Hayque deslizarse entre dos tabiquestransparentes de plástico duro, queprotegen el interior de las corrientes deaire. Una vez entreabierta y cruzada esaesclusa, nos hallamos de inmediato en lamoqueta, en el silencio mullido, eldeambuleo aplicado. La chica y laempleada de más edad a quienesdevolvemos los libros que hemos traído,demuestran con su saludo que nosconocen, pero su amabilidad no llega a

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ser jovial. Debe reinar una discretareserva. Incluso si algunos días laexigüidad del lugar nos obliga adesplegar tesoros de ingeniodeambulatorio para no resbalar hacia lapromiscuidad, cada cual permanecelibre en medio de su silencio, de suelección. Los estantes son de lo másvariado. Tenemos derecho a doce librosen total, y lo mejor es decidirse por loheterogéneo. ¿Por qué no ese librito depoemas de Jean-Michel Maulpoix? «Eldía se demora bajo un cúmulo de hojas yde flores de tilo.» Esta frase basta paraque nos apetezca. El enorme álbum deChristopher Finch, La acuarela en el

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siglo XIX, pesará un poco, pero contienebeldades pelirrojas prerrafaelistas,amaneceres de Turner y, además, ¡quéprivilegio, apropiarse así, con totalimpunidad, de esos voluminosos treskilos de lujo mate! Una revista de fotoscon niños de Boubat, una casete de lascantatas de Bach, un álbum sobre elTour de Francia: podemos meter en elcesto todas esas heteróclitas maravillas,y, ya colmado, decirnos que vamos aelegir otras tantas, al albur de losestantes. Los niños no paran deacuclillarse ante los tebeos, las novelasilustradas, de maravillarse a veces:«¡Ha dicho la señora que puedo coger

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uno más!».Calmada la sed, la elección es más

lenta. Un olor a lana tibia, a gabardinamojada asciende en el reducido espacio.Pero es del suelo, sobre todo, de dondesube una sensación especial: unaespecie de ínfimo cabeceo, de balanceo.Habíamos olvidado el equilibrio de losneumáticos, el fundamento móvil de esetemplo familiar. Ese mareo al calor delos libros, es la provincia en plenoinvierno. Próxima llegada del bibliobús:el jueves, 15 de enero, de 10 a 12, en laPlaza de la Iglesia; de las 16 a las 18, enla Plaza del Correo.

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Frufrús bajo lossoportales

En el escaparate, un despliegue dechambras floridas, de sostenes de mediacopa, de bragas escotadas de tonosfrescos, guisantes de olor, malvas yazules; algunas fotos de lánguidasmaniquíes coronan unos conjuntosnegros más sulfurosos. ¿Desmienterealmente la franca sonrisa de esasmodelos que os miran a la cara, sinaparente segunda intención, lasalusiones demoníacas de esas sedosasprendas interiores? Con toda seguridad,

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se trata, por el contrario, del colmo dela perversidad. Hemos entrado allí conuna excusa de las más humildes, de lasmás honestas.

—¿Podrías pasarte por la tienda deMadame Rossières y comprarme unoscorchetes automáticos?

¡Madame Rossières! Sí, lapropietaria de este excitanteestablecimiento de ambigüedadesoficiales ostenta un apellido de marchitagazmoñería. En cuanto a las panopliasluciferinas, cuesta creer que estaspuedan ser vendidas por una MadameRossières cualquiera, en algún lugar a lasombra de los soportales.

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Afuera, hace bochorno, un calortormentoso, cuyo sofoco nos ha seguidohasta la Casa de la Prensa e inclusohasta la lujosa farmacia vecina. Pero enla tienda de Madame Rossières, se estábien, todo es de un tono crema —elcolor de todos esos minúsculos cajonesque se apilan hasta el techo. La tienda esun largo pasillo; al fondo, se yergue elmostrador. En el hueco que hay detrás,están sentadas dos viejecitas; una,vestida de rasete estampado, con unsombrero de paja encintado sobre lasrodillas; la otra, de mandil azul, muy alo colegiala de antaño. La del rasete estáde paso y de conversación, Madame

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Rossières es la colegiala. Ésta selevanta y se aproxima con una solicitudaduladora —aunque en seguida nosdamos cuenta de que no está molesta porhaber tenido que interrumpir así laacaparadora cháchara de su compañera.Muy momentáneamente. A pesar denuestra presencia, la del rasete dejarácaer, sin eco pero sin desistimiento,frases regulares:

—¡A mí, hija mía, se me han ido lasganas de hacer tapices!

—Tendrás que volverme a dar hilode bordar.

—¿La feria de aves de corral es elmartes que viene, no?

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—¡Qué calor, pero qué calor!Al fondo de la tienda, el frufrú cede

el sitio al punto de cruz: ciervaacorralada, gitana indolente, cantanteempalagoso, paisaje bretón. Pero es entorno al mostrador donde se expone eltesoro del lugar. Hay ante todo,alineados por orden creciente detamaño, en cartoncitos blancos, botonesde todas las formas. Esmaltes utilitarios,camafeos prácticos, esas joyas delrefinamiento ordinario no tienen sentidomás que por yuxtaposición con sussemejantes. Sería un sacrilegio comprarlos de color verde claro y privarlos dela contigüidad con los de verde ciruela,

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los verde esmeralda y los rosa coral. Lamisma irisación complementaria presidela alineación de los carretes de hilo enel expositor mural que despliega unapaleta de ínfimos degradados. En loshilos de bordar, el arte del matiz es mássecreto. Madame Rossières los saca delcajón donde ondulan por afinidad detono, y blande un puñado de serpientesoscuras, anudadas en los dos extremospor un aro de papel negro.

Un pensamiento absurdo cruza pornuestra mente. Madame Rossières, lacolegiala de paciencia remendona, lasanta patrona de los bordados paradulces miradas de ojos gachos; Madame

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Rossières, la protectora de la ropa decalidad que se aprovecha hasta el finalcambiando los botones; ¿recurre tambiénpara su propia elegancia a la lencería delos guisantes de olor? Más bien lehubiéramos adjudicado las rígidas fajascolor carne, amontonadas en un puestono lejos de su tienda, los días demercado; la ventajosa comodidad de lasbragas de felpa que se apilan junto a losvestidos rústicos. Y no obstante… SiMadame Rossières ha mantenido durantetoda la vida la tradición de la lenceríafina, es sin duda porque, a su manera, haadoptado algunas tendencias, algunascoqueterías, algunas audacias. Claro que

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a su edad… Pero puede que se halle ahíel secreto de esa atmósfera tan preciosay tan fresca que flota a la sombra de lossoportales. La chambra florida quepudiera llevar Madame Rossières noestaría destinada a satisfacer labrutalidad de un macho, ni laautosatisfacción de una joven ante suespejo. No, sería una chambra perfecta,una ascética chambra elegida por loabsoluto de su color, de su textura. Heaquí por qué el templo color crema tieneese frescor bautismal. Por qué, a pesarde la modestia de su mandil azul,Madame Rossières permanece nimbadacon un aura singular: es la virgen del

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frufrú.

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Sumergirse en loscaleidoscopios

Nos sumergimos en esa cámarajaponesa de espejos; descubrimos lostabiques secretos; saboreamos la luzaprisionada en el asfixiante cilindro decartón. Teatro de sombras del misterio,bastidores desnudos del juego de la luz,paredes de hielo oscuro. Es aquí dondese prepara el milagro, en la equívocacrueldad de las imágenes multiplicadas.En los dos extremos del cilindro no haygran cosa: a un lado el pequeño ocularingenuamente evidente del mirón; al

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otro, entre dos círculos opacos, loscristales de colores, vidrios pintadoscon tonos vivos, atenuados por laneblina de la distancia y la idea delpolvo. Abajo el espectáculo es de lomás pedestre, arriba la mirada es fría.Pero algo se está gestando entre los dos;en lo oculto, lo oscuro, lo cerrado, enese tubo tan liso recubierto por unadelgada capa de papel glaseado, tananónimo, a menudo de tan mal gusto, conarabescos entrelazados.

Miramos. En el interior, las joyascolor azul pato, malva antiguo, naranjaoscuro, se fraccionan en una acuosafluidez. Palacio de los hielos de Oriente,

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harén de las banquisas, cristal de nievedel sultán. Viaje único, que cada vezvuelve a empezar. Viaje de turquesa alborde de las pedrerías del norte, viajede granada por la alta mar perfumada delos cálidos golfos. Nos inventamospaíses, países sin nombre que ningúnmapa sabría situar. Giramos cuantoapenas el cilindro; ya estamos en otrolugar, más lejos. Tras de nosotros, elpaís caliente y frío se disloca ya, con undoloroso ruidito de rotura.

Qué importa lo que abandonamos.Unos cristales de vidrio pintadocomienzan de nuevo e inventan el nuevopaís. Esperamos una imagen, y casi es la

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que aparece, pero nunca del todo. Es esapequeña diferencia la que da todo suvalor a este viaje, y también su vértigo,casi, a veces, su desesperación: nuncaposeeremos el país de los cristalesmovedizos. Ese mosaico de cielo noregresará jamás: verde angélico y rojode terciopelo de teatro, tiene lasolemnidad geométrica de los jardinesdel Louvre y la opresiva intimidad deuna casa china. Techo, pared o suelo, essin duda una imagen de la tierra, peroque flota en la pesadez de un espaciohecho pedazos. Hay que seguir allí,abismarse durante largo tiempo —sidejamos el cilindro, el más mínimo

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gesto basta para trastocar el continente;un soplo se convierte en un ciclón, elpalacio sale volando.

En una habitación negra, el misterioreflexiona. Todo se pierde y todo seconfunde, todo es ligero, todo es frágil.No poseemos nada. Tan sólo, sinmovernos, unos segundos de belleza, unapaciencia redonda, sin deseo. Pasa unpoco de sensata felicidad; la sostenemosentre el pulgar y el dedo corazón de lasdos manos. No hay que tocar apenas.

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Llamar desde unacabina telefónica

Al principio sólo es una sucesión decontrariedades materiales siempre unpoco molestas: la pesada e hipócritapuerta en la que nunca sabemos si hayque empujar-tirar o tirar-empujar; latarjeta magnética que hay que localizarentre los billetes del metro y el carné deconducir —¿tendrá aún suficientespasos? Después, con la mirada clavadaen la pantallita, obedecer las consignas:descuelgue…, espere… En el espaciocerrado, demasiado estrecho y ya

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empañado, estamos encogidos,crispados, incómodos. Al marcar elnúmero en las teclas metálicas,desencadenamos agridulces y fríassonoridades. Nos sentimos cautivos delparalelepípedo rectangular; más queaislados, prisioneros. Al mismo tiempo,sabemos que se trata de un ritualiniciático: son necesarios esos gestos deobediencia al rígido mecanismo paraacceder al calor más íntimo, al másdesamparado: la voz humana. Además,los sonidos progresan insensiblementehacia ese milagro: al eco glacial deltecleo sucede una especie de canciónumbilical modulada que nos conduce al

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punto de llegada —por fin, los tonosmás graves, entre palpitaciones, y suinterrupción como una liberación.

Justo en ese momento levantamos lacabeza. Las primeras palabras llegancon una banalidad exquisita, con fingidodespego: «Sí, soy yo, sí, ha ido todobien, estoy al lado mismo del café, yasabes, en la plaza Saint-Sulpice».

Lo importante no es lo que decimos,sino lo que oímos. Es increíble lo que lavoz sola puede decirnos de una personaquerida —de su tristeza, de sucansancio, de su fragilidad, su vitalidad,su alegría. Sin los gestos, desaparece elpudor y aparece la transparencia. Por

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encima del listín telefónico,estúpidamente gris, despierta una nuevaimagen. Vemos, de repente, antenosotros, la acera, el quiosco de laprensa, los chiquillos que patinan. Estasúbita apropiación de lo que sucede másallá del vidrio, es dulcísima y mágica:es como si el paisaje naciese con lalejana voz. Una sonrisa nos asoma a loslabios. La cabina se vuelve ligera, y yasólo es de cristal. La voz, tan lejana, tanpróxima, nos dice que París ya no es unexilio, que las palomas alzan el vuelodesde los bancos, que el acero ha sidoderrotado.

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La «bici» y la bicicleta

La «bici» es lo contrario de labicicleta. Una silueta malva fluorescentelanzada cuesta abajo a setenta por hora:es la bicicleta. Dos colegialas quecruzan juntas un puente de Brujas: es la«bici». La distancia puede reducirse.Michel Audiard con bombachos ycalcetines largos se detiene a tomarse unblanco seco en la barra de un bar: es labicicleta. Un adolescente con vaquerosdesciende de su montura, con un libro enla mano, y se toma una menta con aguaen la terraza; es la «bici». Se es de uno u

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otro bando. Existe una frontera. Por másque las pesadas bicicletas de paseoexhiban un manillar curvo, no por esodejan de ser «bicis». Por más que las demedia carrera luzcan bruñidosguardabarros, no por eso dejan de serbicicletas. Es mejor no fingir y aceptarla propia raza. O bien lleva uno en elfondo de sí mismo la perfección negrade una «bici» holandesa, con un pañueloflotando en el hombro, o sueña con unabicicleta de carreras tan ligera que lacadena se deslice como el vuelo de unaabeja. En «bici», somos peatones enpotencia, pateadores de callejas,amantes de leer el periódico sentados en

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un banco. En bicicleta, no nosdetenemos: embutidos hasta las rodillasen un conjunto neoespacial,caminaríamos como los patos, y nocaminamos.

¿Es cuestión de velocidad? Puedeser. Hay, sin embargo, pedaleadores de«bici» muy eficientes, y tipos enbicicleta que nunca tienen prisa.¿Entonces, pesadez contra ligereza? Haymás cosas. Ansia de volar por una parte,marcada familiaridad con el suelo por laotra. Y además… Oposición en todo.Los colores. En bicicleta, el naranjametalizado, el verde manzana granny; ypara la «bici», el marrón apagado, el

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blanco roto, el rojo mate. También losmateriales y las formas. ¿Para quién laholgura, la lana, la pana, las faldasescocesas? Para la otra, lo ceñido contoda clase de tejidos sintéticos.Nacemos «bici» o bicicleta, es casi unacuestión política. Pero los que van enbicicleta deberán renunciar a esa partede ellos mismos si quieren amar, puessólo se enamoran los que van en «bici».

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La petanca de losneófitos

— Bueno, ¿qué haces? ¿Tiras oapuntas?

Esta mala imitación del acentomarsellés forma parte de las costumbres.Nos sentimos un poco patosos con lasbolas en la mano. Por más que hagamosesa parodia para infundirnos ánimo, pormás que nos prometamos ese pastís o ala misma Fanny, que imitemos al Raimufuribundo o al Fernandel guasón, nosconsta que hemos de conformarnos conun puesto secundario, pues nos falta

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estilo. No, nada del relajadoacuclillarse del primer apuntador,cuando con las rodillas separadasmedita el mejor camino al tiempo quesacude la bola en el hueco de la mano.Nada de ese silencio que precede a lasobras maestras del tirador —y en laexasperación de su espera hay como unriesgo provocador, meticulosamenteconsumado. Además, no jugamos a lapetanca, sino a las «bolas»: para lograruna entrada sorpresa, un cuadroportentoso, ¡cuántos blandosacercamientos a un metro del boliche,cuántos tiros kamikazes, que se llevanpor delante una bola a la que no

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apuntábamos! No importa. Nos quedaese ruido de fiesta, ese ruido estival delas bolas entrechocadas. Reencontramosfrases, reencontramos gestos.

—¿Tú lo ves?Entonces, nos aproximamos y

señalamos con la punta del pie al«pequeño», oculto entre dos guijarrosblancos. Poco a poco, las frases se vanespaciando, ya nos atrevemos aconcentrarnos más. En vez de esperarnuestro turno al lado del círculo, vamosa colocarnos en medio de la acción,junto a las bolas que han sido jugadas.

—¿Ha entrado?Cogemos un trozo de cuerda. Todos

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se acercan. Medimos y es muy difícil nomover nada bajo la dubitativa mirada delos adversarios.

—Sí, aguanta aún. ¡Tampoco es queesté a dos kilómetros!

Regresamos a jugar la última apasitos falsamente indolentes. Nocometeremos la chulería dearrodillarnos, pero esa bola lajugaremos lenta, contenida, casiceremoniosa. Durante unos segundos,contemplamos cómo elige su camino.Durante el final de su carrera, nosacercamos con un pequeño gestonegativo en el que se revela cierta falsamodestia. No ha entrado, pero está en el

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juego y no hemos fallado.Al empezar la partida, recogíamos

algunas veces las bolas de los demás.Pero ahora estamos metidos en el juego.Sólo recogemos las nuestras.

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PHILIPPE DELERM. Nacido el 27 denoviembre de 1950 en Auvers-sur-Oise,es un escritor francés.

Hijo de profesores. Tras una felizinfancia, comenzó a trabajar comoprofesor de literatura en el CollègeMarie Curie de Bernay. A partir de

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1976, empieza a enviar sus obras adiversas casas editoriales; pero deberáesperar hasta 1983 para ver una de ellasfinalmente publicada. Se trata de lanovela La quinta estación (LaCinquième saison), publicada enespañol, en 2002.

En 1997 su libro de relatos Lapremière gorgée de bière et autresplaisirs minuscules (publicado enespañol como El primer trago decerveza y otros pequeños placeres de lavida) obtiene el premio Grangousier ypermite a Delerm empezar a serconocido por el gran público.

Es padre del cantautor Vincent

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Delerm.