El Pez Dragon - Pearl S. Buck

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EL PEZ DRAGÓN, es una breve pero intensa historia, de una niña oriental, que esta cansada de ser la única niña, entre sus hermanos.Por lo cual sueña con tener una hermanita con quién compartir. Hasta que un día, justo después de encontrar el pez dragón, conoce a una niña extranjera, con quién estrechará un gran lazo fraternal, que le llevará a vivir una gran aventura.

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Pearl S. Buck escribió algunoscuentos para niños, todos ellostienen en común el deseo deexplicar a la gente de América yEuropa la naturaleza y el modo deser de China según palabras de lapropia autora.

En El dragón mágico una niña chinaencuentra un dragoncillo de jade y,casi simultáneamente, a una niñablanca, cuya presencia atribuye alpoder mágico del dragón. Juntashuyen de sus casas, pues ambassufren en solitario la tiranía de loshermanos.

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Pearl S. Buck

El pez dragón

ePub r1.0Titivillus 03.10.15

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Título original: The dragon fishPearl S. Buck, 1944Traducción: José Mª Claramunda Bes

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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Una vez, y no hace de esto muchotiempo, vivía en tierra de China unaniñita, llamada Lan-may, única hija quetenía aquella familia china, pues losotros tres vástagos eran varones. Era lamás pequeña de la casa y tenía ochoaños. Sus hermanos se llamaban Sheng,Tsan y Yung; Yung tenía nueve años, diezTsan y trece Sheng.

Vivían todos juntos en una casa deladrillos, con tejado de tejas, yhallábase su morada en un hermoso yverde valle próximo al gran río Yangtsé.Su padre, el señor Wu, era labrador, yalgunos de los campos que cultivababajaban en línea recta hasta la orilla delrío; también era pescador, en cierto

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modo. Como no le quedaba tiempo parapescar, porque trabajaba en la tierra,tuvo la ingeniosa idea de colgar de unalto junco de bambú una red bastantegrande sujeta por sus cuatro extremos aunas cañitas también de bambú. Sialguno disponía de tiempo para ello,bajaba a la orilla del río y tiraba de lacuerda que servía para sacar la red.Cuando caían peces en la red, comoéstos coleaban en el fondo de ella, habíaque sacarlos de allí con otra redparecida a las que se usan para cazarmariposas, pero con un mango muylargo. Si no había peces, quienquieraque fuese soltaba la cuerda y la redvolvía a hundirse en las amarillentas

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aguas del río.Quedaba, claro está, la señora Wu;

pero era una mujer muy callada, que nohablaba a menos que le hablasen a ella,y andaba tan atareada en arreglar ylimpiar la casa, en guisar para tantasbocas, en remendar la ropa de tantoshijos y en hacer otras mil cosas, quedisfrutaba de muy pocos ratos librespara poder conversar con Lan-may.Sheng, Tsan y Yung platicaban muchocon su padre, cuando, al salir de laescuela, volvían a su casa, y le ayudabanen sus faenas agrícolas en los díasfestivos. Mas nadie parecía hablardemasiado con Lan-may. A veces, elseñor Wu la veía y le decía:

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—¡Ah! ¿Eres tú, Lan-may?¡Búscame la pipa y tráemela!

O le pedía Sheng:—Ya que estás sin hacer nada,

tráeme un bol de té.O le mandaba Tsan:—Da de comer al cerdo, Lan-may.

No te estés ociosa.O Young se expresaba así:—Barre la era, que para eso eres

una chica.Lan-may obedecía ejecutando todas

las cosas que le mandaban, perodeseaba que alguien hablara con ella yno había nadie que lo hiciera nunca.Poseía un gatito blanco y negro, al quequería mucho y al que hablaba

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continuamente cual si fuese una persona;sin embargo, el felino no respondía másque ronroneando, y esto a la larga,resultaba monótono.

—Desearía no ser la única niña quehay en la casa —dijo Lan-may un día asu madre, la cual guardaba silenciocomo siempre—. Si tuviéramos otraniña, tendría alguien con quien hablar,en lugar de estar callada a todas horas.

—El estar calladas es un bien paralas niñas pequeñas —repuso la señoraWu, que estaba pelando habas y nolevantó la vista mientras decía esto.

—¿Por qué? —preguntó lapequeñuela.

—Porque así aprenden a ser mujeres

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calladas cuando son mayores —contestóla madre.

—¿Para qué han de ser calladas lasmujeres? —quiso saber Lan-may.

—Para no molestar a los hombres —replicó la señora Wu, que pegó loslabios tan firmemente que Lan-maycomprendió que no pronunciaría unapalabra más.

—¿No podríamos tener otra niña?—preguntó Lan-may a su padre cuandoéste volvió del campo por la noche.

—¡Una niña! —exclamó el señor Wucon asombro—. ¿Para qué? ¿Quéíbamos a hacer con otra niña?

—Yo podría jugar con ella —dijoLan-may.

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—Ya tienes edad de aprender atrabajar —repuso el señor Wu—. Por lotanto, no nos hace falta otra chica encasa.

El padre empezó a lavarse las manosy la cara en la jofaina de hojalata queestaba sobre la mesita que había en lacocina, por lo que comprendió la niñaque el autor de sus días no volveríaabrir la boca para decir nada más.

—Me gustaría que fueras una chica—dijo Lan-may a su hermano Yung.

Yung era un chiquillo muy travieso ymalintencionado, que acababa de dar untirón tan fuerte a la trenza de suhermanita que a la pobre se le saltaronlas lágrimas.

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—¿Una chica yo? —chilló elhermano, quien de tanto reír casicomenzó a llorar.

—Sí, sí —insistió la pequeña—.¡Me gustaría! ¡Estoy tan harta de tratarcon chicos!

En aquel momento entró en la casaSheng. Se había puesto sus mejoresropas, porque iba a la ciudad a venderalgunos huevos. Como tenía prisa pormarchar, dijo:

—Lan-may, me he olvidado de mirarsi había peces en la red. Haz el favor deir corriendo al río en mi lugar.

Y Lan-may fue al río. Tenía queobedecer a Sheng por ser su hermanomayor. «Si tuviese una hermana —pensó

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haciendo pucheritos por el camino—iríamos juntas, nos sentaríamos a la veradel río, y hablaríamos y tiraríamospiedrecitas al agua, y luego volveríamosa hablar y yo nunca estaría sola».

Por si fuera poco lo que le pasaba,encontró en el camino a Tsan, que volvíade trabajar en el campo y llevaba suazada al hombro.

—¡Lan-may —gritó el muchacho—,ven conmigo a casa, que me ayudarás ahacer una lanza!

—¡No quiero hacer lanzas! ¡Ya estoycansada de hacer lanzas y cosas dechicos!

Echó a andar a buen paso, sola. Eiba pensando: «¡Qué agradable sería

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poder jugar con otra niña a las muñecas,o hacer comiditas!». Tenía quedistraerse sola, o jugar con sushermanos a guerras y batallas o aladrones, y ya estaba muy aburrida deesto, especialmente porque ninguno delos niños quería ser el enemigo y teníaque serlo siempre ella; porque todosellos querían ser los ladrones, y a ella letocaba siempre hacer el papel devíctima; además, cuando jugaban alescondite, nunca la dejaban ocultarse ysiempre la obligaban a buscar a losdemás.

Llegó Lan-may a la orilla del río. Lagran red estaba profundamentesumergida en las amarillentas aguas del

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Yangtsé. La niña no tenía mucha prisa ensacar la red. Sentóse, pues, sobre elespeso y blando césped que crecíabrillantemente verde a lo largo de laribera. Miró en torno suyo, y todo estabacomo siempre. El río era en aquellaparte muy ancho, y Lan-may podíacontemplar desde allí la verdosa franjade tierra que había al otro lado del agua.Se preguntó si lo que había enfrentesería como lo que existía donde ellaestaba, si las gentes que habitaban allíserían como las que vivían acá. Ellahabía oído decir que las gentes del otrolado de la ancha corriente de agua erandiferentes, que aquellos hombres ymujeres eran llamados extranjeros.

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Lan-may no había visto a ninguno deaquellos seres, pero había escuchado apersonas que los habían visto y lodecían, y era aquello como oír contar uncuento de hadas. Según habían referidoaquellas personas, los extranjeros queestaban al otro lado del agua tenían elcutis rosado y no amarillo; el color desus ojos era azul, o verde, o pardo, y nonegro; su cabello, en lugar de ser negro,era rojo, y unas veces del color de unacrin de león y en algunas personas de unoscuro color amarillento semejante al dela piel de ciertos perros. Igualmentehabía oído decir Lan-may que hablabanun lenguaje tan extraño que uno no podíaentenderlos; estaba lleno de «k-k-k», de

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«f-f-f» y de «s-s-s»; eso había contadoun buhonero que, en una ocasión, habíaido en barca a Shanghai a comprar telasfabricadas en el extranjero.

El cielo era muy azul sobre el aguaamarillenta, y la niña se preguntabacómo sería el cielo extranjero. ¿Seríatambién azul, o verde, o de púrpura, ode otro color así, quizá?

«No tengo a nadie que me expliquenada —pensaba tristemente la chiquilla—. Mi madre es una mujer silenciosa,mi padre está siempre trabajando y mishermanos son chicos».

Al pensar en su padre, se acordó deque la habían mandado allí para sacar lared. Se puso en pie, asió con ambas

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manos la áspera cuerda y se puso a tirarde ella. Le pareció que la red pesabamucho, y tuvo un momento de excitación.¿Y si en la red hubiera un pez muygrande, o dos o tres? ¿Debería probar acoger el pez ella misma? ¿Deberíacorrer a su casa para avisar a su padre?Y si hacía esto último, ¿qué pasaría si elpez saltaba otra vez al agua mientrasella no estaba allí?

A medida que tiraba de la soga,pesaba más y más la red. Lan-mayestaba completamente segura de quesucedía una cosa rara. Lentamente, fuesaliendo del agua la red; primero sevieron sus cuatro extremos sujetos a lascañitas de bambú, luego sus costados, y

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por último, su fondo, tan hundido queparecía un saco.

—¡Tiene que ser un pez enorme! —dijo en voz alta.

Y siguió tirando de la cuerda contodas sus fuerzas, hasta que al fin la redquedó casi fuera del agua; tras otroesfuerzo la sacó por completo y pudover lo que había en el fondo.

No habían caído peces grandes, nimucho menos; sólo uno y pequeño, queparecía muerto, pues estaba enteramenteinmóvil.

«¿Por qué pesa tanto ese pez?»,pensó. Se quedó muy decepcionada,naturalmente, tanto que estuvo a punto dedejar que la red se hundiera nuevamente

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en el río, como hacía su padre cuandosólo había en ella pececillos.

«Tengo que saber por qué pesatanto», se dijo la niña. Ató, pues,fuertemente el cabo de la cuerda a unaespecie de poste semejante a un garfioque su padre había clavado muy hondoen la tierra para tal objeto. Cogió luegola otra red con mango, que estaba atadaal final de un largo junco de bambú, y,sosteniendo la red de pescar por lacuerda de uno de sus extremos, Lan-mayinclinó el cuerpo, puso la otra reddebajo del pez y probó a ver si podíalevantarlo.

Consiguió meter dentro de la otrared al pez, pero era tan grande el peso

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de éste que apenas podía levantarlo unpoco, pues a cada tentativa que hacíapara ello, se doblaba el delgado mangode bambú.

Cansada, sentóse en la ribera y sepuso a cavilar sobre lo que deberíahacer. Si iba en busca de su padre,podría acercarse alguien y llevarse elpez entretanto. Entonces su padre creeríaque ella había soñado tonterías. Seinclinó sobre el agua hasta donde se lopermitió su miedo a caer en el río y miróal pez; estaba quieto cual si estuviesemuerto; quizá ya no viviera. Acaso loque debiera hacer era dejar que la red sehundiera en el río otra vez y ver lo quepasaba.

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De pronto, se le ocurrió la idea deque no tenía necesidad de alzar el pez yque era mejor soltar la red de pescar ydejar que la otra flotase sobre el agua,para luego tirar del mango de esta últimahacia la orilla. Hizo estocuidadosamente, dejando que la red depescar se fuera hundiendo poquito apoco en el agua, hasta no muchaprofundidad; tiró hacia sí del mango dela red que flotaba hasta que la sacó delagua y quedó sobre la playa con elprisionero dentro. El pez seguía inmóvil.Vio entonces que no era un pez como losotros; tenía la forma de un pequeñodragón; en vez de aletas, tenía cuatrocortas piernas que terminaban en otros

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tantos piececitos, siendo su cola larga yensortijada.

«Es un pez dragón», pensó,poniéndose muy nerviosa. Había oídohablar del pez dragón, pero no habíavisto ninguno. Decía la gente que el pezdragón traía buena suerte, pero ¿dóndeestaba la buena suerte? Miró haciaarriba, al cielo, y estaba sereno y azul,cual muchos otros días; contempló elrío, y sus rápidas y amarillentas aguascorrían a lo largo de su cauce, comosiempre; paseó la vista sobre el césped:no se movía y lo calentaban los rayosdel sol. Pero ahora veía algunasflorecillas azules que antes no habíaadmirado. Cuando miró al río, vio

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varios patos salvajes que salieron atierra y se quedaron por allí; mientrasmiró al cielo, vio que lo cruzabavolando lentamente un enorme pájaroblanco parecido a una garza, y, porsupuesto, esa ave es otro signo de buenaugurio.

Estaba segura de que iba a aconteceralgo. Se puso en pie y a mirar todocuanto le rodeaba. En aquel precisomomento vio avanzar hacia ella una niñaque venía caminando a lo largo de laorilla del río. Se quedó atónita einmóvil, porque no era una niña comolas otras que ella conocía. En lo primeroque se fijó Lan-may fue en el vestido dela que llegaba. Lan-may llevaba una

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corta chaquetita de tela estampada, cuyodibujo eran claveles; y pantalones, y ensus pies calcetines blancos con negroszapatos de satén hechos por su madre. A Lan-may, cuando la peinaban, lerecogían el pelo en dos apretadastrenzas cuyas puntas ataban con un hilode color de rosa, y le cortaban uncerquillo del cabello que le caía sobrela frente. La otra niña llevaba un vestidocon faldas, cerradas por delante, conmangas cortas, y muy ancho, de tela azul.Iba con las piernas desnudas, aunquecalzaba calcetines blancos y un par dezapatos bajos de negro cuero. Llevaba elpelo suelto, como rodeándole la cara, ylo más raro de todo era el color de sus

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cabellos, ¡que era amarillo!Lan-may creyó que era una hada que

había salido de las aguas del río, ysintió un miedo muy grande. Quisocorrer, mas sus pies parecían clavadosen la tierra y no pudo andar. Abrió laboca para respirar más de pisa, pues sucorazón latía aceleradamente. Cuandoestuvo más cerca la otra niña, vio Lan-may que sus ojos eran tan azulescomo su vestido y que su piel no eraamarilla, sino rosada.

—No he sido yo quien ha cogido tupez dragón —balbució Lan-may—. Hacaído en la red. Yo no hice más quesacarlo del agua.

—¿Qué pez dragón? —preguntó la

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otra niña.Ahora estaba muy cerca, y Lan-may

se sentía aterrada. ¡Jamás había vistouna niña con ojos azules, pelo amarillo ycutis rosado!

La chinita señaló con el dedo elextraño y pesado pececillo, y dijo:

—Ahí está. Puedes llevártelo.Se inclinó la otra niña para ver al

pesado pececillo, y respondió:—Este pez dragón no es mío. Yo no

lo he visto nunca.—¿De quién es entonces? —

preguntó Lan-may—. Porque yo tampocolo había visto antes. Y, mira, no semueve; se está quietecito ahí.

El pez dragón no había hecho ningún

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movimiento.—Cógelo —dijo la niña del pelo

amarillo.—No puedo —repuso Lan-may—.

Pesa mucho.—Lo cogeré yo entonces —habló la

pequeñuela de ojos azules.Alargó la otra niña sus rosadas

manos y las deslizó por debajo del pez.—¡Sí que pesa! ¡Y qué frío está! —

exclamó.Ahora que la otra chiquilla había

cogido el pez dragón, Lan-may ya notenía miedo.

—Déjamelo un poco —dijo.La niña que llevaba zapatos de cuero

negro no se lo quería dejar.

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—Puede que sea mío. Tú has dichoque lo era.

—¡Pero tú me has dicho que no! —gritó Lan-may—. Y, después de todo,cayó en la red de mi padre.

Se peleaban aunque no se conocían,y, de pronto, se echaron las dos a reír.

—¿Cómo te llamas? —preguntó laniña del pelo suelto.

—Lan-may —contestó la hija delseñor Wu.

—Y yo me llamo Alicia —dijo laotra muñeca de carne y hueso.

—Alichia —dijo la chinita, que nopodía pronunciar tan extraño nombre.

—Aliccia —corrigió la niña delvestido azul.

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—Aliccia —repitió Lan-may—.¿Por qué te llaman Aliccia?

—Porque mi padre y mi madrequisieron ponerme este nombre. Mishermanos se llaman Tomasito y Jaimito.

—Yo tengo tres hermanos —dijoLan-may—. Se llaman Sheng, Tsan yYung, y estoy harta de ellos.

—¿Estás harta de ellos? Yo tambiénlo estoy de Jaimito y de Tomasito. Y megustaría tener una hermana.

—A mí también —respondió Lan-may—. Pero dice mi madre que tienemucho trabajo y que no quiere máschicas en casa.

—¿Eso dice? —preguntó Alicia—.Pues lo mismo dice la mía.

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Las dos niñas se miraron la una a laotra, e idéntico pensamiento salió de suslabios al mismo tiempo.

—Seamos hermanas. ¡Sí, sí! —gritaron a coro, y las dos volvieron areír.

—Te dejaré el pez porque eres mihermana —dijo Alicia.

Lan-may abrió sus manos y Alicia lepuso el pez en ellas.

—Pesa de veras —dijo la chinita—y está frío.

—No está vivo, me parece —dijoAlicia.

—Se nota que es suave como un pezde verdad —observó Lan-may—. Peropesa mucho. Sí, debe de estar muerto.

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—Lo rascaremos un poco.Después de haber dicho esto, Alicia

cogió un pedazo de piedra que tenía uncanto bastante afilado y con ella rascóun poco el pez. Bajo el pardusco limoque sobre él había puesto el río,apareció un color verde y brillante.

—Es un pez muy bonito —dijoAlicia—. Lo rasparemos hasta dejarlolimpio del todo.

Se pusieron las dos a raspar y afrotar con arena el pez dragón, y al cabode pocos minutos quedó reluciente yverde. No era un pez de verdad. Ahorapodían verlo claramente. Estaba hechode un material de color verde y era durocomo la piedra. Alguien lo había hecho

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y no se podía saber por qué lo habíatirado al río; la poderosa corriente lohabía llevado a la red.

Justamente en aquel momentoflotaron dos voces a través del aire. Unavino agua arriba, y llamó muy alto yclaro:

—¡Alicia! ¡Alicia!—Es mi madre —dijo Alicia—.

Tengo que marcharme.La segunda voz vino agua abajo, y

llamó muy alto y claro:—¡Lan-may! ¡Lan-may!—Me llama mi padre —dijo la

chinita—. Yo también tengo que irme.—¿Qué vamos a hacer con el pez?

—preguntó Alicia.

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—¿Qué vamos a hacer con él? —repitió Lan-may.

—Lo guardaremos y será nuestrosecreto —dijo la niña rubia.

—Eso es; será nuestro secreto y loguardaremos —dijo con viveza Lan-may—. No digamos nada a nadie; y menos anuestros hermanos.

—¡Oh, qué divertido va a ser! —gritó Alicia.

—Enterremos al pez dragón aquímismo, junto a esas flores azules. Asínos acordaremos de dónde está. Cuandovolvamos aquí, lo desenterraremos yjugaremos con él, tú y yo.

—Sí —gritó Alicia.Enterraron al pez cerca de donde

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estaban las flores azules, cavando latierra con sus dedos, que luego selavaron en la amarillenta agua del río.Después se pusieron en pie y se miraronla una a la otra.

—Adiós, hermana —dijo Alicia aLan-may.

—Hermana, adiós —respondió Lan-may a Alicia.

Se dieron las dos un fuerte abrazo.—Vuelve después de comer —dijo

la niña china.—Volveré —dijo la otra—. Si tú

llegas primero, me esperas.—Lo haré —replicó la hija del

señor Wu—. Y si tú llegas primero, meesperas aquí.

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—Así lo haré —prometió Alicia.Luego se saludaron con la mano y

echaron a correr cada una por sucamino. Al poco rato, se volvieron paradecirse adiós del mismo modo, y,corriendo, regresaron a sus casas. Lan-may estaba exaltada y era feliz, eiba pensando: «Tengo una hermana, unahermana de verdad. No tiene la culpa detener el pelo amarillo, los ojos azules yla piel rosada; pero así y todo es unaniña».

—¿Dónde has estado tanto tiempo?—preguntó un poco enfadado el padrede Lan-may cuando ella llegó a casa.

Ya estaban todos comiendo, y a supadre no le agradaba que se llegase

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tarde para comer.—Lávate la cara y las manos. Las

llevas sucias —le dijo su madre.La obediente chiquilla se apresuró a

hacer lo que su madre le había mandado.—¿Dónde estuviste? —preguntó el

señor Wu.—En el río —respondió su hija.Le costaba mucho trabajo callarse el

secreto.—¿No había peces en la red? —Fue

la siguiente pregunta del señor Wu.—Sólo uno muy pequeño.Lan-may tomó esos largos palillos

de madera que usan los chinos en vez decuchillo y tenedor, y comenzó a comermuy de prisa.

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—¿Lo arrojaste al agua otra vez? —preguntó el padre.

Lan-may no sabía en modo algunomentir, y, sin darse cuenta, dijo laverdad.

—Lo enterré.Se asombró el señor Wu y dejó sus

palillos.—¿Pretendes decirme, hija mía, que

enterraste un pececillo vivo que podríahaber crecido hasta hacerse grande?

—No estaba vivo —balbució Lan-may.

—Entonces es diferente —gruñó elseñor Wu—. Pero, aun así y todo,hubieras debido arrojarlo nuevamente alagua para que sirviese de comida a los

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otros peces.—Era un pez muy duro —dijo la

niña, balbuciendo como antes.El señor Wu, que había cogido otra

vez sus palillos, volvió a soltarlos.—¿Muy duro? —repitió—. ¿Qué

quieres decir?—Sólo eso, que era duro —dijo

Lan-may con una vocecita que apenas seoía.

—¿Quieres decir que no era un pezde verdad?

—Creo que era de piedra —contestóLan-may—. De todos modos, pesabamucho.

El oír esto excitó grandemente alseñor Wu.

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—Pero… ¿por qué no lo has traído acasa? Podría ser que fuese de oro ojade, o de otra piedra u otro metalprecioso. Cosas como ésas ya se hanhallado otras veces en el río. Cuandohayamos comido, me llevarás adonde lohas enterrado y veremos lo que es esepez.

—Sí, padre.Lan-may dijo este «Sí, padre» con la

vocecita de antes. Intentó comer y nopudo por menos sentirse muy inquieta.El pez dragón hubiera tenido que ser unsecreto. Ella había prometido a Aliciano revelarlo a nadie.

—El pez no es mío —dijo a supadre.

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El señor Wu se enfadó realmente alsentir esto. Dejó el pedazo de pollo quese estaba comiendo y dijo conseveridad:

—¿Qué quieres decir ahora?—Que sólo la mitad de él es mío. La

otra mitad pertenece a otra persona.—¿A quién? —vociferó el señor Wu

—. ¿No cayó en nuestra red?—¡No se enfade, padre, por favor!

Es una cosa que no le puedo explicar.Pero el señor Wu era un hombre muy

enérgico y resuelto, y exigió que se leaclarara aquello. Arqueó sus espesascejas y puso sus ojos como redondos aldecir a Lan-may:

—Insisto en querer saber quién es

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esa otra persona.Lan-may bajó la cabeza y se retorció

las manos. Todo el mundo la estabamirando con asombro. Su madre estabacallada, miraba sin hablar, pero los treschicos comenzaron a guiñarse y a reír. Lan-may comprendió que tenía que deciralgo.

—Pertenece a mi hermana tantocomo a mí —dijo muy de prisa.

Entonces fue cuando todos semostraron asombrados.

—¡Ja, ja! —rió Sheng—. Si tú tienesuna hermana, yo también tengo unahermana.

—Todos tenemos una hermana si tútienes una hermana —dijo Tsan.

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Y Yung gritó:—¡Yo no quiero tener otra hermana!—Esposa —dijo solemnemente el

señor Wu a su mujer—, ¿tenemos otrahija de la que no me hayas habladonunca?

La señora Wu movió la cabeza, perono dijo nada. Había estado callada todasu vida y continuaba estando callada.

Lan-may empezó a llorar y,enfurecida, dijo:

—¡Me habéis hecho decir misecreto! Y mi hermana no quiere tenermás hermanos. Tiene ya demasiados; eneso le pasa lo mismo que a mí. Yo noquiero a sus hermanos y ella no quiere alos míos. No somos más que hermanas, y

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eso es todo.Se indignó tanto Lan-may, que de un

brinco se levantó de su taburete, salió desu casa llorando y bajó corriendo al río.Cavó la tierra junto a las flores azules, yallí halló al verde pececillo dragóntodavía inerte; cuando lo vio, se sintióde nuevo enteramente feliz. Después detodo, no había revelado más que partedel secreto. No había dicho que suhermana se llamaba Alicia, que éstatenía los ojos azules y el cabelloamarillo. No, no; esto no saldría de suboca nunca, porque, de lo contrario,Sheng, Tsan y Yung se mofarían de lapobre Alicia, la cual no tenía la culpa deser tan extraña.

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¿Qué debía hacer ella ahora? Supadre bajaría al río tan pronto comoterminase de comer, y encontraría el pez.Los chicos vendrían también, para verlo,y entonces se lo llevarían.

«No tendré más remedio queescaparme», pensó Lan-may.

Se apresuró, pues, a coger el pez, y,sujetándolo fuertemente, echó a correr alo largo de la orilla del río, aguas arribaen la dirección que se había ido Alicia.

¿A quién iba a encontrar dentro deun momento, sino a Alicia, corriendo alo largo de la orilla; a Alicia, con susdesnudas piernas centelleando y suamarilla cabellera flotando al viento?

—¡Lan-may! —llamó Alicia.

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—¡Alicia! —gritó la chinita.—Lan-may —dijo la niña rubia,

jadeante por la corrida que había dado—, tengo que decirte que mis hermanosson muy malos. No pude evitarlo, Lan-may.

—¿Qué es lo que no has podidoevitar? —preguntó Lan-may.

—Lo he dicho —respondió Aliciarespirando penosamente—. Cuandollegué a casa, mi padre me preguntódónde había estado, y entonces Tomasitodijo que yo me había ido lejos. Mi padreinsistió en que ya me había advertidoque no quería que me alejase demasiadode la casa, y Jaimito contó que yo ibasiempre donde quería. Yo contesté que

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eso no era verdad, que esta vez habíaido a ver si había caído algún pez en lared grande que echaban al río. Vuestrared se ve desde nuestra nueva casa, Lan-may.

—¿Desde vuestra nueva casa? —repitió Lan-may con extrañeza.

—Hace muy poco que nos hemosmudado a ella y hemos dejado la queteníamos al otro lado del río. ¿No te lohabían dicho?

—Nadie habla conmigo —repuso laniña china—. Mi madre nunca despegalos labios, porque es una mujer callada;mi padre sólo habla a mis hermanos, y amí no por ser chica. Mis hermanoshablan unos con otros, pero a mí no me

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hacen caso.—Mi padre va a la escuela de la

ciudad a enseñar el idioma inglés —dijoAlicia—. Pero dijo mi madre que nopodía vivir en aquellas calles, y nostrasladamos a la casa de la orilla delrío. Desde la ventana de mi cuarto veola red. Luego mi padre me preguntó sihabía peces en la red, y yo tuve queresponder que sí: ¡Oh, Lan-may, lo dijesin darme cuenta!

—Lo mismo me pasó a mí —confesóLan-may—, y ahora mi padre va a venira buscar el pez dragón.

La chinita alargó el brazo derecho,en cuya mano tenía el pez, y dijo congrave solemnidad:

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—Hermana, tenemos que huir.Alicia prestó su asentimiento a esta

proposición con no menos solemnidad.Se cogieron de la mano ambas niñas

y echaron a correr tan de prisa comopodían. Lan-may apretaba fuertemente elpez con la otra mano.

—¿Adónde iremos? —preguntó larubita.

—Si vamos a las colinas, puede serque encontremos allí tigres —contestóLan-may, sin detenerse—. Será mejorque vayamos a la ciudad. Creo quepodré vender este pez en la ciudad, ycon el dinero que den por élalquilaremos una casita dondeviviremos juntas las dos.

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—Eso sería como un sueño —dijoAlicia.

Se dirigieron corriendo hacia laciudad, pero el camino era largo ytuvieron que andar al paso un rato, paradescansar.

—Déjame que lleve yo ahora el pezdragón —dijo Alicia a Lan-may, la cualse lo dio. Y añadió la niña de los ojosde cielo—: Se me enfría la mano dellevarlo.

—La mía está helada también —repuso la hija del señor Wu.

Era una hermosa tarde y rebosabanalegría las dos niñas. Lan-may deseabahablar de muchas cosas.

—¿Por qué tienes el pelo amarillo?

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—preguntó a Alicia—. ¿Es porque tumadre comía huevos antes de nacer tú?

—No creo que sea por eso —contestó Alicia riendo—. Mi madretambién tiene los cabellos del mismocolor.

—Puede ser que en vuestra casatodos comáis huevos —dijo Lan-may.

—En mi casa se comen muchoshuevos —dijo Alicia—. Yo tomo unocada día para cenar.

—¿De veras? —dijo la admiradaLan-may—. Pues yo ceno arroz y col, y¡mira lo negro que es mi pelo!

—Negrísimo, es verdad —asintióAlicia.

Pero Lan-may aún quería hablar

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más. Era tan agradable tener unahermana con quien conversar, teneralguien que caminase al ladopacíficamente, alguien que no exigierajugar siempre a los ladrones y a laguerra…

—Hablas de un modo muy raro —dijo la chinita a la otra niña—. ¿Por quées eso?

—Porque soy norteamericana —respondió Alicia.

Al oír esto, Lan-may se quedócompletamente estupefacta, y preguntó ala que ella llamaba su hermana:

—¿Cómo puede ser que te entienda?Lan-may estaba también un poco

asustada de ver que entendía lo que

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decía una niña norteamericana. Alicia sereía.

—¡Me entiendes porque hablo enchino, tonta!

—¿También hablas la lenguanorteamericana? —preguntó Lan-may.

—Sí, también.Alicia pronunció rápidamente varias

palabras llenas de «ss-ss-ss» y de «kk-kk-kk».

—Lo que has dicho ahora no lo hepodido entender —dijo la chinita.

A lo que replicó la otra niña:—Es porque no has aprendido la

lengua de mi país.—¿Podemos ser hermanas de verdad

siendo tú norteamericana? —preguntó

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Lan-may dudando.—¿Por qué no? —dijo Alicia—.

¿No somos iguales las dos? Enséñame tumano, Lan-may.

Las niñas se mostraron las manos, yAlicia dijo:

—Lo mismo; sólo que tus manos sonamarillas y las mías rosadas. Perotenemos cinco dedos en cada una.¿Tienes tú cinco dedos en cada pie?

—Pues, sí —contestó Lan-may.—Y las dos tenemos los dientes

blancos. A mí no me importa que tu pelosea negro, Lan-may, si a ti te es igualque el mío sea amarillo.

—Te diré lo que debemos hacer —dijo la chinita—. Supondremos que tu

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cabello es negro.Alicia, poco convencida, replicó:—No me gustaría tener negro el

cabello toda la vida. No creo que mimadre estuviera conforme con ello.

—Pues, entonces, haremos otra cosa—dijo Lan-may—. Un día creeremosque tu pelo es negro y, al siguiente, queel mío es del color del tuyo.

—Está bien —dijo Alicia—. No meimporta que el mío sea negro hoy.

—Gracias, hermana —dijo Lan-maycon chinesca cortesía.

Siguieron caminando toda aquellahermosa tarde hasta que divisaron lapuerta por donde se entraba a la granciudad. Muchas personas las miraban y

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algunas se reían. «¡Mirad esosdiablejos, extranjera la una y la otrachina, que van juntas!», exclamó unhombre que vendía cacahuetes a un ladode la parte exterior de la puerta.

—No nos importa que lo digan,¿verdad, hermana? —preguntó Alicia.

—No nos importa nada —respondióLan-may.

Por fin pasaron la puerta para entraren la ciudad. Lan-may había estado enella muchas veces. La llevaba allí supadre los días de fiesta y de mercado.Por eso no estaba asustada en maneraalguna.

—Después de pasar la puerta,veremos una casa de empeños —

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explicaba la chinita a Alicia—. Estepaís es tan pobre que la gente no tienenecesidad de andar mucho para empeñarsus chaquetas de invierno.

—¿Empeñan sus chaquetas deinvierno? —preguntó la chiquilla delpelo rubio.

—En la primavera —le respondióLan-may— empeñan sus chaquetas deinvierno y compran simientes para loscampos, y en otoño, cuando han cogidola cosecha, desempeñan sus prendas deabrigo. Aquí está la casa de empeños.Dame el pez dragón, hermana.

—Tómalo, hermanita —dijo Alicia,dándoselo.

Entraron en una tiendecita oscura,

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cogidas de la mano todavía. Tras elmostrador estaba un viejecillo de rostropequeño, arrugado y severo.

—Veo que va a llover.Se dice esto en son de broma,

porque, cuando va a llover, afirman lasgentes que salen del infierno losdemonios. El viejo se expresó así porhaber visto a Alicia, pero a Lan-may nole agradó que lo dijera, y se encaró conél, para replicarle:

—Es mi hermana y no un demonio.—Perdona —dijo el prestamista,

sonriendo con una sonrisa tan arrugadacomo su rostro—. Si hubiese sabido queera tu hermana, no me hubiera atrevido agastar una broma de tan mal gusto.

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—No me ofende que me llamediablo extranjero, porque usted es unignorante y de los ignorantes no sepuede esperar otra cosa —dijo Alicia.

El viejecillo la miró abriendo muchola boca y se rió sonoramente.

—¡Qué bien hablas el chino! —exclamó con admiración—. Deboconfesar que me he equivocado del todorespecto a ti.

Bien pronto se hicieron muy amigoslos tres. Se aprovechó de ello Lan-maypara poner el pez dragón sobre elmostrador. Allí quedó tan inmóvil comosiempre.

—¿Qué es esto? —preguntó elprestamista.

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Se puso el hombre un par deanteojos muy grandes y tomó con ambasmanos el pez dragón, por la cabeza y porla cola.

—Es un pez extraordinario —exclamó—. Nunca había visto otroigual.

—Lo hemos pescado hoy en el ríomi hermana y yo —dijo Lan-may—.Quisiéramos empeñarlo por unacantidad de dinero suficiente paraalquilar una casita, donde viviríamosnosotras dos juntas.

—¡Solas! —exclamó asombrado elprestamista—. ¿Sin compañía depersonas mayores? Sois muy niñas paravivir solas.

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—Estamos hartas de nuestroshermanos y nos hemos escapado denuestras casas —explicó la niña china.

—Lo comprendo muy bien —dijo elprestamista—. Cuando yo era pequeño,tenía cuatro hermanas y llegué ahartarme de ellas. Aún lo estoy, tantoque nunca voy a verlas. ¿Y si alquilaseismi casa? De este modo podríaiscuidaros de mi tienda mientras yo estoyen la casa de té tomando la sanainfusión, fumando en mi pipa ycharlando con mis amigos.

Lan-may y Alicia cambiaron unamirada.

—¿Te gustaría tener una tienda? —preguntó la primera a la segunda.

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—Sería muy divertido —contestó lalinda rubita.

Durante todo este rato continuaronlas dos niñas cogidas de la mano.

—Probemos a hacerlo —dijo Lan-may.

—Probemos —dijo Alicia.—Muy bien —habló el anciano—.

Llegáis en momento oportuno paraempezar vuestro trabajo. Yo voy a tomarel té y vosotras, entretanto, atenderéis alos clientes que entren durante miausencia. A propósito, ¿tenéis hambre?

—Un poco —respondió la tímidaLan-may con su cortesía habitual.

—Yo, mucha —dijo Alicia condescortés descaro.

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—Dejadme guardar este pez dragónen la vitrina —dijo el viejecito— ydespués os traeré pastelillos.

Encerró el pez en la vitrina, peroantes lo colocó dentro de una conchamarina, y en aquel perlino interiorparecía mucho más bonito.

—Ahora —prosiguió el dueño de lacasa de empeños— lo dejaremos ahíhasta que vosotras hayáis vivido aquítodo el tiempo que permita el dinero queos tendría que dar por él para pagar elalquiler, y después, ya veremos. ¡Quizápodáis coger otro!

Soltó el anciano una risita burlona,fue a buscar los pastelillos y los trajo.Luego, tomando su pipa de bambú con

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boquilla de cobre, hizo una reverencia ysalió de la tienda. Iba muy exaltado.Jamás había visto un pez dragón. Sólohabía tenido noticias de esta clase depeces por referencias, porque le habíacontado un primo suyo que habíaconocido a un hombre que afirmabahaber visto uno.

«Tengo que pensar cómo quedarmecon este pez dragón —iba meditandopor el camino—. Conservándolo en mipoder, siempre haré lucrativos negociosen mi tienda. ¡Ah, si me dieran este pezen recompensa por haber hallado a dosniñas que se han escapado de sus casas!¡Por supuesto, sus padres y sus madresquerrán darme tal recompensa!».

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Mientras él iba abismado en talespensamientos, Lan-may y Alicia eran tanfelices como se podía ser en aquellatienda del viejo.

—¿Verdad que es divertido? —dijoAlicia—. ¡Ya no nos molestarán másnuestros hermanos!

—¡No nos harán sufrir más! —añadió la chinita—. ¿Te obligaban tushermanos a jugar a los ladronessiempre?

—No querían jugar a otra cosa —contestó Alicia—. Y yo era siempre larobada.

—Lo mismo que yo —dijo Lan-may—. ¿Tus hermanos estaban haciendosiempre lanzas y cosas así?

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—Sí; hacían lanzas, cañones, sables—dijo Alicia—. Y siempre querían queyo fuese el enemigo.

—A mí me pasaba igual —dijo lachinita.

—Y siempre me estaban repitiendoque era una chica nada más.

—Lo que me decían a mí —dijoLan-may—. Además me llamaban gatita.

—Y los míos a mí gata maula.—Me insultaban diciendo que tenía

miedo hasta de mi propia sombra.—De mí decían que era una miedosa

—agregó Alicia.—Pero la verdad es que somos muy

valientes —afirmó Lan-may.—Lo somos, puedes decirlo muy

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alto —manifestó Alicia.Lan-may dijo muy alegre:—No pensemos más en ellos.Con tan buenos auspicios,

empezaron a ser tenderas. ¡Vaya si sedivertían! Primero entró una mujer aempeñar una faja muy usada; dieron poraquel pingajo a la mujer lo que ellapidió, y, desde luego, mucho más de loque valía cuando nuevo, y sacaron, parapagarle, dinero del cajón. La mujerpareció muy sorprendida y salióprecipitadamente del establecimientocomo temerosa de que le exigieran ladevolución del dinero. Luego entró unhombre con un libro viejo, y también ledieron lo que pidió. Al cabo de un rato,

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se presentó otra mujer que traía unvestidito y un par de zapatitos de niñomuy pequeño; la infeliz se echó a lloraramargamente diciendo que su hijitohabía muerto, y que ella no queríavender aquellas cosas, pero quenecesitaba el dinero que le dieran porempeñarlas para comprar alimentos aotros dos hijos que tenía. Tenía la mujertal aspecto de miseria, que le dieron unmontón de monedas chinas.

Después, durante un buen rato, noentró nadie más en la tienda. Loaprovecharon las niñas para ver la casa.Era pequeña, pero muy bonita. Despuésde la sala delantera había dos reducidosdormitorios y una cocina no muy grande.

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Dentro de un aparador hallaron un bolcon carne de cerdo y castañas y tambiénuna fuente con arroz frío. Ofrecíaaquella comida tan agradable aspecto,que ya no pudieron cerrar la puerta delaparador. Y la tímida Lan-may seatrevió a consultar a su compañera:

—Si nos comiéramos todo esto, ¿teparece que haríamos una cosa mala?

—Yo creo que no —respondió larubita, astutamente—. Podríamos decirleal viejecillo que teníamos muchoapetito.

Lan-may puso hierbas en el hornilloy les prendió fuego con las cerillas quehalló en la cocina. Encima del hornillopuso el caldero, a un lado de éste el

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arroz, al otro el cerdo y las castañas, yen poquísimos minutos la comida estabacaliente. Se repartieron tan suculentosmanjares echándolos en boles, y losdevoraron muy de prisa, porque temíanque volviese el viejo y las sorprendiesecomiendo.

—¿Crees que tendrá él algo máspara cenar? —preguntó la niñanorteamericana.

—Si no tiene —contestó la hija deWu—, puede cruzar la calle y comprarseun budín en la tienda del hornero. Mipadre y yo compramos muy a menudobudines cuando venimos a la ciudad.

—Pero eso le costará dinero —dijoAlicia.

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—Le diremos que lo descuente delque nos ha de pagar por el pez dragón—repuso Lan-may.

Hallada la solución a tan graveproblema, las dos niñas se sintierondichosas otra vez. Volvieron, pues, a latienda y contemplaron el pececito.

—¡Qué suerte tuve hallándolo! —dijo Lan-may.

—Primero que nada nos juntó anosotras —dijo Alicia—. En segundolugar, nos ha traído a esta tiendecita tanbonita. ¿Qué sucedería si el viejecito novolviese más? Quizá se haya escapadotambién.

—No me preocupa el que vuelva ono vuelva —repuso la niña china—.

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Continuaremos viviendo en esta lindatiendecita.

No entraba nadie en la tienda y sepusieron a curiosear los objetos que enella se guardaban. Había de todo:relojes viejos, tanto de bolsillo como depulsera y de pared; cuchillos y palillospara comer, usados; piezas sueltas devajilla, edredones, libros, botellas paratodos los usos, vasos para flores, urnas,incensarios, cuadros; balanzas antiguas,de latón, para pesar cosas; sortijas,arracadas, pipas de todas formas ytamaños, zapatos usados, almohadas,chaquetas y gorras adornadas conbordados; del techo colgaban marmitas,vasijas de cobre y teteras. Pero no había

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nada tan bello como el verde pez dragónque reposaba en la perlina concha demar.

Moría el día cuando terminaron demirarlo todo. El viejo no habíaregresado todavía. A última horaentraron en la tienda dos chicos quepretendían empeñar un portaviandas dehojalata.

—No nos interesa ese cacharro tanviejo —dijo Alicia.

—No nos interesa, no —confirmóLan-may.

Los muchachos tuvieron que volverpor donde habían venido. Se habíapuesto el sol y las calles las alumbrabala melancólica luz crepuscular. El

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anciano no estaba de vuelta aún.—Quizá no vuelva más —dijo Lan-

may.No se lo hubiera dicho a Alicia por

nada del mundo, pero Lan-maycomenzaba a tener un poco de miedo.No había estado nunca en la ciudad porla noche, y sabía que la puerta grande dela muralla sería cerrada pronto, y nadiepodría entrar ni salir por ella. Con unacerilla encendió una vela, que proyectósobre las paredes vacilantes sombras.

Tampoco Alicia hubiera dicho jamása Lan-may que estaba algo atemorizada.Después de todo, ella era la única niñaque tenía el cabello rubio y los ojosazules en toda la ciudad, y, además,

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principiaba a sentirse sola.—Daría cualquier cosa por que

volviese el viejo —dijo Lan-may alfinal.

—¿Por qué? —preguntó Alicia.—¡Oh, por nada! —respondió la

chinita.—A mí también me gustaría que

estuviese aquí ya —dijo la niñanorteamericana.

—Quisiera saber lo que estánhaciendo mis hermanos sin mí —dijo alcabo de un ratito Lan-may.

—Yo no puedo imaginarme lo quehacen los míos sin tenerme a su lado —habló Alicia poco después.

—No podrán jugar a los ladrones

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porque no tienen a nadie que se dejerobar, no estando yo allí —dijo lachiquilla de las trencitas negras.

—Mis hermanitos no podrán jugar alos soldados porque no estoy yo parahacer de enemigo —dijo Alicia.

—Había veces que no me importabaser la robada —dijo Lan-may pasadosunos instantes—. Lo que no me gustabaera serlo siempre.

—A mí no me disgustaba ser elenemigo de vez en cuando —explicó laotra niña—. Lo que me cansaba era quesiempre estuvieran apuntándome con susescopetas y diciendo «pum, pum», ytener que hacerme la muerta.

Se sentaron en un banco, una al lado

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de la otra, y volvieron a cogerse lamano. Pero ninguna de ellas dijo a laotra que comenzaba a sentirse sola. Enla tiendecita reinaba un silencioimponente. Podían ver, mirando a lasventanas de las casas, que las callesestaban ya muy oscuras, y que las gentesiban encendiendo lámparas y velas ensus hogares. Lan-may y Alicia podíanver a través de las puertas, que estabanabiertas de par en par, cómoconversaban y reían las familias y cómojugaban los niños; pero ellas no podíanhacer otra cosa que estar sentadas en elbanco, cogidas de la mano, y pensar quecada vez estaban un poco más solas.

En cuanto al anciano, había ido a la

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casa de té, y todavía permanecía allí.También él esperaba, esperaba queentrase alguien en aquel establecimientoy preguntase en voz alta: «¿Hay aquíalguien que haya visto a dos niñitas quese han escapado de sus casas? La una esextranjera y la otra china. Se hanescapado esta tarde llevándose un pezdragón verde. El que las haya visto quese presente en la Delegación de Policíay recibirá una recompensa».

Se hacía tarde, pero él estabacompletamente seguro que, si aguardabalo bastante, oiría a alguna persona haceresas preguntas. Entonces él se levantaríay diría: «Yo sé dónde están esas dospequeñuelas». Luego los otros

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preguntarían: «¿Qué quiere que le demoscomo recompensa?». «Con el pezdragón me conformo», contestaría él.Por el pez le darían una gran cantidad dedinero. Con ese dinero se compraría unachaqueta de satén negro, una túnica decolor de ciruela y una pipa con boquillay el hornillo de plata; también seregalaría el paladar con un buen plato dela mejor sopa hecha con aleta detiburón.

—Esperaré —dijo para sus adentros—, esperaré.

* * *Nadie es capaz de imaginarse lo que

estaba ocurriendo, entretanto, en lascasas de Lan-may y Alicia. La misma

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triste escena en las dos. Ambas madreslloraban; la señora Wu en silencio,porque era una mujer callada; la señoraJones —éste era el nombre de la quehabía traído al mundo a Alicia— no tansilenciosamente, sino ruidosamente,porque era una mujer que rara vezdejaba ociosa la lengua y sabía hablar yllorar al propio tiempo; hablaba con sumarido y con sus hijos, Tomasito yJaimito.

—Hemos de buscar a Alicia hastaencontrarla —decía entre sollozos—.No podré comer ni dormir mientras nosepamos dónde está. Tengo que decirosa todos que, cuando vuelva a casa, lahabréis de tratar mejor. Vosotros,

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Tomasito y Jaimito, sois muy malos convuestra pobre hermanita. Siempre leestáis haciendo mil y una perrerías. Lainfeliz se me quejó el otro día de quesiempre le obligáis a ser el enemigo, yrecuerdo que me dijo que le gustaríatener una hermana, pues ya estabacansada de ser la única chica de la casay de tener unos hermanos que,continuamente, continuamente…

—¡Esposa querida! —dijo el señorJones—. Cálmate. Ya verás cómo laencontramos.

—Jones —repuso la madre de larubita, llorando más que nunca—, tú nocomprendes ni has comprendido nunca alas mujeres. Si no encontramos a nuestra

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preciosa Alicia…—La encontraremos —repitió con

voz más recia el señor Jones—. Lapolicía ya la está buscando por todaspartes.

—¿Por qué no sales a buscarla tútambién? Y vosotros, Tomasito yJaimito, igualmente.

—Iremos ahora mismo —dijo elpadre de Alicia—. Yo sólo me quedabapara consolarte.

—¡Id, id todos! —gritó la señoraJones, a quien las lágrimas le corríanmejillas abajo cual si fueran dosarroyuelos—. Cuando la tengamos encasa otra vez, al que no se porte con ellacomo es debido… ¿Dónde estarás,

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Alicia de mi corazón, hermosuraqueridísima de tu madre?

Mas el padre y los dos chicos sehabían marchado ya, y, cuando la señoraJones se percató de ello, cesó de llorar,se enjugó las mejillas, entró en elcuartito de Alicia, bajó las ropas dellecho de la niña, sacó un pijama limpioy luego salió de allí para entrar en lacocina, donde se puso a tostar pan y acalentar la leche y sacó del armario unhuevo para dárselo a Alicia para cenar.

«¡Pobrecita Alicia! —pensó—.Tendrá una hermana; tan pronto vuelva acasa, iré a comprarle una hermanita, sinque me importe el precio que esto mecueste».

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Y como no tenía otra cosa que haceren aquel momento, del cajón de arribade la cómoda sacó dos pañueloslimpios, se sentó en la mecedora yvolvió a su llanto otra vez.

La madre de Lan-may, entretanto,estuvo llorando sin parar, y sin deciresta boca es mía, hasta que el señor Wuperdió la paciencia y dijo:

—¡Acabarás de llorar! Noto como sitoda la casa estuviera húmeda a causade tus lágrimas. Encontraremos a Lan-may. ¿Es que hay alguien que quieraquedarse con la chica? A nadie se leocurriría robar una niña. Estarácorreteando por ahí. La Policía la busca.Sólo es cuestión de tiempo. ¡Hazme el

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favor de no llorar más!La señora Wu, sentada en un taburete

de bambú, continuó llorando como si nohubiera oído las palabras pronunciadaspor su esposo. El señor Wu se volvióhacia sus hijos y los increpó, diciendo:

—¿Qué hacéis ahí vosotros tres,mastuerzos, que no consoláis a vuestramadre?

En esto, la madre de Lan-may alzó lacabeza y dijo:

—No pueden; la culpa de que sehaya marchado mi hija la tienen ellos.

—¿Qué le habéis hecho? —preguntóel padre a los hijos.

—Lan-may padecía mucho a causade ellos —dijo la señora Wu—. ¡La

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trataban tal mal los tres!Nunca había dicho la buena mujer

tantas palabras juntas, y el señor Wuestaba atónito. Con su voz débilpreguntó a los chicos:

—¿Por qué tratabais mal a Lan-may?—Sí, sí —insistió la madre—, la

martirizaban por ser niña.Y volvió a sus lloros. Derramó

tantas y tantas lágrimas que mojó lapechera de su chaqueta. El señor Wu nosabía qué hacer para sosegarla.

—¡No puedo aguantar esto más! —dijo el padre a Sheng, Tsan y Yung—.¡Venid conmigo, chicos! Saldremos abuscar a Lan-may y la traeremos a casa,y, cuando la hallemos, le daré unas

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buenas zurras para que se acuerde deldisgusto que ha causado a su madre.

En aquel momento, la madre de lachinita levantó la cabeza y paró dellorar el tiempo necesario para articularestas pocas palabras:

—¡Idos! ¡Estoy harta de todosvosotros!

Y recomenzó el llanto.Mientras en sus respectivas casas

reinaba la más grande inquietud, Lan-may y Alicia seguían sentadas en elbanco de la tiendecita de empeños, lamano de la una en la de la otra,pensando en sus hermanos, en susmadres, en sus padres, y sintiéndose másy más solas. El señor Jones, con

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Tomasito y Jaimito, por una parte, y porotra Wu, con Sheng, Tsan y Yung iban ala ciudad para ver lo que había hecho laPolicía y averiguar ellos mismos lo quepudieran. No se conocían los unos a losotros, claro está, e ignoraban que susdos hijas fuesen hermanas.

Llegaron separadamente a la puertade la ciudad, en el momento en que elguardián se disponía a cerrarla aquellanoche, y el señor Jones fue el primero enllegar porque tenía las piernas máslargas que el señor Wu. El padre deAlicia levantó la mano para avisar alguardián que no cerrase, diciendo:

—Espere, no cierre todavía lapuerta. Supongo que no habrá visto a una

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niña que se ha escapado de su casa, quees así de alta, tiene el pelo rubio y losojos azules.

—No la he visto —respondió elguardián—. Yo duermo durante buenaparte de la tarde y no me entero de quiénentra ni sale a esas horas.

—¿Qué podríamos hacer? —interrogó el señor Jones irresoluto—.Soy forastero en la ciudad, soy el nuevomaestro de inglés de la escuela. Noconozco a nadie aquí y mi esposa va aponerse mala de tanto llorar.

El guardián se rascó su hirsutacabeza y se mostró complaciente.

—El consejo que le doy es que vayaa la casa de té y pregunte allí en voz alta

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si alguien ha visto a su hija.—Muchas gracias —dijo el señor

Jones.El señor Jones entró en la ciudad

seguido de Tomasito y Jaimito, quecaminaban en silencio.

Dos minutos después estaba allí elseñor Wu, que advirtió al guardiánhaciendo el mismo ademán que el otropadre. El guardián ya estaba pensandoen si no debía cerrar la puerta.

—Aguarde. ¿No ha visto usted, porcasualidad, a una niña perdida que esasí de alta?

—¿De pelo rubio y ojos azules? —preguntó el guardián.

—No —dijo Wu con indignación—.

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¿Quién cree usted que soy yo? ¿Unendiablado extranjero?

—El que me ha preguntado antes sihabía visto una niña extraviada era unendiablado extranjero. También me dijoque era así de alta, y le acompañabansus hijos.

—Parece ser que hoy se han perdidomuchas niñas —dijo el padre de lachinita.

—Voy a darle un consejo —repusoel guardián—. Entre en la casa de té,cuente allí lo que pasa y pregunte sialguien ha visto a su hijita.

—Le estoy profundamentereconocido —dijo el cortés señor Wu—. Esto ya se me debería haber

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ocurrido a mí.Sheng, Tsan y Yung, éstos

silenciosos, y el padre de ellos,cruzaron la puerta y penetraron en laciudad.

Mientras tanto, el ancianoprestamista había bebido tanto té que sesentía como un barril lleno de estainfusión. Cansado de esperar, sedisponía a marcharse cuando hizo suaparición en el establecimiento el señorJones con sus dos muchachos.

—¡Ah, ya están aquí! —exclamó elviejo.

Antes de que el padre de Aliciapudiese despegar los labios, entraron entropel el señor Wu y sus retoños, y el

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progenitor de Lan-may preguntó a loscircunstantes:

—¿Alguno de ustedes ha visto unaniña que se ha escapado de su casa, asíde alta, con el pelo y los ojos negros?

—¿Y a otra niña de cabellos de oroy ojos de cielo? —vociferó el padre deAlicia inmediatamente después del otro.

El establecimiento estaba lleno dehombres que pasaban el tiempo jugandoal ajedrez o a las damas, o estabansentados fumando pacíficamente.

—¿Llevaban un pez dragón verde?—preguntó a su vez el prestamista.

Todo el mundo estaba sorprendido ymiraba. Sólo un par de ancianos, comosi nada sucediese, no interrumpieron su

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partida de ajedrez.—Juegue usted —decía uno de los

ancianos.El otro anciano colocó una pieza de

marfil y dijo:—Ahora usted.El señor Jones parecía asombrado.—¿Un pez verde? —repitió.El padre de la rubia no hablaba el

chino demasiado bien, porque eranorteamericano, y no sabía si le habíandicho pez u otra cosa.

—¿Ha dicho usted un pez, o qué hadicho usted?

—Un pez —dijo con firmeza elseñor Wu—. La mía lleva un pez verde,me acuerdo; pero era un pez dragón.

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El profesor de inglés miró atónito alotro padre, y le preguntó:

—¿Sabe usted alguna cosa?—No; nada en absoluto —respondió

el interpelado—. A menos que…Entretanto, el anciano prestamista se

abría paso entre la concurrencia. Todoel mundo estaba excitado. «¿Dos niñasperdidas con un pez?», se preguntaban.Sólo los dos vejetes que se disputabanuna partida de ajedrez no alzaron losojos para mirar.

—Le toca a usted jugar —murmuróuno de ellos.

Y el otro movió una piececita demarfil, y repuso:

—A usted ahora.

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El dueño de la tienda de empeñoscaminaba ahora velozmente calle abajo.A un lado de él iba el señor Jones, y alotro el padre de Lan-may. Detrás deellos seguían los hermanos de ambasniñas.

—Muchas cosas raras he visto en mitienda —iba diciendo el prestamista—,pero ninguna tan rara como la presenciade vuestras hijas con el pez dragónverde. Me dijeron que se habíanescapado de casa por estar hartas de sushermanos.

—¿Hartas de sus hermanos? —exclamó el señor Jones.

—¿Cansadas de sus hermanos? —preguntó el buen chino Wu.

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—Se escaparon juntas con el pezdragón verde que encontraron en el río—decía el viejecito—. Comprendíperfectamente su actitud, porque, en miniñez, yo también estuve harto a más nopoder de mis cuatro hermanas, y aún loestoy. Por eso he retenido a las dosniñas en mi tienda y guardado el pez enla vitrina, dentro de una concha de mar.A las niñas les he dicho que aguardenallí. Sé que las niñas no se irán sin elpez, y por eso no les dejé la llave de lavitrina. Estoy seguro de que vamos aencontrarlas en mi casa muy quietecitas.

Muy quietecitas estaban las niñas, enefecto. Alicia y Lan-may anhelaban yavolver a sus casas, y hasta estaban

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resignadas a hacer de enemigo y derobada. Pero ¿cómo salir? Mientrasestaban esperando en la tienda, elguardián había cerrado la puerta de laciudad. Estaban llorando cuando estapuerta volvió a abrirse y vieron pasarpor ella al anciano prestamista, a suspadres y a sus hermanos.

En todo este tiempo los chicos nohabían despegado los labios.

—¿Por qué has hecho eso, Lan-may?—preguntó Wu a su hijita con severidad.

—Alicia, ¿por qué has hechosemejante cosa? —Fue la pregunta delpadre de ésta, hecha tambiénseveramente.

Pero los dos padres no pudieron

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continuar siendo severos, porque sustiernos retoños se echaron en sus brazossollozando.

—¡Llévennos a casa! —Pedían acoro las dos pequeñas.

—Es un fastidio —dijo el señor Wu,quien tenía abrazada a Lan-may—, perotendremos que pagar al guardián paraque abra la puerta.

—No se preocupe por eso —replicóel señor Jones, que rodeaba con susbrazos el cuerpecito de la gentil rubita—. ¿Qué vale el dinero que eso cuestecomparado con la dicha de llevarnos acasa a nuestras hijitas?

Ya se marchaban cuando el dueño dela casa de empeños dijo con temblorosa

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voz:—¿Quieren hacer el favor de

decirme qué se hace con el pez?Se detuvieron los que ya salían al

oír esto.—¿Dónde está ese pez maravilloso?

—preguntó el señor Wu.—Ahí —respondió el prestamista en

voz baja.El anciano abrió la puerta de la

vitrina muy lentamente, temeroso de quequisieran llevarse el pez con ellos. Allíestaba el verde pez dragón, inerte en laconcha.

—Para usted —dijo Wuamablemente—. Para usted comorecompensa.

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El prestamista estaba encantado.Toda su apergaminada cara se convirtióen una sonrisa.

—Mil gracias. ¡A esto llamo yo unbuen día de hacer negocios!

Se despidió de ellos en la puerta conmuchas y grandes reverencias. Puso lastablas con que cerraba suestablecimiento y se dirigió a la cocina.Quedóse un poco sorprendido al ver quesu cena de aquella noche habíadesaparecido, pero no se incomodó porello. «No importa —pensó—. Ya estoyharto de té». Se quitó los zapatos y lachaqueta, se metió en el lecho y sequedó dormido al poco rato.

Alicia y Lan-may contaron a sus

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padres todo lo que habían hecho, y, alllegar a sus casas, estaban muy cansadasy tenían muchas ganas de dormir. Lamadre de Alicia cesó de llorar en elacto. Bañó a su hijita y la hizo tomar elhuevo escalfado, la leche y las tostaditasde pan con mantequilla.

Mientras se comía el huevo, Aliciarecordó algo.

—Mamá —dijo—, ¿tengo el cabellorubio porque como tantos huevos?

—Ciertamente que no, hija mía.Nunca había oído eso. ¿Quién te hadicho tal cosa?

—Lan-may —contestó la niña.Wu hizo entrega de Lan-may a su

callada mujer, quien también cerró el

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grifo de las lágrimas en seguida, lavó yaseó a Lan-may de pies a cabeza y laobsequió con una suculenta cenacompuesta con arroz caliente y sopa decoles.

—Madre, ¿es porque no comobastantes huevos por lo que tengo elpelo tan negro?

—No, hijita. ¿Quién te ha dicho eso?—Alicia —respondió la monísima

chinita.Fuera de la casa, la señora Jones

estaba diciendo a Tomasito y Jaimitocon severa voz.

—No quiero que molestéis más avuestra hermana. ¿Habéis oído? No laobligaréis más a ser el enemigo todas

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las veces que juguéis a hacer guerras, ycuando juguéis al escondite, la dejaréisque se oculte.

—No lo haremos más —prometieronlos chicos—. ¡No volveremos a hacerlonunca! —dijeron.

Lo mismo, y con igual ceremonia,ocurría en el exterior del hogar de losWu. Decía la madre a Sheng, Tsan yYung:

—Se acabó eso de que vuestrahermana sea siempre la robada y elenemigo, ¿estamos?

—¡Nunca más lo haremos! ¡Te loprometemos, madre!

—Mamá —dijo Alicia soñolienta,ya en su camita, mientras su madre la

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arropaba—, ¿me permitirás jugar con Lan-may mañana?

—Sí, corazoncito mío —le dijo laseñora Jones.

—Y ¿todos los días?—Todos los días —dijo con ternura

la excelente señora.En su camita de bambú, mientras la

taciturna esposa del señor Wu cubríacon la colcha el cuerpecito de la niña delas trencitas negras, Lan-may, mediodormida, decía:

—Mañana jugaré con mi hermanitaAlicia, mañana y todos los días. ¿Medejarás jugar todos los días con ella,madre?

—¿Por qué no? —dijo enternecida

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la madre de la chinita—. Te doy permisopara que juegues con esa niña siempreque quieras.

La señora Wu apagó la vela de unsoplo. Lan-may tardó en dormirse mediominuto, y en ese breve espacio detiempo tuvo el suficiente para acordarsedel pez dragón.

«Me ha traído buena suerte —pensó—, porque ahora ya tengo una hermana».

Dijo esto Lan-may, y se quedódormida.

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PEARL SYDENSTRICKER BUCK(Hillsboro, 1892 - Danby, 1973).Novelista estadounidense y PremioNobel de Literatura en 1938, que pasó lamayor parte de su vida en China y cuyaobra, influida por las sagas y la culturaoriental, buscaba educar a sus lectores.Recibió el premio Nobel en 1938. Hija

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de unos misioneros presbiterianos, vivióen Asia hasta 1933.

Su primera novela fue Viento del este,viento del oeste (1930), a la que siguióLa buena tierra (1931), ambientada enla China de la década de 1920 y quetuvo gran éxito de crítica, recibiendopor ella el premio Pulitzer. Es un relatoepopéyico de grandes relieves y detallesvívidos acerca de las costumbres chinas;está considerada, en esa vertiente, comouna de las obras maestras del siglo.

La buena tierra forma la primera partede una trilogía completada con Hijos(1932) y Una casa dividida (1935), quedesarrollarían el tema costumbrista

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chino a través de sus tres arquetipossociales: el campesino, el guerrero y elestudiante. Por la trilogía desfilancomerciantes, revolucionarios,cortesanas y campesinos, que configuranun ambiente variopinto alrededor de lafamilia Wang Lung. Se narra la laboriosaascensión de la familia hasta su declivefinal, desde los problemas del ahorroeconómico y las tierras hasta laaparición de la riqueza y de conductas ysentimientos burgueses.

En 1934 publicó La madre, y en 1942La estirpe del dragón, otra epopeya alestilo de La buena tierra donde apoyó lalucha de los chinos contra el

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imperialismo japonés, en un relato queparte de una familia campesina que vivecerca de Nankin. También escribiónumerosos cuentos, reunidos bajo eltítulo La primera esposa, que describenlas grandes transformaciones en la vidade su país de residencia. Los temasfundamentales de los cuentos fueron lacontradicción entre la China tradicionaly la nueva generación, y el mundoenérgico de los jóvenes revolucionarioscomunistas.

En 1938 publicó su primera novelaambientada en Estados Unidos, Estealtivo corazón, a la que le siguió Otrosdioses (1940), también con escenario

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norteamericano, donde trata el tema delculto de los héroes y el papel de lasmasas en este sentido: el personajecentral es un individuo vulgar que porazar del destino comienza a encarnar losvalores americanos hasta llegar a lacima.

A través de su libro de ensayos Of Menand Women (1941) continuó explorandola vida norteamericana. El estilonarrativo de Pearl S. Buck, al contrariode la corriente experimentalista de laépoca, encarnada en James Joyce oVirginia Wolf, es directo, sencillo, peroa la vez con resonancias bíblicas yépicas por la mirada universal que

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tiende hacia sus temas y personajes, asícomo por la compasión y el deseo deinstruir que subyace a un relato lineal delos acontecimientos.

Entre sus obras posteriores cabemencionar Los Kennedy (1970) y Chinatal y como yo la veo, de ese mismo año.Escribió más de 85 libros, que incluyentambién teatro, poesía, guionescinematográficos y literatura para niños.