EL PENSAMIENTO DE LOCKE Y MONTESQUIEU COMO …

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11 EL PENSAMIENTO DE LOCKE Y MONTESQUIEU COMO ANTECEDENTE DE LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DE PODERES DE EXCEPCIÓN ANTE EMERGENCIAS POLÍTICAS Abraham Siles Vallejos Profesor del Departamento Académico de Derecho, PUCP* Categoría profesores Presentación En el pensamiento político y jurídico moderno, dos de los antecedentes más conspicuos de los poderes de excepción constitucional ante emergencias de naturaleza política (guerra exterior, sublevaciones internas) vienen proporcionados por las reflexiones de John Locke, en su famosa obra Dos tratados sobre el Gobierno (1690), y por las de Montesquieu, en su no menos célebre El espíritu de las leyes (1748). Así, entre fines del siglo XVII y mediados del siglo XVIII —o, si se prefiere, en el lapso que va de la Revolución Gloriosa, en Inglaterra, al periodo inmediatamente anterior a la Revo- lución Francesa, en suelo galo—, quedaron establecidas las bases teóricas de dos modelos de poderes de excepción, diseñados ambos, pese a sus notables diferencias, como parte del emer- gente Estado liberal y constitucional: uno, propio del régimen político inglés; el otro, distintivo de la forma de gobierno de Francia. Locke y Montesquieu establecieron las bases teóricas de dos modelos de poderes de excepción, diseñados ambos, pese a sus notables diferencias, como parte del emergente Estado liberal y constitucional. Comprender las características, los fundamentos conceptuales y los contextos históricos de estos modelos adquiere una relevancia especial a inicios del siglo XXI, cuando a una larga tradición constitucional de ejercicio de poderes presidenciales de excepción ha venido a añadirse el enorme desafío del «terrorismo global», que agobia ahora a las democracias constitucionales del mundo entero. El presente ensayo aborda, por un lado, la redefinición conceptual de la prerrogativa regia realizada por John Locke, considerando en particular su sujeción a límites impuestos por el derecho natural, así como su situación de tránsito hacia una concepción moderna de gobierno de emergencia, y, por otro lado, el reexamen crítico que Montesquieu efectuó de los poderes dictatoriales en Roma y Venecia, para distanciarse de estas experiencias (pero también de la prerrogativa inglesa) y optar por un régimen de excepción limitado al arresto temporal de sospechosos. * http://www.pucp.edu.pe/profesor/abraham-siles-vallejos/

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EL PENSAMIENTO DE LOCKE Y MONTESQUIEU COMO ANTECEDENTE DE LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DE

PODERES DE EXCEPCIÓN ANTE EMERGENCIAS POLÍTICAS

Abraham Siles VallejosProfesor del Departamento Académico de Derecho, PUCP*

Categoría profesores

PresentaciónEn el pensamiento político y jurídico moderno, dos de los antecedentes más conspicuos de los poderes de excepción constitucional ante emergencias de naturaleza política (guerra exterior, sublevaciones internas) vienen proporcionados por las reflexiones de John Locke, en su famosa obra Dos tratados sobre el Gobierno (1690), y por las de Montesquieu, en su no menos célebre El espíritu de las leyes (1748).

Así, entre fines del siglo XVII y mediados del siglo XVIII —o, si se prefiere, en el lapso que va de la Revolución Gloriosa, en Inglaterra, al periodo inmediatamente anterior a la Revo-lución Francesa, en suelo galo—, quedaron establecidas las bases teóricas de dos modelos de poderes de excepción, diseñados ambos, pese a sus notables diferencias, como parte del emer-gente Estado liberal y constitucional: uno, propio del régimen político inglés; el otro, distintivo de la forma de gobierno de Francia.

Locke y Montesquieu establecieron las bases teóricas de dos modelos de poderes de excepción, diseñados ambos, pese a sus notables diferencias, como parte del emergente Estado liberal y constitucional. Comprender las características, los fundamentos conceptuales y los contextos históricos de estos modelos adquiere una relevancia especial a inicios del siglo XXI, cuando a una larga tradición constitucional de ejercicio de poderes presidenciales de excepción ha venido a añadirse el enorme desafío del «terrorismo global», que agobia ahora a las democracias constitucionales del mundo entero. El presente ensayo aborda, por un lado, la redefinición conceptual de la prerrogativa regia realizada por John Locke, considerando en particular su sujeción a límites impuestos por el derecho natural, así como su situación de tránsito hacia una concepción moderna de gobierno de emergencia, y, por otro lado, el reexamen crítico que Montesquieu efectuó de los poderes dictatoriales en Roma y Venecia, para distanciarse de estas experiencias (pero también de la prerrogativa inglesa) y optar por un régimen de excepción limitado al arresto temporal de sospechosos.

* http://www.pucp.edu.pe/profesor/abraham-siles-vallejos/

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Comprender las características, los fundamentos conceptuales y los contextos históricos de estos modelos adquiere una relevancia especial a inicios del siglo XXI, pues la experiencia histórica muestra que es larga y vasta la tradición constitucional de ejercicio de poderes presi-denciales de excepción. De hecho, entre otros fenómenos políticos, dicha tradición abarca los caudillismos militares de las repúblicas independentistas latinoamericanas durante el siglo XIX1, pero también, durante el siglo XX, el reiterado uso de los poderes excepcionales previstos en el artículo 48 de la Constitución de la República de Weimar, en Alemania2 y su perversión en clave totalitaria durante el infame régimen nazi, extendido entre 1933 y 19453.

No extraña, por ello, que Karl Loewenstein (1974) llegara a decir, con palabras todavía estremecedoras, que el artículo 48 de la Constitución de Weimar, texto constitucional cierta-mente republicano y democrático, «se convirtió bajo Hitler en la “Carta Magna de los campos de concentración”» (p. 289)4.

En el caso peruano, debe resaltarse que las dos últimas décadas del siglo pasado vieron cómo el desarrollo de la guerra interna y los graves crímenes contra los derechos humanos a que esta dio lugar (torturas, desapariciones forzadas, masacres y ejecuciones extrajudiciales) fueron favorecidos por el empleo del régimen de excepción constitucional, bajo la modalidad de «estado de emergencia»5. Ya en la nueva centuria, la persistencia de remanentes terroristas y su confluencia con el fenómeno del narcotráfico, en el Alto Huallaga y, sobre todo actual-mente, en el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), han llevado a que el Estado peruano siga echando mano del fácil recurso a la Constitución de emergencia para combatir la «amenaza terrorista»6.

De otro lado, en el terreno internacional de hoy en día, el «terrorismo global» es un desa-fío extremo para el Estado constitucional y democrático de derecho. Lo prueban, trágicamente, los ataques del 13 de noviembre del 2015 en París, reivindicados por el llamado Estado Islámico, y, antes, los llevados a cabo por Al Qaeda, el 11 de septiembre del 2001, en Estados Unidos de América, entre otros hechos similares ocurridos en diversas partes del mundo7.

Así pues, tanto la historia del constitucionalismo occidental como los retos contemporá-neos a la democracia constitucional —y lo mismo a nivel de las naciones que a escala interna-cional o global— muestran la importancia de estudiar los poderes de excepción, en la medida en que los Estados privilegian su uso para hacer frente a la amenaza de la violencia política o el terrorismo, fenómeno que se ha intensificado recientemente.

1 Véase Siles Vallejos (2015, pp. 79 - 82). Véase también Aljovín de Losada (2000, pp. 261 - 300); Rey de Castro Arena (2010, pp. 165 - 180).

2 Véase Rossiter (2011, pp. 37 - 60); Wilde (2010, pp. 138 - 39); Kennedy (2012, pp. 248 - 250).3 Véase Bendersky (1983, pp. 33 - 34); Rossiter (2011, pp. 59 - 60).4 Véase también Siles Vallejos (2015, p. 77).5 Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003, pp. 494 - 527).6 Sobre el modo de operar de los remanentes de Sendero Luminoso en el Vraem, bajo estado de excepción, véase

Basombrío y Rospigliosi (2006, pp. 188 - 189 y 191); Chiabra (2009, pp. 354 - 355); Agüero (2009, pp. 60 - 63). Sobre episodios terroristas recientes protagonizados por Sendero Luminoso en el Vraem, véase Gorriti (abril, 2012, pp. 22 - 23 y pp. 10 - 13 y 74); Jiménez (abril, 2012, pp. 16 - 17 y 90); Gorriti (septiembre, 2015, pp. 28 - 30 y 78); Gorriti (octubre, 2015, pp. 34 - 46).

7 Según Giuseppe de Vergottini, el «terrorismo global» es un «terrorismo ubicuo proveniente de lugares indetermi-nados y desarrollado por sujetos no necesariamente coincidentes con organizaciones de Estados territoriales», a lo que Manuel Carrasco Durán añade que se trata de «un tipo de terrorismo causado por grupos con una estructura que podía hallarse dispersa, potencialmente, en una multitud de lugares […]». (Vergottini, 2004, p. 24). Además, véase Carrasco Durán (2010, p. 19). Véase también Ackerman (2007, pp. 12 y 25); Perez Royo (2010, p. 10).

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Parte central de este esfuerzo académico consiste en revisar los antecedentes teóricos de los regímenes de excepción constitucional en los autores clásicos del pensamiento político y jurídico moderno, pues, como se verá en este ensayo, algunas de las características definitorias de los modelos elaborados por autores como Locke y Montesquieu han marcado hondamente el desarrollo constitucional posterior y perduran hasta hoy, o, en todo caso, pueden aún brindar luces sobre la mejor configuración constitucional de los poderes de emergencia.

En la reflexión política y constitucional contemporánea ha sido quizá Carl Schmitt el teórico que ha planteado con más radicalidad el desafío de la excepción. Como se sabe, Schmitt (1998) sostuvo en Teología Política que «soberano es aquél que decide sobre el estado de excepción» (p. 21)8. Para el profesor germano, las dos cuestiones claves sobre la emergencia política que amenaza con destruir al Estado son, desde luego, la determinación o proclamación de la situación excepcional y la elección de las medidas a adoptar para superarla (Dyzenhaus, 2006, p. 39). La perspectiva decisionista de Schmitt9 lo lleva a descartar que pueda anticiparse con claridad el caso de necesidad y las medidas para dominarlo, por lo que afirma que «el supuesto y el contenido de la competencia son entonces necesariamente ilimitados» y que «la Constitución puede, a lo sumo, señalar quién está llamado a actuar en tal caso» (Schmitt, 1998, p. 17).

El llamado a decidir y actuar ante la emergencia suprema es, pues, el soberano, quien se sitúa así más allá de todo límite y, ciertamente, por encima del orden jurídico, aunque, paradóji-camente, en los propios términos del profesor alemán, «sin dejar por ello de pertenecer a él» (Schmitt, 1998, p. 17).

Es fácil observar que estas ideas tienden a erosionar las propias bases conceptuales del modelo de Estado de derecho, ya que propugnan la concentración de poderes y la actuación del soberano libre de todo límite, con prescindencia del orden legal. Se trata de un esquema conceptual decisionista, que privilegia la voluntad y decisión del gobernante en desmedro del marco normativo, y que confía la tarea de defensa del Estado —antes que de la Constitución o del pueblo— a quien encarna la noción de soberanía, el hombre fuerte que conduce las riendas del poder estatal.

Con un planteamiento tan extremo, el filósofo de Plettemberg en realidad parecía dejar de lado su anterior aproximación a la cuestión de los poderes constitucionales de emergencia, publicada solo un año antes de Teología Política, la cual era considerablemente más matizada. En efecto, en La dictadura, libro aparecido en el año 1921, Schmitt había distinguido entre dos modali-dades, a saber, la «dictadura comisarial», orientada a salvar la Constitución y que por tanto actuaba bajo su marco, sin procurar el derribamiento del orden jurídico y político del país, y la «dictadura soberana» o revolucionaria, cuyo propósito fundamental, por el contrario, es la instauración de un nuevo orden y una nueva Constitución (Schmitt, 1985, pp. 173 y 181 - 183)10.

Las diferencias entre ambas posiciones schmittianas han sido analizadas y explicadas por John P. McCormick (1998), quien considera que evidencian la transformación de Schmitt de conservador «particularmente brillante» en «fascista» durante la República de Weimar, no obstante lo cual vale la pena rescatar del trabajo de Schmitt sobre los poderes de emergencia desarrollado en aquella época, y especialmente por lo que concierne a la distinción entre dic-

8 Según John P. McCormick, esta es quizá «la más famosa sentencia», y «ciertamente una de las más infames», en la teoría política alemana (McCormick, 1999 p. 121, traducción propia).

9 Para una aproximación al decisionismo schmittiano, véase Hernando Nieto (2001, pp. 121 - 144); Hernando Nieto (2000, pp. 125 - 168).

10 Véase también McCormick (1998, p. 220); Baño León (2013, pp. XXIX - XXXIV).

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tadura comisarial y soberana, algunos puntos de particular relevancia: la insuficiente atención que el constitucionalismo liberal presta a las excepciones políticas, la necesidad de separar la noción de soberanía de la institución de los poderes de emergencia constitucional, y el impe-rativo de hacer un distingo constitucional entre quién decide y quién actúa en las situaciones de emergencia (p. 220)11.

Ahora bien, es claro que, a despecho de lo que intenta Ernst-Wolfgang Böckenförde12, es inevitable vincular el trabajo intelectual de Schmitt con sus propios actos, su reflexión teó-rica con su trayectoria política, considerando no solo el apoyo que brindó a grupos políticos conservadores durante la República de Weimar, sino, inmediatamente después, su participación en el gobierno nazi. Su oportunismo político llevó a Schmitt a inscribirse en el Partido Nacio-nalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y a procurar ser el «jurista del Reich», pese al recelo y desdén inicial que sentía por los plebeyos nazis y sus ideas, así como lo llevó al extremo de publicar «El Führer protege el Derecho», ominoso artículo con el que pretendió justificar la purga perpetrada por el régimen de Adolf Hitler contra Ernst Röhm y sus hombres leales de las SA, conocida como «la Noche de los Cuchillos Largos» (30 de junio de 1934), en la que también fue asesinado Kurt Schleicher, último canciller de la República de Weimar, de quien Schmitt había sido cercano colaborador13.

Como quiera que fuere, las dos posturas teóricas de Schmitt, la formulada en La dictadura, que admite una modalidad constitucional para el ejercicio de poderes dictatoriales, y la expues-ta en Teología Política, que deja de lado la posibilidad de sujetar a reglas jurídicas los poderes de excepción, marcan dos polos del debate contemporáneo sobre el régimen excepcional. No parece casual que, en las circunstancias actuales, agobiado el mundo por el fenómeno del terrorismo global —según se ha dicho aquí—, se haya avivado la reflexión académica sobre las propuestas de Schmitt, tomando partido unos autores por un modelo de poderes excep-cionales guiado por la idea de Estado de derecho (Rule of Law)14, mientras otros estudiosos se inclinan por un «modelo de medidas extra-legales», ciertamente más próximo a la concepción schmittiana prevaleciente, esto es, la de los poderes ilimitados del soberano, a ejercer por fuera del derecho, frente a las emergencias políticas15.

En tal sentido, es también indispensable mencionar aquí la reflexión de Giorgio Agamben (2007) sobre las situaciones excepcionales, pues, partiendo de un análisis de las ideas de Sch-mitt, cuestiona la pretensión de este autor de inscribir el estado de excepción en un contexto jurídico, pretensión que considera presente tanto en La dictadura como en Teología Política (pp. 72 - 75, 95 y 100). Más bien, tomando como referencia la vieja institución romana del Iustitium, Agamben (2007) propone que el estado de excepción no es una forma dictatorial, sino un espacio de vacío jurídico y de suspensión del derecho (pp. 86, 95, 99 y 100).

11 Véase también McCormick (1998, pp. 236 - 237).12 Véase Böckenförde (1998, p. 37).13 Véase Bendersky (1983, pp. 197 - 198, 204, 212, 216 - 218); Dyzenhaus (1998, pp. 2 - 3); Baño León (2013, pp.

LVII - LIX).14 Véase Dyzenhaus (2006, pp. 17 - 19 y 200); Dyzenhaus (2005, pp. 34 - 37). Véase también Ferrajoli (2011, pp. 101

- 106) y Dworkin (2008).15 No obstante, no debe perderse de vista que, si bien hay una proximidad entre la tesis de la excepción soberana

defendida por Schmitt en Teología Política y el «modelo de medidas extra-legales» de Oren Gross y Fionnuala Ní Aoláin, estos autores procuran introducir limitaciones y restricciones sobre quien ha de ejercer los poderes de excepción, a la vez que reconocen que el titular de la soberanía es el pueblo representado por el Parlamento, no el Presidente de la República. Véase Gross y Ní Aolaín (2006, pp. 110 - 113 y 160 - 170).

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De particular trascendencia resulta que Agamben (2007), quien tiene muy en cuenta las reacciones de las democracias constitucionales tras los ataques terroristas del 11 de septiem-bre del 2001 en Estados Unidos de América, considere que el estado de excepción, el cual sitúa «en el límite entre la política y el derecho», y que, según afirma el gran pensador italiano, «se presenta como la forma de aquello que no puede tener forma legal», ha devenido en el «paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea», pese a su naturaleza ex-trema y paradójica que lo configura como «un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo» (pp. 23, 24, 25, 26 y 27).

Se ve reforzada entonces, a la luz de tales ideas, la necesidad y actualidad de estudiar las instituciones del gobierno de emergencia, y con ello sus más importantes antecedentes en la tradición política y jurídica del pensamiento constitucional —entre los que destacan las obras de Locke y Montesquieu—, puesto que la excepción aparece ya «normalizada»16 y ha devenido recurso frecuente y aun «paradigma» de gobierno contemporáneo.

Por lo demás, tampoco debe perderse de vista que, como señala el mismo Agamben en el libro que dedica al desafío moral extremo que representan los campos de exterminio nazis, el estudio de los regímenes de excepción permite a la vez profundizar acerca de la calidad del pro-pio Estado constitucional de derecho. En ese sentido, colocado bajo el «paradigma de la situación extrema», el estado de excepción «permite fundar y definir la validez del ordenamiento jurídico normal», pues ha de tenerse en cuenta que «mientras el estado de excepción y la situación nor-mal están separados en el espacio y en el tiempo, como es habitual, permanecen opacos, aunque en secreto se refuerzan mutuamente», no obstante lo cual «tan pronto como se muestra de for-ma abierta su convivencia, como sucede hoy de forma más frecuente cada vez, se iluminan entre ellos, por así decirlo, desde el interior» (Agamben, 2010, pp. 49 y 50 - 51; Siles Vallejos, 2015, p. 79).

En lo que sigue, el presente ensayo aborda, en primer lugar, la redefinición conceptual de la prerrogativa regia realizada por John Locke, considerando en particular su sujeción a límites impuestos no por el derecho positivo del país, sino por el derecho natural, así como su situación de tránsito hacia una concepción moderna de gobierno de emergencia. Luego de ello, el ensayo se centra en el reexamen crítico que Montesquieu efectuó de los poderes dictatoriales en Roma y Venecia, para, en definitiva, distanciarse de estas experiencias (como también de la prerrogativa inglesa) y optar por un estrecho régimen de excepción, tan solo limitado al arresto temporal de sospechosos. El ensayo se cierra con un acápite final que expone algunas conclusiones.

1. Locke y la prerrogativa regia en el surgimiento de la tradición anglosajona de poderes de excepción constitucional

1.1. Introducción.Las ideas de John Locke sobre el gobierno de emergencia difieren de aquella tradición republi-cana de la dictadura constitucional, originada en la Roma clásica y que con tanto celo y cuidado defendió Nicolás Maquiavelo, en pleno Renacimiento italiano, a inicios del siglo XVI17. Ahora bien, pese a no ser un seguidor de la teoría republicana, ni en su forma clásica ni en su versión

16 Sobre el fenómeno de la «normalización de la emergencia», véase, por ejemplo, Ackerman (2008, p. 70); Benazzo (2004, p. 4); Dyzenhaus (2002, pp. 28 - 29); Gross y Ní Aoláin (2006, p. 228 y ss.); Vergottini (2004, p. 23). Véase también Siles Vallejos (2015, p. 78).

17 Schmitt (1985, p. 33); Rossiter (2011, p. 15).

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maquiavélica18, la reformulación que hizo John Locke de la prerrogativa regia19, en el marco de una teoría de poderes monárquicos moderados por la actuación del Parlamento bicameral inglés y, al mismo tiempo, por los derechos naturales de las personas y el consentimiento de los súbditos, habría de ser de enorme trascendencia histórica. En efecto, si bien el mundo académi-co pudo haber descuidado eventualmente la temática de la prerrogativa real20, considerándola quizá de menor importancia en el conjunto del pensamiento político de Locke, es claro que, luego de los ataques terroristas perpetrados el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos de América, el interés de los estudiosos por este aspecto de su teoría política y constitucional se ha visto multiplicado con toda justificación21.

En el debate actual sobre los poderes de emergencia, diversos autores pugnan por reexami-nar y poner de su lado las propuestas del gran filósofo inglés, cuyo Dos Tratados sobre el Gobierno vio la luz por primera vez en el año 1690, acompañando el reciente ascenso al trono de Guillermo de Orange y su esposa, la desde entonces reina María, quienes sucedieron al depuesto Jacobo II22. Así, Oren Gross y Fionnuala Ní Aoláin (2006) invocan la teoría del poder real de prerrogativa, enunciada por Locke como una de las fuentes principales de su «modelo de medidas extra-legales» para enfrentar las emergencias (p. 123)23, mientras, a su turno, David Dyzenhaus (2006) critica a Gross y defiende el Estado de derecho como marco legal adecuado para el gobierno de crisis, argumentando que la prerrogativa debe estar siempre sometida a tal principio («rule of law» principle), para lo cual se apoya de manera vigorosa en el constitucionalismo de Dicey (pp. 52 - 53)24. La polémica sobre la naturaleza y el alcance de la prerrogativa regia en el pensamiento de John Locke se proyecta inclusive sobre su ascendiente entre los fundadores de la democracia norteamericana y la presunta inauguración de una tradición constitucional de poderes presiden-ciales de excepción a ser ejercidos aun sin el respaldo de la ley o contra sus mandatos expresos25.

Como quiera que fuere, una cuestión crucial parece ser la determinación de si para Locke la prerrogativa de la Corona había de estar sujeta a límites fijados por la Constitución o, en todo caso, por el derecho natural. Durante la época en la que vivió John Locke, la restauración de los Estuardos, ocurrida hacia 1658 - 166026, así como en particular su intolerancia, abusos e «in-tentonas absolutistas»27, dieron lugar a una intensa lucha política entre los tories, partidarios de la prerrogativa regia, y los whigs, enemigos declarados de los poderes absolutos del monarca28. Como se sabe, Locke, ilustre defensor de la libertad frente a la opresión política y enemigo de toda forma de poder absoluto arbitrario29, hizo suyo el partido de los whigs e integró el entorno más cercano de lord Ashley, luego conde de Shaftesbury, quien se convertiría en férreo opo-

18 Véase Pocock (2002, p. 510).19 Véase Corbett (2006, p. 436).20 Véase Pasquino (1998, p. 199).21 Véase Wilde (2010, p. 255).22 Véase Laslett (1956, pp. 40 y 42); Sabine (1996, p. 402); Chevallier (2011, p. 83); Jardin (1989, pp. 13 y 15).23 Véase también Gross y Ní Aoláin (2003, pp. 1101 y 1104).24 Veáse también Dyzenhaus (2005, pp. 79 y 80).25 Véase Gross y Ní Aoláin (2006, pp. 119 y 123); Fatovic (2004, pp. 429 - 444) y Bailey (2004, pp. 732 - 754). Véase

también, para anteriores abordajes de estos antecedentes históricos, Weaver (1997, pp. 420 - 446); Monagham (1993, pp. 12 - 24); Handlin y Handlin (1989, pp. 545 - 556) y Lobel (1989, pp. 1392 - 1395).

26 Véase Pocock (2002, p. 81).27 Véase Jardin (1989, p. 13). Véase también Gross y Ní Aoláin (2006, p. 119).28 Véase Chevallier (2011, p. 82); Laslett (1956, pp. 41 - 42 y 45).29 Véase Sabine (1996, p. 413); Goldwin (2004, p. 484).

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sitor a Carlos II, debiendo ambos marchar al exilio, en Holanda, cuando Shaftesbury, el otrora consejero real, perdió el favor del monarca y la lucha política se hizo más enconada30.

1.2. La Revolución Gloriosa y la Petición de Derecho.En el año 1685, Jacobo II sucedió en el trono a su hermano Carlos II y se declaró abiertamente católico, desafiando con ello los sentimientos de la mayoría del pueblo inglés, adscrita al cre-do protestante31. Fue, pues, este soberano quien vio surgir y triunfar la Revolución Gloriosa, también llamada «la revolución sin sangre de 1688», la cual produjo el ya referido ascenso a la Corona de Guillermo de Orange y su esposa María, precisamente el yerno y la hija de Jacobo II32. En el meollo de las disputas políticas y religiosas de entonces y, por cierto, imprimiendo un hondo carácter al mismo proceso histórico de las instituciones en Inglaterra, se hallaba el problema de los límites del poder del monarca. De allí que un autor como Pasquale Pasquino (1998) llegue a afirmar que «la cuestión de la prerrogativa del rey fue el tema central del de-bate constitucional inglés bajo los Estuardos» (p. 199, traducción propia).

En consecuencia, antes de recibir la investidura, los nuevos reyes hubieron de aceptar la cé-lebre Petición de Derechos elaborada por el Parlamento, la cual fijó límites al poder real y garantizó las libertades de las personas, al tiempo que establecía un régimen representativo en virtud del cual el Parlamento votaba las leyes y aprobaba los impuestos, además de requerir la autorización de este para el reclutamiento y el sostenimiento de un ejército en el reino durante tiempo de paz33. En tal sentido, el Bill of Rights, del 13 de febrero de 1689, sostuvo de manera solemne que «el último Rey, Jacobo II, con la asistencia de consejeros maliciosos, jueces y ministros empleados por él, intentó subvertir y extirpar la religión protestante y las leyes y libertades de este reino», por lo que los representantes de ambas cámaras, en pronunciamiento conjunto, declararon que «el pretendido poder de suspender las leyes, o su ejecución, por autoridad real sin el permiso del Parlamento es ilegal», que «el pretendido poder de dispensar las leyes, o su ejecución, por auto-ridad real tal y como ha sido usurpado y ejercido en el pasado es ilegal», y que «la recaudación de dinero para la Corona y para su uso, so pretexto de prerrogativa, sin el consentimiento del Parlamento, por un tiempo más prolongado o en forma distinta de aquella que haya sido o sea decretada, es ilegal», entre otros puntos de máximo interés (Varela Suanzes, 1998, pp. 18 y 20).

Como puede apreciarse, la Revolución Gloriosa y el Bill of Rights abolieron la prerrogativa regia de carácter absoluto y extraordinario, que había sido heredada de la tradición política inglesa, con vistas a la supresión de diversas formas de intolerancia y arbitrariedad que practi-caron los monarcas de la dinastía Estuardo34. El nuevo régimen político, que reemplazaba al de Jacobo II, considerado despótico, procuraba así entroncar con las reivindicaciones —de impron-ta republicana— de gobierno mixto y equilibrado, basado en la colaboración del rey, los lores y los comunes («los tres estados»), que fueron recogidas en un documento proclamado por la Corona durante el reinado de Carlos I, en el año 1642, el cual llevó por título Respuesta de su Majestad a las Diecinueve Proposiciones de Ambas Cámaras del Parlamento35.

30 Véase Chevallier (2011, p. 82). Véase también Goldie (1983, pp. 61 - 62).31 Véase Sabine (1996, p. 398); Chevallier (2011, p. 82).32 Véase Sabine (1996, p. 398); Goldie (1983, p. 77).33 Véase Jardin (1989, p. 13); Varela Suanzes (1998, pp. 18 - 20); Schmitt (1985, p. 73).34 Véase Pasquino (1998, p. 206, nota 9).35 Véase Pocock (2002, p. 439, traducción propia). Desde luego, la Respuesta de su Majestad a las Diecinueve Pro-

posiciones… fue rechazada con vehemencia por los realistas. Véase Goldie (1983, p. 78).

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Ciertamente, la búsqueda de un gobierno moderado, en el que los diversos estados exis-tentes en el país se controlan unos a otros, con la finalidad de preservar las libertades básicas, y de un gobierno representativo, en el que el Parlamento desempeña un papel clave como límite y contrapeso del rey, resultaba incompatible con la prerrogativa absoluta de este. El poder absoluto del monarca, por contraste con su poder ordinario, era entendido, de modo tradicional, según el concepto enunciado por el Chief Justice Baron Fleming en la sentencia emitida en 1606 en el caso Bate, en los siguientes términos: «el poder absoluto del Rey no es aquel que es transformado o ejecutado para uso privado, para el beneficio de cualquier persona particular, sino que es sólo aquel que es aplicado para el beneficio general del pueblo y es salus populi; en la medida en que el pueblo es el cuerpo y el Rey la cabeza; y este poder es guiado por las normas, que rigen sólo en el common law, y es más apropiadamente llamado Política y Gobierno; y en la medida en que la constitución de este cuerpo varía con el tiempo, entonces varía esta ley absoluta, conforme a la sabiduría del Rey, para el bien común» (Oakley, 1968, pp. 323 - 324, traducción propia).

Un año más tarde, en 1607, James Cowell, quien era catedrático de Civil Law en la Univer-sidad de Cambridge, describió al rey como «supra legem por su poder absoluto» y definió la prerrogativa real, con palabras que adquirirían fama de fórmula canónica, como «aquel poder especial, preeminencia o privilegio que el rey tiene por encima de otras personas y sobre el curso ordinario del Common Law» (Oakley, 1968, p. 325)36.

1.3. Los Dos tratados sobre el Gobierno: límites al poder y defensa de la libertad.

Es, pues, como reacción ante tal situación política y cultural del país y, en especial, ante la des-mesura y arbitrariedad con que la Corona y sus partidarios entendían la prerrogativa regia, que John Locke compuso los Dos tratados sobre el Gobierno. Caracterizado como un «catecismo protestante del anti-absolutismo», en el que el derecho natural se ensambla hábilmente con la Constitución inglesa (Chevallier, 2011, p. 93), el libro sentó, como se sabe, las bases definitorias de la democracia liberal, de esencia individualista, que habría de cristalizar en la historia con las Declaraciones de derechos proclamadas un siglo más tarde en Estados Unidos de América y en Francia37. Con su obra, escrita en lo esencial en los años previos a la Revolución Gloriosa38, Locke se propuso justificar teóricamente el cambio de régimen político que deseaba y que la ascensión al trono de Guillermo y María supuso luego, así como integrar en un cuerpo doctri-nario coherente los principios en los que creía y que serían recogidos después por la Petición de Derechos de febrero de 168939.

De ese modo, en el Prefacio del libro, redactado con posterioridad a los eventos re-volucionarios de 1688, Locke dice esperar que su exposición sea suficiente para «establecer el Trono de nuestro Gran Restaurador, nuestro actual Rey Guillermo», y para «hacer bueno su Título en el Consentimiento del Pueblo», lo mismo que para «justificar ante el Mundo al Pueblo de Inglaterra, cuyo amor por sus Derechos Naturales y Justos, con su resolución por preservarlos, salvaron a la Nación cuando estaba al borde de la Esclavitud y la Ruina» (Locke, 2012, p. 13). De allí que Locke deseara también mostrar, en particular en el Segundo

36 Véase también Pasquino (1998, p. 200); Sabine (1996, pp. 400 y 400 - 401) y Dicey Venn (1996, p. 61).37 Véase Sabine (1996, p. 414); Chevallier (2011, p. 93); Lobel (1989, p. 1392); Weaver (1997, p. 422) y Monagham

(1993, pp. 12 - 14).38 Véase Laslett (1956, p. 42). Véase también Sabine (1996, p. 402, nota 6).39 Véase Jardin (1989, p. 16). Véase también Sabine (1996, p. 402).

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Tratado sobre el Gobierno Civil, que los reyes de los cincuenta años anteriores habían sido los verdaderos causantes de la revolución, «al intentar ampliar la prerrogativa y gobernar sin parlamento» (Sabine, 1996, p. 411).

En definitiva, entonces, en el núcleo del pensamiento político de John Locke y del sistema constitucional que el filósofo inglés legó a la humanidad, se halla la idea de que el gobierno legí-timo es solo aquel que está limitado en sus poderes y que se sostiene sobre el consentimiento de los gobernados, siendo su principio fundamental el que postula que todos los hombres nacen libres (Goldwin, 2004, p. 451). No debe perderse de vista, en tal sentido, que el médico y filósofo formado en Oxford pensaba que el estado de naturaleza se halla regido por la razón y que los derechos naturales de los individuos subsisten en el estado de sociedad para fundar la libertad civil (Chevallier, 2011, pp. 85 y 90). Así, el pacto que da origen a la comunidad política no tiene otra finalidad que garantizar la paz y la seguridad de todos, otorgando protección a la propiedad de cada individuo, concepto amplio que incluía su vida, libertad y bienes40.

En la misma línea de pensamiento, si bien Locke consideró que por el pacto social los hombres abandonaban el estado de naturaleza y constituían el gobierno civil, la delegación de poderes que este recibía se entendía sujeta a una limitación muy importante, a saber, aquella consistente en que el ejercicio del poder ha de dirigirse únicamente a la consecución del bien público41. Todo lo opuesto de la tiranía, la cual, además de ser un régimen violatorio del derecho, «consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta» (Locke, 2012, p. 196, párr. 199).

En consonancia con estas ideas, Locke sostuvo igualmente que el gobierno absoluto ca-recía de legitimidad, pues en tal régimen político no puede existir consentimiento de los hom-bres42. Dicho en sus propios términos, «el poder absoluto y arbitrario, o gobernar sin leyes establecidas, no puede ser compatible con los fines de la sociedad y del gobierno», por lo que resulta obvio que la monarquía absoluta no sólo es irreconciliable con la sociedad civil, sino que «excluye todo tipo de gobierno civil» (Locke, 2012, pp. 105 y 145, párr. 90 y 137).

No obstante, si el consentimiento de los gobernados, el bien público y los derechos naturales de las personas se erigen, en la teoría política y constitucional enunciada por Locke, en la razón de ser y, al mismo tiempo, en los límites infranqueables de la sociedad civil, ¿cómo debe organizarse la distribución del poder para la consecución de tales fines y el respeto de los mencionados límites? La respuesta que dio Locke consistió en una versión peculiar del princi-pio de la separación de poderes, conforme a la cual existirían dos ramas de gobierno: el Poder Legislativo, como órgano de representación del pueblo y encargado de adoptar las decisiones generales en las leyes, y el Poder Ejecutivo, reconocido a la Corona, que se ocuparía de velar por la ejecución de las leyes, mientras la función judicial estaría integrada a la tarea legislativa, y el poder federativo, relacionado a los asuntos externos (guerra y paz, celebración de tratados internacionales), aun cuando conceptualmente distinto, podía quedar en manos del mismo Ejecutivo (Locke, 2012, pp. 151 - 153, párr. 143 y 148)43.

Entre estos órganos, sin embargo, la preeminencia la tendría el Parlamento, definido como el «poder supremo del Estado» y además «sagrado e inalterable» (Locke, 2012, p. 141, párr.

40 Véase Locke (2012, p. 102, párr. 87). Véase también Jardin (1989, p. 16); Sabine (1996, p. 406); Goldwin (2004, p. 471) y Toyama Miyagusuku (1998, pp. 292 - 293).

41 Véase Goldwin (2004, pp. 454, 472 y 478); Chevallier (2011, p. 91).42 Véase Chevallier (2011, pp. 87 y 88); Sabine (1996, p. 408); Goldwin (2004, p. 472).43 Véase también Pasquino (1998, p. 199); Sabine (1996, p. 410); Goldwin (2004, p. 476).

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134), aun cuando Locke reconociese la posibilidad de que el rey participara en la elaboración de las leyes44. De cualquier manera, en la propuesta lockeana, ambos poderes, Parlamento y Corona, son limitados y, en el ejercicio de cada una de sus diversas funciones, están siempre impedidos de incurrir en tiranía o en absolutismo, ya que ni siquiera el Parlamento, reputado como supremo, tiene el poder de cometer actos arbitrarios, en la medida en que el pueblo, en cuyo nombre ejerce funciones, tampoco posee dicho poder, de suerte que no se lo podría delegar o transmitir (Sabine, 1996, p. 410).

1.4. La prerrogativa regia.Ahora bien, en la concepción de Locke, aunque el gobierno legítimo está separado en distintos órganos y sujeto a los límites establecidos por la ley, cuya finalidad ha de ser el asegurar los derechos naturales de las personas y el bien público, la acción gubernativa no puede verse únicamente como reducida al estricto cumplimiento de la legalidad. Surgen aquí las limitaciones que, de suyo propio, poseen las leyes, a saber, la imposibilidad en que se encuentran de pre-verlo todo. La generalidad y abstracción de los mandatos legales, su conocida rigidez, pueden conspirar, en determinados casos, contra lo que es justo y adecuado para el bien público. Por tal razón, y en particular para las situaciones de emergencia que amenazan la vida nacional, cabe decir, con Pasquale Pasquino (1998), que el principio del Estado de derecho «no puede excluir otra modalidad (excepcional) de gobierno que remite a otro principio: Salus populi suprema lex» (pp. 201 - 202). Es más, el propio John Locke (2012) invocó este viejo adagio latino y dijo de él que expresaba «regla tan justa y fundamental, que todo el que la respete no estará en peligro de errar» (p. 162, párr. 158).

Sin embargo, ¿en qué consiste exactamente la prerrogativa de la Corona para Locke y, sobre todo, cómo reconciliarla con las restricciones que son esenciales al gobierno modera-do que él propugnó? Más allá de las posturas extremas que definen la institución dentro de márgenes muy estrechos o demasiado amplios45, lo cierto es que la noción de prerrogativa de Locke implica, de un lado, que las leyes no pueden ofrecer una regla idónea frente a un evento imposible de anticipar46, y, de otro lado, que la solución frente a su ocurrencia habrá de ser adoptada por el Poder Ejecutivo, quien obrará para ello sin impedimentos de derecho positivo de ningún tipo47. Así, afirma Locke (2012) en el ya citado parágrafo 158 del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, que «la prerrogativa no es más que un poder que el príncipe tiene para procurar el bien del pueblo, en aquellos casos en los que, debido a sucesos imprevisibles, las le-yes inalterables no pueden proporcionar una dirección segura» (p. 162, párr. 158)48. Y, poco más adelante, en el capítulo que dedica precisamente a la suprema potestad de la Corona, dirá que «este poder de actuar a discreción para el bien público, sin hacerlo conforme a lo prescrito por la ley, y aun contra ella en ciertos casos, es lo que se llama “prerrogativa”» (p. 165, párr. 160)49.

Por consiguiente, la facultad de proceder según la propia discrecionalidad para hacer frente a las emergencias, que Locke reconoce claramente al rey, supone la concesión de «un poder extra et contra legem» (Pasquino, 1998, p. 205). Quiere decir que allí donde las leyes no

44 Véase Goldwin (2004, p. 476).45 Véase Ward (2005, p. 733).46 Véase Wilde (2010, p. 253); Dunn (1969, p. 149).47 Véase Wilde (2010, p. 255); Corbett (2006, p. 437).48 Véase también Locke (2012, pp. 164 - 165, párr. 159).49 Véase también Locke (2012, pp. 168 y 169, párr 164 y 166).

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han regulado nada o sus mandatos son insuficientes y no brindan indicaciones seguras, o inclu-sive, en ciertos casos, en abierta contradicción de sus estipulaciones expresas, el monarca está legitimado para prescindir por completo de ellas y disponer lo que estime conveniente para el bien público. ¿Equivale esto, sin embargo, a un poder ilimitado? ¿Quiso John Locke conservar el absolutismo de los Estuardos dentro de su sistema político y constitucional? ¿Quiso que el Rey mantuviera la potestad absoluta de pasar por encima de las leyes en aquellos casos cuya exis-tencia él determinaría, en que estuviera amenazada la continuidad de la nación o del Estado? Pues, aunque algunos autores discuten el punto50, lo cierto es que no: la prerrogativa regia no es para Locke un poder ilimitado ni procuró el filósofo inglés investir a la Corona con poderes ilegales irrestrictos.

1.5. Sujeción de la prerrogativa al derecho natural.Ese «poder de ejecución más extenso», esa «reserva de autoridad» en que consiste la pre-rrogativa, cuya titularidad se atribuye al rey por «necesidad sociológica», según dice John Dunn (1969), queda siempre sometido a los mandatos del derecho natural y es, por lo tanto, un poder jurídico acotado (pp. 148 - 149, traducción propia). El propio Locke, al demarcar el ám-bito para la decisión discrecional del monarca, cimenta este punto de vista de modo expreso, pues sostiene que «es adecuado que las leyes mismas deban en algunos casos ceder ante el Poder Ejecutivo, o más aun ante esta ley fundamental de naturaleza y gobierno […]» (2012, p. 375, traducción propia, énfasis añadido)51. En consecuencia, el estado de excepción, pese a ser colocado por Locke fuera del campo del derecho positivo, es todavía un «espacio legal», en la medida en que está gobernado por el derecho natural52. Por esta razón, como ha destacado Marc de Wilde (2010), la cuestión relevante no es si la prerrogativa lockeana tiene naturaleza constitucional o extraconstitucional (en un sentido legalista), sino si está sujeta a restricciones provenientes del derecho natural (pp. 255 - 256)53.

En tal sentido, Pasquale Pasquino (1998) ha hecho notar cómo la teoría política de Locke considera que la sociedad civil y su organización constitucional tienen su origen y base en el esta-do de naturaleza, es decir, «en la creación divina», de donde se sigue que la sociedad civil carece de fines autónomos y tiene por única función la de estabilizar y garantizar las condiciones de vida establecidas por Dios (p. 204). Por contraste, la prerrogativa, como forma de autoridad prudencial, «tiene su origen y razón de ser en la historia, no en el inmutable orden de la creación divina», por lo que «debe hacer un compromiso con el poder del Derecho y con el gobierno legal en una sociedad moderna, de manera que la predictibilidad y la certeza del Derecho aparezcan como las verdaderas condiciones de la libertad y la propiedad» (Pasquino, 1998, p. 205).

Por lo demás, tal como se ha anotado, el poder de prerrogativa también se encuentra limitado por su propósito, que es el de preservar el bien público. De allí que Locke (2012) re-chace, de manera categórica, la posibilidad de entender esta actuación discrecional como «un poder arbitrario para hacer cosas que resulten en un daño para el pueblo» (p. 167, párr. 163)54.

50 Véase Gross y Ní Aoláin (2006, pp. 121 - 123).51 Véase Locke (2012, en la edición de Peter Laslett, p. 375). Se cita aquí de la edición original, ya que la traducción al

castellano que se ha venido empleando es inexacta en este pasaje. Véase Locke (2012, pp. 164 - 165, párr. 159).52 Véase Wilde (2010, pp. 256 - 257); Corbett (2006, pp. 442 - 443); Schmitt (1985, p. 73).53 Para el debate acerca de si la prerrogativa está sujeta a limitaciones constitucionales o si es inconstitucional y por

tanto no se halla sometida a restricciones, véase además, en particular, Weaver (1997, pp. 433 - 434 y 435); Ward (2005, pp. 733, 737 y 739); Corbett (2006, pp. 429 - 430, 440 y 447); Feldman (2008, pp. 562 y 570).

54 Véase también Ward (2005, p. 733); Gross, y Ní Aoláin (2006, p. 120); Sabine (1996, p. 410).

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Junto con ello ha de recordarse, desde luego, que la concepción general de gobierno mode-rado y Estado de derecho que Locke (2012) preconiza supone que el ejercicio del poder por parte del Ejecutivo resulta justificado solo en la medida en que fortalezca la finalidad esencial de la ley, a saber, la preservación de la sociedad política y de los derechos de todos sus miembros (pp. 213 - 215, párr. 222)55.

Puede concluirse entonces que, para Locke, el poder de prerrogativa autoriza al rey a actuar de manera ilegal, ya que le permite ir más allá de las leyes y aun contradecirlas o pres-cindir por completo de ellas, lo que no significa, empero, que tal poder sea arbitrario o carezca de límites, ni tampoco que se halle fuera del campo del derecho y, por ende, sustraído a las regulaciones jurídicas. Su principal vinculación es, sin embargo, no con el derecho positivo, sino con las normas derivadas del derecho natural. Así, pues, la teoría de la prerrogativa regia de John Locke no se configura, en modo alguno, como una tesis absolutista o decisionista56.

1.6. La prerrogativa lockeana y el tránsito a una concepción moderna de gobierno de emergencia.

Establecido el carácter limitado jurídicamente de la prerrogativa regia para la teoría política y constitucional de Locke, ¿cuáles son, no obstante, los rasgos específicos que distinguen a su propuesta? Marc de Wilde (2010) ha señalado que el planteamiento del filósofo inglés muestra cierta ambigüedad que se explica históricamente, ya que corresponde a una etapa de transición hacia una concepción moderna de gobierno de emergencia, caracterizada por tres elementos: (i) la ambivalencia del estado de excepción entre derecho y hecho, que permite, empero, la suspensión de los derechos fundamentales; (ii) la definición del objeto del estado de excepción en términos de seguridad y preservación de la vida; y (iii) la «normalización» del estado de excepción, que acarrea la pérdida de sus límites temporales y de su campo específico de apli-cación, de manera que amenaza con devenir en «indefinido» (pp. 251, 253 y 258).

En cuanto al primer elemento, Locke sigue siendo premoderno, ya que aún considera evidente la ligazón del gobierno de emergencia al ordenamiento jurídico (a los mandatos del derecho natural, como se ha indicado), aunque, a diferencia de pensadores tradicionales de su tiempo, admite que los derechos fundamentales pueden ser suspendidos como medida para enfrentar las crisis existenciales57. Es, sin embargo, respecto de los otros dos factores de la no-ción moderna de gobierno de crisis que Locke se revela más cercano a la nueva era, entonces todavía en gestación. En consecuencia, efectivamente, define el propósito del estado de excep-ción como el de garantizar no solo la preservación de la Constitución o el régimen político, sino, sobre todo, la seguridad y la vida de los gobernados, mientras, a la vez, parece aceptar que el estado de excepción se convierta en parte de la normalidad constitucional58.

Pese al enorme valor que tiene la reformulación que hace Locke de la prerrogativa regia en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, es claro, sin embargo, que su planteamiento se resiente de ciertas indeterminaciones e insuficiencias. Así, debe mencionarse en primer lugar un rasgo muy notorio, en especial por contraste con lo que ocurría en la dictadura romana clásica y en la obra renacentista de Nicolás Maquiavelo, a saber, la ausencia del mecanismo de la heteroinvestidura. Según lo dicho, el titular de los poderes de emergencia no recibe su nom-

55 Véase también Ward (2005, p. 733); Schmitt (1985, pp. 72 - 73).56 Véase Pasquino (1998, p. 205). Véase también Corbett (2006, p. 442).57 Véase Wilde (2010, pp. 257 y 267).58 Véase Goldwin (2004, p. 457); Wilde (2010, p. 258).

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bramiento de otros magistrados, sino que es el mismo rey quien tiene la potestad de decidir si ha de recurrir a sus poderes extralegales59. Esta característica, que distingue a la institución de la prerrogativa de la Corona tal como la pensó John Locke, habría de tener enorme influencia a lo largo de la historia posterior hasta llegar a nuestros días.

Por otra parte, un pasaje del libro muestra que Locke no diferencia claramente entre crisis que constituyen una amenaza para la vida de la sociedad (una invasión militar o una guerra civil) y casos excepcionales menores o de algún modo ordinarios, que no suponen un peligro de esa gra-vedad o dimensiones (como el incendio de una casa que amenaza con propagarse a las residencias vecinas)60. De esta incapacidad parece derivar el que Locke no establezca límites precisos al estado excepcional, relativos tanto a su duración como al discernimiento de los hechos que configuran una emergencia en virtud de la cual se autoriza la suspensión parcial del ordenamiento jurídico; como consecuencia, Locke tampoco fija límites estrictos a los poderes de emergencia del Ejecutivo61. Tales límites existen, según se ha expuesto ya, pero no están especificados, siendo referidos por Locke solo en términos generales. Como señala John Dunn (1969), hay una completa no regulación, pero solo del «modo de ejercicio» de la prerrogativa (p. 150, traducción propia). En correspondencia con estas características, Locke no prevé garantías institucionales contra el abuso de los poderes de emergencia, sino solo «garantías débiles» (soft guarantees) (Wilde, 2010, p. 267).

No quiere esto decir, sin embargo, a despecho de lo que afirman Oren Gross y Fionnuala Ní Aoláin (2006), que la prerrogativa lockeana prescinda de «un concepto de ren-dición de cuentas crucial» o que no imponga una «ética de la responsabilidad» sobre el uso de los poderes de emergencia por el gobernante, aunque sí es cierto, como se ha advertido ya, que no crea «barreras bastante fuertes contra el fácil empleo de poderes extralegales por las autoridades públicas» (p. 123). Por lo tanto, junto con Marc de Wilde (2010), debe recalcarse que para John Locke la prerrogativa del Ejecutivo puede ser juzgada siempre de acuerdo con criterios legales (p. 257).

En efecto, a pesar de las indeterminaciones de su modelo de prerrogativa regia y no obstante que las garantías en las que pensó fueran débiles, es claro que el filósofo inglés pro-curó desarrollar ciertos criterios objetivos, de naturaleza jurídica, que pudieran evitar la con-versión del estado excepcional en pretexto para la comisión de abusos y arbitrariedades. Los más importantes de tales criterios fueron: (i) el doble requisito de «necesidad evidente» para evaluar el evento justificativo de la emergencia y evitar que el gobernante proclame falsamente un estado de crisis; (ii) el requerimiento de que la prerrogativa sea empleada, «manifiesta e indiscutiblemente», para beneficio del pueblo; y (iii) la dependencia en que se coloca el poder excepcional del príncipe respecto de la «confianza y sinceridad» con la cual ha de cumplir su misión (Locke, 2012, pp. 162 - 163, 165 y 168)62.

1.7. Mal uso de la prerrogativa regia y derecho de resistencia del pueblo.Finalmente, el genio de Locke lo llevó a considerar un punto de suma relevancia, y es el relativo al uso inapropiado de la prerrogativa y las consecuencias que se siguen de él. ¿Qué pasa si el gobernante abusa de su potestad de actuar sin tener en cuenta las leyes, en la búsqueda del bien público, ante situaciones de emergencia? En ese caso, sucede lo mismo que cuando surge

59 Véase Pasquino (1998, p. 202).60 Véase Locke (2002, p. 165, párr. 159).61 Véase Wilde (2010, p. 254).62 Véase también Wilde (2010, p. 262).

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la tiranía o cuando el incumplimiento de la misión esencial del príncipe acarrea la disolución del régimen, el pueblo tiene el derecho de resistencia63. Locke, que fue «el más conservador de los revolucionarios» (Sabine, 1996 p. 411), estaba lejos de querer alentar desórdenes y violencias, no obstante lo cual se empeñó en aclarar que, colocado en una situación extrema de opresión y despotismo por el mal uso de la prerrogativa, el pueblo no tendría otro remedio que «apelar a los cielos» y decidir si hay «causa justa» para una rebelión, ya que él posee, «en virtud de una ley que es anterior a todas las leyes positivas de los hombres, y también de autoridad mayor, el derecho de reservarse la última decisión […]» (Locke, 2012, pp. 170 y 171, párr. 168).

En razón de que el príncipe solo tiene un poder «fiduciario», basado en la confianza (trust) conferida por los gobernados64, su quebrantamiento o traición trae como consecuencia el derecho del pueblo a resistir el regreso al estado de guerra65, pero no con vistas al derriba-miento del gobernante legítimo, sino, por el contrario, tan solo con el propósito de preservar la sociedad civil, que se ve amenazada de disolución por los abusos de la prerrogativa regia, la cual, siendo un poder limitado, ha devenido contra toda razón y justicia en poder absoluto.

2. Montesquieu: el velo sobre la libertad y los estados de excepción

2.1. Introducción (a propósito del bill of atteinder).Al igual que Nicolás Maquiavelo y John Locke, Montesquieu se preocupó por las emergencias constitucionales y el gobierno de crisis. Lo hizo, empero, de una manera singular, ya que, a dife-rencia del pensador florentino, distó mucho de ser un defensor de la dictadura constitucional heredada de la República romana clásica, y, por contraste con el médico y filósofo formado en Oxford (pese a su rendida admiración por la Constitución inglesa), dejó de lado la institución de la prerrogativa regia, para proponer, más bien, una forma de régimen excepcional, ciertamente limitado, que se centrara en el arresto temporal de sospechosos de amenazar al Estado.

Contra una extendida opinión, que los equívocos con que a veces nos sorprende la historia han querido preservar y transmitir, la idea de que «hay casos en los que es forzoso, transitoriamente, echar un velo sobre la libertad, como se tapan las imágenes de los dioses» (Montesquieu, 2002, p. 296, libro XII, cap. 9), no fue formulada por Montesquieu en relación a las crisis constitucionales. En efecto, el Capítulo 19 del Libro XII de El espíritu de las leyes, donde esta expresión figura, aunque dedicado a la cuestión de «cómo se suspende el uso de la liber-tad en la república», no se refiere a las amenazas existenciales contra el Estado ni a los poderes de excepción o dictatoriales del gobernante, sino a la institución inglesa del bill of atteinder, en virtud de la cual el Parlamento aprobaba una ley que, para la preservación de la libertad de todos, privaba de la suya a una persona determinada (Schmitt, 1980, p. 200)66.

La asociación entre este pasaje de la célebre obra y los estados de excepción, que se re-gistra ya en la época de la Revolución francesa67 y que por largo tiempo se repite acríticamente en el ámbito de la oratoria pública68, es posible que se deba no solo a que la frase fue acuñada

63 Véase Locke (2012, pp. 170 - 171, párr. 168). Véase también Chevallier (2011, pp. 91 y 92); Jardin (1989, p. 205); Wilde (2010, p. 265).

64 Véase Chevallier (2011, p. 91); Pasquino (1998, p. 205); Goldwin (2004, p. 476); Wilde (2010, p. 265); Sabine (1996, p. 413).65 Véase Goldwin (2004, p. 479).66 Cruz Villalón (1980, p. 200).67 Véase Schmitt (1985, p. 143).68 Véase Cruz Villalón (1980, p. 200). Véase también Fernández Segado (1977, pp. 2 y 15).

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respecto del gobierno republicano, lo que atrajo la atención de pensadores y políticos liberales, sino también a sus indudables méritos literarios, ya que Montesquieu ofrece aquí una fórmula de gran plasticidad y fuerza sugestiva. Como quiera que fuere, en el comentario que le dedica Destutt de Tracy, a inicios del siglo XIX, se observa una presentación del texto que separa «las ocasiones en que se puede hacer una ley contra un hombre solo» y aquellos «casos en que conviene echar un velo por un momento sobre la libertad, como se cubren las estatuas de los Dioses» (Destutt de Tracy, 1822, p. 156), lo que muestra que estaba ya abonado el terreno para el empleo de la cita fuera de su contexto original.

Con todo, hay algunos elementos del mencionado pasaje que vale la pena poner de relieve, debido a su cercanía con el estado de excepción. En primer lugar, debe ser destaca-da la naturaleza paradójica de la institución de la que habla Montesquieu, en tanto son «los pueblos más libres que ha habido en la tierra» los que suprimen la libertad con la finalidad ulterior de salvarla69 (Montesquieu, 2002, p. 295, libro XII, cap. 19). En segundo lugar, ha de notarse que la medida debe ser meramente «transitoria», lo que introduce una importante limitación de orden temporal a una intervención del poder estatal que, en sí misma, pudiera ser juzgada como arbitraria o despótica. Por último, también debe llamarse la atención acerca de las circunstancias que dan origen a la ley individual del Parlamento que priva de libertad a un sujeto, puesto que tales circunstancias deben configurar un caso de necesidad; de allí que Montesquieu hable de una medida cuya adopción es «forzosa», es decir, que viene impuesta por la situación de hecho presentada.

Es claro que estas tres características del bill of atteinder —su naturaleza contradictoria o paradójica, su temporalidad y su justificación en la necesidad— son manifiestas también en los regímenes de excepción previstos en las constituciones para hacer frente a las amenazas existenciales. Una razón más que concurre a explicar la exitosa aplicación de la figura propuesta por Montesquieu, en el nuevo contexto de lo que Pedro Cruz Villalón (1980) denomina «la protección extraordinaria del Estado» (p. 200)70.

2.2. Las dictaduras en Roma y Venecia: ¿determinismo histórico o espíritu de conquista y ambición de poder?

Con ocasión del estudio que dedica al devenir histórico de Roma, y en menor grado al de Vene-cia, que Montesquieu expone una parte central de su pensamiento acerca de las emergencias constitucionales. Interesado como estaba en dilucidar las causas que llevaron a Roma de la República moderada a la tiranía, el gran filósofo francés examinó con acuciosidad el periodo de las guerras civiles que precedió a la instauración del imperio y, en particular, centró su atención en las dictaduras de Sila y Julio César.

Lo primero que cabe advertir es, sin embargo, el papel limitado que Montesquieu reconoció a estos dictadores, a quienes reputó sometidos a causas generales que excedían sus posibilidades de control individual. Además, como ha observado David W. Carrithers (1991), Montesquieu arriba a conclusiones deterministas acerca del colapso de Roma y su conversión en imperio, pero relaciona este destino con las opciones fundamentales adoptadas por el pueblo y los gobernantes romanos

69 En otro pasaje de su obra, Montesquieu muestra su adhesión al viejo principio «La salud del pueblo es la suprema ley» (Montesquieu, 2002, p. 612, libro XXVI, cap. 23). Véase también Pangle (1973, p. 270).

70 Hay que suponer que el bill of atteinder se aprobaría para privar de su libertad a una persona que representara un peligro serio para el Estado, aunque ni el texto de Montesquieu ni las fuentes secundarias consultadas se pronuncian sobre el particular.

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a lo largo de su desarrollo histórico, las cuales habían inicialmente contribuido a gestar la libertad de la República (pp. 151 y 167). En efecto, en Grandeza y decadencia de los romanos, obra aparecida en 173471 y que de varias maneras anticipa el método y ciertos principios e ideas expuestos luego en El espíritu de las leyes72, Montesquieu (1962) consideró que, en su etapa final, la República «estaba amenazada de muerte» y que tal sino era inexorable, puesto que «ya no era cuestión más que de saber cómo iba a morir y por quién sería derribada» (p. 67)73.

Ahora bien, aunque aparece aquí una concepción determinista de la historia que atiende sobre todo a procesos generales y colectivos de larga maduración, no es esto equivalente a un ciego fatalismo, ya que Montesquieu pensaba que las causas de los eventos no están pre-determinadas de modo absoluto y que además pueden tomar distintas formas, de suerte que siempre hay espacio para la acción individual y los sucesos impredecibles (Carrithiers, 2009, pp. 151 y 167). Procuró, pues, observar las consecuencias de largo alcance del espíritu o tempe-ramento del pueblo roman sin perder de vista las conductas personales significativas, las que quiso entender, empero, en el marco de la tendencia histórica general. En tal sentido, Roger B. Oake (1953) señala que, para Montesquieu, la mayor causa de la caída y ascenso de Roma fue «el carácter de los romanos» (pp. 44 y 58, traducción propia), mientras David Lowenthal (2004) anota que la lección que el pensador nacido en La Brède obtiene de su análisis de la historia romana es que la expansión de una República en tamaño, poder y riqueza resquebraja por fuerza su espíritu y sus instituciones (p. 492).

Así, al examinar el gobierno de Sila en Grandeza y decadencia de los romanos, Montesquieu (2002) sostiene que su renuncia a la dictadura, la cual juzga caprichosa, no podía ya devolver la vida a la República, pues sus propias acciones hacían imposible la libertad de Roma (pp. 66 - 67)74. Y, unos años más tarde, en un texto ficcional que representa un diálogo entre Sila, poco después de su abdicación a la dictadura, y el filósofo Eucrates, este afirma que «cuando los dioses permitieron que Sila se proclamara impunemente en Roma dictador, desterraron de ella para siempre la libertad», increpando entonces el sabio al magistrado renunciante con estas significativas palabras: «les habéis enseñado [a los capitanes romanos] que había un camino mu-cho más seguro para llegar a la tiranía y conservarla sin peligro») (Montesquieu, 1962, p. 159)75. Resultaba, entonces, ya imposible desviar el aciago destino de Roma que se avizoraba tras el gobierno despótico de Sila, quien, sin embargo, representaba «la quintaesencia heroica del ca-rácter romano» (Oake, 1955, p. 45, traducción propia), el mismo carácter que había forjado el engrandecimiento de la patria y permitido la libertad de la República.

Parecidas reflexiones suscita en Montesquieu (1962) el turbulento periodo de Julio César. Su dictadura devino en tiranía, en parte debido a su enorme ambición de poder (la cual es en todo semejante, por lo demás, a la que parece caracterizar a la generalidad de los seres hu-manos, de tal suerte que, si la República fue ahogada, de ello «no hay que acusar a la ambición de los particulares», sino «al hombre, cada vez más ávido de poder, a medida que lo va consi-guiendo, y que lo desea todo sólo porque posee mucho» (pp. 67, 68 y 72)76. Pero, al lado de

71 Véase Lowenthal (2004, p. 486); Dumitrescu (2013, p. 36).72 Véase Oake (1955, p. 58); Jardin (1989, pp. 33 - 34).73 Véase también Jardin (1989, pp. 33 - 34).74 Véase también Carrithers (2009, p. 154).75 El texto apareció publicado en Mercurio de Francia en el año 1745 y fue incluido por Montesquieu en su edición

de 1748 de Grandeza y decadencia de los romanos (véase Montesquieu, 1962, p. 153, nota 1).76 Véase también Oake (1955, p. 47).

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los apetitos personales y del ansia de dominio que parece habitar en el corazón de cada quien, figuran igualmente los factores históricos extraindividuales, las causas generales que subyacen a los acontecimientos políticos y que, como un río subterráneo, marcan el sino de los pueblos. De ese modo, en las luchas entre Julio César y Pompeyo, las individualidades fueron en última instancia irrelevantes, puesto que, de no haber existido dichos héroes, otros hubieran pensado y actuado como ellos «y la república, destinada a perecer, habría sido arrastrada al precipicio por otras manos» (Montesquieu, 1962, p. 72)77. Todavía más, Montesquieu (1962) asevera con rotundidad que, tras la muerte de Julio César, ocurrió que «ya no había tirano, pero tampoco libertad, porque las causas que la destruyeron subsistían» (p. 75)78.

En buena cuenta, la caída de Roma, su paso de régimen republicano a gobierno tiránico, valiéndose para tal efecto del uso abusivo de la institución dictatorial (con Sila y Julio César), se debió al espíritu romano, el cual se distinguió desde su propio origen por su afán expansio-nista. Y es que la ampliación continua de sus fronteras fue el objeto específico de Roma79, lo que produjo una «cadena militarista» (Oake, 1955, p. 53, traducción propia) que a la postre terminó socavando la virtud y el amor a la patria de soldados y ciudadanos, con la inevitable consecuencia de acabar con la libertad y perder a la República (Montesquieu, 1962, pp. 59 - 61)80. En consecuencia, Montesquieu desaprobó el principio de conquista, engaño y crueldad que caracterizó a la política exterior de Roma, estimando que el imperialismo resultante fue, desde sus mismos fundamentos, inmoderado e injusto (Carrithers, 2009, p. 155; Oake, 1952, p. 51). Reacio a la concentración del poder, el gran filósofo francés elogió su división y los frenos y contrapesos que existieron en Roma, observando que «el sistema de la república cambió» en la época de las luchas entre Pompeyo y César, pues se otorgaron «comisiones extraordinarias» a los más poderosos, «lo que aniquiló la autoridad del pueblo y de los magistrados y puso los grandes negocios en manos de uno solo o muy pocos individuos» (Montesquieu, 1962, p. 67). Como indica Carl Schmitt (1985), Montesquieu fue consciente de la importancia de los comi-sarios extraordinarios para la evolución de la República hacia el «cesarismo» (p. 67).

Debe repararse, por lo tanto, en que para Montesquieu la dictadura es una institución de alcance reducido frente al curso histórico general que venía trazado por el espíritu de un pueblo como el romano, el cual, conviene insistir, se singularizó por su deseo vehemente y con-tinuo de expansión militar. Como indica Paul A. Rahe (2009), la Roma de Montesquieu «es una máquina diseñada para la conquista», en realidad «no un benefactor que confiere paz y pros-peridad», sino «un depredador» (p. 33, traducción propia). Así, pues, Montesquieu observó que, lejos de servir como instrumento para la salvación de la patria en peligro, el nombramiento de Sila y César como dictadores favoreció el ejercicio arbitrario del poder y coadyuvó a la debacle final de la República, con la consiguiente instauración de la tiranía. La magistratura extraordi-naria de Roma no estaba ya en capacidad de modificar la marcha de los acontecimientos; por el contrario, fue instrumentalizada para los fines del gobierno despótico. Con el agravante de que, como señalara el gran filósofo francés sobre el régimen de Tiberio, punto culminante de esta evolución, «no hay tiranía más cruel que la que se ejerce a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia» (Montesquieu, 1962, p. 86)81.

77 Véase también Carrithers (2009, p. 154).78 Véase también Carrithers (2009, p. 156); Oake (1955, p. 54).79 Véase Montesquieu (2002, p. 245, libro XI, cap. 5). Véase también Dumitrescu (2013, p. 16).80 Véase también Oake (1952, p. 52).81 En un prefacio que Montesquieu comenzó a escribir para su libro sobre el ascenso y caída de Roma, indicaba que

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Desde luego, el pensamiento de Montesquieu sobre la verdadera función cumplida por las dictaduras de Sila y Julio César parece emparentarse con las ideas de Dionisio de Halicarnaso y Apiano de Alejandría acerca de la institución dictatorial de la República romana clásica como «tiranía legalizada», lo mismo que con la figura del «hombre singular» o «médico sabio» imagi-nada por Maquiavelo, quien, actuando fuera del marco constitucional, también podía llegar a un ejercicio de poder despótico; las cuales han sido expuestas en otro ensayo82.

2.3. Gobierno de la aristocracia y dictadura como institución opresiva.Como quiera que fuere, es al comentar la forma de gobierno aristocrática que Montesquieu rea-liza un análisis más detallado de las características institucionales de la dictadura. En efecto, según apunta Carl Schmitt (1985), el pensador nacido en La Brède consideró el nombramiento de un dictador como «el estado de excepción esencial de la forma política aristocrática» (pp. 144 y 304, nota 19). En tal sentido, en su obra más famosa sostiene que existe una excepción a la regla que excluye el otorgamiento de una «autoridad exorbitante» o un «poder desmesurado» en una República, otorgamiento que la convierte en una monarquía o «más que una monarquía»: cuando la Constitución del Estado es tal que exige un magistrado dotado de «poder exorbitante», como fue el caso de Roma y sus dictadores y de Venecia y sus inquisidores de Estado, autoridades que el texto califica de «magistraturas terribles que devuelven por la violencia la libertad al Estado» (Montesquieu, 2002, pp. 100 - 101, libro II, cap. 3; 1962, pp. 55 y 55 - 56, nota 4)83.

Es, entonces, en las repúblicas aristocráticas, como Roma y Venecia, donde Montesquieu estima recomendable que la Constitución prevea la dictadura (Carrithers, 1991, p. 257; Rahe, 2009, p. 96; Schmitt, 1985, pp. 142). Ello es así porque los Estados gobernados por élites de aristócratas requieren mecanismos defensivos que los puedan resguardar frente a los enemigos interiores que, por su propia naturaleza, tienden a crear. En el caso de Roma, opina Montes-quieu (2002) la magistratura extraordinaria sirve para defender a «los restos de su aristocracia contra el pueblo», mientras en el caso de Venecia para mantener a su aristocracia contra los nobles (p. 101, libro II, cap 3)84.

Ahora bien, para entender adecuadamente el planteamiento sobre la dictadura en el gobierno aristocrático que formula el filósofo francés y antiguo presidente del Parlamento de Burdeos85, conviene no perder de vista su teoría política general. Al respecto, no solo ha de tenerse en cuenta el ideal de libertad y la defensa del gobierno moderado contenidos en El espíritu de las leyes86. Tampoco será suficiente con recordar que su mayor fama se cimenta sobre la doctrina de la separación de poderes87 y que su más importante herencia es la idea de frenos y contrapesos88. En adición a ello, ha de considerarse la especial tipología de las formas de gobierno que propone, pues las tres variantes en que clasifica al gobierno —republicano, monárquico y despótico89— suponen ciertos cambios importantes respecto de las tipifica-

su propósito era «explicar lo que sucedió en el imperio por lo que había sucedido en la república» (Rahe, 2009, p. 30, traducción propia).

82 Véase Siles Vallejos (2014, pp. 315 - 316).83 Véase también Pangle (1973, pp. 51 y 121 - 122).84 Véase Carrithers (1991, p. 257).85 Véase Jardin (1989, p. 27).86 Véase Lowenthal (2004, p. 506); Jardin (1989, pp. 26 y 41).87 Véase Spitz (1953, p. 207).88 Véase Singer (2009, pp. 97 y 107); Dumitrescu (2013, p. 17).89 Véase Montesquieu (2002, p. 94, libro II, cap. 1).

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ciones tradicionales90, ya que, según hace notar Brian C. J. Singer (2009), Montesquieu junta el gobierno de uno y el de muchos bajo una sola «rúbrica», el republicanismo (que comprende tanto al régimen democrático como al aristocrático)91, mientras, de otro lado, divide en dos formas el régimen de una sola persona, al distinguir la monarquía del despotismo, dependiendo de si el gobernante se ciñe o no a la ley (p. 98).

Cada clase de gobierno tiene su propia naturaleza y su propio principio, existiendo la siguiente diferencia entre uno y otro concepto: «su naturaleza es lo que le hace ser lo que es y su principio lo que le hace actuar», o, dicho con otras palabras, «la una es su estructura par-ticular», en tanto «el otro las pasiones humanas por las que se mueve» (Montesquieu, 2002, p. 106, libro III, cap 1)92. En consecuencia, podemos conocer la naturaleza de un régimen político cuando sabemos quién gobierna y cómo lo hace; su principio, en cambio, viene manifestado por los sentimientos que impulsan sus acciones (Fuentes, 2011, p. 55, nota 16; Dumitrescu, 2013, pp. 37 - 38; Lowenthal, 2004, p. 489).

La naturaleza del gobierno republicano es que todo el pueblo posea el poder supremo, como ocurre en la democracia, o que al menos lo posea una parte de él, según sucede en la aristocracia; por contraste, la naturaleza del gobierno monárquico consiste en que el poder corresponda al príncipe, quien sin embargo gobierna conforme a leyes fijas y establecidas, distin-guiéndose así de la naturaleza del gobierno despótico, donde una sola persona dirige los destinos del país conforme a sus deseos y caprichos, con prescindencia de la ley93. De acuerdo con las peculiaridades de su naturaleza, cada forma de gobierno tiene un principio distintivo94. El del régimen democrático es la virtud, la cual supone patriotismo y amor a las leyes y a la República, exigiendo asimismo igualdad, frugalidad y desprendimiento de sus integrantes; de allí que haya podido decirse que «la característica más atractiva de la democracia es la grandeza moral de sus ciudadanos» (Lowenthal, 2004, p. 490). El principio del gobierno aristocrático es cierto espíritu de moderación que ha de impulsar al estamento nobiliario a mandar de tal modo que se aminoren las desigualdades de poder y riqueza que son inherentes a la Constitución de la aristocracia95. En fin, la fuerza motivadora en la monarquía es el honor, sentimiento que requiere el complemento institucional de «poderes intermedios» (nobleza, clero, concejos) que ayuden a evitar los excesos del soberano; y en el régimen despótico, el principio es el temor o la esclavitud de los súbditos96.

Pues bien, ¿qué opinaba Montesquieu de estas diferentes formas de gobierno?, ¿creía que unas eran mejores que otras, que había que preferir alguna de ellas? Aunque el filósofo francés, como es de todos conocido, consideró la división y el balance de los poderes como una garantía esencial de la libertad, no asoció sin embargo esta con determinado tipo de ré-gimen gubernativo, sino que pensó que un gobierno fundado en la libertad política podía ser alcanzado mediante distintas formas de Constitución, siempre y cuando fueran moderadas y se caracterizaran por la existencia de equilibrio y armonía entre los tres poderes del Estado (Dumitrescu, 2013, p. 19). De cualquier modo, y a pesar de ciertas discrepancias observables entre los autores sobre las preferencias políticas de Montesquieu —que han llevado a algunos

90 Véase Lowenthal (2004, p. 491); Chevallier (2011, pp. 102 - 103); Jardin (1989, p. 35).91 Véase Montesquieu (2002, p. 94, libro II, cap. 2).92 Véase también Pangle (1973, pp. 48 - 51).93 Véase Montesquieu (2002, pp. 94 y 106, libro II, cap 1 y libro II, cap 1).Véase también Pangle (2010, p. 29).94 Montesquieu (2002, pp. 106 - 114, libro III, cap. 2 - 9).95 Véase Chevallier (2011, p. 106); Jardin (1989, pp. 35 - 36); Lowenthal (2004, p. 491).96 Véase Sabine (1996, p. 425); Chevallier (2011, pp. 107 y 111); Lowenthal (2004, pp. 492 y 494).

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a señalar que no fue republicano97 o que la comprensión de su pensamiento requiere tener en cuenta su disgusto por la democracia y su adhesión a privilegios aristocráticos98—, cabe anotar, con David Lowenthal (2004), que el otrora magistrado del Parlamento de Burdeos, de entre las cuatro formas de gobierno que estudia, dos de ellas republicanas, «considera claramente a la democracia como la mejor y al despotismo como la peor» (p. 494). Además, por lo que se refiere específicamente a la aristocracia, estima que cuanto más se acerque esta a la demo-cracia, mayor su perfección, mientras que será menos perfecta a medida que se asemeje a la monarquía (Montesquieu, 2002, p. 102, libro II, cap. 3)99.

Pero, distando de ser el mejor modelo de gobierno posible, ¿de qué mecanismos ha-bría de servirse el régimen aristocrático para asegurar su estabilidad siempre amenazada, para mantener bajo control cualquier brote de descontento que pudiera derivar en acciones insu-rreccionales o para defenderse de eventuales peligros externos? De otro lado, ¿qué pensaba Montesquieu de los medios a través de los cuales las élites aristocráticas procuraban preservar la precaria continuidad de su gobierno? La contestación de estas preguntas, sin duda de gran relevancia, habrá de mostrar la entraña del pensamiento de Montesquieu sobre la dictadura y los poderes de excepción.

Fueron, precisamente, los defectos e insuficiencias que caracterizaban al gobierno aris-tocrático los que llevaron a Montesquieu a aprobar las instituciones del dictador en Roma y los inquisidores de Estado en Venecia, ya que, según anota David W. Carrithers (1991), ambas fueron «completamente capaces de acciones despóticas» y el contexto del uso y aplicación de estas magistraturas exigía someter y aun humillar a patricios orgullosos y con poder (p. 257, traducción propia). El carácter ineludible de la concentración de los poderes y del recurso a la violencia resultaba patente en estos casos y Montesquieu así lo señala, pero no porque de-seara necesariamente la preservación de las repúblicas aristocráticas, sino porque su objeto de examen era la cuestión teórica de cómo podía conseguirse este fin, lo mismo que el problema histórico de cómo había sido logrado hasta ese momento en la práctica.

De hecho, según ya se ha indicado en estas páginas, lo que de verdad interesaba al filóso-fo francés era que los gobiernos, cualquiera que fuese su forma (monárquica o republicana, y, en este último caso, democrática o aristocrática), introdujeran la moderación y se guiaran por ella. Como señala Paul A. Rahe (2009), «moderación fue la consigna de Montesquieu» (p. 36, traducción propia). Por consiguiente, su opinión sobre las magistraturas excepcionales o los mecanismos de dominación opresiva de que había de valerse la aristocracia, opinión que es bastante crítica y que tiene siempre como trasfondo la apuesta por un constitucionalismo fun-dado en la libertad, ha de encontrarse en argumentos que, bajo una prosa elegante y un estilo primordialmente descriptivo, son en realidad de índole normativa (Levy, 2009, p. 271).

2.4. Diferencias de régimen según modalidad dictatorial.Al ingresar al análisis más detenido de la dictadura en Roma y la inquisición de Estado en Vene-cia, Montesquieu observa que existen ciertas desemejanzas importantes entre una y otra. Pese a que ambas son instituciones conservadoras y defensivas, que apuntan en último término a la preservación del régimen aristocrático, y pese a que igualmente ambas son concebidas por el pensador nacido en La Brède como mecanismos de control dirigidos contra amenazas funda-

97 Véase Levy (2009, p. 121). 98 Véase Spitz (1953, p. 207). Véase también Boesche (1990, pp. 743 y 758); Sabine (1996, pp. 418 y 422 - 423).99 Véase también Carrithers (1991, pp. 262 - 263, 265 - 266 y 268); Chevallier (2011, p. 106); Lowenthal (2004, p. 491).

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mentalmente internas, las diferencias institucionales provienen de las particularidades que os-tentan los grupos contra los que se ejercen las mencionadas magistraturas (o, por mejor decir, proceden de las peculiares maneras de obrar de estos grupos), así como de las circunstancias que obligaban al empleo de los poderes extraordinarios. En efecto, puesto que el régimen aris-tocrático de Roma debía resguardarse de la plebe, la dictadura había de ser de corta duración, ya que el pueblo, sostiene Montesquieu (2002), «obra por arrebatos y no por propósitos», requiriéndose, por otra parte, una magistratura más bien aparatosa e impresionante, en tanto se trataba de «intimidar al pueblo y no de castigarlo», y siendo conveniente que el dictador «no tuviera autoridad sin límites más que en razón de un solo asunto, porque se recurría a él ante un caso imprevisto» (p. 101, libro II, cap. 3)100.

Como se puede apreciar, aparecen aquí varios elementos claves de la institución dictato-rial como magistratura extraordinaria dirigida a salvar el orden republicano, a saber, lo exorbi-tante del poder del dictador, poder que sin embargo se ve circunscrito a las circunstancias de un mandato específico (un solo mandato: resolver la emergencia), y la imprevisibilidad de la situación que daba origen a la excepción. A ello se añade la necesidad de una acción más bien breve. Montesquieu (2002) insiste en este último factor, al anotar que «hay que compensar, en toda magistratura, la amplitud del poder con la brevedad del mandato», y señalar como plazo prudencial el de un año —el doble del que operaba en la dictadura clásica romana—, con el argumento de que «más tiempo sería peligroso, más breve resultaría contrario a la naturaleza de la cosa» (p. 101, libro II, cap. 3)101.

Por contraste, los inquisidores de Estado venecianos, en razón de tener que lidiar ya no contra el pueblo sino contra los mismos nobles, habían de configurar una magistratura «perma-nente», al parecer porque las conjuras aristocráticas también lo eran o podían serlo. Además, su accionar había de mantenerse oculto, debido a que los crímenes que castigaba «se fraguan en el secreto y el silencio», y los titulares del cargo debían tener una «inquisición general», esto es, su mandato no debía limitarse a un solo asunto (como en Roma), ya que debía procurar el impedir no solo los males conocidos sino también los desconocidos. Un último rasgo diferencial era que los inquisidores de Estado de la República veneciana se establecían para aplicar castigos efectivamente, no solo para amenazar con ellos. (Montesquieu, 2002, p. 101, libro II, cap. 3)

Vale la pena recalcar que el Capítulo 8 del Libro V de El espíritu de las leyes, junto con con-firmar que el inquisidor de Estado veneciano podía ser permanente —una clara diferencia con toda la tradición de la dictadura republicana—, menciona que no estaba sujeto a formalidades de ninguna clase, como sí lo estaba en cambio el Consejo de los Diez, ante el cual reportaba, añadiendo que el gobierno aristocrático de Venecia necesitaba «resortes muy violentos» (p. 40)102. En armonía con estas ideas, Montesquieu observó que, para asegurar la estabilidad constitucional de la Serenísima República, sus gobernantes no depositaban toda su confianza en la inclinación hacia la virtud o moderación que debía haber en el estamento nobiliario, sino que, más bien, la nobleza debía ser «forzada a ser libre», lo que se conseguía por la presencia de «magistraturas tiránicas» que infundían un estado de «miedo continuo» (Carrithers, 1991, p. 257). En estos casos, es necesario tener, dice Montesquieu (2002), sea de modo permanente, sea temporal, «un magistrado que haga temblar a los nobles…» (p. 143, libro V, cap. 8)103.

100 Véase también Schmitt (1985, p. 142).101 Véase también Carrithers (1991, p. 254); Schmitt (1985, p. 142).102 Véase también Carrithers (p. 258, texto principal y nota 28).103 Véase también Carrithers (1991, p. 257).

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En definitiva, entonces, Montesquieu consideró las magistraturas excepcionales y exorbi-tantes de Roma y Venecia como necesarias para la conservación del Estado, dadas sus pecu-liares características que las obligaban a actuar contra el pueblo y los nobles, respectivamente. No obstante, a la vez juzgó que se trataba de instituciones tiránicas y susceptibles de emplear gran violencia. Por esta razón las desestimó como parte de su modelo de gobierno limitado, fundado en la división de poderes y en los frenos y contrapesos como medio de garantizar la libertad política. Al mismo tiempo, según se dijo al inicio de esta Parte del ensayo, descartó la prerrogativa regia, propia del orden constitucional inglés que tanto admiró, como institución para hacer frente a las emergencias que amenazaran la existencia del Estado.

2.5. El régimen de excepción limitado al arresto temporal de sospechosos.En un pasaje poco comentado de su obra más aclamada, el filósofo francés centra su atención en Inglaterra como «pueblo libre», con la finalidad de examinar los efectos que se derivan de su Constitución, esto es, el carácter que ella forma o las costumbres que resultan (Montesquieu, 2002, p. 417, libro XIX, cap. 27). Jean-Jaques Chevallier (2011) dice de este pasaje que es «el otro gran “capítulo inglés” de El espíritu de las leyes» (p. 128). Aquí Montesquieu (2002) exami-na el surgimiento del terror «con motivo de la perturbación de las leyes fundamentales», con lo que parece aludir a crisis extremas, e indica que tal terror «sería sordo, funesto, atroz, y causaría catástrofes», con la consecuencia de que «se vería pronto una calma horrorosa, durante la cual todo se congregaría contra la voluntad vulneradora de las leyes»; todavía más, si la amenaza procediera de alguna potencia extranjera que pusiera en riesgo la fortuna y la gloria del Estado, «todos secundarían al Poder Ejecutivo, cediendo los intereses menores ante los grandes» (p. 419, libro XIX, cap 27). La gravedad de la situación sería tal que, pese a la necesidad de hacer enormes sacrificios de riquezas, comodidad e intereses para superar la emergencia, la nación involucrada, fundada en su prodigioso amor a la libertad —una libertad, ciertamente, verda-dera—, admitiría tales sacrificios con ánimo resuelto, de manera que «las cargas serían más pesadas que el sentimiento de las mismas cargas» (p. 420, libro XIX, cap. 27)104.

El pasaje, muy escueto, parece resentirse de ciertas ambigüedades conceptuales y care-ce de precisiones acerca de los límites de la respuesta institucional a las crisis que esboza, no obstante lo cual lo lógico es interpretarlo a la luz de las ideas generales de su autor, para quien, como se ha dicho, el mejor gobierno es el limitado, con separación de poderes y controles mu-tuos entre los órganos públicos. Por lo tanto, si bien analizado de manera aislada pudiera llevar a creer que Montesquieu pensó en una concesión amplia de poderes extraordinarios al gober-nante de una nación libre que tuviera que enfrentar una amenaza existencial (¿una especie de «plenos poderes» o de innominada prerrogativa regia?), su lectura en relación sobre todo con el Libro XI de El espíritu de las leyes conduce por un camino distinto.

Pues, precisamente al abordar el estudio de la Constitución inglesa, Montesquieu (2002) sostiene, con palabras célebres, que «es una experiencia eterna que todo hombre dotado de poder es proclive a abusar de él, extendiéndolo hasta donde encuentra límites», de donde se sigue la necesidad de que «el poder refrene al poder» (p. 244 y 245, libro XI, cap. 4)105. Esta visión mecanicista, conforme a la cual el filósofo francés parece trasladar a la esfera de la polí-

104 Véase también Chevallier (2011, pp. 128 y 129).105 No debe perderse de vista, por lo demás, que para el pensador de La Bréde, Inglaterra es una forma de república

que «se encubre con formas de monarquía» (Montesquieu, 2002, p. 156, libro V, cap. 19). Véase también Pangle (2010, p. 82; 1973, p. 114).

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tica los descubrimientos de Newton en el campo de la física106, supone comprender el poder «en términos de relaciones de fuerza opuestas» (Singer, 2009, p. 100, traducción propia)107. Dado que Montesquieu tiene una idea de poder como «fuerza sola, sin otra finalidad que su sola expansión indefinida», surge como consecuencia «la necesidad de dividir el poder contra sí mismo, balanceando fuerza contra fuerza, en orden a impedir al poder la realización de su vocación despótica» (Singer, 2009, p. 97, traducción propia). Y es que, para Montesquieu (2002), el despotismo no es solo una clase de gobierno, sino la más difundida y corriente (p. 150, libro V, cap. 14), expresándose en todo el ámbito de lo político debido a que «dondequiera que hay sociedad, hay poder, y dondequiera que hay poder, el régimen despótico es siempre posible» (Singer, 2009, p. 99, traducción propia)108.

Desde luego, parece también harto significativo que sea justamente el afamado Capítulo 6 del Libro XI de El espíritu de las leyes —el cual Montesquieu (2002) dedica al análisis de los aspectos institucionales de la Constitución inglesa y donde formula la teoría de la división de po-deres— el que plantee en términos más comprehensivos, aunque no con menor brevedad, cuáles han de ser los mecanismos para someter el peligro en que el Poder Legislativo pudiera estimar que se encuentra, a causa de «alguna conjura secreta contra el Estado o alguna inteligencia con enemigos exteriores», en cuyo caso «podría permitir al Poder Ejecutivo, por un tiempo reducido y limitado, mandar prender a los ciudadanos sospechosos, quienes no perderían temporalmente la libertad más que a fin de conservarla para siempre» (p. 248, libro XI, cap. 6).

Varios son los elementos que conviene destacar de la propuesta de gobierno de crisis que Montesquieu delinea aquí con singular concisión. Ante todo, la titularidad de la declaración y del otorgamiento de poderes extraordinarios corresponde en exclusiva al Poder Legislativo. Él tiene la facultad de habilitar a quien ejerce la potestad ejecutiva. Solo él juzga si existe una situación de emergencia, la cual debe ser de «peligro». De otro lado, lo que en la actualidad se llamaría las causales o supuestos habilitantes, ciertamente de naturaleza extraordinaria, son dos: (i) una «conjura secreta contra el Estado»; (ii) la «inteligencia con enemigos exteriores». Pare-cen, pues, supuestos de conspiración interna y traición, que resulta razonable poner en relación con actos de sedición o guerra externa.

Un tercer elemento es que el titular de los poderes extraordinarios es, desde luego, el Po-der Ejecutivo, lo que no es en sí mismo una novedad, pero sí es remarcable que, en el esquema presentado, al igual que en la tradición de la dictadura republicana, se encuentran separados los poderes de instaurar el estado de excepción y de ejercer los poderes extraordinarios. En adición a ello, debe notarse que el mandato que el Gobierno recibe consiste propiamente en una habilitación o permiso (de lo que, al menos desde un punto de vista analítico, se sigue que podría no emplearlo, si acaso cesa la justificación existente para su concesión).

También importa poner de relieve el plazo, que no aparece determinado, pero sí cuenta con una clara indicación genérica de brevedad: los poderes excepcionales deben ser ejercidos únicamente «por un tiempo reducido y limitado». En cuanto se refiere al contenido de la po-testad concedida, esta se halla ciertamente restringida y acotada: ella consiste solo en «mandar prender a los ciudadanos sospechosos». Se trata, en consecuencia, de una facultad de arresto

106 Véase Jardin (1989, p. 31); Lowenthal (2004, p. 487).107 Véase también Lowenthal (2004, p. 487).108 Véase también Jardin (1989, p. 38). Thomas L. Pangle hace notar que «prácticamente todos los que alguna vez han

comentado El Espíritu de las Leyes han reconocido que el despotismo sirve como el horrible polo negativo que brinda la más clara orientación para la brújula moral de todo el trabajo». (Pangle, 2010, p. 28, traducción propia).

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extraordinario por meras sospechas, lo que remite a las instituciones, de origen inglés, de la detención preventiva y la suspensión del habeas corpus (Cruz Villalón, 1980, pp. 248 - 250). Por lo demás, con un giro estilístico claro al autor —que no suprime sino que, más bien, enfatiza la paradoja—, Montesquieu explicita que se trata de suprimir temporalmente la libertad, pero «a fin de conservarla para siempre».

Como puede observarse, el sucinto fragmento de Montesquieu en que, junto con el análisis institucional de la Constitución de Inglaterra, esboza las respuestas estatales frente a las emergen-cias que amenazan con desestabilizar el régimen político, reviste, en todo lo que fuere posible, las mismas características de la teoría política y constitucional del filósofo nacido en La Brède. El gobierno de emergencia deberá, por lo tanto, hallarse sujeto también a limitaciones que impidan su uso abusivo, el cual a la postre podría acarrear la conversión del régimen moderado en des-potismo y tiranía. Algo que podría perfectamente ocurrir, según observó Montesquieu al estudiar el devenir histórico de las repúblicas aristocráticas de Roma y Venecia. Frente a ello, como recalca Paul A. Rahe (2009), «Montesquieu está persuadido de que “leyes extremas”, aun cuando fueren desplegadas “por el bien”, casi siempre “dan nacimiento al mal extremo” y de que «es la modera-ción la que gobierna a los hombres y no el exceso» (p. 76, traducción propia).

La honda huella que el pensamiento de Montesquieu hubo de dejar en el liberalismo democrático posterior incluirá, con toda razón, sus consideraciones sobre las instituciones de emergencia y el gobierno de crisis. Aunque surgirán disputas acerca del sentido y alcance de su legado intelectual en este terreno, también aquí resultará atinada la calificación que, pocas décadas más tarde, le otorgará James Madison, como «el oráculo que es siempre consultado y citado» (Dumitrescu, 2013, p. 23; Fuentes, 2011, p. 48; Lay Williams 2010, p. 526).

3. ConclusionesLas principales conclusiones de la revisión del pensamiento constitucional de Locke y Mon-tesquieu sobre las emergencias políticas y los poderes de excepción de los que han de estar investidos los gobernantes, que este ensayo propone, son las siguientes:

(1) El Segundo tratado sobre el gobierno civil, de John Locke (1690), y El espíritu de las leyes, de Montesquieu (1748), establecen las bases teóricas del emergente Estado liberal de derecho, propio de la modernidad política, y, como parte de este esfuerzo fundacio-nal, esbozan también los lineamientos primordiales de dos modelos de poderes de excepción constitucional: uno, propio del régimen político inglés; el otro, característico de la forma de gobierno de Francia.

Estos modelos de gobierno de emergencia, a implementar ante el desafío de la violencia política (guerras en el frente externo, sublevaciones internas), si bien ocupan un espacio marginal en las obras de Locke y Montesquieu y muestran cierta vaguedad o indeterminación, tienen gran relevancia teórica y práctica, puesto que suponen, preci-samente, la suspensión excepcional del orden político-constitucional de la normalidad, puesto que han tenido un gran impacto histórico en el constitucionalismo occidental.

(2) En particular, ciertos principios y rasgos de la prerrogativa real y del régimen de ex-cepción consistente en el arresto temporal de sospechosos, en ambos casos sujetos a límites propios de la naciente legitimidad popular y la división de poderes, se perfilan como esenciales y perduran, de distinta manera y en diferentes dosis o combinaciones,

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en los ordenamientos constitucionales contemporáneos nacidos de las experiencias revolucionarias norteamericana y francesa de fines del siglo XVIII.

Dichos principios y rasgos que, decantados por la experiencia histórica, pasan a formar parte del caudal teórico-institucional de la Constitución de emergencia, son: la finalidad de defender la Constitución vigente y restaurar el orden de la normalidad constitucional, la limitación temporal, la heteroinvestidura del titular de los poderes excepcionales o la diferencia entre la autoridad que declara la excepción y la que ejerce los poderes de emergencia (únicamente en el planteamiento de Montesquieu), la preocupación por introducir límites y controles a la arbitrariedad, y la protección de los derechos fundamentales, incluso de aquellos sometidos a suspensión.

(3) Para Locke, el poder de prerrogativa autoriza al Rey a actuar de manera ilegal, ya que le permite ir más allá de las leyes y aun contradecirlas o prescindir por completo de ellas, lo que no significa, empero, que tal poder sea arbitrario o carezca de límites, ni tampoco que se halle fuera del campo del derecho y, por ende, sustraído a las regu-laciones jurídicas. Su principal vinculación es, sin embargo, no con la ley del derecho positivo, sino con las normas derivadas del derecho natural. Así, pues, la teoría de la prerrogativa regia de John Locke no se configura, en modo alguno, como una tesis absolutista o decisionista.

(4) Locke no prevé garantías institucionales contra el abuso de los poderes de emergen-cia, sino, como indica Marc de Wilde, solo «garantías débiles» (soft guarantees). Ello no quiere decir, sin embargo, a despecho de lo que afirman Oren Gross y Fionnuala Ní Aoláin, que la prerrogativa lockeana prescinda de «un concepto de rendición de cuentas crucial» o que no imponga una «ética de la responsabilidad» sobre el uso de los poderes de emergencia por el gobernante, aunque sí es cierto que no crea «barreras bastante fuertes contra el fácil empleo de poderes extra-legales por las autoridades públicas». Por lo tanto, junto con Marc de Wilde, debe recalcarse que para John Locke la prerrogativa del Ejecutivo puede ser juzgada siempre de acuerdo con criterios legales.

(5) Montesquieu consideró las magistraturas excepcionales y exorbitantes de Roma y Ve-necia —la dictadura republicana y la inquisición de Estado, respectivamente— como necesarias para la conservación de la organización estatal, dadas sus peculiares ca-racterísticas que las obligaban a actuar contra el pueblo y los nobles, en cada caso. No obstante, a la vez juzgó que se trataba de instituciones tiránicas y susceptibles de emplear gran violencia. Por esta razón las desestimó como parte de su modelo de gobierno limitado, fundado en la división de poderes y en los frenos y contrapesos como medio de garantizar la libertad política. Al mismo tiempo, descartó la prerro-gativa regia, propia del orden constitucional inglés que tanto admiró, como institución para hacer frente a las emergencias que amenazaran la existencia del Estado.

(6) El sucinto fragmento de El espíritu de las leyes en que, junto con el análisis institucional de la Constitución de Inglaterra, Montesquieu esboza las respuestas estatales frente a las emergencias que amenazan con desestabilizar el régimen político, reviste, en todo

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lo que fuere posible, las mismas características de la teoría política y constitucional del filósofo nacido en La Brède. El gobierno de emergencia deberá, por lo tanto, hallarse sujeto también a limitaciones que impidan su uso abusivo, el cual a la postre podría acarrear la conversión del régimen moderado en despotismo y tiranía.

(7) Las limitaciones en que pensó Montesquieu incluyen la atribución en exclusiva al Poder Legislativo de la titularidad de la declaración del estado excepcional y del otor-gamiento de poderes extraordinarios, de suerte que quien ejerce dichos poderes ex-traordinarios —esto es, el Ejecutivo— no puede decidir por sí mismo asumirlos, sino que debe esperar la habilitación del órgano de representación popular. También le importó a Montesquieu el imponer un límite temporal, pues, si bien el plazo no apare-ce determinado, sí cuenta con una clara indicación genérica de brevedad: los poderes excepcionales deben ser ejercidos únicamente «por un tiempo reducido y limitado».

Pero más importante que todo ello, quizá, es el contenido de la potestad con-cedida, ya que esta se halla ciertamente restringida y acotada, consistiendo solo en «mandar prender a los ciudadanos sospechosos». Se trata, en consecuencia, de una facultad de arresto extraordinario por meras sospechas, lo que remite a las institu-ciones, de origen inglés, de la detención preventiva y la suspensión del habeas corpus. Con un giro estilístico caro al autor —que no suprime sino que, más bien, enfatiza la paradoja—, Montesquieu explicita que se trata de suprimir temporalmente la libertad, pero «a fin de conservarla para siempre».

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Article 48 of the Weimar Constitution. Legal History Review, 78(1-2).

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COMENTARIOS

Betzabé Marciani BurgosProfesora del Departamento Académico de Derecho, PUCP*

Quiero comenzar agradeciendo al Centro de Investigación, Capacitación y Asesoría Jurídica del Departamento Académico de Derecho (CICAJ - DAD) por la invitación que amablemente me extendieron para comentar el cuaderno de mi colega y amigo, Abraham Siles. Este es un trabajo que se enmarca en una investigación más extensa y que está vinculada a su futura tesis docto-ral. Además, debo decir que el artículo del profesor Siles es un punto de partida que anticipa, desde ya, lo que será una excelente tesis.

Quizá debería empezar haciendo mención —como se estila— a las virtudes del tra-bajo. Sin embargo, como el propósito de realizar estos comentarios no es únicamente alabar el trabajo sino también proponer algún tipo de crítica, que es lo que procederé a hacer en las líneas siguientes.

Un aspecto resaltante desde el punto de vista formal es la rigurosidad y exhaustividad de la investigación en cuanto al manejo de fuentes, además de la calidad de la redacción. Me gustaría destacar que nos encontramos frente a una investigación histórica que va más allá de la mera mención de datos, pues establece un diálogo entre los aportes de los padres fundadores del liberalismo (Locke y Montesquieu) y los sucesos actuales, tanto en la filosofía política como en el derecho constitucional en relación con los regímenes de excepción o poderes de excep-ción que se configuran en el contexto de inseguridad y terrorismo global.

Las reflexiones que aparecen al inicio del trabajo son iluminadoras debido a que no solo describen las tesis de Locke y Montesquieu, sino que buscan corregir las distorsiones que los defensores de los poderes amplios de excepción han hecho respecto de estas tesis. Siles resalta justamente estas lecturas distorsionadas de ciertas frases o partes de estos trabajos de los autores clásicos.

Asimismo, Abraham Siles señala que muchas de estas discusiones nos acercan al eterno debate de las relaciones que existen —o deberían existir— entre derecho, ética y política. Como señala Luigi Ferrajoli, en el marco de un Estado constitucional de derecho esto ya no debería ser ma-teria de discusión, dado que el constitucionalismo ha dejado claramente establecidos los rigurosos límites que se establecen al poder del soberano y al uso de los poderes de excepción.

Aunque, como afirma el profesor Siles, en los hechos, lo anterior no es tan cierto, y el caso del Perú es bastante ilustrativo. En su artículo, por ejemplo, se ha referido a las situaciones que se presentan a raíz de los desafíos de la criminalidad y los rezagos del terrorismo que todavía existen en nuestro país.

En todo caso, y partiendo de lo planteado por Ferrajoli, creo que esto se encontraba bastante regulado en el Estado constitucional de derecho. No obstante, en el ámbito global

* http://www.pucp.edu.pe/profesor/betzabe-marciani-burgos/

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de las relaciones internacionales, vivimos todavía, como enuncia el autor citado, un «vacío de derecho público» que determina que los criterios deben estar sometidos a la fuerza y no a la legalidad. Esto, como hemos visto muchas veces, no tiene la pretensión de someterse a la legalidad en el futuro. En todo caso, como dice Siles, no es casual que «agobiado el mundo por el fenómeno del terrorismo global, se haya avivado la reflexión académica sobre las propuestas de Schmitt» —de quien hace una interesante aunque breve reflexión—, de forma que algunos autores hoy prefieren dejar de lado el modelo de Estado de derecho y optan por un «modelo de medidas extra-legales», o, en otras palabras, por un modelo de poderes ilimitados del so-berano frente a las emergencias políticas y que más bien se distancian del modelo de Estado de derecho reglado.

Como uno de los propósitos de estos comentarios es la sana crítica y no la adulación, me veo compelida a realizar alguna crítica. Hacia el final, el autor nos deja en suspenso respecto del tema inicial de este diálogo que él establece entre el pasado y el presente. Entonces, se cierra el desarrollo de los autores —Locke y Montesquieu— y nos quedamos sin saber lo que ocurre hoy en día y cómo es que estas reflexiones se reflejan en los hechos actuales. Yo me imagino, dado que conozco el trabajo del profesor Siles, que esto se debe a que está reservan-do un desarrollo más extenso para su tesis doctoral.

En este punto, me gustaría realizar unos breves comentarios en relación con los dos modelos que propone el autor. Por una cuestión de preferencias personales, sin duda, el mode-lo que me ha resultado más atractivo es el de John Locke. De la mano de ciertos autores, Siles describe el modelo de Locke de la siguiente manera: este puede ser caracterizado como «un catecismo protestante del antiabsolutismo, en el que el derecho natural se ensambla hábilmen-te con la constitución inglesa». De este modo, el poder del soberano tiene como justificación y límite el respeto de los derechos naturales del individuo.

El profesor Siles se ha referido a esto, como sabemos, en el marco de la teoría con-tractualista que propone Locke, en el que los derechos naturales son la razón de ser de este contrato social, pero también el límite del poder que se delega al soberano. Ello supone que, en casos extremos, se autorice el derecho de resistencia de los súbditos ante regímenes tiránicos que vulneren los derechos naturales.

En torno a estas potestades de excepción, en el texto se desarrolla la llamada prerroga-tiva regia, y uno de las temas que me pareció interesante es la distinción que se establece entre lo ilegal y lo arbitrario, porque, en un momento determinado, dada una situación de necesidad —y que es absolutamente excepcional—, el juez no solamente puede ir más allá de la ley en los casos de vacío legal, sino que, incluso, puede ir en contra de la ley, aunque su poder no es absoluto, y, en ese sentido, no es arbitrario.

De esta manera, cabe hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué y cómo el soberano podría ir más allá de la ley o aun contra su texto? Locke llamaba la atención sobre algo que ahora a nosotros nos resulta claro. Ello debido a los límites que son inherentes a la capaci-dad de regulación de la ley, como lo son su generalidad y la incapacidad de abarcar todos los posibles casos de excepción futura. De cualquier modo, este comportarse al margen o incluso en contra de la ley no supone incurrir en arbitrariedad, ya que esta manera de actuar debe estar guiada por la consecución del bien común y tiene como límite el respeto de los derechos naturales del individuo. Locke señalaba que si bien existen estás potestades del soberano terminan cayendo dentro de lo ilegal, no se encontrarían dentro de lo arbitrario debido a los límites señalados anteriormente. Por eso, hoy hablamos de principios, porque

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en aquello que no está regulado por las leyes, los principios pueden entrar a llenar el vacío o hacer una interpretación extensiva de la regla.

Pasando al análisis de la postura de Montesquieu, aun cuando acepta la figura del «arres-to temporal de sospechosos», su cariz liberal lo lleva a señalar que existen límites, aunque todavía vagos como en el caso de Locke, y que están representados por la necesidad y tem-poralidad. Por ello, en cualquiera de las formas de gobierno que dicho autor desarrolla en su conocida tipología —república, ya sea democrática o aristocrática, o monarquía—, ensalza la moderación en el uso del poder, virtud a la que responde también a su conocida tesis de la separación de poderes.

No quiero finalizar mis comentarios sin antes reiterar que es un texto muy riguroso y que —considero— debe ser leído por todos aquellos que están interesados en estos temas, ya que transita no solo por la filosofía política, sino también por el derecho constitucional y la filosofía del derecho, sin duda. Los invito a leer el texto del doctor Siles y agradezco una vez más la oportunidad al CICAJ - DAD.

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RESPUESTA DEL AUTOR

Ante todo, mi agradecimiento a mi querida colega y amiga, la doctora Betzabé Marciani, por tomarse el tiempo de escribir los comentarios referidos a mi texto. Recibo las críticas que ella me formula, y que cualquiera me formule, con la mayor apertura. Quiero hacer, a manera de comentario final, una observación, justamente, respecto a esta invocación de la obra de Schmitt y lo que la profesora Marciani denomina una especie de diálogo —aunque inconcluso— entre el pasado y el presente que encuentra en mi texto.

Schmitt tiene dos textos muy importantes acerca de la dictadura y los poderes de excepción, los cuales son La Dictadura (1921) y Teología Política (1922). En La Dictadura, Sch-mitt propone dos modelos de régimen dictatorial. El primero es la dictadura comisaria, que busca mantenerse dentro del marco constitucional para salvar la constitución. Usa de esta manera el término «dictadura» en su sentido clásico, originado en la Roma Republicana, el cual no presenta una connotación negativa —sentido compartido por Maquiavelo y Schmitt—, a diferencia de lo que ocurre ahora. El segundo es la dictadura soberana o revolucionaria, que intenta instaurar un nuevo orden constitucional. Schmitt hace esta distinción en la primera de sus obras mencionadas.

En Teología Política ya no observaremos esta diferenciación. Schmitt señalará que el soberano será el encargado de decidir sobre el estado de excepción. Como bien dice McCor-mick, esta es una de las frases más famosas de la teoría política en Alemania y, probablemente, también una de las más infames, debido a que sitúa al soberano por encima de cualquier límite y por encima de la legalidad. De esta manera, frente a una emergencia —una guerra o la sub-versión interna— el soberano será quien decida; resultando ser esta una tesis decisionista más que una de Estado de derecho.

Actualmente, después de los ataques del 11 de setiembre de 2001 en los Estados Unidos de América hasta los recientes ataques del Estado Islámico, persiste este desafío del terrorismo global o terrorismo internacional y, entonces, la academia de las democracias cons-titucionales llamadas avanzadas ha empezado a revisar los antecedentes y diversos autores buscan poner de su lado a Locke o Montesquieu.

En la academia estadounidense, autores como Oren Gross, Fionnuala Ní Aoláin, Mark Tushnet o Bruce Ackerman procuran ampliar los poderes extraordinarios para enfrentar el desafío del terrorismo. Es muy interesante, por ejemplo, la manera como Gross y Ní Aoláin intentan establecer una especie de estirpe académica y tratan de conectarse con Locke. En ese sentido, estos autores sostienen que en Locke existe la prerrogativa que le permite al sobera-no salirse del derecho, por lo que las respuestas ante las emergencias han de quedar sujetas a llimitaciones de naturaleza política y moral, pero no jurídica. Así, critican a Locke, señalando que su planteamiento carece de un principio de responsabilidad, lo que, como trato de explicar en mi artículo, es errado.

Detrás de críticas como estas subyace la idea, si se me permite jugar con una frase de Jorge Luis Borges, de que cada autor inventa a sus precursores. En otras palabras, cada uno lee en los autores del pasado lo que seguramente más le interesa ahora, o, en todo caso, desde

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una perspectiva que favorece a su propio punto de vista. No obstante, es interesante —insis-to— revisar estos antecedentes, para corregir las distorsiones o para mostrar el uso que se les da desde distintos puntos de vista, los cuales no son ilegítimos, sino que son objeto —y deben serlo— de discusión académica para establecer qué es admisible y qué no lo es.

Lo que sí podemos decir es que estas tesis políticas o sociológicas, que confrontan al normativismo del Estado de derecho (defendido por autores como David Dyzenhaus, Ronald Dworkin o Luigi Ferrajoli) afirmando que no es el derecho el que debe establecer los límites al ejercicio de poderes extraordinarios frente al desafío del terrorismo, sí buscan establecer lími-tes, además de un sistema de rendición de cuentas, solo que de naturaleza política. Considero que lo anteriormente descrito, en un país como Perú o, incluso, en las democracias avanzadas, no es el modelo adecuado, sino que deben intervenir el principio del Estado constitucional de derecho, el imperio de la ley y el rol de protección y control de los jueces; y que, en todo caso, debe encontrarse presente el sistema de rendición de cuentas. Asimismo, considero que deben existir controles políticos a través del Parlamento o de la propia ciudadanía, mas no como alter-nativa, sino como complemento de las tesis normativistas o de Estado de derecho.