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www.ladeliteratura.com.uy EL ORÁCULO DE DELFOS Santuario de Apolo en Delfos Nilssoln, Martin “Se buscaba y se obtenía del oráculo el consejo referente a los detalles triviales de la vida diaria y respecto a las complicaciones mundanas. No podemos saber en qué medida contribuyó a aliviar las conciencias culpables en lo que se refiere a los pequeños problemas de la vida diaria: Aconsejaba a los estadistas y a los colonizadores…” (:248) “Para ajustar correctamente sus relaciones con los dioses, los hombres necesitaron una corte de apelación divina, alguna autoridad divina que les indicara lo

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EL ORÁCULO DE DELFOS

Santuario de Apolo en Delfos

Nilssoln, Martin

“Se buscaba y se obtenía del oráculo el consejo referente a los detalles triviales de

la vida diaria y respecto a las complicaciones mundanas. No podemos saber en qué

medida contribuyó a aliviar las conciencias culpables en lo que se refiere a los

pequeños problemas de la vida diaria: Aconsejaba a los estadistas y a los

colonizadores…” (:248)

“Para ajustar correctamente sus relaciones con los dioses, los hombres necesitaron

una corte de apelación divina, alguna autoridad divina que les indicara lo

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adecuado y lo correcto. Esto constituye una limitación para la soberanía del

pueblo. Ni la mayoría de la asamblea popular ni el legislador civil podían tomar

decisiones respecto a los problemas relativos a los dioses. Apolo estaba dispuesto a

ayudar, por medio de su oráculo o por medio de sus delegados, los “intérpretes”

(exégetas). Sin duda alguna, éstos eran originariamente hombres de una

experiencia especial en el dominio del sistema sagrado y de sus tradiciones, pero

debieron someterse a la influencia de Delfos y buscar apoyo en su autoridad…”

(:239)

mesther
Texto escrito a máquina
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LA SIBILA (FRAGMENTO)

-Pär Lagerkvist-

(EMECE; Bs. As., 1958)

La sibila (Diego Velázquez 1644-48)

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Se acercaba el séptimo día del mes de primavera, día consagrado al dios: entonces

sería pitonisa por vez primera. Yo era la única de quien debían ocuparse, porque la

mujer que había sido pitonisa antes que yo había muerto de repente en circunstancias

extrañas que no les interesaba dar a conocer. Para aquella solemnidad que duraba varios

días se preveía gran afluencia de peregrinos, preocupados por adivinar cómo me las

compondría en mi primera experiencia: ¿hablaría el dios por mis labios? Y yo

¿resistiría tan gran esfuerzo durante tantos días? Me colmaban de atenciones y de

deferencias, pero no porque les importara mi persona. Ya entonces lo advertí, a pesar de ser

aún una niña y de encontrarme por vez primera entre gente extraña, de quien lo

ignoraba casi todo. También comprendí que no vivían para el dios, sino para su

templo, y que amaban a éste y no al dios, preocupados tan sólo por el prestigio y la

fama del santuario en el mundo.

Como siempre, los peregrinos acudirían en gran número a la fiesta solemne y la

consideraban sagrada porque todos los ciudadanos vivían a expensas del dios.

Entonces desconocía todo esto; sin duda advertía gran agitación, pero no le

concedía mayor importancia. En cierto sentido ni siquiera la veía. Persistía en la

apatía en que quizá me había sumido el dios, y me mostraba indiferente por

completo hacia cuanto acaecía a mi alrededor.

Al fin llegó el gran día consagrado al dios, y se iniciaron las fiestas en su honor.

Aún hoy recuerdo muy bien aquella mañana. Jamás he visto brillar el sol tanto como

cuando se asomó aquel día tras las montañas. Tras tres días de ayuno me sentía ligera como

un pájaro. Me bañé en la fuente Castalia: el, agua era fresca y me sentí pura, limpia de

cuanto no perteneciera a aquella alborada divina. Luego me vistieron y me prepararon

para los esponsales con el dios, y a paso lento recorrí el camino sagrado hasta el recinto

del templo. Sin duda inmenso gentío se apretujaba a ambos lados del camino y en el propio

recinto, mas no lo advertí, ignorando su presencia: sólo existía para el dios. Ascendí los

peldaños del templo, donde un sacerdote me roció con agua bendita, y crucé el umbral

del resplandeciente santuario. Penetré en aquel lugar magnífico, donde el dios no me

esperaba y donde no estaba previsto que yo le sirviera. Avancé con lágrimas que

me quemaban los párpados, que no osaba alzar —había cerrado los ojos para no ver la

magnificencia del dios y tal vez defraudarle al eludir la misión para la que me había

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elegido —. Guiada por dos sacerdotes, pasé ante el altar sobre el que ardía la llama

eterna, crucé la sala de los peregrinos y por la angosta escalera oscura alcancé el

acceso.

Fuente Castalia

Como la vez anterior, también ahora había poca luz allí, y se requirió algún tiempo

antes que pudiera distinguir los objetos. Pero al instante advertí el humo acre que salía por

la hendidura, y hasta me pareció más acre y soporífero que antes. También noté en

seguida el hedor a cabra, pero mucho más fuerte y desagradable que la vez anterior. No

entendía nada. Debía de arder algo, porque olía a chamusquina. Más tarde vi que ardía

algo en una cubeta situada en la penumbra, y divisé a un hombrecillo inclinado sobre

ella, que aventaba las brasas con un ala de pájaro, probablemente un milano. Una serpiente

amarillenta se arrastró a sus pies, pero desapareció en la oscuridad. Su vista me llenó de

terror, al recordar el rumor de que la pitonisa que me había precedido murió por la

mordedura de un áspid. No le había dado fe porque la primera vez que estuve allí no vi

ningún reptil. Muy pronto supe que era cierto, y que siempre había habido en aquel

lugar serpientes, que eran objeto de gran veneración por ser los animales preferidos del

oráculo y estar dotadas de la divina facultad adivinatoria. Supe también que lo que ardía

en la cubeta eran ramas de laurel, el árbol consagrado al dios, cuyo humo debía aspirar la

sacerdotisa para que el espíritu del dios penetrara en su cuerpo.

De pronto el hombrecillo dejó la cubeta y el ala de pájaro y me miró tan cortés

que se calmó mi miedo. Su rostro enjuto y rugoso era jovial, y sus labios esbozaron una

sonrisa. Ignoraba entonces que aquel hombrecillo sería mi único amigo en el santuario, mi

único apoyo y mi único consuelo durante años y años, especialmente cuando el hado

cayó sobre mí como un águila desde los huecos de la roca.

Entumecida, apenas si hice caso de él, aun sabiendo que era distinto de los

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demás, que era bueno y que sólo deseaba mi bien, mientras seguía dedicado a su

trabajo. Me ofreció un recipiente lleno de hojas frescas de laurel, recién cogidas en el

bosque consagrado al dios, y que yo debía masticar junto con las cenizas para que el

espíritu del dios penetrara en mi cuerpo. Como si intentase calmar mi turbación, el

hombrecillo me sonrió; y entre todos aquellos horrores su sonrisa resultaba buena y

tranquilizadora. Naturalmente no me dijo nada, porque nadie podía hablar en la entrada

del templo.

Las hojas que me había ofrecido tenían

un sabor desagradable, y ya fuese porque

comenzaron a producir su efecto en mí, ya

porque estaba agotada por el prolongado ayuno,

experimenté una sensación extraña y me tambaleé

levemente. Los dos sacerdotes del oráculo, que me

vigilaban continuamente, me ayudaron a subir al

trípode, pues jamás hubiera logrado subir sola, y

colocaron el recipiente de las cenizas en un alto escabel para que estuviera a la altura de

mi rostro y pudiera así aspirar el humo soporífero cada vez que respirara. Era tan acre

que se iba apoderando de mí un extraño desfallecimiento.

Mayor efecto aún me producían las emanaciones que salían por la hendidura. Ahora

que estaba sentada encima advertía cuán venenosas y nauseabundas eran. Resultaba todo

tan horrible que por un instante cruzó por mi mente el recuerdo de lo que algunos

decían, que la hendidura alcanzaba el reino de la muerte y por ella el oráculo recibía

su poder, porque sólo la muerte lo conoce todo. Tuve miedo de la sima que se abría

bajo o mis pies y sentí la angustia de perder el conocimiento y hundirme en el abismo.

Terror al reino de la muerte. Parecía como si me fuese hundiendo, hundiendo cada vez

más... Pero ¿dónde? ¿Dónde estaba el dios? ¿Dónde? ¡El dios no estaba allí, no venía a

mí! ¡No me invadía con su espíritu, como me había prometido! Sólo me hundía,

me hundía cada vez más...

Completamente aturdida, casi intoxicada, divisé vagamente a uno de los sacerdotes

que traía a mi presencia un macho cabrío de extraordinaria cornamenta; lo arrastraba

fuera de la oscuridad de la entrada, rociándole de agua la cabeza, o al menos así me lo

pareció. Después perdí el conocimiento...

Pero de pronto todo cambió. Sentí una sensación de alivio y de liberación:

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no el sentimiento de la muerte, sino el de la vida. ¡Vida! Una inefable sensación

de placer, pero violenta e inigualable... ¡Era él! ¡Él! Sí, era él que me invadía; lo

sentía, me daba perfecta cuenta de ello. Me invadía, me aniquilaba y me llenaba

por completo de sí, de su dicha, de su alegría, de su éxtasis. ¡Oh, era maravilloso

sentir su espíritu descendiendo sobre mí y llegar a ser suya, completamente suya;

ser poseída por el dios, por el éxtasis inconmensurable, por la dicha infinita y

por la alegría desenfrenada que había en el dios! ¿Existe algo más edificante que

compartir con el dios la felicidad de existir?

Semejante sensación prosiguió en aumento, siempre acompañada de éx-

tasis y placer, pero demasiado violenta, demasiado aplastante. Era superior a mis

fuerzas, me enloquecía produciéndome un dolor ilimitado... Sentí que mi cuerpo

comenzaba a retorcerse presa de la agonía y del tormento, impelido y rechazado

por doquier, y se me agarrotaba la garganta como si estuviese a punto de

ahogarme. Pero en vez de ahogarme empecé a lanzar terribles gritos, mientras

mis labios se movían contra mi voluntad: no era yo quien profería aquellos gritos y

movía los labios. Oía estentóreos gritos, sin comprender su significado. Yo los

emitía, procedían de mis labios fláccidos, pero aquélla no era mi voz. . . No, no era

yo misma, no me pertenecía a mí misma; era suya, sólo suya, ¡y esto era terrible,

terrible y nada más!...

No sabría decir cuánto duró, porque perdí el conocimiento. Ni sé tampoco cómo

salí de allí, ni lo que ocurrió después, ni quién me ayudó, ni quién cuidó de mí. Cuando

desperté estaba en la casa contigua al templo, donde entonces vivía, y me dijeron que

había caído en un profundo sueño, debilitada por el ayuno. Me refirieron también que los

sacerdotes estaban muy satisfechos de mí y que, como sacerdotisa del oráculo, había

sobrepasado sus más halagüeñas esperanzas. Me lo dijo la vieja con quien vivía, y al acabar

sin charla me dejó descansar.

La sibila de Delfos (Miguel Ángel, Capilla Sixtina-1509)

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También puedes ver…

Detrás de la máscara

Dioses grecorromanos

El Lector nº6 (Los dioses del Olimpo)

Para saber más…

Lagerkvist, Pär- “La sibila” (EMECE; Bs. As., 1958)

Nilssoln, Martin- “Historia de la religión griega” (EUDEBA; Bs.As., 1956)

http://aula2.el-mundo.es/aula/noticia.php/2004/03/01/aula1077908056.html

http://es.wikipedia.org/wiki/Or%C3%A1culo_de_Delfos

http://terraeantiqvae.blogia.com/2005/062502-el-ombligo-del-mundo.-los-misterios-

toxicologicos-del-oraculo-de-delfos.php

http://www.artehistoria.jcyl.es/civilizaciones/contextos/7851.htm

http://www.ffil.uam.es/hellas/Arcaismo/histo_ar/religion/religion.html

http://www.theoi.com/