El nacimiento de Venus - Torres Bodet

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1 NACIMIENTO DE VENUS En el torbellino de las acciones, en el oleaje de la vida, ondulo subiendo y bajando, me agito de un lado para otro. Nacimiento y muerte, océanos. Actividad cambiante, vida: así trabajo yo tejiendo, sobre el telar del tiempo, el ropaje de mis dioses. Goethe, Fausto 1 Una ola tiránica, civilizadora, elocuente. Otra ola concisa, psicológica, cerebral. Una ola del Mediterráneo, pesada como una túnica; teatral y sonante como un coturno. Una ola con coraza, para llevar a Cartago la noticia de una derrota de Aníbal o devolver a Corinto el recuerdo de una verdad de Nerón. Sin miedo y sin largueza. Avara y valiente. Supersticiosa e incrédula. Una ola para guerreros, para latifundistas… Un pedazo de espuma absolutamente romana. Pero, en seguida, ese rizo de agua de ritmo claro y alegre. Esa ola desnuda, que acompasó con los remos el canto de Salamina. La que no se olvidó de incrustar en la playa, sobre la arena, a la hora justa, esa guija inocente, lisa y redonda, en que se pulía la tartamudez de Demóstenes. Sin sangre, sin lágrimas, sin epítetos… Esa ola griega. ¿Paralelo de historia antigua? ¿Tema para el examen de algún bachillerato brillante? Sin metáforas, de una extremidad a otra de la antítesis, la cabellera rubia de Lidia se despeinaba. Un poco aquí, sobre la ola de Grecia. Otro poco,

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NACIMIENTO DE VENUS

En el torbellino de las acciones, en el oleaje de la vida, ondulo subiendo y

bajando, me agito de un lado para otro. Nacimiento y muerte, océanos.

Actividad cambiante, vida: así trabajo yo tejiendo, sobre el telar del tiempo, el

ropaje de mis dioses.

Goethe, Fausto

1

Una ola tiránica, civilizadora, elocuente. Otra ola concisa, psicológica, cerebral.

Una ola del Mediterráneo, pesada como una túnica; teatral y sonante como

un coturno. Una ola con coraza, para llevar a Cartago la noticia de una derrota

de Aníbal o devolver a Corinto el recuerdo de una verdad de Nerón. Sin miedo

y sin largueza. Avara y valiente. Supersticiosa e incrédula. Una ola para

guerreros, para latifundistas… Un pedazo de espuma absolutamente romana.

Pero, en seguida, ese rizo de agua de ritmo claro y alegre. Esa ola desnuda,

que acompasó con los remos el canto de Salamina. La que no se olvidó de

incrustar en la playa, sobre la arena, a la hora justa, esa guija inocente, lisa y

redonda, en que se pulía la tartamudez de Demóstenes. Sin sangre, sin lágrimas,

sin epítetos… Esa ola griega.

¿Paralelo de historia antigua? ¿Tema para el examen de algún bachillerato

brillante? Sin metáforas, de una extremidad a otra de la antítesis, la cabellera

rubia de Lidia se despeinaba. Un poco aquí, sobre la ola de Grecia. Otro poco,

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allí, sobre la ola de Roma. De sus guedejas

pendían, no sin desorden, como de la red en

que tiembla una pesca magnífica, la media

luna de la frente perfecta, las oblicuas

almendras de los ojos cerrados, el dulce

balbuceo de una boca todavía implorante, el

hoyuelo de la barba sin mácula, y, con pechos

desnudos, los hombros, los brazos, el vientre:

toda la nieve indispensable para el naufragio

de una mujer.

Porque aquella estatua había sido

narcotizada para el naufragio por los doctores

de una clínica milagrosa. Se advertía, desde

luego, el millón de litros de espuma que

debieron usar para cerrarle los párpados, para

descubrirle el pecho, para interrumpirle la

blanda respiración… ¿El grito de qué marinos

frente a la muerte había quedado ululando en

esas orejas? El Mediterráneo se aproximó a

escuchar aquella alarma del hombre con el

mismo recelo, con la misma devota actitud

con que oyen los niños en las volutas de las

caracolas, el gemido de las mareas

encarceladas. Asombrado a su vez de la

angustia en que podía sumergir a los seres, el

mar histórico no sabía de qué ola valerse para

llevar a la orilla ese cuerpo desnudo. Todas las

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que, de pronto, le subían a la cabeza se hallaban contaminadas por cierta gloria,

por cierta hazaña, por cierta inútil, amarga pero ya inevitable celebridad.

Dorada, fresca, alazana, con riendas de música, esta misma había conducido a

Teseo hasta el Minotauro. No le servía. Aquella, en la adolescencia, se había

dejado violar por la galera de Marco Antonio. ¿Cómo cargarla ahora, con un

fardo tan leve?

¡Infelicidad de llamarse Neptuno! Toda una bella guirnalda de rosas latinas

se le enredaba aún en los brazos. Solo que, con los siglos, las que fueron flores

fragantes habían tenido que endurecerse, que reducirse: resultaban simples

gotas de púrpura, sobre una lisa rama de coral.

Olas azotadas por Jerjes, acariciadas por Calipso, tejidas o destejidas por

Penélope, ninguna convenía al tamaño y a la blancura reales de Lidia.

Demasiados héroes, demasiadas diosas, demasiados poetas las habitaban. Por

más que pretendiese ahondar en sí mismo, el Mediterráneo no conseguía sino

promover esa ola conocida, verdadera joya de cultura, que lame en las alegorías

marinas de los museos la firma de Rubens, el sol de Tiziano, el nombre del

Veronés. ¿A cuál no le sobraba un endecasílabo, una proa, un tridente, la

servidumbre y el símbolo de una divinidad? Bellini había ya uncido a aquélla

para la estela de su “Venecia, Emperadora del Mundo”. A ésta, Horacio la había

hecho caber, con cólera y perlas, en la breve copa metálica de una oda. Otras,

menos augustas, se conformaban con haber ofrecido un modelo a los cinceles

de Canova, un matiz a la paleta del greco, una inspiración melancólica a los

lápices castos de Lamartine.

Por eso, entre dos civilizaciones, el cuerpo entero de Lidia oscilaba, como un

pelele. Los pies sobre Atenas. La cabeza hacia Roma. Una gaviota sin patria,

sin religión, sin enigmas –una gaviota que no tenía, en las alas, una sola pluma

de mármol- vino a posarse sobre su pecho. Llevaba en cada pata una estrella.

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Le sorprendió, de improviso, el latido de una sangre invisible. Era el cuerpo de

Lidia…

La escultura no estaba muerta. Orgullosa de perder un cadáver –de ganar una

virgen-, la gaviota abrió alegremente las alas. Se echó otra vez a volar.

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El viejo azul rumoroso llevaba con infinitas precauciones a Lidia, como si la

creyera en verdad una barca de lujo. Súbitamente, los líquidos brazos que la

enlazaran se hicieron sólidos. Cada poro de agua se convirtió en grano de arena.

Cada burbuja en concha. La gran burbuja del mar la abandonó por completo.

De su hermoso viaje de náufraga no le quedaban, de pronto, sino esa sandalia

de espuma en el pie derecho y, en los hombros, esa blanda fatiga, ese tierno

deseo: el deseo y la fatiga que dejan, en el cuerpo de ciertas mujeres, los sueños

demasiado profundos.

Abrió los ojos. ¡Con qué millones de manos la estaba palpando la Tierra! Ni

un árbol, ni un pájaro, ni un candelabro de límpidos lirios había olvidado la cita.

¿Qué playa era ésa, prófuga, que por todas partes la reclamaba? Sí, no podía

negarlo: era el aire. Un abanico de plumas imponderables le repartió la luz, las

sombras, sobre los valles y las colinas del cuerpo. ¿De qué país venía ese

temblor luminoso? Lidia lo ignoraba, recién nacida de dieciocho años esbeltos;

dueña de esa dentadura jovial de treinta y seis iguales diamantes; propietaria de

dos manos de alabastro, de veinte garras de ónix, de un par de pies felices y

distintos: el izquierdo, un poco menos rojo en la planta; el derecho, con una

sandalia de espuma anudada al talón.

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Como después de una guerra –como bajo una ducha-, lo primero que hizo fue

su inventario. Estaba completa. Rápidamente, se acarició las rodillas, los brazos,

la nuca, la cabellera. Llegada a tal extremo de sí misma, se interrumpió. En

efecto, por grande y frutada que una náufraga se imagine, la cabellera es siempre

el punto de la mujer en que principia la música. Cabellos. Ondas. Celajes…

Temerosa de volver a perderse por aquel lado, Lidia dejó de pulsarse los rizos.

Más que la contemplación de su cuerpo, aquel horror a salir de sí misma la

traicionaba. ¡Qué delicia, volver a sentirse los límites! Cuando creía ya ser de

goma, de agua, de algo tan flexible, elástico y vagabundo como el pensamiento,

la tierra la insertaba de nuevo en un marco preciso, indudable, susceptible de

comprobación.

Debían ser, apenas, las once de la mañana. El hundimiento del Urania había

ocurrido a las seis. Su aventura con el mar duró sólo cinco horas. De ellas, no

recordaba sino los primeros minutos: el rostro colérico del capitán Reynolds,

inmovilizado por la tormenta como por un ataque de apoplejía; la voz de aquella

intérprete –mistress Maidens- que afirmaba a todos, en cuatro idiomas distintos,

la misma violenta y monótona incapacidad de morir.

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Órdenes. Gritos. Sollozos. Imprecaciones. Blasfemias.

Lo último que había oído sonar de humano en aquel tumulto no era la

campana de a bordo llamando a rebato, frente al océano, para sofocar el

incendio; ni el gemido de la sirena en la bruma; ni el compacto chasquido de la

ola sobre las escotillas; ni siquiera ese altavoz anacrónico de la radio que, en

plena tormenta, se había puesto a transmitir un minué.

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El último en apagarse de todos los ruidos de aquella noche, en los oídos de

Lidia, fue el tic-tac de su reloj de pulsera, corazón del tiempo tranquilo,

extraviado en la alarma de todas las cosas, en el prólogo de todas las violencias;

breve disco de plata, en cuya órbita, las horas bien alienadas –como las

categorías sociales representadas en los escaños de un parlamento monárquico,

frente al golpe de Estado que va a proclamar la República-, no se enlazaban sino

al recuerdo de una dicha burguesa, al servicio de una costumbre, al compromiso

y al ocio de una comodidad. ¿Qué sabían ellas, en su gloria perenne de cifras,

del escandaloso accidente de cóleras que vendría a desquiciar el futuro?

Acostumbradas a acompañar a Lidia en los juegos, en los olvidos y en las

ausencias de una joven millonaria, ¿cómo podían prever aquel desenlace?

Estaban, sin embargo, allí, signos aparentemente inmóviles –las cuatro, las

cinco, las siete, las once, las doce-, ordenadas sobre la esfera del reloj, como los

violines, las arpas, las flautas de una orquesta todavía sin músicos. A través de

aquellos instrumentos de conservatorio, puntuales y modestos, no se habían

expresado hasta entonces sino el caudal de una sinfonía aristocrática, la

intención de un concierto doméstico. ¡Qué otros se anunciaban, en la voluntad

y en el ritmo, los nuevos compases! Lidia se hacía cargo del sentido implacable

de aquella transposición. Y, como el director de orquesta que, antes de atacar la

obertura magnífica de la Heroica, refuerza el flanco de los trombones y de los

címbalos, trataba ella de conceder a los números de aquellas “seis menos

cuarto” todos los ecos posibles, todas las resonancias, todas las armas de música

indispensables a matizar, en su compleja armonía, la majestad del peligro.

¡Las seis menos cuarto! ¿Por qué razón los más grandes acontecimientos nos

asaltan, siempre, a la hora en que nos encontramos menos dispuestos para

vencerlos? ¡Si, al menos, el Urania hubiera podido prolongar su agonía de

máquina delirante hasta las nueve menos veinticinco, hasta las doce en punto o

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hasta las tres y media de la tarde! Porque las nueve menos veinticinco, las doce

en punto y las tres y media de la tarde eran horas grabadas ya por la angustia

para la fantasía de Lidia, pues a las tres y media de una tarde de junio había

visto morir a su madre en un sanatorio de Yaling, y a las nueve menos

veinticinco de una mañana de agosto le había sido entregado, en Stanford, su

diploma de master of arts. Todo cuanto le aconteciese en lo sucesivo a aquellas

horas –el matrimonio, la muerte- le parecía natural y justificado. Es cierto que,

a las doce en punto, nada grave le había ocurrido. Mas, al criterio de sus sentidos

particularmente astronómicos, las doce en punto resultaban, en realidad, el

centro palpable del tiempo, la almendra del día, el rincón de los meses, las horas

y los minutos en que todo cambio de régimen puede mostrarse: lo mismo para

los planetas que para los hombres. Revoluciones, eclipses, enfermedades,

naufragios, ¿cómo cerrar a lo imprevisto esas puertas tan fáciles de las doce?

Lidia se había educado en la idea de no temer sino al fruto de aquellas horas

solemnes, marcadas de antemano por el destino. Pero, burlando todas sus

confianzas, allí estaba de nuevo la angustia. ¡Y cómo llamaba a su alma, en la

hora menos temida! A las seis menos cuarto.

Las agujas de su pequeño cronómetro se lo indicaban, con un ángulo recto,

sobre la esfera. Quince minutos. Noventa grados. Matemáticos trozos de un arco

ideal en que todas las zozobras eran posibles y en que aquélla –la de la muerte-

no parecía ya ni más cuantiosa ni más modesta que otras; igual en su pequeñez

o en su enormidad relativas a otro punto cualquiera del círculo: imperceptible

salto de aguja sobre la trayectoria del tiempo…

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¡Qué abismos, qué omisiones inexplicables contiene la pedagogía! Se nos

enseña a ser justos, benévolos, corteses, a no confundir las Cruzadas con las

Guerras Púnicas, a no comer el pescado con el tenedor de las carnes, a extraer

la raíz cuadrada de un número primo, a medir el paralaje de un astro, a leer en

latín a Virgilio, en italiano a Leopardi, a Pascal en francés. Pero ¿quién se

interesa por enseñarnos el gesto y el ademán elegantes que pudieran hacernos

felices en el instante de un naufragio?

Viendo en torno suyo la agitación de esos seres que bajaban y subían las

escaleras, abrían y cerraban los camarotes, lloraban y reían sin pausa, Lidia

reflexionó en la necesidad de establecer una cátedra nueva en los institutos.

¿Cómo llamarla? Los profesores, en ella, no estarían obligados sino a

proporcionar a los alumnos ciertas reglas precisas para morir con donaire. El

título de un ensayo de Montaigne vino a encantarle el oído: filosofar, aprender

a morir… ¡Cuánto estoicismo cabe, a veces, en la ironía de un epicúreo! Si

hubiera tenido a mano un cuaderno de notas, habría apuntado allí mismo esa

idea. Pero la lucidez de su entendimiento no se lograba imponer todavía en sus

músculos. Mientras ya la razón la instalaba en el ambiente de las abstracciones

escépticas, a un paso nada más del inmoralismo, el temor de morir le ataba a los

pies y a las manos menudos grilletes irónicos: los mismos que la muerte ataría

a los pies y a las manos de la más ignorante de las sirvientas.

Un talonario de cheques. Un broche de rubíes. Un espejo. ¿De qué habrían

de servirle esas baratijas fuera de los límites de la propia existencia? El martillo

más duro –el crisol más ardiente- no podrían extraer un solo glóbulo rojo, una

sola gota de sangre humana, de la sangre inhumana de los rubíes. En cuanto al

espejo, ¿cómo recobrar en él todos los perdidos rasgos del rostro, una vez que

el agua del océano lo oxidase en los ojos, en los dientes, en los cabellos, en

todas las huellas miserables del animal?

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Sin embargo, impelida por la fiebre de resumirse –de llevarse a sí propia,

completa, en distintos objetos-, Lidia comenzó a acomodar en la maletilla las

cosas más dispares. El peine de carey que le había regalado el médico de a

bordo. El frasco de perfume adquirido a una vendedora morisca en el “palacio

africano” de una exposición internacional. Ese libro de horas, porque no era

religiosa y le encantaban los relieves sensuales de las iniciales miniadas. Aquel

collar de ámbar, porque Gerardo le había dicho que le sentaba bien a los nervios,

como si cada una de sus cuentas, efectivamente, fuese una cápsula de bromuro.

El calzador, porque no llevaría zapatillas. Aquel vestido de baile, porque, como

no le oprimiría los senos, le permitiría nadar con mayor libertad. Destino de las

enciclopedias: cuando lo tuvo todo reunido, la maletilla le pareció inutilizable.

La escondió bajo la litera. Una vez más se cumplía esa ley por cuyos preceptos

las camas constituyen, en todas partes, el cementerio de las pasiones, el relicario

de las culturas.

Un golpe inmenso. Un disparo en las sienes. Un crujido de toda la cala

estallante. Aquello, seguramente, era el naufragio, Juntó las manos. Cerró la

boca. Apretó con heroísmo las piernas. Donde otras mujeres no hubiesen podido

evitar una postura declamatoria, una confidencia de miedo o un esguince de

danza, Lidia elegía con primor aquel continente exiguo, sin soluciones de

continuidad entre músculo y músculo, compacto el cuerpo y difícil a la

inmersión como el granito coherente de una escultura. Je hais le movement qui

déplace les lignes, repitió varias veces, en voz baja, con arrebato en que el

clasicismo resultaba casi romántico. Todo para ella se convertía, frente la

muerte, en cuestión de elegancia. Morir. ¿Quién no lo hará, por lo menos, una

vez en la vida? Pero el problema no reside en morir. Lo esencial está en pasar

con fluidez de una realidad a otra.

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Sentada en el sillón de su camarote cerrado, Lidia dejaba que la muerte

llamase a la puerta suavemente, sin irritarse, con la pasividad respetuosa de una

doncella.

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Naufragar, en otros tiempos, debió ser oficio para inocentes. Lidia no lo poseía.

Durante los primeros minutos, una fuerza desconcertante, inicua, una

atracción espesa del mar la había llamado hacia el fondo. Oscura solicitud de

todas las células, abdicación de los músculos, tranquilo otoño del cuerpo lacio

que se deshoja… En los oídos, silbante, una orquesta de agua. Un acuario en

los ojos. En los tobillos unidos, el peso de una cascada invisible, de una cadena

de bronce. Al postrer eslabón, el mundo. Pequeño y rápido, como una burbuja.

Pesado y rápido, como una bala.

Pero el mar no quiso vencerla. Acostumbrado a las diosas, le inspiraban

miedo las vírgenes. De joven, es cierto, las había perseguido con astucia, con

fiebre, con sensual optimismo de fauno. Ahora, cuando –por circunstancias

incomprensibles- alguna llegaba a perderse en sus ondas, prefería respetarla,

devolverla a la orilla.

El primer pensamiento de Lidia, frente al espectáculo de sus sentidos

recuperados, fue de extrañeza. Alguien, a partir de esa hora –dios o elemento-,

podría con justicia enorgullecerse de desdeñarla. Cerró los ojos. El mar le había

adelgazado los párpados. La luz penetró hasta su alma, como una espina,

atravesando pantallas de niebla.

Tenía frío, hambre, pereza, deseo de variar posturas. Se llevó la mano derecha

a las sienes. Apoyó la izquierda en las rodillas. ¿Sería aquélla la posición que

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un pintor del Renacimiento hubiese elegido para Afrodita, en el cuadro de su

nacimiento? No lo creía. Faltaban los tritones. Por primera vez no imitaba su

movimiento el modelo de alguna estatua, de alguna tela famosa. Por primera

vez, desde una fecha que no podía precisarse, su cuerpo advertía en sí mismo

una vida profunda, espontánea, capaz de expresarse a sí propia en formas

originales.

¡Qué hacer, entonces, con ese mundo de poesía que se entregaba tan

dulcemente a su antojo? ¿Cómo distribuir esos árboles, ese sol, esos trinos, esa

naturaleza magnánima que la erigía por todas partes en reina? Las nubes, las

selvas, los pájaros, todo cuanto encierra una voz, un color o un volumen, le

pertenecía. Con sólo abrir la mano podía inventar una forma. Con sólo aquietar

el oído, cerrar los ojos, podía prolongar una música. El perfume del lirio, la

canción de los vientos, el oro aterciopelado y caliente del litoral, eran suyos.

Suya esa gaviota, que ni siquiera veía, pero del reposo de cuyas alas inmóviles

conservaba aún, en el cuello, un lunado reflejo de nácar. Suyos los caminos

ruidosos que llevaban a las grandes ciudades. Y los senderos que buscan a

tientas, entre bosques, la huella de los pequeños poblados. Y las veredas, acaso

todavía más lentas, más íntimas, que no conducen ya a ninguna parte. Suya la

aldea de rojos techos, en que no existe sino una vaca y la joyería de cristales

crueles en que viven, con vida inimitable, cien mil linajes distintos de perlas o

de topacios. El canto del grillo en la madrugada. La bocina del automóvil que

transporta un millón de claveles a la perfumería. Y la monotonía de los trigos.

Y el rito de la amapola que nace sin saber cómo, en el campo, en el fondo de

una vieja lata de sardinas abandonada. Suyo. Suya. Suyos.

Cobrada así de golpe, la vida resultaba demasiado opulenta. ¿Qué hacer con

tantos tesoros? ¿En qué labor invertirlos? Sí, lo reconocía: nacer es una dicha

menos completa aún que salvarse, pero mucho menos incómoda…

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Lebrel enjuto, dócil, de fina lengua doméstica, el sueño de la tierra reconocida

comenzaba a lamerle las manos.

JAIME TORRES BODET

Torres Bodet, J. (1985). Nacimiento de Venus. Narrativa completa. Vol. II. México:

EOSA.