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1 El monje y su hábitat Estética monástica para el siglo XXI Francisco R. de Pascual, ocso. Abadía de Viaceli Tengo una choza en el bosque, nadie lo sabe salvo el Señor, mi Dios; una pared es un fresno, la otra un avellano, y un gran helecho hace de puerta. Los batientes son de brezo, y el dintel de madreselva; y el bosque virgen de alrededor da bellotas para cerdos bien alimentados. Este es el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña; hogar entre senderos bien hollados; una mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él) trina dulcemente desde su alero. 1 Voy a leerles otros textos, con su permiso: Había en aquel monasterio un lugar muy ameno y acomodado para el descanso, y en ese lugar una fuente, de la que brotaba con suave murmullo unos riachuelos de purísima agua que con mansa corriente acariciaban unas vistosas hierbas de lozanía y gracioso verdor, alegrando los ojos y el espíritu de cuantos allí se acercaban. 2 Por aquel entonces comencé yo también a visitar Claraval y a tratar a Bernardo... Un día que fui a visitarlo... lo encontré totalmente libre de preocupaciones... y fue tan grande el afecto que cobré hacia aquel hombre, y tal mi deseo de compartir tanta sencillez y pobreza que, de haberme sido posible, nada hubiera deseado tanto como quedarme en su compañía... Nos recibió con gran alegría... Ya cuando descendía del monte, para entrar en el valle de Claraval, el viajero percibía a primera vista que allí nadie se permitía estar ocioso; cada cual se ocupaba en sus respectivos quehaceres. Reinaba silencio de medianoche aún en pleno día, a no ser que los monjes estuvieran cantando las alabanzas del Señor. Tal orden y silencio... impresionaban de tal forma a los visitantes que, por reverencia y respeto, no sólo se cohibían de hablar ociosidades, sino que apenas si se permitían hablar por necesidad... El orden establecido por la caridad fraterna y el silencio creaban soledad... y así la unión de espíritus y el silencio garantizaban a cada uno la soledad de su propio corazón ... 3 1 Poema celta de Connaught, ca. 650. 2 CONRADO DE EBERBACH, Gran Exordio de Císter, Viaceli 1998, V, XXI, pág. 375. 3 GUILLERMO DE SAINT-THIERRY, Vita Prima, I, VII, 34, 36, 38.

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El monje y su hábitat

Estética monástica para el siglo XXI

Francisco R. de Pascual, ocso.

Abadía de Viaceli

Tengo una choza en el bosque,

nadie lo sabe salvo el Señor, mi Dios;

una pared es un fresno, la otra un avellano,

y un gran helecho hace de puerta.

Los batientes son de brezo,

y el dintel de madreselva;

y el bosque virgen de alrededor

da bellotas para cerdos bien alimentados.

Este es el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña;

hogar entre senderos bien hollados;

una mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él)

trina dulcemente desde su alero.1 Voy a leerles otros textos, con su permiso: Había en aquel monasterio un lugar muy ameno y acomodado para el descanso, y en

ese lugar una fuente, de la que brotaba con suave murmullo unos riachuelos de purísima

agua que con mansa corriente acariciaban unas vistosas hierbas de lozanía y gracioso

verdor, alegrando los ojos y el espíritu de cuantos allí se acercaban.2

Por aquel entonces comencé yo también a visitar Claraval y a tratar a Bernardo... Un

día que fui a visitarlo... lo encontré totalmente libre de preocupaciones... y fue tan grande el

afecto que cobré hacia aquel hombre, y tal mi deseo de compartir tanta sencillez y pobreza

que, de haberme sido posible, nada hubiera deseado tanto como quedarme en su compañía...

Nos recibió con gran alegría...

Ya cuando descendía del monte, para entrar en el valle de Claraval, el viajero percibía a

primera vista que allí nadie se permitía estar ocioso; cada cual se ocupaba en sus respectivos

quehaceres. Reinaba silencio de medianoche aún en pleno día, a no ser que los monjes

estuvieran cantando las alabanzas del Señor. Tal orden y silencio... impresionaban de tal

forma a los visitantes que, por reverencia y respeto, no sólo se cohibían de hablar

ociosidades, sino que apenas si se permitían hablar por necesidad... El orden establecido por

la caridad fraterna y el silencio creaban soledad... y así la unión de espíritus y el silencio

garantizaban a cada uno la soledad de su propio corazón ...3

1 Poema celta de Connaught, ca. 650. 2 CONRADO DE EBERBACH, Gran Exordio de Císter, Viaceli 1998, V, XXI, pág. 375. 3 GUILLERMO DE SAINT-THIERRY, Vita Prima, I, VII, 34, 36, 38.

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No sé que percepción estética habrán tenido Vds. al oír los textos que les he leído.

Quizá algunos hayan sentido vibrar las fibras más íntimas de su “ser monástico”. Otros

habrán pensado que nos encontramos ante textos un tanto “instrumentales”. ¿Habrá

sentido rechazo alguno de Vds?

Quienes de Vds. sean monjas o monjes vienen generalmente de monasterios ya

hechos y firmemente consolidados en su arquitectura, y cuyo entorno habrá sido

posiblemente modificado a lo largo de siglos incluso. Lo que en ellos pueda cambiar

será cuestión de detalles. Poco podemos hacer para modificar su fábrica o moverlos de

sitio.

Cuando se llega al monasterio para ingresar en la vida monástica, el edificio ya está

edificado; las “obras” de reparación, acomodación y restauración suelen ser una

experiencia concomitante al desarrollo en la vida monástica de quienes entran y

perseveran en un monasterio.

Cuando Vds. vuelvan a sus casas, los que sean monjes o monjas, no quiero que

vayan, por haberme oído a mí, con afán “destructor”4, sino con espíritu conciliador,

creativo y sereno. Si es que de algo pudieran servirles estas mis palabras.

Además, quienes no sean monjes y monjas quiero que comprendan que los que lo

somos estamos realmente apegados a nuestro hábitat, porque es parte de nuestra vida y

de nuestra historia; sabemos de la enorme riqueza que aporta a nuestro espíritu, y, por

otra parte, conocemos también las limitaciones que nos impone. A veces nuestro propio

hábitat es una rémora para adaptarnos a los signos de los tiempos; pero de esto último

nos damos a veces poca cuenta los “de dentro”, y es bueno que de vez en cuando los no

monjes nos hagan alguna observación al respecto.

Los tres textos que he leído, me parece, nos ofrecen tres perspectivas:

a) El hábitat monástico esta generalmente mezclado con hechuras defectuosas y con

utopías realizables (aunque esto parezca una contradicción...).

b) En cualquier lugar monástico es fácil descubrir lugares de inmensa belleza,

lugares que han sido expresamente ideados para el puro deleite de los sentidos y

del espíritu (aunque la mayor parte de las veces no se sabe por quien...), y

fácilmente se identifica lugar en la opinión pública monasterio con lugar de

apacible armonía. Quien llega y vista un monasterio, generalmente, descubre en él

características muy particulares que le son propias y normalmente no se

4 Apotegma de los monjes que demolían su monasterio para poder ver la salida del sol.

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encuentran en otro lugar; y, normalmente, esas características impactan y

cautivan5 al visitante.

c) Todo hábitat monástico lleva adjunto el talante de quienes en él habitan y le dan

colorido, matizan su apariencia y contribuyen a que sea más o menos confortable,

significativo y funcional.

Cuando se habla, o se va a hablar, del hábitat monástico hay, pues, creo yo, tres

dimensiones que no podemos obviar: descripción estética, funcionalidad contemplativa

y experiencia mistérica.6 Son algo así como unas pautas ya establecidas en el

inconsciente cultural colectivo, cargadas también de una rica simbología.

Pero esos datos del inconsciente han tenido su origen en algo pasado, y por muy

satisfactorios que nos resulten, no deben obnubilar nuestra visión de futuro.

Una de las lagunas de la conciencia liberal moderna es la suposición de que la

sociedad y sus instituciones están sin más ahí, como el aire que respiramos, y no exigen

ni esfuerzo ni cuidado. Parece ser también que la conciencia católica moderna no se ha

mostrado menos ciega con respecto a la complejidad del sistema eclesiástico, con

respecto a los procesos y a la dinámica por los que existe y opera, y con respecto a la

dinámica de distorsión y desaparición que afecta a las instituciones. Se puede asumir sin

riesgos que la falta de atención a estos asuntos caracteriza en mayor o menor grado a la

conciencia de la propia identidad de monjes y religiosos en las últimas décadas.

Es curioso que un organizador monástico tan minucioso e intuitivo como san Benito

no detallara en su Regla el plano o diseño de la distribución del monasterio en que va a

conducir a sus monjes por el camino de la vida espiritual.

No dice nada de situación, medidas, estilo, configuración o alturas de los diversos

“lugares regulares” que cita en su “Regla”.

Cabría concluir, pues, que cualquier estilo arquitectónico puede ser “monástico”, con

tal de que permita a los moradores del lugar vivir según la Regla. También cabría

deducir que por muy hermoso, artístico e histórico que resulte el monasterio en

cuestión, si no cumple su función primordial –lugar de contemplación- hasta puede ser

un impedimento para que los monjes vaquen exclusivamente a tal vocación.

Y esta teoría se podría ir aplicando a las diversas actividades de los monjes y monjas,

5 cf. Jn 1, 38-39. 6 Como dice JUAN MARÍA DE LA TORRE, refiriéndose a la antropología el arte y la cristología cisterciense: “Tres dimensiones que confluyen en una sola, la vida misma. Porque la vida del cisterciense es arte y al mismo tiempo humanización del misterio de Cristo”, en Presencia Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje,

Zamora, 2000, pág. 285.

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de modo que -parece ser- a lo largo de la historia el esplendor o la decadencia monástica

no ha dependido tanto de si los monjes o monjas han sabido mantener los lugares en que

viven, de los muchos o pocos que hayan sido los habitantes de un cenobio, de su edad o

condición social, sino de si han sabido o no acomodar esos lugares y sus entornos a las

necesidades espirituales y contemplativas de ellos y de la sociedad que les rodea.7

De este modo, y siguiendo con lucubraciones, se podría decir incluso que un fallo de

fuerzas en este equilibrio entre ideal monástico y entorno social, puede encaminar a un

monasterio hacia un tipo u otro de caricatura (en el sentido de que no alcanza a ser

aquello que pretende ser en el orden social y espiritual). Testigo de ello es la historia de

la vida monástica, y no hay sino remitirse a ella para comprobarlo8.

En el volumen IV de “La Historia del Arte Español”, dedicado a la época de los

monasterios9, en la parte dedicada al estudio del espíritu del arte románico, se halla una

bella exposición cuyo título me ha inspirado algunas ideas para esta ponencia.

Para Hugo de Fouilloi, que escribió hacia 1150, la arquitectura debía observar los

principios clásicos ya expuestos por Vitrubio10: la “positio”, la “dispositio” y la

“compositio”. Y lo escribió en el “De claustro animae”. Traducimos su frase latina así:

“... Es decir, que para el emplazamiento de nuestras abadías, escojamos parajes

retirados del mundo; el plan general hagámoslo tal que aleje de nosotros a los

7 Hoy día, la proyección social de un monasterio debe cuidarse mucho más que en épocas medievales, por ejemplo; pues, modernamente, los diversos elementos que configuran la vida de un monasterio (horarios, vestimenta, vida litúrgica, etc.) se alejan cada vez más y rápidamente de los usos y costumbres habituales de la sociedad circundante. Y, así, en vez de haber posibilidad de diálogo y entendimiento entre el habitat monástico y la sociedad circundante, se da más bien una mirada de desconfianza mutua, que a aveces llega a insinuar cierta agresividad. A este respecto puede resultar grandemente iluminador el trabajo de FRANCIS M. MANNION, Monacato y cultura moderna: I. Hostilidad y Hospitalidad, en Cistercium XLVI (1994) 375-392, y II. La conversión cultural de los monjes. III. El monacato como sistema cultural, en Cistercium XLVI (1994) 823-857. 8 Se puede afirmar esto con razón ahora que, precisamente, ha concluído la publicación de la excelente obra de ensayo histórico La Tradición Benedictina, en la cual aparece progresivamente un amplio elenco de formas, lugares y personas que han hecho realidad tal tradición. 9

Historia del Arte Español, colección dirigida por JOAN SUREDA: Vol IV, “La época de los monasterios. La plenitud del Románico”, por XAVIER BARRAL I ALERT / JOAN SUREDA, Fotografías de MARC

LLIMARGAS I CASAS, Ed. Planeta/Lunwerg, Barcelona 1995; ISBN 84-89351-01-05 obra copmpleta; tomo IV: 84-89351-03-1; 30x25 cms, 510 págs., ilustraciones en color, papel couché. 10 MARCO VITRUBIO POLIÓN, arquitecto e ingeniero romano nacido en fecha desconocida, pero contemporáneo de AUGUSTO y de MARCO TERENCIO VARRÓN. Debe su fama al tratado didáctico De

architectura, en 10 libros. Estos libros fueron muy conocidos en la Edad Media, especialmente el II, que recoge sus clasificaciones, especialmente las referidas a las structurae (quadrati lapides, opus incertum –

bloques poligonales-, opus reticulatum, etc.). La más famosas ediciónes españolas fueron las de Miguel de Urrea, Alcalá 1582, dedicada a Felipe II, y la de Joseph Ortiz y Sanz, Los Diez libros de Architectura

de M. Vitrubio Polión traducidos del latín y comentados, Madrid 1787. Cf. también, Fernando G. Salinero, La primera traducción de Vitrubio en la Biblioteca Pública de Cáceres, Badajoz, Diputación Provincial, 1964.

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seculares; para la belleza descartemos lo superfluo y no admitamos más que lo

útil”.

La utilidad y la belleza (compositio) para Hugo de Fouilloi eran fruto de la

eliminación de lo superfluo, de lo decorativo, de lo ornamental, la arquitectura sólo

debía ser estructura, piedra, soporte y cubierta. Era un tanto rigorista. Sin embargo, para

otros, como Guillermo Durando, la arquitectura no podía en la desnudez de sus piedras

o, al menos, aunque existiera no podía cumplir su función. En las iglesias se pintaban

flores y árboles con frutos para representar el fruto de las buenas acciones que se

desprenden de las virtudes. Las virtudes se representaban bajo forma de mujer, porque

son dulces y nutricias.

Por una parte la belleza era fruto del recto uso de las relaciones matemáticas, del de

formas geométricamente perfectas como el cubo y de la utilización de relaciones y

proporciones elementales entra las partes de tales formas.

La belleza vitrubiana se basaba en la “proportio”, dimensión principal que ordena y

relaciona los componentes secundarios de una obra. Así, fuese la grandeza lo que

dominase la construcción de un monasterio o fuese la justa y adecuada medida, la

perfección del trabajo del “compositor” (operis subtilitas) exigía la belleza del

ornamento (venustas) que primero suponía la talla perfecta de los sillares, y en segundo

grado todos aquellos ornamentos pétreos que agradasen a la vista por hacer más

visibles, a través de los contrastes de luz y sombra o por la propia acentuación del todo

y las partes, las formas arquitectónicas.

Por eso, la arquitectura monástica debía ser un placer no sólo fruto de lo agradable y

lo útil de las formas, sino de la harmonía de éstas con la naturaleza, y de la naturaleza

con el interior de las personas.

Los edificios monásticos, en general, han sido bellos, grandes, ejecutados con

pulcritud, con calidad de trabajo. En el exterior, su volumetría, manifestación de la

disposición interior de la construcción, suele ser recia, austera, constituida por formas

nítidas y regulares, que parecen dialogar con el exterior.

La desproporción, en cualquier aspecto, es una afrenta a la belleza de la medida

adecuada. Baldwin, obispo de Canterbury, ya lo decía: “Lo que no alcanza o excede la

medida adecuada, o no consigue la igualdad con su semejante, no está adornado con la

gracia de la belleza”.

Las comunidades monásticas, por otra parte, siempre han debido afrontar el reto de la

desproporción (“dispositio” defectuosa) desde fuerzas de dentro y desde otras de fuera.

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Lo que el arte arquitectónico de los monasterios románicos nos enseña

fundamentalmente es que la comprensión del misterio monástico, como de la vida

cristiana, como del contacto entre monjes y laicos “seculares”, sólo puede surgir de una

experiencia nacida de una praxis integral. Es decir, de una “compositio” o harmonía

entre los valores del espíritu, los de la religión y los de la cultura.

Y ya es hora de que reconozcamos que esto es lo que han buscado siempre no sólo los

mejores monjes, sino también los “seculares” más profundos e inquietos. Hasta hace

muy pocos años, prácticamente no había otros lugares donde se diera tal “compositio”

fuera, generalmente, de los monasterios; hoy día es diferente, la situación ha cambiado.

En parte porque la tradicional “compositio” en muchos monasterios ya no existe –y no

se ve-, en parte porque hay múltiples iniciativas religiosas y seculares que,

prescindiendo del ropaje de lo “monasterial” tratan de facilitar al hombre del siglo XXI

lo que en otras épocas le ofrecían los monasterios (y éstos ya no pueden o no son

capaces de hacerlo, en términos generales).

La “compositio” de las comunidades monásticas del siglo XXI debe orientarse menos

al número y a la cantidad, menos al mantenimiento y conservación, menos a la

supervivencia a ultranza, y, posiblemente, más a la creación de espacios y libertad y

búsqueda espiritual, más al discernimiento de los signos de los tiempos y menos a la

nostalgia del pasado.

Dice Raimon Panikkar: “La contemplación lleva a la acción, porque la intelección

contemplativa es la total realización de ‘la cosa’ entendida, de modo que esa cosa te

apresa, te domina, tiene poder sobre ti. En resumen, los intelectuales experimentan con

ideas, pero los monjes experimentan con sus vidas. Es una experiencia de vida y

muerte”.11

En Grecia se pasa de lo bello (-kalos-), a lo “decente”, a lo “armónico”, y lo armónico

supone una “composición” de partes en proporción, y una medida fija en la

determinación de las partes componentes.12 El gran pecado es el exceso, el traspasar los

límites que los dioses han impuesto. Aquí reside la raíz de la hybris, que altera y

trastorna el destino humano. Se peca contra la medida cuando se traspasan sus límites o

no se los alcanza. La medida está entre el exceso y el defecto: en el justo medio –

mesotes, de ahí “mesura”- está el equilibrio.

Las referencias estéticas que encontramos en los escritos de san Basilio (329-379)

11 Ibidem, pág. 208. 12 DAVID ESTRADA HERRERO, Estética. Ed. Herder, Barcelona 1988, pág. 536.

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pueden considerarse como las más importantes y representativas de los Padres griegos.

Para su definición de la belleza recurre al antiguo concepto de la “unidad en la

variedad” o de la relación ordenada de partes, conjuntamente con la noción plotiniana

de simplicidad.

El falso Areopagita incorpora a la estética cristiana otro concepto, el de la luz: la

belleza es luz y claridad, y combina esta noción con el antiguo concepto de orden y

simetría. La belleza es armonía y claridad, es decir consonantia et claritas (conceptos

que explotarán los medievales).

San Austín fue el máximo representante de la estética cristiana antigua y el gran

diseñador de los principios básicos de la estética medieval: para él, por ejemplo, el alma

es bella –y virtuosa- cuando crea belleza a su alrededor (y el pecado –en contraposición

a la virtud- crea desorden, es decir, contraposición a la norma).

Para Santo Tomás se llama bello a aquel cuya vista agrada (quae visa placent)13, y

también se llama bello a aquello cuya comprensión nos complace (cuius ipsa

aprehensio placet)14. Visio y aprehensio suponen un conocimiento sensible e

intelectual.

En el renacimiento, el concepto antiguo de la belleza como armonía de proporciones

adquiere una interpretación científica acorde con la cultura y los descubrimientos del

tiempo: la belleza de un edificio depende del diseño y de la materia empleada; y el

diseño es fruto del ingenio. El diseño requiere esfuerzo de mente e ingenio; por eso el

arte renacentista encierra un profundo sentimiento de autosuficiencia: es una belleza que

se basta a sí misma.

Con el barroco, el aspecto formal de la belleza se ve un tanto desplazado por el interés

que despiertan los contenidos psicológicos y el carácter dinámico y fluyente de la

realidad: la nota expresiva de la belleza predomina sobre la formal. Es decir, la belleza

se subjetiviza.

Con el romanticismo, a la belleza se la hace depender de la expresión y de la

creatividad imaginativa del artista. La belleza se asocia con los descubrimientos de la

interioridad personal, con los contenidos de inconsciente y con los “paisajes”

imaginativos que proyectan la inspiración y el suelo poético.

No podemos seguir con el recorrido (para eso citamos luego una serie de autores o

teóricos de la estética a los que debemos prestar también su correspondiente atención);

13 Summa Theologica, I, q. 5. A.4, ad 1. 14 Ibib.,I-a II-ae, q. 27, a.1, ad. 3.

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pero sí podemos concluir que lo formal y lo expresivo constituyen el anverso y el

reverso de la belleza.

A lo largo de la historia todo hábitat monástico ha sido siempre pensado y ejecutado,

organizado y defendido, cara a la vida de oración, la contemplación y la “protección” de

las decisiones monásticas más radicales. Como el ideal monástico es “bello” en sí

mismo, es normal que el hábitat elegido y conservado responda a las características de

tal ideal. La “composición”, “proporción” y “disposición” del hábitat monástico,

cualquiera que haya sido en sus formas han sido siempre un calco de las mismas

cualidades en que se haya interiorizado el ideal monástico.

Lo que vamos a ver a continuación es cómo se llegan a interiorizar esas tres

características, si son susceptibles o no de aprendizaje.

Fundamentos para una estética monástica.

Se echa mucho en falta en los programas de formación monástica un recurso más

explícito a la Estética. Ayudaría mucho tal materia a los monjes y monjas en período de

iniciación no solamente para cultivar las inclinaciones estéticas de sus personas, sino

para ayudarles a ver e interpretar críticamente la estética de su vocación monástica, y

cómo tal estética ha sido vivida a lo largo de los siglos15.

La actitud estética cubre los grandes lugares teológicos e inspira los mejores

momentos de la teología: impregna la Sagrada Escritura, que pertenece a la pedagogía

del Espíritu; la actitud patrística, que compone la primera síntesis en el cruce de la reve-

lación y la cultura; la liturgia, diseñada corno sustancia simbólica, que continúa la

Encarnación; la actividad contemplativa de los monjes del medievo sabemos es afectiva

y experimental; la Escolástica clásica, que logra un equilibrio entre deducción racional y

sentido del misterio, entre técnica para el análisis y fervor de la piedad; es tenida en

cuenta por Santo Tomás, modelo de rigor analítico, que observa en la Summa 1 q. 1, a.

9, que a la Teología “le compete usar metáforas” pues “va de lo sensible a lo inteligible,

sirviendo lo espiritual envuelto en imágenes corpóreas”; o San Buenaventura que usará

15 La Regla de san Benito es un gran manual de estética monástica; a mi modo de ver, el primero y más completo de la tradición occidental. Los capítulos IV -Los instrumentos de las buenas obras- y VII –La

humildad- apuntan a la armonía de la persona con su entorno y sus aspiraciones más profundas. San Bernardo escribe otro manual de estética monástica en su Tratado sobre los grados de la humildad y la

soberbia (Obras Completas, BAC nº 444, Madrid 1983, págs. 164-247.

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con profusión las figuras literarias, e ilustra el gótico flamígero con líneas sinuosas y

bifurcaciones alegóricas.En la última fase de la Edad Media la iglesia orienta la piedad

del pueblo mediante campañas pastorales y experirnenta en los místicos efusiones

atrevidas, de donde brota un estilo devocional que privatiza los horizontes de la fe.

Desde la Ilustración, la Estética se ha hecho sitio en las estancias de la Filosofía y ha

llegado a ser atendida con predilección por numerosos pensadores: Baumgartner (1714-

1762) introduce el término aesthetica en los estudios sistemáticos como “ciencia del

conocimiento sensitivo”. Distingue “las cosas percibidas -aiszetá- y las cosas conocidas

-noetá-...; éstas “como objeto de la lógica, en tanto que las percibidas lo han de ser por

una facultad inferior..”16 Hegel iluminó todo el campo de la Estética; “el destino de la

verdad es desplegarse bajo forma sensible y revelarse en ella de manera adecuada”17;

realiza estudios ejemplares que confronta con un muestrario de obras de arte con las que

tuvo familiaridad, y lo expresa todo con estilo seductor y claro. Kant analiza en Crítica

del juicio, los problemas del “gusto”. Schiller, sobre todo con sus Cartas sobre la

educación estética del hombre, ensayo de orientación humanista, desarrolla un discurso

completo y pedagógicamente valioso: “No hay otro camino para hacer racional al

hombre sensible que hacerlo antes un hombre estético”18. Son autores que, entre otros,

han influido en la cultura de generaciones posteriores.

Más próximos a nosotros pero formando constelación innumerable, tenemos un rico

inventado del espíritu en los conjuntos: E Nietzsche, F. I. Dovstoyevski, L. Tolstoy; P.

Picasso, I. Stravinski; las intuiciones de E Ebner (la palabra), M. Buber (el tú), E.

Levinas (el rostro); los estudiosos del inconsciente (Lacan), el símbolo (E. Cassirer), la

metáfora (P. Ricoeur19); pensadores como M. Heidegger (filosofía existencialista con un

discurso atento a los poetas), J. Ortega y Gasset (razón vital), María Zambrano

(explícita razón poética); admiramos a E. Bloch, T. Adorno, E. Fromm, H. Marcuse,

Horkheimer, con sus discursos estéticos tan intensos, cautivadores y nuevos, extraídos

de sus análisis sociales y ofrecidos como hermenéutica del estado de la realidad: arte

como logro de lo perfecto posible pero aún no dado, paradigma de un obrar ordenado

socialmente. Las especialidades del símbolo religioso (Mircea Eliade), los arquetipos

(C. G. Jung). Los teóricos o historiadores de la estética: B. Croce, Menéndez Pelayo.

16 A. BAUMGARTNER G., Reflexiones filosóficas acerca de la poesía, Ed. Aguilar, Madrid 1975, pág. 89, 90. 17 De lo bello y sus formas, Espasa, Madrid 1980, pág. 32. 18 Cartas para la educación estética del hombre, XXIII, Aguilar, Madrid 1963, pág.128.

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M. Dufrenne, Sánchez de Muniáin. No hay espacio para nornbrar el universo de la

poesía, novela, teatro, que han influido en la sensibilidad. En su conjunto es la presencia

de la condición humana caracterizada por la categoría estética en su estructura de

percepción y en su tendencia hacia la expresión.

La característica estética afecta a la teología de forma positiva porque la teología es

discurso-síntesis de lo invisible de Dios recogido en el dato profético y de lo visible de

su revelación, perceptible en el horizonte cultural humano; la estética traduce a lenguaje

secular los datos que hablan de la primera belleza, la Belleza de Dios y la gloria de sus

misterios.

El fundamento de la orientación estética está en la encarnación. La presencia de Dios

en carne logra forma teológica por estar penetrada de kabod, doxa, gloria, belleza,

recibidas de Dios en las intervenciones históricas y funda una estética, una figura

voluminosa y “perceptible”. Así la encarnación, al ser logro del Espíritu sobre y dentro

de la carne, no es sin más una teophanía sino también “kalofanía”, una aparición de la

belleza. Los mejores momentos de ensayo histórico sobre la belleza y los mejores textos

analíticos, bien de los Padres, de la vida monástica, escolástica o de los diferentes

humanismos que se han sucedido, en la medida en que han atendido al misterio fuente

de la encarnación, están impregnados de belleza. “La teología es en si misma un arte del

más alto orden, dado que se ocupa de la ordenación –ordenatio- de Dios”20

“Y si es verdad que la belleza intramundana –en cuanto manifestación del Espíritu-

posee una dimensión global que incluye y exige la decisión moral, ¿cómo no iba a encerrar

asimismo la dimensión religiosa y, por consiguiente la respuesta última del hombre a la

pregunta sobre Dios mismo? ... La esencia misma de la belleza y de la estética ... tienden a

una transformación inmanentista del mundo aunque sólo sea por un instante, el de la

manifestación de lo bello... Es propio de la fe abandonarse misticarnente al Absoluto,

entendido no sólo como fundamento originario que sobrepasa toda forma mundana, la pone

en cuestión, o, más aún, la destruye; también es propio de la fe entregarse confiadamente al

Creator Spiritus, al Creador desde el principio, el cual, a pesar de los muchos aspectos que

deben disolverse en la forma del hombre y del mundo, no quiere en último extremo que el

mundo gire, a la manera hindú, en una danza frenética en la que, totalmente absorto en el

ritmo y movimiento, pierda su identidad para convertirse precisamente sólo en danza, sino

19 P. RICOEUR, Poética y simbólica. Introducción a la práctica de la teología, Ed. Cristiandad, Madrid 1984. 20 ANANDA COOMARASWAMY, Teoría medieval de la belleza, Ed. de la Traducción Unánime, Barcelona 1987, pág. 10.

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que tiende a poner de manifiesto la forma creadora. Ciertamente, está forma es obra suya, y lo

es también del hombre en la medida en que éste se pone a disposición de la acción divina en

una actitud de acogida, de asentimiento, de entrega.

En el ámbito cristiano este arte se manifiesta sobre todo en las formas de vida de los

elegidos: la existencia profética propiamente dicha es la existencia de un hombre expropiado,

a través de la fe de toda pretensión de darse forma a si mismo, y por lo mismo se convierte en

material. a plena disposición de la acción divina. Abrahán, Isaac, Jacob. José, Moisés, los

jueces carismáticos, los profetas y mártires de la fe, hasta el Precursor y la ‘esclava del

Señor’, en la cual se recapitula la plasticidad conyugal y femenina de la hija de Sión y se

manifiesta al más alto nivel lo que es el arte de Dios o la santidad ‘formada’, son casos de

vidas vividas en el Espíritu Santo, vidas escondidas, invisibles y, sin embargo, dotadas de tal

fuerza de manifestación que sus situaciones, escenas y encuentros cobran un perfil claro e

inconfundible y adquieren un poder arquetípico sobre toda la historia de la fe. Lo contrarío de

lo que cabria esperar cuando un hombre limitado se entrega de un modo radical y personal al

Absoluto sin limites y sin forma: una nueva forma espiritual, esculpida en la piedra de la

existencia misma, una forma que emana inequívocamente de la forma de la encarnación

divina. Sea cual sea el modo en que esta ley formal pueda distinguirse de la belleza

intramundana -cosa que debe ocurrir y ocurre de muchas maneras-, si el movimiento

configurador divino se orienta realmente hacia el hombre tal como la voluntad creadora de

Dios ha querido en verdad conformarlo, hacia la consumación de la tarea emprendida por las

‘manos’ de Dios en el jardín del Edén, es imposible negar entonces la analogía entre la obra

configuradora de Dios y las energías conformadoras de la naturaleza fecunda y del hombre”21.

El habitat monástico como lugar teológico

No podemos vivir, pues, por más tiempo con el rostro vuelto hacia el pasado glorioso

de la arquitectura medieval, o de otras épocas; ni debemos alimentar la vana nostalgia

(hermana de la vanidad...) de las múltiples y variadas actividades realizadas en los

monasterios del pasado (y con las que generalmente se identifica las más de las veces

equívocamente a monjes y monjas).

Hay que mirar ahora al siglo que hemos iniciado hace poco y que contempla con

ciertos recelos ese pasado de los monjes y las monjas (aunque no por eso deje de

asombrarse y aprovechar algunas de las cosas de ese pasado: el canto gregoriano, por

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ejemplo).

Por eso yo no voy a hablar en absoluto de los valores arquitectónicos de los

monasterios del pasado, ni de la simbología de su arquitectura22 (que muy pocos monjes

medievales conocían, dicho sea de paso); tampoco quiero que nos distraigamos ahora

con tal o cual “plano ideal” de un monasterio23, pues al fin y al cabo eso sólo es una

pieza de un puzzle muy complejo.

Creo que tenemos ya los datos necesarios para encarar la realidad que nos ocupa: el

hábitat monástico se configura según la conciencia que de sí mismos tiene quienes en

tal habitat viven, de la conciencia del entorno que les ciñe y de las relaciones que desde

su conciencia monástica entablan o no con ese entorno.

Por eso he querido hablar primero de estética, y estética teológica: porque el habitat

monástico, espacio de trascendencia espiritual, es, ante todo, un no-lugar. Dice

Panikkar que “la vida monástica solamente se justifica si en el hombre hay un elemento

anterior o superior a todos sus constitutivos espaciales o temporales... si su

creaturabilidad se agota en su temporalidad, por ser más precisos, si en el hombre no

hay ningún núcleo tempiterno, entonces el monaquismo pierde toda su razón de ser y,

naturalmente en dicho caso es urgente que se ponga al día para así justificar su

existencia y no desaparecer”.24

Si de verdad queremos enontrar un hábitat monástico para el siglo XXI entonces

debemos volver a encontrar la verdadera forma del monje. La forma –morfé- quiere

decir la figura y por tanto la apariencia, la manifestación, el aspecto externo de una cosa

y también, naturalmente, su belleza, su utilidad y servicio.

A lo largo de estos últimos veinte siglos la vida monástica ha tenido, ciertamente,

21 HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, Vol. I, La percepción de la forma, Ed. Encuentro, Madrid 1985, págs. 36-38. 22 Lo han hecho admirablemente: JUAN MARÍA DE LA TORRE, El arte cisterciense, expresión de una

mística, en Nova et Vetera XXII, nº 46, jul-dic (1998) 223-254; El carisma cisterciense y bernardiano, en Obras Completas de san Bernardo, BAC, Madrid 1983, Vol. I, pp. 3-72; Antropología, arte y cristología:

expresión de vida cisterciense en el siglo XII, en “Presencia Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje”, Zamora 2000, págs. 285-424; TERRYL N. KINDER Y DAVID N. BELL, La Europa Cisterciense y la

arquitectura mística cisterciense, en “Mística Cisterciense. I Congreso Internacional sobre Mística Cisterciense”, Zamora 1999, págs. 521-550. 23 No hay dos monasterios iguales en toda la tradición monástica. Nunca se ha escrito un tratado de arquitectura “monástica”. La expansión monástica del siglo XX a América, Africa y Asia ha dado pie a la construcción de muchos monasterios: la planta tipo medieval no ha sido, sino en excepciones muy contadas, el motivo de inspiración arquitectónica (y cuando tal “planta” se ha “transplantado”, ha sido un fracaso y un despropósito). Los monjes han sido siempre más prácticos que teóricos. 24 RAIMON PANIKKAR, La nueva inocencia, Ed. Verbo Divino, Estella 1993, pág. 196.

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muchas formas25; pero la vida íntima del monaquismo está orientada hacia arriba, no

hacia fuera (la irradiación les ha sido dada siempre por añadidura, casi a pesar suyo, a

pesar de las precauciones que tomaban para salvar su soledad, su silencio, su vida

contemplativa.). Esto podría parecer anacrónico en la hora del “diálogo con el mundo”,

de la “presencia” y de la “apertura” al mundo... pero el futuro de la Iglesia mostrará si,

entre las formas diversas de presencia y de diálogo, la que da la primacía a la presencia

de Dios sigue siendo legítima y fecunda, como un medio de abrir el mundo a Dios26.

El habitat monástico, pues, y en un aspecto fundamental, debe ser a la vez mistérico y

dialogal, celoso de su propia intimidad y abierto a la sensibilidad de los buscadores de

absoluto (no a los turistas, a quienes acuden a los monasterios por un deseo legítimo tal

vez de encontrar un ‘relax’ espiritual o unas vacaciones diferentes o curioso de la

estética artística...27). Esto exige, por parte de las comunidades monásticas, una

conciencia muy clara y una mentalización colectiva sobre la función del monacato, y

para que se den estos dos factores –conciencia y mentalización colectivas28- se precisa

también una pedagogía particular y concreta.

El hábitat monástico, cara al futuro, debe ser –por exigencias del guión- la primera

impronta de lo que una comunidad –o un solitario- representa y desempeña desde la

forma de su vocación, y no desde la particularidad de cualquier tipo de actividades. Sólo

así se puede configurar un hábitat mistérico y dialogal, y no meramente funcional.

Cuando san Benito dice en la Regla, y precisamente en el capítulo dedicado a la

recepción de los huéspedes, que “la casa de Dios esté administrada por hombres sabios”

(RB 53, 21). Parece ser que “sabios” equivaldría a “conscientes de su identidad

monástica y de su misión de ofrecer al visitante aquello que es propio del monasterio”.

Nuestro tiempo, como la alta edad media, es de una vitalidad intensa para el

monaquismo, y es también para él –y por esta misma razón- una época de evolución.

Tal o cual forma de su irradiación que nos habíamos acostumbrado a considerar como

25 Cf. DOM JEAN LECLERCQ, Espiritualidad Occidental, I. Fuentes: Características de la Espiritualidad

Monástica, Col. Hinneni nº 64, Ed. Sígueme, Salamanca 1967, págs. 343-351; II, Espiritualidad

Occidental: Testigos, Hinneni nº 72, Ed. Sígueme, Salamanca 1967, págs. 439-454: Aspectos históricos

del misterio monástico. 26 DOM JEAN LECLERCQ, op. cit., II: Aspectos históricos... pág. 254. 27 Este es un aspecto hoy día muy delicado y que a veces afecta mucho desde varios ángulos a muchas comunidades monásticas que explotan posiblemente muy bien sus recursos artísticos y económicos, pero descuidan sus virtualidades de presencia contemplativa en el mundo: monjes y monjas muy “atareados” y empeñados en las actividades del monasterio, pero poco sensibles a la dimensión mistérica y dialogal de la vida contemplativa. 28 Es curioso que la prescripción de san Benito –“Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún monje pretexte ignorancia” (66, 8), está en al capítulo dedicado a los porteros del monasterio. Para san Benito, pues, la comunidad es una persona moral completa.

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partiendo más especialmente de él, está en trance de escapárseles de las manos a los

monjes, y muchos y muchas sienten pena por ello, nostalgia del pasado, vergüenza a

veces y cierto pesimismo o desconsuelo... Pero lo importante, en lo que nos hemos de

fijar, es que todas las actividades que los monjes han desempeñado a lo largo de los

siglos, sus construcciones y sus realizaciones culturales, tuvieron y conservaron entre

ellos un cierto matiz monástico, del cual no siempre se dan cuenta con mucha claridad

ellos mismos, pero que existe29. Se podrá decir que tendrán “influencia” , por lo menos

una influencia que sea reflejo de su estado, en la medida en que se esfuercen, no por

tenerla, sino por ser fieles a su propio ideal de buscar a Dios.

Podemos, pues, concluir este apartado diciendo que el hábitat monástico de ayer, hoy

y mañana ha tenido, tiene y tendrá un denominador común: el hábitat es expresión

teológica de la vida de sus moradores.

Parecería, a primera vista que esto es no decir nada. Pero podemos dar un paso más.

Estética de las instituciones monásticas.

En un estudio clásico, al menos en el mundo norteamericano, titulado Natural

symbols –Símbolos naturales- la antropóloga Mary Douglas identifica uno de los

problemas culturales modernos más serios en la falta de compromiso con los símbolos

comunes30. Mary Douglas describe en tres etapas lo que ocurre cuando se rechazan –o

ignoran, como suele ser el caso más generalizado hoy del monacato y de la cultura

social actual- o se permite que se derrumben los sistemas rituales o de símbolos: “En

primer lugar, se da el desprecio de las formas rituales externas; en segundo lugar, se

procede a la interiorización privada de la experiencia religiosa; en tercer lugar, se

pasa a la filantropía humanística”. Cuando se ha llegado a la tercera etapa, dice la

autora, “la vida simbólica ha terminado”. Mary Douglas insiste en que tan pronto como

se les niega valor a los sistemas de símbolos objetivos se abren las compuertas de la

confusión; las comunidades y los individuos pierden porte y norte; y se evapora la

identidad moral. Los individuos ya no tienen acceso a la realidad que comunican los

símbolos. En el orden social las consecuencias son la pérdida de fe en el mundo

29 Ahora que, prácticamente, ha concluído la publicación de 30 Este estudio fue publicado en 1970: MARY DOUGLAS, Natural Symbols: Explorations in Cosmology,

Middlesex, Penguin Books, 1973, pág. 25.

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religioso, y en el monástico, en muchos casos, la pérdida de aprecio por la simbología

del propio hábitat, y algo que no se aprecia no despierta ya interés para conservarlo y

mejorarlo.

Se puede sugerir que la crisis moderna en la vida monástica muestra un proceso

parecido de desdibujamiento simbólico. Según J. Foster, “la opinión general es que las

reformas del Vaticano II iniciaron este proceso”31. Y entresacamos algunas líneas del

estudio del autor citado: ... Cuando el Vaticano II y el espíritu que lo inspira retiro la

estructura de los controles tradicionales de la vida religiosa, fue ocasión de que los

religiosos volvieran a los valores culturales ... preponderantes... En otras palabras, con

la pérdidada del tradicional sistema religioso de símbolos se produjo, por parte de las

comunidades religiosas y de los individuos, una apropiación del sistema alternativo de

la cultura predominante. El poder simbólico de la cultura general anuló el poder

simbólico de la tradición monástica particular, produciéndose así, en muchos casos, un

desfase o desequilibrio estético, funcional y teológico con enorme repercusión en los

hábitat monásticos tradicionales; desapareció gran parte del sentido del tiempo

sagrado, del espacio sagrado y de las personas sagradas consagradas de modo

especial a algo que trasciende los tiempos y espacios mundanos.

El estilo de vida de algunas comunidades monásticas podría verse en la actualidad

como comunidades “sin rostro”. De hecho representan una vida religiosa en un hábitat

particularmente complejo pero “carente de empuje y atractivo porque a ellos y al hábitat

les falta una personalidad clara y concreta”.32 El argumento que se defiende al citar

estas palabras no va a favor de la restauración de los antiguos sistemas de símbolos

monásticos, sino a favor de un sistema de símbolos y contenidos estéticos más adecuado

que aquel en virtud del cual funcionan muchas comunidades monásticas en la

actualidad, y cuya ausencia es la causa principal de la disolución comunitaria, del

empobrecimiento y trivialización del hábitat monástico y de la superficialidad en las

relaciones dentro de él y en las diversas proyecciones sociales.

Se puede sugerir, pues, que las comunidades monásticas con estructuras de símbolos

fuertes, estéticamente coherentes33 y bien articuladas tienden a prosperar, mientras que

31 JONATHAN FOSTER, On the Menace of Individualism in the American Experience of Religious Life, en New Oxford Review 57 (1990:6) 11. 32 ALBERT DIIANNI, Vacations and the Laicization of Religious Life, en America (March 14, 1987) 208. Véase también el profundo análisis de ELIZABETH MACDONOUGH, Beyond the Liberal Model. Quo

Vadis?, en Review for Religious 50 (1991) 171-188. 33 Este es uno de los puntos clave que hoy día, dado el vertiginoso avance de la globalización cultural, requeriría más atención por parte de los organizadores, formadores y miembros de las comunidades

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aquellas que carecen de esas características decaen. El hábitat monástico configurado

estética y simbólicamente desde una perspectiva con identidad propia y representada

tal identidad por la comunidad monástica es el testimonio principal que la institución

monástica puede ofrecer al mundo moderno.

Cuando esto no se dan esas características, es decir, cuando falta la coherencia

estética entre la teología del lugar y la esencia de la vocación monástica la sabiduría de

la tradición pierde su fuerza original. Se puede producir también un proceso de

“decadencia” –quizá no generalizada entre las personas; pero sí muchas se resienten de

ello- un proceso cuyo estado final de las instituciones monásticas implica la pérdida de

su tradicional profundidad, poder espiritual e integridad de observancias. Se impone una

sensación de superficialidad y de falta de importancia. Las instituciones, los ritos y los

símbolos pierden su solemnidad, dignidad, nobleza, seriedad y temor respetuoso.

Asumen un status vulgar, ordinario, sin peso espiritual y sin valor estético. Prevalece

una sensación de trivialidad y “ligereza”.

Este proceso además, que no es siempre idéntico en todas las comunidades, está

integrado por la sospecha general de que “no hay solución posible” ni salida viable

desde las propias comunidades para una serie de problemas de gran envergadura:

descenso del personal y ausencia de vocaciones jóvenes, envejecimiento de las

comunidades y deterioro progresivo del hábitat monástico. Cuando se abandonan los

ritos y los códigos de comportamiento colectivo en virtud de los cuales el mundo

público y social permanece como un lugar estéticamente atractivo y con sentido desde

el punto de vista humano, los únicos ritos que quedan son los que Erwin Goffman34

llama los “rituales breves” de comportamiento interpersonal y los “pequeños actos de

compasión” intercambiados entre individuos... El resultado es que la experiencia con

sentido de la vida se privatiza y se introvierte.35

Si es cierto que actualmente se habla mucho de la comunidad, de hecho, con

frecuencia, de lo que se habla –sottovoce- es de otras cosas que, de hecho, no afectan a

todos de igual manera y de las que no todos se sienten responsables de la misma forma:

pongamos, por ejemplo la estética teológica del lugar, su importancia en la

configuración de la personalidad –individual y comunitaria- y de su capacidad de

monástica (y para ello se requiere una “formación estética” y profundamente monástica”): “Qué es y qué no es hoy día estéticamente coherente... de modo que tales estética y coherencia sea a la vez reflejo y transmisión para hoy de unos valores concretos, y no de meras referencias al pasado”. 34 ERVING GOFFMAN, Relations in Public Man: On the Social Psychology of Capitalism, New York: Harper, 1971, pág. 63.

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relación con el entorno circundante. Como hay percepciones distintas, como se vive de

forma distinta la misma realidad, y como falta un esquema ideológico, estético y

telógico común, los resultados dependen no del conjunto, sino de las individualidades36.

Al hablar, pues, de estética del hábitat monástica estamos hablando de un concepto

más amplio que si nos refiriéramos mera y descriptivamente a los distintos esquemas

estéticos que han configurado los múltiples hábitat monásticos a lo largo de los siglos.

Todo sistema estético puede transformarse también en rígida atadura concomitante con

la fragmentación y desintegración culturales.

A medida que se fragmenta la cultura los sistemas de pensamiento se desintegran y se

hacen abstractos, rígidos y simplistas (como todas las discusiones sobre liturgia y

observancias, generalmente). Mientras que los procesos de pensamiento de culturas

integradas y ordenadas son complejos, holísticos y sutiles, los procesos de pensamiento

que se originan de un hundimiento cultural son estrechos, compulsivos y agresivos

(características notables de las ideologías, ¡y la vida monástica no es una ideología!). El

pensamiento ideologizado con frecuencia pretende la la liberación de una crisis cultural,

un escape de la historia y de la amenaza de un fracaso inminente.

Quizá resulte arriesgado decir que muchos monjes y monjas tienen una percepción

“ideologizada” del hábitat monástico (y de su propio hábitat monástico), y no han

encontrado aún el equilibrio dentro de él y la reconciliación con las demandas y

exigencias del entorno actual. Esto se manifiesta en un recurso excesivo y a veces

neurótico al “antes”... es decir, a las circunstancias en que las comunidades monásticas

eran generalmente numerosas, más jóvenes en edad media, más consideradas

“socialmente”, y cuyo hábitat era generalmente, en muchas de sus condiciones, superior

estéticamente al del entorno social reinante.

La integración estética y la integración teológica

Se pregunta Raimon Panikkar: “¿Cómo puede el monje moderno realizar su vocación

tradicional hacia la simplicidad y compaginarla de manera propia (no sólo sociológica)

con la integración armónica de su propio ser? ... ¿Alcanzando el núcleo profundo de

35 Ver F. MANNION, Monacato y cultura moderna... págs. 832-834. 36 Ejemplos: puede haber monasterios en que el abad es acogedor, pero la comunidad no; hay monjes simpáticos, pero la comunidad no es simpática; hay monjes cultivados, pero la comunidad no aparece cultivada; hay algunos lugares bellos, pero otros yacen en el abandono... et reliqua.

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todas las cosas, a través de la sencillez, después de un proceso de total simplificación, o

bien esforzándose en alcanzar la armoniosa complejidad y la integración de todos los

valores posibles en el crisol de esa persona particular?37

La respuesta nos la ofrece Thomas Merton con estas palabras:

“El hombre que ha logrado la integración final ya no se halla limitado por la

cultura en la que ha crecido. Ha abrazado la ‘totalidad de la vida’... Ha

experimentado... la existencia humana ordinaria, la vida intelectual, la creación artística,

el amor humano, la vida religiosa. Trasciende todas esas formas limitadas, al tiempo

que retiene todo lo mejor y lo universal que hay en ellas... No solamente acepta a su

propia comunidad, a su propia sociedad, a sus amigos, a su cultura, sino a toda la

humanidad. No permanece atado a una serie limitada de valores de manera tal que los

opone a otros adoptando posturas agresivas o defensivas. Es totalmente ‘católico’ en la

mejor acepción de la palabra. Posee una visión y una experiencia unificadas de la única

verdad que resplandece en todas sus diferentes manifestaciones, unas más claras que

otras... No establece oposición entre todas estas visiones parciales, sino que las unifica

en una dialéctica o en una visión interior de complementariedad. Con esta visión de la

vida, puede aportar perspectiva, libertad y espontaneidad a la vida de los demás”.38

Estábamos hablando del hábitat y nos hemos pasado a decir cómo es un monje

“integrado”. Aunque no parezca lógico tiene su explicación. “No hay mayor desastre en

la vida espiritual que estar sumergido en la irrealidad, pues nuestra vida se mantiene y

se nutre gracias a la relación vital con las realidades que hay fuera de nosotros, a nuestro

alrededor y por encima de nosotros ... la muerte por la cual entramos en la vida no es

una evasión de la realidad, sino una completa entrega de nosotros que supone una total

entrega a la realidad. Comienza renunciando a la ilusoria realidad que adquieren las

cosas creadas cuando sólo se ven en su relación con nuestros intereses egoistas”.39

Los Padres del Desierto creían que el yermo había sido creado como supremamente

valioso a los ojos de Dios, precisamente porque carecía de valor para los hombres... El

desierto era la morada lógica del hombre que sólo busca ser él, es decir, una critura

pobre y sola, que únicamente depende de Dios, sin ningún gran proyecto que se

37 Raimon Panikkar, Elogio de la sencillez. El arquetipo universal del monje, Ed. Verbo Divino, Estella 2000-2ª, pp. 197-198. 38 THOMAS MERTON, Acción y contemplación, 39 THOMAS MERTON, primeras líneas de Pensamientos de la soledad, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1960, pág. 15.

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interponga entre él y la búsqueda de Dios. Y aquí comenzaría la historia estética de los

hábitat monásticos; pero manteniendo siempre los mismos propósitos.

El monje del desierto sabía que tal lugar era también morada del demonio, un

demonio enloquecido por la sed de la pérdida de su excelencia. El monje, por el

contrario, busca en su hábitat no enloquecer, no servir al demonio, no crearse un espacio

de vacío y de rabia: la sabiduría del monje va a ser, por tanto, su propia vocación, su

vida “unificada e integrada” en el monasterio, sin añadir a tal vida y a su hábitat algo

que Dios no ha puesto en ella y en él.

El lugar donde vive el monje, pues, es el hábitat donde él proyecta los valores,

símbolos y utopías de su búsqueda espiritual, no el lugar donde él recrea su fantasía, sus

ilusiones “mundanas”, o donde encuentra una vida “distraída” (aunque laboriosa, sin

dudad... ¡y ojalá nunca sea una vida distraída y no laboriosa!).

A lo largo, pues de las edades monásticas, el hábitat monástico ha sido identificado

con todas las terminologías propias de la vida espiritual en sus más altas expresiones40;

el hábitat monástico ha sido descrito como lugar y estado en los que el monje se eleva

por encima de la ilusión del mundo, por encima de la multiplicidad de la sociedad,

recapitulando en la sencillez de un amor que halla en Dios todas las cosas.

Citando de nuevo a Merton cada monje o monja debería saber y decir: “Mi

monasterio no es un lugar... no es el lugar de la tierra donde estoy enraizado y

establecido... no es el entorno en que me hago más consciente de mí mismo como

individuo, sino el lugar donde desaparezco ante el mundo como objeto de interés, para

estar presente en todas partes por medio del distanciamiento y de la compasión”.41

Esta actitud es la que se debe manifestar, y de hecho se ha manifestado en todo hábitat

monástico que se precie, porque el hábitat monástico debe “estar dispuesto de tal modo

que durante todo el día cada uno de los miembros de la comunidad tiene que reproducir,

en su conducta y en su corazón, la humildad y la obediencia, la oración y la

misericordia, la sabiduría y la mansedumbre de Cristo”.42

Es que si el monje o la monja limita sus horizontes y fija su vista en la función

particular que realiza en el monasterio –o la comunidad en las actividades internas o

externas que emprenda- haciendo de esta función el fin inmediato para el cual ha venido

al monasterio, pondrán un obstáculo para realizar la verdadera “labor” para la cual han

40 Baste citar como ejemplo un libro que en su día fue emblemático: Paraíso y vida angélica, DE DOM

JEAN LECLERQ, MONTSERRAT 1959. 41 THOMAS MERTON, Querido Lector, Ávila 1997, pág. 23. 42 THOMAS MERTON, La paz monástica, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1960, pág. 89.

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sido llamados, ser personas de Dios. Por eso san Benito, aunque a veces no lo parezca,

es siempre concreto, y para él el monasterio, el hábitat monástico, es un “sacramento”

del futuro hogar al cual la familia monástica debe tender con todos sus esfuerzos.

Esto explica que, desde el punto de vista estético, y como decíamos antes, la

terminología utilizada en todas las culturas para definir le belleza, la armonía, la

decencia, ha servido siempre de base para elaborar y desarrollar los principios de la vida

espiritual.

Cuando hacíamos un somero recorrido por las concepciones estéticas y artísticas de

algunas épocas europeas creo que resultaba fácil identificar paralelamente determinadas

corrientes espirituales que han infuido, condicionado y dejado sus huellas en cientos de

hábitat monásticos.

Conclusión

Todo hábitat monástico tiene una parte formal y otra expresiva. No siempre los

monjes y las monjas son los creadores de la parte formal, pues en la mayoría de los

casos la heredan y han de habituarse a vivir bajo tal condicionamiento formal; pero sí

pueden cuidar la parte expresiva.

Esta es la tarea que les corresponde, y tal tarea requiere una buena formación en los

valores tradicionales del monacato y las ideas estéticas que puedan surgir también de la

búsqueda contemplativa, en tanto en cuanto ésta es una actitud humana frente al mundo,

el hombre y Dios.

El monje

Y podría concluir con unas palabras de Dom Bernardo Olivera: “El tema y la realidad

de la cultura es siempre algo opinable, más aún en un momneto de transición como el

presente. No obstante as algo insoslayable, sobre todo cuando se trata de hacer un

diagnóstico de la realidad... desde una triple perspectiva: económica, política y

cultural... Todos los seres humanos –y los monjes y monjas no somos excepción-

vivimos, decidimos y actuamos desde un determinado universo cultural”.43

Con todo, el monje viene al monasterio para ser libre, con la libertad de los hijos de

Dios, y poder entregarse a la búsqueda de valores que trascienden la cultura del

43 BERNARDO OLIVERA, Seguimiento, Comunión, Misterio: Escritos de renovación monástica, Ed. Montecasino, Zamora 2000, pág. 178.

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momento, de modo que pueda realizar libremente lo que Dios le ha encomendado que

haga. Es por esto que, aunque hayamos insistido en los valores y concepciones estéticas,

también hemos puesto el acento en la “disposición” del hábitat de modo que éste no sea

nunca para los monjes y las monjas una “carga” sino algo que les permita “elegir la

actitud que tomo y la manera e intensidad de mi participación en los acontecimientos

vivos y corrientes de cada día... El hábitat en que vivo es la aceptación de una tarea y de

una vocación en el mundo, en la historia y en el tiempo... en mi tiempo, que es el

presente... elegir el trabajo que soy capaz de hacer, en colaboración con mis hermanos,

para hacer un mundo, más libre, más justo, más vivible, más humano”.44

Francisco R. de Pascual, ocso, Viaceli, 8 de septiembre de 2001.

44 THOMAS MERTON, Acción y Contemplación, Ed. Kairós, Barcelona 1982, pág. 77.