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EL MITO DE LA COSMOGÉNESIS Y EL ESPACIO SAGRADO EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD 1 Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected] Según Otto Friedrich Bollnow y a pesar de “la tradicional y casi proverbial unión de las cuestiones relativas al espacio y al tiempo” (1964:453), el problema de la “constitución temporal” de la existencia humana se ha convertido en uno de los temas centrales de la filosofía de buena parte del siglo XX, relegando a un segundo plano el espacio concreto vivenciado y vivido por el hombre, que resulta fundamental para la comprensión del primero. Asumiendo esta perspectiva de Bollnow, en este artículo se pretende reivindicar la “constitución espacial” de la existencia humana del hombre primitivo tal como lo observamos en los primeros fundadores del Macondo garcíamarquiano de Cien años de soledad. Después de huir a la muerte y a la culpa, los Buendía, luego de la experiencia reveladora de distinción de un sitio para vivir, deciden fundar a Macondo que se convertirá en la sede del poder visionario, centro de toda sacralidad, eje del mundo y del poder de los que lo habitan. Macondo es la representación y parodización de la cosmogénesis universal, entendida esta como el lugar sagrado por excelencia donde se origina un nuevo mundo y una genealogía familiar todopoderosa que habría “seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje” (1969:334). 2 Si la existencia humana se da en la urdimbre de lo espacio temporal (Cassirer 1963:71–89) y la novela es la narración de esa aventura humana, no es posible que quien la recrea pueda abstraerse de aquella realidad determinante. Vemos en Cien Años de Soledad la aventura del hombre –latinoamericano, particularmente– mediatizado por unas coordenadas espacio–temporales que le son esenciales porque remiten a un tiempo primero y originario. El hombre latinoamericano de los comienzos, como todo hombre que vive en un mundo primitivo es, en sentido amplio, un ser profundamente religioso, pues se siente ligado a los poderes primarios de la vida y protegido por las fuerzas esenciales, casi míticas, de la naturaleza. El hombre americano es deudor de la religión del aborigen y de la del conquistador, que sincretizada con la de su ancestro africano, revela una forma singular. El hombre originario –y sus subsecuentes generaciones, hasta antes de la vida burguesa– en su accionar, trata de concentrar ritualmente en su mundo 1

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EL MITO DE LA COSMOGÉNESIS Y EL ESPACIO SAGRADO EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD1

Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected]

Según Otto Friedrich Bollnow y a pesar de “la tradicional y casi proverbial unión de las cuestiones relativas al espacio y al tiempo” (1964:453), el problema de la “constitución temporal” de la existencia humana se ha convertido en uno de los temas centrales de la filosofía de buena parte del siglo XX, relegando a un segundo plano el espacio concreto vivenciado y vivido por el hombre, que resulta fundamental para la comprensión del primero. Asumiendo esta perspectiva de Bollnow, en este artículo se pretende reivindicar la “constitución espacial” de la existencia humana del hombre primitivo tal como lo observamos en los primeros fundadores del Macondo garcíamarquiano de Cien años de soledad. Después de huir a la muerte y a la culpa, los Buendía, luego de la experiencia reveladora de distinción de un sitio para vivir, deciden fundar a Macondo que se convertirá en la sede del poder visionario, centro de toda sacralidad, eje del mundo y del poder de los que lo habitan. Macondo es la representación y parodización de la cosmogénesis universal, entendida esta como el lugar sagrado por excelencia donde se origina un nuevo mundo y una genealogía familiar todopoderosa que habría “seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje” (1969:334).2 Si la existencia humana se da en la urdimbre de lo espacio temporal (Cassirer 1963:71–89) y la novela es la narración de esa aventura humana, no es posible que quien la recrea pueda abstraerse de aquella realidad determinante. Vemos en Cien Años de Soledad la aventura del hombre –latinoamericano, particularmente– mediatizado por unas coordenadas espacio–temporales que le son esenciales porque remiten a un tiempo primero y originario. El hombre latinoamericano de los comienzos, como todo hombre que vive en un mundo primitivo es, en sentido amplio, un ser profundamente religioso, pues se siente ligado a los poderes primarios de la vida y protegido por las fuerzas esenciales, casi míticas, de la naturaleza. El hombre americano es deudor de la religión del aborigen y de la del conquistador, que sincretizada con la de su ancestro africano, revela una forma singular. El hombre originario –y sus subsecuentes generaciones, hasta antes de la vida burguesa– en su accionar, trata de concentrar ritualmente en su mundo

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espacial todo lo que primordialmente ha llegado a dar sentido a su existencia. Todo lo que sucedió en el principio y tuvo forma y lugar primero, se vuelve para él en paradigma y norma de acción. El espacio, en Cien Años de Soledad, tiene el carácter mítico y sagrado de los orígenes, porque repite ejemplar y consecutivamente –por su desgaste– las formas sacralizadas de la primera cosmización y fundación. García Márquez crea una obra a través de la cual “sugiere” literariamente que el hombre latinoamericano es fruto de una espacialidad sui generis y es deudor del encanto del mito que lo ha traducido ejemplarmente a través del rito de la fundación de un mundo –Macondo–, de la construcción de una casa –imagen del mundo–, de una pieza, la de los manuscritos, –lugar del secreto de la vida y de la muerte, espacio de culto, santuario y templo– y de un árbol, el castaño –eje, pilar del mundo– (Frazer 1984:I,267–296);3 espacios todos estos que son la celebración de la vida y signos de la cosmogonía y de la genealogía macondana. Allí, los personajes tienen un mundo a su medida, viven por la influencia poderosa de la sacralidad del lugar y del transcurrir originario. Parece paradójico, pero cuando el hombre mira hacia el futuro, necesariamente tiene que volver la mirada al pasado para comprenderse desde él, liberarse de temores o descubrir posibilidades que han sido opacadas por circunstancias extrañas y extrañadoras. El hombre se comprende en su pasado como alguien que es deudor de la calidad de su mundo. El gestor de una obra literaria no escribe a partir del grado cero de su conciencia liberada de toda influencia. Él actúa en la historia, desde ella y por ella germina su creación gracias a las claridades y también a las sombras de otros y a la complejidad multiforme que es la historia misma del hombre. García Márquez es un escritor que sabe adivinar en la historia de su grupo humano sus angustias y encantos, el peso de una soledad prolongada por la violencia, la afirmación de una individualidad que aún no logra descifrar su destino; y más allá de todo, es un poeta que encuentra la vida, la vive y se piensa en ella en toda su frescura. En una palabra, sabe descubrir la visión originaria, la vivencia primigenia y el gestarse festivo de un comienzo humano a través de una historia –la de los macondanos– sagrada y también desastillada, pletórica y prostituída, eufórica y en ocaso. Cien Años de Soledad no está lejos de ser una escritura del mito de los orígenes. Es nuestra historia mítica y trágica desde el comienzo. El lenguaje de la novela muestra la aventura del hombre que urge afirmarse pese a su sino adverso. Aventura que de todos modos sabe de la desilusión, del rompimiento del encanto original a causa del homicidio y el incesto. Para un mejor acercamiento a la visión del espacio mítico en la novela de García Márquez, nos valdremos de los aportes

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de la fenomenología buscando siempre comparar la concepción del espacio de la novela con otras miradas del mismo en diversas culturas, desde la hebrea hasta las americanas. G. van der Leeuw precisa el espacio sagrado como un lugar que se transforma en “sitio” mediante la repetición en él del afecto del poder, o en otras palabras, como el lugar del culto (1964:379). Fenomenológicamente el espacio llega a ser sagrado por la decisión del hombre que trata de establecerse en él porque lo encuentra apropiado para sí. Se instala en él de tal modo que llega a ser su mundo y a constituirse en prototipo de toda acción suya. El espacio llega a ser así el centro de la vida del hombre, el eje de una actividad dentro de él y más aún, se convierte en el ombligo de la totalidad de la realidad espacial, el “umbilicus mundi”, que él es capaz de asumir. Allí, como diría Bachelard “conoce un aumento de intensidad de todos los valores íntimos” (Bachelard 1986, 73). El hecho del hombre situarse en su lugar, de consagrarlo como suyo y apropiárselo, se convierte en mito, en forma digna de ser imitada como prototipo de la fundación inicial de un mundo primero (Eliade 1967: 27–69). Se da una fundamental interrelación entre el destacar un lugar por su significación y el determinar su poder y su fuerza que llega a ser de tal modo sagrado. El hombre establece en el mundo el reino de su poder o de los poderes que vive o ha vivido. Toma la iniciativa de hacerse a un espacio a la medida de su sentimiento, sentimiento que desde el centro de la realidad lo lleva a buscar la seguridad y permanencia en la tierra de donde ha salido. Por esto su espacio llega a ser la imagen del mundo prototípico de los comienzos. Él, lúcidamente y movido por fuerzas sobrenaturales artífices de su mundo, trata de celebrar festivamente la fundación de su mundo en la realidad de los comienzos primordiales y sagrados. La orientación espacial El hombre religioso, como todo hombre, de alguna manera descubre que para poder existir tiene que centrarse y fijarse en un espacio que sea lo más armonioso posible y le permita así desarrollar sus poderes, afirmar su identidad y sobre todo, que lo ligue al centro originario de la vida. Desde esta percepción se observa cómo busca la manera de realizarse dinámicamente mediante técnicas que le garanticen el acierto de su esfuerzo al hacerse a un sitio y constituirlo en su centro, en el eje de su vida. Según Eliade:

tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el del hombre religioso de moverse en un

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mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado. Esta es la razón que lo ha conducido a elaborar técnicas de orientación, las cuales, propiamente hablando son técnicas de construcción del espacio sagrado (1967, 33–34).

En la novela nos encontramos con el patriarca de la genealogía, José Arcadio Buendía, que busca fundar un lugar en el cual pueda afirmarse él, su familia –en el sentido de arraigo a la tierra– y la turba de aventureros que lo acompañaron en pos de la tierra prometida. Fueron veintiséis meses de extravío “por el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites” (17). En el deambular por pantanos cubiertos de una “eterna nata vegetal”, por un “paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original”, por ese “universo de pesadumbre”, José Arcadio repetía con firmeza “lo esencial es no perder la orientación” (1969:17), porque a él le había sido confiado ese poder –como padre totémico–, sin que tuviera clara conciencia de ello. Desde una mirada fenomenológica de la casa Buendía, de la pieza de los manuscritos y del castaño, de la manera de comportarse y hasta de los nombres de los personajes, encontramos que arquetípicamente todo se va repitiendo inevitablemente pero, aún así, se logra que el mana otorgado no se pierda. Sin embargo, esta misma repetición implica ya un estado de degradación progresiva como signo inequívoco que la genealogía y el lugar sagrado tendrán un fin, y por ende, la pérdida de todo poder; esto comienza a evidenciarse, previo al cataclismo final, con expresiones tales como el despilfarro, la locura, la violencia, la errática sexualidad, la muerte, entre otras cosas. La orientación fundamental se dirige inicialmente a la fundación de un lugar, a la transformación de un caos en cosmos. Mediante una revelación especial y una manifestación indicadora del poder sagrado en un lugar se garantiza una cosmización efectiva y la afirmación de un espacio sagrado y mítico. El mundo como una realidad compacta, absoluta y real sólo es posible por la elección humana que lo ha destacado gracias a que ha descubierto en él una especificidad única y privilegiada, por lo cual este mundo se proporciona para la organización e integración de un mundo particular; así vemos el Macondo construido por José Arcadio: “puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza”. Dispuso de tal modo “la disposición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más que otra a la hora del calor” (15). Todo esto es posible por un fenómeno o

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manifestación de lo sagrado en la naturaleza, por un sueño, presagio o súbita aparición, o por una atmósfera que se percibe impregnada de una determinada transparencia y frescura (Eliade 1967, 26–34. Cuando José Arcadio, luego de largos y extenuantes meses de éxodo por selvas y ciénagas impenetrables sueña a orillas de un río –parodización del sueño de Jacob–4 que allí se levantaría una ciudad con casas de paredes de espejos, es el signo de una orientación sobrenatural que sólo le es dado a seres excepcionales como él. “Macondo” será el nombre de esa ciudad iluminada y espejeante para todos. Esto coincide con la interpretación profética y legendaria de Melquíades en sus Manuscritos –que encontró en Las Profecías de Nostradamus– en los que se anuncia que Macondo será una ciudad luminosa con grandes casas de vidrio de la que apocalípticamente saldrán desterrados los Buendía (Frazer 1984: II, 23–91).5 José Arcadio Buendía tronará, entonces, con indignación solemne y dirá que “no serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé, y siempre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos” (53).6 En esto encontramos la transposición del sueño de José Arcadio a la vivencia jubilosa que tuvo cuando tocó por primera vez el hielo que llevaron los gitanos a Macondo. José Arcadio “puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia” (23). Lo soñado por José Arcadio a la mañana siguiente comienza a ser realidad y lo será siempre y funda con ello el mito, ya que como señala Aleksei F. Losev: “las cosas si se toman en su sentido verdadero, tal como ellas realmente existen y se perciben, son mitos” (1998:80). Hierofanía y apocalipsis Según Cassirer en el pensamiento mítico el espacio y el tiempo no son fuerzas puras y vacías, sino poderosas y misteriosas que controlan todas las cosas, que “gobiernan y determinan no sólo nuestra vida mortal sino también la de los dioses” (Cassirer, 71). El espacio en la experiencia del hombre primitivo es algo vital y fundamento de su existencia. Para él no hay separación alguna entre el poder dominador suyo y el espacio en el que realiza su acción. Hay una recíproca influencia que no permite escisión tajante entre él y su mundo. Él es poderoso y también lo es el lugar de su residencia. Él es el eje y está fijado al fuerte centro que es la madre tierra. De ese modo, todo en ese mundo espacial adquiere un grado de concentración de poder: las personas, los objetos, la naturaleza y hasta los sueños. Este poder del espacio proviene de lo misterioso, de lo sagrado y, más

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explícitamente, de los dioses; su fuerza funda el mundo y la raza. Es un poder que se renueva y se repite cada vez que el hombre en comunión con las potencias divinas construye, determina o destaca un lugar, punto de encuentro entre las fuerzas de la tierra y del cielo. Las acciones de los hombres fundadores llegan a ser poderosas y signo de poder primero. Por eso cuando se rompe la convivencia del hombre con las fuerzas prístinas, tiene lugar una ruptura que necesariamente introduce el caos en este cosmos que es imagen y representación del mundo original. Las guerras, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, son las cuatro calamidades que llevan al ocaso de la estirpe y a los habitantes de Macondo a encontrarse “de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria” (22) En los primeros tiempos de la fundación de Macondo el poder tiene mayor fuerza creadora y sagrada, pero de tanto repetirse y de tanto esforzarse el hombre por atraparlo en lo insignificante y cotidiano, se acostumbra a él y así va perdiendo novedad creadora. También, cuando el hombre quiere constituirse como el único poder y pretende ser dueño absoluto de sus propias acciones, marginándose de fuerzas metafísicas y naturales y rebelándose contra los dioses originarios, degenera su mundo, pierde su paraíso. El poder es una fuerza que viene en los orígenes cargado de fecundidad y eficacia creadora, es una fuerza que ritualmente reproduce el hombre en su mundo en el que se desenvuelve, pero también el poder se desgasta a causa de la introducción de múltiples pestes: el incesto, el progreso desaforado, el insomnio y el olvido, la política y la guerra, la repetición de acciones y gestas, las mujeres de fuera que pervierten la sangre. Es la introducción del caos en un cosmos que va perdiendo su sacralidad al banalizarse las acciones de los fundadores. La familia Buendía también desgasta progresivamente su capacidad creadora, su “grandeza” y sólo quedará “el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo” (p. 333), tal como lo observa Pilar Ternera en sus barajas. El espacio llega a ser sagrado, poderoso, misterioso, consistente, por la elección primera que el hombre hace de él, gracias a la experiencia religiosa que lleva a destacarlo como tal y a determinarlo como apropiado para su cosmización. Así lo vemos en el primer registro de la novela: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” (9). Este mismo espacio perderá la maravilla de su fuerza cuando los hombres, sacerdotes del mundo, se cansen de repetir o de celebrar el poder de la vida, la fuerza de la tierra en la que se ha originado una raza singular,

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una cultura, una prehistoria sagrada (Leeuw 1964: 540). Macondo es un espacio sagrado, un lugar soñado, un sitio destacado gracias a la iluminación sobrenatural que tuvo José Arcadio. Más aún, el pueblo peregrino en busca de una tierra que nadie le había prometido, llega a sentirse bien en ese lugar en medio de la espesura de la ciénaga que se destaca como el más indicado para la fundación y asentamiento de la tribu fugitiva, signos que Melquíades interpretará en los antiguos manuscritos como el lugar paradisíaco y de la prosperidad, pero cuyo fin será apocalíptico. Por la voluntad del hombre que desea afirmarse en el lugar escogido, Macondo llega a ser una aldea feliz, imagen del paraíso, en donde no se conoce la sombra de la muerte. Al día siguiente del sueño resonante y sobrenatural, José Arcadio convence a sus hombres que nunca encontrarán el mar y les ordena “derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea” (28), que más tarde sería una ciudad de espejos y de los espejismos; esto último por los elementos y sujetos advenedizos que vendrían de fuera, una vez que los gitanos rompen el círculo impenetrable en el que se encontraba Macondo. Las huestes del comienzo que llegan a Macondo consideran aquel lugar privilegiado y propicio en oportunidades para su desarrollo, al punto de transformarlo y no ser reconocido por los habitantes originarios. “Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga” (39). Pero, aún así, y con éstos se conserva una cierta realidad sacra alrededor de la casa de los Buendía, hasta que la invasión extranjera provoca el declive del poder originario que se concentra en ese espacio vital. A medida que lo invade y penetra, erosiona el poder de los fundadores, desgasta la eficacia creadora de los hombres y en consecuencia, del espacio cosmizado, como lo confiesa, no sin cierto dejo de nostalgia, el narrador: “Macondo fue un lugar próspero y bien hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio” (295). Macondo fue grande y esplendoroso en el principio, todos se sentían hijos de aquel lugar idealizado en la nostalgia de los años primigenios hasta que se introduce el desorden provocado por las fuerzas extrañas y extrañadoras, por el odio intronizado con la política partidista que desolidariza unos de otros y los entrega a una vida desordenada, solitaria y deicida. Úrsula es categórica al respecto cuando afirma que las armas de guerra utilizadas con motivos de lucha entre los dos partidos tradicionales (liberales y conservadores, cuyos conflictos datan desde mediados del siglo XIX) “con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra” (312).

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El espacio poderoso se manifiesta primordialmente en el lugar que es destacado como fundación esencial donde se concentra el poder en las construcciones de los padres tutelares que llegan a ser santuarios de la fuerza sagrada; espacios y objetos se convierten en portadores reales de la potencia que hay en el centro del mundo: Macondo con respecto a cualquier otro espacio, la casa de los Buendía, la pieza de los manuscritos, el castaño del patio o árbol de la vida, los manuscritos. Todo allí irradia intemporalidad como espacio privilegiado que es. De Macondo se dice que es “el pueblo más luminoso y plácido del mundo” (321), y de la casa “no sólo la más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga”, “perfumada de orégano, donde [se querría] vivir hasta la vejez” (321). La pieza es el lugar donde “el aire parecía más puro que en el resto de la casa” (160-161) y giraba “la vida espiritual de la casa” (224); es un espacio “protegido por la luz sobrenatural, por el ruido de la lluvia, por la sensación de ser invisible” (265). En la novela pueden distinguirse tres niveles de espacialidad que están bien determinados: la fundación de Macondo, la construcción de la casa y luego la pieza de los manuscritos. Veamos cómo se va determinado y concentrando el poder sacro en esos espacios. Estos tres niveles se relacionan arquetípicamente y remiten el uno al otro; hay en ellos una presencia de lo misterioso al que sólo tienen acceso los personajes que han sido elegidos para vivir allí, o mejor, que han escogido el lugar como su sitio vital, su centro (Eliade 1964, 310–325).7 La fundación de Macondo es la primera noticia que indica la novela. De la época anterior sólo se tienen algunos indicios con los que se puede reconstruir la historia fisurada –por la muerte violenta de Prudencio, los sentimientos de culpa de Úrsula, la invasión ruda de Francis Drake y otras alteraciones– que precede a la fundación de Macondo, en el momento en que los peregrinos encabezados por José Arcadio Buendía inauguran una nueva cosmogonía y una nueva genealogía que no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra, como castigo a la transgresión de un orden establecido Dos hechos fundamentales motivan el éxodo de los Buendía de una ranchería ubicada en las estribaciones de la sierra nevada de Santa Marta a una tierra no prometida (Macondo): el homicidio y el incesto. El temor a la violación del tabú sexual por la unión entre familiares es roto a causa de las provocaciones de prudencio Aguilar y la supuesta impotencia de Úrsula. La violencia de una lanza da muerte a este burlador de la presunta esterilidad y, acto seguido, con la fuerza de la venganza, José Arcadio demuestra a Úrsula el poder fecundador de ambos por encima de todo nefasto pronóstico. Retado por la ofensa que pone en entredicho su virilidad (machismo), José Arcadio y Úrsula son capaces lúcidamente, de violar el

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tabú y de superar el miedo de engendrar un hijo con cola de cerdo, aunque no dejan de temer que

aquellos saludables cabos de dos razas seculares entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y murió con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta [...] –Te felicito –gritó–. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer. José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. “Vuelvo enseguida”, dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar: –Y tú, anda a tu casa y ármate porque te voy a matar. Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: “Quítate eso”. Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. “Tu serás responsable de lo que pase”, murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra. –Si has de parir iguanas, criaremos iguanas –dijo–. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya. Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar (25, 26).

La impotencia, signo en la mitología hebrea de haber sido abandonado de la mano de Dios, es desterrada del nuevo mundo por la transgresión de José Arcadio. Cuando la infecundidad se mantiene, la pareja carga con el peso de la maldición. Esto mismo sucede en los pueblos primitivos en los cuales se considera la ineficacia de la unión conyugal como la manifestación de la debilidad radical del hombre que ha perdido la conexión con el centro del poder, con los dioses

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fecundadores. Por eso no es extraño encontrar en las mitologías arcaicas dioses de la fecundidad, objetos que la favorecen o aseguran. Esto da origen a un sinnúmero de ritos y de celebraciones que son siempre una réplica a la crueldad del desamparo que los dioses han dejado a los hombres (Frazer I, 483–718).8 Si la mujer es figura de la tierra madre que da a luz la riqueza de la vegetación y proporciona al hombre y a los animales un ambiente favorable para la germinación y el desarrollo de la vida, ella es también la representación del agua madre germinadora de todas las cosas. Una y otra son asumidas mágica y religiosamente para significar su potencia creadora y engendradora. Cualquier alteración de estos sentidos implica culpa, castigo, locura, desolación o muerte. En los pueblos hebreo y babilónico, pero también en muchos otros, se encuentran diversos cultos a la fertilidad por su sentido de portadores de vida. No es extraño entonces que el israelita cuando se siente abandonado de Yavé –la vida–, vaya en pos de otros dioses: Artasté (diosa del cielo), Baal (dios de los fenicios) y olvide el camino hacia la tierra prometida – la regeneradora– y se dirija, equívocamente, hacia los santuarios, templos y montañas en donde se veneran otros signos de fecundidad –por que quiere estar cerca del centro vital– tales como, los massebot y las hieródulas sagradas (Eliade 1964, 46–114). La imagen y el deseo de la fecundidad –con significaciones diversas según sus acciones y el tiempo de la historia– han acompañado al hombre siempre, así como la ausencia de ésta. En la mitología chibcha, por ejemplo, es la luna la portadora de este sentido que aparece con diferentes nombres y manifestaciones: Bachué, Furachogua, Labaque, Bacuche, etc. Es madre prolífica y raíz de la raza. Con cada uno de estos nombres, esta diosa adquiere distinta significación: engañadora de los hombres, seno fecundo, mujer buena, principio de la vida, etc. (Quintero 1970: 8). También la antropología registra que el hombre contemporáneo mediante múltiples formas busca repetirse y afirmarse en su poder fecundador y creador. A pesar del dominio sobre la naturaleza, las cosas y sobre su propia razón, considera como una desgracia la impotencia sexual y la incapacidad fecundadora. Pero la fuerza creadora de la humanidad busca mantener, preservar o recuperar la potencia generadora de la vida de diversos modos, hasta en las artes. No dejan de ser reveladoras las indagaciones psicoanalíticas al respecto de la proyección del sentido de la maternidad y de la paternidad en la ejecución de cualquier tipo de obra, bien sea artística, literaria, arquitectónica, urbanística, artesanal. El gesto afirmador de la fecundidad que ejecutan José Arcadio Buendía y varios de sus vástagos en sus sucesivas generaciones, y la pujanza de las generaciones que

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engendran estos violadores del tabú sexual, da como consecuencia fuertes cabos de raza capaces de fecundar prolíficamente a una madre y de recibir un número considerable de hijos que aseguran la potencia y el vigor y la marca de soledad de la familia Buendía, como por ejemplo el coronel, Aureliano Buendía, que promovió treinta y dos levantamientos armados que igual perdió y “tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas” (94). Esto por el lado masculino, por el femenino, Petra Cotes –aunque no es de la familia se inserta en ella de tal manera que pareciera uno de ellos por su poder– es la encarnación del maná sexual, de la exuberancia natural que, como en un arte de cartas, provoca la proliferación más grandiosa de animales y bienes, para confirmar el don portador de los Buendía o de aquellos que conviven con ellos y se hallan cerca del poder sacralizado (Frazer I, 320–333).9 Así no da su versión el narrador que con el mayor desparpajo nos introduce en un mundo realmente maravilloso:

En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte, [Aureliano Segundo] había acumulado una de las más grandes fortunas de la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenatural de sus animales. Sus yeguas parían trillizos, sus gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos engordaban con tal desenfreno, que nadie podía explicarse tan desordenada fecundidad, como no fuera por arte de magia. “Economiza ahora”, le decía Úrsula a su atolondrado bisnieto. “Esta suerte no te va a durar toda la vida”. Pero Aureliano Segundo no le ponía atención. Mientras más destapaba champaña para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían sus animales, y más se convencía él de que su buena estrella no era cosa de su conducta sino influencia de Petra Cotes, su concubina, cuyo amor tenía la virtud de exasperar la naturaleza. Tan persuadido estaba de que era ese el origen de su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cortes lejos de sus crías, y aún cuando se casó y tuvo hijos, siguió viviendo con ella con el consentimiento de Fernanda (165–166).

Petra Cotes es la compañera propicia para Aureliano Segundo que despierta en él la alegría vital que no tuvieron sus abuelos. No obstante, Úrsula está presente en cada una de las generaciones posteriores a la de ella para advertir del peligro original (tabú) que dio comienzo al acto generador de la estirpe; está presta para afirmar la fragilidad de toda prosperidad y de toda ilusión en la casa Buendía; advierte que esa añoranza de un paraíso de fecundidad está fisurada desde el comienzo, pero la soberbia del poder impiden ver las sombras de un final caótico, análogo al andar errabundos por la entreverada selva que precede a la fundación. Sabedora del tabú original, Úrsula no se cansa de repetir a sus hijos y a los hijos de estos las

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“calamidades” que llevarán a “la decadencia de su estirpe […]: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes” (165). Por eso decide, a pesar de su edad centenaria, dedicarse a la educación del hijo de Aureliano Segundo, para evitar que se pierda –como todos los demás– con las locuras de su padre y de su amante, Petra Cotes. Muchos años después de esta reconvención, Úrsula aterroriza al último José Arcadio –que pretende ella y Fernanda del Carpio, su madre, que sea Papa– para que no sucumba a los peligros de “las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida”; las armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido” (312). Pero ni el último de los Buendía ni ningún otro hace caso de las admoniciones de Úrsula, porque la pasión del instinto y satisfacción del deseo de los Buendía estaba por encima de cualquier tabú. Cosmogénesis macondana Antes de la creación de Macondo, de la génesis de ese cosmos, se encuentra el reino del caos, de la muerte y de la desorientación total; las cosas no tienen nombre y la existencia humana carece de lugar para afirmarse. Por eso el espacio precedente a la cosmización del lugar, es un espacio caótico e indeterminado. Más allá de las fronteras de un Macondo “rodeado de agua por todas partes” (18), está la selva impenetrable que no lleva a ninguna parte, por eso todo el que sale de allí se extravía, como le ocurre a Úrsula y a otros Buendía. Ese estado de indeterminación espacial, de no sacralidad, recuerda cuando aún joven José Arcadio, su mujer y sus hombres con sus familias emprenden la travesía de la sierra desde de la ranchería cerca de Riohacha hasta el impensado Macondo

buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizonte, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales (16-17).

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El hombre que busca explicarse, hacerse a un saber sobre los orígenes, crea el lenguaje de los comienzos sagrados que es posible en el rito mismo de la vida, en su afán y deseo constructor y organizador de las cosas, pero ineluctablemente tropieza con el arcano de la oscuridad primordial. Vale la pena preguntarse: ¿cómo lo diverso, lo complejo y homogéneamente indeterminado llega a ser cosmos, organización? ¿Cómo el mundo feliz, diáfano y hermoso sabe también de la oscuridad, de la tragedia? ¿Cómo el mundo del génesis sabe de su apocalipsis?, ¿el principio del fin? El paraíso encantado está también cobijado por la sombra y la oscuridad. En una palabra, el hombre primitivo se pregunta ¿por qué se da lo uno y lo otro, el tiempo y la eternidad, la vida y la muerte, el paraíso y el destierro, el desamparo más cruel a la par que el poder vivencial más apasionado? ¿Qué es lo que funda su mundo en los comienzos que parece que todo gira en torno a un principio indestructible en el que se ha infiltrado el germen del desgaste y de la destrucción? ¿Por qué el pasado no es repetible hoy tal como fue ayer? ¿Por qué la vida en su pujanza va declinando mientras el hombre quiere que en el porvenir sea como al inicio, una nueva creación, un divino despertar? El hombre primitivo macondano hace coincidir el origen de su universo con la transgresión, el poder que le otorgan los dioses con la pérdida del mismo por el desgaste de tanto repetirlo en aventuras desaforadas. En el principio era el caos y cuando la fuerza cosmizadora de los dioses se hace contemporánea con la los hombres, el cosmos aparece con su encanto y novedad prehistórica. Como un destino ineludible, el hombre no quiere permanecer sometido al arbitrio de los dioses y se asume en un acto propio, único, que va escindir su conciencia y lo va a separar de manera definitiva del paraíso que se le había otorgado: en un caso comete un desacato, transgrede una orden divina (mito hebreo); en otro, incurre en un homicidio (mito romano); en uno más, consuma un incesto (mito macondano). También pretende asimilar profanamente la ciencia misteriosa de los dioses, de los creadores originarios y esto le vale la confusión babélica por no reconocerse a sí mismos en su propio lugar por la presencia de tantos elementos extrañadores, como le ocurre a los macondanos con la llegada de la ciencia. “Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse” (194).

Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los

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límites de la realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó de impaciencia el espectro de José Arcadio Buencía bajo el castaño y lo obligó a caminar por toda la casa aún a pleno día (195).10

El hombre desde el origen de los tiempos y en todo momento pretende (por medio de la fundación de pueblos, de la construcción de templos o lugares sagrados, de la casa o lugar de cobijo, del sitio que le permita el sustento, etc.), al seleccionar un lugar como el mejor o el deseado, inaugurar un cosmos que esté libre del caos, que se distinga de los demás que le rodean, que permita redimir el tiempo por encima de una eternidad metafísica. Ese hombre, como el José Arcadio de la novela, se hace dios prometéico que con el dolor de sus entrañas construye una cosmogenealogía que lo afirma para la inmortalidad. Uno y otro se deben al espacio que la visión hieráfica determina como única; entorno sacralizado que hace de sus fundadores también únicos, poderosos. Casi todas las cosmogonías, al igual que la de Macondo, muestran un proceso de cosmización que es consecuencia de la violenta y dialéctica pugna de contrarios: noche vs día, bien vs mal, nada vs materialidad, caos vs realidad. Esto puede observarse en casi todos los grandes poemas épicos de la creación. Veamos algunos a manera de ejemplo: En el poema babilónico Enuma Elish se narra el origen de la creación así:

Cuando arriba el cielo (todavía) no tenía nombre y abajo, lo firme no había recibido un nombre, Apsu (el agua del caos) el primero de todos, que los creó, (y) la forma primaria Tiamat (caos) que los parió a todos, sus aguas se entremezclaron. No tenía tierra (habitada), no tenía un pantano cuando ninguno de los dioses había surgido (todavía) ninguno era llamado por su nombre, los destinos no estaban determinados, entonces, fueron formados los dioses” (cit. Leeuw 1964: 556).

Para el hombre asirio-babilónico los dioses fueron creados como todos los demás. Las fuerzas del caos (Tiamat) crearon los elementos divinos que, entremezclados, dan el nombre de las cosas y determinan el destino de los hombres y de los mismos dioses. La creación tiene lugar a partir del caos, contrario a la narración bíblica que parte de un principio paradisíaco y feliz. Sin embargo, una y otra concepción de la creación tiene elementos comunes, lo que hace pensar en posibles influencias de una sobre la otra, lo que va ocurrir con muchas cosmogonías. El génesis judeo-

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cristiano reza así:

Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la faz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas [...] Al tiempo de hacer Yavé, Dios, la tierra y los cielos no había aún arbusto alguno en el campo ni germinaba la tierra hierbas, por no haber todavía llovido Yavé Dios sobre la tierra, ni haber todavía hombre que la labrase, ni rueda que subiese el agua con que regarla (Génesis, 1, 1-3; 2, 4-7).

Si el hombre hebreo afirma la eternidad de Dios es porque religiosamente ha llegado a comprender que en el principio Dios creó el espacio cósmico, y antes de éste sólo había la indeterminación absoluta, la nada. En alguna explicación mítica de los orígenes se sitúa a Dios en la pureza misma de la soledad al realizar su acto de voluntad creadora. También se sitúa en el principio de la realidad del universo humano un mundo luminoso, paradisíaco que deviene oscuro y contingente a causa de la rebeldía y la soberbia humana; al deseo de la afirmación de la individualidad. En la mitología chibcha, la narración muisca de la creación no dista mucho en sus sentidos de los grandes mitos cosmogónicos, y así lo cuenta:

Cuando era noche, antes que hubiese nada en este mundo, estaba la luz metida allá, en una casa grande, y para significarla la llamaban chiminigagua, en que estaba metida la luz, comenzó a amanecer y a mostrar la luz que en sí tenía y dando luego principio a crear en aquella primera luz: las primeras que crió fueron una aves negras a las que mandó al punto que tuvieron el ser fuesen por todo el mundo echando aliento o aire por los picos, el cual aire todo era lúcido y resplandeciente; con lo que habiendo hecho lo que les mandaron, quedó todo el mundo claro e iluminado, como está ahora (cit. Izquierdo 1956: 222).11

La mitología germánica nos es ajena al caos como origen del universo y a la presencia de un dios omnipotente:

Como la ciencia superior a todas entre los hombres supe que cuando no era aún la tierra, ni el cielo de allá arriba, ni árbol, ni montaña, ni estrella alguna, ni brillaba el sol, cuando no existía fin ni límite, sólo existía el único dios omnipotente, el más humilde de los hombres y con él estaban muchos espíritus gloriosos y el santo dios también (cit. Leeuw 1964:

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549).12. Los mayas tienen un mito en el que describen sin nostalgia el nacimiento del universo. En él aparece la idea de un estado anterior al universo creado a posteriori (también se observa en el pueblo náhua).13 El creador y los dioses progenitores están antes y su espíritu se cierne sobre el caos de las aguas o en la extensión indeterminada del cielo para crear una nueva realidad.

No había todavía un hombre, ni animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, yerbas y bosques: sólo el cielo existía. No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. No había nada, que hiciera ruido, ni cosa alguna que se moviera, ni se agitara, ni hiciera ruido en el cielo. No había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Sólo el creador, el Formador Tepeu, Gucumatz, los progenitores (cit. Leeuw 1964: 550).14

Para los indios koguis el mar viene a ser la representación del todopoderoso por su eterna presencia. Él es lo antes y después. “Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales ni plantas. Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre. Ella era agua y agua por todas partes y ella era río, laguna y mar. Y ella así estaba en todas partes” (cit. Cardenal 1968: 459). En la narración cosmogónica de los indios huitotos, la Nada (Nainuema) es el ser que virtualiza lo que no existe ni es: “Un fantasma, nada más existía. El padre tocó una quimera, cogió algo misterioso, nada existía. Mediante un sueño el Padre Nainuema (el que tiene algo que no existe), retuvo la quimera y la pensó para sí... buscó el fundamento de la pura quimera pero no había nada allá... Nada existía allá” (cit. Cardenal 1968: 465). En la mitología asirio–babilónica los dioses dominan el caos, establecen la creación, fundan el cosmos. Marduc mata a Tiamat y celebra con ello el triunfo de la vida. Ra derrota a la serpiente Apa y acaba así con la oscuridad. Esta imagen reaparece posteriormente en el Nuevo Testamento cuando Jesús, quien se llama a sí mismo “luz de los hombres”, derrota con su misma muerte el caos del pecado e inaugura una nueva vida (San Juan, 18, 19). Este renacer del caos, los griegos lo describen admirablemente en su mito olímpico de la creación así:

Al comienzo de todas las cosas la madre tierra surgió del caos y dió a luz

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a su hijo Urano mientras dormía. Contemplándola afectuosamente desde la montaña, él derramó una lluvia fértil sobre sus hendiduras secretas, y ella produjo hierbas, flores y árboles, con los animales y las aves adecuadas para cada uno. La misma lluvia hizo que corrieran los ríos y llenó de agua los lugares nuevos, creando los lagos y los mares (cit. Graves 1967: I, 34).

Otra versión del mito griego de la creación, de las dos que existen, es la siguiente: “Al principio reinaba la oscuridad y de la oscuridad nació el Caos. De la unión entre la Oscuridad y el Caos nacieron la Noche, el Día, el Erebo y el Aire. De la unión de la Noche y el Erebo nacieron el Hado, la Vejez, la Muerte, el Asesinato, el Sueño” (36). En su Teogonía, Hesíodo cuenta cómo en el origen del universo se da una lucha titánica entre los poderes divinos, al final de la cual llega Zeus a imponerse como el “padre de los dioses y de los hombres” (Hesíodo 1974: 3), el dios de las fuerzas de la creación. Así narra Hesíodo el origen de la creación, fruto de dos fuerzas contrarias que armonizan: “antes que todas las cosas fue Caos; y después Gea la de amplio seno, asiento siempre sólido de todos los Inmortales que habitan las cumbres del nevado Olimpo y el Tártaro sombrío enclavado en las profundidades de la tierra espaciosa; y después Eros, el más hermoso entre los Dioses Inmortales, que rompe las fuerzas, y que de todos los Dioses y de todos los hombres domeña la inteligencia y la sabiduría en sus pechos. Y del Caos nacieron…” (4-5). Luego muestra Hesíodo en Los Trabajos y los Días que la historia es circular, retorna al punto original luego del progresivo desgaste en el transcurrir de las cuatro edades de que consta dicha cosmogonía. Él mismo siente el peso y la miseria de la edad de hierro en la que le ha tocado vivir, él y los hombres de su tiempo, añoran siempre –como también le ocurre a los Buendía– la primera edad, la de oro, la del tiempo del paraíso porque el mal ha sentado sus reales (Hesíodo 1974: 32–36).15 La tragedia griega es expresión sublime del mito de los orígenes, del poder de los dioses sobre la vida de los hombres, del destino trágico que pesa sobre éstos y abre la vía a la reflexión posterior sobre el origen del bien y del mal, del cosmos y del caos, de la vida y de la muerte, de la historia y la eternidad, etc. Una vez creado el universo, la presencia ineludible del hombre genera su consecuente destino desdichado. Caín da muerte a Abel y con ese gesto se inaugura la naturaleza conflictiva, contradictoria y necesaria del hombre; los dioses condenan a los hombres a la edad de hierro, a la oscuridad y a la muerte; no habrá un Prometeo que los redima con su sacrificio, salvo a los creyentes. El afán de

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poder de los hombres que pretende igualarse con los dioses genera la confusión de lenguas (la simbólica torre babélica) que frustra ese deseo, mas no lo detiene como aspiración. Macondo será pues la expresión de los orígenes de una nueva cosmogonía y, a su vez, una parodia maravillosa de las grandes cosmogonías universales. Pero también en el comienzo se sabe de la colonización y del arribo de fuerzas extrañadoras que alteran un pasado de edad de oro. Por eso José Arcadio y Úrsula, que fundan a Macondo como el lugar exclusivo para la pervivencia de su raza, se encuentran, en el momento menos pensado –la llegada de los gitanos, de los mercachifles, de los gringos, de los políticos, de las prostitutas–, con un mundo caótico, caído a pesar suyo y no obstante por alcanzar la sabiduría. El afán de unirse al mundo, los padres generacionales no prevén que al romperse el aislamiento de Macondo –y sacralidad–, estarán expuestos a todos los males. Así se lamenta Úrsula: “nunca llegaremos a ninguna parte”. “Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia” (19). La violencia, la falta de respeto por la vida, la transgresión de un orden cultural, el sentimiento de culpa, son los antecedentes de la fundación, de la creación de un sitio en el que el hombre puede nombrarse y nombrar todas las cosas. El homicidio de que es objeto Prudencio Aguilar desata, aunque lastrado, un nuevo dinamismo, y el remordimiento que lleva al hombre a realizar el éxodo más desorientado de que se tenga historia.

Una noche que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vió a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso; “los muertos no salen” dijo. Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia” (26).

La única indicación que tienen es la de que deben buscar un mundo en el que no esté la culpa tan presente como allí, un paraíso que puedan recuperar o tan solo un espacio para reposar hasta la muerte. “Una noche que lo encontró –a Prudencio– lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más. –Está bien, Prudencio– le dijo. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo” (27).

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En el relato bíblico el pecado de los primeros padres, aunado al pecado homicida de Caín, desemboca, por un lado, en el destino errante de un hombre que llega a convertirse en signo del destino humano que se sabe afectado por la culpa original, y del otro, en un dirigirse a una tierra prometida que parece cada vez más inalcanzable (Génesis, 4, 1-16; 12, 1-8). José Arcadio Buendía se pone en marcha hacia el lugar que lo aleje de los gemidos de muerte y culpa del pasado. Debe abandonarlo todo, vagar sin rumbo por selvas sin límites como una forma de expiación y conformarse finalmente, ante la imposibilidad de hallar el mar que podría redimirlo –en el sentido de purificación (Bachelard 1978:203-227), pero también de muerte (74-110)–,16 con aquel mojón de tierra que lo señala los latidos de su corazón: “Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados por la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra que nadie les había prometido […] Procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha [que recordaba el homicidio] para no dejar ningún rastro [sentimiento de culpa] ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo” (27). Todo comienzo tiene lugar según el modelo del mito de los orígenes. Pero ese mito idealiza, eleva a la categoría de sagrado y arquetípico el comienzo paradisíaco. Ante esta experiencia, el hombre traduce en lenguaje poético y simbólico lo que no alcanza a explicar y a conocer del misterio primero. Arquetípicamente toda realidad, que de alguna manera construye el hombre es equiparable, ontológicamente en su aparecer, a las cosmogonías y genealogía originarias. Como bien indica Mircea Eliade: “El mito rememora brevemente los momentos esenciales de la creación del mundo, para pasar a narrar a continuación la genealogía de la familia real, o la historia tribal, o la historia del origen de las enfermedades y de sus remedios” (Eliade 1968: 50). La fundación es pues la repetición del arquetipo mítico de la creación que tuvo lugar, porque en el principio hubo un comienzo absoluto, feliz. Esto es lo que da cuenta del poder sagrado que en el inicio del mundo y de la historia irrumpió de una manera efectiva en la realidad; por eso se puede afirmar que toda creación es noticia de la fundación primordial que aconteció en el principio. La reflexión mediante la cual el hombre llega a un saber sobre el misterio de la creación y que se expresa en el mito, el cual se convierte en el relato que se repetirá ritualmente en toda acción creadora del hombre, se da en una cultura que ha tenido experiencia de la realidad en la que vive y a través de ésta ha llegado a intuir el misterio insondable del comienzo fundado. Esto es válido si se hace una exégesis histórica

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de los relatos cosmogónicos más primitivos, desde los asirio–babilónicos, hebreos, germánicos, hasta los nuestros americanos. Macondo llega a ser un cosmos, un lugar destacado y formalmente diferenciado del caos y de toda indeterminación anterior a los orígenes del mundo, gracias a la palabra que nombra y funda; será un universo en el que la realidad irrumpirá con toda su pujanza sagrada y original. Macondo estará a “la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado” (28). La familia Buendía, a su vez, representa a los hombres que realizan la tarea de fundar un mundo, de construirlo, de desatacarlo como sitio esencial para la vida; sin embargo, en el eje de esa genealogía hay genes portadores de pestes que van erosionando progresivamente ese estado originario hasta llevarlo al ocaso irremediable. Por eso hay que repetir constantemente el rito de fundación (por medio de las reconstrucciones de la casa, las expediciones en busca del mar, los nombres repetidos de la familia, las aventuras desaforadas, etc.) para estar cerca, para repetir, conmemorar, así sea por la nostalgia o el deseo, el tiempo primero, el paraíso perdido, la Edad de Oro. Parodiando a Bollnow, diremos que a los a los Buendía los consume la “nostalgia” del lugar primero. “En un fondo obscuro yace de algún modo el solar de la niñez. Más allá de la casa aparece la tierra natal”, como auténtico ‘punto’ de relación y también como “campo central de todas las relaciones espaciales” (1964:454). Es clarividente esto en la acción emprendida por Úrsula – repetida por sus hijos en diversas ocasiones– luego de haber sobrevivido su hijo el coronel Aureliano a varias muertes imposibles en otro que no fuera él:

Con una vitalidad que parecía imposible a sus años, Úrsula –quien regresa una vez más de la muerte de la vejez– había vuelto a rejuvenecer la casa. “Ahora van a ver quién soy”, dijo, cuando supo que su hijo viviría. “No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos”. La hizo lavar y pintar [niveles de purificación de la muerte por el agua], cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano. Decretó el término de los numerosos lutos superpuestos (157).

En esta lectura hemos visto pues cómo el hombre mítico macondano es un ser que intenta en cada acto de su vida y mediante la escogencia del mejor lugar para su residencia reencontrarse con la realidad y el tiempo originario y repetirlo así sea mediante la acción realizada, la aventura conclusa o malograda, la imaginación, el deseo o el sueño. Pretende a cada momento reinaugurar en el espacio escogido

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(revelado) una cosmogenealogía según el modelo que tuvo lugar en los orígenes, no importándole si esa fundación le deparará un destino errático, apocalíptico o trágico.17 En la construcción de este universo mítico, García Márquez vuelca toda su imaginación para darnos una imagen maravillosa de un mundo que desborda todos los cánones y los contiene a la vez. Es su imagen del mundo, perfecta, pero inconclusa. Quizá en esta lúcida definición García Márquez compendia la lectura que hemos hecho de la novela: “Toda novela –y Cien años de soledad lo es su máxima expresión– es una representación cifrada de la realidad o una adivinanza del mundo” (cit. Mendoza 1979:87). Bibliografía Anderson Imbert, Enrique. El realismo mágico y otros ensayos. Caracas: Monte Avila, 1976. Bachelard, Gastón. El agua y los sueños. 2ª ed. México: F.C.E., 1978. -----. La poética del espacio. México: F.C.E., 1986. Bollnow, Otto Friedrich. “El hombre y su casa”. Eco. Bogotá 9/52-54 (ag.-sep./64):452-493. Cardenal, Ernesto. “Antología de la poesía indígena colombiana”. Eco. 36/95 (mar./68): 459 y ss. Cassirer, Ernest. Antropología filosófica. México: F.C.E., 1963. Eliade, Mircea. Traité d`histoire des religions. Paris: PUF, 1964. -----. Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama, 1967. -----. Mito y realidad. Madrid: Guadarrama, 1968. Frazer, James George. Le rameau d`or. Paris: Robert Laffont, 1984. 4 vols. García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. 15ª ed. Buenos Aires: Sudamericana, 1969.

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Garibay, Angel María (comp.). Teogonía e historia de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI. México: Porrúa, 1973. Graves, Robert. Los mitos griegos. Buenos Aires: Losada, 1967. Vol. I. Gullón, Ricardo. Espacio y novela. Barcelona: Antoni Bosch, 1980. Hesíodo. Teogonía, Los trabajos y los días, El escudo de Heracles. México: Porrúa, 1974. Izquierdo Gallo, Mariano. Mitología americana. Madrid: Guadarrama, 1956. Losev, Aleksei F. Dialéctica del mito. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1998. Márquez, Alexis. Lo barroco y lo maravilloso en la obra de Alejo Carpentier. México: Siglo XXI, 1982. Mendoza, Plinio Apuleyo. “El encuentro de dos camaradas” en: Rentería Mantilla, Alfonso (comp.). García Márquez habla de García Márquez. Bogotá: Rentería, 1979, p. 79-92. Quintero Valencia, Enrique. “Mitología colombiana: apuntes para una teogonía raizal”. El Espectador; Magazín dominical. Bogotá (sep. 6/70): 8. Sagrada Biblia. Versión de Nácar Colunga. Madrid: B.A.C., 1964. Leeuw, G. Van der. Fenomenología de la religión. México: F.C.E., 1964.

NOTAS 1 Artículo publicado parcialmente en“Cosmogénesis en 'Cien años de soledad'”. Ideosema. Revista de literatura, Lingüística y Semiótica. Morelia (México), Escuela de Lengua y Literaturas. Hispánicas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, año 1, N°1 (2002). Aunque menos actualizado hace parte del capítulo del libro: Imaginación y realidad en “Cien años de soledad”. Medellín: Pepe, 1981.

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2 La edición de la novela que se utilizará en la citas es la de Sudamericana de Buenos Aires, 1969. 3En el libro de James Frazer, La rama dorada (1911–1915), el más reconocido de la literatura etnológica mundial, hay varios capítulos dedicados al tema de la sacralidad de los árboles: “Le culte des arbres” y “Vestiges du culte de arbres dans l'Europe moderne” (Le rameau d'or. Paris: Robert Laffont, 1984, t. I, p. 267–320). 4En el sueño de Jacob se revela el lugar como privilegiado y eje del mundo que une a este con el cielo. En su viaje de Berseba a Jarán, Jacob decide pasar la noche en un lugar escogido y toma una piedra del lugar que utiliza como cabecera. En sueños ve una escala que va desde ese lugar hasta el cielo por donde suben y bajan los ángeles y escucha a Yavé que le dice que la tierra que pisa será para él y su descendencia. Jacob decide, por ser aquel lugar de la revelación, santo, fundar una ciudad que se llamará Luz y luego Betel (gén.28,10-22). La piedra va a recordar el lugar de la visión hieráfica, como en Macondo será el agua y sus elementos afines: hielo, vidrio, espejos. Todos, elementos simbólicos. 5Sobre la debilidad, decadencia y ocaso del rey o ser sagrado, Frazer traer varios capítulos en La rama dorada que estudian el tema: “La mortalité des dieux”, “La mise à mort du roi divin”, La mise à mort du roi dans la légende” (Paris: Robert Laffont, 1984. II, p. 23–99). 6 Según él, una estirpe que ha sido escogida para poblar el mundo, no podrá ser extinguida porque el Destino la protege, pero ese mismo destino –revelado de manera críptica en los manuscritos– muestra que la adversidad precede a la fundación de Macondo. 7Véase particularmente el capítulo: “L’Espace sacré: temple, palais, centre du monde” del libro de Eliade. Traité d`histoire des religions (Paris: PUF, 1964. p. 310–325). 8Sobre el tema del tabú en personajes míticos, sagrados, véase en La rama dorada: “Le fardeau de la royauté”, “Tabous des rois et des prêtes”, “Actions taboues”, “Tabous sur les personnes”, “Choses taboues”, “Mots tabous” (Paris: Robert Laffont, 1984. I, p. 483–500, 542–718). 9Véase el tema “influence des sexes sur la végetation” en:Le rameau d`or (Paris: Robert Laffont, 1984. I, p. 320–333). 10Imágenes de estas en novelas como Cien años de soledad de García Márquez, Los pasos perdidos y El reino de este mundo de Alejo Carpentier y Pedro Páramo de Juan Rulfo, entre otras muchas novelas latinoamericanas, han dado lugar a un “estilo” denominado “realismo mágico y maravilloso”. (Cf. Anderson Imbert, Enrique. El realismo mágico y otros ensayos. Caracas: Monte Avila, 1976. p. 7–25, Márquez, Alexis. Lo barroco y lo maravilloso en la obra de Alejo Carpentier. México: Siglo XXI, 1982). 11Izquierdo cita, para este caso, a Fray Pedro Simón en Noticias historiales de la conquista en tierra firme, en las Indias Occidentales (Bogotá, 1892, II, p. 279). 12 Leeuw toma la cita de Ehrismann del libro Geschichte der deutschen Literatur bis zum Husgard des Mittelalters (1, 1918, p. 333). 13 En un opúsculo del siglo XVI publicado por primera vez en 1882 por Joaquín García Icazbalceta, accedemos a una versión náhua de la creación que dice así en algunos de sus fragmentos: “pasados seiscientos años del nacimiento de los cuatro dioses hermanos, hijos de Tonocateuhtli, se juntaron todos cuatro y dijeron que bien que ordenasen lo que habían de hacer y la ley que habían de tener. Y todos cometieron a Quetzalcoatl y a Huitzilopochtli que ellos dos los ordenasen, por parecer y comisión de los otros dos. Hicieron luego el fuego, y fecho, hicieron

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medio sol, el cual, por no ser entero, no relumbraba mucho, sino poco. Luego hicieron a un hombre y a una mujer: al hombre le dijeron Uxumuco y a ella, Cipactonal. Y mandáronles que labrasen la tierra, y a ella, que hilase y tejiese. Y que de ellos macerían los macehuales, y que no holgasen, sino que trabajasen. Y a ella le dieron los dioses ciertos granos de maíz, para que con ellos curase y usase de adevinanzas y hechicerías […] Después, estando los cuatro dioses juntos, hicieron del peje Cipactli [caimán grande] la tierra, a la cual dijeron Tlaltecutli, y píntalo como dios de la tierra, tendido sobre un pescado, por haberse hecho de él” (cit. Garibay 1973:25,26). 14 Leeuw reproduce la cita del libro de W. Krickerberg, Marchen der Azteken und Inka Peruanner, Maya und Muisca (1928, p. 121). 15 Así habla Hesíodo de estas edades, de las cuales sólo citamos muy breves pasajes de la primera y la última: “cuando al mismo tiempo nacieron los Dioses y los hombres mortales, primero los Inmortales que tienen moradas olímpicas crearon la Edad de Oro de los hombres que hablan. Bajo el imperio de Cronos que mandaba en el Urano, vivían como Dioses, dotado de un espíritu tranquilo. No conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez… Poseían todos los bienes […] Ahora es la Edad de Hierro. Los hombres no cesarán de estar abrumados de trabajos y de miserias durante el día, ni de ser corrompidos durante la noche, y los Dioses les prodigarán amargas inquietudes. Entre tanto, los bienes se mezclarán con los males […] No habrá ninguna piedad, ninguna justicia, ni buenas acciones, sino que se respetará al hombre violento e inicuo. Ni equidad, ni pudor” (1974:34). Siguiendo a Heráclito que afirmaba que “es muerte para las almas convertirse en agua”, Bachelard sostiene que el “agua es también una invitación a morir: es una invitación a una muerte especial que nos permite alcanzar uno de los refugios materiales elementales” (1978:90). Y es en ese refugio donde los dos enemigos en vida y amigos en la muerte, Prudencio Aguilar y José Arcadio, se encuentran poco antes de la muerte y después de ella de este último. 17 Un estudio interesante sobre el tema del espacio literario es el de Ricardo Gullón titulado Espacio y novela (Barcelona: Antoni Bosch, 1980). Otro punto de vista del espacio desde la fenomenología se observa en el libro clásico de Gastón Bachelard La poética del espacio (México: F.C.E., 1986).