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EL MAGO INOCENTE

KAREN MILLER

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Título original: The Innocent Mage

© 2005 Karen Miller. Reservados todos los derechos© 2008 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.© 2008 por la traducción Silvina Merlos. Reservados todos los derechos.

Primera edición: Mayo 2008

ISBN: 978-84-92431-17-5

Depósito Legal: M-20884-2008

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Brosmac S.L.

Editorial ViaMagnaAvenida Diagonal 640, 6ª PlantaBarcelona 08017www.editorialviamagna.comemail: [email protected]

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A mis padres,por la fe ciega e indeclinable y,con frecuencia, desconcertante.

No podría haberlo logradosin vosotros

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Prólogo

¡Novecientos noventa y siete… novecientos no-venta y ocho… novecientos noventa y nueve… mil!

Asher abrió los ojos. Por fin.Hora de irse.Contuvo la respiración, se deslizó sobre su antiguo

y ruidoso camastro y apoyó los pies descalzos en el suelocon suavidad, como la caricia del sol naciente sobre elpuerto de Restharven.

En la otra cama, su hermano Bede, enredado en sussueños, se agitaba y refunfuñaba debajo de las sábanas.Asher aguardó, suspendido entre los latidos del corazón.Bede refunfuñó una vez más, luego comenzó a roncar yAsher suspiró con un alivio silencioso. Gracias a Barl, yano compartían con Niko la habitación. Niko podía desper-tarse y comenzar a maldecir si zumbaba una mosca. Nohubiera tenido posibilidad alguna de escapar con sigilo y asalvo de aquella casa si Niko aún durmiera allí.

Sin embargo, después de que Wishus contrajeramatrimonio con la arpía de Pippa y se mudara de aquellasolitaria habitación a su propia choza de piedra en Fishhook

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Lane, Niko había tomado una posesión beligerante de ladesocupada habitación. La reclamó como propia por ser suderecho —ya que era el hermano mayor que aún vivía enaquella casa— y lo defendería a puñetazos si a alguien nole gustaba esa razón.

Por ser el menor, Asher no contaba para tener supropia habitación. Por ser el menor, no contaba para unagran cantidad de cosas… aunque tenía veinte años, y yaera todo un hombre, y podía contraer matrimonio consigomismo si lo deseaba. Si tan solo hubiera una mujer en Res-tharven o en cualquier otro lugar de la costa que pudieraacelerar el latido de su corazón durante más tiempo queun beso… si pudiera andar a ciegas por los acantilados paracontemplar desde arriba el océano…

Asher hizo una pausa para coger las botas que habíadejado convenientemente al extremo de la cama; fue depuntillas hacia el pasillo y pasó junto a la puerta cerrada deNiko. Cuando llegó a la habitación de su padre, vaciló. Miróhacia el interior.

Su padre no estaba allí. La luz de la luna revelaba uncamastrón hundido y vacío. Las mantas no habían sidomovidas, y la única almohada tampoco estaba hundida. Lahabitación olía a rancio. Abandonada, aunque alguien aúnvivía allí. Si cerraba los ojos, hasta podía percibir la dulceinsinuación del perfume de su madre.

Pero solo apenas, y solo si lo imaginaba. Su madrehabía muerto hacía tiempo y todo lo que quedaba de superfume era una única botella usada y cascada que su padremantenía en el polvoriento alféizar de la ventana.

Asher siguió adelante, como un fantasma en su pro-pio hogar.

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Encontró a su padre en la sala de estar, repanchin-gado en el sillón y roncando. Había una jarra vacía de cer-veza sobre la mesa, junto a su mano derecha; la jarra habíacaído sobre la alfombra junto a sus pies descalzos. Asherarrugó la nariz cuando percibió el olor amargo de la cer-veza derramada y la lana húmeda.

Las cortinas de la sala de estar aún estaban abiertas.La luz de la luna teñía el suelo, el sillón y a su padre. Asherlo miró y sintió remordimiento en su conciencia. Parecíatan cansado… Pero por otro lado, tenía derecho a estarlo.Tenía casi sesenta años. Cuando se lo observaba en el océano,mientras daba órdenes y tiraba con fuerza de las redeshacia un costado de la barca de pesca que hubiera elegidopara capitanear ese día, o se lo veía destripando los pesca-dos y discutiendo el precio más tarde, era difícil creer quetuviera siete hijos ya crecidos y fuera abuelo de once nie-tos. No había un solo hombre en todo el reino de Lur, olkeno doranen, que pudiera luchar contra las olas como supadre. Que pudiera atrapar un pez sierra en el aire con ungancho o una caña o tomar por la fuerza un volly de bri-llantes escamas justo al borde de la barca y matarlo con suspropias manos.

Sin embargo, ahora que lo miraba, todo negro y pla-teado por la luz de la luna, su escasa cabellera gris, su ros-tro deteriorado por el tiempo, sumergido en un sueñoapesadumbrado, esa convicción cedía.

Su padre era mayor. Era ya un anciano y envejecíadeprisa, debido al trabajo y a las preocupaciones.

Con las botas aún en la mano, Asher se puso en cu-clillas junto al sillón. Contempló la expresión adormilada

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de su padre y sintió una enorme ola de cariño hacia él. Ibaa extrañar aquel rostro, con aquella nariz torcida, quebradaen una riña con su madre cuando eran novios, y aquelmentón lleno de cicatrices, una de ellas de cuando se habíaresbalado sobre la cubierta de la barca un día de lluvia,hacía ya cinco estaciones.

—En el pasado alguien se preocupaba por ti, padre—murmuró—. En el pasado las cosas eran más fáciles. Yodije que algún día haría esto por ti, y creo que ese día hallegado.

El problema era que decirlo era más fácil que ha-cerlo. Para cumplir la promesa necesitaba más que sueños,aunque los tuviera en abundancia. Necesitaba dinero. Unagran cantidad de dinero. Pero no lo encontraría en Res-tharven. No porque fuera Restharven, sino por sus her-manos. En el negocio de la familia, el dinero que seconseguía se compartía… y el menor recibía la porciónmás pequeña de la tarta.

Bien, habría que olvidar eso si quería cumplir sussueños.

Iría a buscar su propia porción de tarta y no la com-partiría con nadie. No hasta que la tarta fuera lo bastantegrande como para comprarse su propia barca, para que él ysu padre pudieran dejar a Zeth y a los demás libres a susuerte; ¿a quién le importaría si salían a flote o se hundíanjuntos? Su padre y él no lo harían. Su padre y él tendríansu propia barca, y con todo el dinero que hicieran con lapesca, solo ellos dos, llevarían una vida tan majestuosacomo la del mismísimo rey.

Durante dos años, había gastado poco dinero, habíaahorrado y no había salido, solo tenía lo mínimo para sub-

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sistir. Lo suficiente para ir hacia la gran ciudad de Dorana.Lo había calculado todo.

—Es solo por un año, padre —murmuró—. Solome iré por un año. En realidad no es demasiado tiempo.Regresaré antes, lo sé. Ya lo verás.

El reloj ubicado en la pared marcó las diez y media;un fuerte repiqueteo en el silencio. El Ancla Oxidada ce-rraría pronto y Jed estaría aguardando con su morral y sumonedero. Debía irse. Asher se inclinó sobre el sillón, ledio un beso a su padre en su ajada mejilla y salió de la pe-queña choza de piedra donde había vivido junto a sus her-manos desde que nació.

Cuando estuvo seguro de que no había riesgo dehacer ruido se colocó las botas y corrió entre las sombrashasta llegar a El Ancla Oxidada. El bar estaba lleno, comosiempre. Asher pegó la nariz contra el vidrio de la ventana,intentó que no lo vieran y buscó a Jed. Finalmente, cuandodescubrió a su amigo entre la multitud de alcoholizados pes-cadores, golpeó la ventana e hizo un gesto con la mano ydeseó que Jed lo viera. Cuando ya no le quedaban esperan-zas, Jed brincó para alejarse de un brazo que con entusiasmoquería asestarle un golpe, tropezó, giró y vio a Asher.

—¡Iba a darme por vencido! —masculló su amigocuando salió con una jarra de cerveza fría en la mano—.Has dicho a las diez o unos minutos después. ¡Ya es casi lahora del cierre!

—No hagas como que me has extrañado mucho—Asher le quitó la jarra a Jed y bebió un largo trago decerveza fría y amarga—. ¿Lo has traído?

Jed le arrebató la jarra.

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—Por supuesto —dijo y puso los ojos en blanco—.Soy tu amigo, ¿no?

—Un amigo me dejaría beber la jarra entera —dijoAsher con una sonrisa—. Hay un largo camino desde aquíhasta el próximo bar y por tu expresión, una jarra más serádemasiado.

—No es así —dijo Jed—. Aquí tienes —y le entrególa jarra—. Maldito caradura. Ahora, ven. Escondí las cosasa la vuelta de la esquina. Si dejas de gastar mi tiempo y temarchas podré comer un último bocado antes de que ElAncla cierre.

Asher cogió la jarra. Su viejo amigo Jed. No habíaotra alma en el mundo a la que le hubiera confiado su pre-ciado monedero lleno de trins y cuicks, o su odre con agua,y el morral lleno de queso, y manzanas, y pan, y prendasde vestir. Tampoco sus sueños. Jed y él habían sido amigostoda la vida. Incluso le había ofrecido a Jed que lo acompa-ñara a la ciudad, pero no era necesario. Jed no estaba pla-gado de hermanos. Él era el único que heredaría la barca desu padre en unos años más.

Bastardo con suerte.—Cuídate entonces —dijo Jed con dureza, mientras

Asher bebía lo que quedaba de cerveza.—La ciudad de Dorana está lejos de aquí y es un

lugar desértico. Sin mencionar el tema del enjambre de do-ranens. Así que cuídate, meister Asher. Eres el hombre másrespetable que he conocido. De hecho, no estoy seguro deque esa gente mágica de allá lejos esté preparada para re-cibir a personas como tú.

Asher rió y le arrojó la jarra vacía.

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—Creo que esa gente mágica de allá lejos puede cui-darse sola, Jed. Como yo. Entonces, no te olvides de visitara mi padre lo primero de todo mañana, que sepa que estarébien y que regresaré dentro de un año. ¿Lo harás?

—Lo haré. Pero todavía creo que debes dejarme quele diga adónde estarás. Lo preguntará y lo sabes.

—Sí, lo sé, pero no quiero ayuda —dijo Asher—.Debes mantener la boca cerrada, Jed, porque dos segundosdespués de que se lo cuentes, se lo dirá a Zeth y a los demásy será el final. Me encontrarán y me traerán a la fuerza ynunca tendré suficiente dinero ahorrado para que mi padrey yo vivamos cómodos y a lo grande. Solo porque somosuna familia y porque soy el más joven creen que les per-tenezco. Pero no es así. Así que será mejor si simplementeactúas como si no tuvieras la menor idea de dónde estoy.

—¿Que mienta, quieres decir?Asher hizo una mueca.—Por su propio bien, Jed. Y el mío.—Bien —respondió Jed con un eructo—. Si tú lo

dices…Asher ató el odre lleno de agua a su cinturón y se

colgó el morral a la espalda.Jed suspiró con tristeza.—Te perderás el festival.—Este año. Podremos beber el doble el año que

viene para compensar. Te lo prometo. Ahora, hazme elfavor de regresar a El Ancla antes de que alguien se pre-gunte dónde te has metido y comiencen a buscar.

—Sí, señor —respondió Jed y, con un torpe abrazo,le magulló las costillas a Asher—. Pásalo bien, ¿eh? Vuelvea casa sano y salvo.

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—Lo haré —Asher retrocedió—. A salvo y con losbolsillos llenos de dinero para empezar. ¡Y quizás traigauna muchacha de la ciudad de Olken a casa, junto conmigoy mi dinero!

Jed resopló.—Quizás lo intentes. Siempre que sea casi ciega y

totalmente tonta… Ahora, por el amor de Barl, faltan solodiez minutos para el cierre. Si no te vas de aquí ahora loharás frente a una audiencia.

Que era lo último que necesitaba. Con una sonrisay un gesto con la mano, Asher se volvió y corrió hacia lacalle… lejos de su amigo, y del bar… y de la única vida quehabía conocido. Si caminaba durante toda la noche, a buenritmo, llegaría a la aldea de Schoomer a tiempo para hacerautoestop en una de las carretas de patatas que se dirigíana Colford. Desde Colford llegaría hasta Jerring, de Jerringa Sapslo, y en Sapslo podría pagar por un asiento en uno delos carros que iban hasta Dorana.

No había forma de que sus tontos hermanos pudie-ran descubrir ese plan.

Mientras trepaba por la colina hacia la calle Coastmiró hacia la izquierda a donde el puerto de Restharvenbrillaba como un trin recién acuñado bajo la luna llena. Lacálida noche estaba llena de sal y sonidos. Una suave brisasoplaba acariciándole el rostro y sus orejas resonaban conel golpeteo de las olas contra los acantilados a ambos ladosdel puerto.

Sintió cómo su corazón latía contra las costillas. Unaño en la desértica Dorana. Un año sin el océano. Sin gavio-tas estridentes, ni la espuma de las olas salpicándole la piel.

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Ni una cubierta escorada bajo sus pies, ni velas rotas encimade su cabeza. Ni la subida de la marea y sus hermanos deregreso al muelle, ni el salto desde Dolphin Head para zam-bullirse en el agua azul, ni la grasa y el vinagre del pescadofresco frito para la cena con Jed y los otros muchachos.

¿Podría soportarlo?¡Ah! Podía no empezar aquello. Pero debía hacerlo.

Tenía sueños que cumplir y una promesa que mantener, yno podría hacerlo si dejaba su corazón y su alma detrás.Sin abandonar su hogar.

Con la cabeza erguida, silbando y sin temor, Ashercorrió en busca de su futuro.

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CAPÍTULO 1

—Está aquí.Cogido por sorpresa, Matt se enderezó y miró fijo a

la mujer que se encontraba en la entrada de la caballeriza.Sus delgados dedos se aferraban con fuerza a la parte supe-rior de la media puerta fijada con pernos; el anguloso rostroestaba tenso de la excitación reprimida. El atemorizado ca-ballo que intentaba ensillar sacudió la cabeza y resopló.

—Tranquilo, Ballodair —dijo con una mano sobreel cuarto trasero marrón que se agitaba—. ¿Por qué teacercas sigilosamente, Dathne?

—Lo siento —como siempre, no parecía demasiadoarrepentida—. ¿Has escuchado lo que dije?

Matt se agachó por debajo del cuello del semental yexaminó las hebillas de la cincha al otro lado.

—La verdad, no.Dathne miró por encima de su hombro, desatrancó

la puerta de la caballeriza y entró. Desde el patio, les llegóel sonido de unas voces burlonas y el crujir de las pezuñascon herraduras de hierro sobre la grava rastrillada; dos ca-ballerizos llevaban unos caballos a pastar.

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—Dije —repitió, en voz baja—, «está aquí».Las hebillas de oro en las riendas del caballo no es-

taban totalmente iguales. Matt tiró para que quedaran es-tiradas, frunció el entrecejo y miró a Dathne.

—¿Quién? ¿Su Alteza? —hizo un chasquido con lalengua—. Otra vez antes de tiempo, demonios. A las nueveme pide que prepare a Ballodair, alguna reunión u otra cosaen otro lado, pero ni siquiera…

Dathne emitió un silbido de impaciencia.—¡No es el príncipe Gar, tonto! ¡Es él!En un principio no supo a lo que se refería. Luego

la miró, realmente la miró a la cara, a los ojos. Su corazóndio un brinco y tuvo que apoyarse en el cuello cálido ymusculoso de Ballodair para no perder el equilibrio.

—¿Estás segura? ¿Cómo lo sabes?Su voz era extraña: quebrada, seca y temerosa. Matt

estaba atemorizado. Si Dathne estaba en lo cierto… si elque habían esperado durante tanto tiempo finalmentehabía llegado… entonces esa vida, que amaba más allá desus peligrosos secretos, había acabado. Y aquel día tan bri-llante y azul, y el cálido aroma a jazmín y rosas y a caba-llo de buenos huesos, marcaban el comienzo del final detodas las cosas conocidas y valoradas.

El final de todo, si Dathne y él fallaban.Dathne lo miraba fijo; había una expresión de sor-

presa y preocupación en su angosto e inflexible rostro.—¿Que cómo lo sé? ¿Tú entre todo el mundo me

preguntas eso? —demandó—. Lo sé. Me quitó el sueño consu llegada, ayer, bien entrada la noche. Mi piel se eriza a sulado —luego se encogió de hombros, un movimiento lleno

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de impaciencia de sus hombros huesudos—. Y además, lohe visto.

—¿Lo has visto? —dijo Matt, sorprendido—. ¿Decarne y hueso, quieres decir? ¿No fue una visión?¿Cuándo? ¿Dónde?

Ella se ajustó la liviana mantilla alrededor delcuerpo; la paja provocó un susurro cuando dio un paso paraacercarse un poco más; su voz fue casi un murmullo.

—Hace rato. Seguí mi instinto hasta que lo encon-tré cuando salía de la hostería de Verry —inspiró—. Nopuedo decirte demasiado sobre él.

—Dathne, eso fue una tontería —se limpió las pal-mas de sus manos sudadas en los pantalones—. ¿Y qué su-cederá si te ha visto?

Volvió a encogerse de hombros.—¿Y qué si lo ha hecho? No me conoce, ni tampoco

sabe qué hago. Además, no me vio. La ciudad estaba atestadade gente en el día de feria. Me mezclé con la muchedumbre.

—¿No creerás…? —Matt vaciló—. ¿Crees que losabe?

Dathne frunció el ceño y arrastró el dedo del pieentre la paja amarilla mientras pensaba.

—Quizás —dijo finalmente—. Supongo —luego,negó con la cabeza—. Pero no creo. Si lo supiera, ¿por quénos necesitaría? Tenemos un papel que jugar en todo estoque aún no ha comenzado —sus ojos oscuros tomaron unconocido brillo desalentador—. Me pregunto adónde nosllevará. ¿No es así?

Matt se estremeció. Ésa era la clase de pregunta queprefería no responder o que le contestaran.

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—Mientras no nos guíe a una muerte temprana, nome preocupa demasiado. ¿Se lo has contado a Veira?

—Todavía no —respondió Dathne, después de quesu corazón vacilara—. Está con unos asuntos del Círculo,problemas en Basingdown, y más allá de que él esté aquí,no tengo nada que contarle. No aún.

—Pareces tan tranquila… ¡Tan segura! —sabía quesonaba como si la estuviera acusando. No podía evitarlo.Allí estaba, fuerte, segura y dueña de sí misma como siem-pre, mientras a él se le hacía un nudo en el estómago y elreciente sudor le humedecía la camisa. Al sentir su angus-tia, Ballodair resopló en señal de advertencia a través de surojiza fosa nasal e inmovilizó sus orejas curvas. Matt ins-piró, ahogado, y acarició la brillante mejilla del caballo, enbusca de alivio—. ¿Cómo puedes estar tan segura? —suvoz fue casi un murmullo quejumbroso.

Dathne sonrió.—Porque soñé con él y vino a nosotros.Y eso era todo. Era estúpido pensar que podía espe-

rar más. Esperar alivio.Dathne era Dathne: sarcástica, enigmática, imper-

turbable y solitaria. Después de seis años de conocerla, dehaber discutido con ella, de diferir en ciertas cosas, sabíaque era como una mariposa nocturna que revolotea alre-dedor de la luz: no servía de nada protestar. Ella era comoera y no había modo de cambiarlo. Como discutir que uncaballo tiene cuatro patas y una cola.

Una sonrisa, fugaz y traviesa, iluminó su rostrosencillo. Podía leerle la mente con la misma rapidez conla que leía cualquiera de los libros que vendía en sutienda, demonios.

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—Debo irme. El príncipe vendrá a buscar el caballoen cualquier momento y tengo cosas que hacer.

Algo en sus brillantes ojos perturbó sus entrañasotra vez.

—¿Qué cosas?—Encuéntrate conmigo en El Ganso esta noche

para beber una cerveza —invitó, con sus dedos apenas po-sados sobre la puerta de la caballeriza—. Quizás tenga algoque contarte.

—¡Dathne…!Pero ya se había ido de la caballeriza; se oyó un so-

nido metálico, había trancado la puerta detrás de ella, y elsol brilló sobre su cabello negro azabache que llevaba atadocon un moño cerca de su largo y estirado cuello.

—¡No más tarde de las siete, recuérdalo! —lo dijopor encima del hombro, haciéndose a un lado del jovenBellybone, que llevaba un cubo de agua en cada mano—.Necesito de mi sueño de la belleza… ¡por todo el bien queme ha hecho hasta ahora!

Para entonces, ya se había ido; se deslizó como unasombra a través de la entrada principal abovedada del patiode la caballeriza, y luego por la puerta que se encontraba enla muralla y llevaba a la torre donde habitaba el príncipe.Por allí venía el mismísimo príncipe, preparado para ca-balgar y para los negocios; cabello rubio brillante como oroderretido y una sonrisa fácil en el rostro que le permitíaesconder tantas cosas.

Con un suspiro y una última mirada con el entre-cejo fruncido hacia aquella mujer a la que se sentía unidoen cuerpo y alma para servirla y seguirla, Matt hizo a un

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lado sus preocupaciones y fue a darle la bienvenida al hijodel soberano.

En la gran plaza central de Dorana, ciudad capitaldel reino de Lur, el día de feria estaba en su máxima y rui-dosa expresión. El primer Día de Barl de cada mes se fes-tejaba con la misma frecuencia que la lluvia, y aunque elsol apenas había iluminado la torrecilla más alta del dis-tante palacio real, la plaza estaba atestada de compradoresy vendedores, y visitantes que se batían y se empujabancomo peces en una red.

Asher permaneció en medio de la locura, con lossentidos aturdidos. Una multitud de ruidos ensordecieronsus oídos; su nariz estaba abrumada por tantos y tan dife-rentes olores: sudor, humo, estiércol de vaca, incienso, flo-res y golosinas, aves de corral asadas, pan recién horneadoy más. Su estómago vacío se retorció.

La mayoría de los propietarios de los puestos delmercado eran del lugar: olkens, trabajadores de cabellonegro que vendían sus mercancías con alegre ferocidad.Fruta fresca, vegetales, carne, pollos vivos, pescado curado,velas, libros, joyas, talabartería, muebles, pinturas, cortesde cabello, pan, relojes, golosinas, bizcochos, lana, prendasde vestir de trabajo, vestidos de fiesta… parecía que nohabía nada que un hombre no pudiera comprar si deseabaalgo y tenía el dinero.

—¡Lazos! ¡Compre hermosos lazos aquí, seis cuicksla docena!

—¡Teshoes! ¡Teshoes maduros!

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—¡Oh! ¡Cuidado cómo llegas allí, muchacho! ¡Cui-dado cómo llegas!

Asher giró sobre sus talones y tropezó con un do-mador de toros que acarreaba una bestia de color marróny se dirigía al barrio de Livestock. La argolla pulida en elhocico del toro brilló con la luz del sol y las pezuñas sepa-radas hicieron un ruido seco contra los adoquines.

—¡Eh, bola gigante, sal de mi camino! —gruñó lavendedora de frutas, una mujer olken gorda, con su cabe-llo oscuro en un rodete, su vestido verde brillante envueltocon un delantal manchado con zumo, y un racimo de enor-mes y rosados teshoes en una de sus competentes manos—.¡Espantarás a mis clientes!

Porque había hecho una promesa personal de pre-guntarle a cualquiera que pudiera, le dijo:

—¿No necesita contratar a una persona?La vendedora de frutas parpadeó en dirección a la

multitud que rodeaba su carretilla y rió.—¡Gracias, hijito, pero ya tengo un hombre el doble

de grande que tú, creo, así que sigue tu camino si no vas acomprar mi mercadería!

Sus carnosos hombros se alzaron por encima desus senos y sus labios hicieron una mueca en una invita-ción burlona.

Alrededor de él, se oyeron risas. Con el rostro en-cendido, Asher aguardó hasta que le dio la espalda, tomóun teshoe de la pila del frente del puesto y saltó al río detranseúntes que fluía velozmente.

Terminó la fruta en tres mordiscos y lamió el jugoagrio de su mentón barbilampiño. Fue todo lo que comió

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como desayuno. De almuerzo, también, y quizás inclusode cena si no encontraba un trabajo ese día. El monederoque llevaba en el cinturón estaba casi vacío; para llegar allíhabía gastado casi todos sus exiguos ahorros, y el aloja-miento de la noche anterior había consumido la mayoríade lo que le quedaba. Tenía suficiente como para una nochemás de alojamiento, un tazón de sopa y una rebanada depan. Después de eso, estaría en apuros. Sin embargo, aun-que la duda había clavado sus dientes de roedor en sus en-trañas, sintió que esbozaba una sonrisa burlona.

Estaba en Dorana. Dorana. La gran ciudad amura-llada. Si tan solo su padre pudiera verlo en ese momento…Si sus hermanos pudieran verlo… vomitarían sus misera-bles entrañas.

¡Ja!Mucho antes de idear el plan que lo había llevado

hasta allí, había soñado con ver aquel lugar. Había crecidoalimentando ese sueño con las historias que el viejo Hempsolía contarles al grupo de niños que se reunía a sus piespor las tardes, una vez que las barcas estaban amarradas, laspresas limpias y destripadas y las gaviotas reñían por suporción en el muelle.

El viejo Hemp era el único hombre de Restharvenque había visto alguna vez la ciudad. Desparramado en subanco favorito del puerto, mientras fumaba su pipa de-forme, solía contar historias que hacían que sus corazoneslatieran y que sus ojos se salieran de sus órbitas.

—La ciudad de Dorana —decía el viejo Hemp—, estan grande que Restharven entra veinte veces en ella. Lascasas y posadas son altas, como los árboles de tierra aden-

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tro, y están pintadas con los colores del cielo. Y las taber-nas… bueno, nunca se quedan sin cerveza. ¡Y los olores!Suficientes como para vomitar en el río ya que en las co-cinas asan cerdos y corderos, y bueyes gordos y jugosos enfogones tan grandes y profundos que cabe toda una fami-lia de Restharven.

Y los niños escuchaban y suspiraban mientras ima-ginaban y se frotaban sus vientres llenos de pescado.

Pero había más, diría Hemp, tan serena y sobreco-gida su voz que sonaba como la espuma entre los guijarroscuando las olas retroceden al mar. En Dorana uno mismopodía ver la Muralla de Barl, aquella elevada barrera do-rada de magia enclavada en lo profundo de la escarpada ca-dena montañosa ubicada por encima y detrás de la ciudad.

«¿La veis?», los niños quedaban boquiabiertos, in-crédulos, sin importar las veces que escucharan la historia.«Oh, sí», les aseguraba el viejo Hemp. «La Muralla de Barlno es invisible, como los hechizos que corren a través de losprofundos riscos del horizonte y detienen a todos los bar-cos que ingresan y dejan las aguas más tranquilas entre loscorales y la costa. No, no, la Muralla de Barl es un objetoflamante, visible al mediodía en un día límpido. Nos man-tiene a salvo. Protege hasta el último de los olkens (hom-bre, mujer o niño) de los peligros del olvidado mundo delmás allá».

Ahí siempre alguien preguntaría: «¿Y qué hay delos doranens, Hemp? ¿También los protege?». Y Hempsiempre respondería: «Por supuesto. No creo que lesagrade construir una muralla que no los proteja a ellosmismos ante todo».

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Pero siempre lo decía en voz baja, como si pudieranescucharlo, aunque el más cercano de los doranens vivieraa más de cincuenta kilómetros de distancia. Las orejas delos doranens eran mágicas, y no era la clase de gente a laque le agradara que la criticasen.

Perturbado y de pronto nostálgico, Asher hizo a unlado los recuerdos, levantó la vista por sobre el mercado,hacia la distancia, más allá de la ciudad, donde la Murallade Barl brillaba con el sol de la mañana. De todos modos,el viejo Hemp había estado en lo cierto: allí estaba la Mu-ralla y allí permanecería, con seguridad, hasta el final delos tiempos.

Un grupo sonriente de doranens caminaba sinrumbo. Asher no pudo evitarlo: los observó.

Los doranens eran una raza de gente alta. El cabe-llo color plata, oro y maíz maduro y el brillo del sol, atadocon lazos y enrulado y entrelazado sin cuidado con costo-sas joyas. Los ojos eran claros y de un delicado matiz vi-drioso verde, azul y gris; la piel blanca, como la leche fresca.Los huesos eran largos y elegantes, poco músculo y cu-biertos de seda, brocados, terciopelo, lino y cuero. Se tras-ladaban como criaturas de otro mundo, intactas, intocables,y adondequiera que se dirigieran, el polvo del mercado sehacía a un lado con respeto.

Eso era la magia… y la utilizaban como una capainvisible. Enroscada sobre sus delgados hombros, evitabanque se deslizara con una inclinación especial del mentón yel delicado modo en que posaban sus pies calzados sobre elsuelo, como flores que florecen en primavera y perfumanel aire al abrirse.

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En Restharven, apenas se podía ver a un doranende un año para otro. El rey, en el Festival de la Cosecha delMar. El recaudador de impuestos. El censor. Uno de esosestrambóticos boticarios, si alguno de los antiguos curan-deros olkens no podía curar los retorcijones o los huesosquebrados. Aparte de eso, vivían retirados en grandes fin-cas o en las ciudades más grandes del reino y allí, por su-puesto, en la capital. Asher no tenía ni idea de lo que hacíanpara entretenerse. Cultivaban, y pescaban, y cultivabanuvas, y criaban caballos —suponía—, como en su pueblo.Con excepción, claro, de que usaban la magia.

Asher sintió que su labio se torcía. Vivir la vida conmagia… no era natural. Esa gente extravagante con suspreciosos poderes que hacían casi todo por ellos, que elmundo se inclinara ante sus deseos y caprichos, ante quiennunca había tenido ni una sola ampolla en su vida, ni habíaderramado una gota de sudor… ¿Qué sabían acerca delmundo? ¿Acerca del modo en que un hombre debía co-nectarse con el mundo, vivir según sus mareas y ritmos,obedecer a sus voces más sutiles?

Nada. A pesar de sus poderes misteriosos y mágicos,los doranens no entendían nada.

Con un suspiro impaciente y malhumorado, siguióadelante. Continuar inmóvil como un cormorán sobre unaroca no lo ayudaría en lo más mínimo a encontrar trabajo.

Con los codos pegados al cuerpo y una mano pro-tectora sobre el monedero, navegó entre medias de aque-llos lugares atestados de gente y entre los puestos delmercado mientras le pedía empleo a cada propietario. Lasniñas pequeñas que regresaban a sus hogares y que habían

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recogido caracoles con la marea baja, colocaban menos con-chas en sus sacos de yute que los rechazos que él recibía enese momento.

Su corazón latía con inquietud. Ese no era el modoen que debían cumplirse sus sueños. Había creído que en-contrar empleo resultaría mucho más fácil que eso…

Arrugó el entrecejo delante de uno de los pocospuestos de los doranens en aquel mercado. La bella y jovenmujer que atendía le sonrió y chasqueó los dedos. El perrode juguete tallado y pintado ladró de inmediato y dio unsalto mortal. Con otro chasquido de dedos doranens, unpayaso muy gordo vestido de rojo y adornado con lente-juelas comenzó a hacer malabares con tres bolas amarillas.El pequeño perro ladró e intentó alcanzar una en el aire.

Los otros espectadores de los puestos rieron. Justoa tiempo, Asher se contuvo y se tragó la sonrisa. Soltó unresoplido lleno de indignación y volvió la espalda al perro,al payaso, y a la bella y joven mujer, y se alejó de aquellamuchedumbre en continuo movimiento. Malditos dora-nens. Esos insípidos juguetes ni siquiera podían entrete-ner sin un hechizo.

Al final del mercado había una fuente que arrojabaagua como una ballena. La pieza central consistía en unaestatua tallada con la figura de Barl en una clase de gemade color verde, con los brazos extendidos hacia delante y unrayo sostenido con su puño. Debajo de la superficie bur-bujeante, trins y cuicks parpadeaban y brillaban a la luzdel sol. Asher buscó un solo y preciado cuick de cobre en sumonedero y lo arrojó a la fuente.

—Es un trabajo lo que necesito —le dijo al rostro ensilencio ubicado por encima de él—. Nada extraño y todo

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por una causa noble. Creo que podrías ver el modo de ayu-darme, ¿no crees?

La estatua permaneció en silencio. La humedad seescurría como lágrimas por las verdes mejillas talladas…aunque el motivo por el cual Barl lloraba, sin duda lo des-conocía. Le dio la espalda y Asher tropezó con el borde dela muralla de contención de la fuente. Claro que no espe-raba que la estatua hablara. Pero había deseado algunaclase de respuesta. Una inspiración. Una maldita buenaidea. Ciertamente, no era el más asiduo de los feligreses,pero como la mayoría en el reino, creía. Y cumplía con losMandamientos. Todos ellos. Eso tenía que servir de algo.

Se negó a aceptar que su sueño estaba muerto sin in-tentarlo una vez más. En algún lugar de aquella ciudad rui-dosa y amurallada debía haber un olken que necesitara unhombre joven y honesto con una espalda fuerte y la volun-tad de trabajar duro para obtener una cena caliente, unacama blanda y un pago justo al final de cada día. Algún hom-bre trabajador, o mujer. No servía de nada buscar entre aque-llos exquisitos olkens. Eran tan malos como los doranens.La selecta ciudad de Olken, con sus selectas casas y susmanos delicadas y mucho más dinero que juicio, necesitaríatrabajadores —no, mejor dicho, “personal”—, con referen-cias y acento elegante y prendas de vestir que costaran todoun año de pesca de caballa. No tenía tiempo para esas ton-terías, y la gente que sí lo tenía tampoco le serviría a él.

No. Había nacido para ser un pescador de Resthar-ven y sabía lo que valía. En algún lugar de aquella ciudadencontraría a alguien que también se diera cuenta de ello.Con estatua o sin estatua, iba a conseguir ese trabajo.

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Debía hacerlo. Debía hacer una fortuna y cumplirsus promesas.

El mugido indignante de una vaca cortó el barullode aquella plaza. Asher salió de su depresión. Por supuesto.El barrio de Livestock. Tonto. Tendría que haber intentadoallí primero, en lugar de andar tranquilamente de puestoen puesto para nada, tan solo un puñado de respuestas ne-gativas por haberse molestado. En el barrio de Livestockencontraría granjeros, ganaderos. Su clase de gente. Conseguridad habría alguien allí que necesitara los serviciosque Asher de Restharven podía prestar.

Se puso de pie de un brinco, con la esperanza reno-vada. Al otro lado de la plaza, el ruido y el movimiento lodistrajeron. Gritos. Silbidos. Aplausos. Entre los puestosdel mercado y la muchedumbre, un destello de cabezas ne-gras con uniformes de color azul y carmesí; la guardia dela ciudad marchaba por la calle en pendiente desde el pala-cio, que brillaba como una gaviota sobre la colina que cir-cundaba la ciudad.

Asher fue a mirar. El barrio de Livestock no se ibaa ir a ningún lugar y sentía curiosidad. Cinco minutos aquío allá no iban a ningún sitio.

—¡Apartaos! —ordenó una voz severa que arras-traba el burbujeo y la espuma del mercado—. ¡Haced pasoa Su Alteza, el príncipe Gar!

Asher sintió que lo empujaban y tropezaba haciadelante con el resto de la muchedumbre al tiempo que éstaaumentaba y bullía a su alrededor. No comprendía la con-moción. ¿Por qué tanta excitación solo porque se aproxi-maba el príncipe? ¿El príncipe vivía allí en la ciudad, junto

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con el resto de la familia real? ¿La gente de la ciudad no loveía casi todos los días de la semana? Sí, lo veían. Enton-ces, ¿por qué pisarle los dedos de los pies a otro para poderecharle tan solo un vistazo?

Sin embargo, aunque murmuraba y maldecía e in-tentaba apartarse a empujones, tuvo que admitir una ciertaexcitación. Ni siquiera el viejo Hemp había posado sus ojosen un miembro de la familia real. Esto lo pondría uno arribay sin errores. Su padre, sin duda alguna, se ruborizaría.

Con el camino libre de vendedores y mercaderes, elpríncipe no tuvo problemas para andar en su maldito ca-ballo color bayo, con una sola mano en las riendas. Era unanimal hermoso, remilgado, con pintas y con un arnés cu-bierto de joyas. Asher sintió que la garganta se le cerrabade envidia. Eso era ser un príncipe: un increíble animalcomo ese, y cien más como él en palacio, casi con seguridad.

Por primera vez en su vida, lamentó ser lo que era.El príncipe que se aproximaba parecía tan refinado

como su caballo. El cabello como barba de maíz, tan largocomo el de una chica, lo llevaba atado en una cola de caba-llo a la altura de la nuca. La camisa de seda verde y los pan-talones color marrón de cuero estaban inmaculados. Elbrillo de las botas de cuero negro era cegador. Sobre su ca-beza brillaba una corona de plata martillada decorada conrubíes que indicaba su rango. Su delgado rostro estaballeno de entusiasmo debido al reconocimiento que recibíamientras saludaba y sonreía a los admiradores ubicados asu derecha e izquierda.

Empujado hacia un costado de la calle por la cre-ciente muchedumbre, Asher lo miró de pies a cabeza. ¡Es

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así, pues! Ese era Su Alteza Real, el príncipe Gar. Inclusoen el lejano Restharven lo conocían. Gar el Sin Magia; Garel Inválido. Incluso algunos murmuraban en sus jarras decerveza Gar el de la Desgracia. Demasiado rubio para serolken, sin el poder de la magia para ser doranen. Eso era loque decía la gente acerca de Su Alteza, el príncipe Gar… almenos en Restharven.

Pero por todos los gritos y voceríos de la ciudad deOlken, parecía no importarles que el príncipe no pudierahacer magia. Que no fuera él quien asumiera el papel deOperador Meteorológico una vez que su padre se cansara.No, el pueblo de la ciudad de Olken pensaba que era al-guien por quien gritar y bailar. ¿Por qué? ¿De qué servíaun mago que no podía hacer magia? Como un barco sinvelas, creía.

Y parecía que no era el único en pensar eso.Apenas un puñado de doranens se había detenido a

saludar al hijo del rey que se dirigía hacia el campo a pasarun arduo día olfateando flores o lo que fuera que hicierapara divertirse. Unos pocos se habían detenido para son-reír y hacer una reverencia. Muchos más, sin embargo, nole prestaron atención o lo vieron pasar con rostros insul-sos y crítica en sus miradas. ¿Lo vería el príncipe? ¿Le im-portaría? Era difícil de explicar. No había vacilación en sudeslumbrante sonrisa y sus manos se mantenían firmesen las riendas… pero quizás, sí había un pequeño tembloren aquellos ojos verdes. Una frialdad momentánea o undolor ahogado.

Asher bufó. Sintió que perdía el tiempo sintiendopena por el príncipe.

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El hijo del rey estaba más cerca ahora. En un ins-tante estaría lo suficientemente cerca como para alcanzarloy tocarlo si quisiera. Decidido a permanecer natural, Ashermiró el suave e indiferente rostro de su majestad… y sumajestad le devolvió la mirada.

Arrugó el entrecejo. Un sobresalto: de interés, derechazo o un poco de las dos cosas. Luego, un muchachoolken le arrojó una rosa, que fue a dar contra el cuello delrampante caballo real. El caballo dio un respingo, queján-dose, y el príncipe mantuvo el control con ambas manos.

Desorientado, Asher retrocedió un paso del bordedel camino, sin prestar atención a los pies que pisaba y losinsultos que surgieron detrás de él. A su pesar, y aborre-ciéndose a sí mismo por ello, quedó impresionado. Habíaalgo en el príncipe. El hijo del rey poseía un aura de au-toridad. Incluso, de gracia. Algo innato, de sangre y hue-sos y de cuna, no una mera circunstancia. Algo que lohacía… diferente.

Tonterías. El príncipe era rico; con magia o sinmagia, era un doranen, y era Su Majestad; con seguridad,era eso y nada más.

Asher se sacudió para hacer a un lado la improba-bilidad de un hechizo inoportuno. Toda esa situación deestar de pie con la boca abierta mirando la realeza… Supadre lo hubiera cogido hacía rato de la oreja. Era hora deque se hiciera cargo de sus asuntos.

Se apartó. Dos metros más adelante en esa calle seoyó un fuerte golpe. Un grito. Asher se volvió y observó unaráfaga de luz arremolinada que emitía un zumbido, mientraslos cohetes en el puesto de fuegos artificiales estallaban en

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una gloria resplandeciente y disparaban hacia el cielo en unalluvia de destellos azul y verde. La multitud gritó.

Ya muy nervioso, el caballo de pura sangre del prín-cipe relinchó del miedo y retrocedió. Su Alteza Real cayóhacia atrás, y aterrizó lastimándose su real trasero contrael sucio suelo. Aterrorizado, preparado para desbocarse, elanimal acomodó el cuarto trasero y giró; tenía los ojos des-orbitados, y salía espuma de su boca abierta.

—¡Ballodair! —gritó el príncipe mientras el caba-llo se lanzaba por encima de su cabeza con un gran brinco.

—¡Cogedlo! —gritó otra voz, aguda y dominante,enterrada en algún lugar entre la muchedumbre cercana.

Sin pensar, Asher saltó en el camino del caballo ate-morizado. Toda una vida pilotando barcos con mal tiempohabía agudizado sus reflejos y lo había vuelto indiferente alpeligro. Coger aquellas riendas que se agitaban fue como su-jetar la driza soltada por los fuertes vientos; golpear a la bes-tia hasta que quedara inmóvil no fue más difícil que forcejearcon las redes cargadas de peces que se negaban a morir.

Y además, era una pena que un animal como ese sequebrara una de sus delgadas patas tan solo porque untonto de la realeza no podía mantener su trasero en la sillade montar.

Las pezuñas con herraduras producían destellos es-tremecedores, el caballo se desplomó y giró. La muche-dumbre que gritaba se dispersó. Asher maldijo cuando lacabeza del caballo chocó con la de él; mareado y con ungrito apoyó con firmeza su pie entre los guijarros y luchópara mantener al animal en el sitio. En su párpado abiertohabía sangre que le hacía borrosa la visión. Sus manos su-

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dorosas se deslizaban por las riendas mientras el caballorefunfuñaba, golpeaba y luchaba por su libertad.

Finalmente, Asher ganó. Vencido al final, el caballoquedó con las cuatro patas sobre el suelo, temblando. Losollares estaban rojos y bien abiertos, como jarras de cer-veza, mientras resoplaba con furia su aliento con olor aheno. Sus ojos miraban fijos, pero ya no giraban; tenía elborde blanco. Asher se inclinó hacia delante, agitado.

Sin previo aviso, alguien le quitó las riendas y convoz temblorosa dijo:

—¡Ballodair! ¡Fueron solo unos fuegos artificiales!¿Estáis bien, animal tonto?

Asher se enderezó: la cabeza le latía; había sangrecaliente y pegajosa en su rostro.

El príncipe, con una mano ansiosa, recorrió las patasdel animal en busca de lastimaduras. No le prestó atenciónal hombre que le había salvado el pellejo de su miserablecaballo. Ofendido, Asher carraspeó:

—Estará bien, creo —dijo, seguro de que aquel prín-cipe ataviado con elegancia era un hombre como él, que hacíasus necesidades al igual que todos los hombres y no teníanada más que recomendarle que un sastre caro—. No pareceque el animal se haya lastimado, excepto por el susto.

El príncipe levantó la mirada. Un destello de reco-nocimiento apareció en sus ojos e hizo una reverencia. Per-maneció erguido, ató las riendas sobre un brazo; luego sesacudió el polvo de sus manos en los pantalones.

—Si así es, que Barl sea alabado —besó su anillo deoro macizo ubicado en el dedo índice izquierdo—. Fue unobsequio de Su Majestad.

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—Un gran obsequio —dijo Asher—. Estoy con-tento de haberlo salvado. Yo estaré bien también. Ya sabéis,en caso de que os lo preguntarais.

La muchedumbre que volvía a reunirse quedó bo-quiabierta y hablaba en voz baja. Un guardia de la ciudad,con las mejillas aún pálidas por lo que podría haber suce-dido, frunció el entrecejo y se acercó aún más. El príncipelevantó una mano para detenerlo y consideró a Asher en si-lencio y serio. Con su corazón latiéndole con fuerza, Asherlevantó el mentón y le devolvió la mirada. Después de uninstante, el príncipe se relajó. Esbozó apenas una sonrisa.

—No tan bien, creo. Vuestra cabeza tiene una bre-cha y vuestro juicio está confundido por el golpe. ¿Tenéisalguna otra lastimadura?

La muchedumbre expresó su sorpresa y empujópara obtener una mirada más cercana del recién llegado enaquella conversación íntima con la realeza. Asher llevó susdedos con cautela hacia la ceja y encogió los hombros alver que quedaron rojos.

—No es nada. Creo que me he lastimado aún másafeitándome —luego frunció el ceño—. Y mi juicio no estáconfundido.

Horrorizado, el guardia de la ciudad pinchó a Asheren la espalda.

—¡Grosero! ¡Dirigíos al príncipe como «Su Alteza»y mostrad algo de respeto o acabaréis en uno de los cala-bozos del capitán Orrick!

Una vez más el príncipe levantó su mano.—Está bien, Grimwold. Creo que nuestro renuente

héroe no es de esta región —con una sonrisa, sacó un pa-

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ñuelo del bolsillo de su camisa, luego desabrochó una bo-tella de cuero de la montura y zambulló la tela con el con-tenido verde pálido—. Vino —explicó, y se lo ofreció aAsher—. Escocerá, me temo, pero es mejor que tener elsudor del caballo en una herida abierta. A propósito, ¿dedónde sois?

Con un gruñido —y si el príncipe quería conside-rarse agradecido, entonces estupendo— Asher cogió el pa-ñuelo y se humedeció el rostro. El alcohol ardió comofuego sobre la carne viva; no pudo tragarse el quejido dedolor con la suficiente rapidez.

—Restharven —murmuró—. Su Alteza —con elrostro limpio de sangre y polvo, observó el pañuelo sucio—.¿Lo queréis?

Los labios del príncipe hicieron una débil mueca.—No. Gracias.¿El hijo de rey se reía de él? Bastardo.—Tenéis cientos, ¿verdad?Ahora la sonrisa abarcaba todo su rostro.—No demasiados. Pero los suficientes como para

perder uno y no quejarme. Nunca he estado en Restharven.—Lo sé —dijo Asher. Luego, impulsado por la mi-

rada encolerizada del guardia, agregó con dulzura mór-bida—: Su Alteza.

—¿Por qué —preguntó el príncipe después de haceruna pensativa pausa—, me odiáis tanto? Y después de ha-beros dado un pañuelo de pura seda, además.

Asher sintió que su rostro se acaloraba. Su madre lehabía dicho siempre: Asher, esa lengua rebelde que tienesun día te dará problemas…

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—Nunca he dicho que me desagradarais —mur-muró—. Ni siquiera os conozco, ¿no es cierto?

El príncipe asintió con la cabeza.—Es verdad. Y, es más, se puede remediar con faci-

lidad. ¿Grimwold? —el guardia escandalizado y en silen-cio hizo una reverencia—. Creo que ya hemos tenidodemasiado divertimento. Haced que la gente vuelva a sutrabajo. Quisiera intercambiar unas palabras a solas coneste hombre —se volvió hacia Asher—. Si es que no te-néis otro asunto urgente que llevar a cabo en otro lugar…

Asher se mordió la lengua. Miró fijamente aquelrostro elegante y lleno de diversión y desafío. Aclaró sugarganta.

—No. Su Alteza.—¡Excelente! —declaró el príncipe y le dio un gol-

pecito en el hombro—. ¡Entonces, os robaré unos minutosde vuestro tiempo con la conciencia limpia! ¿Grimwold?

Con un gesto de obediencia, Grimwold hizo lo quele pidió. La muchedumbre se dispersó un poco allí y unpoco allá y murmuró… y Asher quedó a solas con el prín-cipe de Lur.

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