El Lodo Magico - Esteban Navarro

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Un anciano le cuenta a su nieto una historiaacerca de un lodo mágico que es capaz decurar cualquier enfermedad y que solo existeen un lugar llamado Belsité. El lodo actúa porcontacto y tan solo hay que aplicarlo sobre laparte del cuerpo enferma para que surtaefecto. El nieto del anciano le cuenta lahistoria a dos amigos del colegio y los tres seembarcan en una aventura para localizar ellugar de la montaña donde se halla el lodo yaveriguar si la historia del anciano es cierta.

Lo que en un principio parecía un viajecarente de complicaciones, se transforma enuna odisea donde los tres amigos tienen quequitarle la pipa a un Menuto (un duende de lamontaña) y sortear una serie de pruebas comosubir a un tren fantasma y buscar una ranaalada fabricada en bronce. Los tres amigos

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tienen que viajar a poblaciones como Huesca,Caravaca de la Cruz, Murcia o Ávila,buscando diferentes objetos que necesitanpara encontrar el lodo.

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Título original: El lodo mágico

Esteban Navarro, 2012.

Editor original: Jianka (v1.0)

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Al niño que todos llevamos dentro.

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A modo de prólogo

Siempre se relataron, con mayor o menoracierto, con mayor o menor entusiasmo,historias acerca de prodigios que se creyeronmágicos. Pasajes de un pasado próximo, alque la lógica y la ausencia de imaginación losborró de la memoria colectiva y losdesvaneció de la mente infantil. Los vaporizóde la quimera más ancestral, de la cuna de losmiedos, de los fantasmas que pueblan los

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sueños en las frías y solitarias noches de losinviernos gélidos. Y no es que esos hechosfuesen mágicos en sus inicios o cuandoocurrieron, sino que se les dotó de esa magiaen el transcurrir del tiempo y a medida quefueron cuajando como acontecimientosinexplicables. Historias acontecidas enpueblos. En ciudades pequeñas. Historias quecon el trascurrir de los años se transformaronen leyendas y donde cada uno de susimprovisados trovadores las dotó de una pizcade misterio, de un residuo de sus propiascreencias y procuraron llenar cada uno de esoshuecos, de la narración, con sus propiasaportaciones.

Con el paso del tiempo esos cuentos perdieronfuelle y empezaron a creerse inventados,inconcebibles. Pensaron que nunca ocurrieron,que era del todo imposible que fuesen ciertos.Los desproveyeron de su magia…

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—2—

Jueves 29 de octubre

El graznido de una manada de patos logró, porunos instantes, distraer a Alberto de lailustrativa asignatura del profesor don Luis.Era justo lo que el chico necesitaba: un iniciode lapsus para divagar su atención fuera de laclase de historia.

A Alberto siempre le ocurría igual. Unas vecesempezaba con los patos, que asolaban los

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ventanales de la escuela con sus estridentesgraznidos. En otras ocasiones eran las moscas,las que forzaban su mirada en localizarlasrevoloteando por encima de los pupitres. Enalguna ocasión fueron las arañas del polvo lasque buscaron su atención. Y hasta eljardinero, rastrillando las hojas caídas de losárboles del patio, desplazaron los ojos deAlberto a través de los grandes ventanales.

Y finalmente…

—¡Alberto! —gritó don Luis— ¿Qué es loúltimo que he dicho?

Ya hacía un buen rato que el profesor másemblemático del colegio Santa Ágata de Oscase había percatado de la ausencia cerebral deAlberto. Enérgico, clavó sus ojos en el niñomirándole por encima de sus gafas cuadradasy de cristales oscurecidos.

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—Pues… —dudó un instante Alberto— Miredon Luis, estaba usted diciendo que…

De nuevo lo había vuelto a pillar despistado.Por enésima vez en esa mañana otoñal. Elniño agotó las increíbles excusas de ocasionesanteriores, así que optó por no decir nada.Miró con complicidad a Andrés, el compañeroque se sentaba justo a su lado. Lo observóescrutándole para ver si mostraba alguna señalque le permitiera averiguar de qué trataba laclase de historia. Por lo menos antes de que elmaestro se enfadara y soltara una, de sus yaconocidas reprimendas, por la constante faltade atención en la asignatura. Buscó en los ojosde su compañero alguna pista, algún vestigio.Algo que le indicara cual era el tema de hoy.

Pero Andrés no dijo nada. No podía, nisiquiera, musitar palabra alguna sin que elprofesor se diese cuenta. Su compañero no

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quiso implicarse y optó por el silencio.

—¡Lo imaginaba! —clamó don Luis, elevandoel tono de voz y visiblemente irritado—.Siempre pensando en las musarañas,eternamente divagando, ausente de formaperpetua…

El resto de compañeros sonrieron al principioy luego soltaron una estruendosa carcajada.

—Haz el favor de aterrizar inmediatamente ysentarte en tu silla Alberto —abroncó donLuis, mientras andaba de un lado hacia otro dela tarima con las manos cruzadas detrás de laespalda y refunfuñando palabrasincomprensibles.

Pero su mirada se pausó y su rostro no pudoevitar tornarse afable. Todos los alumnos loconocían. Sabían que don Luis estaba

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ejercitando el papel de profesor duro, peroque en el fondo era un buenazo. Siempre lohabía sido. Alberto escuchó de fondo las risasde los compañeros de aula: diez chicos y ochochicas. No se ofendió. Era obligado reconocerque don Luis tenía razón, él era un despistadoy necesitaba bien poco para distraerse concualquier cosa. Es la aflicción que tenían quesoportar los soñadores. Un sinfín depesadumbres y penalidades, aderezadas conuna pizca de mala conciencia, por no sercomo los demás, por no seguir el ritmomarcado por el entorno. Incluso entonces,metido en medio de una amonestación delprofesor, era incapaz de mantener la atención.Se abstrajo. Y solamente el creciente bullicio,provocado por la algarabía de sus compañerosde clase, fue lo que le hizo retornar al pupitrey percibir los ojos abiertos, hasta casi salirsede sus cuencas, del maestro de historia.

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El profesor don Luis era muy querido enOsca. De hecho, como casi todos los alumnos,nació en esa ciudad y conocía a todos lospadres desde que éstos eran unos niños. Noera excesivamente viejo, a pesar de aparentarmás edad de la que realmente tenía. Una largaenfermedad degenerativa le obligaba a plasmarsu vigoroso temperamento con los escolares,cuando éstos no atendían en clase. Aunquetodos sabían que era por el bien de ellos, quesu mal carácter era fingido y que el buenprofesor se esforzaba en parecer un ogro deojos hinchados para provocar un miedo quenunca tendrían sus estudiantes. No podíaevitar deslizar una sonrisa por debajo de suboca, ni bajar el tono de voz cuando advertíaque algún alumno se atemorizaba con susreprimendas y se daba cuenta de que se había,quizá, extralimitado con el rapapolvo. DonLuis siempre les estaba diciendo que lo únicoque quería era hacer de ellos es que fuesen

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hombres de provecho, de prepararles paraafrontar la vida que les esperaba ahí afuera.

Mientras Alberto se distraía de nuevo, vio adon Luis haciendo aspavientos con los brazosy paseando de un lado a otro de la tarima,golpeando la pizarra con los nudillos de lamano. Pero el chico no lo escuchaba. Susoídos permanecían cerrados como una conchamarina ante las inclemencias del mar. Eracomo si viera al profesor en una película decine mudo.

Y finalmente, el estridente y retumbantesonido de la sirena anunciando el final de laclase fue su salvación. Como siempre.

Ordenadamente salieron todos los alumnos alpasillo. El profesor se entretuvo en meter suscosas en una carpeta de piel marrón.

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—Vaya bronca te ha metido Alberto —le dijo,riéndose, su compañero Andrés, mientrasarrancaba con los dientes trozos de unaestirada tira de regaliz.

—También me podías haber echado unamano y soplarme acerca de lo que hablabadon Luis —le censuró.

Alberto reconoció que era un reproche injustohacia su compañero de pupitre pues sabía queAndrés le ayudaba siempre que le era posibley en más de una ocasión le había sacado delos devaneos de su soñadora mente.

—Yo tampoco prestaba demasiada atención…¿sabes? —respondió Andrés con un tono devoz que sonó a disculpa.

—¡Serás! Tú no necesitas estar pendiente denada Andrés —le dijo—. Con un poco que

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escuches es suficiente.

Andrés era un alumno ejemplar, casimodélico. Era un entendido en todo loreferente a la electrónica, informática, técnicay cualquier tipo de ciencia. Siempre estabaconstruyendo aparatos con bobinas, cables oimanes. Le apasionaba inventar. En unaocasión llegó a armar un radio transistor ytodos los de la clase estuvieron escuchandouna emisora árabe. Se quedaron perplejoscuando de aquella caja de zapatos, atada concuerdas y unos cuantos trozos de esparadrapo,surgieron, por unas improvisadas ranuraslaterales, voces inteligibles y cánticos islamitas.En otra ocasión trajo a clase de ciencias unasgafas a las que había equipado con unoslimpiaparabrisas en miniatura. En la base deuna de las varillas incrustó, quemando elplástico, una pila alcalina de voltio y medio,con la que alimentaba las pequeñas escobillas

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que limpiaban los cristales de las gotas delluvia. El profesor casi se muere de risa yalgunos de sus amigos enmudecieron alobservar la capacidad de inventiva de Andrés.Sin ninguna duda era de los alumnos másaventajados de clase, su capacidad de estudioera única y su inventiva imprevisible e infinita.Le bastaba echar una ojeada a cualquier librode la asignatura que fuera, para quedarse contodo. Era incluso capaz de memorizar párrafosenteros en muy poco tiempo, llegando inclusoa recitar diez hojas seguidas de la vida deFelipe II, sin apenas entretenerse en tragarsaliva.

A pesar de todo, Andrés no era el típicoempollón sabelotodo, que se jactaba de sufacilidad para los estudios y se apartaba delresto de compañeros de clase como unanacoreta, meditabundo y aislado del mundoque lo rodea. Nada de eso. Andrés era un

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buen amigo tanto dentro del colegio, comofuera de él. Además, para envidia del resto deestudiantes, era un excelente deportista. Unaparadoja de la naturaleza que mezclaba lainteligencia mental y la fuerza física, algo quela sabiduría popular desechaba por imposible yque tiraba por tierra a los acérrimosdefensores de que un chico listo no puede seratleta y de que un gimnasta no puede serinteligente. En Andrés se aunaban ambascualidades y se repartían equitativamenteconformando la perfección tanto interior comoexterior. Su apariencia física tenía enamoradasa la práctica totalidad de alumnas del colegio.Era alto, medía un metro ochenta; que para unchico de quince años es mucho. Delgado yfornido. Ojos azules y cabello rubio ondulado.Una barbilla americana, con forma cuadrada ymarcando los huesos de la mandíbula. Narizalargada, tipo griego.

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—¡Ja! Menos mal que no me preguntó a mí—dijo Andrés, mientras soltaba una enormerisotada, dejando ver su enorme boca dedientes perfectamente alineados.

Y es que a Andrés le gustaba hacerse el mártiry aparentar que también lo hubieran podidopillar desprevenido en clase. Siempre lo decía,pero la verdad, nunca le habían hecho unapregunta que no hubiese sido capaz deresponder. Cualquier profesor, de cualquierasignatura, lo utilizaba como baza a la hora desolventar los problemas que pudieran surgir enuna rueda de preguntas. Pero a él le gustabasentirse humano y errar como los demás.

—Hubiéramos repartido el rapapolvo —lecomentó Alberto, mientras que él no parabade carcajear, mostrando la lengua negra por elexceso de regaliz.

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Andrés y Alberto eran amigos desde niños.Sus padres se conocían, también, desde hacíamuchos años. Antes de nacer Andrés yAlberto ya habían trabajado juntos en lavendimia francesa y habían quedado en variasocasiones para ir al cine o para comer. Loschicos solían estudiar y jugar juntos. Losdomingos por la mañana iban al parque deOsca a pescar ranas en el río, andar por lasarboledas o pasear por el pantano. Tambiéndaban largas caminatas por la dehesa. Y porlas tardes frecuentaban el único cine delpueblo, y si la película que pasaban erainteresante, entraban a verla. En casocontrario, volvían al parque, donde caminabany charlaban hasta que los atrapaba la noche.En cualquier caso, con Andrés nunca faltabanlos temas de conversación y ambos seenfrascaban en largas e interminables charlassobre cualquier tema, por embrollado oenmarañado que fuese.

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Pero lo que más les gustaba a los chicos erasoñar. Y con quince años, recién cumplidos,imaginaban no hacerse mayores para nosepararse nunca. Les gustaría ser como PeterPan y perpetuarse para siempre en el País deNunca Jamás. Quedarse allí, en Osca, al ladodel pantano y observar como pasaba el tiempoante sus ojos. Ver como las aves migratoriasvenían cada año y se posaban en losfrondosos árboles del parque. O como laestación esperaba paciente la llegada de lostrenes.

Un día, Andrés le dijo a Alberto:

—Cuando tengamos novias dejaremos devernos tanto.

Era una visión catastrofista del mundo de losadultos, pero posiblemente se ajustaba más ala realidad que otras perspectivas más idílicas.

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Por su parte Alberto le replicó que no teníaporqué ser necesariamente así, que aunquecada uno tenga su vida, podían quedar de vezen cuando para charlar, hacer deporte o ir alcine; incluso salir juntos con sus respectivasparejas.

—Sí, pero para eso se tienen que llevar bienlas novias entre sí.

—¿Y por qué no?

—No sé, lo malo es que tengamos que discutirpor las chicas.

Ciertamente estaban hartos de ver películasdonde la trayectoria de la vida del protagonistase desviaba por culpa de alguna mujer. Elcriminal que había conseguido el botín de suvida y que se encontraba en la frontera conNuevo México, a punto de cruzar a la

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salvación, de repente detenía el coche y virabaciento ochenta grados para regresar a buscar ala chica. Lo que no sabía es que en esa casade madera, siempre al lado de las vías deltren, siempre con las paredes desconchadas, leesperaban un puñado de coches de la policíaestatal, y el ingenuo y enamorado fugitivoterminaba sus días en la cárcel del condado.Eso sí, contento de haber hecho lo correcto eintentar fugarse con la chica; aunque ésta lehubiera traicionado. ¡Ay, el amor! lamentabanlos dos amigos, con vergüenza ajena.Lucharían por llevarse a la más guapa, aunqueAlberto sospechaba que la más guapa siempresería para Andrés.

Alberto, el soñador, media un metro setenta ytres, tenía los ojos de color marrón, el cabellonegro y liso, delgado y fuerte, barbilla redonday boca fina y pequeña. Cuando paseaban losdos juntos: Andrés y Alberto, las chicas de su

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misma edad los miraban e incluso a veces lesechaban algún piropo, cosa que hacía queAndrés se sonrojara sobremanera. Esaprevisión le hacía ruborizarse incluso antes dellegar a pasar delante de las chicas. Era algosimilar a lo que ocurría con el experimento delperro al que cada vez que le llevaba comida sucuidador, el animal salivaba. Llegando a creartal relación entre la entrada del cuidador con lacomida y el pobre perro, que con sólo abrir lapuerta para acceder a la perrera, el animalbabeaba y la boca se le hacía agua. Así queAndrés se sonrojaba incluso cuando paseabapor el parque y veía a lo lejos dos chicas delcolegio, sentadas en algún banco y hablandode sus cosas. No era, ni siquiera, necesarioque lo miraran, solo con que él las viera erasuficiente para activar su rubor.

—¿Vamos a casa de Juan para ver que estáhaciendo? —le preguntó Andrés.

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—Ok —replicó Alberto, sin pensárselo dosveces.

Juan era un amigo común de los dos. Eranbuenos compañeros, pese a que él no iba a lamisma clase que Andrés y Alberto. Aunquebuen zagal y de buenas maneras, nocongeniaba tanto como lo hacían ellos dos.Daba la sensación de que estaba apartado delresto de alumnos del colegio, a pesar de queellos se deshacían en intentos de entronizarloy hacerlo partícipe de la amistad del grupo.Los demás chicos del colegio se reían de él deforma abusiva e indiscriminada por un defectoque tenía en el habla: era tartamudo. Él sedaba cuenta de que eso suponía un problemaa la hora de relacionarse, y aunque tenían unaedad en que la crueldad de los niños sedifumina y la empatía crece, lo cierto es queJuan se sentía cohibido delante de según quechicos. Y respecto a las chicas la cosa era

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peor, ya que su tartamudez aumentaba y eradel todo imposible que pudiera entablar unaconversación, mínimamente coherente, conalguna mujer. Sus padres lo llevaron a variosmédicos de la capital que probaron un sinfínde terapias para curarlo, pero fueron del todoinútiles. Cada vez que se ponía nervioso seacentuaba su tartajeo y eso hacía que losineptos de clase, como era el caso de un chicollamado Tomás, se rieran más de él, lo quecreaba un círculo vicioso que le producía másatranque al hablar.

Ese chico, Tomás, era un repelente.Extremadamente delgado, pelirrojo y pecoso,ojos verdes y pelo corto; prácticamenterapado, lo que acentuaba su aspecto de malo.Su familia era muy conocida, ya que su abuelofue un magnate de la harina. La mayorempresa de almidones de Osca era de ellos yel que tiene el dinero tiene el poder, llegando

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incluso a especular que Tomás aprobaba losexámenes sin necesidad de estudiar, por elaporte económico que su padre hacía alcolegio. Su padre era el dueño de una de lasgestorías más importantes de la ciudad yllevaba el papeleo de muchas empresas. Asíque la familia de Tomás pertenecía a la élitede los caciques, ejerciendo influencia enmúltiples ámbitos, incluida la escuela.

—¿Cómo se explica, sino, que un inútil comoése pueda pasar los cursos sin apenasestudiar? —se llegaron a preguntar suscompañeros de clase.

Pero esa costumbre, importada de losamericanos, de que los deportistas, por elhecho de serlo, ya aprueban los exámenesaunque no se presenten a ellos, ha derivado enun vicio que se ha enquistado entre pequeñaspoblaciones y se aprueba a los hijos de los

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pudientes y de los caciques; aunque no seanmerecedores de ello. Los profesores,presionados por el director del colegio, noquieren llevarse mal con los que en algúnmomento les pueden ser de utilidad. Lo queorigina un círculo de favores del quedifícilmente se puede salir.

Alberto, Andrés y Juan salían juntos, cuandola preocupada madre de Juan lo dejaba ir conellos. Su madre no se fiaba demasiado de lainfluencia que pudieran ejercer sus amigossobre su hijo. Su desmedido afánproteccionista no hacía más que acentuar suretraimiento, ya de por sí aparatoso. A los tresles gustaba pasar las tardes en la dehesa, juntoal río, donde tiraban piedras, comían pipas,masticaban chicle, consumían regaliz yhablaban, hablaban y hablaban. Esa era lamejor terapia para combatir el tartamudeo, yaque se dieron sobrada cuenta Alberto y

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Andrés de que cuando Juan estaba con ellosno tartamudeaba. Alguna vez que habíavenido a compartir los momentos en el parqueotro chico del colegio, el comportamiento deJuan ya no era el mismo: se le trababa lalengua una cosa mala. Lo que era irrebatiblees que se trataba más de un problemapsicológico que físico. Juan era retraído conlos demás, pero cuando estaba con Alberto yAndrés se soltaba y parecía otra persona.

No ayudaba a su timidez el aspecto físico queofrecía: bajo, medía un metro sesenta.Grueso, aunque sin llegar a estar gordo.Fuerte, también le gustaba hacer deporte. Ojospardos. Gafas. Tez blanca. Cabello pelirrojo yrizado. Cara redonda. Nariz gruesa y bocaenorme, con los dientes separados. Albertopensaba que se avergonzaba de juntarse conAndrés y con él, por el contraste de suapariencia física en relación a ellos; aunque

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nunca hizo ningún comentario al respecto y,por supuesto, nunca ninguno de ellos se habíareferido a él como el patito feo, ni resaltó lacarencia de atributos físicos agradables,después de todo, Andrés y Alberto eranbuenos chicos.

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—3—

¿Es cierta esta historia?

Esa tarde pasearon, y charlaron mientrastanto, todos juntos por el camino de la dehesa.Cansados de andar, se sentaron junto al río,donde estaban los patos y los cisnes. Laalfombra de hojas conformaba un paisajebucólico. Alberto y Juan le pidieron a suamigo Andrés, muy dado a contar historias,que les narrara una leyenda interesante paraamenizar el atardecer antes de volver a casa.

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Andrés era único relatando cuentos y ademásfacilitaba tantos detalles, que siempre queiniciaba alguna fábula sus amigos no podíandejar de escucharlo. Los cisnes solíanacercarse hasta donde se encontraban ellos yAlberto llegó a pensar que entendían lo queAndrés narraba con tanta devoción, noomitiendo detalle alguno de las historias conlas que los distraía en las tardes de la dehesa.

—Sabéis —empezó la historia, mientrashurgaba en el bolsillo de su chaqueta parasacar un trozo de regaliz— mi abuelo pudomorir mucho antes de que llegara su hora.

Alberto y Juan se apresuraron a acomodarse allado de Andrés y desearon que nada ni nadielos interrumpiera para no cortar el hilo de lahistoria que iniciaba en esos momentos.

—Siendo aún joven y con pleno apogeo,

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físico y psíquico, cogió gangrena en un pie. Sela diagnosticaron justo después de volver deun ascenso al Himalaya. Allí subió con unreducido grupo de escaladores, amigos de él, yestuvieron perdidos varios días hasta quefueron rescatados en unas condicionespésimas. Consiguieron su objetivo pero el fríoles pasó factura a todos y pagaron caro elhaberse enfrentado a la naturaleza en supropio terreno.

A Andrés le gustaba recrearse en las historiasque narraba y se regocijaba sin ningún tipo demiramiento en los más nimios detalles, porinsignificantes que fueran. Eso le daba másrealce a sus palabras y la atención prestadapor sus amigos era esclava de su dicción.

—Sufrió una severa congelación en los dedosde ambos pies. El izquierdo lograron salvarlotras mucho esfuerzo, pero el derecho no

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quedaba más remedio que cortarlo antes deque la necrosis se le extendiera por la pierna yfuera demasiado tarde.

Alberto y Juan suspiraron.

—En aquella época solo existía una forma deparar el avance putrefacto de la gangrena…

Andrés se detuvo y miró a Juan invitándole aterminar la frase.

—Cortando el pie —dijo Juan sintartamudear, pero dudando de su respuesta.

—Así es, pero mi abuelo se negórotundamente y no quiso someterse a laoperación aún a riesgo de perder la vida.

—Era testarudo —afirmó Juan.

—¡Qué fuerte! pero si al final no murió de

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gangrena —exclamó Alberto.

Andrés le solicitó con la mirada a que seexplicara.

—Mi padre me dijo en una ocasión que tuabuelo murió de muerte natural, es decir: deviejo.

—Sí, ya sabes que falleció años más tarde demuerte natural —objetó Andrés de formacoherente, mientras se llevaba a la boca untrozo delgado de regaliz.

—¿Entonces qué ocurrió? —replicaronAlberto y Juan al mismo tiempo.

—Dejadme que os cuente la historia ya.Impacientes —observó Andrés.

Andrés imprimía tal intriga en sus cuentos quese hacía difícil poder esperar al desenlace de

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los mismos.

—En aquella época mi abuelo estaba casadocon su primera mujer: María del Mar. Ytenían dos hijos: Andrés, mi padre, y Sonia,mi tía. Los fines de semana acostumbraban iral pantano de Belsité acompañados de amigos.Allí hay un embalse de principios de siglo, quepor motivos que se desconocen no funcionacomo tal, es decir, que tuvieron que hacer otromás nuevo y éste quedó como monumento yzona de interés paisajístico. Bueno, la verdad,es que creo que la obra original tenía fugas; elterreno es muy poroso, y no consiguieronretener el agua para el embalse, así queabandonaron la obra a medio hacer yempezaron otro pantano unos kilómetros másabajo.

—Es verdad, yo fui una vez con mis padres—dijo Juan reforzando la historia de Andrés,

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mientras se colocaba bien las gafas,arrastrándolas desde el puente de las mismas,hasta la base de la nariz.

—Sí, está en la zona alta de Osca, justodespués de Guísar —corroboró Andrés,señalando hacia la dirección donde estaba elembalse.

—¡Sigue contando! ¿Qué pasa con esepantano? —animó a que prosiguiera con lainteresante historia, mientras abría una bolsade pipas saladas.

—Bien, mi abuelo no les refirió nada a sumujer ni a sus hijos sobre la gangrena, másbien les dijo que ya estaba curado, que sólohabía sido una congelación leve de los dedosdel pie y que se pudo sanar con unamedicación adecuada que le recetó el médicodel pueblo. Se lió una media elástica bien

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apretada para que no se viera la putrefaccióndel pie y aguantó el dolor como pudo.

—¿No les quería preocupar? —preguntóAlberto.

—Igual pensó que no era gangrena y quesolamente se trataba de una herida provocadapor el frío —interrumpió Juan—, ya sabéisque el frío puede quemar y el calor puedehelar llevado al extremo…

—Sssssssch —siseó Andrés para que callarany le dejaran seguir con la historia—. Mi abuelase encargaba de preparar la comida. Seesmeraba en ello y dedicaba la noche anteriora elaborar los más suculentos manjares quehacían las delicias de todos los excursionistas.Lo metía todo en canastas de mimbre, juntocon manteles, cubiertos y utensilios para pasaruna jornada en el campo. Al día siguiente se

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desplazaban todos hasta allí en un viejoCitroën Pato…

—¿Citroën Pato? —preguntó Juan extrañado,anticipándose a Alberto, que justo iba aformular la misma pregunta.

—Sí, es un coche parecido al "dos caballos",pero más viejo y grande. Antiguo. Fue muypopular en los años treinta, también eraconocido con el nombre de Stromberg.

—A mí siempre me han encantado los cochesviejos —dijo Juan.

Alberto asintió con la cabeza.

—¿Viejo? —preguntó Andrés serio.

—Bueno, perdona —se disculpó al darsecuenta de la ofensa infringida—. Quise decirantiguo.

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—Viejo, antiguo… ¡qué más da! —dijoAlberto— son sinónimos que vienen a decir lomismo.

—Pues no señor —rebatió Andrés—, aunquecreas que son palabras equivalentes, la verdades que hay pequeñas diferencias.

—¿Explícate?

—Algo viejo es algo que tiene muchos años yque está deslucido, estropeado. Sinónimos deviejo podrían ser: ajado, decrépito, o inclusotrasnochado. Pero antiguo es otra cosa amigoAlberto, antiguo encajaría más en tradicional,añejo, vetusto.

Andrés tenía un increíble dominio del lenguajey conocía un amplio abanico de palabras quela mayoría de personas apenas utilizaban.Alguna vez había contado que una de sus

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lecturas preferidas era precisamente esa: eldiccionario de la Real Academia de la LenguaEspañola.

—Además —añadió—, los sinónimos noexisten realmente.

—¿No? —preguntaron los dos al mismotiempo.

—Pues no, porque los sinónimos deberían serdos formas de nombrar la misma cosa y loque hacen realmente es nombrar cosasparecidas.

—Pon un ejemplo Andrés que no te acabo deentender —le dijo Alberto.

Juan se encogió de hombros.

—Veamos —cogió aire para hablar—, lapalabra camino y sendero podrían pasar por

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sinónimos, ¿es así?

Los dos amigos asintieron con la cabeza.

—Según el diccionario un camino es una víade tierra por donde se transita habitualmente ola dirección que ha de seguirse para llegar a unlugar.

—Correcto —dijo Alberto.

—Y un sendero es, siempre según eldiccionario, senda o camino pequeño yestrecho. ¿Veis la diferencia? ¿Se puede decirentonces que son sinónimos camino ysendero?

Ya conocían a Andrés desde hacía tiempo ysabían de su especial inclinación aconfrontaciones dialécticas de difícil término.Hubiera sido de todo estéril el alargar más los

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ejemplos que a buen seguro les pondría acercade las diferencias entre palabras que pasabanpor sinónimos y que realmente no lo eran.Decidieron claudicar y darle la razón para quecontinuara con la historia de su abuelo.Empezaba a estar en un punto interesante.

—Bueno —siguió narrando—, una vez en lasarboledas del pantano, mi abuelo aparcaba elcoche, y mi abuela y mi tía Sonia, extendían elmantel y sacaban la comida de los cestos. Miabuela era muy maniática con las hormigas ysiempre buscaba un sitio libre de hormiguerosy de piedras, bajo las cuales, según ella,siempre se escondían los escorpiones.

—¿Escorpiones en Belsité? —preguntó Juan.

—No, en esa región no hay escorpiones, peroel padre de mi abuela murió de una picadurade uno, y desde entonces les había cogido

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auténtico terror.

—Sigue —le animó Alberto.

—¿Por dónde iba?

—Decías que aparcaban el coche y extendíanel mantel en una zona libre de hormigueros yde piedras…

—¡Ah! Ya recuerdo. Bueno pues se sentabantodos en circulo, alrededor de los manjarespreparados por mi abuela. Comían, charlaban,reían y explicaban anécdotas e historias decuando eran pequeños. Fábulas de fantasmasy de espíritus del más allá que volvían paraatormentar a quienes les hicieron daño o bienpara alegrar a aquellos que los quisieroncuando aún estaban en vida.

—Que buena forma de pasar un día de fiesta

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—dijo Juan.

—Sí, la verdad es que nuestros padres sedivertían más que nosotros. El hecho de tenermenos avances tecnológicos les hacía ser másfelices y disfrutaban mejor de los ratos deocio. Yo aún recuerdo como mi familia sacabalas sillas a la puerta de casa en verano y sejuntaban con el resto de vecinos e iniciabantertulias eternas hasta altas horas de la mañanamientras que nosotros jugábamos en la calle…

—Ahora eres tú el que interrumpes —recriminó Juan con razón.

—Es verdad, no me había dado cuenta. SigueAndrés, por favor.

—Mas tarde, si la temperatura lo permitía, sebañaban todos en las pozas de Belsité.

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—¿Y el pie de tu abuelo? Los demás verían lagangrena.

—Mi abuelo procuraba que nada hicierapresagiar lo que le ocurría en el pie. Se bañabael primero, zambullendo los pies en el aguanada más quitarse los calcetines y no salíahasta asegurarse de que nadie le veía.Además, aprovechaba el abundante barro delas pozas para cubrirse la herida y simular queera fango seco lo que adornaba sus tobillos.

—¿Tuvo que ser duro para él, verdad? —preguntó Alberto imaginando la situación porla que pasó el pobre abuelo de Andrés.

—Ya lo creo Alberto, pero la gente de antesera así de testaruda y no se les podía cambiarfácilmente —argumentó Andrés mientrascogía un puñado de pipas de la mano de Juan.Y es que le gustaba mezclar dulce y salado, a

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pesar de que le había dicho infinidad de vecesde que no era una combinación muy sana.Igual que no era bueno combinar fruta y lecheo carne y queso.

—Bueno, ¿cómo se curó? —preguntó Juan,con la frente empapada en sudor y sacando unpañuelo de tela del bolsillo trasero de supantalón.

—¿Cómo sabes que se curó? —cuestionóAndrés, como si le extrañara la pregunta deJuan.

—Se supone que no murió por la gangrena…¿verdad? Antes comentaste con Alberto quefalleció de viejo —respondió Juan.

—Sí, sí, tienes razón, no me acordaba que oshabía dicho que murió años más tarde. Puesbien, estando allí en el pantano, después de

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comer y tomar café, las mujeres recogían losmanteles, lavaban los platos y los cubiertos enuna fuente de agua cristalina que había junto ala arboleda. Los niños, mi padre y mi tía seiban a jugar a pelota. Mi abuelo y sus amigosencendían sus pipas de madera y buscabanalgún rincón tranquilo donde fumar y disfrutardel aroma del tabaco. Al lado de la alameda deBelsité pasa un río, o pasaba, bastantecaudaloso. Estaba lleno de piedras y formabauna especie de poza o cenagal, donde seestancaba el agua que no corría y en el fondode esos barrizales se formaban unas capasgruesas de lodo. Mi abuelo se sentó en una delas piedras grandes, blancas y limpias quehabía al lado de una de esas pozas. Fue allí,donde se encontraba descansando y supongoque meditando sobre la proximidad de sumuerte o charlando con algún amigo, cuandoy sin darse cuenta, resbaló, metiendo los dospies en la charca, hasta casi la altura de la

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rodilla.

—Vaya faena, lo que le faltaba al pobrehombre —lamentó Alberto mientras selimpiaba las manos, sacudiéndolas, de losrestos de las pipas.

—Sí, Alberto, con todo el problema de laputrefacción del pie, y el no querer contarlo asu familia. Bueno, se secó como pudo, pero alverlo resbalar y oírlo maldecir en voz alta,todos se acercaron a donde se encontraba él,por lo que no pudo quitarse la media que lecubría el pie, para poderla secar y evitar que eldolor le desfigurara el rostro.

—¿Y qué dijo? —preguntó interesado Juan,mientras se enjugaba el sudor de la frente conun pañuelo.

—Pues nada, se excusó con que casi no se

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había mojado y que ya se secaríaconvenientemente en casa. Cogió su pipa dedentro de la ciénaga. La puso sobre la piedrablanca, donde había estado sentado, para quese secara al sol.

—¡Qué valiente! —exclamó Alberto.

Los dos oyentes tenían en cuenta que lahistoria que contaba Andrés era referente a suabuelo, a su propia familia, lo que le daba unaespecial credibilidad y suponían queagradecería cualquier comentario agradablereferente a la valía de su abuelo y la enterezay dignidad con la que soportó la terriblegangrena, que sin saberlo le estaba devorandoel pie.

—Cuando al fin regresaron a casa, mi abuelose encerró en el cuarto de baño y se dispuso aver como seguía la herida del pie, para lo que

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tuvo que retirar la enmohecida media elástica.La despegó con sumo cuidado. No le dolía ypensó que se había entumecido de tal forma laherida que hasta los nervios se le habíanatrofiado. Y cual fue su sorpresa al observar,mientras retiraba la venda que cubría laherida, que la gangrena había desaparecidocompletamente. Su pie se encontraba mejorque antes de la congelación. No se lo podíacreer, por un momento pensó que estabasoñando. Limpió el barro que cubría sustobillos. Pasó la mano varias veces hastacerciorarse de que el pie estaba limpio. Y allídonde la sangre no circulaba y los tejidos de lacarne se le iban destruyendo incansablemente,allí fue donde vio con asombro como su pielse había tornado rosada. Primero pensó quese había confundido de pie, que la memoria lejugaba una mala pasada y que estaba mirandola extremidad equivocada. No era posible queuna necrosis de tal calado se hubiera

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desvanecido de esa forma, como si nuncahubiera existido.

—¡Ostras, que pasada! —exclamó Juan—.¡Es una historia increíble!

—Ya lo sé, pero os puedo decir que esverdad, ese suceso me lo contó mi abuelo y élnunca mentía.

—¿Se lo contó a alguien más? —preguntóJuan.

—Bueno, mi abuelo no regresó al médico ymucho menos dijo nada a nadie sobre losucedido. Desde entonces hizo vida normal ycomo no era conocida su gangrena tampocotenía que ser conocida su cura milagrosa.

—Pero a ti te lo contó, ¿no? —preguntóAlberto.

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—Así es. Fue poco antes de morir que decidiócontarme la maravillosa historia del lodomágico. Supongo que necesitaba que alguienle creyese, que alguien supiera lo que elportentoso barro hizo por él y como lo rescatóde las garras de la muerte.

—¿Volvió a ir a Belsité? —preguntó Alberto,interesado por la aventura que acababa de oíry mientras sacaba un paquete de chicles defresa sin azúcar del bolsillo de la americana.

—Sí —contestó Andrés—, quería sobre todoencontrar la pipa de madera que puso a secarcuando se cayó en la charca. No se acordó derecogerla y se la dejó encima de una piedrablanca. Era difícil que pudiera hallar lacachimba, teniendo en cuenta que era muchala gente que iba a pasar el fin de semana allí.A pesar de ir al mismo lugar donde estaba ybuscarla por todas partes, nunca la encontró.

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De todas formas no se aproximó a la pozamágica, donde había caído aquel día.

—¿Por qué? —cuestionó Juan tartamudeandoligeramente.

—Tenía miedo, no quería que se supiera loque le había ocurrido. Mi abuelo era muyreservado, pensaba que si la gente sepercataba de lo que podía hacer esa charca, seconvertiría en un lugar de culto, se explotaríay se enriquecerían unos cuantos. Así queprefirió callar y no decir nada a nadie, sólo melo contó a mi antes de morir, supongo que noquería llevarse el secreto a la tumba.

Las reflexiones de Andrés eran másargumentaciones en favor de su abuelo quecertezas. Alberto y Juan no creyeron que elabuelo de Andrés le hubiese dicho nunca losmotivos por los que guardó semejante secreto,

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pero el caso es que quiso contarlo a alguienantes de morir.

—Sería fantástico poder ponerme un poco debarro en mi boca y hablar bien de una vez portodas —exclamó Juan con una enorme sonrisadibujada en su cara.

—Amigo Juan, tú ya hablas perfectamente, elproblema es nervioso, mira que bien lo hacesahora que estamos solos —replicó Andréspara darle ánimos.

—Sí, pero ese lodo envasado podríasolucionar muchas enfermedades y podríaayudar a mucha gente —razonó en voz alta—.No creo que la naturaleza lo haya puesto ahípara que se pudra en el olvido.

—¿De quién Alberto? De cuatro ricos queserían aún más acaudalados con la explotación

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del barro reconstituyente. Esa fuente esnatural, y como tal debe ser finita.Seguramente se llenarían unas cuantas botellasy luego desaparecería para siempre, dejaría amucha gente sin curar y se empezarían acomercializar un sinfín de marcas de lodo queasegurarían ser el auténtico lodo mágico de laspozas de Belsité. Habría guerras por conseguirun poco de lodo extraordinario. Figuraros, sihay disputas por un poco de petróleo, que nocura nada, que habría por una pizca de lodo,que es capaz de sanar la más aberrante de lasenfermedades.

—Tienes razón Andrés, pero de todas formastampoco sabemos si es verdad —replicóAlberto, seguro de que iba a herir lossentimientos de su amigo.

—¿Cómo? Si mi abuelo me lo contó es que escierto. Ya sabes que él nunca mentía —objetó

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enfadado Andrés y sin dejar de mordisquearun trozo pequeño de regaliz, cosa que hacíacon más fuerza cuando más nervioso estaba.

—Oye, si que hay una forma de saberlo —gritó Alberto de repente, pensando en lamagnífica idea que se le acababa de ocurrir.

Los dos, Andrés y Juan, lo miraron perplejos.

—¿Por qué no vamos a Belsité y localizamosla poza mágica? —dijo—. No creo que sea tandifícil de encontrar y más teniendo en cuentala suerte de detalles acerca del lugar donde secayó tu abuelo…

Andrés y Juan lo observaron entonces conironía.

—¿Cómo sabremos cuál es? Hay una cantidadinmensa de charcas —impugnó Juan.

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—Y de rocas blancas —reafirmó Andrés.

Los dos parecían dispuestos a hacerle desistirde su idea.

—Nos podríamos hacer un corte en unamano, por ejemplo, un rasguño en un dedo, eir metiéndolo en todos los charcos de piedrasgrandes y blancas, piedras donde se puedasentar la gente. Al encontrar la poza buena, laque sanó a tu abuelo, se nos curará la heridaenseguida —manifestó Alberto, sin muchaseguridad en lo que decía.

Andrés sonrió y Juan percibió ciertainseguridad en las palabras de Alberto.

—Vale, vale, ha sido mala idea el contaros esahistoria —lamentó Andrés, arrepentido porhacerlos participe del legado de su abuelo—.Pero en caso de encontrar la charca con el

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lodo mágico, ¿qué haremos? ¿para quéqueremos el lodo? Pensad que hay que tenerbien claro los objetivos de tan descabelladaidea. Mi abuelo, que era una personaincreíblemente inteligente, desechó la idea deutilizar el lodo. Prefirió ocultar su existencia yel lugar donde lo encontró.

—No sé, lo primero sería acertar con el sitio,luego, ya veremos… —afirmó—. ¿No osdevora la curiosidad por dentro de saber siexiste el lodo y el poder experimentar suspropiedades mágicas?

—La curiosidad mató al gato —vaticinó Juan.

—Sí, pero sin la curiosidad, sin la inquietud,nunca se hubiera conseguido nada —argumentó Alberto—. Recordad que losgrandes avances de la humanidad han sidosiempre fruto de hombres y mujeres

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intranquilos, preocupados por algo y fue esaquemazón interior la que les empujó a seguiradelante y a buscar respuestas. El ser humanoavanza porque busca respuestas a preguntaspreviamente formuladas.

—¿Y tenemos esas preguntas? —dudóAndrés.

—Claro que sí —rebatió Alberto—, loprimero es saber si realmente existe el lodomágico, ¿o acaso no tienes la imperiosanecesidad de comprobar la veracidad de lahistoria de tu abuelo? —le dijo desafiándolocon la mirada.

—No hace falta, ya sé que es cierta —replicóAndrés.

—Sí, algo en tu interior te empujairremisiblemente a creer lo que tu abuelo te

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contó, pero en el fondo de tu ser hay unaduda, una duda inquietante y normal a lainteligencia humana y es creer algo que nohemos visto. El ser humano necesita ver paracreer, por eso las religiones plantean tantasdudas.

—Para eso está la fe —avaló Juan.

—Es cierto —se desesperó Alberto, alcomprobar que no los estaba convenciendo—.Pero la fe es útil para casos en los que esimposible averiguar la existencia por nuestrospropios medios. No podemos ir a donde estáDios y ver si existe o no, tenemos que creerloo no, siempre basándonos en la fe. Pero lo dellodo mágico es distinto, en ese caso si quepodemos ir hasta Belsité y comprobar in situla existencia de tan milagroso barro.

—¡Está bien! —exclamó Andrés visiblemente

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molesto—. El domingo que viene, si os parecebien a todos, acudiremos a Belsité ybuscaremos el lodo mágico. Podíamosenfocarlo como una excursión de fin desemana. No creo que nos lleve más de un díair y volver. En caso de encontrarlo…, bueno,ya veremos —dijo mirándolos a los dos—.Nos servirá como aventura de fin de semana.Así comprobaremos si la historia que mecontó mi abuelo, es cierta y si realmente existeese fango con poderes curativos.

Juan, más parco en palabras, asintió con lacabeza.

Alberto hizo lo mismo, aunque una muecaespontánea le delató y supuso que se dieroncuenta de que pondría las objeciones quefuesen necesarias para no ir a Belsité. Ellossabían que él sabía que ellos no querían ir.Procurarían alargar el viaje todo lo posible. La

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aventura de las pozas era ciertamenteatrayente, pero también suponía un peligroque ni la madre de Juan, ni los padres deAndrés, estarían dispuestos a correr.

Los tres amigos se marcharon esa tarde de ladehesa con la sensación de haberexperimentado algo nuevo, algo que los haríasalir del aburrimiento de las clases del colegio,del traquetear diario, de los paseos al lado delpantano. Ante sus ojos se abría unainconmensurable aventura llena de esperanzasacerca de la existencia de un tesoro. Un lodomilagroso capaz de sanar la enfermedad másincurable, más mortífera. Andrés era un chicolisto, el más inteligente de los alumnos deSanta Ágata. Era cierto que toda esa aventuraque se avecinaba la basaban en la historia deun abuelo, que seguramente no coordinaba susideas en los albores de su vida y que una malatarde de sopor delante de una estufa de leña

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quiso sacar de la realidad a su nieto y le contóuna historia, que seguramente ya le habíancontado a él, pero haciéndose pasar por elprotagonista de la misma. Es posible queincluso no fuese gangrena lo que el abuelo deAndrés cogió en la pierna, igual eran unascostras endurecidas de alguna herida anterior yque el hecho de tener los pies a remojodurante un buen rato, fue lo que hizo queaquellas cortezas de los pies le cayeran al aguay que el pobre hombre lo achacara al barro.Sea como fuere, lo cierto es que laimpaciencia les embargaba. La sola idea depensar en encontrar un lugar mágico, conpotestad medicinal, con propiedadessobrenaturales, parecía de cuento de hadas.Los tres hacían, a su manera, planes mentalesen caso de que tuviera éxito la salida deldomingo. Sin dudarlo un momento Alberto sebañaría por completo en la poza y seimpregnaría con el lodo, se embadurnaría todo

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el cuerpo, de la cabeza a los pies. No leimportaba que empezara a refrescar y que ellodo estuviera gélido. Esa enorme mancha denacimiento que tenía en la barrigadesaparecería por completo, y podría ponerseel bañador sin avergonzarse de ello. Andrés seecharía el fango por la cara, el acné es loúnico que le afeaba. Y respecto a Juan, estabaclaro, se pondría un poco en la garganta, sutartamudez desaparecería de inmediato yhablaría como lo hace cuando está a solas consus amigos. También curarían al profesor dehistoria de esa enfermedad degenerativa quetiene en los huesos, una especie de artrosis dedifícil diagnóstico, que le hace andar agachadoy de la cual los médicos de la capital lo habíandesahuciado. Que tormento tenía que ser vivircon un dolor intenso que te recubre todo elcuerpo. Sentir como crujen los huesos a cadapaso que das. En realidad, don Luis sería elprimero en sanar, era quien más se lo merecía.

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¿Qué son unos insignificantes granos, unamancha en la piel o un tartamudeo nervioso,comparado con la enfermedad del profesor dehistoria? Él es quien de verdad tenía querestablecerse completamente. Luego ya se lesocurriría más gente a la que sanar. Pero demomento, lo importante, lo realmenteimportante era encontrar el lodo mágico, ellodo que todo lo cura.

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—4—

El colegio

Viernes 30 de octubre.

El viernes llegaron los tres amigos al colegio.Se guiñaron el ojo al entrar en clase, uncuqueo de complicidad. Algo había cambiadodesde el día anterior. Estaban inmersos en uncuento donde la trama principal era encontrarun tesoro. Un cuento similar al de Robert L.Stevenson donde había que encontrar la Isla

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del tesoro y donde deambulaban viejos piratasde pata de palo, cocineros, barriles demanzanas, doblones y la canción del ron.

—Andrés —le dijo Alberto, queriendocomentarle algo sobre el tema de las pozas deBelsité, mientras le ponía la mano encima desu fornido hombro.

—Luego Alberto, luego. Ya hablaremos a lahora del recreo —recusó mientras examinabaun puñado de libros que portaba en la mano.

El pasillo no era el lugar más apropiado parahablar de las pozas de Belsité. Juan le hizocallar con la mirada. De su interior surgía,agitado, aquel niño de ocho años que no podíaevitar hablar del regalo de los Reyes Magos.Tenía una indispensable necesidad de gritar alos cuatro vientos que ellos sabían de laexistencia del lodo mágico. De un barro con

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propiedades milagrosas capaz de curar laenfermedad más mortífera. Capaz de rescatarde los brazos de la muerte a quien seempapara de aquel lodo. Se sentía importante,singular, único. Le sabía mal que aquellosalumnos le rodearan y pasaran por su lado sinpercatarse de que él conocía un sitio donde lamagia era posible. Un mago Merlín moderno.Porque estaba bien claro que las aventuras deMerlín, de la isla del tesoro, las hadas…, todoeso era cierto, sólo había que buscarlos. Sepaseaba Alberto por los pasillos de las aulassoñando, sonriendo, deseando la llegada deldomingo para salir de dudas, para hallar ellugar donde se bañó el abuelo de Andrés ycomprobar la veracidad de su historia. Pero enel fondo de su ego había un miedo oculto aque la proeza de llegar hasta Belsité nopudiese realizarse. Y no por su culpa, si noporque veía a sus amigos reticentes a realizarel viaje. Él también tenía miedo, sería un

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insensato en caso contrario, pero el afán porencontrar el lodo superaba con creces laaprensión de sufrir algún tipo de percance enel pantano.

Andrés venía caminando raudo hacia él, por elpasillo. Agachó los ojos para eludir su mirada.Sabía que Alberto era muy nervioso y que leestaba costando horrores evitar que se lenotara que algo tenían entre manos.

—¿Quedamos los tres en el río esta tarde? —perseveró mirándole fijamente a los ojos.

Los demás alumnos pasaban por al ladoajenos a la conversación.

—Vale, a las seis, cuando acaben las clases —asintió Andrés con la cabeza.

—Ok. Ya se lo comento a Juan, espero que su

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madre le deje venir, ya sabes las pegas quepone a que venga con nosotros a la dehesa.

—Últimamente su madre no dice nada. Creoque se ha dado cuenta de que nosotrostratamos a su hijo con respeto y que nuestraamistad le proporciona más beneficio que otracosa.

Alberto bajó el tono de voz para asegurarse deque nadie escuchaba la conversación.

—Ok —prorrumpió Andrés— esta tardehablamos largo y tendido del tema deldomingo y lo planificaremos metódicamente.

Alberto lo vio convencido y convincente.Asintió con la cabeza y cada uno se dirigió asu aula.

La primera hora del viernes siempre tocaba

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matemáticas. Esa asignatura la impartía laseñorita Trinidad. Ya de por si la asignaturaera pesada, pero dada por esa profesora lo eradoblemente. La maestra de matemáticasrondaba los cuarenta años. Achaparrada,entrada en kilos, gafas de miope; que le hacíanlos ojos muy pequeños, con un peinado de losque salían en las películas de los añoscincuenta y una voz de pito que se clavaba enel cerebro una cosa mala. Le faltaba el dedoanular de la mano izquierda y nunca dijocomo lo perdió, pero el padre de Alberto lecontó que siempre la había conocidofaltándole ese dedo.

Mientras apuntaba números en la pizarra,Alberto pensó si el barro mágico serviría paraque recuperara ese dedo. «¿Cómo sería?».Sumergiendo la mano en el lodo y al sacarlaver que tenía el dedo completamenterestaurado. «¿De verdad se puede hacer

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eso?». La espera de que llegara el domingo leproducía un desasosiego tal a Alberto que nolo dejaba tranquilo un momento. Laimpaciencia le invadía por completo y lashoras no pasaban y la clase se hacía insufrible.Miró por la ventana y pensó en las cosas quese podrían hacer con ese lodo. Se imaginó a élmismo deambulando por una enorme playa.Dos espigones la limitaban, y tumbada en laarena había multitud de personas de todas lasedades: ancianos, niños, chicas jóvenes,señoras maduras. El sol era abrasador y unaseñora mayor se acercaba hasta élmostrándole unas manchas en la piel de lacara. Eccemas del tamaño de una galleta lecubrían el rostro. La señora le pidió ayuda yAlberto extrajo una cantimplora llena de lodo.Le untó la piel con sumo cuidado. Esparció elbarro por su semblante. Lo extendió por lanariz, los párpados, la barbilla. La mujersonreía. Poco a poco la piel se iba estirando.

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Se transformaba. Y ante su asombro seconvertía en una jovencita de belleza sublime.Sus ojos se avivaban. Su pelo se alisaba y setornaba rubio, resplandeciente…

—¡Alberto, ya estás distraído otra vez! ¿Quéestás mirando? —gritó la profesora dematemáticas, con un chirrido puntiagudo quele tachonó la cabeza.

—Señorita Trinidad, le estoy prestandoatención —contestó deseando que no lepreguntara nada más.

—¿De verdad? Pues entonces sal a la pizarray completa la operación que estaba haciendoantes de que tuviese que interrumpir la clasepor tu culpa.

Justo cuando Alberto se levantaba del pupitrepara dirigirse al entarimado, Andrés le sopló:

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1528.

Retuvo el número en la cabeza. Lo repitióincesante. Los demás alumnos cuchicheaban asu paso. Llegó hasta la pizarra. Se detuvodelante de ella. Un montón de cifrassalpicaban todo el encerado con el signo igualal final de ellas. «Ahí es donde debo poner elresultado», se dijo Alberto «a continuación delsigno igual».

Se acordaba del número que le dijo Andrés.Supuso que sería ese. Y lo escribió sin dudar,rápido. 1528.

—¿Estás seguro Alberto de que ese es elresultado a la operación? —clamó con unchillido la señorita Trinidad, levantando lamano y dejando ver el hueco del dedo anular.

—Sí, profesora, creo que sí —replicó tratando

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de ser convincente, mientras imploraba paraque realmente ese fuera el número correcto.

—¡Muy rápido lo has resuelto! —dijo—¡borra la pizarra que te voy a poner otro! —ordenó la profesora de matemáticas, mientraslo miraba por encima de la montura de susgafas.

Afortunadamente, y por segunda vez en esasemana, el sonido del timbre del colegio fue elfiel aliado de Alberto y le salvó de hacer elridículo más espantoso.

El bullicio de los alumnos levantándose de sussillas y corriendo hacia el pasillo impidió unareprimenda por parte de la señorita Trinidad.«Salvado por la campana», se dijo a sí mismoen voz baja.

Una vez en el pasillo Andrés le dijo:

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—Alberto, por lo que más quieras, por qué note aplicas más y te ahorras esos sustos.

—Ya me aplico, el problema es que no meentero de nada y me distraigo pensando enotras cosas —le respondió—. Ya sabes que lomío son las artes. En matemáticas estoypegado del todo.

—¿Las artes? —dudó—. Lo que te pasa esque tienes que aterrizar de una vez por todas.Soñador —cuchicheó entre dientes—. Puesyo no voy a estar siempre para ayudarte… ¿ysi nos separan de clase? —declaró mientrascomprobaba que llevaba todos los libros bajosu brazo.

Era un gesto habitual en Andrés: comprobarque llevaba todas sus pertenencias encima. Lohacía de forma compulsiva, casi maniática.Nunca se dejó un libro, ni un lápiz, ni siquiera

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una lectura o una tarea que tuviese quellevarse a casa. El orden personificado, ese eraAndrés.

—Yo, si me pongo soy buen estudiante, loque pasa es que no me he puesto nunca —comentó Alberto intentando hacer un chiste.

Andrés le reprochaba esas salidas airosascuando estaban entablando una conversaciónseria. Le decía que era una forma de huir delos problemas.

—Tú y tus gracias —le dijo— tienes queempezar a olvidarte de esa manía deresponder a conversaciones serias con chistesinadecuados.

—Tienes razón, perdona —asintió—.Respecto a lo de Belsité…

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—Respecto a lo de Belsité —le interrumpió—ya quedaremos a las seis en el parque, comohabíamos dicho esta mañana, junto al río. Allíhablaremos.

—Estoy impaciente.

—Lo sé amigo mío, lo sé, pero es mejor nohablar nada de esto en el colegio. El resto dealumnos no entenderían muchas cosas…

Andrés se calló un momento cuando laseñorita Trinidad pasó por al lado de los dos.

—Hasta luego chicos.

—Hasta luego señorita —respondieron a lavez.

—Luego hablamos —le guiñó el ojo Andrés.Y se fue pasillo abajo silbando.

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Ya era mediodía y Alberto llegó a casa paracomer. Su madre, una excelente mujer, teníala comida de todos preparada. La preparaba eldía anterior. Siempre conseguía hacer platoseconómicos y que no afectaran a la maltrechaeconomía familiar. La pobre mujer estabaaquejada, desde hacía tiempo, por el asma. Lecostaba respirar y a veces también hablar.Alberto siempre oía esos silbidos en el pechoque le obligaban a usar inhaladores decortisona para respirar mejor y que actuabandilatando los bronquios, pues se fatigaba confacilidad; aún así hacía de tripas corazón yllevaba la casa, su marido y dos hijos, con unafuerza envidiable, casi inhumana. Albertoimaginó lo que el lodo mágico sería capaz dehacer con ella. Como untado con esmero ensu pecho haría que se le abrieran lospulmones. Le pondría un buen pegote en lacara y rejuvenecería su rostro hasta hacerlaparecer una mujer de treinta años. Los demás

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los verían con envidia. Tendría que hacer lomismo con su padre, para que no se notara ladiferencia de edad. Serían dos padres jóvenesy guapos. Los cuatro, sus padres y los doshijos saldrían a pasear por la calle como sifuesen amigos o hermanos. La gente lesguardaría rencor por albergar la poción de laeterna juventud. Cada vez que los rostros desus padres se tornaran viejos y arrugados, unpoco de lodo se encargaría de volverlos tersosy adolescentes. Se tendrían que cambiar deciudad, de población y tal vez de país. Seríaimposible ocultar por mucho tiempo a losvecinos la inmovilidad del tiempo en losrostros de su familia.

Desechó el sueño. No le estaba gustando eincluso le pareció grotesco…

Mientras estaba sentado en el comedor,haciendo zapping con el mando de la

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televisión, intentó iniciar su fantasía acerca dela utilidad del barro de Belsité. Miró de reojo asu madre y pensó como actuaría con ella ellodo mágico. Bastaría con ponerle un pocosobre el pecho y sus pulmones volverían afuncionar como siempre. Sería fantástico. Unamujer tan llena de vitalidad, tan buena conellos, se merecía tener una salud de hierro. Apesar de haber cumplido los cincuenta, aúnconservaba un rostro juvenil. Era guapa, deeso no había duda. Ojos azules, recia y unosenormes labios rojos, que le llenaban la carapor completo cuando reía. De repente pensóen que no le pondría el lodo en el rostro. Nolo necesita. A pesar de esas arrugas de la edadseguía siendo una mujer guapa.

Su padre aún no había llegado a casa.Trabajaba en la serrería del pueblo, la únicaque había. Le faltaban dos dedos de la manoderecha y uno de la izquierda. Más que a la

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señorita Trinidad, a la que su padre conocía.Cuando entraba en el pequeño comedor delpiso, lo primero que hacía era darles un beso atodos. La primera la madre, luego Rosa y porúltimo Alberto. Su hermana ya estaba en lacocina ayudando. Cuando llegaba a casa elpadre no se entretenía viendo la televisión sinoque entraba directamente a donde estaba lamadre y se ponía a cooperar con las tareasdomésticas. Sus padres nunca le inculcaron alos hijos que las mujeres son las que hacen lastareas del hogar, pero Alberto, no sabíaporqué, parecía que lo entendía así. «Eres unvago», le llegaron a decir en más de unaocasión. Él se ofendía, pero en el fondo sabíaque algo de razón había en esas palabras. Eraconsciente de que tenía que corresponder enlos quehaceres de la casa y contribuir deforma activa a ayudar a sus padres. Lospobres ya tenían suficiente con trabajar todoel día para darles estudios y alimentos a su

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hermana y a él. Su hermana Rosa, en esesentido era perfecta. Tenía tres años más queAlberto y llevaba de culo a todos los chicos dela ciudad. Había que reconocer, aunque a suhermano no le gustara hacerlo, que era muyguapa. Rematadamente guapa. No muy alta,pero delgada, cabello rubio teñido; en realidadlo tenía de color castaño. Ojos azules, como lamadre. Nariz respingona y la boca muypequeña, lo que le confería un aspecto demuñeca de porcelana. Ese año ya no iba alcolegio y empezó a trabajar como secretariaen una empresa de Osca, en una filial de unacompañía con sede principal en la capital de laprovincia. Estaba tonteando con un chico delpueblo, Joaquín, un año mayor que ella. Seveían a escondidas porque el padre noaprobaba la relación, decía que ese chico eraun bala perdida. Todos sabían que cuando erapequeño tuvo problemas con la policía local,pero todo el mundo tiene derecho a enmendar

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los errores que pudiera haber cometido en elpasado. Alberto no lo conocía demasiado,pero lo consideraba un buen chico.

Se sentaron alrededor de la mesa y comieronen silencio. El padre no aprueba que se hablecon la boca llena. La televisión encendida paraenvolver el mutismo. Alberto no hablatampoco, su mente ya está en Belsité, con ellodo mágico.

A las seis de la tarde los tres amigos sejuntaron en el parque, a la orilla del río.Alberto, Andrés y Juan se citaron en la partesur, donde casi nunca había nadie. Era la zonadonde quedaban las parejas para besarse, asíque los tres se apartaron un poco para nomolestar y para que no les molestaran. Andréssiempre decía, socarronamente, que algún díaquedaría allí con Sara; o eso es lo que legustaría a él. Sus amigos desconocían la

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afición que le cogió con esa chica, paraAlberto no era de las más guapas del colegio;siempre pensó que su hermana Rosa era lamás guapa. Pero como dice el refrán: "el amores ciego". Ciertamente la belleza está en losojos del que mira y Andrés veía a Sara comosi fuese una princesa. La chica era pequeña deestatura; no debía medir más de un metrocincuenta. La cara llena de granos por el acné.El pelo siempre lo llevaba pintado de colores;nadie sabía cual era su tonalidad natural. Lanariz la tenía muy extraña, como si tuviese eltabique nasal desviado.

—Hola —dijo Andrés a todos, mientras sesentaba en una de las piedras que había al ladodel pantano de la dehesa—. Debemos planearla salida del domingo de forma concienzuda—avanzó.

Alberto empezó a emocionarse. El plan

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trazado estaba tomando forma.

—Sí, lo primero —interrumpió Juan sudandocomo era habitual en él y colocándose bien lasgafas—, es saber cómo puedo convencer a mimadre para que me deje ir con vosotros hastaBelsité (tragó saliva). He pensado en todo estoy es difícil, por no decir improbable, que ellame permita subir hasta el pantano. Ya sabéisque es muy reacia a dejarme ir hasta la zonadel río grande, por el tema de las tormentas.

—Pues, mira —afirmó Alberto convencido—,creo que lo mejor es que no le digasprecisamente eso: que vas con nosotros tanlejos. Lo que debes sostener es que te vas apasar el día al río grande. Coge la caña depescar y la caja con todos tus enseres, paraque no sospeche, y sal de casa como si fuesesa un día de pesca normal, yo por mi parteharé exactamente lo mismo, y si me preguntan

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diré que estoy con vosotros dos…, pescando.Tu madre —le dijo a Juan—, no dirá nadaporque en esta época del año nunca haytormentas.

—Me parece buena idea —ratificó Andrés—.De hecho es lo que deberíamos hacer, decir anuestras familias que estamos juntos, otracosa es… ¿cómo subiremos hasta Belsité?Está lejos y tardaremos tiempo en llegar. Noes un viaje sencillo y mucho menos fácil.

Andrés planteaba las preguntas y lasrespuestas al mismo tiempo, por lo que dejabapoco margen de actuación a los otros dos.

—Previamente tenemos que acercarnos hastael pantano de Guísar —explicó Alberto—.Hasta allí no hay problema, podemos hacerloen tren. Hay un tren de cercanías que nos dejabastante próximos a la presa. Luego, desde

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allí, no hay demasiada distancia hasta laspozas.

—¿Nos dejarán montar las bicicletas en eltren? —preguntó Juan, mientras se colocababien las gafas que le resbalan a causa de latranspiración.

—¿Por qué? —replicó Andrés, sacando unabolsa llena de regalices y ofreciendo con lamano tendida.

—Porque si pudiéramos ir con ellas hasta allíarriba, luego desde el pantano de Guísar hastalos barrizales de Belsité está chupado —afirmó Juan—. A esa hora empiezan a bajarlas temperaturas.

—Sí, eso está hecho, pero… ¿sabes lo quedices? Son casi quince kilómetros de montañaempinada —alegó Andrés, dudando de que

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Juan y Alberto pudieran hacerlo.

Para Andrés era sencillo, él era un grandeportista. De aspecto fornido y con espaldasanchas siempre destacó en gimnasia y encualquier deporte que se propusiera. En sucasa disponía de un pequeño local donde teníaaparatos de pesas para entrenar, bancos deabdominales, sacos de boxeo… Andrés era loque se suele decir, un cachas.

—¿Y qué es eso comparado con el lodomágico? —sostuvo Alberto seguro de quererconseguir el barro costase lo que costase—.¿Cuántas veces hemos hecho excursiones porel mero placer de hacerlas, por pasar un día alaire libre?

—También tienes razón —asintió Andrés—.Tendríamos que partir pronto y el primer trende cercanías no sale hasta las ocho de la

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mañana, es muy justo para llegar y subir enbicicleta hasta la ciénaga.

—¿Y cuándo sale el último? —preguntó Juan.

—Lo dices para poder volver pronto,¿verdad? —dijo Alberto, conocedor de lasrelaciones de su amigo con su posesiva madre.

—No exactamente, es más bien para salir conel último tren el día anterior —replicó Juan,que se había quitado las gafas para limpiarlas.

Su propuesta les pareció increíble.

—Pues creo que a las diez de la noche —mencionó Alberto sin estar muy seguro deello.

—Si cogiéramos ese tren llegaríamos alpantano a las dos de la mañana. Sería genial.A las seis podríamos estar en la charca

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milagrosa —comentó Andrés ahora másilusionado—. Los quince kilómetros queseparan el río grande de Guísar y las pozas deBelsité, lo podríamos hacer en un par dehoras. Hay mucha pendiente, pero tambiéntenemos que tener en cuenta que hacemos eltrayecto en bicicleta.

—¿Y qué les diremos a nuestros padres? —interrogó Juan preocupado como siempre porla relación con su madre—. Si ya esdificultoso que mis padres me dejen subirhasta Guísar, no quiero ni pensar si les digo desalir la noche anterior.

—Si eres tú quien ha preguntado a qué horasalía el último tren —afirmó extrañado Albertopor el comportamiento de Juan—. Pensabaque lo decías para salir la noche anterior…

—Y así es —reafirmó—, el que tenga

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problemas de independencia con mis padres,no implica que aporte ideas para solucionarcontratiempos. Entonces lo de salir la nocheantes ha quedado claro, ¿verdad? Lo quepregunto ahora es: ¿Qué les diremos anuestros padres?

—Otra vez con lo mismo —protestó Andrés—. Pues les diremos que vamos a pasar undía de pesca y que salimos la noche anteriorpara aprovechar toda la jornada. Si todo salebien, el domingo por la tarde estaremos devuelta en casa. Así que debéis acordaos decoger las cañas de pescar y la caja con todoslos utensilios. No os olvidéis de poneranzuelos y sedales, sobre todo.

—Bien —dijo Alberto para romper unossegundos de silencio después de la explicaciónde Andrés— supongo que no nos va a quedarmás remedio que hacerlo así, si realmente

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queremos subir hasta las pozas. Juan sólodebe pedir la aprobación de sus padres —aconsejó mientras le miraba buscando subeneplácito—. Nosotros, por nuestra parte,apoyaremos la coartada del día de pesca. Encaso de que me pregunte tu madre donde hasestado el domingo, Juan, no te preocupes, lediré que lo has pasado conmigo, pescando enel río grande de Guísar. Pero… ¿qué hay delos demás chicos?

—¿Los compañeros del colegio? Ni palabra.Sólo faltaría que lo supiera el tonto de Tomásy lo echara todo a perder —aseveró Andrésmirándolos a los dos, mientras ellos asentíancon la cabeza—. ¿Os imagináis qué pasaría sise enterara? Es mejor no fiarse de nadie, eltema del lodo hay que tomarlo como algo muyserio.

Sea como fuese parecía que la reunión de ese

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día había servido para dejar una cosa clara:que finalmente subirían los tres a Belsité abuscar el lodo mágico.

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—5—

La ciénaga

Sábado 31 de octubre.

Por fin llegó el día deseado para los tresamigos. La semana fue interminable. Laansiedad por ir a Belsité pudo más que laobligación de estudiar. Alberto prácticamenteno prestó atención en ninguna de las clasesque hubo esa semana. Cuando todo terminaratendría que repasar los apuntes y recuperar el

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tiempo perdido. Por su parte Andrés no quisohablar del tema, él sí que era aplicado, habíasido capaz de seguir las clases como si nopasara nada. Como si nunca fuesen a ir aBelsité. Y Juan hizo lo mismo. Frío.Imperturbable.

Era sábado treinta y uno de octubre. El relojde la estación de tren marcaba las nuevecuarenta y cinco de la noche cuando los trescaminaban por el amplio y desierto andén.Sólo había una persona. Un mendigo tendido,debajo del termómetro, como único habitantedel inhóspito apeadero. En tiempos hubocolas, en esa estación, para sacar billete, perohoy en día, con la construcción de carreteras,la gente ya no usaba casi el tren; les parecíalento e incómodo y preferían utilizar suspropios vehículos para desplazarse. Másrápidos y no les obligaba a estar pendientes dehorarios.

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Las viejas ventanas de madera de la taquilla,donde se vendían los billetes, también habíancerrado sus compuertas. Ni siquiera el jefe deestación pululaba por el frío apeadero. Elviento serpenteaba por las balizas y los bancoscrujían sus maderos. La magia de la noche loinundaba todo.

—¿Estáis seguros de querer hacerlo chicos?—preguntó Andrés con un tono pocotranquilizador y sin dejar de observar alindigente, mientras sacaban los billetes en lamáquina expendedora.

—Después de lo que me ha costadoconvencer a mis padres para que me dejaran ircon vosotros no podemos echarnos atrásahora. No creo que tenga otra oportunidad deir —comentó Juan, más animado que ellos dosy con un ligero tartamudeo mientras sacaba lasgafas de su funda y las limpiaba con un klínex.

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—Pues bien, a las diez parte el tren haciaGuísar —notificó Alberto, erigiéndose en líderde esa expedición—. Nos montaremos en él…

—¿Y? —interrumpió Andrés— ¿Qué diremossi nos preguntan a dónde vamos?

—¿Nos preguntan? ¿Quién se va a interesarpor lo que hacen tres adolescentes? —argumentó en favor del plan—. Además, noveis que no hay nadie por aquí a estas horas,sólo está él —dijo mientras señaló al pobreque dormía debajo del termómetro.

—Bueno, está bien, no nos dejemos llevar porel pánico —replicó Andrés—. No pasa nada.El único problema que se me ocurre es quenos vea algún amigo de nuestros padres y selo cuente a ellos.

Apenas tuvieron tiempo de responder Alberto

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y Juan, Andrés se contestó a sí mismo.

—Llegado el caso pensarán que es unachiquillería. Sólo eso. No creo que le den laimportancia que le damos nosotros.

—¡Mirad! Creo que no ha sido tan buena idealo de ir a las pozas —expresó Juan temeroso ysudoroso como nunca lo había visto antes.

Parecía que de repente le había entrado elmiedo. Antes lo veía claro, estaba decidido asubir a las charcas como fuera, y sin embargo,ahora era el más retraído y el que másinconvenientes ponía.

—En esta época del año son frecuentes lastormentas, creo que sería mejor dejarlo para elverano. ¿Qué pasará si pillamos una borrascacuando estamos en el pantano? No sé si sabéisque allí arriba no hay pararrayos, como en la

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ciudad…

—¡Escuchad! —proclamó Alberto seguro demí mismo e intentando infundir la mismaconfianza que él tenía a sus amigos—. Yo voya subir a buscar el lodo mágico, sea como seay si tenéis la intención de venir conmigo…¡bien! ¿Que no queréis subir? ¡Bien también!Respecto a los rayos, Juan, ya sabes que lasposibilidades de que te caiga uno encima sonmuy remotas. De todas formas la historia quenos contó Andrés puede que no sea deltodo…

—¿Cierta? —interrumpió Andrés mosqueadopor la charla que acababa de soltar Alberto—,¿Piensas que la historia del lodo es unainvención mía y que nunca llegó a ocurrir?¿Es eso lo que querías decir?

—Pues mira Andrés…, ya que lo comentas…,

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tengo que mencionarte que me asaltan algunasdudas.

Mientras hablaban se divisaba la luz del tren alfondo del andén, con un destello tenue perocaracterístico.

—¿Cómo es posible que sabiendo semejantehistoria no se te haya ocurrido nunca buscar ellodo mágico antes? —interrogó, intentandoencajar algunas piezas que no concordaban enla historia del abuelo de Andrés.

—Mira Alberto —volvió a interrumpir Andrésantes de que su amigo pudiera seguirpreguntando—, siempre hemos sido amigos ynunca te he mentido. El motivo de no haberintentado buscar el lodo mágico antes, ha sidopor no traicionar la confianza de mi abuelo.Me contó una historia maravillosa y me dijoque no se la relatara a nadie. El hecho de

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buscarlo ahora, implica, en cierta manera,mancillar su recuerdo, al no haber guardado elsecreto que tan celosamente me pidiócustodiase. Lo hago más por vosotros que pormí. También, es justo decirlo, creo que es unabuena causa restablecer la salud del profesorde historia don Luis.

—Sí Andrés, en eso estoy de acuerdo, y creoque Juan también está conmigo, la preguntaes, ¿vamos a subir a Belsité o no? —anuncióantes de que el tren se detuvieracompletamente en el apeadero—. Ayer quedóla cosa clara y hoy parece que hay dudas. Nome gustaría ir hasta allí con titubeos.

—Bien, la respuesta por mi parte es que sí —Andrés parecía que se había tranquilizado unpoco y ya no estaba tan nervioso como hacíaun rato—. Yo estoy dispuesto a ir a Belsité yseguro de que es lo correcto. ¿Y tú, Juan?

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—¡Qué caray! Para eso hemos venido, ¿no?—confirmó Juan mientras hacía el gesto decolocarse las gafas bien y limpiarse el sudor dela frente con el dorso de la mano.

El tren se aproximaba a la estaciónlentamente, chirriando las ruedas de hierro ysoltando chispas azules y amarillas que seestrellaban contra los tablones de madera queunían los raíles. Ni siquiera el jefe de estaciónsalió al muelle para comprobar el estado delferrocarril. Parecía un tren fantasma. No seobservaba ningún conductor. No se oía ruidoalguno. Aún así se abrieron las puertas quehabía justo delante de donde estaban ellos,como si alguien las hubiera accionado. Y apesar del frío intenso que hacía en esa lúgubreestación, las espaldas de los tres se mojaroncon un sudor helado. Alberto pensó que noera momento para desanimarse y hacer quecon eso sus compañeros se echaran atrás.

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Ahora tenía que inyectar coraje en sus colegasy enardecer su espíritu aventurero paraconseguir el ansiado lodo mágico.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó Juan,mientras señalaba la caja con los útiles depesca y la caña de pescar que había dejado enel banco de madera que había al lado de lataquilla.

—¡Es verdad! —exclamó Andrés, que al igualque Alberto no había pensado más en losútiles de pesca—. No podemos subir con losaparejos hasta Belsité, nos molestarán parapedalear.

—Lo mejor —dijo para solucionar el pequeñoproblema— es dejarlos detrás de la estación,en el antiguo almacén de tabacos. Hacetiempo que no funciona y no creo que nadiemire en su interior, sólo hay porquería.

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Andrés y Juan asintieron con la cabezamientras cargaban sus utensilios de pesca y sedisponían a trasladarlos a donde les habíaindicado Alberto. Él hizo lo mismo con lossuyos. El tren no tardaría en salir haciaGuísar; aunque sabían de sobra que se deteníaal menos diez minutos en esa estación, peroignoraban el motivo de esa interrupción.

Dejaron las cañas de pescar y las cajas en eldesusado barracón. Taparon sus cosas conuna carcomida mesa de madera. Y regresaronrápidamente al andén.

—¡Venga chicos! ¡Arriba! —gritó Alberto conímpetu, para dirimir cualquier atisbo deretraimiento— ¡Subamos al tren antes de queeche a andar sin nosotros!

Los tres se miraron como debían de hacerlolos corderos antes de entrar en el matadero.

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No era alentadora la situación que se respirabaen esa estación. No les extrañaba nada, ahoraque la veían con claridad, que no subieraningún viajero a esas horas hasta Guísar.Pero… ¿Por qué la empresa del ferrocarrilmantenía un tren que no utilizaba nadie? Noera momento de hacerse preguntas, eramomento de actuar —reflexionó Alberto,contemplando a sus atemorizados amigos.

—¿Habéis visto? —voceó Andrés con voztemblorosa al mismo tiempo que subía subicicleta al vagón.

—¿Ver, qué? —preguntaron los otros dos almismo tiempo y sin soltar sus bicicletas queprácticamente estaban arriba del tren.

—¡Nada, nada! —respondió Andrés como siacabara de ver un fantasma y sin dejar demirar hacia las escaleras de acceso al

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apeadero.— Me había parecido ver alguien enla entrada de la estación.

Se sentaron en uno de los vagones del centro.No viajaba nadie más que ellos. La cabina delconductor estaba vacía, por lo menos no sedivisaba ninguna persona en su interior.Andrés miró hacia el andén antes de subir,como si quisiera ver alguien, como si quisieraver algo.

—Alberto, ¿mira si hay conductor? —le dijoAndrés, riéndose de la situación tanextravagante que estaban pasando.

Hizo un ademán con la mano para que seacercara a la cabina del tren.

—Míralo tú Andrés que a mí me da la risa —le contestó.

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El comentario jocoso entre ellos dos hizo quese distendiera el ambiente y se encontraranmás relajados. Aún así, no dejaba deinquietarles el hecho de que el ferrocarrilparecía que andaba solo.

Era un tren antiguo, de los que casi no seveían ahora. La locomotora Diesel. Teníacuatro vagones de madera con asientos delmismo material y prácticamente sindecoración. El padre de Alberto le dijo en unaocasión que hace años llevaba hasta seisvagones y que se tenían que quedar viajerossin subir, por la cantidad de pasajeros queusaban esa línea. Actualmente casi nadie laempleaba, pero la compañía del ferrocarril seveía en la obligación de mantenerla al nohaber alternativa pública.

—Debe ser un tren japonés, el telediario diceque no necesitan conductor —comentó

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Alberto mientras intentaba ver a través de laempañada ventana para saber por dondecirculaban y comprobar si habían salido ya deOsca.

—Sí, sí, japonés, como la estación, quetampoco había nadie —respondió Juan másanimado e intentando quitar hierro a lasituación, bastante tensa de por sí.

Los tres se volvieron a reír, pero esa vez demiedo.

La velocidad del convoy empezó a subir.Cada vez más rápido. Salió de la población yse adentró en la zona de los túneles. Unrecorrido hasta el siguiente destino a través deunas grutas que pasaban por el interior de lasmontañas.

—¿Cuántas paradas hay hasta Guísar? —

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preguntó Andrés, extrayendo un trozo deregaliz del bolsillo pequeño de su mochila.

—Creo que ninguna, Guísar es el destino final—dijo Alberto; aunque no estaba seguro de surespuesta, pero quiso transmitir confianza asus asustados amigos—. Supongo que estetren dormirá allí hasta mañana a primera hora,que volverá a Osca. Me parece que no haytrayecto más arriba del pantano.

—Pues vuelvo a plantear la pregunta de antes—dijo Juan—. Si no hay viajeros y sólo unaparada… ¿Por qué la compañía mantiene estalínea?

—Mira, no te preocupes tanto, igual hacoincido que hoy no viaja nadie y es posibleque otro día vaya lleno —contestó Alberto entono conciliador para no exasperar los ánimos.

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—Sí, de japoneses, —replicó Andrés sin dejarde desmenuzar un trozo de regaliz.

Los tres se volvieron a reír por el comentariode Andrés y por la cara que había puestomientras lo dijo. Entretanto Alberto comprobósi llevaba suficientes pilas para las linternas delas bicicletas. No sería buena cosa quedarsesin iluminación en el trayecto hasta losbarrizales de Belsité. Desde luego que no…

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—6—

La estación del tren

Domingo 01 de noviembre.

Ya eran las dos en punto de la madrugadacuando el tren fantasma se detuvo en laestación de Guísar. Al igual que la de Osca, sehallaba vacía. No había nadie: ni el jefe deestación, ni pasajeros, ni siquiera vagabundos.

Bajaron las bicicletas del tren y los macutos.

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Se pusieron las chaquetas, debía haber un parde grados menos de temperatura que en Osca.Se colocaron las mochilas a la espalda yencendieron las linternas de las bicicletas.

Sin tiempo que perder iniciaron la marchahacia Belsité, apenas había unos quincekilómetros. Pero de noche, con el frío y elcanguelo que tenían, llegaron a creer quehabía más. Optaron circular por la carreteracomarcal, a esas horas no había coches, dehecho, no había nada. No había nadie.

Avanzaron rápidamente. Concentrados en lacarretera. No miraron atrás. En un par dehoras llegarían a Belsité. El miedo pone alas alque huye, dice un refrán popular. Estaban tanasustados que pedaleaban por encima de susfuerzas.

—¿Ahora qué? —preguntó Alberto a Andrés,

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parados delante de un enorme túnel, siniluminación, con un camino de tierra a laderecha.

—Es el subterráneo de la Limonera. Miabuelo me contó que no se debe entrar en él,hay que tomar el camino de tierra —respondiómientras oteaba el horizonte.

—¿Qué hay que tomar el camino o que no?No te oigo bien —dijo Alberto.

—El camino —repitió Andrés.

—¿La pista de tierra?

—Sí, es esa —contestó con voz segura.

—Menos mal —comentó Juan mientras bebíaagua de la cantimplora—. Me da miedo pensaren cruzar esa cueva. No me hace ni pizca degracia eso de que no se vea lo que hay dentro

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y que no se vea el final del agujero.

—No es una cueva, ni nada por el estilo, —aclaró Andrés— es un túnel para coches. Seconstruyó a principios de siglo y conduce a unpuente que pasa por encima de la autopista.

—Ahora si que te has lucido Andrés —replicóAlberto asombrado—. Escucha lo que hasdicho: un túnel construido a principios de sigloque conduce a un puente que pasa por encimade la autopista. Pero… ¡si a principios de siglono existían las autopistas!

—Bueno, no sé, el caso es que eso es lo quehay, ¿lo cruzamos y así salimos de dudas?

—Oye —objetó Juan— por qué no vamos abuscar el barro y nos dejamos de lecciones dehistoria sobre puentes y demás—. Si queréispasar el túnel —amenazó—, yo os espero

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aquí.

—Tienes razón. Sigamos por la pista ybusquemos el lodo mágico, no debemosdesorientarnos del objetivo de esta misión —dijo finalmente Alberto, mientras bebía untrago de agua de la cantimplora.

—¿Misión? —sonrió Andrés masticando untrozo de regaliz.

Los tres siguieron pedaleando por la pista detierra. Bajaron por una pendiente muypronunciada. Atravesaron una zona de picnicrepleta de mesas y sillas de piedra que leconferían al lugar un aspecto más civilizado.

Alberto pensó que al día siguiente, cuandoregresaran de la expedición, encontraríaninfinidad de domingueros comiendo en eselugar.

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Atravesaron un pasillo largo y lleno de árbolescon ramas que se entremezclaban. Con laoscuridad de la noche y el reflejo de laslámparas, parecía que los árboles se movíanhacia ellos. «Mejor seguir pedaleando sinmirar hacia los lados y sin mirar hacia atrás»,se dijo Alberto entre resoplidos.

Llegaron hasta un riachuelo. Lo podían cruzarsin tener que desmontar de las bicicletas. Sesepararon para evitar que el agua salpicarasobre ellos. Andrés iba delante, seguido deJuan. Alberto el último. No hablaban, lamarcha les impedía poder resollar ya quellevaban una velocidad promedio bastante alta.Alberto miró el reloj, las cuatro de la mañana.Aún faltaba un rato para que despuntara elalba, el cielo seguía negro.

—¡La zona de las charcas! —gritó Andrés derepente y señalando el lugar con su brazo

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derecho.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó Albertoentusiasmado.

—Creo que sí, tenemos que encontrar uncamino a través del río —replicó Andrés sindetenerse.

—¿Un camino a través del río? —preguntóJuan incrédulo.

Alberto se fijó en que Juan llevaba atada unacinta a las patillas de las gafas para que no sele cayeran con el pedaleo. Pensó que era muyingenioso.

—Sí, hay que subir el río durante unosmetros, pasar una zona de rocas blancas, lisas,y después es donde están las pozas.

Andrés hablaba jadeando, el cansancio y el

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ritmo de la marcha le impedían expresarse conclaridad.

No podían subir con las bicicletas, el senderoera excesivamente abrupto. Así que lasdejaron apoyadas en un grupo de árboles, allado de una laguna. Las taparon, paraesconderlas, con unas ramas húmedas querecogieron del suelo. E iniciaron el ascensopor el riachuelo, rastreando el fangal. Laclaridad empezaba a imperar sobre la noche.

—Según mi abuelo lo que buscamos debe seralgo así como un lodazal —dijo Andrésmientras miraba a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó Juananticipándose a Alberto que también iba apreguntar lo mismo.

—Pues…, es un sitio lleno de lodo —

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respondió Andrés mientras sacaba de sumochila una bolsa de plástico llena de trozosde regaliz.

—¿Un charco? —volvió a preguntar Juan enun intento de especificar mejor lo que teníanque encontrar.

—Más o menos —respondió Andrés—.Supongo que estará en la parte exterior delriachuelo, donde no pasa tanta agua. Allí se iráestancando el barro hasta formal el lodazal.Por lo tanto, tenéis que ir mirando la orilla delrío y buscar un depósito donde prácticamenteno corra el agua.

Comenzaron a remontar por el río, sorteandounas grandiosas piedras de color blanco. Nobajaba mucha agua, pero si la suficiente comopara calarse completamente el calzadodeportivo. El frío se les iba pasando poco a

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poco, la claridad del día comenzaba a sermayor. Ahora veían todo mejor. El paraje yano era tan desolador, ni tan misterioso.

Llegó un momento que era prácticamenteimposible seguir, se desviaron por un senderoque había a mano izquierda. A Alberto no lehacía nada de gracia esos caminos llenos dehierbas y maleza, porque según decían en elcolegio estaban abarrotados de víboras, unasserpientes venenosas que se escondíangeneralmente debajo de las piedras. Él, por siacaso, procuraba no levantar ninguna de esaspiedras, no fuese a ser que le mordiera unavíbora y… «¿dónde me curaría?», se dijo a símismo. Debían estar a veinte kilómetros de lacivilización y todo lo que les rodeaba eramontaña.

Y por fin llegaron al final del sendero quehabían seguido hasta entonces.

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—¡Chicos! —gritó Andrés desde la cabeza delgrupo— tenemos que meternos otra vez en elrío.

Alberto giró la cabeza y observó a Juan. Veníadetrás de él, a corta distancia; aunque parecíacomo si se fuera alejando poco a poco.

—¡Juan, acelera un poco hombre! Que teestás quedando rezagado —le increpó.

—Ya voy —dijo— es que… ¿no os danmiedo las serpientes?

—Claro que me espantan —respondió Albertomientras miraba al suelo, entre la maleza—.¿Acaso has visto alguna?

—De momento no. Pero no dejo de mirar elterreno, por si las moscas —dijo Juan sinlevantar la mirada y tartamudeando

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ligeramente—. Es por eso que voy tan lento.

—¿Cómo distingues las serpientes venenosasde las que no lo son? —le preguntó sabiendoque era conocedor de todos estos temas.

—Las venenosas tienen la cabeza en forma decorazón, sus ojos tienen la pupila vertical y loscolmillos son afilados y sobresalen cuandoabre la boca —respondió instruido, ya queJuan era un buen aficionado de todo lo quetuviese que ver con la naturaleza—. Y por logeneral son muy pequeñas.

Volvieron a entrar en la zona seca delriachuelo y siguieron subiendo. Ya eratotalmente de día, el olor a tierra y hierbamojada los envolvía por doquier. Eran lasocho de la mañana y estaban más cerca quenunca de las pozas de Belsité. De hecho yahabían llegado, lo único que les quedaba era

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encontrar la que curó el pie del abuelo deAndrés.

—¿Falta mucho? —preguntó Alberto en vozalta.

—Tenemos que pasar el pueblo abandonado—contestó Andrés sin parar de andar.

—¿Pueblo? —replicó escéptico— no noshabías hablado de ningún pueblo.

—Sí, es uno que tenemos que cruzar —dijo—. Está abandonado, es decir, derruido. Novive nadie desde hace años —comentó Andréscomo si ya hubiera estado allí alguna vez yconociera la orografía del lugar.

—Andrés… ¿has venido alguna vez a estesitio? —preguntó Alberto extenuado.

—No, pero mi abuelo me dio unas

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explicaciones tan exactas que me conozco estelugar como la palma de mi mano —respondiósin girar la vista hacia atrás.

Siguieron escalando por la corriente de agua,hasta que…

—¡Mirad! —dijo Juan desde la cola del grupo— ¡mirad, allí está el pueblo!

Alberto y Andrés alzaron la mirada y vieronun grupo de seis o siete casas, derruidas. Erande piedra. Parecían torres de un castillo,estrechas y altas. A todas les faltaba la cúpulay no tenían techo. Estaban en la ladera de lamontaña, a unos metros del río. Unoshierbajos enormes envolvían sus cimientos yunas abundantes enredaderas las recubríancasi por completo, como si quisieran ocultarlasde la vista de los caminantes.

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—¿Están habitadas? —preguntó Juan, convoz temblorosa y secándose una enorme gotade sudor que le manaba de la frente y casi lellegaba a la barbilla.

—¡Qué cosas tienes! —replicó Alberto, sinentender como Juan podía ser tan versado entemas de la naturaleza y al mismo tiempo tanmiedoso—. Ya se ve que hace tiempo no vivenadie aquí —dijo— ¿Y ahora por dónde?

—Ya falta poco —aseguró Andrés—. Creoque después de pasar las casas deshabitadastenemos que encontrar un sendero. Justodetrás es posible que esté la charca.

—¿Y? —interrumpió Juan visiblementeenojado, algo poco habitual en él—. Si llego asaber que tenemos que hacer tanto recorridopara llegar a ese remanso de brujería,seguramente no hubiese venido. Será

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mediodía y ni siquiera habremos llegado alsitio. ¿A qué hora se supone que volveremos acasa?

—Mira Juan —respondió Andrés en sudefensa— yo no sé donde está la dichosacharca milagrosa, no he venido nunca aquí ysólo conozco lo que me contó mi abuelo. Yocreo lo que me dijo, de hecho pienso que esverdad todo el tema de la poza mágica. Siqueréis lo dejamos aquí y volvemos a casa.Regresando ahora mismo, aún podemos subiral tren de las cuatro de la tarde y estar enOsca a las seis. No pretendo obligaros a estarmás tiempo en este lugar si no queréis.

—Yo pienso —dijo Alberto intentando excitarlos ánimos que parecían un poco bajos—, queuna vez hemos llegado hasta aquí, vale la penaintentar encontrar lo que hemos venido abuscar, ¿no? No volveremos a tener otra

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oportunidad como esta. Os habéis parado apensar lo que significaría para nuestrasfamilias y la gente que conocemos el tener ennuestro poder un barro mágico capaz de sanarlas más mortíferas enfermedades. Lasposibilidades de que… ¡Juan cuidado!

Mientras hablaba Juan estaba inspeccionadolos alrededores de las casas abandonadas ycayó por un terraplén que había detrás de unade ellas.

—¡Juan, Juan! ¿Estás bien? ¿Responde? —gritaron Alberto y Andrés mientras intentabanbajar hasta la posición donde se encontraba él.

Juan había caído por una pendiente de más deseis metros y desde donde estaban ellos lopodían ver a duras penas. No se movía.

—¡Rápido! Bajaremos por el otro lado, al

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subir he visto que había un acceso —dijoAndrés tan resolutivo como era acostumbradoen él.

Mientras descendieron pudieron oír los llorosde Juan. Realmente se había tenido que hacerdaño, pues los dos sabían que nunca fuequejica. Alberto recordó una ocasión en quese cayó con la bicicleta en la cuesta de losObispos, y no derramó ni una sola lágrima apesar de haberse descarnado la rodilla.

—¿Cómo estás? —le preguntaron a la vez,mientras intentaron valorar la situación.

—Jodido. Creo que me he roto la pierna —respondió con voz afligida, casi lloriqueando.

—Vamos hombre…, no creo que sea paratanto, déjame ver —le dijo Alberto como sientendiera algo de medicina y buscando

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tranquilizarlo.

—Hay que buscar ayuda —comentó juiciosoAndrés.

—Sí, —le dijo Alberto en un alarde depesimismo— desde ayer por la noche hastaahora, no hemos visto ni un alma. ¿Qué noshace suponer que encontremos alguien ahora?

—Bueno, yo creo que los de Protección Civildeben de tener algún destacamento por lazona, o pasará algún helicóptero, o…

—Deja de hablar y ayúdame a incorporar aJuan. Es importante que esté cómodo.

Se quedaron casi media hora callados,mirando las casas vacías y lúgubres, oyendo elrío, pensativos y ensimismados. Cada uno deellos estaba concentrado en sus propios

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asuntos. Juan se lamentaba de haberles hechocaso al subir allí, con la vida tan ordenada ytranquila que tenía y va y se junta con ellosdos, pensó. «De ésta seguro que mis padresno me dejan salir más», se dijo a sí mismo.

—Sólo se me ocurre una solución —rompió elsilencio Andrés—, el desánimo no tiene quepoder con nosotros.

—¿Y bien? —le increpó Alberto enojado,como si él tuviese la culpa de todo— ¿Cuál esesa salvación milagrosa que te hasobrevenido?

—Encontrar el lodo mágico. ¿Acaso no es loque hemos venido a buscar? Qué mejor formade probar sus virtudes que con la pierna deJuan… ¿no?

—Eso —replicó Juan irónicamente—, me

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dejáis solo mientras os vais a buscar el lodo.

—No Juan, estamos prácticamente al lado,creo que debe estar en las pozas de allí, —indicó Andrés mientras señalaba unas charcasque había justo al lado del río.

—¿Y cuál es el plan? Si es que hay uno, claro—interrogó Juan con gesto compungido.

—No estás ayudando mucho Juan —replicóAndrés—. El propósito es ir hasta el lodazal,coger, con una de nuestras cantimploras,pequeñas porciones de barro, venir con ellashasta aquí y rociarte la pierna con el fango.Así hasta que se cure —explicó Andrés, nodemasiado convencido de lo que decía.

Y miró a Alberto esperando que aprobara supropósito.

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Entonces Juan y Alberto se observaron con lamisma cara que ponen los actores en laspelículas de humor surrealista, cuando leechan una ojeada a la cámara con semblanteirónico. Pero también tenían claro que teníanque probarlo. Era su última posibilidad.

Hicieron un descanso para comer. De susmochilas sacaron algunos sándwiches fríos.Se sentaron alrededor de Juan. Apenashablaron durante un rato. Masticaron ybebieron agua. Utilizaron la cantimplora deAndrés y la de Alberto, las querían vaciar deltodo, para emplearlas en traer el lodo eintentar curar la pierna rota de su amigo. Elagua de Juan la reservaron para poder beber.

Desde el lodazal hasta la posición que ocupabaJuan, no debía de haber más de veinte metros.Andrés y Alberto hacían viajes, cargados consus cantimploras. Cuando llegaban rociaban la

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pierna de su compañero embadurnándolaentera. Era de suma importancia que no selimpiara ya que desconocían el tiempo quetardaría en hacer efecto el lodo mágico.

—¿Notas alguna mejora? —le preguntaba devez en cuando Andrés a Juan, que yacíatumbado y quejicoso.

—No. Lo único que siento es que me estáisponiendo hecho un guarro con tanto barro —respondía mientras miraba su piernafracturada y sosteniendo sus gafas con dosdedos para no mancharlas.

—Tranquilo, ya verás cuando bajes por lacuesta de Guísar corriendo como un ciclistaprofesional —decía Andrés en un intento deanimarlo, por cierto, sin mucho éxito.

Normalmente los dos, Andrés y Alberto, no

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coincidían en los viajes hacia las charcas.Procuraban no dejar solo a Juan ni uninstante. Se cruzaban a mitad de trayecto,mientras uno de ellos iba a buscar barro, elotro venía de echárselo a Juan por encima. Enla confluencia, ni siquiera se paraban a hablar,sólo cruzaban sus miradas y en alguna ocasiónse guiñaban el ojo.

En una de las veces, sin darse cuenta, sequedaron los dos solos: Andrés y Alberto,llenando las cantimploras y aprovecharon parahablar.

—Andrés, tenemos que hacer algo —le dijoviendo que la situación se estaba volviendocrítica.

—¿Por qué? —contestó, mientras oteaba enbusca de un charco del que no hubierancogido barro—. ¿Lo dices por la pierna rota

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de Juan?

—Dentro de poco anochecerá. No podemosdejarlo solo, así que nos tenemos que quedar,y no hemos venido preparados para eso yaque no tenemos tienda de campaña, niprovisiones para aguantar muchos días. Hayque hacer algo.

Alberto sabía que Andrés hablaba de formadesesperada, pero la situación realmente loera.

—De momento seguiremos intentado lo dellodo, creo que vale la pena agotar todas lasposibilidades. Si no lo encontramos hoy, novolveremos a subir nunca más —afirmótajante Andrés, mientras continuaba llenandosu cantimplora de barro.

—Eso desde luego, yo no vengo más por aquí

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ni de casualidad —afirmó Alberto seguro de loque decía y bastante crispado—. Pero elproblema no es ese, el inconveniente más bienes… ¿qué hacemos ahora? ¿hoy?

—Cuando caiga la noche nos meteremos enuna de esas casas abandonadas, por lo menosno creo que pasemos frío, y mañana a primerahora pasaremos al plan "B".

—¿Y cuál es? —preguntó interesado—. Nosabía que tuviéramos un plan "B". Ni siquierasabía que había un plan "A".

—Siempre hay uno. El nuestro es bajar unode nosotros hasta Guísar y pedir ayuda alpuesto de la Guardia Civil más cercano —replicó convencido de ser la única opciónválida y dada las circunstancias.

—Sí —dijo Alberto en tono irónico— o

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esperar a que llegue mañana y ya nos buscarála Guardia Civil, cuando nuestros padreshayan dado la señal de alarma, al no ver quellegamos esta noche a casa.

La última frase la dijo casi gritando.

—No hace falta esperar tanto —manifestóAndrés—, ahora mismo puedo coger labicicleta e ir hasta Guísar a buscar ayuda. Elproblema es que, desde aquí hasta lasbicicletas hay un buen trozo, y luego bajarhasta el río grande a esa hora, siendo denoche, no es muy recomendable.

Los chicos no podían utilizar los teléfonosmóviles para llamar a la Guardia Civil ni aProtección Civil, ni a nadie. La cobertura enBelsité era nula. No había ninguna zona de allíhasta el túnel de la Limonera, donde fueseposible llamar.

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Y a las nueve de la noche dejaron de traerbarro. Alberto ni siquiera terminó de vaciar sucantimplora de légamo sobre la pierna rota deJuan. El agotamiento hizo presa en todos ellos.Auparon a Juan y se refugiaron en una de lascasas de piedra abandonadas. La casa tendríauna superficie de veinte metros cuadradosaproximadamente. Las paredes eran altas,como si en tiempos hubiese tenido dosplantas; aunque no se observaban marcas detabiques en la estructura. El interior estabaminado de hierbajos, no demasiado altos parael tiempo que se supone llevaba deshabitada lacasa. Una ventana rota es todo lo que se podíacontemplar en la desconchada pared. Nohabía muebles, ni cuarto de baño, ni nada.

Alberto calculó que se quedarían allí toda lanoche. Pensó que sobre las once, más omenos, sus padres se pondrían en contactoentre ellos. Acto seguido llamarían a la policía

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y éstos a su vez a la Guardia Civil. Sobre lasdoce de la noche empezarían a buscarlos en elrío grande, en Guísar. Ellos allí, en Belsité,como tres tontos, buscando un barromilagroso, con la intención de curar de suenfermedad a un profesor de historia.

—Será un refugio de montaña, —comentóAndrés mirando hacia el techo descubierto ydejando su mochila en el suelo, al lado de lapared.

—Sí, pero los albergues de este tipo, no sontan altos y están dotados de pavimentos depiedra —indicó Juan mientras se quitaba lasgafas para limpiarlas—. Si observáis éste notiene ni siquiera empedrado.

—Bueno, —puntualizó Alberto— a lo mejoren su día sí que lo tenía, y otro rellano más, ytambién habría muebles. Pero… ¿Cuánto

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tiempo deben de llevar abandonadas estascasas?

—Por lo menos cien años —contestó Andrés—, además aquí no llega la corriente eléctrica,ni el agua y el gas. Por lo que no las puedenutilizar de refugio de montañeros.

—Sí —afirmó Juan—, aquí no llega nadie, nila gente. Y para usarla de refugio tiene quetener techo… ¿no?

Encendieron un pequeño fuego, dentro de lacasa, con un mechero que tenía Andrés.Utilizaron ramas secas que cogieron al lado delrío. «Ojalá hubiéramos traído las cañas depescar, por lo menos tendríamos truchas paracenar», pensó Alberto, mientras ojeaba laimprovisada guarida que se habíanencontrado.

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La pierna de Juan seguía igual que antes, rota.La vendaron usando las mangas de suscamisas y atándola con los cordones de unode los zapatos de Juan. Se le había hinchadotanto el pie que no podía ponérselo.

Sacaron un par de bocadillos de sus mochilasy se dispusieron a repartirlos entre los tres,para cenar delante de la hoguera, a la luz de laluna.

—Mejor estaría aquí con Sara, la más belladel colegio, que con vosotros —suspiróAndrés, mientras mordisqueaba un trozo debocadillo de jamón—. Seguro aprovecharíamejor el tiempo.

—A mí me gustaría estar con Rosa, lahermana de Alberto. Seguramente haría mejorde enfermera que su hermano —consideróJuan, mientras comía un bocadillo de pan de

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molde, relleno de salami.

El comentario les hizo reír a los tres. Juanhabía dicho muchas veces que la hermana deAlberto era muy guapa. La diferencia de edadhacía imposible una relación entre ellos dos yaque Rosa tenía dieciocho años y Juan sóloquince; aunque estaba a punto de cumplir losdieciséis. A esa edad hay mucha desigualdad,pero sabían que conforme se hiciesen mayoresse iría acortando, es decir, de quince adieciocho hay más que de veinticuatro aveintisiete, por ejemplo.

—Espero que no llueva, —comentó Andrésmientras bebía un trago de agua—, en estaépoca del año son más frecuentes las heladasque las tormentas, pero nunca se sabe.

—¡Sólo nos faltaría eso! ¡No seas gafe! —protestó Alberto, mientras miraba las paredes

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de la improvisada vivienda, observando lopeculiar de la construcción.

Permanecieron plácidos, sentados ydescansando. Juan parecía más sereno, eldolor de la pierna no le estaba fastidiando losuficiente como para no dejarle comer. Andrésya había terminado el bocadillo y comía unpuñado de regaliz como postre. Albertoextrajo un manojo de plátanos. Peló uno y loofreció al resto de sus amigos, Juan cogió uno.

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—7—

Silverio

Estaban tan tranquilos, reposando la comidamientras se miraban entre ellos, sonriendo porla situación tan extravagante que estabanviviendo, cuando de repente, una sombrairrumpió en la maltrecha morada.

—Buenas noches —dijo una voz áspera,cavernosa, proveniente de una figura alta, queprácticamente taponaba toda la puerta.

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Los tres se quedaron atónitos, casi sin poderhablar. Andrés se puso en pie y retrocedióvarios pasos hacia atrás, hasta tocar ladescascarillada pared del fondo. Lo último queesperaban era encontrar alguien allí, enBelsité, y menos a esas horas intempestivas.

—No asustaros chicos, soy gente de paz —dijo la figura de la entrada mientras empezabaa caminar hacia el interior del habitáculo.

Los tres se horrorizaron. Era la primerapersona que veían en veinticuatro horas.Apareció de repente, sin avisar, cuando menosse lo esperaban. No sabían si fue por laoscuridad, por el miedo, o por las dos cosas ala vez, que les pareció un sujeto espeluznante.Medía casi dos metros de altura. Corpulento.De aspecto desaliñado, barba desarreglada devarios días sin afeitar y un gorro vaquero,manchado con surcos de agua. Pero lo peor

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era la voz, resonaba en toda la estancia comoun aullido de ultratumba.

—Bueno —dijo finalmente el extraño,intentando ser amable—, ¿puedo pasar ycompartir la velada con vosotros?

Los chicos hicieron un gesto de asentimientocon la cabeza, temblorosos. Andrés despegósu mojada espalda de la pared del fondo y seaproximó al fuego que se estabadesvaneciendo en el interior de la sala. Juanno le quitaba los ojos de encima al forastero.

—Me llamo Silverio —dijo, mientras seacercaba a donde estaban ellos. En el suelodejó un enorme macuto de aspecto militar—¿Qué os trae por aquí? —preguntó frotándoselas enormes manos.

—Hemos venido a pasar un día en la

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montaña, de excursión, —contestó Andréscon cierto nerviosismo, que seguramentepercibió el extraño visitante.

—¡Ya! —dijo Silverio sin creerlo del todo—.Y por eso habéis estado toda la tarderecogiendo barro de la ciénaga y echándolosobre la pierna rota de vuestro amigo.

Ahora sí que tenían miedo. Un sudor frío lerecorrió toda la espalda a Alberto. El hombreque estaba dentro del improvisado refugiohabía estado espiándoles toda la tarde, vio loque hicieron y en ningún momento se dignoofrecerse para ayudarles, pensó Alberto. Leparecía estremecedor que una persona consangre en las venas, fuese capaz depermanecer impasible ante lo que les ocurriódurante esa tarde. «¿Qué podíamos hacer trescríos de quince años contra un gigante de casidos metros? ¿De dónde había salido ese

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extraño personaje, ataviado con ropas fuera denuestra época y con un sombrero de laspelículas del oeste?».

Silverio se dio cuenta del recelo de los chicos.Los miraba a los tres sonriente, como elasesino antes de destrozar a sus víctimas,pensaron los tres a la vez. No querían ponerseparanoicos, pero habían visto muchaspelículas y leído muchos libros sobre estostemas. Un homicida en serie que mata por elpuro placer de hacerlo. Ya podían ver lostitulares de la prensa al día siguiente: "Treschicos aparecen degollados en la montaña deBelsité". No querían ni pensarlo. Andrés, elmás fuerte, era también el que estaba máslejos de la entrada, él debía enfrentarse aSilverio, mientras Alberto le apoyaba desde laretaguardia. Juan, el pobre, no podía hacermucho con la pierna dislocada.

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—Estáis asustados, ¿eh? —habló en tonotranquilo y conciliador el gigante del gorrovaquero—. No preocuparos que no os voy ahacer nada, más bien os pienso ayudar.

Lo que confirmaba la macabra teoría que sefraguó en le mente de los tres amigos. Losasesinos en serie siempre se presentaban comopersonas afables y cordiales. Alberto volvió aimaginar los titulares: "Tres chicos aparecendescuartizados en las pozas de Belsité. Sesospecha conocían a su asesino, porque noofrecieron resistencia".

El gigantesco visitante extrajo una botella deplástico de su enorme zurrón. No se podía verel interior de la misma porque estaba liada conuna cinta de color marrón, de las que seutilizan para embalar cajas. Se acercó a Juan,que yacía en el suelo asustado, mirando paratodas partes. Quitó la chaqueta que cubría su

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pierna fracturada y con la mano que lequedaba libre, esparció parte del líquidooscuro, que había en la botella de plástico, porencima de la pierna de Juan. Tenía aspecto deser barro. Andrés y Alberto se miraron ypensaron que posiblemente fuese el lodomágico.

Juan seguía tumbado en el suelo. Su cara demiedo se había transformado ahora en cara deincredulidad. Examinó asustado todo lo queacontecía a su alrededor.

—Chicos —dijo Juan cuando apenas habíapasado un minuto y mientras los miraba—parece que no me duele la pierna.

Al mismo tiempo que hablaba con voztemblorosa y animado por el desconocido sepuso en pie. Lo hizo de forma torpe e inepta.Buscó apoyo en la pared de la habitación,

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pero ésta se encontraba demasiado lejos.Andrés y Alberto reaccionaron de inmediato yse ofrecieron a ayudarlo para que se pudieraincorporar. Sin perder de vista al extrañoacompañante.

—Juan… ¿Estás bien? —le preguntó Albertomientras alargaba la mano para cogerlo—¿Puedes sostenerte en pie?

—El efecto del lodo aún tardará un rato, no esinmediato, —dijo la voz ronca de Silverio.

El gigante guardó la botella en su zurrón yencendió una pipa de madera que sostenía ensu boca.

—¿Lodo? —preguntaron los tres al unísono.

—Sí —respondió—. Se trata del lodo mágicoque habéis venido a buscar. Os he observado

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durante toda la tarde, viendo vuestros intentosinfructuosos de encontrar el preciado bien.Hubiera preferido que os hubierais marchadosin comprobar sus poderes curativos, pero lafractura en la pierna de vuestro amigo hacambiado mi decisión.

—Pero… ¿de dónde sale ese lodo? —preguntó Juan incorporándose, no sindificultad.

Justo terminó de hacer la pregunta, cuando…

—¡Dónde está el vagabundo! —exclamóAndrés gritando, de pie en medio de la sala.

—Estaba aquí ahora mismo, no ha podidosalir por la puerta, lo hubiera visto, —dijoJuan, mirando el único paso hacia el exteriorque había en la casa.

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—Tampoco está su mochila —observóAlberto—. No ha tenido tiempo de recogerla ylargarse de aquí tan pronto. ¡No puede ser!

Los tres se asomaron fuera de la casa, no seveía nada en el exterior. La noche cubría porcompleto la ladera del río. Regresaron a lacasa para guarecerse dentro, haciéndose unsinfín de preguntas sin respuesta. Comentandoentre ellos la experiencia vivida durante toda lajornada y maravillándose de la pronta cura dela pierna de Juan, que daba vueltas por toda laestancia doblando y estirando la pierna.Acababan de tener delante lo que vinieron abuscar y no sabían cómo se había ido aquelgigante, sin ni siquiera decirles de dónde habíasacado el lodo, cómo encontrarlo o dóndeconseguirlo. Quizá la historia del abuelo deAndrés estaba retocada y realmente fue así,que vino un extraño y le roció el pie conbarro. Nunca podrían saber la verdad de toda

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esa leyenda, pensaron los tres a la vez.

Estuvieron hablando largo rato, recordandouna y otra vez la situación. Como entróSilverio en la estancia, dónde se colocómientras hablaba y que estaban haciendo elloscuando desapareció delante de sus narices.Dialogaron hasta que les venció el sueño. Devez en cuando Alberto se despertabasobresaltado. Miraba a Juan y Andrésmientras dormían apaciblemente. Volvía acerrar los ojos. Volvía a dormirse.

A la mañana siguiente se levantaron,recogieron sus cosas e iniciaron la marcha, ríoabajo, en busca del lugar donde dejaronaparcadas las bicicletas. Sobre las ocho de lamañana afrontaron el regreso hacia Guísar,llegando antes de las diez. Se subieron al treny regresaron a casa al mediodía. En laEstación de Osca se despidieron y cada uno se

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fue a su casa. Durante el viaje apenashablaron; había tantas cosas que decir que lomejor era no decir nada.

Alberto no quería ni imaginarse la bronca quele esperaba, podía ser impresionante. Decamino a su domicilio iba pensando cual seríala mejor excusa que contar a sus padres.Tampoco quedaron de acuerdo con Juan yAndrés sobre las coartadas que podíanconstruir. Pensó que lo mejor sería aguantar elchaparrón como pudiera y que sus padres seolvidaran pronto del asunto, esperaba queellos, sus amigos, hicieran lo mismo.

De lo que vieron en Belsité ni una palabra, eseera el trato. Aparte de que nadie les creería,evidentemente, era mejor no comentar nadade las pozas, de las casas abandonadas, deltren fantasma que subía hasta Guísar y muchomenos de Silverio, que posiblemente sería un

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espectro o un espíritu de las montañas. Noestaba seguro de ello, pero la forma en queapareció en la casa abandonada y el modo demarcharse de la misma, indicaba que habíaalgo extraño en ese personaje. Además poseíael barro mágico, la prueba irrefutable de elloera la cura milagrosa que hizo de la pierna deJuan. Por lo que, después de todo, pudieroncomprobar la existencia del lodo y saber queera cierta la historia que le contó el abuelo deAndrés a su nieto y que éste a su vez le relatóa Juan y Alberto.

Era la una del mediodía cuando Albertollegaba a casa. Sus padres le esperaban en elcomedor. Sentados los dos, uno frente al otro,como suelen hacer cuando están demalhumor. Alberto entró abriendo con su llavey cerró la puerta saludándolos de inmediato,igual que hacía siempre.

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—Hola, buenas tardes —dijo esperando lapeor de las reprimendas.

—Buenas tardes Alberto —contestaron a lavez sus padres en tono indulgente. El padresostenía un libro en las manos.

—¿Cómo ha ido el día en el río? —lepreguntó su madre, como si no hubieraocurrido nada anormal—. Has venido máspronto de lo previsto, no te esperábamos paracomer. Nosotros ya lo hemos hecho. Estatarde tenemos que ir al médico.

—Pues, ha ido bien, como siempre —respondió Alberto confuso, mientras sedescalzaba y se ponía las zapatillas de estarpor casa.

A su madre no le gustaba que anduvieran porel piso con los zapatos de la calle, según ella

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tenían muchas bacterias y podían transportarenfermedades que luego contagiaban a todos.

—Bueno hijo, esta tarde nos vamos tu padre yyo al médico. Ahora me encuentro bien, perohe tenido una fuerte crisis asmática —dijo lamadre, mientras cogía la chaqueta de lapercha que había en la entrada—. Tengo quevisitar al doctor Gervasio y como tiene laconsulta en su casa, no le ha importadovisitarme en domingo. No creo que volvamostarde, pero si ves que se hace de noche y noestamos aquí, cierra las cortinas y la ventanadel balcón. Caliéntate algo de comer en elhorno. En el congelador tienes una granvariedad de preparados, ya sabes comohacerlos.

A Alberto no le gustó un pelo la forma quetuvieron sus padres de llevar ese asunto, el desu noche fuera de casa. Debía ser una nueva

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estrategia. Hablaban con él como si no hubieraocurrido nada, igual que si acabara de llegardel río y después de marcharse esa mañana.

—Gracias mamá —respondió siguiéndole lacorriente. Pensó que ya le dirían luego, siquerían, en que acababa esa nueva forma decastigar su retraso.

Sus padres querían hacerle ver que no habíapasado nada o quizá no había pasado nada deverdad, pensó Alberto. Todo apuntaba a queera domingo, y sus dos amigos y él salieron endomingo, si los cálculos no fallaban, en teoríadebería ser lunes, ya que estuvieron un díacompleto en Belsité.

Cuando el chico se quedó solo en casa, llamópor teléfono a Juan y Andrés para quevinieran a pasar la tarde con él. Hablarían delasunto del lodo mágico y de por qué sus

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padres hacían como si no hubiera pasado nadaesos dos días.

—Andrés —le dijo en tono tajante—, puedesvenir esta tarde a mi casa, tenemos quehablar. Ha ocurrido algo que es mejor que tecomente en persona.

—Sí, ya lo sé, supongo que a todos nos hapasado lo mismo. Dentro de quince minutosestaré ahí —respondió Andrés, como si a él lehubiera ocurrido exactamente lo que le habíasucedido a Alberto.

—Te encargas tú de llamar a Juan, —le pidió,desembrollando el cable del teléfono— mipadre controla el gasto telefónico y no quierohacer muchas llamadas cuando no están ellos.

—Sí, descuida, ya le avisaré yo —respondióAndrés antes de colgar.

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A las siete de la tarde se presentaron los dosen casa de Alberto. Venían con la misma carade incredulidad que tenían cuando sedesvaneció Silverio delante de ellos.

—Sentaos en el sofá —les dijo Alberto—.¿Qué queréis beber? —les preguntó mientrasse dirigía hacia la cocina en busca de algo parapicar.

Allí observó la cantimplora que trajo deBelsité. Aún había restos de barro en el tapón.Miró su interior y, efectivamente, el gigante noterminó de vaciarla sobre la pierna de Juan ytodavía contenía el supuesto lodo mágico.Como no tenía tiempo de limpiarla y susamigos esperaban los refrescos, la guardó enun armario de la cocina y pensó enjuagarlamás tarde, cuando se hubiesen ido Juan yAndrés.

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—Una naranjada, —pidió Andrés mientras sesentaba en el butacón del padre de Alberto yagarraba el mando a distancia del televisor.

—Yo igual —dijo Juan, mientras asentía conla cabeza y se secaba una gota de sudor que leasomaba por la frente y dejaba sus gafasencima de la mesa del centro del comedor.

—Vaya historia… ¿no? —comentó Andrés—.He llegado a casa y parece como si no hubieraocurrido nada. Todo está igual que el sábadopor la noche antes de salir hacia Guísar. Escomo si sólo hubieran pasado unas horasdesde nuestra partida. Mis padres no hancomentado nada sobre el asunto, lo único queme han preguntado es cómo me ha ido el díade pesca.

—Es curioso, se supone que nuestros padrespiensan que hemos estado pescando en el río

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grande de Guísar, durante toda la mañana deldomingo y realmente no ha sido así, ¿dóndehemos estado verdaderamente el lunes, que esmañana?

—Una paradoja —exclamó Andrés—. Se haproducido un absurdo, un salto hacia atrás enel tiempo. Toda nuestra estancia en Belsité hasido durante unas escasas horas. Posiblementenos debimos quedar dormidos, por elcansancio de la subida, y al despertarpensamos que habíamos estado más tiempodel que realmente estuvimos. Todo lo queocurrió fue un sueño.

—Ya —recriminó Juan—, y todos soñamos lomismo, ¿verdad? Eso es más increíble que lateoría de la paradoja de Andrés.

—Sí, eso está bien… ¿y el vagabundo? —preguntó Juan— ¿Qué pasa con él?

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—A lo mejor lo soñamos —argumentóAndrés, defendiendo la teoría de la alucinacióncolectiva—. Posiblemente nunca estuvo allí.

—¿Y la pierna de Juan? —preguntó Alberto aAndrés, que parecía tener respuesta para todo—, ¿cómo es que se curó tan rápido?

—¿Creéis que realmente estuvo rota? —aseveró seguro de sí mismo— posiblemente nisiquiera estuvimos en Belsité. Hablamos de irallí y la noche pasada soñamos con eso. Eratanta la emoción contenida por la aventura deencontrar el lodo que es aceptable la hipótesisde la ilusión.

—¿Los tres hemos tenido la mismaofuscación? —interpeló Alberto extrañado porlas explicaciones de Andrés, que aunquelógicas y coherentes, no dejaban de serabsurdas por el hecho de que era casi

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imposible que tres personas tuvieran el mismosueño al mismo tiempo—. ¿Cómo es posibleque Juan, tú y yo, hayamos fantaseado ennuestros sueños con la misma historia? Todosvisteis el río que sube a las casasabandonadas. Todos pudisteis ver la piernarota de Juan, el vagabundo, el túnel de laLimonera. Nunca había estado allí y sinembargo, seguro que soy capaz de describirlo.Eso significa, sin lugar a dudas, que loocurrido este fin de semana es verídico. Si lostres vimos las mismas cosas… ¿cómo esposible que fuera una alucinación?

—Mira, Alberto, no tengo explicación paratantos elementos divergentes, —se excusóAndrés—, pero te puedo decir que respecto ala subida hasta Belsité, se puede maquillar ypensar que fue una alucinación colectiva. Perolo de que hoy es domingo, eso es un hechocontrastado, es decir: medible y verificable. Lo

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cual invalida la otra explicación, de que esto esun montaje de nuestros padres paradesorientarnos.

—Sí —interrumpió de nuevo Alberto,echando un poco más de naranjada en losvasos vacíos de sus amigos—, parece un pocoabsurdo que nuestros padres, suponiendo quesupieran lo que hemos hecho, optaran porponerse de acuerdo con el único objetivo dedarnos una lección.

—A mí me parece demasiado rebuscado —apostilló Juan—, conozco bien a mi familia,sobre todo a mi madre, y no creo que hubieraaceptado todo este engaño solo paradesconcertarme. Creo que ella es incapaz deengañar, ni tan siquiera para darme unalección. Si piensa que me he pasado toda lamañana en el parque de Osca, junto al río,hablando con mis amigos, como siempre suelo

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hacer, es que realmente creen que ha ocurridoeso.

—De todas formas, mañana, durante elrecreo, iremos al despacho de don Luis —anunció Andrés mientras sorbía un trago dezumo—. Él no nos mentirá. No le diremos loque pensamos que ocurrió, pero sí lepreguntaremos cosas sobre los hechosacontecidos este fin de semana. El profesor dehistoria es un hombre culto y muycomprensivo, él sabrá orientarnos. Seguro.

—Lo mejor será decirle la verdad de todo,creo que es la única persona que nos puedeaclarar algo de lo sucedido —afirmó Juan,más exaltado que nunca.

Los tres bebieron un buen trago de zumo denaranja. Y sonrieron…

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—8—

Don Luis

Lunes 02 de noviembre.

A la mañana siguiente iniciaron los tres amigosla semana escolar. Y como de costumbre, laprimera clase del lunes siempre era dematemáticas. La impartía la señorita Trinidad.Ninguno de los tres amigos prestaron muchaatención a la lección de ese día. La profesorano les dijo nada, por otro lado normal, había

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que tener en cuenta que era lunes y losmaestros solían ser más permisivos respecto ala distracción de los alumnos.

A la hora del recreo se dirigieron los tres aldespacho de don Luis, querían hablar con élsobre el tema de Belsité y el pozo de barromágico. El profesor de historia era unapersona muy culta e inteligente y buenconocedor de toda la comarca de Osca. Él,indudablemente, sabría orientarles acerca de loocurrido. Los tres recordaban como en algunade sus clases había utilizado leyendaspopulares para explicar algún tipo deacontecimiento histórico. Por supuesto no lemencionarían, ni por asomo, que el objetivoprincipal de conseguir el tan ansiado fangomilagroso, era para reponerle a él de sumortífera enfermedad. Pensaron, lógicamente,que no lo aprobaría.

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—¿Se puede? —preguntó Andrés mientrasabría la puerta lentamente.

—Adelante —se oyó una voz débil desde elinterior de la estancia.

Los tres amigos entraron en el interior de unenorme despacho. Era realmenteimpresionante ver la cantidad de libros queadornaban las grandiosas estanterías demadera. En el centro, y como presidiendo laestancia, había una enorme mesa de caoba,con un confortable sillón tipo Luis XV. En unrincón de la sala se encontraba un sofá de piel,alumbrado por una lámpara de bronce con unacantidad importante de decorados en el pie dela misma. Por toda la pared pendían multitudde títulos y distinciones, todos con el nombredel profesor don Luis en letra negrita. Elmaestro estaba sentado en el sofá y teníarecogida, en una coleta, su enorme melena

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blanca, que normalmente llevaba suelta. Losmiró a través de sus gafas pequeñas ycuadradas, fumando una enorme pipa blanca,de espuma de mar, y dejó sobre sus rodillasun libro abierto, que estaba leyendo justo alentrar ellos.

—¿Qué os trae por aquí muchachos? —dijomientras se acariciaba la poblada barba gris.

—Hola don Luis —saludaron todos a la vez—, queríamos hablar con usted…, si fueseposible, sobre un hecho que nos ha ocurridoy, posiblemente, usted sepa de que se trata.

Andrés hablaba como los indios, con frasesentrecortadas. Nervioso.

—Vamos a ver, chaval, no me estoyenterando de nada —don Luis se expresabacon una claridad característica, era imposible

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no entenderlo cuando vocalizaba de forma tanlimpia. Pronunciaba despacio, sin prisas,siendo improbable no asimilar susexplicaciones—. Acomodaos en el sofá eilustradme despacio y de forma entendible loque tanto os preocupa.

Los chicos se sentaron en el tresillo que habíaal lado de la mesa del despacho. Lo hicieronigual que las visitas incómodas: en la punta delsofá y con las rodillas juntas.

—Andrés habla tú, que te explicarás mejorque nosotros dos —le dijo Alberto, mientrashacía el ademán de que su amigo recitara todolo que les había ocurrido el fin de semana.

—Bueno, pues, mi abuelo padeció gangrenaen un pie —Andrés hablaba de forma muynerviosa, tartamudeando— y me contó, quehace años, estando de excursión en Belsité,

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encontró por casualidad…

—Una poza llena de lodo mágico —interrumpió don Luis sin dejarle acabar lafrase—. Sí, ya conozco ese suceso, hacemucho tiempo que tengo conocimiento de él.Acordaos de que nací en Osca y me herelacionado con la mayoría de habitantes deaquí. Tu abuelo y yo éramos muy buenosamigos.

—No lo sabía, nunca me dijo nada —exclamóAndrés asombrado, desconocedor de laamistad que tenían su abuelo y don Luis—.Pensaba que sólo eran conocidos del pueblo,pero no íntimos.

—No, la verdad, es que nunca tuveoportunidad de charlar contigo sobre esto.

Don Luis se expresaba ahora con un tono

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melancólico. Mientras hablaba aporreaba lapipa en el cenicero de cristal para vaciar lacarbonilla y con cuidado de no romperla.

—El día que cayó en las pozas de Belsité yoestaba con él. Nos hallábamos los dos juntos,sentados, saboreando nuestras pipas demadera. Era invierno, creo que debía ser elmes de noviembre o diciembre, no lo recuerdoexactamente.

Los tres se miraron con una mezcla deincredulidad y asombro. Entonces era donLuis la persona que acompañaba al abuelo deAndrés cuando se cayó en la poza, pensaronal mismo tiempo.

—La tarde duraba poco tiempo, la nochecubría el cielo rápidamente. Benjamín y yo,estábamos sentados en una de esas enormespiedras blancas, admirando una lluvia

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incesante de meteoritos, estrellas fugaces, quedesde Belsité se ven perfectamente. Tu abueloresbaló y sé desplomó dentro de la balsa. Noera muy profunda, así que no había peligro dehundimiento. Le alargué mi mano para que secogiera y estiré con todas mis fuerzas hastaque él salió fuera. Mi pipa, gritaba comoenloquecido. No te preocupes Benjamín, ya larescato yo, le dije para tranquilizarlo, mientrasextendía mi mano en el interior del aguabuscando la preciosa pipa de madera de brezode tu abuelo. Al final la encontré. La dejéencima de una roca blanca, justo al lado dedonde estábamos nosotros, pensando enrecogerla cuando se secara.

—¡Caray! Entonces es verdad la historia de tuabuelo —dijo asombrado Alberto y mirandocon aire de disculpa a Andrés.

—¡Claro! Acaso dudaste de ello. Ya te dije

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que mi abuelo nunca mentía y menos en unanarración de ese estilo —comentó Andrés,mientras animaba al profesor a terminar lacrónica.

—Entonces, don Luis… ¿es cierto lo del lodomágico que cura cualquier afección? —preguntó interesado Alberto mientras seincorporaba en su asiento.

—Puede que sí y puede que no —respondióde forma evasiva don Luis mientras introducíatabaco en la cazoleta de la pipa—. Podéisapreciar el estado en que me encuentro. Unaterrible enfermedad degenerativa se ha cebadoen mí, cada vez estoy más postergado, casi nopuedo caminar y el dolor es insufrible. Mequeda poco de estar entre vosotros. ¿Creéisque sí realmente existiera ese lodo mágico nolo hubiera buscado con todas mis fuerzas?

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—Pero profesor, usted estuvo allí, —intentóconvencerlo Alberto a toda costa— pudo verlo que el lodo mágico hizo con el pie delabuelo de Andrés. Quién mejor que usted paracorroborar la capacidad sanadora del lodo deBelsité.

—¿Habéis estado allí? —preguntó el profesor.

—Sí, de eso es de lo que queríamos hablarle,—contestó Andrés.

—¿Y bien?

Don Luis encendió una cerilla y la dirigió haciael hornillo de su pipa de espuma de mar,dando unas fuertes caladas.

—El domingo salimos hacia Guísar. Subimosnuestras bicicletas al último tren de la noche yviajamos hasta la última estación. Queríamos

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llegar a Belsité a primera hora de la mañana.

—¿El domingo? —preguntó el profesor dehistoria, mientras daba una pipada a sucachimba.

—Sí —confirmó Andrés—. No le quieroentretener con las anécdotas del viaje, perollegamos hasta las pozas, estuvimos donde lascasas abandonadas y Juan se despeñó por unade las pendientes que hay justo al lado del río.Se rompió una pierna a causa del accidente.

—¿Cómo sabes que estaba fracturada? —dudó don Luis, mientras volvía a encender lapipa que se le había apagado.

—Por los síntomas que presentaba —replicóAndrés, seguro de lo que decía.

—¿Y cuales eran esos signos tan evidentes de

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que la pierna se había roto? —desconfió donLuis mientras apretaba el tabaco con el dedopulgar—. Para saber que la pierna de vuestroamigo Juan se había curado, primero habíaque establecer si realmente estaba partida…¿no es así?

—Presentaba los cuatro indicios —corroboróAndrés—. Dolor, síntoma capital, suelelocalizarse sobre el punto de fractura.Aumenta de forma apreciable al menor intentode movilizar la pierna y al ejercer presión,aunque sea leve, sobre ella. Deformidad, teníauna desfiguración característica. Hematoma,se produce por la lesión de los vasos queirrigan el hueso. Y por último, fiebre…

Andrés había recitado las cuatro propiedadesde una pierna fracturada, como si las estuvieraleyendo en una enciclopedia de la salud.

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—Vale, vale, es un hecho que la pierna deJuan llegó a fracturarse —asintió don Luis—.Pero… ¿cómo se curó? Ahora parece que latiene completamente restablecida —dijoposando sus ojos sobre la pierna de Juan.

Don Luis hablaba sin quitarse la pipa de laboca. La movía de un lado para otro con unahabilidad característica de los buenosfumadores.

—Nos refugiamos en una de las casasabandonadas —explicó Andrés—. La que nospareció más entera. Cuando llegó la noche,apareció un vagabundo que…

—¿Apareció? —volvió a interrumpir don Luis.

—Sí, Andrés, —le recomendó Alberto—habla más despacio. No hay prisa, cuenta loshechos de forma cronológica.

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Juan los miraba a todos emocionado,esperando que llegara su turno para poderexplicar como se curó su pierna.

—Bueno, sigo —dijo Andrés—. Estábamosdentro de la casa, en lo que debió ser el salón.Acabábamos de encender una fogata paracalentarnos y también para tener iluminación.De repente, sin esperarlo, una sombra semanifestó en la única puerta de entrada a lahabitación. Era un hombre alto, corpulento,con barba desarreglada de varios días y conun sombrero vaquero lleno de manchas, comolas que dejan los regueros de agua.

—¿Fumaba en pipa? —interrumpió elprofesor de historia.

—Sí —continuó Andrés—, en el momento deentrar tenía la pipa colgando de la boca. Erauna de esas de madera de brezo, como la que

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tenía mi abuelo.

—Si la historia que cuentas es cierta,posiblemente no sea como la que tenía tuabuelo, sino que…, era la de tu abuelo —afirmó tajante don Luis.

—¿La del abuelo de Andrés? —exclamaron ala vez Juan y Alberto, sin salir de su asombro.

—Exacto —apuntó un impresionado don Luis—, eso es lo que no os había dicho aún. Elpoder de curar enfermedades no está en lacharca o en el lodo. La capacidad milagrosa seencuentra en la pipa del abuelo de Andrés.Ésta se cayó en la ciénaga el día queestuvimos allí arriba, eso es lo que hizo que elfango adquiriera momentáneamente laposibilidad de sanar. Lo que realmente tienemagia es la pipa de madera de brezo. Pero nolo hace de forma independiente, por algún

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extraño sortilegio, que ni el abuelo de Andrés,ni yo, llegamos nunca a comprender, lo quecura las enfermedades es la combinación delbarro de Belsité, con la pipa de madera.Además tiene que ser en una fechadeterminada, recuerdo que tu abuelo se cayóen la charca de lodo el mes de noviembre —reflexionó don Luis—, por lo que intuyo quesólo hace efecto durante ese período del año.Pero todo eso son teorías, en estas cosas esimposible acertar de forma científica.

—La pipa del abuelo Benjamín —siguiónarrando don Luis, mientras los chicosenmudecieron perplejos—, era de madera debrezo, el mismo material con que se hace elcarboncillo para dibujar y las mejorescachimbas que existen. A éste se la compró supadre, es decir, el bisabuelo de Andrés, reciénterminado el servicio militar. La fue a buscarde propio a una fábrica que había en la

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provincia de Girona, en La puebla deCabreros. Era una pipa especial, no es posibleque haya otra igual en todo el mundo. Lo quela hace única es las marcas en la boquilla decuerno de alce con un nombre tallado en ella:MENUTO.

—¿Menuto? eso es exactamente lo que poníala pipa que llevaba Silverio —vociferó Juanincorporándose en el tresillo.

—¿Silverio? —preguntó atónito el profesor dehistoria.

—Sí, ese era el nombre del vagabundo —replicó Alberto, intentando interrumpir lo másmínimo la interesante historia de don Luis.

—Pues posiblemente os engañó —aseveró elprofesor mientras sostenía la pipa en la boca ysujetándola con la mano—. Su nombre real es

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Menuto. Dijo que se llamaba Silverio, porquees un nombre que proviene del latín ysignificaba "bosque selvático". Los menutos sesienten muy identificados con la espesura delmonte.

—¿Los menutos? ¿Qué significa Menuto? —preguntó Alberto, fascinado por la crónica dedon Luis, mientras le hacía un gesto a Andréspara que le diera un trozo de regaliz.

—Los menutos son unos duendes de la zonadonde vivimos, muy conocidos entre vuestrosabuelos —explicó el profesor de historia muyilustrado en todos estos temas—. Ahora ya noaparecen como antiguamente y no interfierenen los quehaceres diarios, pero antes de laexpansión de la ciudad de Osca, pululaban asus anchas por los campos y montañas detoda la comarca. Son magos y tienenpropiedades curativas. El que es amable con

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ellos tiene un fiel aliado. El padre deBenjamín, el bisabuelo de Andrés, tuvorelación con uno de esos duendes.

—¿Relación? —dijo Andrés, con la caratotalmente desencajada—. Don Luis, se loruego, relate los detalles de la amistad entre mibisabuelo y el duende Menuto. Son aspectosde mi familia que desconozco por completo.

—Os vais a perder la clase de lengua españolaque viene a continuación del recreo —afirmóel profesor de forma contundente—. Y yadebéis saber que lo primero son los estudios.Los cuentos los podemos dejar para despuésde las clases.

—Esto es más importante para nosotros.Debemos saber todo lo ocurrido para poderencajar algunas piezas —organizó Juan.

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—Está bien —asintió el profesor de historia—. Avisaré a la profesora de lengua de queestáis aquí. Ya me inventaré cualquier excusa.Esperad sentados a que vuelva y procurad queno os vea nadie.

Don Luis salió del despacho, no sin dificultad,andando muy despacio y ayudándose con unbastón recio de madera. Los chicos cerraron lapuerta y se quedaron en silencio, mirándosecon cara de incredulidad. Primero el lodomágico y ahora la pipa de brezo con cuerno dealce de un duende. Tenían la sensación deestar viviendo un cuento de hadas.

—¿Creéis que Silverio era un duende? —preguntó Juan mientras ojeaba losinnumerables libros del despacho de don Luis.Las estanterías llegaban hasta el techo y hastaen los espacios más pequeños había encajadoalgún tomo.

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—No lo sé —respondió Andrés, haciendo elademán de negar con la cabeza—. Pero lo queestá claro es que don Luis sabe más quenosotros de todo este tema. Estoy deseandoque nos cuente más cosas sobre el duende y larelación que tenía con mi bisabuelo.

—El truco, por lo visto —puntualizó Alberto,mientras observaba una replica preciosa de LaGioconda de Leonardo Da Vinci, que estabaen la pared que había enfrente de la puerta deentrada—, reside en la pipa, y no en el barro,como pensamos en un principio.

Don Luis regresó de hablar con la profesorade lengua. Abrió la puerta muy despacio y seesperó, disimuladamente, a que pasara pordelante una alumna rezagada de la clase de allado. El profesor entró en su despacho, conbastantes apuros. Sin querer que le ayudaranadie, se sentó en su butacón, donde aún

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permanecía humeante la pipa de espuma demar y que dejó antes de salir, sobre la mesita.

—¿Dónde estaba chicos? —preguntó mientrascogía la cachimba y se la llevaba a susenrojecidos labios—. Sí, bueno, la historia es,que el padre de Benjamín volvía en tren dellargo viaje que había hecho para comprar lapipa a su hijo, el abuelo de Andrés, y en unade las paradas se bajó para comer algo. Era unapeadero sencillo, con la cabina del jefe deestación y un pequeño kiosco donde comprarla prensa y algún bocadillo que vendía unamujer mayor, que atendía de formamalhumorada. La parada del ferrocarril durómás de media hora, tiempo suficiente para darun pequeño paseo por el lugar. Para que no lerobaran su equipaje, el bisabuelo de Andrés sebajó con el macuto y se sentó encima,mientras comía un bocadillo de embutido.

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Los tres amigos estaban completamenteembobados oyendo el relato de don Luis. Eramagnífico narrando. Vocalizaba perfectamentey su forma de reseñar los hechos ocurridoshacía que los chicos se transportaran a esaestación de tren, como si realmente estuvieranallí.

—Había terminado el bocadillo hacía rato —siguió explicando don Luis, mientras inhalabaenormes pipadas—. Bebió agua de sucantimplora metálica y para hacer tiempo sedispuso a ojear un libro que llevaba en suzurrón. Cuando abrió el macuto, no podía salirde su estupor, la boquilla de la pipa quecompró para su hijo, se había fracturado.Posiblemente cuando se sentó encima de lamochila. No se debió dar cuenta, pero laboquilla estaba partida por la mitad. Quedesastre, no podía regresar a casa sin elpreciado regalo de su vástago. Pensó en

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volver al pueblo donde había comprado lacachimba y encargar otra, pero el viaje lellevaría mucho tiempo y su mujer le esperabaen casa. En esa época, supongo ya lo sabréis—puntualizó—, no había teléfonos móviles ylas cabinas telefónicas de las estacionesmuchas veces no funcionaban. Así que unviajero que estaba de pie en el arcén, viendolo que había ocurrido, se ofreció para ayudaral pobre Benjamín.

—¿Por qué era tan importante la pipa?

—Buena pregunta Alberto —contestó amabledon Luis—. El abuelo de Andrés, es decir,Benjamín, estuvo dos años en la guerra ycuando volvió su padre le prometió la pipa quehabía ido a buscar a la provincia de Girona.No podía defraudar un juramento tanimportante hecho a un moribundo.

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—¿Moribundo? —preguntaron los tresincrédulos.

—Vaya, no os lo había dicho aún. El abuelode Andrés ya estuvo a punto de morir en laguerra civil. Le hirieron gravemente. Una balaperdida le atravesó un pulmón y los médicosle desahuciaron y lo mandaron a casa para queestuviera con los suyos los últimos días de suvida. Al final se recuperó de tal forma que serestableció completamente y no le quedóninguna secuela de aquella herida. Tu abuelo—dijo mientras miraba a Andrés—, era unhombre muy fuerte y con mucha suerte.

—¿El viajero? ¿Cómo lo ayudó? —preguntaron inquietos por la excitante historia.

—Se trataba de un vendedor ambulante, deesos que van por los pueblos ofreciendoproductos extraños traídos del África. Extrajo

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un cuerno de animal de su morral. Con unanavaja afilada lo talló. Le pidió la pipa a tubisabuelo, para poder tomar las medidas.Cinceló el asta y comprobó el resultado con lacachimba de madera. Finalmente encajó a laperfección la nueva boquilla. La embutiódentro de la pipa y pudo contemplar como ledaba un aspecto majestuoso. ¿Qué le debo poresto? —preguntó Benjamín al desconocido—.Éste le dijo que no había sido nada y queestaban en paz. ¿Dígame su nombre por lomenos? —volvió a preguntarle—. Estágrabado en la boquilla —le contestó mientrasse perdía por el bosque que rodeaba a laestación.

—El nombre es Menuto, claro —afirmóAndrés ante la evidencia.

—Así es, de esta forma —seguía relatandodon Luis—, fue como el abuelo de Andrés

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recibió la pipa con boquilla de cuerno de alce,tallada por un duende y que posiblementetenga poderes mágicos. Eso es lo que sana yno el barro, como pensáis vosotros. Toda mivida la he sacrificado en buscar la pipa debrezo y mi esfuerzo ha sido infructuoso.Siempre he pensado que si pudiera inhalar unabocanada de humo de esa joya de losduendes, mi mortal enfermedad sanaría alinstante. Pero las posibilidades de curadesaparecieron el día que tu abuelo resbaló enaquella charca de Belsité, para mi desgracia.

—Disculpe profesor —interrumpió Andrés—hay una cosa que no entiendo. ¿Si ya conocíausted los poderes de la pipa de mi abuelo, porqué no fumó en ella antes de que se perdiese yasí poder curarse?

—¡Ay, querido jovenzuelo! la capacidad de lacachimba no es ilimitada, tienen que confluir,

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como ya os dije antes, dos cosas: primero,sólo funciona durante el mes de noviembre; esposible que tenga relación con el día uno,conmemoración de todos los Santos. Segundo,no lo hace directamente, sólo actúa a travésdel lodo que hay en el pantano de Belsité; porcausas que no llego a comprender, tienen unaextraña relación el barro y la boquilla decuerno de alce.

Los chicos pensaron que en las dos versionesde la historia que conocían, la del abuelo deAndrés y la que experimentaron en las pozas,coincidían esas condiciones: mes denoviembre, barro de Belsité y pipa de maderade brezo.

—¿Y no puede ser que el responsable decurar sea el barro de las pozas, sin la ayuda dela cachimba del duende? —preguntó Juanrazonablemente.

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—No, si así fuera —respondió don Luis sindejar de acariciar su barba—, se hubieracurado la pierna de Juan con el lodo quetrajisteis desde la charca.

—¡Es verdad! —asintieron los tres.

—De la misma forma —argumentó elprofesor de historia—, si el poder de sanarresidiera exclusivamente en la pipa, mehubiera curado de mi enfermedad, una vezque llegué a fumar con ella, para comprobar sirealmente era milagrosa. Es por eso —siguiócon su tesis don Luis—, que he desarrollado lateoría de la confluencia del lodo y la pipa, enuna fecha determinada, como puede ser elmes de noviembre, para que produzca elefecto milagroso.

—¿Y el tiempo? —preguntó Alberto, pararomper unos segundos de silencio incómodo

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que se habían producido después de la últimaexplicación del profesor.

—¿Qué tiempo? —replicó ignorante don Luisy dejando la pipa en un cenicero de cristal quehabía delante del sillón donde estaba sentado.

—Cuando subimos a Belsité, —aclaró— lohicimos el domingo treinta y uno de octubre,estuvimos un día entero allí arriba y cuandoregresamos a nuestras casas, aquí no hapasado el tiempo. Es decir, hemos regresadoel mismo día que nos fuimos, a pesar de estarveinticuatro horas ausentes.

—La aparición del Menuto paraliza eltranscurso de los intervalos temporales —mientras hablaba don Luis cogió una petacacon tabaco y se dispuso a cargar la pipa—.Seguramente se os pasó el frío el mismomomento que hizo acto de presencia el

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duende. De la misma forma, si estuvieralloviendo, se hubiese detenido al instante elgoteo del agua. Su sola presencia, cuando seproduce en la montaña, es capaz de originarcambios climáticos. Es una de las facultadesde los Menutos. Pero no la única, tiene asímismo la cualidad de detener el transcurso deltiempo, pero solo por lapsos muy cortos. Esdecir, no es posible que lo haga durante unaño, por ejemplo.

—Pero…, el duende —afirmó Andrés— sóloestuvo con nosotros unos instantes, el tiempose debería detener ese intervalo y no duranteun día completo.

—Eso pensáis…, pero posiblemente estuvodetrás de vosotros durante todo el viaje y sólose manifestó cuando a él le convino. Eso —argumentó don Luis— puede ser laexplicación de la detención del tiempo durante

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ese día que permanecisteis en las pozas deBelsité. Fue el período que el duende seencontró junto a vosotros; aunque no losupierais. Por eso no paso el tiempo desde quesubisteis al tren de Osca hasta que volvisteis abajar en él. De todas formas, la paralizacióndel tiempo por parte de los Menutos esdeliberada, no se produce con su solapresencia, de forma espontánea; tiene que serque ellos quieran que se produzca.

Los chicos salieron del despacho alucinados.La leyenda que les acababa de contar donLuis y su propia experiencia en el pantano, leshizo pensar mucho.

—Esta tarde quedaremos en el parque —comentó Andrés—. Tenemos que hablar detodo esto. Hay que trazar un plan deactuación.

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—¿Un plan? —preguntó Juan visiblementeasustado.

—Sí, eso he dicho, —contestó Andrés—debemos encontrar al duende y arrebatarle lapipa. No os habéis dado cuenta —exclamó—,tenemos que curar a don Luis durante estemes de noviembre, lo más tardar. Está muycascado, no creo que resista mucho tiempocon su enfermedad.

—¿Por qué don Luis? ¿Por qué no podemossanar a otros? —alegó Alberto en defensa detanta gente enferma que había en el mundo.

—Porque él nos ha explicado cómo hacerlo —insistió Andrés—. Nosotros somos su únicaposibilidad. Es un hombre bueno y se lo debopor ser amigo de mi abuelo. Perdió suoportunidad el día que extravió la pipa en laciénaga. Pensad en todas las cosas que ha

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hecho por todos nosotros, por nuestrospadres, a los que también dio clase en elcolegio Santa Ágata. ¿No os dais cuenta?Tenemos que subir a Belsité durante este mesde noviembre, coger lodo de las pozas yrescatar la cachimba de las manos del duendeMenuto.

—¡Pues pides poco! —comentó Alberto—.Volver a subir hasta allí, encontrar las casasabandonadas, coger agua… Eso más o menoses factible. Pero…, que se aparezca elgigantesco duende y encima quitarle de susenormes manos la pipa de madera…, eso,querido amigo, es harina de otro costal.

—El duende no hay que buscarlo en elpantano, —siguió explicando Andrés—. Senos apareció allí para curar la pierna rota deJuan, pero seguramente nos siguió durantetodo el viaje, desde la estación de Guísar,

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como ha sugerido don Luis. Os habéis fijadoen las coincidencias respecto a las estacionesde ferrocarril. Los espectros sólo pueden estaren lugares cerrados, como casas, chozas,edificios, estaciones. Silverio nos estuvosiguiendo desde el andén de Osca, es allídonde vive. Debió acompañar a mi bisabuelodesde que le talló la boquilla de cuerno de alcey se ha establecido aquí, en la estación detren.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntódubitativo Juan y secándose el sudor de lafrente.

—Porque me acabo de dar cuenta que cuandosubimos al tren aquel domingo, él estaba allí,le vi en el apeadero de la estación —afirmó deforma tajante Andrés, mientras se leiluminaban los ojos—. Sólo fue durante uninstante, creí que era una alucinación, pero me

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he dado cuenta de que realmente estaba allí¡Vi al Menuto!

A las seis de la tarde se encontraron los tresamigos en la dehesa, como de costumbre. Sevieron en la roca que había en la entrada,junto al letrero de "coto privado de pesca".Trajeron bocadillos y unas latas de naranjada,la tarde se preveía larga y convenía dotarse deprovisiones suficientes.

—Bien —empezó a hablar Andrés, que paraeso era el nieto de Benjamín, la primerapersona que se había curado con el lodo—, lacosa está clara, ¿no? El duende, o lo que sea,habita en la vieja estación de tren de Osca.Pienso que si volvemos a viajar hasta Guísar,él nos seguirá como hizo la otra vez. Ese debede ser el primer paso.

—Bueno, no es que quiera desanimarte —dijo

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Alberto, un poco escéptico con el plan trazadopor Andrés—, pero has pensado que elMenuto quizá sólo nos siguiera por ser vísperadel día de los difuntos, es posible que otro díadiferente no haga nada.

—Es posible, pero eso no lo podemos saber sino lo intentamos —replicó Andréscontundente—, por eso propongo probar,aunque sólo sea una semana, a ir cada día a laestación de tren y hacerlo con los ojos bienabiertos, para comprobar si podemos percibirla presencia del duende en el arcén. ¿Qué osparece?

—A mí, bien —contestó Juan animado—, elúnico problema que veo es convencer anuestros padres de que nos dejen pasar tantasnoches fuera de casa. Hemos de pensar queregresaremos cerca de las doce. Y eso es muytarde.

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—Yo propongo aprovechar la justificación delos exámenes y usarla como excusa para decirque estamos en casa de uno de nosotros —afirmó Alberto, seguro de ser un buen plan—.El mes que viene empiezan los exámenesparciales, éstos serán nuestra coartada.

Se quedaron un minuto en silencio.Cabizbajos. Pensativos.

Al final llegaron a un acuerdo entre los tres.Trazaron un plan. Escogerían el martes comoprimer día para empezar la labor de buscar alduende Menuto. Pactaron lo que le dirían asus padres mientras durara la búsqueda. Cadauno de ellos diría que estaba en casa de otro,estudiando para los exámenes parciales dediciembre. Las posibilidades de que alguno desus padres se enterara era remota. Pero dadala misión que habían planeado, bien valía lapena arriesgarse. Juan, como de costumbre,

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dudó de que fuera un buen plan. «Mi madreno me creerá», dijo. Andrés y Alberto leconvencieron para que se lo dijera a su madresin dudar, sin tartamudear y sin pasarse elpañuelo por la frente para quitarse el sudor.Andrés le explicó que era cuestión de autoconvencimiento, de creerse lo que iba a deciry así no se le notaría que mentía. Alberto, porsu parte, le hizo ver que mentir para una causanoble no era mentir.

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—9—

El tren fantasma

Martes 03 de noviembre.

Eran las nueve de la noche y los tres amigosse encontraban en la estación de ferrocarril deOsca. Puntuales, como habían quedado.Hacía tanto frío que allí no estaba ni elmendigo que dormía debajo del reloj delapeadero. La taquilla de venta de billetespermanecía cerrada.

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—Chicos, no sé vosotros —articuló Juan—,pero tengo tanto miedo que me cago encima.Os habéis fijado que no hay ni un alma en laestación. ¿Cómo es posible?

—Pues muy sencillo —respondió Andrés—,en esta época del año, y con las bajastemperaturas, lo normal es que nadie coja eltren que sale a estas horas. Esta línea sólofunciona bien a partir de Junio, con el calorempiezan a subir pescadores y bañistas hastaGuísar.

—Eso está bien —replicó Alberto—. Pero sino se utiliza… ¿Por qué sigue funcionando?

Era una pregunta retórica que ya se habíanhecho la vez anterior.

—Hombre Alberto, la explicación es que quizáeste tren deba dormir en Guísar, precisamente

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es el primero que sale de allí por la mañana —argumentó, razonablemente, Andrés—. Poreso sale de aquí a las diez de la noche, llega alas dos de la mañana y así, de esta forma,puede volver a Osca al día siguiente. ¿No teparece?

—Bueno, visto así tiene suficiente lógica —accedió Alberto, complacido por la explicaciónde Andrés.

—Todavía deben de estar nuestras cosas depescar en el antiguo almacén de tabacos —exclamó Alberto al darse cuenta de que norecogieron las cañas al volver de Belsité.

—¡Es verdad! —afirmó Andrés mientrasmiraba a Juan—. Nos las llevaremos hoy,cuando volvamos a casa.

A las diez menos cinco el tren se aproximó

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lentamente a la estación. No se observaba alconductor, como la otra vez. El convoy frenóde forma escandalosa, chirriando las ruedas deacero y despidiendo destellos amarillos yazules, que se desvanecieron al impactarcontra la vía.

Se detuvo justo delante de los chicos. Igualque hizo la vez anterior, como si alguien oalgo le dijese al tren dónde debía pararse.

No se bajó nadie.

Pasaron unos segundos o quizá minutos…Silencio.

De repente, al fondo del andén se observó unasombra difusa. Una silueta que se confundíacon la penumbra.

—¡Habéis visto! —gritó Andrés como si se lo

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llevara el demonio—. ¡Allí, mirad, la sombraque os dije la otra vez!

Efectivamente, al fondo del muelle de laestación se distinguía claramente una siluetahumana. Parecía maltrecha, malparada ydeforme. Se aproximaba hacia elloslentamente; y aunque era más bajo que elduende que vieron en Belsité, infundía elmismo respeto.

Alberto le agarró el brazo a Juan y se pusodelante de él. Andrés se pudo delante, era elmás valiente de los tres y el más fuerte. Losdientes de Juan castañeteaban como unamáquina de escribir antigua, con un ruidoconstante y molesto.

La figura seguía acercándose hacia ellos y seempezaba a distinguir su apariencia.

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—¡No es el duende! —exclamó Andrés—. ¡Esel jefe de estación! ¡Es don Pablo!

Ahora lo podían ver los tres perfectamente, setrataba del siempre ausente jefe de estación.Lo conocían de haberlo visto en algunaocasión durante el día.

Don Pablo era una persona afable, el típicoabuelo entrañable. Extremadamente delgado,su cara parecía una calavera, no erademasiado alto y aparentaba ser más viejo delo que en realidad era. Siempre lo habían vistobien afeitado y portando el característico gorrode jefe de estación, que le hacía parecer ungendarme francés.

—¡Don Pablo! —voceó Andrés— ¿Qué letrae a la estación a estas horas?

—Vosotros —respondió con voz cansada—.

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Sabía que estaríais aquí, me lo imaginé. Hevenido a contaros algo que creo debéis saber.

Se detuvo unos instantes para recuperar elresuello y enseguida dijo:

—¡No tenéis que fiaros del Menuto!

Los tres amigos se miraron entre ellosescépticos, desconfiados. Se estaba ampliandoel abanico de personas que conocían lahistoria del lodo mágico y del Menuto.Primero fue don Luis, quien estaba alcorriente de la existencia del duende y de laspropiedades milagrosas de la pipa de maderade brezo. Ahora don Pablo, que les decía queno se fiaran del Menuto.

—¿Cómo sabe usted la historia del duende?—preguntó Alberto bastante incómodo yextrañado.

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—Os estuve observando la última noche quepasasteis por aquí —aclaró—. No dije nadapara no asustaros, pero escuché vuestraconversación y tengo que deciros que conozcoa los Menutos desde hace tiempo, no en vanohe sido jefe de estación los últimos treintaaños.

—¿Por qué no tenemos que fiarnos de él? —preguntó Alberto bastante asustado después dela declaración de don Pablo—. ¿Qué nospuede hacer ese duende?

—Los menutos —siguió explicando el jefe deestación—, son buenos con los sereshumanos, incluso de gran ayuda, pero si losazuzan o atosigan, pueden llegar a ser muypeligrosos.

—¿Peligrosos? —gritó Juan.

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Las declaraciones de don Pablo estabaacongojando a los tres amigos.

—Sí —siguió diciendo—. Igual que puedenutilizar todos los medios a su alcance parasanar a personas o ayudar en sus problemas,pueden utilizar ese mismo poder para locontrario, es decir…

—¿Maldiciones? —interceptó Andrés que seacababa de llevar un trozo de regaliz a la boca.

—¡Exacto! —replicó don Pablo— lamaldición del Menuto es eterna y, que yosepa, no hay manera de desprenderse de ella.

—Entonces no tenemos forma de conseguirarrebatarle la pipa de madera —planteó deforma congruente Andrés.

—No he dicho eso exactamente —replicó el

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jefe de estación—. Una cosa es acosar alduende y otra, bien distinta, es quitarle lacachimba de brezo de sus manos sin que él semoleste y sin que os maldiga de por vida.

—Podría ser más claro —le interpeló Alberto,sabedor de que el jefe de estación estabaintentando contarles algo.

—Bien, la única forma que hay de quitarle delas manos algo al duende Menuto, espetrificándolo —explicó.

En la cara de don Pablo se dibujó una muecade dolor, quizá por la posición erguida en lacual llevaba bastante rato, o por el frío quehacía en la estación de Osca.

—¿Petrificándolo? —preguntaron los tres almismo tiempo y sin dejar de observar alanciano jefe de estación.

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—Sí, se trata de un hechizo que le dejaráinmóvil el tiempo suficiente como para poderarrebatarle la pipa —aclaró—. Es la mejormanera que hay de conseguir quitarle algo alduende sin desatar su enemistad. Cuando paseel efecto de la inamovilidad, ni siquiera se darácuenta de que le falta la pipa. El Menutosolamente recuerda objetos que son de supropiedad desde siempre y la cachimba demadera es adquirida, por lo que no laencontrará a faltar.

—¿Qué debemos hacer para petrificar alduende? —preguntó Andrés, entusiasmadopor la idea, mientras rebuscaba en el bolsillode su camisa otro trozo de regaliz.

—Un momento —replicó Juan—. ¿Quién hadicho que vamos a enfrentarnos al duende?

¡Vamos chicos! —interrumpió Alberto— no

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hemos llegado hasta aquí para echarnos atrásahora… ¿verdad? Dejad que don Pabloexplique como conseguir la pipa de madera.

—Si os interesa saberlo —continuó hablandoel jefe de estación—, para el encantamientodel Menuto necesitareis una rana con alas.

—¿Una rana con alas? —preguntaron los tresmientras se miraban confusos.

—Sí —aseveró don Pablo riendo—. Es unextraño y difícil batracio, casi imposible deconseguir. No me mofo de vosotros, no, loque ocurre es que no es una rana de verdad.Es una figura de bronce, de la que sólo hayunas pocas en el mundo. Se construyó conuna aleación de cobre y estaño, en la ciudadde Segovia. Data de finales del siglo quince ysólo sé del paradero de una.

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—¿Por qué se hicieron? —preguntó Alberto.

—Pues no sé el motivo —respondió donPablo, mientras se sentaba, visiblementeagotado, en uno de los bancos de madera de laestación—, pero seguramente fue parapetrificar duendes, no conozco otra utilidad.

—¿Ha dicho que sabe donde está una? —preguntó Juan, que hasta ahora habíapermanecido callado.

—Así es, se encuentra en un pueblo de laprovincia de Ávila, se llama La Hermana deDios…

—¿La Hermana de Dios? —consultó Andrés— ¿Un pueblo?

—Sí —respondió don Pablo—. Se encuentracerca de Abelillo. En las afueras de ese

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municipio hay una ermita. Pasada la capillapor el camino de tierra que llega hasta ella hayun terraplén cubierto de hierbas. Siguiendo esacuesta se llega hasta una piedra redonda degranito. Desplazando la roca hacia la derechase observa un agujero. Excavando un metroaproximadamente se llega hasta una caja deestaño. En el interior de ella se halla la ranacon alas. Es inocua totalmente para laspersonas, no puede haceros nada y tampocoos caerá ningún maleficio por cogerla.Desconozco quien la forjó y por qué la guardóen tan recóndito lugar. Lo que sí es cierto esque funciona con todo tipo de duendes y lospetrifica al instante, no hay que esperar ningúnintervalo de tiempo para conseguir el efectoparalizador, es instantáneo. Es la única formaque tenéis de poder inmovilizar al Menutopara arrebatarle la pipa de sus manos. No hayotra, o por lo menos no la conozco.

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Ahora sí que había tocado fondo la aventurade los tres, pensó Alberto. Lo de ir a Belsité,pasando por Guísar, para encontrar una pozamágica, tenía un pase. Subir en tren toda lanoche y estar a punto de no regresar a casa,también. Pero ir a Ávila, eso era otra cosa.Debían de desplazarse más de quinientoskilómetros, ese trayecto no se hacía en un día,ni en dos. Alberto pensó que la hazaña habíaconcluido antes de empezar. Era una pena,pero no tenían forma de ir hasta La Hermanade Dios sin que sus padres no se enteraran.

Regresaron a sus casas. Apesadumbrados porel hecho de no conseguir el lodo mágico.Alberto, sobre todo, no pudo dormir en toda lanoche, se despertaba constantemente en laestación de Osca, con mucho frío. Veía lacara del jefe de estación mientras contaba lahistoria de la rana con alas…

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—10—

El cofre de estaño

Miércoles 04 de noviembre.

A la mañana siguiente, los tres amigos, fueronal colegio Santa Ágata. Esta vez un poco mástristes que otros días. Cuando Alberto pasópor delante del despacho de la directora delcolegio, la señorita Luisa, ella le hizo unademán con la mano para que entrara.

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—Buenos días Alberto —le dijo en tonoefusivo— ¿Pareces cansado?

—Sí señorita, no he dormido muy bien estanoche —contestó el chico sin muchaemotividad.

—Quería hablar contigo sobre un asuntoescolar importante —expuso la directoramientras ordenaba unos papeles que habíasobre su escritorio.

Alberto esperó unos segundos a que ellaterminara de adecentar la mesa.

—Estamos pensando en enviar unarepresentación de nuestra escuela a Ávila. Setrata de una exposición cultural sobre Santos,y este colegio baraja la posibilidad decomisionar alumnos que simbolicen a SantaÁgata, nuestra patrona. Para ello, el taller de

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plástica crearía unas campanillas de plata queserían donadas al certamen. ¿Qué te parece?

La señorita Luisa era la directora del colegio.Era una mujer extraordinariamente atractiva.Tenía cuarenta años cumplidos hacía poco.Soltera empedernida y el pelo castaño,siempre suelto. Usaba gafas, pero no se lasponía casi nunca, lo que denotaba coqueteríapor su parte. A pesar de estar un poco gruesa,se mantenía en buena forma física ya quehacía mucho deporte.

Mientras la directora hablaba, Alberto pensóen las paradojas del destino. Querían ir a Ávilay ahora se les ofrecía la magnífica posibilidadde hacerlo y encima sin levantar sospechasentre sus padres, al ser un asunto escolar.Tenía que ingeniárselas para poder ir hasta allícon Andrés y Juan y luego desplazarse hastaLa Hermana de Dios para encontrar la rana

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con alas. Oportunidades como esta no sepresentaban todos los días.

—Me parece una idea estupenda señoritaLuisa —dijo con un tono que sonó a cursi—.¿Cuántos alumnos vamos?

—La junta aún no lo ha decidido —contestóla directora mientras ojeaba otro montón depapeles—, pero calculo que serán entre tres ycuatro.

—Tres estaría bien —aseveró Alberto—. Esel número ideal para una delegación escolar.

La directora sonrió.

—Bueno, vete a tu clase Alberto —respondiósin levantar la vista de la hoja que tenía en susmanos— y ya te diré algo más cuando la juntalo haya decidido.

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A Alberto le invadía por completo laimpaciencia, deseaba explicar a Juan y Andréslo que la directora del colegio le había dicho.Sería espléndido viajar los tres juntos hastaÁvila. La providencia se había aliado con unabuena causa y podrían viajar hasta laHermana de Dios sin necesidad de mentir asus padres.

Durante las clases de la mañana Albertoestuvo ausente totalmente. No escuchabaprácticamente nada. Sólo pensaba en el viaje.En que éste se produjera y que fueran los tresjuntos. En hallar el cofre de estañoconteniendo la rana alada. ¿Cómo sería? ¿Quésentiría al cogerla en las manos? ¿Tendría lacaja un veneno que se esparciría por el aire alabrirla? Se acordaba de la tumba deTutankamón, de su maldición, de las personasque murieron al poco de entrar en ella. ¿Noestarían jugando con las fuerzas ocultas de

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este mundo? Eran unos jóvenes inquietos queempezaban a desperezarse en la sociedad delos adultos. Comenzaban su andadura por losentresijos de la vida y ante sus ojos se abría laposibilidad de salvar la vida a una personaenferma que sólo esperaba taciturno la llegadade la muerte. Alberto se sorprendió a si mismoimaginando como se revitalizaría don Luis,como dejaría de tartamudear Juan, como securaría el asma de su madre, como…¡Despierta! Le dijo la voz de la racionalidad.Eso no puede ser, lo sabes de sobra. La magiano existe, no existen los duendes, ni las hadas,ni los elfos, ni la inmortalidad, no existe nada.La lógica y el empirismo empujaban a Albertoa buscar esa caja de estaño y probar la ranaalada con el Menuto y saber si realmenteexistía la magia, si venía el ratoncito Pérez adejar regalos en el cabecero de los niños. Si seadentraba Papá Noel, Santa Claus o el ViejitoPascuero por las chimeneas de las casas. Si

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trepaban por las fachadas de los edificios losReyes Magos con sacos cargados de regalos,si se cumplían los sueños…, Albertonecesitaba creer.

A la hora del recreo Alberto no quiso decirlenada aún a Juan y Andrés. Decidió que lomejor sería esperar a estar seguro de que elviaje a Ávila se iba a llevar a cabo, entoncesse lo contaría a sus amigos. Nada más salir declase se plantó en la puerta de la directora delcolegio. No paró de pasear por delante deldespacho haciéndose ver para que ésta ledijese algo del viaje. Pasaba constantementepor delante de su puerta de un lado hacia otro.Tosía para hacer ruido. Se agachaba paraabrocharse los cordones del zapato. Fingíaesperar a alguien.

Desde la otra esquina del despacho, sus dosamigos lo miraban con estupor.

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—¿Qué le pasa a Alberto? —le preguntó Juana Andrés.

—No sé. Lo cierto es que está muy raro.Estará preocupado por lo del lodo mágico.

Pero ninguno de los dos le dijo nada.

Finalmente acabaron las clases y Alberto nopudo esperar más y entró en el despacho de ladirectora resuelto a saber algo sobre el viaje.

—¿Te noto inquieto Alberto? ¿Ocurre algo?—le preguntó la directora saliendo de sudespacho y cerrándolo con llave.

—Pues…, mire…, quería saber… —intentóexplicarse sin éxito.

—Claro, entiendo, ¿es por el viaje a Ávila? —afirmó mientras se guardaba la llave de laoficina en su enorme bolso de piel—. Bien, la

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junta ya ha tomado una decisión.

Si al chico le hubieran pinchado en esemomento seguramente no hubieran sacado niuna gota de sangre. La directora apenas paróunos segundos de hablar, pensativa, pero a élse le hicieron siglos.

—Iréis tú y tus dos amigos: Juan y Andrés.¿Es eso lo que querías saber?

—¡Sí, sí! Gracias señorita Luisa —gritóexaltado—. No sabe cuanta ilusión tenemostodos en hacer ese viaje.

Le dio un beso en la mejilla y se quedó paradoal darse cuenta de lo inadecuado de su acción.No sabía el porqué la besó, pero de repente lepareció una mujer fascinante, llena deencanto. La vio bellísima y dedujo que estaríaal corriente de toda la aventura, del Menuto,

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de las pozas de lodo mágico, de la enfermedadde don Luis. La imaginó como una hadabuena empeñada en ayudarles. Su aventura nopodía salir mal, de ninguna manera.

—Ya veo que te hace mucha ilusión —manifestó la directora mientras se marchabapor el pasillo dirección a la puerta de salida—.Mañana a primera hora tenéis que pasar pormi despacho, Andrés, Juan y tú. Ya teencargarás de decírselo a ellos…

¿Qué si me encargaré? No creo que hablemosde otra cosa esta tarde. Nos veremos en el río,como siempre, y planificaremos el viaje. Eraproverbial la forma en que había surgido laexpedición hasta Ávila. Alberto pensó que poruna vez tenían suerte.

Quedaron como siempre, en la dehesa.Estuvieron toda la tarde hablando del tema.

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Juan y Andrés comprendieron al fin por quéAlberto estaba tan nervioso esa mañana y porqué no paró de dar vueltas delante deldespacho de la directora. No pararon decomponer cábalas y conjeturas sobre cómoencontrar la rana con alas. Sobre la fascinanteodisea que les esperaba. Tuvieron que hablarde pie pues los nervios les impedían sentarse.Juan sudaba como nunca y apenas podíanentender lo que decía. Andrés no paraba demasticar regaliz y se comieron cinco bolsasentre los tres. Esa noche ninguno pudo dormirde los nervios.

Les parecía increíble la forma tan proverbialque tuvieron de poder ir a Ávila, eso teniendoen cuenta que había cerca de setenta milpoblaciones en todo el territorio nacional.Estadísticamente eran ínfimas las posibilidadesde que les tocara un viaje a una ciudad en laque estaban interesados. Tenían la sensación

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de que en todo eso que les ocurríaúltimamente, había una mano amiga queinterfería por ellos. El hecho de que ladirectora del colegio les ofreciera la posibilidadde viajar a Ávila, justamente cuando queríanir allí a buscar la rana con alas, les parecíademasiada casualidad para que solamentehubiese intervenido el azar. Alguien les estabaayudando.

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—11—

Jueves 05 de noviembre

A la mañana siguiente se presentaron los tresamigos en el despacho de la directora.Llegaron incluso antes que ella. Esperaron enla puerta unos interminables minutos. Algunosalumnos pasaban por delante y les mirabancon recelo. «Algo traman estos tres»,pensaron.

Alberto, Juan y Andrés estaban ansiosos por

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saber las condiciones del viaje y qué díapartirían.

—¿Qué tal, muchachos? —saludó la señoritaLuisa.

La directora abrió la puerta de su despachocon llave y la cerró después de que entraranlos tres. Colgó la chaqueta en un perchero quehabía al lado del sillón.

—Vamos al grano que no dispongo de muchotiempo. Partiréis mañana a primera hora, esdecir, a las seis de la mañana os llevará un taxihasta el aeropuerto de la capital, el avión salea las ocho. Tardaréis en llegar a Madrid unahora aproximadamente, donde os recogerá uncoche que os conducirá hasta Ávila. Allí osestará esperando un profesor del colegio SantaÁgata, él os acompañará hasta la escueladonde dormiréis los tres días que durará la

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exposición. Dentro de una hora, más o menos,pasad por la oficina del bedel, que os tendrápreparados los billetes de avión, también osdará una cantidad de dinero en metálico paracostear los gastos del taxi y la manutención;aunque el alojamiento de Ávila está pagadopor la Diputación. Y sobre todo, coged ropade abrigo; el clima de allí es mucho más fríoque el de aquí. ¿Alguna pregunta?

Ninguna. Los tres amigos salieron deldespacho escopeteados. El colegio les diofiesta durante el resto de la jornada. Los trescontaron a sus respectivos padres el viaje queles esperaba durante el fin de semana. Lamadre de Juan no se opuso a una excursióncon tintes didácticos y que patrocinaba laDiputación local. Al contrario, la señora estabaencantada de que su hijo participara ensemejante evento y que fuera uno de loselegidos para representar al colegio.

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Alberto estuvo toda la tarde preparando elequipaje. Para el chico era importante nodejarse nada que pudiera necesitar durante losdías que estuviera de viaje. Preparó la maletay revisó lo que había metido en ella variasveces, hasta estar seguro de que no seolvidaba nada. Cada vez que se acordaba dealguna cosa, llamaba a Juan o Andrés y se lodecía, ellos hacían lo mismo con él; seestuvieron llamando toda la tarde.

«Oye Juan no te olvides el cepillo de dientes»,le decía Alberto. Y él le respondía, «sobretodo coge camisetas de punto para el frío».

Los tres repasaron la lista varias veces y dadalas limitaciones de las maletas, en algunaocasión alguno quitaba calcetines y añadíacalzoncillos. Otras veces sacaban un pantalóny metían un jersey. Al final dejaron susmaletas llenas de ropa y pensaron que si se

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olvidaban algo, lo podían comprar en Ávila.

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—12—

Viernes 06 de noviembre

A las seis de la mañana se encontraban los tresen la estación de autobuses de Osca, donde lesesperaba un taxi para llevarles, como dijo ladirectora del colegio, hasta la capital. Cuandollegaron el taxista ya se encontraba allí. Cogiólas maletas que portaban y las introdujo en elmaletero del coche.

—Buenos días chavales. ¿Sois los del viaje a

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Ávila? —preguntó mientras le daba vueltas aun palillo que tenía en la boca.

—Sí, somos nosotros —respondió Andréssacando del bolsillo de su chaqueta los billetesdel avión.

—No, a mí no me los tienes que dar —manifestó el taxista que ya había acabado demeter los paquetes en el coche—. Los billetesos los pedirán en el avión. Tranquilos que aúnqueda una hora hasta llegar al aeropuerto —dijo al ver a los chicos algo inquietos.

En poco más de una hora se presentaron en elaeropuerto. Tomaron un refresco en el bar yse dirigieron hasta el embarque, no sin antesfacturar el equipaje. Alberto portaba unpermiso del colegio que les autorizaba a viajarsolos, ya que al ser menores no podíanhacerlo a no ser que les acompañara un

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adulto, pero la carta firmada del colegio eraautorización suficiente.

Durante los cincuenta minutos que estuvieronen el avión apenas hablaron. Juan aceptó unzumo de naranja de una guapa azafata yAndrés hizo lo mismo con un batido dechocolate. Alberto estaba demasiado nerviosopara tomar nada.

Llegaron al aeropuerto de Madrid, puntuales.Allí les esperaba otro taxi, que los llevó hastaÁvila. Una hora más de trayecto. El taxistaapenas hablaba, sólo escuchaba una emisorade flamenco durante todo el recorrido.

A las once de la mañana estaban los tresamigos en la Plaza de Santa Teresa de Ávila.Se bajaron del taxi y vieron como el coche semarchaba por una de las callejuelas.Esperaron sentados en un banco de piedra de

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la plaza. Cansados pero contentos. Mientrashacían tiempo a que alguien del colegio deÁvila viniera a buscarlos, sacaron unosbocadillos de sus mochilas y se dispusieron acomer.

No habían pasado ni diez minutos cuando unseñor de unos cuarenta años, moreno,delgado, bien vestido; con traje y corbata, conun peinado impecable y bastante atractivo, seacercó hasta donde estaban sentados.

—Buenos días. ¿Sois los chicos de Osca? —preguntó mientras hacía un gesto señalandolas maletas de los chicos.

—Sí, —respondió Alberto— ¿Es usted elprofesor del colegio Santa Ágata de Ávila?

—Así es, me podéis llamar Pedro —respondiómientras les indicaba con la mano para que

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recogieran el equipaje y le siguieran.

Metieron las maletas en un coche que teníaaparcado, el tal Pedro, en la misma plaza. Sesubieron en él. El profesor del colegio SantaÁgata de Ávila parecía buena persona. Era unhombre educado y que transmitía buenasvibraciones. Les pidió por favor que letutearan, les dijo que el trato de "usted" lehacía más mayor de lo que era, y no legustaba nada.

Durante el trayecto hasta la escuela, dondepasarían las noches que se quedarían allí,Pedro se esforzaba por hacer que los chicos sesintieran cómodos. Estuvieron charlando sobrela exposición que se iba a celebrar en esamonumental ciudad; aunque lo que realmenteles preocupaba a ellos era encontrar la ranacon alas de bronce, así que no tardaron enenfocar la conversación hacia el tema que

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realmente les interesaba.

—¿Hay por aquí un pueblo que se llama LaHermana de Dios? —preguntó Alberto con untono distraído, como si no tuviera un graninterés en la respuesta.

—Sí, no está muy lejos de aquí —respondióPedro mientras conducía y sin dejar de mirarla carretera— ¿Por qué?

—Por curiosidad —dijo Alberto— había oídohablar de él y me chocó el nombre del pueblo.

—Sí, es muy curioso —relató Pedro—. Lavilla original no se llamaba así, estabaconstruida más arriba, donde está la ermita,pero trasladaron el pueblo al lado de lacarretera, donde estaba la antigua posada. Allí,el mesonero era conocido como "Dios", y suhermana "La Hermana de Dios", por ese

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motivo, cuando se estableció el pueblo nuevo,se le llamó de esa forma. No tiene muchoshabitantes, pero es una comarca muy bonita,si queréis, un día que no tengáis nada quehacer, os acerco un momento y lo visitáis.¿Qué os parece?

—Nos parece estupendo Pedro —exclamaronlos tres a la vez.

—¡Ya estamos en el colegio! —señalómientras hacía la maniobra de aparcamientopara entrar el coche en un garaje—. Ya osayudo a descargar vuestras maletas. Dejadlasen la habitación y cuando hayáis comido ospasaré a buscar para enseñaros un poco laciudad. ¿Es la primera vez que venís a Ávila?

Asintieron los tres con la cabeza mientrasdescargaban el equipaje y se encaminabanhacia la entrada de la escuela. Al bajar del

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coche Alberto se fijó en el reloj de Pedro, eramuy curioso, le había dado la sensación deque tenía veinticuatro horas, en vez de lasdoce habituales. Le pareció original yextravagante.

La habitación de la escuela era preciosa, contoques antiguos y decorada de forma sencilla,pero práctica. Había tres camas individuales,tres armarios y tres escritorios. El cuarto debaño era también enorme y disponía debañera, toallas y jabón. Se parecía más a lahabitación de un hotel que a la de un colegio.

Los chicos estaban ansiosos por comer yrecorrer la ciudad de la mano de Pedro, perolo que más querían era llegar a La Hermanade Dios y encontrar la rana con alas; objetivooficioso de este viaje, el oficial era laexposición cultural.

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El comedor estaba lleno de alumnos venidosde todas partes del territorio nacional. Estabansentados por grupos y eran de diversasedades. El murmullo era ensordecedor, todoshablaban en voz alta. La comida era muybuena, tipo bufé. Una ingente cantidad deplatos fríos y calientes para que loscomensales escogieran lo que quisieran.

Cuando casi habían acabado de comer, sepersonó Pedro en la mesa donde estaban ellos,vestido con un traje más informal que con elque les había venido a buscar a la Plaza SantaTeresa, pero igual de elegante.

—¿Habéis comido bien? —preguntó, mientrasse colocaba bien el nudo de la corbata a rayas,dejando ver su flamante y reluciente reloj deveinticuatro horas.

—Sí —respondieron los tres a la vez—. La

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comida es muy buena —afirmó Alberto sindejar de mirar el extraño reloj que portaba elguía.

—¿Te gusta el reloj, eh? —preguntó Pedro, aldarse cuenta de que el chico no dejaba defijarse en él.

—Sí —asintió—. Es muy curioso, nuncahabía visto uno igual.

—Es ruso —admitió Pedro mientras seremangaba la camisa para mostrarlo—. Es unPaketa, una rareza única. Está fabricado enUcrania, tiene bisel interior giratorio connombres de ciudades de Rusia y otros paísespara ver la diferencia horaria y mecanismoantichoque con movimiento de carga manual.La esfera es ligeramente más grande que unreloj convencional, para que quepan lasveinticuatro rayas de las horas.

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—Nunca había visto uno igual —manifestóJuan mirando asombrado el extraño reloj depulsera—, siempre he visto los típicos de docehoras. No sabía ni que existiera uno como eltuyo.

—Éste es una pieza única, como ya os hedicho —explicó Pedro sin dejar de tocar laesfera del increíble reloj—. Me lo trajo unbuen amigo desde Rusia, de la ciudad deNovosibirsk. Lo conservo como una reliquia,a pesar de no ser muy puntual y tener queestar dándole cuerda diariamente.

Pedro les llevó por la tarde a visitar lamonumental Ávila. Subieron a la muralla, enexcelente estado de conservación. Entraron enlos conventos de Santa Teresa, las Carmelitasdescalzas y el monasterio de Santo Tomás,entre otros. Visitaron las Casas de Diego deBracamonte, de Juan de Henao y del Conde

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de Polentinos.

Pedro les explicó la historia del Rey niño deÁvila.

—Cuenta que estando casados Alfonso I deAragón con Doña Urraca de Castilla, el maltrato que recibieron ella y su hijo, hizo queésta abandonara a su marido y se refugiara ensu tierra natal. El monarca aragonés, deseosodel título de rey Castellano, aspiraba a que elniño desapareciera, por eso los persiguió yacosó para quedarse con el príncipe. Llegadohasta Ávila el rumor de que se escondíancerca de la ciudad, el alcalde de la localidadmandó emisarios en busca de Doña Urraca ysu hijo para que los escoltasen hasta la villaamurallada y así protegerlos del Rey deAragón, lo cual se logró. Al tiempo, llegó hastaella el Rey con un fuerte ejército, solicitandoque le fuera entregado el niño. Tras las

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negativas de los defensores, los aragonesesdifundieron el bulo de que los que tenían alheredero lo querían matar para que reinaraotro en su lugar. La mentira no llegó a creersey el asedio continuó. Pasaba el tiempo yAlfonso I no conseguía su objetivo. Sustropas, acampadas a las afueras de la ciudad,se impacientaban. El Rey acordó con lossoldados de la fortificación que le enseñaran alniño desde lo alto de una de las torres parasaber si seguía vivo. Para asegurar que cuandose aproximase a la muralla no fuese atacado,los de Ávila tendrían que dejar a sesenta desus caballeros, todos hijos de los nobles, encalidad de rehenes, en su campamento. Loshidalgos accedieron. El Rey, vio al niño ypidió que se lo dieran. Al negárselo, mandó asus hombres que hirvieran vivos a los sesentacaballeros retenidos. Desde entonces el lugardonde ocurrió la matanza es conocido comolas hervencias.

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—¿Y qué pasó después? —preguntó Albertoatónito por la maravillosa historia que lesacababa de contar el excepcional guía.

—Después de la traición —siguió la crónicaPedro—, levantaron el asedio y marcharon.Varios de los grandes de Ávila les siguieron,entre ellos Blasco Jimeno, hasta lasproximidades de un pueblo llamadoFontiveros. Allí retaron al Rey por la cobardíacometida. Pero el monarca lejos de defendersu honor los mandó matar también, por eso selevantó una cruz en memoria de la gesta deestos cuya cruz se denomina "del reto" que seencuentra entre los pueblos de Fontiveros yCantiveros. Hoy en día el escudo de la ciudadrepresenta el cimorro de la catedral con unniño Rey en lo alto y el título de Ávila delRey.

—¿Qué es un cimorro? —preguntó Juan.

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—Es la torre de la iglesia —respondió Pedromirando el reloj y observando que se estabahaciendo tarde—. Mañana os llevaré hasta LaHermana de Dios, ¿Ok?

Los tres asintieron con la cabeza. Estabancansados de la caminata que se habíanpegado, pero valió la pena ver una ciudad tanhermosa. Dos días después tendrían que haceracto de presencia en la exposición cultural deSanta Ágata, así que la única posibilidad deconseguir la famosa rana con alas, la tenían enla visita que harían el sábado, acompañadosde Pedro. El problema es que no sabían cómoharían para distraerlo y que no supiese lo de larana de bronce.

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—13—

Sábado 07 de noviembre

El despertador sonó a las ocho de la mañanaen punto.

«Hoy es el gran día», pensó Alberto mientrasse dirigía al lavabo para lavarse la cara.

Juan y Andrés tardaron unos minutos enlevantarse, el día anterior los dejócompletamente agotados.

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Los chicos ordenaron la habitación y seasearon. Fueron hasta el comedor paradesayunar. El pasillo estaba atestado dealumnos de otras ciudades que se habíanpersonado en Ávila por la exposición. Pero notenían tiempo de relacionarse con ellos.Apenas hablaron con ninguno.

Mientras estaban mojando las porras en elcafé con leche, se presentó Pedro, puntualcomo ya era costumbre en él.

—¿Qué tal chicos? ¿Habéis descansado bien?—preguntó.

Venía vestido con un impecable traje azulmarino y se quedó mirando los restos delimpresionante desayuno esparcido sobre lamesa.

—¡Muy bien! —respondió Andrés todavía

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con la boca llena.

—¡Hoy mejor que ayer! —atestiguó Alberto.

—Pues cuando hayáis comido nos iremoscamino de La Hermana de Dios, hay muchoque hacer allí —aseveró al mismo tiempo queles guiñaba un ojo.

Los tres se miraron con aire de complicidad.Sería fantástico que Pedro supiese la historiadel cofre de estaño y de la rana con alas quecontenía. Que supiera de los menutos y delpoder de la pipa de madera de brezo. Del lodode Belsité y de su capacidad curativa…

Se subieron en el coche de Pedro y sedirigieron hacia el anhelado pueblo, habíallegado el momento de la verdad. La ranaalada de bronce les ayudaría a quitarle la pipade madera de brezo y boquilla de cuerno de

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alce, al duende Menuto, y con ella podríanhacer que el lodo adquiriera propiedadesmilagrosas y así curar la enfermedaddegenerativa del querido profesor don Luis.

En apenas media hora habían llegado alpueblo. Pedro aparcó, prácticamente, en laentrada del municipio y lo que buscaban loschicos estaba en la parte alta, al lado de laermita.

—Estáis muy callados —dijo Pedro ante elsilencio de los chicos.

—Es el trasiego del viaje de ayer —respondióAndrés—. Aún no nos hemos recuperado.

Se apearon del vehículo y siguieron a Pedropor un camino de tierra que dejaba el pueblo ala derecha. Caminaron en silencio. Miraron alos lugareños que los observaban con

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curiosidad. En unos minutos llegaron hasta laermita, era sencilla pero preciosa. Pedro sedetuvo delante de ella.

—Esta es la ermita de San Miguel —señaló—,es un excelente lugar para venir a pasear ysentarse aquí ha descansar. ¿Queréis ver elpueblo?

—Sí —asintió Alberto—. Estaría bien.

—De acuerdo, si os parece os lo enseñoluego, se recorre enseguida —explicó Pedro—, pero quiero aprovechar que estoy aquípara hablar con un amigo que hace tiempo queno veo. ¿Quedamos aquí mismo dentro deuna hora?

—¡Perfecto! —exclamó Andrés con un gritode satisfacción.

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Nada más irse Pedro, los tres bajaron por elterraplén que había al lado de la ermita.Siguieron durante unos metros por un caminolleno de hierbas, hasta llegar a la piedraredonda de granito. Estaban excitados. Tantotiempo y al fin se encontraban delante de laroca donde se supone estaba sepultada la ranacon alas. Don Pablo no les había engañado. Elrecorrido era tal y como él les dijo.

—¿Y ahora? —preguntó Juan sudoroso por laemoción y colocándose bien las gafas.

—Hay que apartar la piedra y excavar debajode ella, un metro aproximadamente —respondió Andrés mientras tiraba al suelo unpequeño trozo de regaliz sin acabar decomérselo.

—¿Hacia la izquierda? —volvió a preguntarJuan.

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—¡Oye! —exclamó Andrés—, no ponerosnerviosos ahora, a ver si vamos a regresar conlas manos vacías. La piedra había queapartarla hacia la derecha. Me acuerdoperfectamente de que el jefe de estación dijohacia la derecha.

Empujaron, los tres a la vez, con todas susfuerzas. La piedra se movía, pero muylentamente. El tamaño era como el de unapersona. Debía de pesar doscientos kilos porlo menos.

Siguieron tirando de la roca hasta que se vio,debajo, un pequeño agujero.

—¡Parad! —gritó Andrés—. Parece que seobserva algo.

—Es un hoyo —anunció Juan—. Dijo el jefede estación que teníamos que cavar un metro

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debajo de la piedra de granito.

—¡Así es! —afirmó Andrés—. Lo que ocurrees que no hemos traído ninguna herramientapara perforar la tierra.

—Podemos hacerlo con las manos —dijoAlberto ansioso por encontrar la rana debronce—. Un metro no es tanto para treschicos aragoneses. ¿Verdad?

Estuvieron casi una hora cavando. Se fueronturnando en ciclos de diez minutos,aproximadamente, cada uno. Se ayudaban conunos guijarros que había alrededor de la zona.

—Creo que las piedras que estamos usandopara cavar son de siles —advirtió Alberto, sindejar de agujerear.

—¿Estás seguro Alberto? —preguntó Juan,

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quitándose las gafas para limpiarse el sudor dela cara con un pañuelo de tela.

—Sí, y creo que son del paleolítico, es decir,de unos cuarenta mil años —afirmó mientrastoqueteaba una con su mano—. Seguramentenadie se ha percatado de que están aquí. Sontan rudimentarias que es difícil darse cuentade lo que realmente son.

Llegaron a profundizar casi dos metros. Lasmanos ensangrentadas. Barro por todaspartes. Mientras que uno rascaba la tierra conlas piedras a modo de picos, otro las sacabacon la mano. Se partieron varias uñas peroaún así siguieron cavando.

«Qué locura», pensaron los tres al mismotiempo.

Ya habían perdido todas las esperanzas

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cuando de repente…

—¡Toco algo! —vociferó Juan envuelto ensudor y con las gafas apoyadas en la punta dela nariz.

—¡La caja! —exclamaron Andrés y Alberto almismo tiempo.

Siguieron cavando entre los tres.Atropellándose. Golpeando el suelo con lasmanos desnudas, ensangrentadas. Sacaron latierra sobrante de los bordes de una caja deestaño, o por lo menos parecía eso. Tenía eltamaño de un teléfono fijo y estaba cerradapor un enorme candado de aspecto antiguo,tan grande como una bombilla de sesentavoltios. Sacaron el cofre del socavón conenorme cuidado, no sabían qué había dentro.

—No hay tiempo de abrir la caja ahora —gritó

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Andrés—. Debemos guardarla en una denuestras mochilas. Está a punto de llegarPedro y es mejor que no sepa nada de esto.

Metieron el cofre en la mochila de Juan, era laque estaba más vacía, y se encaminarondirección a la ermita de San Miguel dondehabían quedado con el guía, no sin antesvolver a colocar la piedra de granito en supunto original. Alberto recogió un poco laspiedras de siles y esparció la arena de formauniforme, para que no se notara lo que habíanhecho. En tan poco espacio habían encontradoun cofre y utensilios del paleolítico. «¿Quiénsabe cuántos restos arqueológicos habría poresa zona?», pensó.

Puntual, como ya era acostumbrado en él,llegó Pedro al lugar donde se citaron, delantede la ermita de San Miguel.

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—¿Os enseño el pueblo? —preguntó mientrasse agachaba para abrocharse un cordón de susimpecables zapatos negros.

—No es necesario —respondió Andrés—,hemos aprovechado este rato para ver toda lavilla. Nos apetece más volver a Ávila ydescansar un poco en el colegio, la visita deayer nos dejó agotados y mañana tenemos quepermanecer todo el día en la exposición.

—Como queráis —asintió Pedro—. Yo estoysatisfecho de haber hablado con un buenamigo, al que hacía tiempo no veía.

Pedro se había dado cuenta del deplorableestado en el que se encontraban los tresamigos. Estaban sudando y habían metido lasmanos en los bolsillos para que no se vieranlos arañazos producidos al cavar y la sangrede las uñas, pero no dijo nada.

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Se marcharon hacia el coche que Pedro habíaaparcado en la entrada del pueblo. Los chicosestaban emocionados, tenían el cofre deestaño donde se supone estaba la rana debronce con alas. Era increíble, por fin lohabían conseguido. Sólo les restaba abrir lacaja. No tenían la llave del candado, pero detodas formas una cerradura de ese tipo no sepodía resistir demasiado, pensaron. Con unosalicates o un martillo y un escoplo no tendríanproblemas para romper la cerradura y accederal interior del cofre.

Pedro les dejó en la habitación del colegio. Sedespidieron de él con prisas. No sabían sisospechaba algo, pero no tenían ganas deentretenerse. Llegaron a la habitación y loprimero que hicieron es cerrar con llave desdedentro, abrir la mochila de Juan y sacar la cajade estaño. La dejaron sobre la mesita quehabía debajo de la ventana, junto a un

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radiador.

—¿Cómo la abriremos? —preguntó Juan sindejar de mirar el cofre.

—Aquí no tenemos herramientas adecuadaspara forzarla —aseveró Andrés.

Se turnaron para lavarse las manos y curarselas heridas con el alcohol que la previsoramadre de Juan embutió en la maleta de suhijo.

—El problema —argumentó Alberto— es quesi abrimos la caja rompiendo el candado,posiblemente también dañemos la rana debronce. Lo mejor, creo, sería llevar la cajahasta Osca y preguntar al jefe de estación lamejor manera de abrirla. No hay que olvidarque fue él quién nos dijo que laencontraríamos aquí, por eso, también debe

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saber el paradero de la llave para abrirla.

Andrés y Juan asintieron y estuvieron deacuerdo en que era la mejor forma deproceder. Así que regresaron a Osca, una vezacabada la exposición de Santa Ágata, que fueun rotundo éxito. Estuvieron representados unconjunto importante de colegios de todo elterritorio nacional. Las campanillas de plata deSanta Ágata se quedaron en el museo de laescuela de Ávila, como representación de labeata.

Antes de irse de la ciudad fueron a despedirsedel guía de excepción por la ciudad de Ávila ypor la villa de La Hermana de Dios. Se dieronun enorme abrazo y le agradecieron sucortesía e intercambiaron números deteléfono. Pedro había sido, durante toda laestancia de los chicos en la ciudad, un buenexplorador. Les llevó a ver sitios, que sin su

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inestimable ayuda, nunca hubieran visitado.

El cofre de estaño se encargaría de custodiarloAndrés en su casa, hasta encontrar la formade abrirlo y ver lo que contenía su interior. Elmotivo de que fuera él quien lo guardara, eraporque estaba solo en su habitación, así queno había peligro de que alguien hurgara en suscosas. Alberto no podía guardar la caja,porque no se fiaba de su hermana Rosa,aunque era muy buena persona, ignoraba sitocaba sus cosas cuando él no estaba. A Juanle ocurría lo mismo, su madre era muydesconfiada y él siempre comentaba quesospechaba que fisgoneaba en su habitacióncuando no se hallaba en casa.

Una vez en casa, lo primero que hicieron,aparte de narrar durante todo el lunes, a losprofesores y alumnos del colegio Santa Ágata,como había sido la estancia en la ciudad de

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Ávila, fue dirigirse hasta la estación deferrocarril y entrevistarse con el jefe deestación, para explicarle la aventura en tierrascastellanas y el encuentro del cofre de estañoconteniendo, suponían, la rana alada debronce.

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—14—

La llave de oro

Martes 10 de noviembre.

Lo hallaron por la tarde, en el andén. Debajodel reloj, sentado en uno de los bancos demadera. Le explicaron que la caja estaba en supoder, pero que tenía un enorme cerrojo yque era imposible de abrir sin romperlo.

—¿Cómo conseguimos la llave? —le preguntó

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Alberto a don Pablo mientras se desperezabaen el asiento.

—Eso si que es un problema —respondió eljefe de estación, compungido—. Solamentehay una persona en todo el mundo que sabedonde está la llave del cofre de bronce.

—¿Qué? —exclamó Andrés—, ¡No nos dijonada de eso antes de marchar hacía Ávila!

—No pensé que fuerais capaces de encontrarel cofre. La verdad —alegó como defensa a laacusación de Andrés—. Pero si forzáis la caja,el efecto de la rana será del todo inocuo. Supoder sólo es efectivo al abrir la caja con lallave de oro correspondiente. Y la singularforma de encontrarla es pedírsela a quien lafabricó. Él os dirá donde la podéis hallar.

—¿Llave de oro? —preguntaron los tres a la

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vez.

—¿Y cómo sabremos dónde está esa persona?—interrogó Juan con aspecto desanimado ytartamudeando levemente.

—Pues es sencillo y a la vez complicado —replicó el jefe de estación—. El fabricantetiene la característica de llevar un reloj deveinticuatro horas, es rarísimo, pero él, no sépor qué, porta uno. Aparte de eso, no sé deninguna pista más que os pueda ayudar.Ignoro incluso el lugar donde para esehombre. Siento no poder hacer nada más porvosotros.

—Sin querer ha hecho mucho —replicóAndrés—. Porque ya sabemos a quién serefiere. Conocemos a esa persona.Precisamente hicimos un amigo en Ávila quelleva un reloj así.

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—¡Vaya! —profirió el anciano jefe deestación—. Me alegro de que mi pista os hayaconducido hasta el fabricante del cofre.Aunque no deja de ser curioso que en laúltima semana hayáis conocido al únicohombre en el mundo capaz de deciros dondeestá la llave de oro. Es como si algún ser muypoderoso os estuviera ayudando en vuestrabúsqueda.

Dejaron a don Pablo en el banco de laestación y se fueron hasta la dehesa de Osca.Desde una de las cabinas telefónicas, que hayen el parque, llamarían a Pedro, por fortunaintercambiaron teléfonos antes de salir deÁvila. Estaban convencidos de que en caso desaber el paradero de la llave de oro, lo diría sindilación.

Cerca del río, donde campan los patos a susanchas, introdujo Alberto unas monedas en la

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cabina y llamó a Pedro. Él era el hombre delreloj de veinticuatro horas. Él era el fabricantede la caja de estaño portadora de la rana. Poreso los llevó hasta la ermita de San Miguel ylos dejó a solas durante una hora en el pueblode La Hermana de Dios. Sabía lo que los tresamigos iban a buscar y no hizo otra cosa queayudarles.

—Sí —contestó desde el otro lado delteléfono—. ¿Quién es?

—Pedro, soy Alberto de Osca. ¿Cómo estás?—le dijo mientras Juan y Andrés lo mirabanexpectantes.

—Esperaba tu llamada, pero no tan pronto.Habéis ido deprisa —respondió como sisupiera todo lo que habían estado haciendo.

—¿Mi llamada? —respondió Alberto

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extrañado por la adivinación de Pedro, almismo tiempo que hizo el gesto de encoger loshombros a sus compañeros.

—Sí, desde que te acompañé a ti y a tusamigos hasta La Hermana de Dios, supe loque ibais a buscar. Imaginaba que queríaisencontrar la rana alada de bronce, parapetrificar algún duende. No comenté nada,porque pensé que si necesitabais la llave ya osarreglarías para encontrarla y acabaríaisllegando hasta mí.

—Entonces…, fuiste tú el que fabrico la ranaalada —afirmó Alberto.

—No, yo fui el que construyó el cofre que lacontiene —se excusó Pedro—. La rana debronce es mucho más antigua, data deprincipios de la edad media. No se sabe quienfue el que la fabricó, pero la última pista se

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pierde en el siglo trece de nuestra era. Creoque se encontró en las inmediaciones delcastillo de Caravaca de la Cruz.

—Bueno, al grano, ya sabes para que te hellamado… ¿verdad? —dijo Alberto seguro deque el profesor de Ávila no era hombre derodeos.

—Ya, pero tenéis que tener cuidado con jugarcon fuerzas ocultas —advirtió—. No sé quienfabricó esa rana ni los motivos que leimpulsaron a ello, pero todo aquel objeto quetenga poder para inmovilizar a un duende, ymáxime si es un Menuto, debe tratarse concautela. Posiblemente fue uno de ellos quien lafabricó para protegerse de otro más poderoso.La rana estuvo vagando durante siglos.Seguramente, no lo sé del todo, se instituyóalgún tipo de Orden mística que se encargabade su custodia hasta que alguien, un

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alquimista, dijo que el poder de la rana debronce se podría contener en un cofre deestaño. A mí me lo encargaron. Me dijeronque hiciera un cofre lo suficientementehermético y estanco para que nada, ni el aire,ni la luz, pudiesen penetrar en él. Trabajédurante meses en él y finalmente, cuando loterminé, lo entregué a quien me pidió que lofabricara.

Alberto enmudeció unos segundos esperandoa que Pedro terminara de hablar. Y justocuando le iba a preguntar de nuevo dondeestaba la llave, dijo:

—El cofre lo entregué en Murcia…

—¿Quieres decir que es allí donde está?

—Así es, la llave la tienes que buscar enMurcia, concretamente en Caravaca de la

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Cruz, allí es donde la escondí.

—¿Qué? —replicó Alberto incrédulo— ¿Porqué en Caravaca?

—Porque fue allí donde apareció la rana y esallí donde pensé debía estar la llave. Nuncacreí que se separaran la caja y la forma deabrirla, las circunstancias hicieron que el cofrefuese a parar hasta La Hermana de Dios, peroen teoría debería estar aún en Murcia, cercade la llave.

—Está bien Pedro… ¿En qué lugar la pusiste?—preguntó Alberto intentando tranquilizarse.

El chico pensó que no habían llegado hastaallí, él y sus dos amigos, para ahora quedarsesin el lodo mágico por una llave.

—Sé que te vas a reír, amigo Alberto, pero la

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llave está en el interior de un restaurante de lalocalidad de Caravaca de la Cruz. La introdujeel día que fui a entregar el cofre. No penséque fuese a necesitarla nunca. No recuerdo enque restaurante, pero era un inodoro antiguo,de esos de cadena, por lo que la búsqueda sereduce bastante, ¿no?

—El problema no es ese Pedro —razonóAlberto mientras le chirriaban los dientes delos nervios—, la dificultad radica en que noveo la forma de llegar hasta Murcia, ¿sabes?Somos estudiantes de quince años, tenemospadres, colegio, amistades y carenciaseconómicas. Tuvimos un golpe de suerte alpoder viajar hasta Ávila y conocerte a ti, unapersona formidable —lo halagó justamente—.Pero no encuentro la forma de ir hastaCaravaca de la Cruz y buscar la llave de oroque tiene que abrir el cofre. Eso es,suponiendo que aún siga en el váter. Puede

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ser que el restaurante que mencionas noexista, o que hayan cambiado el retrete oincluso que alguien haya encontrado la llave yla tenga en su casa guardada como unareliquia. ¿Entiendes? ¿No hiciste una copia deesa llave?

—No, es única. Consideré el hacer unduplicado de bronce, pero me arrepentí y sóloexiste la llave de oro original para abrir elcofre. Los que me encargaron el cofre medieron a entender que nunca se debía abrir.Nunca… ¿entiendes Alberto?

La conversación telefónica con Pedro no leestaba ayudando demasiado. Alberto sabíaque sólo había una llave, que ésta era de oro yque estaba en algún retrete de un restaurantede la localidad murciana de Caravaca de laCruz. El problema era, ¿cómo ir hasta allí?Estaban hablando de casi mil kilómetros.

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Juan y Andrés no dejaban de mirar a Alberto,esperando que les explicara el contenido de laconversación telefónica con Pedro.

—Bueno, gracias por todo Pedro —sedespidió de él—. Has sido de gran ayuda.Conservo tu teléfono y te volveré a llamaralgún día.

—Una cosa Alberto, antes de colgar… ¿quées eso del lodo mágico que has mencionadoantes? —preguntó Pedro inquieto sin sabernada del asunto.

—Es un lodo que hay en el pantano deBelsité, queremos conseguirlo para ayudar aun amigo —le explicó en pocas palabras—.Por eso necesitamos la rana con alas debronce, para petrificar a un duende que tieneuna pipa de madera de brezo que necesitamospara hacer que funcione el conjuro del barro.

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—Bueno, que tengáis suerte tú y tus amigos,no entiendo nada de lo que me has explicado,pero tened cuidado con los duendes, no hayque fiarse de ellos.

—Gracias por todo Pedro, has sido de granayuda para nosotros —le dijo en tonomelancólico.

—Gracias a ti Alberto, saluda a tus amigos demi parte. Una última cosa antes dedespedirnos…

—Díme.

—Sobre todo no fuerces el cofre. Hay queabrirlo con la llave. El que rompa el candadose petrificará de por vida. ¡Para siempre! Esimportante no violentar el cerrojo bajo ningúnconcepto.

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—Así lo haré Pedro. Descuida y gracias portus valiosos consejos —le aseguró Albertomientras colgaba el auricular.

Al chico le quedaron un sinfín de preguntas enel tintero. Preguntas que le tendría que haberhecho a Pedro acerca de quién o quienes leencargaron la fabricación del cofre. Quizá eranmagos antiguos, recluidos, alquimistas queconocían los entresijos de los conjuros másmalévolos o más malignos. Gentes que sabíande la existencia de los Menutos y de losfantasmas. Para los tres amigos, desde luego,era un mundo desconocido. Aún ahora,después de todo lo que habían visto, les seguíapareciendo increíble la historia del lodomágico. De hecho, seguían sin haber vistoningún hecho milagroso, pues la cura de lapierna de Juan pudo deberse a una sanaciónespontánea. Habían oído hablar mucho deello, de heridas que dejaban de sangrar y

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cicatrizaban en minutos, quizá porque nofueron tan graves como en un principio sepensó. En cualquier caso estaban dispuestos allegar hasta el final.

—Habéis oído todo, ¿verdad? —le dijoAlberto a Juan y Andrés, que lo miraban conaspecto desanimado.

—Sí, te hemos escuchado —manifestó Juanmientras se quitaba las gafas y se frotaba losojos.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Andrésque les tenía acostumbrados a solucionarproblemas en vez de plantearlos.

—Pues lo que no tenemos que hacer esvenirnos abajo, no hemos llegado hasta aquípara dejarlo ahora. Murcia está a casi milkilómetros de aquí, por lo que en dos días se

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va y se vuelve en tren. No hace falta quevayamos los tres, con que lo haga uno essuficiente.

—¿Y quién irá? —preguntó asustado Juan,tartamudeando ligeramente y delatando sunerviosismo.

—No debéis preocuparos ninguno de los dos,iré yo —dijo Alberto seguro de si mismo ypareciendo el más interesado en llevar lamisión a cabo.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —volvió ainterpelar Juan poco convencido de la decisiónde su amigo.

—Sencillo —dijo—. Saldré de Osca el viernespor la noche, para lo cual me tendréis quecubrir uno de los dos, afirmando si se ospregunta, que estoy en casa de uno de

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vosotros, el que sea, ya nos pondremos deacuerdo. Para ello utilizaremos la excusa delos exámenes. Llegaré a Murcia demadrugada, dormiré en el viaje, que por ciertoserá en tren. Tengo todo el sábado parabuscar por todos los restaurantes de Caravacade la Cruz la llave de oro. Esa misma nochesaldré de vuelta para casa y llegaré el domingopor la mañana. ¿Qué os parece?

—Me parece que has perdido el norte Alberto—dijo Andrés.

—A mí no me parece mal plan —replicó Juan.

—¿Entonces? —preguntó Alberto.

Juan y Andrés se miraron igual que lo hacíanlos actores de las películas cómicas cuandoocurría un absurdo. Poco a poco su rostro fuecambiando. Empezaron a sonreír y Juan dijo:

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—Ok, costearemos el viaje entre los tres, a míme parece buena idea.

A lo que Andrés asintió con la cabeza.

Los tres cruzaron las manos al estilo de losTres Mosqueteros en las películas y dijeron envoz alta: "Todos para una y uno para todos".

Se dirigieron hacia la estación de Osca parasacar el billete de tren del viernes por lanoche. No había tiempo que perder. Lepidieron al jefe de estación, una vez leexplicaron los avances en la localización de lallave de oro, que no dijera nada a nadie si lepreguntaban por ellos y en especial porAlberto.

«No interesa que nuestros padres o alguien delpueblo sepa lo de mi viaje», dijo Alberto consemblante serio.

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El jefe de estación asintió y al mismo tiempoles animó a que no se echaran atrás ahora queestaban tan cerca.

Alberto se fue a dormir pronto esa noche, yaque al día siguiente tenía colegio y estaba muycansado del trajín de estos días. Antes deconciliar el sueño reflexionó sobre loacontecido en los últimos días y en la serie decoincidencias que habían ocurrido. «Quecasualidad que cuando necesitaban ir a Ávilasurgiera el viaje del colegio», pensó mientrasse acomodaba en la cama y buscaba la mejorposición para dormir. Que fortuito elencuentro con don Pablo, el jefe de estación ysus explicaciones en todo lo concerniente ainmovilizar al Menuto con la rana alada debronce. Que suerte que les dijera el lugarexacto donde encontrarla. Proverbial también,el conocer a Pedro, el profesor de Ávila, yque les dijera donde encontrar la llave de oro

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para abrir el cofre que él mismo construyó yque guardó en un bar de Caravaca de la Cruz,en Murcia. «Demasiadas casualidades», sedijo Alberto, antes de quedarse dormido.

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—15—

La rana con alas

Viernes 13 de noviembre.

A las diez de la noche salía el tren de laestación de Osca. En el andén estabanAlberto, Andrés, Juan, don Pablo, el jefe deestación, y una sombra a lo lejos del muelle,que según dijo el jefe de estación era elduende Menuto que había venido adespedirse. Los chicos estaban terriblemente

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cansados, la jornada escolar durante esasemana había sido agotadora para ellos, yaque faltaba poco para los exámenes. Alberto ledijo a sus padres que pasaría la noche delviernes y del sábado en casa de Andrés. Laexcusa era que tenían que hacer un trabajosobre el viaje a Ávila y que, como Alberto notenía Internet, lo haría en casa de Andrés;alegó el chico que necesitaba documentaciónextra para completar la tarea. Los padres lecreyeron sin ninguna objeción.

El tren era un Talgo nocturno que sólocirculaba los fines de semana. Teníacompartimentos individuales que permitíandormir de una manera cómoda durante todo elviaje. También disponía de servicio de bar;aunque cerraba a las doce de la noche.¿Dormir? eso es lo que le hubiera gustado aAlberto hacer durante todo el viaje. Pero lefue del todo imposible. El duende Menuto, no

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sabía por que, subió al tren con él, al mismotiempo, y le estuvo atormentando todo elviaje. No es que hiciera nada aterrador, nicosas de esas, pero su sola presencia leproducía pavor al chico. Pasaba por los largospasillos del tren fumando la pipa de madera debrezo del abuelo de Andrés. Aparecía en suapartado atravesando la puerta. Lo miraba. Sereía. Volvía a salir. Alberto pensó que ojaláhubiera tenido la rana de bronce parapetrificarlo y poder quitarle la cachimba yacabar con esa historia de una vez por todas.

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Sábado 14 de noviembre

El sueño venció finalmente a Alberto. Sedespertó en la estación de ferrocarril deMurcia. Bajó del tren y se subió a otro que lellevó directamente hasta Caravaca de la Cruz.Llegó según lo planeado, a las nueve de lamañana. Lo primero que hizo fue dirigirse a laoficina de Información y Turismo einformarse de todos los restaurantes de lapoblación. La chica que lo atendió lo miró

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extrañada y Alberto puso la excusa que solíaponer siempre en casos parecidos: «Es paraun trabajo del colegio», le dijo sonriendo.

Afortunadamente, las leyes de Murphy seequivocaron; aunque sólo fuese por una vez.Alberto pensó que se suponía debía encontrarla llave de oro en el último restaurante quevisitara, pero no fue así. Tropezó con la llaveen el primer restaurante que entró. Pidió uncafé con leche y un bollo para desayunar.Mientras el camarero se lo preparaba fue alretrete. Se subió en la taza del váter y, cualfue su sorpresa, cuando metió la mano dentrode la cisterna, allí estaba. La pudo tocar conlas puntas de los dedos. La llave se encontrabaen el fondo del depósito de agua. La sacórápidamente. La limpió con un trozo de papelde váter y salió hasta el mostrados del bar,donde se tomó a gusto el café con leche y undespampanante bollo de chocolate.

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Una vez en la calle llamó desde una cabinatelefónica a casa de Andrés y le dijo que yatenía la llave de oro en su poder, sobre todopara que él y Juan se tranquilizaran. Andrés sealegró mucho. Alberto le informó que volveríaantes de lo previsto, porque salía de inmediatode Caravaca de la Cruz y que llegaría a Oscaesa misma noche. Supuso que en la estaciónno le pondrían impedimentos para cambiar elbillete de tren.

«Podéis esperar en la estación de ferrocarrilcon la caja», dijo. «La abriremos allí mismo ycon un poco de suerte podremos inmovilizaresta misma noche al duende de la pipa».

Alberto le cuenta lo del acoso del Menutodurante el viaje en tren y la posibilidad deencontrárselo otra vez de regreso. Andrés leaconseja que no se enfrente al duende.

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«Ni se te ocurra», le dijo. «Lo mejor es que loignores».

Andrés le comenta que don Luis está muygrave. Que esa misma mañana lo habíaningresado en el hospital Santa Rosa de Osca.El avance de su enfermedad era imparable.Los chicos convienen la necesidad de curarloesa misma semana, lo más tardar. Y deseanque no sea demasiado tarde.

Alberto cambia el billete. El tren no sale hastalas once de la mañana, es un directo quellegará a Osca a las diez de la noche.

«Perfecto», piensa.

Aprovecha el rato que tiene, hasta la hora desalida, para visitar el Castillo y enterarse de lahistoria de la Cruz, que le da nombre a la villa.La Cruz de Caravaca es un "lignum crucis",

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es decir, un fragmento de la verdadera cruz enla que Jesús fue crucificado. Se conserva enun relicario con forma de cruz de doble brazohorizontal. Tiene forma y tamaño de unpectoral grande. Según la tradición pertenecióal patriarca Roberto de Jerusalén, primerobispo de la Ciudad Santa una vezconquistada a los musulmanes por la primeracruzada. Ciento treinta años más tarde, en lasexta cruzada, durante la estancia en Jerusaléndel emperador Federico II, un obispo, sucesorde Roberto en el patriarcado, tenía posesiónde la reliquia. Dos años después la cruz estabamilagrosamente en Caravaca.

La Santa Cruz apareció en el Castillo deCaravaca el año 1232. En aquel tiempo,reinaba Fernando III. El reino taifa de Murciaestaba regido por Ibn-Hud. Es, pues, en plenoterritorio y dominación musulmana, cuando senarra el hecho.

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Entre los cristianos prisioneros de losmusulmanes estaba el sacerdote Ginés PérezChirinos. Ibn-Hud interrogó a los cautivossobre sus respectivos oficios. El sacerdotecontestó que el suyo era celebrar la misa,suscitando la curiosidad del musulmán, el cualdispuso lo necesario para presenciar dichoacto litúrgico en el salón principal del castillo.Al poco, el sacerdote se detuvo y dijo que nopodía continuar por faltar en el altar elcrucifijo. Y fue en ese momento cuando, porla ventana del salón, dos ángeles transportaronun "lignum crucis" que depositaron en elaltar, y así se pudo continuar la Santa Misa.Ante la maravillosa aparición, Ibn-Hud y todala corte se bautizaron. Después se comprobóque la cruz era del patriarca de Jerusalén. Laorden militar de los Templarios fue la primeraque custodió y defendió el castillo y la Cruz,después de unos años de posesión directa porlas tropas castellanas.

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Alberto estaba en la estación de ferrocarril deCaravaca de la Cruz a las once menos diez,custodiando la llave de oro como si fuera unareliquia. Antes de subir al talgo compró unbocadillo de jamón y una botella de agua deplástico en el bar de la terminal. La ventaja deviajar de día es que no vería al duendeMenuto, eso pensó. Por lo poco que sabía deél, el duende no se aparecía de día.

Duerme prácticamente durante todo el viaje.Viaja sentado en un cómodo butacón concinco pasajeros más. El paisaje es formidable.El traqueteo del vagón le ayuda a conciliar elsueño.

A las diez de la noche, según lo previsto, eltren llega a la estación de Osca. Alberto vedesde la ventana del vagón a sus dos amigos yal jefe de estación, que aunque parezcaextraño, por la hora, también ha venido a

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recibirlo. Andrés lleva una mochila, donde hametido el cofre de estaño.

—Buenas noches colegas —dijo Albertomientras estrechaba las manos de sus amigosdel alma—, y saludos también para usted donPablo, me alegro mucho de verlo.

—A ver la llave —manifestó Juan nervioso ysin ni siquiera esperar, a que Alberto terminarade abrir la mochila.

—¡Mira! la traigo aquí —dijo mientras lasacaba de su macuto envuelta en un klínex—.No me ha costado nada encontrarla. Pareceque por una vez hemos tenido suerte, estabaen el primer restaurante que entré.

—¡Andrés, saca la caja de estaño de tumochila! Tenemos que probar si abre —le dijoAlberto mientras desenvolvía, impaciente, la

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llave de su envoltorio.

—¡Esperad! —gritó don Pablo—. Entraremosen mi oficina, allí estaremos más tranquilos.

Los tres chicos acceden a la sugerencia deljefe de estación, les parece lo más lógico, aúnhay pasajeros andando por el apeadero y nosaben qué puede ocurrir cuando abran elcofre.

—¿No tendrás problema por la hora? —lepreguntó Alberto a Juan, sabiendo que sumadre se preocupaba cuando tardaba en llegara casa.

—No, descuida —respondió— ya sabes quelos sábados me deja quedarme hasta mástarde.

Entraron en el interior de la estación y

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accedieron al despacho del jefe. La puertatodavía tenía una de esas llaves enormes,antiguas y pesadas. Don Pablo la extrajo de unarnés que pendía de su cinturón. Una vez enel interior observaron algo impresionante, loque parecía desde el exterior como unamugrienta y sucia habitación, desde dentro eratotalmente diferente. Se toparon con unabiblioteca digna de un filósofo, la estanciaestaba llena de estanterías de madera oscura,y éstas a su vez saturadas de libros. Unaextensa cantidad de ellos inundaban todos losrincones del cuarto. En el centro una mesaantigua con tres figuras de piedra encima, tresguerreros. Los chicos se quedaron alelados,mirando las figuras.

—¡Son preciosas! ¿Verdad? —afirmó el jefede estación—. La de la izquierda —indicómientras la señalaba—, es un soldado romano,representa a un pretoriano de la guardia de

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Trajano, primer emperador de origen hispano.Los soldados de la guardia del emperador eranlos encargados de su custodia, algo así comosu escolta personal. La del centro —dijomientras le ponía el dedo encima—, es unsoldado medieval, de la época del CidCampeador, sobre el año 1100,aproximadamente, representa a un caballero,es decir, un guerrero a caballo, que servía alrey o a otro señor feudal como contrapartidahabitual por la tenencia de una parcela detierra, aunque también por dinero o comotropa mercenaria. El caballero era por logeneral un hombre de noble cuna que,habiendo servido como paje y escudero, eraluego ceremonialmente ascendido por sussuperiores. Durante la ceremonia el aspirantesolía prestar juramento de ser valiente, leal ycortés, así como proteger a los indefensos. Ypor último —dijo poniendo el dedo encima—,mi preferida, un caballero templario del mil

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doscientos, más o menos. Sus orígenes sonmisteriosos y oscuros, pero lo que es cierto esque surgieron para custodiar o proteger algo.

—¿Qué? —preguntó Juan atraído por lamagnífica charla de don Pablo y sin dejar demirar las figuras de piedra.

—No se sabe con certeza —respondió donPablo mientras colocaba bien las figuras,haciendo que estuvieran equidistantes unas deotra—. Pero una de las hipótesis establece quefue para proteger el Santo Grial.

—¡El Santo Grial! —exclamaron los tres,unánimemente.

—Sí —asintió el jefe de estación—, ellegendario recipiente sagrado, tambiénidentificado como el cáliz de la Eucaristía o lapatena del Cordero Pascual. Se dice que los

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caballeros templarios fueron los encargados desu guardia y conservación.

—¿Qué es una patena? —preguntó Alberto,ignorando el significado de la palabra.

—Es el platillo de metal, —explicó don Pablo— generalmente de oro o plata, donde seponen las hostias consagradas de la Eucaristíadurante la misa. De ahí, viene la famosa frase,que supongo habréis oído alguna vez "limpiocomo una patena", que significa que algo estámuy aseado o muy pulcro.

—¿Qué es eso? —dijo Andrés, señalando unextraño escudo colgado en la pared que habíaenfrente de la puerta de entrada.

—Es una copia, de las doce que existen en elmundo, de un escudo llamado "ancila". Sedice que durante el reinado de Numa

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Pompilio, segundo rey de Roma que gobernóentre los años 700 y 600 antes de Cristo, cayódel cielo un extraño escudo de bronce, que losromanos tomaron por un regalo de los dioses.El obsequio interesó tanto al rey que,seguramente por temor a que alguien quisieraapoderarse de él, ordenó forjar once copias yademás constituyó una sociedad secreta dedoce sacerdotes, llamados Salios, paracustodiarlos.

—Pero, esto es una reliquia, al igual que lasfiguras de piedra que hay sobre el escritorio —clamó Alberto como ferviente admirador deeste tipo de antigüedades—. ¿No es inseguroque permanezcan aquí, en la taquilla de laestación de Osca? Alguien podría robarlos yvenderlos a algún coleccionista sin escrúpulos.

—Para que ocurra eso, amigo Alberto —aseveró don Pablo mientras quitaba un rastro

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de polvo de la parte de abajo del escudo—, esnecesario que los supuestos ladrones supiesende la existencia de estas joyas y que lasmismas están aquí. Nadie, excepto vosotros,conoce el paradero de estas piezas históricas.Y espero que así siga siendo, es decir, queguardéis el secreto.

Los tres asintieron con la cabeza.

El jefe de estación despejó parte de la mesadonde se encontraban las tres figuras depiedra, haciendo sitio para colocar el cofre deestaño conteniendo la rana alada de bronce.Con enorme miramiento apartó una a una lasfiguras, arrinconándolas hasta la parte traseradel escritorio. Andrés extrajo la caja de sumochila con mucho cuidado y la depositósobre un mantel de tela que previamente habíapuesto don Pablo.

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—¡Bien muchachos, apretad los puños! —dijomientras miraba a través de la ventana paracerciorarse de que nadie los estaba espiando—, y espero que dentro del arcón haya lo quetiene que haber.

El jefe de estación cogió la llave de oro de lamano de Alberto y lentamente la introdujo enel candado del cofre. Intentó girar la llave,pero no pudo. El cerrojo rotaba al mismotiempo que la llave.

—Tranquilos —dijo abriendo uno de los trescajones del escritorio—. Hace mucho tiempoque no se abre y es posible que necesite unpoco de grasa de armas.

Del cajón sacó un bote de aceite y rocióabundantemente el cerrojo. Introdujo la llavede nuevo y volvió a probar con la manoderecha, mientras que con la mano izquierda

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sujetaba fuertemente el candado para evitarque girara en el mismo sentido de la llave. Lostres chicos permanecían inmóviles,estupefactos, pendientes de cada movimientode don Pablo. De repente la llave empezó agirar hasta completar una vuelta completa. Eljefe de estación dio un pequeño golpe con lamano y la argolla del cierre se desplazó haciaarriba, quedando la caja abierta. Don Pablopuso tres dedos dentro y sacó del cofre unafigura, del tamaño de un puño, de unapreciosa rana alada de bronce. La dejó sobrela mesa, al lado de los guerreros de piedra.

Todos se quedaron durante unos segundoscallados, atónitos y perplejos. No dijeronnada, sólo miraban al batracio que tanto habíacostado rescatar de su celda de estaño.

—¡Bien! Esta noche podríamos probar aquitarle la pipa de madera de brezo a ese

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duende. ¿No os parece? —anunció don Pablomientras pasaba un paño húmedo por lacabeza de la rana.

—Me parece bien —declaró Andrés, mirandoa sus dos amigos—. ¿Por qué esperar? Sipodemos hacerlo hoy, ¿No, Juan? —dijoesperando una respuesta.

—Aguantaré la bronca por llegar tarde, peroesto no me lo pierdo por nada del mundo —respondió Juan mientras señalaba la rana conalas.

—¡Esperad aquí! Voy a buscar un poco decomida para los cuatro —dijo el jefe deestación—. A las doce en punto viene un trenmercancías de la capital y hará una parada dedos minutos, pero no subirá ni bajará nadie. ElMenuto hará acto de presencia.

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—¿Cómo lo sabe? —preguntó Juantartamudeando.

—Porque siempre que ha venido ese trenespecial —respondió don Pablo sin dejar demirar la estación por la ventana de sudespacho—, he visto la figura del duende en elandén. No me preguntéis porqué, pero ospuedo asegurar que es así. A las doce, cuandollegue el tren, saldremos a esperar al Menuto,y no es recomendable hacerlo con el estómagovacío.

Don Pablo salió del despacho y subió por unasescaleras del interior de la sala de espera.Arriba había una vivienda que pertenecía a losferrocarriles y que utilizaban los empleados dela estación.

En unos minutos, que los tres chicospermanecieron abstraídos mirando la rana,

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volvió don Pablo con varios bocadillos y unaslatas de refrescos. Los cuatro se sentaron acomer alrededor de las figuras de piedra yrepusieron fuerzas para la noche. Todospresentían que no iba a ser nada fácil quitarlela pipa al duende.

—¿Quién le quitará la pipa? —preguntóbastante asustado Juan y limpiándose una gotade sudor que le resbalaba por la cara.

—Habrá que echarlo a suertes —manifestóAndrés hurgando en su bolsillo en busca deuna moneda.

—Tranquilizaros —aconsejó don Pablo—.Habrá trabajo para todos. Yo no estoy encondiciones de correr, así que en poco osayudaré, pero debo aconsejaros sobre lamanera de obrar esta noche. Para que elduende quede petrificado tiene que estar en

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contacto con la rana alada. Ha de ser de formadirecta, es decir, en algún momento deberozar alguna parte de su cuerpo.

—¿Cuál es el sortilegio? —preguntó Andrés—. Siempre hay que decir algunas palabraspara que estas cosas hagan efecto.

—Eso sólo ocurre en las películas y en loscuentos —respondió el jefe de estación.

Don Pablo sacó una cuerda del bolsillo de suchaqueta.

—El efecto deseado lo conseguiréis tocandocon la figura de la rana alguna parte del cuerpodel duende, pero… ¡ojo! No tiene que serropa ni atuendos, sólo partes físicas delMenuto.

—¿La cara? —interrogó Juan visiblemente

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aterrorizado y sin dejar de tartamudear.

—Sí, por ejemplo —respondió don Pablomientras hacía un nudo corredero en la cuerda—. O las manos, quizá sería más fácil. LosMenutos son unos duendes muy caprichosos,de hecho la pipa del abuelo de Andrés la cogiópor gusto. Son, por así decirlo, unoscleptómanos. Envolveré la figura en un papelde regalo y ataré una cuerda para darle másefectividad. Lo dejaré sobre el andén, paraque crea que ha sido un descuido de algúnpasajero. Los Menutos no son muy listos, eneso se parecen a los ogros.

Los tres chicos se miraron, pensando que donPablo les tomaba el pelo. Estaban empezandoa creer que quizá el jefe de estación era unpobre loco y que todo el asunto del duendefueron alucinaciones. De todas formas, habíaque probarlo.

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—Cuando coja el supuesto regalo —siguióexplicando don Pablo—, y quite el papel,tocará con sus manos la rana y se quedarápetrificado.

—Parece un plan sencillo —manifestóAndrés.

Los chicos miraron a don Pablo mientrasempapelaba la figura.

—Bueno, tiene algún pequeño problema —dijo con cara enojada y sin dejar de envolverel cofre.

—¿Cómo cuánto de pequeño es eseproblema? —preguntó Alberto, oliéndose queno era tan fácil lo que intentaba hacer.

—Pues que la inmovilidad del duende Menutotan sólo dura siete segundos —respondió don

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Pablo, con la caja de estaño completamenteenrollada y acordonada.

—¡Siete segundos! —exclamaron los tres a lavez—, pero es prácticamente imposiblequitarle la pipa de las manos en tan pocotiempo —objetó Juan.

—Hay que tener en cuenta —dijo Andrés—que si la tiene agarrada, al petrificarse serámás difícil arrebatársela. Sus enormes manosse convertirán durante ese tiempo en unaszarpas rígidas de las que no podremosarrancar la pipa.

—¡No desanimaros! —replicó don Pablo—,las apariciones del Menuto siempre son en elmargen del andén y afortunadamente el quetiene la estación de Osca no es muy grande,por lo que debéis distribuiros de manera queabarquéis todo el trozo de una punta a otra.

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En cuanto abra el regalo trampa, corréis en sudirección. El primero que llegue, que ledespoje de la pipa y huya en sentido a laestación, al interior de la misma, donde está lasala de espera.

—Pero, cuando hayan pasado los sietesegundos, se precipitará tras nosotros colérico,y nos dijeron una vez que los Menutos puedenllegar a ser muy malos si están enfurecidos —afirmó Juan, amedrentado como nunca lohabía visto.

—No entrará en la sala de espera de laestación —afirmó don Pablo, seguro de símismo.

—¿Y por qué no lo hará? —preguntó Albertoincrédulo.

—Porque dentro de la estación, donde se

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venden los billetes, hay otro Menuto. Y pornormas de cortesía entre ellos, no puede haberdos en la misma sala —respondió don Pablopara acabar de atemorizar más a los chicos.

Ahora si que estaban listos. No sabía si donPablo les contaba eso para tranquilizarlos opara meterles más miedo encima. El caso esque debían fiarse de él y creer en la versiónque les había relatado. Si llevaba treinta añosde jefe de estación y decía que en el interiorde la misma había otro duende, sería porqueera verdad. De todas formas, el plan que lescontó el jefe de estación, era el único viablepara conseguir desposeer al duende de la pipade madera de brezo.

Sonó un teléfono. Andrés y Alberto miraron aJuan, que sacó su móvil del bolsillo de lachaqueta.

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—¡Sí mama! —respondió no sin ciertaincomodidad—. ¡Ya lo sé! pero es que estoycon Andrés y Alberto en el parque de Osca.No te preocupes, hay mucha gente y está bieniluminado. ¡Vale! enseguida iré para casa. ¡Unbeso!

Colgó y guardó el móvil otra vez, no sin antesapagarlo.

—En cuanto tengamos la pipa me voy a casa—dijo comprobando que había desconectadocorrectamente el teléfono.

Don Pablo era una persona realmente extraña.Su aspecto, el de un abuelo huraño y solitario,no tenía nada que ver con su verdaderapersonalidad: un hombre culto y amante de loantiguo. Después de haber visto su despacho,los chicos comprendieron quién era realmente.Viudo desde hacía años, dedicó sus largos

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ratos libres ha instruirse. Sólo había que oírlohablar para darse cuenta de su nivel cultural.Mientras esperaban en el apeadero la aparicióndel duende Menuto, narró, con enormemaestría, leyendas y tradiciones sobre seresincreíbles, no sabían si eran ciertas, pero a loschicos les gustó escucharlas. Les habló de losRudimes, los seres con menos evolución quehay en toda la escala astral. Escaseaban deinteligencia y conciencia. Trabajaban engrupos abundantes y se movíanconstantemente, logrando con su movimientoaumentar la frecuencia vibratoria de losvegetales. Cuando vemos moverse hojas deun árbol, sin apenas sentir el viento, son losRudimes quien lo hacen, les dijo. Les contócosas sobre los Elfos, éstos trabajan alejadosdel hombre, generalmente en los claros debosques o montañas. Modelan sus propioscuerpos de acuerdo al poder adquirido, y esun orgullo para ellos los grados de hermosura

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que van logrando, ya que esto es producto desu trabajo. En el tiempo que transcurren en elplano astral se transforman en Hadas, que yapertenecen al plano mental. También lesdetalló aspectos de los Unites, Menutos,Gnomos y Duendes. La espera se hizo másamena, disfrutaron como nunca con lashistorias del jefe de estación y su peculiarmanera de contarlas.

A las doce de la noche en punto llegó el trenmercancías de la capital. Sentados en unbanco de madera de la estación, con los ojosbien abiertos, no perdieron detalle alguno de loque ocurría en el andén. El tren se detuvo dosminutos, soltando una enorme humareda queempañó los cristales de la estación. Pasado esetiempo retomó la marcha hacia el siguientepueblo.

Pasaron unos veinte minutos desde que el tren

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mercancías abandonó la estación de Osca,pero a los chicos les pareció dos horas. Enmedio del apeadero estaba el paquete que dejódon Pablo.

Andrés se había posicionado al principio de laestación, donde estaban las escaleras deacceso.

Juan, el más lento de los tres, estaba en la otraesquina, donde la máquina de refrescos.Sudaba una barbaridad, a pesar del fríointenso que hacía a esas horas.

Alberto se situó en medio, justo al lado de lapuerta de acceso a la sala de espera, entre losdos Menutos, el que estaba en el andén y elque se encontraba dentro.

De las vías del tren surgió una sombraalargada, que se iba arrastrando, lentamente,

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hasta el regalo trampa. Alberto pudo oír desdesu posición el castañeo de los dientes de Juan.Bruxismo, el habito persistente de frotamientodental, le ocurría cuando pasaba porsituaciones de estrés, como en la época deexámenes.

El duende empezó a materializarse justo allado del cofre. Lo hacía como en las películasde ciencia ficción, desde el suelo hacia arriba.Primero se formó la sombra, que se ibaalargando y luego se rellenaba con la siluetadel Menuto. Finalmente se personificó sufigura por completo. Era un espectáculoaterrador.

«Que no me fallen los músculos, que no mefallen los músculos», repitió Alberto para susadentros varias veces.

Como predijo don Pablo, el duende se agachó

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y recogió la caja del suelo. Lo hizopausadamente, sin prisa. La pierna derecha deAlberto le temblaba como si estuviera bailandoella sola. A pesar del frío intenso que hacía, leresbalaba una gota de sudor por la mejillaizquierda, corría hasta el cuello donde logródetenerla con el dorso de su mano. El Menutoempezaba a destapar el paquete, estabaquitando la cuerda que lo rodeaba. Albertomiró a Juan y también a Andrés, aunque nodistinguía sus rostros, veía las sombras dentrode los huecos de la pared. Se dio cuenta deque él era el que estaba más próximo alMenuto. Si el duende abría el paquete tendríaque correr, cogerlo y meterse, lo más velozque pudiera, dentro de la sala de espera de laestación. Y aunque era presa de un miedoespantoso, lo tenía que conseguir. Debía creera don Pablo y pensar que el duende no leseguiría hasta dentro de la estación.

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El Menuto ya había desecho el sencillo nudodel cordel y estaba empezando a arrancar elpapel de periódico que lo envolvía. Ya estaba.Después tocó la rana. La cogió con las manosy ¡Ostras! ¡se había quedado petrificado! Eracomo si se hubiese convertido en una enormey alargada estatua de piedra. Su rostro quedóresquebrajado en lineas onduladas. Asemejabauna figura de mármol. Alberto se precipitóhasta llegar delante de él. No quería mirarlodirectamente a la cara. Sin tiempo que perderle arrancó la pipa de la mano y entró, lo másraudo que era capaz, dentro de la estación.Siguió corriendo hasta la taquilla. Se escondióen el rincón donde estaba el cartel anunciandolas idas y venidas de los trenes. No se movió.Y esperó…

Pasaron unos segundos. El calor dentro dellocal era insoportable, le costaba respirar.Estaba agachado en uno de los rincones y

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notó los pantalones vaqueros pegados a laspiernas. La sombra prolongada del duendeinundaba toda la sala, se había oscurecido derepente, casi no entraba luz del andén. ¡Nopasará! Pensó mientras miraba en el interiorde la sala de espera esperando ver aparecer alotro Menuto. El duende del andén empezó aentrar. Había puesto un pie en la primerabaldosa agrietada, donde estaba la básculaantigua de pesar, crujió con un ruidocaracterístico. Don Pablo no estaba en locierto, el otro Menuto no hacía acto depresencia. El terror le embargó. Gritó.¡Andrés, Juan! ¡Socorro! El duende seguíaavanzando hacia su posición. Alberto noquería mirarlo, no debía mirarlo. Sólo veía susenormes botas. Se oyó el ruido de unascampanillas. El Menuto se quedó parado,retrocedió. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están Juan,Andrés y don Pablo? Seguía oyendo eltintineo. El duende se había vuelto

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transparente, parecía como si se difuminara.Estaba desapareciendo por momentos. Suaureola se marchó por la puerta de entrada. Lasala se iluminó un instante con una luzazulada, para desaparecer seguidamente.

—Se ha desvanecido, ya no está —dijo el jefede estación desde la entrada a la sala deespera.

—Pero… ¿Dónde estabais todos? ¡Esemonstruo casi me come! —gritó Alberto desdeel rincón de la sala, sin apenas poder moversepor el miedo.

El chico tenía la camisa impregnada en sudor.

—Os mentí respecto al segundo Menuto, noexiste —declaró don Pablo—. Lo hice paraque no os echarais atrás. La mejor forma quese me ocurrió para detenerlo fue usando las

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campanillas. Al igual que el diablo, no puedensoportar su sonsonete, les irrita.

—Me lo podía haber dicho —le dijo Albertomientras miraba la pipa de madera de brezoque sostenía en su temblorosa mano—. Lohubiéramos hecho todo igual, pero con latranquilidad de saber que estaba controlada laira del duende.

—Es posible, pero si te hubiera dicho quecorrieras hasta el interior de la estación y quete esperaras hasta que agitara unascampanillas, para que el Menuto huyeradespavorido ¿Me hubieras hecho caso? —preguntó don Pablo.

—No lo sé. De cualquier forma tenemos loque queríamos —dijo Alberto mientras mirabaa Juan y Andrés, que seguían con los rostrosdesencajados en la entrada de la taquilla.

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Lo importante era que por fin habíanconseguido la pipa de madera de Benjamín, elabuelo de Andrés. Los chicos se fueron a casaexcitados por todo lo ocurrido. Ese fin desemana descansarían y planificarían la salida aBelsité, para coger el lodo. Si todo iba bien elsábado siguiente subirían hasta el pantano y eldomingo tendrían el barro para poder sanar adon Luis, el profesor de historia.

Planearon, que en caso de recoger el lodo conéxito, lo almacenarían en una nevera en casade Andrés. Éste tenía una cámara frigoríficaenorme en el garaje de su casa, donde suspadres guardaban la carne.

Durante toda la semana los chicos nopensaron en otra cosa. Cada día, cuandoentraban al colegio hablaban del asunto. Porlas tardes, después de las clases, se iban alparque y el tema, siempre era el mismo: el

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lodo mágico. Se había convertido en unaobsesión, pero estaban muy cerca deconseguirlo, sólo les faltaba el barro de lascharcas de Belsité.

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—17—

Belsité

Sábado 21 de noviembre.

Eran las nueve y media de la noche del sábadoy los tres amigos y don Pablo estaban en laestación de ferrocarril de Osca. Esperaban eltren que les llevaría hasta Guísar. Tenían lasbicicletas. Portaban las mochilas conprovisiones suficientes para dos días, a pesarde que sólo estarían uno, pero más valía

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prevenir que lamentar. Andrés llevaba en sumacuto la pipa de madera de brezo de suabuelo y arrebatada al Menuto. Albertollevaba su cantimplora metálica, para llenarlacon lodo de las pozas de Belsité, era la mismaque utilizó la última vez que subieron allí yaún no la había lavado y no creía que pudierahacerlo, parte del barro que contenía se habíasecado y se quedó enganchado en las paredesde la cantimplora. Juan puso en su zurrón unacampanilla de plata que les prestó don Pablo,por lo que pudiera pasar. También portabanchubasqueros por si les sorprendía algunatormenta, aunque poco frecuentes en estaépoca del año. Tres potentes linternas ysuficientes pilas, por si las moscas,completaban el ajuar de expedición.

—No preocuparos por el duende —comentóel jefe de estación viendo la proximidad deltren—. Los Menutos no son rencorosos, no os

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querrá quitar la cachimba, posiblemente nisiquiera se acuerde de ella.

—Sabéis —manifiesta Andrés— cuando todoesto termine, lo mejor será devolverle la pipaal Menuto, él fue quien cedió el cuerno de alcepara la boquilla y a él le corresponde enjusticia poseer la pipa de brezo del abueloBenjamín. Sanando a don Luis conseguiremosel propósito de nuestra aventura.

—Puede que tengas razón —declaró Juantocándose la pierna que se había roto la últimavez que subieron a Belsité—. No hay quetentar a la suerte. Bastante habremos hecho siconseguimos finalmente restablecer a nuestroquerido profesor de historia. Sólo nos quedarálamentarnos de todas las personas que nopodamos ayudar con el lodo mágico.

El tren entró en la estación. Lo hizo como

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siempre, chirriando las ruedas de hierro, almismo tiempo que desprendía chispas azules yamarillas, que se estrellaban contra los raíles ydesaparecían instantáneamente, como losfuegos artificiales que suben hasta el cielo y sedesvanecen apresuradamente después de unestallido de colorines.

Se detuvo delante de ellos. Andrés, el másfuerte, subió las bicicletas hasta elcompartimento. Juan y Alberto colocaron lasmochilas al lado de los asientos.

Don Pablo se despidió de los tres chicos,como si lo hiciera de sus propios hijos. Se ledesprendió una lágrima de sus ojos, queresbaló recorriendo su agrietado rostro. Hastael Menuto hizo acto de presencia, lo pudieronobservar al fondo del andén, quieto, sosegado,pacífico. Se sumó a la despedida.

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Pasados diez minutos el tren empezó a andar.Salió de la estación de Osca. Por la ventanavieron a don Pablo y al lado suyo el Menuto.Los dos alzaron las manos despidiéndose delos chicos. Daba la sensación de que fuesen ahacer un viaje largo, pero en realidad sólo seiban a ir un día, si todo salía bien.

—No me gusta el cariz que está tomando esto—expresó Juan mientras se secaba el sudor dela frente—. Nos están despidiendo como si nonos fueran a ver más. ¿No os parece?

—Yo no le daría tanta importancia —respondió Andrés mientras sacaba un trozo deregaliz del bolsillo de su chaqueta—. Esnormal que después de casi tres semanashayamos cogido afecto al jefe de estación y alMenuto. Queráis o no, hemos tenido unarelación muy estrecha y hoy partimos hacia laconsecución de lo que iniciamos hace veinte

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días. Por fin veremos cumplido nuestroobjetivo.

En poco menos de cuatro horas llegaron hastala estación de Guísar. Estaba vacía, como erahabitual. Allí no había jefe de estación. Lesdijo don Pablo, antes de salir, que se jubiló elúltimo jefe de estación que había y que lacompañía ferroviaria no había vuelto acontratar a nadie más. En épocas de actividadlo que hacían era poner un vigilante deseguridad, encargado de controlar que todofuncionara bien en el andén. Los billetes losexpedía, de forma automática, una máquina.Al lado de la misma había una pegatina con unnúmero de teléfono, para llamar en caso deavería.

Bajaron las bicicletas del tren. Se pusieron laschaquetas, hacía más frío que en Osca. Secolocaron las mochilas y encendieron las

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linternas. Juan se santiguó. «Ya estamos listospara subir hasta Belsité», dijo.

Los chicos se conocían la carretera desde laúltima vez que estuvieron allí. Andrés ibadelante, Juan en medio y Alberto el último.Circulaban por la vieja vía comarcal, lo hacíanmuy rápido. Llegaron hasta el túnel de laLimonera, Andrés torció a la derecha ybajaron por la pista de tierra hasta las pozasdetrás de él. Procuraron no separarse enningún momento de la marcha. Aparcaron lasbicicletas en la arboleda donde las dejaron laotra vez. Aprovecharon las mismas ramaspara taparlas. Quitaron las linternas de lasbicicletas para llevarlas en la mano; aúnquedaban muchas horas de noche.

Empezaron el ascenso por el río, dirección alas casas abandonadas, donde Juan se rompióla pierna la vez anterior. Tenían la sensación

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de que el recorrido lo hacían más rápido quehacía tres semanas. En un santiamén llegaronal poblado deshabitado. Tuvieron sumocuidado de no resbalar por el terraplén dondecayó Juan. Arribaron hasta las charcas delodo. Alberto sacó la cantimplora de lamochila. La llenó hasta arriba de lodo. Cerróbien el tapón y la volvió a meter en sumacuto. Sin tiempo que perder regresaronhasta donde estaban las bicicletas. Semontaron y se dirigieron hasta la estación deGuísar. De vez en cuando miraban lassombras que los rodeaban, como si quisieranver en ellas al duende Menuto.

«Hemos tenido mucha suerte», pensó Alberto,mientras regulaba la linterna de la bicicleta,para que alumbrara bien la carretera.

—No os parece extraño —comentó Juancuando descendían por la carretera dirección a

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la estación de Guísar.

—¿El qué? —preguntó Alberto.

—Pues al hecho —respondió Juan,tartamudeando un poco—, de que haya salidotodo tan bien. ¿No os habéis percatado? Nohemos tenido ningún tropiezo. ¡Demasiadosencillo! —clamó.

—Mira que eres aguafiestas —le interrumpióAndrés—. ¿Por qué tiene que salir algo mal?¿No te parece suficiente toda la encrucijadaque hemos tenido que soportar hasta llegaraquí? Creo que es justo, que siendo éste elúltimo tramo de nuestra aventura porconseguir el lodo mágico, nos salgaperfectamente y sin contratiempos. ¿Quéopináis?

—No te falta razón Andrés —respondió Juan

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parando un momento para beber agua de sucantimplora—, precisamente lo digo por eso.Después de todas las adversidades, me parececurioso que el recorrido haya salido tan bien.Bueno…, todavía no hemos terminado —puntualizó.

—¡No seas gafe! —le dijo Alberto, parandotambién para beber agua de la cantimplora deJuan, ya que la suya estaba llena de lodo.

—¿Y qué pasará luego? —cuestionó Andréscon voz pesimista.

—¿A qué te refieres? —preguntaron Juan yAlberto.

—A eso precisamente —analizó Andrésmientras chupaba un trozo de regaliz—.Supongamos que sanamos a don Luis, comotenemos previsto. Que el viejo profesor de

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historia se cure de esa horrible enfermedadque lo ha postrado en una silla de ruedas yque posiblemente acabará con su vida. Vamosa figurarnos que vuelve al colegio y quereanuda sus clases. ¿Qué pensarán el resto deprofesores? ¿Los alumnos? ¿Los médicos delhospital? ¿No lo veis? ¡Les extrañará loocurrido! Esas cosas no pasan. Un enfermoque está a punto de morir solamente estácumpliendo con su destino. Los hombres nodebemos de interferir en los designios de lanaturaleza.

—¡Espera Andrés! —interceptó Juan—. Estábien eso que dices y hasta me parece correctoy lógico, pero si Dios quisiera evitar quesanáramos a don Luis… ¿no crees que ya lohubiera hecho?

—¡Oíd! —interfirió Alberto en laconversación de sus dos amigos—, no sé por

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qué os ha dado ahora por filosofar, peroempieza a hacer demasiado frío para estarparados en medio de esta carretera hablandodel sexo de los ángeles, ¿no os parece? Aún senos va a escapar el tren de las ocho, y no sécuando sale el siguiente. Propongo regresar aOsca, aún disponemos de toda la tarde, paradecidir que hacer con el lodo mágico. Hastamañana domingo no iremos a visitar alprofesor de historia. Además…, la últimadecisión la tiene el propio don Luis. Es posibleque no quiera curarse y lo que deseerealmente sea morir. ¿No lo habéis pensado?

—Ahora filosofas tú —recriminó Juan—.Porque si don Luis no quiere curarse, ¿paraqué hemos hecho todo esto?

—Porque era nuestro destino —interrumpióAndrés—. Porque teníamos que hacerlo.Hemos conseguido la panacea que sanará

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definitivamente a aquel que la use. El cómo lausemos depende de nosotros. En ese sentidotambién nos hemos convertido un poco endioses.

—No digas esas cosas Andrés —recriminóJuan—. No nos podemos comparar con Dios,ya que Él ha permitido que encontráramos ellodo, la pipa, la rana…

—Es igual —finalizó Andrés—. Nosllevaremos el cieno con nosotros, loguardaremos, como habíamos previsto, en lacámara frigorífica del garaje de mi casa.Atesoraré la pipa, que para eso era de miabuelo y mañana iremos a la clínica dondeestá el profesor. Una vez allí, que sea él quiendecida.

Al final optaron por la opción expuesta porAndrés, no valía la pena discutir más. Irían al

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hospital donde estaba internado don Luis. Leexplicarían todo lo que habían hecho. Lasolución a su mal radicaba en la utilizaciónconjunta del lodo con la boquilla de la pipa, elmes de noviembre. Es como él les dijo. Loschicos decidieron, de mutuo acuerdo, utilizarel poder del lodo con él. Se lo expondrían talcual. Si estaba de acuerdo le rociarían con elbarro de la cantimplora todo su cuerpo. Encaso contrario se tendría que enfrentar a sudestino. Pero de todas formas era él quiendebía escoger…, no ellos.

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—18—

El destino

Domingo 22 de noviembre.

Ese año era muy importante para los chicos.De pasar ese curso, el año siguiente podríanhacer el bachillerato. Alberto estaba interesadoen estudiar Artes, era lo que más le gustaba yen lo que estaba más versado. A Juan ledeleitaba cultivarse en humanidades y cienciassociales, estaba seguro de que valía para ello.

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Y Andrés, sin dudarlo un momento, sematricularía en ciencias y tecnología, era losuyo.

Convenía apretar en los estudios pues dentrode dos años irían a la universidad y lasexperiencias albergadas, durante ese año, lesmarcaría, pero no menos que las vividasdurante otros años. La escuela era una partemuy importante de ellos mismos, perotambién lo eran la familia, los amigos, losprofesores. Don Luis fue la mejor persona quenunca conocieron. Los chicos no podían dejarde pensar en él. Postrado en la habitación delhospital, solo y dolorido. Soportando unaterrible enfermedad que lo había reducido auna silla de ruedas. Sin posibilidad derecuperación, desahuciado por los médicos.Era injusto, pensaron. No debería sufrir tanto,ni él ni nadie.

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El hospital Santa Rosa estaba situado en lasafueras de Osca. Era convenientementegrande ya que tenía que dar servicio a toda laprovincia. Los rescates de alta montaña setraían directamente allí, por ser el único quetenía helipuerto.

Don Luis estaba en la habitación ciento doce,en la primera planta. Cuando los chicosentraron en el hospital los saludó el vigilantede seguridad. Habían venido tantas veces aver al profesor de historia, que eran de sobraconocidos por él.

—¡Buenas tardes chicos! —dijo el vigilante,con aire cordial—. ¡A ver al profesor!¿Verdad? Es una pena que tenga que estar así,un hombre tan vital —se lamentó el guardia deseguridad.

—¡Buenos tardes! —dijeron los tres a la vez y

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sin entretenerse mucho en hablar.

El vigilante de seguridad, del hospital SantaRosa, se llamaba Fermín. Debía tener unostreinta años. Alto, delgado, pelo muy rizado,negro y largo; lo que hacía que sobresalierapor los lados de la gorra, proporcionándole unaspecto gracioso.

—¿Qué lleváis en esa mochila? —preguntómientras señalaba el macuto que portabaAndrés en la mano y sin soltar el cigarro quependía de sus labios.

—¡Nada! —respondió rápidamente Juan, sinsaber que esa era la peor contestación quepodía dar. Un buen celador siempre debedesconfiar de ese tipo de respuestas. "Nada"significaba, precisamente, que había algo queocultar.

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—Me puedes abrir la bolsa —le dijo a Andrésmientras adoptaba una posición defensiva.—Tengo que comprobar cualquier paquete queentra en el hospital —afirmó.

Si lo hubiera pasado por el detector demetales, hubiera visto que los chicos noportaban una bomba ni nada por el estilo, sólouna inofensiva cantimplora. Sin embargo, laconfianza, hizo que se saltara ese tipo decontrol y ahora el vigilante quería mirar labolsa personalmente.

Andrés se descolgó la mochila de su espalda yla dejó sobre la mesa del mostrador, mirandoa sus amigos con cara de asustado. El recelosoguardia acechó el zurrón de Andrés, mientrasJuan y Alberto permanecieron callados yexpectantes. Al abrirlo, observó la cantimplorametálica. Le hizo un gesto a Andrés para quela destapara.

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—¿Qué es esto? —preguntó mientras señalabael contenido de la cantimplora.

—¡Barro! —respondió Alberto. Pensó que lomás sencillo era decir la verdad. Mentir ahorapodía echarlo todo a perder—. Sólo es barro—repitió, ligeramente nervioso.

—¿Barro? —insistió el vigilante dudoso dehaberlo entendido bien.

—Sí —repitió Andrés—. Es barro. Lo hemostraído a petición del profesor de historia.Quiere oler un poco de tierra mojada antes demorir.

—Es el deseo de un buen hombre —afirmóAlberto mientras tapaba la cantimplora con eltapón y agitaba el barro, para que viera elvigilante que no había nada extraño en suinterior.

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El celador asintió con la cabeza al mismotiempo que les hizo una señal indicando quepodían pasar. La versión aportada por Andrésle convenció.

Los chicos subieron por la escalera. Como erala primera planta no hacía falta coger elascensor. Llegaron hasta el rellano y sedirigieron a la habitación 112. En el pasillo secruzaron con una enfermera que apenasreparó en ellos. Por fin llegaron hasta la puertadonde estaba don Luis. La hallaronentreabierta. La empujaron un poco yaccedieron al interior.

Lo encontraron acostado. Reposaba en unacama típica de hospital, con un montón dehierros debajo y palancas a los lados, con losque modificar la posición del lecho paraacomodar mejor al paciente. Al lado derechoun gotero para administrar los medicamentos

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por vía intravenosa. Completaban el panoramaun gran ventanal orientado a la carretera quevenía de Guísar y un pequeño revistero llenode libros de lectura. Al profesor ni siquiera lequedaban fuerzas para leer, su gran afición.

«Que duro debe ser no poder hacer lo que tegusta», pensó Alberto, mientras miraba al queun día fue un hombre fuerte y lleno deenergía.

—Don Luis —le llamó mientras Andrés subíaun poco la persiana de la habitación para queentrara la claridad del día—. Don Luis.¿Cómo está?

—Parece que se encuentra profundamentedormido —dijo Juan.

—¡Escuchad! —dijo Andrés— ¿Y si venimosmás tarde? Por lo visto el profesor está muy

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cansado.

—Hola chicos —gimió el profesor al despertarde su letargo—. ¡Habéis venido a verme!

—Hola profesor, no se incorpore, parece muyagotado —dijo Andrés mientras acercaba unvaso con agua hasta la mesita—. Tenga, por siquiere beber un poco —propuso enseñándoleel recipiente.

—Gracias muchacho, agradezco muchovuestra visita, pero hoy me encuentro muymal.

Don Luis hablaba con dificultad. Nosolamente tenía un aspecto realmentecansado, sino que también su voz parecía queno quisiese surgir de los pulmones.

—Tranquilo profesor —le dijo Juan—.

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Hemos venido a ayudarle. Todo estásolucionado, tenemos la pipa de madera debrezo de Benjamín, el abuelo de Andrés. ¿Seacuerda?

—Sí, recuerdo a mi querido amigo, pronto mereuniré con él —gimoteó mientras intentabaincorporarse para sentarse en la cama.

—¡No se levante! —le recriminó Juan—. Sigaacostado que estará más a gusto.

—¡Echadme una mano! Me quiero incorporar.Deseo veros bien a los tres, por última vez —suspiró mientras hizo un intento fallido deerguirse.

—Pero… ¿qué dice? —amonestó Andrés—.Si a usted le queda mucho tiempo de estarentre nosotros, precisamente de eso venimos ahablarle.

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—Sí —continuó hablando Alberto—.Tenemos el barro de las pozas de Belsité, lohemos traído en una cantimplora.

—También tenemos la pipa de brezo de miabuelo, con la boquilla de cuerno de alce —siguió hablando Andrés—. Se la hemosquitado al duende Menuto en la estación deferrocarril de Osca.

—Y aún estamos en el mes de noviembre —acabó de hablar Juan—. Se acuerda de lo quenos dijo, para que el conjuro funcione tienenque coincidir tres cosas, y hoy están aquí.Deje que le pongamos el barro por encima desu cuerpo. Antes de hacerlo sumergiremos laboquilla de la pipa en la cantimplora. En uninstante estará usted tan sano como antes deque le hiciera presa esa horrible enfermedad.

Mientras hablaban, don Luis consiguió

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sentarse en la cama. Los miraba a los tres conaspecto cansado y sin perder su sonrisabondadosa. Examinó el recipiente con barro,que Andrés había colocado encima de lamesa.

—¿Sabéis cuántos años tengo? —preguntómientras se miraba las palmas de las dosmanos.

Los tres se quedaron callados y sólo Juan hizoun gesto encogiendo los hombros, indicandoque no conocía la respuesta.

—¡Tengo sesenta años! —respondió él mismoa su pregunta sin dejar de mirarse las manos—. Sesenta largos años en los que he hechode todo. Me casé, fundé una familia. Mi mujery mi hija murieron en un accidente de tráfico,hace ya algún tiempo. He dedicado mi vida alcolegio Santa Ágata, a la educación, a

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vuestros padres, a vosotros. He sido unhombre muy feliz, sobre todo por haberosconocido, creo que sois unos chicosexcepcionales. Lo que queréis hacer por mí,así lo demuestra. Cuando os expliqué losprodigios del lodo no pensé que quisieraisusarlo conmigo, lo hice más como unafantasía de juventud. Os vi tan ilusionados.Pero me satisface enormemente saber que lohabéis intentado. Yo ya he vivido todo lo quetenía que vivir. No se puede contravenir losdesignios del destino.

—Pero… ¿Qué hacemos con el lodo mágico?—preguntó Juan confundido por la decisión dedon Luis—. Ese barro existe para hacer elbien. No se puede desperdiciar de esta forma.

—El lodo por si solo no hace nada. Es lacombinación de tres cosas lo que consigue suutilidad —explicó don Luis recostado—. Ya

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sirvió un día para curarte la pierna Juan.También hace tiempo sanó a un buen hombre,el abuelo de Andrés —afirmó mientras mirabacon ojos perdidos—. Pero nadie buscóconseguir esos efectos milagrosos, fue eldestino y la casualidad quien lo hizo. No hequerido desanimaros, pero recuerdo que el díaque se curó la gangrena del pie de Benjamín,era uno de noviembre, Festividad de Todoslos Santos. El mismo día que se recuperó porcompleto la pierna de Juan. He reflexionadomucho sobre todo esto, y he llegado a laconclusión de que, el lodo sólo funciona si esrecogido el uno de noviembre, ese es el díamágico. Y otra cosa —don Luis se detuvo uninstante para coger aire—, cuando mi amigoBenjamín se cayó en las charcas de Belsité,estábamos disfrutando de una lluvia deestrellas, y según creo recordar, en la historiaque me contasteis vosotros, también había unaestrella fugaz. Así que es más que probable

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que haya una estrecha relación entre esoscuatro ingredientes: uno de noviembre,boquilla de cuerno de alce, barro de Belsité yuna señal del cielo que autorice el hechizo.Sólo hay dos de ellos. Lo siento chicos,necesito dormir, estoy muy cansado. Lascosas son como son y no hay que darle másvueltas.

—Pero escuche profesor… —Alberto intentóagotar los últimos cartuchos buscandoconvencerle— no sabemos si son necesarioslos cuatro componentes, igual funciona sólocon dos.

—Es posible —argumentó el profesor con lavoz cada vez más tenue—. Pero yo tengo quetomar la última decisión, como ser libre. Ya hallegado la hora de reunirme con mi esposa ymi hija. Sólo os pido que no expliquéis lo dellodo a nadie, ni la existencia de la pipa con

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cuerno de alce fabricada por un Menuto. Nosería bueno que Belsité se llenara de lunáticosbuscando las pozas, ni que la gente dejara deusar los trenes por miedo a los duendes. Ladesconfianza hace a los hombres vulnerables yuna persona frágil puede ser presa fácil deldemonio. Es importante que nadie sepanuestro secreto. Deshaceros del lodo, guardadla pipa y quedaros con los recuerdos devuestra lucha por conseguir algo y la amistadperdurable que habéis forjado en vuestroempeño.

Los tres amigos permanecieron un buen ratoen silencio, mirando al viejo profesor en sulecho de muerte, en la modesta habitación deun hospital. Don Luis se había quedadodormido y quizá no volvería a despertar.

Salieron los tres de la sala llorando, inclusoAndrés, con lo rudo que era, soltó una enorme

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lágrima, que le resbaló por su mejilla hastallegar a la comisura de su boca.

Bajaron por las escaleras hasta el rellanoprincipal. No les apetecía contestar lasincómodas preguntas del vigilante de seguridadsobre la salud del viejo profesor, así que paraevitarlo, se dispusieron a salir por la sala deurgencias.

Había mucho trajín, los médicos y enfermerosno paraban de corretear por el largo pasillo.Los chicos esperaron en la entrada a que secalmara el incesante traqueteo y así nomolestar al personal sanitario.

Una madre lloraba desconsolada en la sala deespera. Varios médicos intentaban, sin éxito,tranquilizarla. ¡Que venga un psicólogo! —gritaba una enfermera—. ¡Señora no se ponganerviosa! —vociferaba un facultativo.

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Permanecieron allí un rato, quietos para noperturbar el incesante movimiento de gente.Alberto aprovechó para reflexionar sobre laspalabras del profesor de historia, acerca deldestino. Don Luis había dado todo por sussemejantes, fue un hombre bondadoso.Enseño a los chicos a entender el mundo queles rodea. Pero el destino no se portó de igualforma con él, le quitó la esposa y la hija en unaccidente de tráfico. Le postró en una silla deruedas. Y dejó que sus días finales fuesen unauténtico calvario en la solitaria habitación deun hospital. El precio que pagó por ser buenono había sido equitativo.

El ruido incesante de la sala de urgencias sacóa Alberto de su introspección.

En la sala debía haber como diez habitacionespequeñas. Cuartos tapados con cortinas, quecontenían los útiles médicos necesarios para

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una cura de primera urgencia. El trajín eraincesante. El personal no paraba de correr deun lado para otro. Había unas quince personasataviadas con batas de color blanco y cuatroque vestían de color verde.

—Un accidente —comentó Juan susurrando—. Ha tenido que ser muy fuerte por elescándalo que están montando.

—Ya lo creo —dijo Alberto—. Estánentrando muchos heridos.

—Sí —verificó Andrés—. Por la cantidad quehay tiene que haber sido por lo menos unautocar.

El vigilante irrumpió en el rincón donde sehabían parado y al verlos se acercó apreguntarles.

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—¿Qué hacéis aquí?

Con sus grandes manos apartó el fino visilloque apenas ocultaba a los chicos.

—Hemos venido a ayudar —se anticipóAndrés, con su agilidad mental característica.

—La mejor manera que tenéis de hacerlo…¿sabéis cuál es? —preguntó con rostro serio,mientras observaba el movimiento incesantede camillas—. ¡No molestando! Aquí lo únicoque hacéis es distraer a los médicos que estánhaciendo su trabajo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juan.

—Un autobús de línea que venía de la capital—respondió amable el guardia de seguridad—,se ha salido de la calzada en una curva,posiblemente debido al mal tiempo. Llueve

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mucho a éstas horas en la carretera de Guísar.Todos los pasajeros han sufrido heridas dediferente consideración, la peor aquella niñade allá —mencionó, mientras señalaba uno delos cuartos donde más médicos había.

—¿Qué le sucede? —preguntaron Juan yAlberto al mismo tiempo y sin dejar de mirarhacia el pasillo donde estaban los enfermeros.

—Está prácticamente destrozada por dentro,no se puede hacer nada por ella. Sufremúltiples fracturas, no creo que sobreviva —afirmó el vigilante mientras ponía la mano enla espalda de Andrés invitando a los chicos asalir de la sala de urgencias—. La mujer quellora desconsolada es su madre.

—Pobre mujer —afirmó Juan quitándose lasgafas para limpiarse el sudor de la frente conun pañuelo.

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—No tiene suerte —manifestó el vigilante deseguridad—. La conozco bien desde hacetiempo, es del pueblo. El año pasado se matósu marido en una obra cuando estabatrabajando. Ella se quedó sola a cargo de supequeña, ahora tiene tres años, es lo único quele queda en esta vida.

A la pena que sentían los chicos por elprofesor, se sumó la enorme pesadumbre deldestino de esa niña y de su madre.

Los tres se miraron con aire de complicidad.No hacía falta decir nada, sobraban laspalabras. Ya sabían lo que tenían que hacer.

—No funcionará —dijo Andrés.

—Claro que sí. Tenemos tres de los cuatroingredientes —dijo Alberto mientras sonreía.

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—No te salen las cuentas —replicó Juan antela atónita mirada del vigilante que no entendíanada de lo que estaban hablando.

—Sí. Cuando llené la cantimplora, aúnquedaba mucho barro de la última vez, y éstafue el uno de noviembre. ¿Os acordáis? Loque significa que el lodo que contiene ahora,es mayoritariamente de ese día. Así que secumple la tercera condición. ¡Hay queprobarlo!

Andrés y Juan asintieron con la cabeza.

—Fermín —dijo Andrés mirando fijamente alvigilante—. ¿Confías en nosotros?

—¿Qué tramáis? —dijo mientras los mirabacon cara de turbación—. ¡No me vayáis ameter en ningún lío! ¿Eh? No sé de quehabláis, pero no quiero cosas raras en el

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hospital.

—No te preocupes —le dijo Alberto mientrasle ponía la mano en su fornido hombro—.Debes fiarte de nosotros. Tienes que dejar quenos acerquemos a la niña. No preguntes porqué, sólo ten confianza en nosotros tres.

—Estáis locos ¿Qué pretendéis? Que meechen del trabajo. ¿Para qué demonios queréisllegar hasta la niña?

Fermín gritó realmente enfurecido. Cualquierintento de aclaración, por parte de los chicos,sería del todo infructuosa. No lo entendería.

—No te lo podemos explicar —dijo Juanmientras se descolgaba la mochila de laespalda y preparándose para sacar lacantimplora con el lodo—. Sólo te pedimosque nos hagas caso. No es nada malo. Te lo

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aseguro.

—Ya me lo supongo, pero quiero saber deque se trata —afirmó rotundo—. Estoy en miderecho, la seguridad de este centro dependede mí.

—Es que si te lo contamos no nos creerás —aseveró Andrés para acabar de complicar lascosas.

Casi hubiera sido mejor decirle que se loexplicarían más tarde, eso les hubiera hechoganar tiempo para ayudar a la niña.

—Pues entonces no tiene que ser nada bueno,os tengo que pedir que abandonéis la sala deurgencias y también el hospital —aseguró elvigilante mientras les ponía la mano en laespalda, para acompañarlos por el pasillo hastallegar a la salida principal—. Esto no es un

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juego y vosotros ya no sois tan críos paraestas tonterías.

Los tres salieron del centro, apesadumbrados.Tenía que haber alguna forma de salvar a esachica antes de que muriera. No podía ser,ahora que tenían la oportunidad de utilizar conjusticia el lodo mágico, que por culpa de unvigilante incrédulo, no pudieran curar a lachiquilla.

—Daremos la vuelta al edificio y entraremospor urgencias —afirmó resuelto Andrés—.Desde allí queda más lejos el cuarto de laniña, pero cuando se den cuenta los médicosya estaremos dentro.

—¿Y el vigilante? —preguntó Juan—. Si nosve nos muele a palos.

—Mira —dijo Alberto finalmente— lo

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importante es salvar a la niña. Si después deeso nos echan, nos golpean o llaman anuestros padres, ¡qué más da! Como si vienela Guardia Civil y nos encierra en el calabozodel cuartel.

—¡Tienes razón! —afirmaron Andrés y Juanal mismo tiempo.

—Lo mejor es planificarlo para que no fallenada —argumentó Andrés, siempre previsor—. Uno de nosotros tiene que distraer alvigilante de seguridad y los otros dos se hande acercar hasta el cuarto y rociar a la niñacon barro todo su cuerpo. Las fracturas sonmuy graves, por lo que conviene empaparlatotalmente de lodo.

—¡Me parece bien! —defendió el plan Juan—. ¿Quién distrae a Fermín?

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—Yo creo que el más fuerte —dijo Albertomientras miraba a Andrés.

—¡Vaya! ¿Me ha tocado? —lamentó Andrésmetiéndose la camisa por dentro del pantalóny abrochándose un agujero más del cinturón.

Los tres cruzaron las manos, una encima deotra y gritaron: "Todos para uno y uno paratodos". Andrés se dirigió hacia la puertaprincipal de la clínica, donde estaba elvigilante. Juan y Alberto dieron la vuelta por laparte de atrás del hospital, hasta la sala deurgencias, donde todavía seguían llegandomultitud de ambulancias desde el lugar delsiniestro. Había dos coches de la policíanacional en la puerta de acceso.

—¿Y ahora qué? Nos detendrán antes dellegar a la sala de urgencias —dijo Juaninundado de sudor y mientras señalaba los

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vehículos de la policía.

—No necesariamente —replicó Alberto—.Uno de los policías es amigo de mi familia,conoce a mi padre. Intentaré hablar con élpara que nos deje entrar.

—¿Y qué le dirás? —comentó Juan, escépticopor la idea que acababa de tener.

—Lo más sencillo, que uno de nuestrosamigos está ahí dentro y que queremos verlo—afirmó Alberto, pensando que era lo mejorque podían hacer—. Es un buen hombre y nocreo que ponga pegas para dejarnos pasar. Tuven detrás de mí y no digas nada —le indicó aJuan.

—Hola Carlos —saludó Alberto al policíanacional, que estaba fumando un cigarro allado de uno de los coches patrulla.

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Carlos era amigo de los padres de Albertodesde antes de nacer él. Era el típico policíacarroza ya que debía estar a punto dejubilarse. Exageradamente gordo y bienafeitado, lo que dejaba al descubierto unaenorme papada, solía venir mucho a casa de lafamilia de Alberto a tomar café y su padre lehacía muchas preguntas sobre Joaquín, elnovio de Rosa; aunque por celo profesional, elpolicía omitía responderlas.

—Hola Alberto ¡chico! ¿No te había visto? —respondió de forma muy efusiva—. ¿Quéhacéis aquí? —preguntó mientras miraba aJuan.

—Hemos venido a ver un amigo, que viajabaen el autocar siniestrado —respondióhaciéndole el gesto a Juan de que se acercarahasta donde estaban ellos.

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—¡Vaya por Dios! menudo accidente. Hacíatiempo que no se producía uno tan grande enOsca —comentó mientras le propinaba unafuerte calada al cigarro que sostenía en lamano—. Pues nada, nada…, pasad dentro…,y no molestéis a los médicos. Saludad avuestro amigo y salid enseguida, hay muchotrabajo en urgencias.

—No te preocupes Carlos, sólo queremoscomprobar que nuestro compañero seencuentra bien y nos marcharemosinmediatamente —le dijo Alberto paratranquilizarlo.

—¡Ok Alberto! ya le digo a los otros agentesque os dejen pasar —replicó, haciendo ungesto de aprobación a tres policías nacionalesque había en la entrada de la puerta deurgencias.

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Alberto y Juan accedieron al interior delCentro. Parecía que se había calmado el trajínde personal correteando de un lado para otro.Aún así seguían habiendo muchos camilleros yenfermeros deambulando por el largo pasillo.Desde esa entrada les pillaba más lejos la niña,que desde la puerta principal, estaba en laúltima habitación de la sala de urgencias. Losdos caminaron por el pasillo despacio, sinfijarse en nadie y rezando para que ningúnpersonal clínico les preguntara a donde iban.Alberto llevaba a su espalda la mochila con lacantimplora. Tenían que ir rápido; no sabíancuánto tiempo podía entretener Andrés alvigilante de seguridad.

Un policía pasó al lado de ellos, por la emisoraoyeron que pedían refuerzos desde la entradaprincipal, al parecer había un joven que estabapeleándose con el vigilante de la puerta.

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Juan y Alberto aceleraron el paso.

Llegaron hasta el cuarto de la niña, en elinterior había una enfermera comprobando lasconstantes vitales. Una malla de tubosrecorrían todo su cuerpo y una máquinaruidosa no dejaba de comprobar el latido de sucorazón. Esperaron a que la enfermera salierafuera de la estancia.

—¡Juan! —gritó Alberto, mientras sacaba lacantimplora—. ¡Sujeta la mochila mientrasrocío a la niña!

Levantaron la bata que le habían puesto losmédicos a la chica y dispersaron el fango porsu amoratado cuerpo. Ella no se daba cuentade nada, permanecía ajena a todo lo queestaba ocurriendo.

Volvió a entrar en el cuarto la enfermera que

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acababa de salir.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó mientras nole quitaba la vista de encima a la pobre niña,que yacía recubierta de barro por todo sucuerpo. ¡Seguridad! ¡Aquí!

Salieron huyendo del cuarto dirección a lapuerta principal de la sala de urgencias, pordonde habían entrado. «Los policías y elvigilante estarán entretenidos con Andrés»,pensaron sin dejar de correr.

Alberto y Juan corrieron hacia la carretera, erala manera más rápida de desaparecer sin servistos del hospital. Ya era de noche ycallejearon hasta cruzar las vías del tren yllegar al pueblo.

—¿Y Andrés? —preguntó Juan mientrasagonizaba por la carrera que se estaban dando.

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—¡Vamos a buscarlo! —le respondió Alberto,sin dejar de correr—. No le podemos dejarsólo.

Volvieron a la puerta principal del hospital.Antes de llegar pudieron observar un tumultode gente, entre ellos Andrés deshaciéndose enexplicaciones con varios policías y Fermín, elvigilante.

—¿Conoces a este chico? —le preguntóCarlos, el policía amigo de su familia.

—Sí, es un compañero del colegio. ¿Quéocurre? —preguntó Alberto, como si nosupiera nada.

—Pues no lo sabemos aún, pero parece quese ha vuelto loco —manifestó Carlos—.Hemos tenido que emplearnos a fondo parareducirlo. ¿Sabes que le sucede?

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—¡Sí claro! es por el amigo del que te hable—le dijo Alberto sin que se le ocurriera unaexcusa mejor—. Está muy afectado y por esose habrá puesto tan nervioso. Lo mejor es quenos lo llevemos de aquí e intentemostranquilizarlo.

—Creo que será lo mejor —afirmó el policía—. Sacadlo del hospital y procurad que seaplaque un poco. Ya hablaré yo con elvigilante para evitar que interponga unadenuncia.

Alberto y Juan cogieron del brazo a Andrés yse largaron del hospital Santa Rosa a todaprisa, sin mirar hacia atrás. Pasearon duranteun buen rato. No hablaron y cuando era casimedianoche se fueron cada uno a su casa.

Alberto se dio una buena ducha y se acostó,sus padres ni siquiera le preguntaron nada al

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verlo tan alborotado. El chico no podía dejarde pensar, la cabeza le daba vueltas. DonLuis, la niña, el Menuto, don Pablo, Pedro, ellodo mágico, Belsité, La Hermana de Dios, larana con alas, Caravaca de la Cruz. Le habíanocurrido tantas cosas esos últimos veinte días.Todas increíbles. Necesitaba tiempo paraasimilar lo acontecido. Encendió la radio y sepuso los auriculares. Escuchó las noticiaslocales antes de quedarse completamentedormido.

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La crónica

Crónica de Osca:

Esta tarde ha sufrido un terrible accidente unautocar de pasajeros de la linea Guísar-Osca.En el autocar viajaban cuarenta vecinos de laciudad, de los cuales sólo hay que lamentarheridos leves y ninguna víctima mortal.

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A las once de la noche ha sido dada de altaElvira Roca, la niña de tres años que entró enel hospital en estado crítico, según el informemédico inicial, y que por causas que sedesconocen contenía errores, ya que la niñasólo sufría heridas leves de escasaconsideración. La caída en el barro, por unade las ventanas fracturadas del accidentadoautocar, es con toda seguridad lo queamortiguó el golpe y le ha salvado la vida. Laniña estaba impregnada de lodo en elmomento de ser ingresada.

Cosas de la vida:

Esta noche se ha podido ver en el cielo unalluvia de estrellas fugaces. La contaminaciónlumínica de la ciudad, no obstante, hareducido enormemente la visibilidad de este

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espectáculo maravilloso. Los expertosestudiarán el fenómeno, por ser inusual enesta época del año. Tampoco se advierte de lapresencia de ningún cometa, descartando quela lluvia de meteoritos provenga del polvo dela cola de alguno.

Sociedad:

A las doce de la noche ha fallecido en elhospital Santa Rosa de nuestra ciudad, elilustre profesor de historia, don Luis LanaspaJustes, a la edad de sesenta años, tras undeterioro generalizado de su estado de salud acausa de una enfermedad degenerativa quearrastraba desde hacía varios años. Suscompañeros, profesores, alumnos y amigos,ruegan una oración por su alma.

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Esteban Navarro Soriano nace en Moratalla(Murcia) en el año 1965. En la actualidad viveen Huesca, lugar al que se siente muyvinculado. Ha sido el organizador de dosprimeras ediciones del concurso literarioPolicía y Cultura a nivel nacional y ha escritonumerosos artículos de prensa. En sucurrículum se encuentran numerosos premiosliterarios de relato corto. También ha recibidoel I Premio de novela corta Katharsis por lanovela 'El Reactor de Bering' y el I Premio delCertamen de Novela San Bartolomé - JoséSaramago, con la obra 'El buen padre'. Sunovela 'La casa de enfrente' se situó en losprimeros puestos de las listas de más vendidosde Amazon desde su publicación.