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169 El Ladrón De La Vida Anoche entró en casa de mi vecino un ladrón. Era muy tarde y no pude ver cómo era de alto. Solo escuché ruidos y muchos golpes. Cuando mi vecino abrió la puerta de la casa y encendió la luz del porche, pude distinguir que aquel hombre llevaba un saco marrón, no muy lleno, solo un poco. Mi vecino volvió a entrar a la casa y pasó la noche. Desperté y me vestí, y salí corriendo a ver a mi vecino. Llamé al timbre, y un hombre de mediana edad, sano y fuerte, alto y guapo salió a recibirme. —Hola vecino, ¿qué ocurre? —me dijo amablemente. —Eso te iba a preguntar yo. Anoche oí como un ladrón entraba en tu casa ¿Se llevó algo de valor? —No, nada. Solo se llevó algo de lo que puedo prescindir. —Deberías llamar a la policía y poner una denuncia. —No es necesario, gracias. Educadamente se despidió de mí y cerró la puerta. Extrañado volví a mi casa, absorto en mis pensamientos. Ya por la tarde, me quedé mirando por la ventana hacia la casa de mi vecino, llevaba unas horas en la misma posición, sin descanso. De repente sucedió lo que tanto llevaba esperando, su salida de casa. Pero en cuanto se le cruzaron las escaleras en su camino, sin saber ni cómo ni por qué, se tropezó con sus propios pies y cayó al suelo. Luego, vi que se volvía a levantar y otra vez volvió a tropezarse y a caerse pero esta vez ya en el camino. Se metió en el coche y no volví a verle hasta que llegó a su casa tarde, sobre media noche. Me quedé pensando en cómo dejé que el ladrón se escapase, en cómo pude dejar que aquel hombre se marchara, quizá pensé que mi vecino ya había llamado a la policía y yo estaba cansado. Durante unas semanas estuve observando a mi vecino. Me asombraba cómo un hombre, aparentemente joven, podía caer tantas veces. Una noche, que yo me quedé leyendo en la cama, volví a oír un estruendo en casa de mi vecino. Corriendo salí de la cama y me asomé por la ventana, aquel ladrón estaba otra vez en la casa. Baje’ corriendo las escaleras y con manos temblorosas por los nervios llamé a la policía, luego solo me quedó esperar. Cuando las sirenas de la policía se empezaron a acercar, el ladrón salió por la puerta de atrás y corrió como una liebre. La policía llegó y llamaron ala puerta, en seguida mi vecino abrió. Me callé y pude escuchar la conversación: Buenas, su vecino nos ha llamado, dice que cree que un ladrón ha entrado en su casa ¿Todo bien?

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El Ladrón De La Vida

Anoche entró en casa de mi vecino un ladrón. Era muy tarde y no pude ver cómo era de alto.

Solo escuché ruidos y muchos golpes.

Cuando mi vecino abrió la puerta de la casa y encendió la luz del porche, pude distinguir

que aquel hombre llevaba un saco marrón, no muy lleno, solo un poco. Mi vecino volvió a

entrar a la casa y pasó la noche.

Desperté y me vestí, y salí corriendo a ver a mi vecino.

Llamé al timbre, y un hombre de mediana edad, sano y fuerte, alto y guapo salió a recibirme.

—Hola vecino, ¿qué ocurre? —me dijo amablemente.

—Eso te iba a preguntar yo. Anoche oí como un ladrón entraba en tu casa ¿Se llevó algo de

valor?

—No, nada. Solo se llevó algo de lo que puedo prescindir.

—Deberías llamar a la policía y poner una denuncia.

—No es necesario, gracias.

Educadamente se despidió de mí y cerró la puerta. Extrañado volví a mi casa, absorto en

mis pensamientos.

Ya por la tarde, me quedé mirando por la ventana hacia la casa de mi vecino, llevaba unas

horas en la misma posición, sin descanso. De repente sucedió lo que tanto llevaba esperando,

su salida de casa. Pero en cuanto se le cruzaron las escaleras en su camino, sin saber ni cómo

ni por qué, se tropezó con sus propios pies y cayó al suelo. Luego, vi que se volvía a levantar y

otra vez volvió a tropezarse y a caerse pero esta vez ya en el camino. Se metió en el coche y

no volví a verle hasta que llegó a su casa tarde, sobre media noche. Me quedé pensando en

cómo dejé que el ladrón se escapase, en cómo pude dejar que aquel hombre se marchara, quizá

pensé que mi vecino ya había llamado a la policía y yo estaba cansado.

Durante unas semanas estuve observando a mi vecino. Me asombraba cómo un hombre,

aparentemente joven, podía caer tantas veces.

Una noche, que yo me quedé leyendo en la cama, volví a oír un estruendo en casa de mi

vecino. Corriendo salí de la cama y me asomé por la ventana, aquel ladrón estaba otra vez en

la casa. Baje’ corriendo las escaleras y con manos temblorosas por los nervios llamé a la

policía, luego solo me quedó esperar. Cuando las sirenas de la policía se empezaron a acercar,

el ladrón salió por la puerta de atrás y corrió como una liebre. La policía llegó y llamaron ala

puerta, en seguida mi vecino abrió. Me callé y pude escuchar la conversación:

Buenas, su vecino nos ha llamado, dice que cree que un ladrón ha entrado en su casa ¿Todo

bien?

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—Sí, señor, todo bien por aquí.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Vale, no le molestamos más, que pase una buena noche.

—Lo mismo digo señor.

«Mentira, mentira y más mentira, acabo de ver un ladrón. ¿Por qué no se lo habrá dicho? A

lo mejor soy yo que me estoy volviendo loco, no, imposible. Mejor le doy vueltas mañana,

puede que solo haya sido una visión por el efecto del cansancio.» Cuando desperté, me vino a

la mente el ladrón que, esta vez un poco más lleno, llevaba aquel saco marrón. Las preguntas

empezaron a rondarme la cabeza, así que, decidí ir a visitar a mis vecinos. Me puse la ropa,

desayuné y salí.

—Hola vecino, siento molestarte a estas horas de la mañana.

—No importa, ya estaba despierto. ¿Qué ocurre?

—Venía a preguntar si esta noche te apetecería cenar en mi casa, ya sabes, para charlar.

—Sí, claro.

—Está bien, te espero.

Salí de su porche y me encaminé a mi casa, por fin averiguaría que pasaba. Llegó la hora y

llamaron al timbre, abrí la puerta y allí estaba mi vecino.

—Pasa, pasa.

Mi vecino receló y comenzó a subir el pie para traspasar el escalón y de repente tropezó y

cayó al suelo.

—¿Estás bien?

—Sí, sí.

Se levantó y le acompañé a la mesa del comedor, nos sentamos. Hablamos durante horas.

Me fijé en que cada vez que cogía el tenedor, se le caía y que no parecía tener mucha fuerza.

Llegó la noche y mi vecino salió de casa. Pasaron los días y mi vecino se veía desganado y sin

fuerzas, iba a tirar la basura y se le caían las cosas de las manos, se tropezaba y se volvía a

levantar.

Un día que estaba caminando por la calle vi al ladrón a plena luz del día, estaba entrando en

la casa, por acto reflejo decidí entrar. Me adentré en la casa y me encontré que el ladrón

empujó a mi vecino que cayó al suelo, corrí detrás de él, llegamos al jardín y me abalancé

sobre él, en cuanto le toqué ante mis ojos desapareció. Me quedé desconcertado, pero en

cuanto reaccioné salí corriendo a ver a mi vecino.

—¿Está usted bien?

—Sí, si no pasa na...—de repente dejó de hablar.

— Oye, ¿estás bien?

Mi vecino no parecía escucharme ni verme, me puse detrás de él y di una palmada para ver

si respondía… no pasó nada. Cogí el teléfono y llamé a la ambulancia, la verdad es que

llegaron en seguida Se sentaron a su lado y con una linternita enfocaron a sus ojos, no pasó

nada; también probaron a hacer el truco de la palmada… nada.

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—Bien, ya tenemos los resultados, pero deberíamos llevárnoslo al hospital. ¿Y dice qué se

quedó así después de un atraco?

—Sí, así es.

—Traigan una camilla. Acompáñenos por favor.

Me llevaron al hospital, y me pidieron que me quedase. Estuve esperando unas tres horas y

media.

—Ya tenemos los resultados.

Me puso un papel en la cara.

—Per0 este hombre tendrá familia o algo.

—Hemos mirado y la única hermana que tenía murió.

—Está bien, las miraré en casa.

Salí por la puerta y me monté en un taxi, cuando ya estábamos llegando observé que el

ladrón estaba mirando por la ventana.

—Pare aquí, pare aquí. —Le lance’ un billete y unas monedas—. Quédese el cambio.

Bajé del coche todo lo rápido que pude.

—¡Oye, oye! —Me acerqué a él—. ¿Quién eres?

El ladrón metió la mano en mi bolsillo y sacó la hoja de las pruebas de mi vecino.

—Te he preguntado algo, ¿quién eres?

El ladrón abrió la hoja y cogió un lápiz que tenía en el bolsillo, escribió algo y desapareció.

Me agaché y abrí la hoja, en ella ponía:

Así me llaman

Me paré a pensar. Mi vecino moriría, en la soledad, sin que nadie le conociera excepto yo.

Aquel hombre alto, fuerte y aparentemente sano… morirá. Y así pasó, el “Ladrón de la vida”

robó la suya.

Ariadna Schmah Beret, 1ºA ESO

Primer Premio Prosa. Primer Ciclo ESO, 14-15

ELA

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El Juego De Las Maquetas

Este caso que os voy a relatar me marcó mucho a lo largo de mi carrera. Por aquel entonces,

yo ya estaba experimentada en el oficio, pero fue tan especial.

Hola, me llamo Rebecca Stone y soy capitana de la policía de Scotland Yard.

El lunes 6 de junio, recibimos una llamada por un homicidio en Baker Street. La víctima era

un gran empresario inglés, Jacob Defoe. Éste se dedicaba al negocio inmobiliario El cadáver

se encontraba tirado en el suelo con un disparo de un revolver en el pecho. Mis chicos, el

detective Hitchcock y el detective Holmes, vinieron a explicarme lo ocurrido.

—Buenos días Stone —me saludaron a la vez.

—Al parecer, los vecinos del barrio oyeron una discusión en la que la víctima participó.

»No llevaba cartera, pero los vecinos

no le conocen, así que no debe de ser de

este barrio.

»Los técnicos están buscando huellas

pero no parece que haya ninguna

aparte de las de Defoe —me contó el

detective Holmes.

A continuación, nos dirigimos hacia

la comisaría, situada cerca de St.

James Park. Una vez allí, tomamos

declaración a los testigos y uno de

ellos nos dijo con quién discutió el

señor Defoe. Lo describió como alto,

castaño y nos comentó que, al parecer,

era un cliente de la víctima.

—Buscad todos los inmuebles que

Jacob vendió en el último año.

Después, si hay un piso o

apartamento cerca del escenario del

crimen, investigad al dueño —dije yo.

El día iba acabando y ya era hora de

irse. Yo me fui a mi casa situada en

Chelsea, y una vez allí, me di una

ducha rápida y me fui a la cama. Desde mi cama podía verse todo el dormitorio. Era una

habitación rectangular con las paredes color crema; en la pared paralela a donde se

encontraba la cama, había un escritorio con un ordenador y distintos papeles de mi trabajo.

En su perpendicular derecha había un gran ventanal con un soporte para sostener una

pequeña televisión. Al frente de ésta, una pared con distintos cuadros de acciones

londinenses. Y pensando en el nuevo caso, me quedé dormida.

Sonó el despertador, y me levanté directa a la ducha. Una vez duchada y cambiada, fui a

desayunar unos huevos revueltos con café.

El detective Hitchcock pasó a recogerme. Cuando bajé y monté en el coche, me saludó y me

dijo:

—Buenos días, Rebecca.

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—¿Qué tal James? —contesté.

—Bien, gracias. Bueno, hay novedades en el caso de Defoe. El inspector McCarthy ha

encontrado, en la mano de la víctima, un paquete envuelto. El asesino lo colocó en su mano

después de matarle —relató Hitchcock.

—¿Lo habéis abierto? —pregunté.

—Sí, había una plaza en miniatura del A. Trafalgar Square.

—¡RÁPIDO, A COMISARÍA! —grité.

Cuando llegamos, vimos a Holmes con una taza de café y hablando con McCarthy.

Después este me relató los hechos y pensamos lo mismo, podía ser el próximo escenario del

crimen. Holmes se quedó allí buscando pistas o sospechosos, mientras que Hitchcock y yo

íbamos en dirección a la plaza de Trafalgar. Cuando faltaba media milla, lo oímos... un

disparo de pistola. La víctima era Tim Christie.

Al llegar, vimos a la gente aterrorizada, huyendo, llorando y gritando. Llamamos a

Scotland Yard para que vinieran y en tres minutos ya estaban allí. Como dije antes, Holmes

estaba en la comisaría, con lo cual, McCarthy y yo fuimos a inspeccionar la plaza para ver si

algo resultaba sospechoso. Nos encontramos una antigua fábrica de yogures.

Parecía muy tétrica. Entramos y oímos unos ruidos, una discusión, mejor dicho, pero cuando

nos acercamos para mediar en la pelea, ¡ZASl Un golpe certero que nos dejó KO.

***

Ryan, así se llama McCarthy, me despertó. Cuando abrí los ojos supe que la discusión que

habíamos oído antes era una trampa. Nos encontrábamos en una habitación grande pero

vacía, Lo único que tenía era unas lámparas para iluminar y un gran baúl con un candado de

combinación (típico de cajas fuertes).

Como McCarthy fue formado en el ejército, sabía abrir cajas con ese tipo de candados. Lo

único que necesitaba era tiempo.

Tras dos horas y media me di cuenta de que no iba a ser capaz de abrirla, pero nada más

decirlo sonó un “clink” que indicaba que el candado había cedido. Nos cogimos de la mano

y… subimos la tapa. Casi nos caemos del susto.

Lo que había en la caja no era nada más ni nada menos que explosivos y detonadores, Ryan

y yo, nos miramos. A continuación nos dimos un fuerte abrazo que acabaría en un largo y

profundo beso. Aunque no lo sabíamos, nos gustábamos. Intentamos hablar del tema pero la

seguridad de la ciudad era más importante. Oímos las sirenas de los coches de la policía y

nos sentimos aliviados.

Holmes y Hitchcock nos ayudaron a salir de esa ratonera habitación. Les contamos lo de la

bomba y nos dijeron que en la mano de la última víctima, había otro paquete. Pero esta vez la

maqueta era de Victoria Station.

—Hay que impedirlo, es probable que coloquen ahí la bomba, ya que es el centro de Londres

—dije—. Colocad patrullas en los alrededores.

Nada más lo dije, se fueron, excepto McCarthy que se quedó conmigo, Nos miramos y

dijimos que ya tendríamos tiempo de hablar de lo ocurrido. Nosotros fuimos a la comisaría y

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durante el viaje, ninguno de los dos dijo nada. Una vez allí, hablamos con los testigos y uno

de ellos dijo que había oído hablar a dos encapuchados después del crimen,

Al parecer, tenían acento árabe.

—¿A qué se dedicaba la última víctima?—pregunté.

—Era profesor en la Universidad de Cambridge —dijo Hitchcock.

—Buscad todos los alumnos árabes de sus clases, alguno tiene que ser el asesino o los

asesinos.

Los tres se fueron, McCarthy, Hitchcock y Holmes. Yo me quedé repasando posibles

relaciones entre las víctimas. Y al final no encontré ninguna coincidencia.

Entonces, los tres se acercaron y me contaron lo que habían descubierto.

—En la clase del señor Christie, había cuatro árabes —dijo Holmes.

—Preguntad a los alumnos si alguno tenía problemas con el profesor. McCarthy, irás tú.

Ten cuidado —le dije.

—Vale.

Mientras, nosotros tres estuvimos repasando las cámaras de seguridad y a la media hora

larga, encontré un Mercedes gris escapando del escenario del crimen. Lo más curioso era que

aparecía el copiloto con la cara tapada. Pero en los siguientes segundos se la destapaba.

¡EUREKA!

—¡Chicos lo tenemos! —dije. A continuación les enseñé la grabación. Nada más acabar de

ver el vídeo, se lo llevaron a los técnicos para que pasaran el reconocimiento facial. No hizo

falta ya que McCarthy llegó con noticias. Nos reunirnos todos en torno a él.

—He hablado con una alumna de la clase y un tal Youssif Mastour, tuvo distintos

altercados con el profe —nos relató.

—Y aquí pone que Defoe es su casero. Es nuestro hombre —dijo Holmes.

En ese momento me sentí orgullosa de mi gran equipo, pero no había tiempo para halagos.

¡UNA BOMBA ESTABA A PUNTO

DE EXPLOTAR! McCarthy y yo fuimos a

Victoria, mientras que los otros dos detectives

se quedaron en la comisaría de Scotland Yard

para difundir la imagen del joven terrorista.

Llegamos allí, y estuvimos atentos a todo tipo

de Mercedes grises. En la grabación aparecía

la matricula, así que teníamos un punto a

favor. La matrícula era “Y900 MAL”. De

repente, un policía que estaba de patrulla me

avisó de que llegaba un Mercedes plateado.

Comprobé la matrícula y era la misma que la

del video. Avisé a mí compañero y lo

detuvimos. Finalmente nuestras sospechas se

confirmaban, era Youssif Mastour. Fui en

busca de la bomba y la encontré en el

maletero.

Un sudor frío me atravesó la espalda. Me quedé sin palabras. Al verme con esa cara de

susto, McCarthy se acercó a mí y él también lo vio.

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La bomba tenía un temporizador, faltaban nueve minutos, cincuenta y cuatro segundos.

Fuimos a hablar con Youssif pero se negó a colaborar. Llamamos a los artificieros pero

estaban a media hora. El tiempo se iba agotando y con él nuestras ideas. Faltaban dos

minutos y medio y las patrullas ya habían evacuado a todo el mundo. Un minuto, nosotros

inmóviles por el miedo, teníamos ahí delante la bomba. Treinta segundos, las confesiones

entre nosotros iban cayendo. Ambos admitimos que nos gustábamos y que si salíamos de

esta, entablaríamos una relación más íntima.

Quince segundos, nuestra vida pasaba por nuestros ojos. Nos agarramos de la mano.

Cinco segundos. McCarthy arrancó los cables de un tirón y ¡BOMBA DESACTIVADA!

Nos fundimos en un tierno abrazo que acabaría en un largo beso. Eso significó algo para los

dos. Era como si el mundo se hubiera parado a nuestros pies, parecía una ilusión. Era como si

el agua y el fuego se hubieran juntado, como si Tom y Jerry estuvieran de acuerdo. Tras el

largo y agradable beso, otro abrazo nos acercó. Él se acercó a mí y me dijo:

—Capitana Stone, ¿se acuerda usted de lo que me ha prometido? —dijo él.

—Lo prometido es deuda, inspector McCarthy.

Una patrulla había evacuado al terrorista, ya estaría en la comisaría pensé, Holmes y

Hitchcock acababan de llegar. Nos abrazamos los cuatro y fuimos camino Scotland Yard,

Íbamos todos en el mismo coche y durante el camino les contamos la gran aventura, no

entera, ya que no les relatamos nuestros besos. Al llegar a comisaría, Holmes y yo entramos

a interrogar a Youssif, pero no hicieron falta más de cinco minutos para que confesara. Por el

buen trabajo de mi equipo les invité a un “fish and chips” en Portobello Road. Lo pasamos

genial.

Lucía Grande González, 1ºD ESO

Segundo Premio Prosa. Primer Ciclo ESO, 14-15

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El Orador De Las Flores

Aquel brillo enigmático que venía volando del cielo, sin que a James le diera tiempo a abrir

la boca para posiblemente preguntar qué era lo que tenía delante de sus narices, empezó a

decirle:

—Desde tiempos remotos, los seres vivos siguen un gran círculo, El Circulo de la Vida.

Este trata de que todo ser vivo acaba por morir y desaparecer del reino de los mortales.

La humanidad desde siempre ha estado preguntándose si al morir hay algo más, es decir, la

siguiente fase que hay después de una vida, la fase en la que muchas religiones creen de

diferentes formas. Todas estas cuestiones giran alrededor de una persona: El Orador.

El Orador es un elegido por el Poder de la Vida. Cada Orador debe entregarse a fondo a la

labor que hace. Esa labor es hacer que cada persona al fallecer pase a la Fase Final.

Los elegidos deben cumplir dos requisitos: El primero es que tengan un corazón puro, que

nunca haya cometido un pecado. El segundo es que sea una persona que desee de todo

corazón el bien para las personas. El trabajo del Orador consiste en crear una flor muy

especial que representa el alma del fallecido. Esa flor se llama “Flor del Alma”.

Cada Flor del Alma es única, ya que cada alma es diferente. Cuando un Orador crea una

de estas flores para el fallecido en misión de que encuentre la siguiente fase, se celebra un

ritual muy espiritual: el Orador observa si la Vida que ha llevado el fallecido ha sido buena o

no. Si es mala, llena de pecados y odio, el Orador no le concederá la Flor del Alma. Por otra

parte, si ha llevado una buena vida, el Orador le crea al fallecido la mencionada flor. Cuando

la flor es creada, esta se posa sobra la tumba y se diluye en ella y tras esto el alma del

fallecido pasa al “Reino de Dos Puntos“. En este lugar, el fallecido es llevado ante dos

grandes puertas. Una le lleva al Descanso Eterno. Lugar que desconocen lo que hay hasta

los Oradores, y otra puerta que conduce hacia una nueva vida. En ese lugar, el fallecido debe

elegir. Sin embargo, el Orador, aunque puede, no debe saber la decisión del fallecido, ya que

cada uno elige su destino como quiere y como elige, así dice el Poder de la Vida.

Los elegidos como Oradores dedican toda su Vida a ir de tumba en tumba creando Flores

del Alma a aquellas personas que lo merezcan. Además, deben guardar en silencio y no decir

a nadie sobre la existencia ni de los poderes ni de los oradores.

Como es obvio, los oradores no son inmortales. Por esa razón, cuando un Orador muere, se

elige al siguiente y así sucesivamente para garantizar que todos puedan pasar a la siguiente

fase.

James, que era un señor de 78 años y que en su día se convirtió en uno de los mejores

abogados del país. Vivía en una pequeña pero acogedora casa en la zona de Santander.

James era viudo ya que su mujer murió de un infarto al corazón. Aun así, él pensaba que ella

era su ángel, que le guiaba y le cuidaba desde el más allá.

El caso es que James se sobresaltó al oír la historia que le contó aquel brillo, pero sin

pensárselo dos veces le dijo amablemente:

—Ven a mi casa, y lo hablamos tranquilamente.

Mientras que James iba andando, se dio cuenta de que aquel brillo era el Poder de la Vida.

«Si no lo fuera —pensaba mientras andaba—, ¿cómo si no podría saber tanto sobre aquellos

poderes y sobre El Orador?»

Cuando James y la esencia brillante llegaron a su casa, la esencia le reveló:

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—Como habrás descubierto ya, yo soy el Poder de la Vida, y tú, sí tú, James eres el nuevo

Orador, y ya por adelantado te digo que no me preguntes por qué, ya que tú sabes que

siempre, desde pequeño, has ayudado a quien has podido y te hiciste abogado únicamente

para defender la justicia. No veo a otra persona para ser el Orador que no seas tú. Ahora

debes aceptar tu destino.

Antes de contestar, James pensó unos momentos y después dijo:

—No te decepcionaré ni a ti, ni a mi destino. Haré lo que pueda para ser un buen Orador.

¿Hay algo más que deba saber?

El Poder de la Vida contestó:

—No, todo el poder de los Oradores te lo entrego a ti. Florus Florus, Almus Almus, James

James. Ahora, me despido de ti. Con el poder que te he dado no deberás tener problemas en

nada.

El Poder de la Vida se fue diluyendo y en pocos segundos la luminosidad que había creado,

desapareció junto a él.

James, entusiasmado, pensó:

—Posiblemente, los anteriores Oradores hacían su trabajo por obligación, es decir, lo hacían

porque se les había entregado ese poder. Yo intentaré hacerlo lo mejor que pueda, pero sobre

todo hacerlo por esas personas que ya han fallecido, para desearles un mejor destino.

Las palabras de James se hicieron realidad. James poco a poco fue Visitando muchos

cementerios y analizando las Vidas de aquellos que ya no estaban en el reino de los mortales.

Cuando James, ante la primera tumba, vio que el fallecido era digno de la Flor del Alma,

empezó con el ritual que consistía en recitar una oración de rodillas. La oración decía así:

“Oh, tú pequeño guerrero mortal caído, yo te concedo a ti la armadura que llevaste el primer

día, yo te concedo el valor que un día usaste, yo te devuelvo las cenizas del Fénix de tu

corazón”

Y dicha la última palabra, de las manos de James brotó una pequeña flor muy bonita y

ciertamente, según lo que había visto James, esa

flor representaba perfectamente el alma de aquel

difunto.

James, haciendo esfuerzo de que no se le cayera

la flor de las manos, avanzó a la tumba y la posó

en ésta. A continuación pudo ver cómo la flor que

había creado se iba diluyendo. Hecho esto, James

sintió cómo alguien le daba las gracias, no

oralmente, sino espiritualmente.

James cumplía con su tarea pero tan sólo llevaba

una semana de Orador, así que decidió que antes

de crear la flor y decir la oración, le daría las

gracias al difunto. ¿Por qué?

Pues porque James pensaba que todo el mundo

moría una vez que había hecho su papel en el

mundo.

Así que le daría las gracias al difunto, ya que tal vez su cometido haya colaborado a que la

gente pueda progresar.

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Cada vez que James iba a una tumba se quedaba pensando en que todos tenemos un papel

en la vida, destinados a cumplir algo, a contribuir a algo pequeño, pero que forma parte de

algo más grande.

James no tenía horarios para ejercer de Orador. Iba a las tumbas cuando se sentía en paz,

cuando se sentía con ganas de ayudar. Año tras año, James iba visitando los cementerios de

alrededor de donde vivía. Por suerte, no le costaba moverse para ir a los cementerios de los

pueblos, así que el desplazarse no le supuso un problema.

James había visto todo tipo de Flores del Alma, pero ni una sola igual. Tristemente, James

por primera vez tuvo que abandonar a alguien de la Fase Final. Se encontró una persona de

corazón impuro que había cometido muchos pecados.

James, decaído, dijo en voz baja:

—Es una pena, porque, ¿qué somos si no las marionetas del destino, pendientes de hilos que

tal vez nunca tengan fin?

En ese momento hizo algo impensable: se preparaba para hacer una Flor del Alma pero se la

hizo a sí mismo. James vio como era su flor, celeste y blanca rodeada de una capa de

luminosidad. Entonces, arrancó un trozo de la flor y la puso sobre la tumba. Cuando James

se arrancó ese fragmento, le dolió, y bastante, pero pensó que ese pequeño trozo, podía ser un

rayo de esperanza para aquellos que lo perdieron todo y James se dijo a sí mismo:

—Un pequeño dolor para una gran esperanza. —Y posándole la flor en la tumba le dijo—:

Que este pequeño presente te haga llegar a un mundo de sueños, de segundas oportunidades

y de ilusión, mucha ilusión...

Ya a la edad de 88 años, seguía ejerciendo de Orador. Había tenido que pasar por algunos

momentos tristes, ya que tuvo que ver cómo sus amigos iban muriendo para luego tener que ir

a sus respectivos cementerios. Eso realmente le dolía, las personas con las que había crecido,

jugado, que ocupaban un sitio en su corazón se iban yendo poco a poco. James lloraba mucho

durante esos días llenos de recuerdos, de infancia, pero sobre todo de pena...

Cuando James cumplió 90 años, en soledad, ya había ido a todos los cementerios de su zona

y alrededores, y como el pobre ya estaba muy viejo y no podía ir andando a zonas más

lejanas, lo único que hacía era ir a las tumbas de sus amigos, y aunque pareciera una locura,

hablaba con ellos. James pensaba que ellos le escuchaban.

Transcurrieron los meses y una mañana que despertaba con el canto de los pájaros y con el

cielo azul como el mar. James nada más levantarse vio que el Poder de la Vida estaba en su

habitación. James, como no sabía que decirle, aguardó en silencio hasta que éste le dijo:

—James, te he estado observando y veo que no me equivoqué al elegirte. Sin embargo, ya

estás muy agotado y veo que te queda poca vida así que he venido a comunicarte que te

quedan veinticuatro horas para morir. Pero no temas, recuerda que la muerte es por un

momento y que luego la vida sigue así que, como has cumplido con tu deber, hoy estaré

contigo y cualquier cosa que quieras te la concederé.

James al oír eso le contestó rápidamente:

—De acuerdo, lo que quiero es ir a un lugar: a la tumba de mis padres. Pero antes de irme,

quiero despedirme de mi casa porque es la última vez que la veré.

Una vez que James miró su casa por última vez se le escapó una lagrima y antes de empezar

a llorar, se teletransportaron a la tumba de los padres de James.

Llegaron a un cementerio que estaba desierto, pero aun así James avanzó hasta las tumbas

de los que un día fueron algo más que unos padres, unos amigos únicos.

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James estuvo de pie en frente de las dos tumbas sin decir nada. Estaba teniendo una visión

de recuerdos con ellos. Tras unos minutos, alzó la voz, miró al Poder de la Vida y dijo:

—Quiero que mi tumba esté entre mis padres, por favor, es lo único que quiero.

Entonces, el Poder de la Vida hizo un espacio entre esas dos tumbas. Estaba ya puesto

todo, menos la lápida.

Entonces James le dijo al poder de la vida:

—Espera un momento...

James se concentró y creó su Flor del Alma que, ahora en vez de ser celeste y blanca era roja

como un rubí y brillante como el oro. Entonces James partió la flor en tres trozos, posó uno

sobre la tumba de su padre y otro sobre la tumba de su madre y el restante, lo guardó en su

mano. En ese momento el Poder de la Vida le dijo seriamente:

—James si compartes tu Flor del Alma no podrás pasar a la Fase Final, ¿estás seguro de lo

que haces?

En ese momento James contestó con una sonrisa:

—No, te equivocas. Para mí, mi Fase Final es reencontrarme con mis padres. De esta

manera lo conseguiré... Poder de la Vida, te doy gracias por el don como Orador que me has

dado, sin embargo ahora que voy a morir he de pedirte un último favor.

James se metió en la tumba y dijo:

—Pon fin a mi vida, aquí y ahora, no

quiero retrasar el reencuentro con mis

padres. Muchas gracias por todo...

Ahora puedo descansar en paz.

El Poder de la Vida, antes de que James

cerrara el ataúd le dijo alegremente:

—Gracias a ti, James. Créeme cuando

te digo que en todos los corazones hay

una esperanza, hay una ilusión, hay un

milagro... hay un James. Me alegro de

haberte conocido. Te deseo lo mejor. Adiós, amigo mío.

Entonces James cerró la tapa de la tumba y el Poder de la Vida hizo que éste falleciera.

En ese momento, los tres fragmentos de flor que había en cada tumba se diluyeron al

unísono y con él, el recuerdo de un Orador que latía en cada corazón.

Javier Pérez Olivares, 1ºA ESO

Accésit Prosa. Primer Ciclo ESO, 14-15

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180

Hoy estoy un poco triste…

Hoy estoy un poco triste

porque no te puedo ver.

Ayer estaba feliz

porque te vi reír.

Ayer noté que te tenía ahí,

pero solo fue un sueño en el que pensé en

ti.

Yo siempre te amaré porque siempre te

querré

tú a mí no sé, porque te olvidaste de mí.

Yo creo que te hice feliz

aunque tú siempre me querías con un fin.

No sé por qué no ves ahí

si tú no tienes fin de verme a mí.

Como no te di ese fin

te alejaste de mí,

y ahí me enteré

que me dejaste de querer.

No sé lo que pasa

porque vives sin mí

yo también estoy mal

porque no te volveré a ver más.

Tú eres mi corazón

como la brisa de un ruiseñor

aunque no te puedo ver

nunca te olvidaré.

Sé que tú a mí sí

porque siempre estaré ahí.

Yo soy tu pajarillo hundido

tú eres mi corazón perdido

no te he querido como ahora

porque sé que te he perdido.

No sé cómo estarás tú

pero yo estoy hundido

porque sé que ya no eres mío.

Siempre te echaré de menos

porque siempre te veo ahí,

tú a mí no me ves

porque tu codicia no te permite verme a

mí.

Sé que soy la mejor

aunque tú pienses que no

porque tu corazón nunca lo reveló.

Esteban Márquez, 1ºD ESO

Segundo Premio de Poesía, Primer Ciclo de ESO, 14-15

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El viento de la noche…

I

El viento de la noche, esa noche, no cantaba. No había estrellas, ni tiritaban los astros

azules, a lo lejos.

Tal vez no fuera la noche idónea que hubiera elegido un poeta para ser triste. Pero la noche

era inmensa, y en el callejón, tumbado en el suelo, desgarrando la oscuridad, había una piel

blanquecina teñida de ríos de sangre. Y unos ojos infinitos, ya sin vida y sin inocencia.

Volvió a casa, perseguida por las sombras, y los blancos ojos del niño muerto. En el largo

camino, en las colinas y en las largas carreteras, en el paseo junto al mar, se seguía

preguntando quién era ese niño. Extrañada por lo familiar que le resultaba.

Al llegar a su pequeña cabaña en los acantilados, su madre la recibió entre gritos y

reprimendas. Pero ella permaneció quieta, impasible. En realidad, no estaba ella en su casa.

Sino junto a aquella silueta resplandeciente entre la oscuridad.

Su madre, en la cocina, estaba recitando otra vez a Neruda. Muy bajito.

Desde que su padre se fue un día a coger los vinilos de Chavela Vargas al coche, y nunca

más volvió, recitaba en voz más baja. Algún día, terminaría apagándose.

Cuando su madre le sirvió la sopa, el calor le humedecía los tímidos mechones que

escapaban a su pelo trenzado. Observaba a su madre mientras comía. Se fijaba en sus

curvas, de las que había oído a su padre hablar toda la vida. Parece que el límite de los

acantilados recorre tu cuerpo, Linda. Ella antes sonreía a todo aquello.

A la quinta cucharada de aquella sopa, la hizo

volcar por toda la mesa de madera, con el humo

todavía ascendiendo.

— ¡Jimena niña, mira lo que hiciste!

Sin darse cuenta había gritado horrorizada, y

con las facciones de su cara todavía paralizadas

observaba cómo rodaba por la mesa un ojo tan

blanco como el de aquel niño.

Su madre reparó en él cuando cayó al suelo, y le

golpeó el pie descalzo. Abrió tanto los ojos por el

asombro que Jimena creyó que lo suyos también

se caerían.

— ¡Vete de la cocina, aprisa! ¡Demonios!

Jimena, sin apartar la mirada de aquel ojo que

había estado dentro de su sopa, corrió fuera de la

casa, tropezándose con el saliente de la puerta

cayó al suelo de piedras, raspándose las manos y

las rodillas. Empezó a gimotear y se incorporó

para mirarse la piel.

Su cuerpo estaba salpicado por la sangre, la cual resaltaba más sobre su ropa blanca.

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II

En casa de Jimena no se volvió a mencionar el ojo que encontraron en la sopa.

El silencio parecía haber cambiado con aquella aparición. Más pesado, confuso e incómodo.

Como si la madre de Jimena supiera quién lo había dejado allí, o conociera la relación con

aquel niño muerto que su hija se había encontrado. Evitaba el tema como si lo hubiera estado

esperando desde hace tiempo.

Las visitas a la iglesia se hicieron más frecuentes. Así como las charlas con el Padre Julián,

quien atendía a Linda durante horas, al finalizar las misas.

Durante ese tiempo Jimena se quedaba quieta, esperando sola, en el banco más cercano al

altar. Observaba las pinturas y

grabados, todo lo que le permitía la

escasa luz que entraba por las

pequeñas ventanas, que como ojos,

dejaban de emitir luz cuando de noche,

salía su madre de la salita en la que

hablaba con el Padre Julián.

Un día consiguió ver en las pinturas

un niño desnudo, con la piel blanca y el

pelo con rizos de oro. Era exacto al

niño muerto que Jimena había visto

unas semanas atrás. Habría jurado, de no saber que aquellos frescos tenían cientos de años

de antigüedad, que era un retrato de aquel niño.

Cogió rápidamente al Padre Julián del brazo, cuando salieron de la salita. Bajo la mirada

desaprobadora de su madre.

—Padre, ¿podría decirme quién es aquel niño tan blanquito?

—¿Aquel? —respondió el Padre Julián con una sonrisa—. Aquel niño es un ángel, Jimena.

—Imposible —negó Jimena, con el cuerpo tenso, pasados unos minutos—, porque yo he

visto un niño igual que ese.

El Padre Julián miró a Linda, que movía la pierna frenéticamente. Sonrió a la niña, un poco

extrañado.

—Dios dice que todos tenemos un ángel de la guarda que nos acompaña.

—Pues espero que no fuese ese niño el mío, Padre —respondió Jimena a media voz, mirando

al suelo.

— ¿Por qué, Jimena? —rio. Jimena le miró a los ojos.

—Porque estaba muerto.

Jimena volvió una tarde de recoger flores. Día sí, día no, visitaba al niño muerto. Él seguía

en la misma postura todos los días. Igual de muerto y tan en paz.

Jimena le colocaba margaritas en las trazadas rojas que cubrían su piel blanca.

Su padre decía que había que obsequiar a los muertos con flores. Pero Jimena dudaba de la

situación de aquel niño, que le hacía más compañía que estando ella en su casa.

Su madre no le había preguntado nada sobre el niño muerto, el ojo, ni el silencio, pese a

haberlo mencionado en su presencia. Parecía más distante de lo habitual, ya no recitaba en la

cocina. Jimena creía que su voz se había apagado por fin.

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III

Un día llegó a su casa. Escuchó a su madre gritar.

Cerró el puño con fuerza, aplastando el ramillete de flores, impresionada de cómo resonaba

su voz. Se acercó a la habitación, que desprendía oscuridad. Pudo distinguir la silueta de su

madre, siendo envuelta por otra mucho más grande.

Jimena gritó su nombre desde la puerta, y las sombras se detuvieron.

Pasado un instante, y escuchando dos respiraciones cansadas, la madre de Jimena se acercó

a ella. Estaba desnuda, y todo su cuerpo estaba perlado por el sudor.

Linda miró a su hija desde arriba, y dejó caer la mano sobre su mejilla. Haciendo que mirase

hacia otro lado: el vacío. El bofetón resonó y una lágrima descendió por la mejilla rojiza de

Jimena.

Su madre volvió a la habitación, y Jimena pudo ver que el Padre Julián la esperaba dentro.

También desnudo.

Pasaron varias horas en aquella habitación. Jimena estaba fuera y miraba al mar, dándole la

espalda a su casa. Fue la primera vez que recordó a su padre con nostalgia.

Permaneció allí hasta que se hizo de noche y su madre hubo preparado la cena.

Comieron los tres en silencio.

Jimena continuaba mirando al mar, tan lejos de aquella mesa, que se tragó sin darse cuenta

un nuevo ojo que se escondía en su sopa.

Julia Sánchez-Arévalo Gallardo, 4ºC ESO

Primer Premio Prosa, Segundo Ciclo de ESO, 14-15

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La Rosa Del Tiempo

Hoy os vengo a contar un pequeño cuento.

¿Que cómo comenzaré la trama? Muy fácil, mi querido lector, dando nombre e historia a

una chica. Y no, no te pienses que esta chica era rica o venía de una buena familia, nada de

eso lector. Esta señorita vivía en un barrio junto a sus padres a quienes ayudaba a pagar las

facturas con un ínfimo comercio ambulante; un puesto, en el que vendía flores en la plaza de

la ciudad. Mientras ella estaba trabajando en la plaza, su padre trabajaba como panadero y

su madre, bueno, ella yacía en una cama enferma a la espera del regreso de su hija para que le

contase una nueva historia. Y la llamaremos... Jane... así ha de llamarse...

Comenzaré en una mañana cualquiera en la que Jane se encontraba en la plaza, con su

puesto. Aquella mañana se presentaba fría, se notaba la reciente salida del invierno, ya que

todavía la primavera se presentaba perezosa para hacer su aparición. En esta ocasión Jane

paseaba con su puesto a cuestas, parecía ser que las rosas eran bastante demandadas.

Empezó a escuchar los pequeños susurros de una madre a su hija instándole a que comprara

flores. Sonrió al recordar aquella vez que su madre le hizo comprar un par de bollos a una

chica y como se le coloreó por completo la cara.

—Vamos, cielo, no te va a comer —insistió una vez más la madre sonriente.

—Vale, mamá —suspiró con resignación.

La pequeña, armada con el valor que cabía en su pequeño cuerpecillo, cogió las monedas que

le dio su madre y se acercó a Jane patosamente.

—B­Buenos días, señorita… —comenzó ya colorada — ¿m­me podría dar un par de violetas

azules para mi papá?

—Hola, pequeña —habló Jane con una sonrisa. Meditó la manera de hacer que se soltara

un poco—. Umm...has perdido esto.

Jane extendió la mano. La niña la miró extrañada. Por mucho que miraba y miraba la mano

ella no veía más que la palma de una mano.

—¿Qué me estás enseñando?

—Las palabras mágicas, no las ves porque son diminutas. Debes recordarlas siempre.

—¿Cuáles son las que tienes en la mano? —dijo la niña inocentemente.

—Vamos a ver... —Se concentró Jane—. “Por favor”, “Gracias” y “Perdón”, ¿me haces un

favor?

—¿Cuál? —dijo aún más curiosa.

Jane acarició la frente de la niña como si las pegara en ella con suavidad. No le tomaba el

pelo, sólo mantenía una pequeña ilusión en ella.

—Guárdalas, distribúyelas y haz lo que sea porque se hagan famosas, ¿vale?

La niña sonrió y se tocó la frente como si tratara de notar algún bulto o algo parecido. Jane

cogió dos violetas azules como la niña había pedido anteriormente y las puso en sus manos.

La pequeña se lo agradeció y le dio el dinero a cambio de las flores y se fue feliz hacia su

madre contándole lo que había hecho Jane y como había metido en su mente las famosas

“palabras mágicas”.

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A Jane le encantaba hacer feliz a la gente, pensaba que la vida era demasiado dura como

para estar deprimido todo el tiempo. Pero ella siempre esperaba la llegada de alguien especial

a la plaza. Ella ansiaba la llegada de Audrey, una bella chica de familia de la alta sociedad.

No entendía mucho que veía en ella, pero le encantaba su delgada y alta estatura, su nívea

piel, su cara de porcelana...su risa, sus labios levemente rosados...podría ser amor.

—Oiga, ¿me escucha? ¡Qué falta de educación, por Dios bendito!­ exclamó un señor bajito

de unos sesenta y muchos o setenta y pocos.

—P­Perdone, ¿qué me decía?

—Deme unos lirios y dese prisa.

¿Qué grosería era aquella? Para

Jane era normal. En este mundo de

locos pocos conocían los buenos

modales. Le entregó un ramo de

lirios los cuales, en un descuido,

cayeron al suelo.

—¡Maldita patosa, te enseñaré

buenos modales!—. Jane vio como el

anciano levantaba su cayado y se

protegió la cabeza con sus brazos.

Pero no recibió ningún golpe, ¿qué

había ocurrido? Para cuando se

quiso dar cuenta, Audrey sujetaba

el bastón con una de sus manos.

—Padre, sólo ha sido un accidente­ intentó razonar Audrey —puede pasarle a cualquiera.

En ese momento Jane se sintió diminuta... en su mente, estaba recibiendo uno de los besos

más deseados. Pues era la chica de sus sueños quien la estaba defendiendo.

—Jane... ¿me escuchas? —dijo Audrey pasando su mano por delante de la cara de Jane.

—¿Eh? —sacudió la cabeza —no, perdóname, ¿qué decías?

—Mañana organizamos una fiesta, ¿querrías venir y hacerme compañía?

—Audrey... No encajaría, sabes demasiado que tu padre no acepta nuestra amistad...

—¡Venga, Jane! No tengo nadie más que me anime... Por favor, por mí… —sus ojos se

iluminaron, sus preciosos ojos.

—Está bien, pero yo no tengo vestidos, ¿qué me pondré?

—Yo te presto uno, ¿de acuerdo?

***

Jane

Era la noche de la fiesta. Me encontraba en un carruaje con Audrey y su padre. El anciano

hombre no dejaba de refunfuñar por mi presencia. Me cansaba su actitud, aunque no dijese

palabra. Mi madre siempre dice: «Si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada».

—¿Emocionada por tu primera fiesta, Jane? —Audrey me brindó una de esas sonrisas a las

que no me podía resistir. Se encontraba tan emocionada...

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—Un poco sí. —Sonreí nerviosamente jugando con los dedos de mi mano.

Al llegar vi una casa —si es que entraba en los parámetros para llamarse así— bastante más

grande de lo que me esperaba. Había fantaseado más de una vez con esa casa, pero jamás

hubiera imaginado una casa tan grande. Al entrar, la decoración era reluciente, una leve

combinación de culturas de las que no sabría distinguir, pero que conozco por lo mucho que

me aficiona leer.

Seguí a Audrey hasta un gran salón en el que mucha gente charlaba o bailaba. Me

resultaban curiosas las personas que había allí, las mismas que se insultaban entre ellas y a

la espalda en la plaza. Qué hipócrita puede llegar a ser una persona.

Pasé la noche conociendo a personas de las que no recuerdo el nombre, sólo sé las veces que

flirteaban los “caballeros” con nosotras.

Pasaban las horas bailando con ella o con un chico que se llamaba Josh bastante simpático.

Aunque no me gustaba lo pegado que se ponía junto a ella. Hubo un momento en el que le

pedí a Audrey que saliéramos al jardín y así lo hicimos. Creo que era el momento. Estaba

preparada para ser rechazada, no era la primera vez. Necesitaba decírselo.

—¿Qué pasa, Jane? Estás bastante seria.

Era verdad, aunque yo no lo notara sabía que ella era muy observadora.

—Tengo algo que contarte y no sé cómo... —Temblaba como un perrillo sin hogar.

—Dilo con el corazón— dijo mirándome atenta.

—Hace tiempo que siento que estoy teniendo

sentimientos más allá de lo normal por ti... Si pudiera

explicarlo de alguna manera comprensible... Con sólo

verte siento que todo va a ir bien, que aunque no esté a

la altura lo intento, aunque nunca llegaré a ser más que

una simple florista. Y mientras, tú, te casarás, tendrás

unos hermosos hijos y no volverás a la vista atrás ni

pensarás en las rosas que te regalé aquella vez cuando

me ayudaste a recoger los narcisos que se me habían

caído. Quiero que recuerdes al menos que te amo.

Un silencio invadió el jardín. Se oían unos grillos de

fondo y nada más. Lo que siguió fue el beso más

apasionado que me han dado nunca.

Lo que nadie me contó es la terrible verdad que

fulminaría como un rayo mi existencia... Ella murió un

mes después de todo esto...

Pero recuerdo que entre sus pertenencias encontré un

libro dentro del cual se encontraba conservada una rosa... una de las dos que le di... una rosa

atemporal...

Lucía Álvarez Pérez, 4ºC ESO

Segundo Premio de Prosa, Segundo Ciclo de ESO, 14-15

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Tras La Guerra…

Qué hermoso su rostro; esos ojos grises, tan profundos y sabios; el pelo, azul, largo y

espeso; sus labios, curvados en una constante mueca de tristeza y humedecidos con la sangre

procedente de las llagas que allí tenía, y una oscura sombra bajo sus ojos entristecía aun más

su expresión.

Una lágrima, lenta, salada e imparable, resbalaba por su mejilla, antes pálida, cubierta de

polvo y repleta de heridas. Sus ropas, dadas de sí y hechas jirones, apenas protegían del frío

ni del viento, que agitaba su pelo; sus rodillas, hincadas en el suelo estaban despellejadas y

heridas.

Aquella hermosa joven, sola y destrozada, contemplaba el fin de la guerra que ella misma

había iniciado y sí, tal vez habían ganado, pero ¿a qué precio?

La muchacha lo había perdido todo, la casa, la familia, los amigos… los había perdido para

conseguir una libertad que

jamás podría disfrutar. Había

apostado muy alto y, a pesar de

haber ganado, la recompensa no

valía la pena. No era justo. A

pesar de haber hecho lo correcto

no le quedaba nada.

La gente a su alrededor corría

alterada, removiendo los

escombros, recuperando los

cadáveres de aquellos que

habían perecido en la última

batalla y buscando a aquellos

heridos a los que todavía

pudieran salvar la vida.

Los rascacielos destruidos, las calles en llamas, los gritos de auxilio, las sirenas de las

ambulancias… Todo esto vino a la mente de la joven allí arrodillada.

El sol se ocultaba tras las ruinas de la ciudad, tiñendo el cielo de rojo, como si la sangre

derramada en aquella guerra hubiera empapado el cielo; sin embargo la joven no se movía.

Se quedó allí lamentándose y pensando en cómo habrían sido las cosas si no hubiera

iniciado la guerra, en cómo sería todo si nunca hubiera elegido esa maldita carta.

Se quedó allí culpándose a sí misma y disculpándose en silencio por todos los muertos que

había causado su orgullo.

Blanca Jiménez Gómez, 4ºC ESO

Accésit Prosa, Segundo Ciclo de ESO, 14-15

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Encuentro Helado

El viento helado rozaba la escarcha de las hojas

entre el ambiente gélido estabas tú de pie sin decir palabra

levantas la cabeza, te miro, te sonrojas

sin mayor gesto que aquel nuestras miradas solas hablan

es extraño que lo que antes era normal ahora sea enfermizo

solo por un detalle todo esto es imposible y me limito

a ver a través de mi ventana caer sobre ti el granizo

te noto tan cerca que parece real pero lo sé

sé que todo esto es mentira desde aquel día

sé que vivo un sueño frío y ya perdí la fe

para encontrarte tendré que cruzar un duro camino

pasar de mi mundo al tuyo ojala tú, del tuyo al mío

tengo miedo, no sé cómo funciona

el ver tu calor, tu sonrisa, me apasiona

pero no puedo, tendrás que esperar

esperar a que el tiempo haga su trabajo y soñar

soñar con el pasado en el que podíamos tocarnos

deseo con todas mis fuerzas que podamos encontrarnos

solo nos separa un hilo, la vida

solo nos separa una vida, la historia

solo nos separa la historia, de lo que por desgracia, ocurrió aquel día.

Miguel Teso Ortiz, 4ºESO

Primer Premio de Poesía, Segundo Ciclo de ESO, 14-15

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Yo Quiero Ser Mayor

En el mundo de los sueños

Todo es posible

Dinero, trabajo y alegría…

Pero al despertar

Y con los años,

Mucha cuenta me voy dando

Que tan solo todo esto

Es una gran mentira.

Cuando desperté

Me encontré con muertes

Con enfermedades

Con pobreza

Y entonces me di cuenta

De que el mundo de la realidad

Es una gran mier…

¡Espera!

Que estás despierto

Porque el país de la realidad

No es libre

Prefiero irme a soñar

A un mundo sin defectos,

Sin racismo,

Con respeto.

En el mundo de los sueños

Nadie es discriminado por su religión

Ni por una raza

Ni por su sexualidad

Si este barco se hunde

En el mar de la realidad

Al mundo de los sueños vayamos.

Adryan Pérez Suárez, 3ºC ESO

Segundo Premio de Poesía, Segundo Ciclo de ESO, 14-15

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ねこのにゃく頃に(Cuando los Gatos “Miaúllen”)

La noche estaba sorprendentemente tranquila. No parecía que se fuese a presentar nadie

esta noche. Ni siquiera Nezu, que venía religiosamente a este puente en Shibuya quería

aparecerse hoy. Estoy yo solo, con la luna acompañándome. Tsuki, creo que la llaman los

nativos de esta zona. ¿Cuánto ha pasado ya desde que vine aquí con el viejo? Creo que han

sido tres, no, cuatro meses. No se me da bien recordar fechas. Ni notar el paso del tiempo.

¿Cuánto llevo aquí? Creo que solo unos minutos, pero las farolas me dicen que han pasado

un par de horas.

No parece que vaya a venir nadie de verdad... Bueno, darse una vuelta solo dicen que es

bueno para el corazón. Así tal vez me aprenda un poco esta parte de la ciudad. Tengo un

buen mapa mental de las calles donde vivo con el viejo, pero la parte comercial no la conozco

bien. Tampoco me interesa mucho, no parece muy amigable, hay muchos coches y gente, y

siempre tengo que ir por las callejuelas. Tampoco me puedo subir a los tejados, esto está

lleno de rascacielos.

Con lo bien que se vivía en aquel pueblo... Aunque el cambio es para mejor, se estaba

llenando de gentuza, y aquí el viejo se ha conseguido un chalet muy majo en uno de los

barrios bonitos de Tokyo... Perdón, Tookyo. Si no lo digo bien esta gente se mete conmigo.

La noche acompañada de una leve brisa acompaña mis pasos. Por esa alcantarilla de ahí es

por donde Fuku se metió y estuvo unos tres días encerrado. Dice que desde entonces tiene

Síndrome de Estrés Post-Traumático. El resto le decimos que tiene mucho cuento.

Vaya, parece que sin darme cuenta estoy yendo hacia la casa del viejo... ¡Oh, mira! ¡Ese es

el Chouki Kouen! A Sora y Leo les gusta mucho ese parque, aunque a la gata de los Oshino

no lo miraba con buena cara. “Muchos niños”, siempre se quejaba. Todos esos gritos...

“¡Kyawaiii! ¡Kawaii neko! ¡Nyaaa tte! ¡Nyaaaaa tte!”. ¿Qué habrá sido de ella? Hace una o

dos semanas que no la veo. Creo que se llamaba Ku. Ku, escrito como “cielo”, me decía. Se

ve que el padre de los Oshiro estaba pasando por una fase un tanto literaria, y en vez de

llamarla Sora, cogió otra forma de leer el kanji.

—Miaaau—Oh, espera, eso no les gustaría al grupillo—Nyaaaa—Eso está mejor, dirían.

Cuando estés en Roma, haz como los romanos, supongo. Aunque, pensándolo bien, estoy

solo. Qué demonios, esta noche es mía, y haré lo que me parezca oportuno. Y a quien le

moleste, que se vaya a freír espárragos. ¡Miau!

¿Qué hora será ya?... Qué raro que no haya visto a nadie ya. La luna está ya muy alta... No

sé si debería preocuparme o no. Bueno, lo que sea. Mejor distraerse... ¿Cómo decía ese libro

del que me hablaron? … Wahagai wa neko de aru, creo. Soy un gato. ¿Cómo lo podría poner

de forma más pomposa? No estoy seguro. Lo cierto es que lo mío nunca fueron las palabras.

¿Lo sabría el viejo? Tal vez si le pudiera preguntar... ¿Qué tonterías estoy diciendo? Mejor

voy volviendo a casa ya, tanta soledad nocturna no me está sentando bien...

¿Era por aquí? Esa señal me suena... Hmmm.... Creo que esta calle no era... Tal vez aquí a

la derecha... No, parece que no... ¿Desde cuándo aquí hay un callejón sin salida? Creo que

por los tejados será mejor... ¡Ajá! ¡Por ahí! Esa chimenea es inconfundible. La chimenea del

viejo.

El viejo. Es un buen hombre, y vive bien, pero está muy solo. Yo soy su única compañía

duradera. Me da un poco de pena, la verdad. El cambio no le sentó del todo bien. Tampoco es

que allí le fuera mejor, pero al menos conocía las calles. Ahora de vez en cuando me cuenta

alguna historia de cómo se ha perdido de camino a la tienda, o algo por el estilo. Y sonríe

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poco. Antes sonreía más, o eso parecía. Creo que los años le pesan más que a mí. No es que

yo sea especialmente viejo, pero he estado ya bastante a su lado. Tal vez algún día empiece a

sonreír más.

Al viejo le gustan los gatos, o al menos le gusto yo. Quizás si le llevo algo de compañía

sonría otra vez. Fuku seguro que se apunta, le gustan mucho las casas grandes. Y Sora si hay

comida se tira de cabeza. Si se vienen ellos dos se apuntarán más. Cuantos más, mejor, que

dicen.

Ya he llegado a mi tejado. Un firme tejado japonés. Encima de un bonito chalet de estilo

occidental. El viejo siempre deja la ventana de su habitación abierta. Sabe que me gusta salir

por las noches. Hoy no parece que la haya cerrado. No suele hacerlo.

Hoy traía mala cara. Tampoco me hizo mucho caso. Parecía algo enfermo. La verdad es que

últimamente está trabajando mucho, y así, normal que se ponga enfermo.

Dentro está todo muy callado. Demasiado. El viejo parece que está dormido

profundamente. Tumbarme a su lado parece apetecible, pero prefiero tumbarme en el sillón de

su lado. Ahí tengo mi cojín. Me lo trajo el viejo de un viaje, a Turquía creo. Es muy cómodo,

bastante colorido. No creo que lo cambiaría por nada.

El viejo se está moviendo poco. Ha pasado ya mucho tiempo. Va a amanecer pronto. Parece

que se ha dejado en el salón la alfombrilla de los pies. Qué descuidado es. Voy a traérsela, no

sé qué haría sin mí, de verdad.

Qué raro. Aún no se ha movido. Normalmente se despierta antes que la alarma, pero aún

no hace intento de moverse. ¿A qué espera? ¿Tal vez, cuando los gatos maúllen, o miaúllen,

como me harían decir, se despierte? Quizás, cuando los gatos maúllen, el viejo se despertará.

Mateo García Neves, 2º Bachillerato C

Primer Premio Prosa, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15

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Ana/Ana

Me llamo Ana y tenía 20 años. Antes del accidente

Arrastrando mi equipaje, he regresado a casa. Solo recogeré unas cosas y desapareceré.

Más allá del pasillo, que se va encendiendo a mi paso, se encuentra mi sala de estar, repleta

de estanterías con libros. Los que necesito no puedo meterlos en la maleta, así que voy a por

una bolsa de basura. Al irme, las luces vuelven a apagarse.

Las calles son más luminosas que nunca. Ahora veo todo más nítido que antes. Sin

embargo, no puedo ir muy lejos con este equipaje. Pesa mucho. Y yo tengo siempre hambre.

Un hambre que no recuerdo haber experimentado antes, un hambre que no cede ante los

alimentos que estando viva requería. Esta ansia solo me da tregua cuando leo mis libros. Los

devoro uno tras otro. Cuando pasan unas horas, vuelvo a sentir esa ansiedad que revuelve mi

centro. Siempre me provoca ganas de llorar. Alguna vez he probado a hacerlo, nadie me oiría.

Pero entonces no encuentro razones para quejarme: no guardo ningún recuerdo que diese pie a

ello.

Entre las cosas que arrastro por las calles está la bolsa de libros, de los que me alimento, y

mi maleta con ruedas, donde cargo con mi pasado. A veces es muy ligera, y otras veces

parece pegarse al asfalto. Cuando sucede, suelo comer un poco, y reanudo la marcha en la

dirección en la que me sea posible mover la maleta. Así que siempre acabo dando vueltas por

los mismos sitios.

Semana tras semana, empiezo a reconocer ciertas calles. Hay casas que veo nítidamente,

pero no me interesan. Otras tan brillantes que tengo que apartar la vista y alejarme, hasta

que olvido dónde estoy. Hasta que encuentro una que me llama la atención por oscura. Es

como si la luz no pudiera pasar, y dentro del recinto fuera siempre de noche. Pienso en entrar.

No es que dentro de la casa sea de noche. Es que es de noche. Hasta que no he encontrado

este sitio no he recuperado mi visión terrenal, imperfecta, pero familiar, pero familiar a mis

percepciones. Decido abrir la maleta. Toda la luz que me cegaba y me envolvía desaparece

dentro, como en un remolino. Me quedo en la oscuridad. La ansiedad nunca había sido tan

cruda.

Siento el hambre más acuciante que nunca, palpita. He intentado calmarle con más libros,

pero ahora duele tanto que apenas puedo respirar. Dejo la maleta. Ya no la necesito.

Traspaso la puerta. Dentro, las luces no se encienden para mí. Camino lentamente por el

pasillo. No reconozco la casa, pero su olor me retrae a sensaciones. Hay una habitación de la

que proviene mucho calor. Es un dormitorio abierto, donde una pareja duerme. Son las

primeras personas que veo en mucho tiempo. Mi ansiedad cesa, y mi corazón se llena del

calor que ambienta la sala.

Se le ve mayor, pero es él. El chico al que nunca osé declararme. Pensaba: ‹‹Hoy no, que

tengo que concentrarme en el examen de mañana y si le digo algo estaré toda la tarde

comiéndome la cabeza; hoy no, que es San Valentín y se pensaría lo que sí es.›› Luego

sucedió aquello y olvidé todo. Hasta hoy. La mujer con la que duerme está embarazada de

pocas semanas. No la reconozco, ni siento rencor porque esté con él. Son felices.

Ya voy a desaparecer. Para despedirme, doy a la mujer un beso entre las piernas.

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***

Me llamo Ana y tengo cinco años.

Quiero a mi papá más que a nadie en el mundo.

Víctor Pérez Pintado, 2ºBachillerato Humanidades CIDEAD

Segundo Premio Prosa, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15

Carmen Hernaci Mancilla 1ºC ESO

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Una Pluma Revoloteaba…

Una pluma revoloteaba sorteando charcos embarrados. Tan ligera, tan efímera, como un

sueño, una vida, o un relato.

Mis pies seguían de cerca a esa peculiar guía. La acera estaba empezando a helarse y

patinaban, tentando a la suerte de una estrepitosa caída. Yo simplemente me dejaba hacer,

como alguien caminando hacia el vacío de un precipicio. Desconocía el destino de mi ruta.

Encerrado en mi prisión —aquel inhóspito lugar denominado mente—, dejaba al tiempo

resbalar entre los resquicios de mis esperanzas marchitas.

Un paso seguía a otro sin cesar

desvaneciéndose en la lejanía, intentando

despejar la bruma aglutinada en mi pecho. El

viento helado bailaba al compás con el vacío,

formando una agónica danza en mi interior;

mientras, yo tan sólo ansiaba un respiro.

Mi súplica pareció ser escuchada. La pluma

cayó finalmente sobre agua encharcada,

marcando el final del viaje.

Levanté la vista, para encontrarme con la fachada oscura de un pequeño local.

"Mein Seele" —rezaba.

El frío invernal me invitaba a pasar, y así lo hice. Un ambiente surrealista y gótico me dio la

bienvenida. Cada rincón formaba parte de la pesadilla real que mis ojos veían. Las paredes

arañadas de manera salvaje, las mesas polvorientas y astilladas, el suelo de piedra

irreversiblemente manchado por algo oscuro y viscoso: todo ello parecía dar consistencia a un

sucio infierno, a excepción de un solo matiz.

Un cuadro resaltaba sobre la pared grisácea. En él, el fuerte oleaje del mar presumía de

belleza y bravía, cautivador, fundiéndose con el cielo de tormenta. La silueta de un hombre

entre las aguas oscuras, apenas una mota imperceptible en el lienzo, captó mi atención.

Oí un portazo y, acto seguido, una mano se posó en mi hombro. Ahogué un grito a la par

que me giraba, para ver a un hombre de sonrisa maliciosa y el semblante de un viejo demonio.

Una orden no formulada se percibía en sus ojos. Le seguí —no por propia voluntad, sino por

terror— hasta una mesa junto a la ventana de cristal frágil y traslúcido, desacorde

totalmente con el resto del local.

El hombre me dejó allí, sintiendo cómo dos miradas se clavaban en mí; dos pares de ojos

inertes y sin fondo, como abismos de tonalidad gris en los que poder caer pero nunca escapar,

tan irreales y horripilantes como sus dueñas: una mujer de porcelana con larga cabellera

azabache y una pequeña chiquilla pelirroja.

Antes de que en mi mente cruzara la idea de huir lejos de aquel siniestro lugar, el hombre

diabólico regresó y dejó algo sobre la mesa.

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Un libro. Observé la cubierta,

totalmente vacía y carmesí, a

excepción de una sola palabra escrita

a tinta oscura y manualmente, al

parecer.

“Weck”

No hubo réplica posible. Una voz

rota y dominante, que se colaba en

las entrañas de mi mente

desgarrando cada fibra de cordura,

susurró:

—Ayudará a disipar la sombra que cubre tu ser.

Con el miedo palpitando con cada latido, ninguna palabra se atrevió a salir de mis labios.

Me perdí en una vida que no era la mía, pero sintiendo cada detalle como si así fuera.

Pasaron los minutos entre los capítulos, las horas entre las páginas, y la tarde entre las

cubiertas de aquella novela que cada vez más parecía mi diario.

»La culpa me perseguía. Ellas me perseguían. Me acompañaban en el camino de mi propia

perdición…

»Me encontré temblando en una esquina de mi habitación. Tenía la fría certeza de que mi

agonía no había hecho más que empezar…

»Sus voces agudas resonaban en mi mente. Volviéndome loco. Una y otra vez…

»Se reían de mí, susurrándome realidades sangrantes y recuerdos borrosos que nunca fui

capaz de enterrar…

»Mis gritos quedaban sepultados bajo sollozos heridos, incapaces de hacerse oír…

»Corrí por las calles, intentando dejarlas atrás; pero sus ojos grises estaban en todos los

rincones. No había escapatoria

alguna…

»Debía que resurgir de ese abismo

al que mi propia alma me había

empujado, a pesar de que a cada

momento me hundiera más y más en

la demencia…

El libro sé cerró en mis manos. Una

vela encendida se encontraba sobre

la mesa, agonizando, derritiéndose

en cera; no sabía cómo había llegado

ahí. La luz del día había sido

reemplazada por el tenue resplandor de una farola. Me faltaban unas páginas para terminar,

pero mis ojos se negaban a continuar la lectura. Brillaban, humedecidos.

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Una fuerza indescriptible me sacó de allí, dejando a la novela rezumando vida; mi vida.

Pasé la noche en vela, viendo sombras

retorciéndose entre los rincones oscuros de

mi habitación. Los sueños fueron

reemplazados por paranoias: una melena en

llamas se perdía entre las olas espumosas, y

yo intentaba salvarla estirando mi brazo

derecho, pero lo único que lograba era

quemarme con su fuego; al mismo tiempo,

una risa estridente retumbaba en mis oídos. Notaba ese sonido haciendo eco en las paredes,

burlándose de mí, de mi poca cordura. A veces me parecía divisar el destello de una sonrisa

con colmillos afilados dispuestos a desgarrar mi conciencia; pero al instante se escondían

tras una cortina de pelo negro. Las horas se sucedieron tranquilas mientras una pesadilla

viviente se recreaba en mi interior, maltratando a un subconsciente incapaz de conciliar el

sueño.

Tras mi desvelo de locura, vi al resplandor púrpura del amanecer penetrar en la habitación,

aliviando al poco sentido común que me quedaba. Me levanté y logré arrastrar mi cuerpo

hasta el cuarto de baño; en el espejo, un rostro pálido de ojos inertes me miraba sin ver.

La suave brisa matinal azotó mis mejillas al salir a la calle. Corrí entre los edificios grises y

las miradas tras los postigos, como un fugitivo escapando de su prisión en una ciudad

abandonada. Huí de la oscuridad y sus sombras, de los gritos y sus lágrimas, del dolor y sus

afiladas dagas; huí de mí. Sin saber muy bien cómo, me encontré recobrando el aliento frente

al lugar donde, horas antes, había perdido la cordura.

El fuego tan sólo había dejado escombros calcinados como recuerdo de su crimen. Caminé

entre las ruinas carbonizadas, buscando esperanzas entre sus cenizas. Mi mente vagaba

imaginando páginas flameantes de libros,

luchando por alzar el vuelo en medio del

incendio, negándose a quedar sepultadas

en el pasado. Sorteando los destrozos,

encontré mi libro manchado de hollín, sin

quemar; soberano y único superviviente de

aquel caos. Lo tomé entre mis manos,

provocando un escozor inminente en mi

palma derecha. Entre sus páginas había un

trozo de papel sucio, con caligrafía descuidada y una fecha de años atrás.

“Tan sólo deseo que el remordimiento se pasee a sus anchas por tu alma, pudriéndola poco a

poco; que, el día que logre vencerte, te postres ante mi presencia arrepentido. Porque te dejé

ver lo más oscuro de ti, y tú me asesinaste; porque te mostré el infierno, y tú me abrasaste en

él. Tu única condena fue quemarte una mano intentando salvar este libro maldito, pero mi

pena para ti es que vivas perseguido por tu pensamiento, por tu culpa, por las tinieblas de tu

propio averno; por ti mismo.”

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Pasé las hojas hasta el final del libro. Lo que la noche anterior había valorado como páginas

por leer, se trataba de sólo una frase, que rezaba:

“Mis demonios, las voces de mi mente, las pesadillas vivientes, salieron de las penumbras.

Dispuestos a atacar, me defendí como pude. Los maté de la única forma que era capaz. Me

desperté.”

Mis pies comenzaron a alejarse del lugar sin permiso. En mi interior se libraban varias

batallas, conformando la guerra: sorpresa y ansiedad, miedo y rebeldía, locura y realidad;

pero los vencedores, sin duda, eran el dolor y la culpa. Hundí las manos en mis bolsillos,

dejándome llevar sin rumbo alguno. Al llegar a una curva cerré los ojos, sabiendo con certeza

abrumadora lo que iba a ocurrir al sentir el asfalto a mis pies.

Aún absorto, lo último que logré oír fue la estridente bocina del coche, amonestando a aquel

suicida que se había conducido a la muerte de forma apenas consciente. Mis oídos no

captaron ningún estrépito, ningún grito. No existía el dolor, sólo silencio y oscuridad.

Entonces me desperté. Abrí los ojos; vi mi habitación vacía en la penumbra y los rayos de

sol colándose por la persiana. Me incorporé temblando. Aún con el corazón en la garganta

miré por la ventana; todo estaba en su sitio, excepto un leve movimiento que captó mi

atención.

Una pluma bailaba sobre la repisa de la ventana, hasta que un soplo de viento se la llevó. Y

volando se alejó, ligera y efímera como un sueño, una vida, o un relato.

Marina Moro López, 1ºD Bachillerato

Accésit Prosa, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15

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Pregunta

No me pidas perdón a mí

pide perdón al tiempo,

que pone en su lugar

a cada uno en su momento

Pregunta a mi almohada

por mis sueños.

Pregunta por cada noche de insomnio.

Pregunta por las guerrillas

en las que luchamos.

Por las batallas contra el fascismo

en las que morimos.

Pregunta por la victoria,

por el día en el que alcanzamos la gloria.

Pregunta por la derrota

de quien con opresión, nos quiso tapar la boca.

Pregunta al inconsciente,

al antisistema radical,

que la casa del dirigente

quiere llenar de amonal.

Pregunta a los teóricos y a los filósofos,

quienes comprobaron poco a poco

cómo acabar con el capitalismo

y su negocio.

Pregunta al obrero,

al profesor, al minero,

pregunta al jornalero,

cúanto debe trabajar

por un poco de dinero.

Pregunta a Lorca, a Machado, a Neruda,

pregunta a quienes pese a todo,

lucharon codo a codo,

contra esta dictadura.

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Pregunta al antisistema con capucha,

a la mujer que lucha,

al soñador que cree en una sociedad justa.

Pregunta a cada hombre,

mujer o niño,

si daría la vida

por el comunismo.

Alicia Spörck Rubio, 2ºG Bachillerato

Primer Premio de Poesía, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15

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Demonio

Como un susurro

Llegaste a mí.

Un susurro fuerte y conciso,

Que entró

Y acampó en mi cabeza,

Para gritar

En el momento preciso.

El momento en el que te abriste

De par en par ante mis ojos

Perfecta como te veía

Imperfecta como te sentía.

Pretendías aparentar

La mayor dureza,

La imparable fuerza

De la naturaleza.

Y así te has mantenido

Y te mantendrás siempre

Ante los ojos de la gente.

Pero hay más,

Mucho más.

Hay abrazos,

Hay gestos y palabras,

Precisas y preciosas,

Tantas como buenos movimientos.

Hay sentimientos,

Fuertes,

Comprensibles y decentes,

Que cualquier conocedor

Sabrá que nada,

Absolutamente nada,

En esta vida,

Es mejor.

Cuando el susurro

Se hizo grito,

Me dejaste el mundo

Oscuro.

Peleas y discusiones,

Todo ello de golpe,

Pero todo ello sincero,

Es lo que quiero.

Prefiero mil gritos tuyos

Que me lleguen

Como balas

Y me atraviesen

En la cama,

A una mentira

Que me parta el alma.

Prefieres que te regale

Mil sangrados

De tinta mía

Hacia ti,

Que una máquina

Para sangrar

Tú a alguien.

Pero mi tinta

No te sangra

Nada malo,

No podría,

Terminaría muerto,

O colgado.

Ciento noventa y dos

Palabras para describirte,

Bien o mal,

No sé qué más decirte,

Solo añadir,

Que hasta aquí,

Puedo sentirte.

Pero todo eso

Se esfuma

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Porque todo

En esta vida

Es en vano.

Con esos ojos

Me traspasas,

Y miras mi cabeza

Buscando mi entereza,

Sin saber que fracasas.

Mientras te veo a mi lado,

Te sueño de la mano,

Para dejarte ir,

Fluir entre la gente,

Mientras siempre

Recordaré

Que me hiciste sentir

Algo diferente.

Guillermo Pozuelo Calvet, 2ºG Bachillerato

Segundo Premio Proesía, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15

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Atisbos de Terror…

Atisbos de terror a lo desconocido,

Inversamente eres paz extrema,

La mayoría de la gente cuenta lo que ha oído,

Sin embargo es tu llegada que nos quema,

Tan necesaria como inoportuna,

Te narran siempre oscura,

Siendo la única verdad desde la cuna,

Es tu ausencia la que cura,

Yo te conocí aquel veintisiete de noviembre,

Y además no por sorpresa sino avisando,

Y de vez en cuando lo pienso duele el vientre,

Tu presencia con el tiempo se fue amainando,

Pero él ya no está y cuesta nombrarlo,

Yo no preguntaba por qué y nadie respondía,

Y ahí entendí que solo tú eres real,

La gran mujer de manos frías,

De rostro gris y sueño eterno,

Y como todos más tarde que temprano espero vernos,

Conocernos, ¿Qué hay detrás de esa luz final?

Ya es curiosidad de si hay algo más,

O si es verdad que no eres nada,

Un hada lúgubre totalmente vacía,

Que solo ansía una amistad diferenciada,

En cuerpos vivos llenos de metas

Y solo por su egoísmo acaba desquiciada,

Cuando te tenga enfrente y pueda verte

Será un placer conversar contigo, odiada muerte.

Brayan Andrés Becerra Vallejo, 1ºH Bachillerato

Accésit Poesía, Bachilleratos y Ciclos Formativos, 14-15