El Invierno de La Luna Del Lobo - Steve Hamilton

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El expolicía Alex McKnight soportacomo puede los duros inviernos deMichigan, al calor del fuego,resguardado en su cabaña demadera. Cuando Dorothy Parrish,una joven de la tribu ojibwa, le pidecobijo y que la proteja de suviolento novio, McKnight acepta. Lachica desaparece a la mañanasiguiente y Alex sospecha que lahan secuestrado, pero lo cierto esque hay una compleja red deintereses detrás de todo esto. Lasinsoportables tormentas de nieveson el telón de fondo de esteenigma. Desde el misterioso mundo

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de la reserva ojibwa hasta lafrontera canadiense, yadentrándose en lo más profundodel bosque, alguien acecha paramatar. Y McKnight va directo haciala línea de fuego…

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Título original: Winter of the wolf moonSteve Hamilton, 2000Traducción: Eva Iluminada Fernández Luzón

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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Para Nena

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Agradecimientos

Mi más profundo agradecimiento aDonna Pine, de la Primera Nación deGarden River, por haber compartidoamablemente su tiempo y suconocimiento sobre los ojibwa.

Gracias también a Frank Hayes yBill Keller; Liz Staples y TaylorBrugman, los agentes Champagne yUrbanic en la vida real; a Bob Kozak ya todos los compañeros de IBM; a BobRandisi, Ruth Cavin y Marika Rohn dePrivate Eye Writers de EE. UU. A todoslos trabajadores de la editorial St.Martin, a Jane Chelius, a Larry Queipo,

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antiguo jefe de policía del pueblo deKingston, Nueva York, y al doctor GlennHamilton del Departamento de Medicinade Urgencia de la Universidad Estatalde Wright.

Y, finalmente, a mi mujer Julia, quehace que todo sea posible, y a Nickie,que pronto se convertirá en hermanomayor…

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Dos minutos. Ese fue el tiempo que mellevó darme cuenta de que habíacometido un gran error.

El equipo azul era bueno. Erangrandes. Eran rápidos. Sabían cómojugar al hockey. Controlaron el juegodesde el momento en que el árbitro dejócaer el disco en el hielo. Se pasaban eldisco hacia delante y hacia atrás comoun pinball, a lo largo de la línea azul, ala esquina y de vuelta al punto. Una vezdentro del área, se desplegaron, setomaron su tiempo con el disco yesperaron la mejor oportunidad. Eran

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como cinco lobos girando alrededor desu presa. Cuando lanzaron, el disparofue como una imagen borrosa y oscura.El central se deslizó a lo largo del áreaenfrente de la portería, intacto, cogió eldisco y con un movimiento suave loenvió a la portería con un repentinogolpecito de muñeca. Golpeó la parte deatrás de la red antes incluso de que elportero se diera cuenta de que el discose acercaba. Justo entre sus piernas. O,como dicen en la televisión americana,«por el quinto hueco».

Iba a ser una noche muy larga para elportero del equipo rojo. No hubieraimportado demasiado si ese tipo nohubiera sido un idiota de remate de

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cuarenta y ocho años que se habíadejado convencer para jugar de portero.

—Es una liga para mayores detreinta —había dicho Vinnie—. Todoslos jueves por la noche. Sincontrarrestar, sin tiros de golpe. Lollaman «disco lento». Ya sabes, comosoftball[1], de «lanzamiento lento».Hockey, de «disco lento», ¿sabes lo quete digo?

—Sí —dije yo.—Es muy divertido, Alex. Te

encantará.Vinnie era mi amigo indio. Vinnie

LeBlanc, un ojibwa[2], un miembro de latribu Bay Mills. Como la mayoría de losindios de por aquí, tenía un poco de

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canadiense francés, un poco de italianoy un poco de Dios sabe qué más. No sele veía mucha sangre india, solo algúnindicio en la cara, alrededor de los ojosy en los pómulos. No tenía ese aspectode indio, esa manera de hablar lenta ycuidadosa. Y, comparado con alguno delos indios que he conocido,especialmente de las tribus de Canadá,te miraba a los ojos cuando te hablaba.

Vinnie era un ojibwa y estabaorgulloso de serlo, pero ya no vivía enla reserva. Nunca bebía. Ni siquiera unagota. Podía ponerse un traje y pasar porun hombre de negocios del sur delestado. O podía seguir las huellas de unciervo a través del bosque como si

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conociera el interior de la mente de eseanimal.

Me había encontrado en el GlasgowInn, sentado al lado de la chimenea.Debería haber supuesto que quería algocuando me trajo una cerveza.

—Creo que no, Vinnie. Hace treintaaños que no me subo a unos patines.

—¿Cuánto tienes que patinar? —dijoél—. Estarás en la portería. Venga,Alex, te necesitamos.

—¿Qué le pasó a tu porterohabitual?

—¡Ah! Tiene que descansar un parde semanas —dijo Vinnie—. Digamosque le dieron en el cuello.

—¿No me habías dicho que era un

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disco lento?—Fue algo fortuito, Alex. Le dio

justo debajo de la máscara.—Déjalo, Vinnie. No voy a jugar de

portero.—¿Tú eras receptor, no? —dijo él

—. ¿En béisbol doble A?—Jugué dos años en béisbol triple A

—le dije—. ¿Y eso a qué viene?—Es lo mismo. Llevas protectores.

Llevas una máscara. Solo que en lugarde una pelota de béisbol, coges un discode hockey.

—No es lo mismo.—Alex, los Raiders Cielo Rojo te

necesitan. No puedes defraudarnos.Casi escupo la cerveza.

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—¿Raiders Cielo Rojo? ¿Te estásquedando conmigo?

—Es un nombre genial —dijo él.—Suena a escuadrón kamikaze.Cielo Rojo era el nombre ojibwa de

Vinnie. Durante la época de caza, hacíamuchas veces de guía y llevaba a lossureños al bosque. Entonces le gustabautilizar su apodo para resaltar su parteindia. Después de todo, una vez mehabía dicho: «¿A quién contrataríascomo guía, a un tío que se llama CieloRojo, o a un tío que se llama Vinnie?».

—Alex, Alex. —Movió la cabeza ymiró al fuego.

Ya empieza, pensé.—Es solo una pequeña liga de

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hockey para pasárnoslo bien. Algo queesperar con ganas un jueves por lanoche. Ya sabes, en vez de pasar el ratomirando la nieve y volvertecompletamente loco.

—Creía que vosotros, los indios,estabais en paz con las estaciones.

Me echó una mirada.—Tengo a ocho tíos en el equipo.

Van a estar muy decepcionados.Tendremos que suspender el partido.Todo porque un antiguo atletaprofesional tiene miedo de ponerse unasprotecciones y jugar de portero ennuestro equipo. ¿Vas a tener el culo aquísentado todo el invierno? ¿Nunca sientesla tentación de hacer algo, Alex?

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¿Aunque solo sea para volver a utilizartu cuerpo?

—Me estás rompiendo el corazón,Vinnie. De verdad que me lo estásrompiendo.

—Puedes utilizar las cosas deBradley. Es todo nuevo. Máscara,escudo, guantes, patines. ¿Qué númerocalzas?

—El 44 —le dije.—Perfecto.No tuve mucha elección después de

eso. Vinnie siempre había estado allícuando lo había necesitado, se habíahecho cargo de las cabañas mientras yoestaba fuera haciendo el tonto,pretendiendo ser un investigador

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privado. Y tenía razón, estaba cansadode pasar el rato durante todo el invierno.No podía estar tan mal, ¿no? Ponerse lasprotecciones y la máscara, y hacer deportero. Incluso podría ser divertido.

Vale, era divertido. Saqué el discode la portería y se lo envié al árbitro. Lollevó de vuelta al centro de la pista dehielo para otro saque. Apenas me diotiempo a beber un poco de agua de labotella cuando ya estaban otra vez en miárea, moviendo el disco hacia atrás yhacia delante, buscando otro tiro. Elcentral azul estaba patinando enfrente demi portería como si fuera suya. Teníaque mirar a su alrededor para poder verel disco.

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—Saca a ese tío de ahí —le dije aalguien que podía oírme—. No dejesque se quede ahí.

Un tiro largo llegó desde la líneaazul. Me preparé, pero antes de quepudiera detenerlo, el centro azul lo lanzóa la red. Tres minutos de partido y yahabía fallado dos paradas. El centralhizo un pequeño baile, movió su palo enel aire, todos sus compañeros de equiposaltaron sobre él como si acabaran deganar la Copa Stanley.

Vinnie se acercó patinando.—No te desanimes, Alex —dijo él

—. Intentaremos ayudarte un poquitomás.

Le agarré la parte delantera de su

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jersey rojo.—Vinnie, por el amor de Dios,

¿puedes pegar a ese tío o hacer algo? Seha plantado justo ahí delante.

—S in contrarrestar, ¿recuerdas?Alex, solo jugamos para divertirnos.

—No me estoy divirtiendo —le dije—. No tienes que romperle la cabeza,solo… darle un pequeño golpe.

Ahora el central azul estabapatinando en amplios círculos,moviendo la cabeza. Cantaba para símismo algo como «¡oh, sí, cariño!, ¡oh,sí!, ¡oh sí, oh, sí cariño!, ¡oh sí!».

Conocía a esa clase de tipos. Noimporta qué deporte practiques, siemprete encuentras con tíos como ese. En

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béisbol era casi siempre un jugador deprimera base o un jugador de campoabierto. Aparecían en la meta con esecontoneo en su paso. Les preguntaríacómo están mientras están disfrutando,solo porque eso es lo que se hace enbéisbol, pero me ignorarían. El primerlanzamiento es un strike, se giran paraver al árbitro con esa mirada. «Cómo teatreves a cantarme un strike». Ledevolvería la pelota al lanzador y luegole haría la señal de uno alto y fuerte. Lostipos como esos necesitan sentir eltemor a Dios de vez en cuando y duranteun momento, algo que les recuerde queson humanos como el resto de nosotros.Si no un rayo, entonces, al menos, una

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bola rápida a ciento cuarenta y cincokilómetros por hora bajo su barbilla.

Era reconfortante ver que losjugadores de hockey también tenían quetratar con esos tipos. Vinnie me sonrío,se quitó un guante y se ajustó la tira delcasco.

—A lo mejor solo un golpepequeñito —dijo él.

Sabía que en esta liga jugaban trestiempos de diez minutos, un privilegiopor la edad y por el hecho de que lamayoría de los equipos solo teníannueve o diez jugadores. Así que solo mequedaban veintisiete minutos para irme.Di un golpe al hielo con el palo.¡Vamos, Raiders Cielo Rojo!

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Por fin los hombres de Vinnie sedespertaron y comenzaron a jugar alhockey. Mientras el disco estaba en lazona contraria, yo estaba solo delante dela portería mirando el estadio Big Bear.Era completamente nuevo, la tribu deSault lo había construido con dinero delcasino. Había una segunda pista de hieloal otro lado, vestuarios con taquillas enel medio y un restaurante en la cubiertasuperior. Las tribunas estaban casivacías, solo había algunas mujeresmirándonos. Ninguna de ellas mirabacomo si estuvieran de nuestro lado. Mequité la máscara y me sequé el sudor. Elequipo de receptor que llevaba hace unmillón de años, el protector de pecho y

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las espinilleras, no eran nadacomparado a esas protecciones deportero. Parecía que tenía un colchónatado a cada pierna.

El partido comenzó a ponerse unpoco «afilado», como les gusta decir alos comentaristas de hockey. Los codosestaban apareciendo por las esquinas,los palos estaban golpeando a los otrospalos, incluso a una pierna o dos. Solohabía un árbitro, un tipo mayor bajitoque patinaba con un silbato en la mano yque no se atrevía a soplarlo.Probablemente estaba jubilado de untrabajo en el sector de servicios y no sehabía metido con nadie en su vida, y noiba a empezar ahora.

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Al final paré un par de tiros. Me dicuenta de que no era como atrapar unabola de béisbol. Un lanzamiento en latierra, te conviertes en una paredhumana. El guante desciende entre laspiernas. Ni siquiera intentas cogerlo.Dejas que rebote, te quitas la máscara yluego, lo recoges. Un portero de hockeypuede ser más agresivo, moverse fuerade la red, cortar el ángulo.

—Así se hace, Alex —dijo Vinnie.Estaba respirando fuerte. Me dio ungolpecito con el palo en las espinilleras—. Ya lo vas pillando.

Hacia el final del primer tiempo, undisco se quedó suelto enfrente de la red.Me lancé sobre él. El central azul se

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acercó bruscamente y se detuvo justodelante de mí. Cortó el hielo con lospatines y me lanzó un pulverizadorcompleto a la cara. El viejo truco de laducha. Lo había visto en televisión milesde veces, ahora tenía que vivirlo enpersona.

Cuando me levanté, metí el palo enel hueco detrás de su rodilla. Se dio lavuelta y me miró. Tenía las dos manosen su palo y de repente, estabandirectamente en mis hombros.

Le miré a los ojos. Un azul frío. Laspupilas dilatadas, tan grandes como lospeniques. Dios mío, pensé, este tío estácompletamente loco o está colocado. Olas dos cosas.

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El árbitro patinó entre nosotros.—Chicos, tranquilos —dijo—. Nada

de eso.—¡Eh! ¡Árbitro! —le dije—. Esa

cosa de metal que tiene en la mano,cuando la sopla hace que la bolitapequeña vibre y que salga un sonidoagudo. Debería intentarlo. Y luegopuede mandar a este payaso al banquillode penalizados durante dos minutos.

—Chicos, vamos a jugar al hockey—dijo él, patinando y llevándose eldisco.

El central seguía mirándome. Esosojos locos. Me quité la máscara.

—¿Algún problema?Sonrió cuando me vio la cara.

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—Perdón, no me había dado cuentade que eras un viejo. Intentaré ponértelofácil.

Cuando se acabó el primer tiempo,todos tuvimos que sentarnos en el bancoy nos limpiamos las caras durante unosminutos.

Nadie decía nada. Podíamos oír alotro equipo en su banco, riéndose,gritándose los unos a los otros. Solo quedemasiado alto, pensé. Demasiadocontentos. Luego comenzaron a haceresos ruidos. Sonaba a ese estúpido cantoque escuchas en Atlanta en los juegosBraves. El canto de guerra indio. Vinniese levantó y los miró por encima deltabique. Luego nos miró a nosotros.

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Ocho caras, todos ojibwa Bay Mills. Yun hombre blanco mayor. Nadie decía niuna palabra. No tenían que hacerlo.

Ya está, pensé. Ya he visto estamirada antes. Nunca he conocido a unojibwa que no fuera una persona gentilde corazón, que se cabreara condemasiada facilidad. Pero cuando alfinal se cabrea, cuidado. Lo ves en loscasinos cada dos meses. Algunoshombres blancos borrachos hacen unaescena, comienzan a chillar alsupervisor de las mesas del casinoporque dicen que el crupier indio no esbueno y que le está timando. Ni siquierase da cuenta de que el supervisor de lasmesas es un miembro de la tribu. Si

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insiste mucho, se va por la ventana.Me sentí un poco más suelto en el

segundo tiempo, viendo a mis RaidersCielo Rojo tomándole la delantera alequipo azul. Vinnie tenía razón en unacosa: era bueno volver a utilizar micuerpo, por lo menos para algo más quepara cortar madera o quitar la nieve conla pala. Si esto era un error, la verdad esque no era uno de los grandes. Nofiguraba con los otros grandes erroresde mi vida. Como casarme cuando teníaveintitrés años, recién salido delbéisbol, sin estar seguro de lo que iba ahacer con mi vida. Casarme no fue unadecisión acertada.

O dejarme convencer para

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convertirme en investigador privado. Ytodo lo que pasó después de eso.

O Sylvia. Permitiéndomeenamorarme de ella. Sí, lo diré. El discoestá en el otro extremo. Estoy patinandohacia atrás y hacia delante enfrente demi portería, preguntándome por quéestoy pensando en esas cosas. Pero sí, lodiré. La amaba. «Me he estadoocultando aquí», me dijo. «Me he estadoocultando del mundo. Lo admitas o no,creo que tú también lo estás haciendo».Y luego se fue. Tal cual. «Espero habertocado tu vida». Eso fue lo último queme dijo. Vaya cosa melodramática deniña de instituto: «Espero haber tocadotu vida».

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Sí, Sylvia, tocaste mi vida. Tocastemi vida de la misma forma que untornado toca un camping de caravanas.

El disco venía hacia mí. El centralazul detrás de él. El sonido de suspatines en el estadio vacío.

Zis zas, zis zas, zis zas, zis zas.Es gracioso cómo te vienen las

cosas a la cabeza en un momento comoeste. Me solía pasar cuando jugaba albéisbol. Podía estar colocándome pararecibir un tiro elevado corto y a la vezpensar en mi vida con tal claridad comosi fuera la primera vez que pensaba enella.

Como el mayor de todos mis errores.El apartamento de un loco en Detroit.

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Papel de aluminio por las paredes. Micompañero y yo de piedra mirando elarma en su mano.

Zis zas, zis zas, zis zas, zis zas.Sylvia. Estoy en su cama y ella me

está mirando. Acabamos de hacer elamor en la cama que ella comparte consu marido cada noche. Él es mi amigo,pero no me importa. Ella me posee.

El patinador es rápido. Es el mejorjugador que hay en la pista,probablemente el mejor jugador queverá nunca esta pequeña liga del juevespor la noche. Levanta la vista y me mira.Una ojeada por encima del hombro. Losotros jugadores están detrás, lejos de él.El tiempo pasa más despacio. Es algo

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que todo atleta sabe, un entendimientotácito entre nosotros. Entre él y yo.

No disparé mi arma a tiempo.Esperé demasiado. Me han disparado amí y a mi compañero. Los dos estamosen el suelo. Hay demasiada sangre. Todome viene a la cabeza. No tanencarecidamente como lo hizo una vez.Ya no sueño con eso. Ya no necesito laspastillas para poder dormir por lasnoches. Pero aún me viene a la cabeza.Estoy tirado en el suelo y mi compañeroestá a mi lado.

Salgo de la portería para cortar elángulo. Lanza. ¡No! Es un amago.Retiene el disco. Puedo sentir que mecaigo hacia atrás. Va a rodearme y va a

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deslizar el disco dentro de la porteríaabierta. A menos que yo pueda apartar eldisco. Es mi única oportunidad. Le doyun golpe rápido con el palo mientras mecaigo.

Golpeo el disco y el palo se va entresus piernas. Tropieza, resbala, cae y dacon la cara en los paneles. Luego selevanta y tira los guantes en el hielo. Mequito los guantes y la máscara. Me da unpuñetazo y falla. Lo cojo por el jersey ybailamos el baile de lucha de hockey.Cuando tienes los patines puestos, noencuentras la manera de dar un buenpuñetazo. Solo esperas e intentas tirarde la camiseta del otro y ponérselasobre la cabeza. Es algo divertido de

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ver cuando no eres uno de esos tíos queestá bailando.

Los ojos del hombre estabanabiertos, tenía ganas de matar y fueranlas que fueran las malditas sustanciasquímicas que había tomado, el tío estabaflipado.

—Tranquilo —le dije—. Lo siento.—Y una mierda lo sientes —dijo él.

Su saliva y sudor me salpicaron la cara.El resto de los jugadores bailaba elmismo baile alrededor de nosotros, cadahombre elegía a su propio compañero deacuerdo con cuánto les apetecía lucharen realidad.

El anciano árbitro estaba patinandoalrededor de nosotros, soplando su

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silbato. Me imagino que al final recordócómo funcionaba.

—No fue mi intención el quetropezaras —dije—. Relájate.

—Putos indios —dijo él.—No soy indio —le dije.—Sí, que te jodan —dijo él—. Ya

sé, tú eres un puto nativo americano.Comencé a reírme. No pude evitarlo.—¿Qué te parece tan gracioso? —

me preguntó—. ¿He dicho algogracioso?

—¿Siempre te colocas cuandojuegas al hockey? —le dije.

—¿De qué coño estás hablando?—Estás supercolocado —le dije—.

Si aún fuera policía, tendría que

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arrestarte. Estás patinando y estás muyperjudicado.

Me dio un buen empujón y se fuepatinando. El baile se había acabado.

—Putos indios —dijo él.Terminamos el partido. Vinnie marcó

un tanto en ese tiempo. Otro de suscompañeros de equipo puntuó en eltercer tiempo y empatamos el partido ados. Hice un par de buenas paradas paraquedar empatados.

En el último minuto del partido, minuevo amigo, el central azul, me lanzóun tiro abierto. Se preparó y lanzó unmisil. Sin tiros de golpe, te jodes. Loparé con el guante y lo envié lo bastantealto como para que golpeara el larguero

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e hiciera un sonido alto y vibrante queretumbó en todo el estadio.

Se acabó el partido. No habríaprórroga. El siguiente partido estaba apunto de comenzar en cuanto nos sacarande allí y le dieran a la pulidora Zambonila oportunidad de coger carrerilla sobreel hielo.

Me miró con cólera, respirandohondo.

Ahora, en ese momento, miro haciaatrás; estamos cara a cara en el hielo.Me pregunto qué hubiera hecho sihubiera sabido lo que ocurriría en lospróximos días. Probablemente lehubiera dado un golpe en la cara con elpalo de hockey. O hubiera partido el

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extremo y se lo hubiera clavado en elcuello. Pero, por supuesto, no teníamanera de saberlo. En ese momento, élsolo era otro jugador de hockeyfanfarrón y gilipollas y yo era el ancianoque le acababa de parar su tercer gol.

—Hoy no ha habido triplete —ledije—. Parece que los vaqueros y losindios tienen que conformarse con unempate.

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La noche era fría. La temperatura debíaestar bajo cero. El pelo húmedo mecongeló la cabeza en el momento en elque salí afuera. El casino Kewadinbrillaba con orgullo al otro lado de lacalle. Era un edificio grande y estabadecorado con triángulos gigantes querecordaban a los tipis indios. Era juevesy ya casi medianoche, pero pude ver queel aparcamiento estaba lleno.

El Horns Inn no estaba lejos, justosobre la parte este de Sault Ste. Marie,mirando desde lo alto el río de St. Mary.Tan pronto como entras en el bar, ves

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cabezas de ciervos y de osos disecados,coyotes, pájaros y cualquier animal en elque puedas pensar. Normalmente nopasaba allí mucho tiempo, pero Vinnieestaba invitando esa noche, así que, quénarices. Era lo menos que podía hacer,aunque fuera cerveza americana.

—Un brindis por nuestro nuevoportero —dijo, levantando un vaso dePepsi. Habíamos juntado dos mesas enla parte de atrás del bar. Sus ochocompañeros de equipo estaban allí,todos estaban ocupándosetranquilamente de su segunda cerveza.

—¡Eh! ¡Eh! Alto —dije—. Dijisteque esto era un equipo de una noche, ¿lorecuerdas?

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—¡Sí! Pero estuviste fantástico,Alex. Tienes que seguir jugando. ¿Te dascuenta de que esos tíos tenían unexpediente perfecto antes de esta noche?Quedamos empatados.

Si sus compañeros de equipocompartían su entusiasmo, no lodemostraron. Miré a cada uno de ellos,uno a uno. Había un par de ellos quesabrías que eran indios en el momentoen que los vieras. El resto eran comoVinnie, tenían una mezcla. A lo mejor lonotabas en los pómulos. O en los ojososcuros y atentos.

Todos estaban bebiendo. Lamayoría, si no todos, se emborracharíanesa noche. Más de uno llegaría a un

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estado mucho más allá del de borracho.Sabía que eso preocupaba a Vinnie. «Aveces me siento culpable», me dijo unavez, «no viviendo en la reserva. Muchaspersonas de mi tribu piensan que losabandoné. Cuando era niño, podía bajara la calle y entrar en cualquier casa quequisiera. Simplemente entraba. Abría lanevera y me hacía un sándwich. Iba yencendía la televisión. Todos eran mifamilia».

La verdad es que nunca me dijo porqué se había ido de la reserva. A lomejor quería comprarse su propia casaen vez de vivir en una tierra poseída porla tribu. O toda esa unión familiar de laque estaba hablando, a lo mejor era

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demasiado.Vive en Paradise, en mi misma calle,

justo al final. Es mi vecino más cercano,quizá mi amigo más cercano junto aJackie. Es crupier de blackjack en elcasino de Bay Mills cuando no estáhaciendo esa cosa de Cielo Rojo de guíade caza. «¿Sabes cuál es la diferenciaentre un crupier de blackjack indio y uncrupier de blackjack blanco?», mepreguntó una vez. «Esto te va a sonar aestereotipo, pero es verdad. El crupierde blackjack blanco nunca juega. ¿Vesesos tipos de las Vegas? Ellos ven amiles de personas jugando al blackjackdurante toda la noche, a lo mejorcincuenta de ellos se van siendo grandes

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ganadores, ¿vale? ¿Piensas que esoscrupieres van a cobrar sus sueldos yjugar con ese dinero al blackjack?Tengo un par de primos que pierdencada céntimo, cada semana, te loaseguro. Compran algo de comida y decerveza y luego se van derechos alcasino y pierden el resto. Cada putasemana, Alex. Y nada de lo que haga odiga va a cambiar eso».

Vinnie se sentó en la mesa ycontempló una cabeza de alce que habíaen la pared. Nadie decía nada. Solo erauna noche de invierno tranquila y muyfría en el Horns Inn.

Hasta que apareció el equipo azul.Irrumpieron en el bar con mucho

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ruido y con una ráfaga de aire ártico quehizo sonar los vasos que había ennuestra mesa.

—¡Maldita sea! —dijo uno de ellos—. ¿Habéis visto este sitio?

Juntaron unas mesas al otro lado dela sala. Eran nueve hombres y nuevemujeres. La mayoría de ellos llevabancazadoras de aviador de piel. Nisiquiera el cuello de piel les debíaabrigar bastante.

Mi nuevo colega, el central, seacercó a la barra y le dijo al hombre quele pusiera unas jarras de cerveza. Teníauno de esos cortes de pelo de jugador dehockey: corto por los lados y largo pordetrás.

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—¿Quién demonios es ese tío? —dije finalmente.

—¿Quién, el central?—Sí, el Señor Personalidad.—Es Lonnie Bruckman. Todo un

personaje.—¿Siempre juega colocado?Vinnie se rio.—Ya te has dado cuenta, ¿eh?—Es difícil no darse cuenta de eso.—Pero el tío sabe patinar, ¿a que sí?

Creo que jugaba para uno de los equiposde liga menor en alguna parte. Lamayoría de esos tipos de su equipo sonunos fenómenos. Antiguos compañerosde equipo de Canadá. Se trae a unonuevo cada semana.

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Bruckman llevó un par de jarras alas mesas. Cuando volvió a por más, nosvio. Nuestra noche de suerte.

—¡Eh! ¡Son los indios! —dijo él. Seacercó y se quedó de pie delante denosotros. Lo observé sin el equipo dehockey puesto. De lo que se habíametido, probablemente se había tomadootra dosis en el coche o de camino hastaaquí. Coca o speed, a lo mejor las doscosas.

—Un buen partido, chicos —dijo él—. ¿Puedo traeros un par de jarras?

Nadie dijo nada.Miró al vaso de Vinnie.—¿Qué tienes aquí, LeBlanc? ¿Ron

con Coca-Cola? Déjame invitarte a uno.

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—Es Pepsi —dijo Vinnie.—Te estás quedando conmigo —dijo

Bruckman—. ¿Un indio que no bebe?Se rio como si hubiera sido la cosa

más graciosa que había escuchado ensemanas.

—Ya estamos todos servidos —dijoVinnie—. Pero gracias de todos modos.

—¡Eh! ¡Viejo! —me dijo—. Hicisteuna buena parada. Me quitaste eltriplete, ¿lo sabías?

—Sí, lo sé —dije—. Lo siento.—Te cogeré la próxima vez.—No habrá próxima vez —dije—.

Solo estaba sustituyendo esta noche.—Tienes que volver a jugar —dijo

—. Eres bueno. Créeme, lo sé. Yo jugué

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en los Juniors en Oshawa. Jugué en lamisma línea que Eric Lindros antes deque ascendiera. Yo mismo hubieraascendido si no fuera americano.

Ahí está, pensé. Siempre tienen unaexcusa. Todos los tipos con los que hejugado al béisbol y por supuesto, lamayoría de ellos nunca fueron a las ligasmayores. A lo mejor uno de cada cienque comienza en la liga clase A loconsigue. Los otros noventa y nuevetienen una historia: «El entrenador nuncame dio una oportunidad», «Me lesionéla rodilla», «No cogí suficientes bates».Nunca dicen: «No era lo bastantebueno».

No obstante, esa excusa de ser

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americano era nueva porque estabaclaro que solo se lo oirías a un jugadorde hockey. Debería haberlo dejadopasar. Debería haber asentido con lacabeza, sonreír y dejar que se quedaraallí haciendo el tonto y reírme de él mástarde. Pero no pude evitarlo.

—Es una pena —le dije—. Laverdad es que deberían dejar que losamericanos jugaran en la NHL. NO esjusto. ¿No es así, Vinnie?

—Tiene que ser una conspiración —dijo Vinnie.

—¿Cuántos americanos hay allí? —pregunté—. Apuesto a que no podemoscontarlos con los dedos de una mano.Veamos… John LeClair, Brian Leetch,

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Chris Chelios…—Doug Weight —dijo Vinnie—,

Mike Modano, Tony Amonte.—Keith Tkachuk —dije—, Pat

LaFontaine, Adam Deadmarsh.—Jeremy Roenick, Gary Suter.—Shawn McEachern, Joel Otto.—Bryan Berard, ¿es americano?—Creo que sí.—Derian Hatcher, Kevin Hatcher.

¿Son hermanos?—No lo sé —dije yo—, pero los

dos son americanos.—Mike Richter en la portería —dijo

Vinnie.—Y John Vanbiesbrouck.—Vale, ya está bien —dijo

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Bruckman—. Tíos, sois unoscomediantes. No sabía que los indiospudierais ser tan divertidos.

—¡Se nos olvidó nombrar a BrettHull! —dijo Vinnie.

Bruckman le agarró el hombro aVinnie.

—He dicho que ya está bien. —Susonrisa había desaparecido.

—Quítame la mano de encima —dijo Vinnie.

—Te estás riendo de mí y no mehace ni puta gracia —dijo él—. Elúltimo tío que se rio de mí perdió casitodos los dientes.

Todo el lugar se quedó en silencio.Sus compañeros de equipo nos estaban

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mirando. También los hombres queestaban en la barra. A lo mejor habíauna docena. Todos habían visto elpartido de los Red Wings en latelevisión. El camarero tenía un vaso dechupito en una mano y una toalla en laotra. No parecía contento.

—Bruckman —le dije. Lo miré a losojos—. Lárgate.

Me miró a los ojos durante un buenrato. Me estaba examinando, calculandosus oportunidades. Solo podía esperarque las sustancias químicas que corríanpor su cerebro no le hicieran decidiralgo estúpido porque estaba seguro deque no quería pelearme con él sin lospatines y sin las protecciones.

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—Tuvisteis suerte —dijo al final—.Debería haber hecho el triplete. No visteese disco.

—Lo que tú digas, Bruckman.Lárgate.

—Miraos chicos —dijo él—.Vosotros, los indios, sois patéticos. Nosé por qué os dejaron tener esos casinos.

El camarero apareció con un bate debéisbol.

—¡Eh! ¿Vais a acabar con estamierda o llamo a la Policía?

—No te preocupes —dijo Bruckman—. Ya nos vamos. Aquí hay demasiadosindios borrachos.

Me echó una última mirada antes devolver a su mesa. No me apeteció

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decirle que era un hombre blanco comoél.

Cuando se volvieron a poner suschaquetas de cuero, tiraron algunassillas, susurraron unas cuantasobscenidades más y luego se fueron sinpagar sus cervezas; el lugar volvió aquedarse en silencio. Vinnie se sentó allímirando hacia la puerta. Todos susamigos se sentaron y miraron la mesa oel suelo. Intenté pensar en algo que decirpara romper el silencio, pero no me vinonada a la cabeza.

—¿Sabes qué es lo que más memolesta? —dijo Vinnie al final.

—¿El qué? —dije yo.—¿Viste a las mujeres que estaban

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con ellos? Conozco a una de ellas.—¿Sí?—Crecí con ella —dijo él—. En la

reserva.

Era un poco más tarde de la una de lamañana cuando me fui de allí. Vinnie medio las gracias por haber jugado con suequipo. La mayoría de su equipo me diolas gracias. Un par de ellos ya llevabandemasiadas cervezas encima.

Me acerqué a la barra y me disculpécon el hombre por la parte que metocaba de aquella discusión en el local.

—No te preocupes por eso —dijo él—. Si no leo sobre esto mañana en los

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periódicos, entonces es que no hapasado nada.

Tiré un par de billetes en la barra.Había dos hombres durmiendo encimade los taburetes, sus brazos escondíansus cabezas. La única diferencia entreellos era que el hombre de la izquierdaestaba roncando y el hombre de laderecha no. No pensé que ninguno deellos fuera indio. Apostaría a que soloeran dos hombres blancos que entran enese lugar cada noche y que bebieronhasta quedarse inconscientes. Alguienme dijo una vez que el tres por ciento delas personas que viven en Michiganviven en Upper Peninsula y que ellosson los que se beben el veintiocho por

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ciento del alcohol. No son solo losindios los que se beben todo eso. Y aúnno he escuchado a nadie decirme que esuna vergüenza, aquellos hombresblancos, son todos unos degeneradosborrachos.

—¡Eh! —dijo el camarero—, ¿tú noeres ese investigador privado? ¿El queestuvo trabajando para Uttley?

—Sí, así es —dije yo.—¿Por cierto, adónde se ha ido? No

he vuelto a verle.—La verdad es que no lo sé —le

dije. Era la verdad.—Tenía una cuenta aquí —dijo el

hombre—. No la pagó.—¿Cuánto es? —le pregunté. Volví a

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sacar la cartera.Levantó las manos.—Es entre él y yo —dijo él—. No

voy a dejar que me la pagues tú. Pero sialguna vez lo ves, dile que me debedinero.

—Si lo veo, se lo diré. —Pensar eneso me hizo sonreír un poco. Solo unpoco.

Cuando salí fuera, el viento fríoproveniente del lago me abofeteó lacara. Cerré los ojos y me puse losguantes delante para protegerme la cara.Cuando el viento disminuyó, respiréhondo. El aire tenía un olor y unapesadez que amenazaba con más nieve.

Contemplé el río St. Mary. Había

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estado completamente congelado durantecasi un mes. Las esclusas estabancerradas durante el invierno. Elsiguiente carguero no pasaría por allíhasta marzo como muy pronto. Desde laotra orilla, las luces de Canadá mehacían señas. Si quisiera, podríacaminar por el río. Sin aduanas, sinpeaje. No sería el primero en hacerlo.Había historias de hombres que habíanabandonado a sus mujeres y a susfamilias y habían caminado por el hielohacia una nueva vida en otro país.

Arranqué el camión y puse lacalefacción a tope. Tardó diez minutosen calentar. El plástico transparente quehacía de ventanilla tampoco ayudaba

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mucho. Tomé nota mentalmente paravolver a llamar al taller al día siguientey preguntar si ya había llegado laventanilla nueva. Cuando la pidieron,me dijeron que llegaría en dos o tressemanas. De eso hacía ya casi tresmeses.

Atravesé la ciudad bajo la luz tenuede las farolas y las ventanas de lastabernas. Tenía la quitanieves colgandoen la parte delantera del camión y casicuatrocientos kilos de bloques decemento en la parte de atrás para latracción. Las carreteras no tenían nieveesa noche, pero sabía que no duraríamucho. Nunca lo hacía. No hasta laprimavera.

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Cuando me metí en la autopista,tardé un rato en poner el camión anoventa kilómetros por hora. Podíasentir cómo el motor luchaba contra elpeso. De la I-75 a la M-28, al oeste através del Bosque Nacional deHiawatha hasta la 123. Había pasadopor allí tantas veces que ni siquieratenía que pensar en ello. Tenía lacarretera para mí solo, los pinos estabancargados de nieve a ambos lados. Elviento soplaba a través del plástico.Cuando por fin arregle esa ventanilla,pensé, la tranquilidad repentina va avolverme loco.

Hay una carretera principal enParadise, con un camino de un solo

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sentido que te lleva al oeste, al ParqueEstatal Taquamenon. El cruce tiene unaluz roja intermitente. Cuando la cambienpor un semáforo normal, será cuandosabremos que hemos llegado a lamodernidad. Por ahora solo hay unagasolinera, tres bares, incluido elGlasgow Inn, cuatro tiendas y unadocena de pequeños moteles para losturistas que vienen en verano, loscazadores en otoño y la gente con susmotos de nieve en invierno. Más unmontón de cabañas esparcidas por todoel bosque.

Las luces del Glasgow Inn estabanencendidas, pero pasé de largo. Notengo por qué parar allí cada noche.

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Después de ochenta o noventa nochesconsecutivas, un hombre tiene derecho atomarse una noche libre.

Kilómetro y medio al norte del crucehay una vieja carretera de grava que telleva al bosque, al este. La primeracabaña a la izquierda es la de Vinnie.Sabía que aún no estaría en casa; estabacumpliendo la rutina de conductor que lehabían asignado sus compañeros deequipo: los llevaba a la reserva de BayMills y probablemente tenía que hablarcon cien familiares de la tribu que aúnno entendían por qué se había mudado.Tendría suerte si conseguía llegar a casaantes del amanecer.

Las seis cabañas siguientes eran

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mías. Mi padre las construyó en los añossesenta y setenta, una cada verano, hastaque se puso demasiado enfermo paraseguir construyéndolas. Cuando dejé laPolicía, vine aquí imaginándome queestaría un tiempo y que luego lasvendería. Eso fue hace catorce años ymedio.

A lo mejor Sylvia tenía razón. A lomejor me estaba escondiendo delmundo.

No quería pensar en eso. Estabacansado. Mis músculos estaban a puntode anquilosarse con el frío. Solo queríauna cama caliente para esa noche.Aparte de ese deseo tan simple, solohabía otras dos cosas que pudiera

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desear. Mi primer deseo era nolevantarme a la mañana siguienteencontrándome fatal. Podría aguantar unpoquito de dolor. Por favor, que melevante y que pueda caminar sinchillar. Mi segundo deseo era no tenerque volver a tratar con ese payaso deBruckman. Los tipos como ese sacan lopeor de mí. Por favor, que no vuelva aencontrarme con él.

Solo esas dos pequeñas peticiones.Seguramente no era pedir mucho en lavida de un mortal.

¿No?

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3

Me levanté a la mañana siguiente.Intenté levantar la cabeza. No fue unabuena idea. Hice una mueca de dolor,contuve la respiración, me encogí,intenté incorporarme para sentarme.Tampoco fue una buena idea.

Por todos los santos, pensé. Estavez sí que la he hecho buena.

Intenté mantenerme de pie. Me caí.Hay ciertos músculos que se ejercitan deverdad cuando te pones de cuclillas parahacer algo, cuando mueves tu cuerpo delado a lado. Lo sé porque cuando jugabaal béisbol utilizaba esos músculos cada

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día. Los músculos flexores. Loscuádriceps. Ahora esos músculos meestaban haciendo saber lo infelices queeran. Veinticuatro años sin usarlos yluego, la noche anterior…

Me agarré a una silla y me enderecé.¡Ay! Y los músculos de la espalda,tirantes como cuerdas de piano. Lostendones. Las ingles. Soy un idiota deremate. Si vuelvo a recuperar la fuerza,voy a estrangular a Vinnie.

Una ducha. Agua caliente sobre micuerpo. Me dirigí hacia allí. Despacio ysuave, sin movimientos repentinos. Daun paso. ¡Dios! Eso duele. Otro paso.¡Dios! ¡Cómo duele! Caminé por lacabaña, el suelo de madera frío e

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implacable bajo mis pies. Por la ventanapude ver que estaba nevandosuavemente.

De algún modo llegué a la ducha, laabrí y esperé a que saliera el aguacaliente. Me miré al espejo. Se suponeque con cuarenta y ocho años no tesientes así. Esto es ridículo.

Cuando entré en la ducha, solté ungrito. Había un pequeño reborde en elplato de ducha. Tenía que pasar porencima, lo que en realidad significabaque tenía que levantar las piernas. Dejéque el agua me golpeara durante treintaminutos largos. Cuando acabé me sentíun poco mejor. Pasé por encima de esereborde como si no fuera nada.

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Me puse algo de ropa. Cuando mepuse los calzoncillos, la vida parecíamás fácil. Me afeité, me hice algo paradesayunar, me senté en la mesa y mirépor la ventana mientras me terminaba elcafé. Parecía que había unos diezcentímetros de nieve recién caída. Poraquí se les llaman nevascas aisladas.

Salí y arranqué el camión, pasé laquitanieves por mi entrada. Primero medirigí al oeste, al interior del bosque.Vivía en la primera cabaña, en la quehabía ayudado a construir a mi padre enel verano de 1968. La segunda cabañaera un poco más grande. Esa laconstruyó al año siguiente. Ahora estabavacía. El hombre sureño había llamado

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para cancelar la reserva en el últimominuto.

La tercera cabaña era un poco másgrande y así hasta la sexta, la que era laúltima cabaña al final de la carretera:cada una marcaba otro verano de la vidade mi padre. En esta época del año, losinquilinos eran todos personas quevenían con sus motos de nieve. Podíasoírlos durante el día rugiendo arriba yabajo por los senderos de la frontera delestado. Me molestan las motos de nieve.El ruido, ese humo azul y grasiento. Y lagente que las conduce, envueltos en esostrajes de moto de nieve que hacen que separezcan al muñeco de Michelin, lamayoría de ellos hasta arriba de cerveza

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y de chupitos. Si el viento está en ladirección adecuada, incluso puedesescucharlos allí fuera, en el medio de lanoche, montando esas estúpidasmáquinas. Así es como pasan losaccidentes. Cada semana lees sobrealguien que choca contra un árbol o secae en el hielo. Del que más me acuerdoes del hombre que se salió del caminoen una granja y fue a parar justo a laalambrada de una valla para caballos.Imagínate al pobre hombre que ibadetrás de él en su moto de nieve y quetuvo que recoger ese casco con lacabeza aún dentro.

—Odias las motos de nieve,¿verdad? —me preguntó Jackie una vez.

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—Sí, Jackie. Lo admito. Odio lasmotos de nieve.

—¿Sabías que en todos los motelesde la ciudad se reserva con dos años deantelación durante la época de invierno?No es la gente que viene en verano loque hace que funcione este lugar, Alex.Y ya no son los cazadores. Son los delas motos de nieve. ¿A quién le alquilastú las cabañas en esta época del año?

—A los observadores de aves —ledije—. Esquiadores de fondo. Tipos conraquetas para la nieve.

—Y una porra —dijo—. ¿Dóndeestarías sin los tipos de las motos denieve? ¿Qué harías entre diciembre ymarzo?

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—Me iría a Florida —le dije.—Sí, ya lo veo. Alex McKnight

sentado en una playa. Bebiéndose unmargarita.

—¿Por qué no?—Has estado aquí mucho tiempo —

dijo—. Está en tu sangre.Recuerdo a Jackie inclinándose en la

barra, agarrándome del cuello de lachaqueta.

—Tú ya eres un yooper[3], Alex.Ahora eres uno de nosotros.

La nieve estaba tan seca y tan suavecomo los polvos de talco. La quité de lacarretera sin ni siquiera sentirla niescucharla. Luego me di la vuelta yvolví hacia el este, a la carretera

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principal. Pasé por delante de mi cabañay quité la nieve justo hasta la de Vinnie.Su coche no estaba allí. Probablementehabía pasado la noche en la reserva.Normalmente le quito la nieve de laentrada, pero hoy me apetecía dejarleaislado por la nieve y dejar que, por unavez, la quitara él con la pala.

Hice un ruido sordo y luego medetuve. Di la vuelta y le quité la nievede la entrada.

Me fui a la ciudad y recogí micorreo. Estaba de pie al lado de micamión; le estaba echando gasolinamientras sentía el viento frío de lamañana proveniente de la bahía deWhitefish. Estaba congelada hasta donde

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alcanzaba la vista, pero, más allá, enalgún lugar, a lo mejor a tres kilómetrosde distancia, estaba el mar abierto. Esaes el agua que alimenta a los dioses dela nieve. Podía recordar que una noche,hacía un par de años, en tan solo docehoras la nieve cubría un metro veinte.Ese es el tipo de noche en la que juegasal juego de las sillas; depende del sitioen donde estés cuando la nieve empiezaa caer: un bar, un restaurante, una casa…Allí es donde te vas a quedar las dossemanas siguientes.

Un camión grande que arrastraba unremolque entró en la gasolinera. En laparte de atrás había dos motos de nieve,parecía que costaban por lo menos siete

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mil dólares cada una. El conductor saliódel camión. Tenía puesto un traje nuevopara la moto de nieve: otros mil dólares.Me miraba mientras yo estaba de piecon mis vaqueros y botas de caza, mitriste abrigo que había visto doce durosinviernos, de pie, al lado de un camióndestrozado que era incluso más viejoque mi abrigo, con un plástico dondedebería haber habido una ventanilla.

—¡Hola! —dijo él.—¡Hola! —le dije.—Vivís en una pequeña ciudad muy

bonita.—Me alegro de que te guste.—Hemos estado conduciendo

durante siete horas —dijo el hombre—.

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Es difícil llegar hasta aquí.—No lo suficiente —le dije.Él sonrió y asintió con la cabeza. Me

imagino que no estaba prestando muchaatención.

—Bueno, que tengas un buen día —dijo.

Con esos buenos deseos y el tanquelleno de gasolina, estuve listo paraempezar el día. Me detuve en elGlasgow Inn para comer algo y paramolestar al propietario. Jackie teníatodo el lugar decorado como un barescocés, con la chimenea, las mesas ylos grandes sillones. Jackie nació enGlasgow. Ya no tenía acento de allí,pero la verdad era que se parecía a uno

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de esos viejos cadis de golf curtidos. Elsitio estaba casi vacío a esa hora deldía, solo había unos pocos lugareñossentados con sus periódicos. Jackieestaba sentado al lado de la chimeneacon los pies en alto.

—¿Dónde estuviste anoche? —mepreguntó.

—¿Cómo? ¿Tengo que llamartecuando no vaya a venir?

—Perdona que te haya preguntado—dijo—. Solo me preguntaba dóndehabías estado.

—Si quieres saberlo, estuve jugandoal hockey.

—Ya, seguro —dijo él—. Justodespués de que los extraterrestres te

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abdujeran y te llevaran a dar un paseo ensu nave espacial.

—Vinnie tiene un equipo —dije—.Una liga para mayores de treinta.

Me incliné muy despacio y conmucho cuidado. Por fin me pude sentaren una silla.

—Hoy me duele todo un poco —dije.

—Alex, cuando dicen más de treinta,normalmente significa más de treinta ymenos de cincuenta.

—Tengo cuarenta y ocho, sabiondo.Ahora levántate y tráeme una cerveza, ymientras tanto hazme un sándwich.

—Vaya modales —dijo. Se fuedetrás de la barra y abrió el congelador.

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Puse los pies encima de su pequeñocojín y cerré los ojos. El calor mesentaba bien. Podía haberme quedadodormido allí mismo.

—Aquí tienes. —Puso un plato y unabotella en la mesa que había a mi lado.

—Jackie —le dije. ¿Qué es esto?—Es un sándwich, genio. De jamón

y queso. —Volvió a la barra, lo queestuvo muy bien ya que no iba adevolverle su taburete.

—No, la botella —le dije, al otrolado de la sala. Un hombre en la esquinalevantó la vista de su periódico, sonrió ymovió la cabeza, volviendo a mirar elperiódico.

—Eso es una cerveza, Alex.

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—¿Qué tipo de cerveza?—Cerveza Molson. Lo puedes leer.—¿Qué tipo de cerveza Molson?Soltó un largo suspiro.—Cerveza americana Molson.—¿Dónde está mi cerveza

canadiense, Jackie? —Tenemos estepequeño acuerdo. Siempre que se va alotro lado de la frontera, coge una cajade Molson canadiense para mí. Sesuponía que no tenía que estarvendiendo cerveza canadiense en losEstados Unidos, pero tiene unas cuantasen la nevera, solo para mí.

—Me quedé sin las canadienses —dijo—. Te cogeré algunas mañana.

—Se supone que tienes que echarle

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un ojo —le dije—. Se supone que tienesque decirme si te estás quedando sinellas.

—Como si no tuviera nada mejorque hacer que controlar tu suministropersonal de cerveza.

—Jackie, la verdad es que no tienesnada mejor que hacer. Debería ser tumayor prioridad en la vida.

—¡Anda y bébete ya la malditacerveza americana! Te lo juro, algún díate voy a poner una venda en los ojospara ver si notas la diferencia. Teapuesto quinientos dólares a que nopuedes.

La puerta se abrió antes de quepudiera aceptar su apuesta. Una ráfaga

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de aire frío se extendió por el lugar, yluego entró un hombre que era tanbienvenido como el aire frío. LeonPrudell.

—¡Ay! ¡Se me pasó! —dijo Jackiedesde la barra—. Se me olvidó decirteque Leon Prudell estuvo aquí anoche. Teestaba buscando. Le dije que volvierahoy al mediodía.

—Muchas gracias —le dije.Prudell vino hasta la chimenea y se

sentó en la silla que estaba a mi lado.—¿Qué tal, Alex?—Prudell —le dije.—Llámame Leon, por favor —me

dijo. No había cambiado mucho. Aún sevestía con franela, tenía el pelo

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pelirrojo revuelto y el acento yooper dela zona.

—Leon. ¿Qué puedo hacer por ti? —La última vez que había aparecido porallí, se había bebido una cantidadconsiderable de güisqui y luego habíaintentado hacerme pedazos en elaparcamiento. Ahora que lo pienso, esahabía sido la misma noche en la quetoda mi vida había empezado a volversedel revés. Esperaba que su entrada en elbar no fuera un presagio de más de lomismo.

—Solo quería hablar contigo —medijo—. Tengo una propuesta denegocios.

No supe qué decir, así que ni

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siquiera lo intenté.—Este es el negocio —dijo—. He

estado pensando en volver a lainvestigación privada. Lo echo muchode menos, Alex. Quiero decir, aún tengomi licencia y todo. Toma, me han hechoestas.

Me dio una tarjeta de visita. Decía:«Leon Prudell. Investigación, Seguridad,Fianzas».

—Te lo estás tomando en serio —ledije.

—Pensé que sería una buena ideaañadir las fianzas. ¿Sabías que no haypersonas que se dediquen a eso en todoel condado? Bueno, hasta ahora, claro.Si salieras de la cárcel y te pusieran en

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libertad bajo fianza, tendrías queesperar a que viniera alguien desdeMackinac.

—Lo recordaré —le dije—. ¿Peroqué tiene que ver eso conmigo?

—Alex… —me dijo. Echó unamirada rápida a la sala y luego acercósu cabeza a la mía—. Alex, esto es loque hay. He estado intentando con todasmis fuerzas volver a ser investigadorprivado porque es lo que me gusta hacer.Y creo que soy muy bueno haciéndolo.Te ayudé aquella vez, ¿lo recuerdas?Entrando en la casa de aquel tipo. Sepuede decir que soy bastante bueno enese tipo de cosas, ¿verdad? ¿Tengorazón?

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Lo miré.—Sí —dije finalmente—. Sabías lo

que hacías.—Vale —dijo—. Pero el problema

es que la mayoría de las personas memiran y no ven eso. ¿Sabes lo que tedigo? Me miran y piensan en ese niñogordo y tontorrón que solía sentarse enla parte de atrás de la clase.

—Prudell…—Alex, no te estoy diciendo que les

recuerde a ese niño gordo y tontorrón.Lo que te digo es que yo era ese niñogordo y tontorrón, ¿vale? Todas laspersonas con las que fui a la escuela aúnestán en Sault Ste. Marie. Aún me venasí. ¿Sabes lo difícil que es afrontar

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eso?—¿Pero qué es lo que quieres que

haga?—Quiero que seas mi socio.—¡Ay Dios! —dije—. Es una

broma, ¿no?—Investigaciones McKnight-Prudell

—dijo—. Aunque, no sé, a lo mejorsuena mejor Prudell-McKnight.

—Venga Prudell…—Vale, McKnight-Prudell.

Pondremos primero tu apellido.—Para —le dije—. Por favor.—Seríamos perfectos —dijo—. Tú

eres un expolicía. Pareces un expolicía.No eres de por aquí. No hablas como sifueras de por aquí. Y tienes eso.

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Me miró al pecho.—Ya sabes, tienes eso de la bala a

tu favor —me dijo.Solo lo miré.—Porque, es cierto que tienes una

bala ahí dentro, ¿no? —dijo—. ¿Cercadel corazón? ¿Te haces una idea de lobien que suena eso? La gente queescucha eso piensa: «Este tipo es comoalguien salido de una película».

—Sí, claro. Precisamente eso es loque esperaba —le dije—. Por esomismo fue por lo que dejé que medispararan.

—No, de verdad, Alex…—Para —le dije—. Escúchame. No

quiero ser investigador privado. Es lo

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último en este mundo que me gustaríaser.

—Ya lo entiendo —dijo—. Es soloque no quieres ser mi socio.

—No tiene nada que ver contigo. Essolo que no quiero. Convertirme eninvestigador privado es lo peor que hehecho en mi vida, ¿me entiendes? No heobtenido nada bueno de eso. —Estuve apunto de contarle toda la historia. Nisiquiera me gustaba pensar en ella.

—¿Pensarás en ello? —me preguntó—. ¿Al menos te lo pensarás?

—No hay nada que pensar —le dije—. Ya no soy investigador privado. Yno volveré a serlo nunca más.

—Vale —dijo. Se levantó de la silla

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y se puso su abrigo.Intenté levantarme. Mis piernas

tenían otros propósitos. Si Prudell habíadeseado alguna vez otra oportunidadpara darme una paliza, hoy hubiera sidoel día perfecto para eso.

—Mira —le dije—, si alguien mepide algo así alguna vez, te lo enviaré,¿vale?

—Perfecto —me dijo—. Hazlo.Muchas gracias.

Me rendí y volví a sentarme. Prudellse fue del bar cerrando la puerta confuerza al salir.

—¿De qué iba todo eso? —dijoJackie.

—Nada —le dije—. He vuelto a

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arruinar su vida.Le di un sorbo a mi cerveza

americana y casi me ahogo.—¡Maldita sea, Jackie! No voy a

quedarme aquí sentado bebiéndome esto—dije.

—Canadá está a unos cincuentakilómetros en esa dirección —me dijoseñalando al norte—. Ya conoces elcamino.

—Podría hacerlo —dije—, tanpronto como pueda volver a caminar.

Me quedé allí sentado un par dehoras más. El sitio empezó a llenarse deesos tipos que conducen las motos denieve. Oí de casualidad un montón deconversaciones acerca de lo llanos que

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eran los caminos y lo rápida que era laYamaha comparada con la Polaris y conla Arctic Cat. Era fascinante. Al final,cuando ya había oído bastante acerca delas putas motos de nieve y me habíacansado de estar sentado al lado de unfuego perfecto con una patética cervezaamericana en la mano, le dije a micuerpo que se iba a mover, le gustara ono.

—Necesito un poco de aire —le dijea Jackie cuando me iba—. Me voy aCanadá.

—No te molestes en volver —medijo.

—Ya te gustaría —le dije. Entoncessalí al aire frío, los copos de nieve

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caían como un millón de mariposasblancas. Me quedé allí de pie durante unbuen rato, solo escuchando el silencio.Era incluso difícil imaginarse lastormentas de noviembre, el sonidoconstante de las olas golpeando lasrocas. Y ahora, nada. No había sonido.Solo nieve.

Luego, de repente, se rompió elsilencio por el aullido de un motor decien caballos en el bosque. Dios, odiolas motos de nieve.

Me subí al camión. Fue demasiadodifícil, dolía demasiado. Solo subirmeal estúpido camión. Me grité a mímismo, golpeé el volante con las dosmanos. Maldita sea, antes eras un

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atleta. ¿Qué te ha pasado? Es soloporque estás de mal humor, Alex. ¿Cuáles el problema? ¿Un poco de dolormuscular? ¿Un poco de ácido lácticoen la sangre? ¿Es por pensar que aúnquedan tres meses más de hielo ynieve? A lo mejor es por Prudell, esamirada en su cara cuando le dijiste queno querías ser su socio. Como si lehubieras arrebatado su sueño. Otravez.

O a lo mejor es por Sylvia. Te vas avolver loco si sigues pensando en ella.Ella se fue. Acéptalo.

La luz del día se estabadesvaneciendo cuando llegué al puenteinternacional. Debajo del puente, vi las

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esclusas congeladas y luego laschimeneas ardientes de la fundiciónAlgoma Steel. Pagué un dólar concincuenta de peaje y me senté a esperarmi turno para pasar por el puestoaduanero canadiense. No había muchotráfico así que solo había un carrilabierto. A pesar de eso, el hombredespachaba los coches muy deprisa.Cuando me llegó el turno, me preguntóadónde me dirigía y por qué. Me sonabasu cara. Cruzas el puente tantas vecesque al final te acaban conociendo. Ledije que solo era un viaje rápido a Soopara comprar cerveza. Simplemente mesonrió y me dejó pasar.

Cuando sales del puente, te

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encuentras justo en medio del centro dela ciudad de Soo en Canadá. Es unaciudad grande teniendo en cuenta lasdimensiones de Canadá, al menos cuatroveces más grande que Soo en Michigan.Pasé por la calle Bay, por delante de lapiscifactoría y por el Centro Cívico yestacioné en un aparcamiento muyiluminado. Solía llamarse «Brewer’sRetail», minoristas de cerveza. Ahorasimplemente se llamaba «Beer’s Store»,la tienda de cervezas. Hay una o dos encada ciudad de Canadá, desdeVancouver hasta la isla del PríncipeEduardo. Es un sitio maravilloso. Entrasy ves una fila de botellas en la pared. Túdices: «Esa, por favor», «Que sean dos,

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por favor». Y llegan dos cajasmoviéndose en la cinta transportadora.No las mueven lentamente. Tienes queestar preparado para ellas. Heescuchado un montón de cosas acerca delos canadienses, buenas y malas. Pero enlo que respecta a la cerveza, ellos sabenlo que se hacen.

Volví a dirigirme al puente con doscajas de cerveza en la parte de atrás delcamión. Sentí que mi mal humor crecíamientras conducía bajo las farolas de lacalle Queen. Volví a pagar el dólar ymedio de peaje y luego, esta vez, en lataquilla de aduanas de los EstadosUnidos, cuando me llegó el turno,conduje hasta la ventana y saludé al

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hombre. Me hizo las preguntashabituales. Le dije que tenía dos cajasde cerveza en la parte de atrás delcamión.

—Ya sabe que solo puede pasar unacaja en cada viaje —me dijo.

—¿Y me lo recrimina? —le dije—.Estamos hablando de cervezacanadiense.

Pensó en lo que le dije durante unmomento.

—Venga, fuera de aquí —dijofinalmente—. Tenga cuidado con esacerveza. ¿La lleva bien sujeta ahídetrás? No se le romperá ninguna,¿verdad?

—Esta cerveza está a salvo conmigo

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—le dije—. Cuente con ello.Conduje de vuelta atravesando Soo

de Michigan. Las mismas carreteras,todo como a media hora de caminodesde aquí. No era de extrañar que micoche ya marcara los 321.800kilómetros. La nieve estaba comenzandoa caer más fuerte.

Tan pronto como pasé la señal quedice: «¡Entra usted en Paradise! ¡Nosalegra que esté aquí!», apareció unamoto de nieve en la carretera. Frené confuerza y escuché las botellas moversedetrás de mí. El conductor estabasentado allí, paralizado como un ciervobajo la luz de mis faros. No pude verlela cara a través de la visera.

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Si solo una de esas botellas sehubiera roto, me dije, tendría quehaber pagado por ello. Apreté elvolante, me obligué a contar hasta cincoy luego abrí la puerta. La moto de nievedesapareció en una nube blanca.

Comprobé que no le había pasadonada a las cajas de cerveza y volví asubir al camión. Pude sentir que mi malhumor reaparecía. Solo ve hasta elGlasgow, Alex. Pon una caja detrás dela barra. Deja una en el camión. Mejorponía en la cabina para que no secongele. Siéntate al lado del fuego,quítate las botas. Jackie te hará algode comer. Te sentarás allí y te tomarásuna cerveza canadiense fría. Serás un

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hombre nuevo.Cogí la caja y caminé hacia atrás

para entrar por la puerta. El sitio estaballeno de esos tipos, los de las motos denieve. Un hombre pasó a mi lado para iral lavabo; llevaba el traje abierto hastala cintura, sus botas sonaban a huecocada paso que daba y se escuchaba elsonido del roce del material brillanteentre las piernas. Jackie estaba detrás dela barra, inclinado, hablando con unamujer. La cadena de luces que había a lolargo de la pared detrás de la barra seencendía y se apagaba, aunque lasnavidades ya habían pasado hacíatiempo. Puse la caja en el suelo. Melevanté y estiré la espalda, mirando a mi

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alrededor. Había un montón de carasextrañas, pero era normal en esta épocadel año. Todos estos hombres sureños,llenando el sitio con historias, chistesmalos y humo de cigarrillos.

La típica escena. Aun así…¿Aun así qué? Algo no iba bien. Un

sonido en concreto o la falta de unsonido en concreto. Una sensación deque estaba siendo observado, aunquenadie me estuviera mirando. Solo unasensación de que algo estaba…

¿Qué? ¿Cuál era el problema? No losabía. No lo perseguía. Se lo atribuí a unhumor raro en un día raro. No escuché lavocecita que me decía algo, esa vocecitaen la que confiaba cuando era policía.

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Podía haber entrado en el bar, habermirado a cada hombre, uno a uno,lentamente e informalmente, sin darleninguna importancia. Solo tener contactovisual, sonreír y asentir con la cabeza yluego pasar al siguiente. A lo mejorhubiera escogido al hombre que estabasentado solo en la esquina. O al hombreal lado de la ventana que no hacía másque mirar afuera. A lo mejor hubierasentido que algo malo iba a pasar esanoche y a lo mejor hubiera encontradoalguna manera de impedirlo.

Pero no lo hice. Me quité de encimaesa sensación de la misma manera quelos lanzadores rechazaban mis señas.Una inclinación simple y rápida con la

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cabeza y la seña estaba descartaba.Jackie apareció a mi lado.—Alex, ven aquí —me dijo—.

Quiero presentarte a alguien.Miré a la mujer con la que había

estado hablando. La cara me eravagamente familiar, pero no recordabadónde la había visto antes. Rondaba lostreinta y tantos, más bien se acercaba alos cuarenta. Pelo castaño, un mechónrubio en un lado. Ojos azules, un azuloscuro, casi violeta. Probablemente lahubiera encontrado atractiva si Sylviano hubiera quemado la mayoría de miscircuitos. Estaba sentada al final de labarra, el taburete a su lado estaba vacío,como si tuviera una burbuja invisible a

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su alrededor que mantenía fuera a todoslos hombres. Tenía las manos cruzadasencima de la barra y estaba mirando lasluces de navidad.

—¿Quién es? —le dije.—Se llama Dorothy —dijo él—. Ha

estado esperándote.Miró su regazo, se abrió la chaqueta

y sacó una caja de cigarrillos. Era unachaqueta de piel. Apenas abrigaba.

Me vino a la cabeza. Recordé dóndela había visto antes.

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—No ha sido difícil encontrarte —dijoella. Habíamos cogido la mesa pequeñaal lado de la chimenea. Se sentó enfrentede mí, mirando alrededor a todos loshombres con sus trajes de moto denieve. Jackie se pasó por allí, soltó unacerveza enfrente de mí y le preguntó sile podía traer algo. Le pidió un vaso deagua.

—Empecé por aquel bar, ya sabes,el de anoche. El de los animales.

—El Horns Inn —le dije—. Estabasallí con el otro equipo de hockey.

—¿Ese sitio no te da escalofríos?

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Todos esos ojos mirándote…—No lo había visto de ese modo —

le dije—. La próxima vez que vaya,seguramente me sienta así.

Ella sonrió. Tenía los ojos rojos.Parecía cansada.

—El camarero de ese sitio teconocía —dijo—. Me dijo que erasinvestigador privado. El abogado parael que trabajabas pasa bastante por allí ysolía hablar de ti. ¿Es verdad que tienesuna bala en el corazón?

—Al lado del corazón —dije yo.—Vale, entonces tiene sentido —

dijo—. Si estuviera en el corazón,estarías muerto, ¿no? Y entonces, ¿quéfue lo que pasó?

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—Es una larga historia —le dije.Ella asintió con la cabeza,

mordiéndose el labio. Pude verle untrozo de patatita en una de sus paletas.

—Me dijo que vivías aquí —dijo—,en Paradise. Sabía que era un pueblopequeño así que imaginé que no tendríaproblemas para encontrarte. Hice dedo,¿puedes creértelo? Hacía veinte añosque no lo hacía. Cuando llegué alpueblo, el tipo de la gasolinera me dijoque lo intentara en este sitio. Me puse ahablar allí con Jackie.

Lo miró por encima del hombro.—Es un hombre muy agradable —

dijo.—Tú eres la india, ¿no? —le

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pregunté. Si no hubiera estado buscandoalgún detalle que lo indicara,probablemente no lo hubiera notado.Solo había un leve indicio en su cara,una cierta calma en sus ojos.

—Vinnie te reconoció. Me dijo quehabías crecido en la reserva —dije.

—¿Vinnie qué?—Vinnie LeBlanc.—No lo conozco —me dijo—. No

me acuerdo de mucha gente de aquellaépoca. Me fui hace… ¡Dios! Tienen quehaber pasado ya diez años. Hasta haceun par de meses ni siquiera había vueltoa Upper Peninsula.

—Él sí se acuerda de ti —le dije—,de cuando erais niños, supongo.

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—A lo mejor —me dijo—. Bueno,seguramente te preguntarás por qué teestaba buscando.

—Me imaginaba que llegarías a esaparte.

—Así es, Alex… ¿Puedo llamarteAlex?

—Por supuesto.—Lo que me pregunto es, ¿es

posible que estés libre en este momento?Quiero decir, ¿puedo contratarte?

—¿Contratarme? —le pregunté—.Espera un segundo. La verdad es que yano trabajo de investigador privado. Nisiquiera estoy seguro de haberlo sidoalguna vez.

—No entiendo —me dijo.

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—Es una larga historia —dije—.Otra larga historia.

—¡Ah! —dijo. Con lo cansada queya parecía, dio la impresión que esto lehabía restado aún más fuerza. Se echópara atrás en la silla y cerró los ojos.

—La verdad es que —le dije—, estamisma tarde estuve hablando con uninvestigador privado real. Le prometíque le enviaría cualquier negocio que setratara de esto. ¿Quieres que lo llame?

—No —me dijo—. No quierohablar con nadie más. Mira, lo siento, hasido un error. Olvídalo.

Comenzó a vestirse.—Dorothy, siéntate —le dije—. Tan

solo dime qué es lo que está pasando.

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¿Por qué has venido hasta aquí? ¿Soloporque escuchaste que era investigadorprivado?

Cogió su vaso de agua e hizo sonarel hielo. Le dio un sorbo largo y luegovolvió a poner el vaso en la mesa.

—Está bien. Esto te va a parecer unalocura, ¿vale?

—Adelante.—Estuve en el partido anoche —me

dijo—. Vi lo que le hiciste a Lonnie.—¿Bruckman? ¿Estabas con él? —

Era difícil de imaginar después de todolo que había dicho sobre los indios.

—Sí —dijo ella—. Me hace ir atodos los partidos.

—Solo era un partido de la liga —le

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dije—. Un grupo de tíos mayoresjugando a hockey solo porque echan demenos sus buenos tiempos. Todo lo quehice fue bloquear un par de tiros que melanzó.

—No sabes lo que eso significa paraél —me dijo—. Lo paraste en seco.Luego en el bar, después de eso, lamanera en la que te enfrentaste a él.Estaba escuchando, Alex. Todosnosotros estábamos escuchando. Hicisteque quedara mal.

—Dorothy, la verdad es que estoes…

—No lo conoces, Alex. ¿Te hacesuna idea de lo loco que se volvió por tuculpa? No podía dejar de hablar de eso.

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Durante toda la noche. No pudo dormir.—Normal que no pudiera dormir —

dije—. Estaba demasiado colocado.—Te diste cuenta de eso.—Era difícil no darse cuenta —le

dije—. ¿Hace eso a menudo?—Sí —dijo ella. Miró la chimenea.

La puerta del bar se abrió y entraronmás tipos de esos de los de las motos denieve, dando pisotones con sus botas.

—¿Qué pasa? —le pregunté—.¿Estás metida en algún lío? ¿Él te…?

—¿Él me qué? ¿Si me pegó? ¿Poreso piensas que estoy aquí? ¿Porquenecesito que me protejas? —Levantó lavista y me miró. Pude ver el reflejo delas llamas de la chimenea en sus ojos.

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—Solo estaba preguntando —le dije—. Porque si lo hizo…

—Entonces debería ir a un refugiopara mujeres maltratadas y deberíadejarte en paz.

—¿Quieres que te ayude o no?—Lo siento —dijo—. Es solo que…

No sé. Lo siento.—¿Qué quieres que haga? ¿Tienes

algún sitio adonde ir?—La verdad es que no —me dijo—.

A lo mejor al sur. Tengo algunos amigosallí.

—¿Y qué me dices de la reserva?—No —me dijo—. No soy

bienvenida allí. Mis padres y yo…No dijo nada durante un momento,

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solo movió la cabeza.—No, allí no.—Supongamos que realmente soy un

investigador privado —le dije—.Quiero decir, supongamos que realmentequisiera ser uno. ¿Qué querrías quehiciera?

—Te contrataría… —me dijo, yluego se detuvo—. Puedo confiar en ti,¿verdad? ¿Puedo confiar en ti?

—Sí —le dije.—Eso creía —me dijo—. No sé por

qué, pero es así.—¿Para qué me contratarías,

Dorothy?—Te contrataría para que me

ayudaras a escapar —me dijo—. Eso es

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todo. Solo para ayudarme a escapar.Antes de que él me encuentre.

—¿Piensas que va a ir detrás de ti?—Sí —me dijo—. Sé que lo hará.

Vendrá detrás de mí. Y si me encuentra,me matará.

—¡Dios! ¡Qué frío! —dijo ella. Nevabamucho, los copos ya se estabanagrupando y caían como figuras de papelagarradas de la mano.

Seguía llevando su bolsa blancasobre el hombro después de que senegara a que yo se la llevara.

—Necesitas algo que abrigue más—le dije—. Toma mi abrigo.

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—Ni se te ocurra —me dijo—.Estaré bien.

—Mi camión está allí. —Elaparcamiento estaba lleno de motos denieve y de remolques—. Voy a poner lacalefacción.

Se detuvo y miró hacia arriba, a laoscuridad.

—Esta noche hay luna llena.—¿Qué luna? —le dije—. No he

visto el cielo en dos meses.—Puedo sentirlo —me dijo—. ¿No

puedes sentirlo?Le abrí la puerta para que entrara.—Siento que no haya ventanilla —le

dije. Me subí por mi lado, giré la llave ypuse a tope la calefacción.

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—No sientes la luna, ¿verdad? —mepreguntó.

—No —le dije—. Lo siento.—Es la luna del lobo. Ya sabes, la

primera luna llena del año.—Esto se calentará en un minuto —

dije—. Debería tener una manta aquí.—Piensas que estoy loca, ¿a que sí?—No —le dije. Dejé de hacer el

tonto con la calefacción y la miréfijamente para que supiera que le estabadiciendo la verdad—. He visto muchoslocos. Créeme.

—No me digas —dijo ella—. Otralarga historia.

—Sí.—¿Y esta ventanilla? —dijo, dando

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golpecitos al plástico.—Otra larga historia —le dije.Se puso la bolsa en el regazo.—¿De verdad que no te importa?—Tuve una cancelación —dije—.

La cabaña va a estar vacía de todasformas.

—Te lo agradezco mucho —me dijo—. Solo tengo que dormir unas horas.Luego seré capaz de pensar conclaridad.

Saqué el camión del aparcamiento yme dirigí al norte, a la carreteraprincipal. Si sigues por esa carretera,hay un claro entre los árboles y se puedever todo el camino a lo largo de labahía. Solo un par de semanas antes

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hubiéramos visto los carguerosatracados en la parte de afuera de lasesclusas, haciendo sus últimas salidasantes de la congelación, esperando a queel tiempo fuera bueno para dirigirse aDuluth. Pero esta noche era tan oscuraque apenas se podía ver el hielo.

—¿Estás seguro de que no puedessentir esa luna del lobo? —preguntó. Seechó para atrás en el asiento. Su voz eraun lento murmullo que debilitaba elsonido del viento. El efecto erahipnótico.

—No sabría cómo sentirla —le dije.—Lo has olvidado. Tus antepasados

sabrían cómo hacerlo.—¿Ah, sí?

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—Piensas que es algo indio, ¿no? —me preguntó—. Lo de tener un nombrepara la luna.

—¿No es así?—No —me dijo—. Es mitología

celta. Me gustaban esas cosas cuandoera niña. Rituales paganos, brujería,cartas del tarot. Todo menos lorelacionado con lo indio. No quería serindia.

La nieve estaba cayendoprecipitadamente sobre las farolas.Hacía que pareciera que íbamos muydeprisa.

—Es tu luna, Alex. Señor McKnightde las tierras altas de Escocia. La lunadel lobo te pertenece a ti, no a mí.

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—Pero si ni siquiera he estado enEscocia —le dije—. Jackie nació allí.Debería ser su luna.

—Compartes la misma sangre —medijo—. ¿Por qué crees que vas allí cadanoche?

—Porque no tengo televisión.Ella se rio. O eso fue lo más

parecido a una risa durante esa noche.—Cada luna tiene un mensaje, ya

sabes. ¿Sabes lo que significa la lunadel lobo?

—No —le dije—. ¿Qué significa?—La luna del lobo significa que es

el momento de proteger a las personas atu alrededor porque hay lobos detrás detu puerta.

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—Ya veo.—No digo que necesites protegerme

—dijo—. No es lo que estoy diciendo.Puedo cuidar de mí misma.

—Vale —le dije.—Es la luna la que habla —me dijo

—, no yo.—Vale.La nieve estaba empezando a

acumularse. Contempló la carreteradurante un momento y luego me dijo:

—Aunque quisieras seguirconduciendo toda la noche, no meopondría. Vamos a ver lo lejos quellegamos.

—Dorothy…—Sigue conduciendo —me dijo.

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Hubo una aspereza repentina en su voz—. Tú sigue conduciendo. Sácame deaquí de una vez.

—Esta carretera lleva hasta el cabo,a unos veinte kilómetros —le dije— yahí se acaba la carretera.

—La historia de mi vida —me dijo.El tono áspero de su voz habíadesaparecido tan repentinamente comohabía aparecido.

—¡Eh! ¿Sabes que ahora hay docelobos en la isla Royal?

—Eso he oído.—Hablando de lobos reales. ¿Sabes

cómo llegaron hasta allí?Isla Royal era una isla que estaba en

el medio del lago Upper. Toda la isla

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había sido protegida como parquenacional.

—Fueron por encima del hielo —ledije—. ¿De qué otra forma podríanhaber llegado hasta allí? ¿Cogiendo elferri?

—Sí, sí, qué gracioso —dijo—. Loque quiero decir es, ¿sabes por qué sefueron allí? ¿Por qué atravesaron elhielo para llegar a la isla?

—Son cazadores —le dije—. Solohay una razón por la que se fueron allí.

—Sí, los alces —me dijo—. Losalces atravesaron el hielo primero. Yluego los lobos fueron a buscarlos.

—Naturalmente.—Así que imagínate que eres uno de

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esos alces. Piensas que, al final, hasencontrado un lugar seguro sin lobos a tualrededor. Y luego, un día…

Seguí conduciendo.—Los lobos siempre te encontrarán,

Alex. Recuerda eso.—Lo recordaré —le dije.—¡Dios! No me puedo creer que

esté otra vez aquí. —Puso un acentofingido yooper—. Estoy en UpperPeninsula, ¿no es así?

No dije nada.—Odio este lugar, Alex. No te

imaginas cuánto.—Ya hemos llegado —le dije. Torcí

a la izquierda y conduje a través de losárboles. La nieve casi había vuelto a

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cubrir mi entrada. Estaba seguro de queal día siguiente tendría que volver apasar la quitanieves.

—¿Vives aquí todo el año?—Sí, ¿por qué no? —Pasamos

primero por delante de la cabaña deVinnie.

—Aquí es donde vive VinnieLeBlanc —dije—. El tipo que tereconoció.

No había ningún coche en la entrada.Parecía como si no hubiera habidoningún coche allí durante todo el día.

—No lo he visto por aquí desdeanoche. Quiero decir, desde el partidode hockey. Me pregunto dónde está.Debería conocerte.

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—¿Y eso por qué? —me preguntó—.¿Así podríamos intercambiar elestrechamiento de manos indio secreto?

—Le gustaría conocerte —le dije—.Eso es todo. No me imagino dóndepuede estar.

—Probablemente borracho en algúnsitio —dijo.

—Vinnie no bebe —dije yo. Mesalió un tono más brusco de lo queesperaba—. Quiero decir, que no puedesdecir algo así si no conoces a lapersona. Ni siquiera aunque tú tambiénseas india.

—Tienes razón —me dijo—, losiento.

—Aquí está mi cabaña —le dije

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cuando pasábamos al lado—. La queestá vacía está al final del camino.

Aparqué al lado de la cabaña.Cuando apagué los faros, la noche nosenvolvió. Nos quedamos allí en unaoscuridad total.

—Encenderé las luces hasta queentremos —le dije.

—No —dijo—. Déjalas apagadas.Me había olvidado de lo oscuro que sevuelve todo aquí. Es una de las pocascosas que me gustan de este sitio.

—Qué pena que esa luna llena noaparezca esta noche —le dije.

—Ese es uno de mis primerosrecuerdos —dijo—. Mirar por unaventana y ver la nieve relucir bajo la luz

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de la luna.No dijo nada durante un largo

momento. El silencio era tan completocomo la oscuridad.

—Lo siento —dijo al final—. Noquieres escuchar todo esto. Cuandoestoy cansada empiezo a hablar de lascosas más extrañas.

—No me importa —dije—. Peromuy pronto vas a tener frío.

Caminamos a través de la nievehasta llegar a la puerta principal. Sepuso la bolsa sobre el hombro.

—Ojalá me hubieras dejado llevarla—le dije. Era todo lo que podía hacerpara no perder el control y habérselaquitado para llevarla yo.

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—No, gracias, Sir Galahad.Abrí la puerta y dejé que entrara en

la cabaña; encendí las luces. Era lasegunda cabaña que mi padre habíaconstruido. Pensó que la primeraparecía demasiado chapucera y oscurapor dentro, así que, para las paredesinteriores, utilizó pino blanco sinbarnizar. Hacía que el sitio parecieramás grande de lo que era en realidad.

—¡Uau! —dijo ella—. ¡Qué bonita!Había dos grupos de literas en las

paredes de enfrente. Puso su bolsa sobreuna de las literas más bajas y se subióhasta la mitad de la escalera que llevabaal altillo.

—En este sitio duermen, ¿cuántas?,

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¿unas ocho personas?—Es cómodo para seis —le dije—.

Para ocho, si todos se llevan bien.Encendí el horno de leña. Ya había

puesto papel y troncos dentro,imaginando que esa noche tendríainvitados sureños que pagarían por esacabaña.

—Dejaré el fuego encendido. Hayelectricidad para las luces y el agua,pero ese es el único calor de la cabaña.No hay teléfono. Si quieres, puedesutilizar el mío por la mañana.

—Sin problema. —Asomó la cabezaen el baño—. ¿De verdad tienes aguacaliente aquí?

—Sí, pero hay que esperar un poco

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—le dije—. Tarda unos minutos en salir.Tengo que ir a abrir la llave del agua.

Salí y rodeé la cabaña hasta llegar ala parte de atrás. Había una puertapequeña que se abría y daba al área decableado y cañerías. Todo lo que teníaque hacer era agacharme y preguntarmequé tipo de criaturas habría allí esa vez.Había visto un montón de ratones pordebajo de las cabañas, tambiénmurciélagos, un mapache y unazarigüeya. Hacer eso no era una de miscosas preferidas, pero si no tienes elagua cerrada cuando la cabaña estávacía se congela en las tuberías.

Cuando abrí la llave, volví a lapuerta, me sacudí y volví a entrar en la

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cabaña. Intenté no soltar nieve por lacabaña, ya que si el charco se seca en elsuelo de pino blanco queda horrible.Fue el único error que mi padre cometiócuando construyó esas cabañas demadera.

Estaba apoyada en el fregadero, suabrigo estaba desabrochado. Parecíaque aún no estaba lista para sentirsecompletamente cómoda. No podíaculparla. No importaba lo mucho quedijera que confiaba en mí, se tenía quesentir un poco rara por estar aquí.

—Te has ensuciado —dijo ella.Estaba sujetando algo en la mano. Eraredondo y negro. Parecía que era un…

—¿Eso es un disco de hockey? —le

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pregunté.—Sí, toma —me dijo. Me lo tiró.Lo cogí y lo miré. Había un círculo

blanco por un lado que tenía una ruedaroja con un ala que salía del círculo. Erael logotipo de los Red Wings de Detroit.Debajo del logotipo había un autógrafo.Gordie Howe.

—¿Es de verdad? —le pregunté.—Sí —me contestó—. ¿Lo has visto

jugar alguna vez?—Claro, en el antiguo estadio

Olimpia.—Lonnie dice que era mejor que

Gretzky.—Tiene razón —le dije.—Puedes quedártelo —me dijo.

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—No puedo quedármelo —le dije—. Probablemente sea de gran valor.

—Lo sé —me dijo—. Es todo lo quepuedo darte en este momento porayudarme.

—¿Dónde lo conseguiste?—Es de Lonnie —me dijo—. Era de

Lonnie. Fue lo último que hice antes deirme; a decir verdad, ya me había ido yluego volví y cogí ese estúpido disco dehockey. ¡Dios! Ni siquiera me hubieradejado sacarlo del pequeño estuche deplástico. Imagínate lo furioso que estaráahora.

—No entiendo —le dije—. ¿Por quélo cogiste?

—Para hacerle daño —me dijo.

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Cruzó los brazos sobre el pecho—. Fuelo único en lo que pude pensar. Quéidiota, ¿verdad?

—Toma —le dije. Puse el discosobre la mesa—. Deberías quedártelo.

Se quedó mirándolo sobre la mesa ysoltó un suspiro largo y cansado.

—¿Es tan malo? —le pregunté.Creía que había controlado bastante biena ese tipo cuando lo conocí, la clase detipos que no quiere hacer otra cosa queno sea jugar a su deporte y que no puedeafrontar el hecho de que no es lobastante bueno. En béisbol lo veía sinparar: tipos a los que echaban de losequipos y luego se pasaban el resto desus vidas desquitándose con el resto del

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mundo. Hay uno al final de cada barraen cada ciudad de América. Pero por elmodo en el que sonó la voz de Dorothycuando dijo que quería hacerle daño,daba a entender que a lo mejor habíaalgo más.

—Sé que no es de mi incumbencia—le dije.

—¿Sabes cuáles son los lobos de losque te estaba hablando?

—Bueno, sí. Puedo imaginarme queno estabas hablando de lobos reales nide alces reales.

—Digamos que Lonnie es el primerlobo —dijo ella—. No el peor, solo elprimero.

—No te sigo.

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—Disparas a un lobo, hay másdetrás de él. Lobos más grandes. Condientes más grandes.

Ignoré esa parte. Me imaginé quesolo estaba hablando del resto delequipo de hockey. Debería haberlepreguntado si era así. Pero no lo hice.

El horno de leña comenzó a calentarel sitio un poquito. Se sintió lo bastantecómoda como para quitarse el abrigo ysentarse a la mesa. Me habló de su niñezcomo ojibwa; me contó que se fue deUpper Peninsula tan pronto como pudo,que se fue al sur, a la universidad, quedejó los estudios y que tuvo un montónde trabajos. No importaba lo mal que lehubiera ido, nunca había pensado en

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regresar. Luego conoció a Lonnie. Nome contó mucho más sobre él. No medijo lo que le había hecho o por qué lahabía traído de vuelta hasta aquí.

Me hizo preguntas sobre mí, sobrepor qué tenía tantas largas historias. Mesorprendí a mí mismo y le conté un parde ellas. No todas. Supongo que sientabien hablar con alguien. Era la primeravez desde que Sylvia se había ido.

—Eres el hombre solitario conlargas historias —me dijo antes de queme fuera—. Si pudiera hacerte ojibwa,ese sería tu nombre.

—¿Cuál es tu nombre ojibwa? —lepregunté.

—Ya no tengo ninguno —me dijo—.

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Renuncié a él hace mucho tiempo.—Va a hacer frío esta noche —le

dije—. Es mejor que dejes correr elagua un poquito. Solo un chorrito. Haráque las tuberías no se congelen.

—Así lo haré —me dijo. Vino a lapuerta cuando me iba—. Esta cerraduraes buena, ¿verdad?

—Sí —le dije—. Aunque no tienespor qué preocuparte. Estás en medio dela nada.

—Gracias, Alex —me dijo—.Buenas noches.

Cuando cerró la puerta, sentí unatristeza vaga y distante por nosotros dos.Allí de pie en la oscuridad, esperandoque mis ojos se volvieran a acostumbrar

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a ella, sintiendo un viento frío que veníaa través de los pinos. Los dos habíamospasado mucho. Distintos problemas,pero el resultado final era el mismo. Laspersonas son malas unas con otras. Yaun así lo seguimos intentando. Nosoportamos estar solos.

Era tarde. Necesitaba dormir parapoder levantarme al día siguiente yhacer todo lo que pudiera para ayudarla.Me sorprendió lo mucho que queríaayudar a esta mujer. A lo mejor era unaoportunidad para demostrarme a mímismo que aún podía hacer algo bien,después de todos los errores que habíacometido el año anterior. Algosignificativo aparte de cortar leña y

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quitar la nieve de la carretera.Volví a mi cabaña y me dormí.

Escuché su voz en mitad de la noche,pero cuando levanté la cabeza no eranada más que el zumbido del motor deuna moto de nieve. Durante toda lanoche, esos idiotas estuvieronconduciendo esas cosas a través delbosque. Maldije al hombre que lasinventó y volví a dormirme.

A la mañana siguiente, había quincecentímetros de nieve recién caída en elsuelo. El fuego de mi horno de leña sehabía apagado, así que eché un par detroncos y me quedé tiritando delante de

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la ventana, mirando la nieve. Me vestí,me bebí un café, salí y arranqué elcamión. Parecía como si ni siquierahubiera carretera, solo un trecho abiertoentre los árboles. Quité la nieve de todoel camino hasta la carretera principal,por delante de la cabaña de Vinnie. Aúnno había señales de él. Si había ido acasa por la noche, si alguien hubierapasado por esa carretera, hubiera vistolas huellas. No había ninguna.

Empecé a preocuparme por él.Habían pasado treinta y seis horas desdeque lo había dejado en el bar despuésdel partido de hockey. Podría ir abuscarlo a la reserva, pensé, o ir alcasino para ver si está trabajando. En

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cuanto ayude a Dorothy. Voy a tener undía muy ocupado.

Quité la nieve del otro lado delbosque. Toqué la bocina cuando pasépor delante de la cabaña de Dorothy.¡Arriba! Las otras cuatro cabañas teníancaravanas y camiones con remolquespara las motos de nieve. Probablementelas personas que alquilaban las cabañasno conducirían ni una vez desde quellegaran aquí, solo aparcarían losvehículos y montarían en sus motos denieve toda la semana. Pero me gustabamantener la carretera limpia de nievepor si acaso necesitaban salir. En elcamino de vuelta volví a tocar la bocina.Aquí está tu despertador. Hora de

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despertarse. Mientras, hago el desayuno.Me detuve en mi cabaña y cogí unos

huevos y queso para tortillas, zumo ycafé. Conduje de vuelta y torcí hastallegar a su cabaña. Era gracioso cómose podía pensar de esa manera. Pasa unanoche allí y de repente es su cabaña.Llamé a la puerta. No hubo respuesta.

—¿Dorothy? —grité—. ¿Estásdespierta?

Empujé la puerta. No estaba cerradacon llave. Abrí la puerta y entré.

La mesa estaba boca arriba. Unapata de la mesa estaba rota. Las sillasestaban esparcidas en todas direcciones.

Nada más.Ella no estaba.

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Volví a mi cabaña y llamé a la oficinadel sheriff. Después de colgar, me quedéallí mirando la guía telefónica. Aúnseguía abierta por la primera página.Justo allí, debajo del número de laPolicía, del de los bomberos y del de laambulancia, estaba el número de losservicios de protección. Había vistocómo funcionaba esta gente, por lomenos allí en Detroit. Vienen, te recogeny te llevan a un refugio. Si hubierallamado a ese número anoche, me dije amí mismo, entonces ahora ella estaríaa salvo.

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Volví afuera, el viento golpeaba loscopos de nieve contra mi cara. El solhabía salido, uno de esos interludiosbreves, cuando las nubes se rompen y laluz brilla sobre la nieve blanca con tantoresplandor que te duelen los ojos consolo mirarla.

Me quedé allí durante veinte minutosrepasándolo en mi mente, una y otra vez.Dorothy estaba tan asustada… Deberíahaber hecho algo inmediatamente, en vezde esperar a la mañana siguiente. ¿Fuivago o estúpido? Quise volver a lacabaña, comenzar a buscar algo,cualquier cosa que pudiera decirme quéhabía pasado. Quería hacer algo. Mesentía tan inútil quedándome allí de

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pie… Pero esperé. No revuelvas nada,pensé. Podría haber huellas o pisadaso Dios sabe qué tipo de prueba podríanencontrar. Tan solo quédate aquí comoel idiota e inútil que eres y norevuelvas las cosas más de lo que ya lohas hecho.

No pude evitar pensar en unasesinato que viví en primera persona enDetroit. Era mi primer año en el cuerpo.Contesté a una llamada de peleadoméstica con mi compañero. Élhablaba con el hombre en la cocinamientras yo estaba sentado en el salóncon la mujer. No decía nada. Tan solo sebalanceaba hacia atrás y hacia delanteen el sofá, abrazando una almohada. No

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pude dormir esa noche. Seguía viendo sucara. Tres días más tarde, los vi sacandosu cuerpo en una bolsa.

Ella había intentado dejarle.¿Cuántas veces nos lo habían repetido?Cuando la mujer decide irse, ese es elmomento más peligroso. Ese es el puntode ignición. Cuando una mujer esasesinada, el detective siemprecomienza con la misma pregunta:«¿Dónde está el marido o el novio?».

—Bruckman nos siguió —dije enalto. Mi voz sonaba pequeña en laquietud invernal. Tuvo que habernosseguido. Si no, ¿cómo sabía que ellaestaba aquí? ¿Estaba Bruckman en elbar? Pudo haber seguido el camión todo

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el camino por la carretera principal,pero luego ¿cómo supo en qué cabañaestaba ella? No pudo haberme seguidotodo el camino hasta aquí, ¿no? ¿Pudeser tan jodidamente inconsciente?

No llamé a la Policía. No estuve conella. La dejé sola en una cabaña sinteléfono.

Llegó el coche del condado y mesalvó. Unos minutos más a solas con mispensamientos y me hubiera suicidado.

De las dos puertas del cochesalieron un hombre y una mujer jóvenes;llevaban bien puestos los sombreros delcondado de Chippewa. Los dos juntos nisiquiera sumaban mi edad.

—¿Dónde está el sheriff? —les dije.

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—Está ocupado —dijo la mujer.Tenía el pelo oscuro recogido debajodel sombrero.

—Llámelo —le dije—. Quiero quevenga aquí.

—Señor —me dijo—, le he dichoque está ocupado.

—¡Ocupado, y una mierda! —dije—. Tiene que venir aquí.

—Relájese, señor —dijo el hombre.Tenía el pelo corto, llevaba el corte depelo típico de la policía de hacía años.Se acercó a mí con las manoslevantadas, de la misma manera en laque se acercaría a un perro que pudieratener la rabia.

—¿Es usted el señor McKnight?

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—Le dije al recepcionista quequería a Bill en persona —le dije—. Y anadie más.

Bill Brandow era el sheriff delcondado y si no era exactamente mimejor amigo, al menos teníamos unarelación amistosa. Le había invitado aun par de cervezas canadienses unanoche y habíamos intercambiado un parde historias de policías. Había algofundamentalmente competente y fiable enese hombre. Era su cara la quenecesitaba ver en este momento, no aestos dos niños que parecían queestaban de camino a una fiesta dedisfraces de instituto vestidos deayudantes del sheriff.

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—Ya se lo he dicho, señorMcKnight. El sheriff no puede venir. Vaa tener que calmarse un poco.

—Han secuestrado a una mujer —dije—. ¿Tienen a alguien ahí fuerabuscándola? ¿Va a hacer algo Bill,aparte de enviarme aquí a dosadolescentes para decirme que me calmeun poco?

—¿Se le ha ocurrido que a lo mejorel sheriff está buscándola ahora mismo?—me dijo el joven—. Y a ese tipo,¿cuál es su nombre?

—Bruckman —dije—, LonnieBruckman.

—¿Dónde prefiere que esté, señorMcKnight? ¿Ahí fuera buscándolos o

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aquí de pie en la nieve haciéndole sentirmejor?

Cerré mis manos enguantadas confuerza, miré hacia arriba al cieloinvernal y luego inspiré hondo y dejésalir el aire.

—Vale —les dije—. Tienen razón.Vamos a…

—Díganos qué pasó —dijo el joven—. ¿Dónde está la cabaña en la que sequedó?

—Por aquí —les dije—. A la vueltade la esquina.

Los tres nos metimos en el coche delcondado, los dos ayudantes en la partede delante y yo en la parte de atrás. Nohabía más de cuatrocientos metros hasta

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la primera cabaña de alquiler, perorodamos lentamente por la carretera; lasruedas crujían sobre el centímetro ymedio de nieve que había caído desdeque había pasado la quitanieves. Les dila versión rápida de lo que habíapasado. Que Dorothy me encontró en elbar y me pidió ayuda. El modo en el quehabía hablado de Lonnie. El miedosincero en su voz cuando me dijo que lamataría si alguna vez la encontraba.

Salimos del coche y nos quedamosde pie un momento; los ayudantesmiraron a un lado y a otro de lacarretera. No había nada que ver, soloárboles.

—¿Se quedó sola en esta cabaña

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anoche? —me preguntó la mujer.—Sí —contesté—. La verdad es que

no tengo mucho sitio en mi cabaña. Yademás…

No acabé.Los ayudantes se intercambiaron una

mirada rápida mientras caminaban porla nieve hasta la cabaña.

—Aquí no hay pisadas —dijo eljoven.

—No vi ninguna —dije yo—.Anoche nevó demasiado.

—¿Tampoco había huellas deruedas?

—No —les dije—. Ninguna.—Aun con la nieve —dijo el

hombre—, vería algo, ¿no? No nevó

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tanto.—Cuando quité la nieve de la

carretera parecía totalmente intacta —dije—. Como si nadie hubiera pasadopor aquí en días.

—¿No estaba cerrada con llave? —dijo el hombre cuando llegó a la puerta.

—Sí —le dije—. Esta mañana noestaba cerrada con llave.

—¿Y anoche?—Sí, ella la cerró cuando me fui.Los ayudantes volvieron a mirarse el

uno al otro. Sentí un deseo repentino degolpear la cabeza de uno contra la delotro.

—¿Podemos dejar algo claro? —pregunté—. Anoche ella durmió sola en

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esta cabaña. Y yo dormí en la mía.—Nadie está diciendo lo contrario

—me dijo el joven.—Si hubiéramos estado en la misma

cabaña —dije—, entonces nada de estohubiera pasado.

—Le escuchamos —dijo el hombre—. Por favor, trabajemos juntos.

El ayudante abrió la puerta y miródentro.

—Cuidado —les dije—. Nocontaminen nada.

—No lo haré.—Se lo digo en serio —le dije—.

¿Qué pasa si hay alguna prueba aquí?—Si vemos algo, lo pondremos en

una bolsa.

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—No, estoy hablando de pelo, fibraso…

Los dos me miraron. Ha visto estascosas en la televisión, estabanpensando. Ahora espera que montemosun laboratorio criminal y queempecemos a recoger pequeños hiloscon pinzas.

—Fui policía —dije. Cuando losdinosaurios controlaban la tierra—. Noimporta. Adelante.

—Tendremos cuidado —me dijo lajoven.

Los seguí mientras entraban en lacabaña. Había un silencio total en ellugar que hizo que me doliera elestómago.

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Al menos no estábamos mirando uncuerpo muerto, me dije a mí mismo. Siquería matarla con tanta urgencia, lohubiera hecho aquí mismo. Era lo únicopositivo que podía pensar.

Los policías caminaron alrededor dela mesa volcada y miraron las sillasdesperdigadas. El joven se detuvo en lacama donde había una manta dada lavuelta.

—Al parecer, se fue a la cama —dijo—. Y luego se levantó. Parece queno se dejó nada. ¿Tenía alguna mochila oalguna maleta? Usted dijo que estabahuyendo de ese tipo.

—Tenía una bolsa —dije—. Unabolsa blanca de lona.

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—Se la tuvo que haber llevado conella —dijo el joven—. Bueno, o él. Esetipo… Bruckman. Dijo que hace un parde noches había jugado al hockey con él,¿verdad?

—Sí, así fue.Parecía que había pasado una

eternidad desde entonces.—¿Es un tipo grande? ¿Le hubiera

resultado fácil llevársela de aquí?—No lo sé —dije—. Es mucho más

grande que ella, pero no creo que sehubiera ido con él por su propiavoluntad.

—Entonces, ¿por qué la puerta noestá cerrada con llave? —me preguntó—. Ella tuvo que haberla abierto, ¿no?

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No hay ninguna señal de que la puertahaya sido forzada.

—No tiene sentido —dije—. Ella nohubiera abierto esa puerta si hubierasabido que era él.

—Bien, a lo mejor él llega a lapuerta y le dice que solo quiere hablarcon ella. Luego, una vez dentro,comienza a destrozarlo todo.

—Imposible.—Usted dijo que fue policía. Ya ha

visto antes este tipo de situaciones,¿verdad?

—Sé adónde quiere ir a parar —dije. Tenía razón, ya lo había visto antes,más veces de las que pudiera contar. Elhombre suplicando perdón, la mujer

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cediendo—. Pero es que no me encaja.—Entonces, ¿por qué abrió la

puerta?—No lo sé —dije—. La manera en

la que anoche hablaba de él… No lo sé.Miré la pata de la mesa que se había

roto, casi me agacho para recogerla,pero me detuve. Entonces me di cuentade algo.

—Miren este suelo —dije.Los policías se detuvieron y me

miraron.—Aquí hay demasiada nieve

derretida —dije. Por toda la habitaciónpodían verse unas marcas apenasperceptibles de los charcos de nieve.

—La mujer tuvo que haber caminado

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por la nieve para llegar hasta aquí, ¿no?—preguntó el hombre.

—Sí, claro —dije—. Y yo también.Yo incluso tuve que ir a la parte de atrásde la cabaña para abrir la llave delagua. Pero mientras volvía a entrar,recuerdo haber pensado en el suelo.Normalmente intento evitar entrar aquícon los zapatos llenos de nieve, ya queel pino blanco se ensucia con facilidad.Estoy seguro de que toda esta nieve noestaba en el suelo cuando me fui. No así,por toda la habitación.

—Así que él entró —dijo el hombre—. Definitivamente ella tuvo compañía.

—No me lo puedo creer —dije—.No me creo que lo dejara entrar.

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—¿Bueno, aun así, cómo pudo saberBruckman que ella estaba aquí? —dijoél—. ¿Sabe dónde vive usted?

—No lo creo —dije—. Pero aunquelo supiera, ¿cómo pudo saber en quécabaña estaba ella?

—¿Les pudo haber seguido?Intenté recordar, intenté volver a

ponerme en el camión la noche anterior.¿Había luces detrás de mí?

—Lo siento —dije—. No puedodecírselo con certeza. No noté que nadienos estuviera siguiendo, pero no puedojurarlo.

—¿Pudo haber sido otra persona? —preguntó él—. A lo mejor ella llamó aalguien.

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—No hay teléfono aquí —dije—. Yno pudo llamar a nadie desde el barantes de que yo llegara. Ni siquiera mehabía conocido aún. Aunque…

—¿Qué?—En el bar —dije—, recuerdo

haber tenido una sensación extraña.Como si alguien nos estuvieraobservando.

—¿Bruckman?—No. Me hubiera dado cuenta de

que era él. Pero a lo mejor había alguienmás. A lo mejor uno de esos memos delhockey.

—Bien, usemos lo que tenemos —dijo—, por poco que sea.

La corta duración de la luz del sol

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había terminado. El cielo se estabavolviendo a nublar y de repente parecíaque había veinte grados menos. Desde laparte de atrás de la cabaña pudimos oírel pitido de una moto de nieve. Se hizomás estruendoso según se acercaba.

—¡Una moto de nieve! —dije—. Asíes como pudo haber llegado hasta aquí.

—¿Cómo lo sabe?—Hay un sendero que pasa justo por

detrás de estas cabañas —dije—. Entierra estatal. Por eso no había huellasde neumáticos esta mañana.

—Tiene sentido —dijo—. Vamos aver ese sendero.

Los llevé a la parte de atrás de lacabaña y nos adentramos en el pinar.

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Tuvimos que hacer un gran esfuerzo parallegar hasta allí. Había sitios en los quela nieve se había amontonado y nosllegaba casi hasta la cintura.

—Aquí —dije, luchando pararecuperar el aliento. El sendero iba enparalelo a mi camino. Si él tenía algunaidea de dónde se encontraba mi cabaña,pudo haberlo hecho por aquí. A lo mejorni siquiera sabía en qué cabaña estabaella. A lo mejor se saltó la mía y empezócon la de ella y tuvo suerte.

Los ayudantes miraron a un lado y aotro del sendero.

—Hay muchas huellas aquí —dijo lamujer—. Nunca sabremos cuál es lasuya.

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En ese momento, una moto de nieveatravesó los árboles. Me sobresalté porel ruido. El conductor redujo lavelocidad cuando nos vio. Los dosayudantes levantaron las manos para queel conductor se detuviera.

—¿Cuál es el problema, amigos? —dijo después de levantarse el visor—.No iba demasiado deprisa, ¿verdad?

Reconocí al hombre. Habíaalquilado la cabaña más lejana para él ysus amigos de Saginaw.

—¿Estuvo usted anoche por estesendero? —le preguntó el ayudante.

—Sí —dijo el hombre. Pudeescuchar la aprensión en su voz—. Peroiba despacio, lo juro. Sé que hay

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cabañas cerca de aquí.—No hay problema —dijo—. Solo

nos preguntábamos si había visto otrasmotos de nieve. Aproximadamente alas…

Me miró por encima del hombro.—Digamos que entre la una de la

madrugada y esta mañana —dije.—Volvimos un poco más tarde de la

una —dijo—. No recuerdo haber vistootras motos de nieve por este sendero.Bueno, aparte de las de los chicos conlos que estoy aquí.

—A lo mejor deberíamos hablar conel resto del grupo —dijo el ayudante—.¿Están ahora en la cabaña?

—Posiblemente estén la mayoría de

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ellos —dijo el hombre—. Hoy mismonos vamos. Algunos podrían estar aúnfuera con sus motos de nieve.

Regresamos al coche y volvimos aavanzar por la nieve con dificultad. Nospasamos la siguiente hora yendo a cadauna de las cabañas, preguntando a losinquilinos si habían visto algosospechoso.

Nada. Ninguna pista, ningún tipo deinformación. Mientras me sentaba en laparte de atrás del coche, comencé asentirme cansado y hambriento. Y ahoraque habíamos hecho todo lo posible,podía sentir la desesperación creciendoen mi interior. Era imposible. Dorothyme pidió que la ayudara a huir de él. Y

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yo dejé que Bruckman, o sus amigos, oquien fuera, entrara y se la llevara.Ahora podía estar en cualquier sitio.Sabía que el sheriff la estaba buscando,¿pero qué podía hacer el sheriff?Averiguar dónde vivía Bruckman e ir aechar un vistazo. Si no estaba allí,entonces ¿qué? Colocar micrófonosocultos. Seguir trabajando en el casodurante algunos días y luego archivarlo.

Los ayudantes condujeron ensilencio por la carretera de accesodesde la cabaña más lejana hasta la mía.Me podía haber imaginado lo queestaban pensando. No estaban hablandode ello, pero lo harían tan pronto comose deshicieran de mí. A lo mejor no la

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habían secuestrado. A lo mejor su noviola convenció en la cabaña, hizo unaescena, movió algunos muebles y luegose puso de rodillas y le suplicó que loperdonara. La quiere tanto que se vuelveloco, pero será diferente de ahora enadelante, y toda esa típica basura quedice un tipo así. Y luego ella se va conél. Esas cosas suceden siempre.

Pero lo sabía. Sabía que se la habíallevado contra su voluntad. Y sabía queera por mi culpa. Sabía que esa nocheno podría dormir y pensaría en eso.

—Le informaremos si hay algunanovedad, señor McKnight —dijo eljoven. Redujo la velocidad enfrente demi cabaña.

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—Vamos a dar un paseo hasta elGlasgow Inn —dije—. Para ver si elcamarero o alguna otra persona sepercató de algo.

El joven asintió con la cabeza.—Vale la pena intentarlo.Tomamos la curva hacia la carretera

principal. Cuando pasamos por delantede la cabaña de Vinnie, me di cuenta deque su coche aún no estaba allí.

—Maldita sea, es verdad —dije. Meolvidaba de Vinnie.

—¿Algún problema? —dijo eljoven.

—No. Es solo que mi amigo Vinnieno ha estado en casa en dos noches. Esmiembro de la tribu Bay Mills.

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Probablemente ha pasado la noche allí.La mujer miró por la ventanilla del

copiloto.—Vinnie —dijo ella—. ¿Vinnie

qué?—Vinnie LeBlanc —dije.—Vinnie LeBlanc —dijo ella—. Me

suena ese nombre.—Hay muchos LeBlanc por aquí —

dije.—Sí, lo sé, pero creo que esta

mañana he visto ese nombre en algúnsitio.

Se quedó pensando durante un buenrato y luego cogió la radio.

—Creo que sé dónde lo he visto —dijo.

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Llamó y preguntó por la recepción.Cuando tuvo al hombre al habla lepreguntó si había algún Vinnie LeBlancen sus dependencias.

Yo mismo escuché la respuesta, perono me lo creía. Vinnie estaba retenido enla cárcel del condado por un 415, un148 y un 240.

—¡Ah! ¿Ese es el tipo que…? —dijo el conductor.

—Sí, ese es —dijo ella mientrasvolvía a colocar el transmisor—. Yadecía yo que me sonaba el nombre.

—¿Qué está pasando? —dije—.Esos números, ¿qué son?

Los ayudantes volvieron a mirarse eluno al otro con la misma mirada que me

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había estado volviendo loco. Ahora yano me preocupaba.

—Sé que debería acordarme —dije—. Ya hace mucho tiempo de eso.Díganmelo.

—Un 415 es ebrio y alteración delorden público —dijo ella—. Un 148…

—Espere —dije—. Eso esimposible. Vinnie no bebe.

—Un 148 es resistencia al arresto—continuó—. Y un 240 es agresión; eneste caso, agresión a un agente depolicía. Su amigo, el indio que no bebe,ha enviado a un policía de Soo alhospital.

Me eché para atrás en el asiento. Nosupe qué decir. Todo ese día se había

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convertido en una pesadilla.—Mire el lado bueno —dijo ella—.

Por lo menos ya sabe dónde está ahora.

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Hice que los ayudantes dieran la vueltay me llevaran a mi cabaña, luego salté alcamión y aceleré para dirigirme a Soo.Me maldije a mí mismo durante todo elcamino por la M-28. Por encima de mí,las nubes se estaban poniendo másnegras, listas para descargar más nievesobre el mundo. El viento, que insistíasobre el plástico de la ventanilla delcopiloto, insensibilizó la parte derechade mi cara.

Y luego, por supuesto, me di cuentade que había un coche detrás de mí. Unsedan verde, dos hombres en los

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asientos delanteros que me seguían porla M-28, a través de Strongs y Raco,durante todo el camino a lo largo delcondado de Chippewa hasta Soo.

Genial pensé. Ahora me doy cuentade que un coche me está siguiendo.Claro que hoy no tiene demasiadaimportancia. Por una razón: esta es laúnica autopista en todo el condado queva desde el este al oeste. Y una vez quecomienzas en un extremo, no te vas adetener, a menos que realmentenecesites recoger un poco de esacecina de vacuno en el Stop’n Go. Asíque claro que va a haber un cochedetrás de mí todo el camino hasta Soo.Y además, ahora que ya lo han hecho y

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han secuestrado a Dorothy, no hayninguna jodida razón más para que teestén siguiendo.

Pero, aparte de eso, Alex,enhorabuena por tus repentinospoderes de observación.

Mantuve este estupendo estado deánimo durante todo el camino hasta quellegué a Sault Ste. Marie y atravesé elcanal hidroeléctrico que pasa por elcentro de la ciudad. El Edificio delCondado es una enorme caja de zapatosgris; quizá sea el edificio más feo que hevisto en mi vida. Más feo que cualquierotro en Detroit, que podría ser la capitaldel mundo de edificios feos. Seencuentra justo detrás del Palacio de

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Justicia, que es lo bastante atrayentecomo para hacer que el Edificio delCondado parezca una feloníaarquitectónica.

La oficina del sheriff del condado yla comisaría de Policía de Soocomparten el mismo edificio. Cuandoentré en el aparcamiento, vi los cochesdel condado alineados a un lado y loscoches de Soo en el otro. Al lado delaparcamiento había un patio exterior, nomedía más de cuatro metros cuadrados.Había una verja alrededor del patio quehacía que pareciera una perrera, y luegoalrededor de la verja había otra cerca dealambre con unas púas en lo alto. Habíaun hombre sentado en una de las mesas

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de picnic, la nieve estaba tan alta quecubría los asientos. Estaba intentandoencender un cigarrillo en una batallaperdida contra el viento.

Entré por la entrada de la parte delcondado y fui directo a la oficina delsheriff. Si había una recepcionista allíintentando detenerme, ni siquiera mepercaté.

Bill Brandow estaba colgando elteléfono cuando abrí la puerta. Levantóla vista y me miró y luego miró la pilade nieve que tenía en los pies.

—Mira lo que estás haciendo en elsuelo —dijo—. ¿No te enseñó tu madrea quitarte las botas?

—¿Qué tal, Bill?

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—Me imagino que tampoco teenseñó a llamar a la puerta.

—¿Cuándo empezaste a contratarestudiantes de instituto? —le pregunté—. Y mejor aún, ¿cómo es que losenvías juntos? ¿No les pones nunca a tusnovatos compañeros con experiencia?

—Jerry es mayor de lo que aparenta—dijo—. Y Patricia podría ponerte entu sitio sin mover ni un pelo.

—Jerry y Patricia —dije—. Nopuedo creer lo que estoy oyendo.

—Alex, ¿tienes algo más para mí?—Se levantó y rodeó la mesa—. ¿Osolo has venido hasta aquí para criticara mis ayudantes?

Me quedé allí de pie. Volvió a

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devolverme la mirada con ojos fríos ypacientes.

—Bill, ha desaparecido —dije—. Yes por mi culpa.

—Siéntate —me dijo. Cuando no lohice, movió la silla y me la puso detrás—. Siéntate.

Al final me senté. Cerró la puerta desu oficina y se sentó en la mesa, enfrentede mí. Con la puerta cerrada pude oír elviento sonando en las ventanas.

—Su nombre es Dorothy Parrish. Esmiembro de la tribu Bay Mills. Elhombre con el que tú la viste se llamaLonnie Bruckman. ¿Correcto?

—Sí.—Anoche se quedó en una de tus

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cabañas. Esta mañana habíadesaparecido. La puerta no estabacerrada con llave. No había huellas deneumáticos, aunque ella pudo haberseido en una moto de nieve.

—Pudo haber sido secuestrada enuna moto de nieve —dije.

—Secuestrada —dijo—. Bien.Supondremos que se la llevaroninvoluntariamente.

—No tienes que suponerlo —dije—.Es así.

—Vale, Alex, ya te he oído. Ahora tetoca escucharme a mí. —Me miró desdesu mesa, tenía una mano en la cadera yla otra extendida hacia mí como sisuplicara mi atención—. Los estamos

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buscando. A los dos. ¿Vale? Tienes queconfiar en mí. Solo déjanos hacernuestro trabajo.

—¿Dónde vive? —dije.—No —dijo. Me puso la mano

sobre el hombro. Pude sentir la fuerzacon la que me apretaba—. De ningunamanera. No vas a hacerlo.

—Dime dónde vive —dije—. Noaparece en la guía telefónica.

—Tengo a todos mis ayudantesfuera. La Policía Estatal está vigilandolas carreteras. Incluso le he pedido a laPolicía de Soo que nos ayude.

Solté un suspiro largo.—La Policía de Soo —dije—. Esa

es la otra cosa de la que quería hablarte.

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Tienes a un amigo mío en la parte dearriba.

—¿A quién?—A Vinnie LeBlanc. Tus ayudantes

me dijeron que había agredido a unagente de Soo.

—Sí, lo tenemos.—También dijeron que estaba

borracho y que había alterado el ordenpúblico —dije—. Cosa que esimposible. Vinnie no bebe nunca.

—No, creo que fue un simple 415.Alteración pública. Lo vi entrar ayer porla noche. No me pareció que estuvieraborracho.

—¿Entonces por qué me dijeron tusayudantes que estaba borracho?

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—Cometieron un error —dijo—.Confundieron los códigos.

—Es porque es indio —dije—. Si semete en un lío, tiene que estar borracho.

—Por el amor de Dios, Alex.¿Quieres que les llame y que venganpara que les des este discurso? Porquela verdad es que yo, ahora mismo, notengo tiempo para esto.

—Lo siento —dije—. Es solo que…¡Maldita sea! Es igual, ¿dónde estáahora? ¿Puedo verlo?

—Aún está en una de las celdas deretención —dijo—. Andamos un pocojustos de sitio ahí arriba. Si llama a lareserva, vendrán a recogerlo. ¿No creesque en vez de eso, prefiere quedarse en

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esa cárcel?—Por alguna razón, no creo que sea

así —dije—. Tendrías que conocerlo.—Bueno, le dio una buena paliza a

un policía de Soo fuera de servicio —dijo—. Le rompió la nariz y le causóuna conmoción cerebral.

—¿Qué fue lo que pasó?—No estoy seguro. Los tipos de Soo

lo trajeron hasta aquí. Todo lo que sé esque tuvo que ver con un palo de hockey.

—¡Ay Dios! —dije—. ¿Puedesllevarme hasta él?

—Es un arresto de Soo —dijo—.Tienes que pasar por ellos.

—Es tu cárcel, Bill. Lo último quequiero hacer ahora mismo es ver al jefe

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Maven.Por primera vez desde que había

llegado allí, él sonrió.—No te culpo —dijo—. De

acuerdo. Veré si puedo colarte. Noobstante, si Maven se entera, te va acausar muchos problemas.

—Dejemos que lo intente —dije—.El día no puede empeorar más.

Había cuatro celdas de contención en elpiso de abajo, celdas sencillas conbancos a lo largo de las paredes y unsolo inodoro en la pared posterior. Lacárcel del condado estaba en la parte dearriba. Estas celdas eran principalmente

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para sospechosos que esperabancomparecencia, aunque hoy había cuatroo cinco en cada celda.

—¿Qué diablos está pasando aquí?—dije.

—Te lo dije —dijo—. Tenemos unacárcel llena en la parte de arriba.Muchos de ellos son arrestos de Soo,por drogas que llegan por el puente. Yahemos llamado a la prisión del estadode Kincheloe. Van a ver si puedenayudarnos temporalmente.

—¿Dónde está Vinnie?—En la última celda al final del

pasillo —dijo. Caminamos por unpasillo estrecho que pasaba a lo largode las celdas. Por encima de nosotros,

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las luces fluorescentes zumbaban yparpadeaban. No había ninguna otra luz,ninguna conciencia del mundo exterior—. Te agradecería que hablaras con élpara que pague la fianza. La verdad esque no lo necesito aquí, Alex.

—¿Qué fianza? ¿Ya ha comparecidoante el juez?

—Diez mil dólares —dijo.—¡Dios!, Bill.—Mandó a un policía al hospital,

Alex. Todo lo que necesita es una fianzade mil dólares, ya lo sabes.

—¿No llamó a nadie?—No. Ha estado sentado aquí desde

anoche.—Tiene que ser una broma —dije.

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Cuando llegamos a la última celda decontención, lo vi sentado en uno de losbancos, mirando al suelo. No levantó lavista.

—Vinnie —dije.Estaba callado. Había otros tres

hombres en la celda, un par demelenudos sentados juntos en el banco,intentando con todas sus fuerzas noparecer asustados. Un hombre muy alto ymuy feo con ropa de camuflaje apoyadocontra la pared de atrás.

—Vinnie —dije.Nada.—Os dejaré a los dos para que os

pongáis al día —dijo Bill—. Recuerda,si Maven te encuentra aquí, yo no tengo

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nada que ver con esto.—Gracias de todas formas —dije.

Cuando se fue, acerqué una de las sillasplegables que estaban esparcidas por elpasillo y me senté en ella. Miré a Vinnieun buen rato, esperando que hiciera oque dijera algo. No hizo ninguna de lasdos cosas.

—Vale, Vinnie —dije al final—.¿Vas a quedarte aquí dentro todo elinvierno o voy a ayudarte a salir deaquí?

—Voy a quedarme aquí dentro todoel invierno —dijo. Cuando levantó lavista y me miró, vi que tenía un moretónconsiderable debajo del ojo derecho.

—Eso es lo que hacen los indios —

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dijo el hombre que estaba apoyadocontra la pared—. Hacen que losarresten para poder pasar el invierno enla cárcel.

—Gracias por la observación —dije—. Ahora, vete a tomar por culo.

—No estarías hablando así si nohubiera estas barras de por medio.

—Tienes razón, no estaría hablandoasí —dije—. Te estaría metiendo lacabeza dentro de ese retrete.

Sonrió. Su aspecto no mejoró con lasonrisa. El resto del tiempo que estuveallí, estuvo mirándome fijamente con losbrazos cruzados sobre el pecho.

—Vale, dime qué fue lo que pasó —le dije a Vinnie—. ¿Y por qué demonios

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no me llamaste?—¿Qué se suponía que tenía que

decirte?—¿Que te habían arrestado y que

debería venir a buscarte?—No podía hacer eso —dijo.—¿Y qué pasa con la tribu?

Hubieran pagado la fianzainmediatamente, ¿no?

—Ni hablar —dijo—. Nuncallamaría a la tribu para que vinieran apagar mi fianza.

—No, ¡Dios nos libre! —dije—. Seestá tan bien aquí…

—Que no, ¡coño!—Bueno, por lo menos, cuéntame la

historia.

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—¿Qué historia?—¿Qué historia? Qué gracioso. La

historia de cómo te arrestaron.Comienza con cuando te dejé en el barla otra noche y vete paso a paso hasta laparte en la que golpeaste a un policíacon un palo de hockey.

Vinnie soltó un suspiro largo ycansado, se tocó la hinchazón que teníaalrededor del ojo.

—No quería golpear a ese policía,Alex. Ni siquiera sabía que era policía.No llevaba uniforme.

—Entonces, ¿qué pasó?—Se metió en medio, Alex. Yo iba

tras Bruckman.—Espera —dije. Acerqué la silla a

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las barras—. Vinnie, esto es muyimportante. Cuéntame todo lo que pasó.

—Después de que te fueras la otranoche, llevé a un par de tipos a lareserva. Estaba atravesando la ciudad.Hay una gasolinera en la curva; vi aBruckman y algunos de sus amigosllenando los tanques de sus motos denieve.

—Así que tenían motos de nieve —dije—. Pero en el bar no llevaban lostrajes…

—No, aún no se los habían puesto.Solo llevaban chaquetas de piel. Esbastante estúpido, pero no mesorprende.

—Esa mujer joven que viste con

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ellos en el bar, ¿estaba con ellos?—Sí —dijo—. Estaba allí.—Su nombre es Dorothy Parrish.—Lo sé —dijo. Bajó la mirada y

miró al suelo.—¿De qué la conoces, Vinnie? Le

pregunté por ti. Dijo que no te conocíade nada.

Dejó escapar un resoplido. Hubierapensado que era una carcajada, si nofuera porque estaba sentado en unacelda.

—No me sorprende —dijo.—No lo pillo —dije.—Alex, conozco a Dorothy Parrish

desde que era pequeño. Es un par deaños mayor que yo. En el instituto, ella

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era… —Movió la cabeza—. Ante todo,era muy bonita. Y la verdad es que eramuy buena estudiante. Y popular. Todoel mundo la quería. Todos los tipos laperseguían. Bueno, los tipos blancos.Los jugadores de fútbol. Fue la primerachica de la tribu que fue reina de lafiesta de los antiguos alumnos, ¿losabías?

—Entiendo que vosotros dos noandabais juntos.

—No —dijo—. Apenas. En aquellaépoca la reserva era un grupo de chozas.Aún era así cuando viniste por primeravez. Seguramente la viste de ese modo.

—Sí, me acuerdo.—Supongo que las cosas están

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mucho mejor ahora, pero en aqueltiempo… muchos de los otros chicos dela tribu… bueno, era difícil. Pero nopara Dorothy. Ella fue la excepción. Porlo menos cuando estaba en la escuela.

—¿La odiaste por eso?—¿Odiarla? —dijo—. Creo que

Dorothy Parrish fue la primera mujerque he querido en mi vida. Tanto comopuedes querer a alguien cuando tienesdieciséis años y ella ni siquiera sabecómo te llamas. Ni tampoco quieresaber tu nombre. Simplemente le hubierarecordado de dónde procedía, dónde seiba a su casa cada noche. No podíaesperar a graduarse e irse de la ciudad.

—¿Por qué crees que volvió? —

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dije.—No puedo imaginarme el porqué

—dijo—. Ella odia este sitio con todassus fuerzas. No había vuelto a verlahasta la otra noche.

—Vinnie —dije—. Ella vino hastael Glasgow. Me estaba buscando.Quería que la ayudara a huir deBruckman.

Me miró sin decir nada.—Anoche se quedó conmigo —dije

—. Quiero decir, se quedó en una de lascabañas. Esta mañana, ella no estaba.Creo que Bruckman se la llevó.

Cerró los ojos.—¡Oh, no! —dijo—. ¡No, por favor!—¿Qué pasó con Bruckman? Dijiste

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que lo viste en la gasolinera.—Sí —dijo—. Dorothy estaba

sentada en una de las motos de nieve.Estaba justo debajo de una de lasfarolas. Pude verle la cara. Parecía quetenía mucho frío allí sentada. Estaba tantriste… Bruckman se acercó a ella ycomenzó a chillarle. No pude oír lo quele estaba diciendo, pero ella comenzóa… ¡Dios, Alex! Ella solo se encogía. Yluego la empujó y la tiró detrás de lamoto de nieve. Ella se levantó y entró enla tienda que hay al lado de lagasolinera. Cuando salió, todos los tiposestaban preparados para irse. Se quedóallí de pie enfrente de la puerta duranteun largo momento y luego se subió en la

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parte de atrás de la moto de nieve deLonnie y se fueron. Así que los seguí,Alex. No sé por qué. Es solo que teníaque hacerlo. No podía dejarlo. Jimmy yBack estaban en la parte de atrás de micoche, pero estaban completamenteinconscientes. Seguí a Bruckman y a supandilla más allá de la curva. Conducíanjusto al lado del camino, así que fuefácil. Cogieron un sendero a la derechaque va hacia el oeste, así que los perdídurante un rato. Pero sé que ese senderovuelve a dar a la carretera, a la ThreeMile Road. Así que seguí dirigiéndomeal oeste para esperarlos. Y luego vi susmotos de nieve aparcadas enfrente del Cappy’s, ya sabes, ese lugar pequeño

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que está en la frontera. No los vi, asíque me imaginé que estaban dentro,entrando en calor. Aparqué el coche,esperé un rato. Pensé en entrar dentro,pero luego pensé que me reconocerían.Bueno, acababa de jugar al hockey conellos y luego me vieron en el Horns Inn.Así que me limité a esperar.

Cuando dejó de hablar, la celda sequedó en silencio, solo se escuchaba elsonido de las luces zumbando porencima de nosotros. Sus trescompañeros de celda estabanescuchando atentamente, incluso elSeñor Simpático apoyado en la pared.Este era todo el entretenimiento quetendría durante todo el día. Acerqué la

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silla a las barras.—Discúlpennos, caballeros —dije.El Señor Simpático escupió al

suelo.—Así que esperaste —dije bajando

el tono de voz—. Y luego, por finsalieron.

Ya sé cómo acaba todo esto, pensé.Ellos salen, Bruckman le vuelve apegar, Vinnie coge un palo de hockeypara golpearle y un policía de Soofuera de servicio intenta detener lapelea. Y ahora está en prisión. Pero esono fue lo que él me contó.

—Él salió solo —dijo Vinnie—, sequedó allí de pie y se fumó un cigarrilloen el aparcamiento. Y luego apareció

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Juno.—¿Quién es Juno?—Juno es mi primo. Por parte de mi

padre. Ha tenido muchos problemasdurante toda su vida, Alex. Se ha metidoen un montón de líos. Pasó un tiempocorto en la cárcel hace un par de años.¡Demonios! Estoy seguro de que estuvoaquí sentado en esta celda más de unavez. Bueno, a lo que vamos. Aparece yBruckman se va hacia su coche. Junobaja la ventanilla y veo que Bruckman leda algo. Era bastante obvio lo queestaban haciendo. Así que Juno se va deallí y se dirige al oeste por la ThreeMile Road, el camino que va a lareserva. Bruckman sigue allí de pie.

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Hace un frío que pela, pero parece queno le importa, aunque solo tiene puestala chaqueta de piel. No estaba seguro dequé hacer después, pero Jimmy y Backestaban aún roncando en la parte deatrás del coche así que pensé queseguiría esperando y vería lo quepasaba.

Se detuvo y volvió a estar todo ensilencio, sus compañeros de celda aúnlo observaban. No dije nada. Tan soloesperé a que encontrara las palabrasexactas para contarme lo que habíasucedido después.

—Así que lo que pasa es queBruckman entra en el bar unos minutos yluego vuelve a salir. Se fuma otro

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cigarrillo y se queda allí en elaparcamiento. Y Juno vuelve. No habíanpasado más de treinta o treinta y cincominutos desde que se había ido. Eltiempo justo para ir a la reserva yvolver. Esta vez, cuando Bruckman seacerca a la ventanilla de Juno, es Juno elque le da algo. Creo que era dinero.Bruckman le estaba dando drogas y Junolas estaba llevando a la reserva. Asíque… —Vinnie espiró y tragó—. Asíque empecé a volverme loco. Es miprimo y está llevando drogas a lareserva. Y Bruckman es el tipo que leestá dando las drogas, Alex. Eso es loque de verdad me dolió. Mi propioprimo, Alex.

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Su voz se volvió irregular.—¡Maldita sea! El hijo del hermano

de mi padre, es… No podía soportarloAlex. Y luego Dorothy salió del bar y sequedó debajo de la farola, al lado de lapuerta. Un segundo fuera y ya parecíaque volvía a tener frío. Y Bruckmanchillándole por algo. Así que Dorothyvolvió a entrar. Pero esa mirada en sucara… Es el único miembro de la tribu,la única chica de toda mi puta tribu queencontró un modo de salir de aquí yahora está aquí de vuelta con estegilipollas que vende drogas a nuestragente. Como si no estuviéramos pasandoya por un momento bastante difícil,Alex. Como si ya ni siquiera tuviéramos

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ni la más mínima oportunidad.—Está bien —dije.—Así que perdí el control, Alex. Fui

a por él.—Lo entiendo.—Cogí mi palo de hockey y fui a

por él. En dos segundos llegaron todossus amigos. Creo que ya estabansaliendo del bar cuando pasó todo esto.Di unos cuantos golpes, pero luegoalguien se abalanzó sobre mí.

—Y luego los policías intentarondetener la pelea, ¿se identificaron?

—No lo sé —dijo—. No meacuerdo. Supongo que allí había dospolicías de Soo fuera de servicio. Yosolo giraba, Alex. No me importaba a

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quién golpeara.—¿Y qué me dices de Bruckman y

sus amigos? ¿Los policías te arrestarony dejaron que él se fuera?

—¿Por qué iban a arrestarlo a él? —dijo—. Yo fui el que los atacó.

—¿No les dijiste que estabavendiendo drogas?

—Después de golpear al policía enla cara con mi palo de hockey, ¿voy adecirle lo que tiene que hacer?

—Así que se fueron.—Sí.—Así que más tarde, esa noche,

Dorothy se escapa. Y luego él lapersigue.

—Si le pasara algo, Alex… Que

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Dios me ayude. Lo mataré.—No digas nada —dije—. Ahora

vamos a sacarte de aquí.—Ya te lo dije, no quiero que la

tribu pague mi fianza.—Conozco a un fiador —dije—. De

hecho, creo que vamos a ser susprimeros clientes.

—No tienes que hacerlo, Alex.—Sí que tengo —dije. Me levanté y

aparté la silla—. Necesito que meayudes a encontrarla.

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7

Había un teléfono público en elvestíbulo con una guía de teléfonos en laestantería que había debajo. No teníacadena. Con la Policía de la ciudad porun lado y los ayudantes del sheriff delcondado por el otro, me imagino quepensaron que nadie la robaría. Busqué elnúmero y lo marqué, negando con lacabeza. Esto es un error, pensé. Hay unfiador en Mackinac. Podía estar aquíen una hora y media.

«Ha contactado con Leon Prudell»,dijo la voz. «Ahora mismo no puedoatenderle. Si necesita mis servicios, por

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favor, deje un mensaje. Intentaréponerme en contacto con usted lo antesposible. Si es una emergencia, por favor,intente llamarme a este busca…». Luegodio un número 800 con nueve dígitos.Tuve que darme mucha prisa paraescribirlos.

Colgué el teléfono y me dije a mímismo que esta era la últimaoportunidad que tenía para cambiar deopinión, y luego marqué el número delbusca de Leon. Aporreé las teclas delteléfono público y luego volví a colgar.Tardó menos de un minuto en sonar.

—Al habla Leon Prudell —dijo—.¿Puedo ayudarle?

—Prudell, soy Alex McKnight.

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Necesito un fiador.—¡Alex! —dijo—. ¡Coño! ¡Este

número funciona! ¡Eres el primero enllamar! Me llamas para decirme que hasreconsiderado la idea de la sociedad, ¿aque sí?

—Tan solo ven a la cárcel delcondado —dije—. Necesito una fianzade diez mil dólares. Puedo sacarlo conmil, ¿no?

—Sí, el diez por ciento —dijo.—¿Cómo consigues el dinero? —

dije—. Quiero decir, ¿de dóndeproviene ese dinero?

—Ya te lo dije antes. Estoy asociadocon una empresa de seguridad. A tiempoparcial por ahora. Esta será mi primera

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fianza. Y escucha, no necesito querellenes todos los papeles. Después detodo, eres mi socio.

—No soy tu socio —dije—. ¿Cuántotiempo tardarás en llegar?

—Bueno, ahora mismo estoy en miotro trabajo —dijo—. Pero por ti, lodejaré todo. ¿Para qué están los socios?

—No soy tu socio —dije—. Prudell,maldita sea. Solo ven.

—Ya estoy de camino, socio —dijo.Y colgó.

Golpeé el teléfono contra el gancho.La recepcionista me echó una mirada yluego siguió escribiendo a máquina.

Me senté en una de las duras sillasde plástico del vestíbulo, miré la

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portada de la revista, Michigan Out OfDoors, de hacía unos dos años. Cogíotra, Field and Stream, que tenía solo unaño y medio. No tenía humor para leer.Me levanté y salí afuera, cerrándome elcuello del abrigo mientras me dirigía alaparcamiento. Era esa clase de frío quese mete en los huesos y que te hacequerer dormir hasta abril. Ahora lanieve estaba cayendo fuerte. Habíancaído algo más de quince centímetrosdesde esa mañana.

Me quedé allí fuera y miré cómocaía la nieve, esperando a que Prudellapareciera con la fianza.

—Disculpe, ¿señor McKnight?Me di la vuelta. Era un oficial de

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policía de Soo sujetando la puerta paramantenerla abierta.

—¿Puede entrar un momento, señor?—dijo—. El jefe Maven quiere verle.

—Dígale que si quiere verme —dije—, puede venir aquí fuera.

El policía no dijo nada. Tan solo sequedó allí con la puerta abierta; cadaaliento se convertía en vaho en el aireglacial. El aspecto de su cara me decíaque no le pagaban lo bastante como paratener que aguantar eso.

—Ya voy —dije al final—. No megustaría defraudar al jefe Maven.

—Gracias, señor —dijo, mientrassujetaba la puerta para que yo entrara.

—¿Y dígame, cómo es trabajar para

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él?—Ni se lo imagina —dijo. Me

condujo al interior del edificio, hasta laoficina municipal.

Había otro pequeño vestíbulo al otrolado de la puerta con cuatro sillas deplástico. Aparentemente, cuando lassillas del vestíbulo de la parte delanterase rompían y eran bastante inestables,las pasaban para aquí. Las revistastambién, después de que hubieranpasado al menos tres años. Era el tipode sitios que te hacían querer volver afumar.

El oficial me dejó allí. Me senté enuna de las sillas durante unos minutos.Ya has estado aquí antes, me dije a mí

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mismo, y ya sabes cómo funciona. Eneste momento, Maven está sentado ensu oficina, probablemente con los piesencima de la mesa y leyendo elperiódico. Esperarás aquí una horamientras él se dará un pequeño aire degrandeza. Luego cuando seas amable ydelicado te llamará para que entres eintentará darte mil vueltas.

Hoy no. No después de todo lo quehe pasado en estos últimos dos días.

Me levanté, fui a la puerta y la abrí.Maven estaba hablando por teléfono. Memiró como si acabara de atravesarle unalanza por el pecho.

—¿Quería verme, jefe? —dije.—Maldita sea, McKnight. ¿Qué le

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pasa? —No había cambiado nada desdela última vez que lo había visto. Era unviejo policía duro como otros miles quehabía conocido. Pelo ralo, bigote, unacara curtida que había visto demasiadosinviernos duros. Era un cabrón feo, perolo compensaba con su personalidadencantadora.

Me senté en la silla que habíadelante de su escritorio.

—Ando mal de tiempo —dije—.Tiene cinco minutos.

—No me lo puedo creer —dijo—.Lo siento —dijo al teléfono—. Me haninterrumpido bruscamente. Voy a tenerque llamarte después… Sí… Sí, lo haré.Sí. Ya he dicho que sí. Vale. ¡Adiós!

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Colgó de un golpe el teléfono y memiró.

—¿Le ha dicho alguien que puedeentrar aquí sin llamar antes a la puerta?

—Sabe, creo que ya me he dadocuenta de por qué siempre está de tanmal humor —dije.

No dijo ni una palabra. No pestañeó.—Mire este sitio —dije. Su oficina

eran cuatro paredes de hormigón. Sinventanas. Sin ninguna foto ni objetopersonal sobre la mesa—. Acabo deestar unos minutos en la cárcel —dije—.Y tengo que decirle que allí se estámucho mejor que aquí.

—Eso es por lo que quería verle —dijo—. ¿Qué ha estado haciendo en la

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cárcel?—Estaba visitando a un amigo.—Ese amigo suyo no será Vinnie

LeBlanc, ¿verdad?—Ese es.—¿Quién le dijo que podía verle?

Está detenido por la autoridadmunicipal.

—Sí —dije—. Pero es la cárcel delcondado.

—Eso no significa una mierda,McKnight. La próxima vez que visite aalguien que se encuentre bajo micustodia sin preguntarme a mí primero,voy a enviarle a la celda de al lado. ¿Loentiende?

—¿Por qué lo arrestaron? —dije.

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—¿Está bromeando?—¿Por qué?—Bueno, veamos, ¿porque asaltó a

un oficial de policía? ¿Porque le rompióun puto palo de hockey en su puta nariz?¿Necesita más motivos?

—Estaba persiguiendo a un hombrellamado Lonnie Bruckman —dije—. Unhombre que estaba vendiendo drogas aotro indio. ¿También se trajo aBruckman? ¿Acaso le preguntó? ¿Acasosus hombres se dieron cuenta? ¿O soloescogieron al indio y se lanzaron sobreél?

—Esto no tiene nada que ver conusted —dijo—. Sabemos lo deBruckman. Nosotros ya nos estamos

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encargando de eso.—¿Quién es «nosotros»? —dije—.

El condado lo está buscando. Anochesecuestró a una mujer.

—Lo sé —dijo—. Sé todo acercadel tema.

Me eché para atrás en la silla y loexaminé.

—Ocurrió en Paradise —dije—. Nohay ninguna razón por la que usted tengaque estar involucrado en esto.

—¿Quiere encontrarla o no? Elcondado necesita toda la ayuda posible.

No dije nada.—Además —continuó Maven—,

Bruckman vive en Soo.Ya lo tengo, pensé. Tenía que

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soltarlo, tan solo para mostrarpoderío.

—Claro —dije—. Dorothy tambiénvivía allí.

—Naturalmente —dijo.—Bill me lo contó. Ese sitio en…

—Dejé la frase en el aire.Maven simplemente movió la

cabeza.—Buen intento, McKnight. Como le

dije, esto no tiene nada que ver conusted.

—Ella estaba en mi cabaña —dije—. Él se la llevó de mi cabaña.

Ahora era él el que se echaba paraatrás en la silla.

—Sí, sobre ese tema… —dijo—.

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Déjeme ver si lo entiendocorrectamente. El último tipo que ustedestaba protegiendo acabó en el fondodel lago Upper. Ahora, esta mujer llegahasta usted y le pide que la proteja yusted la deja sola en una cabaña demadera en el bosque para que suexnovio pueda venir y secuestrarla enmedio de la noche. ¿Estos datos soncorrectos?

Solo lo miré.—Tengo una cosa que decirle,

McKnight. Le pido a Dios que al menosles esté haciendo un buen descuento atodas esas personas.

—¿Ha acabado? —dije.—He acabado —dijo—. Ahora,

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váyase a casa y manténgase alejado detodo esto. Deje que los policías deverdad hagan el trabajo.

Luego, cogió el teléfono y esperó aque me fuera. Sin más.

Me levanté y me fui. No había nadaque pudiera decirle, lo único que podíahacer era ir hasta su mesa yestrangularlo. Simplemente lo dejésentado allí, salí y cerré la puertacuando me fui.

Caminé varias veces por el pasillo,de un lado al otro; ni siquiera estabaseguro de si estaba enfadado oconfundido. Todo aquel intercambio conMaven me había resultado sospechoso.Aparte de todo lo que me esperaba: los

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insultos, el darme largas y la aparienciade un tipo duro; había algo más. Pero nopude averiguar lo que era.

Cuando volví al vestíbulo de la partedelantera, vi a Leon Prudell entrandopor la puerta, sacudiéndose la nieve desu pelo pelirrojo. Llevaba puesto unabrigo roto que parecía que era de dostallas menos de la que él necesitaba.Probablemente le había valido cuandolo llevaba en el instituto hacíaveinticinco años.

—Alex —dijo cuando me vio—.Voy a la oficina. Aquí mismo tengo lafianza.

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—¿Cómo has llegado tan rápido? —dije.

—Ya estaba en la ciudad —dijo yluego, después de un buen rato—, tengoun trabajo nuevo. Al menos para elinvierno.

—¿Sí?—Vendo motos de nieve —dijo.—¡Ay Dios! —dije.—En verano probablemente tenga

que vender motores fuera borda. ¿Quépuedo decir? Es un trabajo.

—Lo sé —dije—. Porque te quité tuantiguo trabajo de investigador privado.Ya hemos pasado antes por esto.

—No, no —dijo—. Eso es aguapasada. Ahora somos socios.

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Miré al techo.—Prudell…—Estamos perdiendo el tiempo —

dijo—. Tengo que pagar la fianza de tuhombre. Vincent LeBlanc, ¿no? Cargosmunicipales, ¿no?

—Sí —dije—. Ve a sacar su culo deallí mientras yo voy a buscar el baño.

Se fue por su lado mientras yoencontraba el lavabo para hombres.Entré y me encontré a Bill Brandow depie en un urinario. Me puse a su lado.

—Estás teniendo un día duro —medijo sin mirarme.

—Bill, ¿qué es lo que pasa?—¿Qué quieres decir? —Seguía sin

mirarme.

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—Algo no marcha bien aquí. Mavense está comportando de una manera rara.Tú te estás comportando de manera rara.

—No me di cuenta de que me estabacomportando de una manera rara —dijo—. No es el mejor día para comportarseasí.

No supe qué más decir. Hice lo míoy él hizo lo suyo y luego se lavó lasmanos y se fue.

Volví al vestíbulo y miré la nieve por laventana de la parte delantera. Caía encopos tan grandes como bolas dealgodón. Cuando al final me di la vuelta,Prudell estaba sacando a Vinnie por la

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puerta de las celdas de retención. Vi unmoretón púrpura bastante grande en lamejilla derecha de Vinnie que no habíavisto antes.

—El juicio es en una semana —dijoPrudell—. Confío en que usted venga aljuzgado.

Vinnie lo miró sin decir nada.—Por favor, no me haga ir a

buscarle —dijo Prudell.—Yo estaré aquí —dije—. No te

preocupes por eso.—Eso me basta, Alex —dijo—. Lo

dejo en tus manos.—¿Oíste eso, Vinnie? —dije—.

Ahora, tú estás en mis manos.Vinnie simplemente se quedó allí de

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pie pareciendo afligido.—Vale, socio —dijo—. ¿Y ahora?—¿Qué quieres decir con eso de «y

ahora»?—Tenemos trabajo que hacer —dijo

—. Tenemos siete días para demostrarsu inocencia.

—No es inocente —dije—. Lerompió un palo de hockey en la nariz deun oficial de policía.

Prudell miró alrededor del vestíbuloy se sobresaltó.

—Por Dios, Alex. Baja la voz.—No es un secreto —dije—.

Pregúntale.Prudell miró a Vinnie, esperando una

reacción. No obtuvo ninguna.

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—Vale —dijo—. Vale. Pero aún así.Tuvo que haber circunstanciasatenuantes. ¿Había testigos?

—¿Podemos dejar de hablar de mícomo si yo no estuviera aquí? —dijoVinnie finalmente—. ¿Y podemoslargarnos ya de aquí de una maldita vez?

Los tres salimos hacia los copos denieve. Ya tenía que haber veintitréscentímetros de nieve en el suelo. Llevé aVinnie hasta mi camión, levantandonubes de polvo blanco a cada paso quedábamos. Leon nos siguió.

—¿Qué es lo que debo hacer? —dijo—. Dame algo.

Me detuve al lado del camión ypensé en todas las cosas que Prudell

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podía hacer. Y luego me sentí mal,porque el hombre acababa de hacermeun favor.

—¿Quieres hacer algo?—Cualquier cosa, Alex. Déjame

ayudarte.—Hay un hombre llamado Lonnie

Bruckman —dije. Le resumí lo quehabía pasado. El partido de hockey, elencuentro en el bar más tarde. Dorothybuscándome para que la ayudara. Yluego Bruckman llevándosela por lanoche.

—Creo que vive aquí, en Sault Ste.Marie —dije—. O por lo menos, vivíaaquí. Estoy seguro de que ahora ya noestá aquí. Pero si pudieras averiguar

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dónde está ahora, eso me ayudaría.—Dalo por hecho, Alex. Estoy en el

caso.—Vale, bien.—Te llamaré con un informe —dijo.—Bien —dije.—Encontraré el lugar —dijo—.

Puedes contar con eso.—Vale —dije—. Ve y encuéntralo.Por fin se fue.—¡Eh! Y gracias —dije— por la

fianza.—¿Para qué están los socios? —

dijo. Luego desapareció, arrastrando lospies por la nieve hasta llegar a su coche.

Vinnie y yo nos metimos en elcamión y esperamos a que la calefacción

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caldeara el habitáculo, nuestro alientoempañaba el parabrisas.

—¿Por qué le contaste a ese tío loque había pasado? —dijo Vinnie—. Esun idiota.

—Ese idiota te acaba de sacar de lacárcel —dije—. Además, ¿qué tenemosque perder? Puede averiguar dóndevivía Bruckman, aunque tenga quemolestar a todo el mundo en la ciudad.

Vinnie movió la cabeza. Salí delaparcamiento y me dirigí al sur, hacia la M-28. Las nubes grandes y la nieveapagaban la luz del mediodía y le dabanuna calidad de ensueño a todo lo queveíamos. En cualquier otro día, hubieradado tranquilidad.

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—¿Cuándo vas a arreglar estaventana? —dijo Vinnie. Se envolviófuerte en su abrigo mientras el vientoazotaba el plástico transparente.

—Seguro que tienes un montón dequejas de un hombre que acaba de pagartu fianza —dije.

—No te pedí que pagaras mi fianza—dijo—. Deberías haberme dejado allí.

—No empieces de nuevo con eso —dije—. Empieza a hablar. ¿Qué mássabes de Dorothy Parrish?

—Ya te lo conté todo.—¿Y qué me dices de sus

familiares? Miré en la guía de teléfonos.En la reserva hay unas treinta personasque se apellidan Parrish.

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—Esa es su familia —dijo—. Todosviven allí.

—Eso ya lo sé —dije—. ¿Y qué hayde sus familiares cercanos? ¿Qué medices de sus padres? ¿Conoces a suspadres?

Vinnie dudó. Miró la nieve por laventanilla de plástico mientras nosabríamos paso a través de ella.

—Sí —dijo finalmente—. Conozcoa sus padres.

—¿Aún viven en la reserva?—Sí —dijo.—Bien, empezaremos por allí.Vinnie asintió lentamente con la

cabeza.—Vale —dijo—. Empezaremos por

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allí.Nos dirigimos al oeste, hacia la

reserva. No podía ir a más de cincuentakilómetros por hora por culpa de lanieve. No había muchos coches en lacarretera, pero me di cuenta de que uncoche nos estaba siguiendo a lo largo detoda la M-28. Por un momento, volví apreguntarme si alguien me estabasiguiendo. Volví a maldecirme a mímismo por ser lo bastante estúpidocomo para preguntármelo.

Cuando giramos hacia el norte parasubir a la reserva, el coche siguió haciael oeste, hacia Paradise. ¿Ves, Alex?,pensé, te vas a volver loco si siguespensando así. ¿Por qué demonios iba a

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estar nadie siguiéndote?

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La reserva Bay Mills está justo al nortede la ciudad de Brimley, en la orilla dela bahía de Whitefish, donde comienza aestrecharse en el río St. Mary. La tribues tan solo una de las muchas quecomponen los ojibwas, o los chippewas,como los llaman los blancos. Hubo untiempo en el que, cuando entrabas con elcoche en la reserva, solo veías pequeñaschozas destartaladas. Pero con el dineroque entraba en el casino de Bay Mills,las chozas habían desaparecido de lareserva. Ahora solo había ranchos conjardines, entradas asfaltadas y buzones

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decorados. Si no vieras el letrero a laentrada, no sabrías que estás en unareserva. Tan solo pensarías que estás enotra subdivisión moderna.

—¿Dónde está la casa? —dije.Vinnie había estado callado casi

todo el viaje, adormilado, apoyado enun lado, a pesar del ruido que hacía elplástico. Se movió y me dijo quesiguiera por el camino principal hacia elnorte, hasta llegar al final de la reserva.

Pasamos al lado del casino de BayMills, el más grande y el más nuevo delos dos casinos de la reserva, luegopasamos el centro de salud y después eloriginal casino Kings Club. Más tarde elgimnasio y la universidad pública; más

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frutos del negocio del casino. Un pocomás adelante, vimos a unos cuantosniños bajando con el trineo el caminoque conducía al cementerio en la colinaMision Hill.

Vinnie señaló una casa a laizquierda. Aparqué en una entrada dondeacababan de quitar la nieve. En el garajeabierto, había un soplador de nieve aúncubierto con nieve ligeramentederretida. Vinnie fue a la puertaprincipal y llamó. Estaba detrás de él enel porche cuando el señor Parrish abrióla puerta.

—Señor Parrish, me alegro de verle—dijo Vinnie—. ¿Se acuerda de mí? Minombre es Vinnie LeBlanc.

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—Vinnie —dijo el hombre—. Porsupuesto. Conozco a muchos primostuyos. Los veo en la universidad.

—Señor Parrish. Este es AlexMcKnight. ¿Cree que podría hacerlealgunas preguntas? Es acerca deDorothy.

El señor Parrish me miró porprimera vez con perspicacia. No dijonada.

—Por favor, señor Parrish —dije—.No tardaremos mucho. Es muyimportante.

—Muy bien —dijo. Abrió la puertade par en par y nos dejó pasar. Despuésde limpiarnos la nieve de las botas,entramos en la casa. Era un lugar bonito,

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agradable y limpio, decorado de manerasimple. Encima del sofá había un cuadrode una grulla. Según la mitologíaojibwa, una grulla vino a esta zonadonde las aguas del lago sedesplomaban sobre los rápidos del ríoSt. Mary, puso sus huevos y luego trajo alos ojibwa al mismo lugar para que seasentaran allí.

Cuando la señora Parrish entró en lahabitación, pude ver la cara de Dorothyen la suya. Los mismos ojos, la mismaboca. Vinnie me la presentó y le estrechéla mano. Nos ofreció un café.Rechazamos la invitación. Cuando sesentaron juntos en el sofá, el señorParrish me miró a los ojos durante un

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momento. La señora Parrish escogió unlugar al borde de la mesa de café y sesentó, mirándola fijamente. Ninguno delos dos podría tener cinco años más queyo. Cuando conocí a Dorothy porprimera vez, me dije a mí mismo que eralo bastante mayor como para ser supadre; tenía razón.

—Sé que este tiene que ser unmomento muy difícil —dije. Estabasentado en un sillón y Vinnie en otro. Latelevisión estaba entre nosotros—.Quiero decir, supongo que saben todo loque ha pasado.

—Hoy recibimos una llamada de laPolicía Tribal —dijo el señor Parrish.Recientemente le habían otorgado a la

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Policía Tribal poderes derepresentación del sheriff del condadode Chippewa, así que tenía sentido queellos se encargaran de la conclusión deesto—. Entendemos que Dorothy hadesaparecido.

—Anoche se quedó en mi cabaña —dije. La señora Parrish me mirórápidamente y luego bajó la vista yvolvió a mirar a la mesa de café—. Porfavor, no me malinterpreten. No estuvoen la misma cabaña que yo. Seis de lascabañas que hay en Paradise son mías.Dorothy vino hasta mí y me pidió ayuda.Le dejé que pasara la noche en una delas cabañas de invitados. Esta mañana,ella había desaparecido.

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El señor Parrish asintió con lacabeza.

—No puedo evitar sentirmeresponsable —dije—. Yo mismo fuipolicía. Si volviera atrás, sé que deberíahaber hecho más para ayudarla en elmomento. Tendría que haber llamado ala oficina del sheriff o a los servicios deprotección.

El señor Parrish levantó las manosde sus rodillas y luego volvió a bajarlas.

—Me gustaría ayudar en lo que sea—dije—. ¿Se les ocurre algún sitiodonde pudiera estar ahora mismo?

¿Algún lugar donde este Bruckmanse la pudiera haber llevado?

—No conozco a ese Bruckman —

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dijo.—¿Nunca lo ha visto?—No —dijo—. Hace años que no

veo a Dorothy.No supe qué decir después.—Quiere decir —dije finalmente—

que ella estuvo aquí con él estos últimosmeses, ¿pero que usted nunca la vio?

—No —dijo.—Pero seguro que sabía que ella

estaba por aquí.—No —dijo—. No hasta que la

Policía llamó esta mañana.Solté un largo suspiro y aparté la

vista. Y luego la vi, en un conjunto deestanterías en la cocina, una foto de unaniña de unos siete u ocho años. Con

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coletas y sin paletas. Tenía que serDorothy. Miré por el resto de lahabitación, pero no pude ver ningunaotra foto de ella.

Un silencio frágil se instaló en lacasa. Solo se escuchaba el sonido débilde la nieve pegando contra las ventanas.Vinnie estaba sentado en la silla igual decallado que los Parrish.

Me aclaré la garganta.—¿Hay algo en lo que puedan

pensar? —dije—. ¿Cualquier cosa quepudiera ayudarme a encontrar a su hija?

—Me temo que no —dijo el señorParrish.

—¿Puedo darles mi nombre y minúmero por si acaso tienen alguna

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noticia de ella?—Sí —dijo.Les pedí papel y un bolígrafo y

luego escribí los datos. Tuve unasensación horrible de que lo que estabahaciendo era completamente inútil.

—Siento haberles robado su tiempocon esto —dije—. Espero que esto… —Busqué las palabras adecuadas. Ya nisiquiera podía pensar con claridad—.Espero que todo esto salga bien.

—Gracias —dijo. Le estreché lamano al señor Parrish y luego a laseñora Parrish. No había dicho ni unapalabra desde que nos había ofrecido elcafé.

Cuando salimos afuera, ya era de

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noche y aún nevaba. El día habíapasado.

Arranqué el camión y puse lacalefacción. Habíamos estado dentro tanpoco tiempo que no tardó mucho encalentar. No me apetecía hablar, así quepasamos en silencio la mayor parte delcamino de vuelta a Paradise.

—Oye, ¿y tu coche? —dijefinalmente—. ¿Dónde está?

—Estoy seguro de que mi primo selo llevó de vuelta a mi casa —dijo.

Asentí con la cabeza. Hubo mássilencio. Un ciervo brincó por la nieve ycruzó la carretera delante de nosotros.

—Vale —dije—. ¿Qué demonios eslo que ha pasado?

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—¿Qué quieres decir?—Los Parrish. ¿Por qué se estaban

comportando de esa manera tan rara?—¿Que se comportaban de manera

rara?—Venga hombre —dije—. Acaban

de secuestrar a su hija y apenas pudeconseguir que pestañearan.

—Alex —dijo—. No lo entiendes.—¿El qué no entiendo?

Explícamelo. Empieza con cómopudieron pasarse tantos años sin sabernada de su hija. Pensaba que la familialo era todo para vosotros.

—Y así es —dijo—. Pero tienes quecomprender cómo es mi gente. Sabes,cuando era niño, mi madre solía

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preguntarme si quería ir al dentista. Ellano me decía que iba a ir, me preguntaba.Yo normalmente decía que no y no iba.¿Eso te parece raro?

—Sí —dije—. Pero ¿eso qué tieneque ver?

—Los ojibwa no son partidarios demeterse en la vida de nadie. Ni siquieraen la vida de sus propios hijos. Elloscreen que cada cual tiene que elegir supropio camino en la vida. Aunque sea elcamino incorrecto.

—Eso no explica nada —dije—.Vinnie, la han secuestrado, ¡por el amorde Dios! ¿No debería importarles?

—Por supuesto que les importa —dijo—. ¿Qué querías que hicieran? ¿Qué

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se derrumbaran y que empezaran a llorarpara ti? No muestran sus emociones así,y menos delante de un extraño. Ytampoco van a pedirte que les ayudes.

—No, claro que no —dije—. No aun forastero.

—No —dijo—. No a un forastero.Los ojibwa no se comportan de esamanera.

—No, ¿eh?—No —dijo—. Y eso es todo lo que

puedo decir.—Vinnie, ¿sabes qué?—¿Qué?—Todo eso es una gilipollez. Todo

lo que acabas de decir.—Siento que no te guste.

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—No son extraterrestres del jodidoespacio exterior —dije—. Son sereshumanos. Su hija tiene problemas. Sejuntó con un tipo malo. Y ahora tiene unproblema muy grande. Incluso podríaestar muerta. Perdón por esperar queparecieran un poco más preocupadospor eso.

—Perdón porque ellos no lo hayanmostrado de una manera aceptable parati —dijo—. Nosotros somos distintos.Es así de simple.

Debería haber parado justo ahí.Estaba agotado. No sabía lo que estabadiciendo en ese momento. Pero seguí.

—Bueno y ¿qué es eso de este«nosotros»? Ni siquiera pensaba que

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siguieras siendo un indio. Te marchastede la reserva. Ya no te relacionas conellos excepto para jugar al hockey unavez a la semana.

—Te estás pasando, Alex.—¡Ah! Es verdad, cuando sales con

esos blancos a cazar, vuelves a serCielo Rojo. Entonces, eres un indio. Ocuando intentas explicarme cómo actúanlos ojibwas. Supongo que lo abres y locierras como un grifo, ¿eh? Eres unindio cuando te conviene y cuando no, locierras. Dios no quiera que tu tribu teayude cuando estás sentado en la cárcel.Ni que ni siquiera sepan que estás allí.

—¿Todo esto es por eso, Alex?¿Estás enfadado conmigo porque

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pensaste que tenías que venir a pagarmela fianza? ¿Quieres que te devuelva tusmil dólares? Te los daré. Mañana por lamañana estaré delante de tu puerta.

—Que te den —dije. Cogí el volantecomo si quisiera arrancarlo—. Deberíahaberte dejado allí. Pensaba que soloestaba intentando ser tu amigo. Perosupongo que no puedo ser tu amigo,¿verdad? Para ti siempre seré unforastero.

Vinnie no dijo nada más. Yotampoco. No hasta que llegamos aParadise y me metí en el aparcamientodel Glasgow Inn.

—Voy a coger algo para comer —dije—. ¿Vienes? —Era lo más parecido

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a una reconciliación que podíaconseguir de mí.

—No gracias —dijo—. Irécaminando a casa.

—Es un camino muy largo —dije.—No para mí —dijo.—Otra cosa india.—Vete a tomar por culo.—Que tengas una buena noche —

dije. Salí del camión y miré cómocaminaba por la carretera principal endirección a su cabaña. Algo más de treskilómetros por la nieve. Moví la cabezay entré en el bar.

Me senté solo en el bar y cené algocon un par de cervezas canadiensesfrías. Por la cara que tenía, Jackie supo

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que era una noche para dejarme solo. Lomismo hicieron un par de tipos con losque juego asiduamente al póquer queestaban sentados al lado del fuego.

Pensé en lo que había pasado en lasúltimas veinticuatro horas. No megustaba nada de lo que había hecho.Había sido lo bastante estúpido comopara haberla dejado sola en la cabaña.Luego me había pasado todo el día comoel perro que se muerde la cola,preguntándome por qué todo el mundo ami alrededor se estaba comportando demanera extraña.

La razón por la que se estáncomportando de manera extraña, Alex,es porque te estás engañando a ti

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mismo. Ellos tenían razón y tú estabasequivocado y ellos incluso intentarondecírtelo. Brandow te lo dijo a sumanera y Maven te lo soltódirectamente. Vete a casa y déjaselo alos policías de verdad.

No podía hacer nada más. Al final lovi, sentado allí en el bar, tomándome mitercera cerveza canadiense después dehaber apartado el plato. Por una vez enmi vida, tan solo tenía que aceptar quealgo malo había pasado y que no habíanada en el mundo que pudiera hacer paraarreglarlo. Probablemente Bruckman yDorothy estaban a miles de kilómetrosde distancia en ese momento.

Y respecto al asunto con Vinnie; a lo

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mejor él también tenía razón. ¿Quéderecho tenía yo para juzgar lasreacciones de los Parrish? ¿Cómo podíasaber lo que estaban sintiendo enrealidad? ¿O lo que habían pasado consu hija todos estos años para llegar a esepunto?

Necesitaba hablar con él. Y luegonecesitaba irme a la cama. Lancé unbillete de veinte sobre la barra y volví asalir a la interminable nevada. Al menosla nieve se había hecho más ligera. A lomejor al día siguiente no estaríamosenterrados.

Volví a arrancar el camión y medirigí a la carretera principal hasta elcamino de acceso. Vinnie hizo todo este

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camino a pie, me dije a mí mismo, contoda esta nieve.

Bajé la quitanieves y empujé lanieve hasta llegar a mi carretera deacceso. La nieve era como polvo, peroera lo bastante profunda como parahacerme trabajar bastante. Luché paramantener derecha la quitanieves. Cuandollegué a la cabaña de Vinnie, lo vi fueracon una pala en la mano. Acababa deempezar a quitar la nieve con la pala ysi estaba planeando limpiar así suentrada, le quedaba una larga noche pordelante.

Me detuve y bajé la ventanilla.—Quítate de en medio —dije.No dijo nada. Siguió quitando la

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nieve con la pala. Se había quitado elabrigo y lo había colgado en el buzón.Seguro que ya tenía una buena sudadaencima.

—Vinnie, quítate de en medio —dije—, para que pueda pasar la quitanievespor tu puta entrada.

Nada. Ni siquiera me miró.—Venga, Vinnie —dije—. Habla

conmigo.Siguió quitando la nieve con la pala.Lo miré durante un largo rato. Solo

se escuchaba el sonido de su palaraspando el suelo. La pala no era lobastante larga. Un par de horastrabajando con esa pala y tendría unenorme dolor de espalda.

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—Muy bien —dije—. A la mierda.Seguí conduciendo haciendo mucho

ruido mientras continuaba quitando lanieve por todo el camino hasta el finalde la carretera. Vi luces en la mayoríade las cabañas: los tipos con las motosde nieve dentro para pasar la noche ocargando pilas para salir una vez más.Cuando volví a mi cabaña, limpié mientrada y salí del camión. Luego medetuve.

La puerta principal estaba abierta.Me quedé allí de pie, pendiente de

escuchar algún ruido dentro de lacabaña. Una moto de nieve sonó a lolejos y luego el sonido paró. Después,todo volvió a quedarse en silencio.

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Aplasté la nieve hasta llegar a lapuerta y la empujé lentamente paraabrirla de par en par. Tenía una pistola,pero estaba escondida en una caja dezapatos en el fondo de mi armario. Asíque no me era de mucha ayuda en esemomento.

Vi solo una luz en la parte de atrásde la cabaña. Era la de la lámpara de mimesita. La pantalla de la lámpara estabatorcida sobre la bombilla y le daba a lahabitación un resplandor escalofriante.Había humo que salía de donde lapantalla se estaba quemando con elcalor de la bombilla.

Entré en la cabaña y eché una miradaalrededor. Miré los restos de lo que una

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vez había sido mi casa. Aún no podíatocar nada. Tan solo caminé de unextremo al otro. El único sonido quehabía era el de mi propia respiración.En la cocina habían sacado cada cajóndel sitio y les habían dado la vuelta atodos. La nevera estaba abierta. Comida,leche, huevos… todo estaba en el suelomezclado con los contenidos de loscajones. Habían cogido los cojines delsofá y los habían rajado. El colchónestaba fuera de la cama. También estabarajado. El humo que desprendía lapantalla de la lámpara al quemarse medespertó del trance el tiempo suficientecomo para separarla de la bombilla yvolver a ponerla derecha. Fui al baño.

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Todo lo que una vez había estado en elbotiquín ahora estaba flotando en elinodoro. Tiraron de la cortina de laducha hasta que la sacaron de las anillasy la partieron en dos.

El armario estaba al otro lado de lapared del baño, al lado de la puertaprincipal. Fui hacia allí y revisé toda laropa que habían tirado al suelo.Encontré la caja de zapatos abierta en elfondo del armario. La pistola aún estabaallí, el cilindro estaba abierto y vacío.Lo recogí y metí las balas, una a una.Por alguna razón, me hizo sentir mejor.

Miré la puerta. La moldura estabaastillada. Alguien la había abierto deuna patada. Sabía que no era una puerta

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buena. Siempre me imaginé que aquí, enel medio del bosque, nadie podía ver ellugar, y que hiciera lo que hiciera, sialguien quisiera forzar la entrada,encontraría la manera. Aparentementetenía razón.

—Bruckman —dije en alto. Él lohizo. ¿Pero por qué no cogió la pistola?Volví a pasar por la habitación yexaminé todo lo mejor que pude. Nofaltaba nada. A menos que…

A menos que lo que él estababuscando no estuviera allí. Con esepensamiento, metí la mano en el bolsillode mi abrigo. El peso compacto habíaestado allí todo este tiempo, al borde dela consciencia. Me acordé del disco de

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hockey y lo puse bajo la débil luz paraleer la inscripción una vez más: «GordieHowe. Número 9».

¿Podía significar tanto para él undisco de hockey autografiado?

¿O entró allí sólo para destrozar micabaña? ¿Simplemente para vengarse demí por intentar ayudar a Dorothy paraque se escapara?

Me quedé allí de pie un buen rato,mirando el disco. Sentía cómo crecía laira. Y junto con la ira, sentía unafascinación enfermiza por lo loco quepodía estar este hombre para hacer eso.O estúpido. O las dos cosas. Deberíahaber estado muy lejos de aquí en estemomento. Pero en vez de eso, decide

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quedarse por aquí, solo para poderhacerme esto.

Sentía algo más que esa ira y esafascinación. Una pequeña chispaardiente de ilusión, algo casi como defelicidad. Porque ahora sabía que élestaba cerca. Y si estaba cerca, entoncestenía más que nunca una posibilidad deencontrarle.

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Cuando me levanté a la mañanasiguiente, vi la parte inferior de la literade arriba. Por un momento me olvidé dedónde estaba. Luego todo me volvió a lacabeza.

Mi cabaña. No me podía imaginar aun hombre haciendo tantos destrozos.Seguramente tenía con él a todo suequipo de hockey.

La noche anterior había llamado a laoficina del sheriff. Era sábado, así queBill no estaba allí. El ayudante delsheriff había querido enviar a alguienpara ver los daños, pero yo le había

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dicho que no se preocupara. No teníasentido enviar a algún pobre imbécilhasta aquí, en una fría noche de invierno,solo para poder mirar el lugar y decir:«Sí, no le caes muy bien a alguien». Lehabía dejado un mensaje a Bill y lehabía deseado al hombre buenas noches.

Luego había comenzado a ordenar lomejor que pude, cogiendo los cubiertosde plata y los platos que no estabanrotos del revoltijo que había en el suelode la cocina. Todo lo demás lo habíaarrastrado y lo había puesto en unmontón. No pude hacer mucho con loscojines rajados. Había recogido la tela yel relleno y lo había metido todo enbolsas de basura. Cuando ya había

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hecho lo bastante como para sentir queal menos había empezado a enmendar laviolencia, intenté dormir. Pero, pormucho que lo intenté, no conseguí hacerque el colchón volviera a ser cómodo.Así que me metí en el camión y doblé laesquina para llegar a mi segundacabaña, la misma en la que Dorothy sehabía quedado.

Por fin había parado de nevar, peroel viento aún soplaba. Era un gemidolento e incesante que sonaba como ellloro de un lobo. Antes de irme a lacama, me había quedado enfrente delfregadero y había intentado abrir elagua. Nada, entonces recordé queaquella noche había abierto la llave de

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agua para Dorothy y que le había dichoque la mantuviera goteando para que lastuberías no se congelaran. Obviamenteno lo había hecho. Supongo que estabademasiado ocupada siendo secuestrada.Ahora, las tuberías estabancompletamente congeladas. No meapetecía ocuparme de eso en esemomento así que me arrastré hasta lacama. Mientras escuchaba el viento,pensé en cómo era estar en la mismacama en la que Dorothy había dormido,suponiendo que hubiera podido dormiralgo antes de que su príncipe azulllegara para llevársela.

¿Le abrió la puerta en realidad?Tuvo que haberlo hecho. Si no, la

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hubiera tirado abajo, tal y como habíahecho con la mía. Ella le abrió la puerta,luego él la agarró y se la llevó. Sialguna vez vuelvo a verla, esa será laprimera pregunta que le haré. ¿Por quéabriste esa puerta?

Me arrastré para salir de la cama. Hacíatanto frío que veía mi propio aliento, elfuego del horno de leña se habíaapagado. Me puse las botas y el abrigo,y salí a la mañana, donde el viento meestaba esperando para insensibilizarmela cara. Otro día de invierno glorioso enParadise.

Arranqué el camión y puse la

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calefacción. Me sentí tan tieso que mehubiera roto si me hubiera caído.

No había nevado la noche anterior,pero el viento había hecho que la nievese amontonara a lo largo de la carretera.Pasé la quitanieves por todo el caminohasta llegar al final y luego di la vuelta.Cuando pasé por delante de la cabañade Vinnie, vi que su coche ya no estaba.Probablemente estaba en el casino,repartiendo las cartas de una partidatemprana de blackjack. El viento habíaborrado la mayor parte del trabajo duroque había realizado en la entrada. Quitéla nieve de su entrada solo parafastidiarle.

Cuando volví a mi cabaña y estaba

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fuera del camión, me di cuenta de que lapuerta estaba otra vez abierta. Pudeescuchar el teléfono sonando dentro.Saqué la pistola del bolsillo de miabrigo y eché un vistazo alrededor de lapuerta. Parecía el mismo caos que habíavisto el día anterior. Con la cerradurarota, pensé, el viento debe haberabierto la puerta. Había nieve en elsuelo que llegaba hasta el medio de lacabaña. A este ritmo, también podríahaberles dejado el sitio a los osos paraque durmieran aquí durante el invierno.

El teléfono volvió a sonar. Lo cogí.—Alex, ¿eres tú? —Era Leon

Prudell—. ¿Va todo bien? Te he estadollamando toda la mañana.

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—Todo genial —dije.—Encontré el sitio —dijo—. Donde

se estaba quedando Lonnie Bruckman.Ahora mismo estoy aquí con la casera.

—¿Estás de broma? —dije—.¿Cómo lo encontraste?

—Te lo explicaré cuando llegues —dijo—. Tienes que ver este sitio.

Me dio la dirección de un barrio enla parte este de Sault Ste. Marie. Noestaba lejos de la pista de hielo y delbar donde había visto a Bruckman lanoche del partido de hockey.

—Estaré allí lo antes posible —dije.—Te estaré esperando, socio.Se lo dejé pasar por esta vez. Me

figuré que se había ganado la sociedad,

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al menos por un día.Antes de irme, volví a llamar a la

oficina del sheriff y pregunté si podíahablar directamente con Bill, pero lamujer que estaba al teléfono me dijo queno estaba allí. Dejé mis números deteléfono, el de la cabaña y el del móvildel camión, y le pregunté si podríallamarme lo antes posible. Luego volví asalir al frío. Sin una ducha caliente, sindesayunar. Pararé en el Glasgow,pensé. Cógete un café y algo para irtirando.

Cuando llegué allí, Jackie estabasentado enfrente del fuego, frotándoselas manos.

—Va a nevar —me dijo cuando me

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vio.—Tus poderes psíquicos son

impresionantes —dije—. Imagínate,nieve en Upper Peninsula en enero. ¿Elcafé está recién hecho?

—No, quiero decir que va a nevarun montón. Sí, claro que está reciénhecho.

Me eché una taza.—¿Cuánto es un montón? ¿Tienes

algunos panecillos o algo? Tengo prisa.Eché un vistazo al mostrador detrás

de la barra.—Un montón significa metros en

lugar de centímetros —dijo—. Mira enla cocina.

Fui a la cocina y cogí un par de

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panecillos daneses de queso. El sitioolía como si hubiera acabado de haceruna de sus famosas tortillas. Hizo queme doliera el estómago, pero no podíaesperar. Tenía que irme a Soo para veresa casa. No estaba seguro de si me ibaa ser de alguna ayuda, pero al menosestaría haciendo algo.

—Gracias, Jackie —dije mientrassalía—. Volveré después a por unatortilla.

—No, gracias a usted, mi amo —dijo, justo antes de que cerrara la puerta—. Vivo para servirle.

En un día bueno, hubiera cogido laLakeshore Drive a lo largo de la bahíahasta la Six Mile Road, pero con el

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viento soplando por todos lados, supuseque sería mejor permanecer en lascarreteras principales. Cuando salía deParadise, vi que había un coche detrásde mí. Cuando llegué a la M-28 y medirigí al este, el coche aún seguía detrás.Por el retrovisor pude ver que era unsedán de tamaño medio. Había doshombres en la parte de delante delcoche.

Sin ningún motivo, me detuve en unapequeña tienda en Strongs, entré ycompré un periódico. No vi el coche enel aparcamiento, pero cuando volví a lacarretera, volvió a estar detrás de mí.

Bueno, bueno, pensé. Así que quizáno eran solo imaginaciones mías. Me

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están siguiendo de verdad. ¿Pero quiénpodía ser? ¿Quizás Bruckman? ¿Conuno de los memos de hockey? Quéoportuno, ¿no? Aquí estoy yo,buscándolo por todos sitios y él podríaestar detrás de mí.

Intenté acelerar a fondo unos cuantoskilómetros, solo para ver si así el cocheseguía pegado a mí. Ahí estaba,manteniendo una distancia constante decerca de cuatrocientos metros. Luegoreduje la velocidad a cincuentakilómetros por hora. Si el coche no mehubiera estado siguiendo, se hubieraacercado. No lo hizo. Se quedó allí,detrás de mí, lo bastante cerca comopara que pudieran responder a cualquier

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cosa que yo hiciera, pero lo bastantelejos como para que no lo notara por elretrovisor. O eso era lo queaparentemente pensaban.

Volví a parar en Raco, entré en otrapequeña tienda y luego eché un vistazopor la ventana de la tienda. El cocheestaba fuera de la carretera. Me quedéallí mirándolo, preguntándome quéhacer.

—¿Puedo ayudarle a encontrar algo?—preguntó el hombre detrás delmostrador. Era un caballero mayor conuna cara amable.

—No, gracias, señor —dije—.Estoy esperando a que aparezcan unosamigos.

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—Dicen que va a nevar hoy —dijoel hombre.

—Eso he oído —dije, mientras abríala puerta y salía. Estoy seguro de que elhombre estaba negando con la cabezacuando me fui.

Vale chicos, me dije a mí mismomientras volvía a entrar en el camión.Vamos a probar algo distinto.

Cuando volví a la M-28, el cochevolvió a estar detrás de mí. Empecé abuscar un camino adecuado para entrar,algo que estuviera un poco cubierto parapoder abrir algo de distancia sin quefuera obvio. Estábamos a punto de salirdel bosque nacional de Hiawatha ysabía que muy pronto todo estaría

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completamente abierto, así quenecesitaba encontrar algo en lospróximos kilómetros.

Apareció una carretera secundaria ami izquierda, conducía al norte haciaBrimley a través del pinar. Esta podríafuncionar, pensé. Cogí la salida yaceleré a fondo, haciendo girar lasruedas por la nieve durante lo quepareció una eternidad. Al final elcamión encontró agarre y ahora mevolvía a mover. Fui lo más deprisa quepude ir con prudencia, buscando algúntipo de desvío. Algún sitio dondepudiera esconder el camión y luegoesperarlos.

Vi un par de entradas, pero eran

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largas y estaban abiertas. Doblé la curvay casi me paso otra entrada. Una buena.Pisé el freno, intentando mantenerme enla carretera. Apreté el volante, tratandode que el camión se parara. Cuandofinalmente lo hizo, puse la marcha atrásy retrocedí. Perfecto, pensé, si puedovolverá este camino antes de que ellosme alcancen. Rápido, maldita sea.Cuidado, cuidado…

Detuve el camión. Estaba a unosochocientos metros de la carretera,detrás de un pinar. Todos los pinosestaban cubiertos con una gruesa capade nieve. Tenía la visibilidad justa paraverlos llegar y la bastante distancia paramover marcha atrás el camión hasta la

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carretera y detenerles. En tan solo unossegundos tendría delante y de cerca aquienes fueran los que estuvieran en esecoche.

Respiré hondo. Golpeé ligeramentela pistola en el bolso de mi abrigo.Nunca se sabe, pensé. Si Bruckman estáen ese coche, podría necesitarla.

Mi corazón estaba latiendo deprisa.Relájate, Alex. Tranquilo. Respira.Concéntrate en respirar.

Esperé. En cualquier segundoaparecerán.

No había señales del coche. Podríanir más despacio. No es una carreterafácil con tanta nieve. Ten paciencia.

Esperé.

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Nada.¿Dónde están? Ya deberían estar

aquí.Sigue esperando, Alex. Solo un

poco más. Dales tiempo.Esperé.Maldita sea. Se dieron cuenta de tu

jueguecito. No van a picar el anzuelo.Esperé otro minuto y luego metí la

primera. Buen trabajo, Alex. Ahora yasaben que tú también los observabas.

Volví por el mismo camino por elque había ido, de vuelta hacia lacarretera principal, maldiciéndome a mímismo, a Bruckman, a la nieve y a todaslas cosas en las que podía pensar.

Y luego los vi.

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El coche estaba parado, las ruedasde delante estaban fuera de la carretera.Un hombre estaba metido en la nievehasta la cintura, intentando echar elcoche hacia atrás.

Se quedaron estancados, pensé.Hijos de puta, se han quedadoestancados en la nieve. Los tengo. Tansolo conduce hasta allí, despacio ysuave, y mira lo que están haciendo.

La primera cosa en la que me fijécuando me acerqué era que ninguno delos dos hombres era Bruckman. Lasegunda cosa en la que me fijé es quelos dos llevaban gorras de caza. Noreconocí al hombre que estabaempujando el coche ni al hombre que lo

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conducía, aunque no lo veía bien. Perono había hecho mucho caso a los otrosjugadores de hockey aquella noche, asíque no podía estar seguro.

Conduje hasta su lado y me detuve.Bajé la ventanilla.

El hombre siguió empujando ysoltando palabrotas en voz baja. Elconductor seguía agarrando el volante.No conseguían nada. Ni siquiera memiraron.

Me quedé allí, observándoles. En lacarretera no había más que nieve ypinos. No se veían casas en ningunadirección. Unos cuantos copos de nievelentos comenzaron a caer. Si esta era lagran tormenta de nieve de la que todo el

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mundo estaba hablando, aún le quedabamucho por hacer.

Finalmente, el hombre que estabafuera del coche me echó una pequeñamirada furtiva y luego me hizo un gestocon la mano. Tenía la cara roja de tantoempujar.

—Está todo bien —me dijo al final—. Estamos bien. Gracias de todasformas.

Una respuesta completamente naturalcuando estás estancado en la nieve y unhombre se acerca en un camión.

—Tenemos que hacer que se mueva,por el amor de Dios —le dijo el hombreal conductor—. Adelante, atrás.Adelante, atrás. ¡Venga!

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Pero los dos hombres no seguían elmismo ritmo. El hombre volvió ahacerme un gesto con la mano.

—Estamos bien —dijo—. Siga. —Seguía sin mirarme a los ojos.

—Chicos, parece que os vendríabien un poco de ayuda —dije.

—No, no, de verdad que no —dijo—. Gracias.

—Así nunca saldréis de aquí —dije—. Os quedaréis aquí hasta laprimavera.

—Lo tenemos —dijo el hombre—.Ya está casi. ¡Tenga cuidado, por favor!Está en el medio.

—¡Qué va! Os habéis quedado bienestancados. Voy a tener que sacaros de

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ahí.Abrí la puerta y salí del camión.—¡De verdad que no! —dijo el

hombre—. ¡Por favor! No tiene quehacerlo.

El conductor estaba negando con lacabeza y dando golpes al volante. Corríhasta la plataforma del camión y saquéuna cadena larga y pesada. Sujeté lamayor parte de la cadena con la manoizquierda y mantuve la mano derecha lobastante libre como para romperle losdientes a alguien si tuviera que hacerlo.Mi pistola estaba en el bolsillo derechode mi abrigo.

—Os sacaré de aquí en un segundo—dije—. Chicos, habéis tenido suerte

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de que pasara por aquí.—Sí —dijo el hombre—. La verdad

es que sí.—Aquí, echadme una mano con esto

—dije—. Voy a ver si puedo amarraresto al tren trasero.

El hombre dudó un momento. Le viecharle una mirada rápida al conductor.

—¡Claro! —dijo finalmente.Salió de la nieve y vino a la parte

trasera del coche donde podía verlobien. Le di a la cadena un pequeño girocon la mano derecha. Si él intentabaalgo, estaba preparado.

Cuando estaba lo bastante cerca, lomiré a los ojos. Podría haber parecidoun poco débil a lo lejos, pero sus ojos lo

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delataban. Incluso con ese gorro de cazarojo ridículo con las dos piezascolgando a cada lado de la cabeza, pudever que era una roca.

—Mira si puedes enganchar estoaquí debajo —dije—. Hoy no me puedodoblar del todo bien. Aún me duele todode jugar al hockey.

Le di la cadena y me eché un pocopara atrás. Puse la mano derecha en elbolsillo de mi abrigo. El hombre miró lacadena como si nunca hubiera visto unaantes y luego se metió en la nieve y miróla parte de abajo del coche.

—¿Aquí abajo? —dijo.No, genio, quiero que te la

enganches al culo.

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—Sí, justo ahí —dije—. Mira a versi puedes engancharlo en esa estructura.¿Has jugado alguna vez al hockey?

—No, nunca —dijo desde debajodel coche. Mientras él estabatraqueteando con la cadena, miré lamatrícula de Michigan y repetímentalmente el número unas cuantasveces. Es un Ford Taurus, me dije.Verde oscuro. Levanté la vista y miré alconductor. Ahora estaba tan quieto comoun muñeco de cera, mirando haciadelante. Aún no le había visto bien lacara.

—Venga, sal del coche —le dije—.No querrás estar ahí dentro cuandoempiece a empujar.

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La verdad es que seguro que queríaquedarse dentro y conducir mientrasarrastraba el coche, pero pensé quevalía la pena intentarlo. El conductorabrió la puerta y salió del coche.

—Hola, soy Alex —dije. Mantuvelas manos en los bolsillos, mi manoderecha agarraba fuertemente la pistola.No quería estrecharle la mano alhombre, así que tirité un poquito delantede él y le dije:

—Dios, ¡sí que hace frío aquí!—La verdad es que sí —dijo.

Incluso con las gafas y el pequeñobigote, parecía tan fuerte como sucompañero. Su gorro de caza era azul ylas orejeras de los lados estaban

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amarradas arriba. Ahora que los habíavisto a los dos, seguía sin reconocerlos.Y de hecho, no creía que fueranjugadores de hockey o cualquier personaque se relacionara con un tipo comoBruckman. Pero si no estaban con él,¿qué demonios estaban haciendosiguiéndome constantemente?

Miré a un lado y al otro de lacarretera. Podría apuntarles con lapistola ahora mismo, pensé. Decirle alhombre que estaba en el suelo que sequedara quieto y apuntar con la pistolaa la cabeza del otro hombre y luegopedirles amablemente que comenzarana hablar.

Decidí no hacerlo. Tenía el número

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de la matrícula de su coche. Podríadescribirlos a los dos. Podríareconocerlos de nuevo si tuviera quehacerlo. Y tenía la ventaja de saber queahora me estaban siguiendo. Y otraventaja más, que ellos no sabían que yolo sabía.

—Chicos, no os había visto antespor aquí —dije—. ¿Qué, estáis devisita?

El conductor me miró y luego miróal hombre que estaba en el suelo.

—¿Ya lo has enganchado?—Eso creo —dijo.—Sí, estamos de visita —dijo el

conductor—. Mira a ver si funcionaahora.

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Cogí el otro extremo de la cadena ylo amarré en el enganche de miremolque. Me metí en el camión yaceleré un poco. La cadena se tensó yluego el coche comenzó a moverselentamente hacia atrás saliendo de losbancos de nieve. Por una fracción desegundo, estuve tentado de seguir yarrastrar el coche unos cuantoskilómetros, para ver si me seguían a pie.En una carrera, apostaría por el tipo dela gorra azul y las orejeras levantadas.

—No ha estado mal —dije cuandosalí del camión.

El coche apenas había dejado demoverse cuando el de la gorra roja yaestaba en el suelo desenganchando la

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cadena. Me la dio y me dijo:—Tenemos que seguir.—Te lo agradezco —dijo el de la

gorra azul. Abrieron las puertas de losdos lados, saltaron dentro y me rociaronde nieve cuando se fueron.

Me quedé allí de pie mirando elcoche. Se les volvió a ir el coche y casise vuelven a salir de la carretera. Esehombre no sabe conducir por la nieve,pensé. Y el modo en el que se fueron, sinapenas decir una palabra deagradecimiento… Si no me equivoco,juraría que esos chicos no agradecían miayuda.

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Seguí conduciendo hasta Soo,preguntándome cuándo volvería a ver amis amigos por el espejo retrovisor.Ahora la nieve caía más fuerte, engrandes copos húmedos que se quedabanpegados en el parabrisas y medificultaban ver adónde demonios medirigía.

Volví a llamar a la oficina delsheriff. Bill aún no estaba allí y seguíansin darme su teléfono de casa. Le dejéotro mensaje para que me llamara loantes posible. No quería intentarexplicarle por teléfono a un ayudante

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que dos hombres me habían estadosiguiendo por todo el condado deChippewa. Quería a Bill al otro lado delescritorio, o incluso mejor, detrás de unamesa de un bar, escuchándome yapuntándolo todo.

Me dirigí a la parte este de laciudad, más allá de la pista de hielo,donde había comenzado todo este caos.La dirección estaba en un barrio justo allado de la calle Spruce, cerca delantiguo emplazamiento de la empresaUnion Carbide. Ahora en el mapaaparece como «zona deteriorada». Enverano es un gran campo de maleza yzumaques que nadie toca nunca. Eninvierno está cubierta con sesenta

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centímetros de nieve como todo lodemás, así que no te das cuenta de eso.Las casas son pequeñas y tienen lasventanas selladas con plástico paraprotegerlas del viento que proviene delrío St. Mary.

Encontré el coche pequeño rojo deLeon Prudell aparcado en la entrada dela casa. Los montículos de nieve a cadalado de la entrada eran tan altos como elcoche; así que casi me paso de largo.Tenía el espacio justo para aparcar micamión detrás de su coche y luego paséentre el coche y el montículo de nievepara llegar a la puerta principal. Cuandollamé al timbre, me abrió una ancianacon gafas gruesas y la primera sonrisa

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real que había visto en días. Para mí eraun misterio el porqué sonreía así enmedio del invierno, peroinstantáneamente la quise por eso.Llevaba un jersey blanco y grueso ytenía una taza de café en una manomientras me abría la puerta con la otra.Pude ver a Leon en el sofá, sujetandouna taza de la misma vajilla.

—Usted debe ser el señor McKnight—dijo.

—Sí señora —dije—. Y usted debeser la señora Hudson.

—¿Le apetece un café? El señorPrudell y yo llevamos un rato de charlaesperándole.

—Siento llegar tarde —dije—. La

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verdad es que un poco de café calienteme sentaría muy bien ahora.

—El señor Prudell y yo acabamosde terminar un poco de tarta de manzana—dijo—. ¿Le corto un trozo mientrasestoy en la cocina?

—Tienes que probar esa tarta —dijoLeon. Ahora que ella lo mencionaba,pude ver trocitos de tarta por toda lacamisa de Leon.

—Suena muy bien —dije—. Si no esmucha molestia.

—Tome asiento —dijo—. Vuelvoahora mismo.

Cuando se fue, eché una miradarápida al lugar. Había un montón defotos viejas en blanco y negro de niños,

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y fotos en color que tenían que ser denietos. La habitación era pequeña peroparecía cómoda y bien conservada.Había una funda de plástico sobre elsofá en el que Leon estaba sentado.

—¿Por qué has tardado tanto? —dijo.

—Tuve que ayudar a un par de tiposque se quedaron estancados en la nieve—dije. Me senté al otro lado del sofá.El plástico hizo un sonido como el delas palomitas cuando se están haciendo.

—Te informaré, Alex —dijo.—¿Informarme?—Sí, ponerte al día con la

información que he obtenido hoy.—O tan solo podrías hablar conmigo

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y decirme lo que está pasando —dije—.Es igual, ¿dónde se quedaba Bruckman?¿En la parte de arriba?

—No, hay un apartamento grande enla parte de atrás, encima del garaje —dijo—. Lo ha estado alquilando duranteunas seis semanas.

—¿Cómo encontraste este lugar?Prudell se inclinó hacia delante y

desde la esquina, sin que la señoraHudson lo viera, le echó una mirada a lacocina.

—Tuve que despilfarrar unos«Franklins», Alex, pero mereció lapena.

—¿«Franklins»? Quieres decir¿billetes de cincuenta dólares?

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—No, billetes de cien. Grant está enel de cincuenta.

—Leon, ¿de qué estás hablando? ¿Aquién le pagaste para averiguar dóndevivía Bruckman?

—A los jugadores de hockey, Alex,en el estadio Big Bear. Dijiste quehabías jugado contra ellos el jueves porla noche, ¿no? Así que empecé por allí.Primero lo intenté en la oficina. Les dijeque quería encontrar a Bruckman y quesabía que estaba en uno de los equiposque jugó allí en el partido del jueves porla noche. No conseguí nada, así quepensé que me relacionaría con losjugadores para ver si así podíaconseguir alguna pista sobre él.

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—¿Te relacionaste con los jugadoresde hockey?

—Sí, simplemente caminaba por losvestuarios. Les saludaba y lespreguntaba cómo estaban, intentandoactuar como si fuera a jugar en elsiguiente partido o algo así.

—Leon, no te ofendas, peroconcretamente tú no te pareces a unjugador de hockey.

—Les dije que era portero —dijo—.Ahí es donde ponen al tío que no sabepatinar, ¿no? Como en béisbol cuandoponen al peor jugador de receptor.

Conté hasta tres mentalmente.—Vale, está bien —dije finalmente

—. ¿Así que al final encontraste a

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alguien que conocía a Bruckman?—Al final —dijo. Volvió a echar

una ojeada a la cocina—. Alex, creo quemencionaste que este Bruckman podíahaber estado involucrado en drogas,¿no?

—Sí —dije—, muy involucrado.—Bien, la verdad es que eso no era

un secreto para estos jugadores con losque hablé. No me llevó mucho tiempodarme cuenta de la actitud que debíatomar. Fingí que lo estaba buscando parapoder comprarle drogas.

Intenté imaginarme a Leon Prudell enun vestuario, fingiendo ser un portero dehockey esperando pillar algo de coca.No me hacía a la idea.

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—¿Cuánto tardaste? —dije.—Tuve que trabajar varios partidos

—dijo—. A lo mejor siete u ocho.Había un montón de… resistencia paradecirme dónde vivía. Supongo que seimaginaban que si de verdad le habíacomprado drogas antes, entoncesdebería saber dónde vivía. Ahí es dondeentraron los «Franklins». Pueden sermuy persuasivos.

—Leon —dije—, solo dime,¿cuántos «Franklins» tuviste quegastarte?

—Cuatro o cinco —dijo—. Un parde tíos me dieron información falsa.Tuve que salir y comprobar lasdirecciones y luego regresar de nuevo.

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Pero, finalmente, un tío estuvo dispuestoa ayudarme. Uno de esos que siempreestá colocado y que jugaba en el partidode medianoche.

—Aquí tiene —dijo la señoraHudson mientras volvía a la sala. Pusoun trozo de tarta de manzana delante demí junto con una taza de café—. La natay el azúcar están justo ahí, al lado delseñor Prudell.

—No puedo decirle lo mucho que selo agradezco, señora —dije—. Entiendoque usted tenía a un hombre llamadoLonnie Bruckman que alquilaba elapartamento de fuera, en la parte deatrás.

—¡Oh, sí! —dijo, mirándose las

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manos que estaban cruzadas sobre suregazo—. Como le estaba diciendo alseñor Prudell, me temo que no ha sidouna experiencia muy agradable,especialmente durante los últimos dosdías. Parecía un hombre bastanteagradable cuando cogió el apartamentoal principio, pero luego estaban todasesas personas que comenzaron aaparecer. Siempre había música altapuesta y esas motos de nieve que él ysus amigos conducían. Siempre heodiado esas cosas.

Esta mujer es de los míos.—Señora Hudson, tengo que decirle

que esta es la mejor tarta de manzanaque he probado en mi vida. —Era una

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creación perfecta de manzanas, canela yuna capa de hojaldre. Me hizo volver asentirme humano, aunque solo fueradurante un momento.

—¡Oh! Gracias —dijo—. Hay quesaber cómo conservar las mejoresmanzanas durante el invierno.

—Pero siga —dije—. Él teníasiempre a toda esa gente en su casa.¿Había alguna mujer en particular que sequedaba con él?

—Sí —dijo—. La había. Nuncaaverigüé cuál era su nombre. No la veíamucho, pero cuando lo hacía… no sé.Había algo en ella. Siempre me parecíaque estaba triste y sola. Incluso cuandoestaba rodeada de todas esas personas.

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—La Policía estuvo aquí el viernespor la noche —dijo Leon—. Y luegovolvió el sábado por la mañana.

—¿El viernes por la noche? —dije—. ¿A qué hora?

—Llamé a la Policía sobre las dosde la mañana —dijo ella—. Escuchétodos esos ruidos ahí detrás.Despertaron a todo el vecindario. Cosaschocando contra las paredes, cristalesrotos, como si alguien estuvieradestrozando el apartamento.

—A las dos —dije—. La mismanoche que él… Vale, siga. ¿Vio quiénfue? ¿Fue Bruckman?

—No vi a nadie —dijo—. Me dabamiedo mirar por la ventana.

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—¿Qué pasó cuando llegó laPolicía?

—Quien fuera el que estuviera en elapartamento ya no estaba cuando laPolicía llegó. Fueron hasta allí yecharon un vistazo. El sitio estabacompletamente destrozado. Cuandopienso en todo el tiempo que Joe se pasóacabando ese apartamento…

—¿Su marido?—Sí —dijo—. Él se fue. ¡Dios mío!,

¿hace ya siete años?—Usted dijo que la Policía volvió a

venir el sábado por la mañana.—Sí, así es —dijo—. Me hicieron

más preguntas sobre la joven que estabacon él.

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Tenía sentido. Destrozó elapartamento el viernes por la noche,seguramente cuando vio que ella noestaba. Al día siguiente, la Policíavolvió al enterarse de que habíansecuestrado a Dorothy.

—¿Puedo ver el apartamento, señoraHudson?

—No veo por qué no. Espere unsegundo a que me ponga el abrigo.¿Sigue nevando?

—Sí —dije.—Todos mis amigos piensan que

estoy loca —dijo mientras se abrigaba—. Ahora están todos en Florida.

—¡Ah! ¿Y qué hay en Florida? —dijo Leon mientras se ponía el abrigo—.

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Aparte de sol y naranjos.—Y gente mayor esperando a

morirse —dijo—. Prefiero vivir en unlugar donde tenga que mantenermeactiva.

Nos llevó por la puerta de atrás a uncamino que, con la nieve que acababa decaer, nos llegaba a los tobillos. Elgaraje era más grande que la casa, consuficiente espacio para tres coches.Había una escalera exterior a un ladoque llevaba hasta el apartamento.

—Cuidado con estos escalones —dijo—. No he tenido oportunidad dequitarles la nieve.

Quise agarrarla, ayudarla a subir lasescaleras, pero subió los peldaños

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cubiertos de nieve antes de que pudieratocarla. Cuando llegamos arriba, abrióla puerta. La moldura estaba astillada,como la mía.

—¿Esto pasó el viernes por lanoche? —le pregunté.

—Sí —dijo—. Parece que alguienechó la puerta abajo de una patada.

—Pero si hubiera sido Bruckman…—No sé —dijo—. A lo mejor esa

noche no tenía la llave. A lo mejor lajoven la tenía.

—Sí, me imagino. —Eché un vistazodentro y dije—: Esto me suena. —Elsitio estaba destrozado. Todo lo quehabía en los cajones y en los armariosde la cocina estaba en el suelo; todos los

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muebles estaban rajados. Pero había unadiferencia: allí conté tres palos dehockey rotos.

—La Policía me pidió que esperarapara limpiar este desastre —dijo—.También me dijeron que no dejara entrara nadie.

—Entiendo —dije—. Solo queríaechar un vistazo.

Leon estaba a mi lado en la entrada,examinando el sitio como si lo estuvieramemorizando.

—El no poder recoger este horriblecaos me está matando —dijo—. Si Joehubiera visto así este sitio alguna vez…

—Parece que era un lugar acogedor—dije.

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—¿Sabe lo curioso de todo esto? —dijo—. Con todos los problemas queestas personas ocasionaron, ¿piensa queeste sitio era un caos antes de esto? Subíal apartamento un par de veces, cuandosabía que no estaban, ya sabe, paraasegurarme de que todo estaba en orden.

—¿Y?—Lo juro por Dios, señor

McKnight, este sitio estaba impecable.Cada palmo de este apartamento. Lacocina, el baño. Estaba muy limpio.Todos los ruidos aquí atrás, todo esecomportamiento que tenían, todas esaspersonas que entraban aquí haciendotanto ruido… Diga lo que quiera deellos, pero tenían este lugar limpio. Y

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ahora esto. ¿No es muy raro?—Sí, es raro —dije—. Aunque

supongo que si algo lo incitó…Negó con la cabeza.—No entiendo a la gente —dijo.—Señora Hudson, no puedo decirle

lo mucho que aprecio que nos hayadedicado su tiempo para ayudarnos.

—Espero que cojan al hombre —dijo. Me miró a los ojos durante unlargo momento—. Pero ustedes soloestán buscando a la mujer, ¿no?

—Sí —dije—, así es.—Bueno, espero que la encuentren

—dijo—. Como ya he dicho, no parecíaque perteneciera a esa gente…

Los dos le dimos las gracias unas

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cuantas veces más por su ayuda, por elcafé, por la tarta de manzana. Cuandovimos que había entrado en su casa,acompañé a Leon al coche y saqué lacartera.

—¿Cuánto me dijiste que te habíasgastado en la pista de hockey?

—Olvídalo, Alex. Somos socios.Todo forma parte del caso.

—Leon, no hay ningún caso.Ahora la nieve caía fuerte. En los

pocos minutos que llevábamos fuera, yahabía cubierto el pelo pelirrojo de Leon.

—Y la verdad es que no somossocios —dije—. Lo siento. No soyinvestigador privado. Ya te lo dije.

—Pero estás actuando como si lo

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fueras —dijo.—No, tú lo estás haciendo —dije—.

Yo ni siquiera sé qué es lo que tenemosque hacer ahora.

—Cuando estábamos mirando elapartamento —dijo—, ¿qué queríasdecir con eso de que te sonaba?

—Él también destrozó mi casa —dije—. Ayer, en algún momento del día.

—¿Ayer? Pero si se llevó a Dorothyel viernes por la noche. ¿Por qué iba avolver?

—Para hacernos ver algo —dije—.O para buscar su disco de hockey de lasuerte. No lo sé.

—¿Su disco de hockey de la suerte?—Gordie Howe lo firmó —dije—.

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Dorothy me lo dio.—Vale —dijo—. Su disco de

hockey de la suerte. Eso es bueno. ¿Quémás me puedes contar? Dime todo loque sepas, Alex.

—No hay nada más —dije—.Excepto…

Solté un largo suspiro al aire frío ydecidí cuánto quería contarle.

—¿Excepto qué, Alex?—Excepto el hecho de que dos

hombres me han estado siguiendo.—¡Ajá! Eso ya es algo. —Estaba

intentando mantener la calma, pero pudeoír la emoción en su voz.

—¿Pudiste verlos bien a los dos?—Sí —dije—. No reconocí a

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ninguno de ellos. Creo que no jugaron enel equipo de hockey de Bruckman la otranoche.

—Interesante —dijo—. ¿Y ahoraqué?

—Te pago y te vas a casa antes deque nieve más.

—No te voy a coger el dinero, Alex.—Claro que lo vas a hacer.—Dame algo más que hacer —dijo

—. Quiero seguir trabajando contigo enesto. ¿Qué más voy a hacer? ¿Volver eintentar vender motos de nieve? ¿Hablarcon tipos de Detroit todo el día y fingirque me importa una mierda el tipo desenderos por el que les gusta conducir?

—Leon…

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—Esto es lo único que quiero hacer—dijo—. Deja que te ayude, Alex.

—Si se me ocurre algo —dije—,entonces te llamaré, ¿vale?

Reflexionó sobre eso.—Muy bien —dijo—. Estaremos en

contacto. Tienes mi número, ¿verdad?—Sí —dije caminando hacia mi

camión.—Y el número del busca, ¿verdad?—Lo tengo —dije.—Llámame cuando me necesites,

Alex. De día o de noche.—Vale —dije. Salté al camión y

cerré la puerta. Si decía algo más, no looiría.

Arranqué el camión y me quité la

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nieve del pelo mientras esperaba a quela calefacción empezara a hacer efecto.Luego cogí el teléfono y volví a llamar ala oficina del sheriff. Seguía sin estarallí y la mujer seguía sin darme elteléfono de su casa. En lugar de intentarvolver a dejarle un mensaje, yaprovechando que estaba en la ciudad,me imaginé que sería mejor ir a suoficina y escribirlo yo mismo.

Salí del camino de entrada y medirigí al oeste, hacia el Edificio delCondado. No vi a nadie siguiéndome,pero cada vez nevaba más, así queprobablemente ni siquiera pudieranconducir con esas condiciones. Yomismo era idiota por estar allí fuera,

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pero ¿qué tenía eso de nuevo?Me llevó más de veinte minutos

atravesar cinco kilómetros en la ciudad.Aparqué detrás del edificio que está allado de la oficina del sheriff. Elpequeño patio de la cárcel estabacompletamente vacío salvo por unmontón de nieve que llegaba hasta lacintura. En cuanto me metí en el edificio,un ayudante del sheriff me detuvo.

—No debería estar fuera, señor —dijo—. Estamos en estado de alerta.

—Solo tengo que dejarle un mensajeal sheriff —dije. Pedí una hoja y unbolígrafo y escribí todo lo que lehubiera dicho si hubiera estado allí paraescucharlo: «Ayer destrozaron mi casa.

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Sé que la casa de Bruckman tambiénestaba destrozada. Sí, averigüé dóndevivía. Dos hombres me están siguiendo.No sé quiénes son. Aquí tienes elnúmero de matrícula de su coche. Porfavor, investígalo y llámame en cuantopuedas. Las cervezas corren de micuenta. Gracias». Firmado: «Alex».

Puse el papel en un sobre y lo pasépor debajo de su puerta.

—Por favor, dígale que hay unmensaje urgente para él —le dije alayudante.

—No va a salir con esta nieve,¿verdad?

—No es nada —dije—. Aún puedover mi camión ahí fuera.

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El ayudante simplemente negaba conla cabeza mientras yo salía. Cuandoestaba de vuelta en el camión y listopara irme, alguien golpeó la ventanilla.Me giré y vi la cara del jefe Maven a tansolo unos centímetros de la mía. Mihorrible fin de semana acababa deempeorar aún más.

—¡McKnight! —me gritó—. ¿Quédemonios pasa contigo?

Bajé la ventanilla.—Jefe Maven —dije—. ¡Qué

sorpresa tan agradable!—Estamos en estado de alerta —

dijo—. Eso significa que hay que tenerel culo apartado de las carreteras.

—Le agradezco su preocupación —

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dije—. Pero no voy a pasar la nocheaquí. Si me disculpa…

—En cuanto llegue a aquella calle—dijo—, estará quebrantando la ley.

—No me engaña, jefe. Quiere queme quede aquí para que esté cerca deusted. ¿No es así?

Maven negó con la cabeza y miró alcielo. Cuando volvió a mirarme a losojos, estaba sonriendo. Fue una escenahorrible.

—Vale, McKnight. Siga adelante. Nodeje que le detenga.

Dudé. Es una trampa, pensé. Tanpronto como llegue a esa calle, viene,me para y me pone una multa.

—Venga, McKnight —dijo—.

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Váyase a casa y haga un muñeco denieve o lo que sea.

—De acuerdo, me voy —dije. Nome podía poner una multa. Sería unaincitación a un delito por parte de laPolicía, ¿no?

—Que tenga un buen día —dijo—.Conduzca con cuidado.

—Lo haré —dije. Puse el camión enmarcha, lo miré una vez más y luegosalí. Se movió para atrás, pero no lobastante rápido como para evitar que lasruedas traseras lo salpicaran. Miré haciaatrás y lo vi sacudiéndose. Cuandoestaba a media manzana calle abajo, lovi diciéndome adiós con la mano. Estásalucinando, me dije a mí mismo. Al

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final la nieve te ha vueltocompletamente loco.

Volví a la 75. Las quitanievesestaban luchando en una batalla perdida,pero estaba bastante despejado para quepasara. La M-28 estaba un poco peor,pero estaba bien, siempre y cuando fueraa menos de treinta y cinco kilómetrospor hora. Fue un viaje largo y duro, peroestaba cansado, tenía hambre y sed, yquería llegar al Glasgow. Me imaginé unbocadillo de carne con cebolla a laparrilla y una canadiense fría enfrentedel fuego y, luego, a seguir. Cuandollegué al desvío para dirigirme aParadise ya llevaba para entonces en lacarretera más de noventa minutos. Tuve

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que pelearme con la nevada para entraren la ciudad; solo se veía alguna motode nieve de vez en cuando. Todos losdemás habían sido lo bastante listoscomo para no salir a la calle.

Por fin vi aparecer el Glasgow Inn ala derecha de la carretera. Estaba apunto de aparcar cuando me vino a lacabeza un pensamiento molesto. Micamino se estaba llenando de nieverápidamente, y si no iba a quitar la nieveunas cuantas veces durante la tarde, porla mañana ya habría demasiada nieve.Tendría que esperar a que llegaran lasexcavadoras para sacarme de allí, a mí ya todas las personas que estaban en lascabañas de madera. Maldita sea, me

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dije. Será mejor que vaya ahora antesde ponerme cómodo. Si no, no lo harénunca.

Seguí por la carretera principal yluego torcí a la izquierda hacia micarretera de acceso; regulé laquitanieves. Fue un empuje duro, pero,con todo el peso que tenía en la parte deatrás del camión, fui capaz de recorrertodo el camino hasta la última cabaña.Giré el camión e hice el camino devuelta. Debería pasar la quitanievespor la entrada de Vinnie, pensé.¿Estaba allí el coche de Vinnie? Nisiquiera me había dado cuenta.Probablemente también deberíapasarla por mi entrada.

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Reduje la velocidad cerca de micabaña y comencé a empujar la nieve aun lado del camino. Era mediodía, perocon el sol escondido detrás de las nubesy el peso de la nieve en el aire, habíauna luz curiosamente apagada, débil,pero persistente, mientras cada copo denieve parecía brillar con su propiaenergía. Me detuve un momento paramirar la nevada, hipnotizado por elpaisaje y por el sonido de mi propiarespiración.

Y luego me di cuenta de que mipuerta volvía a estar abierta.

—¿Y ahora, qué? —dije en alto.Dejé el camión arrancado con los farosalumbrando los árboles. Seguro que el

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viento volvió a abrirla, pensé. Mepregunté cuánta nieve habría dentro estavez.

Cuando entré en la cabina, algo megolpeó en el estómago y me cortó larespiración. Me caí de rodillas. Nopodía respirar. El siguiente golpe fue aun lado de la cabeza, enviándome haciaun lado del áspero suelo de madera.Intenté meter la mano en el bolsillo demi abrigo, pero no lo conseguí. Alguienme estaba cogiendo los brazos ytirándome hacia abajo. Recibí algunosgolpes en las costillas, que me lanzaronhacia delante, caí sobre las rodillas yluego, de nuevo, me alzaron. No podíaver nada. La habitación estaba oscura.

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Finalmente, mis ojos volvieron aenfocar y vi que había cinco hombres enla habitación. Un hombre sujetando mibrazo izquierdo y otro el derecho. Dosdetrás de mí. Y delante de mí… Conocíaesa cara.

Sentí su mano en mi garganta.—Empieza a hablar —dijo.Intenté respirar. Lo miré y no dije

nada.Sacó una pistola. Me la puso en la

frente. Pude sentir el tacto frío del aceroen mi piel.

—Te he dicho que empieces a hablar—dijo—. ¿Qué le hiciste?

Me salió la voz.—¿De qué coño estás hablando,

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Bruckman?Presionó la pistola contra mi frente.—Ella vino aquí —dijo—. Y ahora

ha desaparecido. ¿Qué le hiciste?No supe qué decir.—Voy a contar hasta tres —dijo— y

luego voy a volarte la tapa de los sesos.Puso su cara delante de la mía, lo

bastante cerca como para poder ver lalocura en sus ojos.

—¿Dónde está Dorothy?

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No me gustaba la manera en la queBruckman estaba sujetando la pistola.Aparte del mero hecho de que me estabaapuntando a la cabeza con ella, no megustaba la manera en la que se movía ensu mano. Tenía miedo de que medisparara sin ni siquiera querer hacerlo.Habían pasado tres días desde que lohabía visto en la pista de hielo. Lo quefuera lo que corría por sus venas aquellanoche, ahora tenía que ser el doble.Prácticamente estaba vibrando.

—Baja la pistola —dije.—Habla —dijo.

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—Cuando bajes la pistola.—Tienes tres segundos —dijo—.

Empieza a hablar. ¿Dónde está?—No sé dónde está —dije.Se pasó la pistola a la mano

izquierda y luego me cruzó la cara conla derecha. Fue más una bofetada que unpuñetazo preciso, pero fue suficientepara que me hiciera probar la sangre.

—¿Dónde está? —volvió apreguntar.

—Tú te la llevaste —dije—. ¿Porqué me lo preguntas a mí?

Se pasó la pistola a la otra mano yluego volvió a golpearme. Hubiera sidomucho más eficaz haber dejado lapistola en la mano derecha y golpearme

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en la cara con ella, pero no iba asugerírselo.

—Te lo juro por Dios, Bruckman.Pensaba que te la habías llevado tú. Tehe estado buscando.

Respiró hondo, temblando por elfrío o por las drogas que se habíatomado o por alguna combinación de lasdos cosas. Miró a los dos hombres queestaban a mis costados. Podía sentircómo me apretaban fuerte los brazos. Nosabía lo que estaban haciendo loshombres que estaban detrás de mí.Posiblemente se estaban preparandopara volver a pegarme cuando llegara elmomento.

—Ella estuvo aquí —dijo—. Y trajo

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algo con ella. ¿Dónde está?—No sé de lo que me estás

hablando.No me golpeó esta vez. Cogió la

pistola con las dos manos y me apuntóen el medio de los ojos y dijo:

—¿Dónde?—Si tus amigos me sueltan, lo

cogeré —dije. Pensé en la pistola quetenía en el bolsillo derecho.

—Dime.—Deja que lo coja.—Dime.—Está en este bolsillo —dije. Bajé

la vista y miré a mi izquierda. Por favor,no escojas el otro bolsillo, pensé.

El hombre a mi izquierda buscó en

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el bolsillo y sacó el disco de hockey.—¿Qué es esto? —preguntó

Bruckman.El hombre se lo lanzó. Bruckman lo

cogió y lo miró.—¿Qué coño es esto?—Es tu disco de hockey —dije.—Mi disco de hockey —Se quedó

mirando el disco como si nunca hubieravisto uno antes.

—Eso es lo que tú querías, ¿no?—Es una broma, ¿verdad? —dijo—.

¿Crees que he venido hasta aquí solopor un puto disco de hockey?

—Está firmado por Gordie Howe —dije—. Sabía que querrías recuperarlo.Por eso lo guardé para ti. Y ahora que ya

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lo tienes, ¿por qué no saco unascervezas para todos?

Hubo un silencio, después unapequeña contracción en sus manos.Luego el disparo hizo todo pedazos.Mientras rugía en mis oídos, volví a eseapartamento en Detroit, tumbado en elsuelo al lado de mi compañero.

La sangre. Me estoy muriendo.El disparo zumbando en mis oídos.Me estoy muriendo y mi compañero

se está muriendo porque no fui a buscarmi pistola.

No. No estoy sangrando. Estoy enmi cabaña. Bruckman disparó a la paredde madera, por encima de mi cabeza.Los hombres me habían soltado. Tenía

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los brazos libres. La pistola. El bolsilloderecho.

Busqué el bolsillo. Fui a tientasdurante lo que pareció una eternidad, alfinal encontré la abertura y metí la manopara coger la pistola. Sentí su peso frío.Sácala y dispara. Dispara a esoscabrones uno a uno, empezando porBruckman.

Intenté sacar la pistola. Sentí unamano en mi brazo. Luego otra. Mi brazodoblado hacia atrás, los tendonesestirados a punto de romperse. Lapistola cayéndose al suelo; el torperuido sordo del metal golpeando lamadera.

Luego, la voz de Bruckman en mi

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oído.—Te voy a joder, bien jodido,

McKnight. Juro por Dios que te voy amatar.

Me dio un puñetazo en las costillas,en el mismo sitio en el que me habíagolpeado antes. Volví a quedarme sinrespiración. Esta vez pensaba que no ibaa recuperarla nunca más.

—Alguien nos va a oír —dijo unode los hombres que estaba detrás de mí—. ¿Has pensado en eso?

—Joe, estamos en el puto medio dela nada —le dijo Bruckman, sinquitarme los ojos de encima.

Respira, maldita sea. ¿Por qué nopuedo respirar?

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—Hay otras cabañas —dijo elhombre que se llamaba Joe—. Van allamar a la Policía.

El otro hombre que estaba detrás demí habló más fuerte.

—La Policía no es nuestro mayorproblema —dijo—. Mira este sitio.

—¿Quién hizo esto? —dijoBruckman—. ¿Quién destrozó tucabaña?

Respira. Aún no puedo respirar.—¿Quién hizo esto?Levanté la mano como si luchara por

conseguir aire. Por fin respiré como sihubiera acabado de salir del fondo delocéano.

—Tú lo hiciste.

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Bruckman me cogió del pelo y mepuso la pistola debajo de la barbilla.

—La verdad es que me estás dandomucho por culo, ¿lo sabías? Ahoraescúchame con atención. Voy a repasartodo esto despacio y con calma para queincluso tú puedas entenderlo.

Su cara estaba a medio palmo de lamía. Su aliento tenía una dulzuraenfermiza y era peor que el de cualquierbebedor de ginebra.

—Vino aquí el viernes por la noche—dijo—. Te encontró en ese bar al finalde la carretera. ¿Es así?

No dije nada. Puso la punta de lapistola en mi cuello. Tragué y dije:

—Sí, estuvo allí.

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—Se fue contigo, ¿no? En esamierda de camión al que le falta unaventanilla.

Asentí con la cabeza.—¿Te hizo una chupadita en el

aparcamiento antes de iros?Lo miré fijamente a los ojos.—Entonces, vinisteis a tu cabaña,

¿cierto? Un viejo como tú…Seguramente te agotó en cinco minutos.¿Tengo razón?

—Lonnie —dijo el hombre a miizquierda—. Deja ya esa mierda.

—Cállate, Stan —le dijo al hombre.Y luego a mí:

—¿Cuántas veces te la follaste,McKnight? Quiero saberlo.

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—No la toqué —dije.—Sé que la mayoría de los porteros

sois maricones, McKnight, pero no tecreo.

—No me importa lo que creas —dije.

—Muy bien —dijo—. Eres unperfecto caballero. Ahora dime dóndeestá la bolsa.

—¿Qué bolsa?—Llevaba una bolsa blanca. De tela

o algo parecido.—De lona —dijo el hombre a mi

izquierda. El hombre que estaba a miderecha no había dicho aún ni unapalabra. Su única contribución habíasido la de casi arrancarme el brazo de

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mi cuerpo y hacer que soltara la pistola.¿Aún seguía en el suelo? No podía verlapor ningún sitio.

—De lona —dijo Bruckman—.Gracias. La puta bolsa era de lona.

Intenté recordar. Sí, ella tenía unabolsa. Era blanca y sí, parecía que erade lona. No dejó que se la llevara.

—Te estoy diciendo la verdad —dije. No veía la razón por la que nohacerlo, aunque sabía que a él no legustaría—. A la mañana siguiente ellahabía desaparecido. La bolsa también.Pensaba que tú te la habías llevado. Poreso te estaba buscando.

—Estás mintiendo —dijo—. Eso notiene ningún sentido.

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—Mira este sitio —dijo uno de loshombres que estaba detrás de mí—.Lonnie, estoy pensando, ya sabes, enquiénes pudieron haber hecho esto.

—¡Cállate Stan! Maldita sea,¿quieres cerrar el pico un minuto?

—¡Mira alrededor Lonnie! ¿Quiénmás pudo haber sido?

—Si fueron ellos y encontraron aquíla bolsa —dijo mirándome—, entonceseste cabrón ya estaría muerto.

—Algo no va bien, Lonnie —dijo elhombre—. No tiene ningún sentido.

Bruckman puso sus dos manos en elcuello de mi abrigo; el metal frío de lapistola contra el lado izquierdo de micara.

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—No me creo que esto esté pasando—dijo. Aún me estaba mirando a losojos, pero lo dijo como si no estuvierahablando con nadie en concreto—.¡Joder! No me creo que esto estépasando.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo elhombre a mi izquierda.

Lonnie soltó un chillido animal yvolvió a golpearme en las costillas conla pistola. Los otros cuatro hombressiguieron su ejemplo y comenzaron amolerme a palos. O a lo mejor uno delos hombres se contuvo esta vez. No losestaba contando.

Cuando me levantaron del suelo, miojo izquierdo se estaba comenzando a

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hinchar y a cerrar. El resto me dolíatanto que hizo que deseara perder elconocimiento.

—Dame esa cuerda —escuché decira alguien. Había perdido toda lacapacidad para distinguir las voces.Ahora todo era igual: un monstruo condiez brazos y diez piernas.

Sentí cómo me ataban las manos, tanfuerte que el áspero cáñamo lacerabamis muñecas. Y luego mis piernas. Mecogieron como una bolsa grande de salgruesa y me sacaron al aire frío. Sentí elpicor sobre mi ceja izquierda y sentí lasangre goteando en mi ojo.

Me soltaron en la nieve que se abriópara recibirme, y luego se cerró de

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nuevo por encima de mí, el polvo blancoy frío me cubría la cara. Solo veíablanco.

Pasos. Alejándose de mí. Me dieronpor muerto. En primavera, encontraránlo que quede de mi cuerpo, después deque los coyotes hayan hecho conmigo loque quieran.

No había ruidos. Solo el sonidodistante del viento y los copos de nieverecién caídos acumulados sobre micabeza.

Luego la explosión, como si lascinco motos de nieve hubieranarrancado a la vez. El chirrido metálicode los motores acelerando y, después, elsonido metálico y hueco al meter las

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marchas. Me dejarán y me quedaréentumecido por el frío hasta morir.

Luego un tirón repentino en mispiernas. Mi cuerpo moviéndose.Estoy… estoy deslizándome. Me estánarrastrando. Alguien me está arrastrandodetrás de su moto de nieve.

Sentí cómo me elevaba sobre lanieve mientras me arrastraban hacia elinterior del bosque. Pude oír cómo lamoto de nieve se movía lentamente porlos montículos de nieve. Luego, cuandoestábamos en el sendero, comenzó aacelerar. La cuerda se tensó por larepentina aceleración, estaba a punto deromperse. Y luego me convertí en unobjeto en movimiento. Solo sentía la

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velocidad y el manto blando de nievedebajo de mí, casi sin fricción. La nieveme golpeaba la cara como si fueranmiles de agujas pequeñas.

Me arrastraron durante un periodode tiempo que ni siquiera podíarecordar. Luego los vehículos sedetuvieron. Escuché voces. Palabras sinsentido. No sentía la cara. No sentía lasmanos. Intenté sentarme, mirar a mialrededor. Solo veía árboles y másnieve a través de la nieve en mispestañas. Me están llevando al bosque,pensé. Están tomando el sendero haciael oeste, lejos de la ciudad, al interiordel desierto. Nadie los verá.

¿Pero por qué se han parado aquí?

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Intenté despejarme la mente yescucharlos. Dos hombres se estabanchillando el uno al otro. «Que te jodan.No, que te jodan a ti. Estás chalado.Entonces, vamos».

Los motores rugieron de nuevo. Estavez venían hacia mí. Intenté cubrirme lacabeza, pero fue inútil. Apenas podíadoblarme. Las motos de nieve pasaron aambos lados. Pude sentir la cuerdaapretándome fuerte el cuerpo,clavándose en el cuello y luego, con untirón repentino y violento, mis piernas setorcieron hacia un lado y mi cuerpo sedesplomó. Golpeé el suelo con la cara.Pude sentir la sangre caliente saliendode mi nariz.

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Me están llevando de vuelta, pensé.De vuelta a mi cabaña. Tengo quemantenerme consciente. Tengo quepensar. Alguien tiene que verme.Alguien más en el sendero. Es mi únicaoportunidad.

Intenté mirar, intenté mantener losojos abiertos en ese ataque de nievecontra mi cara. No había nada más queblanco.

Hasta el árbol.No lo vi hasta una décima de

segundo antes de que me golpeara.Intenté esquivarlo, pero me dio en lascostillas, justo donde Bruckman ya mehabía dado. Me cortó la respiración yenvió un dolor punzante a mi brazo

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derecho que me llegaba hasta la pierna.Ya está, pensé. Así es cómo acaba

todo.Nos detuvimos. Volví a encontrarme

fuera del sendero, dentro de la profundanieve. Me hundí en ella, luchando porrecuperar el aliento.

Respira, maldita sea. Respira.La cara de Bruckman apareció sobre

la mía. Se inclinó hacia mí.—¿Vas a decirme dónde está? —

dijo.Respira. Toma aire.—Te mataré —dijo—. Te mataré

aquí mismo.Una bocanada de aire, por favor.—¿Dónde está la bolsa? —gritó—.

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Dime dónde está.—¡No lo sabe! —dijo una voz detrás

de él—. ¿Es que no lo ves o es que eresidiota?

La cara de Bruckman habíadesaparecido. Miré las ramas, las nubesy los copos de nieve que caían sobre micara. A más de mil kilómetros dedistancia escuché las voces que semezclaban en una sola.

—Pero bueno, ¿qué coño te pasa?…Voy a enseñarte lo que me pasa… ¿Quévamos a hacer? ¿Arrastrarle el culo todoel rato?… Claro, eso es lo que vamos ahacer… Todo el camino de vuelta porencima del río, eso es lo que vamos ahacer… Sí, es lo que vamos a hacer…

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¡Joder! Estás loco. Todo esto te ha dadotanto por culo que ni siquiera puedespensar con claridad… Entonces píratecagando hostias… Un placer, CapitánGilipollas. Me voy.

Una sola moto de nieve que volvía adespegar. Luego otra. Esperé a que mearrastrara. Intenté tensar mi cuerpo, peroya no podía seguir haciéndolo. Ahoraera un peso muerto.

Movimiento. Lento al principio,como antes. Cuando llegamos alsendero, volvió a ir a toda velocidad.No puedo aguantar durante mucho mástiempo.

No puedo aguantar.No. Tengo que luchar. Un último

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intento.Levanté la cabeza. Abrí los ojos.Desde el árbol. Un movimiento

repentino. Algo golpeó al conductordesde un lado. Está en el suelo. La motode nieve se ha parado. La estoy mirandocomo si fuera algo en un sueño. Unamoto de nieve sin conductor.

Un hombre. Tiene un cuchillogrande. El cuchillo más grande que hevisto en mi vida. Está cortando lacuerda. No lleva un casco como esoshombres que conducen esas motos.Conozco al hombre. Lo he visto antes ensueños.

Otro hombre. También lo conozco.Lo he visto en el mismo sueño. Está

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peleándose con el conductor. Elconductor aún tiene el casco puesto.Están luchando cuerpo a cuerpo en lanieve. Todo está pasando a cámara lenta.

Un disparo desgarra el sueño.—¡No me dispares a mí, idiota!Conozco esa voz.Más disparos. Y luego el cuerpo de

un hombre cubriendo el mío; el impactofue lo bastante fuerte como paradespertarme y ahuyentar el tibioentumecimiento de mi cuerpo. Vuelvo atener frío. Y me duele todo mucho másde lo que me dolía antes.

Escuché el chirrido de las motos denieve, el sonido se hizo cada vez máspequeño hasta que finalmente solo

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quedó el sonido de su respiración contrami oído.

—No te preocupes, Alex —mesusurró la voz. Era Vinnie—. Se han ido.

Vinnie se quitó de encima y se sentóa mi lado. Leon se puso de rodillas alotro lado.

—La ayuda viene de camino —dijoVinnie.

—Te vas a poner bien, socio —dijoLeon.

Intenté hablar. Por fin un poco deaire. Y luego un poco más.

—Yo… —No pude decir nada más.—No te muevas —dijo Vinnie—.

No intentes hablar.—Tranquilo —dijo Leon—.

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Llegarán en cualquier momento.—Yo… —Respiré todo lo hondo

que pude, tragué fuerte y volví aintentarlo—. Yo… odio…

Me miraron. La nieve seguíacayendo a nuestro alrededor.

—Yo… odio… —dije. Y después,con la última pizca de fuerza que mequedaba, terminé la frase—… las motosde nieve.

Y luego me quedé inconsciente.

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Cuando abrí los ojos, vi el techo deescayola blanco y una luz fluorescenteque parecía mil veces más luminosa.Luego, las caras de extraños quellevaban puestas máscaras blancas. Meestaban haciendo algo en el costado.Sentí un vago tirón en las costillas.Luego no volví a verlos y no sentí nadamás que un dolor sordo por todo elcuerpo que dio paso a una sensación demovimiento suave, como si estuvieratumbado en una barca en medio del lagoSuperior en un día tranquilo.

Vi la cara de Leon durante un

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momento. Luego la de Vinnie.Me dormí. Cuando volví a abrir los

ojos, la habitación estaba vacía.Examiné la puerta. Había una ventana enla puerta por la que todo el mundo queestuviera en el pasillo podía mirardentro de la habitación y verme echadoen la cama. Había un hombre allí de pie.Me estaba observando. Llevaba unagorra de caza azul. Las orejeras lecolgaban sueltas. Intenté hablar, pero nopude.

Volví a dormirme. Durante una hora,o un día, o un año. Esta vez, cuando medesperté, sentí que, por primera vezdesde que había llegado a ese lugar,estaba realmente despierto. El dolor

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ahora era más fuerte. Mucho más fuerte.Me dolía la cabeza, especialmente

por encima del ojo izquierdo. Me dolíala boca. Me dolían las piernas. Perosobre todo, me dolía el costado derecho.Además del dolor, había algo más. ¿Quéera? Levanté la mano izquierda y laalargué por mi cuerpo. Había un tubo deplástico. Salía de mi cuerpo e iba aparar a una máquina que estabacolocada al lado de la cama. La máquinaestaba zumbando, haciendo lo que coñofuera que se suponía que tenía quehacerme. Dios, ¿qué es lo que hacía?Sentí el tubo. Estaba hueco. Era…

Aire.La máquina me estaba bombeando

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aire.Ya no podía respirar. Estoy

enganchado a esta máquina porque nopuedo respirar por mí mismo. ¿Estoyinválido? No, no puedo estarlo. Estoymoviendo el brazo. ¿Y qué pasa con elresto de mi cuerpo?

Moví las piernas. Intenté levantarme.El dolor me atravesó las costillas.

—Una mala idea —dijo una voz.—¿Quién es usted? —dije.—Soy el doctor Glenn. —Apareció

a mi lado y levantó la sábana paramirarme el costado derecho. Era unhombre alto, con barba y con unos ojosque me estaban examinando—. Y usted,señor, no debería estar moviéndose aún.

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—Midió cada palabra como si fueraotro término de medicina.

—¿Qué me ha pasado? —dije—.¿Dónde estoy?

—Está en el hospital War Memorialen Sault Ste. Marie. Lleva aquí desdeayer por la tarde.

—¿Por qué estoy enganchado a estamáquina?

—No se alarme —dijo—. Es solopara ayudar a mantener su pulmóninflado.

—Mi pulmón…—Señor, tiene dos costillas rotas y

un pulmón levemente perforado. Sufrióun colapso de un quince por ciento. Algomás de diez es lo bastante grave como

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para utilizar esta máquina. Justo ahora,hay aire dentro de la cavidad superiorde su pulmón derecho. Necesitamosmantener el pulmón inflado durante unpar de días para que las costillas securen.

—Maravilloso —dije.—También sufrió una leve

conmoción cerebral —dijo—. Así comoel corte por encima de su ojo izquierdo,que requirió quince puntos.

Sentí la venda sobre la ceja.—Además de todas estas lesiones

—dijo, levantando una radiografía haciala luz del techo—, ¿era consciente deque tiene una bala en el pecho?

—Encontraron la bala —dije—. La

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he estado buscando por todos los sitios.Bajó la vista y me miró; sonrió por

primera vez. La seria rutina del doctorhabía desaparecido.

—En serio —dijo—. ¿Quédemonios le pasó?

—¿Quiere decir con la bala o contodo lo demás?

—Empiece por la bala.—Fue hace catorce años —dije—.

Recibí tres en el pecho. Los doctoresdejaron esa dentro.

Asintió con la cabeza y volvió amirar la radiografía.

—Mediastino inferior —dijo—. Novalía la pena correr el riesgo de sacarla.

—Eso fue lo que me dijeron.

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—Estoy seguro de que también ledijeron que siempre habría peligro deque la bala se moviera y se acercara a lamédula espinal, ¿verdad? Que es por loque tiene que hacerse una radiografíacada año para asegurarse de que no seha movido.

—Vaya… me parece que norecuerdo que me dijeran eso.

—Ya, claro… —dijo. Me miró yesperó a que confesara. Cuando no lohice, volvió a levantar la radiografía—.Nunca había visto algo así en persona.Por aquí, los disparos son siempre decazadores. No son balas pequeñas comoesta. ¿Qué es, una veintidós?

—Sí —dije—, de una Uzi.

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—Ha tenido que llevar una vida muyinteresante —dijo—. Ahora, respecto aeste asunto…

—¿Qué asunto?—El que le trajo a mi hospital con

un pulmón colapsado y más heridas delas que puedo contar.

—Iba en trineo —dije—. Me dicontra un árbol.

Volvió a sonreír.—Tiene quemaduras de cuerda en

las muñecas y en los tobillos —dijo—.¿Siempre hay alguien que le ata cuandova con el trineo?

Me miré las muñecas. Las cuerdashabían dejado una franja de piel de trespulgadas roja y en carne viva.

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—Necesito hablar con el sheriff,doctor.

—Estuvo aquí. Lo llamé, haré quevuelva ahora que ya está despierto.También había dos hombres. Los doshombres que vinieron con laambulancia.

—Vinnie y Leon —dije. Y luego,recordé la cara que había visto o quepensé que había visto en la puerta—.Doctor, ¿había algún hombre en elpasillo con gorra de caza?

—¿Gorra de caza? ¿Se refiere a esasque tienen orejeras a cada lado? No sé.Bueno, seguramente no me hubiera dadoni cuenta. Hay muchos hombres por aquíque llevan esas gorras.

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—¿Cuánto tiempo tengo quequedarme aquí?

—Van a pasar al menos dos díasantes de que le desenganchemos de esamáquina —dijo—. Y luego, por lomenos, otro día más. Haremos unaradiografía cada día para ver cómoestán las costillas.

—¡Qué buena noticia! —dije—.Siempre me han encantado loshospitales.

Cuando el doctor se fue, me quedéallí escuchando la máquina durante unbuen rato. Ahora que sabía lo que estabapasando, podía sentir el aire dentro demí. Por un momento, ese pensamientome pudo y tuve que controlarme para no

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arrancarme el tubo. Pero luego, el aireseguiría dentro. De hecho, si sacara eltubo, ¿qué me detendría de volar por lahabitación, como en los dibujosanimados, con el aire que sale delglobo?

Una enfermera vino y me dio unaspastillas. Cuando me las tomé, el doloren el costado comenzó a aliviarse denuevo. Me di otro paseíto por las nubes.Esta vez, cuando me desperté, Leonestaba sentado en una silla al lado de lacama.

—¡Eh, socio! —dijo.—¿Qué hora es? —dije—. ¿Cuánto

tiempo llevo durmiendo?—Son alrededor de las cinco de la

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tarde —dijo—. Llevas aquí veinticuatrohoras.

—¿Qué fue lo que pasó? —dije—.¿Dónde te…? ¿Cómo te…? La últimavez que te vi, estábamos los dos en lacasa de señora Hudson. Te ibas decamino a casa.

—Me dijiste que te estabansiguiendo —dijo—. Decidí investigarlo.

—¿Me seguiste hasta casa?—Seguí a los hombres que te

estaban siguiendo. —Sacó una libreta—.Jeep Grand Cherokee, verde oscuro…

—Espera un segundo —dije—. Lostipos que me estaban siguiendo tenían unTaurus verde.

—Dos hombres blancos —dijo—.

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Cuarentones, con gorras de caza…—Una roja y una azul —dije—. Son

ellos. Les ayudé a sacar el coche de lanieve. Seguro que se dieron cuenta y secambiaron a un todoterreno.

Leon me miró.—Los ayudaste.—Sí.—A sacar su coche de la nieve.—Estaban estancados —dije—.

Había que ser amable.—Y te quedaste con sus caras —dijo

—. Me gusta, socio.—Leon… —dije, pero luego no tuve

la fuerza para terminar la frase—. Tansolo dime qué más pasó. ¿Qué hicieronesos hombres del coche?

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—Los seguí todo el camino hastaParadise. Aparcaron en uno de esospequeños moteles de turistas en elextremo sur de la ciudad, el BrassAnchor. ¿Lo conoces?

—Sí, creo que he visto alpropietario por la ahí —dije—. ¿Estosdos tipos se están quedando en el motel?

—Tiene sentido —dijo—. Al nortehay un callejón sin salida. Todo lo quetienen que hacer es esperar a que vengaspor ese camino y luego pueden volver aseguirte.

—¿Y después, qué?—Después de verlos entrar en el

motel, me fui a tu casa. Me imaginé quequerrías saberlo. Tu camión estaba allí y

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la puerta estaba abierta, pero tú noestabas en casa. Vi un montón de pisadasen la nieve y las huellas de las motos denieve. No estaba seguro de lo que habíapasado, pero no tenía muy buena pinta.Intenté llamar al sheriff desde mi móvil,pero no pude contactar con él. Cuandolas líneas de teléfono se estropean,todos los canales de los móviles sesaturan. Bueno, a lo que vamos, volvípor tu camino y vi al señor LeBlancaparcando en su casa. Intenté llamar alsheriff de nuevo, por fin contactamos, yluego nosotros dos regresamos. Ahí fuecuando escuchamos las motos de nieve.Te estaban arrastrando por el sendero.Vinnie agarró un gran palo. Yo saqué mi

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revólver. Aún tengo la licencia parallevar armas. De antes, quiero decir,cuando pensaba que era un investigadorprivado de verdad. —Se miró lasmanos.

—Y lo eres —dije—.Probablemente me has salvado la vida.

—Estaba aterrorizado, Alex. Vinniederribó de un golpe a ese tipo de lamoto de nieve y yo sólo me quedé allímirándolo. Las otras motos de nievevolvieron. No sabía qué hacer. Disparéla pistola al aire. Vinnie me gritó que nole disparara a él. Volví a disparar alaire. Los hombres —se dieron la vueltay se fueron. Les estaba apuntando con lapistola. Les podría haber disparado. Al

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menos, a uno de ellos. Al tipo que teestaba arrastrando detrás de su moto denieve. Podría haberle disparado, perono lo hice.

—Hiciste lo correcto —dije—.¿Qué más ibas a hacer? ¿Dispararle a laespalda mientras se iba con la moto?

—Estaban intentando matarte —dijo—. Estaban intentando matar a mi socioy les dejé marchar.

—Leon, no le cuento esto a muchagente, pero cuando era un oficial depolicía en Detroit, mi compañero y yonos vimos envueltos en… bueno, unasituación delicada. Nos dispararon a losdos. Yo sobreviví, pero mi compañerono lo hizo. He revivido ese día en mi

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cabeza un millón de veces y siempreacabo sintiéndome responsable de sumuerte. Probablemente hubiera podidosacar mi pistola a tiempo para detenerlo,pero no lo hice.

—¿De ahí es de donde viene la balaque tienes en el pecho?

—Sí. El doctor y yo acabamos depasar un buen rato con eso. Bueno, aúnasí, la diferencia es que yo fracasé y micompañero murió. Tú no fracasaste.Estoy vivo. Así que vamos a olvidartoda esa mierda de que tú los dejastemarchar, ¿vale?

—Vale —dijo—. Gracias porcontármelo.

—Probablemente sea por los

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medicamentos que me he tomado —dije.Los dos dejamos de hablar durante

un rato. Solo se escuchaba el sonido dela máquina bombeándome aire.

—Estuvieron aquí —dije finalmente—. Al menos uno de ellos estuvo aquí.

—¿Quiénes, los tipos que te estabansiguiendo?

—Eso creo —dije—. Aunque noestoy seguro. Estaba delirando.

—¿Cuándo? —dijo—. ¿Dónde?—Estaba ahí fuera, en el pasillo —

dije—. Creo que fue anoche.Leon saltó de la silla como si aún

pudiera cogerlo.—Esos cabrones. Tenemos que

averiguar quiénes son.

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—Ya sabes dónde se hospedan —dije—. Vete y echa un vistazo.

Me miró y sonrió.—¿Sabes, Alex? He estado

pensando, creo que Prudell-McKnightsuena mejor. ¿Qué piensas?

—Creo que estás tentando a lasuerte, Leon.

Levantó las manos.—Tan solo piénsatelo. —Cogió una

bolsa de papel marrón y la puso en lamesa—. Toma, te he traído algunascosas.

—¿Qué tipo de cosas?—Algunos libros y revistas.

Material de investigador privado.También podrías sacar provecho del

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tiempo muerto.—Sal de aquí —dije—. Dedícate a

lo tuyo.—Ahí lo tienes, socio —dijo—.

Leon Prudell está en el caso.Vi cómo se iba. Un torbellino de

ciento ocho kilos de franela y botas denieve.

Cuidado, mundo.

Me pasé el resto del día tumbado en lacama, divagando en una nube decodeína. No podía levantarme por culpade la máquina. Ni siquiera podía darmela vuelta. Las enfermeras entraban paraecharme un vistazo, para darme más

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medicamentos o para vaciar la chata. Nofue un día divertido.

Podía ver bastante de la ventanacomo para saber que fuera volvía anevar, luego se hizo de noche e intentédormir. Seguí despertándome cada horacuando un nuevo dolor se manifestaba.Los puntos sobre mi ojo comenzaron adolerme, luego la cadera derecha, luegoel hombro derecho. El dolor de miscostillas era un ruido de fondoconstante.

Por la mañana volví a ver al doctor.Me desenganchó de la máquina eltiempo justo para hacer otra serie deradiografías, luego me llevó de vuelta ensilla de ruedas a la habitación. Bill

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Brandow estaba allí esperándome.—¿Cómo te encuentras? —dijo,

cuando volví a estar en la cama.—Nunca me había sentido mejor —

dije—. ¿Recibiste mi nota?—Sí —dijo—. Estoy trabajando en

ello.—¿Qué tienes? —dije—. Te di la

descripción de los dos tipos que mehabían estado siguiendo. Te di el númerode matrícula de su coche; aunque ahora,por lo visto, parece que tienen otrovehículo distinto. Un Jeep GrandCherokee. Incluso puedo decirte dóndese hospedan. Están en el Brass Anchoren Paradise. Leon les siguió de cerca.

Se sentó a mi lado.

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—¿Leon Prudell? ¿Ese payaso quesolía ser el detective privado de Uttley?

—Si ese payaso no hubieraaparecido ayer —dije—, Bruckman aúnestaría arrastrando mi culo detrás de sumoto de nieve.

—¿Qué me puedes contar de eso? —dijo—. Empieza por el principio.

—Ya conoces el principio —dije—.Pensé que se había llevado a Dorothy,pero ya no estoy tan seguro. Quería quele dijera dónde estaba. Y quería saberdónde estaba la bolsa.

—¿Qué bolsa?—Una bolsa blanca que llevaba con

ella.—¿No sabes dónde está?

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—Claro que no —dije—. Bill, ¿vasa contarme lo que está pasando o no?¿Aún seguís buscando a Bruckman? ¿Yqué pasa con los otros dos tíos?¿Comprobaste la matrícula?

—Alex, ya te dije que estabatrabajando en eso. En esas dos cosas.No voy a quedarme aquí y hablar de loque sé y de lo que no sé.

Le miré a los ojos.—Te estás empezando a parecer a

Maven —dije.—Muchas gracias.—Te lo digo en serio. ¿Por qué me

lo pones tan difícil?—Quiero que me prometas algo,

Alex. Quiero que me prometas que vas a

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dejar que yo me ocupe de esto, ¿vale?Tú sólo relájate y mejórate. Déjamehacer mi trabajo, ¿de acuerdo?

—¿Me llamarás cuando averigüesdónde están?

—Prométemelo, Alex.—Vale, vale. Te lo prometo.Cuando se fue, no tenía nada que

hacer, simplemente tumbarme allí ypensar en ello. Tomé más medicamentos.Utilicé la chata. No puedo seguir así,pensé, voy a perder el puto juicio.

Vinnie vino alrededor de la hora dela cena. Acababan de traer una bandejacon algo parecido a carne con algún tipode salsa de verduras y un compartimentoseparado con gelatina verde.

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—Tiene bastante buena pinta —dijo.—Si gustas… —dije.—No gracias —contestó—. Acabo

de comerme un bistec en el Glasgow. Yasabes, con esa salsa de coñac que Jackiehace.

—Eres un hombre cruel —dije.—Estoy quitando la nieve del

camino —dijo—. He estado usando tucamión. Y he estado ocupándome de lascabañas, aunque ya se han ido unoscuantos tíos. No sé si te pagaron poradelantado.

—Nunca lo hacen —dije—, pero note preocupes por eso. Gracias porecharme una mano.

—No es nada —dijo. Se quedó allí

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de pie mirando al suelo durante un buenrato—. Lo siento Alex.

—¿Por qué?—Por el modo en el que te hablé la

otra noche. Después de que fuéramos aver a los padres de Dorothy.

—Olvídalo —dije—. Debería habersido un poco más comprensivo.

Miró la máquina.—¿De verdad esta cosa te está

bombeando aire? ¿Qué pasa si girohacia arriba este mando? —Hizo ungesto como si realmente fuera a hacerlo.Me sobresalté.

—¡Uy! Maldita sea. Vinnie, mealegro mucho de que hayas venido.

—Lo tenía, Alex —dijo—. Lo tenía

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justo ahí.Levantó las manos y miró el espacio

que había entre ellas.—¿A quién? ¿A Bruckman?—No iba a dejarlo escapar —dijo

—, pero luego Prudell comenzó adisparar. Temí que fuera a darme.

—No te dispararía —dije—. No loolvides, te ha pagado una fianza de mildólares. No conozco las normas conexactitud, pero estoy bastante seguro deque pierde la fianza si te mata.

—La fianza —dijo, como si sintieraque lo mencionara.

—¿Cuándo es el juicio? —inquirí.—La semana que viene.—Ahora que ya saben más acerca de

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Bruckman, no serán tan duros contigo,¿no?

—No lo sé. Pase lo que pase, siguesin gustarles que un indio ataque a unpolicía.

—La tribu te representará, ¿no?—Sí —dijo, volviendo a mirar al

suelo—. Lo harán.—Dorothy sigue siendo una de las

vuestras, ¿no?—¿A qué te refieres?—A si sigue siendo un miembro de

la tribu, aunque haya estado fuera tantotiempo.

—Claro que sí.—Entonces, ¿qué va a hacer la

tribu? ¿No van a intentar encontrarla?

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—Sí, creo que sí. Pero, te diré algo.Si alguna vez vuelvo a ponerle lasmanos encima, lo mataré. Loestrangularé hasta matarlo, Alex. Esmalvado. Pude verlo en sus ojos.

—Lo sé —dije—. Yo también lo vi.—Bueno —dijo. Pareció regresar

mentalmente de algún lugar muy lejano—. Tengo una partida en el casino. Mealegro de que estés bien; bueno,teniendo en cuenta las circunstancias.

—Me alegro de que te hayas pasadopor aquí —dije—. Significa mucho paramí.

Las drogas me habían vuelto aablandar.

Cuando se fue, intenté leer un rato,

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pero hizo que me comenzara a palpitarla cabeza. Intenté ver la televisión; fuemucho peor. Otra vez los medicamentos,la conmoción cerebral o Dios sabe qué.Me quedé tumbado en la cama y, poralguna razón, pensé en béisbol. Revivímentalmente un par de partidos. ¿Cuántotiempo hacía que había jugado mi últimopartido? Fue un partido de triple A enColumbus, en septiembre de 1972.Recordé mi última jugada, una bola bienbateada a la base izquierda. Se asentó enel guante del jugador exterior, a metro ymedio de un home-run. Toda mi carreraprofesional en unas pocas palabras.Parecía que había pasado una eternidady aún, cuando me miraba las manos,

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podía ver las protuberancias debidas ahaber jugado cuatro años detrás de labase del bateador, con todas las bolaslanzadas a máxima velocidad y losgolpes nulos.

Y debajo de aquellas viejascicatrices, las nuevas heridas de mismuñecas. Las cuerdas estaban tanapretadas… Volví a estar allímentalmente, deslizándome por la nieve.Mi corazón palpitaba. Me costabarespirar. Podía sentir el aire en mipecho, esta cosa alienígena dentro demí.

Tranquilo, Alex. Eso es exactamentelo que no necesitas en este momento.Tan solo tranquilízate.

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Volví a poner la cabeza en laalmohada, me obligué a relajarme, a nopensar en nada. Me acordé de lo que mehabía dicho un antiguo compañero deequipo: que el secreto para no pensar ennada no es intentar evitar que lospensamientos penetren en tu mente. Ensu lugar, los dejas entrar y atravesar tumente, entrando por un oído, cruzando elsuelo resbaladizo, y saliendo por elotro. Pero claro, el que hablaba era unlanzador zurdo y todo el mundo sabe quelos zurdos están locos.

Las enfermeras hicieron sus rondas.Más tarde, un hombre enceró el suelodel pasillo. La máquina seguíabombeando aire. Podía oír el sonido del

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viento afuera.Me dormí. Por fin, pude dormir bien.

Por la mañana, el médico volvió avisitarme. Me hizo las radiografías yluego me preguntó si quería que mesacara el tubo.

—¿Es una pregunta con truco? —dije—. Saque ya esa maldita cosa.

Me puso anestesia local antes desacármelo. Al final del tubo había unglobo de aire desinflado, cubierto por elmaterial que reviste el interior delpulmón. Me cosió la incisión delcostado y me dijo que me quedara allíantes de intentar levantarme, tumbado unpar de horas más, hasta que él volviera.Cuando se fue de la habitación, esperé

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un minuto antes de girar mis piernashacia el suelo. Me levanté muydespacio. Me sentí bien, igual que si mehubieran pegado una patada en elestómago. Estaba listo para volver aintentarlo en una hora.

Leon pasó por allí a la hora delalmuerzo.

—¿Dónde está tu máquina pararespirar? —dijo.

—Vuelo solo —respondí.—Genial, ¿dónde está tu ropa?

Vamos a sacarte de aquí.—Leon, aún tardo quince minutos en

levantarme e ir al baño.—Bueno, yo al menos he estado

ocupado. Definitivamente tus dos

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amigos se hospedan en el motel BrassAnchor. Están en una habitación al finaldel motel con una ventana que tienevistas a la carretera principal. Supongoque, contigo en el hospital, no han tenidomucho que hacer. Los vi irse un día conel coche y merodear por la reserva.

—¿Qué? ¿Has estado observándolestodo el tiempo?

—No siempre —dijo. Ahora que medaba cuenta, parecía cansado—. No seme ocurrió ningún buen modo parapreguntar por ellos en la recepción delmotel. Si se hubieran enterado de eso,sabrían que alguien les estabaobservando.

—No sé qué más podemos hacer —

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dije—. Excepto volver a llamar aBrandow y ver si ha conseguido algo.

—Los policías no colaboran con losdetectives privados —dijo—. Es unaregla tácita.

—Leon, la verdad es que deberíasescucharte de vez en cuando. «Lospolicías no colaboran con los detectivesprivados». Por el amor de Dios, estamoshablando de Brandow. Es un buen tipo.

—No cuando tiene la placa, Alex.—Vale, está bien —dije—. Lo que

tú digas.—Ahora, respecto a Bruckman…—¿Qué pasa con Bruckman? Él no

se llevó a Dorothy.—¿Estás seguro?

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—Cuanto más pienso en ello —dije—, menos sentido tiene que fuera él elque se la llevó.

—Entonces, ¿quién se la llevó?—No lo sé —dije—, ¿quizá los dos

hombres que me están siguiendo?—Pero si ellos son quienes la

tienen, ¿por qué te están siguiendo?—No lo sé —dije—. A lo mejor

tienen a Dorothy, pero no tienen la bolsablanca.

Le resumí rápidamente lo de la bolsablanca que Bruckman quería a todacosta.

—No importa quiénes son esos tiposo lo que quieran —dijo—, aún tenemosque encontrar a Bruckman. Primero, él

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es nuestra única fuente de información; ysegundo, ¿no es como si ahoradebiéramos hacer algo? ¿Después de loque te hizo?

—Dame un par de días antes de quetenga que pensar en eso, ¿vale? Lo únicoque puedo hacer ahora es levantarme yechar una meada.

—¿Dónde crees que puede estar? —dijo—. Ahora, quiero decir.

—¿Quién sabe, Leon? Podría estaren cualquier sitio.

—Piensa, Alex. ¿Qué dijo?Repasé la noche mentalmente

intentando recordar lo que había dicho.O lo que habían dicho sus compañerosde hockey.

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—Uno de sus amigos lo llamóCapitán Gilipollas —dije—. Esbastante bueno.

—Vale, así que tiene algo dedisensión —dijo—. ¿De qué más teacuerdas?

Seguí pensando.—Bien, veamos… Me molió a

palos. Quería saber dónde estabaDorothy. Quería saber dónde estaba labolsa. Luego me llevaron fuera,volvieron a reventarme a golpes. Luegome arrastraron detrás de sus motos denieve durante un rato. Luego sedetuvieron…

—¿Y?—Discutieron —dije—. El tipo que

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lo llamó Capitán Gilipollas le preguntósi iban a arrastrarme por el río.

—El río —dijo—. El St. Mary.Están en Canadá.

—Sí —dije—. Tienen que estar allí.—Se esconden allí. Tuvo que haber

pasado algo.—Y la única razón por la que

volverían aquí —dije— sería paraencontrar esa bolsa.

—¿Qué crees que hay dentro? —dijo—. ¿Drogas?

—No sé que más podría ser —dije—. Aunque si eso es verdad…

No quise completar el pensamiento.Pero no pude quitármelo de la

cabeza. Incluso cuando Leon ya se había

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ido y estaba pasando mi última noche enel hospital, no pude parar de hacerme lamisma pregunta una y otra vez.

Sabía que Dorothy tenía problemas.Se juntó con malas personas y vino a míporque no sabía qué hacer después. Eraobvio que había cometido algunoserrores, pero aparte de eso, yo pensabaque ella solo era una víctima inocente.Esa es la parte que más me habíaafectado de aquella noche. Es lo que mehabía hecho sentirme tan mal cuando sela llevaron de mi cabaña. Es lo que mehabía llevado a salir a buscarla. Pero siesa bolsa que ella llevaba estaba llenade speed o de coca, o de Dios sabe qué,entonces, ¿qué decía eso de ella?

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Y después de todo lo que habíapasado durante los últimos días, ¿quédecía eso de mí?

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Salí del hospital un jueves por lamañana, después de tres nochesenchufado a la máquina y una más solopara asegurarnos de que mis costillasiban a quedarse en su sitio. El doctor mehizo una última radiografía y me dioórdenes estrictas de que no hiciera nadamás extenuante que conducir a casa eirme a la cama durante un par de días, yluego sería un hombre libre.

Cuando salí por la puerta principaldel hospital, el viento me estabaesperando. Me golpeó la cara con unaráfaga de aire que hizo que me lloraran

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los ojos. Vinnie estaba sentado en micamión.

—Bienvenido —dijo mientras yo meacomodaba dentro—. ¿Cómo teencuentras?

—Frío —dije. Incluso con lacalefacción puesta, el asiento del cocheera como un bloque de hielo.

—La sensación térmica de hoy es demenos cuarenta grados —dijo, mientrasponía el camión en marcha—. Yo digoque nos dirijamos al sur y que sigamosconduciendo hasta que nos quedemos sindinero para gasolina.

—No voy a ir a ningún sitio hastaque no desayune —dije—. Bueno,quiero decir, comida de verdad.

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—Jackie te está esperando —dijo—.En cuanto me dejes en el casino. No mearrancó el coche esta mañana.

—Algún día arreglaré esta ventana—dije. Era extraño estar sentado en laparte equivocada de mi propio camión,especialmente con el aire frío quepasaba a través del plástico.

—Vi a tu amigo Leon esta mañana—dijo—. Parecía como si no hubieradormido en tres días. Fue a donde Jackiea por un café. Cuando me vio, me llevófuera y me dijo que estaba vigilando aun par de tipos que estaban en uno de losmoteles. Me dijo que te dijera que yaestaba trabajando en lo otro, ¿cómodijo?, en los otros individuos que andan

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sueltos en Canadá.—Tiene algo más —dije.—Alex, ¿no crees que ese tipo es un

poco raro?—Conduce —dije—. Tengo

demasiada hambre para hablar.Mientras la nieve volaba por la

carretera, se arremolinaba en un dibujosiempre cambiante, hipnotizándomemientras lo miraba. Me arropé con elabrigo y me eché para atrás en elasiento. De algún modo caí rendido, aúncon el aire frío en mi oreja. Cuandovolví a abrir los ojos, acabábamos dellegar a la reserva Bay Mills. Incluso enuna fría mañana a mediados de enero, elaparcamiento del casino estaba casi

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lleno.—Gracias por recogerme —dije,

mientras abría la puerta.—Cuidado con las motos de nieve

—contestó.Me deslicé hasta el otro asiento y

cogí el volante. La cabeza volvió adolerme cuando me concentré en lacarretera, pero pensé en las tortillas deJackie y eso hizo que continuara. En lacarretera principal hacia Paradisebusqué el motel Brass Anchor a laizquierda. Era una simple cadena depuertas, a lo mejor tenía ochohabitaciones en total. Había untodoterreno verde oscuro aparcado alfinal, al lado de la carretera.

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Alex ha vuelto a la ciudad, chicos.El Glasgow Inn estaba casi vacío.

Ya era la última hora de la mañana, asíque los conductores de las motos denieve ya estaban fuera en los senderos;no entendía muy bien cómo demoniospodían conducir por allí todo el día coneste tiempo. Me dolía con solo pensarlo.

—¡Santo cielo! —dijo Jackiecuando me vio—. Eres la cosa más feaque ha entrado jamás por esa puerta.

—Yo también me alegro de verte —dije—. Necesito una tortilla con todo.

—Demasiado tarde para desayunar—dijo—. La cocina está cerrada.

—Jackie, incluso con dos costillasrotas, te mataré con mis propias manos

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si no metes tu culo en esa cocina.—Ve a sentarte al lado del fuego —

dijo—. Supongo que también quieres elperiódico y un Bloody Mary.

—Eres un buen hombre, Jackie. Dioste recompensará algún día.

Me miró de manera rara al cruzar lapuerta de la cocina. Arrastré una silla allado de la chimenea y eché otro tronco.Cuando ya estaba acomodado, meprometí a mí mismo que no me moveríade ese lugar en una semana.

Cuando Jackie volvió con la comida,se quedó de pie a mi lado durante unbuen rato, mirándome.

—¿Qué pasa? —dije.—Bromas aparte, ¿vas a estar bien?

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Estás hecho una mierda.—Así es como me siento —dije—,

pero sí, estaré bien.—Tengo una caja de Molson

esperándote —dijo—. Solo dimecuándo.

—Que Dios te bendiga —dije.Me miró con cara rara y me dejó

solo. Me quedé allí sentado en la silla ymiré el fuego. El viento seguía soplandofuera. Una hora más tarde, por fin,levanté el culo de la silla el tiemposuficiente para ir al baño. Cuando estabade pie, fui a la ventana y abrí lascortinas; vi algunas motos de nievezumbando y luego, al final de lacarretera, el motel Brass Anchor. Podía

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ver la esquina del letrero a través de losárboles.

Esto es de locos, Alex. Hay doshombres escondidos en ese motelesperando a que tú hagas algo. Y túestás escondido aquí en el bar nohaciendo nada en absoluto, esperandoa que alguien averigüe quiénes son ypor qué te están observando.

Me fui a la barra y cogí el teléfono.Cuando contacté con la oficina delsheriff, pregunté por Bill. No estaba. Ledejé un mensaje para que me llamara alGlasgow Inn. Volví a mi silla al lado delfuego y me senté dos minutos y luegovolví a levantarme y a coger el teléfono.

¿Cuál era el número? No me

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acordaba. Bueno, de todas formas, a lomejor lo habían cambiado. Ya habíanpasado más de catorce años. Llamé ainformación de Detroit, pregunté por elnúmero de mi antiguo distrito policial.Cuando la recepcionista respondió, ledije todos los nombres de los que meacordaba: el de mi antiguo sargento, unpar de detectives y el de cada oficial enel que podía pensar. Ninguno de ellosseguía en el distrito policial. Lepregunté si podía hablar con el sargentode servicio. Cuando me pasó con él, leintenté explicar que era un antiguooficial y que necesitaba comprobar unnúmero de matrícula. No se lo tragó y nole culpaba por eso.

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Caminé por el bar un par de veces,fui a la ventana de nuevo y volví a miraral final de la carretera. Luego me acordéde un par de nombres más de antiguosoficiales de policía con los que habíatrabajado. Volví al teléfono e intentéprobar con la recepcionista. Nada.Todas las personas con las que habíatrabajado ya no estaban allí. Mepregunté si la mayoría de ellos seguiríansiendo policías.

No tuve que hacerme esa pregunta demi antiguo compañero.

Leon apareció un momento después,dejando entrar una ráfaga de aire cuandoabrió la puerta. En plenas condicionesno se parecía a un modelo, pero ahora

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tenía un aspecto horroroso. Su pelopelirrojo despeinado estaba incluso másrevuelto que de costumbre y las ojerasque tenía hicieron que me preguntara sihabía dormido algo en los últimos tresdías. Tenía incluso peor aspecto que yo.

—¿Qué demonios te ha pasado? —dije.

—He estado trabajando, Alex. Heestado buscando a Bruckman.Simplemente quería pasar por allí,vigilar a nuestros amigos en el motel yver cómo te iba. —Se acercó a la barray se sentó en un taburete.

—Por el amor de Dios, ¿hasdormido algo?

—A ratos —dijo—. En el coche. He

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estado intentado pasar por las tiendas ylos restaurantes durante el día y, luego,por la noche, seguir con los bares.

—¿Estás loco? ¿Dónde hasestado…?

—En Canadá —dijo—. ¿Teacuerdas? Sabemos que seguramenteesté en algún sitio en Canadá.

—¿Has estado yendo a cada tienda,restaurante y bar de Canadá?

—No, piénsalo bien, Alex. Trajeronsus motos de nieve hasta aquí, ¿no? ¿Aqué distancia podrían estar del río?

—En cualquier sitio en Soo deCanadá —dije—, que es solo cuatroveces más grande que Soo de Michigan.

—No es tan difícil —dijo—. Vas a

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un sitio y luego a otro. Entras en unarutina. Tiene que estar en alguno de esossitios, Alex. Tiene que comer. Y túdijiste que estaba colocado, ¿verdad?

—Sí, ¿y?—¿Cuántos cocainómanos conoces

que se queden en un bar todo el día?—No sé, Leon.—Los que fuman hierba son otra

cosa distinta. Pero cuando tomas coca,necesitas acción. Necesitas salir toda lanoche, buscar ese ambiente. Ya sabes,luces, música.

Jackie puso una canadiense enfrentede mí, miró a Leon y luego puso los ojosen blanco.

—Necesito un café —dijo Leon—.

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Lo más fuerte que puedas.—No digas eso —dije—. Su café ya

es bastante malo.—Así que he estado visitando

frecuentemente todos los localesnocturnos, Alex, porque sé que está enuno de esos sitios. Y no hay muchossitios a los que ir por las noches. Esdecir, comparado con todos los sitios alos que puedes ir durante el día.

—Supongo que tiene sentido —dije—. ¿Has probado en las pistas de hielo?

—¿Pistas de hielo? —dijo.—Sí, tú mismo lo has dicho.

Necesita acción. Juega al hockey.—¡Claro! —dijo—. Maldita sea, ¡es

verdad!

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—Si es que es como todos losjugadores de béisbol que he conocido—dije—. O los jugadores debaloncesto. O lo que sea.

—Aunque se estuviera escondiendoallí, a la larga regresará a las pistas dehielo. Date prisa con ese café, Jackie.Tengo que volver allí.

—Leon, ¿puedes relajarte unminuto? Te vas a matar. Por lo menos,come algo.

—Vale —dijo—. Tienes razón.Tienes toda la razón. Tengo que tomarmelas cosas con calma.

—He estado aquí sentado pensandoen lo que hacer con esos tipos del motel—dije. Intenté llamar a Brandow, pero

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no estaba. Incluso intenté llamar aalgunos de mis antiguos amigos policíasde Detroit para ver si podían conseguirque alguien comprobara la matrícula.

—Ya la he comprobado, Alex.—¿Cómo lo hiciste?—Llamé a la Secretaría del estado y

les di el número de mi placa deinvestigador privado. ¿No sabías que sepodía hacer eso?

—Eh, no… —dije—. Peroentonces… Bueno, no importa. ¿Quéaveriguaste?

—No existe ese número de matrículaen el estado de Michigan.

—Eso es imposible.—Eso fue lo que me dijo la chica.

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Descolgué el teléfono del bar yvolví a llamar a la oficina del sheriff.Bill aún no había llegado.

—Maldita sea —dije mientrascolgaba el teléfono—. Esto me estávolviendo loco.

—Entonces, ¿a qué estamosesperando? —dijo—. Vamos a hacerlesuna visita.

—Le prometí a Bill que le dejaríaencargarse de esto —dije. Me giré en eltaburete y miré la ventana—. ¡Quédemonios! Le doy de margen hastamañana por la mañana. Si para entoncesaún no ha hecho nada, iré hasta allí.

—Estoy contigo, socio.Miré a Leon. Quizá por primera vez,

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lo miré de verdad.—Vete a casa —dije al final—.

Duerme algo.—Un par de horas —dijo—. Luego

voy a volver allí. Me pregunto cuántaspistas de hielo hay en Soo de Canadá.

A las cinco de la tarde ya era de noche,la luz del día se había escabullido tandeprisa que te daba por pensar sirealmente había sucedido. Para lasnueve ya había llamado a Bill tres vecesmás. El último mensaje que le habíadejado era simple. «Mi promesa caducamañana por la mañana. O me llamas ovas al motel Brass Anchor para ver

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cómo llamo a su puerta».Con el sol puesto aún hacía más frío.

Tan solo salir fuera era un acto devalentía. Cuando caminaba por la nieve,sonaba como un vaso rompiéndose.Pude ver un par de luces encendidas alfinal de la calle. Otro bar. Un restauranteque atendía a la multitud de las motos denieve. El humo salía de las chimeneas.Más allá estaba el hotel. No pude verloen la oscuridad, pero sabía que estabaallí. Me imaginé a los dos hombres en suhabitación. Quizá con las camisetasinteriores puestas. Un hombre sentado allado de la ventana. El otro… ¿Qué?¿Limpiando su pistola? ¿Durmiendo?Les deseé buenas noches a los dos. Era

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su última noche antes de que fuera avisitarles.

El camión vaciló con el frío. Nodebería haberlo dejado allí fuera paradotodo el día sin haber salido a arrancarlo.No con este frío. Por fin arrancó. Dejéla calefacción puesta todo el camino ysolo sentí el aire frío que salía. ¡Lamadre que me parió! ¡Vaya puto frío!,pensé. Ya es horrible sin estar cansadoy dolorido, y ya me siento como situviera cien años.

Conduje hasta casa. Cuando llegué ami camino, bajé la quitanieves y limpiéalgunos de los montículos de nieve. Elcoche de Vinnie estaba allí. Pero claro,me había dicho que no le había

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arrancado ese día, ¿no? Le había dejadoen el casino. O aún seguía allí o se fuepaseando a casa. Lo que fuera. Estabademasiado cansado para pensar en eso.

No has hecho nada en todo el día,Alex, simplemente has tenido el culosentado, y ahora estás tan cansado queapenas puedes tenerlos ojos abiertos.Vale, así que tienes costillas rotas ypuntos encima del ojo y, ¡joder!, cómoduele cuando hace tanto frío y ahoraestás hablando contigo mismo, así quevete a casa y vete a la cama.

La puerta principal de mi cabañaestaba cerrada, por una vez. Pero aúnasí, me quedé fuera de la cabaña y medije que no había nadie dentro

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esperándome. Nadie ha estado hoyaquí. Nadie te está observando. Esostipos están al puto final de la carreteraen el motel. Y Bruckman y sus chicosestán en otro puto lugar en Canadá,con Leon siguiéndoles el rastro, queDios les ayude. Estás asustado portodo lo que te ha pasado, así que tansolo olvídalo y entra en la malditacabaña antes de que te muerascongelado.

Cuando por fin entré, vi que Vinniehabía pasado mucho tiempo allíintentando ponerlo todo en orden. Habíacomida en la nevera, algunos platosnuevos apilados en la barra de lacocina. Incluso había puesto un colchón

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nuevo en mi cama para sustituir al quehabían rajado. Seguramente lo habíacogido de otra de las cabañas.

Intenté encender el fuego en el hornode leña. Hacía tanto frío que no tirababien. Tuve que luchar para conseguirque el aire subiera, pero cuando al finalgané la batalla, el fuego quemó el papely la leña, y comenzó a calentar un pocola cabaña.

Fui al baño y miré en el espejo alhombre más feo, más derrotado y rotoque había visto nunca. Tenía unahinchazón encima del ojo izquierdo,justo donde estaban los puntos: verde ymorado en contraste con el blanco de lavenda. Ni siquiera quise mirar las

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heridas que tenía en el cuerpo. Saqué demi bolsillo las pastillas para el dolor yleí la etiqueta. Cada cuatro o seis horas,según se necesite.

Según se necesite.Ya has pasado antes por esto, Alex.

Si te las tomas esta noche, te lasvolverás a tomar mañana por lamañana, y luego al mediodía, y luego ala cena, y luego mañana por la nocheestarás aquí contando cuántas quedan.Y luego las pastillas volverán aapoderarse de ti.

Puse el frasco en el fregadero yapagué la luz. Aún con la ropa puesta mesubí a la cama y me tumbé allí,escuchando el viento soplar por las

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grietas de las paredes. Estuve dandovueltas un rato, intentando encontrar unaposición para que no me doliera elcostado. Volví a pensar en las pastillas.Me quedaba una larga noche pordelante.

El teléfono me despertó cuandoestaba medio dormido. Miré el relojmientras me levantaba. Era más demedianoche.

—Alex, soy yo —dijo la voz.—¿Leon? ¿Qué pasa?—Lo encontré. Encontré a

Bruckman. —De fondo pude oír el suaveruido de una máquina de discos.

—¿Dónde estás? —dije.—Estoy en un bar pequeño en la

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parte este de la ciudad. Los pillé aquí enla pista de hielo Straitchclair. Ya seestaban yendo. Supongo que los echarondel partido o algo parecido. Los seguíhasta este bar. Acaban de empezar ajugar al billar, así que creo que sequedarán aquí un rato. ¿Cuánto tiempotardarás en llegar?

—Leon, deberíamos llamar a laPolicía.

—Están en Canadá —dijo—. ¿Quévamos a hacer, llamar a los poliscanadienses? ¿Crees que van a detener aesos hombres y nos los van a enviarallí?

—Se les busca por agresión —dije—. Deberíamos llamar al sheriff y dejar

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que él se ocupe de esto.—Como se está ocupando de los dos

hombres del motel, ¿no? Escúchame,Alex. Llamaremos a la Policía si quiereshacerlo, pero ¿no quieres hablar conesos tíos? A lo mejor no se llevaron aDorothy, pero seguro que saben algo.¿No quieres poner a Bruckman contra lapared y hacer que te diga qué demonioses lo que está pasando?

Me quedé allí de pie temblando unlargo momento. Por el teléfono no oíanada más que el sonido distante demúsica y risas. Y luego, el restallidobrusco de una bola de billar.

—¿Qué hacemos, Alex?—Dame la dirección —dije.

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La anoté, me puse las botas y elabrigo, y me dirigí afuera, a la noche.

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Aceleré el camión a sesenta y cincokilómetros por hora cuando pasé por elmotel Brass Anchor. Era toda lavelocidad que podía conseguir de unviejo camión en una carretera llena denieve, con quinientos cuarenta y cincokilos de quitanieves delante y otrostrescientos sesenta de bloques dehormigón detrás. Me imaginé a uno delos dos hombres sentados al lado de laventana, medio dormido, a lo mejor conun café en la mano. Solo podía esperarque se le cayera todo por encima cuandome viera rugiendo por delante.

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Conduje a lo largo de la carreteraprincipal hasta la M-28, luego al estedurante más de dieciséis kilómetros,antes de ver los faros detrás de mí. Mealegro de veros, chicos. Me alegro deque me acompañéis en el paseo.

Se mantuvieron a una distanciaconstante de cuatrocientos metros detrásde mí durante todo el camino hasta Soo,por la I-75 hacia el puente. No los videtrás de mí cuando pagué el peaje ycrucé el puente hasta Canadá. Debajo, elrío St. Mary estaba completamentecongelado.

Cuando me acerqué a las aduanascanadienses, recordé la pistola quellevaba en el bolsillo de mi abrigo.

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—¡Maldita sea! —dije en alto.Tengo licencia de armas y en algúnsitio en la guantera creo que tengo milicencia de investigador privado.Probablemente haya una vía oficialpara que un investigador privadointroduzca una pistola en el país. Estoyseguro de que Leon sabe cómo hacerlo.Podía detenerme en el arcén y llamarloa su móvil, si es que está en el coche.No puedo permitirme perder estosminutos. Seguramente haya querellenar un impreso. Olvídalo, voy apasar.

El agente de aduanas me sonaba unpoco. Seguramente lo había visto antesen uno de mis viajes a por cervezas.

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¿Por qué voy esta noche a Canadá? Esaera una pregunta fácil. Canadá tienelocales de striptease y Michigan no.Échale una sonrisa picara. ¿Llevodrogas o armas de fuego en elvehículo? Le miré fijamente a los ojos yle dije:

—No, señor, no llevo. —Me dejópasar sin problemas.

Cuando estaba en Soo de Canadá,seguí mirando por el espejo retrovisor,esperando a ver a mis dos amigos. Noestaban allí. ¿Por qué demonios nohabían cruzado la frontera?

Porque no querían pasar por lasaduanas, Alex. Son criminales y llevancinco o seis pistolas en el coche. No

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pueden mentir al agente de aduanascomo lo hice yo.

Me abrí camino por la ciudad haciael oeste. Olvídate de estos tíos porahora, me dije. Tienes que ocuparte deotra cosa. No estaba del todo seguro delo que iba a hacer cuando volviera a vera Bruckman. Tenía una mezcla de miedoe ira y también de algo más que nisiquiera sabía lo que era. Comencé atemblar. Subí un poco la calefacción,pero no sirvió para nada.

Relájate, Alex. Tan solo inspira yespira. Tienes que pasar por esto. Noserás capaz de vivir contigo mismo sino te enfrentas a él ahora.

Necesito un plan. Algún modo de

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entrar en ese bar y sacar a Bruckmande allí. Piensa, Alex, piensa.

Me metí por la Trunk Road en laparte este de la ciudad y seguí por ellahasta pasar una zona industrial quellevaba a la reserva india Rankin. LosFerrocarriles del Pacífico del Canadáiban en paralelo a la carretera. A estahora las vías estaban vacías. Cuandopasé el límite este de la ciudad, el pinarse apoderó de todo completamente.Como en la mayoría de las ciudadescanadienses, la naturaleza salvaje nuncaestá lejos. Nunca había pasado por estacarretera, pero sabía por el mapa quevolvía hacia la orilla norte del río St.Mary. Seguí conduciendo hasta que

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comencé a preguntarme si me habíapasado de largo. Luego vi la callelateral que estaba buscando.

El bar era un lugar pequeño,aproximadamente a una manzana de lacarretera principal, cerca del río. Eledificio no tenía ningún letrero, no habíaforma de saber que era un bar, si nofuera por el símbolo de las doscervezas: Budweiser en una ventana yMolson en la otra. Parecían brillar de talforma que me decían que estaba lejos demi casa y que probablemente no seríabienvenido allí.

Vi el pequeño coche rojo de Leon alfinal del aparcamiento. En cuanto loaparqué a su lado, Leon abrió la puerta

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del copiloto y se subió al camión.—Siguen ahí dentro —dijo. Se frotó

las manos y las sopló.—¿No tienes guantes? —dije.—Me los quité —dijo—.

Necesitamos estar listos para todo.Se dio unas palmaditas en el bolsillo

del pecho de su abrigo.—Recuérdame que te pregunte cómo

se pasan armas por la frontera —dije.—No me digas que te trajiste la

pistola, Alex.—Lo hice, pero mentí. No sabía si

me detendrían en la aduana.—Bien hecho —dijo—. Te las

harían pasar canutas.—¿Cuántos amigos tiene Bruckman

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con él? —dije.—Tres.—Eh… había cuatro hombres con él

en la cabaña. Debió haber perdido auno. Probablemente al tipo con el queestaba discutiendo.

—Ya lo tengo todo planeado, Alex.—Espera un segundo —dije—. ¿El

qué tienes planeado?—Ellos son cuatro y nosotros somos

dos —dijo—. Tenemos que hacerlobien.

—Lo sé —dije—. Me imagino quetengo que alejar a Bruckman de susamigos y sacarlo fuera.

—¿Qué piensas que van a hacer susamigos si intentas hacer eso? Y cuando

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esté fuera, ¿cómo vas a detenerle?Psicológicamente no eres más fuerte queél, Alex. No se sentirá amenazado.

—Sí, si le pongo una pistola en lacara —dije.

—Eso no funcionará —dijo—. ¿Deverdad crees que puedes entrar en esebar y apuntarle con una pistola?Empezarán a romperte los palos debillar en la cabeza. Mira este sitio.Estoy seguro de que no sería la primeravez. Ya te lo dije, lo tengo todomontado.

—¿Tienes qué montado? Leon, ¿dequé estás hablando?

—Alex, aquí no podemos forjar unafuerza arrolladora, así que tenemos que

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crear la «ilusión» de que existe esafuerza. Es a lo único a lo que estos tiposvan a responder.

—¿La ilusión de qué? Por el amorde Dios, Leon, ¿de dónde sacas esascosas?

—Está todo preparado —dijo—.Solo tengo que entrar y hacerte una seña.

—Leon —le dije agarrando elvolante—, por favor, déjame entrar ysacarle aquí.

—Se elige un sitio pequeño —dijo—, como el baño. Lo separas de losotros y te lo llevas a ese sitio.

—Me lo llevo al baño.—Al sitio pequeño. Podría ser un

baño. También podría ser otro lugar.

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Debería ser lo bastante pequeño comopara que entres en contacto directo conél, pero no uno demasiado pequeño en elque solo esté a un metro de ti.

—Leon…—Estaré en el bar, creando la

ilusión de la fuerza arrolladora. Tú sóloquédate aquí tres minutos antes deentrar.

—Espera —dije—. Espera.—Si el plan fracasa y tenemos que

salir de allí, dales en las rodillas.—Espera. Volviendo a esa cosa de

la ilusión…—No empieces a dudar. Te conozco.

Vas a intentar empezar una pelea deboxeo con esos tipos. Lo único que va a

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pasar al final es que te vas a romper lasmanos. Baja la cabeza y golpea elinterior de sus rodillas. Pégales patadasy se doblaran como un traje barato.

—Leon…—Quiero decir, un paraguas barato.—Leon…—Y no saques la pistola a menos

que ellos la saquen primero. Lo últimoque queremos es un tiroteo. Vale, ¿estáslisto?

—No, no lo estoy. Espera unsegundo.

—Venga Alex. No se van a quedarahí dentro toda la noche. Vamos a haceresto. Recuerda, dame tres minutos paraque me dé tiempo a prepararlo todo. —

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Abrió la puerta—. ¡Tres minutos!—¡Leon, espera!—Tengo que irme —dijo—, ahora

que estoy mentalizado.Intenté agarrarle, pero cerró la

puerta y corrió por la nieve hasta el bar.Esto es una pesadilla, me dije. Todo

esto. Me voy a despertar y voy a salir apasar la quitanieves por el camino.Luego voy a despertar a Dorothy a sucabaña y la ayudaré a encontrar unlugar bueno y seguro al que pueda ir.Nadie se la habrá llevado ni habrándestrozado mi cabaña, ni estaránsiguiéndome, ni me arrastrarán el culodetrás de una moto de nieve. Y noestaré aquí sentado enfrente de un

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garito en Soo de Canadá, esperandotres minutos a que Leon pueda entrar ycrear una ilusión de fuerzaarrolladora. Signifique eso lo quesignifique.

Miré el reloj del salpicadero: 1.13.No me puedo creer que esté haciendoesto. Dos minutos más. Cerré los ojos yrespiré hondo unas cuantas veces.

Cuando abrí los ojos, el reloj poníala 1.14. Un minuto más. Una ráfaga deviento balanceó el camión.

Conté hacia atrás el último minuto yluego conté uno más. Después salí delcamión. El aire frío me atacó, pero eraun camino corto hasta la puerta, así quesolo estaba medio entumecido cuando

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entré en el bar. Como suele pasarle atodos los edificios pequeños, esteparecía más grande al entrar. La barraestaba a la derecha, una televisiónsituada en lo alto de la esquina con unpartido de hockey puesto. Había lucesde navidad aún encordadas por el techo.Se encendían y se apagaban en la brumallena de humo. A la izquierda había unamesa de billar y una máquina de discos.Bruckman estaba allí con un palo debillar en la mano, mirando cómo uno desus compañeros de equipo intentabatirar. Sus otros dos compañeros deequipo estaban de pie, enfrente de lamáquina de discos, mirando la lista dereproducción. También tenían palos de

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billar. Cuatro jugadores de hockey conpalos gruesos en las manos; por lomenos uno de ellos estaba medio loco.

Dudé. Podría no ser una idea tanbuena.

Luego, vi a Leon en la barra. Mehizo un pequeño gesto de asentimiento.Después, puso su vaso en la barra y segiró para mirar hacia la mesa de billar.Conté otros siete hombres en la barra,incluido el camarero. Tan pronto comoLeon se giró, todos se quedaron calladosy también se giraron. Alguien encontróel mando a distancia de la televisión y laapagó. Luego, el camarero giró elinterruptor que había detrás de la barra yapagó la máquina de discos. Los únicos

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sonidos que quedaron en el lugar era elimpacto de las bolas en la mesa debillar y la risa tosca de Bruckman por untiro fallido. Cuando todas las bolas sedetuvieron, Bruckman dejó de reírse.

—¡Qué coño! —dijo. Levantó lavista y vio a ocho hombres mirándolefijamente. Examinó las caras deizquierda a derecha. La última cara quevio fue la mía.

—Partida —dije. Caminé hasta lamesa de billar. Estaba lo bastantesilencioso para escuchar el chirrido delsuelo bajo mis pies.

—¿Qué coño estás haciendo aquí?—dijo.

—¿Sabes, Bruckman? —dije—.

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Solo por una vez me gustaría escuchartedecir una frase sin la palabra «coño»dentro.

Bruckman me miró y luego miró asus compañeros de equipo.

—Hay ocho hombres en este sitio —dije. Ojalá Leon me hubiera explicadomejor el plan, me dije. Espero que estosea lo que él tenía en mente…—. Todostienen una pistola. Me encantaría vercómo intentas hacer algo estúpido justoahora.

Volvió a mirar a sus compañeros deequipo, y luego a los hombres en labarra.

Prácticamente pude oír lasruedecillas girando en su cabeza.

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—Pues, dime qué —dijo finalmente.—Es que me gustaría hacerte

algunas preguntas —dije—. Eso es todo.Si tú cooperas, no te dispararé.

—Como si fueras a hacerlo —dijo.—En el baño —dije—, a menos que

quieras que te mate aquí mismo.—¿Qué? —Sus ojos brillaban con

miedo o con sustancias químicas, o conlas dos cosas.

—Ya me has oído —dije—. Entra enel baño. Mientras estamos dentro, tustres amigos se van a quedar aquí de piepareciendo unos estúpidos, ¿está claro?

Tragó fuerte.—Muévete —dije.Volvió a mirar alrededor, como si

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estuviera esperando a que alguienhiciera algo. No sucedió nada, así quefinalmente inclinó el palo de billarcontra la mesa y se dirigió al baño. Yofui detrás. Cuando pasamos por delantede su compañero de equipo más grande,miré hacia arriba el tiempo suficientecomo para echarle una sonrisilla.

—Me alegro de volver a verte —dije.

Cuando llegamos al baño, cerré lapuerta con llave después de entrar.Había un inodoro, un urinario y unlavabo. Estaba claro que el que teníaque mantener el baño limpio no era muycompetente. Abrí la puerta que daba alinodoro.

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—Siéntate —dije. Saqué el revólverde mi abrigo.

—Me voy a dejar los pantalonespuestos —dijo.

—Me alegro por ti —dije—. Ahorasiéntate.

Bajó la tapa y se sentó sobre ella.Bajo la barata luz, parecía cansado,delgado y acabado.

—No tienes buena cara —dije.No dijo nada. Simplemente se quedó

allí sentado mirando fijamente lo quealcanzaba a ver en algún tipo dedistancia media.

—Veamos. Si la bala va en estadirección, debería dar allí —dije. Mirépor encima de su cabeza a la pared—, a

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menos que se quede en el cráneo.—¿De qué estás hablando?—Va a hacer un montón de ruido —

dije. Me agaché y le di una vuelta alrollo de papel higiénico. Partírápidamente un trozo, lo hice una bola yme lo metí en el oído izquierdo. Luegohice otra bola y me la metí en elderecho.

—¿Qué coño estás haciendo?—Me estoy preparando para

dispararte —dije—. Va a sorprenderenormemente a todos, lo sé. Ninguna delas personas que están aquí piensa quevoy a hacerlo. Pero sí que lo haré.

Examiné el lavabo y la ventana quehabía encima.

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—Seguramente tenga que salir poresa ventana —dije—. ¿Tú qué crees?

—¿Qué…?Aparenté comprobar la pistola y

luego la agarré con las dos manos.—¿Has visto alguna vez una bala

atravesar la cabeza de alguien? —dije.Cerré el ojo izquierdo y miré por elcañón con el derecho—. Es una imagenimpactante. Dios, este lugar va aquedarse hecho un asco.

—No puedes dispararme —dijo.—Claro que puedo —dije.—¿Qué quieres de mí? —dijo.

Empezó a balancearse en el asiento.—Quiero que te quedes quieto —

dije— para poder tener un disparo

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limpio.—Estás loco —dijo—. Estás jodido

de la cabeza.—Sí, no jodas —dije—. Supongo

que deberías haberme matado cuandotuviste la oportunidad.

—No —dijo—. No iba a…—Para de hablar —dije—. Me estás

desconcentrando.—¿Qué tengo que hacer? —dijo—.

Venga, dímelo.Abrí los ojos y lo miré por encima

de la pistola.—Supongo que podrías entretenerme

—dije—. Esto te daría al menos un parde minutos.

—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo?

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—Empieza a hablar —dije—. ¿Quéhay en esa bolsa?

—¿Qué bolsa?Volví a levantar la pistola.—No eres muy bueno en esto —dije

—. La bolsa que estabas buscandocuando te lanzaste sobre mí en micabaña.

—Drogas —dijo.—¿De qué tipo?—No estoy del todo seguro. Algún

tipo de speed. Mierda realmente fuerteque tiene que mezclarse con algo.Probablemente algo de crack. Y quizáalgo más.

—¿Dónde lo conseguiste?Dudó hasta que volví a cerrar el ojo

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izquierdo.—Un tío de Nueva Jersey… —dijo

—. Se lo robamos hace un par desemanas.

—¿Y qué pinta Dorothy en todoesto?

—Ella estaba conmigo —dijo—.Bueno, no cuando lo robamos. Soloque… ella estaba conmigo. Vinimosaquí juntos.

—¿Por qué vinisteis aquí?—Para venderlo —dijo—. ¿Para

qué si no?—¿Por qué aquí?—Teníamos que escapar; algún sitio

en medio de la nada. Dorothy conoceeste sitio porque ella se crio aquí.

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—No está mal que Canadá esté justoal otro lado, ¿eh? Ni siquiera tienes quepasar por la aduana, tan solo conducísvuestras motos de nieve por el río.

—Sí, algo así.—¿Y qué más, Bruckman?—¿Y qué más, qué?—Qué más hace a este sitio tan

fantástico para vender drogas.No dijo nada.—Los indios —dije—, ¿no?—Ahora, con todos esos casinos —

dijo—, ellos tienen el dinero.—Sabes lo de la reserva cheyenne al

norte, ¿no? Todos los problemas queestán teniendo con las drogas. Pensabasque ibas a forrarte aquí.

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—No es mi problema que no tenganfuerza de voluntad.

—Sí, no como tú —dije—. Tú nuncatocas esas cosas.

Apartó la vista.—Estabas echando mano de esa

bolsa, ¿verdad?—Un poquito —dijo.—¿Qué pensaba Dorothy de tu plan

de vender las drogas aquí?—Ella no lo sabía —dijo.—¡Ah! Ahora esto está empezando a

tener sentido —dije—. Déjame adivinar.Cuando lo descubrió, cogió esa bolsa yse fue.

—Sí, quizá —dijo.—¿Cómo supiste que vino hasta mí?

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—dije.—Gobi, uno de los tipos del equipo,

volvió a ese bar que tiene todas esascabezas disecadas y toda esa mierda enlas paredes. Allí estaba la camarera queél se estaba trabajando. Vio entrar aDorothy y la oyó preguntar por ti. Gobicreyó que ella tenía la bolsa. No estabaseguro. Nadie más la había visto. Yo lahabía escondido. No confiaba en nadie.Así que en lugar de detenerla ypreguntarle qué estaba haciendo, loúnico que hizo este gilipollas fuellamarme y dejarme un mensaje en elcontestador diciéndome que ella estabapreguntando por ti y que debería echarun vistazo. Todo porque no quería irse

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del bar porque pensaba que por finestaba llegando a algún sitio con esacamarera. Gobi es de esa clase de tíos.Tampoco tiene ni puta idea de jugar alhockey.

—¿No te la llevaste de mi cabaña?—dije.

—No, ni siquiera supe que habíaestado allí hasta un par de días después.Cuando volví a casa aquella noche,había un coche de policía, así que salíde allí echando leches y me vine aquí aCanadá. Supuse que estaba jodido.Como si a lo mejor me hubieraentregado a la Policía o algo así. Asíque me quedo esperando aquí y luego alfinal llamo a Gobi y le digo: «¡Oye!,

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¿qué coño está pasando aquí? ¿Me estánbuscando o qué?». Y él dice: «No tío,¿no recibiste mi mensaje?». Y yo ledigo: «¿Qué mensaje?». Y él me cuentalo que pasó. Resulta que aquella nochealguien destrozó el apartamento y laseñora Hudson llamó a la Policía. Poreso es por lo que el coche de policíaestaba allí.

—¿Tú no destrozaste elapartamento?

—No, coño, no —dijo—. ¿Por quéiba a hacer eso?

—¿Y tú no destrozaste mi casa?—No —dijo—. Joder, yo no

destrocé nada.—Entonces, ¿quién lo hizo? —dije.

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Me echó una sonrisita. Fue casisuficiente para seguir adelante ydispararle.

—No lo sabes, ¿no? —dijo.—No, pero estoy esperando a que tú

me lo cuentes —dije.—No estoy seguro —dijo—, pero

supongo que fueron un par de tipos quese llaman Pearl y Roman.

—¿Quiénes son?—Un par de tíos que trabajan para

Molinov.—¿Quién es Molinov?—Es el tío al que le robamos la

droga —dijo—. Créeme, es mejor queno sepas nada de Molinov.

—¿Es ruso? —dije.

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—No me paré a preguntarle.—¿Y qué me dices de esos dos tíos,

Pearl y Roman? ¿Qué aspecto tienen?¿Llevan gorras de caza?

—Nunca los he visto —dijo—. Solohe escuchado hablar de ellos.

—Un par de tipos me han estadosiguiendo —dije—. ¿Crees que sonellos?

—Por lo que he oído, probablementete matarían en vez de seguirte, pero¿quién coño sabe?

—Para empezar, ¿cómo meconocerían? —dije.

Puso los ojos en blanco.Probablemente le dolía la cabeza portodo lo que le estaba haciendo pensar.

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—El mensaje —dijo—. A lo mejorescucharon el contestador cuandodestrozaron mi apartamento. Si es así,estás metido en un gran lío.

—Tu preocupación es conmovedora—dije. Volví a meter la pistola en elbolsillo de mi abrigo.

Bruckman se quedó allí sentadomirándome.

—Esta es tu oportunidad —dije—.Sin pistola.

No dijo nada. No se movió.—Eres bastante duro cuando tienes a

otros cuatro tíos ayudándote a pegarleuna paliza a alguien —dije—. Veamoslo que puedes hacer solo.

Miró al suelo.

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—Eres un gamberrillo barato —dije—. No conseguiste ser jugador dehockey, así que lo pagarás con todos losdemás durante el resto de tu vida, amenos que te planten cara.

—Lo que tú digas, viejo.Me quedé allí de pie enfrente de él

durante un buen rato, esperando a quehiciera algo.

Y luego, desde el otro lado de lapuerta del baño, el sonido característicode los infiernos desatándose. Bruckmanarremetió contra mí, pero perdió mediosegundo en levantarse del asiento delretrete. Levanté la rodilla derecha justoa tiempo. Sentí una punzada de dolor enlas costillas, pero estaba seguro de que

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Bruckman se había llevado la peorparte. Se desplomó, sujetándose la narizcon las dos manos.

Cuando abrí la puerta, vi una broncade taberna de las de antes.

—¡Alex! ¡Aquí! —Era Leon al ladode la puerta. Dos de los matones deBruckman estaban ajustando cuentas condos de los hombres de la barra. No vi altercer matón. El resto de los hombresestaban de pie en las esquinas,intentando parecer que estabanpreparados para luchar sin tener quehacer nada en realidad. Crucé la sala,esquivando un palo de billar y untaburete. Cuando llegué adonde estabaLeon, abrió la puerta justo a tiempo para

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que el tercer matón se me viniera encimaal entrar apresuradamente con una ráfagade aire frío. Intentó darme y falló, asíque le di una patada en la rodilla, tal ycomo me había entrenado Leon. El tipochilló mientras se caía al suelo.

—¡Salgamos de aquí! —dijo Leon.—Estoy justo detrás de ti —dije.

Corrimos por la nieve y saltamos dentrode nuestros vehículos. Giró su cochepara salir del aparcamiento y yo leseguí, luchando para ver el camino quepisaban sus ruedas a través de la nieve.

Nos dirigimos al oeste por la TrunkRoad, de vuelta hacia los límites de laciudad de Soo en Canadá. Seguíamirando detrás de mí, esperando a ver

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faros. Leon redujo la velocidad cuandoestuvimos de nuevo en la ciudad. Adaptémi camión detrás de su coche e intentéque mi propio cuerpo hiciera lo mismo.El corazón aún me latía aceleradamente,la adrenalina aún me bombeaba por lasangre. Ahora sentía el dolor en elcostado y en la rodilla con la que habíagolpeado a Bruckman. Todo esto lopagaré mañana, pensé. Tendré suerte sipuedo levantarme de la cama.

Leon estacionó en el aparcamientode un restaurante en la calle Wellington.Aparqué a su lado, salí del camión, fui ala parte del copiloto y abrí la puerta.

—¿Estás bien? —dije.—Sí, solo tengo que recuperar el

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aliento un minuto.Me metí en su coche y cerré la

puerta.—Supongo que tenemos que

serenarnos antes de volver a pasar lafrontera —dijo.

—Buena idea. —Cerré los ojos yrespiré profundamente unas cuantasveces—. Dios, tenemos que estar locosde remate.

—A mí me pareció hasta divertido—dijo.

Lo miré. Realmente estabasonriendo.

—¿Cómo narices conseguiste queesos tíos hicieran eso? —dije.

—¿Los tíos del bar? Fue fácil.

Page 496: El Invierno de La Luna Del Lobo - Steve Hamilton

—¡Ah! No me digas.—Son esos «Franklins», Alex.

Pueden hacer milagros.—¿Pagaste cien dólares a cada uno

de esos tipos para que fingieran quellevaban armas?

—Benjamín J. Franklin —dijo—, elmejor amigo de un investigador privado.

—¡Por el amor de Dios! Así quefueron unos… ¿qué? ¿Setecientosdólares? ¿Y cuánto te gastaste la otranoche en la pista de hielo? ¿Unoscuatrocientos? ¿Quinientos?

—No mandes a Ulysses Grant hacerun trabajo que solo puede hacerBenjamín Franklin.

—Vale, ya está. Ya lo pillo. Te debo

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mil doscientos dólares.—Repartiremos los gastos, Alex.

Somos socios.—Te daré el dinero mañana —dije

—, y lo cogerás todo.Movió la cabeza.—Alex…—Bueno, es igual, ¿entonces, qué

pasó? Tu… ¿cómo la llamaste? ¿Lailusión de fuerza arrolladora? Sedesbarató.

—Algún payaso lugareño entró porla puerta, quería saber qué demoniosestaba pasando. Fue como si hubieraroto el hechizo.

—Ahora mismo, los dos deberíamosestar muertos.

Page 498: El Invierno de La Luna Del Lobo - Steve Hamilton

—¿Qué pasó en el baño?¿Conseguiste la información quequerías?

Le conté todo lo que Bruckman mehabía dicho. Acerca de Dorothy, lasdrogas en la bolsa, los hombresllamados Pearl, Roman y Molinov.

—Así que esos tienen que ser… —dijo— aquellos dos tipos que te hanestado siguiendo.

—Supongo que sí —dije—. Nocruzaron la frontera. A lo mejor noquerían arriesgarse a pasar por lasaduanas.

—¡Claro! Si son asesinosprofesionales…

—Asesinos —dije—. Esto se está

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poniendo mejor por momentos.—Entonces, ¿qué vamos a hacer con

ellos?Reflexioné sobre eso un minuto.—Le prometí a Bill que le dejaría

hasta mañana —dije—. Luego, iba a ir ahacerles una visita.

—Quizá deberíamos ir hasta allíahora mismo —dijo—. Hacerles unavisita mientras aún tenemos la venametehostias.

—Vena metehostias. Eresdemasiado, Leon.

—Admítelo, Alex. Te alegras de queesté a tu lado.

Me reí. No sé cómo podía reírmedespués de lo que acababa de pasar.

Page 500: El Invierno de La Luna Del Lobo - Steve Hamilton

—Por cierto, ¿qué tipo de coche eseste?

—Un Plymouth Horizon —dijo—.Es una mierda, lo sé.

—¿Cómo puedes conducir por lanieve con este coche?

—Tengo neumáticos buenos y sécómo conducir por la nieve —dijo—. Ydime, ¿vamos a ir a ver a esos tipos ono?

—Sí, deberíamos ir —dije—.Mañana no voy a ser capaz de moverme.

—¿Estás seguro de que estásdispuesto a hacer esto?

—Los quarterbacks juegan todo eltiempo con las costillas rotas —dije—.Tan solo se ponen algunas protecciones

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y esperan que no les golpeen demasiadofuerte.

—Sí, los quarterbacks —dijo—.Los quarterbacks jóvenes. No teofendas, Alex…

—Vamos —dije—. Te veré en elmotel.

Volví a mi camión y le seguí por elpuente. El reloj del salpicadero poníalas 2.40. Solo había una ventanilla deaduanas abierta a esas horas de lanoche. Vi a Leon pararse en la ventanapara responder a todas las preguntashabituales. Luego me llegó el turno.

Cuando me paré, el hombre me miró,luego al camión y luego volvió amirarme. No lo reconocí.

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—Buenas noches señor —dijofinalmente.

—Buenas noches —dije. Esperé laspreguntas. No hizo ninguna.

—Le voy a pedir que se haga a unlado en la zona de espera, señor —dijo.

—¿Disculpe?—Justo allí delante, señor. Aparque

justo allí.El resto fue como una pesadilla.

Sucedió en cámara lenta, debajo de unafila de bombillas fluorescentes desnudasque le daba a toda la escena un brillosurrealista.

Los agentes de aduanas registraronel camión. Sacaron una bolsa pequeñade debajo del asiento delantero. Había

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polvo blanco en la bolsa y la elevaronpara que todo el mundo la viera. Mismanos contra la pared, mis piernasabiertas. Cogieron la pistola del bolsillode mi abrigo.

La mordacidad del acero alrededorde mi muñeca izquierda, luego en laderecha.

Después, una voz detrás de mí:«Tiene derecho a permanecer ensilencio…».

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15

Era la misma celda. El sábado por latarde había visitado a Vinnie en estacelda. Hoy era, ¿qué? ¿Viernes por lamañana? Seis días. Pero ahora era yo elque estaba en el lado equivocado de losbarrotes.

Esta vez no había tantos hombres enlas celdas. Dos en la primera, uno en lasegunda, dos en la tercera. Tenía lacuarta celda entera para mí solo. Lasmismas bombillas fluorescenteszumbaban y parpadeaban por encima denosotros.

Eran más de las tres de la mañana.

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La poca o mucha fuerza que había tenidoese día, hacía tiempo que ya se habíaagotado. La había usado toda para salira rastras de la cama, al verme obligadoa adentrarme desesperanzado en lanoche, agriamente fría y oscura. Habíaviajado en una ola de adrenalina e iratodo el camino a lo largo del río hastadonde Leon había encontrado aBruckman. Ahora estaba sentado en unbanco de madera duro en la cárcel delcondado de Chippewa. Me eché paraatrás y me apoyé en la pared decemento, sintiendo el dolor en lascostillas y en la cabeza. No había modode ponerse cómodo. Tan solo me quedéallí sentado escuchando las luces

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zumbar e intentando no vomitar.Justo cuando pensaba que las cosas

ya no podían ir a peor, se abrió la puertay entró el jefe Maven.

Bajó por la línea de celdas decontención, revisando rápidamente cadauna de ellas hasta que llegó a la mía. Sequedó allí de pie mirándome a través delos barrotes.

—Buenas noches, McKnight —dijofinalmente.

—Jefe —dije.—¿Le han leído sus derechos?—Sí.—Eso está bien —dijo—. Eso está

bien.Acercó una silla desde la pared más

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lejana. Podría haber sido la misma sillaen la que yo me senté cuando habíavenido a ver a Vinnie. Sacó una cajetillade cigarrillos y un mechero de plata.

—¿Un cigarrillo?—No, gracias —dije.Encendió el cigarrillo, cerró el

mechero de un golpe y soltó un hilo dehumo a través de los barrotes.

—Está empezando a nevar de nuevo—dijo.

Miré al suelo.—Pensé que le gustaría saberlo —

continuó.No lo miré.—Gracias por el parte

meteorológico —dije.

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—Si le hago una pregunta —afirmó—, sabe que no tiene que responder.

No dije nada. El humo de Mavenestaba suspendido en el aire.

—Estaba en la cama, ¿lo sabía?Cuando me llamaron y me dijeron que lepararon en el puente, me levanté y mevestí e hice todo el camino hasta aquísólo para hacerle una pregunta. ¿Estálisto para ella?

Seguí mirando al suelo.—Aquí está mi pregunta, McKnight.

¿Usted cree en la reencarnación?Por fin levante la vista y lo miré.—Cree que si hizo algo malo en una

vida pasada, ¿podría pagar por ello enesta vida? —dijo—. O, por el contrario,

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si hizo algo bueno en una vida pasada…¿Sabe lo que le digo?

Seguí mirándolo. No dije ni unapalabra.

—A lo mejor no ha pensado muchoen esto —dijo—. Lo admito, yo tampocohabía pensado en esto antes.

Le dio una calada grande a sucigarrillo.

—Hasta esta noche —dijo.Echó el humo. Las luces seguían

zumbando.—Vea —prosiguió—, creo que he

llevado una vida bastante buena. Heayudado a algunas personas en elcamino. He sido un buen padre y un buenmarido. Estoy seguro de que tengo

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algunos puntos acumulados. Peromaldita sea, McKnight, estar sentadoaquí mirándole en esta celda… Le juroque esto es demasiado.

Le dio otra calada a su cigarrillo yme miró de reojo a través del humo.

—¿Qué cree, McKnight? Yo creoque quizá, en mi vida pasada, evité queun autobús escolar lleno de niños secayera por un acantilado; algo así.

Seguí mirándolo.—A lo mejor en la guerra —dijo—,

a lo mejor salvé una ciudad entera delos alemanes. Pienso que tiene que seralgo tan grande como eso. Esto esdemasiado bueno.

Ni siquiera pestañeé.

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—El Señor es mi Pastor, McKnight.Apenas puedo contenerme.

—¿Ha acabado? —quise saber.—En serio —dijo—. Tengo que

hacerle una pregunta real, porquepensaba que ya le conocía. Usted fue unfracaso como jugador de béisbol. Fue unfracaso como policía. Es un hombredestruido, solitario y desgraciado. Asíque usted lo compensa actuando comouna persona importante y soltandoimproperios a todo el mundo. Eso estodo lo que sé. Pero este asunto con lasdrogas… Eso no lo entiendo. Quierodecir, sabía que usted no era ni la mitadde listo de lo que se cree, pero nuncapensé que fuera tan estúpido.

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—La droga no es mía —dije.—Claro que no —dijo—, ni

tampoco la pistola.—La pistola es mía.—Confiesa lo de la pistola —dijo

—, claro que no tiene elección. Tiene sunúmero de registro en ella. Por otrolado, la droga…

—No es mía.—De acuerdo. De eso ya hemos

hablado.—¿Cuál será la acusación? —dije

—. ¿Y cuándo saldré de aquí?La silla rozó contra el suelo cuando

se inclinó hacia atrás.—¿Cuál piensa que será la

acusación? —dijo—. La única cuestión

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es si es un delito grave. Estoy seguro deque lo están deliberando en estemomento. Aunque, a decir verdad,parecía que no había un gramo en esabolsa. A lo mejor, después de todo, nosalvé a una ciudad entera, ¿eh? A lomejor solo fueron tres personas y unperro.

—Quiero un abogado —dije—. Yquiero salir de aquí.

—Puede tener un abogado si quiere—dijo—, y le sacaremos de aquí encuanto el juez aparezca para procesarle.

—¿De cuánto será la fianza?—El juez fija la fianza, ya lo sabe.

Su amigo Prudell está en el vestíbuloesperando para pagarla, sea la cantidad

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que sea.—Dígale que se vaya a casa —dije

—. Dígale que le llamaré.—Eso es muy considerado por su

parte —dijo—. Iré a decírselo.Entretanto, mientras que esperamos aljuez, creo que hay un par de caballeros alos que les gustaría hablar con usted.

—¿Quiénes?—Ya lo verá —dijo—. Volveré en

un ratito.—¿Qué está pasando? —dije.—Paciencia —dijo—. Relájese.Se levantó de la silla y la volvió a

colocar contra la pared.—Siéntase como en su casa. —

Caminó hacia la puerta, la abrió y salió.

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La puerta se cerró detrás de él con unsonido metálico que me atravesó.

Intenté tumbarme en el banco demadera, pero la sangre me palpitaba enla cabeza. Cuando volví a sentarme, lascostillas comenzaron a dolerme denuevo. Me levanté y paseé por la celdaun rato, luego volví a tener ganas devomitar. Fui a la esquina y me inclinésobre el retrete con una mano contra lapared de cemento. No salió nada.

Intenté sentarme. Me abracé a mímismo mientras me inclinaba y colgabala cabeza entre mis rodillas. Esto podríafuncionar, pensé. De esta forma estoycasi cómodo. Comencé a quedarmedormido. Luego, la puerta volvió a

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abrirse.Maven llegó por el pasillo. Le

seguían dos hombres.Eran los hombres que me habían

estado siguiendo. Uno aún llevabapuesta la gorra de caza roja. El otrotenía la gorra de caza azul en las manos.

—Alex McKnight —dijo Maven—,me gustaría que conociera a los agentesChampagne y Urbanic. Son de la brigadaantidroga.

Los hombres me miraron. Lesdevolví la mirada.

—Ustedes no son los hombres deMolinov —dije—. No son Pearl yRoman.

—¿De qué demonios está hablando?

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—dijo Maven—. Tampoco son el gordoy el flaco.

—El agente Champagne. —Hizogestos al hombre que tenía la gorra azul,como si me lo estuviera presentando enuna fiesta—. Y Urbanic. —El hombreque llevaba puesta la gorra roja.

—Tenemos que charlar un rato conusted, señor McKnight —dijoChampagne—. Jefe, ¿podríamos utilizaralguna de sus salas de interrogatorio?

—Tenemos una sala deinterrogatorio —dijo Maven—. Lesenseñaré el camino.

Maven sacó un juego de llaves yabrió la puerta de la celda.

—¿Usted qué cree, McKnight? —

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dijo—. ¿Podemos hacer esto sin lasesposas?

—¿Qué piensa que voy a hacer? —dijo—. ¿Intentar escapar?

—Normalmente diría que no —dijo—, pero las drogas hacen que loshombres hagan cosas raras.

—Por el amor de Dios —dije. Peroantes de que pudiera decir nada medirigieron fuera de la celda y mellevaron por el pasillo. Mientraspasábamos por la entrada, miré por lasventanas. El sol estaba empezando asalir. Caía una nieve ligera.

Maven nos condujo a la sala deinterrogatorios. Había estado antes enesta sala. Desde mi última visita, habían

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quitado el mapa de pesca y habíanrepintado las paredes de verde claro.Me senté en una silla a un extremo deuna mesa larga. Champagne y Urbanic sesentaron directamente al otro lado, yMaven al final. Por fin Urbanic se habíaquitado la gorra de caza.

—Nos gustaría hacerle algunaspreguntas, señor McKnight —dijoChampagne. Recordaba sus ojos oscurosde nuestro pequeño encuentro en lacarretera.

—Adelante —dije.—Antes de nada, nos gustaría que

nos dijera dónde se encuentra DorothyParrish.

—No sé dónde está —dije.

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—Pasó la noche del sábado en sucabaña.

—En la cabaña al lado de la mía —dije—. A la mañana siguiente ella ya noestaba.

—¿Desapareció sin más?—Sí.—¿Y usted no tiene ni idea de qué

fue lo que le pasó?—No —dije—. Pensaba que

Bruckman se la había llevado. Bruckmanes su…, supongo que su novio.

—Sí, Lonnie Bruckman —dijoChampagne—. Estamos familiarizadoscon él.

—Fui a verlo anoche —dije—. Parahacerle algunas preguntas.

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—Para hacerle algunas preguntas.—Sí.—Hace poco estuvo en el hospital

—dijo.—Sí —dije—, les vi allí; bueno, a

su compañero.Champagne miró disimuladamente

de reojo a su compañero. Urbanic seencogió de hombros.

—¿Por qué estuvo en el hospital? —dijo Champagne.

—Me dieron una paliza y luego mearrastraron detrás de una moto de nieve.

—Suena como si no le cayera muybien a alguien.

—Sus instintos son extraordinarios,agente Champagne.

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Frunció el ceño ligeramente.—¿Qué hizo para merecerse este

tipo de trato? —dijo.—Querían saber dónde estaba

Dorothy —dije—. Pensaban que yo latenía.

—Pero no era así.—No.—Y el hecho de que pensaran que

usted la tenía le hizo darse cuenta de queobviamente ellos no la tenían.

—De nuevo tiene razón —dije—.Parece que está en racha, ¿eh?

Ni siquiera se molestó en reaccionaresta vez.

—Así que si usted sabía que ellosno la tenían —dijo—, entonces, ¿por

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qué se fue anoche a Canadá para«hacerle algunas preguntas»?

Dudé.—Porque no sabía qué más hacer —

dije—. Pensaba que podría obteneralguna información, incluso aunque nosupiera dónde estaba Dorothy.

—Intentó encontrarla con todas susfuerzas —dijo.

—Estaba preocupado por ella —contesté—. Aquella noche estabaasustada.

—Tuvo que haberle trastornadomucho —afirmó—. Dígame, señorMcKnight, ¿cómo supo dónde encontrara Bruckman anoche?

—Lo encontramos —dije—. Mi…

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Pensé en eso un momento.—Mi socio y yo.—Su socio.—Leon Prudell —dije—. Él es mi

socio. Cuando estaba en el hospital, sepasó algún tiempo en Canadábuscándole.

—¿Cómo supo que tenía que buscaren Canadá?

—Bruckman dijo algo acerca devolver por el río. Supusimos que esosignificaba que se estaba escondiendoen Canadá.

—Jefe Maven —interrumpióChampagne—, ¿conoce a este talPrudell?

Maven se aclaró la garganta.

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—Creo que actualmente trabaja devendedor de motos de nieve.

—Un vendedor de motos de nieve—dijo Champagne, asintiendo con lacabeza—. Sin duda, algo muy valiosopara cualquier equipo.

—También es fiador —dije—. Einvestigador privado con licencia.

—Entiendo —dijo Champagne—.No necesita el otro trabajo. Tan solo lohace porque las mujeres no puedenresistirse a los vendedores de motos denieve.

—¿Hay alguna posibilidad de quepueda tomar un café? —pregunté.

—Cuando comience a darnosalgunas respuestas —dijo Champagne

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—, entonces se tomará el café.¡Demonios! Le traeremos el carrocompleto de desayuno hasta aquí. Hastael momento, no nos ha dado nada.

—Hemos pedido a algunos de losayudantes del sheriff del condado.Ahora mismo están registrando todas suscabañas. Seis de ellas son suyas,¿verdad?

—¿Qué quiere decir con lo de queestán registrando las cabañas?

—Mejor dicho las estándesordenando. Que le hayan parado condroga en el camión era un motivoprobable más que suficiente para unaorden de registro. ¿Qué cree que vamosa encontrar en sus cabañas?

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—¿A esta hora de la mañana?Probablemente a un montón de tipos delos de las motos de nieve no muycontentos.

—Lo sentimos por eso. Supongo queesto no va a ayudar a su negocio dealquiler.

—Vale —dije—. Escuchen, agentesChampagne y Urbanic, es así, ¿no?

Urbanic asintió con la cabeza.—Champagne y Urbanic —dije—.

Suena bien. Chicos, ¿no han ganado unamedalla de oro en patinaje artísticosobre hielo?

—Tiene gracia —dijo Champagne—. Personalmente yo no estaríahaciendo bromas si estuviera sentado

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acusado por llevar drogas y un arma,pero claro, eso si yo estuviera en sulugar.

—Dejemos las cosas claras —dije—. Ustedes, chicos, han estadosiguiéndome los últimos, ¿qué? ¿Seisdías? Primero conducen un Taurus quese queda estancado en la nieve, así quetengo que sacarles de allí. —Miré aMaven—. ¿Ha escuchado alguna vezalgo parecido, jefe? Les ayudé a salir dela nieve para que pudieran continuarsiguiéndome.

Maven los miró sin decir ni unapalabra.

—Y luego, cuando le digo al sheriffque alguien me está siguiendo…

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Me detuve. Un par de cosas a lacabeza me vinieron a la vez. No megustaba ninguna.

—Me detuvo —seguí—, porqueseguramente ustedes le habían dicho quelo hiciera; lo que significa quecontinuaron siguiéndome aunqueestuvieran al tanto de que yo sabía quelo estaban haciendo.

Champagne se frotó las manos.Urbanic continuó sentado. Maven sequedó de piedra y siguió mirándoles.

—Ustedes no se acercaron a mí y medijeron quiénes eran —dijo—. Tan solocontinuaron siguiéndome. En un cochenuevo. Un todoterreno esta vez, pero conlos mismos disfraces geniales. La

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verdad es que aquellos sombreros deElmer Gruñón también les quedabanbien.

—Señor McKnight…—Todo porque pensaban que tenía

algo que ver con la desaparición deDorothy. Y déjenme adivinar, con esabolsa blanca que ella llevaba.

Eso les animó.—¿Qué sabe de la bolsa blanca? —

dijo el hombre que se llamaba Urbanic.Era la primera vez que hablaba.

—Bruckman la estaba buscando —dije—. Eso es todo lo que sé.

—¿Cuándo vio la bolsa blanca? —dijo Champagne.

—Ya se lo dije. Dorothy la tenía con

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ella el viernes por la noche. A lamañana siguiente ella ya no estaba ytampoco su bolsa.

—Tal cual —dijo Champagne—.Tan solo… ¡zas! Y ella ya no estaba.

—Sí, ella ya no estaba —dije—.Alguien se la llevó. Creía que habíasido Bruckman, pero no fue así.

—Así que ahora no sabe quién se lallevó.

—No.—O quién se llevó la bolsa.—No.—No estamos consiguiendo mucho

aquí, ¿no? —Miró a su compañero yluego bajó la vista a la mesa y miró aMaven.

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Maven estaba sentadocompletamente callado, mirándonos.

—Si ustedes se hubieran acercado amí anteanoche —dije—, entonces nohabría ido a ver a Bruckman solo. Lotendrían ahora mismo y podrían estarhaciéndole estas preguntas.

—Creía que había dicho que se lohabía encontrado en Canadá.

—No me lo encontré —dije—. Loencontré. Quiero decir, Leon loencontró, pero podían haber tenido a lospolis canadienses allí. Estoy seguro deque ya han trabajado antes con ellos.

—¿Qué le hace pensar que ahora noestamos trabajando con ellos? —dijo.

Pensé en eso un momento.

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—Espere un minuto —dije—.Cuando me siguieron hasta el puenteanoche, ¿tenían a los polis canadiensesal otro lado para que continuaransiguiéndome de cerca?

—¿Usted qué cree?—Creo que es probable —dije—, lo

que significa que nos siguieron hasta elbar. Lo que significa…

Repasé lo que había pasado.Bruckman y yo en el baño. Sus hombresen la mesa de billar. Comienza la pelea.Yo salgo, veo lo que está pasando, cruzola sala, salimos por la puerta principal ynos encontramos con uno de sus hombresentrando, ¡había salido del bar!

—Él colocó la droga en mi coche —

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dije—. Cuando comenzó la pelea, élsalió y puso la bolsa en mi coche. Solopara joderme. Y luego, déjenmeadivinar, ¿ellos llamaron al puente?

Nadie dijo nada.—Eso es lo que pasó, ¿verdad?

¿Recibieron un soplo? Tuvieron quehaberlo recibido. Me estaban esperando.

Champagne continuaba mirándomefijamente. Urbanic frunció el ceño yapartó la vista. Y Maven…

Conocía esa cara. Maven estabamirando a los agentes con la misma caraque ponía siempre que hablaba conmigo.Estaba poniendo los ojos bizcos; el ojoizquierdo un poco más que el derecho.Tenía la boca como si estuviera

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mordiendo la cabeza de un clavo. Era lapeor cara de policía duro que habíavisto nunca, pero justo ahora me parecíaagradable. Me dio un resquicio deesperanza.

—Si ustedes tenían poliscanadienses vigilando el bar —dije—,entonces tuvieron que haber visto cómometían la droga en mi coche, ¿tengorazón?

Champagne soltó un largo suspiro.—Había polis canadienses en el

lugar de la acción, sí. Y sí, vieron a unindividuo salir del bar y abrir la puertade su camión. Pero eso no significa quele estaba poniendo droga dentro.

Maven golpeó la mesa con la mano.

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—¿Qué demonios cree que estabahaciendo? ¿Dejándole un caramelo dementa en el asiento?

—Jefe Maven —dijo Champagne.Levantó las manos como si fuera atranquilizar a un niño—. Por favor.

—Por favor, ¡y una mierda! —dijoMaven—. ¿Cuándo iban a decirme quelos polis canadienses estabaninvolucrados?

—¿Podemos discutir esto fuera? —dijo Champagne.

—Lo discutiremos aquí mismo.Vienen hasta aquí buscando a este tipo,Bruckman, y una bolsa de drogas quetiene con él. Se mueven por aquí comoperro por su casa, mandando a mis

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hombres, hablando por teléfono sobre el«fútbol». —Hizo como si tuviera unteléfono imaginario y se lo acercó a lacara—: «Sí señor, estamos rodeando elfútbol, señor. Tendremos a Bruckman yal fútbol en cualquier momento».

—¿El fútbol? —dije—. Chicos, ¿deverdad que lo llamaban así?

—Cierra el pico, McKnight —dijoMaven—, o volveré a lanzarte a aquellacelda.

—Lo siento —dije—. Siga.—Dios sabe cuántas veces podrían

haberle cogido —dijo Maven—, perono, tenían que esperar hasta queestuvieran completamente seguros deque tenían al hombre correcto y de que

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estuvieran completamente seguros deque llevaba la droga. «No podemosabordar al hombre sin el fútbol en lasmanos». ¿Cuántas veces dijeron eso?Así que luego, por supuesto, esta chica,Parrish, se lleva la bolsa delapartamento y se va a ver a McKnight. Yustedes dos corretean como idiotas,separándose, uno de ustedes intentaseguir a Bruckman y el otro intentaseguir a la chica. Y luego, ustedes siguensin moverse porque su hombre ya notiene el fútbol. Ahora, a la mañanasiguiente hace tiempo que elladesapareció, Dios sabe dónde estará, seescapó corriendo o la secuestró Diossabe quién. McKnight corretea como un

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idiota, intentando averiguar dónde está.¿Y qué hacen ustedes, chicos?¡Comienzan a seguirle a él! —Me señaló—. ¡Como si este burro fuera a volver allevarles hasta su fútbol!

Asentí en señal de agradecimiento,pero no me atreví a decirle nada.

—¿Cuántos días estuvieronsiguiéndole? —dijo Maven—. ¿Seisdías? El hombre más tonto del planeta yle lleva, qué, ¿ni siquiera un día suponerque le están siguiendo?

Maven hizo una pausamelodramática y luego alargó sudiscurso como un torturador que disfrutademasiado con su trabajo.

—¡Hasta McKnight tuvo que

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sacarles de la nieve cuando se quedaronestancados al intentar seguirle!

—Está fuera de lugar, jefe Maven —dijo Champagne.

—Pero ahora se supone que tengoque cooperar con ustedes aunque no mecontaran nada acerca de los poliscanadienses, o de que ellos hubieranvisto cómo colocaban la droga, nininguna de esas mentiras, ¿no?

Se detuvo para respirar. Parecía queChampagne quería matarme, o a Maven,o a los dos. Urbanic solo parecíaenfermo.

—¿Por lo menos cogieron aBruckman? —dijo Maven—. MientrasMcKnight hacía todos los preparativos

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para ustedes, ¿al menos cogieron aBruckman en Canadá?

—No —dijo Champagne.—¿No? —dijo Maven.—No —dijo Champagne—. Había

dos policías secretos en la escena de laacción. La policía local llegó paradetener la pelea. Los policías secretosintentaron detener a Bruckman, pero élhabía… eh… se había escapado por laventana del baño.

Levanté la mano.—Creo que yo le di esa idea —dije

—. Lo siento.—Había un montón de sangre en el

suelo —dijo Champagne.—Tenía la nariz rota —dije—, yo de

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nuevo.—Sí que detuvimos a dos de sus

amigos —dijo Champagne.—Vaya a hablar con ellos —dijo

Maven—. ¿Por qué están malgastando eltiempo de todo el mundo aquí?

—Jefe Maven —dijo Champagne—.Creo que hemos demostrado muchapaciencia y moderación aquí.Detuvieron a este hombre en unafrontera internacional con droga y unrevólver cargado en su vehículo. Siusted no va a cooperar en nuestrainvestigación, entonces procederemossin usted.

Maven miró a Champagne durante unmomento largo y terrible. Si yo no

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estuviera tan cansado, dolorido yasustado, hubiera compadecido al pobreagente. La brigada antidroga tenía unaoficina de distrito en Detroit, así que yohabía conocido a un par de ellos cuandofui oficial de policía allí. Eran buenos,pero ellos sabían que eran buenos.Quizá lo sabían demasiado bien, así quepodían dar la impresión de ser un pocoarrogantes cuando trataban con lapolicía local. Y eso era en una ciudadgrande. Dios sabe cuántomenospreciarían a la policía en unaciudad pequeña en medio de la nada,con un cuerpo de policía tan pequeñoque compartía el mismo edificio que losayudantes del sheriff del condado.

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Maven me odiaba. Eso lo sabía.Pero ¿cuánto más odiaría a un par defanfarrones agentes de brigada antidrogaque lo trataban como a un paletoatrasado?

—McKnight —dijo—, el juez estaráaquí a las nueve en punto. Cuandocomparezca, voy a pedirle al fiscal deldistrito que retire los cargos.

—No sabe cuánto se lo agradezco.—¿Qué está haciendo? —dijo

Champagne.—¿Qué le parece que estoy

haciendo? —dijo Maven—. Le estoyechando a patadas.

—No puede hacer eso.—Claro que puedo. Había menos de

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un gramo en esa bolsa, así que es undelito menor. Tiene licencia para llevarpistola. Solo que no informó de eso alentrar, así que también es un delitomenor. Cualquier cargo de delito menoren ese puente corresponde a la ciudad,ya lo sabe.

Champagne le señaló con un dedo.Otra gran idea.

—Está cometiendo un gran error —dijo.

—El siguiente dedo con el que meseñale será separado de su cuerpo —respondió Maven.

—¿Así es cómo se trabaja aquí, eh?¿Así es como lleva un Departamento dePolicía?

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—Discúlpenme, chicos —dije—.Me dijo que podía irme, ¿no jefeMaven?

—Salga de aquí —dijo—. Esté en eljuzgado a las nueve.

Champagne se levantó, volcando lasilla.

—Esto no ha terminado, McKnight—dijo. Se quedó de pie justo enfrentede mí, su cara estaba a unos pocospalmos de la mía—. Le estaré vigilando.

—Siga adelante —dije—. Esperoque le guste observar a un hombrequitando la nieve con pala, cortandomadera y bebiendo cerveza, porque esoes todo lo que va a ver.

Se quedó allí de pie, seguramente

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intentando que se le ocurriera algunaotra frase de tipo duro.

—Si me disculpan —dije—.Necesito aire fresco.

Les rodeé y salí por la puerta,deteniéndome el tiempo suficiente parasaludar a mi nuevo amigo el jefe Maven.

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Tenía que matar dos horas antes de micita en el juzgado, así que me di unpaseo por la calle Water bajo una luzinvernal que hacía que todo parecieragris y difuso alrededor de los bordes. Lanieve estaba húmeda y era pesada. Diezminutos caminando y ya llevaba la nievealrededor de los hombros como el chalde una anciana.

Me detuve en un pequeño restauranteal lado del parque Locks. Por supuestolas puertas estaban cerradas, pero habíabastante actividad de motos de nieve ylugareños para mantener el local

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abierto. Me senté en un banco con elperiódico y una taza de café, y pedíhuevos, beicon y salchicha y todo lo quepudiera caber en un plato de desayuno.

Mientras esperaba la comida, llaméal número de casa de Leon y le dejé unmensaje. Dos minutos más tarde llegógolpeando la puerta.

—Mi mujer me llamó por el busca—dijo. Respiró hondo mientras sequitaba el abrigo—. ¡Dios! Tienes unapinta horrible.

—¿Estabas trabajando? —dije.—Sí, no puedo quedarme mucho

tiempo —dijo—. Solo quería acercarmey ver qué demonios fue lo que pasó.

Le resumí todo, comenzando en el

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puente.—Te dejaron un bonito regalito —

dijo.—Un recuerdo de nuestra visita al

bar —dije—. Fue muy considerado porsu parte.

—Te podrían haber drogado —dijo.—Deberían haber metido un gramo

entero en el camión —dije—, entoncesme hubieran jodido bien. Supongo queaun así no querrían desprenderse detanto.

—¡Ajá! Seguramente tengas razón.—Si ves entrar aquí a dos tipos con

estúpidas gorras de caza —dije—, serámejor que te agaches.

—¿De verdad te dejó salir Maven?

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—Los cargos se retiran a las nueveen punto —dije—. Espero que paraentonces no entre en razón.

—Aquellos tipos eran agentes delDEA —dijo—. Debería haberlo sabido.

—Estaba seguro de que eranhombres de Molinov. Esos dos tipos delos que Bruckman hablaba.

—Molinov —dijo. Le dio vueltas alnombre unas cuantas veces mientras lacamarera me traía el desayuno.

—Tiene que ser ruso —dije.—Sí, tiene que serlo —dijo—.

Podría buscarlo.—¿Dónde?—Ahora tengo un ordenador —dijo

—. Hay todo tipo de sitios en Internet.

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Sonreí y negué con la cabeza.—No puedes ser un investigador

privado en los noventa sin un ordenador—dijo—. O al menos sin un socio quetiene uno.

Dejé de comer y lo miré.—Le dije a esos agentes que tú eras

mi socio, Leon. Y lo hice aposta.—Me alegro de escucharlo, Alex.—Pero este es el único caso en el

que vamos a trabajar —dije— y creoque está casi terminado.

—Formamos un buen equipo, Alex,ya lo sabes.

—Esta es una ciudad pequeña —dije—, si saliera cualquier tipo de negocioaquí, eres más que suficiente para

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encargarte de él. Ya te lo dije antes.Mira todo lo que hiciste, la manera en laque encontraste a Bruckman. Eres uninvestigador privado de verdad, Leon.Yo no, y no quiero serlo.

—Creo que podríamos volver aencontrarlo —dijo—. Ya te ha cogido ati dos veces. ¿Ni siquiera quieresvengarte? También podría saber algoacerca de este Molinov.

—No creo que podamos sacarlenada más —dije—. Seguramente soloconseguiremos que esta vez nos maten.

—Alex, si tengo que volver a vendermotos de nieve cada invierno y motoresfueraborda cada verano durante el restode mi vida, juro por Dios que perderé la

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cabeza. Aún no cierres las puertas aesto, ¿vale? Espera unos días a ver quépasa.

—Vale, veremos lo que pasa —dije.No me apetecía pelearme por eso.

—Buen chico —dijo—. Me vuelvoal trabajo. Ya te diré si averiguo algo deMolinov.

Se levantó, cerró la cremallera de suabrigo y se fue del lugar. Levantó elpulgar cuando pasó por la ventana.

Me quedé allí sentado y miré lanieve un rato. Luego pagué la cuenta yvolví a salir a la nieve. Esta vez regresédirectamente, protegiéndome la cara delviento. Vi a Bill Brandow entrando porla puerta justo delante de mí, pero

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cuando entré en el vestíbulo ya habíadesaparecido; se había metido en suoficina.

Fui a la mesa de la recepcionista yle pregunté si el sheriff estaba libre.Cogió el teléfono y habló con él unossegundos, luego levantó la vista y memiró.

—Y usted es… —dijo.—Soy el cabecilla de las drogas que

todo el mundo está buscando —dije.—Vale —dijo, sin que el corazón le

diera un vuelco. Le dijo a Brandowquién era y me miró mientras escuchabalo que fuera que Brandow le estuvieradiciendo al otro lado—. El sheriff lerecibirá —dijo finalmente.

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—Gracias —dije. Pasé por su puertay lo encontré sentado en su mesa con elperiódico.

—Cada vez que entras aquí —dijo—, traes bastante nieve como para hacerun muñeco. Por cierto, tienes un aspectohorrible.

—¿Por qué no me dijiste que esostipos eran agentes de la brigadaantidroga? —dije.

Puso el periódico sobre la mesa.—Me dijeron que te entretuviera —

dijo. No me agradó mucho, créeme.—No tienen poder sobre ti —dije—.

Tú eres el sheriff electo.—Me pidieron una semana, Alex.

Les dije que estaban malgastando su

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tiempo siguiéndote. Pero, hombre, sonagentes del gobierno federal. Tan soloestaba intentando hacer lo correcto. Túfuiste policía, ya sabes cómo funciona.La verdad es que no tuve elección.

—Claro que no —dije—. Por esofue por lo que también mandaste a tusayudantes esta mañana para queregistraran mis cabañas.

—Podría haber dejado que llamarana sus hombres, Alex. Te hubierandestrozado las cabañas. Me imaginé quepor lo menos de este modo seríamosmás cuidadosos.

—Te agradezco el gesto —dije—.Recuérdame que coja la cuenta lapróxima vez que nos tomemos algo

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juntos.—Solo lo hicimos una vez —dijo—.

Solo una vez. No es que seamos grandesamigos.

—No —dije—. No lo somos. Ynunca lo seremos. Porque yo no soy depor aquí, ¿verdad? No nací aquí. Nocrecí aquí. No importa cuánto tiempohace que vivo aquí, siempre seré unsureño para ti. Siempre seré de «la partede abajo del puente».

Era un término que había escuchadousar muchas veces en los bares de todoel condado. El puente, en este caso, erael Mackinac Bridge que separaba lasdos penínsulas. En los sesenta y en lossetenta, cuando era policía abajo, en

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Detroit, y se fumaba marihuana portodos lados, un montón de tipos de aquíarriba estaban hablando realmente devolar ese puente. Tenían miedo de quetodos viniéramos hasta aquí yestropeáramos Upper Peninsula.

—Un día más —dijo—. Y hubierahecho que se dirigieran a ti y te lodijeran. Si no te gusta eso, no sé qué máspuedo decir.

—¡Vaya mañanita! —dije—,siempre pensé que tú eras el bueno yMaven el malo. Pero tú eres el que girasalrededor de esos payasos y él el queles dice que se vayan a tomar por culo.

Cruzó las manos y me miró.—¿Has acabado ya? —dijo.

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—He acabado —dije—. Ya nosveremos.

Me fui de su oficina, salí alvestíbulo y deambulé unos minutosintentando encontrarle algún sentido a loque había pasado aquella mañana. No selo encontré. A las nueve en punto fui aljuzgado y observé cómo me retirabanlos cargos. Hubiera sido mejor siChampagne y Urbanic hubieran estadoallí para verlo, pero a lo mejor eso erapedir demasiado. Cuando me dejaronque me fuera, me fui a buscar mi camióny finalmente lo encontré en elaparcamiento, detrás del Edificio delCondado. Me metí en el edificio y pedílas llaves. Después de unos minutos de

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rebuscar, un oficial las encontró y me lasdio. Cuando abrí la puerta del camión,el panel de la puerta interior se cayó enla nieve. Desmontaron todo lo que sepodía haber desmontado por si acasohubiera guardado más droga. No sehabían molestado en volver a montarlotodo.

Tiré el panel de la puerta al otrolado del asiento y arranqué. Ya montarástodo esto después, pensé. Ahora sal deaquí.

Hasta el sol estaba intentando brillarun poco más mientras salía de Sault Ste.Marie, pero era una batalla perdida.Para cuando llegué a Paradise, las nubesde nieve habían vuelto. El coche de los

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agentes no estaba en el aparcamiento delmotel cuando pasé por allí. Peor paraellos. Me pregunté qué es lo que iban ahacer para entretenerse ahora que ya nopodían continuar siguiéndome.

¿O sí que podían? No me hubierasorprendido, aunque sabía que noestaban detrás de mí en mi camino devuelta a casa esa mañana. A lo mejor sehan tomado el día libre y mañanaempezarán de nuevo, pensé.

Cuando llegué a mi carretera deacceso, bajé la quitanieves y quité loscentímetros de nieve que habían caído lanoche anterior. El coche de Vinnieestaba aparcado enfrente de su cabaña.Había alrededor de un palmo de nieve

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en su parabrisas; eso significaba quehabía trabajado hasta tarde en el casinoy que había llegado a casa más o menosal amanecer. Un trabajo de detectivebrillante por mi parte. Aparté la nievede su entrada hasta donde estaba sucoche aparcado y luego toqué la bocinaunos segundos para asegurarme de queestaba despierto. Estaba cansado,dolorido y triste, no quería estar solo.

Cuando llegué a mi cabaña y abrí lapuerta, me quedé de pie en la entrada unminuto entero antes de tener fuerzas paraentrar. Esto es demasiado, pensé. No ledeberían destrozar la cabaña a unhombre dos veces en una semana.Habían abierto todos los cajones,

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sacado todos los objetos y los habíandejado fuera. Al menos no han roto todoy rajado los mueblesintencionadamente, pensé, comocuando Bruckman estuvo aquí. O no,supongo que no fue Bruckman, ¿no?Fue quienes demonios fueran esosotros tipos, los tipos que trabajan paraMolinov. Quién quiera que sea ese.Dios, escúchame. No tengo ni idea desobre quién estoy hablando.

Encendí un fuego en el horno demadera y luego ordené la cabaña lobastante como para hacerla habitable denuevo. No me apetecía ver cómo estabanlas otras cabañas, pero sabía que no ibaa ser capaz de relajarme hasta que no lo

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hiciera; así que me puse el abrigo, salíhasta el camión y conduje loscuatrocientos metros que había hasta lasegunda cabaña.

La habían tratado de la mismamanera. Todo abierto, dado la vuelta,sacado y dejado fuera. Me llevó unostreinta minutos recogerla. Al menos nohabía tanto que poner en su sitio. Laverdad es que no vive nadie aquí. Aquíes donde tienes a tus huéspedes, medije, cuando quieres que los secuestren.Los dejas solos en esta cabaña y tú tevas a la cama. Por la mañana ellos yano están.

Me quedé allí de pie y miré la camadonde ella había dormido. Seguramente

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las tuberías aún estén congeladas,pensé. Y hay que pegar la pata de esamesa. Al demonio con eso, ya lo harémás tarde. No soporto estar aquí.

La tercera cabaña estaba a otroscuatrocientos metros por mi carretera.Mi padre la había construido en 1970 lobastante arriba como para situarla porencima de las demás. Era más grandeque las dos primeras y tenía un porche,así que se veía el lago Superior a travésde los árboles. Había aprendido un pocomás de fontanería; por eso, en esta, lastuberías no se congelaban, siempre ycuando la temperatura se mantuviera porencima de los menos veinte grados.

Recogí la cabaña y luego seguí

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abriéndome camino por la carretera. Mipadre se había cansado de cavar un pozode agua para cada cabaña, así que lacuarta y la quinta estaban cerca la una dela otra y compartían el mismo pozo. Enlas dos cabañas juntas, podrían dormirunas veinte personas, quizá veinticuatrosi les gustaba un ambiente acogedor.

Cuando llegué a la sexta y últimacabaña, vi la misma clase de caos y lamisma clase de vacío. Todos losinquilinos se habían ido. Supuse queninguno de ellos me iba a enviar eldinero. No los culpo. Si los agentesfederales me despertaran a mí pararegistrar la cabaña que estoyalquilando, pensé, tampoco pagaría al

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casero.Mi único consuelo, pensé, era que

durante un tiempo no tendré queescuchar tantas motos de nieve.

Pero espera. Había un sobre en lamesa. Lo abrí y encontré tres billetes decien dólares. Benjamín Franklin, elmejor amigo de Leon. No pude evitarsonreír.

Cuando acabé de limpiar la cabaña,me quedé de pie en el medio y miré a mialrededor. Era la última cabaña quehabía construido. La más grande y lamejor. Había una cocina de verdadseparada del resto de la cabaña, con supropio horno de leña. Incluso había unasegunda planta en esta cabaña, con un

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balcón que daba al salón. Mi padrehabía construido la chimenea con todaslas piedras que había movido oexcavado mientras hacía las otrascabañas. Ahí de pie en esa cabaña,comencé a sentirme de nuevo realmentehumano, así que imaginé que mequedaría un rato. Cogí algunos troncosde madera y encendí la chimenea.Incluso encontré un paquete de buen caféen la cocina. Después de hacerme unataza de café y de sentarme allí mirandola nieve afuera, no pude evitar echarmepara atrás en el sofá. El calor del fuegome sentaba demasiado bien. En menosde un minuto, comencé a quedarmedormido. Medio en sueños, volví a estar

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detrás de la moto de nieve de Bruckman,deslizándome sobre la nieve.

El árbol apareció rápidamente. Nopuedo esquivarlo. Voy a chocar contraél.

Impacto. Un estallido alto como undisparo.

Me enderecé de golpe, me despertéal instante. La puerta de la entrada seabrió y Vinnie entró en la cabaña.

—¡Ah! Eres tú —dije—. Me hasdespertado.

—¿Quién estaba tocando la bocinaen mi entrada hace un par de horas? —dijo.

—Creía que vosotros los indios solonecesitabais dormir tres horas por la

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noche.—Nunca he dicho eso —dijo.—Entonces tuvo que haber sido otra

persona.—¿Has estado limpiando por los

ayudantes del sheriff? —dijo. Miró a sualrededor.

—Sí, ¿los viste esta mañana?—Acababan de terminar su trabajo

cuando llegué a mi casa —dijo—. Sedetuvieron en mi cabaña y me hicieronalgunas preguntas.

—Es una broma, ¿no?—Les dije que dirigías una

importante red de narcotráfico desdehacía años. Y que ya era hora de que tearrestaran.

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—Ya está —dije—. Se te acabaronlos regalitos.

—Te he traído cervezas —dijo. Lasbotellas resonaron en sus manos—. Losiento, son americanas.

Me dio una botella, abrió una para ély acercó una silla de la mesa de lacocina.

—Gracias —dije.—Supuse que estarías teniendo un

día duro —dijo—. ¡Dios! Tienes unaspecto horrible.

—Gracias de nuevo. Espera unminuto, ¿estás bebiendo cerveza?

—Es sin alcohol —dijo, levantandola botella—. Intenté tomar una hace unpar de años, supuse que era el momento

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de volver a intentarlo… Para ver si hanmejorado algo al hacerla.

—¿Y qué te parece?—Creo que necesitan un par de años

más. —Intentó volver a enroscar eltapón en la botella, pero no lo consiguió—. Entonces, ¿ahora qué? Ya no siguesbuscándola, ¿no?

—La verdad es que no —dije—. Yano quedan lugares donde buscar. ¿Porqué lo preguntas?

—Simplemente me preguntaba porqué te has metido en este lío tan grande.Solo la viste aquella noche.

—Vinnie, la secuestraron y fue pormi culpa. —Comenzó a dolerme lacabeza otra vez, solo por tener que

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volver a decir esas palabras—. Vino apedirme ayuda y yo la jodí. ¿Quéquieres que haga, que lo olvide sin más?

—Ella ya estaba metida en líosmucho antes de conocerte.

—Sí, ya lo sé —dije—. Eligió sucamino. Poco a poco. Otra vez toda esamierda.

—Vale —dijo—. Vale. No volvamosa hablar de eso.

—Tú sacaste el tema —dije.—Lo siento —dijo—. Es solo que…—¿Qué?—Todo esto está acabando contigo.

Y no es por tu culpa. No importa lo quepiense. Eso es todo.

—Vale —dije.

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—Vale —dijo.Reinó un largo silencio. Observamos

cómo se apagaba lo último que quedabadel fuego en la chimenea.

—Alex, esta es la mejor cabaña quehe visto en mi puta vida —dijo—. Tupadre era un genio.

—Se volvió muy bueno haciendocabañas —dije.

—Me la venderás algún día, ¿eh?—Ya hablaremos cuando tengas un

millón de dólares.—Después de todo lo que he hecho

por ti —dijo.—Entonces, que sean dos millones.Acabé la cerveza y luego Vinnie me

ayudó a recoger un poco más la cabaña.

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Nunca podía irme de esa cabaña sin queestuviera perfecta. Una razón más paraque nunca viviera allí. Cuando volvimosa salir, el sol estaba haciendo otro rally,luchando por pasar entre las nubes denieve. Un único rayo brillante seextendió como un reflector lentamentesobre los árboles cubiertos de nieve.

—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo.Pensé en eso. No tenía muchas

opciones.—Ver lo que tiene Jackie para cenar

—dije—. Leer el periódico.—¿No te cansas de ese lugar? Estoy

empezando a odiar ir allí.—O eso o me siento en mi cabaña

—dije—. Por lo menos, de este modo,

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tengo alguien a quien molestar.—Guárdame un sitio al lado del

fuego —dijo—. Iré más tarde.Conduje hasta el Glasgow. Tienes

algo en la vida, me dije. Una cabaña,un bar y nieve que te llega hasta elculo. Cuando entré en el bar, Jackie meechó una mirada y se sobresaltó.

—Tienes un aspecto horrible —exclamó.

—Ese parece ser el consenso —dije.

Me quedé sentado en aquel bar elresto del día. No había nada más quepudiera hacer respecto a Dorothy.Gracias a los agentes, ni siquiera teníainquilinos por los que preocuparme.

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Simplemente me quedé allí sentado, allado del fuego, volviéndome a sentircasi normal, salvo por el hecho de queme dolía todo y que me llevó cincominutos levantarme para ir al baño.

Cuando se puso el sol, el barcomenzó a llenarse. Los tipos de lasmotos de nieve acababan de entrar conlas caras rojas por el frío.

Todos los hombres estaban hablandode sus motos de nieve y de adónde iríancon ellas al día siguiente. Había risas.Alguien encendió un cigarrillo a milado.

Su olor. El humo.Fuera era de noche. El sonido de los

hombres en la sala.

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Todo volvió a venirme a la cabeza.La noche en la que ella estuvo aquí eneste bar. Estaba sentado justo aquíhablando con ella. La manera en la quemiraba al fuego mientras hablaba.

Estaba tan asustada…Esto ya lo conozco. No es algo

nuevo para mí, pero ahora me golpea elestómago. Ahora yo mismo lo siento.

Estaba tan asustada…Creía que estaba asustada por

Bruckman. El novio con el que rompe.La típica historia.

Pero no.Era algo más grande. Bruckman no

era nada.Era Molinov. Ni siquiera sabía su

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nombre aquella noche, ni tampoco queexistía. Pero ahora lo veo. Todo meviene a la cabeza a la vez. Me baja porla columna vertebral y se me mete en labarriga.

¿Qué había dicho de los lobos?Disparas al lobo que está más cerca detu puerta. Pero hay otros lobos detrás deél. Lobos más grandes. Con dientes másgrandes.

Molinov era el lobo más grande. Deél era de quien tenía miedo todo eltiempo, desde el principio.

Y ahora él la tiene.

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Una voz desde muy lejos: «Alex».Regresé; volvía a estar en el

Glasgow Inn, sentado enfrente del fuego.—Bienvenido al planeta Tierra —

dijo Jackie—. ¿Quieres cenar o no?—Necesito el teléfono —dijo—.

¿Puedes traérmelo aquí?—Por eso es por lo que tengo un

teléfono inalámbrico —le escuché decirmientras se iba de mi lado—, para queno tengas que levantarte de la silla.

Cuando me trajo el teléfono, lo pusoen la mesa pequeña que había al lado demi silla y me hizo una reverencia.

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—Su alteza —dijo.—Gracias. Ahora lárgate.Movió la cabeza y volvió a la barra.—No me puedo creer que esté

haciendo esto —dije en alto mientrasmarcaba los números. Contestó unpolicía.

—¿Sigue el jefe Maven ahí? —dije.—Está a punto de irse —dijo el

hombre—. ¿Quiere que le diga quién lellama?

—Soy Alex McKnight —dije.Escuché algunas voces apagadas al

otro lado y luego la de Maven quedecía:

—McKnight, ¿qué quiere?—Jefe Maven —dije—. Solo

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llamaba para volver a darle las gracias.—Ya, ¡y una mierda! —dijo—.

¿Para qué me llama? Ya me iba a micasa a cenar.

—Quiero llamar al agente Urbanic—dije—. ¿Puede hacer que me llame?

—¿Quién soy ahora? ¿Su secretaria?—Supuse que usted sabría cómo

localizarle —dije—. Al parecer, ya noestán en la ciudad.

—Vale, vale —dijo—. Haré que lellamen. Déjeme adivinar. Está en elGlasgow Inn.

—Champagne, no —dije—. Quierohablar con Urbanic.

Le escuché decir algo para sí mismo.—¿Quiere que haga algo más,

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McKnight? ¿Que salga a la calle y lequite la nieve de su entrada?

—No, gracias —dije—. Tengo unaquitanieves. ¡Ah! Pero ya que tiene alfiscal del distrito retirando cargos, ¿quéle parece rechazar la acusación deasalto de Vinnie?

—Ese policía ha vuelto hoy altrabajo —dijo—. Tiene casi tan malaspecto como usted. Buenas noches.

—Buenas noches, jefe —dije, peroél ya había colgado.

El teléfono no estuvo en la mesa másde dos minutos antes de que sonara.

—Aquí McKnight —dije.—Soy Champagne.—Quiero hablar con su compañero

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—dije.—Hablará conmigo.—Eso es lo que usted se cree —

dije, y colgué.El teléfono volvió a sonar un minuto

después.—Soy Urbanic. ¿Qué demonios está

pasando?—Quería hablar con usted —dije—.

Parece que usted a lo mejor podría sermedio humano.

—Entonces hable.—Hábleme de Molinov.—¿Por qué quiere saber algo de

Molinov? —dijo.—Porque él se la llevó. Nosotros

tenemos que encontrarle.

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—¿Quién es «nosotros», señorMcKnight?

—Usted y yo. No me importa.Maldita sea, Urbanic. Si hubiera podidover lo asustada que estaba aquellanoche…

—Estamos trabajando en ello —dijo.

—No, no lo están —dije—. Estánbuscando esa puta bolsa. Chicos, sécómo funcionan.

—La bolsa vino de Molinov —dijo—. Si encontramos la bolsa, ustedencontrará a Dorothy; por lo menossegún usted, ¿estoy en lo cierto?

—No lo sé —dije—. Solo… —Dudé—. ¿Cuál es su nombre? No quiero

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seguir llamándole agente Urbanic.—Me llamo John.—De acuerdo John. John Urbanic.

¿Es alemán?—Polaco —dijo.—John, tiene que decirme lo que

está pasando. ¿Quién es este Molinov?Hubo una larga pausa al otro lado de

la línea. Me quedé allí sentadoescuchando el silencio y mirando elfuego.

—No sabemos mucho de él —dijofinalmente—. El nombre es ruso, eso esobvio. No sabemos si en verdad es sunombre real. Nadie lo ha visto nunca,bueno, al menos no en América.

—Bruckman dijo que lo había visto

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—dije—. Dijo que le había robado labolsa en Nueva Jersey.

—Eso hemos oído —dijo—. Hemosestado intentando coger a Bruckmandurante dos meses. Estuvimos a punto dedetenerlo la semana pasada, pero noestábamos seguros de dónde estaba labolsa.

—El fútbol —dije.—Así es como habla mi compañero

—dijo—. Le gusta poner las palabras enclave.

—¿Qué hay en la bolsa?—Efedrina —dijo—. Es un

estimulante sintético parecido a lasmetanfetaminas.

—Speed —dije.

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—Es como el speed —dijo—. Quizáun poco peor. Lo llaman «gato» o «gatosalvaje» si está mezclado con un pocode crack. Da el mismo subidón, peroalgunas veces es muy duro cuando sepasa el efecto. Paranoia, alucinaciones.Incluso apoplejías.

—Así que los polvos que pusieronen mi camión —dije—, ¿no eran de esabolsa?

—No —dijo—. Eso era cocaína dela de antes. Ni siquiera era cocaína de labuena. Supongo que para tenderle latrampa no quisieron desperdiciarmercancía de calidad.

—Si ella cogió la bolsa con ladroga, ya no les tiene que quedar mucha,

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espere un segundo, ¿dijo que llaman aesta sustancia «gato salvaje»? ¿Cómo«hay gato encerrado»?

—Parece inocente, lo sé, perocréame, esta sustancia es mortal. Haestado destrozando a Rusia duranteaños.

—Viene de Rusia —dije—. Así queMolinov…

—Sí —dijo—. Quien sea eseMolinov, parece que ha estadoexaminando el mercado para ver sipuede comenzar con un pequeño negociode importación.

—Y esos dos tipos que trabajan paraél —dije—, ¿Pearl y Roman? ¿Quéclase de nombres son esos?

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—Me ha pillado —dijo—. Por losnombres no parece que sean unos tiposagradables.

—¿Qué estaba haciendo Dorothy?—dije—. ¿Por qué cogió la bolsa? Loúnico que tenía que hacer era huir.

—Nos gustaría hablar con ellaacerca de esto —dijo—. Sabemos quefue a buscarle el viernes por la noche.El domingo no teníamos ni a Bruckmanni a Dorothy, solo a Alex McKnight.Entenderá por qué estábamos taninteresados en usted.

—Lo supongo —dije—. Yo era suúnica pista.

—Lo siento, es que… bueno, noresultó ser una experiencia muy

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agradable para usted.—John, está pasando de ser medio

humano a ser casi humano. ¿Por qué mecuenta todo esto?

—Porque no tiene nada que ver coneso —dijo—. Lo vi en el momento en elque le interrogamos.

—Debería hacer algo con sucompañero —dije—. Hágale cerrar elpico mientras es usted el que habla.

—Él es mejor con los culpables —respondió—. Y créame, casi siempreson culpables.

—John, ¿no tiene ninguna idea dedónde está ahora este Molinov? ¿O esostipos que trabajan para él?

—Ni idea —dijo—, pero, como se

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puede imaginar, si recuperan la bolsa nose quedarán por aquí.

—¿Y si tiene a Dorothy?Otra pausa. Un silencio horrible

antes de que dijera lo que yo ya sabía:—Si llegan hasta ella, entonces no

me gustan sus posibilidades.Apreté el teléfono. No se me ocurrió

ninguna palabra que decir.—Alex, ¿está ahí?—Estoy aquí.—Tenemos a los polis canadienses

buscando a Bruckman. Si loencontramos, intentaremos seguir lahuella de Molinov hasta Nueva Jersey odonde demonios esté ahora mismo. Escierto que usted no se implicó en esto

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desde el principio, ¿no?No dije nada.—¿Alex?—Así es —dije.—Vale, así que ahora es el momento

de que nos deje a nosotros hacer lo quepodamos. Déjelo estar, Alex.

—Déjelo estar —dije.—Quédese en casa y manténgase

calentito —dijo—. Si averiguamos algo,se lo haré saber. Mientras tanto, si micompañero vuelve a verle, creo que nosmatará a los dos. No me imagino lo queva a decir cuando se entere de que le hecontado todo esto.

—¿Quiere decir que no está ahíescuchando?

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—No, le hice esperar en la sala deal lado. Creo que le estoy escuchandotirar abajo las cortinas.

—Mándeme la factura —dije.—Cuídese, Alex.Le di las gracias y colgué.Volví a coger el teléfono y marqué el

número de Leon.—Es ruso —dije.—Me lo imaginaba —dijo—, por el

nombre.—Ahora ya estamos seguros de eso.

Es ruso. —Le conté todo lo que Urbanicme había dicho y luego fui al grano—.¿Tienes alguna idea de cómo podemosencontrarlo?

—Que yo sepa, ninguna, Alex. No

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hay ninguna forma que la brigadaantidroga no pueda hacerlo cien vecesmejor.

—Ya me lo imaginaba —dije—. Losiento, no te debería haber molestado.Aquí me tienes, pensando que ahorapuedes hacer milagros. La manera en laque encontraste el apartamento deBruckman y la manera en la queencontraste al mismo Bruckman.

—Eso fue solo sentido común ytrabajo duro —dijo—. Con Molinov, nisiquiera sé por dónde empezar. Perobueno, aún así, creía que habías dichoque se había acabado, ¿no?

—Y así es —dije—. No te deberíahaber llamado. Lo siento.

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—No te preocupes por eso —dijo—. Te llamaré si se me ocurre algo.

—Gracias, Leon.—Buenas noches, socio.—Buenas noches, Leon.Colgué el teléfono. Lo volví a poner

en la mesa. Ahora no había nadie más aquien llamar, nada más que hacer.

Me levanté. Desde el otro lado de lasala Jackie expresó su sorpresa por lahazaña. Luego preguntó si podríarecuperar su teléfono en algún momentode la noche.

Cuando salí, me arrepentíinstantáneamente. Me apreté el abrigocontra el cuerpo y me fui al camión. Nopodía soportar la idea de volver a

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sentarme en aquel lugar toda la noche.No me apetecía volver a la cabaña. Detodas formas, ya se habían ido todos losinquilinos. No sabía qué hacer conmigomismo.

Te vas a volver loco, pensé. Vas aseguir pensando en esto hasta que estéslisto para suicidarte.

Me metí en el camión y conduje. Nisiquiera sabía adónde iba. Solo queríaseguir moviéndome.

«Déjelo estar», dijo. Realmentehabía dicho eso.

Como de costumbre, me dirigí aleste hacia Soo. A lo mejor voy alcasino, pensé, para ver cuánto dineropuedo perder jugando al blackjack. Ya

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me encuentro con cinco alquileresvacíos en plena temporada. Veamos lodeprimido que me puedo sentir.

—No hay nada que puedas hacer —dije en alto. Mi voz sonó débil contra elestruendo de la calefacción y el aire fríoazotando la ventanilla de plástico—. Sehan ido. No puedes encontrarlos.

Cuando pensaba que era Bruckman,al menos tenía una oportunidad deatraparlo. Tenía motivos para creer queseguía por aquí. Tenía un modo deencontrarlo. O bueno, Leon lo tenía.Pero Molinov, Pearl y Roman… Hastalos nombres eran absurdos, como si loshubieran sacado de una película deJames Bond. ¿Qué podía hacer con unos

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nombres como esos? Para mí, esoshombres eran fantasmas. Eran monstruosinvisibles por la noche.

—No puedes encontrarlos —me dijede nuevo. Ahora estaba en Soo,conduciendo hacia el norte por la I-75hacia el puente internacional.

Según parece, me estoy dirigiendo aCanadá, pensé. ¿Por qué estoyhaciendo esto? ¿Para intentar volver aencontrar a Bruckman? ¿Qué obtendrécon eso?

Quiero vengarme de él.No, no merece la pena.Sí, quiero volver a pegarle, esta vez

con mis manos. Quiero sentir la puntade su barbilla contra mi puño derecho.

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Nada de esto hubiera pasado si él no sela hubiera traído aquí.

No importa. De todas formas, noseré capaz de encontrarlo. No estará enese bar. Y, además, no creo que debieravolver a pasar por ese puente durante untiempo. No después de lo que pasó laúltima vez.

Salí de la autopista justo antes delpuente. Cogí la avenida Easterday parair al centro de la ciudad, más allá delinstituto. En el estadio estaban jugandoun partido de hockey. Los Alaska-Fairbanks estaban en la ciudad paraenfrentarse a los Lakers locales. Quécamino más largo para venir a jugar alhockey a un lugar que es igual de frío

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del que vienes.Hockey. El compañero de equipo de

Bruckman. ¿Cuál era su nombre?Seguí conduciendo. Giré a la

derecha en Spruce, giré de nuevo a laderecha en la Shuck Road. Ahora medirigía al sur, hacia el otro estadio. ElBig Bear, donde jugamos nuestropartido. La primera vez que vi aBruckman.

¿Cómo se llamaba el compañero deequipo de Bruckman?

Cuando estuvimos en aquel bar, en elbaño. Bruckman hablando por fin, conuna pistola apuntándole la cabeza. Uncompañero de equipo que vivía en laciudad, el que estuvo en el bar cuando

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Dorothy preguntó por mí. Llamó aBruckman, le dejó un mensaje.Bruckman llegó a casa, vio los cochesde policía, salió volando para Canadá.Nunca recibió el mensaje. Llamó a sucompañero de equipo un par de díasdespués, le preguntó que qué demoniosera lo que pasaba. ¿Qué había dicho eltipo? Entonces le dijo a Bruckman lo deDorothy, dos días después de que lasecuestraran. Así que Bruckman no se lapodía haber llevado. Pero ¿qué más?«Estaba flipando», escuché decir aBruckman de nuevo en mi cabeza.«Digamos que se estaba poniendo comoun puto paranoico, como si ellos fuerana cogerle».

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Ellos. Dijo que ellos fueron acogerle. Cuando Bruckman me habíacontado eso, pensé que tan solo era algoque este tipo había dicho porque se leestaba acabando el efecto de las drogasy no tenía más speed para que le dieraotro subidón. Pero a lo mejor era másque eso. A lo mejor este tipo sabía dedónde venía esta mercancía y quién laestaba buscando.

Gobi. Se llamaba Gobi. Como eldesierto.

¡Qué demonios!, pensé. Estacioné enel aparcamiento. Parecía que el BigBear estaba teniendo una noche de ligaconcurrida. Entré en el estadio, me pusecontra el cristal y me quedé un rato

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viendo el partido. Era otro partido deliga de «disco lento», pero parecía queen este había un árbitro de verdad.Regresé al vestuario. Había una docenade jugadores cambiándose para elsiguiente partido. Estaban haciendomucho ruido, así que tuve que gritar:

—¡Eh! ¿Hay alguien aquí queconozca a un tipo que se llama Gobi? —Los gritos hicieron que me dolieran lascostillas.

Los jugadores dejaron de hacer loque estaban haciendo y me miraron.Había un hombre sentado en el banco,atándose los patines.

—No me digas que Gobi te hizo esto—dijo.

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—¿Hacerme el qué? —dije.—Destrozarte la cara. Gobi es ese

mierdecilla que juega con Bruckman,¿no?

—Él no me hizo esto —dije. Si hayalgo bueno en tener heridas en la cara yuna venda sobre el ojo es que no tienesningún problema para hacerte pasar porun jugador de hockey—. Solo lo estoybuscando.

—No lo he visto desde la semanapasada —dijo—. Creo que el equipo deBruckman está fuera de la liga.

—¿No es una lástima? —intervinoalguien.

—¿Sabes dónde vive? —dije.—No, ni idea —contestó.

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—¿Alguien lo sabe? —pregunté.Nadie dijo nada.

Volví a salir a la pista y me senté enlas gradas, esperando a que acabara elpartido. Cuando acabó, salió la Zamboniy pulió el hielo; luego salieronpatinando los equipos con los queacababa de hablar. Unos diez minutosmás tarde, supuse que habría másjugadores en los vestuarios. Tenía razón.Cuando entré, había una docena de carasnuevas en la habitación.

—¿Hay alguien aquí que conozca aun jugador que se llama Gobi? —gritéde nuevo. Ya me estaba cansando de estejuego. No podía imaginarme cómo Leonpodía haber hecho esto durante horas.

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—¿Quién lo quiere saber? —dijo unjugador.

—Yo —dije—. ¿Por qué te creesque lo pregunto?

—Podría conocerlo —dijo.—O lo conoces o no —respondí—.

Cuando te aclares, me lo dices. ¿Hayalguien aquí que lo conozca?

Caminó hasta donde yo estaba. Erajoven, no tenía más de veinte años.Había un brillo en sus ojos como si a lomejor no estuviera siempre en el mismoplaneta que el resto de nosotros.

—Podría conocerlo —dijo—, si elprecio es justo.

—Tan solo necesito encontrar aGobi —dije—. Es importante. ¿Puedes

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ayudarme o no?—Por cien pavos, puedo.—¿Qué? ¿Estás loco?—Hace unas cuantas noches vino

hasta aquí un tipo que estaba buscando aalguien. Me pagó cien pavos por lainformación.

—Te daré veinte —dijo.—De ningún modo, tío. Yo lo veo

así: es como si este tipo hubiera fijadoel valor de mercado en cien, ¿meentiendes?

—Cincuenta pavos —dije.—Él tenía billetes de cien dólares,

tío. Los enseñaba por aquí como si nofueran nada. Fue un placer ayudar a esehombre.

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—Gracias, Leon —dije mientrasbuscaba en el bolsillo de mi abrigo.Saqué un billete de cien dólares delsobre que los inquilinos me habíandejado y se lo di.

—¿Dónde vive? —dije.—No lo sé —dijo—, pero Eddie sí

que lo sabe. ¡Eh! ¡Eddie!Un compañero de equipo se acercó

saltando con un patín en un pie.—Tío, Eddie también va a necesitar

uno de cien. La verdad es que es elúnico que sabe dónde vive Gobi.

—¿Entonces, por qué te estoypagando a ti? —dije.

—Tarifa de intermediario —dijo.—Tarifa de intermediario —dije—.

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Genial. ¿Y qué te parece si los dos osrepartís los cien dólares?

—Supongo que no te interesademasiado encontrar a Gobi —dijo.

Saqué otros cien dólares y se los dia Eddie.

—Vale, ahí tienes. Ahora, ¿dóndevive Gobi?

—¡Para!, ¿quién es este tipo? —dijoEddie, echando un vistazo al billete.

—Es Benjamín Franklin —dijo elprimer jugador—. ¿No conoces a tuspresidentes?

—¿Dónde vive? —dije.—Vive en una pequeña cabaña —

dijo Eddie—. Justo al sur de la ciudad.Una vez hizo una fiesta e invitó a

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cincuenta personas. No cabían más deveinte en aquel lugar. Nos quedamostodos fuera bajo el frío.

—¿Y yo dónde estaba? —dijo elprimer jugador—. Nadie me invitó.

—Tú estabas allí, tío —dijo Eddie—. Lo que pasa es que estabasdemasiado colocado para acordarte. Esafue la noche que Mike te meó encima.

—Dame la dirección —dije.—¿Mike me meó encima? Lo mato.

Joder, voy a matarlo.—La dirección —dije.—Mierda, se suponía que no tenía

que habértelo contado —dijo Eddie.—Eddie —dije, intentando

controlarme con todas mis fuerzas—,

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¿podrías darme la dirección ahora, porfavor?

Me dio una dirección en laMackinac County Road.

—Gracias —dije—. Que tengáis unbuen partido, chicos.

—¿Sabes lo que se siente cuando tedespiertas y tienes orina humanaencima?

No me quedé para averiguarlo. Salíy fui al camión, lo arranqué y pasé porla zona comercial atravesando elextremo sur de la ciudad. El cartel delbanco mostraba las 9.28 y latemperatura: cero grados. Cuando volvía mirar por el retrovisor había cambiadoa menos uno.

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Salí de la zona comercial, cerca delcuartel de la Policía Estatal, y me dirigíal sur por la Mackinac Trail. Pasé allado de una pequeña subdivisión decasas y después solo había pinos yalguna que otra entrada que conducía ala oscuridad. Miré los números de losbuzones, contándolos hacia atrás hastaque encontré el que estaba buscando.Cuando me metí en la entrada, choquécontra la nieve. Allí había al menossesenta centímetros de nieve. Podía verla entrada a través de los árboles, másallá del alcance de mis faros. No habíahuellas de coche ni pisadas. Ningunaseñal de vida.

Me quedé allí sentado y reflexioné

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sobre eso. Llegó el viento y meció losárboles, dejando caer una fina nieblablanca desde las ramas. A lo mejorutiliza una moto de nieve durante elinvierno, pensé, en lugar de intentarmantener su entrada limpia de nieve.Sabía de unas cuantas personas quehabían hecho lo mismo en Paradise.

Di marcha atrás para cogercarrerilla y luego bajé la quitanieves.¡Qué demonios!, pensé, le haré unfavor. La puse en la entrada y comencé aapartar la nieve. En un camino estrecho,era un trabajo duro. Tenía que tenercuidado para mantener el camión lejosde los árboles. Más de una vez tuve quedarle marcha atrás al camión para

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regresar al principio de la carretera yvolver a pasar por allí. Quince minutosdespués, me abrí paso por el claro quehabía dejado y vi su casa. Estabaoscura.

Empujé la nieve hasta la parte deatrás de su coche. Dejé el camión enmarcha con las luces encendidas y salí.Cuando pasé al lado de su coche, vi queestaba enterrado con tanta nieve queapenas se podía distinguir el color.Caminé por la nieve hasta llegar a sucabaña y llamé a la puerta. Mientrasestaba allí de pie esperando unarespuesta, examiné la cabaña. Inclusobajo esa luz pude ver que era un trabajode baja calidad. Hubiera hecho que a mi

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viejo le doliera el estómago al ver cómohabían tapado las hendiduras entre lostroncos para que el viento no entrara.

Volví a llamar a la puerta. No huborespuesta.

Me eché hacia atrás y eché unvistazo al lugar. Había dos ventanas acada lado de la puerta, pero eranpequeñas y estaban a mucha altura delsuelo. Rodeé la cabaña, esforzándomepara pasar por la nieve. Era un simplerectángulo con otras dos ventanas altasen la parte de atrás y un tragaluz grande.

—¿Y ahora qué? —me dije—.¿Hasta dónde vas a llegar para saber loque hay dentro de la cabaña?

Supe la respuesta inmediatamente.

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Tan lejos como para entrar a la fuerza,pero no lo bastante lejos como paraintentar trepar para llegar a una de esasventanas.

Fui a la puerta principal. Parecíasólida. Es difícil construir una cabañabuena, pensé, pero es fácil construiruna puerta buena. Tenía un juego deganzúas, pero estaba en mi cabaña.Aparte de que no tenía ni idea de cómousarlo.

Leon. Él podía hacerlo.Volví al camión, me quité los

guantes, cogí el teléfono móvil y lollamé:

—Leon —dije—, estoy en la partede afuera de la cabaña de alguien: un

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compañero de equipo de Bruckman.Creo que podría tener algún tipo derelación con Molinov y sus hombres.Por lo que Bruckman me contó, podríasaber algo de ellos.

—Suena prometedor —dijo Leon—.¿Cuál es tu plan?

—Mi plan es que vengas hasta aquíy fuerces la cerradura —dije—. Quizáencontremos algo útil: números deteléfono, direcciones, quién sabe lo quepodemos encontrar.

—Eso sería allanamiento —dijo—.Entrada ilícita.

—¿Vas a venir o no? —dije.—Ya salgo para allá —dijo—.

Dame la dirección.

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Se la di.—Busca la entrada donde se acaba

de pasar una quitanieves —dije.Volví a ponerme los guantes y puse

las manos al lado de la calefacción hastaque me dejaron de doler. Luego, mecrucé de brazos y esperé. Supuse quehabría unos veinte minutos desde la casade Leon en Rosedale. Llegó endieciocho.

Detuvo su pequeño coche rojo ysaltó hacia afuera.

—¿Me has llamado, socio? —dijo.Le llevé hasta la puerta principal.

—Nadie puede vernos —dije,mirando alrededor. Solo había árboles—. Eso está bien.

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—¿Puedes entrar?—Veamos —dijo. Apoyó una rodilla

en el suelo y movió el pomo—. Sujetaesta linterna.

Cogí la linterna y apunté la luz alpomo.

—El truco para forzar cualquiercerradura es aplicar el grado de tensiónjusto —dijo—. Se consigue escogiendoprimero el tamaño correcto de la barratensora.

—Leon, guárdate la lección para undía que haga calor, ¿vale? Ahora abre lapuerta.

—Tanto agradecimiento… —dijo.Con una mano, puso una barra tensora enla cerradura, y luego con un pico en la

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otra mano comenzó a trabajar en lasclavijas de las cerraduras.

—Es bastante jodido. Es difícilsujetar esto bien con este frío. —Sesopló las manos y volvió a intentarlo—.¡Maldita sea! Estoy perdiendo lasensibilidad en las manos.

—¿Vas a ser capaz de hacerlo? —dije.

—No temas —dijo—. Solo tengoque calentarme las manos. Vamos asentarnos en tu camión un minuto.

Volvimos al camión. Puso las manosal lado de la calefacción y se las frotó.

—Vamos a intentarlo de nuevo.Volvimos a salir al frío, fuimos de

nuevo hasta la puerta. Volvió a apoyarse

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sobre una rodilla y colocó la barratensora, esta vez lo hacía más deprisa.

—Se me está yendo la clavija de lacerradura de la parte de atrás —dijo—.No se quedará en esta misma posiciónpara cuando llegue a la parte de delante.

Siguió intentándolo unos cuantosminutos más. Podía verlo apretando losdientes bajo la luz tenue.

—¡Vaya mierda! —dijo—. ¡Vuelvo aperder la sensibilidad! ¡Ya casi lo tenía!Volvamos al camión.

Fuimos de nuevo al camión. Volvió acalentarse las manos. Luego, salimos delcamión y volvimos a la puerta.

—Vale, esta vez voy a conseguirlo—dijo. Siguió con la cerradura. Podía

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oír el débil tic-tac del metal contra elmetal hasta que una ráfaga de viento setragó el sonido.

—Ya casi estoy —dijo—. Ya casi lotengo.

—Leon, esto no va a funcionar —dije—. Vuelve al camión.

—Espera —dijo—. Espera…Siguió intentándolo.—Espera… —El pico se le cayó de

la mano—. ¡Maldita sea! De acuerdo.Deja que me caliente las manos una vezmás.

Volvimos al camión.—Entremos por la ventana —dije.—Puedo hacerlo, Alex. Dame otra

oportunidad.

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Puse en marcha el camión.—Tengo una idea mejor —dije.—¿Qué estás haciendo? —preguntó.—Voy a acercar el camión delante

de la cabaña —dije—. Podemos treparpor la quitanieves y entrar directamente.

Salí de la entrada y empecé a quitarla nieve para hacer un camino hasta unade las ventanas delanteras. Cuando yahabía apartado la nieve hasta quequedaba metro y medio para llegar a lacabaña, los neumáticos comenzaron aresbalar. Metí la marcha atrás yretrocedí hasta volver a la entrada.

—Alex —dijo—, ten cuidado.—No te preocupes —dije. Volví a

poner el camión en marcha y comencé a

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bajar el camino hasta la ventana. Estavez, lo aceleré un poco más, losuficiente para poder quitar los últimospocos centímetros de nieve.

Lo aceleré demasiado. Cuandointenté pisar el freno, mi bota, queestaba llena de nieve, resbaló justo en elpedal. Volví a intentar pisar el freno y envez de eso, pisé el pedal del acelerador.

—¡Alex, cuidado!Lancé los más de quinientos kilos de

quitanieves a un lado de la cabaña. Lapared se nos vino encima. El marco dela ventana colgó de una esquina unsegundo y luego se cayó en lo alto de laquitanieves. Luego, el techo se dobló,enviando una carga completa de nieve a

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mi parabrisas. No podíamos ver nada.Ninguno de los dos dijo nada

durante un largo momento.—Bueno, esta es otra manera de

entrar —dije.—Alex —dijo Leon finalmente—,

¿has perdido la cabeza?—Sabía que esta era una cabaña

barata —dije.Dijo unas cuantas palabras con voz

ahogada, incapaz de construir una frase.—Vamos —dije—, ya que estamos

dentro…Abrí mi puerta.—Ya que estamos… No me lo puedo

creer.Rodeé la quitanieves y entré en la

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cabaña.Me detuve.Leon se acercó por detrás de mí.—¿Te haces una idea de lo que nos

va a pasar si…?Se detuvo.Había un cadáver en el centro de la

habitación. En el suelo.Otro cadáver en una silla.Sangre. Sangre por todos sitios.Sangre que no era reciente. Seca y

negra. El cuerpo esparcido por el suelo,boca arriba. Un hombre. Lo que lequedaba de cara. Un hombre.

El cuerpo en la silla, desplomado.Pelo largo. Una mujer.

Sangre por todos sitios.

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No pude ver la cara de la mujer. Elpelo le colgaba hasta el suelo como sifuera una cortina.

Sangre por todos sitios.Leon tragó saliva a mi lado.—¡Virgen Santa! —dijo—.

Salgamos de aquí, Alex.No pude moverme.—Venga, Alex. Vamos. —Sentí sus

manos en mi brazo—. Te digo que nosvayamos.

Me di la vuelta y volví al camión.Abrí la puerta y me metí dentro. Leonaún seguía fuera del camión, quitando lanieve del parabrisas. Cuando acabó yentró en el camión, giré la llave paraencenderlo. Hubo un sonido repentino

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de rechinamiento que me atravesó.—El camión ya está arrancado,

Alex. Pon la marcha atrás.Puse la marcha atrás. Mientras iba

hacia atrás, nos llevamos algunas partesde la pared con nosotros. Bajo la luz delos faros, los dos pudimos ver el interiorde la cabaña. La luz golpeaba la sangrey de algún modo la volvió a revivir; erade un rojo brillante, resplandeciente.

—Con cuidado —dijo. Sonabatranquilo—. Mira adónde vas. Directohacia la entrada.

—Lo tengo.—Sigue —dijo—. Sigue derecho.—Vale, lo tengo.Conduje hacia atrás lentamente hasta

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llegar a su coche.—¡Ay, Dios! —dijo cuando me

había detenido. Su calma habíadesaparecido. Comenzó a mecerse en elasiento—. ¡Por el amor de Dios!

—Tranquilo —dije—. ¿Vas a estarbien?

—¡Dios! ¿Has visto toda esa sangre?—Sí —dije. Estaba luchando contra

eso. No podía dejar que la sangre meabrumara.

—Parece que llevan muertos un parde días —dijo—. Por lo menos un parde días.

—Me pregunto por qué nadie havenido a buscarlos.

—Tenemos que llamar a la Policía

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—dijo.—Espera —dije—. Piensa en eso un

minuto.—¿Pensar en qué? —dijo—. ¿Qué

es lo que hay que pensar?—Leon, piensa. ¿De qué nos sirve

hacer que vengan y que vean lo que lehemos hecho a esta cabaña? A ellos noles va a servir de nada. A Gobi y… erauna mujer, ¿no?

—Sí —dijo—, ¿su mujer, quizá?—Los dos nos iremos a casa —dije

—. Y luego llamaré de forma anónima.—No sé, Alex.—Piensa en eso —dije—.

Imagínatelo de las dos formas. Piensa enlo que pasa al final.

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Respiró hondo y luego ruidosamente.—Deja que llame yo —me pidió—.

Podrían conocerte la voz.Lo miré.—¿Estás seguro?—Sí —dijo—. Llamaré yo.

Esperaré una hora cuando llegue a micasa.

—Vale —dije—. Vale.—Hablaré contigo mañana —dijo.—Lo siento, Leon. Siento haberte

arrastrado hasta aquí.—No te preocupes por eso, socio.

—Volvió a respirar hondo y dejó salir elaire—. Vale. Ya estoy bien.

Salió y se fue a su coche. Lo seguípor la entrada, los dos fuimos marcha

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atrás a través de los árboles. Llegó a lacarretera y se dirigió al sur. Yo, al norte.

Intenté no pensar en lo que habíavisto. No podía sacarme la imagen de lacabeza.

La camarera. Bruckman dijo algoacerca de Gobi trabajándose a lacamarera del Horns Inn. Esa era lamujer.

Me hice a un lado y abrí la puerta deuna patada. Vomité por toda la carreteratodo lo que tenía hasta que solo arrojéaire. Intenté respirar. Hacía tanto fríoque dolía. Cerré la puerta y seguíconduciendo.

Para cuando llegué a Strongs, ya mehabía pensado dos veces lo de nuestro

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plan. Yo mismo tengo que llamar a laPolicía, pensé. No puedo irme a casa ydejar que Leon haga esto y fingir queno estuvimos allí.

Cogí el teléfono, lo dejé y volví acogerlo. Marqué el 911.

Luego, a mi derecha, algo destelló ami lado. Un vehículo. Se metió en micarril, cortándome el paso. Pisé el frenoy comencé a patinar por la carreterahelada. Vi el coche enfrente de mídeslizándose de lado, luego volvió aenderezarse. Era un todoterreno.Champagne y Urbanic.

El todoterreno estaba llegando a unaseñal de stop. Bombeé el freno. No iba aconseguir detenerme a tiempo. Más

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cerca, más cerca. ¡Maldita sea, para!Giré bruscamente a la derecha y choquécontra el montículo de nieve. El impactome hizo rebotar contra el volante y luegode nuevo contra el asiento.

Cuando por fin todo terminó demoverse, levanté la vista y vi eltodoterreno enfrente de mí. Seguro quesaben lo que pasó, pensé. Esto va aconllevar algunas explicaciones: porqué me vuelvo a casa, por qué nollamé.

Si pudiera excluir de esto aChampagne… Ni siquiera hables conél. Tengo más posibilidades conUrbanic.

Hice una mueca de dolor cuando salí

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del coche. La parada repentina no leshabía sentado bien a mis costillas.

Vete directamente hacia Urbanic ysuplícale clemencia, pensé. Haz comosi Champagne ni siquiera estuvieraahí.

Las puertas del todoterreno seabrieron. Salieron dos hombres.

No eran ellos.Busqué mi pistola. No estaba allí. El

bolsillo derecho de mi abrigo estabavacío. La Policía no me la habíadevuelto.

La carretera estaba desierta. No seveía nada en ninguna dirección, soloárboles y nieve. Ningún sonido apartedel viento.

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—Buenas noches, señor McKnight—dijo el conductor—. Por fin leconocemos. Es un hombre difícil deencontrar.

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Me senté en el asiento trasero,exactamente detrás del conductor. Solole podía ver la parte de atrás, la piel enel cuello de su abrigo, y nada más. Elotro hombre estaba sentado a mi lado.Llevaba el mismo tipo de abrigo. Piel enel cuello, quizá marta. Tenía el mentónmarcado y una nariz que bien se lapodrían haber roto una vez o dos.Continuaba mirando para adelante. Nose giraba para mirarme. No hablaba.

«Es un hombre difícil de encontrar»,dijeron. Las palabras resonaron en micabeza: «Es un hombre difícil de

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encontrar».El conductor me había abierto la

puerta. Se había quedado allíesperándome. Hubiera sido unaimitación perfecta de un chófer, si nofuera por la pistola que tenía en la mano.El otro hombre estaba al otro lado delcoche, esperando pacientemente a queyo aceptara la invitación. También teníauna pistola.

Entré en el coche. ¿Qué iba a hacersi no?

«Es un hombre difícil de encontrar».No tenía sentido.

El conductor siguió conduciendohacia el oeste por la M-28. Giró al nortehacia la carretera que llevaba a

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Paradise. Me aclaré la garganta.—Ustedes son Pearl y Roman —

dije.No dijeron nada. El hombre que

estaba sentado a mi lado ni siquiera giróla cabeza.

—Ustedes destrozaron mi cabaña —dije—. El sábado.

—No hablaremos ahora —dijo elhombre. Miró hacia delante.

Continuamos en silencio. Cuandoentramos en Paradise, vi las luces a lolargo de la carretera, todos los lugaresque componían mi ciudad. Lagasolinera. La oficina de correos. Intentéretener el miedo en algún lugar profundoen mi interior, en una pequeña caja

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donde el miedo pudiera tener su sitio sinque me controlara. Sabía que si lodejaba salir de esa caja, no tendríaninguna esperanza de pensar conclaridad.

«Es un hombre difícil de encontrar».¿Significaba eso que me habían estadobuscando, pero que no habían podidoencontrarme hasta esta noche? Elsábado habían entrado a la fuerza enmi cabaña. ¿Cuántos días habíanpasado desde entonces? ¿Qué día eshoy? Piensa, Alex.

Entramos en el centro de la ciudad.Pude ver el Glasgow Inn delante denosotros. Ahora Jackie está ahí dentro.Tiene una cerveza canadiense

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esperándome. Pero no, estamos girando.El conductor giró a la izquierda en

el semáforo intermitente, cogiendo la123 para salir de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —dije.—No hablaremos ahora —dijo el

hombre.Seguimos dirigiéndonos hacia el

oeste. El conductor sostenía el volantecon las manos enfundadas en unosguantes negros. Era un buen conductor.Iba seguro por la nieve, pero noconducía demasiado rápido.

«Es un hombre difícil de encontrar».Ahora está empezando a tener sentido.Destrozaron mi cabaña el sábado. Nodormí en la cabaña aquella noche,

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estaba en la otra cabaña. Al díasiguiente Bruckman me envió alhospital. Pasé allí cuatro noches;después, ayer, la mayoría del tiempoestuve en el Glasgow, luego, anoche, mefui a Canadá, pasé el resto de la nocheen la cárcel. No había estado en micabaña más de diez minutos seguidosdesde que Dorothy había desaparecido.Por eso es por lo que soy un hombredifícil de encontrar.

Pero ahora me habían encontrado.Estos hombres se llevaron a

Dorothy, pensé. Probablemente lamataron. Asesinaron a Gobi y a esamujer. La pesadilla que vi en esacabaña… ellos fueron los responsables.

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Ahora acabarán conmigo. Me llevaránal interior del bosque y luego mematarán.

Cerré los ojos. Inspira, espira.Piensa.

Podía abrir la puerta e intentar llegarhasta el bosque.

Me dispararían como a un animal yme matarían. No tendría ningunaposibilidad.

Si querían matarme, podrían haberlohecho cuando me pararon en lacarretera. Nadie los hubiera visto. A lomejor querían algo más.

Sí, a lo mejor quieren algo másprimero, y después, me matarán.

Vale entonces. Si me van a matar,

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me van a matar. Mientras siga vivo,aún tengo una oportunidad. Agárrate aeso.

Continuamos dirigiéndonos hacia elinterior del bosque y pasamos pordelante de la salida que llevaba a lascataratas Taquamenon. La carretera seestaba estrechando, la nieve era másprofunda. El conductor continuaba conuna mano firme en el volanteconduciendo el todoterreno por la nieve.

Seguí hablando conmigo mismo,intentando convencerme de que veríaotro día.

Un letrero pequeño nos decía queestábamos saliendo del condado deChippewa y que entrábamos en el

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condado de Luce. Conocía estacarretera. Solo atravesaba bosques hastaque, al final, llegaba a Newberry, a unoscincuenta kilómetros al suroeste. Justocuando comenzaba a preguntarme cuántotiempo íbamos a seguir conduciendo, elconductor redujo la velocidad. Habíauna carretera de acceso que conducía alnorte. Hacía poco que la habíanlimpiado de nieve, no me podíaimaginar quién había sido el que lohabía hecho. Que yo supiera, no habíacabañas en esta parte del bosque, solopequeños lagos y senderos para lasmotos de nieve. Subimos cincokilómetros por la carretera, quizá seis.El conductor tuvo que esforzarse un

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poco más para poder seguirconduciendo. Las ruedas comenzaron aresbalar en la nieve.

Luego nos detuvimos.El hombre que estaba a mi lado

habló:—Ahora saldremos.El conductor abrió su puerta, salió y

luego abrió la mía. El otro hombre sequedó donde estaba hasta que yo salí delcoche. Estaba oscuro. Con los farosapagados, me llevó un ratoacostumbrarme a la oscuridad. Elconductor sacó una linterna y laencendió.

—Por aquí —dijo. Vi su cara uninstante. Sus rasgos eran más suaves que

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los de su compañero.—¿Adónde me llevan? —quise

saber.—Por aquí —dijo de nuevo. Se dio

la vuelta y bajó por la carretera. El otrohombre estaba detrás de mí. Ninguno deellos había sacado las pistolas. No mepusieron el cañón de la pistola en laespalda y me dijeron que comenzara aandar y que no intentara hacer nada raro.No tenían que hacerlo. Era unentendimiento tácito entre nosotros:siempre que fuera con ellos, no sacaríanlas pistolas de sus abrigos ni medispararían.

Caminamos por la carretera,siguiendo el débil rayo de la linterna del

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conductor. La carretera se acabó. Lanieve era más profunda; casi me llegabahasta la cintura. Me abrí camino por lanieve sacando primero una pierna yluego la otra. No pasó mucho tiempoantes de que empezara a respirar condificultad. Los otros hombres se movíana través de la misma nieve, pero parecíaque no les costaba tanto como a mí.

—Soy muy mayor para esto —dije.Pero mis palabras se perdieron en la fríanoche.

Llegamos a un claro y nos dirigimoshacia el centro. Por fin empecé a ver unedificio delante de nosotros. Erapequeño, no era más grande que uncobertizo. Es una caseta para el hielo,

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pensé. Ahora caminamos sobre un lago.Intenté imaginarme un mapa. Podía serel lago Little Two Hearted, o podía seruno de los otros cientos de lagos decuyos nombres no me acordaba. Fuera loque fuera, sabía que estábamos solos. Sihabía otro edificio en un radio de ochokilómetros, aparte de otras casetasvacías, no sabría cómo encontrarlo.

Caminamos los últimos noventametros para llegar a la caseta. Salía unresplandor débil de las grietas. Elconductor abrió la puerta y la sujetópara que yo entrara. Otro gesto educado.Por aquí, señor.

Entré. El edificio estaba hecho comola mayoría de las casetas para el hielo

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que había visto. Paredes y techo sinacabar, una habitación minúsculacompletamente vacía, una ventanapequeña. Un suelo de madera áspero conun agujero cuadrado en el medio, dondealguien había abierto el hielo paradestapar el agua oscura. Primero vi elhilo de pescar, lo seguí hasta fuera delagua, hasta la caña y, luego, hasta elhombre que la estaba sujetando. Vi unabrigo de piel largo. La misma piel quetenían los cuellos de los abrigos de losdos hombres. Botas de piel negras yguantes. La cara del hombre era comoalgo tallado de piedra. Levantó la vistay me miró con los ojos tan oscuros comoel cuadrado de agua que había a sus

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pies. En el banco, a su lado, había unfarol de propano que proyectaba unapálida luz.

—Señor McKnight —dijo—.Bienvenido.

—¿Su nombre es Molinov? —dije.—Sí —contestó él—. Por favor,

entre y únase a nosotros. Creo que yaconoce al señor Bruckman.

Me quedé allí de pie enfrente de él,preguntándome de qué demonios estabahablando.

Y luego vi a Bruckman.Estaba detrás de Molinov,

acurrucado contra la pared trasera,cerca de una estufa de queroseno. Estabacompletamente desnudo, su piel era

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como acero azul. No supe si estaba vivoo muerto hasta que le vi moverse. Estabatemblando.

—Siéntese —dijo Molinov. Hizo ungesto con la mano indicando un banco demadera áspero que estaba a suizquierda. Me senté en él, moviéndomelentamente como si estuviera en unsueño. Bajé la vista y volví a mirar aBruckman. Tenía la cara contra la pared;estaba de espaldas a nosotros.

Los otros dos hombres se sentaronen el banco de enfrente. Molinov cogióun puro, echó una calada y luego volvióa poner el puro en el banco. El olor delhumo del puro se mezcló con el olor delqueroseno en llamas.

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—A lo mejor puede responderme aunas preguntas —dijo—, mientras estáaquí.

No noté mucho acento en su voz,pero dijo cada palabra con tantocuidado como un hombre que extrae lasnotas de un violín.

Sacó una grabadora de mano delbolsillo de su abrigo y presionó unbotón. La cinta comenzó a sonarllenando la habitación con la voz deBruckman.

«Soy Lonnie. Deje un mensaje»: Esoera todo lo que decía. Hubo un largosilencio y luego se oyeron los mensajesuno a uno.

«¡Eh! Lonnie, soy Miles. ¿Vas a

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venir o qué? Llámame, tío».«Sí, Bruckman. Soy Charles. Patty

me dio tu número, me dijo que deberíaquedar contigo. Mañana estaré en lapista de hielo sobre las diez. A lo mejornos vemos allí».

«¡Eh, Lonnie! Soy Gobi…».Molinov me miró. Levantó un poco lagrabadora. «Tío, no te va a gustar esto,pero creo que tienes un problema. Estoyen el Horns Inn y he visto entrar a tunovia. Estaba en la barra preguntandopor ese tipo, McKnight, el que anocheestuvo jugando de portero contranosotros. Según parece es una especiede investigador privado o algo así. Creoque ella no me ha visto, pero no sabía

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qué hacer, ¿entiendes? Llevaba unabolsa blanca con ella. Si es lo quepienso, será mejor que vengas hasta aquíy la encuentres, tío. Estoy trabajándomea la camarera que curra aquí y hacemucho más frío fuera que aquí dentro,¿sabes lo que te digo? Así que si quieresencontrarlo, vive en Paradise; es todo loque he oído. Ya hablamos luego, tío».

Presionó el botón del stop y sacó lacinta.

—¿Sabe de dónde viene esta cinta?—Me lo imagino —dije.Volvió a meter la cinta en la

grabadora y luego la volvió a guardar enel bolsillo de su abrigo.

—Esta chica, Dorothy Parrish —

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dijo—, fue a buscarle aquella noche,¿verdad?

—Sí.—Según tengo entendido, a la

mañana siguiente ya no estaba allí.Examiné a los dos hombres. Seguía

sin saber quién era Pearl y quién Roman.Me miraron sin una pizca de emociónentre ellos.

—Sí —dije—. Desapareció.—Quizá puede decirme adónde fue.Las palabras me golpearon como una

bofetada en la cara.—No entiendo.—La chica —dijo—, ¿dónde está?—¿Usted me lo pregunta? Usted la

secuestró. —Señalé a los hombres—.

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Ellos la secuestraron.—Eso no es cierto —dijo—. Para

cuando estos hombres inspeccionaron sucabaña, ella ya no estaba.

—¿Inspeccionaron mi cabaña? ¿Esofue lo que hicieron?

—Era necesario —dijo.—No sé dónde está —dije—. Lo

juro.Bruckman hizo un ruido por detrás

de él. Fue un gemido bajo y gorjeanteque hizo que tuviera que morderme ellabio para evitar temblar. Pearl y Romanlo miraron con la misma indiferenciacon la que se mira a un perrogimoteando en una esquina.

—Parece que el señor Bruckman se

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está resfriando —dijo Molinov—. Quizáusted es tan amable y le deja su abrigo.

Lo miré. ¿Lo estaba diciendo enserio?

—Por favor —dijo—. Su abrigo.Me levanté y me quité el abrigo.

Nadie se movió, así que supuse que elresto era cosa mía. Fui detrás deMolinov al lugar donde Bruckmanestaba acurrucado contra la pared. Teníala cara al lado de la estufa dequeroseno, tan cerca que podía olerle elpelo chamuscado.

—Bruckman —dije.No respondió. Le toqué la espalda.

Tenía la piel tan fría que no me podíacreer que aún siguiera vivo. Le puse el

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abrigo sobre el cuerpo.—Gracias, señor McKnight —dijo

Molinov—. Estoy seguro de que elseñor Bruckman le está muy agradecido.

—¿Por qué le han hecho esto?—Vuelva al grupo, señor McKnight.

Se lo explicaré.Volví a sentarme en el banco.

Apenas podía sentir el calor de la estufade queroseno. El aire frío entraba a granvelocidad por las grietas de la caseta yme hacía tiritar.

—El señor Bruckman cogió algo queme pertenecía —dijo Molinov—. Estaes la consecuencia.

—Morirá —dije.—He estado pescando durante un

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buen rato —dijo, sacando la caña depescar del agua. Bajo la luz de lalinterna brillaba un señuelo de metal,del tipo que utilizarías para pescar concurricán en pleno verano.

—A lo mejor no lo estoy haciendobien. ¿Le gustaría intentarlo?

—No, gracias —dije.—A lo mejor al señor Bruckman le

apetece intentarlo —dijo—. ¿Por qué nolo averiguamos?

Pearl y Roman se levantaron alunísono. Recogieron a Bruckman delsuelo de la pared trasera, cada uno lolevantó por un brazo, y lo llevaron hastael banco en el que acababan de estarsentados. Le vi la cara por primera vez.

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Tenía los ojos hinchados. Apenas podíareconocerlo. Mi abrigo se le estabaresbalando de su cuerpo desnudo y azul.

—Por favor, su abrigo —dijoMolinov—. No nos gustaría que el señorBruckman cogiera un resfriado.

Los hombres le apartaron los brazosdel cuerpo y de algún modoconsiguieron ponerle el abrigo.

—Mucho mejor —dijo Molinov—.Ahora, señor Bruckman, a lo mejor leapetece probar suerte con un poco depesca en el hielo.

Bruckman comenzó a caerse hacia unlado. Uno de los hombres lo cogió.

—Creo que el señor Bruckmannecesita un poco más de ayuda —dijo

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Molinov.Con un movimiento suave, los dos

hombres lo levantaron y lo dejaron caerde cabeza al agua. El agua me salpicó laparte delantera de la camisa y la cara:tan fría, impactante y dolorosa como milagujas heladas. El cuerpo de Bruckmancolgaba contra el borde de la abertura.Apenas era lo bastante grande comopara que él cupiera dentro. Pero luego,cuando mi abrigo se empapó de agua, loarrastró hacia abajo hasta que soloquedó un pie en la superficie. Y luego,el pie también desapareció.

Me quedé mirando el agua fijamente.No podía moverme.

Pearl y Roman se sentaron. Molinov

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miró su puro mojado durante unmomento y luego lo tiró hacia atrás.

—Señor McKnight, puedo entendersu reticencia a revelar el paradero de laseñorita Parrish.

La superficie del agua aún estabatemblorosa. Seguí esperando a que lacabeza de Bruckman volviera a subirpor el agujero.

—Pero a estas alturas, deberíapensar que usted entiende lo importanteque es para mí encontrar a la chica, asícomo la bolsa blanca que tenía en suposesión.

—No sé dónde está —dije—. No sédónde está la bolsa.

Asintió lentamente con la cabeza.

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—Cuando me enteré de que laseñorita Parrish había ido a buscarle,lógicamente, me entró la curiosidad desaber quién era usted. El hombre en lacinta afirma claramente que usted es uninvestigador privado. Indagué un poco ydescubrí que sí, en efecto, usted tiene lalicencia. No obstante, me sorprendí alaveriguar que usted no tiene oficina, noaparece en la guía telefónica y queaparentemente no intenta anunciar susservicios. Pensaba que era bastanteextraño hasta que me enteré de algo másacerca de su pasado reciente. ¿Es ciertoque sus últimos clientes fueron lafamilia Fulton?

Levanté la vista y lo miré.

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—Es una familia muy rica, ¿no?Tengo entendido que tenían una casa devacaciones en el lago, justo al norte desu cabaña. La verdad es que hoy he idoa ver la casa, ¿lo sabía? Es un edificioimpresionante. Lógicamente ahoraestaba vacío. No me imagino vivir allíen invierno si se tiene elección. Se darácuenta de que en el lugar de dondevengo, tenemos sitios como este. Peropuedo asegurarle que nunca nadie seconstruye una casa de vacaciones allí.

Mi ropa estaba tan empapada que elagua me llegaba hasta la piel. Intenté notemblar.

—Indagué un poco más, señorMcKnight. Según parece, la familia

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Fulton sufrió una gran desgracia hacepoco. El heredero Fulton, Edwin eltercero, fue trágicamente asesinado.Claro que esto no es nuevo para usted.Tengo entendido que en ese momentoestaba contratado por un abogado que sellamaba Lane Uttley y que, de hecho, elseñor Uttley representaba a la familiaFulton, ¿estoy en lo cierto?

—Sí —dije.—El señor Edmund Fulton —dijo—,

el hombre que murió tan repentinamente.Había llevado una vida bastanteinteresante, ¿verdad? He oído muchosrumores. Habladurías, si lo prefiere. Mehizo pensar, aquí tienes a un hombre,Alex McKnight, que tiene licencia para

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ser detective privado, pero que, por loque parece, no hace ningunainvestigación. Pero cuando un hombrerico con muchos problemas desaparece,el señor McKnight está cerca. Luego hayuna joven con muchos problemas,seguramente distintos pero igual deserios. Cuando esta mujer desaparece,una vez más el señor McKnight está a sulado. Me hace comenzar a preguntarmesi quizá esta es… Dígame si utilizo lapalabra correcta: ¿su especialidad?

Cada vez hacía más frío en lahabitación. La estufa de querosenosilbaba como si se hubiera quedado sincombustible.

—Este lugar —dijo— parece que es

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idóneo para desapariciones, ¿a que sí?—No sé de lo que está hablando —

dije.—Claro… La siguiente pregunta es

—dijo—, ¿el señor McKnight ayuda aesta gente a desaparecer o los hacedesaparecer?

—No sé lo que le pasó a Dorothy —dijo.

—Pero yo sí que sé lo que le pasó aEdmund Fulton. Está muerto. —Comencé a marearme un poco. Mipropia voz sonaba muy lejos de micuerpo.

—Me pregunto lo que diría la viudade Edmund Fulton si le planteara esteasunto a ella. ¿Cómo era su nombre?

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¿Sylvia?—No —dije—. A ella no.Se sacó la pistola de su bolsillo

interior. No me apuntó con ella. No laseparó de su cuerpo ni la agitó a sualrededor como harían la mayoría de loshombres. Mantuvo la pistola al lado desu cuerpo como si estuviera sujetando unteléfono o un bolígrafo.

—Estoy ofendido —dijo—. ¿Ustedcree que le haría daño a esa mujer?

Miré la pistola. No dije nada.—¿Hacer daño a una mujer? —dijo

—. ¿A una mujer inocente? ¿Cómo se leocurre siquiera pensar eso? Voy ademostrarle lo encarecidamente que meopongo a esa idea.

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Le miré a la cara.La estufa se había apagado. Había

silencio.—Caballeros —dijo sin quitarme

los ojos de encima—. Por favor,quítense esos abrigos. Son bastantecaros. No me gustaría que seestropearan cuando hagamos nuestrapequeña demostración.

Los dos hombres se levantaron y sequitaron los abrigos. Los pusieron en elbanco que había detrás de ellos. El másgrande, el que tenía los rasgos de la caramarcados y la nariz rota en variasocasiones, me miró con los ojos fríos deun asesino nato. Dobló las manos en susguantes negros de piel.

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Esperé a ver qué es lo que iba apasar. Tenía el cuerpo entero tieso. Notemblaré, me dije. No les dejaré que mevean temblar.

El otro hombre. Le vi parpadear.Miró disimuladamente a su compañero yluego a Molinov.

Molinov levantó el brazo hacia unlado y disparó a los dos hombres.

Se cayeron hacia atrás, primero unoy, después, el otro. El banco se cayó conellos. Los disparos resonaron en misoídos. El brazo levantado de Molinovno se movió.

—Tengo entendido —dijofinalmente, bajando el brazo— quecuando mis socios estuvieron

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preguntándoles al señor Gobi y a sucompañera femenina por el paradero delseñor Bruckman, cometieron un acto debrutalidad extrema. La mujer erainocente. No había ninguna razón paramatarla.

—Está loco —dijo.—Para nada —objetó—. Me

pregunto si es tan amable de recoger susabrigos. Creo que encontrará las llavesdel coche en el bolsillo del señor Pearl.

—¿Quién es Pearl?—¿No se presentaron? Qué

maleducados. El señor Pearl es el de laizquierda.

Cuando me levanté, la habitacióncomenzó a dar vueltas a mi alrededor.

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Me agarré al banco para evitar caerme.—¡Cuidado, señor McKnight! —dijo

—. No se querrá caer por ese agujero yjuntarse con el señor Bruckman.

Negué con la cabeza y fui hastadonde estaban los dos hombres en elsuelo. Los dos tenían la mirada fija en eltecho y unos agujeros perfectamentecentrados en sus pechos. Saqué el abrigode debajo del que se llamaba Pearl.Encontré las llaves y las saqué.

—Tráigamelas —dijo.Me di la vuelta y di dos pasos hacia

él. Le miré a los ojos.Y luego dejé caer las llaves al agua.

Desaparecieron instantáneamente.Bajó la vista y miró el agua, luego

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me miró a la cara. Sonrió.—Usted ya ha visto la muerte antes

—dijo.—Sí —dije.—Ahora mismo usted no me tiene

miedo, ¿verdad? No lo bastante comopara suplicarme que no le mate.

—No tengo que hacerlo —dije—.Los dos estamos atrapados aquí.

—¿Tiene frío?—Sí —dije.—Usted no sabe lo que es tener frío

—dijo. Se quitó el guante de la manoque tenía libre, se cambió la pistola demano y luego se quitó el otro guante.Tenía todos los dedos amputados hastael primer nudillo, todos menos el dedo

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índice de la mano derecha. El dedo parael gatillo.

—Creo que la estufa ya se haquedado sin queroseno —dijo—. Ya nose está tan bien en este sitio. El olor amuerte tampoco es muy agradable.

Se levantó; su abrigo de piel lellegaba hasta el suelo. Teníamosexactamente la misma altura, sus ojososcuros miraban directamente a losmíos. Cogió la linterna y caminó hasta lapuerta. De camino hacia allí, sacó elotro abrigo de debajo del otro hombremuerto. Lo miró de cerca y le quitó unpoco de serrín.

—¿Adónde va? —dije.—Al coche —dijo.

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—No tiene las llaves —dije.—Tengo mis llaves —dijo—. Le

pedí que cogiera las llaves del señorPearl porque quería ver lo iba a hacercon ellas. Si me las hubiera dado, no mehubiera decepcionado tanto, pero no melas dio. Le creo cuando dice que no sabedónde está la señorita Parrish. Yrespecto al asunto del señor Fulton,tengo que investigar esa situación unpoco más. Creo que aquí veo algunas…oportunidades únicas. Si usted esrealmente un investigador privado,supongo que se pueden contratar susservicios. Podría desear conservar esosservicios para algún momento en elfuturo.

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—Me va a dejar aquí —dije—. Memoriré congelado.

—A lo mejor sí —dijo—, a lo mejorno. Si sobrevive, entonces eso me diráalgo muy importante de usted. Me diráque usted es un hombre que puede sermede gran utilidad.

Me quedé allí de pie, observándolo.Me quedé sin palabras.

—Si sobrevive —dijo—, tendremosalgo en común. Algo muy raro. Mire, yomismo me encontré una vez en unasituación parecida. No me morícongelado, pero debo advertirle que elfrío le puede arrebatar algún pedazo, nosolo de su cuerpo. Me refiero a suinterior.

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Abrió la puerta, luego se detuvo. Elbrutal aire entró de repente. Pude sentirla camisa helada contra mi pecho.

—Cuando se le congele todo, hastallegar a su alma, nunca volverá asentirse bien interiormente —dijo—. Yalo verá.

Cerró la puerta y me dejó en la fríaoscuridad.

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19

Estaba solo en la caseta para el hielo,solo, salvo por los dos hombres muertosque estaban en el suelo y por Bruckmanque estaba en algún lugar debajo denosotros, con mi abrigo, hundiéndosehacia el fondo o balanceándose en elagua contra el hielo. La estufa nofuncionaba. Molinov se había llevado lalinterna. Estaba completamente oscuro yhacía más frío cada minuto que pasaba.

Vale, piensa. Estás vivo. Quieresseguir vivo. ¿Qué vas a hacer?

Comencé a recordar algo. Estoysentado en la peluquería esperando mi

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turno. Hay un número antiguo de larevista Michigan Out of Doors allí, locojo, hay un artículo sobre la hipotermiay el congelamiento. ¿Qué demoniosponía? Ojalá hubiera prestado másatención…

Sentí la camisa totalmente helada enel lugar donde me habían salpicado,como si tuviera un bloque de hielo atadoal pecho. Ese era el primer problema.

No, espera, mis manos. Están muyfrías. ¿Dónde están mis guantes? Mepuse de rodillas, los busqué a tientas porel suelo. Ni siquiera recordabahabérmelos quitado. A lo mejor fuecuando fui a hurgar en los bolsillos delhombre muerto para encontrar las

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llaves del coche.Busqué a tientas por el suelo de

madera áspero. ¡Aquí! Aquí tengo uno.Me lo puse en la mano izquierda. Ahora,dónde está el otro. Lo busqué con lamano derecha desnuda. Está aquí, enalgún sitio.

¿Qué es esto? ¡Mierda! Cambié elpeso de mi cuerpo antes de darme cuentade lo que estaba haciendo, sentí elescozor helado del agua fría recorriendola mano hasta llegar al codo.

Eso es justo lo que necesito ahora.Caerme al hielo por este puto agujero.Saluda a Bruckman ya que bajas.

Me detuve y agité la mano. Cuandovolví a ponerla en el suelo, sentí piel.

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Genial, estaba justo debajo de mí.Me lo puse. Vale, ¿qué voy a hacerahora con esta camisa mojada? ¿Quéponía en el artículo? Algo acerca deque la nieve absorbe el agua. Cuandoestás mojado, se supone que tienes querodar por la nieve. Me da igual lo quedecía la revista.

Los hombres muertos. ¿Qué pasacon su ropa? Molinov se llevó susabrigos. Algo maravilloso… ¿Pero quépasa con el resto de su ropa? Doscamisas, dos pantalones.

Eso, voy a ir a encontrar a esos doshombres muertos en esa completaoscuridad y les voy a quitar la ropa.

Tranquilo, Alex. Escucha tu

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respiración. Estás acabando con todatu energía. Siéntate aquí un minuto.Relájate y piensa en eso.

Encontré el banco en el que habíaestado sentado desde el principio. Mismanos estaban frías incluso con losguantes puestos, sobre todo la derecha,después del baño en el hielo. Me lasmetí debajo de las axilas. El vientovolvía a soplar afuera y entrabarápidamente por todos los sitios. Puse lacabeza en el banco y sentí cómo losescalofríos tomaban el control de micuerpo.

Esto no es bueno, Alex. Esto no esnada bueno.

Intenté recordar cómo era ese sitio.

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Volví a ponerme a cuatro patas y gateéhacia la esquina de atrás, buscando laestufa a tientas. Cuando llegué hastaella, la cogí. Era demasiado ligera. Lasacudí. Nada. A lo mejor había másqueroseno en algún sitio. Busqué por lapared trasera. Me encontré con lapesada escarda de metal que habíanutilizado para atravesar el hielo. Seguíbuscando contra la pared.

¡Aquí! ¡Un bidón de metal! Lolevanté. Estaba vacío.

Cerillas. ¿Habría cerillas en algúnsitio? Podría encender un fuego,quemar un poco de madera o algo así.Me encontré con una caja de madera, mequité los guantes y la abrí. Un anzuelo se

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me clavó en el dedo. Era una simplecaja de aparejos para pesca.

Mierda… ¡Qué deporte tanestúpido! Sentarse con una caña depescar en una pequeña caseta en mediode un lago congelado.

Cuando mis ojos se acostumbraron ala oscuridad, vi que había un poco deluz que venía de la ventana de atrás. Erala luz más débil que uno se pudieraimaginar, tan solo una sombra sobrenegro, pero fue suficiente para quecomenzara a distinguir la forma generalde la caseta. Me levanté y miré por laventana. Aunque estaba oculta en algúnsitio, la luna daba bastante luz y solo seveía una extensión interminable de

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nieve.Vale, vas a tener que hacer esto. No

tienes elección.Los dos hombres muertos eran solo

sombras a un lado del suelo. Volví aponerme a cuatro patas, gateé hasta allíy extendí la mano hacia ellos. Toqué unamano y retrocedí por la impresión queme dio.

Tienes que hacer esto, Alex. No lopienses, tan solo hazlo.

Volví a extender la mano, sentí elbrazo, avancé hasta el pecho. Comencé adesabrocharle la camisa. Podía sentir lasangre. Aún estaba bastante caliente y nose había congelado.

Sangre, es justo lo que necesito

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ahora mismo.Me obligué a inspirar y espirar unas

cuantas veces. Luego, seguídesabrochando la camisa del hombre.Cuando estuvo desabrochada, luché porlevantar su cuerpo. Tenía que quitarle lacamisa. Sus brazos no se doblaban. Soloes un maniquí, pensé. Un maniquígrande y pesado con algo de sangre.

Cuando por fin pude quitarle lacamisa, pensé en lo que iba a hacerdespués. ¿Quitarme la camisa mojada yponerme esta en su lugar? Esta camisapodría sentarme igual de mal ahoraque esta sangre se está congelando.Intenté ponerme la camisa sobre la mía.Olía a cigarrillos.

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Temperatura corporal central. Esoes lo que decía el artículo. Esa es laprioridad número uno. Mantener altala temperatura corporal central.Cuando comienza a bajar, empiezas atener grandes problemas. Incluso habíauna pequeña tabla con las distintastemperaturas, el tipo de síntomas quese tienen cuando la temperaturacentral baja cada vez más. Cuandoestás tiritando, cuando las manos seempiezan a entumecer: eso eshipotermia leve ¿no era así? En esafase estoy yo ahora. Ya voy lanzado.

Me moví hasta el segundo hombre.Esta vez me costó más desabrocharle lacamisa. Mis manos estaban empeorando.

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No era una buena señal. Él era el máspesado de los dos así que tuve que hacerun gran esfuerzo para levantarlo yquitarle la camisa del cuerpo. Me lapuse encima de la otra camisa.

Vale, Alex. Ya estás listo. Ya tienespuestas tres camisas, una mojada deagua y las otras dos de sangre. Ahoraya estás listo para morir congelado.

¿Les cojo también los pantalones?Podría metérmelos dentro de la camisa.

Sí, Alex, tienes que hacerlo.—Caballeros, espero que me

disculpen por lo que estoy a punto dehacer —dije. Les quité las botas a losdos, abrí las cremalleras y les quité lospantalones. Me metí unos pantalones

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dentro de la camisa, entre la tela heladay mi piel. Me enrollé en el cuello losotros pantalones.

Esto está mucho mejor. Ahora yacasi puedo vivir una hora entera.

Otra vez ese olor. Cigarrillos. Lascamisas, los pantalones. Todo olía acigarrillos. Y cuando fumas cigarrillos,tienes cerillas o un mechero.

Busqué a tientas en los pantalonesque tenía en el cuello, intentandoencontrar los bolsillos. Saqué unacartera, la tiré a un lado, seguí buscandoalgo más. Nada.

Saqué los otros pantalones dedebajo de mi camisa y busqué en losbolsillos. Otra cartera. Y algo más. Metí

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la mano con los dedos entumecidos.Un mechero. Uno de esos mecheros

pequeños de gas que ves por todoslados. Que Dios te bendiga.

Puedo partir el banco, y si tengo quehacerlo, quizá pueda sacar algo demadera de las paredes. Tan solo unospocos minutos de fuego, eso es todo loque necesito.

Será mejor que te asegures de quefunciona. Puse el pulgar en la ruedecillae intenté encenderlo. Nada. ¡Malditasea! Apenas puedo sentir lo que estoyhaciendo.

Soplé aire caliente en mi manoderecha. Venga, pulgar, no me fallesahora.

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Volví a intentarlo. Nada.Otra vez más. Nada.Volví a soplarme las manos. Venga,

bonito. ¿Quién escribió esa historia?¿Jack London? El hombre que teníaque encender un fuego para salvarse lavida, pero creo que él tenía cerillas yno una mierda de mechero que noencendía.

Volví a intentarlo. Nada.Lo sacudí. No escuché nada.

¿Significa que está vacío? ¿Por quécoño tenía un puto mechero sin gas enel bolsillo?

Lo intenté otra vez. Y otra. Y otra.No puedo ver la chispa. ¡Maldita

sea! Sé que lo estoy haciendo bien. Ya

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te estoy dando la puta chispa, ¿por quéno te enciendes ya?

Le doy. Chispa. Nada.Le doy. Chispa. Nada.Lo apreté como si fuera a tirarlo y

luego me detuve. Guárdalo. Vuelve aintentarlo en unos minutos, a lo mejorfunciona.

Volví a ponerme los guantes y luegoencontré la esquina más cercana y mesenté contra ella, arrastrando lasrodillas hasta mi pecho. Me mecílentamente hacia delante y hacia atrás,montado en una ola de escalofríos.

Respiré aire caliente sobre elmechero. ¡Demonios! A lo mejor estoayuda. Me quité el guante y lo intenté. Y

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luego otra vez y una vez más.Y luego, lo dejé caer.Vale, así que no voy a encender un

fuego. Voy a quedarme igual decaliente que ahora, lo cual no esprecisamente mucho. ¡Maldita sea!Tengo frío. ¿Se supone que tengo queesperar hasta mañana? No loconseguiré. No me quedaré aquísentado toda la noche con doscadáveres en el suelo. Dentro de muypoco comenzaré a escuchar aBruckman dando golpes en el hielo,intentando trepar hasta aquí arriba.

Si me muevo, entraré en calor, ¿no?¿Generaré calor humano? ¿Osimplemente desgastaré toda mi

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energía más rápido? Pero si no, puedoconseguir llegar a la carreteraprincipal, por lo menos a lo mejoralguien me ve. A lo mejor. Si consigollegar lo bastante lejos.

Me levanté del suelo:—Vale —dije—. Vale, vale. Allá

vamos.Fui hasta la puerta.—No os levantéis, chicos —dije—.

Ya nos veremos.Abrí la puerta y salí a la nieve. El

aire frío me atacó buscando cadacentímetro de mi cuerpo:

—¡Oh! Ha sido una gran idea —dije—. Soy un puto genio.

Comencé a caminar por encima del

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lago, volviendo hacia donde eltodoterreno había aparcado. Miré entodas las direcciones mientras me abríapaso por la nieve. Mirara donde mirara,la superficie del lago desaparecía en unaoscuridad total. A falta de cualquier otraidea, tenía que intentar conseguir llegara la carretera de acceso de nuevo. Notenía otra opción.

Mantuve las manos metidas debajode los brazos mientras caminaba através de la nieve. Incluso con losguantes puestos, podía sentir que se meentumecían los dedos cada vez más.Intenté seguir el que fuera el camino quehabíamos hecho hasta llegar a la caseta.Molinov tuvo que haber vuelto por el

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mismo camino, pero el viento cubría lashuellas profundas.

Sigue caminando. La carreteradebe estar por aquí, en algún sitio. Teprotegerás un poco más del viento.

Miré hacia atrás a la caseta. Soloera una sombra. Intenté recordar cuántotiempo habíamos caminado hasta llegarhasta allí. ¿Diez minutos? ¿Quizáquince? Parecía que ya había caminadomás tiempo que ese. El lago ya deberíahaberse acabado. Sentí crecer el pánicopor todo mi cuerpo, comenzando en miestómago. Voy a perderme y adeambular en círculos por el lago. Nome encontrarán hasta que llegue laprimavera.

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Esto ha sido un error. Deberíahaberme quedado en la caseta yhaberme arriesgado. No puedes hacernada bien, McKnight. Ahora te vas amorir aquí fuera porque eres un putoidiota.

No, espera. Comencé a distinguiruna raya oscura un poco más adelante.Tenía que ser la orilla del lago. Seguícaminando abriéndome paso por lanieve, manteniendo la cabeza haciaabajo cuando el viento comenzó a soplarde nuevo, arremetiendo contra mí comoun millón de balas diminutas. El locoaullido del viento resonaba en misoídos.

Cuando me acerqué a la costa,

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busqué el claro por el que habíamospasado. Lo único que veía eran árboles.

¡Maldita sea! No puedo malgastarla energía de esta forma. Tengo quellegar a la carretera principal. ¿Pordónde pasamos?

Caminé a lo largo de la línea de losárboles, buscando el claro. La nievecolgaba de las ramas creando una firmecortina. Intenté caminar cerca de losárboles, esperando que me protegieranun poco del viento.

Por aquí, unos pocos de cientos demetros más, y luego vuelves sobre tuspasos. No puedes perderte. ¡Joder! Nopuedes perderte, si te pierdes, se acabó.¿Es allí? No. Espera. A lo mejor sí. Sí,

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¡ahí es!Encontré la depresión en la nieve

donde había estado el todoterreno. Estotiene que ser un lugar desde dondezarpan los barcos en verano, pensé.Ahora, ¿cuánto tiempo tuvimos queconducir hasta aquí después de salir dela carretera principal?

Continué recto por la carretera deacceso. Bajo la luz tenue, no había másque un claro estrecho entre los árboles.Tenía los pies entumecidos. Me dolíanlas manos. No sabía qué era peor.

Perdí el equilibrio y me caí en lanieve. Cuando me levanté, me enrollémás fuerte los pantalones alrededor delcuello y seguí caminando. ¿Qué decía

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aquel artículo sobre el siguiente nivelde la hipotermia? Empiezan las «dez».Pesadez, rigidez, lividez. ¿Pero yoestoy en ese nivel? Seguí caminando,rimando las palabras en mi cabeza.Pesadez, rigidez, lividez, nitidez,timidez, flacidez.

Al menos por aquí la nieve no eramuy profunda. Y el viento no era tanfuerte. Es un clima bastante suave,¿no? Creo que estoy empezando aentrar en calor aquí. Este sería unlugar de vacaciones maravilloso.

Volví a caerme en la nieve. Conmucho esfuerzo, me puse de rodillas yme detuve.

Levántate, maldita sea. Ponte en

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pie. Si te paras, estás muerto.Me levanté. Seguí caminando.Tan solo sigue caminando. Recto. La

carretera está en esta dirección. Llega ala carretera.

Validez, estupidez, dez. ¿Qué es dez?¿No será «diez»? No, ya sé, es Dez, elnombre de ese guitarrista.

Sigue caminando. Llega hasta lacarretera.

Cosas que tengo que hacer cuandovuelva a casa: darme un baño caliente.Sentarme al lado del fuego. Bebermeun café caliente.

Volví a caerme.Levántate. Levántate o muérete.Me levanté; tenía la nieve pegada en

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la cara.Múdate a Florida. Túmbate en una

playa. Ponte moreno.Seguí caminando. Un pie y luego el

otro, a través de la nieve; continué rectoa través de los árboles.

¿Cuánto tiempo condujimos poresta carretera? No me acuerdo.¿Cuánto tiempo he estado caminando?No me acuerdo de haber empezado.Llevo toda la vida caminando por lanieve.

¡Dios! Me duelen las manos. ¡Dios!Me duele la cara. Ya no tengo los piesentumecidos. Ahora también me duelenlos pies. Así es cómo se sintióBruckman. Enroscado en esa caseta.

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Esperando a morir. Me pregunto sisintió el agua cuando se cayó dentro.

Palidez, limpidez. ¿Esa palabraexiste? Limpidez.

Por fin llegué a la carreteraprincipal. Solo había unos cuantospalmos de nieve. La habían limpiadohacía poco.

Aquí está, Alex. Esta es la carreteraprincipal. ¿Dónde está el equipo derescate? ¿Dónde está la línea derecepción? ¿Dónde está el hombre conel gran trofeo y la reina de la bellezalista para besarte en la boca? Losiento, señora, tengo los labioscongelados.

¿En qué dirección? ¿A la derecha o

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a la izquierda? ¿Por dónde viniste? ¿Aqué lado giraste cuando entraste? Sitorciste a la derecha, entonces ahoratienes que ir a la izquierda; y si girastea la izquierda, ahora tienes que ir a laderecha. ¿O es al revés?

¡Mierda! Como si eso importara.Como si cambiara algo. Tan solo siguecaminando. O no. Túmbate justo aquí yespera a que vengan a por ti. Llegaránen cualquier momento.

Caminaré. Más me vale. Es unanoche muy agradable. Iré por estelado. Parece que por este camino hayun poco más de luz.

¿Qué es eso? ¿Faros? Por ahívienen. Veo faros.

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No, falsa alarma. Son solo tus ojosgastándote una broma. Los ojos sonbastante graciosos. Siempre gastandobromas.

A lo mejor estoy loco. Ya ni siquierasiento ese frío. Ya no tengo frío en lasmanos, donde sea que estén. Mismanos. Estoy seguro de que están aquí,por algún sitio. Espero no habérmelasdejado en ningún sitio.

Faros. Por ahí vienen. Esta vez deverdad.

No. No son faros. A lo mejor es unovni. Sí, puede que sea eso.

Los árboles. Al lado de lacarretera. Y esa nieve sobre ellos.Parecen monjes que llevan hábitos.

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¿Qué es esa música? Suena comoun saxofón.

Debería echarme aquí. Échate unasiesta. Tengo sueño. ¿Qué hora es?Tiene que ser tarde.

No. Sigue caminando. Alex, Alex.La música suena más alta. Es muy

lenta para bailarla. Es igual. Tengodemasiado sueño para bailar. Deberíatumbarme.

No, Alex.Me es igual. Ya no me importa.La nieve está blanda. Me voy a

tumbar.¿Qué es esa música? Conozco esta

canción. La escucho cada noche.¿Qué es esa luz? Es un ovni. Tenía

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razón. Los extraterrestres están aquí.Ahora, voy a tumbarme.

Me estoy echando en la nieve. Estátan suave.

Ahora los extraterrestres estánaquí. Las máquinas están a mi lado.Una a cada lado. Los extraterrestresme están mirando. Tienen un ojogrande en el centro de sus cabezas.

Bienvenido al planeta Tierra.Llamamos a esta cosa blanca «nieve».Es muy suave. Es perfecta para echartesobre ella. Ahora, si me disculpan, mevoy a dormir.

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20

Me pasé dos días más en el hospital, enel mismo hospital al que había idodespués de que Bruckman (bueno, ahorael difunto Lonnie Bruckman) y susamigos me hubieran hecho su número. Elmismo médico proyectó una luz en misojos y me preguntó que qué demoniosera lo que pasaba conmigo. Se suponíaque la última vez que había estado allíme iba a ir a mi casa e iba a descansarunos días.

—Echaba de menos la comida delhospital —dije.

—Tiene suerte de estar vivo —dijo

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—. También tiene suerte de que losdedos de los pies y de las manos siganadjuntos a su cuerpo.

Un par de conductores de motos denieve me habían encontrado: un hombrey su hijo. El hombre era jefe de brigaday bombero voluntario, uno de esos tiposque están listos para todo en cualquiermomento. Tenía el botiquín deemergencia para dar calor. Tenía losparches de mano eléctricos que seconectaban a la batería de la moto denieve. Incluso tenía la almohadilla en elasiento que te calentaba el culo mientrasestabas conduciendo.

—Esas motos de nieve son unasmáquinas impresionantes —dijo el

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médico—. ¿Usted tiene una?—No —dije—, por ahora.—Tiene que hacerse con una —dijo

—. También se divierte uno mucho conellas.

Cuando los tipos de las motos denieve volvieron a Paradise, llamaron ala oficina del sheriff. Enviaron a unaambulancia para que me llevara alhospital. Tenía una temperatura corporalcentral de menos siete gradoscentígrados, dieciséis por debajo de lalínea grave de hipotermia. De camino alhospital, me pusieron calor en el cuello,axilas e ingles. Cuando llegué allí, meenvolvieron el cuerpo completamente.Mi temperatura volvió a subir unos dos

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grados por hora.—Treinta y seis grados —dijo el

doctor, mirando la pantalla de sutermómetro—. ¿Cómo se siente?

—Aún tengo frío —dije.—Se sentirá mejor —contestó—.

Aún está deshidratado por lavasoconstricción.

—La vasoconstricción —dije—.Claro.

—Estábamos preocupados por todaesa sangre —dijo.

—La sangre… —dije.—Usted estaba lleno de sangre —

dijo—, pero no tenía ninguna herida quele sangrara. Ni siquiera era su sangre,¿verdad?

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—No, no era mía —dije—. Es unalarga historia.

—La sangre de otra persona —dijo,moviendo la cabeza—. Hágame unfavor. Cuando esté listo para contarleesa historia a alguien, asegúrese de queyo esté en la habitación. Tengo queescucharla.

Le conté la historia al sheriffBrandow y me aseguré de que el médicoestuviera allí para escucharla.Brandown escuchó todo lo que le dije ylo anotó sin decir ni una palabra; luego,envió a sus hombres para queencontraran la caseta sobre el lago.

—Van a encontrarse con doshombres muertos en ropa interior —dije

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—. Chicos, no sé lo que van a hacer conBruckman.

—Por lo que tengo entendido —dijo—, podemos esperar hasta la primavera.Si Champagne y Urbanic lo quierenahora, ellos mismos pueden ir a cogerlo.

Les transmití esas mismas palabras alos agentes cuando vinieron a verme. Nose quedaron muy contentos.

—A ver si lo entiendo —dijoChampagne—. Tenemos a dos de loshombres de Molinov. Muertos. Tenemosa Bruckman; muerto y en algún lugardebajo del hielo. No tenemos ningúncuerpo vivo. No tenemos ninguna bolsa.

—Aún se tienen el uno al otro —comenté.

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—Está muy bien que esté en elhospital —dijo— porque en un minutova a necesitar sangre del tipo O.

Me llamó la atención Urbanic.Estaba intentando no sonreír. Despuésde que Champagne saliera furioso de lahabitación, le pregunté cómo podíaaguantar tener a un hombre así decompañero.

—Usted ha sido policía —dijo—.¿Nunca ha tenido un compañero al queno soportara?

—Sí —dije—. Le mataron.—¿Le echa de menos?—Cada día —dije.—Yo sentiría lo mismo —dijo—. Y,

además, debería ver cómo le da a una

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pelota de golf. Hemos estado ganando eltorneo de parejas de la brigadaantidroga durante siete años seguidos.

Seguía pensando en eso cuando Leonentró. Me trajo más revistas deinvestigador privado y una caja pequeñade plástico.

—Tengo un regalo para ti —dijo.Abrí la caja. Dentro había al menos

unas doscientas tarjetas de visita.—¿Qué es esto?—Léelo —dijo.Cogí una de las tarjetas y leí:

«Investigaciones Prudell-McKnight».Había dos pistolas debajo de nuestrosnombres.

—Verás, ese es tu revólver de

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servicio y esa es mi Luger.—Parece que se están disparando la

una a la otra —dije.—No, no —dijo—. Son como los

dos mosqueteros. Todos para uno y unopara todos, o para los dos, o lo que sea.

—Pero tú ya te habías hecho tarjetasde visita —dije.

—Pensé que te animarían —dijo—.Volveré más tarde, después del trabajo.

—No tienes que hacerlo —dije—.Estoy bien.

—No me gusta ver a mi compañerotumbado en una cama de hospital —dijo—. No me sentiré bien hasta que novuelvas al caso.

—El caso —dije—. ¿Cuánto tiempo

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nos hemos pasado pensando en esto?¿En cuántos líos nos hemos metido?Bueno, yo… Y sin mencionar los dosviajes al hospital. ¿Qué tenemos quehacer para obtener algún resultado?

—Bueno —dijo. Reflexionó sobreeso—. Hemos eliminado algunossospechosos.

No pude evitar reírme.—Tienes razón —dije—. Lo hemos

hecho.—Tan solo mejórate —dijo—.

Luego, volveremos al trabajo.—Leon —dije—, en serio te lo digo,

no sé qué demonios hemos estadohaciendo, pero te diré algo: me alegrode que me estuvieras ayudando.

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—Te veo luego, socio —dijo.—Te veo luego —respondí—, socio.Cuando se fue, hojeé las revistas que

me había dejado, luego me eché unasiesta. Cuando me desperté, los doshombres de las motos de nieve estabanallí para verme: un hombre y su hijo detrece años de la ciudad de Traverse. Losdos tenían el pelo al cero y apretabanlas manos con firmeza. Les di lasgracias, mi número de teléfono y lesinvité a que se quedaran una semana enuna de las cabañas cuando ellosquisieran volver.

Bill Brandow volvió a venir aquellanoche. Esta vez trajo una bolsa de papelmarrón con una cerveza canadiense fría

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dentro.—Me imaginé que esto no te vendría

mal —dijo.—El doctor te va a matar —

respondí.—Voy a estar comprándote cervezas

durante mucho tiempo —dijo—, así quepensé que ya podría empezar a hacerloahora.

—Y eso es exactamente lo quenecesito justo ahora —dije, tocando labotella—. Algo frío.

Miró al suelo.—Supongo que no lo pensé.—No te preocupes por eso, Bill.—No debería haber cooperado con

esos agentes —dijo—. Tú tenías razón.

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Soy un sheriff electo. No me puedenhacer nada.

—Ya, pero ese tipo, Champagne, esun zalamero, no pudiste hacer nada.

—Creo que voy a estar pagando poresto durante mucho tiempo —dijo.

Cuando se fue, Jackie vino a verme,el hombre que preferiría besar a suexmujer que dejar el bar y salir aconducir por la nieve.

—¿Qué hiciste? —dije—. ¿Cerrar elbar?

—Mi hijo se quedó allí —dijo—.Solo quería pasar por aquí y asegurarmede que estabas bien.

—Pero no viniste la última vez queestuve en el hospital —dije.

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—Ya, pero entonces solo te habíandado una paliza. Cuando me enteré de loque te había pasado, ya habías salido deaquí. Pero, si te vas a morir congelado,me gustaría que primero pagaras tucuenta.

—También me alegro de verte —dije.

El médico volvió a pasar y luegoLeon vino de nuevo después del trabajoy luego, alrededor de la hora de la cena,levanté la vista y pensé que estabaalucinando. El jefe Maven estaba de pieen la entrada.

—¿Qué? ¿No me trae flores? —dije.—Solo quería pasar por aquí y verlo

con mis propios ojos —dijo—. Le

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encontraron tumbado en la nieve enmedio del condado de Luce, sin abrigo,¿y usted ni siquiera pierde una parte desu cuerpo por la congelación?

—Tengo todas mis partes aquí —dije—. Todo el equipo original.

—¿Cómo dice ese dicho? —preguntó—. «Dios vela por los tontos ylos idiotas».

—Creo que es por los tontos y losborrachos —dije.

—En cualquier caso, usted es laviva prueba de eso.

Cuando se acercó lo bastante comopara estar sobre mí, se metió los guantesen los bolsillos y cruzó los brazos.Parecía cansado.

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—¿Por qué ha venido hasta aquí? —pregunté—. La verdad.

—He venido para hacerle algunaspreguntas —dijo.

—Adelante.—Esa cabaña en la Mackinac Trail

—empezó—. Ya he leído la declaraciónque le dio a Brandow, pero tengo quepreguntarle algo. ¿En realidad chocócontra esa cosa con su quitanieves?

—Sí —dije—. No fue intencionado.—Usted quería quitar la nieve de la

entrada y falló.—Siguiente pregunta —dije.—Vio lo que le habían hecho a esas

personas —dijo—, después de quederrumbara accidentalmente todo el

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lateral de la cabaña con su quitanieves.—Sí —dije.—Y esos hombres en la caseta —

dijo—, los hombres muertos queencontraron en el suelo en ropa interior.¿Pearl y Roman? ¿Es así cómo se hacíanllamar? ¿Son los que asesinaron a esaspersonas en la cabaña?

—Sí.—¿Está seguro de eso?—Sí.—¿Y el otro hombre? —dijo—.

¿Molinov? ¿Vio cómo mataba a Pearl ya Roman?

—Sí —dije.Asintió con la cabeza.—Vale, la última pregunta. ¿Fue

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rápido o lento?—¿Qué es lo que quiere decir con

eso? —dije.—Usted vio lo que hicieron esos

hombres —dijo—. Cuando se murieron,¿fue rápido o despacio?

Lo miré durante un largo momento.—Fue rápido —dije finalmente—.

Ni siquiera lo vieron venir.Volvió a asentir con la cabeza.—Vale —dijo—. Vale.Volvió a sacar los guantes de su

bolsillo y se los puso.—Eso es todo —dijo, y luego se fue.Me quedé allí sentado, con la mirada

fija en la pared más lejana. El médicollegó unos pocos minutos después y

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rompió el hechizo.—Quisiera dejarle aquí un par de

días más —dijo—, para asegurarnos deque su estómago está preparado paravolver a digerir comida. ¡Qué demonios!Esta vez me gustaría dejarle aquí unmes, para asegurarme de que no va ahacer ninguna estupidez en cuanto salgade aquí.

—Me encuentro bien —dije.—¿Ya no tiene frío?—No —dije. Cosa que no era cierta,

pero ya no podía seguir soportando elhospital y el interminable desfile devisitas. Todo el mundo que conocíahabía venido a verme.

Salvo una excepción.

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Salí del hospital a las ocho en punto a lamañana siguiente. Llevaba el abrigonuevo que Leon me había traído.Después de todo, el viejo estaba debajodel hielo, supongo que aún envueltoalrededor del cuerpo de Bruckman. Peroa mí me parecía bien, ya le había sacadobastante partido a ese abrigo duranteunos doce años.

Mi camión estaba esperando en elaparcamiento, tal y como Leon habíaprometido. Le dije que no quería queviniera a recogerme. No quería ver anadie esa mañana. Solo quería tenerunas horas para mí para hacer algo

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importante. Él lo entendió sin necesitarningún tipo de explicación. El gesto deun buen socio.

Esa mañana me dirigí al oeste.Hacía frío, como la mayoría de los días.Parecía que pronto iba a volver a nevar,como la mayoría de los días. Pero noestaba pensando en el tiempo. Cuandollegué a la salida para Brimley, cogí lacarretera que conducía al norte y llevabaa la reserva. Estacioné el camión en elaparcamiento del casino y entré.

No tardé mucho en encontrarlo.Estaba trabajando en una mesa deblackjack de cinco dólares. Había tresjugadores: dos mujeres y un hombre. Meuní a ellos.

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—Alex —dijo, sin levantar la vista.Cuando acabó de barajar las cartas,deslizó la baraja hasta una de lasmujeres y le dio la carta de corte paraque la introdujera en la baraja.

—Vinnie —dije.Después del corte, comenzó a

repartir las cartas.—¿Vas a jugar? —preguntó. Seguía

mirando las cartas mientras las repartía.Se repartió para él una sota, luego

acercó la otra carta al sensor para ver sitenía un blackjack. No lo tenía, así quela mano continuó.

—Voy a jugar —dije. Saqué el sobrede mi bolsillo, el que los inquilinos mehabían dejado. Después de mis

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aventuras en la pista de hielo, solo mequedaba un billete de cien dólares.

Cuando se acabó la mano y losjugadores pagaron, me cogió el billete.

—Cambiando uno de cien —dijo. Elsupervisor de las mesas del casino lehizo una seña de asentimiento.

Esperé a que la siguiente manoempezara.

—No viniste a verme al hospital —dije.

—He estado trabajando —dijo—. Elcrupier muestra nueve.

—La última vez viniste a verme —dije—. ¿De repente estás demasiadoocupado? ¿Te cambiaron los turnos?

—Veintidós —dijo, después de que

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la mujer arrastrara un diez a su doce—.Alex, ahora mismo no puedo hablar.

—Tengo una idea —dije—. Creoque sé por qué no te pasaste por allí.

—Veinticinco —dijo, después deque un hombre arrastrara un nueve a sudieciséis—. Alex, por favor.

—Señor, debería haber dividido losochos —le dije al hombre.

Por el aspecto de su cara, vi que noagradeció mucho el consejo.

—Creo que no te pasaste por allí —le dije a Vinnie—, porque te consumíala culpabilidad.

No hubo reacción por su parte.Siguió repartiendo. El tercer jugador seplantó en diecisiete.

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—Su turno —me dijo—. ¿Quiereuna carta?

Solo lo miré. Los otros tresjugadores me miraron a mí.

—¿Señor, quiere una carta?Deslicé las manos por debajo de la

mesa y le di un golpecito experimentalcon el codo.

—Esta cosa pesa mucho —dije—.Me pregunto qué hubiera pasado si lahubiera volcado.

—Señor, le echarían del local —dijo.

—Aunque sería un gran espectáculo,¿verdad?

—¿Señor, quiere una carta?—Lo que quiero —dije— es que

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salgas fuera conmigo.—Alex, acabo de ponerme en esta

mesa —dijo—. No me puedo ir.Le di otro codazo a la mesa. Esta

vez se cayeron todos los montones defichas. Los otros tres jugadores mirarona su alrededor como si estuvieranesperando a que alguien les ayudara.

Vinnie cerró los ojos.—Acabo la mano —dijo—, y luego

nos vamos.—Dame una carta —dije.Puso un seis al lado de mi catorce.

Luego, le dio la vuelta a su carta ymostró un diecinueve.

—Tú ganas —dijo. Recogió la mesay luego le hizo señas al supervisor—.

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Tengo una emergencia —le dijo alhombre.

El jefe me miró e hizo una pequeñaseña con la mano. En tres segundos yahabía otro crupier para sustituir a Vinnieen la mesa.

Esperé a llegar al aparcamiento.Luego, comencé a pensar en dóndedebería pegarle primero. El problemaera que no estaba seguro de si tenía lafuerza para levantar bastante mi brazopara darle. Y no estaba lo bastante lococomo para empezar a pegarle patadas.Bueno, por lo menos, aún no.

—Dime una cosa —dije—. ¿Qué lepasó al gran discurso que me disteacerca de que los indios no son

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partidarios de meterse en la vida denadie? ¿Esa historia de que tu madre nisiquiera te hacía ir al dentista? Túeliges, escoges tu propio camino, todaesa mierda.

—¿De qué estás hablando? —dijo.—De secuestrar a Dorothy en mi

cabaña —dije—. ¿Eso no es meterse ensu vida? ¿Solo un poquito?

Apartó la vista y miró la carretera.Volvió un viento frío. Apenas lo sentí.

—Entonces, ¿cuándo me lo vas aexplicar? —dije—. ¿Antes o después deque te dé una paliza?

—Alex, no lo hagas.—¿Por qué dices eso? ¿Porque no

quieres hacerme daño? ¿No quieres

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tener que hacerme alguna llave india deestrangulamiento secreta?

Me miró.—Déjalo ya —dijo.—¿Cuántos tipos hicieron falta? —

dije—. Seguro que ella puso bastanteresistencia.

—Por si acaso se te ha olvidado —dijo—, la noche que se la llevaron, yoestaba en la cárcel.

—Sí, tú sí. Pero tú solo tienes,¿cuántos? ¿Setecientos primos?¿Cuántos salieron aquella noche?

—¿Cómo lo averiguaste? —dijo—.¿Quién te lo dijo?

—¿Sabes qué, Vinnie? Nadie tuvoque decírmelo. También se nos pueden

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ocurrir las cosas a algunos de nosotros,los blancos. Sabía que no fue Bruckmany que no fue Molinov. Ninguno de ellossabía siquiera que ella estuvo conmigohasta el día después de que se lallevaran. Incluso si lo hubieran sabido,no hubieran pensado en ir a la segundacabaña. Tenía que ser alguien queefectivamente me viera llevarla allí.Alguien que estuviera en el bosque,observándonos.

Volvió a apartar la vista.—Eso también explica por qué ella

abrió la puerta aquella noche. Tuvieronque haberla engañado. ¿Qué hicieron?¿Llamarla por su nombre indio?

—No sabía nada acerca de todo esto

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—dijo—, lo juro. No lo sabía. Ya te dijeque Jimmy y Back estaban conmigocuando fui tras Bruckman. Supongo que,cuando me arrestaron, ellos continuaronsiguiéndolos. A Bruckman y a Dorothy, alos dos. Cuando Dorothy huyó de él esanoche, ellos se separaron. Back siguió aDorothy hasta el bar, luego hasta elGlasgow y luego hasta tu casa.

—Y es muy bueno siguiendo a lagente —dije—. Es un ojibwa.

—¿Quieres dejarlo ya? —dijo—. Esuniversitario. Algún día será abogado.Él y mis otros primos. No sé cómohacerte entender esto, Alex. Han vistodemasiado. Este tipo, Bruckman, sehabía llevado a uno de los nuestros.

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Luego, la trajo de vuelta, como si nos loestuviera restregando por las narices. Yél estaba intentando vender drogas anuestra gente, Alex. A alguno de losnuestros, los que no estaban al tanto dela situación. Él era otro blancointentando destrozarnos y ellosdecidieron que había llegado elmomento de empezar a hacer algo pararemediarlo.

—Fui a esa cárcel al día siguiente yte pagué la fianza para que salieras —dije—. ¿Me estás diciendo que no teníasidea de que todo esto estaba pasando?

—No —dijo—. Te lo juro.—Entonces, ¿cuándo lo supiste,

Vinnie?

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Dudó.—¿Cuándo lo supiste?—La noche que te arrestaron —dijo

—. La vi.—Espera un segundo, ¿la noche que

me arrestaron? ¿En el puente? A lamañana siguiente viniste a la últimacabaña y me ayudaste a recogerla y meestuviste preguntando por qué seguíaintentando encontrarla.

—Quería que pararas —dijo—. Yahabías pasado por demasiadas cosas.

—Dios mío, Vinnie. ¿Y entonces,por qué no me lo dijiste sin más?

—No pensé que tuviera que hacerlo—dijo—. Me pareció que ya no ibas aseguir haciéndolo.

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—No me lo puedo creer —dijo—. Ytodo este tiempo, hasta esa noche, tú notenías ni la menor idea de que tuspropios primos se la habían llevado.

—Yo no vivo en la reserva —dijo.—Esa no es una respuesta muy

convincente.Me miró. No dijo nada.—Cuando fuimos a hablar con sus

padres —dije—, cuando pensaba que seestaban comportando de manera extrañay tú me diste esa gran charla acerca delcomportamiento de los ojibwa, ¿eratodo una farsa? ¿Ellos ya lo sabían?

—Creo que sus padres sabían queestaba a salvo —dijo—. Eso es todo.No sabían nada más.

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—¿Y todo el mundo dejó quesiguiera dando vueltas para intentarencontrarla? —dije—. ¿Te haces unaidea de por todo lo que he pasado?

—Estabas buscando a Bruckman —dijo—. Seguramente mis primos noquerían evitar que lo encontraras.

—Quieres decir que si lo hubieraencontrado… —dije.

—Ellos se hubieran ocupado de él—dijo.

—Escúchate —dije—. Suenas comosi fueras de la mafia o algo así.

—No —dijo—. Solo una nuevageneración, Alex. Hemos pasadodemasiado. Haremos lo que sea parasalvar a nuestra gente.

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—Precioso —dije—. Estoyconmovido.

No dijo nada.—¿Y ahora dónde está Dorothy? —

dije—. ¿Dónde la viste?—En Canadá —dijo—. Quería

llamarte.—¿Y por qué no lo hizo?—Ellos no quisieron que te llamara

—dijo—. Ellos no querían… quierodecir que…, querían esperar.

—¿Quiénes son «ellos»?—Las personas que están cuidando

de ella.—Las personas que la secuestraron

—dije.—No.

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—Entraron en la cabaña —dije—, yluego, la sacaron de allí.

—No fue así cómo sucedió —dijo—. Eso no es lo que me contaron.

—Hubo gente en esa cabaña —dije—, e hicieron un buen trabajorompiendo los muebles.

—No —dijo—. Ellos la estánayudando. La están limpiando…

—¿Eso fue lo que ella te dijo?—Sí —dijo—, y también me pidió

que te dijera algo. Me dijo que te dijeraque sentía haberte metido en todo esto yalgo acerca de tus tuberías.

—¿Mis tuberías?—Algo acerca de las tuberías

congelándose.

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—Ah, vale. He perdido muchashoras de sueño pensando en eso. Hasido el problema más grande de estasemana.

—Solo te estoy diciendo lo que ellame dijo.

—Vale —dije—, ya me has dado elmensaje.

—Alex, no sé qué más decir. Lojuro, de verdad que no supe nadahasta…

—No digas nada —dije—. Noquiero oír nada más. No supiste nada deesto porque no querías saberlo. Si lohubieras sabido, hubieras tenido quecontármelo. Y tú no querías hacer eso. Ylos dos sabemos por qué.

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Lo miré a los ojos. Por primera vezdesde que lo conocía, sentí la distanciaentre nosotros cuando me devolvió lamirada. Sabía que, incluso aunquealguna vez encontráramos el modo desuperar esto, esa distancia permaneceríasiempre ahí.

—Dime una cosa —dije—. ¿Qué fuelo que le pasó a esa bolsa? Escuché quehabía bastante mercancía dentro de…¿cómo lo llamaban? ¿«Gato salvaje»?

—No sé nada de eso —dijo—. Porlo que sé, no la tenía cuando se lallevaron.

—Claro que la tenía con ella —dije—. Tus primos, o quienes sean esaspersonas que están en Canadá, están

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ocultando bastante droga como paraestar colocados el resto de sus vidas. ¿Yni siquiera lo comparten contigo?

Solo me miró, tenía los hombroshacia atrás, como si estuviera listo paraabalanzarse sobre mí.

—Me sentía bastante mal por lo quete había pasado —dijo—. Me lo estásponiendo mucho más fácil.

—¿Por qué no vas a preguntarles?—dije—. Pregúntales dónde está labolsa. Si dicen que ni siquiera saben delo que estás hablando, entonces sabesque tienes un problema. Esa mercancíaes veneno, Vinnie. Para todos. Indios,blancos, negros, para todo el mundo. Sila droga no te va, ¿qué me dices del

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hecho de que pudieras venderla por,Dios, ni siquiera lo sé, un par de cienmil dólares por lo menos? ¿Crees quetodos tus primos pueden resistirse a esatentación? Hablas de los blancos que osdestruyen. Parece que vosotros, chicos,vais a sacarle el mejor provecho sin laayuda de nadie.

—Es el momento de que te vayas —dijo—. Vete antes de que haga algo de loque me arrepienta después.

—No hay ninguna necesidad paraeso —dijo—. Sabe Dios que ya hashecho bastante.

Cuando me fui, siguió allí de pie enel aparcamiento, mirando fijamente elhorizonte.

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Me pasé la mayor parte del día en micabaña, sentado al lado de la estufa deleña. No me apetecía ir al Glasgow, nisiquiera cuando el sol estabacomenzando a ponerse y sentí lanecesidad de un poco de compañía. Mequedé sentado al lado de la estufa deleña, metiendo un tronco de madera trasotro, tratando de lograr un caloruniforme que disipara la sensación defrío que tenía en el cuerpo. Estabahelado.

Intenté no pensar en Molinov o en loque dijo cuando me dejó. El frío te quitauna parte de ti. No le había encontrado

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sentido a lo que me dijo. Ahora estabaempezando a sentir la verdad de suspalabras.

Estaba cansado, pero temía la ideade ir a dormir. Sabía que en cuantocerrara los ojos, estaría de vuelta enaquella caseta. Tardé catorce años ensuperar aquel día en Detroit, pensé.Catorce años hasta que dejé de ver eseapartamento cada noche y a micompañero tumbado en el suelo a milado. Ahora tengo otros cuerposmuertos con los que soñar. A lo mejoresta vez solo me lleva trece añossuperarlo.

Me levanté y caminé por lahabitación, miré por la ventana mientras

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el día le daba paso a la oscuridad. Mevi reflejado en el cristal.

—Haz algo —dije—. Lo que sea,pero no te quedes aquí sentadovolviéndote loco.

Me puse el abrigo y fui al camión.Lo arranqué y conduje los cuatrocientosmetros que había hasta la segundacabaña. Fue extraño abrir la puerta yentrar, ahora que sabía lo que realmentehabía pasado allí. Recogí la pata que sehabía partido de la mesa. Era roblemacizo. Mi padre había hecho esta mesaen su sótano de Dearborn, moldeó amano las patas en su torno y montó lamesa sin utilizar ni un solo clavo. Aúntengo un par de sus abrazaderas por

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algún sitio, pensé. Si puedoencontrarlas, intentaré pegar esto.

Sentí el peso de la pata de la mesaen mis manos, sujetándola como un batesin ni siquiera pensar en ello. Intentémoverla. Me dolió un montón. Eres unejemplar único, Alex. Solías ser capazde golpear la pelota cuando laconseguías. Ahora te duele al moversolo una puta pata de mesa.

Espera un segundo.Miré fijamente la pata de la mesa en

mis manos. Regresé mentalmente a estamisma cabaña la mañana en que todoesto había empezado, la mañana quevine para encontrar a Dorothy y noencontré nada.

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Nada excepto sillas esparcidas portoda la cabaña. Una mesa volcada. Unapata rota. Y las débiles manchas denieve derritiéndose en el suelo.

Fueron a buscarla aquella noche.Llamaron a la puerta. Estaba asustada.Pensó que era Bruckman. O los hombresde Molinov. O el propio Molinov.

Estaba aterrada. Buscó algo paradefenderse. Abrió los cajones. Solohabía cubiertos de plástico. Volcó unasilla.

Le dio la vuelta a la mesa y partiórápidamente la pata. Era lo bastantefuerte para hacerlo con un poco dehabilidad. No había nada que juntara lamesa, solo pegamento que se había

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vuelto quebradizo después de años deaire frío.

Sujetó la pata y esperó a quederribaran la puerta de una patada.Podía verla allí parada, respirando condificultad, preparada para plantar cara.

Y luego ellos la llamaron. Voces desu pasado que la llamaban por sunombre ojibwa.

Soltó la pata de la mesa y abrió lapuerta. «Ven con nosotros», dijeron. «Tellevaremos lejos de aquí».

Seguro que había querido decirmeque se iba. Tenía que creer eso.

«No», dijeron. «No hay tiempo.Tenemos que irnos».

A lo mejor le dijeron que ellos me

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llamarían más tarde. A lo mejorintentaron convencerla de que ellos nopodían contármelo, que no podíanconfiar en mí.

O a lo mejor, en ese momento, tansolo la cogieron y se la llevaron.

No importaba cómo había sucedido,no tenía la bolsa con ella cuando se fue.

La nieve derretida en el suelo. Erade ella. Después de que la dejé, ellasalió y luego volvió a entrar.

Lo que explica el mensaje. Lastuberías congeladas.

Puse la pata de la mesa en el suelo,fui al camión, cogí la linterna de lacabina y la pala de la parte de atrás.

Fui a la parte de atrás de la cabaña y

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comencé a cavar en la nieve. Habíahecho lo mismo la noche que llevé allí aDorothy. Había ido a la parte de debajode la cabaña para abrir la llave del aguay le había dicho que mantuviera el grifogoteando para que las tuberías no secongelaran.

Cuando los ayudantes del sheriffregistraron esta cabaña, pensé,realmente no lo hicieron con muchasganas. No pensaron en lo que habíadebajo de la cabaña.

Cavé hasta llegar a la pequeñapuerta de acceso.

Cuando los ayudantes del sheriffllegaron aquí, había bastante nieverecién caída que cubría la puerta.

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Gateé por debajo de la cabaña yencendí la linterna. Ahí estaba en laesquina. Retrocedí, sacando la bolsaconmigo. Cuando estuve fuera, me quedéde rodillas y abrí la cremallera de labolsa. Polvo blanco, en pequeñas bolsastransparentes, el polvo relucía al pasarlela luz de la linterna por encima.

—Así que este es el gato salvaje —dije—. Traído hasta aquí desde Rusia.

Cerré la cremallera de la bolsa y lallevé a mi camión. Necesitaba volver aestar dentro de la cabaña, al lado de esehorno de leña. Una buena bebida fuertetampoco estaría mal.

Luego tuve que pensar en quédemonios iba a hacer después.

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21

Pasaron dos semanas. Nevaba. Pasé laquitanieves por la carretera. Vinieronnuevos inquilinos que se quedaron en lascabañas. Conducían sus motos de nievepor los senderos, llenando el aire frío deruido.

No pasé mucho tiempo en elGlasgow Inn durante esas dos semanas.Corté algo de madera. Recogí lascabañas después de que los tipos de lasmotos de nieve se fueran. Incluso arregléla ventanilla del copiloto de mi camión.La mayoría del tiempo me quedaba enmi cabaña, al lado del horno de leña,

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intentando entrar en calor.Veía el coche de Vinnie al lado de su

cabaña, pero nunca lo veía a él. Ni unavez siquiera.

Hasta que vino a llamar a mi puerta.Cuando abrí la puerta, estaba allí de pieen la entrada que acababa de limpiarcon la pala.

—Ponte el abrigo —me dijo—. Tevienes conmigo.

—Y una mierda —dije.—Hay una ceremonia en Garden

River —dijo—. Ella quiere que tú estésallí.

—¿Quién es ella?—Dorothy —dijo—. ¿Quién

pensabas que era?

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—Creía que estaba encerrada enalgún sitio.

—Nunca estuvo encerrada en ningúnsitio —dijo—. Solo estaba organizandosu vida. Ahora ya está lista para seguiradelante.

—¿Adónde se va? —dije—. Loúltimo que escuché es que esos agentesde la brigada antidroga aún queríanhablar con ella.

—No van a hacerlo —dijo—. Ellano va a volver a los Estados Unidos.

—¿Está en Canadá?—No, Alex, si te parece está en

Ecuador. ¿Vienes o no?—Tranquilo —dije. Fui a coger mi

abrigo.

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—¿Por qué hace tanto calor aquídentro? —dijo.

—Últimamente he tenido bastantefrío —dije—. Desde el momento en quecasi me muero de hipotermia.

—Vale, vale —dijo—. Ya me lo hasdicho.

—¿Ecuador dijiste? ¿Cómo se te haocurrido eso?

—Venga, vamos —dijo—. Yoconduzco.

Lo seguí hasta su coche. Cuandoentramos, subí la calefacción.

—Ya hace bastante calor en el coche—dijo—. Vas a asfixiarme.

—Sería una lástima.Soltó un suspiro largo y dio marcha

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atrás hasta llegar a la carretera deacceso.

—Ella me pidió que te llevara —dijo—. Así que ya te estoy llevando.

—Entonces, conduce —dije.—Ya lo hago —contestó.Atravesó Paradise, entre montones

de nieve que medían al menos dosmetros. No dijo nada durante unosminutos. Yo tampoco dije nada.

Cuando estábamos en la M-28dirigiéndonos al norte, finalmente seaclaró la garganta.

—Sé lo que hiciste —dijo.—¿El qué?—Con esas drogas —dijo—. El día

que voy al juicio por el cargo de asalto,

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Maven está en la portada del periódico,un montón de bolsas en una mesa y esosdos agentes a cada lado. ¿Qué hiciste?¿Darle directamente esa mercancía aMaven?

—No sé de lo que estás hablando —dije.

—En cuanto llego al juzgado, elabogado de oficio me dice que el cargoha pasado a ser un delito menor. El juezme pone una multa y me da un discurso.Eso es todo.

—Qué suerte —dije.—Déjalo ya, Alex. Sé lo que hiciste.—Mira —dije—. Aún me siento

como una mierda, ¿vale? Pero cuandorecupere la fuerza, voy a ir a patearte el

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culo. ¿Cómo voy a hacerlo si tú estássentado en la cárcel?

Se rio.—También has estado quitando la

nieve de mi entrada —dijo.—Cuando vaya a patearte el culo —

dije—, no quiero cansarme teniendo queescalar noventa centímetros de nieve.Cuando entre por tu puerta, quiero estarfresco y listo para hacerlo.

—Me parece bien —dijo.—Solo una pequeña advertencia —

dije—. Creo que me falta poco paraestar al cien por cien.

—Ya sabes dónde encontrarme —respondió.

Siguió conduciendo, atravesando el

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Soo hasta el puente internacional. Era laprimera vez que iba al otro lado desdeque me habían arrestado. El agente deaduanas le hizo a Vinnie las preguntashabituales, me echó una mirada y nosdejó pasar.

—Por cierto, ¿adónde vamos? —dije.

—Al centro de curación de GardenRiver —dijo—. Será una ceremoniarápida. Es casi secreta.

—¿Y cómo es que voy yo?—Ya te lo dije —dijo—. Ella lo

pidió.—Pero soy el enemigo.—No empieces, Alex. Tú la

ayudaste. Ella quiere darte las gracias.

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—¿Y qué pasa con todos tus primos,los que te dijeron que no confiaras enmí? ¿Van a estar allí?

—Algunos de ellos.—Genial —dije—. Va a ser muy

divertido.—Se sienten mal por lo que pasó —

dijo—. Si te sirve de algo…—No me sirve de nada —dije—. De

nada en absoluto.—Eso me recuerda que pienso que

seguramente acabaste gastando algo dedinero, ¿no?

No dije nada.—Estuviste en el hospital dos veces

—dijo—. Tuvo que haber costadomucho dinero.

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—Estoy cubierto.—No del todo —dijo—. Tuviste que

acabar pagando una parte…—Vinnie —dije finalmente—, si me

estás diciendo que alguien me pagó porlo que pasó…

—Solo te estoy diciendo, Alex —dijo—, que no deberías haber…

—Juro por Dios que si dices unapalabra más sobre el dinero…

—Vale —dijo—. Vale, solo estoydiciendo…

—Vinnie…—Vale, ya no más —dijo—. Ya he

acabado.Atravesamos Soo en Canadá y luego

nos dirigimos al este, hacia el interior

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del bosque. Unos pocos kilómetros fuerade la ciudad y ya habíamos llegado a lareserva Garden River. Era otra de lastribus ojibwa, junto con las tribus deBay Mills y Sault en Michigan y otraspocas en Wisconsin y Minnesota.Garden River no tenía casinos y no ibana ponerlos. El gobierno de Ontario iba aabrir pronto su propio casino en Soo deCanadá e iba a excluir a las tribuscanadienses del juego.

—Todos estos edificios son de pinoblanco —dijo, mientras entrábamos enla reserva—. Es para honrar al jefeShingwaukounce. Su nombre significa«pino».

—No me digas.

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—El centro de curación al quevamos tiene trece lados, uno por cadames del antiguo calendario ojibwa. Elhombre blanco robó uno de nuestrosmeses, ¿lo sabías?

—Te pido disculpas en su nombre—dije.

—Ahora ya me callo —dijo.—Gracias.Aparcamos cerca del centro de

curación. Habría una docena de cochesallí aparcados. Miré mi reloj. Era casimedianoche.

Cuando salimos de su coche, lanieve crujía bajo nuestros pies como siestuviéramos caminando sobre cristalfino. Hacía un frío imposible e

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inhumano, todas las nubes habíandesaparecido del cielo. Podíamos vertodas las estrellas que estaban porencima de nosotros y al este, una lunallena que brillaba con fuerza,proyectando una luz azul sobre todo loque había debajo.

—Mira la luna —dijo Vinnie.—Sí, vale, es una luna.Movió la cabeza y me llevó dentro.En medio del centro de salud había

una sala de reuniones redonda, con unatubería de extracción de hojalata en loalto. Debajo de la tubería había uncírculo grande donde el piso se abríahasta el suelo. Allí había una grancantidad de arena y cuando mis ojos se

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acostumbraron a la tenue luz, pude verque la arena tenía la forma de unatortuga. En la parte de atrás de la tortugahabía una chimenea, también hecha dearena. El humo fragante ascendía yquedaba suspendido en el aire antes desalir de la sala por la tubería deextracción. Había un hombre al lado dela tortuga de arena, su camisa estabaadornada con jirones rojos, amarillos,negros y blancos.

Había sillas colocadas en círculo,todas alrededor de la tortuga; ya habíasentados al menos treinta miembrostribales. Cuando entramos, todoslevantaron la vista y nos miraron.Reconocí a los padres de Dorothy en el

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otro extremo de la sala.—Supongo que no suelen ver

muchos blancos por aquí —susurré.—Espero que te des cuenta del

honor que supone —dijo.—Ya, ya…—Este es un lugar sagrado —dijo

mientras se sentaba—. Ya sabes, comola iglesia. ¿Crees que podrías cerrar elpico un ratito?

Me callé y me senté a su lado.Cuando Dorothy entró en la sala,

apenas pude reconocerla. Tenía la caracompletamente limpia, el pelo echadopara atrás como si aún estuvierahúmedo. No estaba maquillada nitampoco llevaba los pendientes que

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tenía puestos la noche que la conocí.Cuando pasó por el círculo y se puso allado del hombre, me vio y me echó unarápida sonrisa.

El hombre sacó un cuenco de arcillade una manta roja que estaba a sus pies.Cogió una brasa del borde del fuego yencendió lo que fuera que hubiera en elcuenco. Dorothy le susurró algo al oídoy luego él levantó la vista y me miró. Seacercó lentamente hasta donde yo estabacon el cuenco que echaba humo delantede él.

—¿Qué pasa? —le susurré a Vinnie.Pero fue el curandero el que merespondió.

—Llamamos a esto ritual de humo

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—dijo. Mientras sujetaba el cuenco allado de mi corazón, el humo fuesubiendo hasta mi cabeza y luego mellenó los pulmones mientras lo respiraba—. Esto es shkodawabuk o salvia. Erauna de nuestras cuatro medicinas. Eltabaco es del Este, el cedro del Sur, lahierba de la virgen del Norte y la salviadel Oeste.

Cerré los ojos y escuché suspalabras. Por primera vez en muchosdías, comencé a entrar en calor, solo unpoco.

—Hoy estamos utilizando la salviaporque es la medicina de la purificacióny el renacimiento. Cuando el sol se poneen el Oeste, el día muere y vuelve a

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renacer después de la noche.Cuando volví a abrir los ojos, miré a

mi alrededor y vi a todos los hombres ymujeres, viejos y jóvenes. Todos meestaban mirando con caras tranquilas.Luego el curandero le dio el cuenco aVinnie y después siguió con la personaque tenía al lado hasta pasar por todaslas personas que estaban en la sala.

Luego fue hasta Dorothy y efectuó elmismo ritual, envolviéndola con el humodel cuenco. Cuando finalmente le hablóa la sala, su mensaje fue breve:

—Somos muchas tribus, divididaspor fronteras y límites, pero una solagente.

»Dorothy Parrish ha vuelto a nuestra

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gente, pero, de cierta manera, nunca sehabía ido, porque todos pertenecemoslos unos a los otros y pertenecemos a laTierra.

»Le damos la bienvenida de nuevo yle deseamos lo mejor en su viaje.

Cuando terminó la ceremonia, losmiembros tribales se acercaron uno auno a Dorothy para cogerle las manos ydesearle lo mejor. Yo me mantuvealejado de todo eso, observándola.

Cuando por fin me vio, vi alcurandero mirar su reloj y decirle algo.Ella asintió con la cabeza y le dijo algode vuelta y luego vino hasta donde yoestaba.

—Alex —dijo—. Gracias por venir.

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—Tienes buen aspecto —dije.—No sé qué decir. Me ayudaste

tanto…—Me alegro de que estés a salvo —

dije.—Siento todo lo que te ha pasado.

No era mi intención meterte en medio detodo.

—Estoy seguro de que no loplaneaste de esa manera —dije.

—¿Sabes? En cuanto te conocí, supeque podía confiar en ti. He estadocorriendo durante demasiado tiempo ytan solo quería parar. Sabía que túharías lo correcto, no importaba el qué.¿Sabes a lo que me refiero?

—Creo que sí —dije. Miré

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alrededor de la sala y bajé un poco lavoz—. Cuando cogiste esa bolsa…

—Aún estaba intentando decidir quéhacer con ella aquella noche. O dárselaa la Policía, o si no, devolvérsela aMolinov, pedirle que se fuera y que medejara en paz. Que nos dejara a todos enpaz.

—Ganas puntos por tu valor —dije.Ella sonrió.—¿Viste la luna esta noche?—Sí, la vi.—La noche que te conocí había luna

llena, ¿te acuerdas?—Sí —dije—. Tú la llamaste la

luna del lobo.—Sí —dijo—, la luna del lobo para

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proteger a aquellos cercanos a ti.—¿Cómo se llama la de esta noche?—Esta es la luna de hielo —dijo—,

para descansar hasta que vuelva a hacercalor.

—Suena como si fuera mi luna.—Debería irme —dijo—. Espero

volverte a ver algún día.—¿Adónde vas?—Aún no lo sé —dijo—. A una

reserva en algún sitio. Aquí en Canadá.Solo quiero estar en algún lugar dondepueda tener un poco de paz durante untiempo.

—Espero que la encuentres —dije.—Lo haré. Ahora vuelvo a tener a

mi familia.

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—Oye, nunca me dijiste cuál era tunombre ojibwa.

—Es Waubung-anung —dijo—.Significa «Lucero del alba».

—Es un buen nombre —dije.—Gracias.—Cuídate —dije—. Lucero del

alba.Me dio un beso en la mejilla y luego

se fue con el curandero.

Vinnie y yo volvimos a salir a la noche.Nos metimos dentro del coche sin decirni una sola palabra. Condujimos devuelta atravesando Soo de Canadá, elpuente, Soo de Michigan y luego nos

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dirigimos al oeste, hacia Paradise. Elúnico sonido que había en el coche erael del zumbido constante de lacalefacción.

—He estado pensando en volver areunir un equipo de hockey —dijofinalmente—. ¿Quieres jugar?

—¿Te estás quedando conmigo? —pregunté.

—Eras bueno en la portería —dijo—. Podríamos sacarte provecho.

—Estás de broma —dije—. Porfavor, dime que es una broma.

—Deberías jugar —insistió—. Noes bueno que te quedes solo todo eltiempo. Piensas demasiado.

Cuando estábamos en Paradise, me

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preguntó si me podía invitar a tomaralgo en el Glasgow.

—Es tarde —dije.—Jackie aún estará ahí —dijo—.

Nos dejará entrar.—No, gracias —contesté—. Esta

noche no.—Como quieras —dijo. Me dejó en

mi cabaña.—Estuvo bien haberla visto —dije.—Me alegro de que tuvieras la

oportunidad —respondió. Y luego sefue.

Me quedé de pie fuera de mi cabaña,respirando en el aire frío, mirando haciaarriba a la luna del hielo.

¿Y ahora qué? Antes de que pasara

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todo esto, me hice una promesa de todaslas cosas que iba a hacer cuando llegarala primavera. Las deudas que iba aliquidar.

Me ceñí fuerte el abrigo en el cuello.¿Dónde está ahora toda mi ira?

¿Dónde está el fuego? Solo estoycansado, dolorido y tengo frío.

Me duele todo. Me duele respirar.Me duele moverme.

Me duele vivir.A la mierda con eso. Vinnie tiene

razón. Pienso demasiado.Lo que tenga que pasar, pasará.

Algún día volveré a hacer las cosasbien, no importa lo que tenga quehacer o dónde tenga que ir. Y este

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hombre, Molinov, parece que siguepersiguiendo lo mismo. Tengo elpresentimiento de que volveré aencontrarme con él.

Pero no esta noche. Esta nochecerraré los ojos y sentiré el humo tocarmi cara de nuevo, el humo de la salviaen llamas con su promesa de un nuevodía.

Necesito descansar. Necesitocurarme.

Por ahora no tengo nada que hacersalvo dormir bajo la luna del hielo.

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STEVE HAMILTON (Detroit, EE.UU.,1961). Se graduó en la Universidad deMichigan. Trabaja para IBM y vive enCottekill, Nueva York, con su esposaJulia y sus dos hijos. Escribe por lasnoches, cuando todos se han ido a lacama.

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Notas

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[1] El softball es un deporte de equipo,muy popular en Estados Unidos,descendiente directo del béisbol, con elque comparte muchas similitudes. <<

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[2] El ojibwa o chippewa es el mayorgrupo de nativos americanos, el terceroen Estados Unidos, superado solo por elcherokee y el navajo. Se dividen porigual entre los Estados Unidos y Canadá.<<

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[3] Se refiere a un habitante de UpperPeninsula (península alta o superior deMichigan). Con yooper se hacereferencia también al dialecto del ingléshablado en esa zona (de la que toma ladenominación: UP), que tieneinfluencias del finlandés, alemán yfrancés canadiense, entre otros. <<