El iniciado

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Novela de superación personal, que enmarca sucesos de la vida, que hacen reflexionar los errores cometidos, para trascender debilidades y crear valores y virtudes.

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E L I N I C I A D O © 2006 Francisco Javier Flores.

Diseño de Portada: Leticia Mariel Fortozo.

D. R. © 2006 por EDITORIAL HERCOLOBUS

Esta prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares de Copyright. HECHO EN MÉXICO

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PPPPPPPP rrrrrrrr óóóóóóóó llllllll oooooooo gggggggg oooooooo A través del tiempo, la vida se ha

comprendido de diversas maneras, así como de diferentes puntos de vista, según los grandes escritores, filósofos, pensadores y destacados sociólogos, sobre la existencia, que podría considerarse en la actualidad como un tren de vida, de contrastes y acontecimientos con su correspondiente estado de conciencia. Mucho se ha hablado sobre la razón de la existencia, de lo que verdaderamente busca el ser humano a lo largo del camino, por su paso en el llamado mundo caótico, por lo que cabe preguntarse, ¿cuál es nuestra verdadera misión en esta existencia?

La mayoría creemos que vivir es solamente buscar la subsistencia material día a día, buscar oportunidades de desarrollo, estabilidad, logros personales, títulos, reconocimientos, prestigio, negocios, trabajo y el ajetreo que nos agobia en todo momento.

Sería bueno tratar por un momento de revalorar lo que es realmente nuestra vida y en lo que podría llegar a convertirse, si analizamos gran parte de nuestros últimos años, conociéndonos a sí mismos, dejaríamos de padecer el caos de la vida diaria.

Lograríamos liberarnos de aquel pesado sufrimiento y amarguras, descubriendo la verdadera razón de nuestra existencia.

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Por desgracia para muchos, cuando no tenemos la oportunidad o el valor de enfrentar la propia realidad de lo que somos, nuestra existencia se puede comparar con la naturaleza del animal irracional, sin que muchas veces nos demos cuenta en lo que nos hemos convertido con el paso del tiempo, hasta encontrarnos ante la vejez que comienza a los 56 años y que se va procesando hasta la decrepitud y la muerte. En el transcurso de la existencia, nos encontramos sumidos de la manera más común y mecánica transgrediendo la ley y el orden social, en la que pasamos nuestros últimos días en completo olvido, consumidos por la nostalgia de nuestros recuerdos y esclavizados ante la sombra del silencio que perpetúa la lejana voluntad del cambio, sumidos en conflictos que durante toda nuestra vida nos alejaron del verdadero sentimiento de amor y valoración a si mismos y hacia los demás.

Es preciso rescatar los valores éticos y retomar el ordenamiento social para poder dejar de ser quienes somos, empezar a vivir como realmente deberíamos ser, muriendo en defectos para nacer en virtudes.

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IIIIIIIInnnnnnnnffffffffeeeeeeeelllllllliiiiiiiizzzzzzzz AAAAAAAAññññññññoooooooo NNNNNNNNuuuuuuuueeeeeeeevvvvvvvvoooooooo

A una semana de haber cumplido los dieciséis años y a unas horas de iniciar el año de 1940, todavía me encontraba

trabajando en la panadería de don Sebastián, para entregar el último pedido del año, con la cara y los brazos cubiertos de harina, sacaba del viejo horno treinta piezas de pan, colocándolos en el canasto que entregaría camino a casa a doña Natalia.

Antes de marcharme a casa, me despedí de don Sebastián, que ya se encontraba celebrando anticipadamente el año nuevo, tomando una botella añeja

de vino con dos de sus mejores amigos, Matías y Jacobo, viejos españoles refugiados de la guerra civil, quienes lucharon en la madre patria contra la tiranía de Francisco Franco, bohemios admiradores fehacientes del desaparecido Lope de Vega, quienes también eran amigos de mi padre.

Con un ligero acento madrileño de embriaguez se pronunció don Sebastián:

– Chaval, decidle a tu padre que le deseo lo mejor para el próximo año y que no olvide vuestros viejos tiempos de juventud, aunque el muy cabrón nos haya olvidao.

Al unísono también manifestaron lo mismo sus dos camaradas a salud de mi padre levantando sus vasos diciendo:

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– ¡Venga!, ¡por los amigos! Me despedí y caminé rumbo a casa, en el

trayecto me detuve en la tienda de don Patricio, quien me surtía la despensa fiada cada semana, ya que los dos pesos con cincuenta centavos que me pagaba don Sebastián, no me alcanzaban para comprar todo lo que hacia falta en casa, con buen humor me recibió, cosa que no era de todos los días, pues era un viejo cascarrabias, pero que por ser noche de fiesta se mostraba todo corazón.

– Pero hombre muchacho como estas, ya hacia días que no pasabas por aquí.

A lo que amablemente le respondí: – Estoy bien don Patricio, vengo a pagarle

lo de la semana pasada y a llevar otras cosas que necesito.

Sabiendo que sería una noche de buena venta y sobre todo de licor, se mostró más amable que nunca.

– Pero no se diga más, dame la lista de lo que necesitas, para que te surta todos los menesteres.

Mientras ponía las cosas sobre el mostrador preguntó:

– ¿Cómo están todos por la casa? Refiriéndose a mis padres a mis cuatro

hermanos y sabiendo nuestra difícil realidad respondí:

– Pues mi padre apenas se esta recuperando el haber dejado la fábrica por su accidente, mi madre se encuentra bien y afortunadamente tiene mucho trabajo con lo de la costura y nosotros en la escuela.

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Don Patricio aunque siempre manifestaba su mal humor, tenía interés en ayudarnos por lo que ofreció algo que difícilmente aceptaría mi padre:

– Si tu padre decide aceptar trabajar aquí como se lo propuse, ya sabe que puede venir cuando quiera.

Ciertamente el trabajo que le ofreció, era para limpiar algunos bultos de fríjol, así como el acomodo de la mercancía, pero mi padre jamás aceptaría, que aunque siendo lisiado, su orgullo y soberbia eran más grandes que la misma necesidad del empleo.

Tomé las provisiones y agradecí a don Patricio por haberme fiado, pero sobre todo por sus buenas intenciones a lo que le respondí:

– Se lo agradezco mucho y veré si puedo convencerlo, ya que a raíz del accidente, su temperamento cada vez es más difícil.

Complacido por haberle contraído una deuda más y al considerar su propuesta dijo:

– Pues ni hablar muchacho y da a tu familia mis mejores deseos de año nuevo.

Solo me limité a asistir con la cabeza y salí de su tienda.

Me dirigí a casa por la vieja calle empedrada donde solía jugar rayuela con mis amigos, en el legendario barrio

del Alto, que durante años fue cuna de grandes boxeadores y de las mejores peleas organizadas por “El Perro”, un viejo amigo del barrio, quien tenía un gimnasio y la escuela de boxeo, que en las fiestas patronales engrandecía con los

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torneos organizados entre sus mejores alumnos y otros boxeadores provenientes de los barrios vecinos como los de La Luz, Analco y San Miguel.

Durante el trayecto a casa, solo tenía en mente el sueño de ingresar a la facultad de leyes, pues a pesar de estudiar y trabajar desde los diez años, a diferencia de mis hermanos, siempre había sido brillante en el colegio.

Aunque mi padre solo tenía cubierto hasta el tercer grado de primaria, en mi caso la escuela era lo que más disfrutaba, ya que al ser uno de los alumnos más sobresalientes y destacados, algunos maestros me consideraban para participar en festivales como el día de las madres o en alguna ceremonia cívica, ya que me gustaba la oratoria.

Viendo la situación precaria

en casa, las constantes golpizas que nos propinaba nuestro padre empezando por mi madre, cada vez

que se embriagaba y sin poder hacer nada, sentía el deber estudiar leyes, para aprender a defendernos y proteger a algunas otras personas que pasaban por la misma situación, ya que no tenía el valor suficiente para retarlo y sacarlos adelante por ser el hermano mayor.

Realmente eran tantos los tormentos por los que pasábamos, que más de una vez pensé en huir de casa e irme a la capital con familiares de mi madre y olvidarme de todo, pero me detenía el ver a mis hermanos menores y a mi madre desprotegidos, con la gran aflicción de

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saber que en cualquier momento los volvería a golpear, sin que nadie los pudiera salvar de ese verdadero calvario.

Llegué a casa de doña Natalia, que vivía en el primer patio dentro de la misma vecindad, para entregarle el canasto de pan.

Salió a recibir el encargo su hija Lucrecia, con la que más conviví durante la infancia y una de las jóvenes más bellas del barrio, que durante algún tiempo pretendí, pero

llegué a desistir de esa idea, al saber que pronto tendría un hijo que la convertiría a los catorce años en madre soltera.

Con un gran gesto de bondad y por los bellos detalles que tuve hacia ella, como todo adolescente de mi edad anhelando conquistar, sonrió y me dijo:

– ¿Quieres pasar a tomar una taza de ponche?

Por un momento solo me dispuse a observar sus bellos y grandes ojos negros, que hacían juego con su cabello largo y lacio a lo que respondí:

– Gracias pero será más tarde, tu sabes que primero debo estar en familia, después de cenar y de recibir el año, tal vez venga por un rato a darte el abrazo y a tomar ese delicioso ponche que prepara tu madre.

Me despedí y crucé por la vieja y mal oliente vecindad, que desde niño atravesé escuchando gritos, risas, llantos, golpes y

todo aquello que la hacía característica.

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Abrí la puerta y encontré sentado a mi padre, como siempre vegetando con su copa en la mano llena del licor más barato que vendían en un expendio clandestino, escuchando los boleros que tanto le gustaban, en el viejo radio que había adquirido como pago de su antiguo patrón por su indemnización, que le brindaba los únicos momentos de placer, como escuchar la transmisión de las peleas de box, noticias sobre la ocupación alemana y el arrollador triunfo electoral en el parlamento del partido nazi, que sin perder detalle escuchaba en su inmemorable estación la XEW.

Lo miré con el rabillo del ojo y sin decirle nada me dirigí hacia la cocina, para poner sobre la mesa una botella de leche, dos bolsas de azúcar y una de pan que yo mismo había hecho, en tanto que mi madre ya había colocado sobre la estufa lo que sería la cena de año nuevo, el menú consistía en una cacerola pequeña con frijoles, sopa caliente y algunas piezas de pollo que nos había compartido doña Natalia, por el favor de haberle hecho el pan.

Mi madre se encontraba en la pequeña habitación que compartíamos todos, planchando la ropa de mis hermanos, Rosa de doce, Pedro de ocho, Esperanza de seis y Pablo, el más pequeño de tan solo tres años.

Entré a la habitación y besando su frente sudorosa, saludé a mi madre, al verme, de inmediato mis hermanos corrieron hacia mí para esculcar en mis bolsillos, hasta sacar

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algunos caramelos que solía llevarles de la tienda de don Patricio, cuando llevaba las provisiones cada semana.

Me senté sobre la vieja cama de latón, que ocupaban mis cuatro hermanos y puse sobre mis piernas a mi hermano Pablo, mientras le daba en la boca un caramelo machacado y pregunté a mi madre:

– ¿Entregaste la costura de la semana?Como mi madre aprendió

coser y bordar a los catorce años, había adquirido una gran habilidad y experiencia en la confección de vestidos y ropa de todo tipo, a lo que respondió:

– Durante la noche terminé el vestido de Jacinta y la falda de doña Josefina, lo demás nurge para hoy.

Con su gesto dulce pero a la vez de triste mirada, recordé lo que fue la vida de Rosa Gisela, aquella mujer golpeada, maltratada, quien más de una vez solo se limitaba a vernos comer, sin probar bocado para que a nadie le faltara.

La mayor de seis hermanos y que desde los trece años ayudaba a mi abuela a criarlos, pues padecía de reumatismo por lo que evitaba lavar o planchar, ya que los dolores que esto le provocaba en las articulaciones eran terribles y no le permitían hacer la mayoría de las cosas.

Solo se dedicaba a coser, pues era el modo de subsistencia ya que mi abuelo la había abandonado por otra mujer.

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algunos caramelos que solía llevarles de la tienda de don Patricio, cuando llevaba las

na. Me senté sobre la vieja cama de latón,

que ocupaban mis cuatro hermanos y puse sobre mis piernas a mi hermano Pablo, mientras le daba en la boca un caramelo machacado y

¿Entregaste la costura de la semana? Como mi madre aprendió el oficio de

coser y bordar a los catorce años, había adquirido una gran habilidad y experiencia en la confección de vestidos y ropa de todo tipo, a lo

Durante la noche terminé el vestido de Jacinta y la falda de doña Josefina, lo demás no

Con su gesto dulce pero a la vez de triste mirada, recordé lo que fue la vida de Rosa Gisela, aquella mujer golpeada, maltratada, quien más de una vez solo se limitaba a vernos comer, sin probar bocado para que a nadie le

r de seis hermanos y que desde los trece años ayudaba a mi abuela a criarlos, pues padecía de reumatismo por lo que evitaba lavar o planchar, ya que los dolores que esto le provocaba en las articulaciones eran terribles y no le permitían hacer la mayoría

Solo se dedicaba a coser, pues era el modo de subsistencia ya que mi abuelo la había abandonado por otra mujer.

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Al poco tiempo de fallecer mi abuela, Rosa Gisela ya no pudo hacerse cargo de sus hermanos, por lo que quedaron bajo la custodia de la casa hogar que pertenecía a la Parroquia del barrio de Xanenetla, ahí fue donde aprendió el oficio de la costura.

A los diecisiete años se casó con mi padre y sus hermanos permanecieron en la casa hogar, que seguía visitando cada fin de semana, para llevarles algunas provisiones a escondidas de él, pues eso le molestaba y si la llegaba a sorprender, nadie podía salvarla de una paliza garantizada, hasta que fueron creciendo y los integraron al trabajo desempeñando el oficio que aprendieron durante su estancia como carpintería, alfarería, cocina, forja, costura y plomería entre otras actividades.

Realmente la vida de mi madre fue más crítica y precaria que la nuestra, pues la diferencia era que yo podía ver por ellos para apoyarlos en lo que necesitaban, pero sobre todo aún teníamos lo más importante, a nuestra Rosa Gisela.

Salimos de la habitación para reunirnos con mi padre y celebrar el año nuevo, que por un momento nos haría olvidar nuestra realidad, creyendo que aun teníamos una familia en la que prevalecía el amor.

Nos sentamos a la mesa y mi padre se acercó con su singular tambaleo que delataba su estado de embriaguez, se sentó y le pidió a mi hermana Rosa que colocara frente a él su vaso a medias, junto con la botella del licor.

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Verlo en esas condiciones tan deplorables, era algo por lo que yo jamás desearía pasar, sentía ver a un hombre acabado, sin aspiraciones, aunque rodeado de sus seres queridos, se sentía más solo que nunca, con ese pesar reflejado en la mirada; triste, sin brillo y vacía que esperaba de algún modo la muerte, pues parecía que ya lo estaba en vida, verlo así, recordé parte de lo que en algún momento, nos pudo compartir de su niñez y parte de su adolescencia.

A la edad de seis años perdió a su madre y su padre al haberlo procreado fuera del matrimonio en una de sus andanzas, lo incorporó junto con sus siete medios hermanos y con una madrastra que siempre lo veía como al bastardo ante los ojos del rencor y de la infidelidad, que nunca le perdonaría a su padre.

Desde los nueve años, empezó a trabajar en la fábrica de la Covadonga, una de las más prósperas en pleno auge textil al lado de mi abuelo.

Se encargaba de recolectar los sobrantes del algodón, que quedaban esparcidos por los corredores, así como el sobrante de los hilos, para embolsarlos y procesarlos como fibra para estopa.

Mi abuelo lo llevaba a trabajar desde el primer turno que iniciaba a las cinco de la mañana, su padre era el encargado de la máquina para enrollar la tela producida, ese puesto que ocuparía mi padre a los diecisiete años, luego de su muerte.

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Al poco tiempo de haber fallecido y al no tener más su protección y por el constante maltrato de su madrastra y de sus hijos, optó por abandonar la casa, para refugiarse con don Sebastián, quien en esa época era su mejor amigo, él le brindó por dos años, espacio en la bodega de la panadería de su padre, para quedarse hasta que cumplió los diecinueve años, cuando conoció a mi madre.

A partir de ese momento empezó nuestra historia, hasta hace dos años cuando tuvo el percance con la máquina cortadora en la que perdiera la mano derecha.

A pesar de lidiar constantemente con su mal genio, el maltrato y las golpizas a mi madre, en el fondo era un hombre noble y trabajador pero con gran resentimiento hacia la vida, por no poseer nada y por lo que nosotros no podíamos ver más allá de nuestra realidad, era un hombre con una vida vacía, sin sueños, sin ninguna aspiración, más que esperar sentado la muerte.

Todos reunidos en la mesa, mi hermana Rosa propuso un brindis:

– ¡Quiero brindar por este momento en que estamos todos reunidos y deseo que así sea siempre!

Aunque eran pocas las ocasiones en que nos sentábamos a la mesa sin que surgiera alguna discusión originada por mi padre, Rosa deseaba que a pesar de ser escasos estos instantes, estuviéramos todos juntos, por lo que aplaudimos su breve pero significativo discurso.

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Siguió el turno con mi hermano Pedro, quien dio primero un sorbo de café que era con lo que estábamos brindando en ese momento y dijo:

– Yo quiero brindar porque no nos falten los alimentos como hasta ahora, y que pronto me lleve Ricardo a la panadería, para aprender a hacer esos virotes que tanto le gustan a mamá y pueda comprar muchos caramelos en la tienda de don Patricio.

Ciertamente todos deseábamos que no faltaran los alimentos en casa, pero sobre todo que no se me acabara la paciencia para tolerar a nuestro padre, pues no había día en que peleara conmigo casi por todo.

Después habló mi madre quien dijo algo en lo que sabía era mi mayor ilusión:

–Yo deseo que todos estén bien de salud y que Ricardo su hermano mayor logre entrar a la universidad y ser un gran abogado.

Todos esos mensajes eran en verdad deseos que manifestaban del corazón, hasta que mi padre rompió por completo la armonía familiar, quien ya estando completamente ebrio, golpeó su vaso contra la mesa y dijo:

– ¡Ya dejen de decir tantas idioteces, primero trabajen para que en esta casa haya que tragar y eso de estudiar déjenlo para los mendigos ricos!

Eso en verdad me enfureció, me levanté de la mesa y gritándole respondí:

– ¡Todos tenemos derecho a progresar, si no tuviste esa oportunidad, pues que lástima,

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pero yo no voy a dejar que ellos mueran de hambre, que crezcan ignorantes y sin estudio!

Mi padre también enfurecido se levantó de la mesa para responder mi comentario:

– ¡Mira muchachito estúpido, antes que nada soy tu padre y me vas respetando, aquí se hace lo que yo digo y al que no le guste, que se vaya a la fregada!

Mi madre al ver su lasciva actitud, se levantó y se acercó a él para tranquilizarlo:

– ¡Ya dejen de estar peleando, es que acaso siempre tenemos que pasar por lo mismo, ya no le digas nada a tu padre por favor!

Por mi madre y sobre todo por mis hermanos, que en verdad estaban muy asustados, trate de contenerme para no seguir peleando, opté por salirme en ese momento de la casa y antes de marcharme le pedí a mis hermanos y a mi madre que entraran a la habitación para evitar que mi padre los lastimara, después entre gritos y palabras soeces que salían como lanzas de fuego de su boca; con gran rabia a punto de golpearlo, opté por retirarme y dando un fuerte golpe azoté la puerta.

Lo que deseaba en ese momento era poder desquitar de algún modo la rabia que me había hecho perder la cordura.

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EEEEEEEEllllllll PPPPPPPPúúúúúúúúggggggggiiiiiiiillllllll ddddddddeeeeeeeellllllll BBBBBBBBaaaaaaaarrrrrrrrrrrrrrrriiiiiiiioooooooo Empecé a caminar apresurado cruzando

la vecindad hasta llegar a la calle, ya estando fuera y alejado del infierno en que se había convertido la cena de año nuevo, caminé por las calles sin rumbo fijo hasta que en una esquina me tope con “El Perro”, mi amigo, vecino y el promotor de las peleas de los barrios ocho, años mayor que yo, dueño del gimnasio e instructor de boxeo, quien estaba con dos de sus alumnos bebiendo alcohol.

Al verlo traté de evadirlo pasando de largo, hasta que después de algunos metros, me alcanzó para decirme:

– ¿A dónde vas tan de prisa? Al ver que se aproximaba me detuve y le

respondí: – Discúlpame pero en este momento no

puedo hablar contigo. Al notarme alterado dijo: – Si quieres desquitar ese coraje yo te

puedo ayudar, sígueme. En ese momento empezó

a caminar con dirección a su gimnasio, que estaba a unos escasos metros de donde se encontraba.

Al ver su sospechosa actitud, pensé que trataba de buscar algún enfrentamiento con

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alguno de los tipos que lo acompañaban, pero al verlo entrar solo al gimnasio, sin pensarlo más, lo seguí hasta ingresar al improvisado recinto, él ya se encontraba en el interior sosteniendo un saco de arena, con el que entrenaban sus alumnos y con fuerte voz de mando dijo:

– ¡Dale, rómpele toda hasta que te canses!

Mi furia era tal, que sin perder tiempo empecé a golpear y a patear

en el saco, imaginando a mi padre ahí dentro, mientras que él, atento me observaba y sus dos alumnos cuchicheaban entre sí.

Seguí golpeando el saco hasta que caí al piso completamente exhausto.

Después de haberme recuperado del cansancio, se acercó y me tendió la mano para incorporarme y con un gesto irónico me dijo:

– Si hubiera sido “El Patas” otra cosa hubiera sido.

Con dicho comentario, se refería a que el famoso “Patas” era el líder de una banda, en la secundaria a la que asistía y que cursaba el último grado al igual que yo, quien mantenía azorados a la mayoría de mis compañeros, pero que en más de una ocasión, me había salvado “El Perro” de las salvajes golpizas que me pudo haber propinado a las afueras del colegio.

Para ayudarme a recuperar, le pidió a uno de sus alumnos que le diera la botella del licor que estaban tomando y me ofreció dar un trago diciendo:

– Esto te va a tranquilizar.

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Yo no bebía, pero en ese momento realmente me sentía animado para hacerlo, dando un largo trago, sentí como lumbre bajando por la garganta hasta las entrañas.

Después de unos cuantos tragos, empezaba a hacerme efecto el alcohol, por lo que ya me sentía más relajado pero a la vez aturdido, al ver que la ira ya había desaparecido, “El Perro” empezó a decir:

– Tienes muy buena derecha y ya prendido eres más peligroso que un perro cuando le quitan su hueso.

En el momento en que estuve golpeando el saco de arena, no pude medir mis impulsos, pues lo que sentía en ese instante, era toda la ira y el dolor reprimido contra mi padre, a lo que le respondí:

– Por lo general no soy así, soy más apaciguado, además de que nunca me ha gustado pelear.

Analizando mis dotes en el plan rudo me hizo una propuesta que jamás habría imaginado escuchar:

– Me gustaría enseñarte a boxear, serías uno de los mejores alumnos y aparte ganarías un buen dinero.

Como mis aspiraciones eran otras, rechacé el ofrecimiento por lo que respondí:

– Agradezco tu ayuda, pero no creo que sea muy buena idea, se que estaba pasando por un mal momento pero esto no es lo mío.

Al escuchar eso volvió a insistir: – Anímate, ya verás que aquí la harías,

además de que serías respetado en el barrio.

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Solo me limite a decirle: – Voy a pensarlo y si me animo vendré a

entrenar. Sin insistir más sobre el punto, nos

dispusimos a platicar recordando viejas anécdotas del barrio junto con sus alumnos, que sin darnos cuenta ya había amanecido, por lo que me despedí y regresé a casa, esperando no tener que volver a discutir con mi padre.

Al día siguiente, por efecto del alcohol desperté con la vaga noción de un sueño muy extraño, del que poco recuerdo.

Me encontraba deambulando entre un lugar selvático de espesa vegetación y me acompañaba una bella mujer mayor que yo, quien

vestía un atuendo indígena como los que había visto en el libro de texto de historia, sin más que poder recordar, solo me quedaba la sensación placentera de haber disfrutado la estancia en aquel lugar.

Durante todo el día, estuve pensando sobre la jugosa oferta de “El Perro”, pues en verdad era demasiado atractiva, si entraba al boxeo sería por un corto tiempo, solo así lograría reunir un buen dinero, para poder realizar mi sueño de ir a estudiar a la capital y llevarme a Rosa Gisela junto con mis hermanos, pero sabía perfectamente que ella jamás estaría de acuerdo, sería imposible, pues difícilmente dejaría a mi padre.

Al siguiente día sin pensarlo más, me presente a las ocho de la mañana en el gimnasio del “Perro” para tomar mi primer entrenamiento.

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Al verme ahí se mostró gustoso y de inmediato me prestó unos amplios calzoncillos para entrenar, así como un par de viejos guantes y botines remendados.

Antes de empezar el entrenamiento enfáticamente dijo:

– Espero que estés decidido a hacerlo, no quiero que después me dejes colgado con las peleas a las que estés contratado, así como vas a ganar bien, vas a tener que entrenar sin faltar ningún día.

Sabiendo esto, le pregunté: – ¿Qué voy a hacer con el trabajo de la

panadería, tú sabes que para mí es muy importante ya que de ahí saco para llevar las provisiones a la casa?

De inmediato respondió: – Por eso no te preocupes, tengo un

dinero ahorrado que te voy a prestar para que no dejes de llevar a tu casa, cuando empieces a pelear, me empiezas a pagar.

Sabiendo que solo de esta forma lograría llegar a la capital, acepté sin decirle la verdad a mi madre, por lo que tuve que mentirle diciendo que “El Perro” me había ofrecido un buen trabajo como su asistente en el gimnasio.

Durante seis meses estuve aprendiendo todas las técnicas de boxeo y por mi tenacidad las logré desarrollar en muy poco tiempo, hasta perfeccionarlas mediante el rudo entrenamiento, en cuanto a la paga, “El Perro” me estuvo apoyando con el triple de lo que ganaba en la panadería, hasta terminar la secundaria.

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Por fin llegó la primera pelea, dentro del torneo de barrios en la que pelearía por el campeonato amateur de peso mini mosca, esta pelea se llevaría a cabo en el barrio de San Miguel para las fiestas patronales.

Para esta primera pelea, si ganaba estaba en juego la suma de cien pesos, la mitad era para el promotor que en este caso era “El Perro” y la otra mitad para mí, la pelea estaba pactada a quince rounds o terminarla por knockout, contra Freddy “El Pantera” Morales, uno de los más temibles rivales.

En los primeros cinco rounds realmente me estaba llevando ventaja el adversario, pero para abrir el sexto round, ya me sentía realmente molesto al recordar las golpizas que mi padre nos propinaba, así como las veces en que de niño pude presenciar, cuando abofeteaba a mi madre, por lo que sin piedad, pude golpear al retador, descargando toda mi furia sobre él, noqueándolo en el séptimo round, ese fue el principio con el que inicie una serie de nueve peleas durante dos meses en las que salí invicto.

“El Perro” había ganado mucho dinero, al igual que yo, así como gran popularidad entre los barrios, eso me hacía sentir pavoneado, por el dinero, la admiración de los aficionados y de algunas mujeres.

A lo largo de casi dos años, tiempo que duraron mis estudios en la preparatoria, que había podido solventar gracias a las peleas, ahorré lo necesario para permanecer por lo menos un año en la capital sin trabajar, para

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mantener los gastos que esto implicaba, pudiendo dedicarme exclusivamente a estudiar y ya planeaba mi retiro del cuadrilátero pero sin herir al “Perro” quien me había apoyado incondicionalmente todo ese tiempo.

Los comentarios de toda la barriada habían logrado que mi madre se enterara de la manera en que obtuve el dinero, por lo que ya me había pedido en varias ocasiones que desistiera del boxeo, por el riesgo que se corre en cada pelea por un mal golpe que pudiera recibir, además de no ser un buen ejemplo para mis hermanos, que en realidad eran mis más fervientes admiradores.

Con la gran popularidad que ya me favorecía entre la afición, también tuve la oportunidad de conocer a varias aficionadas, después de haber pasado mucho tiempo inadvertido al recibir diversas invitaciones por parte de algunas de ellas, a los bailes organizados en los barrios.

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EEEEEEEEnnnnnnnnccccccccuuuuuuuueeeeeeeennnnnnnnttttttttrrrrrrrroooooooo ccccccccoooooooonnnnnnnn eeeeeeeellllllll AAAAAAAAmmmmmmmmoooooooorrrrrrrr Cierta ocasión en que se celebraban las

fiestas patronales del barrio de Santa Anita, después de haber concluido mi pelea contra el temible retador local, Antonio “El Buitre” Domínguez, ganándole en el décimo round antes de regresar a casa, pasé a la botica del lugar, para comprar unas vendas y una pomada que me desinflamara el pómulo derecho, tras haber recibido un fuerte cabezazo, donde conocí a la hermosa dependiente.

Al verme lastimado sin que aún le pidiera lo que necesitaba, se anticipo para decir:

– Con este ungüento para mañana desaparecerá esa inflamación y el dolor.

Más que poner atención en las indicaciones sobre la aplicación del remedio, solo me limité a observar sus grandes ojos color miel, que por un instante me hicieron olvidar las molestias del pómulo y la ligera inflamación de la rodilla izquierda por una caída en el cuarto round, pero buscando un pretexto para permanecer más tiempo en la botica y buscar la forma de dialogar con ella pregunté:

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– ¿Crees que sea necesario aplicarlo ahora o debo esperar hasta llegar a casa?

Se acercó para palpar la inflamación del pómulo con sus tersas manos y dijo:

– Te pondré el ungüento para que aminore un poco la inflamación, mañana continuarás con el tratamiento hasta que desaparezca.

Sin poner mayor objeción, me dispuse a recibir los primeros auxilios y abriendo el pomo colocó un poco del ungüento con sus finos dedos.

Suavemente empezó a frotar, en tanto que yo empezaba a sudar por la penosa pero loable asistencia.

Mientras seguía colocando el ungüento en mi rostro con voz sutil me dijo:

– Peleaste muy bien. Completamente sorprendido al escuchar

eso, no podía creer que ella pudiera asistir a las peleas y le pregunté:

– ¿Te gusta el boxeo? Con cierta timidez respondió: – A veces acompaño a mi abuelo a la

arena para ver las peleas sabatinas o como en éste caso a la del barrio, mi abuelo es aficionado de corazón y tiene una gran experiencia, que solo admira a viejos boxeadores pasados de época, incluso retirados, pero haciendo una excepción me ha dicho que eres un buen pugilista con futuro.

Sabiendo que ya contaba con una admiradora más solo me limité a sonreír.

Con cierta reserva me preguntó: – ¿Te quedarás al baile de feria?

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Como el baile estaba programado para comenzar en unas horas, sabía que no podía quedarme sin conocer a nadie, a lo que respondí:

– No lo creo, mi representante ya se ha retirado y aquí no conozco a nadie con quien pueda tener conversación y mucho menos para bailar.

Un tanto apenada pero con gran amabilidad dijo:

– Vivo sola con mi abuelo, pasará el resto de la noche con sus amigos jugando dominó y pues como yo jamás asisto sola a un baile...

Era claro mensaje, me difundía una gran confianza para poderla invitar, ya que mi situación era similar y no podría dejar pasar la oportunidad de ser su pareja, por lo que de inmediato me presenté:

– Mi nombre es Ricardo Linares y si quieres podemos ir al baile por un rato, ya que no puedo llegar muy tarde a casa.

Gustosa acepto diciendo: – Me llamo Isabel Olivera y ya verás que

los bailes que se organizan aquí en mi barrio, son de lo más alegres.

Contando con la compañía de la bella boticaria, me despedí diciendo:

– A las ocho pasaré por ti. Con una tímida sonrisa confirmó su

aceptación limitándose a decir: – Estaré lista.

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Pagué las vendas, el ungüento y me retiré a casa para asearme y tratar de conseguir un traje para dicha ocasión.

Al llegar a casa, mi madre noto en mi algo extraño y pregunto:

– ¿Cómo estuvo la pelea? Ya sin reflejar las molestias de la

inflamación, muy discretamente la llevé hacia la recamara y le dije sin que escuchara mi padre:

– Necesito conseguir un traje de gala. Completamente desconcertada mi madre

afirmó: – Pero si tú detestas los trajes, como es

que ahora me pides que te consiga uno. A tal afirmación, le expuse como en

secreto de confesión, parte de lo que pasaba por mi mente al recordar aquel instante:

– Tiene la mirada más dulce que jamás había visto y las manos más suaves que nunca había sentido.

Con gran preocupación mi madre exclamó:

– ¡Me estás asustando Ricardo! Lógicamente, mi madre estaba totalmente

confundida sin saber lo que ya traía entre manos y me dispuse a contarle, todo lo que me había sucedido al conocer a Isabel y no daba crédito a lo que de mi propia boca escuchaba, ya que siempre fui muy dedicado al entrenamiento y a cumplir con las obligaciones de casa, nunca había tenido oportunidad de salir con alguna chica.

Se mostró complacida al saberlo pero con cierto sigilo me preguntó:

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– ¿Ella es una buena muchacha? Esa duda sembrada en ella, era por la

reputación de algunas mujeres del barrio, que habían resultado ser malas y ventajosas, pues por esas malas referencias, manifestaba su desagrado y le expuse todo lo contrario.

– Ella vive solo con su abuelo, pero se encuentra en las mismas circunstancias que yo, tú sabes como es eso.

Mi madre de algún modo, conocía mi personalidad y podía comprender lo que estaba diciendo, pues ambos éramos tan parecidos por lo introvertidos y de ser apegados más a casa.

Rosa Gisela se portó como toda una cómplice para hacer mi fechoría y respondió:

– Déjame ir a ver a doña Concha, tal vez tenga algún traje de su hijo que esta en el ejército, es más o menos de tu talla, a ver si lo consigo.

Luego de unos minutos regresó con un traje color beige, una arrugada camisa blanca que le faltaban botones en los puños y una ancha corbata café, me lo mostró y sonriendo dijo:

– Pruébate esto, tal vez sea de tu talla, si te queda le pongo los botones faltantes y te lo plancho.

Después de haberme duchado, me puse el traje que me quedaba a medida, en tanto que mi madre ya tenía listos los zapatos que había llevado a lustrar con don Eladio el zapatero.

Terminé de asearme y antes de marcharme Rosa Gisela solo se

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limitó a decir: – Cuídate mucho y no olvides que el

abuelo de esa chica confía en ti, procura no llevarla tarde a casa, no lo defraudes.

Como todo un don Juan respondí: – ¡Descuida!, estaré de vuelta temprano. Me despedí de ella con un beso en la

frente y me dirigí al barrio de Santa Anita Al llegar a la casa de Isabel, me

detuve a unos cuantos metros antes de tocar la puerta, para revisar que todo estuviera bien sobre mi arreglo, me aproximé con sigilo y un tanto nervioso hacia la puerta, toqué con gran sutileza que casi no se escuchaba.

Por unos minutos mientras esperaba a que saliera Isabel, se aproximaron dos tipos mayores un tanto mal encarados, por lo que me apresuré a tocar nuevamente pero esta vez lo hice con más fuerza, ya que parecían ser agresivos, al percatar mi nerviosismo, se acercó uno de ellos y con voz áspera y con tono de embriaguez dijo:

– Si te hubiera acomodado una buena derecha tu rival, te habría noqueado en el segundo round.

Al parecer me había reconocido como uno de los retadores de su boxeador por lo que le respondí:

– No se preocupe, así son todas las peleas, a veces nos confiamos y sucede lo contrario en el cuadrilátero.

En ese instante se abrió la puerta y al ver a Isabel me sentí salvado, pues lo que menos quería en ese momento, era discutir y pelear con

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ese par de ebrios, la miré y al notar mi singular nerviosismo, sonrió diciendo:

– Por lo que veo ya empezaste a hacer amistad con los amigos de mi abuelo.

Sin saber de quienes se trataba, solo me limité a encoger los hombros a lo que uno de ellos dijo:

– Este muchacho tiene buena madera, es solo cuestión de pulir.

Ya más seguro de la situación dije: – Espero poder llegar a pelear en la

grande. En ese momento salió don Rufino, el

abuelo de Isabel y nos presentó diciendo: – Abuelo ya conoces a Ricardo, lo viste

ganar en la tercera pelea. Con un ligero gesto de viejo cascarrabias

pero mostrando cierta amabilidad respondió: – Ya debería estar en algún peso

profesional como el “Gallo” Antes de responder, Isabel Intervino

diciendo: – Abuelo, Ricardo me hará el favor de

acompañar al baile del barrio, por lo que no debes preocuparte, llevo a quien me defienda.

Don Rufino respondió: – Eso no me preocupa, ¿pero quién te

defenderá de él?. Al escuchar eso todos empezamos a reír y

en seguida me tendió la mano diciendo: – Solo estoy bromeando, pero se la

encargo mucho, ella es todo lo que tengo. Teniendo ya en manos esa bella

responsabilidad le respondí:

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– No se preocupe, estaremos de regreso a la media noche.

Nos despedimos dirigiéndonos hacia el lugar donde sería el baile, empezamos a caminar y por acto instintivo, con toda caballerosidad tendí el brazo a Isabel para que lo tomara como lo hacen los de la alta alcurnia y gustosa me sujetó.

Al llegar al lugar, ingresamos a un viejo galerón que utilizaban como bodega de una maderería, en el interior ya se encontraban colocadas mesas adornadas con manteles blancos y un pequeño adorno floral de claveles en el centro, por un momento nos detuvimos para buscar un lugar a donde pudiéramos sentarnos hasta que se acercó un mesero y preguntó:

– ¿Desean una mesa? De inmediato respondí: – Por supuesto pero que esté frente a la

orquesta y cerca de la pista de baile. Nos indicó que lo siguiéramos, cruzando

un largo pasillo hasta llegar al lugar indicado, antes de sentarnos el mesero muy discretamente se acercó y dijo:

– Señor son quince pesos de la mesa y lo que quiera dejar de propina.

Sin mayor problema saqué de mi vieja cartera y le pagué, pues en ese momento contaba con una buena suma de dinero ganado en la pelea.

Después de unos minutos empezaba a tocar la orquesta uno de los valses más bellos que solía escuchar mi padre en su viejo radio,

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“Sobre las olas” del inolvidable “Juventino Rosas” y sin más preámbulo aunque sin mucha

experiencia, le pedí a Isabel que bailáramos, con una sutil sonrisa aceptó encantada, la tomé de su delgada y tersa mano y nos dirigimos al centro, ya ahí los nervios se apoderaron de mi por completo, la sujeté de su delineada cintura y empezamos a deslizarnos al ritmo de aquel vals.

Realmente me sentía como entre las dunas del desierto, al ser una de las primeras parejas al llegar al centro de la pista, olvidando que el lugar ya estaba concurrido, invadidos por todas las maliciosas miradas.

Absorto solo me limitaba a admirar su singular belleza, con ese hermoso vestido blanco de gasa, su largo y negro cabello ondulado, sujetado por una diadema con una pequeña perla en el centro, unos pendientes largos adornando su delgado cuello de cisne y una fragancia que en mi vida había percibido, pero la hacía resaltar espectacularmente.

Al terminar de bailar aquel inmemorable vals, nos mantuvimos por un momento sujetados el uno del otro ya sin bailar y mirándola profundamente a los ojos apenas le susurré al oído diciendo:

– Si hay una luna resplandeciente esta noche, si escucho la música más bella de todos los tiempos y las estrellas nos alumbran como aquellos candiles de los grandes palacios, dime entonces como puede haber algo más hermoso después de ti.

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Sin poder contener más todo el infinito en sus bellos ojos, me acerqué hacia su rosada mejilla para depositar un sutil beso, en el que sin poder decir más, todo estaba más que dicho.

Durante las casi tres horas que permanecimos en el baile del barrio, fueron las más sublimes, pero a la vez más cortas al lado de la mujer que me robaría la calma, bailando esos exquisitos boleros que le dieran fama a la época gloriosa del cine de oro, interpretados histriónicamente por aquella orquesta.

Ya de vuelta en su casa, con voz dulce y enteramente complacida se despidió de mí diciendo:

– Es preciso que volvamos a vernos, pues mi corazón no se si pueda permanecer tanto tiempo lejos de ti.

En tan solo unas horas, entre ambos creímos ya existente ese sentimiento filial que no podíamos experimentar de la mejor forma, solo así con el lenguaje inexplicable del amor y que en mucho tiempo jamás habíamos manifestado, me aproximé a ella diciendo a su oído dulcemente:

– Como podría marcharme sin antes decirte, que esta noche ha sido como el día más resplandeciente después de un largo diluvio, a lo largo de mi vida.

Sin decir más, la besé apasionadamente envolviéndome entre su exquisito aroma y el recuerdo de aquel majestuoso paraje selvático que en forma recurrente aparecía en mis sueños, en el que podía sentir cobijarnos, cerrando un

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ciclo de profunda soledad e iniciando otro con un tinte de amargura que sin saber se veía venir.

Al tercer día de haberla conocido, nuestra primera cita fue para asistir a la galería cinematográfica, para ver una de mis películas favoritas con Tito Guizar “Rancho Grande”.

En ese momento era para mí lo más importante, sentir por primera vez el calor de una bella mujer y al no poder resistir más, dejé de lado la trama de la película y me avoqué a descubrir una sensación maravillosa del primer amor de juventud, en los labios de Isabel.

Al regreso de la función vespertina y encontrándonos solos en casa de Isabel, entre el calor del ambiente y de nuestros impulsos, encubierto por la clandestinidad abusando de la buena voluntad y confianza de don Rufino, ingresé a la habitación de la chica y ahí permanecimos durante hora y media hasta saciar el instinto de deseo desenfrenado, justificado por el deseo pasional.

Ciertamente esa era una experiencia nueva para ambos, pero sin tomar en cuenta los verdaderos sentimientos y que durante mes y medio mantuvimos un noviazgo plagado de deseos pasionarios, el sublime sentimiento existente como en el principio, se había convertido en lujuria, provocado por el complacido ego animal habitando en mi interior.

A pesar de haber experimentado por primera vez la sensación del acercamiento sexual, distaba mucho de sentir un amor sublime por Isabel, pues aprendí que el amar, deriva de una ternura infinita, creando la chispa inefable

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del amor que es la vida palpitando en cada átomo, en cada rayo de sol, aunque el amor en un plano más espiritual no se pueda definir con precisión, porque es la divina madre del mundo, es eso que adviene a nosotros cuando realmente estamos enamorados, el amor se siente en lo más hondo del corazón, es una vivencia deliciosa, es el fuego que consume, el néctar del vino divino, delirio del que lo bebe, que con una carta o una flor, promueven en el fondo del alma, tremendas inquietudes intimas, éxtasis exóticos, voluptuosidad inefable.

Lo cierto es que el verdadero amor, nadie jamás lo ha podido definir, tan solo hay que sentirlo, vivenciarlo, solo los grandes enamorados saben realmente el significado de ese sublime sentimiento, cosa que en mí no cabía dicha palabra, ni siquiera mencionarla, pues el haber invadido su intimidad para saciar tan solo un instinto, echaba por la borda toda aquella magia que el corazón había gestado en nosotros, conducida por mi nefasto defecto psicológico de la lujuria, había roto con todo lo que por ganado merecía, el amor cristalino que reflejaba todo el interior en sus ojos.