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EL HUMANISMO DE CERVANTES Y DON QUIJOTE EN EL CANCIONERO DE UNAMUNO ANA SUÁREZ MI RAMÓN UNED Son de sobra conocidos la admiración y el afecto con el que siempre trató Unamuno a don Quijote ya su creador. Toda su obra, expresada en los diferentes géneros, rezuma quijotismo auténtico. Desde 1889, fecha de su primer trabajo dedicado a «Alcalá de Henares» [Unamuno, 1966-1968: 1, 125-127] hasta el último, el Cancionero que truncó la muerte, están presentes innumerables confesiones de quien se encontró plenamente identificado con una obra, sus personajes y su autor. Aunque Unamuno fue fraguando poco a poco un universo lírico y mítico en tomo a la obra, ya en sus primeras manifestaciones, sobre todo desde 1895 1 , expresó lo que había de ser el centro de su mayor interés por esta obra, calificada, siguiendo a Heine, de «epopeya tristísima» y de «poema inmenso». Ya por entonces, Unamuno había destacado el valor de Alonso Quijano el Bueno no como producto español sino en cuanto representante de lo universal humano. Descubrió en él el posible espejo en donde todo hombre aprendiese a vivir la locura de la vida a sabiendas de la necesidad de recuperar al fin la cordura para buscar la inmortalidad, convertida así en la auténtica locura justificativa de todas las aventuras quijotescas. A partir de aquí, la relación de don Quijote -Alonso Quijano con los conceptos de historia e intrahistoria aplicados a 1 Ver especialmente En tomo al casticismo [Unamuno, 1966-68: 1, 795], Quijotismo y cer- vanlismo [Unamuno, 1966-1968: VII, 1191-1193] Y El cabal/ero de la triste figllra [Unamuno, 1966-1968: \, 911]. 419

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EL HUMANISMO DE CERVANTES Y DON QUIJOTE EN EL

CANCIONERO DE UNAMUNO ANA SUÁREZ MI RAMÓN

UNED

Son de sobra conocidos la admiración y el afecto con el que siempre trató Unamuno a don Quijote ya su creador. Toda su obra, expresada en los diferentes géneros, rezuma quijotismo auténtico. Desde 1889, fecha de su primer trabajo dedicado a «Alcalá de Henares» [Unamuno, 1966-1968: 1, 125-127] hasta el último, el Cancionero que truncó la muerte, están presentes innumerables confesiones de quien se encontró plenamente identificado con una obra, sus personajes y su autor. Aunque Unamuno fue fraguando poco a poco un universo lírico y mítico en tomo a la obra, ya en sus primeras manifestaciones, sobre todo desde 1895 1

, expresó lo que había de ser el centro de su mayor interés por esta obra, calificada, siguiendo a Heine, de «epopeya tristísima» y de «poema inmenso». Ya por entonces, Unamuno había destacado el valor de Alonso Quijano el Bueno no como producto español sino en cuanto representante de lo universal humano. Descubrió en él el posible espejo en donde todo hombre aprendiese a vivir la locura de la vida a sabiendas de la necesidad de recuperar al fin la cordura para buscar la inmortalidad, convertida así en la auténtica locura justificativa de todas las aventuras quijotescas. A partir de aquí, la relación de don Quijote -Alonso Quijano con los conceptos de historia e intrahistoria aplicados a

1 Ver especialmente En tomo al casticismo [Unamuno, 1966-68: 1, 795], Quijotismo y cer­vanlismo [Unamuno, 1966-1968: VII, 1191-1193] Y El cabal/ero de la triste figllra [Unamuno, 1966-1968: \, 911].

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España constituyeron otro gran eslabón importante en la explicación de la obra cervantina. Asimismo, la relación con la mística, originada en la misma Castilla ideal y eternizadora del héroe cervantino, y la consideración de Dulcinea como «estrella que conduce a la eternidad del esfuerzo», según definió en «Quijotismo» [Unamuno, 1966-1968: VII, 1193], así como la identificación de don Quijote con el propio Cristo, convirtieron el texto cervantino en un universo mítico espiritual muy especial.

Con estos precedentes, más la consideración de la locura caballeresca como ansia de pasar a la historia dejando nombre y fama2, Unamuno compuso uno de los libros más profundamente líricos que se han escrito sobre don Quijote y su creador, la Vida de don Quijote y Sancho (1905). En él asignaba a la obra cervantina la fuente de todo heroísmo español, de su espiritualidad, de su pensamiento y la representación del alma española que, encamada en hombre, fue capaz de escudriñar los abismos de la existencia. Asimismo, interpretó la cordura final del personaje como el despertar del sueño de la vida para eternizarse en la bondad y, dentro de esa nebulosa existencial entre entes de ficción y realidad, le asignó más realidad que a su propio autor, que, según él, lo escribió para no morir. Su plegaria final al caballero, con quien se identificaba en la misma locura de no morir, constituye un nuevo preámbulo, del que parte ya la totalidad de su obra posterior. Aunque sus mejores producciones están basadas en ella, como Del sentimiento trágico de la vida, y en algún título, como Tres novelas ejemplares y un prólogo, rindió homenaje a su autor, no hay duda de que su destierro, en Fuerteventura primero y en París después, le llevó a un decisivo hermanamiento con el personaje y a una identidad espiritual con el novelista, forjada incluso a partir del mismo nombre. Con independencia de la constante referencia a la obra cervantina en ensayos, novelas y teatro, su poesía se convirtió en el mejor cauce expresivo para reflejar su dolor como persona, como patriota y como creador. Sin duda, para Unamuno, Cervantes supo expresar como ningún otro autor el dolor por la injusticia, por España y, sobre todo, por alcanzar la gloria, o sed de eternidad, presente en todo ser humano. Incluso sentía que el autor no era más un producto de la creación del propio ente de ficción, don Quijote, del mismo modo que él, Unamuno, se consideraba ente de ficción (según le reveló el propio autor al personaje Augusto Pérez, en Niebla) y, como tal, había creado a Dios.

Desde esa múltiple perspectiva, en la que lo personal, la creación literaria y el problema de España se fundían en un solo tema en la biografia unamuniana, el Cancionero vino a ser la culminación consciente de su ética y estética y la confirmación del valor humanístico de la obra de arte. Como obra de plena madurez, y pese a la forma breve y conceptual de la canción, Unamuno plasma la unidad indisoluble de Cervantes y su personaje, tras situar a este en la esfera ideal

2 A esta ansia denominó erostratismo en su novela Amor y pedagogía.

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o mística de la luz (estrellas) desde la que caminan juntos en el sentimiento unamuniano. Como además este poemario representa un retomo al pasado y el testamento humano y literario de Unamuno, nos parece que es fundamental revisar la trayectoria cervantina en esta obra que, de acuerdo con el proyecto del autor, no quiso concluirla por temor a ver truncada su propia vida, en una auténtica simbiosis entre vida y literatura. Ya en el último capítulo de Cómo se hace una novela (1927) -obra de un desterrado- en respuesta a las preguntas de por qué y para qué se hace una novela, adelantaba la idea que había de plasmar incluso en el mismo título del Cancionero. En la Continuación de aquella historia íntima, y en la que también el recuerdo de don Quijote era su compañía y su paralelo ideológico, había afirmado que la soledad era el origen de toda novela, pero su finalidad era «hacerse uno con el lector. Y solo haciéndose el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hacen uno se actualizan y actualizándose se eternizan» [Unamuno, 1966-1968: VIII, 768]. A partir del misterio de la Trinidad, Unamuno consideraba a Cervantes y a sí mismo, en cuanto autores, como padres e hijos de sus obras y estos como el espíritu de cada uno, de modo que la pervivencia del hombre por la obra quedaba asegurada. Después de recoger una cita del Evangelio de San Juan (XIX, 30) a propósito de la obra de Cristo, se refirió a Cervantes en estos términos:

Somos nuestra propia obra. Cada uno es hijo de sus obras, quedó dicho, y lo repitió Cervantes, hijo del Quijote, pero ¿no es uno también padre de sus obras? Y Cervantes, padre del Quijote. De donde uno, sin conceptismos, es padre e hijo de sí mismo y su obra el espíritu santo. [U namuno, 1966-1968: VIII, 760]

Con estos juegos conceptuales Unamuno reiteraba su ansia de eternidad, más fuerte a medida que pasaban los años. La posibilidad de hacerlo mediante la obra artística se había convertido, sobre todo desde su destierro, en uno de sus mejores estímulos y, conforme avanzaba su vida, el aliciente de las lecturas compensaba íntimamente su vida exterior en lucha contra el Directorio, desde Fuerteventura, primero, y desde París, después. No hay que olvidar que en el prólogo a este Diario de confinamiento en sonetos (1925), prometió a su amigo Jean Cassou escribir el libro «lJon Quijote en Fuerteventura, don Quijote en camello a modo de Clavileño» [Suárez, 1987b: 261]. Aunque no cumplió su promesa, sí se sintió de alguna manera transportado en el caballo de madera como un nuevo San Pablo para predicar el Evangelio de don Quijote entre los gentiles compatriotas para así forjar «universal el quijotismo»3. Este proceso de interiorización, y de vuelta al pasado, se manifestó en su último libro de poesías publicado en

3 Ver el soneto XVII De Fuerleven/ura a París, fechado en 1924 [Suárez, 1987b: 279-280].

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vida, El romancero del destierro (1928). En él mostró su preferencia por el romance, por la metáfora en cuanto forma de acceder a la intemporalidad y por la preocupación religiosa, que supera con mucho el anecdotario crítico político. El personaje de Cervantes solo aparece al final del libro (poema XVII) como resumen y enseña vital de cuantos temas había tratado en él. Como víctima de la injusticia, Unamuno reclamaba la verdad y libertad para sí y para España. Su desconfianza en el poder (<<me apedrearán los galeotes») ante la promesa de dejarle pronto en libertad, es paralela a su total confianza en el Evangelio de don Quijote:

Mañana -lo sé de ayer-, Don Quijote, mi señor, me apedrearán los galeotes, ¡sea todo por tu amor!

El autor ve en el personaje cervantino el modelo para su rebeldía y el ejemplo de quien defendió un ideal hasta la muerte:

Sólo, hidalgo, solo tú, sin Sancho, en manos de Dios, rebelde a la rebeldía del poder de sinrazón. [Suárez, 1987b: 421-422]

Aunque no lo incluyese en libro, su romance, fechado en Hendaya en 1927, «A los molinos de viento» puede considerarse un puente entre la acción y la contemplación a propósito de don Quijote. En él pide al caballero de la locura «lanzadas» contra los enemigos de España porque están «moliendo los huesos/ de nuestra abatida España» [Suárez, 1989: 183].

Tras este nuevo diario, y enlazando con él en el mismo tono y en la forma métrica, ensayó otro, que habría de ser el definitivo y cuyas características peculiares le hacen diferente a los anteriores. Se trata del Cancionero, un poemario en el que el autor recopiló, a modo de simbólico resumen de toda su vida, cuantos intereses y preocupaciones le obsesionaron. El deseo de encontrarse a sí mismo en una dimensión espiritual y trascendente, tantas veces apuntada en todos los géneros, explica el origen y la estructura misma de esta obra, una de las menos conocidas del autor, y sobre todo menos estudiada y prácticamente no citada en relación con el tema de Cervantes. Al ser el Cancionero un documento excepcional, pues se trata de un diario poético iniciado el 26 de febrero de 1928 y concluido el 28 de diciembre de 1936, tres días antes de su muerte, yen donde su creador vertió sus últimas experiencias humanas, su contenido tiene una riqueza

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extraordinaria. En él rememoró su pasado recuperando líricamente cuantos temas le habían perseguido desde su infancia y conformaron su universo afectivo. Hasta tal punto se habían unido ya vida y literatura en él que no quiso terminar el libro por temor a que significara el fin de su propia vida. Tal imbricación de vida y literatura solo puede entenderse desde un auténtico humanismo, del que ya había dado suficientes pruebas en relación, sobre todo, con la obra de Cervantes.

El extenso poemario, compuesto por 1762 composiciones, en su mayoría breves e independientes entre sí, aunque con el engarce común de recoger impresiones, sentimientos e ideas del autor al hilo de la realidad presente, surgió aparentemente de forma espontánea aunque en el fondo respondía a una íntima convicción que vio resuelta en una anécdota. Fue en 1928, cuando estando en Hendaya recibió la colección de ensayos de José Agustín Balseiro4 titulada El Vigía. Balseiro, en su trabajo sobre la novela de Unamuno se refería a Petrarca afirmando que su eternidad viva era «hija exclusiva y unigénita del amoroso Canzoniere». De esta frase arrancó el título de Cancionero con el que Unamuno pensaba lograr su propia gloria:

Balseiro recuerda a propósito al Petrarca, el primer humanista, y acaba diciendo de él que su eternidad viva es hija exclusiva y unigénita del amoroso Canzionere.[ ... ] Yo no sé qué pedazo mío quedará si no quedo yo entero de todo cuerpo espirituaL Pero creo en Dios que ha de guardar mi Cancionero. Al Petrarca le hicieron su patria, Italia, y Laura, y él los hizo para siempre. A mí me ha hecho y he hecho yo a mi España, madre esposa e hija de la civilidad. Me creo en gran parte poeta, esto es: creador de España, y, a la vez, su criatura, su poema. [Suárez, 1988: 13]

Representaba la culminación de todos sus esfuerzos por reafirmar eternamente su existencia a partir de la literatura, que ya en Teresa había apuntado precisamente a propósito de Laura, la amada de Petrarca [Suárez, 1987b: 127-128]. El hecho de que en ese periodo fuese su lectura favorita la Biblia y que se sintiese llamado a una aventura biográfica compleja, por la propia etimología de su nombre (Miguel, «¿quién como Dios?»), le hizo acercarse aún más a su homónimo Cervantes. Se sentía, como él, postergado de su tiempo histórico, y buscaba en él su propio modelo de inmortalidad. Hay que recordar que en su Vida de Don Quijote y Sancho, como él mismo confesó años más tarde en «Sobre el quijotismo de Cervantes» [Unamuno, 1966-1968: VII, 1214-1216], había exagerado su culto a don Quijote, a expensas de Cervantes, para destacar mejor el idealismo de la

4 Recogemos esta anécdota que ya recordó García Blanco en su introducción al Cancionero [Unamuno, 1966-1968: VI, 88-89].

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obra y apenas tuvo en cuenta al autor, marginando todo lo que se relacionase con su biografía. Ahora, al final de sus días, y tras un progresivo interés sobre Cervantes, testimoniado en su prosa, a partir de 1915 fundamentalmente, su visión del autor aparece fundida con el personaje. Incluso su destierro le acercó a aún más al autor.

Ya en el prólogo al Cancioneros, Unamuno había apuntado ciertas características que mostraban su cercanía a Cervantes, como su declarada afinidad vital derivada del nombre (<<por misteriosa providencia siempre recuerdo a cuatro Migueles de nuestra España: a Miguel de Cervantes Saavedra, soldado que habiéndose quedado manco en Lepanto de su manquera sacó el Quijote», p. 56), la consideración de Cervantes como portavoz de la más profunda filosofía (<<Cervantes, Loyola y Calderón de la Barca» ,p. 59); su preferencia por el lenguaje llano y natural (<<he procurado decir del modo más llano y corriente lo que todos sienten sin acertar a decirlo y al menos, si no todos, la mayoría selecta, esto es: el pueblo», p. 59); la defensa de las palabras castellanas, utilizando incluso un texto cervantino para criticar su exagerado purismo en ocasiones, como en el uso de eructo en lugar de regüeldo (<<hace que don Quijote recomiende a Sancho que diga eructo, que para nosotros no es más que latín, y no regüeldo, que es castellano o ladino», p. 60). Desde ese prólogo mostraba que cualquier anécdota podía servir de pretexto para evocar al Quijote o a su autor y así, por ejemplo, a propósito del término arrogancia, recordaba que «arrogante era el vizcaíno, mi paisano, Sancho de Azpeitia, el que peleó con don Quijote suspendiendo de admiración a Cide Hamete Benengeli» (p. 67).

Como último canto «en la frontera del cielo» (p. 104), el Cancionero recoge el definitivo peregrinaje del autor en busca de Dios y de la eternidad por lo que la secuencia de comentarios en tomo a Cervantes y su obra va perfilando una auténtica teología poética. En primer lugar, cuando todavía está muy vivo su sentimiento de desterrado, don Quijote se presenta como maestro de la contemplación, frente a la torpe acción de políticos y jueces (<<Dejaré a esos serviles, mentecatos,! que prediquen la acción, el tío vivo,! y aquí a quijotear, que don Quijote/ no fue un puro doctor en quijotismo» (p. 105). Si se tiene en cuenta que para Unamuno el estado de contemplación y soledad era una manera de acceder a Dios, esta primera revisión del Quijote está en relación con el sentido religioso del libro, más visible sobre todo en los primeros poemas.

Después, don Quijote aparece junto a don Juan y Robinson, como locos de la ilusión mientras sus respectivos criados «Sancho, Ciutti y Viernes» los «gobernadores» fueron quienes metieron «a los pueblos en razón» (p. 169). Esta

5 Acerca de las vicisitudes del título y los temas del libro remitimos a nuestro estudio preli­minar del libro [Suárez, 1988: 1-44] así como a las anotaciones concretas de los poemas. Citamos por esta edición.

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forma lacónica de resaltar la oposición entre la inacción de los soñadores y la acción de los políticos corrobora la tesis unamuniana del sentimiento trágico de la vida en cuanto a la necesidad de tener soñadores que dirijan los pueblos al verdadero destino, la eternidad. Enlazando con el valor idealista de don Quijote para España, la prisión de Cervantes constituye un ejemplo del sentido cainita de su patria (p. 187), vivido en su propia carne también en el destierro. En Fuerteventura, tal como rememora en el poema 248, don Quijote se convirtió en alimento espiritual de su soledad (<<¡Ay qué molino de viento/ don Quijote de la Mancha! el que en mi Fuerteventura! me molió el gofio del alma!», p. 191).

Por el Cancionero, entre las estampas de su niñez, pasan las imágenes de don Quijote y Sancho «juntos con burro y caballo» aunque reconoce que pasaron demasiado pronto para darse cuenta entonces de lo que su «alma» podía necesitar de ellos (p. 199). Del «buen hidalgo» Cervantes, Unamuno elogió incluso su nombre «alto, sonoro/ y significativo/ con verdor fresco de piadosa yedra» (p. 199).

Una de las composiciones más interesantes es la 297, titulada En un lugar de la Mancha. En 36 versos el autor resume el valor espiritual del libro, inserto en la tradición de los pueblos y producto natural de Castilla en cuanto que, enajenada por la luz, solo podía reflejar visiones del más allá:

Visiones sin nubes buriladas en espejo de aguas de hondón de la sierra dormidas soñando cielo. (p. 218)

En este poema, la tierra y el cielo castellanos conforman una neoplatónica esfera en donde el cosmos reproduce la eternidad a la cual también el hombre, tras someterse como el héroe cervantino a un camino iniciático de desgraciadas pruebas, puede aspirar a esa misma eternidad: don Quijote lo hizo «en alas de Clavileño» (<<eran tu cielo los páramos,! cuna del divino ensueño»). La lección de fe viva que Unamuno encontraba en la obra se consolida aquí al sublimar el sacrificio de don Quijote, un nuevo Cristo, como necesario para la redención de la tierra y del hombre. Ese nuevo romancero (de «endechas») susurrado por el dolor de la derrota ante el mar barcelonés representaba para el escritor vasco la continuidad de la humanidad, pero liberada ya de injusticias, guerras y envidias (p. 219).

Por eso no es de extrañar que la siguiente visión de don Quijote en el poemario (p. 335) corresponda a la contemplación del caballero en el cielo entre los símbolos preferidos por el autor: las constelaciones, su Vizcaya natal representada por la montaña, y su sentimiento religioso. Precisamente se inicia el

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poema en un espacio nocturno que recuerda las imágenes de armonía íntima de Fray Luis ante la contemplación del cielo estrellado (<<Ya de noche, al abrírseme el cielo/ en su cumbre, Jaizquíbel, desnudo») y la búsqueda de Dios. En el poema unamuniano es el caballero quien devuelve la confianza en el más allá al autor (<<respondiendo al clamor de mi anhelo/ don Quijote se detiene mudo»). El silencio de don Quijote, como todos los silencios cervantinos bien conocidos por el escritor vasco, es absolutamente elocuente en cuanto aparece revestido de los símbolos espirituales con los que el propio Calderón representaba a Dios en los autos: «Vestido de estrellas». Teniendo en cuenta el gran afecto mostrado siempre por Unamuno hacia la Bocina del Norte y el Cordel de Santiago, no podía ser su lanza más que aquella y su calzado la estela que llevó a todo peregrino a su meta. Transmutado en luz y espíritu, como su Cristo de Velázquez, don Quijote se muestra como el gran conquistador de la eternidad con el que el poeta se identifica. Asimismo, Clavileño, el caballo convertido en otro motivo muy interesante en la obra unamuniana por su eterna quietud, representativa de la eternidad, transmite aquí un emocionado sentimiento de tristeza por su «constante estaD> (p. 236). Hay que relacionar ese constante estar con el valor de eternidad, transmitido igualmente por las canciones populares, las fórmulas litánicas y las oraciones. Todo ello expresa eternidad en cuanto se convierte en presente vivo.

Frente a este caballo de madera que recibe todas las ilusiones de heroísmo de su amo, el poeta opone la acción de Rocinante en el poema 371 (p. 252). De nuevo es un espacio nocturno el que preside la aparición de don Quijote, y su caballo transporta su sombra entre el cielo y la tierra. El bronco sonido de las pezuñas de Rocinante equivale a los martillazos que remachaban a Clavileño. Las estrellas, el agua, la luna y la eterna canción del río constituyen el espacio cósmico ideal en donde el sueño de no morir vuelve a cobrar vida para Unamuno gracias a la ficción cervantina. De hecho, Clavileño representa una doble ficción en cuanto que el trozo de madera de que está compuesto equivale al ser vivo de Rocinante, del mismo modo que la ficción cervantina se corresponde con el hombre real, Cervantes. Hay que recordar que Clavileño estaba unido en el autor a la España inmortal, representada por Gredos6

En la evocación de Castilla, trascendida siempre en el autor por la cultura, nunca falta el recuerdo de don Quijote. Unas veces como aposición para definir a un personaje, como «don Sebastián el Encubierto,! rey del misterio, el Quijote/ de Portugal» (p. 268) o al emperador Aníbal, «el Quijote de Cartago» (p. 361); otras, como en la visión intemporal de Toledo, para eternizar sus populares mesones (<<En tus mesones Cervantes/ a su sangre dio resuello», p. 277). Pero

6 Véase la composición de 1911, inserta en Andanzas y visiones españolas, «En Gredos» [Suárez, 1987b: 53-54].

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también cuando rememora su Vizcaya natal, está presente aunque sea bajo la figura de Sancho de Azpeitia el «arrogante» (<<a don Quijote replica! y en romance vizcaíno,! en erdera quijotiza», p. 279).

La mayor lección del personaje cervantino, sintetizada en la frase «Yo sé quien soy» vuelve a considerarse aquí, como en La vida de don Quijote y en Del sentimiento trágico de la vida, el «quicio de la vida humana». Según Unamuno, bajo esa frase se encerraba la mayor aportación de Cervantes al pensamiento contemporáneo [Vida, Unamuno, 1966-1968: 1, 82; Del sentimiento, Unamuno, 1966-1968: VII, 282-283] porque el saber lo que uno quiere ser equivalía para él a tener conciencia del Universo y considerarse idea de Dios. En la plena madurez del Cancionero recupera la misma frase para manifestar que en ella aprendió a reconocerse a sí mismo y a conocer a su patria: «Yo sé quién soy, don Quijote,! gracias a ti, mi señor,! y sé quién es nuestra España/ gracias al divino amor» (p. 290). En su ejemplo encontró que la Mancha, símbolo de su patria, y su propia vida, con todos los errores, podrían «conquistar lo soñado», y alcanzar la inmortalidad?

La misma frase le sirve para dramatizar, bajo el título de La última querella de don Quijote, la postrera aventura del caballero en la cual, recuperada la cordura y reconociéndose Alonso Quijano, se enfrentó a su yo pasado y a la muerte. Ese desdoblamiento de la personalidad (<<¡Ay tú, mi Alonso Quijano!,! mi recuerdo soberano/ tú, mi mejor yo») y la afirmación de su cordura le permite llevar aún más lejos el valor de la aventura caballeresca al reconocerse liberado de la caballería pero soñador de otra aventura superior. Por ello, al recuperar la cordura, ruega a Dios que interceda por él porque ha visto con claridad que la única certeza es la de la muerte: «Tú, el gran Tú que nos hiciste,! mira que mi alma está triste,! triste hasta morir,! triste como mi figura. [ ... ] Ya sé quién fui ... ya despierto .. .! tarde es para despertar!/ solo una cosa hay de cierto,! los ríos van a dar a la mar ... » (pp. 306-307).

A la luz del resto de poemas del Cancionero, en donde resulta obsesiva la idea de la muerte personal y la dificultad de deslindar sueño y vigilia, el modelo de don Quijote ante la muerte se convierte en un espejo para Unamuno, quien, confundido con el personaje de ficción, siente que puede esperar también su propia resurrección. En este sentido, el poema 613 vuelve a referirse a este tema con la letra M, inicial del enigma simbólico que tanto le obsesionaba (<<¡Mi jeroglífico, mi sello!»). Un dibujo inicial, casi cabalístico, permite visualizar la imposibilidad de escapar de esa M en todo lo nacido que justifica, tal como había desarrollado en Del sentimiento trágico, el origen de todo el arte, desde el primer momento de la historia, como la única forma de escapar a su evidencia. En este poema, de

7 Este poema, de alguna manera, continúa los versos e intención del poema XVII del Roman­cero del destierro, al que ya nos hemos referido.

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forma conceptual y mínima, alude a la tragedia del ser humano esperanzado en salvarse según el ejemplo del Cristo-Quijote que hace extensivo a todo hombre: «M al pie de la cruz, del monigote,! Cristo-Quijote,! trágico troglodita/ que quiso eternizarse en su dibujo» (p. 347).

Lo más interesante del recorrido lírico lo constituye la identificación entre Cervantes y don Quijote. Como la estatua de Cervantes colocada en Lepanto, el poema 802 evoca, a partir de la «sonrisa de amor de Esquivias», la figura del soldado manco, sentado al lado del fogón8 y soñando con su Dulcinea mientras su sobrina le alienta las ilusiones:

Sonrisa de amor de Esquivias, cabe el fogón, en un banco; noches de paz, claras, tibias; el soldado queda manco. y sueña el hogar soltero la manchega Dulcinea; la sobrina al Caballero le mece en aire de aldea. (pp. 413-14)

Esta trasposición de realidad y fantasía está presente en todo el Cancionero aunque no se cite explícitamente. Sin embargo, a través de citas de personajes de ficción, como «Yo sé quién soy! Nos dice don Quijote.! Y los sueños sueños son! Segismundo» (poema 809, p. 416), Y su gran aprecio por Walt Whitman9 al haber manifestado la humanidad de los libros, podemos ver la constante presencia de Cervantes en el suyo. Si Whitman consideraba que un libro «es un hombre» y «un espejo de la más desbordante vida colectiva» porque era su alma y él mismo, también Unamuno que escribía «no por pasar el rato/ sino la eternidad» y había confesado «aquí dejo mi alma-libro,! hombre-mundo verdadero» (p. 422), no podía prescindir de Cervantes. Sus constantes referencias al valor de la palabra como creadora, a la lengua en la que rezó e hizo poesía don Quijote (p. 423), al romance como metro vivo sugerido por el trote de Rocinante (<<Rocinante

8 Compárese este poema con los versos de la poesía no recogida en libro poético por el autor, de 1900, «¡Otra vez más te encuentras desnuda,! vieja madre España», cuya segunda estrofa decía: «Al rincón de tu aldea retomas,! don Quijote, molido y maltrecho/ y del dulce fogón al arrimo, / curado tu seso,! resucitas Alonso Quijano/ a quien dicen buen seso» [Suárez, 1989: 34]. A pesar de la identidad de ambientes y personajes la visión es muy diferente. Mientras en esta permanece vivo aún el sentimiento del «¡Muera don Quijote!», como fórmula para expresar la necesidad de reaccionar ante la realidad, en el Cancionero todo se mueve en una dimensión ensoñadora sin distinción entre el autor y su creación.

9 Véase el poema 682 del Cancionero (p. 372) en elogio de este autor por quien el escritor vasco mostró también gran admiración.

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castellano/ [ ... ] andadura a paso llano'; mi jamelgo, verso de ocho») y, sobre todo, a la necesidad de identificar realidad y sueño para superar el drama de la muerte, según el ejemplo del «caballero sin fin de la Quimera» (<<va soñando don Quijote, / la tierra queda detrás»), se resumen en el poema 971. En él se resalta la humanidad lo espiritual del libro cervantino, expresada mediante un vocabulario en donde la luz recoge el mejor simbolismo de la tradición mística. Concebido en la Noche de la Mancha estrellada, en el camino de Santiago, y mecido por los «lirios estrellas»ll, el andante caballero heredó «la santa sinrazón». Para comprender el profundo valor de la locura y la luz en la interpretación de Don Quijote, y concretamente de este poema, hay que recordar un texto de 1922, «La bienaventuranza de don Quijote», en el que, tras fantasear sobre el encuentro de Cristo y el Caballero y reconocerse ambos como dos locosl 2 terminaba así: «Se le llenó de luz el cerebro al Caballero. Y vio toda su vida bañada en luz. Y al Cristo sobre una colina, al pie de un olivo, bañado en luz de un día de primavera, y oyó -era como si cantase el cielo- estas palabras: "¡Bienaventurados los locos porque ellos se hartarán de razón!"» [Unamuno, 1966-1968:VII, 1238-1939].

Para Unamuno, «La Madre del Libro» dio el más adecuado a cada nación yen el cervantino se contiene «la revelación» de nuestro pueblo. Las dos últimas estrofas resumen todo el significado diseminado en otros poemas, incluso utilizando los mismos términos, por otra parte sus preferidos (estrellas, pasión, ilusión, gloria, cuna), para identificar el paralelismo entre el hombre y el cosmos:

10 Con razón Luis F. Vivanco se refirió a «El mundo hecho hombre en el Cancionero de UnamunQ» [Vivanco, 1961: 361-386].

lI Lirios y estrellas constituían El Cristo de Ve!ázquez. Ver el capítulo XXVI titulado «Lirio» [Suárez, 1987a: 375].

12 Puede verse la estrecha relación de este poema con este escrito. En dicha fantasía Unamu­no coloca a don Quijote, ya después de muerto, ante Cristo y su encuentro llena de luz toda la vida del Caballero, después de reconocerse corno dos locos: «Hundió el Caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida, que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa gravedad el corazón. Queríasele éste saltar del pecho, al que se llevó las dos enjutas manos. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña. [ ... ] Se le apareció Jesucristo, el supremo juez, corno cuando fue ludibrio de las gentes. Y al Caballero, que corno buen cristiano viejo y a la española creía a pies juntillas que el Cristo era Dios, y había oído aquello de que quien a Dios ve se muere, se dijo: "Pues que veo a mi Dios ver­daderamente me he muerto". Y al saberse ya muerto, del todo muerto, perdió todo el temor y miró cara a cara. ojos a ojos, a Jesús. Y apenas vio sino una sonrisa melancólica. [ ... ] y lloraba, lloraba, lloraba. Sus lágrimas resbalaban por el hombro de Jesús. Y mezclábanse a las del que fue tenido por loco en su familia (San Marcos, 1lI, 21). Y los dos locos lloraban. Pasó sobre el alma del Caba­llero toda la pesadumbrosa visión de la pasión de su locura, y recordó, sobre todo. aquel momento en que a la vista de unas imágenes de talla pensó abandonar su vida de aventuras y dedicar a ganar el cielo. Pero ¿no le ganó acaso con sus locuras?» [Unamuno, 1966-1968: VII, 1238-1239].

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La Madre del Libro dio a España el Quijote, glorioso mote de Quijano el Bueno, el libro está lleno de locura de pura pasión, de pasión pura. La Madre del Libro, la Noche sagrada, la Mancha estrellada, la luna la cuna de eterna ilusión. (p. 468)

Si se tiene en cuenta el valor liberador de las estrellas en Unamuno, en las que buscaba «distracción y consuelo de lo que aquí pasa»13, y cómo había ido cargándose de connotaciones religiosas este signo, se puede ver cómo aquí es ya un símbolo cósmico completo: la Luna, convertida en madre, arrulla en su eternidad al hombre en un canto de cuna brizador que le hace olvidar el temor a la muerte o la realidad (tiempo) mientras vive en su sueño o ilusión. Desde el temprano poema de 1908, Aldebarán l4 en donde ya se apuntaba el carácter de eternidad de este «rubí encendido en la divina frente» hasta El Cristo de Velázquez en el que ya definitivamente se identifica el Cuerpo de Cristo con «el remanso en que se estancan! las luces de los siglos» y se preguntaba si no «¿No es tu esqueleto el rojo ese encendido/ vasto rosario de constelaciones?»15, Unamuno había ido profundizando en ese valor espiritual de las estrellas hasta convertirlas en los elementos afectivos trascendentes del Cancionero, con todo el sentido de eternidad que tenían para el autor.

A medida que avanza el poemario y se acentúan la melancolía y la soledad, por una parte, y la obsesión del sueño, por otra, Clavileño asume cada vez con más intensidad el símbolo de la ilusión hasta identificarse con la sombra de Cervantes, en quien se proyecta cada vez con más fuerza la progresiva desilusión de la realidad por parte de Unamuno. El poema 1207 (pp. 543-544) es un ejemplo de esa unidad entre personajes, Cervantes y él mismo como partícipes de la gran aventura interior:

Ensíllame a Clavileño, tierna sombra de Cervantes, voy a buscar los gigantes de las ínsulas del sueño.

13 Véase su escrito de 1923, «La Bocina y las tres Marías», en donde, como las nubes azori­nianas, representan el tiempo eterno [Suárez, 1987b: 17].

14 Incluido en Rimas de dentro (1923) [Suárez, 1987b: 93-97]. 15 Véase el capítulo XII de la segunda parte, elle/po [Suárez, 1987a: 409-10].

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Juntos en él cabalgaron don Quijote y Sancho Panza, sobre la misma esperanza juntos los dos se abrazaron. Juntos los dos, caballeros del leño, leño de cruz, vendados vieron la luz de los sueños verdaderos. V éndame a España la vista y ensíllame tu artilugio, vaya mi último refugio, vaya mi última conquista.

Esa última conquista, la de la eternidad, que revela también la propia desilusión unamuniana se manifiesta también en el poema 1253 (p. 1253) que puede aplicarse perfectamente a sí mismo, si tenemos en cuenta toda su trayectoria biográfica en relación sobre todo con el tema de España:

Fuese en busca de aventuras mi don Quijote, no siendo aventurero, así entiendo la raíz de sus amarguras. E hizo Dios para su gloria el mundo ¡vaya una historia!

El tema de la decadencia española, unido a su propia amargura personal, es evocado a partir del desenlace de obras literarias. En el poema 1313 (p. 577), tras citar a diferentes autores barrocos, termina marcando la afinidad entre el pasado y su presente con esta cita realmente pesimista:

Va agonizando don Quijote, sueña la muerte Segismundo, afánase el Buscón un mundo y un cacho de cielo de escote.

La lengua castellana resulta un gran alivio para su tristeza y en ella, como en sus primeras obras, vuelve a refugiarse como cuna de espíritu y de ensueños de España. El poema 1393 (pp. 602-603) así lo demuestra, y de nuevo don Quijote representa el verbo cristiano con el que el poeta se identifica:

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Rezaba en ti, mi lengua, don Quijote; hemos luchado hablando a Dios contigo, que Él, en pago, nos libre de este azote.

En ese declinar de Unamuno, la frase de don Quijote «Yo sé quién soy» deja de ser en los últimos poemas una afirmación de la personalidad para convertirse en motivo de reflexión ante la proximidad de la muerte (p. 739):

¡Yo sé quién soy! ¡Ay pobre don Quijote, caballero sin fin de la Quimera! y duerme Sancho, sin soñar, sereno, sordo y ciego en el goce de la siesta.

Sin embargo, como contrapunto positivo, cuando se refiere al «ángel que escoltó su carrera torturada»16 llevándole en sueños «al soñador divino» y cuando invoca a las estrellas 17

, en los últimos sonetos, no está lejos la imagen guiadora del Caballero que previamente había diseñado. El último poema del Cancionero, fechado tres días antes de su muerte, resulta un complejo juego dramático entre «morir soñando», «soñar la muerte» y «vivir el sueño» aplicado a sí mismo tras haber construido una imagen de sobrevida gracias a la obra de Cervantes. Si el propósito del Cancionero había sido la búsqueda de eternidad, como hizo con el mismo título el primer humanista europeo, y todo él es un canto íntimo de frontera entre su vida y muerte, su modelo vital no podía ser otro que el de Cervantes-don Quijote, idénticos «hombres de carne y sangre», como había expresado «En un lugar de la Mancha» [Unamuno, 1966-1968: IV, 1252]. Con ellos va recuperando sus ilusiones pasadas y se refugia en su ejemplo para atenuar el dolor de una vida que se apaga. El Cancionero, desde esta perspectiva, representa uno de los ejemplos finales de verdadero humanismo en nuestra historia literaria, y el más íntimo y personal a propósito de la obra de Cervantes. Cierra también todo un ciclo de literatura humanista que no creemos haya tenido continuidad en el siglo XX.

En este año del Centenario nos parecía oportuno recordar a quien ya hace precisamente un siglo, en la Vida de don Quijote y Sancho, comenzó a hilvanar toda una intrahistoria espiritual, vivida incluso con gran apasionamiento a partir de Cervantes y don Quijote. Desde entonces y hasta el final del Cancionero, coincidente con el fin de Unamuno, no solo fue para él un libro, un autor o unos

16 En el poema «Al cumplir mis setenta y dos años», fechado el 29 de septiembre de 1936 (p. 750).

17 Ver especialmente el poema 1750, inspirado en el poema Excelsior de Salvador Mirón [Suárez, 1988: 754].

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personajes, sino un elemento activo de fe y confianza en el ser humano y en Dios.

Bibliografía

GARCÍA BLANCO, Manuel [1969]: Introducción a Poesías de Unamuno, Obras completas, VI, Madrid, Escélicer.

SUÁREZ MlRAMÓN, Ana [1987a]: El Cristo de Velázquez, en Miguel de Unamuno. Poesía completa, 1, Madrid, Alianza Tres, pp. 351- 432.

- [1987b]: Teresa, en Miguel de Unamuno. Poesía completa, 2, Madrid, Alianza Tres, pp. 107-258.

- [1988]: Cancionero, en Miguel de Unamuno. Poesía completa, 3, Madrid, Alianza Tres.

- [1989]: Poesías sueltas de Unamuno, en Miguel de Unamuno. Poesía completa, 4, Madrid, Alianza Tres.

UNAMUNO, Miguel de [1966]: Obras completas, Madrid, Escélicer. Obras y artículos citados:

Tomo 1, pp. 85-185: «De mi país». Tomo 1, pp. 773-869: En torno al casticismo. Tomo 1, pp. 911-925: «El caballero de la triste figura». Tomo III, pp. 49-256: Vida de don Quijote y Sancho. Tomo VII, pp. 107-302: Del sentimiento trágico de la vida. Tomo VII, pp. 1191-1193: «Quijotismo». Tomo VII, pp. 1214-1216: «Sobre el quijotismo de Cervantes». Tomo VII, pp. 1238-1239: «La bienaventuranza de don Quijote». Tomo VII, pp. 1251-1253: «En un lugar de la Mancha». Tomo VIII, pp. 707-769: Cómo se hace una novela.

VIVANCO, Luis Felipe [1961]: «El mundo hecho hombre en el Cancionero de Unamuno», La torre, IX, n° 35-36 (julio-dic.), pp. 361-386.

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