El Hombre Que Vino Del Mar - Resumen

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EL HOMBRE QUE VINO DEL MAR Como cada día, se deslizó suavemente hacia el lugar donde los dos amantes habían compartido palabras, gestos y besos, pero la alcoba seguía tan fría como desde el momento en que el amante exhaló el último suspiro, el último canto de amor hacia la amada, el último adiós a quien había sido todo en su vida. Ella no quiso cerrar la puerta tras sus pasos; esperaba, celosa hasta del viento, que el alma de su amado quedara prendida en el cuarto donde habían sido tan felices, pero la evidencia de que el tiempo pasaba y no quedaba ni un fuego fatuo, ni si quiera una tibia llamarada de lo que había sido su amor desvanecía todas sus esperanzas de encontrar el espíritu del amado entre las sombras de las cobijas y de las mantas que habían contenido su aliento postrero. Allí no quedaban sino cenizas y polvo de estrellas, y un recuerdo que poco a poco, a medida que transcurrieran los meses y los años inmisericordes, se iría deshaciendo como el hielo del norte en los barcos transoceánicos. La amada, aunque incapaz de olvidar el dolor provocado por la ausencia de su amado, se dio cuenta por primera vez en semanas de que su Fez era la ciudad más hermosa del mundo: sus altas torres y sus minaretes, sus plácidas plazas y sus calles atiborradas de gentes de todas las nacionalidades y

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Como cada día, se deslizó suavemente hacia el lugar donde los dos amantes habían compartido palabras, gestos y besos, pero la alcoba seguía tan fría como desde el momento en que el amante exhaló el último suspiro, el último canto de amor hacia la amada, el último adiós a quien había sido todo en su vida.

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EL HOMBRE QUE VINO DEL MAR

Como cada día, se deslizó suavemente hacia el lugar donde los dos amantes habían compartido palabras, gestos y besos, pero la alcoba seguía tan fría como desde el momento en que el amante exhaló el último suspiro, el último canto de amor hacia la amada, el último adiós a quien había sido todo en su vida.

Ella no quiso cerrar la puerta tras sus pasos; esperaba, celosa hasta del viento, que el alma

de su amado quedara prendida en el cuarto donde habían sido tan felices, pero la evidencia

de que el tiempo pasaba y no quedaba ni un fuego fatuo, ni si quiera una tibia llamarada de

lo que había sido su amor desvanecía todas sus esperanzas de encontrar el espíritu del

amado entre las sombras de las cobijas y de las mantas que habían contenido su aliento

postrero. Allí no quedaban sino cenizas y polvo de estrellas, y un recuerdo que poco a poco,

a medida que transcurrieran los meses y los años inmisericordes, se iría deshaciendo como

el hielo del norte en los barcos transoceánicos.

La amada, aunque incapaz de olvidar el dolor provocado por la ausencia de su amado, se

dio cuenta por primera vez en semanas de que su Fez era la ciudad más hermosa del

mundo: sus altas torres y sus minaretes, sus plácidas plazas y sus calles atiborradas de

gentes de todas las nacionalidades y condiciones entraban diariamente en el balcón de la

muchacha, que se retorcía los dedos para contener las ganas de unirse a la fiesta: era una

viuda joven, entrada apenas en la treintena, de rostro diminuto y ojos de almendra,

cabellera oscura como el silencio y labios turbadores que, cuando sonreían, mostraban una

hilera de encantadores dientecillos que resplandecían al sol como astros diminutos. Desde

la balconada contemplaba a los peregrinos hacer sus abluciones antes de entrar en la

mezquita, y se descalzaba y ronroneaba y saltaba impulsándose como un gato sabio al

compás de aquellos desconocidos que la miraban atónitos, y se preguntaban de qué cielo

había salido aquella diosa que arrastraba sus pecadores corazones directamente hasta el

infierno.

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Salió de la casa envuelta en su sari tornasol, la faz oculta tras el grueso velo y, por última

vez en su vida, encaminó sus pasos hacia el puerto. Llevaba en las manos un ramo de rosas

rojas, y con pequeños pasos cubrió su ruta sin emitir un suspiro ni un reproche hacia el

hombre que la había amado tanto. Allí quedó anclada en la dársena unos instantes, y sin

esperar a que subieran todos los pasajeros del barco que guardaban cola desde hacía rato se

abrió paso entre la gente sin tener que recurrir al plebeyo acto de los empujones y de los

codazos, privilegio de la clase alta cuyas maneras y refinamiento eran reconocidas

enseguida por los seres corrientes, que se inclinaron inmediatamente al reconocer la

dignidad de tan alta señora. Una vez cómodamente instalada en la proa del velero, deslizó

su delicada carga floral por el casco, y el chasquido de los pétalos de rosa contra la espuma

de las olas provocó en la bella un leve mareo, un feliz estremecimiento, al sentir que la

presencia del amado la protegía en el único lugar que el hombre que la había desposado

había reconocido que había sido dichoso: el mar. Mientras las olas se tragaban los últimos

restos de las rosas, y una lágrima provocaba en ella el último remordimiento de quien ya no

ama con la intensidad del pasado, un último recuerdo llegó a su mente, consolándola y

confortándola por cuatro meses de soledad y de espera.

El amado había llegado del mar desde la lejana tierra de los antepasados de la joven, los

califas de Córdoba. Era enjuto y cetrino, de cuerpo fibroso, de movimientos precisos,

refinados y aristocráticos. El cabello oscuro se rizaba en una madeja imposible de peinar,

pero ella decidió domesticar la fiera de su pelo desde el primer día acariciando los bucles

azules con sus largos dedos mientras el marinero le contaba viejas leyendas de príncipes

Omeyas y de fuentes milagrosas de los patios de la Alhambra. Una de aquellas noches de

pasión y furtivos besos, el marinero de allende el horizonte le contó que era Abu Abdalah, a

quien todos llamaban Boabdil, “el chico”, el último descendiente de la dinastía de los

nazaríes de Granada, y que venía huyendo de sus obligaciones palaciegas y de un absurdo

matrimonio con una joven cuyo único encanto residía en que sabía tocar la cítara y cantar

jarchas en las zambras interminables de las noches del verano de la lejana Al-Andalus.

Intercambiándose la identidad con su hermano gemelo, Abdel-Asís, y caminó solo y

encorvado como un viejo, arropado por una pesada manta de arriero, vacías las alforjas y

lleno el espíritu del candor y de la esperanza que sólo poseen los que no tienen nada más

que su cuerpo en propiedad y por techo el firmamento, y se enroló en un mercante que

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cubría la ruta hacia el norte de África, henchido de sueños, al abrigo por fin de sus propios

medios y de sus propias fantasías para caminar por el mundo como un hijo del destino y no

como el heredero de un hombre perezoso y rico cuya dinastía estaba quebrándose en

pedazos. Contaba el amado que le preguntaron su nombre y su patria al montar en el barco,

y él contestó, con una breve sonrisa, que se llamaba Yusuf y que venía de Damasco. Desde

el momento en que la mentira quedó impresa en el papiro del embarco, Abu se sintió un

hombre libre y nuevo, y ni siquiera derramó una lágrima al contemplar las luces del puerto

dispuestas en hilera como un pelotón de luciérnagas dispuestas a cegarle la vista y con ello

el último recuerdo de esa tierra oscura que se tragaba el mar con rítmicos lengüetazos.

El agua todo lo devora, hasta el amor que un día parecía eterno. La joven amada, revuelto el

sari por el viento, ajado el rostro por un llanto inoportuno, contempló cómo el agua verde

deglutía, inmisericorde, las últimas y más bellas rosas del ramo que con sus propias manos

había preparado, igual que hiciera con el cuerpo de su amado cuando éste devolvió a la

tierra los últimos ecos de su triste vida. Con el gesto contrito, pero con más firmeza que

nunca, se dijo a sí misma que su marinero había definitivamente alcanzado la paz que no

había logrado en vida, y rezó la última plegaria de amor en honor de quien había sido su

más leal compañero. Cuando la proa del barco alcanzó la otra orilla, ella descendió

lentamente la pasarela, sin ayuda del capitán, y en cuanto sus delicados pies tocaron tierra

regresó a su palacete envuelto en bruma, último refugio de amor de dos corazones

solitarios.

El recuerdo del amante volvió, como un fantasma alado, a languidecer tímida y dulcemente

en los sueños de la hermosa, para contarle lo que un día en la balconada se atrevió por

primera y última vez en su vida el amado a confesar a ser humano alguno: allá lejos, en el

rojizo y pálido palacio andalusí, había conocido los deleites y los pesares del amor. Se

llamaba Soraya, y era gitana, tan bella como el rocío y de piel tan pálida como las llanuras

de la llorada Castilla. Vendía pan recién hecho en la puerta del alcázar, y el príncipe Abu

Abdalah se prendó de ella una mañana en que salía a hacer sus ejercicios a caballo junto al

maestro de equitación. El joven, turbado y enojado consigo mismo por su timidez, se

acercó al puestecillo de frescas viandas y la joven, tras hacerle la reverencia de rigor, le

ofreció un pastel de carne hecho con sus primorosas manos. El pupilo sólo tuvo tiempo para

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decirle: “Esta noche, en el pasadizo. A la salida de la luna. Te espero”. No pudo

concentrarse en todo el día en sus pesados ejercicios, y respondía a los lances de su maestro

con suma pericia pero con desdén y angustiosa intranquilidad a medida que se acercaba el

precioso momento de soledad con la gitana.

Su primera noche de amor, amor puro, hecho de bocas y de cálidos alientos perdidos y

encontrados, de cuerpos enlazados en la sombra y de dulces promesas nunca cumplidas

pero jamás olvidadas. Tras la tibieza de los abrazos y los goces deleitosamente

compartidos, Soraya la gitana cogió una de las manos del joven príncipe y le anunció, triste

y lacónicamente, que encontraría el verdadero amor allende los mares, que sería

terriblemente feliz e inmensamente desgraciado en su vida, y que no viviría más allá de los

treinta. Vaticinio que se cumplió, como todas las verdades reveladas por quien ama a aquel

cuyo corazón pertenece a otra persona.

De regreso al palacio, la joven amada se dejó mecer por la brisa de la mañana, y notó cómo

el bulto hinchado de su vientre se agitaba con pequeños movimientos rítmicos. Era el fruto

de la pasión de dos desconocidos que durante tantas lunas habían sido uno solo. Era el

último descendiente de la dinastía nazarita, que reclamaba para sí la vida que le faltaba a su

padre.

La guerra con los cristianos del norte no cesaba, y aquellos ejercicios a caballo fueron el

preludio a una batalla crucial para el destino de las tierras altas de los musulmanes. El joven

caudillo formaba escuadra junto con sus hermanos mayores y su tío Yusuf. El rey,

incapacitado por la gota y los ataques de erotismo senil, quedó en el palacio copulando

ruidosamente con las mujeres del harén, quienes, aunque en el fondo le despreciaban, no

tenían más remedio que someterse a los abyectos deseos de su esposo, un hombre fondón

cuya autoridad se desvanecía a medida que los vapores del alcohol iban haciendo mella en

su antes envidiable anatomía. Su hermano Yusuf, que aspiraba al trono, se hizo cargo del

funcionamiento del palacio mientras el rey se dedicaba a sus profanos deleites. Abu

Abdalah, hijo mayor del rey, adoraba a su tío y odiaba su padre a partes iguales, y cuando

la guerra se hizo inminente corrió al lado del gran Yusuf y con sus hombres apoyó

logísticamente a su tío, cortando la retirada a los cristianos, que se replegaron hacia la

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Meseta tras un brutal encuentro a orillas del Wadi Al-Quivir, el río cuyas aguas

ensangrentadas se convirtieron en temible frontera entre unos y otros.

Soraya había acompañado a Abu Abdalah y a su tropa como soldadera, pues conocía

muchas canciones y era divertida y alegraba sus corazones. Nunca permitió que la tocase

otro que no fuera el joven príncipe Abu Abdalah, y se ganaba la vida contando historias de

amores y desencuentros y leyendo las líneas de la mano a los incrédulos soldados que, más

por lástima que por otra cosa, pagaban a la gitana con algún que otro maravedí procedente

de la bolsa de algún cristiano caído en el campo de batalla.

La tierra de África tiene poder curativo, o eso es lo que dicen quienes a ella caminan en

sueños. El alma que se dirige hacia el alma amada tiene la mitad del trayecto recorrido, y el

joven Abu sentía que en la patria de sus primeros ancestros le esperaba el amor prometido

por Soraya entre lágrimas de celos, celos que se volvieron de hielo e hiel cuando Abu le

contó que estaba prometido con su prima Moraima, venida de Túnez para conocer a su

familia nazarita y que se casaría con ella cuando cambiara la luna. La joven gitana suplicó,

lloró, gritó, pero de nada sirvieron sus airadas protestas: Abu, como su tío Yusuf, era un

hombre de ley, y por tanto, la palabra que había dado estaba por encima del amor que sentía

por la panadera, por encima de la carne y de la sangre, y por encima incluso de sí mismo.

Pero cuando Abu vio el rostro de Moraima, en la intimidad de una zambra vespertina,

comprendió que no era ella la dueña de su corazón. A pesar de los esfuerzos de la

muchacha por llamar su atención a golpes de canto y cítara, Abu se retiró a sus

habitaciones, desde las que podía contemplar los últimos resplandores de las cenizas de la

guerra, y lloró amargamente sobre el pecho de Soraya. La gitana tomó el rostro de Abu en

sus manos, y le dijo serenamente: “No es ella, ciertamente. Has de caminar tú hacia la

amada, y dejarme aquí con mi amargura y mis reproches. Vete al puerto a través del

pasadizo, y huye. Sus brazos te esperan al otro lado del océano”.

Abu tomó consigo su cimitarra y el libro de versos que le regalara su tío Yusuf, y

desapareció tras el pasadizo con los labios aún conservando el calor del último beso de

Soraya. Vestido como un campesino pasó inadvertido ante la guardia real, y se fundió con

la vociferante multitud noctámbula del puerto de Granada.

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Cuando llegó a Fez, Abu no se sentía ni más triste ni más feliz que al principio de su viaje.

Sólo quería llegar hacia ella, encontrar a aquella que le había hecho huir de su lugar en la

Historia, de su puesto en la dinastía nazarita, de su responsabilidad como guerrero y como

hombre, y morir entre sus brazos, como así estaba escrito en las estrellas desde el principio

de los tiempos, antes de los hombres y del destino que los separa y los junta. Y, de repente,

junto a la dársena en la que chocaba el agua plomiza que le había traído hasta lejanas

tierras, la vio. Envuelta en un sari blanco, la cabellera abultada bajo el tupido velo, los ojos

echando chispas incandescentes, era una aparición espectral que le partió el corazón en

pedazos…Era ella, la deseada, la ansiada, la soñada, del esposo esposa, del amante amada,

la señora de sus pensamientos. La mujer miraba al mar como si esperara la llegada de

alguien muy querido, con melancolía teñida de nostalgia. Pero cuando sus ojos se

encontraron con los del príncipe, la sangre batió sus venas y saltó hacia su corazón como un

caballo desbocado, y un tenue desvanecimiento la hizo caer al suelo. Abu la tomó en sus

brazos y la llevó bajo la sombra de una palmera. Apenas tuvo tiempo de darle de beber

agua de coco y miel, porque en los ojos de la hermosa pudo leer las palabras mágicas que la

gitana había pronosticado: “Soy tuya”.

El camino hacia el palacete se hizo eterno. Abu sólo quería estar con ella, contemplarla,

hacerla feliz el tiempo que dura un beso, conocer su historia. Ella le dijo que era una

princesa abasí, y que había pasado toda su infancia en Egipto, al cuidado de sus tíos. Sus

padres, los sultanes de Fez, habían muerto, y cuando la joven cumplió los quince regresó a

la ciudad a estudiar en la Madrasa para convertirse en digna sucesora de sus progenitores y

poder desposarse algún día con algún noble caballero. Era rica, independiente y bella, no se

debía a nadie y sólo daba cuentas a Alá y a su conciencia, así que uno a uno fue

despreciando a todos los potentados que pretendían hacerla señora de su harén. Ella

esperaba a su propio príncipe, al que reconocería por llevar en sus ojos la marca del amor

verdadero, y no le importaba que su amado apareciese con la forma externa de un pobre

diablo. “Soy mendigo de tu amor”, le dijo Abu Abdalah a la joven mientras la desnudaba

lentamente y le besaba los hombros. Así comenzó el rosario de sus noches, que empezaban

con dos cuerpos desnudos y turgentes abrazados al unísono y terminaban con la aurora

repleta de historias con las que ambos fueron conociéndose mutuamente y reconociéndose

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uno en otro como dos ríos paralelos que finalmente confluyen en el mar de la vida, del

amor…y la muerte.

Casi a ciegas, la amada se deslizó escaleras arriba y volvió a la alcoba con la mano sobre el

vientre, anegado el vestido por la premura con la que su primogénito había decidido venir

al mundo. Con una voz enérgica llamó a sus sirvientas, que la desposeyeron del empapado

sari y la metieron en la cama. Fuera, tras las balconadas donde los dos amantes habían

contemplado los rayos lunares vestir sus cuerpos desnudos, los ángeles jugueteaban

alegremente, y sus alas rozaban por un leve segundo los visillos en las ventanas, levantando

regueros de polvo de estrellas y corrientes de aire fresco. La niña nació sin lágrimas, pues

ya su madre había derramado un torrente de ellas y no quedaba ni siquiera un resto para que

pudiera llorar la pequeña. “Última rama de las dinastías abasí y nazarita, hija sin padre,

bienvenida al dolor y al sufrimiento de la vida, a la que sin embargo te aferrarás y amarás

más que a ti misma”, susurró la joven a su hijita, la hija de Abu Abdalah, descendiente del

noble tronco de los musulmanes de Hispania, y que fue bautizada con el nombre de

Azahara, en honor a las frondosas huertas de fragantes limoneros y naranjos crecidos en la

tierra de su padre y de sus ancestros de allende el horizonte.

El amado murió entre sus brazos al conocer el triste sino de su estirpe. Una carta de su

hermano Abdel-Asís le contaba que la guerra había asolado lo poco que quedaba de Al-

Andalus, pereciendo en el oprobio y la vergüenza los restos de lo que había sido el

esplendoroso califato de Córdoba. Ni Yusuf ni sus valientes guerreros habían podido frenar

el incontenible avance de los cristianos, a quienes hubo que entregar Granada y con ella el

pasado y el futuro de las gentes que en Hispania adoraban a Alá y no tenían otro hogar ni

otro destino que el inminente destierro. Eso, o la conversión a unas creencias de las que

renegaban y a las que aborrecían con toda su alma de viejos musulmanes. Contaba el

hermano que la huida de “Abdel-Asís” había consternado a la madre del muchacho, que

había maldecido al hijo que se había quedado en Granada para gobernarla en medio del

caos, de la degradación moral del rey y del desánimo de Yusuf y de sus hombres. Rendida

Granada, entregada por un puñado de cláusulas engañosas, condenadas las gentes sencillas

a morir en tierra extranjera o a vivir en tierra propia adorando a un Dios que no era el suyo,

a la familia real no le quedó otra alternativa que marchar junto a sus súbditos a algún lugar

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perdido donde su nombre y su semilla fuera borrada para siempre. El día antes de partir,

ante los restos carbonizados del campo de batalla, la reina había dicho al falso Boabdil:

“Eres la vergüenza de mi familia y contigo muere el alma de Al-Andalus. Llora como

mujer lo que no has sabido defender como hombre”. Y el falso príncipe heredero lloró,

durante días, sin que ningún consuelo viniese en su ayuda. Sólo la idea de la muerte era

tentadora, la única salida digna. Pero Abdel Asís recordó que, allende el mar, en algún

lugar de África, su hermano, el verdadero Boabdil, vivía su amor junto a una muchacha,

ajeno a los problemas de palacio, tal y como le había contado en una carta secreta, sellada

en Fez sin fecha y dirigida al último vástago de la dinastía nazarita.

La amada no pudo contener la reacción de su amado al leer la carta de su hermano en

Hispania y conocer la noticia de que su reino tan amado ya no existía. La noticia le congeló

el pecho y su corazón, débil como un pajarillo desde que el joven era un niño, comenzó a

latir cada vez más lentamente, al tiempo que la angustia y la culpa le carcomían las fuerzas.

Formó con sus manos un haz, cubrió con ellas su rostro, y a sus manos las cubrió con su

llanto, irrefrenable, desbocado, entregándose a la pena y al desconsuelo. Las palabras

terribles de su madre se habían cumplido a pesar de la distancia.

El amado murió una mañana de octubre, a pesar de los cuidados de la joven, quien, segura

de su pericia para calmar el dolor del alma, nada pudo hacer por restaurar los añicos de la

de su amado, amante y amigo, que se fue del mundo de los vivos sin saber que había dejado

una estela de esperanza en el vientre de su esposa. No fue sino después de enterrar a su

amado cuando la joven pudo comprobar que estaba encinta. El dolor del amor se calmó con

la futura llegada de un nuevo ser a su palacio ahora tan frío y solitario, y en cuanto tuvo

fuerzas, volvió a abrir los balcones, a dejar entrever su rostro a los transeúntes, a demorarse

en los pequeños detalles que le hacían la vida más gustosa. Por eso al sentir los dolores del

parto, decidió asomarse a la calle para darse cuenta por primera vez en días de que su Fez

era la ciudad más hermosa del mundo, y de que la promesa de vida era el principio del

alivio de su luto, tan recatado y tan manso como el de un corderillo enfermo. Y así vestida,

con su sari tornasol, salió a las calles fragantes, ocultando en el seno hermosamente

hinchado de vida un gran ramo de rosas, y caminó hacia el puerto a depositar en el vientre

del mar un último regalo para su amado, que sólo había sido feliz en el corto trayecto en

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barco que le había llevado a su amada, imaginando cómo sería su larga vida juntos,

pensando en los nombres que daría a sus hijos, elucubrando el futuro de ambos lleno de

dicha, sueños que su corazón grande y bueno, cansado y roto por el dolor, había truncado

dejando de latir como el eco de una caracola herida. El rostro de Azahara, que era el rostro

de Abu Abdalah en diminuto, confirmaba, por fin, que la muerte no era la terminación de la

vida, sino que la vida comenzaba tras la muerte, que el hijo desafortunado del destino había

plantado la semilla de su propia creación hermosa, que al fin había dejado tras sus pasos

unos pasos, incipientes, balbucientes, llenos de ingenua inocencia, los de una niña,

Azahara, hija del hombre que vino del mar a coronar con sus besos y caricias los designios

del amor primero que una reina cristiana disfrazada de gitana celosa había pronosticado, sin

importarle que con sus malas artes provocaría la caída de un reino entero. Abu Abdalah

sería de la mujer ultramarina, pero ¡ah Granada!… Granada no sería de nadie más que de

ella, la artera, la fría, la arpía Isabel Primera de Castilla.

Cuentan las crónicas que Azahara creció tan hermosa y galana como una flor heráldica, y

que al cumplir los dieciocho, bajo las intrigas de su madre, que la hizo pasar por una

princesa cristiana, fue presa en Orán por el rey de Portugal, Sebastiaô, quien prendado de la

joven la desposó y la llevó consigo a la península. Del fruto de sus amores nació una niña, a

la que su madre, ironías del destino, puso por nombre Isabel. La bella Isabel, rubia como el

viento de Fez, de ojos azules como su padre y piel tostada como su madre, le robó el

corazón al nieto de la reina de España, un emperador alemán nacido en Gante, en el reino

de Holanda, Carlos, quien nunca llegó a saber que los nazaríes habían vuelto a recuperar

Granada, y con ella España y la mitad del mundo conocido.

La amada siguió viviendo por y para el recuerdo del amado, hasta que un buen día notó que

las alas de los ángeles llenaban su estancia de polvo de estrellas y aire fresco, y se entregó

al sueño eterno para caminar con el amado por las sombras del mundo de los muertos.

Cuando llegaron las sirvientas a la estancia de la señora de la casa, sobre la cama sólo

quedaba un ramo de rosas y las huellas de una lágrima reciente, mientras el mar traía el

antiguo eco de unos amores que habían trastornado al universo entero.