El fragmento escultórico

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EL FRAGMENTO Se entiende por fragmento a “toda aquella parte que compone un elemento superior y que fue voluntaria o involuntariamente separada del resto por determinada razón”. Si nos basamos en la idea de fragmento en referencia a su vertiente arqueológica, podríamos afirmar que el devastador paso del tiempo o la mala conservación de la pieza original propician la intervención de nuestra imaginación interpretativa. Así, la observación de un fragmento de una determinada obra de arte nos induce a cierta nostalgia por un lado y a la curiosidad por otro. Si queremos pues interpretar este tipo de piezas deberemos recurrir a los códigos de su emisión que, probablemente, no se encontrarán en su totalidad, debiendo recurrir pues a la conjetura. Es curioso analizar la diferente valoración de este tipo de piezas teniendo en cuenta el factor tiempo. De esta manera, la función estética que posee el fragmento de una pieza original se potencia supliendo, en cierto modo, la función originaria de dicho objeto en muchos casos. Es decir, la ausencia de función original, ya sea religiosa, práctica, etc…queda suplida por la función estética, que suponemos que inicialmente era una cuestión secundaria. Así pues, aunque la variación en los códigos de apreciación es un factor inevitable, siempre es indispensable tener en cuenta el código de su emisión para la comprensión y apreciación de su dimensión histórica. En referencia a estos códigos de apreciación, también cabe destacar que el observador actual añade un valor a lo observado, es el “valor de antigüedad”, que transporta al receptor a eras remotas, fascinantes y misteriosas, en parte por su desconocimiento. La visión de determinados artistas, como Picasso o Modigliani hacia el arte primitivo, también ha

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Breve trabajo de Cristina Valencia sobre el fragmento escultórico realizado para la asignatura de Escultura en Grado de Bellas Artes de CES Felipe II. Año 2011-2012.

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EL FRAGMENTO

Se entiende por fragmento a “toda aquella parte que compone un elemento superior y que fue voluntaria o involuntariamente separada del resto por determinada razón”.

Si nos basamos en la idea de fragmento en referencia a su vertiente arqueológica, podríamos afirmar que el devastador paso del tiempo o la mala conservación de la pieza original propician la intervención de nuestra imaginación interpretativa. Así, la observación de un fragmento de una determinada obra de arte nos induce a cierta nostalgia por un lado y a la curiosidad por otro. Si queremos pues interpretar este tipo de piezas deberemos recurrir a los códigos de su emisión que, probablemente, no se encontrarán en su totalidad, debiendo recurrir pues a la conjetura.

Es curioso analizar la diferente valoración de este tipo de piezas teniendo en cuenta el factor tiempo. De esta manera, la función estética que posee el fragmento de una pieza original se potencia supliendo, en cierto modo, la función originaria de dicho objeto en muchos casos. Es decir, la ausencia de función original, ya sea religiosa, práctica, etc…queda suplida por la función estética, que suponemos que inicialmente era una cuestión secundaria. Así pues, aunque la variación en los códigos de apreciación es un factor inevitable, siempre es indispensable tener en cuenta el código de su emisión para la comprensión y apreciación de su dimensión histórica. En referencia a estos códigos de apreciación, también cabe destacar que el observador actual añade un valor a lo observado, es el “valor de antigüedad”, que transporta al receptor a eras remotas, fascinantes y misteriosas, en parte por su desconocimiento. La visión de determinados artistas, como Picasso o Modigliani hacia el arte primitivo, también ha influido en una creciente admiración por el arte de tiempos pasados.

La belleza de lo desconocido por el deterioro del tiempo puede incluso prevalecer sobre la belleza que ha sobrevivido. Puede darse esa misma apreciación en el caso de las obras de arte configuradas como fragmentos en sí. Es la belleza de lo “inacabado”, la evocación de épocas pasadas, el concepto de deterioro y del inevitable paso del tiempo, la esencia de un todo ahora incompleto, el anhelo de lo ausente. El deseo por lo que no existe puede estimular la imaginación y la inteligencia reconstructora.

Fue Rodin (París, 1840- Meudon, 1917), denominado “el moderno”, quien realizó las primeras esculturas en las que el fragmento constituía la pieza en sí. Consideradas en ocasiones como obras inacabadas encontramos “El hombre de la nariz rota”, “El hombre que camina” o “Torso”.

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Influencia para otros muchos artistas como Hoetger, Lembruck, Casanovas, Clará, Gargallo, González, Picasso o Brancussi, Rodin inició la representación “tortuosa” del cuerpo y dejó de lado el concepto de éste como unidad. Fueron apareciendo desde entonces representaciones parciales del cuerpo y sus órganos por separado, sobretodo sexuales, a los que Deleuze y Guattari los llamarán “máquinas deseantes”.

Actualmente y en referencia a la manifestación de la idea del yo fragmentado es inevitable recurrir a la visión siniestra que infieren varios autores del S. XX a sus obras. Hans Bellmer y sus muñecas, George Bataille o Artaud quieren contradecir el arquetipo narcisista generado por los medios de comunicación destacando la parte dolorosa y temporal del cuerpo, que llega por último a la muerte.

Este tipo de representaciones del cuerpo se hacen más radicales, si cabe, en los años 80 cuando, ante la aparición del SIDA, autores como Cindy Sherman, Nauman o Gober plasman la idea de cuerpo precario, perecedero, temporal y decrépito.

Los fragmentos de cuerpos sesgados o mutilados nos remiten a la idea de piezas intercambiables. Los avances tecnológicos conforman, a parte de una nueva subjetividad, la idea de que el cuerpo ha dejado de ser algo natural. Prótesis, implantes o injertos rediseñan el cuerpo humano y lo diseccionan, alimentando la visión de fragmentación y de pérdida de la identidad.

Así pues, comprobamos que la representación de fragmentos como piezas acabadas es una tendencia que ha llegado y evolucionado desde ese “Hombre de la nariz rota” de 1864, hasta nuestros días.

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EL TORSO

Bajo la etiqueta de fragmento nos encontramos con la pieza que presentamos: el torso.

La representación del cuerpo humano ha sido una constante desde tiempos inmemoriales. Dicha representación ha sufrido cambios radicales tanto en su forma como en su finalidad. Así, encontramos en el arte egipcio figuras rígidas, de formas casi geométricas, sin individualidad en la mayoría de ocasiones. Posteriormente, en la antigua Grecia, la representación de los Dioses obligaba a recrear cuerpos prácticamente perfectos, de proporciones precisas y gran belleza estética. Roma se encargó de plasmar cuerpos más orgánicos y rostros personificados. En la Edad Media el arte era prácticamente una cuestión eclesiástica, de fines religiosos, y cuya representación figurativa podía considerarse como símbolo. El Renacimiento vuelve a la antigüedad clásica abandonando la visión teológica. Ésta es sustituida por una totalmente antropocéntrica, potenciada, entre otras cosas, por los estudios de anatomía que se iniciaron en ese periodo. El canon de belleza se ajusta a la belleza humana. En la Modernidad prima lo que el espectador siente ante una obra de arte, algo intransferible e incomunicable, y para ello rompe con la representación naturalista del cuerpo humano para adoptar visiones más personales, empleando diversidad de formas, colores, símbolos, etc…

Hoy en día parecen no existir límites ni reglas estrictas para las representaciones. Cierto es que el concepto o idea a transmitir a cobrado importancia en relación a tiempos anteriores, y que las formas con las que el arte cuenta para ello son infinitas. Así podemos encontrar tanto representaciones de cuerpos realistas como simbólicas, abstractas, compuestas por elementos cotidianos, multidisciplinares y un sinfín de variedades más.

El torso que presentamos se centra en la idea mencionada anteriormente de cuerpo sujeto a la temporalidad. Sin embargo, no es el simple paso del tiempo lo que queda reflejado en esta pieza, sino las huellas emocionales que las vivencias personales experimentadas van dejando en dicha carcasa. Todos estos “estigmas” modelan con el paso del tiempo la personalidad de un individuo de manera irremediable. Experiencias comunes en el género humano, pero únicas al mismo tiempo, que dan forma a una identidad remitiéndonos a la idea mencionada del “yo” fragmentado. El vacío y la pérdida de determinados aspectos con los que nacemos configuran esta pieza.

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