El Evangelio que hemos escuchado nos dice que Jesús...

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¡Venga tu Reino! ESTRATEGIAS DIDÁCTICAS PARA TEMA 3. LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN OBJETIVO: Poner a disposición de los coordinadores de formación, responsables de equipo y encargados de la formación y la mística de los miembros del Regnum Christi, diversos subsidios para que puedan organizar, en sus equipos y centros, actividades didácticas en relación al tema 3 propuesto por la Comisión para la revisión de los estatutos del Regnum Christi para la primera etapa del proceso de renovación. PREMISA: CONTENIDO: 1. Power Point con objetivos y sinopsis del tema 3. 2. Cuestionario de asimilación para la reflexión en equipo. 3. Dinámicas: a. ¿Qué dice el Papa Francisco sobre la Iglesia? b. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? c. Acróstico: Comunión d. Línea de tiempo: mi vida en la Iglesia. e. Martón/Jeopardy/Competencia por equipo, cuestionario respuesta corta, etc. Centro de Recursos del Regnum Christi www.missionkits.org [email protected]

Transcript of El Evangelio que hemos escuchado nos dice que Jesús...

¡Venga tu Reino!

ESTRATEGIAS DIDÁCTICAS PARA

TEMA 3. LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN

OBJETIVO: Poner a disposición de los coordinadores de formación, responsables de equipo y encargados de la formación y la mística de los miembros del Regnum Christi, diversos subsidios para que puedan organizar, en sus equipos y centros, actividades didácticas en relación al tema 3 propuesto por la Comisión para la revisión de los estatutos del Regnum Christi para la primera etapa del proceso de renovación.

PREMISA:

CONTENIDO:1. Power Point con objetivos y sinopsis del tema 3.

2. Cuestionario de asimilación para la reflexión en equipo.

3. Dinámicas:

a. ¿Qué dice el Papa Francisco sobre la Iglesia? b. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? c. Acróstico: Comunión d. Línea de tiempo: mi vida en la Iglesia. e. Martón/Jeopardy/Competencia por equipo, cuestionario respuesta corta, etc.

4. Cuestionario opción múltiple para retroalimentación . No es para evaluar.

5. Apoyos visuales y sugerencias para la ambientación.

6. Lecturas recomendadas.

Anexo: Tema 3 El apostolado de los laicos. Documento Comisión General.

* Preguntas o solicitudes sobre el proceso de revisión, favor de comunicarse a: DT Mty: [email protected] o DT Mx: [email protected]

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1. Power Point con sinopsis del tema 2.

Enlace: Presentación Power Point Sinopsis Tema 2 1

Sugerencias: El block de notas de la presentación incluye el texto íntegro del tema 3. La presentación se ofrece en un formato modificable para que de acuerdo al

tiempo disponible, la actividad y el auditorio a quien va dirigido, se hagan las adaptaciones necesarias.

Si se utiliza como apoyo visual para una exposición del tema, se recomienda eliminar texto de las diapositivas.

Se puede enviar previamente a los participantes de una actividad presencial. Se puede enviar a los responsables de equipo para que se reflexione por

apartados, o como apoyo visual para una actividad en el equipo.

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1 Si no le funciona el hipervínculo:https://www.dropbox.com/s/jpsiqafij062efi/2%20El%20apostolado%20de%20los%20laicos.pptx?dl=0

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2. Cuestionario de asimilación para la reflexión en equipo.El cuestionario lo puede descargar dando un click aquí.

Sugerencias: De acuerdo al auditorio y tiempo disponible este cuestionario puede servir para

organizar un panel de discusión, mesas redondas, etc. El archivo con las preguntas está en formato modificable para que se puedan

hacer las adecuaciones pertinentes. Seleccionar las preguntas adecuadas a la actividad previa que se haya tenido.

También se podrían usar para introducir el tema. Seleccionar algunas de las preguntas para sacar un breve cuestionario para la

reflexión personal que se puede dar al final de una actividad presencial. Adecuando la redacción de algunas de las preguntas, se pueden poner en las

pantallas, en los salones o en la varianda de los centros.

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3. Dinámicas.

Como lo ilustra la imagen al inicio, entre más participativos sean los medios que se propongan, mayor será la comprensión y relación del tema con la vida personal.

Partiendo de la premisa que las actividades no tendrán éxito si no se acompañan con la debida motivación, explicación y factores que llamen la atención, a continuación se anotan algunas sugerencias, confiando en que su creatividad ideará otras mejores, que esperamos nos compartan.

Sugerencias:

a. ¿Qué dice el Papa Francisco sobre la Iglesia? Se anexan 10 pensamientos breves del Papa Francisco sobre la Iglesia. Se pueden usar para la reflexión en los equipos, como complemento en

alguna actividad, para incluirse en el boletín de la sección, para pedir que en base a la idea del pensamiento se elabore un breve ensayo, una presentación o un video clip para compartir en las redes sociales.

b. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? Dividir a los participantes en equipos. A cada equipo se le da uno de los siguientes conceptos:

Unidad en la diversidad. Complementariedad y corresponsabilidad. Comunión y misión.

Reflexionarán sobre lo que les tocó para que definan tres ejemplos de la vida cotidiana que ilustren la aplicación que tienen estos conceptos.

En una puesta en común presentar las aportaciones de cada equipo. Hay muchas actividades grupales o video clips sobre estos conceptos con

las que, dependiendo del grupo y del tiempo disponible, se puede enriquecer la actividad. Por citar un ejemplo: se divide el grupo en filas de X participantes, entre cada persona de cada fila se pone un globo. Se señala el camino que deben recorrer. (10 a 20 metros). La fila que llegue primero, gana. Para lograrlo todos deben caminar al mismo tiempo, guardar la distancia correcta, etc. Después de la actividad se reflexiona sobre la unidad, etc.

c. Acróstico: Comunión En base al tema, por equipo o en forma individual, elaborar un acróstico con

la palabra comunión.

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¡Venga tu Reino! Presentarlo al grupo junto con un dibujo o imagen que aporte una idea de

cómo contribuir a la comunión: en la propia familia y en mi equipo del Regnum Christi.

d. Línea de tiempo: mi vida en la Iglesia. Como una dinámica de inicio de una actividad en grupo, se pedirá esta

actividad individual. Elaborar una línea de tiempo que presente la vida del participante en relación

con la Iglesia, desde que nació hasta el día presente, en cuanto a cómo ha vivido su pertenencia, en cómo ha sido su experiencia: qué ha marcado, para bien o para mal esta relación.

Dar 5 minutos para la elaboración. Pedir algunos voluntarios que presenten su línea de tiempo al grupo. El moderador debe mencionar que la incorporación al Regnum Christi debe

estar en la línea de tiempo porque el Movimiento esta en, por y para la Iglesia.

e. Martón/Jeopardy/Competencia por equipo, etc. Este tipo de actividades despiertan la emoción y la participación,

especialmente recomendables para grupos de jóvenes. Hay 30 preguntas de respuesta corta en este enlace. Seleccione, dependiendo del tipo de actividad, tiempo y auditorio, las más

convenientes. Es importante que la actividad no ocupe todo el tiempo disponible y que, una

vez terminado el juego o competencia, haya un tiempo para intercambiar ideas sobre lo que la actividad les dejó, así como para proponer un propósito o acción.

Otro uso de estas preguntas breves: Después de una exposición de un tema, es muy recomendable “refrescar” el factor de la atención poniendo alguna de estas actividades, en una modalidad que ocupe sólo de 5 a 10 minutos.

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4. Cuestionario opción múltiple para retroalimentación en una de las actividades. Enlace a preguntas: Retroalimentación tema 3Enlace al listado de respuestas correctas.Enlace a la retroalimentación de las diversas respuestas. Sugerencias: El archivo ofrece 30 preguntas con 4 opciones de respuesta cada una. Es

modificable para adaptarse al auditorio y tiempo disponible. Esta herramienta NO tiene el objetivo de “evaluar” o medir el nivel de

comprensión de la temática. Es un recurso que se sugiere usar como complemento de otra actividad.

Algunos ejemplos de aplicación: al final de una plática, como una autoevaluación para completar la reflexión del tema, como “tarea” para la siguiente reunión, como medio para un trabajo de reflexión en equipo, etc.

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5. Apoyos visuales y sugerencias para la ambientaciónListado de videoclips relacionados con el tema 3. Enlace: Apoyos visuales

Sugerencias: El apoyo visual es un factor importante para llamar la atención a los

participantes. Al inicio o a mediación de una actividad, proyectar un video clip ya que favorece a lograr un buen ambiente.

Cuando se tenga planeado proyectarlo, tener con anterioridad todo dispuesto: conexiones, pantalla, micrófono… para que no se pierda tiempo ni se distraiga en otros asuntos a los participantes.

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6. Lecturas recomendadas. Compilación de las lecturas recomendadas.

Sugerencias: Se pueden distribuir las lecturas entre los miembros del equipo, establecer una

fecha en la que cada uno tendrá que aportar una sinopsis, en 5-10 minutos, sobre la lectura.

Hacer un calendario para que, por semana, se vaya cubriendo una lectura. Se solicitará un voluntario para presentar la sinopsis al resto del equipo.

El responsable del equipo puede presentar la sinopsis de una lectura, por semana/mes, invitando a todos hacer su programa de lectura.

Poner en el centro una gráfica atractiva y motivante donde se señalará las lecturas que se han reflexionado en equipo.

Organizar un “club de lectura”, donde los participantes presentarán sinopsis de las lecturas realizadas. El moderador implementará alguna dinámica para apoyar la reflexión y aplicación a la vida de la lectura comentada.

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PREGUNTAS DE ASIMILACIÓN PARA LA REFLEXIÓN EN EQUIPO2

1. ¿Cómo entendía este concepto hasta antes de leer este subsidio y cómo lo entiendo ahora? ¿En qué me ha enriquecido?

2. ¿Qué entiendo por “comunión”? ¿Qué entiendo por “eclesiología de la comunión”? ¿Qué entiendo por “espiritualidad de la comunión”?

3. ¿Cómo podemos crecer en la comunión para que no la reduzcamos a meras cosas organizativas o jurídicas?

4. Novo millennio ineunte habla de “espacios de comunión”, ¿cuáles espacios identificaría en la vida del Regnum Christi? ¿Cómo podríamos aprovecharlos mejor?

5. Respecto de la vida del Regnum Christi en la Iglesia, ¿cómo debemos vivir nuestra inserción en la Iglesia local a la luz de la eclesiología de la comunión?

6. ¿Qué significa para mí que debe haber unidad en la diversidad? ¿Cómo se aplica esto en la vida del Movimiento (ramas del Regnum Christi, secciones, obras de apostolado, etc.)?

7. La exhortación apostólica Vita consecrata habla de la espiritualidad de comunión como un modo de pensar, decir y obrar, ¿cómo podemos potenciarla en los equipos, secciones, localidades y territorios?

8. Sabemos que la Iglesia no debe estar replegada sobre sí misma, sino ser misionera. ¿Nuestra sección es una comunidad en misión?

9. ¿La espiritualidad de comunión me motiva a invitar a otros al Movimiento?

10. Leer Novo millennio ineunte 43. Si tuviese que elegir una sola frase de este texto, ¿con cuál me quedaría?

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2 Incluidas en el documento de la Comisión de Estatutos en el tema 1.

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¿QUÉ DICE EL PAPA FRANCISCO SOBRE LA IGLESIA?

1. NOSOTROS SOMOS LA IGLESIA 2. ¿CUÁL ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA? 3. DIOS NOS CONVOCA. 4. LA FUERZA DE LA IGLESIA: LA ORACIÓN 5. IGLESIA MISIONERA 6. ELEGIDOS 7. ALEGRÍA Y VALENTÍA DE SER DISCÍPULO 8. SOMOS HIJOS DE LA IGLESIA 9. REDESCUBRIR EL VALOR DE NUESTRO BAUTISMO 10. SIN LA IGLESIA, JESUCRISTO QUEDA REDUCIDO A UNA IDEA, UNA MORAL,

UN SENTIMIENTO

NOSOTROS SOMOS LA IGLESIA

No somos nosotros quienes «damos una casa a Dios», sino que es Dios mismo quien «construye su casa» para venir a habitar entre nosotros, como escribe san Juan en su Evangelio (cf. 1, 14). Cristo es el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no de piedras materiales, sino de «piedras vivientes», que somos nosotros. El Apóstol Pablo dice a los cristianos de Éfeso: «Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantado hasta formar un templo consagrado al Señor. Por Él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu» (Ef 2, 20-22). ¡Esto es algo bello! Nosotros somos las piedras vivas del edificio de Dios, unidas profundamente a Cristo, que es la piedra de sustentación, y también de sustentación entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el templo somos nosotros, nosotros somos la Iglesia viviente, el templo viviente, y cuando estamos juntos entre nosotros está también el Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. Nosotros no estamos aislados, sino que somos pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia! (Papa Francisco, 26 de junio de 2013)

¿CUÁL ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA?

Hoy celebramos la Jornada Mundial Misionera. ¿Cuál es la misión de la Iglesia? Difundir en el mundo la llama de la fe, que Jesús ha encendido en el mundo: la fe en Dios que es Padre, Amor, Misericordia. El método de la misión cristiana no es el proselitismo, sino el de la llama compartida que calienta el alma. Doy gracias a todos los que con la oración y la ayuda concreta apoyan la obra misionera, en particular la preocupación del obispo de Roma para la difusión del Evangelio. En esta Jornada estamos cerca a todos los misioneros y las misioneras, que trabajan mucho sin hacer ruido y dan la vida.(Papa Francisco, 20 de octubre de 2013)

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¡Venga tu Reino!DIOS NOS CONVOCA.

La Iglesia nace del deseo de Dios de llamar a todos los hombres a la comunión con Él, a su amistad, es más, a participar como sus hijos en su propia vida divina. La palabra misma «Iglesia», del griego ekklesia, significa «convocación»: Dios nos convoca, nos impulsa a salir del individualismo, de la tendencia a encerrarse en uno mismo, y nos llama a formar parte de su familia. Y esta llamada tiene su origen en la creación misma. Dios nos ha creado para que vivamos en una relación de profunda amistad con Él, y aun cuando el pecado ha roto esta relación con Él, con los demás y con la creación, Dios no nos ha abandonado. Toda la historia de la salvación es la historia de Dios que busca al hombre, le ofrece su amor, le acoge. (Papa Francisco, 29 de mayo de 2013)

LA FUERZA DE LA IGLESIA: LA ORACIÓN

Jesús reza, Jesús llama, Jesús elige, Jesús envía a sus discípulos, Jesús sana la multitud. Dentro de este templo, Jesús que es la piedra angular hace todo este trabajo: es Él quien lleva a la Iglesia adelante así. Como decía Pablo, esta Iglesia está edificada sobre el fundamento de los apóstoles. Los que Él ha elegido, aquí: eligió dice. Todos pecadores, todos. Judas no era el más pecador: no sé quién era el más pecador… Judas, pobrecillo, es el que se ha cerrado al amor y por esto se convirtió en traidor. Pero todos escaparon en el difícil momento de la Pasión y dejaron solo a Jesús. Todos son pecadores. Pero Él, elige.Jesús nos quiere “dentro” de la Iglesia no como huéspedes o extranjeros, sino con el derecho de un ciudadano porque en la Iglesia no estamos de paso, estamos enraizados ahí. Nuestra vida está ahí.Si nosotros no entramos en este templo y hacemos parte de esta construcción para que el Espíritu Santo habite en nosotros, nosotros no estamos en la Iglesia. Nosotros estamos en la puerta y miramos: ‘Pero, qué bonito…, sí, esto es bonito…’ Cristianos que no van más allá de la recepción de la Iglesia: están allí, en la puerta… ‘Pero sí, soy católico, sí, pero demasiado no… así…’”.Esta actitud no tiene sentido respecto al amor y la misericordia total que Jesús siente por cada persona. La demostración está en la actitud de Cristo respecto a Pedro, que puso a la cabeza de la Iglesia. Y si bien la primera de las columnas traicionó a Jesús, Él responde con el perdón y le mantiene en su puesto.

A Jesús no le importó el pecado de Pedro: buscaba el corazón. Pero para encontrar este corazón y para sanarlo, rezó. Jesús que reza y Jesús que sana, también por cada uno de nosotros. Nosotros no podemos entender a la Iglesia sin este Jesús que reza y este Jesús que sana. Que el Espíritu Santo nos haga entender, a todos nosotros, esta Iglesia que tiene la fuerza en la oración de Jesús por nosotros y que es capaz de sanarnos, a todos nosotros. (Cf. S.S. Francisco, 28 de octubre de 2014, homilía en Santa Marta).

IGLESIA MISIONERA

El Evangelio que hemos escuchado nos dice que Jesús, además de llamar a los Doce Apóstoles, llamó a otros setenta y dos discípulos y los envió a anunciar el Reino de Dios en los pueblos y ciudades. Él vino a traer al mundo el amor de Dios y quiere que se difunda por medio de la comunión y de la fraternidad. Por eso constituyó enseguida una comunidad de discípulos, una comunidad misionera, y los preparó para la misión, para “ir”. El método misionero es claro y

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¡Venga tu Reino!sencillo: los discípulos van a las casas y su anuncio comienza con un saludo lleno de significado: «Paz a esta casa». No es sólo un saludo, es también un don: la paz. […] En la misión de los setenta y dos discípulos se refleja la experiencia misionera de la comunidad cristiana de todos los tiempos: El Señor resucitado y vivo envía no sólo a los Doce, sino también a toda la Iglesia, envía a todo bautizado a anunciar el Evangelio a todos los pueblos. […]Que todos se sientan llamados a comprometerse generosamente en el anuncio del Evangelio y en el testimonio de la caridad; a reforzar los vínculos de solidaridad para promover condiciones de vida más justas y fraternas para todos. Hoy he venido para agradecerles su testimonio y también para animarlos a que se esfuercen para que crezca la esperanza dentro de ustedes y a su alrededor. No se olviden del águila. El águila no olvida el nido, pero vuela alto. ¡Vuelen alto! ¡Suban! He venido para animarles a involucrar a las nuevas generaciones; a nutrirse asiduamente de la Palabra de Dios abriendo sus corazones a Cristo, al Evangelio, al encuentro con Dios, al encuentro entre ustedes como ya hacen: a través de este encontrarse dan un testimonio a toda Europa. (Papa Francisco, 21 de septiembre de 2014)

ELEGIDOS

Después de la oración, Jesús elige a los doce Apóstoles y dice claramente: “No han sido ustedes los que me han elegido a mí. ¡Soy yo quien los ha elegido a ustedes!”.“¡Yo soy elegido, yo soy una elección del Señor! En el día del bautismo Él me ha elegido’. Y Pablo, pensando en esto decía: 'Él me eligió a mí, desde el seno de mi madre'”. Por tanto, nosotros los cristianos, hemos sido elegidos: “Él, en la lista, no tiene a nadie importante, entrecomillas, según los criterios del mundo: es gente común. Hay gente común. Pero que tienen una cosa, sí, y hay que subrayarlo, que todos son pecadores. Jesús ha elegido a los pecadores. Elige a los pecadores”.

Ésta es la acusación que le hacen los doctores de la ley, los escribas: ‘Este va a comer con los pecadores, habla con las prostitutas’. ¡Jesús nos llama a todos! ¿Recordamos la parábola de las bodas del hijo: cuando los invitados no fueron? ¿Qué hizo el dueño de casa? Ha enviado a sus siervos: ‘¡Vayan y traigan a todos a casa! Buenos y malos’, dice el Evangelio. ¡Jesús ha elegido a todos!”. También eligió a Judas Iscariote, precisó el Papa, “que se convirtió en el traidor… El pecador más grande. Pero fue elegido por Jesús”. (Papa Francisco, 9 de septiembre de 2014)

ALEGRÍA Y VALENTÍA DE SER DISCÍPULO

Dice el Evangelio que estos setenta y dos regresaron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza para vencer al maligno. Pero agrega: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10, 20). No debemos gloriarnos como si fuésemos nosotros los protagonistas: el protagonista es uno solo, ¡es el Señor! Protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus discípulos, sus amigos. Que la Virgen nos ayude a ser buenos obreros del Evangelio.

Queridos amigos, ¡la alegría! No tengáis miedo de ser alegres. No tengáis miedo a la alegría. La alegría que nos da el Señor cuando lo dejamos entrar en nuestra vida, dejemos que Él entre en nuestra vida y nos invite a salir de nosotros a las periferias de la vida y anunciar el Evangelio. No tengáis miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía! (Papa Francisco, 7 de julio de 2013)

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SOMOS HIJOS DE LA IGLESIA

Las madres transmiten muchas veces también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que un niño aprende, está escrito el valor de la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin tantas explicaciones: estas llegarán después, pero la semilla de la fe está en aquellos primeros y preciosísimos instantes.

Sin las madres, no solamente no habrían nuevos fieles, pero la fe perdería buena parte de su calor simple y profundo. Y la Iglesia es madre, con todo esto, es nuestra madre. Nosotros no somos huérfanos, tenemos madre: la Virgen, la Iglesia y nuestra madre. Somos hijos de la Iglesia, somos hijo de la Virgen y somos hijos de nuestras madres.

Queridas mamás, gracias, gracias por lo que son en las familias y por lo que dan a la Iglesia y al mundo. Y a ti amada Iglesia gracias, gracias por ser madre; y a tí María madre de Dios, gracias por hacernos ver a Jesús. Y a todas las mamás aquí presentes les saludamos con un aplauso». (Papa Francisco, 7 de enero de 2015)

REDESCUBRIR EL VALOR DE NUESTRO BAUTISMO

Al inicio de un nuevo año nos hace bien recordar el día de nuestro Bautismo: redescubramos el regalo recibido en aquel Sacramento que nos ha regenerado a la vida nueva: la vida divina. Y esto a través de la Madre Iglesia, que tiene como modelo a la Madre María. Gracias al Bautismo hemos sido introducidos en la comunión con Dios y ya no estamos a merced del mal y del pecado, sino que recibimos el amor, la ternura, la misericordia del Padre celestial. Os pregunto nuevamente: ¿Quién de vosotros recuerda el día en que ha sido bautizado, recuerda la fecha de su bautismo? ¿Quién de vosotros la recuerda? Levantad la mano. ¡Hay muchos, pero no demasiados! Para quienes no la recuerdan les daré una tarea para hacer en casa. Buscar esa fecha y custodiarla bien en el corazón. También podéis pedir ayuda a los padres, al padrino, a la madrina, a los tíos, a los abuelos… Pero, ¿qué día he sido bautizado? ¡Ese es un día de fiesta! Recordad o buscad la fecha de vuestro Bautismo, será muy hermoso para agradecer a Dios por el don del Bautismo. (Papa Francisco, 1 de enero de 2015)

SIN LA IGLESIA, JESUCRISTO QUEDA REDUCIDO A UNA IDEA, UNA MORAL, UN SENTIMIENTO

Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María van siempre juntas, y no se puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf. Exhort. ap. N. Evangelii nuntiandi, 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.). En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy:

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¡Venga tu Reino!«Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos.

Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad. Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.

Queridos hermanos y hermanas, Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente, modelo de la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos. (Papa Francisco, 1 de enero de 2015)

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Listado de preguntas cortas para organizar un maratón, un jeopardy, una competencia por equipo, etc.

Tema 3: La Iglesia como misterio de comunión

1. De acuerdo a la Novo millennio ineunte, ¿qué encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia?R. La comunión.

2. La imagen más generalizada entre los católicos para expresar el misterio de la Iglesia, antes del Concilio Vaticano II era:R. El Cuerpo místico de Cristo.

3. La imagen más usada para expresar el misterio de la Iglesia después del Concilio Vaticano II era:R. Pueblo de Dios.

4. La imagen más generalizada en nuestros días para expresar el misterio de la Iglesia, es:R. Comunión eclesial.

5. Cierto o falso. Todos los miembros de la Iglesia tienen una misma dignidad por razón del bautismo.R. Cierto.

6. La «fuente y cima de toda la vida cristiana» es:R. La Eucaristía.

7. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, de Vaticano II, es la Lumen Gentium o la Gaudium et SpesR. La Lumen Gentium.

8. Menciona 3 de las analogías o nociones referentes a la Iglesia. R. Pueblo de Dios, Cuerpo místico de Cristo, Sacramento universal de salvación, La vid y los sarmientos, Comunión eclesial. (con poner 3 está correcta)

9. La participación en el amor que une con Dios y con los demás, la comunión de los santos, comunión de vida, de caridad y de verdad, la fraternidad en Cristo, se refieren a:

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¡Venga tu Reino!R. La comunión eclesial.

10.¿Qué tipo de bienes están llamados a compartir los miembros de la Iglesia católica?R. Los bienes espirituales, apostólicos y temporales.

11.¿Cómo se edifica la comunión eclesial?R. Puede haber muchas respuestas. Ejemplos: cuidar, preocuparse unos a otros, como hermanos, con amor. Abrirse al Espíritu de la unidad, de la diversidad, de la armonía. Cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo, etc.

12.La diversidad de carismas, de dones, para la Iglesia, ¿cómo la han considerado los últimos tres papas?R. Como una nueva primavera, una riqueza para la Iglesia.

13.Una comunión orgánica, ¿qué quiere decir?R. Que está viva.

14.La comunión es ¿fuente o fruto de la misión?R. Es ambas, fuente y fruto.

15.¿Cuál es el punto de partida de la comunión?R. El encuentro con Jesucristo.

16. El anuncio y el encuentro con Jesucristo, ¿cómo llega a nosotros?R. A través de la Iglesia.

17.La Iglesia, según los diversos documentos del Magisterio, ¿es una asamblea visible o una comunidad espiritual?R. Ambas, una asamblea visible y una comunidad espiritual.

18.Cierto o falso. La comunión compromete directamente con Cristo a todos los fieles bautizados (y no sólo a algunos, más comprometidos o que han consagrado su vida, por ejemplo).R. Cierto.

19.Cada quien tiene una vocación específica. ¿Cómo se encuentra cada fiel laico en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación?R. En la Iglesia conviven diversas vocaciones. Gracias a esta complementariedad es que cada fiel laico se relaciona con el Cuerpo Místico.

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¡Venga tu Reino!20.Cierto o falso. ¿La comunión eclesial es un signo eficaz de evangelización?

R. Cierto.

21.Cierto o falso. Los institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida apostólica, pertenecen a la estructura jerárquica de la Iglesia.R. Falso.

22.Cierto o falso. La Iglesia no es una democracia ni puede renunciar al principio de constitución jerárquica instaurado por Cristo. R. Cierto.

23.En la vivencia de la comunión, ¿qué es lo más importante?R. La caridad.

24.¿Quién hace posible la comunicación del hombre con Dios?R. El Espíritu Santo.

25.¿Quién es la cabeza y el cuerpo de la Iglesia?R. La cabeza es Cristo, el cuerpo, los creyentes bautizados.

26.Los diferentes movimientos y asociaciones que se han multiplicado después del Concilio Vaticano II, ¿han causado más desorden que beneficios?R. Más beneficios, son una riqueza para la Iglesia.

27.¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?R. El Espíritu Santo.

28.¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?R. La Eucaristía.

29.¿Qué debemos hacer en relación a la comunión eclesial?R. Es un don que hay que agradecer y vivir y promover con responsabilidad.

30.Cierto o falso. La espiritualidad de la comunión debe ser una forma de pensar, sentir y obrar de los miembros de la Iglesia, para que puede cumplir su misión.R. Cierto.

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RETROALIMENTACIÓNBANCO DE PREGUNTAS CON RESPUESTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE SOBRE EL TEMA 3.

LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN

Seleccionar la opción que complete MEJOR la pregunta o afirmación.

1. La parte de la teología que estudia a la Iglesia:a. Apologética.b. Exégesis.c. Eclesiología.d. Escatología

2. Durante e inmediatamente después del Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre

los católicos para expresar el misterio de la Iglesia era:a. Pueblo de Dios.b. Cuerpo místico.c. Comunión eclesial.d. Todas las anteriores.

3. La imagen de Cuerpo místico de Cristo implica: a. Que aunque son muchos los miembros, todos forman una unidad.b. Que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo.c. Que participando de esta vida común, cada uno contribuye específicamente.d. Todas las anteriores.

4. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, es: a. Dei Verbumb. Sacrosanctum Concilium c. Lumen gentium d. Gaudium et Spes

5. ¿Quién conduce a la Iglesia?a. Cristo.b. El Espíritu Santo.c. El Papa.d. Todas las anteriores.

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¡Venga tu Reino!

6. Cuál no es una analogía o término correcto para referirse a la Iglesia.a. Pueblo de Dios. b. Cuerpo de los privilegiados. c. Sacramento universal de salvación. d. La vid y los sarmientos.

7. La naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial se refiere a:a. La complementariedad visible y la colaboración práctica que existe entre los

miembros de la Iglesia.b. La sumisión a la autoridad e imposición de la uniformidad necesaria para la

comunión. c. La participación en el amor trinitario, a través de la Iglesia, que lleva a la unión

con Dios y con los demás.d. El sentimiento interior y deseo de buscar y llevar a otros el amor de Dios y de los

demás.

8. La comunión eclesial es:a. Participación en el amor que une con Dios y con los demás. b. Comunión de los santos.c. Comunión de vida, de caridad y de verdad.d. Todas las anteriores.

9. ¿Quién unifica la Iglesia en la comunión?a. Cristo.b. El Espíritu Santo.c. El Papa.d. El Magisterio de la Iglesia.

10.¿Qué tipo de bienes están los miembros de la Iglesia llamados a compartir?a. Los bienes espirituales.b. Los bienes apostólicos.c. Los bienes temporales.d. Todos los anteriores.

11.¿Qué es lo que hace posible que la comunión eclesial se edifique con la donación recíproca, consciente y libre?

a. Por la Iglesia, que lo pide y necesita.b. Por el amor a uno mismo y a los demás. c. Por caridad, amor a Dios y a los demás.

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¡Venga tu Reino!d. Todas las anteriores.

12.La diversidad de carismas, de dones, en la Iglesia:a. Es un problema porque causa mucho desorden.b. No favorece la uniformidad ni la unidad.c. Inician a partir del Concilio Vaticano II.d. Son un don y riqueza.

13.En la Iglesia católica, ¿qué se entiende por diversidad y complementariedad?a. Que todos tienen igual dignidad en su pertenencia pero no en la acción.b. Todos se relacionan con todo el cuerpo, según su propia condición y oficio, pero

todos lo edifican y perfeccionan.c. Que hay una distinción y diversa dignidad establecida por Cristo entre los

sagrados ministros y el Pueblo de Dios. d. Todas las anteriores.

14.La Iglesia acoge a todos y es enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con Dios, por eso es:

a. Una comunión orgánica.b. Una comunión sobrenatural.c. Una comunión con unidad y diversidad.d. Una comunión misionera.

15.Según el Nuevo Testamento, el sentido de comunión pneumatológico se refiere a: a. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo del Padre.b. La comunión con los sufrimientos de Cristo.c. La comunión con el Espíritu Santo, participamos de la naturaleza divina. d. La comunión con la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo.

16.¿Qué es lo que busca el Sínodo de los obispos de 1985 al promover la eclesiología de comunión?

a. Que se comprenda la unidad de fe.b. Que se valore el vínculo entre el gobierno jerárquico y la comunión eclesial.c. Que se establezca una buena relación con todas las iglesias particulares y se

conozca el oficio del obispo.d. Que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta

idea a la vida.

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¡Venga tu Reino!17.Una de las más importantes aportaciones del Sínodo de los obispos de 1985, fue

establecer la participación y corresponsabilidad que debe existir, esto es:a. Que por el principio de estructuración y autoridad de la Iglesia, los que han

recibido el sacramento del orden, son los que más participan y tienen más responsabilidad.

b. Que debe existir participación y corresponsabilidad en todos los niveles y entre todos los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas, jóvenes, adultos, etc.

c. Que la comunión compromete directamente con Cristo sólo a aquellos fieles bautizados que deciden libremente comprometerse a participar.

d. Que no hay que retroceder y mal interpretar esta comunión como lo hicieron las comunidades cristianas de los primeros siglos que consideraban que había una igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo.

18.Ante la división, el individualismo, la destrucción de la familia y de la sociedad, la carta apostólica Novo Millennio Ineunte propone:

a. Que no haya medios sin alma (máscaras de la comunión) para que la espiritualidad de la comunión sea el principio educativo y de acción.

b. Sentir al hermano de fe en la unidad del Cuerpo místico: compartir alegrías y sufrimientos, atender sus necesidades.

c. Saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros, rechazar las tentaciones egoístas que engendran competitividad, desconfianza y envidias.

d. Todas las anteriores.

19.¿Qué significa espiritualidad de la comunión?a. Una mirada del corazón, sobre todo, hacia el misterio de la Trinidad que habita

en nosotros.b. Capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico. c. Capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro para acogerlo y

valorarlo como regalo de Dios.d. Todas las anteriores.

20.Desde la perspectiva de la espiritualidad de la comunión, considero al otro:a. Como parte de mí mismo. b. Necesario para mí.c. Objeto de mi amor.d. Todas las anteriores.

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¡Venga tu Reino!21.La comunión:

a. Es una forma de entender a la Iglesia.b. No se concreta en espacios determinados, es sobrenatural.c. No se da en la diversidad. d. Es una condición necesaria para que la Iglesia pueda cumplir su misión.

22.En el esquema de la comunión, por la diversidad que existe: a. Hay que esforzarse para que no haya diferencias entre los diversos ámbitos y

estados de vida. b. Hay que vivir la caridad para que los lazos de unión sean mayores a los motivos

de división.c. Hay que silenciar al que discrepa, antes de que contagie a los demás. d. Hay que recurrir inmediatamente a soluciones de autoridad.

23.La Iglesia es:a. Comunidad convocada por la Palabra.b. Comunidad de fe, de vida y de amor.c. Comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración.d. Todas las anteriores.

24.La Iglesia es una:a. Por su esencia.b. Por su origen y su Fundador.c. Por su alma.d. Todas las anteriores.

25.La Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia por virtud del Espíritu Santo:a. Desde la creación del mundo.b. Desde Pentecostés.c. Desde el Concilio Vaticano II. d. Todas las anteriores.

26.¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?

a. El Espíritu Santo.b. La Iglesia.c. El Papa, como cabeza de la Iglesia.d. La Eucaristía.

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¡Venga tu Reino!27.Las diferencias que Cristo quiso poner entre los miembros de su Cuerpo:

a. Sirven a su unidad y a su misión. b. Provoca el que no haya unidad de misión. c. No son reales, porque todos tienen la misma dignidad.d. Induce a que sólo algunos puedan contribuir a la misión salvífica de la Iglesia.

28.La comunión y la misión:a. Están profundamente unidas entre sí.b. Se compenetran y se implican mutuamente. c. La comunión es misionera y la misión es para la comunión.d. Todas las anteriores.

29.¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?a. El bautismo.b. La confirmación.c. La Eucaristía.d. Todas las anteriores.

30.¿Cuál es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia?a. Cuando Cristo manda a sus apóstoles a bautizar a todos. b. Cuando Cristo nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo.c. Cuando Cristo le dice a Pedro que sobre Él edificará a su Iglesia. d. Cuando Cristo dice que Él es el camino, la verdad y la vida.

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RESPUESTAS CORRECTAS A LAS PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE, PARA RETROALIMENTACIÓN TEMA 2

1. C2. A3. D4. C5. B6. B7. C8. D9. B10. D

11. C12. D13. D14. B15. C16. D17. B18. D19. D20. D

21. D22. B23. D24. D25. B26. A27. A28. D29. C30. B.

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RETROALIMENTACIÓNGUÍA DE RESPUESTAS DE LAS PREGUNTAS CON RESPUESTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE

SOBRE EL TEMA 3.LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN

Seleccionar la opción que complete MEJOR la pregunta o afirmación.

1. La parte de la teología que estudia a la Iglesia:a. Apologética.b. Exégesis.c. Eclesiología.d. Escatología

a. Falso, la apologética se relaciona con la defensa de la fe. Intenta de nuevo.b. Incorrecto, la exégesis se relaciona con el estudio y la interpretación de la Sagrada

Escritura.c. Correcto, sigue adelante.d. Equivocado, la escatología se ocupa de las realidades de los últimos tiempos.

2. Durante e inmediatamente después del Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre los católicos para expresar el misterio de la Iglesia era:

a. Pueblo de Dios.b. Cuerpo místico.c. Comunión eclesial.d. Todas las anteriores.

a. Felicidades, vas bien, sigue adelante. b. Inexacto, esta imagen ya se usaba antes del Concilio y aún hoy se sigue usando,

intenta de nuevo.c. Vuelve a leer el texto y verás que este término es el que más se usa actualmente.d. Equivocada, no todas las opciones son ciertas. Intenta de nuevo.

3. La imagen de Cuerpo místico de Cristo implica: a. Que aunque son muchos los miembros, todos forman una unidad.b. Que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo.c. Que participando de esta vida común, cada uno contribuye específicamente.d. Todas las anteriores.

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¡Venga tu Reino!

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

4. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, es: a. Dei Verbumb. Sacrosanctum Concilium c. Lumen gentium d. Gaudium et Spes

a. Falso, esta constitución dogmática trata sobre la Sagrada Escritura.b. Equivocado. Ésta trata sobre la Sagrada liturgia.c. Correcto, y es la base de este tema. Sigue adelante.d. Incorrecto. No es una constitución dogmática, sino pastoral sobre la Iglesia.

Investiga la diferencia entre una y otra.

5. ¿Quién conduce a la Iglesia?a. Cristo.b. El Espíritu Santo.c. El Papa.d. Todas las anteriores.

a. Impreciso, Cristo fundó la Iglesia y lo que se te pregunta es otra cosa.b. Correcto, le ánima, le da vida; sigue adelante.c. Inexacto, el Papa es el vicario de Cristo, pero Quien la conduce es alguien más.d. Falso. No todas las opciones son ciertas.

6. Cuál no es una analogía o término correcto para referirse a la Iglesia.a. Pueblo de Dios. b. Cuerpo de los privilegiados. c. Sacramento universal de salvación. d. La vid y los sarmientos.

a. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.b. Correcto. Este término sería contrario a lo que la eclesiología de la comunión

establece.c. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.d. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.

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¡Venga tu Reino!

7. La naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial se refiere a:a. La complementariedad visible y la colaboración práctica que existe entre los

miembros de la Iglesia.b. La sumisión a la autoridad e imposición de la uniformidad necesaria para la

comunión. c. La participación en el amor trinitario, a través de la Iglesia, que lleva a la unión

con Dios y con los demás.d. El sentimiento interior y deseo de buscar y llevar a otros el amor de Dios y de los

demás.

a. Equivocado. Reflexiona, qué es lo que hace que se dé esta complementariedad e intenta de nuevo.

b. Falso. Esto no tiene relación con la comunión eclesial. Intenta de nuevo.c. Correcto. Qué maravilla, sigue adelante.d. Incorrecto. Esto sería algo natural, se te pregunta por la naturaleza sobrenatural.

8. La comunión eclesial es:

a. Participación en el amor que une con Dios y con los demás. b. Comunión de los santos.c. Comunión de vida, de caridad y de verdad.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

9. ¿Quién unifica la Iglesia en la comunión?a. Cristo.b. El Espíritu Santo.c. El Papa.d. El Magisterio de la Iglesia.

a. Impreciso. Siendo una Trinidad podría considerarse tu respuesta cierta, pero hay una mejor respuesta.

b. Correcto, sigue adelante.c. Impreciso. El Papa promueva esta comunión pero Quién es el que realmente la

unifica, intenta de nuevo.d. Falso. Se te pregunta sobre Quién, no qué. Reflexiona e intenta de nuevo.

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¡Venga tu Reino!

10.¿Qué tipo de bienes están los miembros de la Iglesia llamados a compartir?a. Los bienes espirituales.b. Los bienes apostólicos.c. Los bienes temporales.d. Todos los anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

11.¿Qué es lo que hace posible que la comunión eclesial se edifique con la donación recíproca, consciente y libre?

a. Por la Iglesia, que lo pide y necesita.b. Por el amor a uno mismo y a los demás. c. Por caridad, amor a Dios y a los demás.d. Todas las anteriores.

a. Imprecisa, se te pregunta qué es lo que lo hace posible, intenta de nuevo.b. Imprecisa, no es sólo esto, busca una mejor respuesta.c. Correcto, la caridad es la base, sigue adelante.d. Incorrecto, no todas las opciones son verdaderas.

12.La diversidad de carismas, de dones, en la Iglesia:a. Es un problema porque causa mucho desorden.b. No favorece la uniformidad ni la unidad.c. Inician a partir del Concilio Vaticano II.d. Son un don y riqueza.

a. Falso. Es algo totalmente opuesto, reflexiona e intenta de nuevo.b. Equivocado. Al contrario… reflexiona e intenta de nuevo. c. Imprecisa. Dios, desde el inicio de la Iglesia, la enriquece con diversos dones.

Intenta de nuevo.d. Correcto. Es la nueva primavera de la Iglesia, como dijo san Juan Pablo II.

13.En la Iglesia católica, ¿qué se entiende por diversidad y complementariedad?a. Que todos tienen igual dignidad en su pertenencia pero no en la acción.b. Todos se relacionan con todo el cuerpo, según su propia condición y oficio, pero

todos lo edifican y perfeccionan.

28

¡Venga tu Reino!

c. Que hay una distinción y diversa dignidad establecida por Cristo entre los sagrados ministros y el Pueblo de Dios.

d. Todas las anteriores.

a. Falso, la complementariedad también se da en la misión.b. Correcto, sigue adelante.c. Incorrecto. Hay una distinción en la misión pero no en la dignidad. Ánimo,

intenta de nuevo.d. Equivocada. No todas las opciones son verdaderas.

14.La Iglesia acoge a todos y es enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con Dios, por eso es:

a. Una comunión orgánica.b. Una comunión sobrenatural.c. Una comunión con unidad y diversidad.d. Una comunión misionera.

a. Incorrecto. Orgánica se refiere a que está viva por la acción del Espíritu Santo.b. Falso. Sobrenatural se refiere a que no es sólo una institución terrenal.c. Equivocada. Esto no tiene que ver con la acogida y el envío, lee con atención e

intenta de nuevo. d. Correcto. Sigue adelante.

15.Según el Nuevo Testamento, el sentido de comunión pneumatológico se refiere a: a. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo del Padre.b. La comunión con los sufrimientos de Cristo.c. La comunión con el Espíritu Santo, participamos de la naturaleza divina. d. La comunión con la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo.

a. Falso. Éste es el sentido cristológico.b. Equivocada. Esto se refiere al sentido cristológico.c. Correcto. Sigue adelante.d. Incorrecto. Esto se refiere al sentido eclesiológico.

16.¿Qué es lo que busca el Sínodo de los obispos de 1985 al promover la eclesiología de comunión?

a. Que se comprenda la unidad de la fe.b. Que se valore el vínculo entre el gobierno jerárquico y la comunión eclesial.c. Que se establezca una buena relación con todas las iglesias particulares y se

conozca el oficio del obispo.

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¡Venga tu Reino!

d. Que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta idea a la vida.

a. Imprecisa. Esta unidad de fe no se refiere a la comunión.b. Falso. Pero qué se busca con la valoración de este vínculo. Intenta de nuevo.c. Imprecisa. Reflexiona para qué se busca esta relación. Intenta de nuevo.d. Correcto, sigue adelante.

17.Una de las más importantes aportaciones del Sínodo de los obispos de 1985, fue establecer la participación y corresponsabilidad que debe existir, esto es:

a. Que por el principio de estructuración y autoridad de la Iglesia, los que han recibido el sacramento del orden, son los que más participan y tienen más responsabilidad.

b. Que debe existir participación y corresponsabilidad en todos los niveles y entre todos los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas, jóvenes, adultos, etc.

c. Que la comunión compromete directamente con Cristo sólo a aquellos fieles bautizados que deciden libremente comprometerse a participar.

d. Que no hay que retroceder y mal interpretar esta comunión como lo hicieron las comunidades cristianas de los primeros siglos que consideraban que había una igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo.

a. Equivocado. Al contrario, se estableció que la corresponsabilidad es de todos, cada uno según su oficio.

b. Felicidades, ésta es la respuesta correcta.c. Falso. La comunión compromete a todos, aunque algunos no respondan a esta

corresponsabilidad. Intenta de nuevo.d. Incorrecto. Es exactamente al revés, con la espiritualidad de la comunión se

busca redescubrir el sentido original de la comunión.

18.Ante la división, el individualismo, la destrucción de la familia y de la sociedad, la carta apostólica Novo Millennio Ineunte propone:

a. Que no haya medios sin alma (máscaras de la comunión) para que la espiritualidad de la comunión sea el principio educativo y de acción.

b. Sentir al hermano de fe en la unidad del Cuerpo místico: compartir alegrías y sufrimientos, atender sus necesidades.

c. Saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros, rechazar las tentaciones egoístas que engendran competitividad, desconfianza y envidias.

d. Todas las anteriores.

30

¡Venga tu Reino!

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

19.¿Qué significa espiritualidad de la comunión?a. Una mirada del corazón, sobre todo, hacia el misterio de la Trinidad que habita

en nosotros.b. Capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico. c. Capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro para acogerlo y

valorarlo como regalo de Dios.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

20.Desde la perspectiva de la espiritualidad de la comunión, considero al otro:a. Como parte de mí mismo. b. Necesario para mí.c. Objeto de mi amor.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

21.La comunión:a. Es una forma de entender a la Iglesia.b. No se concreta en espacios determinados, es sobrenatural.c. No se da en la diversidad. d. Es una condición necesaria para que la Iglesia pueda cumplir su misión.

a. No es la mejor respuesta, porque no es sólo para entenderse. Intenta de nuevo.b. Falso. Aunque es sobrenatural, también es una institución terrena, se concreta

en espacios determinados. Intenta de nuevo.c. Equivocado. Si hay comunión en la diversidad, gracias a la caridad.

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¡Venga tu Reino!

d. Correcto. Sigue adelante.

22.En el esquema de la comunión, por la diversidad que existe: a. Hay que esforzarse para que no haya diferencias entre los diversos ámbitos y

estados de vida. b. Hay que vivir la caridad para que los lazos de unión sean mayores a los motivos

de división.c. Hay que silenciar al que discrepa, antes de que contagie a los demás. d. Hay que recurrir inmediatamente a soluciones de autoridad.

a. Incorrecto. Las diferencias, por la diversidad, tienen que existir, pero no deben ser motivo de división. Reflexiona e intenta de nuevo.

b. Correcto, por eso es la virtud reina del Regnum Christi.c. Falso. Éstos no son medios que favorezcan la comunión.d. No es la mejor respuesta, porque esto no es el mejor medio para lograr la

comunión.

23.La Iglesia es:a. Comunidad convocada por la Palabra.b. Comunidad de fe, de vida y de amor.c. Comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

24.La Iglesia es una:a. Por su esencia.b. Por su origen y su Fundador.c. Por su alma.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

25.La Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia por virtud del Espíritu Santo:

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¡Venga tu Reino!

a. Desde la creación del mundo.b. Desde Pentecostés.c. Desde el Concilio Vaticano II. d. Todas las anteriores.

a. Impreciso. Para Dios no hay tiempo, pero la Iglesia y Cristo si tienen un tiempo determinado en la historia. Intenta de nuevo.

b. Correcto. Sigue adelante.c. Falso. Fue muchos siglos antes. Reflexiona e intenta de nuevo.d. Equivocada. No todas las opciones son correctas.

26.¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?

a. El Espíritu Santo.b. La Iglesia.c. El Papa, como cabeza de la Iglesia.d. La Eucaristía.

a. Correcto. Por eso siempre hay que invocarlo.b. Falso. La Iglesia no puede abrir nuestra mente. Intenta de nuevo.c. Imprecisa. El Papa promueve todo lo descrito, pero quien actúa es Alguien más.

Intenta de nuevo.d. Imprecisa. La Eucaristía es un sacramento, aquí se pregunta por una persona.

Intenta de nuevo.

27.Las diferencias que Cristo quiso poner entre los miembros de su Cuerpo:a. Sirven a su unidad y a su misión. b. Provoca el que no haya unidad de misión. c. No son reales, porque todos tienen la misma dignidad.d. Induce a que sólo algunos puedan contribuir a la misión salvífica de la Iglesia.

a. Correcto, sigue adelante.b. Falso. Estas diferencias no deben afectar a la unidad. c. Equivocado, si hay diferencias reales, pero no deben afectar a la unidad.d. Incorrecto. Las diferencias son para que se dé la complementariedad, pero

todos tienen la corresponsabilidad.

28.La comunión y la misión:a. Están profundamente unidas entre sí.b. Se compenetran y se implican mutuamente.

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¡Venga tu Reino!

c. La comunión es misionera y la misión es para la comunión.d. Todas las anteriores.

a. Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.b. Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.c. Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.d. Muy bien, sigue adelante.

29.¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?a. El bautismo.b. La confirmación.c. La Eucaristía.d. Todas las anteriores.

a. Falso. Éste es la iniciación de la vida cristiana.b. Equivocado. Este sacramento no es la cima, reflexiona e intenta de nuevo.c. Correcto. Sigue adelante.d. Falso. No todas las opciones son verdaderas.

30. ¿Cuál es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia?a. Cuando Cristo manda a sus apóstoles a bautizar a todos. b. Cuando Cristo nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo.c. Cuando Cristo le dice a Pedro que sobre Él edificará a su Iglesia. d. Cuando Cristo dice que Él es el camino, la verdad y la vida.

a. Falso. No es en este momento. Intenta de nuevo.b. Felicidades, correcto y con ésta terminas. Sigue adelante para estar preparados

para nuestra participación.c. Imprecisa. No es en este momento. Intenta de nuevo.d. No es en este momento. Intenta de nuevo.

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¡Venga tu Reino!

APOYOS VISUALES Y AUDITIVOSTema 3: La Iglesia como misterio de comunión

1. Guía para entender qué es la Iglesia: Documento Lumen gentium.

En este video el Padre Benjamín, L.C. explica el contenido de este documento, uno de los más importantes del Concilio Vaticano II. El padre expone con mucha claridad una síntesis, de forma breve y concisa, de cada uno de los capítulos del documento. Duración: 7:41 min. Se recomienda ampliamente incluir este video en alguna de las actividades. Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=Dt3Tqjn7SWA

2. La Iglesia, el cuerpo de Cristo

Todos los miembros de la Iglesia forman un mismo cuerpo, con Cristo a la cabeza. Invita a todos a formar parte de la iglesia que se une por la cruz de Cristo y que es una familia que crece en la verdad y esquiva las trampas. Duración: 1:04 min. Publicado en 08/06/2013.Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=nt7yR1emWIo

3. Union is strenght!

Tres video clips, sin diálogos, muestran como la unión hace la fuerza, en estupendas caricaturas de animales. Si hay unión, si todos trabajan en equipo, se puede lograr algo mucho más grande. La iglesia es igual, todos somos un cuerpo que debe dirigirse hacia un mismo objetivo, si todos los miembros de la Iglesia se unen, se podrá alcanzar la misión de Jesús. Duración: 1:19 min. Subido el 26/02/2012Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=KSQxYWExG50

4. La dimensión jerárquica de la Iglesia

La Iglesia no está sana si los fieles, los diáconos y sacerdotes no están unidos al obispo. El Papa Francisco explicó durante la audiencia general del 5 de noviembre del 2014 que la Iglesia es jerárquica porque "Jesús quiso esta unión de todos los fieles con el obispo”. Explicó que la Iglesia ejerce su maternidad a través de los obispos y señaló que constituyen un colegio en torno al sucesor de Pedro. Duración: 3:17 min. Publicado por Rome Reports.Enlace: http://www.romereports.com/pg158971-francisco-explica-por-que-la-iglesia-es-jerarquica-es

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¡Venga tu Reino!

5. Despierta Iglesia

Jóvenes adventistas de España invitan a todos los cristianos del mundo a despertar porque la razón de ser del cristianismo es el amor. Los católicos están olvidando qué es ser verdaderamente un católico. Compara las tristes actitudes que se viven. Es un video que invita a todos a despertar en el amor para realmente tener una relación con Cristo y no sólo tener una buena intención. Duración: 2:37 min. Publicado 24/05/2010.Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=wvvT3T7Y0-c

6. Iglesia comunión

El video presenta con ilustraciones una melodía de Julián Zini que invita a todos los miembros de la iglesia que estén en comunión entre todos para cumplir la misión que Cristo nos vino a dejar con su venida a la tierra. Cristo nos invita a ser una iglesia unida que luche por los mismos ideales y así cumplir con la voluntad de Dios. Duración: 2:13 min. Subido el 20/11/2011.Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=7fubhKL3CEk

7. Papa en Santa Marta: Muchos se escandalizaron cuando Pío XII cambió disciplina sobre la comunión.

En este video, de Rome Reports, el Papa Francisco habla sobre el fariseísmo que existe en el Iglesia que no ve que los cambios que se dan es porque, siguiendo a Jesús, se busca que es lo mejor para los miembros. Duración: 1:50 min.Enlace: http://www.romereports.com/pg159540-papa-en-santa-marta-muchos-se-escandalizaron-cuando-pio-xii-cambio-disciplina-sobre-la-comunion-es

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¡Venga tu Reino!

LECTURAS RECOMENDADAS PARA EL TEMA 3

El MISTERIO DE LA IGLESIA

Índice

1. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879. 2. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium , nn. 1-17, 30-38. 3. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici , nn. 18-21. 4. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata , nn. 46-51. 5. JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte , nn. 42-46. 6. Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen genitum pronunciada en el

Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.

7. Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991. 8. SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, nn. C1, C2, C6. 9. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión,

1992, nn. 1-6, 15-16.

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¡Venga tu Reino!

1. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879.

III EL MISTERIO DE LA IGLESIA

770 La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente "con los ojos de la fe" (Catech. R. 1,10, 20) se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina.

La Iglesia, a la vez visible y espiritual

771 "Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia". La Iglesia es a la vez: – "sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;– el grupo visible y la comunidad espiritual, – la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo". Estas dimensiones juntas constituyen "una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano" (LG 8):

Es propio de la Iglesia "ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos" (SC 2). ¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la hermosa su forma celestial (San Bernardo, Cant. 27, 14).

La Iglesia, Misterio de la unión de los hombres con Dios

772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: "recapitular todo en Él" (Ef 1, 10). San Pablo llama "gran misterio" (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (Cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en Misterio (Cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el Misterio, San Pablo escribe: el misterio "es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria" (Col 1, 27).

773 En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por "la caridad que no pasará jamás"(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (Cf. LG 48). "Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del “gran Misterio” en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo" (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la "Esposa sin tacha ni arruga" (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina" (Ibíd.).

La Iglesia, sacramento universal de la salvación

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774 La palabra griega "mysterion" ha sido traducida en latín por dos términos: "mysterium" y "sacramentum". En la interpretación posterior, el término "sacramentum" expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término "mysterium". En este sentido, Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: "Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus" ("No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo") (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también "los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada "sacramento".

775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo "como instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo "manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45, 1). Ella "es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad" (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere "que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo" (AG 7; Cf. LG 17).

RESUMEN

777 La palabra "Iglesia" significa "convocación". Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo.

778 La Iglesia es a la vez camino y término del designio de Dios: prefigurada en la creación, preparada en la Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras de Jesucristo, realizada por su Cruz redentora y su Resurrección, se manifiesta como misterio de salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedará consumada en la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra (Cf. Ap 14,4).

779 La Iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y Cuerpo Místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento humano y divino. Ahí está su Misterio que sólo la fe puede aceptar.

780 La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la Comunión con Dios y entre los hombres.

781 "En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un

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pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu" (LG 9).

Las características del Pueblo de Dios

782 El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia: – Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9). – Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo. – Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico". – "La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo". – "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (Cf. Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25). – Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (Cf. Mt 5, 13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano". – "Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).

783 Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido "Sacerdote, Profeta y Rey". Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (Cf. RH 18-21).

784 Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: "Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo `un reino de sacerdotes para Dios, su Padre”. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo" (LG 10).

785 "El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo". Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando "se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" (LG 12) y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo". Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (Cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28). Para el cristiano, "servir es reinar" (LG 36), particularmente "en los pobres y en los que sufren" donde descubre "la imagen de su Fundador pobre y sufriente" (LG 8). El pueblo de Dios realiza su "dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo. De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a

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fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).

II LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO

La Iglesia es comunión con Jesús

787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (Cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (Cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (Cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (Cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: "Permaneced en Mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).

788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (Cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (Cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (Cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: "Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo" (LG 7).

789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo. “Un solo cuerpo”

790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real" (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (Cf. Rm 6, 4-5; 1Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros" (LG 7).

791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia". La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: "En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 27-28). Cristo, Cabeza de este Cuerpo

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792 Cristo "es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, "él es el primero en todo" (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas:

793 Él nos une a su Pascua: Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él "hasta que Cristo esté formad o en ellos" (Ga 4, 19). "Por eso somos integrados en los misterios de su vida..., nos unimos a sus sufrimientos como el cuerpo a su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con él" (LG 7).

794 Él provee a nuestro crecimiento (Cf. Col 2, 19): Para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza (Cf. Ef 4, 11-16), Cristo distribuye en su cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos mutuamente en el camino de la salvación.

795 Cristo y la Iglesia son, por tanto, el "Cristo total" ["[ETML-A: L=LAT] Christus totus"]. La Iglesia es una con Cristo. Los santos tienen conciencia muy viva de esta unidad: Felicitémonos y demos gracias por lo que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo. ¿Comprendéis, hermanos, la gracia que Dios nos ha hecho al darnos a Cristo como Cabeza? Admiraos y regocijaos, hemos sido hechos Cristo. En efecto, ya que Él es la Cabeza y nosotros somos los miembros, el hombre todo entero es Él y nosotros... La plenitud de Cristo es, pues, la Cabeza y los miembros: ¿Qué quiere decir la Cabeza y los miembros? Cristo y la Iglesia (San Agustín, ev. Jo. 21, 8). Redemptor noster unam se personam cum sancta Ecclesia, quam assumpsit, exhibuit ("Nuestro Redentor muestra que forma una sola persona con la Iglesia que El asumió") (San Gregorio Magno, mor. praef.1, 6, 4) Caput et membra, quasi una persona mystica ("La Cabeza y los miembros, como si fueran una sola persona mística") (Santo Tomás de Aquino, s. th. 3, 42, 2, ad 1). Una palabra de Santa Juana de Arco a sus jueces resume la fe de los santos doctores y expresa el buen sentido del creyente: "De Jesucristo y de la Iglesia, me parece que es todo uno y que no es necesario hacer una dificultad de ello" (Juana de Arco, proc.).

La Iglesia es la Esposa de Cristo

796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (Cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como "el Esposo" (Mc 2, 19; Cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa "desposada" con Cristo Señor para "no ser con él más que un solo Espíritu" (Cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (Cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo "amó y por la que se entregó a fin de santificarla" (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (Cf. Ef 5,29): He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos... Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza ["ex persona capitis"] o en el de cuerpo ["ex persona corporis"]. Según lo que está escrito: "Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia."(Ef 5,31- 32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). Como lo habéis

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visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal... Como cabeza él se llama "esposo" y como cuerpo "esposa" (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).

III LA IGLESIA, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO

797 "Quod est spiritus noster, id est anima nostra, ad membra nostra, hoc est Spiritus Sanctus ad membra Christi, ad corpus Christi, quod est Ecclesia" ("Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia") (San Agustín, serm. 267, 4). "A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros" (Pío XII: "Mystici Corporis": DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia "el Templo del Dios vivo" (2 Co 6, 16; Cf. 1 Co 3, 16-17; Ef 2,21): En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el "Don de Dios... Es en ella onde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios... Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia. (San Ireneo, haer. 3, 24, 1).

798 El Espíritu Santo es "el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo" (Pío XII, "Mystici Corporis": DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad(Cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, "que tiene el poder de construir el edificio" (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (Cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por "la gracia concedida a los apóstoles" que "entre estos dones destaca" (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas "carismas"] mediante las cuales los fieles quedan "preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia" (LG 12; Cf. AA 3).

Los carismas

799 Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

800 Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (Cf. 1 Co 13).

801 Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu,

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sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al "bien común" (Cf. 1 Co 12, 7) (Cf. LG 30; CL, 24).

RESUMEN

802 "Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2, 14).

803 "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1 P 2, 9).

804 Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. "Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios" (LG 13), a fin de que, en Cristo, "los hombres constituyan una sola familia y un único Pueblo de Dios"(AG 1).

805 La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como Cuerpo suyo.

806 En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros y de funciones. Todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos.

807 La Iglesia es este Cuerpo del que Cristo es la Cabeza: vive de Él, en Él y por Él: Él vive con ella y en ella.

808 La Iglesia es la Esposa de Cristo: la ha amado y se ha entregado por ella. La ha purificado por medio de su sangre. Ha hecho de ella la Madre fecunda de todos los hijos de Dios.

809 La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas.

810 "Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido `por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (San Cipriano)" (LG 4).

Párrafo 3

LA IGLESIA ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA

811 "Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica" (LG 8). Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí (Cf. DS 2888), indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades.

812 Sólo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana. Recuerda el Concilio Vaticano I: "La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio

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irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad" (DS 3013).

I LA IGLESIA ES UNA

"El sagrado Misterio de la Unidad de la Iglesia" (UR 2)

813 La Iglesia es una debido a su origen: "El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: "Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo" (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su "alma": "El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia" (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una: ¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed. 1, 6, 42).

814 Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; "dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones" (LG 13). La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a "guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 3).

815 ¿Cuáles son estos vínculos de la unidad? "Por encima de todo esto revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión: - la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles; - la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos; - la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios (Cf. UR 2; LG 14; ? CIC, can. 205).

816 "La única Iglesia de Cristo..., Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran... Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en ["subsistit in"] la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él" (LG 8).

Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios" (UR 3).

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Las heridas de la unidad

817 De hecho, "en esta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas escisiones que el apóstol reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes" (UR 3). Tales rupturas que lesionan la unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el cisma [Cf. ? CIC can. 751]) no se producen sin el pecado de los hombres: Ubi peccata sunt, ibi est multitudo, ibi schismata, ibi haereses, ibi discussiones. Ubi autem virtus, ibi singularitas, ibi unio, ex quo omnium credentium erat cor unum et anima una ("Donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones. Pero donde hay virtud, allí hay unión, de donde resultaba que todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma" Orígenes, hom. in Ezech. 9, 1).

818 Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de tales rupturas "y son instruidos en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor fraternos... justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor" (UR 3).

819 Además, "muchos elementos de santificación y de verdad" (LG 8) existen fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: "la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles" (UR 3; Cf. LG 15). El Espíritu de Cristo se sirve de estas Iglesias y comunidades eclesialescomo medios de salvación cuya fuerza viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a Él (Cf. UR 3) y de por sí impelen a "la unidad católica" (LG 8).

Hacia la unidad

820 Aquella unidad "que Cristo concedió desde el principio a la Iglesia... creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los tiempos" (UR 4). Cristo da permanentemente a su Iglesia el don de la unidad, pero la Iglesia debe orar y trabajar siempre para mantener, reforzar y perfeccionar la unidad que Cristo quiere para ella. Por eso Cristo mismo rogó en la hora de su Pasión, y no cesa de rogar al Padre por la unidad de sus discípulos: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu Santo (Cf. UR 1).

821 Para responder adecuadamente a este llamamiento se exige: — una renovación permanente de la Iglesia en una fidelidad mayor a su vocación. Esta renovación es el alma del movimiento hacia la unidad (UR 6); — la conversión del corazón para "llevar una vida más pura, según el Evangelio" (Cf. UR 7), porque la infidelidad de los miembros al don de Cristo es la causa de las divisiones; — la oración en común, porque "esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con

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razón ecumenismo espiritual" (Cf. UR 8); — el fraterno conocimiento recíproco (Cf. UR 9); — la formación ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes (Cf. UR 10); — el diálogo entre los teólogos y los encuentros entre los cristianos de diferentes Iglesias y comunidades (Cf. UR 4, 9, 11); — la colaboración entre cristianos en los diferentes campos de servicio a los hombres (Cf. UR 12).

822 "La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores" (Cf. UR 5). Pero hay que ser "conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana". Por eso hay que poner toda la esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo" (UR 24).

II LA IGLESIA ES SANTA

823 "La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama “el solo santo”, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios" (LG 39). La Iglesia es, pues, "el Pueblo santo de Dios" (LG 12), y sus miembros son llamados "santos" (Cf. Hch9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).

824 La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir "la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios" (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada "la plenitud total de los medios de salvación" (UR 3). Es en ella donde "conseguimos la santidad por la gracia de Dios" (LG 48).

825 "La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: "Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre" (LG 11).

826 La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: "dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin" (LG 42): Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí que la Iglesia tenía un corazón, que este corazón estaba ARDIENDO DE AMOR. Comprendí que el Amor solo hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los Mártires rehusarían verter su sangre... Comprendí que EL AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES. QUE EL AMOR ERA TODO, QUE ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LUGARES... EN UNA PALABRA, QUE ES ¡ETERNO! (Santa Teresa del Niño Jesús, ms. autob. B 3v).

827 "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8; Cf. UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (Cf. 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los

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tiempos (Cf. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del

Espíritu Santo (SPF 19).

828 Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han

practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la

Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza

de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (Cf. LG 40; 48-51). "Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia" (CL 16, 3). En efecto, "la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero" (CL 17, 3).

829 "La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María" (LG 65): en ella, la Iglesia es ya enteramente santa. III

LA IGLESIA ES CATÓLICA

Qué quiere decir "católica"

830 La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la totalidad" o "según la integridad". La Iglesia es católica en un doble sentido: Es católica porque Cristo está presente en ella. "Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (Cf. Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él "la plenitud de los medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés (Cf. AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.

831 Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano (Cf. Mt 28, 19): Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos... Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13). Cada una de las Iglesias particulares es "católica"

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832 "Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles, unidas a sus pastores. Estas, en el Nuevo Testamento, reciben el nombre de Iglesias... En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor... En estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica" (LG 26).

833 Se entiende por Iglesia particular, que es en primer lugar la diócesis (o la eparquía), una comunidad de fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica (Cf. CD 11; ? CIC can. 368-369; CCEO, cán. 117, § 1. 178. 311, § 1. 312). Estas Iglesias particulares están "formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única" (LG 23).

834 Las Iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de Roma "que preside en la caridad" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 1, 1). "Porque con esta Iglesia en razón de su origen más excelente debe necesariamente acomodarse toda Iglesia, es decir, los fieles de todas partes" (San Ireneo, haer. 3, 3, 2; citado por Cc. Vaticano I: DS 3057). "En efecto, desde la venida a nosotros del Verbo encarnado, todas las Iglesias cristianas de todas partes han tenido y tienen a la gran Iglesia que está aquí [en Roma] como única base y fundamento porque, según las mismas promesas del Salvador, las puertas del infierno no han prevalecido jamás contra ella" (San Máximo el Confesor, opusc.).

835 "Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos anómala de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del mundo aspectos, expresiones externas diversas" (EN 62). La rica variedad de disciplinas eclesiásticas, de ritos litúrgicos, de patrimonios teológicos y espirituales propios de las Iglesias locales "con un mismo objetivo muestra muy claramente la catolicidad de la Iglesia indivisa" (LG 23).

Quién pertenece a la Iglesia católica

836 "Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios... A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios" (LG 13).

837 "Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pero está en el seno de la Iglesia con el “cuerpo”, pero no con el “corazón"“ (LG 14).

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838 "La Iglesia se siente unida por muchas razones con todos los que se honran con el nombre de cristianos a causa del bautismo, aunque no profesan la fe en su integridad o no conserven la unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro" (LG 15). "Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica" (UR 3). Con las Iglesias ortodoxas, esta comunión es tan profunda "que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una celebración común de la Eucaristía del Señor" (Pablo VI, discurso 14 diciembre 1975; Cf. UR 13-18).

La Iglesia y los no cristianos

839 "Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras" (LG 16): La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (Cf. NA 4) "a quien Dios ha hablado primero" (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío "la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne" (Cf. Rm 9, 4-5), "porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rm 11, 29).

840 Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías; pues para unos, es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros, es la venida del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está acompañada del drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús.

841 Las relaciones de la Iglesia con los musulmanes. "El designio de salvación comprende también a los que reconocen al Creador. Entre ellos están, ante todo, los musulmanes, que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso que juzgará a los hombres al fin del mundo" (LG 16; Cf. NA 3).

842 El vínculo de la Iglesia con las religiones no cristianas es en primer lugar el del origen y el del fin comunes del género humano: Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra; tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que los elegidos se unan en la Ciudad Santa (NA 1).

843 La Iglesia reconoce en las otras religiones la búsqueda "todavía en sombras y bajo imágenes", del Dios desconocido pero próximo ya que es Él quien da a todos vida, el aliento y todas las cosas y quiere que todos los hombres se salven. Así, la Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que puede encontrarse en las diversas religiones, "como una preparación al Evangelio y como un don de aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida" (LG 16; Cf. NA 2; EN 53).

844 Pero, en su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran en ellos la imagen de Dios: Con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a

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razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador. Otras veces, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a la desesperación más radical (LG 16).

845 El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el "mundo reconciliado" (San Agustín, serm. 96, 7-9). Es, además, este barco que "pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo" ("con su velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo") (San Ambrosio, virg. 18, 188); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (Cf. 1 P 3, 20-21). "Fuera de la Iglesia no hay salvación"

846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo: El santo Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella (LG 14).

847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; Cf. DS 3866-3872).

848 "Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, “sin la que es imposible agradarle” (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar" (AG 7). La misión, exigencia de la catolicidad de la Iglesia

849 El mandato misionero. "La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres" (AG 1): "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19-20)

850 El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: "La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre" (AG 2). El fin

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último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor (Cf. Juan Pablo II, RM 23).

851 El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: "porque el amor de Cristo nos apremia..." (2 Co 5, 14; Cf. AA 6; RM 11). En efecto, "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

852 Los caminos de la misión. "El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial" (RM 21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella "continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres... impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección" (AG 5). Es así como la "sangre de los mártires es semilla de cristianos" (Tertuliano, apol. 50).

853 Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también "hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio" (GS 43, 6). Sólo avanzando por el camino "de la conversión y la renovación" (LG 8; Cf. 15) y "por el estrecho sendero de Dios" (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (Cf. RM 12-20). En efecto, "como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación" (LG 8).

854 Por su propia misión, "la Iglesia... avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios" (GS 40, 2). El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo (Cf. RM 42-47), continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, "signo de la presencia de Dios en el mundo" (AG lS), y en la fundación de Iglesias locales (Cf. RM 48-49); se implica en un proceso de inculturación para así encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos (Cf. RM 52-54), en este proceso no faltarán también los fracasos. "En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica" (AG 6).

855 La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos (Cf. RM 50). En efecto, "las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida" (UR 4).

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856 La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio (Cf. RM 55). Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor "cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios" (AG 9). Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal "para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre" (AG 9).

IV LA IGLESIA ES APOSTÓLICA

857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido: — Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (Cf. Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.). — Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (Cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (Cf. 2 Tm 1, 13-14). — Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5): Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).

La misión de los apóstoles

858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, "llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus "enviados" [es lo que significa la palabra griega "apostoloi"]. En ellos continúa su propia misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; Cf. 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe", dice a los Doce (Mt 10, 40; Cf. Lc 10, 16).

859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como "el Hijo no puede hacer nada por su cuenta" (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (Cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como "ministros de una nueva alianza" (2 Co 3, 6), "ministros de Dios" (2 Co 6, 4), "embajadores de Cristo" (2 Co 5, 20), "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4, 1).

860 En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigoselegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (Cf. Mt 28, 20). "Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir... sucesores" (LG 20).

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¡Venga tu Reino!

Los obispos sucesores de los apóstoles

861 "Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio" (LG 20; Cf. San Clemente Romano, Cor. 42; 44).

862 "Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser elegido para siempre por el orden sagrado de los obispos". Por eso, la Iglesia enseña que "por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió" (LG 20).

El apostolado

863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es "enviada" al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. "La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado". Se llama "apostolado" a "toda la actividad del Cuerpo Místico" que tiende a "propagar el Reino de Cristo por toda la tierra" (AA 2).

864 "Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia", es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (Cf. Jn 15, 5; AA 4). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, "que es como el alma de todo apostolado" (AA 3).

865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "e Reino de Dios" (Cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crec misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él "santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor" (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, "la Esposa del Cordero" (Ap 21, 9), "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios" (Ap 21, 10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21, 14).

RESUMEN

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¡Venga tu Reino!

866 La Iglesia es una: tiene un solo Señor; confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, no forma más que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu,orientado a una única esperanza (Cf. Ef 4, 3-5) a cuyo término se superarán todas las divisiones.

867 La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores, ella es "ex maculatis immaculata" ("inmaculada aunque compuesta de pecadores"). En los santos brilla su santidad; en María es ya la enteramente santa.

868 La Iglesia es católica: Anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres; abarca todos los tiempos; "es, por su propia naturaleza, misionera" (AG 2).

869 La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: "los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21, 14); es indestructible (Cf. Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

870 "La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica... subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sin duda, fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad " (LG 8).

Párrafo 4

LOS FIELES DE CRISTO: JERARQUÍA, LAICOS, VIDA CONSAGRADA

871 "Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo" (? CIC, can. 204, 1; Cf. LG 31).

872 "Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo" (? CIC can. 208; Cf. LG 32).

873 Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque "hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios" (AA 2). En fin, "en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia" (? CIC can. 207, 2).

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I LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA

Razón del ministerio eclesial

874 El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad: Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios... lleguen a la salvación (LG 18).

875 "¿Cómo creerán en Aquél a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo predicarán si no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. "La fe viene de la predicación" (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el "poder sagrado") de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la "diaconía" de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama "sacramento". El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico.

876 El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente "esclavos de Cristo" (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros "la forma de esclavo" (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos (Cf. 1 Co 9, 19).

877 De igual modo es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial. En efecto, desde el comienzo de su ministerio, el Señor Jesús instituyó a los Doce, "semilla del Nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada" (AG 5). Elegidos juntos, también fueron enviados juntos, y su unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles; será como un reflejo y un testimonio de la comunión de las Personas divinas (Cf. Jn 17, 21-23). Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.

878 Por último, es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente ("Tú sígueme", Jn 21, 22; Cf. Mt 4,19. 21; Jn 1,43) para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la

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misión, que actúa "in persona Christi" y en favor de personas: "Yo te bautizo en el nombre del Padre..."; "Yo te perdono...".

879 Por lo tanto, en la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial. Esto se verifica en los vínculos entre el colegio episcopal y su jefe, el sucesor de San Pedro, y en la relación entre la responsabilidad pastoral del obispo en su Iglesia particular y la común solicitud del colegio episcopal hacia la Iglesia Universal.

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CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 1-17, 30-38.

PABLO OBISPO SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL CONCILIO PARA PERPETUO RECUERDO

CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA* LUMEN GENTIUM

CAPÍTULO I

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1], constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel hasta el último elegido» [2], serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.

3. Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas (cf. Ef 1,4-5 y 10). Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn 19,34) y están profetizados en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: «Y yo, si fuere

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levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32 gr.). La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Co 5,7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10,17). Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

4. Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo [3]. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17).

Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [4].

5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino; la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de muchos» (Mc 10,45).

Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y

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el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la gloria.

6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.

Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-15).

La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).

A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt 21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co 3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s).

La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la «alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-4).

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7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu.

En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).

Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7].

Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf. Rm 8,17).

Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de

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modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).

Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].

Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).

8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible [9], comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino [10]. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica [12], y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.

Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en

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los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.

La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» [14] anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.

CAPÍTULO II

EL PUEBLO DE DIOS

9. En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10).

Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, «que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación» (Rm 4,25), y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos El mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3,4), y «la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Este pueblo

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mesiánico, por consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16).

Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque fue El quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera [15]. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso.

10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante.

11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia [18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos

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de Cristo, por la palabra juntamente con las obras[19]. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella [20]. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento.

Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez, aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada

Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.

12. El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» [22] presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de una vez para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13).

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace

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aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5,12 y 19-21).

13. Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2,42 gr.).

Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» [23]. Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu [24].

En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de

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la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación.

14. El sagrado Concilio fija su atención en primer lugar en los fieles católicos. Y enseña, fundado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. El mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16,16; Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella.

A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón» [26]. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad [27].

Los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella, y la madre Iglesia los abraza en amor y solicitud como suyos.

15. La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro [28]. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador [29]; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios [30]. Añádase a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que El ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De esta forma, el Espíritu suscita en todos los discípulos de

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Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo, en una grey y bujo un único Pastor [31]. Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia.

16. Por último, quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras [32]. En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9,4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rm 11, 28-29). Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero. Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna [33]. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio [34] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos.

17. Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,19- 20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso hace suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Co 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez, continúen la obra evangelizadora. El Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe incumbe

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a todo discípulo de Cristo en su parte [35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Ml ,1, 11) [36]. Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria.

CAPÍTULO IV

LOS LAICOS

30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía, vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos. Porque, si todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por razón de su condición y misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado a causa de las especiales circunstancias de nuestro tiempo. Los sagrados Pastores conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común. Pues es necesario que todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef 4.15-16).

31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como

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entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor.

32. Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad. «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5).

Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11).

Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque «todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).

Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento de la caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación» [112].

33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el único Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus

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fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación.

Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos [113]. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).

Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también puede ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía [114], al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual.

Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra. De consiguiente, ábraseles por doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra salvífica de la Iglesia.

34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta.

Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios.

35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes,

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consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta esperanza en el interior de su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la vida secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).

Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21, 1), así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en la cosas que esperamos (cf. Hb 11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.

En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y familiar. En ella el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.

Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo. Por ello, dedíquense los laicos a un conocimiento más profundo de la verdad revelada y pidan a Dios con instancia el don de la sabiduría.

36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28). Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que, sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [115]. Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a los discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 23).

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Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.

Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembra de la palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las que introducir en el mundo el mensaje de la paz.

Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos [116].

37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia [117] de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118]. Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo.

Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la

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Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos (cf. Hb 13,17).

Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119]. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.

Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre los laicos y los Pastores; así se robustece en los seglares el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian más fácilmente las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados por la experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de forma que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.

38. Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Ga 5, 22) y difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt 5, 3-9). En una palabra, «lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo» [120].

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¡Venga tu Reino!

JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 18-21.

CAPÍTULO II

SARMIENTOS TODOS DE LA ÚNICA VID

La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión

El misterio de la Iglesia-Comunión

18. Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador (...). Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn 15, 1-4).

Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que vincula en unidad al Señor con los discípulos, a Cristo con los bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos ya no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los sarmientos unidos a la vid.

La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu.

Jesús continúa: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

Esta comunión es el mismo misterio de la Iglesia, como lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la célebre expresión de San Cipriano: «La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"»[52]. Al inicio de la celebración eucarística, cuando el sacerdote nos acoge con el saludo del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13), se nos recuerda habitualmente este misterio de la Iglesia-Comunión.

Después de haber delineado la «figura» de los fieles laicos en el marco de la dignidad que les es propia, debemos reflexionar ahora sobre su misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Sin embargo, sólo podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo de la Iglesia-Comunión.

El Concilio y la eclesiología de comunión

19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento conciliar: «La

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eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio. La koinonia-comunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra "comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Co 10, 16 s.)»[53].

Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: «La Iglesia es una comunión. ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia»[54].

Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la ciudad santa[55]. Sobre todo es la imagen del cuerpo tal y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en numerosas páginas del Concilio[56]. Éste, a su vez, inicia considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presentar la Iglesia como Pueblo de Dios: «Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente»[57]. Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen gentium compendia maravillosamente esta doctrina diciendo: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[58].

La realidad de la Iglesia-Comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del «misterio» o sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica. La Iglesia-Comunión es el pueblo «nuevo», el pueblo «mesiánico», el pueblo que «tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) (y es) constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de verdad»[59]. Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo entre sí —y antes aún, con Cristo— no son aquellos de la «carne» y de la «sangre», sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3, 1).

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En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.

Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad

20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.

El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo —leemos en la constitución Lumen gentium— «comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1 Co 12, 1-11). Entre estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros (cf. 1 Co 12, 26)»[60].

Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen gentium: «Para que nos renovásemos continuamente en Él (Cristo) (cf. Ef 4, 23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron paragonar su función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano»[61]. En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la «organicidad» propia de la comunión eclesial, también en su aspecto de crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26). Él guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf .Jn 16, 13 ), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (cf. Ap 22, 17)»[62].

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La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas.

El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad; sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de los Pastores»[63].

Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia

21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo[64]. La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y corresponsables.

Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia-Comunión.

Los ministerios, oficios y funciones

Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10, 45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...)» (1 Co 12, 28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ef 4, 7.11-13; cf. Rm 12, 4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales.

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JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 46-51.

Sentire cum Ecclesia

46. A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con tanto énfasis por el Concilio Vaticano II. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad[94] como «testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión" que constituye la cima de la historia del hombre según Dios»[95]. El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión. La vida de comunión «será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo [...]. De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión». Más aun, «la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera»[96].

En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia, que se manifiesta en su plena participación en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los Pastores, especialmente al Romano Pontífice. En este contexto de amor a la Santa Iglesia, «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el Señor Papa»[97], el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en la tierra»[98], la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia[99] de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: «Soy hija de la Iglesia»[100]; como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor»[101]. Semejantes testimonios son representativos de la plena comunión eclesial en la que han participado santos y santas, fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en circunstancias a veces harto difíciles. Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días.

Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al magisterio de los Obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada con nitidez ante el Pueblo de Dios por parte de todas las personas consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la investigación teológica, en la enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios de comunicación social[102]. Puesto que las personas consagradas ocupan un lugar especial en la Iglesia, su actitud a este respecto adquiere un particular relieve ante todo el Pueblo de Dios. Su testimonio de amor filial confiere fuerza e incisividad a su acción apostólica, la cual, en el marco de la misión profética de todos los bautizados, se caracteriza normalmente por cometidos que implican una especial colaboración con la jerarquía[103]. De este modo, con la riqueza de sus carismas, las personas consagradas brindan una específica aportación a la Iglesia para que ésta profundice cada vez más en su propio ser, como sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[104].

La fraternidad en la Iglesia universal

47. Las personas consagradas están llamadas a ser fermento de comunión misionera en la Iglesia universal por el hecho mismo de que los múltiples carismas de los respectivos Institutos son otorgados por el Espíritu

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para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya edificación deben servir (cf. 1 Co 12, 4-11). Es significativo que, en palabras del Apóstol, el « camino más excelente » (1 Co 12, 31), el más grande de todos, es la caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas las diversidades e infunde en todos la fuerza del apoyo mutuo en la acción apostólica. A esto tiende precisamente el peculiar vínculo de comunión, que las varias formas de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica tienen con el Sucesor de Pedro en su ministerio de unidad y de universalidad misionera. La historia de la espiritualidad ilustra profusamente esta vinculación, poniendo de manifiesto su función providencial como garantía tanto de la identidad propia de la vida consagrada, como de la expansión misionera del Evangelio. Sin la contribución de tantos Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica —como han hecho notar los Padres sinodales—, sería impensable la vigorosa difusión del anuncio evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas regiones del mundo, y la primavera cristiana que hoy se constata en las jóvenes Iglesias. Ellos han mantenido firme a través de los siglos la comunión con los Sucesores de Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos Institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión, con una disponibilidad que, llegado el caso, ha alcanzado el verdadero heroísmo.

Emerge de este modo el carácter de universalidad y de comunión que es peculiar de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica. Por la connotación supradiocesana, que tiene su raíz en la especial vinculación con el ministerio petrino, ellos están también al servicio de la colaboración entre las diversas Iglesias particulares[105], en las cuales pueden promover eficazmente el «intercambio de dones», contribuyendo así a una inculturación del Evangelio que asume, purifica y valora la riqueza de las culturas de todos los pueblos[106]. El florecer de vocaciones a la vida consagrada en las Iglesias jóvenes sigue manifestando hoy la capacidad que ésta tiene de expresar, en la unidad católica, las exigencias de los diversos pueblos y culturas.

La vida consagrada y la Iglesia particular

48. Las personas consagradas tienen también un papel significativo dentro de las Iglesias particulares. Este es un aspecto que, a partir de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión y misterio, y sobre las Iglesias particulares como porción del Pueblo de Dios, en las que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica»[107], ha sido desarrollado y regulado por varios documentos sucesivos. A la luz de estos textos aparece con toda evidencia la importancia que reviste la colaboración de las personas consagradas con los Obispos para el desarrollo armonioso de la pastoral diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación de la caridad en la Iglesia particular.

Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos son, en efecto, expresión y fruto de los dones espirituales recibidos por fundadores y fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una «experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne»[108]. La índole propia de cada Instituto comporta un estilo particular de santificación y de apostolado, que tiende a consolidarse en una determinada tradición caracterizada por elementos objetivos[109]. Por eso la Iglesia

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procura que los Institutos crezcan y se desarrollen según el espíritu de los fundadores y de las fundadoras, y de sus sanas tradiciones[110].

Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los Institutos una justa autonomía, gracias a la cual pueden tener su propia disciplina y conservar íntegro su patrimonio espiritual y apostólico. Cometido del Ordinario del lugar es conservar y tutelar esta autonomía[111]. Se pide por tanto a los Obispos que acojan y estimen los carismas de la vida consagrada, reservándoles un espacio en los proyectos de la pastoral diocesana. Deben tener especial solicitud con los Institutos de derecho diocesano, que están confiados de modo particular al cuidado del Obispo del lugar. Una diócesis que quedara sin vida consagrada, además de perder tantos dones espirituales, ambientes apropiados para la búsqueda de Dios, actividades apostólicas y metodologías pastorales específicas, correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu misionero, que es una característica de la mayoría de los Institutos[112]. Se debe por tanto corresponder al don de la vida consagrada que el Espíritu suscita en la Iglesia particular, acogiéndolo con generosidad y con sentimientos de gratitud al Señor.

Una fecunda y ordenada comunión eclesial

49. El Obispo es padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él compete reconocer y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto, el carisma de la vida consagrada como una gracia que no concierne sólo a un Instituto, sino que incumbe y beneficia a toda la Iglesia. Procurará, pues, sustentar y prestar ayuda a las personas consagradas, a fin de que, en comunión con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional, se abran a perspectivas espirituales y pastorales en armonía con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas consagradas, por su parte, no dejarán de ofrecer su generosa colaboración a la Iglesia particular según las propias fuerzas y respetando el propio carisma, actuando en plena comunión con el Obispo en el ámbito de la evangelización, de la catequesis y de la vida de las parroquias.

Es útil recordar que, a la hora de coordinar el servicio que se presta a la Iglesia universal y a la Iglesia particular, los Institutos no pueden invocar la justa autonomía o incluso la exención de que gozan muchos de ellos[113], con el fin de justificar decisiones que, de hecho, contrastan con las exigencias de una comunión orgánica, requerida por una sana vida eclesial. Es preciso, por el contrario, que las iniciativas pastorales de las personas consagradas sean decididas y actuadas en el contexto de un diálogo abierto y cordial entre Obispos y Superiores de los diversos Institutos. La especial atención por parte de los Obispos a la vocación y misión de los distintos Institutos, y el respeto por parte de éstos del ministerio de los Obispos con una acogida solícita de sus concretas indicaciones pastorales para la vida diocesana, representan dos formas, íntimamente relacionadas entre sí, de una única caridad eclesial, que compromete a todos en el servicio de la comunión orgánica —carismática y al mismo tiempo jerárquicamente estructurada— de todo el Pueblo de Dios.

Un diálogo constante animado por la caridad

50. Para promover el conocimiento recíproco, que es requisito obligado de una eficaz cooperación, sobre todo en el ámbito pastoral, es siempre oportuno un constante diálogo de los Superiores y Superioras de los

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Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica con los Obispos. Gracias a estos contactos habituales, los Superiores y Superioras podrán informar a los Obispos sobre las iniciativas apostólicas que desean emprender en sus diócesis, para llegar con ellos a los necesarios acuerdos operativos. Del mismo modo, conviene que sean invitadas a asistir a las asambleas de las Conferencias de Obispos personas delegadas de las Conferencias de Superiores y Superioras mayores, y que, viceversa, delegados de las Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias de Superiores y Superioras mayores, según las modalidades que se determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad que, allí donde aún no existan, se constituyan y sean operativas a nivel nacional comisiones mixtas de Obispos y Superiores y Superioras mayores[114], que examinen juntos los problemas de interés común. Contribuirá también a un mejor conocimiento recíproco la inserción de la teología y de la espiritualidad de la vida consagrada en el plan de estudios teológicos de los presbíteros diocesanos, así como la previsión en la formación de las personas consagradas de un adecuado estudio de la teología de la Iglesia particular y de la espiritualidad del clero diocesano[115].

Finalmente, es consolador el recuerdo de cómo, en el Sínodo, no sólo han tenido lugar numerosas intervenciones sobre la doctrina de la comunión, sino que se ha vivido una satisfactoria experiencia de diálogo, en un clima de recíproca apertura y confianza entre los Obispos y los religiosos y las religiosas presentes. Esto ha suscitado el deseo de que «tal experiencia espiritual de comunión y de colaboración se extienda a toda la Iglesia» incluso después del Sínodo[116]. Es un auspicio que hago mío, para que aumente en todos la mentalidad y la espiritualidad de comunión.

La fraternidad en un mundo dividido e injusto

51. La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo —frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas sobre la vías a seguir—, las comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades.

Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la fuerza transformadora de la Buena Nueva[117], que hace reconocer a todos como hijos de Dios e incita al amor oblativo hacia todos, y especialmente hacia los últimos. Estas comunidades son lugares de esperanza y de descubrimiento de las Bienaventuranzas; lugares en los que el amor, nutrido de la oración y principio de comunión, está llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de alegría.

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Particularmente los Institutos internacionales, en esta época caracterizada por la dimensión mundial de los problemas y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo, tienen el cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las culturas. En un clima de fraternidad, la apertura a la dimensión mundial de los problemas no ahogará la riqueza de los dones particulares, y la afirmación de una característica particular no creará contrastes con las otras, ni atentará a la unidad. Los Institutos internacionales pueden hacer esto con eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad.

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JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte.

IV. TESTIGOS DEL AMOR

42. « En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn 13,35). Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas, nuestra programación pastoral se inspirará en el « mandamiento nuevo » que él nos dio: « Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros » (Jn 13,34).

Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comunión es el fruto y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de todos nosotros « un solo corazón y una sola alma » (Hch 4,32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como « sacramento », o sea, « signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano ».26

Las palabras del Señor a este respecto son demasiado precisas como para minimizar su alcance. Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia también este nuevo siglo; pero si faltara la caridad (ágape), todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol Pablo en el himno a la caridad: aunque habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y tuviéramos una fe « que mueve las montañas », si faltamos a la caridad, todo sería « nada » (cf. 1 Co 13,2). La caridad es verdaderamente el « corazón » de la Iglesia, como bien intuyó santa Teresa de Lisieux, a la que he querido proclamar Doctora de la Iglesia, precisamente como experta en la scientia amoris: « Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón y que este Corazón ardía de amor. Entendí que sólo el amor movía a los miembros de la Iglesia [...]. Entendí que el amor comprendía todas las vocaciones, que el Amor era todo ».27

Espiritualidad de comunión

43. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.

¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda

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amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un « don para mí », además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento.

44. Sobre esta base el nuevo siglo debe comprometernos más que nunca a valorar y desarrollar aquellos ámbitos e instrumentos que, según las grandes directrices del Concilio Vaticano II, sirven para asegurar y garantizar la comunión. ¿Cómo no pensar, ante todo, en los servicios específicos de la comunión que son el ministerio petrino y, en estrecha relación con él, la colegialidad episcopal? Se trata de realidades que tienen su fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo sobre la Iglesia,28 pero que precisamente por eso necesitan de una continua verificación que asegure su auténtica inspiración evangélica.

También se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo.

45. Los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la comunión ha de ser patente en las relaciones entre Obispos, presbíteros y diáconos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos, entre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez más los organismos de participación previstos por el Derecho canónico, como los Consejos presbiterales y pastorales. Éstos, como es sabido, no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que actúan de manera consultiva y no deliberativa29 sin embargo, no pierden por ello su significado e importancia. En efecto, la teología y la espiritualidad de la comunión aconsejan una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles, manteniéndolos por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por otro, impulsándolos a confluir normalmente incluso en lo opinable hacia opciones ponderadas y compartidas.

Para ello, hemos de hacer nuestra la antigua sabiduría, la cual, sin perjuicio alguno del papel jerárquico de los Pastores, sabía animarlos a escuchar atentamente a todo el Pueblo de Dios. Es significativo lo que san Benito recuerda al Abad del monasterio, cuando le invita a consultar también a los más jóvenes: « Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor ».30 Y san Paulino de Nola exhorta: « Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios ».31

Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la

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espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios.

Variedad de vocaciones

46. Esta perspectiva de comunión está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un sólo cuerpo, el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,12). Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendiéndola en sus múltiples necesidades: de la catequesis a la animación litúrgica, de la educación de los jóvenes a las más diversas manifestaciones de la caridad.

Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo —sobre todo con la oración insistente al Dueño de la mies (cf. Mt 9,38)— en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Éste es un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todas las partes del mundo. Además, en algunos países de antigua evangelización, se ha hecho incluso dramático debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo. Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino.

En este contexto cobran también toda su importancia las demás vocaciones, enraizadas básicamente en la riqueza de la vida nueva recibida en el sacramento del Bautismo. En particular, es necesario descubrir cada vez mejor la vocación propia de los laicos, llamados como tales a « buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios »32 y a llevar a cabo « en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde [...] con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres ».33

En esta misma línea, tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices de los Pastores. Pero es también exigente y perentoria para todos la exhortación del Apóstol: « No extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías, examinadlo todo y quedaos con lo bueno » (1 Ts 5,19-21).

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CONFERENCIA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGERSOBRE LA ECLESIOLOGÍA DE LA "LUMEN GENTIUM"

PRONUNCIADA EN EL CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LA APLICACIÓN DEL CONCILIO VATICANO II,ORGANIZADO POR EL COMITÉ PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

En el tiempo de la preparación del concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el cardenal Frings me relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había impresionado profundamente. El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el Concilio, pero había invitado a los obispos del mundo entero a proponer sus prioridades, de forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal brotara la temática de la que se debía ocupar el Concilio.

También en la Conferencia episcopal alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la reunión de los obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, se opinaba que el tema debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I, interrumpido antes de concluir a causa de la guerra franco-alemana, no había podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica; sólo había dejado un capítulo de eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de llegar a una visión global de la Iglesia, parecía ser la tarea urgente del inminente concilio Vaticano II.

A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había implicado una profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación totalmente individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la Iglesia, y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, el título programático de "Kirchliche Dogmatik" (Dogmática eclesial): como decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe.

Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el tema debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado el Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la tercera edición-, se había granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: "Queridos hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más importante". Los obispos quedaron impresionados por la profundidad de esas palabras. Como es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior, y se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo.

Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann Baptist Metz se despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: "La crisis que ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al menos exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios". "De forma esquemática se podría decir:

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religión sí, Dios no; pero este "no", a su vez, no se ha de entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen ya grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios, de forma serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...". "También la Iglesia tiene una concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy -como sucedió, por ejemplo, todavía en el concilio Vaticano I- de Dios, sino sólo -como, por ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra eclesiológicamente".

Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos recuerdan, en primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue sólo un concilio eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios -y no solamente dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-, del Dios que es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es evidente que una relación dedicada a la eclesiología del Concilio debe plantearse esa pregunta.

Quisiera anticipar inmediatamente mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar el discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en sentido propiamente teo-lógico, pero la acogida del Concilio hasta ahora ha omitido esta característica determinante, privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas, llamativas, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares.

Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que fuera la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir que, en la arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur".

La constitución sobre la Iglesia -Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar, debería considerarse vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración, por la misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la tercera constitución -Dei Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se realiza la glorificación de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo la luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación de Dios.

Ciertamente, en la historia del posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a partir de este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la liturgia, ocupados como están de modo cada vez más apremiante en reflexionar sobre cómo pueden hacer que la liturgia sea cada vez más atractiva, comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más activamente, no han tenido en cuenta que, en realidad, la liturgia se "hace" para Dios y no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo esencial.

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Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante todo en la conciencia de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al primado del Papa, la revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal, la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás religiones; y, por último, la cuestión del estado específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que habla el Credo, "subsistit in Ecclesia catholica". Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque, como era de prever, se le han dado las interpretaciones más contradictorias: desde la idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa, hasta la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de que la Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad.

En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el concepto de pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la liberación, se comprendió, con el uso de la palabra marxista de pueblo, como contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en el sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar también a la Iglesia.

Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las diversas situaciones, al estilo occidental, como "democratización", o en el sentido de las "democracias populares" orientales.

Poco a poco estos "fuegos artificiales de palabras" (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo de Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos de poder se han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario en los consejos parroquiales; pero, por otra, también porque un sólido trabajo teológico ha mostrado de modo incontrovertible que eran insostenibles esas politizaciones de un concepto procedente de un ámbito totalmente diverso.

Como resultado de análisis exegéticos esmerados, el exégeta de Bochum Werner Berg, por ejemplo, afirma: «A pesar del escaso número de pasajes que contienen la expresión pueblo de Dios -desde este punto de vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro- se puede destacar algo que tienen en común: la expresión pueblo de Dios manifiesta el parentesco con Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo que se designa como pueblo de Dios; por tanto, una dirección vertical. La expresión se presta menos a describir la estructura jerárquica de esta comunidad, sobre todo si el pueblo de Dios es descrito como interlocutor de los ministros... A partir de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito de protesta contra los ministros: "nosotros somos el pueblo de Dios"».

El profesor de teología fundamental de Paderborn Josef Meyer zu Schlochtern concluye la reseña sobre la discusión en torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del Vaticano II sobre la Iglesia termina el capítulo correspondiente "designando la estructura trinitaria como fundamento de la última determinación de la Iglesia". Así, la discusión vuelve al punto esencial: la Iglesia no existe para sí misma, sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los hombres en torno a sí, para preparar el

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momento en que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). Precisamente se había abandonado el concepto de Dios en los "fuegos artificiales" en torno a esta expresión y así había quedado privado de su significado.

En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida. La crisis de la Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es "crisis de Dios"; deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una lucha por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del mundo; para ella no hace falta la Iglesia.

Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que debía tratar de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo una nueva tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en el concepto básico: "eclesiología de comunión".

Me alegró esta nueva forma de centrar la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades, también traté de prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra comunión no ocupa en el Concilio un lugar central. A pesar de ello, si se entiende correctamente, puede servir de síntesis para los elementos esenciales del concepto cristiano de la eclesiología conciliar.

Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto" (1 Jn 1, 3).

Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino.

A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica.

En la expresión "gozo perfecto" se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y, por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo: "Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto" (Jn 16, 20. 22. 24). Si se compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san Lucas- aparece claro que "gozo" y "Espíritu Santo" son equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente.

Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión

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de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan..." (1 Co 10, 16-17).

La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y escatológica.

En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la "representación de Cristo" y, por tanto, la red del servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las relaciona entre sí de modo correcto.

Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de competencias entre la una y la otra.

Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del "igualitarismo", según el cual en la comunión sólo podría haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9, 33-37). De camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí a lo largo del camino. "Pero ellos callaban", porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande, es decir, una especie de discusión sobre el primado.

¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.

Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse.

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Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que afecta siempre a todos.

Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la Congregación para la doctrina de la fe creyó conveniente preparar la "Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión" (Communionis notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular.

Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los santos Padres la Iglesia una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf. Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo la voluntad de Dios la teleología interior de la creación.

A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia -nuevamente en relación con el Antiguo Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la mujer serán "una sola carne" (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la Iglesia serán "una sola carne", un cuerpo, y así "Dios será todo en todos". Esta prioridad ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares, me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas.

En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver a la Iglesia

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en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel en el Antiguo Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario esperar hasta las cartas deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la prioridad ontológica, reafirmada por la Congregación para la doctrina de la fe, de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares. En el corazón de las grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos habla de la Jerusalén celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una realidad que nos precede: "Esta Jerusalén es nuestra madre" (Ga 4, 26). Al respecto, H. Schlier destaca que para san Pablo, como para la tradición judaica en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el nuevo eón. Pero para el Apóstol este nuevo eón ya está presente "en la Iglesia cristiana. Esta es para él la Jerusalén celestial en sus hijos".

Aunque la prioridad ontológica de la única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda de que la cuestión relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la Iglesia en Pentecostés por obra del Espíritu Santo. Ahora no quiero discutir la cuestión de la historicidad de este relato. Lo que cuenta es la afirmación teológica, que interesa a san Lucas. La Congregación para la doctrina de la fe llama la atención sobre el hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre todo en la renovada comunidad de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino que son los Apóstoles, los que llevarán el Evangelio hasta los confines de la tierra.

Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al mismo tiempo el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -como desde el inicio se hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios- se extiende a todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo de Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con razón, interpretaron este relato del milagro de las lenguas como una anticipación de la "Catholica" -la Iglesia desde el primer instante está orientada "kat'holon"-, abarca todo el universo.

A eso corresponde el hecho de que san Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que el auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa tabla helenística de los pueblos con un decimotercer nombre: los romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del Orbis. No expresa exactamente el sentido del texto de la Congregación para la doctrina de la fe Walter Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de Jerusalén fue de hecho Iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue: "Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues, desde el punto de vista histórico, probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de la comunidad de Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea".

Aquí no se trata de la cuestión, para nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente cuándo y dónde surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior de la Iglesia en el tiempo, que san Lucas quiere describir y que, más allá de toda indicación empírica, nos lleva a la fuerza del Espíritu Santo. Pero, sobre todo, no se hace justicia al relato lucano si se dice que la "comunidad originaria

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de Jerusalén" era al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesia local. La primera realidad en el relato de san Lucas no es una comunidad jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo Israel, que es único, se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de Dios, por medio del milagro de las lenguas, aun antes de ser la representación de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como una unidad que abarca todos los tiempos y todos los lugares.

En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza inmediatamente también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir demasiado valor a la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que san Lucas en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia, en los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante, para todos los pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento está orientada a expresarse en todas las culturas y precisamente así destinada a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local que crece lentamente, sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una universalidad desde el primer instante.

La resistencia contra las afirmaciones de la precedencia de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares es teológicamente difícil de comprender o, incluso, incomprensible. Sólo resulta comprensible a partir de una sospecha, que sintéticamente se ha formulado así: "Totalmente problemática resulta la fórmula, si la única Iglesia universal se identifica tácitamente con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia. Si esto sucede, entonces la carta de la Congregación para la doctrina de la fe no se puede entender como una contribución al esclarecimiento de la eclesiología de comunión; se debe comprender como su abandono y como el intento de una restauración del centralismo romano".

En ese texto la identificación de la Iglesia universal con el Papa y la Curia se introduce primero como hipótesis, como peligro, pero luego parece atribuirse de hecho a la carta de la Congregación para la doctrina de la fe, a la que así se presenta como restauración teológica y, por tanto, como alejamiento del concilio Vaticano II.

Este salto de interpretación sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy difundida. Es una expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas partes, y que manifiesta también una creciente incapacidad de representarse algo concreto bajo la Iglesia universal, bajo la Iglesia una, santa y católica. Como único elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y si se les da una clasificación demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible que se vean como una amenaza.

Así, después de lo que sólo aparentemente ha sido un excursus, nos encontramos concretamente frente a la cuestión de la interpretación del Concilio. La pregunta que nos planteamos ahora es la siguiente: ¿Qué idea de Iglesia universal tiene propiamente el Concilio? No se puede decir, con verdad, que la carta de la Congregación para la doctrina de la fe "identifica tácitamente la Iglesia universal con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia". Esta tentación surge cuando anteriormente se identifica la Iglesia local de Jerusalén con la Iglesia universal, es decir, cuando se reduce el concepto de Iglesia a las comunidades que aparecen empíricamente y se pierde de vista su profundidad teológica.

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Conviene volver, con estos interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente la primera frase de la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a la Iglesia como una realidad cerrada en sí misma, sino que la ve a partir de Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (Lumen gentium, 1). En el fondo se aprecia ahí la imagen presente en la teología de los santos Padres, que ve en la Iglesia la luna, la cual no tiene de por sí luz propia, sino que refleja la luz del sol, Cristo. Así la eclesiología aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero, dado que nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del Padre; y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a la escucha del Espíritu Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha necesariamente hasta convertirse en una eclesiología trinitaria (cf. ib., 2-4).

El discurso sobre la Iglesia es un discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta apertura trinitaria, que ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto, aprendemos, a partir de las realizaciones históricas concretas, y en todas ellas, lo que es la Iglesia una, santa, lo que significa "Iglesia universal". Esto se esclarece aún más cuando sucesivamente se muestra el dinamismo interior de la Iglesia hacia el reino de Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de comprender teo-lógicamente, se trasciende a sí misma: es la reunión para el reino de Dios, la irrupción en él.

Luego se presentan brevemente las diversas imágenes de la Iglesia, todas las cuales representan a la única Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la ciudad santa, nuestra madre, la Jerusalén celestial, la grey de Dios, etc. Al final, eso se concreta ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica a la pregunta: ¿qué es esta única Iglesia universal, la cual precede ontológica y temporalmente a las Iglesias locales? ¿Dónde está? ¿Dónde podemos verla actuar?

La constitución responde hablándonos de los sacramentos. En primer lugar está el bautismo: es un acontecimiento trinitario, es decir, totalmente teológico, mucho más que una socialización vinculada a la Iglesia local, como, por desgracia, a menudo se dice hoy, desnaturalizando el concepto. El bautismo no deriva de la comunidad concreta; nos abre la puerta a la única Iglesia; es la presencia de la única Iglesia, y sólo puede brotar a partir de ella, de la Jerusalén celestial, de la nueva madre. Al respecto, el conocido ecumenista Vinzenz Pfnür ha dicho recientemente: el bautismo es ser insertados "en el único cuerpo de Cristo, abierto para nosotros en la cruz (cf. Ef 2, 16), en el que... son bautizados por medio del único Espíritu (cf. 1 Co 12, 13), lo cual es esencialmente mucho más que el anuncio bautismal común en muchos lugares: hemos acogido en nuestra comunidad...". En el bautismo llegamos a ser miembros de este único cuerpo, "lo cual no debe confundirse con la pertenencia a una Iglesia local. De él forma parte la única esposa y el único episcopado..., en el cual, como dice san Cipriano, sólo se participa en la comunión de los obispos".

En el bautismo la Iglesia universal precede continuamente a la Iglesia local y la constituye. Basándose en esto, la carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la comunión puede decir que en la Iglesia no hay extranjeros: cada uno en cualquier parte está en su casa, y no es huésped. Siempre se trata de la única

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Iglesia, la única y la misma. Quien es bautizado en Berlín, está en su casa en la Iglesia en Roma o en Nueva York o en Kinshasa o en Bangalore o en cualquier otro lugar, del mismo modo que en la Iglesia donde fue bautizado. No debe registrarse de nuevo, pues la Iglesia es única. El bautismo viene de ella y da a luz en ella. Quien habla del bautismo, de por sí habla también de la palabra de Dios, que para la Iglesia entera es sólo una, y continuamente la precede en todos los lugares, la convoca y la edifica. Esta palabra está por encima de la Iglesia y, a pesar de ello, está en ella, ha sido encomendada a ella como sujeto vivo. Para estar presente de modo eficaz en la historia, la palabra de Dios necesita este sujeto, pero este sujeto, a su vez, no subsiste sin la fuerza vivificante de la palabra, que ante todo la hace sujeto.

Cuando hablamos de la palabra de Dios, nos referimos también al Credo, que está en el centro del evento bautismal; es la modalidad con la que la Iglesia acoge la palabra y la hace propia, siendo de algún modo palabra y, al mismo tiempo, respuesta. También aquí está presente la Iglesia universal, la única Iglesia, de modo muy concreto y perceptible.

El texto conciliar pasa del bautismo a la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos convierte así en su cuerpo. Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para toda Iglesia local, es el lugar de la inserción en el único Cristo, el llegar a ser uno con todos los que participan en la comunión universal, que une el cielo y la tierra, a los vivos y a los muertos, el pasado, el presente y el futuro, y abre a la eternidad.

La Eucaristía no nace de la Iglesia local y no termina en ella. Manifiesta continuamente que Cristo entra en nosotros desde fuera a través de nuestras puertas cerradas. Viene continuamente a nosotros desde fuera, desde el único y total cuerpo de Cristo, y nos introduce en él. Este "extra nos" del sacramento se revela también en el ministerio del obispo y del presbítero: la Eucaristía necesita del sacramento del servicio sacerdotal precisamente porque la comunidad no puede darse a sí misma la Eucaristía; debe recibirla del Señor a través de la mediación de la única Iglesia.

La sucesión apostólica, que constituye el ministerio sacerdotal, implica tanto el aspecto sincrónico como el diacrónico del concepto de Iglesia: pertenecer al conjunto de la historia de la fe desde los Apóstoles y estar en comunión con todos los que se dejan reunir por el Señor en su cuerpo. La constitución Lumen gentium sobre la Iglesia trató de forma destacada del ministerio episcopal en el tercer capítulo y aclaró su significado a partir del concepto fundamental del colegio. Este concepto, que sólo aparece de forma marginal en la tradición, sirve para ilustrar la unidad interior del ministerio episcopal. No se es obispo como individuo, sino a través de la pertenencia a un cuerpo, a un colegio, el cual a su vez representa la continuidad histórica del colegio de los Apóstoles. En este sentido, el ministerio episcopal deriva de la única Iglesia e introduce en ella. Precisamente aquí se puede comprobar que no existe teológicamente ninguna contraposición entre Iglesia local e Iglesia universal. El obispo representa en la Iglesia local a la única Iglesia, y edifica la única Iglesia mientras edifica la Iglesia local y aprovecha sus dones particulares para la utilidad de todo el cuerpo.

El ministerio del Sucesor de Pedro es un caso particular del ministerio episcopal y está vinculado de modo especial a la responsabilidad de la unidad de la Iglesia entera. Pero este ministerio de Pedro y su responsabilidad ni siquiera podrían existir si no existiera ante todo la Iglesia universal. En efecto, se movería en el vacío y constituiría una pretensión absurda. Sin duda hubo que ir redescubriendo continuamente,

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incluso con grandes esfuerzos y sufrimientos, la correlación correcta de episcopado y primado. Pero esta búsqueda sólo se plantea de modo correcto cuando se considera a partir del primado de la misión específica de la Iglesia, y orientada y subordinada a él en todo tiempo; es decir, la tarea de llevar a Dios a los hombres, y a los hombres a Dios. El objetivo de la Iglesia es el Evangelio, y en ella todo debe girar en torno a él.

En este momento quisiera interrumpir el análisis del concepto de comunión y tomar posición, al menos brevemente, con respecto al aspecto más discutido de la Lumen gentium: el significado de la ya mencionada frase, en el número 8 de dicha constitución, según la cual la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo profesamos única, santa, católica y apostólica, "subsiste" en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La Congregación para la doctrina de la fe, en 1985, se vio obligada a tomar posición con respecto a ese texto, muy discutido, con ocasión de un libro de Leonardo Boff, en el que el autor sostenía la tesis de que la única Iglesia de Cristo, al igual que subsiste en la Iglesia católica romana, de la misma forma subsiste también en otras Iglesias cristianas. Es superfluo decir que el pronunciamiento de la Congregación para la doctrina de la fe fue objeto de fuertes críticas y luego relegado al olvido.

En el intento de analizar cuál es la situación actual de la aplicación de la eclesiología conciliar, la cuestión de la interpretación del "subsistit" es inevitable, y al respecto se debe tener presente el único pronunciamiento oficial del Magisterio después del Concilio sobre este palabra, es decir, la citada Notificación.

Quince años más tarde, aparece con mucha mayor claridad que entonces que no se trataba meramente de un autor teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que circula, con diversas variantes, y que sigue vigente en la actualidad.

La clarificación de 1985 presentó con amplitud el contexto de la tesis de Boff, a la que hemos aludido. No es necesario profundizar más esos detalles, porque lo que nos interesa es algo más fundamental. La tesis, cuyo representante entonces era Boff, se podría caracterizar como relativismo eclesiológico. Encuentra su justificación en la teoría según la cual el "Jesús histórico" de por sí no habría pensado en una Iglesia y, por tanto, mucho menos la habría fundado. La Iglesia, como realidad histórica, sólo habría surgido después de la Resurrección, en el proceso de pérdida de tensión escatológica, a causa de las inevitables necesidades sociológicas de la institucionalización, y al inicio ni siquiera habría existido una Iglesia universal "católica", sino sólo diversas Iglesias locales, con diversas teologías, diversos ministerios, etc.

Por tanto, ninguna Iglesia institucional podría afirmar que es la única Iglesia de Jesucristo, querida por Dios mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de necesidades sociológicas, y en consecuencia, como tales, todas serían construcciones que se pueden o, incluso, se deben cambiar radicalmente según las nuevas circunstancias. En su calificación teológica se diferenciarían de modo muy secundario. Así pues, se podría decir que en todas, o por lo menos en muchas, subsistiría la "única Iglesia de Cristo".

A propósito de esa hipótesis, surge naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa visión, se puede hablar simplemente de una única Iglesia de Cristo?

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La tradición católica, por el contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los evangelistas, cree en ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino de Dios, para su realización reunió en torno a sí algunos discípulos; no sólo les dio su palabra como nueva interpretación del Antiguo Testamento, sino también, en el sacramento de la última Cena, les hizo el don de un nuevo centro unificante, por medio del cual todos los que se profesan cristianos, de un modo totalmente nuevo, llegan a ser uno con él, hasta el punto de que san Pablo pudo designar esa comunión como formar un solo cuerpo con Cristo, como la unidad de un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces resulta evidente que la promesa del Espíritu Santo no era un anuncio vago, sino que indicaba la realidad de Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada y hecha por hombres, sino que fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del Espíritu Santo.

Entonces, la institución y el Espíritu están en la Iglesia en una relación muy diversa de la que las mencionadas corrientes de pensamiento quisieran sugerirnos. Entonces la institución no es simplemente una estructura, que se puede cambiar o derribar a placer, que no tendría nada que ver con la realidad de la fe como tal. En consecuencia, esta forma de corporeidad pertenece a la Iglesia misma. La Iglesia de Cristo no está oculta de modo inaferrable detrás de las múltiples configuraciones humanas, sino que existe realmente, como Iglesia verdadera, que se manifiesta en la profesión de fe, en los sacramentos y en la sucesión apostólica.

Por consiguiente, el Vaticano II, con la fórmula del "subsistit", de acuerdo con la tradición católica, quería decir exactamente lo contrario de lo que dice el "relativismo eclesiológico": la Iglesia de Jesucristo existe realmente. Él mismo la quiso, y el Espíritu Santo la crea continuamente desde Pentecostés, a pesar de todos los límites humanos, y la sostiene en su identidad esencial. La institución no es una exterioridad inevitable, pero teológicamente irrelevante o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial, pertenece a la realidad concreta de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella".

Al llegar a este punto, resulta necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la palabra "subsistit". Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula de Pío XII que, en su encíclica Mystici corporis Christi, había dicho: la Iglesia católica "es" ("est") el único cuerpo de Cristo. En la diferencia entre "subsistit" y "est" subyace todo el problema ecuménico. La palabra "subsistit" deriva de la filosofía antigua, desarrollada ulteriormente en la escolástica. A ella corresponde la palabra griega "hypóstasis", que en la cristología desempeña un papel fundamental para describir la unión de las naturalezas divina y humana en la persona de Cristo. "Subsistere" es un caso especial de "esse". Es el ser en la forma de un sujeto "a se stante". Aquí se trata precisamente de esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto concreto en este mundo, puede encontrarse en la Iglesia católica. Eso sólo puede suceder una vez, y la concepción según la cual el "subsistit" se debería multiplicar no corresponde a lo que pretendía decir. Con la palabra "subsistit" el Concilio quería expresar la singularidad y la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la Iglesia como sujeto en la realidad histórica.

Sin embargo, la diferencia entre "subsistit" y "est" encierra el drama de la división eclesial. Aunque la Iglesia sólo sea una y subsista en un único sujeto, también fuera de este sujeto existen realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales. Dado que el pecado es una contradicción, en

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definitiva esta diferencia entre "subsistit" y "est" no puede resolverse plenamente desde el punto de vista lógico. En la paradoja de la diferencia entre singularidad y realidad concreta de la Iglesia, por una parte, y existencia de una realidad eclesial fuera del único sujeto, por otra, se refleja lo contradictorio que es el pecado humano, lo contradictoria que es la división. Esa división es algo totalmente diferente de la dialéctica relativista, antes descrita, en la que la división de los cristianos pierde su aspecto doloroso y en realidad no es una fractura, sino sólo el manifestarse de las múltiples variaciones de un único tema, en el que todas las variaciones, de alguna manera, tienen razón y de algún modo no la tienen. En realidad no existe una necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de todos modos, en verdad, la única Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna. Por tanto, en realidad, el cristianismo sólo existiría en la correlación dialéctica de variaciones opuestas. El ecumenismo consistiría en que todos, de algún modo, se reconocen recíprocamente, porque todos serían sólo fragmentos de la realidad cristiana.

El ecumenismo sería, por consiguiente, resignarse a una dialéctica relativista, dado que el Jesús histórico pertenece al pasado y, de cualquier modo, la verdad sigue estando escondida.

La visión del Concilio es muy diversa: el hecho de que en la Iglesia católica esté presente el "subsistit" del único sujeto Iglesia no es mérito de los católicos, sino sólo obra de Dios, que él hace perdurar a pesar del continuo demérito de los sujetos humanos. Estos no pueden gloriarse de ello, sino sólo admirar la fidelidad de Dios, avergonzándose de sus pecados y al mismo tiempo llenos de gratitud. Pero el efecto de sus pecados se puede ver: todo el mundo contempla el espectáculo de las comunidades cristianas divididas y enfrentadas, que reivindican recíprocamente sus pretensiones de verdad y así aparentemente hacen inútil la oración que Cristo elevó en la víspera de su pasión. Mientras la división, como realidad histórica, es perceptible a todos, la subsistencia de la única Iglesia en la figura concreta de la Iglesia católica sólo se puede percibir como tal por la fe.

El concilio Vaticano II advirtió esta paradoja y, precisamente por eso, declaró que el ecumenismo es un deber, como búsqueda de la verdadera unidad, y la encomendó a la Iglesia del futuro.

Llego a la conclusión. Quien quiere comprender la orientación de la eclesiología conciliar, no puede olvidar los capítulos 4-7 de la constitución Lumen gentium, en los que se habla de los laicos, de la vocación universal a la santidad, de los religiosos y de la orientación escatológica de la Iglesia. En esos capítulos se vuelve a destacar una vez más el objetivo intrínseco de la Iglesia, lo que es más esencial a su existencia: se trata de la santidad, de cumplir la voluntad de Dios, de que en el mundo exista espacio para Dios, de que pueda Dios habitar en él y así el mundo se convierta en su "reino". La santidad es algo más que una cualidad moral. Es el habitar de Dios con los hombres, de los hombres con Dios, la "tienda" de Dios entre nosotros y en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14). Se trata del nuevo nacimiento, no de carne ni de sangre, sino de Dios (cf. Jn 1, 13). La orientación a la santidad es lo mismo que la orientación escatológica, y de hecho ahora esa orientación a la santidad, a partir del mensaje de Jesús, es fundamental para la Iglesia. La Iglesia existe para convertirse en morada de Dios en el mundo, siendo así "santa": por ser más santos se debería competir en la Iglesia, y no sobre mayores o menores derechos de precedencia, ni sobre quién debe ocupar los primeros lugares. Y todo esto, una vez más, se halla recogido y sintetizado en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia, que trata de la Madre del Señor.

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A primera vista, la inserción de la mariología dentro de la eclesiología, que realizó el Concilio, podría parecer más bien casual. Desde el punto de vista histórico, es verdad que esta inserción la decidió una mayoría muy relativa de padres. Pero desde un punto de vista más interior, esta decisión corresponde perfectamente a la orientación del conjunto de la constitución: sólo entendiendo esta correlación, se entiende correctamente la imagen de la Iglesia que el Concilio quería trazar. En esta decisión se aprovecharon las investigaciones de H. Rahner, A. Müller, R. Laurentin y Karl Delahaye, gracias a los cuales la mariología y la eclesiología se renovaron y profundizaron al mismo tiempo. Sobre todo Hugo Rahner mostró de modo notable, a partir de las fuentes, que toda la mariología fue pensada y enfocada por los santos Padres ante todo como eclesiología: la Iglesia es virgen y madre, fue concebida sin pecado y lleva el peso de la historia, sufre y, a pesar de eso, ya está elevada a los cielos.

En el curso del desarrollo sucesivo se revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada en María, es personificada en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado, cerrado en sí mismo, sino que entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está cerrada de forma individualista y la comunidad no se comprende de forma colectivista, de modo impersonal; ambas se superponen recíprocamente de forma inseparable. Esto vale ya para la mujer del Apocalipsis, tal como aparece en el capítulo 12: no es correcto limitar esta figura exclusivamente, de modo individualista, a María, porque en ella se contempla al mismo tiempo a todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que sufre y en el sufrimiento es fecundo; pero tampoco es correcto excluir de esta imagen a María, la madre del Redentor. Así, en la superposición entre persona y comunidad, como la encontramos en este texto, ya está anticipada la relación íntima entre María y la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de los Padres y, al final, la recogió el Concilio. El hecho de que más tarde ambas se hayan separado, de que María haya sido considerada como un individuo lleno de privilegios y por eso infinitamente lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a su vez, haya sido vista de modo impersonal y puramente institucional, ha dañado en igual medida tanto a la mariología como a la eclesiología.

Aquí han influido las divisiones, que ha realizado de modo particular el pensamiento occidental y que, por lo demás, tienen sus buenos motivos. Pero si queremos comprender correctamente a la Iglesia y a María, debemos saber volver a la situación anterior a esas divisiones, para entender la naturaleza superindividual de la persona y superinstitucional de la comunidad, precisamente donde la persona y la comunidad se remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo Adán.

La visión mariana de la Iglesia y la visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan en definitiva a Cristo y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la santidad, lo que es la morada de Dios en el hombre y en el mundo, lo que debemos entender por tensión "escatológica" de la Iglesia. Sólo así el capítulo de María se presenta como culmen de la eclesiología conciliar y nos remite a su punto de partida cristológico y trinitario.

Para ofrecer una muestra de la teología de los santos Padres, quisiera proponer, como conclusión, un texto de san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: "Así pues, estad firmes en el terreno de vuestro corazón. El Apóstol nos explica lo que significa estar; Moisés lo escribió: "el lugar en el que estás es tierra santa". Nadie está, si no es quien está firme en la fe... y también está escrito: "Pero tú está firme conmigo". Tú estarás

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firme conmigo si estás en la Iglesia. La Iglesia es la tierra santa sobre la que debemos estar.... Por tanto, está firme, está en la Iglesia. Está firme donde quiero aparecerme a ti, allí estaré junto a ti. Donde está la Iglesia, allí es el lugar firme de tu corazón. Sobre la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la Iglesia yo me he aparecido a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza eres tú, yo soy el fuego. Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy, para iluminarte; para quemar las espinas de tus pecados, para darte el favor de mi gracia".

Card. JOSEPH RATZINGER

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

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La Iglesia, una comunidad siempre en camino

Joseph Ratzinger

NOTA IMPORTANTE: En la presente edición digital no aparecen todas las notas de pie de página del libro original, debido a su gran número y extensión. Se dejaron sólo las principales, especialmente las aclaraciones del Santo Padre. El cuerpo del texto sí es el mismo que en el original.

CONTENIDO

Presentación

Preámbulo

1. Origen y naturaleza de la Iglesia

1. Consideraciones metodológicas preliminares

2. El testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia

2.1. Jesús y la Iglesia

2.2. La autodesignación de la Iglesia

2.3. La doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo

3. La visión de la Iglesia en los Hechos de los Apóstoles

2. El primado de Pedro y la unidad de la Iglesia

1. El puesto de Pedro en el Nuevo Testamento

1.1. La misión de Pedro en el conjunto de la tradición neotestamentaria

1.2. Pedro en el grupo de los doce, según la tradición sinóptica

1.3. El dicho sobre el ministerio de Mt 16, 17-19

2. La sucesión de Pedro

2.1. El principio de la sucesión en general

2.2. La sucesión romana de Pedro

3. Reflexiones finales

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3. Iglesia universal e Iglesia particular. El cometido del obispo

1. Eclesiología eucarística y ministerio episcopal

2. Las estructuras de la Iglesia universal en la eclesiología eucarística

3. Consecuencias para el ministerio y el cargo del obispo

4. Naturaleza del sacerdocio

Reflexiones preliminares: los problemas

1. La fundación del ministerio neotestamentario: apostolado como participación en la misión de

Cristo

2. La sucesión de los apóstoles

3. Sacerdocio universal y sacerdocio particular: Antiguo y Nuevo Testamento

4. Observaciones finales para el sacerdote de hoy

5. Una compañía en el camino. La Iglesia y su ininterrumpida renovación

1. El descontento respecto a la Iglesia

2. Reforma inútil

3. La esencia de la verdadera reforma

4. Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma

5. El sufrimiento, el martirio y el gozo de la redención

6. Conciencia y verdad

1. Una conversación sobre la conciencia errónea y algunas primeras conclusiones

2. Newman y Sócrates, guías de la conciencia

3. Consecuencias sistemáticas: los dos niveles de la conciencia

3.1. Anámnesis

3.2. Conscientia

4. Conciencia y gracia

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Epílogo. ¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?

Presentación

Sí, la Iglesia está viva... Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro», con estas palabras, llenas de esperanza y optimismo, inauguraba Benedicto XVI su pontificado. El que fuera gran teólogo y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe en el último cuarto del siglo XX recopiló en este libro, hace algo más de una década, una serie de reflexiones sobre la Iglesia y su misión. Ahora rescatamos para nuestros lectores esta magnífica obra eclesiológica que no sólo no ha perdido actualidad, sino que adquiere mayor fuerza y vitalidad por la providencial trayectoria del autor y su nueva misión petrina. Entonces, el Cardenal Joseph Ratzinger decía que «preguntarse por la Iglesia equivalía en gran medida a preguntarse cómo hacerla diferente y mejor». A lo largo de seis breves capítulos se interrogaba por su origen y naturaleza, por su unidad y el primado de Pedro, por su universalidad y reforma, por la naturaleza del sacerdocio y otros temas de interés. El subtítulo de la obra es también altamente significativo: Una comunidad siempre en camino, pues este sentido de peregrinación de la comunidad eclesial ha vuelto a ser retomado por Benedicto XVI, como decía en la Santa Misa de la Plaza de San Pedro, el día 24 de abril, con motivo de la entrega del Palio petrino y del anillo del Pescador al Obispo de Roma: «La Iglesia en su conjunto ha de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y vida en plenitud».

El Editor

Preámbulo

Preguntar hoy por la Iglesia equivale, en gran medida, a preguntar cómo hacerla diferente y mejor. Ya el que desea reparar una radio, y más aún el que se propone curar un organismo, debe examinar ante todo cómo está articulado ese organismo. El que, además, desea que la acción no sea ciega, y por lo mismo destructiva, debe interrogarse ante todo por el ser. También hoy la voluntad de actuar en la Iglesia exige ante todo paciencia para preguntarse qué es la Iglesia, de dónde viene y a qué fin está ordenada; también hoy la ética eclesial sólo puede estar rectamente orientada si se deja iluminar y guiar por el logos de la fe.

En este sentido, los seis capítulos de la presente obra intentan ofrecer un primer hilo conductor a través de la eclesiología católica. Los tres primeros capítulos se escribieron para un curso de teología, con motivo del cual se reunieron en Río de Janeiro, del 23 al 27 de julio de 1990, unos cien obispos provenientes de todas las partes de Brasil. El tema principal se refiere a la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular,

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especialmente al primado del sucesor de Pedro y a su relación con el ministerio episcopal. El clima de comunión fraterna reinante en aquellos días entre los participantes fue una interpretación concreta del tema propuesto. Pudimos experimentar así felizmente la catolicidad en su viva urdimbre de unidad y multiplicidad. Espero que también la palabra escrita logre transmitir algo del espíritu de aquel encuentro, favoreciendo así una nueva comprensión de la Iglesia.

A estos tres capítulos he añadido la conferencia que pronuncié en octubre de 1990 en la apertura del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio a manera de introducción a los debates sobre la formación sacerdotal. La obra comprende además el discurso sobre la Iglesia y la reforma eclesial que pronuncié el 1 de septiembre de 1990 en la clausura del meeting anual de Rímini. Con ello, rebasando la problemática de las aportaciones de Río, centradas en el ministerio episcopal, la pregunta sobre la estructura y la vida de la Iglesia debe encontrar la debida amplitud y quedará actualizado el nexo con los problemas actuales de la vida eclesial. En esta perspectiva he insertado en el volumen también la conferencia sobre Conciencia y verdad pronunciada anteriormente en Dallas (EE.UU.) y repetida después en Siena. En ella se afronta el problema de la relación entre la absolutidad de la conciencia frente a Dios y el nexo contemporáneo eclesial, para esclarecer el fundamento y el límite de este nexo interior. De hecho, el concepto de Iglesia se investiga en su más profunda naturaleza sólo cuando resulta claro hasta qué punto la Iglesia penetra en mi intimidad, en mi alma, en mi conciencia.

Una homilía que pronuncié en enero de 1990 en el seminario de Filadelfia (EE.UU.) intenta explicar una vez más, como colofón, la orientación espiritual de toda la obra. Con ello espero que, en la crisis que la conciencia eclesial está atravesando, la obra pueda servir de aclaración y de ayuda.

Joseph Ratzinger

Roma, en la festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo de 1991

Origen y naturaleza de la Iglesia

1. Consideraciones metodológicas preliminares

Los problemas sobre los que acostumbramos a hablar hoy a propósito de la Iglesia son en su mayoría de carácter práctico: cuál es la responsabilidad del obispo; cuál es el significado de las Iglesias particulares en la Iglesia de Jesucristo en su totalidad; por qué el papado; de qué modo obispos y papa, Iglesia particular e Iglesia universal deben colaborar entre sí; cuál es la posición del laico en la Iglesia . Pero, para poder dar una respuesta apropiada a estos problemas prácticos, debemos anteponer el interrogante fundamental: ¿Qué es la Iglesia? ¿Para qué existe? ¿De dónde viene? ¿La quiso efectivamente Cristo? Y, si la quiso, ¿cómo es la Iglesia que él pensó? Sólo respondiendo de modo pertinente a estas preguntas fundamentales tendremos la posibilidad de encontrar una respuesta adecuada a cada uno de los problemas prácticos.

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Mas, precisamente el problema de la relación entre Jesús y la Iglesia, y sobre todo el problema de la forma originaria de la Iglesia en el Nuevo Testamento, está de tal manera cubierto por la maraña de las hipótesis exegéticas que aparece prácticamente excluida la esperanza de poder conseguir de algún modo una respuesta adecuada, existiendo el peligro de escoger las soluciones que parecen más simpáticas o de eludir el problema para pasar en seguida a las cuestiones prácticas. Pero una pastoral semejante estará basada en el escepticismo; con ello no intentaríamos tampoco seguir la voluntad del Señor, sino que correríamos a ciegas detrás de lo que parece alcanzable; nos convertiríamos en ciegos que guían a otros ciegos (cf Mt 15,14).

Es posible encontrar un camino a través de la selva de las hipótesis exegéticas, a condición de que no nos conformemos con penetrar en ella por un punto cualquiera armados de machete. En ese caso nos veríamos envueltos en una lucha ininterrumpida con las diferentes teorías y terminaríamos quedando prisioneros de sus contradicciones. Lo que procede ante todo es echar una especie de mirada general desde arriba; si la mirada abarca un área más vasta, es posible distinguir también las diversas direcciones. Hay que seguir, por tanto, el camino recorrido por la exégesis en el espacio más o menos de un siglo; entonces se distinguen los grandes meandros y se descubren, por así decir, los valles a través de los cuales discurren sus corrientes. Se aprende así a discernir los caminos viables de los senderos cortados.

Al intentar trazar esta panorámica podemos distinguir tres generaciones de exegetas y, por tanto, tres grandes giros en la historia exegética de nuestro siglo. En sus comienzos tenemos la exégesis liberal, que, de acuerdo con la visión liberal del mundo, ve en Jesús al gran individualista, que libra a la religión de las instituciones cultuales, reduciéndola a pura ética, la cual, a su vez, se funda enteramente en la responsabilidad de la conciencia individual. Un Jesús de este tipo, que rechaza el culto, trasforma la religión en moral y explica esta última como asunto privado del individuo, no puede naturalmente ser el fundador de ninguna Iglesia. Como adversario de todas las instituciones, no será él quien cree una.

La primera guerra mundial provocó el hundimiento del mundo liberal, y con ello también el alejamiento de su individualismo y de su moral subjetiva. Las grandes corporaciones políticas que se habían apoyado enteramente en la ciencia y en la técnica como portadoras del progreso de la humanidad habían fracasado como autoridad moral del ordenamiento social. Se suscitó así una fuerte exigencia de comunidad en la esfera de lo sagrado. Hubo un redescubrimiento de la Iglesia también en el mismo ámbito protestante. En la teología escandinava se desarrolló una exégesis cultual que, en estricta oposición al pensamiento liberal, no veía ya a Jesús como crítico del culto, sino que entendía el culto como espacio vital interior de la Biblia, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, e intentaba interpretar también el pensamiento y la voluntad de Jesús a partir de la gran corriente de la liturgia viva. Análogas tendencias se manifestaron en el área de lengua inglesa. Pero también en el protestantismo alemán había surgido un nuevo significado de Iglesia; se dio cuenta de que el Mesías no es concebible sin su pueblo . Con el cambio favorable a los sacramentos se le reconoció a la última cena de Jesús un significado fundante respecto a la comunidad y se formuló la tesis de que, a través de la cena misma. Jesús había dado vida a una nueva comunidad, de modo que la cena constituía el origen de la Iglesia y su criterio permanente . Los teólogos rusos exiliados en Francia desarrollaron, basándose en la tradición ortodoxa, este mismo concepto en una eclesiología eucarística, que después del Vaticano II ha ejercido una gran influencia en el mundo católico .

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Después de la segunda guerra mundial, la humanidad se dividió cada vez más netamente en dos campos: por una parte, el mundo de los pueblos ricos, inspirado de nuevo ampliamente en el modelo liberal, y por otra el bloque marxista, que se erigió en portavoz de los pueblos pobres de Sudamérica, de África y de Asia, y a la vez en modelo de su futuro. Con esto se perfiló también una doble división en las tendencias teológicas. En el mundo neoliberal de Occidente se afirmó en formas nuevas una variante de la antigua teología liberal: la interpretación escatológica del mensaje de Jesús. Es verdad que no se concibió ya a Jesús como un puro moralista, pero su figura sigue siendo la de un antagonista del culto y de las instituciones históricas del Antiguo Testamento. Se volvía así al viejo esquema que reduce el Antiguo Testamento a sacerdote y profeta, a culto, instituciones y derecho por una parte, y profecía, carisma y libertad creadora por otra. En esta óptica, sacerdote, culto, institución y derecho aparecen como algo negativo, que es preciso superar, mientras que Jesús se colocaría en la línea de los profetas, a la que pone término, frente al sacerdocio visto como responsable de la muerte de Jesús y de los profetas. Con ello se desarrolla una nueva variante del individualismo liberal: Jesús proclama el fin de las instituciones. Su mensaje escatológico pudo concebirse en el condicionamiento histórico como anuncio del fin del mundo; sin embargo es asimilado como ruptura y paso de lo institucional a lo carismático, como fin de las religiones o, en todo caso, como fe «no mundana» que crea y renueva de continuo sus propias formas. Una vez más no se puede hablar de fundación de la Iglesia, pues contrastaría con la radicalidad escatológica .

Pero este nuevo tipo de impostación liberal podía muy fácilmente transformarse en una interpretación bíblica de orientación marxista. La contraposición entre sacerdotes y profetas se convierte en anticipación de la lucha de clases como ley de la historia. Por consiguiente, Jesús murió en la lucha contra las fuerzas de la opresión. Se convirtió así en el símbolo del proletariado que sufre y lucha, del «pueblo», como hoy se prefiere decir. El carácter escatológico del mensaje se refiere entonces al fin de la sociedad de clases; en la dialéctica profeta-sacerdote se expresa la dialéctica de la historia, que últimamente se cierra con la victoria de los oprimidos y con el advenimiento de la sociedad sin clases. En semejante perspectiva resulta muy fácil integrar el hecho de que Jesús habló muy poco de Iglesia, y muy a menudo del reino de Dios; por eso el «reino» es la sociedad sin clases y se convierte en la meta a la que tiende la lucha del pueblo oprimido; meta que se considera alcanzada donde el proletariado, o su partido, el socialismo, consigue la victoria. La eclesiología recobra, pues, significado en el sentido del modelo dialéctico, constituido por la escisión de la Biblia en sacerdotes y profetas, a la que corresponde una distinción entre institución y pueblo. Conforme a este modelo dialéctico, se opone a la Iglesia institucional, o sea, a la «Iglesia oficial», la «Iglesia del pueblo», que nace de continuo del pueblo y desarrolla así las intenciones de Jesús, a saber, su lucha contra la institución y contra su fuerza opresora para lograr una sociedad nueva y libre, que será «el reino».

Naturalmente, he expuesto aquí una presentación muy esquemática de los tres grandes períodos en que se articula la historia exegética más reciente del testimonio bíblico sobre Jesús y sobre su Iglesia. En detalle, las variantes son muy numerosas; pero ahora puede verse el movimiento en sus líneas generales. ¿Qué nos muestra esta panorámica de las hipótesis exegéticas de un siglo? Sobre todo pone de manifiesto el hecho de que los grandes modelos interpretativos provienen de la orientación de pensamiento de las respectivas épocas. Por consiguiente, nos acercaremos a la verdad despojando a cada una de las teorías de su talante ideológico contemporáneo. Tal es, por así decir, el criterio hermenéutico que nos ofrece la toma aérea del

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panorama exegético. Esto significa, al mismo tiempo, que adquirimos una nueva confianza en la continuidad interior de la memoria de la Iglesia. En su vida sacramental, lo mismo que en su anuncio de la palabra, constituye un sujeto determinado, cuya memoria mantiene presente la enseñanza y la acción de Jesús aparentemente pertenecientes al pasado. Ello no significa que la Iglesia no tenga nada que aprender de las corrientes teológicas desarrolladas históricamente. Cada nueva situación de la humanidad revela aspectos nuevos del espíritu humano y abre nuevos acercamientos a lo real. Por eso la Iglesia, en el contacto con las experiencias históricas de la humanidad, puede encontrar un guía que la lleve a penetrar más profundamente cada vez en la verdad y a reconocer en ella nuevas dimensiones que sin tales experiencias no hubiera sido posible comprender. Pero el escepticismo es siempre oportuno donde despuntan nuevas interpretaciones que atacan la identidad de la memoria eclesial, la sustituyen con otro pensamiento y quieren así destruirla en cuanto memoria. Hemos adquirido así un segundo criterio de distinción. Si antes decíamos que hay que eliminar de cada una de las diversas interpretaciones lo que proviene de la ideología moderna, ahora podemos afirmar, por el contrario, que la conciliación con la memoria fundamental de la Iglesia es el criterio para establecer lo que, desde un punto de vista histórico, hay que considerar fiel respecto a lo que proviene no de la palabra de la Biblia, sino del pensamiento personal propio. Ambos criterios: el negativo de la ideología y el positivo de la memoria fundamental de la Iglesia, se integran y pueden ayudarse a permanecer lo más cerca posible de la palabra bíblica, sin descuidar la contribución de las disputas contemporáneas a nuestro conocimiento.

2. El testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia

2.1. Jesús y la Iglesia

Partíamos del hecho de que el anuncio de Jesús se refería directamente no a la Iglesia, sino al reino de Dios (o «reino de los cielos»). Lo demuestra una circunstancia puramente estadística: el reino de Dios aparece en el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99 en los evangelios sinópticos, de las que 90 se encuentran en palabras de Jesús. Así podemos comprender la afirmación de Loisy, que se ha hecho popular con el tiempo: Jesús anunció el reino y vino la Iglesia . Pero una lectura histórica de los textos demuestra que esta contraposición entre reino e Iglesia no es objetiva. En efecto, según la concepción judía, lo específico del reino de Dios consiste en reunir y purificar a los hombres para este reino. «Precisamente porque consideraba próximo el fin, Jesús debía querer congregar al pueblo de Dios del tiempo de la salvación» . En la profecía posexílica, la llegada del reino está precedida por el profeta Elias o por el «ángel» que ha permanecido anónimo, el cual prepara al pueblo para ese reino. Juan Bautista, precisamente por ser el anunciador del Mesías, reúne a la comunidad del fin de los tiempos y la purifica. Así también la comunidad de Qumrán, en virtud precisamente de su fe escatológica, se había reunido como comunidad de la nueva alianza. Por eso J. Jeremías concluye con esta formulación: «Hay que asentar esto enérgicamente: toda la obra de Jesús mira únicamente a reunir al pueblo escatológico de Dios» .

De este pueblo habla Jesús con muchas imágenes, particularmente en las parábolas del crecimiento, en las cuales el «pronto» de la escatología próxima, característica de Juan Bautista y de Qumrán, desemboca en el ahora de la cristología. Jesús mismo es la obra de Dios, su venida, su dominio. «Reino de Dios» en labios de Jesús no significa alguna cosa o algún lugar, sino el obrar actual de Dios. Por eso no es erróneo traducir la

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afirmación programática de Mc 1,15 «El reino de Dios ha llegado» por: Dios ha llegado. Por aquí se ve una vez más la conexión con Jesús, con su persona; él mismo es la proximidad de Dios. Donde está Jesús, allí está el reino. A este respecto, hay que modificar así la frase de Loisy: Se prometió el reino, y vino Jesús. Sólo de este modo se comprende rectamente la paradoja de promesa y cumplimiento.

Pero Jesús no está nunca solo. Al contrario; él ha venido a reunir a los que estaban dispersos (cf Jn 11,52; Mt 12,30). Por eso toda su obra se cifra en reunir al nuevo pueblo. Así pues, tenemos ya dos elementos esenciales para la futura noción de Iglesia: en el nuevo pueblo de Dios, en el sentido de Jesús, está inherente la dinámica por la que todos se hacen una sola cosa, el ir los unos hacia los otros yendo hacia Dios. Además, el punto de reunión interior del nuevo pueblo es Cristo; por otra parte, se convierte en un solo pueblo a través de la llamada de Cristo y de la respuesta a la llamada, a la persona de Cristo. Antes de dar un paso más, deseo hacer aún dos pequeñas adiciones. Entre las muchas imágenes utilizadas por Jesús para iniciar el nuevo pueblo: rebaño, invitados a las bodas, plantación, casa de Dios, ciudad de Dios, destaca como imagen preferida la de la familia de Dios. Dios es el padre de familia, Jesús el dueño de la casa, por lo cual es muy comprensible que se dirija a los miembros de este pueblo, aunque sean adultos, como a niños. Estos últimos, finalmente, se han comprendido realmente a sí mismos cuando, abandonando su autonomía, se reconocen delante de Dios como niños (cf Mc 10,13-16) .

La otra observación nos introduce ya en el próximo tema: los discípulos piden a Jesús una oración común. «Entre los grupos religiosos del ambiente circunstante, un orden propio de oración constituye en realidad

un signo distintivo esencial de la comunidad» . Por eso la petición de una oración expresa la conciencia por parte de los discípulos de haberse convertido en una nueva comunidad que tiene como cabeza a Jesús. Aquí ellos son como la célula primitiva de la Iglesia y nos muestran al mismo tiempo que la Iglesia es una comunidad unificada esencialmente a partir de la oración. La oración con Jesús nos da la apertura común a Dios.

De aquí se siguen automáticamente otros dos pasos. Ante todo debemos tener en cuenta el hecho de que la comunidad de los discípulos de Jesús no es un grupo amorfo. En medio de ellos está el núcleo compacto de los doce, a cuyo lado, según Lucas (10,1-20), se encuentra también el círculo de los setenta o setenta y dos discípulos. Hay que tener presente que sólo después de la resurrección reciben los doce el título de «apóstoles». Antes son llamados simplemente «los doce». Este número, que hace de ellos una comunidad claramente circunscrita, es tan importante que, después de la traición de Judas, es completado de nuevo (He 1,15-26). Marcos describe expresamente su vocación con las palabras: «y Jesús designó a los doce» (3,14). Su primer cometido es formar juntos los doce; a esto se añaden luego dos funciones: «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Ib). Por eso el simbolismo de los doce tiene una importancia decisiva; es el número de los hijos de Jacob, el número de las tribus de Israel. Con la formación del grupo de los doce, Jesús se presenta como el cabeza de un nuevo Israel; como su origen y fundamento se escogen doce discípulos. No se podía expresar con mayor claridad el nacimiento de un pueblo, que ahora no se forma ya por descendencia física, sino a través del don de «estar con» Jesús, recibido de los doce, que son enviados por él a trasmitirlo. Aquí es ya posible reconocer también el tema de unidad y multiplicidad donde,

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en la indivisible comunidad de los doce, que sólo en cuanto tales realizan su simbolismo -su misión-, domina ciertamente el punto de vista del nuevo pueblo en su unidad.

El grupo de los setenta o setenta y dos, del que habla Lucas, integra este simbolismo: setenta (setenta y dos) era, según la tradición judía (Gen 10; Ex 1,5; Dt 32,8), el número de los pueblos del mundo . El hecho de que el Antiguo Testamento griego, nacido en Alejandría, fuera atribuido a setenta (o setenta y dos) traductores debía significar que con aquel texto en lengua griega el libro sagrado de Israel se había convertido en la Biblia de todos los pueblos, como luego ocurrió, de hecho, al adoptar los cristianos aquella versión . El número de setenta discípulos manifiesta la pretensión de Jesús respecto a la humanidad entera, que como tal debía formar el ejército de sus discípulos; quiere indicar que el nuevo Israel abarcará a todos los pueblos de la tierra.

La oración común que los discípulos recibieron de Jesús nos pone sobre otra pista. Durante su vida terrena Jesús tomó parte, junto con los doce, en el culto del templo de Israel. El padrenuestro era el comienzo de una comunidad especial de oración con la partida de Jesús. Además, en la noche que precedió a la pasión, Jesús da un paso más en esa dirección trasformando la pascua de Israel en un culto tan nuevo que lógicamente debía llevar fuera de la comunidad del templo, fundando así definitivamente un pueblo de la «nueva alianza». Las palabras de la institución de la eucaristía, tanto en la versión de Marcos como en la paulina, se refieren siempre a la alianza; remiten al Sinaí y a la nueva alianza anunciada por Jeremías. Los sinópticos y el evangelio de Juan establecen además, si bien de modos diversos, el nexo con el acontecimiento pascual, y recuerdan también finalmente las palabras del siervo paciente de Isaías . Con la pascua y el rito de la alianza sinaítica se aceptan los dos hechos fundantes de Israel, a través de los cuales se convirtió, y sigue haciéndolo de nuevo, en un pueblo. El nexo de este trasfondo cultual originario, en el que se basaba y vivía Israel con las palabras clave de la tradición profética, funde pasado, presente y futuro en la perspectiva de una nueva alianza. Está claro el sentido de todo ello: «Como en el pasado el antiguo Israel veneraba en el templo su propio centro y la ga-rantía de su unidad, y en la celebración comunitaria de la pascua realizaba de manera viva esa unidad, así ahora este nuevo banquete debe ser el vínculo de unidad de un nuevo pueblo de Dios. Ya no hay necesidad de un lugar central constituido por el único templo exterior... El cuerpo de Cristo, que es el centro del banquete del Señor, es el único nuevo templo que congrega en unidad a los cristianos mucho más realmente de cuanto pueda hacerlo un templo de piedras» .

Al mismo orden de ideas pertenece otra serie de textos de la tradición evangélica. Tanto Mateo y Marcos como «también Juan trasmiten (naturalmente en contextos diversos) la expresión de Jesús, según la cual él ha de reconstruir en tres días el templo destruido y lo sustituirá por otro mejor (Me 14,58 y Mt 26,61; Me 15,29 y Mt 27,40; Jn 2,19; cf Mc 11,1549 par.; Mt 12,6). Tanto en los sinópticos como en Juan está claro que el nuevo templo, "no hecho por mano de hombres", es el cuerpo glorioso de Jesús mismo...». Esto significa: «Jesús anuncia el hundimiento del culto antiguo, y con él del pueblo antiguo y de su ordenamiento salvífico, y promete un nuevo culto más elevado, en cuyo centro estará su mismo cuerpo glorioso» .

De ahí se sigue que la institución de la santísima eucaristía en la noche que precedió a la pasión no puede ser vista como una acción cualquiera más o menos aislada. Es la estipulación de un pacto y, como tal, la fundación concreta de un pueblo nuevo, que se convierte en tal a través de su relación con la alianza con

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Dios. Podríamos decir: en virtud del acontecimiento eucarístico, Jesús encierra a sus discípulos en su relación con Dios, y por tanto también en su misión, que tiene como punto de mira a «los muchos», o sea, a la humanidad de todos los lugares y de todos los tiempos. Estos discípulos se convierten en «pueblo» a través de la comunión con el cuerpo y con la sangre de Jesús, que es al mismo tiempo comunión con Dios. La idea veterotestamentaria de la alianza aceptada por Jesús en su predicación recibe un nuevo centro: la comunión con el cuerpo de Cristo. Podríamos decir que el pueblo de la nueva alianza se convierte en pueblo a partir del cuerpo y de la sangre de Cristo, y sólo a partir de este centro es pueblo. Se lo puede llamar «pueblo de Dios» porque por la comunión con Cristo se abre la relación con Dios, que el hombre no está en condiciones de establecer por sí mismo. Anticipando nuestro tema principal: Iglesia particular e Iglesia universal, podemos decir: la eucaristía, en cuanto centro y origen permanente de la Iglesia, reúne a todos los «muchos», que ahora se convierten en pueblo, con el único Señor y con su único cuerpo; de ahí, pues, le viene a la Iglesia su unicidad lo mismo que su unidad. Pero la multitud de celebraciones, en las cuales se hace presente la única eucaristía, muestran también la multiformidad del único cuerpo. Con todo, está claro, ciertamente, que estas múltiples celebraciones no pueden situarse la una junto a la otra como algo autónomo e independiente la una de la otra, sino que son sólo y siempre presencia del único e idéntico misterio.

2.2. La autodesignación de la Iglesia como Eκκλησία

Después de esta breve mirada a los hechos fundantes de la Iglesia por parte de Jesús, hemos de dirigir nuestra atención a la formación de la Iglesia apostólica. Para ello quiero seguir dos pistas textuales que, procediendo de la estructura que hemos observado en la acción de Jesús, conducen al centro del testimonio apostólico: la expresión «pueblo de Dios» y la idea paulina del «cuerpo de Cristo». De suyo, la expresión «pueblo de Dios» designa en el Nuevo Testamento casi exclusivamente al pueblo de Israel, no a la Iglesia. Para esta última se empleó el término ekklesía, que luego pasó a todas las lenguas neolatinas, convirtiéndose en la denominación específica de la nueva comunidad nacida de la obra de Jesús. ¿Por qué se eligió este término? ¿Qué se afirma de esta comunidad con semejante expresión? Del rico material que la investigación más reciente ha reunido sobre la cuestión deseo tomar una sola observación. El vocablo griego que subyace en el latino ecclesia se deriva de la raíz veterotestamentaria qahal, traducida habitualmente por la expresión «asamblea de pueblo». Tales «asambleas», en las cuales el pueblo se constituía como entidad cultual y, a partir del culto, como entidad jurídica y política, existían tanto en el mundo griego como en el semita.

Sin embargo, la qahal veterotestamentaria se diferencia de la asamblea plenaria griega, constituida por ciudadanos con derecho de voto, en un doble sentido: en la qahal participaban también las mujeres y los niños, que en Grecia no podían ser sujetos activos de la vida política. Ello se debe a que en Grecia son los hombres quienes con sus decisiones establecen lo que se debe hacer, mientras que la asamblea de Israel se reúne para «escuchar el anuncio de Dios y darle su asentimiento» . Esta concepción típicamente bíblica de la asamblea del pueblo se deriva del hecho de que la reunión del Sinaí era vista como modelo y norma de todas las sucesivas reuniones; después del destierro fue repetida solemne mente por Esdras como acto de

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refundación del pueblo. Pero por la continuación de la dispersión y el retorno de la esclavitud se convirtió cada vez más en núcleo central de la esperanza de Israel un qahal proveniente del mismo Dios, una nueva convocación y fundación del pueblo. La oración por esta convocación -por el nacimiento de la Iglesia- pertenece al patrimonio fuerte de la oración del judaísmo tardío .

Destaca, por tanto, el significado del hecho de que la Iglesia naciente escoja precisamente el nombre de Iglesia. De ese modo declara que esta oración se ha cumplido en nosotros. Cristo, muerto y resucitado, es el Sinaí vivo; quienes se acercan a él forman la asamblea elegida y definitiva del pueblo de Dios (cf Heb 12,18-24). Se comprende así por qué no se usó la común definición de «pueblo de Dios» para designar a la nueva comunidad, sino que se eligió la que indicaba el centro espiritual y escatológico del concepto de pueblo. Esta nueva comunidad se forma sólo en la dinámica de la reunión originada por Cristo y sostenida por el Espíritu Santo, y el centro de esa dinámica es el Señor mismo, que se comunica en su cuerpo y en su sangre. La auto-designación como ecclesia define al nuevo pueblo en la continuidad histórico-salvífica de la alianza, pero también, a partir de aquel momento, en la clara novedad del misterio de Cristo. Si hay que decir que «alianza» en su origen comprende esencialmente el concepto de ley y de justicia, esto significa entonces que la «nueva ley», el amor, se convierte en el centro decisivo, cuya medida suprema fue establecida por Cristo con su entrega hasta la muerte en la cruz. A partir de aquí podemos comprender la amplitud de significado del término ecclesia en el Nuevo Testamento. El indica tanto la asamblea cultual, como la comunidad local, como la Iglesia de un ámbito geográfico más vasto, como, en fin, la Iglesia idéntica y única de Jesucristo. Por eso estos significados se integran sin residuos el uno en el otro, ya que todo está pendiente del centro cristológico, que se concreta en la asamblea de los creyentes en la mesa del Señor. El Señor con su único sacrificio es el que reúne siempre en sí a su único pueblo. En todos los lugares se verifica la asamblea del único pueblo. Esta consideración la subraya Pablo con extrema claridad en la Carta a los gálatas. Remitiéndose a la promesa hecha a Abrahán, observa él con métodos interpretativos típicamente rabínicos que aquella promesa, en los cuatro puntos en que se nos comunica, se dirige a una persona singular: «a tu descendencia».

En consecuencia, Pablo concluye que hay un portador único y no varios titulares de la promesa. Pero,¿cómo se concilia esto con la voluntad divina de salvación universal? A través del bautismo, responde Pablo, hemos sido insertados en Cristo, constituidos en un único sujeto con él; no ya muchos, uno junto a otro, sino «uno solo en Cristo Jesús» (Gal 3,16.26-29). Sólo la autoidentificación de Cristo con nosotros, sólo el fundirnos con él nos hace portadores de la promesa; la meta última de la asamblea es la de la completa unidad; es hacerse «uno» con el Hijo, que permite a la vez entrar en la unidad viva de Dios mismo, para que Dios sea todo en todos (1Cor 15,28).

2.3. La doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo

Así pues, la noción neotestamentaria de pueblo de Dios no ha de pensarse en modo alguno separada de la cristología. Esta, por otra parte, no es una teoría abstracta, sino un acontecimiento que se concreta en los sacramentos del bautismo y de la eucaristía. En ellos la cristología se abre a la dimensión trinitaria. Esta

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infinita amplitud y apertura sólo puede ser de Cristo resucitado, del que dice san Pablo: «El Señor es el Espíritu» (2Cor 3,17). Y en el Espíritu decimos nosotros con Cristo: Abba, porque nos hemos convertido en hijos (cf Rom 8,15; Gal 4,5). Pablo, por tanto, no ha introducido en concreto nada nuevo al llamar a la Iglesia «cuerpo de Cristo»; únicamente nos ofrece una fórmula concisa para indicar lo que desde el principio era característico del crecimiento de la Iglesia. Es totalmente falsa la afirmación, repetida también luego, de que Pablo no habría hecho otra cosa que aplicar a la Iglesia una alegoría difundida en la filosofía estoica de su tiempo .

La alegoría estoica compara el Estado con un organismo en el que todos los miembros deben cooperar. La idea del Estado como organismo es una metáfora para indicar la dependencia en que están todos de todos, y por tanto la importancia de las diversas funciones que son el origen de la vida de una colectividad. Esta comparación se utilizaba para calmar la agitación de las masas e inducirlas a volver a sus funciones: cada órgano tiene su importancia peculiar; es insensato que todos pretendan ser una misma cosa, porque entonces, en vez de convertirse en algo más elevado, todos se rebajan y destruyen mutuamente. Es indiscutible que Pablo tomó también estos pensamientos; por ejemplo, cuando dice a los corintios, enfrentados entre sí, que sería insensato que de repente el pie quisiera ser mano o el oído ser ojo: «Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto cada uno de los miembros del cuerpo como ha querido... Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo» (1Cor 12,16ss). La idea del cuerpo de Cristo en san Pablo no se agota, sin embargo, en tales reflexiones sociológicas y filosófico-morales; en ese caso no sería más que una glosa marginal del concepto originario de Iglesia. Ya en el mundo precristiano griego y latino la metáfora del cuerpo iba más allá. La idea platónica de que todo el mundo constituye un único cuerpo, un ser vivo, la desarrolló la filosofía estoica vinculándola al concepto de la divinidad del mundo. Pero esto se sale de lo que estamos tratando. En efecto, las raíces verdaderas de la idea paulina del cuerpo de Cristo son sin lugar a dudas intrabíblicas. Tres son los orígenes que se pueden comprobar de esta idea en la tradición bíblica.

En el fondo está ante todo la noción semita de «personalidad corporativa», expresada por ejemplo en el pensamiento: todos somos Adán, un único hombre en grande. En la época moderna, con su exaltación del sujeto, esta idea resulta del todo incomprensible. El yo es ahora una fortaleza de la que ya no se sale. Es típico el hecho de que Descartes intente deducir toda la filosofía del «yo pienso», porque sólo el yo parecía todavía disponible. Hoy la noción de sujeto se va disolviendo de nuevo poco a poco; vuelve a ser evidente que no exista un yo rígidamente cerrado en sí mismo, puesto que múltiples fuerzas penetran en nosotros y de nosotros brotan . A la vez se vuelve a comprender que el yo se forma a partir del tú y que ambos compenetran recíprocamente. Por eso pudiera resultar aceptable de nuevo aquella visión semita de la personalidad corporativa, sin la cual difícilmente se puede penetrar en la idea de cuerpo de Cristo.

Existen además dos raíces más concretas de la fórmula paulina. Una está presente en la eucaristía, con la cual el mismo Señor ha determinado formalmente la aparición de esta idea. «El pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan», dice Pablo a los corintios en la misma carta en la cual desarrolla por primera vez la doctrina del cuerpo de Cristo (1Cor 10,16s). Aquí encontramos su verdadero fundamento: el Señor se hace nuestro pan, nuestro alimento. El nos da su cuerpo, palabra que, sin embargo, hay que pensarla a

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partir de la resurrección y sobre el fondo lingüístico semita del que arranca Pablo. El cuerpo es el yo de un hombre que no se agota en lo corpóreo, sino que comprende también lo corpóreo; Cristo se da a sí mismo; él que, en cuanto resucitado, ha seguido siendo cuerpo. Aunque de modo nuevo, el hecho exterior del comer se hace expresión de la compenetración de dos sujetos que poco antes hemos tomado ya brevemente en consideración.

Comunión significa que la barrera aparentemente insuperable de mi yo es salvada y puede ser salvada porque Jesús ha sido el primero en querer abrirse todo él, nos ha acogido a todos dentro de él y se ha dado totalmente a nosotros. Comunión significa, pues, fusión de las existencias; como en la alimentación puede el cuerpo asimilar una sustancia extraña y así vivir, también mi yo es «asimilado» al mismo Jesús, hecho semejante a él en un intercambio que rompe cada vez más la línea de separación. Es lo que ocurre a los que comulgan; todos son asimilados a este «pan», haciéndose así mutuamente una sola cosa, un solo cuerpo. De este modo la eucaristía edifica la Iglesia, abriendo los muros de la subjetividad y agrupándonos en una profunda comunión existencial. Por ella tiene lugar la «agrupación» mediante la cual nos reúne el Señor. Por tanto, la fórmula «la Iglesia es el cuerpo de Cristo» afirma que la eucaristía, en la que el Señor nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo, es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia, en la cual él la funda constantemente de nuevo; en la eucaristía la Iglesia es ella misma del modo más intenso: en todos los lugares, y sin embargo una sola, lo mismo que él es uno solo. Con estas reflexiones hemos llegado a la tercera raíz del «cuerpo de Cristo» en la concepción paulina: la idea de la relación esponsal o, dicho en términos neutrales, la filosofía bíblica del amor, que es inseparable de la teología eucarística.

Esta filosofía del amor aparece en seguida al comienzo de la sagrada Escritura, al final del relato de la creación, al atribuirle a Adán las palabras proféticas: «Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gen 2,24). Una carne, o sea, una única nueva existencia. También esta idea de hacerse una sola carne en la unión de alma y cuerpo del hombre y la mujer es recogida por Pablo en la primera Carta a los corintios, donde precisa que se hace realidad en la comunión: «El que se une al Señor forma con él un solo espíritu» (1Cor 6,17). También aquí la palabra espíritu ha de ser entendida no según la sensibilidad lingüística moderna, sino que hemos de leerla en la acepción paulina; entonces no está tan lejos del «cuerpo» en su significado. Quiere indicar una sola existencia espiritual con el que en la resurrección se ha convertido en «Espíritu» por el Espíritu Santo y ha seguido siendo cuerpo en la apertura del Espíritu Santo. Lo expuesto hace poco, a partir de la imagen del alimento, resulta ahora más trasparente y comprensible desde la del amor; en el sacramento como acto del amor se produce esta fusión de dos sujetos que superan su división y se hacen una sola cosa. El misterio eucarístico, justamente en la aplicación metafórica de la idea esponsal, constituye el núcleo del concepto de Iglesia y de su definición mediante la fórmula «cuerpo de Cristo».

Pero ahora aparece en primer plano un aspecto nuevo y más importante, que podría olvidarse en una teología sacramentaría de poco vuelo: que la Iglesia es cuerpo de Cristo a la manera en que la mujer con el marido es un solo cuerpo y una sola carne. En otras palabras: es cuerpo no según una identidad indiferenciada, sino en virtud del acto pneumático-real del amor que une a los esposos. Dicho en otros términos: Cristo y la Iglesia son un cuerpo en el sentido en que marido y mujer son una sola carne; de modo que, dentro de su inseparable unión físico-espiritual, permanecen sin mezclarse ni confundirse. La Iglesia no

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se hace simplemente Cristo; sigue siendo la esclava que él en su amor eleva a la condición de esposa que busca su rostro en este fin de los tiempos. Pero entonces, sobre el fundamento del indicativo que se anuncia en las palabras «esposa» y «carne», aparece también el imperativo de la existencia cristiana.

Por eso es evidente el carácter dinámico del sacramento, que no es una realidad física predeterminada, sino algo que se realiza a nivel personal. Justamente el misterio de amor como misterio esponsal manifiesta la inmensidad de nuestro cometido y la posibilidad de caer de la Iglesia. Siempre de nuevo, a través del amor unificante, ha de hacerse lo que es, eludiendo la tentación de rehusar su vocación para caer en la infidelidad de una autonomía arbitraria. Resulta evidente el carácter relacional y pneumatológico de la idea de cuerpo de Cristo y de la concepción esponsal, así como la razón por la que la Iglesia no ha llegado nunca a la perfección, sino que tiene siempre necesidad de renovarse. Está siempre en camino hacia la unión con Cristo; lo cual implica también su propia unidad interior que, al contrario, es tanto más frágil cuanto más se aleja de esta relación fundamental.

3. La visión de la Iglesia en los Hechos de los Apóstoles

Con estas reflexiones hemos considerado una parte pequeña, pero me parece que importante, del testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia. Sólo teniendo presentes estas líneas fundamentales podemos encontrar las respuestas justas a los problemas concretos que hoy nos apremian en todas partes. Mi elección ha estado dictada por el criterio de que ante todo es indispensable trasmitir dentro de los límites de lo posible lo que Jesús mismo quiso para la Iglesia. Por eso he intentado identificar el punto central del testimonio pospascual sobre la Iglesia siguiendo la palabra con que la nueva comunidad nacida de Jesús se designaba a sí misma: ecclesia. La elección de esta palabra era expresión de una decisión teológica que respondía a las intenciones fundamentales del anuncio de Jesús. Para completar la imagen, sería útil ahora seguir otras pistas de la tradición neotestamentaria sobre la Iglesia. Será particularmente fecundo un análisis de los Hechos de los Apóstoles, obra que se podría definir en su conjunto como una eclesiología narrativa . Pero esto rebasaría con mucho los límites asignados. Por eso, para concluir y sin entrar en los detalles, me limitaré a recordar brevemente que en este libro fundamental sobre la formación y la naturaleza de la Iglesia, ya al principio Lucas ilustra su naturaleza en tres grandes cuadros que dicen más que cuanto se pudiera expresar mediante conceptos.

El primer cuadro es la permanencia de los discípulos en la sala de la cena, la reunión de los apóstoles y de la pequeña compañía de los fieles de Jesús junto con María, así como su unánime perseverar en la oración. Aquí todos los detalles son importantes: la sala de la cena, el «piso superior» como lugar de la futura Iglesia; los once, que son designados por su nombre; María, las mujeres y los hermanos, todo lo que constituye un verdadero qahal, una asamblea constitutiva de la alianza con sus distintos órdenes, pero al mismo tiempo un espejo del nuevo pueblo en su totalidad. Esta asamblea persevera unánime en la oración, recibiendo así su unidad del Señor. Sustancialmente su actividad estriba en dirigirse al Dios vivo, disponibles a su querer. El número 120 permite reconocer el de los doce, su carácter sacral y de promesa, a la vez que la llamada a crecer y desarrollarse.

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Finalmente aparece Pedro, que en su función de portavoz y de guía, pone en práctica la responsabilidad que el Señor le ha confiado de confirmar a los hermanos (Le 22,32). La remodelación del grupo de los doce con la elección de Matías indica el entrelazamiento de acción personal y de obediencia a Dios, el primero que obra. La decisión por suerte manifiesta como únicamente preparatoria toda acción de la comunidad reunida. La decisión última y verdadera se deja a la voluntad de Dios. También aquí la comunidad permanece «en oración»; también aquí no se trasforma en un parlamento, sino que nos hace comprender lo que es la qahal, lo que es la Iglesia.

El segundo cuadro se encuentra al final del segundo capítulo, donde la que es ya la Iglesia primitiva se nos presenta en cuatro conceptos: asiduidad en la enseñanza de los apóstoles, que constituye ya una apertura a la sucesión apostólica y la función de testigos de los sucesores de los apóstoles; perseverancia en la vida de comunidad, en la fracción del pan y en la oración. Podríamos decir que palabra y sacramento se presentan aquí como las dos columnas fundamentales del edificio vivo de la Iglesia.

Pero hay que añadir que esta palabra está ligada a la forma institucional y a la responsabilidad personal del testigo; como hay que añadir también que la designación del sacramento como fracción del pan expresa la dimensión social de la eucaristía, que no es un acto aislado de culto, sino una forma de existencia: la vida en el compartir, en la comunión con Cristo, que se da a sí mismo. En el centro, entre estos dos cuadros, está la representación lucana de Pentecostés: viento y fuego del Espíritu Santo fundan la Iglesia. Esta no nace de una decisión autónoma, ni es producto de una voluntad humana, sino creación del Espíritu Santo. Este Espíritu es la superación del espíritu babilónico del mundo. La voluntad humana de poder como se expresa en Babilonia tiende a la uniformidad, pues se trata de dominar y de someter, y por eso precisamente suscita odio y división. En cambio, el Espíritu de Dios es amor, y por ello suscita reconocimiento y crea unidad, en la aceptación de la diversidad y la multiplicidad de lenguas se comprenden recíprocamente.

Debemos subrayar ahora dos aspectos importantes para nuestro tema global. La escena de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles presenta el entramado de unidad y multiplicidad, enseñándonos a ver en ello la peculiaridad del Espíritu Santo. El espíritu del mundo significa sumisión; el Espíritu Santo apertura. A la Iglesia pertenece la multiplicidad de lenguas, o sea, la multiplicidad de culturas que en la fe se comprenden y fecundan mutuamente. En este sentido podemos decir que aquí se perfila el proyecto de una Iglesia que vive en muchas y multiformes Iglesias particulares, pero que así justamente es la Iglesia única. Al mismo tiempo Lucas quiere afirmar con esta representación que, en el momento de su nacimiento, la Iglesia era ya católica, era ya Iglesia universal. Por lo tanto, basándonos en Lucas hay que excluir la concepción de que primero habría surgido en Jerusalén una Iglesia particular, a partir de la cual se habrían formado poco a poco otras Iglesias particulares, que luego se habrían asociado gradualmente. Ocurrió lo contrario, nos dice Lucas: primero existió la Iglesia única que habla en todas las lenguas: la ecclesia universalis, que luego genera Iglesias en los lugares más diversos, las cuales son todas y siempre realizaciones de la sola y única Iglesia. La prioridad cronológica y ontológica pertenece a la Iglesia universal, que, de no ser católica, no sería simplemente Iglesia...

Lucas ha tejido de modo muy sutil la dinámica histórica de esta catolicidad en el relato de pentecostés, anticipando al mismo tiempo la extensión de toda la narración. Para expresar la catolicidad de la Iglesia

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generada por el Espíritu Santo se ha servido de un viejo esquema de los doce pueblos, probablemente helenístico, afín a las listas de pueblos de los Estados que sucedieron al imperio de Alejandro. Lucas enumera estos doce pueblos y sus lenguas como destinatarios de la palabra apostólica, pero luego supera el esquema añadiendo un decimotercer pueblo: los romanos . Sin embargo, el libro de los Hechos en su totalidad no está construido de acuerdo con puntos de vista puramente historiográficos, sino a partir de una idea teológica. Presenta el camino del evangelio desde los judíos a los paganos, y por tanto el cumplimiento de la tarea que Jesús confía a sus discípulos al despedirse de ellos: ser sus testigos «hasta los confines de la tierra» (1,8). Pero en la construcción general del libro este camino teológico es nuevamente recogido y sintetizado en el camino de los testigos -particularmente de san Pablo- desde Jerusalén a Roma. Para Lucas, Roma representa el mundo pagano en general. «Con la llegada a Roma, el camino comenzado en Jerusalén alcanzó su meta; se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la prosecución del pueblo elegido y que hace suya la historia y la misión de este pueblo. En este sentido Roma, recapitulación de los pueblos del mundo, tiene una función teológica en los Hechos de los Apóstoles; no se la puede excluir de la idea lucana de la catolicidad» . Podemos, pues, decir que Lucas anticipa todas las cuestiones decisivas del tiempo posapostólico y que con su entrelazamiento de multiplicidad y de unidad, de universalidad y particularidad nos ofrece un hilo conductor que nos ayuda a comprender nuestros problemas partiendo del testimonio de los orígenes.

2 El primado de Pedro y la unidad de la Iglesia

La cuestión del primado de Pedro y de su continuación en los obispos de Roma es con mucho el punto más candente del debate ecuménico. También dentro de la Iglesia católica, el primado de Pedro se presenta ininterrumpidamente como la piedra de escándalo, comenzando por las luchas medievales entre imperio y sacerdocio, a través de los movimientos por las Iglesias nacionales de principios de la época moderna y las tendencias de separación de Roma del siglo XIX, hasta las actuales oleadas de protesta contra la función de guía del papa y su manera de concebirla. A pesar de todo, hay también hoy una tendencia positiva en la afirmación común a muchos católicos de la necesidad de un centro común de la cristiandad. Resulta evidente que sólo ese centro puede ser un escudo eficaz contra el deslizamiento hacia la dependencia de los condicionamientos de los sistemas políticos o culturales; que sólo de ese modo la fe de los cristianos puede conseguir una voz clara en medio del confuso rumor de las diferentes ideologías. Todo ello nos obliga, al afrontar nuestro tema, a prestar una particular atención al testimonio de la Biblia y a interrogar con especial cuidado a la fe de la Iglesia de los principios. Debemos distinguir más de cerca dos problemas fundamentales. El primero se puede delinear así: ¿Ha existido realmente un primado de Pedro? Y como esto difícilmente puede negarse ante los testimonios del Nuevo Testamento, hemos de precisar mejor la pregunta: ¿Qué significa propiamente el puesto privilegiado de Pedro que el Nuevo Testamento documenta de múltiples maneras? Más difícil, y en cierto modo más decisiva, es la segunda pregunta que debemos hacernos: ¿Se puede justificar realmente una sucesión de Pedro basándose en el Nuevo Testamento? ¿La

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exige este o, más bien, la excluye? Y, admitida incluso una sucesión, ¿tiene Roma títulos para mostrar una pretensión justificada de ser su sede? Comencemos por el primer grupo de problemas.

1. El puesto de Pedro en el Nuevo Testamento

Sería un error acudir en seguida al testimonio clásico del primado contenido en Mt 16,13-20. Aislar un solo texto hace siempre más difícil su comprensión. En lugar de ello, vamos a afrontar la cuestión acercándonos a ella gradualmente por círculos concéntricos, interrogándonos primero en general sobre la imagen de Pedro en el Nuevo Testamento, iluminando luego la figura de Pedro en los evangelios, a fin de abrirnos por último el camino para la comprensión de los textos específicos relativos al primado.

1.1. La misión de Pedro en el conjunto de la tradición neotestamentaria

Lo que en seguida sorprende es que todas las grandes colecciones de textos del Nuevo Testamento conocen el tema de Pedro, que aparece así como un tema de significado universal, que no es posible limitar en modo alguno a una determinada tradición, circunscrita en sentido local o personal . En el epistolario paulino tropezamos ante todo con un importante testimonio, constituido por la antigua fórmula de fe que trasmite el apóstol en 1Cor 15,3-7. Cefas -nombre con el que Pablo designa al apóstol de Betsaida, sirviéndose del término arameo, que significa roca- es presentado como el primer testigo de la resurrección de Jesucristo. Ahora bien, hemos de tener presente que la misión apostólica, precisamente en la perspectiva paulina, es esencialmente un testimonio de la resurrección de Cristo: según su mismo testimonio, Pablo puede considerarse apóstol en el sentido pleno de la palabra porque también a él se le apareció el Resucitado y lo llamó. Así resulta comprensible la importancia muy particular del hecho de haber sido Pedro el primero en ver al Señor y de que aparezca como primer testigo en la confesión articulada de la comunidad primitiva. En este hecho casi podemos ver una nueva instalación en el primado, en la preeminencia entre los apóstoles. Si a esto se añade que se trata de una antiquísima fórmula prepaulina que es trasmitida por Pablo con gran veneración como un elemento intangible de la tradición, entonces resulta evidente la importancia del texto.

También es verdad que la polémica Carta a los gálatas nos muestra a Pablo enfrentado con Pedro en defensa de la autonomía de su vocación apostólica. Pero precisamente ese contexto polémico confiere al testimonio de la carta sobre Pedro un significado mucho más relevante. Pablo va a Jerusalén «para conocer a Pedro» (videre Petrum), como ha traducido la Vulgata (Gal 1,18). «No vi a ningún otro apóstol», añade, «fuera de Santiago, el hermano del Señor». Sin embargo, el fin de la visita a Jerusalén es precisamente el encuentro con Pedro. Catorce años más tarde Pablo, impulsado por una revelación, va de nuevo a la ciudad santa, donde ahora visita a las tres columnas, Santiago, Cefas y Juan, esta vez con un objetivo bien claro y circunscrito. Les expone el evangelio que anuncia entre los gentiles «para saber si estaba o no trabajando inútilmente», afirmación sorprendente para la perspectiva de la carta y de grandísima importancia para la autoconciencia del Apóstol de los gentiles: sólo existe un evangelio común, y la certeza de predicar el mensaje auténtico está ligada a la comunión con las columnas. Ellas son el criterio. El lector actual se siente inclinado a preguntar cómo se llegó a este grupo de tres personas y cuál era la posición de Pedro dentro de él. Efectivamente, O. Cullmann ha avanzado la tesis de que, después del año 42, Pedro hubo de ceder el

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primado a Santiago; no solamente para él el evangelio de Juan refleja la rivalidad entre Juan y Pedro . Ocuparse de estas cuestiones sería interesante, pero nos alejaría demasiado de nuestro asunto.

Muy verosímilmente Santiago ejerció una especie de primado sobre el judeo-cristianismo, que tenía su centro en Jerusalén. Pero este primado no tuvo nunca importancia para la Iglesia universal y desapareció de la historia con el ocaso del judeo-cristianismo. La posición especial de Juan era de una índole completamente diversa, según se puede ver claramente por el cuarto evangelio. Se puede así aceptar tranquilamente para esta fase de formación de la Iglesia descrita en la Carta a los gálatas una especie de triple primado, en el que sin embargo la preeminencia de cada uno de los tres tiene razones diferentes y es de índole diversa. Por eso permanece inalterada, independientemente de cómo se quiera definir, la relación recíproca en el grupo de las columnas, la singular preeminencia de Pedro, que se remonta al Señor mismo, respecto a la común «función de las columnas», quedando por tanto confirmado que toda predicación del evangelio debe medirse por la predicación de Pedro. Además de esto, la Carta a los gálatas atestigua que esa preeminencia subsiste incluso cuando el primero de los apóstoles permanece en su comportamiento personal por debajo de su cometido ministerial (Gal 2,11-14).

Si después de esta breve panorámica sobre el testimonio paulino nos volvemos ahora a la literatura joánica, encontramos a lo largo de todo el evangelio una fuerte presencia del tema de Pedro, al que sirve de contrapunto la figura del discípulo amado. La cumbre se alcanza con la gran perícopa de la misión de Jn 21,15-19. Hasta R. Bultmann ha afirmado claramente que en este texto a Pedro «se le confía la guía suprema de la Iglesia» ; incluso descubre ahí la redacción originaria de la misma tradición que reaparece en Mt 16, y considera este pasaje como un trozo antiguo de tradición prejoánica. Sin embargo, su tesis de que el evangelista estaría interesado en la autoridad de Pedro sólo para poder reivindicarla en favor del discípulo amado después de haber quedado, por así decirlo, vacante una vez muerto Pedro, es una propuesta que no encuentra apoyo ni en el texto ni en la historia de la Iglesia. Realmente demuestra también que no se puede evitar preguntar por el significado de las palabras que Jesús dirigió a Pedro después de su muerte. Lo que aquí nos importa a nosotros es que, junto a la línea de tradición paulina, también la joánica nos ofrece un testimonio absolutamente claro en favor de la posición preeminente de Pedro, derivada del Señor.

Finalmente, encontramos en cada uno de los evangelios sinópticos tradiciones autónomas sobre el mismo tema, por lo que resulta una vez más evidente que forma parte de la configuración constitutiva de la predicación y que está presente en todos los ámbitos de la tradición, en el judeo-cristiano, en el antioqueno, en la esfera de la misión de Pablo y en Roma. En atención a la brevedad debemos renunciar aquí a analizar todos los textos, e igualmente a echar una mirada a la versión lucana del mandato primacial: «confirma a tus hermanos» (22,32), que, enlazando la misión petrina con el acontecimiento de la última cena, presenta un importante acento eclesiológico. Más bien deseo mostrar de una forma más general la posición especial que se asigna a Pedro en los tres evangelios sinópticos, independientemente también de Mt 16.

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1.2. Pedro en el grupo de los doce, según la tradición sinóptica

A este propósito hay que comprobar, ante todo en general, la posición especial de Pedro en el grupo de los doce. Con los dos hijos de Zebedeo forma, dentro de los doce, un grupo de tres, al que se le reconoce un relieve particular. Sólo ellos son admitidos a dos acontecimientos de particular importancia: la trasfigu-ración y la agonía en el huerto de los Olivos (Mc 9,2ss; 14,33ss); como también sólo estos tres son testigos de la resurrección de la hija de Jairo (Mt 5,37). Por otra parte, sin embargo, dentro de los tres destaca Pedro: él hace de portavoz en la escena de la trasfiguración; a él se dirige el Señor en la hora dolorosa del monte de los Olivos. En Le 5,1-11, la vocación de Pedro aparece como la forma originaria de la vocación apostólica, y es también Pedro el que intenta imitar al Señor cuando camina sobre las aguas (Mt 14,28ss); finalmente, a él le pregunta Jesús, después de haber concedido a todos los discípulos el poder de atar y desatar, cuántas veces se debe perdonar (Mt 18,21). Todo esto es subrayado por la posición de Pedro en las listas de los discípulos. Se nos han trasmitido cuatro versiones de ellas (Mt 10, 2-4; Mc 13,16-19; Le 6,14-16; He 1,13), que presentan diversas variantes en los detalles, pero que sin embargo colocan todas ellas unánimemente el nombre de Pedro en el vértice. En el evangelio de Mateo es presentado incluso con el término significativo de «el primero»; por primera vez resuena aquella raíz que, más tarde, en el discurso sobre el «primado», se convertirá en el concepto para expresar la misión específica del pescador de Betsaida. Es lo que se afirma también en Mc 1,36 y Le 9,32, cuando los discípulos son presentados con la fórmula «Pedro y sus compañeros».

Pasemos ahora a una segunda e importante circunstancia, la relativa al nuevo nombre que Jesús dio al apóstol. Como ha observado el exegeta protestante Schulze-Kadelbach, pertenece a «lo que de más cierto conocemos de este hombre» el hecho de haber sido llamado con el título «roca-piedra» y que este no era su nombre originario, sino el nuevo apelativo que le dio Jesús . Pablo, según hemos visto, hace uso también de la forma aramea proveniente de los labios de Jesús, y llama al apóstol «Cefas». Además, el hecho de haber traducido el término y de que haya entrado en la historia con el título griego de Pedro confirma inequívocamente que no se trataba de un nombre propio de persona. Los nombres propios no se traducen nunca . Por otra parte, no era insólito que los rabinos impusieran sobrenombres a sus discípulos; el mismo Jesús hizo algo semejante con los dos hijos de Zebedeo, al llamarlos «hijos del trueno» (Mc 3,17). Pero, ¿cómo se debía comprender el nuevo apelativo de Pedro? Desde luego no se refiere al carácter de este hombre, al que se adapta mucho mejor la descripción dada por Flavio Josefo del carácter típico de Galilea: «valeroso, bonachón, confiado, pero también fácilmente influenciable y amante de novedades» . La denominación de «roca-piedra» no tiene ningún significado pedagógico o psicológico; sólo se la puede comprender a partir del misterio, o sea, en perspectiva cristológica y eclesiológica: a través del encargo recibido de Jesús, Simón Pedro se convertirá justamente en lo que no es según «la carne y la sangre». J. Jeremías ha mostrado que en el fondo está el lenguaje simbólico de la roca santa. Un texto rabínico puede ser ilustrador al respecto: «Yavé dijo: "¿Cómo voy a crear el mundo sabiendo que surgirán esos sin Dios y se revelarán contra mí?". Pero cuando Dios vio que iba a nacer Abrahán, dijo: "Mira, he encontrado una roca sobre la cual puedo construir y fundar el mundo". Y por eso llamó a Abrahán una roca: "Mirad la roca de la cual habéis sido cortados" (Is 51,1.2)» . Abrahán, el padre de todos los creyentes, es con su fe la roca que sostiene la creación, rechazando el caos, el diluvio originario que ataca y amenaza con arruinarlo todo.

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Simón, el primero que confesó a Jesús como el Cristo y primer testigo de la resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada cristológicamente, en la roca que se opone a la sucia marea de la incredulidad y a su fuerza destructora de lo humano. Luego se puede afirmar que, de suyo, incluso en la sola denominación absolutamente indiscutible del pescador de Betsaida como «roca-piedra», está contenida toda la teología de Mt 16,18, y que por tanto queda garantizada en su autenticidad.

1.3. El dicho sobre el ministerio de Mt 16,17-19

Debemos considerar ahora un poco más de cerca este texto central de la tradición de Pedro. Ante el significado que las palabras del Señor sobre el atar y desatar han recibido en la Iglesia católica, no puede sorprender que en la exégesis repercutan y se reflejen todas las polémicas confesionales, lo mismo que las oscilaciones internas de la misma teología católica . Mientras que la teología liberal protestante encontró motivos para negar el origen jesuano de estas palabras, entre las dos guerras mundiales se fue consolidando también entre los teólogos protestantes una especie de consenso por el que se aceptaba bastante unánimemente el origen de estas palabras del mismo Señor. En el nuevo clima teológico creado después de la guerra, este consenso decayó pronto. No puede extrañar que en la atmósfera del posconcilio también los exegetas de la parte católica se hayan alejado cada vez más de la tesis jesuana del dicho . En consecuencia, se anda en busca de situaciones de la Iglesia primitiva en las que poder insertar estas palabras, y comúnmente se piensa, con Bultmann, en las comunidades palestinenses más antiguas, respectivamente en Jerusalén o también en Antioquía, donde se supone que hay que colocar el lugar de formación del evangelio de Mateo. En realidad, hay también otras voces; así, recientemente J. M. van Cangh y M. van Esbroeck, siguiendo las observaciones de H. Riesenfeld, han puesto nuevamente en claro el contexto judío del relato de Mateo, proponiendo en consecuencia consideraciones dignas de la máxima atención, que confirman la gran antigüedad del texto y hacen que aflore más claramente su profundidad teológica, incluso más allá de lo indicado hasta ahora.

Aquí no es posible entrar en todos estos debates; por lo demás tampoco lo necesitamos, y ello por dos motivos: por un lado, hemos visto que la sustancia de lo que afirma Mateo tiene su correlativo en todos los estratos de la tradición presentes en el Nuevo Testamento, si bien pueden haberse construido diversamente entre sí. Semejante unidad de la tradición sólo se puede explicar si tienen origen en el mismo Jesús. Pero, por otro lado, no necesitamos seguir estas discusiones, debido también a una reflexión teológica: que para el que lee la Biblia como palabra de Dios con la fe de la Iglesia, la validez de una palabra no depende de hipótesis históricas acerca de la forma y de la antigüedad de su origen. Todo el que haya seguido con alguna atención las propuestas de los exegetas sabe muy bien lo efímeras que son estas hipótesis. Para el creyente, una palabra de Jesús que se encuentra en la Sagrada Escritura no recibe su fuerza vinculante del hecho de que la mayoría de los exegetas contemporáneos la reconozca como tal, ni pierde su validez cuando se verifica lo contrario. En otros términos: la garantía de la validez no proviene de construcciones hipotéticas por más fundadas que puedan ser, sino de la pertenencia al canon de la Escritura que la fe de la Iglesia garantiza como palabra de Dios, o sea, como seguro fundamento de nuestra existencia.

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Asentado esto, es importante sin embargo comprender lo más exactamente posible, mediante los instrumentos de la ciencia histórica, la estructura y el contenido de un texto. La principal objeción de la época liberal en contra del origen jesuano de la palabra de vocación consistía en la observación de que aquí se emplea el vocablo «Iglesia» (ekklesía), que en los evangelios aparece sólo aquí y en Mt 18,17. Puesto que, según hemos mostrado en el capítulo primero, se daba por cierto que Jesús no había querido una Iglesia, este uso lingüístico aparecía como un anacronismo revela-dor de la formación tardía del dato en el contexto de la Iglesia ya nacida. En contra de esta hipótesis ha llamado la atención el exegeta evangélico A. Oepke sobre el hecho de que nunca se es demasiado prudente con las estadísticas de las palabras. Ha indicado, por ejemplo, que en toda la Carta de san Pablo a los romanos no aparece nunca la palabra «cruz», a pesar de que la carta indudablemente está impregnada desde el principio al fin de la teología de la cruz del Apóstol.

Por tanto, respecto a estas observaciones, es muy importante la forma literaria del texto, sobre la cual el mismo indiscutido portavoz de la teología liberal, A. von Harnack, ha dicho: «No hay muchos más pasajes extensos en los evangelios de los cuales se deduzca con tanta seguridad el fondo arameo del pensamiento y de la forma, como de esta perícopa tan fuertemente compacta» . De modo muy similar se ha expresado también Bultmann: «No veo que puedan darse las condiciones de su origen si no es en la comunidad originaria de Jerusalén» . Aramaica es la fórmula introductoria «dichoso tú»; aramaico es el nombre, no explicado, Bar-Jona, lo mismo que son árameos los sucesivos conceptos de «puertas del infierno», «llaves del reino de los cielos», «atar y desatar», «en la tierra y en los cielos». El juego de palabras con el término piedra (tú eres piedra y sobre esta piedra...) no funciona del todo en griego, ya que entonces es necesario un cambio de género entre Pedro y piedra; por ello también aquí podemos oír resonar con trasparencia la palabra aramea Cefa y escuchar la voz misma de Jesús .

Pasemos ahora a la interpretación, que una vez más podemos intentar sólo respecto a algunos puntos principales. Ya hemos hablado del simbolismo de la roca-piedra, mediante el cual Pedro aparece en paralelo con Abrahán; su función para el nuevo pueblo, la Ekklesía, reviste un significado cósmico y escatológico, en consonancia con la naturaleza de este pueblo. Para comprender de qué modo Pedro es roca, prerrogativa que no posee por sí mismo, es útil tener presente la continuación del relato de Mateo. No a partir «de la carne y de la sangre», sino por revelación del Padre expresó él el reconocimiento de Cristo en nombre de los doce. En cambio, cuando luego Jesús explica la forma y el camino de Cristo en este mundo profetizando la muerte y la resurrección, entonces responden la carne y la sangre: Pedro «le reprochó al Señor»: «No te sucederá eso» (16,22). Jesús le replicó: «Apártate de mí, Satanás, pues me eres un escándalo (skandalon)...» (v 23). El que por don de Dios puede ser sólida roca, es por sí mismo una piedra en el camino, que puede hacer tropezar. La tensión entre el don que viene del Señor y la propia capacidad resulta tan evidente que produce escalofríos; aquí, de algún modo, se anticipa todo el drama de la historia del papado, en el curso de la cual nos encontramos siempre con los dos elementos: aquel por el que el papado, gracias a una fuerza que no procede de él mis-mo, constituye el fundamento de la Iglesia, y el otro, por el que al mismo tiempo los papas particulares, por las características típicas de su humanidad, son constante-mente escándalo, por querer preceder a Cristo en lugar de seguirlo; pues creen ellos, con su lógica humana, que deben prepararle el camino que, por el contrario, sólo él puede determinar: «Tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (16,23).

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Por lo que respecta a la promesa de que el poder de la muerte no triunfará de la roca (¿la Iglesia?), encontramos un paralelo en la vocación del profeta Jeremías, al que se le dijo al comienzo de su misión: «Yo te constituyo en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muro de bronce frente a todo el país; frente a los reyes de Judá, sus jefes, sus sacerdotes y el pueblo de la tierra. Lucharán contra ti, pero no podrán vencerte, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer l,18s). Lo que escribe A. Weiser de este párrafo del Antiguo Testamento puede servir muy bien como explicación de la promesa de Jesús a Pedro: «Dios exige todo el valor de una confianza sin condiciones en su poder extraordinario cuando promete lo que es aparentemente imposible: convertir al hombre frágil en una "ciudad fortificada", en una "columna de hierro" y en un "muro de bronce", de suerte que él solo podrá resistir contra toda la población del país y contra los depositarios del poder, a la manera de un vivo baluarte de Dios... No se le garantiza la intangibilidad de un hombre de Dios "consagrado"..., sino sólo la proximidad de Dios que lo "salva", y que sus enemigos no triunfarán sobre él (cf Mt 16.18)» .

Realmente la promesa hecha a Pedro es más amplia que las hechas a los profetas de la antigua alianza; contra ellos estaban sólo las fuerzas de la carne y de la sangre; contra Pedro están las puertas del infierno, las fuerzas destructoras del averno. Jeremías recibe solamente una promesa personal en orden a su ministerio profético; Pedro obtiene una promesa para la asamblea del nuevo pueblo de Dios que se extiende a todos los tiempos, promesa que va más allá del tiempo de su existencia personal. Debido a esto, Harnack ha pensado que aquí se profetizaba la inmortalidad de Pedro, y en cierto sentido ha dado en el blanco: la roca no será vencida, puesto que Dios no abandonará a su Ecclesia a las fuerzas de la destrucción.

El poder de las llaves recuerda la palabra de Dios de Is 22,22, dirigida a Eliaquín, al cual, junto con las llaves, se le entrega «el dominio y el poder sobre la casa de David» . Pero también las palabras del Señor a los escribas y fariseos, a los que se les reprocha cerrar el reino de los cielos a los hombres (Mt 23,13), nos ayudan a comprender el contenido de este dicho sobre el misterio: porque Pedro es un fiel administrador del mensaje de Jesús, abre él la puerta del reino de los cielos; a él le compete la función de portero, que debe juzgar si acoger o rechazar (cf Ap 3,7). De este modo, el significado del dicho se acerca claramente al de atar y desatar. Esta última expresión está tomada del lenguaje rabínico, y significa por un lado la plenitud de las decisiones doctrinales, y por otro expresa el poder disciplinar, o sea, el derecho de lanzar o quitar la excomunión. El paralelismo «en la tierra y en los cielos» afirma que las decisiones eclesiales de Pedro tienen valor también delante de Dios, idea que se encuentra de manera similar también en la literatura talmúdica. Si prestamos atención a los paralelos del dicho de Jesús resucitado, citado en Jn 20,23, resulta evidente que con la autoridad de atar y desatar se entiende esencialmente el poder de perdonar los pecados confiado en Pedro a la Iglesia (cf también Mt 18,15-18) . Esto me parece un elemento de mayor importancia. En el centro mismo del nuevo ministerio, que priva de energías a las fuerzas de la destrucción, está la gracia del perdón. Ella es la que constituye a la Iglesia. La Iglesia está fundada en el perdón.

Pedro mismo representa en su persona este hecho: el que ha caído en la tentación, ha confesado y recibido el perdón puede ser el depositario de las llaves. La Iglesia en su esencia íntima es el lugar del perdón, en el que queda desterrado el caos. Ella se mantiene unida por el perdón, de lo que Pedro es una perenne demostración; ella no es la comunidad de los perfectos, sino la comunidad de los pecadores, que tienen necesidad del perdón y lo buscan. Las palabras sobre la autoridad ponen de manifiesto el poder de Dios

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como misericordia, y por tanto como piedra angular de la Iglesia; en el fondo escuchamos las palabras del Señor: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los pecadores» (Mc 2,17). La Iglesia sólo puede surgir allí donde el hombre llega a su verdad, y esta verdad consiste justamente en que tiene necesidad de la gracia. Donde el orgullo le priva de este conocimiento, no encuentra el camino que lleva a Jesús. Las llaves del reino de los cielos son las palabras del perdón, que únicamente lo garantiza el poder de Dios. Ahora podemos comprender por qué a esta perícopa le sigue inmediatamente un anuncio de la pasión: con su muerte, Jesús le ha cerrado la puerta a la muerte, al poder de los infiernos, le ha hecho enmudecer, expiando así todas las culpas, para que de esta muerte brote ininterrumpidamente fuerza de perdón.

2. La sucesión de Pedro

2.1. El principio de la sucesión en general

Que el Nuevo Testamento, en todos los grandes filones de tradición, conoce el primado de Pedro, es indiscutible. La verdadera dificultad surge al formular la segunda pregunta: ¿Se puede fundar la idea de la sucesión de Pedro? Más ardua es aún la tercera pregunta, relacionada con ella: ¿Se puede justificar de modo creíble la sucesión romana de Pedro? En lo que concierne a la primera de estas dos preguntas, ante todo hemos de comprobar que en el Nuevo Testamento no hay una afirmación explícita de la sucesión de Pedro. Esto no debe sorprendernos, ya que los evangelios, lo mismo que las grandes cartas paulinas, no abordan el problema de una Iglesia posapostólica, cosa que, por lo demás, hay que mirar como un signo de la fidelidad a la tradición por parte de los evangelios. Por otra parte, es posible encontrar en los evangelios este problema de un modo indirecto, si se admite el principio metodológico de la historia de las formas, según el cual se ha reconocido como parte de la tradición sólo lo que en el respectivo ambiente de la tradición se consideró de algún modo significativo para el presente. Esto significaría, por ejemplo, que Juan, hacia finales del siglo primero, es decir, cuando Pedro ya había muerto hacía tiempo, no consideró en absoluto el primado como algo perteneciente al pasado, sino como algo vigente para la Iglesia. Incluso algunos -puede que con un exceso de fantasía- creen descubrir en la «concurrencia» entre Pedro y «el discípulo al que Jesús amaba» un eco de las tensiones entre la reivindicación romana del primado y la autoconciencia de las Iglesias de Asia Menor. De todos modos, esto sería un testimonio muy precoz, y además interno a la Biblia, de que se estimaba que la línea petrina continuaba en Roma. Sin embargo, no debemos apoyarnos en modo alguno en hipótesis tan inciertas. En cambio, me parece justa la idea fundamental de que las tradiciones neotestamentarias no responden nunca a un mero interés de curiosidad histórica, sino que llevan en sí la dimensión del presente, y en este sentido sustraen siempre las cosas al mero pasado, sin eliminar por ello la autoridad especial del origen.

Por lo demás, precisamente los autores que niegan el principio de la sucesión han propuesto luego hipótesis de sucesión. O. Cullmann, por ejemplo, se pronunció con toda claridad contra la idea de sucesión; pero creía poder demostrar que Pedro habría sido sustituido por Santiago, y que este habría ejercido el primado del que anteriormente había sido el primero de los apóstoles . Bultmann, partiendo de la mención de las tres

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columnas en Gal 2,9, cree poder concluir que de una dirección personal se habría pasado a una dirección colegial y que un colegio habría reemplazado a la sucesión de Pedro . No es preciso discutir estas y otras hipótesis similares; su fundamento es más bien débil. Pero así se demuestra que no es posible eludir la idea de la sucesión si se considera la palabra trasmitida como realmente un espacio abierto al futuro. En efecto, en los escritos del Nuevo Testamento situados en el momento de la transición a la segunda generación o que pertenecen ya a ella -especialmente los Hechos de los Apóstoles y las cartas pastorales-, el principio de la sucesión adopta una forma concreta. La concepción protestante según la cual la «sucesión» se encuentra sólo en la Palabra como tal, y no en «estructuras» del género que sea, resulta anacrónica en virtud de la forma efectiva de la tradición neotestamentaria. La palabra está ligada a un testigo que garantiza su índole inequívoca, que ella no posee como mera palabra confiada a sí misma. Sin embargo, el testigo no es un individuo que subsiste por sí mismo y en sí mismo. Es testigo por sí mismo y en virtud de su propia capacidad de recordar, exactamente igual que Simón puede ser roca por sus propias fuerzas. Es testigo no en cuanto «carne y sangre», sino a través de su nexo con el Espíritu, el Paráclito, que es el garante de la verdad y abre la memoria. El, por su parte, une al testigo con Cristo. En efecto, el Paráclito no habla por sí mismo, sino que toma de lo «suyo» (a saber, de lo que es Cristo: Jn 16,13). Ese nexo con el Espíritu y con su modo de ser -«no hablará por sí mismo, sino cuanto oiga decir»- es llamado en el lenguaje de la Iglesia «sacramento». El sacramento designa el triple entrelazarse de Palabra -testigo- Espíritu Santo y Cristo, que describe la estructura específica de la sucesión neotestamentaria. Del testimonio de las cartas pastorales y de los Hechos de los Apóstoles se puede deducir con cierta seguridad que ya la generación apostólica dio a este recíproco entrelazamiento de persona y palabra, por fe en la presencia del Espíritu y de Cristo, la forma de la imposición de las manos.

2.2. La sucesión romana de Pedro

La figura neotestamentaria de la sucesión así constituida, en la cual la palabra es sustraída al arbitrio humano justamente a través de la implicación en ella del testigo, es afrontada muy pronto por un modelo esencialmente intelectual y antiinstitucional, que conocemos en la historia con el nombre de gnosis. Aquí se eleva a principio la libre interpretación y el desarrollo especulativo de la palabra. Frente a la pretensión intelectual avanzada por esta corriente, muy pronto no es ya suficiente remitir a testigos particulares. Fueron necesarios puntos de referencia para el testimonio, que se encontraron en las llamadas sedes apostólicas, es decir, en aquellos lugares en que habían actuado los apóstoles. Las sedes apostólicas se convierten en los puntos de referencia de la verdadera communio. No obstante, dentro de estos puntos de referencia se da aún un criterio preciso, que resume en sí a todos los demás (claramente en Ireneo de Lyon): la Iglesia de Roma, en la que Pedro y Pablo padecieron el martirio. Con ella ha de estar de acuerdo cada comunidad particular; ella es verdaderamente el criterio de la auténtica tradición apostólica.

También Eusebio de Cesárea, en la primera redacción de su Historia eclesiástica, hizo una descripción del mismo principio: la contraseña de la continuidad de la sucesión apostólica se concentra en las tres sedes petrinas de Roma, Antioquía y Alejandría, siendo Roma, como lugar del martirio, una vez más, de las tres sedes petrinas, la preeminente, la verdaderamente decisiva.

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Esto nos lleva a una comprobación de la mayor importancia : el primado romano, o sea, el reconocimiento de Roma como criterio de la fe auténticamente apostólica, es más antiguo que la «Escritura». Sobre esto hay que guardarse de una ilusión casi inevitable. La «Escritura» es más reciente que los «escritos» que la integran. Durante mucho tiempo la existencia de cada uno de los escritos no dio lugar aún al «Nuevo Testamento» como Escritura, como Biblia. La reunión de los escritos en la Escritura es más bien obra de la tradición, que comenzó en el siglo II, pero que sólo en el siglo IV o V tuvo en cierta medida su conclusión. Un testimonio exento de sospecha como Harnack ha señalado al respecto que antes de terminar el siglo II se impuso en Roma un canon de los «libros del Nuevo Testamento» según el criterio de la apostolicidad y catolicidad, criterio que poco a poco fue seguido también por otras Iglesias «a causa de su valor intrínseco y de la fuerza de la autoridad de la Iglesia romana». Por tanto, podemos afirmar: la Escritura se hizo Escritura mediante la tradición, de la que forma parte como elemento constitutivo justamente en este proceso la potentior principalitas de la cátedra de Roma. Resultan así evidentes dos puntos: el principio de la tradición, en su configuración sacramental como sucesión apostólica, fue constitutivo para el origen y la continuación de la Iglesia. Sin este principio no es posible en absoluto imaginar un Nuevo Testamento, y es debatirse en una contradicción querer afirmar lo uno y negar lo otro. Hemos visto además que desde el principio se estableció y trasmitió en Roma la lista de los nombres de los obispos como serie de la sucesión. Podemos añadir que Roma y Antioquía, como sedes de Pedro, eran conscientes de encontrarse en la sucesión de la misión de Pedro, y que pronto en el grupo de las sedes petrinas se adoptó también a Alejandría como lugar de la actividad de Marcos, discípulo de Pedro. Sin embargo, el lugar del martirio aparece claramente como el principal depositario de la suprema autoridad petrina y desempeña un papel preeminente en la formación de la naciente tradición eclesial, y en particular en la formación del Nuevo Testamento como Biblia; él pertenece a las condiciones esenciales de posibilidad, tanto internas como externas. Sería fascinante mostrar cómo influyó en todo esto la idea de que la misión de Jerusalén había pasado a Roma, razón por la cual inicialmente Jerusalén no sólo no fue «sede patriarcal», sino ni siquiera sede metropolitana: Jerusalén reside en Roma y su título de preeminencia se ha trasferido, con la partida de Pedro, a la capital del mundo pagano . Pero una reflexión detallada sobre este tema nos llevaría muy lejos. Creo, no obstante, que ha quedado patente lo esencial: el martirio de Pedro en Roma fija el lugar en el que continúa su función. Esta conciencia aparece ya en el siglo primero a través de la primera carta de Clemente, aunque, en los detalles, la evolución fue naturalmente lenta.

3. Reflexiones finales

Nos detenemos en este punto, puesto que el objeto esencial de nuestras reflexiones ha sido alcanzado. En efecto, hemos visto que el Nuevo Testamento en su totalidad documenta de manera convincente el primado de Pedro; hemos visto que la constitución de la tradición y de la Iglesia suponía la continuación de la autoridad de Pedro en Roma. El primado romano no es una invención de los papas, sino un elemento esencial de la unidad de la Iglesia, que se remonta al mismo Señor y que se desarrolló fielmente en la Iglesia naciente. Pero el Nuevo Testamento nos muestra algo más que los aspectos formales de una estructura; nos muestra también su esencia íntima. No sólo nos entrega pruebas documentales, sino que se afirma como criterio y cometido. Nos indica la tensión entre piedra de escándalo y roca; justamente en la desproporción

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entre capacidad humana y disposición divina, Dios se da a conocer como el que está verdaderamente presente y operante. Si el conferir semejante plenitud de autoridad a los hombres ha podido hacer que en el curso de la historia surgiera -y no sin razón- el temor a un poder humano arbitrario, sin embargo no sólo la promesa del Nuevo Testamento, sino la misma trayectoria histórica muestran lo contrario: la desproporción de los hombres para semejante función es tan estridente, tan evidente, que justamente en la atribución a un hombre de la función de roca se pone de manifiesto que no son estos hombres los que sostienen la Iglesia, sino el que lo hace, a pesar de los hombres más que a través de ellos. Quizá el misterio de la cruz no esté en ninguna parte tan tangiblemente presente como en la historia del primado. El hecho de que su centro esté constituido por el perdón es al mismo tiempo su supuesto y el signo de la naturaleza particular del poder de Dios. De este modo cada una de las palabras bíblicas sobre el primado permanece, de generación en generación, como indicación, como medida a la que debemos plegarnos cada vez. Si la Iglesia mantiene su fe en estas palabras, no es cuestión de triunfalismo, sino de humildad; sorprendida y agradecida reconoce la victoria de Dios sobre la debilidad humana y a través de ella. El que por miedo al triunfalismo o al poder arbitrario del hombre le quita a estas palabras su fuerza no anuncia en absoluto a un Dios más grande, sino que más bien lo empequeñece. Pues él manifiesta el poder de su amor justamente en la paradoja de la impotencia humana, permaneciendo así fiel a la ley de la historia de la salvación. Así pues, con el mismo realismo con que hoy ad-mitimos los pecados de los papas y su inadecuación a la grandeza de su ministerio, hemos de reconocer también que Pedro ha sido siempre la roca contra las ideologías, contra la reducción de la Palabra a lo que en una época determinada está en boga, contra la sumisión a los poderosos de este mundo. Al reconocer estos hechos de la historia, no celebramos a los hombres, sino que tributamos alabanza al Señor, que no abandona a la Iglesia y ha querido realizar su ser roca a través de Pedro, la pequeña piedra de tropiezo: no la «carne y la sangre», sino el Señor salva a través de los que provienen de la carne y de la sangre. Negar esto no es más fe ni más humildad, sino retroceder frente a la humildad, que reconoce la voluntad de Dios exactamente como es. Por tanto, la promesa hecha a Pedro y su realización histórica siguen siendo, en lo más hondo, motivo perenne de alegría: los poderes del infierno no prevalecerán contra ella...

3 Iglesia universal e Iglesia particular.

El cometido del obispo

Entonces, concretamente, ¿cómo debe vivir y configurarse la Iglesia para responder a la voluntad del Señor? Tal es la pregunta que se impone con fuerza después de todas las reflexiones hasta ahora expuestas. A esta pregunta podemos darle una respuesta muy sencilla, que sin embargo contiene en sí toda la riqueza y, por tanto, todas las dificultades de lo que es realmente sencillo. Podemos decir: la Iglesia se convirtió en tal cuando el Señor, después de haber dado su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino, dijo: «haced esto en memoria mía». Ello significa: la Iglesia es una respuesta a este cometido, a la autoridad y a la responsabilidad que conlleva. Iglesia es eucaristía. Ello implica que la Iglesia proviene de la muerte y resurrección, pues las palabras sobre la donación del cuerpo habrían quedado vacías de no haber sido una anticipación del sacrificio real de la cruz, lo mismo que su memoria en la celebración sacramental sería culto

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de los muertos y formaría parte de nuestro luto por la omnipotencia de la muerte si la resurrección no hubiese trasformado este cuerpo en «espíritu dador de vida» (1Cor 15-45). Pero de todo el conjunto del Nuevo Testamento procede una segunda respuesta que se ha concretado en el nombre ecclesia. Iglesia quiere decir reunión y purificación por Dios de todos los hombres de toda la tierra. La unión de las dos respuestas define la naturaleza de la Iglesia y determina su praxis; además las dos respuestas se pueden compendiar en la afirmación única de que Iglesia quiere decir proceso dinámico de unificación

horizontal y vertical. Es unificación vertical del hombre con el amor trinitario de Dios, y por tanto también integración del hombre en sí mismo y consigo mismo. Mas como lleva al hombre allí donde tiende toda la gravitación de su naturaleza, se hace de por sí también unificación horizontal: sólo a partir de la fuerza propulsiva de la unión vertical puede tener lugar la unificación horizontal, o sea, la reconstrucción de un género humano lacerado. Los Padres compendiaron estos dos aspectos -eucaristía y reunión- en la palabra communio, que hoy nuevamente está en alza: Iglesia y comunión; ella es comunión de la palabra y del cuerpo de Cristo, y por tanto comunión recíproca entre los hombres, quienes, en virtud de esta comunión que los lleva desde arriba y desde dentro a unirse, se convierten en un solo pueblo; es más, en un solo cuerpo.

1. Eclesiología eucarística y ministerio episcopal

Intentaremos ahora desarrollar en concreto esta respuesta básica. Partimos del hecho de que la Iglesia se realiza en la celebración de la eucaristía, que es al mismo tiempo el hacerse presente la palabra del anuncio. Ello implica en primer lugar el aspecto local: la celebración eucarística ocurre en un lugar concreto con las personas que en él viven. Aquí comienza la fase de la reunión. Lo cual significa que por Iglesia no se entiende un club de amigos o una asociación de tiempo libre en la que se juntan personas con iguales tendencias y con intereses afines. La llamada de Dios va a todos los que están en aquel lugar: la Iglesia es pública por su misma naturaleza. Desde el principio rehusó colocarse en el plano de las asambleas culturales privadas o de cualquier agrupación de derecho privado. De haber aceptado, habría gozado de la plena protección del derecho romano, que reservaba a las organizaciones de derecho privado un amplio espacio. Por el contrario, quiso ser pública igual que el Estado, porque ella es realmente el nuevo pueblo al que todos están llamados . Por eso cuantos se hacen creyentes en un lugar pertenecen todos ellos igualmente a la misma eucaristía: ricos y pobres, cultos e incultos, griegos, judíos, bárbaros, hombres y mujeres; donde Dios llama, estas diferencias no cuentan (Gal 3,28). Por eso podemos ahora comprender por qué Ignacio de Antioquía insistió tanto en la unicidad del oficio episcopal en una ciudad y por qué ligó tan estrechamente la pertenencia eclesial a la comunión con el obispo. Defiende san Ignacio la naturaleza pública y la unidad de la fe contra todo tipo de grupo, contra la división en razas y en clases. El evangelio de Jesucristo excluye desde el principio el racismo y la lucha de clases. Hay un solo obispo en una sola ciudad, porque la Iglesia es una sola para todos y porque Dios es uno solo para todos. En este sentido la Iglesia tiene siempre ante sí una tarea única e inmensa de reconciliación; no es Iglesia si no pone de acuerdo a los que de hecho -por su modo de sentir- no están de acuerdo y no tienden al acuerdo. Sólo en virtud del amor del que ha muerto por todos puede y debe realizarse también de hecho esta reconciliación. La Carta a los efesios ve el sentido más profundo de la muerte de Cristo en el hecho de haber abatido «el muro de separación, o sea, la enemistad» (2,14). En virtud de la sangre derramada, Cristo es «nuestra paz» (2,13s). Estamos ante

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formulaciones eucarísticas que contienen un realismo exigente; no se puede gozar de la sangre «derramada por muchos» restringiéndose a «pocos». En este sentido el «episcopado monárquico» enseñado por Ignacio de Antioquía es una forma.

esencial e irrevocable de la Iglesia, ya que constituye una exacta interpretación de una realidad central: la eucaristía es pública, es eucaristía de toda la Iglesia, del único Cristo. Nadie tiene derecho a escogerse una eucaristía «propia». La reconciliación con Dios que en ella se nos brinda supone siempre la reconciliación con el hermano (Mt 5,23s). La naturaleza eucarística de la Iglesia nos ha remitido en primer lugar a4la asamblea local; al mismo tiempo hemos reconocido que el ministerio episcopal pertenece esencialmente a la eucaristía en cuanto servicio a la unidad que se deriva necesariamente del carácter de sacrificio y de reconciliación de la eucaristía. Una Iglesia eucarística es una Iglesia constituida sobre el obispo. Tenemos que dar ahora un paso más. El redescubrimiento del carácter eucarístico de la Iglesia ha llevado recientemente a acentuar con fuerza el principio de la Iglesia local. Teólogos ortodoxos han contrapuesto la eclesiología eucarística de Oriente como expresión auténtica de la Iglesia a la eclesiología centralista de la Iglesia romana . En cada Iglesia local, dicen, está presente con la eucaristía el misterio entero de la Iglesia, por estar presente Cristo. A esto no hay nada que añadir. Por tanto, deducen ellos, la idea de un ministerio petrino es una contradicción; tiende a un modelo mundano de unidad opuesto a la unidad sacramental representada en la constitución eucarística. Sin embargo, es cierto que esta moderna eclesiología eucarística ortodoxa no es concebida de modo puramente «local» en el sentido de la Iglesia particular, ya que en realidad el punto básico de la estructura es el obispo, y no el lugar en cuanto tal. Si se reflexiona sobre este hecho, resulta evidente que también para la tradición ortodoxa no basta el simple hecho litúrgico en el lugar respectivo para constituir la Iglesia, sino que es necesario un principio de integración.

Los problemas que permanecen pendientes permiten comprender que desde hace poco, por la fusión de elementos protestantes, ortodoxos y católicos, se vayan desarrollando nuevas variantes del principio de la Iglesia local que intentan llevarlo a sus últimas consecuencias. Si los ortodoxos parten del obispo y de la comunión eucarística guiada por él, punto de partida de la posición reformada sigue siendo la palabra: la palabra de Dios congrega a los hombres y crea la «comunidad». El anuncio del evangelio, dicen, genera la asamblea, y esta asamblea es «Iglesia». En otras palabras, la Iglesia como institución no tiene en esta perspectiva ningún relieve propiamente teológico; teológicamente significativa es sólo la comunidad, porque lo que importa es sólo la palabra . Esta idea de la comunidad suele hoy vincularse al concepciones de Iglesia y de comunidad son naturalmente múltiples y variadas; sin embargo, su orientación fundamental me parece que queda señalada con lo indicado antes. logion de Jesús del evangelio de Mateo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (18,20). Casi se podría decir que estas palabras han sustituido hoy para muchos, como palabras fundantes de la Iglesia y como definición de su naturaleza, al logion de la piedra y del poder de las llaves. La idea es entonces: reunirse en nombre de Jesús engendra por sí mismo la Iglesia; es el acto independiente de todas las instituciones en el que la Iglesia nace siempre de nuevo. La Iglesia no es concebida como episcopal, sino como congregacionista.

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Ahora no hay que referirse ya a la exclusividad de la palabra, sino que de este principio se deduce la conclusión: la asamblea convertida de ese modo en comunidad tiene en sí todos los poderes de la Iglesia y, por tanto, también el de la celebración eucarística. La Iglesia, como suele decirse, viene «de abajo»; ella se forma a sí misma. Pero con este enfoque se pierde inevitablemente su naturaleza pública y su mismo carácter de reconciliación tal como se presenta en el principio episcopal, que se deriva de la naturaleza de la eucaristía. La Iglesia se convierte en grupo, que se mantiene unido por su consenso interior, mientras que su dimensión católica se agrieta. Las palabras del Señor sobre reunirse dos o tres personas no pueden aislarse; no agotan la plenitud de la realidad Iglesia. En esa realidad el reunirse, e igualmente los encuentros informales de grupos en la oración, tiene una importancia esencial. Pero no es suficiente como principio constitutivo de la Iglesia. Por eso el sínodo de 1985 ha señalado nuevamente en la communio la idea guía para la comprensión de la Iglesia, y en consecuencia ha pedido que se profundice la eclesiología eucarística, en la cual las diversas funciones de papa, obispo, presbítero y laicos son contempladas oportunamente en una visión de conjunto a partir del sacramento del cuerpo del Señor. Esos esfuerzos siguen adelante. Hay un primer paso relativamente simple. Iglesia es eucaristía, según hemos dicho. Ello puede traducirse también en otra fórmula: Iglesia es comunión, comunión con todo el cuerpo de Cristo. En otras palabras: en la eucaristía no se puede en modo alguno pretender comulgar exclusivamente con Jesús. El se ha dado un cuerpo. El que comulga con él, comulga necesariamente con todos sus hermanos, que se han convertido en miembros del único cuerpo. Tal es el alcance del misterio de Cristo, que la communio incluye también la dimensión de la catolicidad. O es católica, o no es absolutamente.

2. Las estructuras de la Iglesia universal en la eclesiología eucarística ¿Pero cómo se expresa todo esto? La pregunta nos lleva necesariamente a la Iglesia antigua. El que ha aprendido a conocerla en su existencia efectiva ve al punto que no ha consistido nunca en una yuxtaposición estática de Iglesias locales. Desde el principio pertenecen esencialmente a ella múltiples formas de catolicidad. En el tiempo apostólico es sobre todo la figura misma del apóstol lo que queda fuera del principio local. El apóstol no es obispo de una comunidad, sino misionero de la Iglesia entera. La figura del apóstol es la más contundente refutación de cualquier concepción de Iglesia puramente local. En su persona se expresa la Iglesia universal; a esta representa él, sin que ninguna Iglesia local pueda pretender tenerlo para sí sola. Pablo ejerció esta función de unidad mediante sus cartas y a través de una red de enviados. Estas cartas son la realización práctica del servicio católico de la unidad, que sólo se explica en virtud de la autoridad del apóstol que se extiende a la Iglesia universal. Si observamos además las listas de saludos de las cartas, podemos verificar también que la sociedad antigua era móvil; encontramos a los amigos de Pablo ora aquí, ora allá. Ser cristiano quería decir para ellos pertenecer a la única asamblea de Dios en formación, que ellos encontraban unida e idéntica en todos los lugares. Cuando estudio las hipótesis de que Santiago, un colegio o la comunidad en general habrían recogido la sucesión de Pedro, no puedo menos de sorprenderme siempre de que a nadie se le haya ocurrido la idea de atribuir tal sucesión a Pablo, a pesar de que él afirma en la Carta a los gálatas: «Vieron que yo había recibido la misión de anunciar el evangelio a los paganos, como Pedro a los judíos» (2,7). Prescindiendo de que aquí se excluye claramente la idea, derivada de la misma Carta a los gálatas, de la sustitución de Pedro por Santiago o por un colegio, se podría concluir que Pablo había recibido el primado sobre los paganos de una manera indivisa. Pero en realidad no se trata de un reparto de sectores de misión, superado precisamente en la medida en que se impuso el pensamiento fundamental de Pablo, que abolía

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toda distinción entre judeo-cristianos y pagano-cristianos. Como se desprende del conjunto del Nuevo Testamento, Pedro siguió siendo la bisagra entre cristianos judíos y gentiles, y esta misión para toda la Iglesia fue la concretización del mandato particular que el Señor le confirió. Pero al mismo tiempo podemos decir que Pablo ejerció en virtud de su misión una especie de primado sobre los cristianos gentiles, lo mismo que Santiago reivindicó una posición de guía para todo el judeo-cristianismo. Volvamos a nuestro problema. En el tiempo apostólico es evidente el elemento católico en la estructura de la Iglesia; también las llamadas cartas católicas lo desarrollan y confirman. Incluso podemos afirmar que el ministerio orientado en sentido universal tiene claramente la preeminencia sobre los ministerios locales, hasta el punto de que su fisonomía concreta queda aún completamente oscura en las grandes cartas de Pablo . Hay que recordar que, junto a los apóstoles, el grupo de los profetas, designados en la Didajé entre otras cosas como «vuestros sumos sacerdotes» (13,3), ejercían una misión igualmente supralocal. Sólo después de haber comprendido esta realidad es posible entender el alcance de la fórmula de que los obispos son los sucesores de los apóstoles. En la primera fase los obispos, en cuanto responsables de Iglesias locales, están claramente por debajo de la autoridad católica de los apóstoles. Si luego, en el difícil proceso de formación de la Iglesia pos-apostólica, se acabó reconociéndoles también la posición de los apóstoles, ello significa que asumen ahora una responsabilidad que rebasa el ámbito local. En otros términos, la llama de la catolicidad y de la misión no puede extinguirse tampoco en la nueva situación. La Iglesia no puede hacerse una yuxtaposición estática de Iglesias locales en principio autosuficientes: ha de permanecer «apostólica»; o, dicho de otra manera, el dinamismo de la unidad ha de marcar su misma estructura. Con la connotación «sucesor de los apóstoles», se hace salir al obispo del ámbito puramente local y se lo constituye en responsable de que las dos dimensiones de la communio: la vertical y la horizontal, permanezcan indivisas.

¿Pero cómo se manifiesta esto concretamente? Ante todo se manifiesta en una fuerte conciencia de la unidad de la única Iglesia en todos los lugares, que surge espontáneamente dondequiera que se hacen perceptibles tendencias separatistas. Cuando, por aducir un ejemplo, en el siglo cuarto y quinto comenzaron los donatistas a crear una especie de Iglesia particular africana, que no quería ya mantener relaciones con la Iglesia universal, Optato de Milevi reaccionó resueltamente contra esa tendencia a las «dos Iglesias», oponiendo a ella la comunión con todas las provincias como signo distintivo de la verdadera Iglesia . Agustín reitera incansablemente el mismo principio, convirtiéndose así en el maestro y guía de la catolicidad: «Yo estoy en la Iglesia, cuyos miembros son todas aquellas Iglesias de las que sabemos realmente por la Sagrada Escritura que surgieron y crecieron gracias a la actividad de los apóstoles. No renunciaré a estar en comunión con ellas, ni en África ni en ningún otro lugar con la ayuda de Dios» . En el siglo segundo ya Ireneo había expresado con vigor el mismo principio: «Esta doctrina y esta fe la Iglesia diseminada por todo el mundo la custodia diligentemente, formando como una única familia: la misma fe con una sola alma y un solo corazón; la misma predicación, enseñanza y tradición, como si hubiese una sola boca. Diversas son las lenguas según las regiones, pero única e idéntica es la fuerza de la tradición. Las Iglesias de Germania no tienen una fe o tradición diferente, como tampoco las de Hispania, Galia, Egipto, Libia, Oriente y el centro de la tierra (=Palestina); como el sol, criatura de Dios, es uno solo e idéntico en todo el mundo, así la luz de la verdadera predicación resplandece en todas partes e ilumina a todos los hombres que quieren venir al conocimiento de la verdad»

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¿Cuáles eran los elementos estructurales concretos que garantizaban esta catolicidad? Naturalmente, antes que las estructuras hay que indicar el contenido, en el cual insiste, por ejemplo, la Carta a los efesios: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios padre de todos...» (4,5s). Las estructuras están al servicio de este contenido. Hemos dicho: la pertenencia a la comunión en cuanto pertenencia a la Iglesia es por su naturaleza universal. El que pertenece a una Iglesia local pertenece a todas. De esta conciencia, como garantía de la unidad de la communio y delimitación de los confines frente a presuntas y falsas comunidades, nacieron las cartas de comunión, a las que se denominó Utterae communicatoriae, tesserae, symbola, Utterae pacis... .

El cristiano que emprendía un viaje llevaba consigo un documento de este tipo, encontrando así alojamiento en cualquier comunidad cristiana y, como centro de la hospitalidad, la comunión en el cuerpo del Señor. Con estas cartas de paz el cristiano se encontraba realmente en su propia casa en cualquier sitio en que estuviera. Para que el sistema pudiese funcionar, los obispos debían tener por su parte las listas de las Iglesias más importantes de todas las partes del mundo con las cuales estaban en comunión. «Esta lista servía como repertorio de las direcciones cuando había que entregar pasaportes, y por otra parte los pasaportes de los que llegaban de fuera eran controlados con esta lista» .

Vemos, pues, de manera muy concreta, que el obispo hace de anillo de conjunción de la catolicidad. El mantiene relaciones con otros, encarnando así el elemento apostólico, y con él el católico, en la Iglesia. Esto encuentra expresión ya en su consagración; ninguna comunidad puede darse obispo sólo por sí. Un lazo tan radical en la esfera local no es compatible con el principio apostólico, es decir, universal. En esto se manifiesta al mismo tiempo más en profundidad también el hecho de que la fe no es una conquista nuestra personal, sino que la recibimos siempre de fuera. Supone siempre una superación de los confines, un ir a los otros y un venir de los otros, lo que remite al origen del Otro, del mismo Señor. El obispo es consagrado por un grupo de al menos tres obispos de comunidades vecinas, y en la ocasión se verifica también la identidad del credo . Pero naturalmente los obispos vecinos no bastan; piénsese en la extensión descrita por el texto de san Ireneo, que de propósito abarca los confines de la tierra entonces conocidos, desde Germania por un lado, hasta Egipto y Oriente por otro. Sólo aclarando debidamente este punto es posible evitar, a propósito de la eclesiología de comunión, un equívoco que hoy se propaga visiblemente. Partiendo de una interpretación moderna y unilateral de la tradición oriental, se cree poder afirmar que no existe por encima de cada uno de los obispos locales particulares ninguna otra realidad constituida en la Iglesia. El único órgano posible de la Iglesia entera sería el concilio universal; la Iglesia de los múltiples obispos formaría, por así decir, el concilio permanente, tanto que algunos han llegado a proponer ver en el concilio el modelo estructural de la Iglesia . Pero en semejante idea de la Iglesia se pierde el elemento de responsabilidad eclesial universal que se encarna en el apóstol, reduciendo con ello también el mismo ministerio episcopal, de modo que la misma Iglesia local no puede ser vista ya en su amplitud total e interior.

No es fácil, ni mucho menos, centrar la atención en el elemento estructural que trasciende a cada obispo en la Iglesia antigua sin caer en seguida en la sospecha de una lectura de la historia desde una óptica unilateralmente papal. Intentaré aclarar este punto exponiendo un caso ejemplar. La controversia sobre Pablo de Samo-sata, obispo de Antioquía, que en el 268 fue acusado de herejía por una asamblea de obispos, depuesto de su cargo y excluido de la comunión eclesial. El caso causó mucho revuelo, ya que

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Antioquía era el lugar donde se había formado el cristianismo entre los gentiles y donde había nacido el nombre de cristianos. La tradición conocía a Antioquía como lugar de la actividad misionera de Pedro antes de trasladarse a Roma. Como tal, Antioquía era un punto central de referencia de la communio. En otras palabras, la red mundial de la communio, como ya se ha dicho, tiene algunos puntos eminentes de orientación por los cuales se regulan las Iglesias locales circunstantes. Son las sedes apostólicas. Por eso la crisis de una de estas sedes principales es particularmente importante: ¿qué ocurre cuando vacila justamente el punto de referencia? En este caso es evidente que no basta ya la mera «ayuda de los vecinos», pues está en juego el todo. Por eso el sínodo de los obispos vecinos puede decidir la deposición y escoger el sucesor, pero no puede conferir eficacia jurídica definitiva a estas deliberaciones. Ha de entrar en función la catolicidad. En consecuencia, los participantes en el sínodo obispal antioqueno escribieron a los obispos de Roma y de Alejandría, y mediante ellos a los demás obispos de la Iglesia católica. «Nos hemos visto, pues, forzados..., a designar a otro en su puesto como obispo de la Iglesia católica... Domno, que tiene todas las cualidades que competen a un obispo. Os notificamos esto a fin de que le escribáis y aceptéis de él las cartas de comunión». Ello significa que Domno no puede ser legitimado únicamente por el sínodo. Su nombramiento sólo es efectivo a condición de que los obispos de Roma y de Alejandría sean informados de su elección, le escriban y reciban de él ..................; por lo demás, el asunto no termina aquí. Pablo de Samosata rehusó restituir los edificios destinados al culto. Entonces los obispos se dirigieron a la autoridad (¡pagana!) del emperador Aureliano, el cual sentenció que tales edificios «fueran entregados a aquel que los obispos de Italia y de Roma reconocieran como legítimo». El autor belga B. Botte deduce de ahí con razón: «Para el emperador pagano no había, pues, sólo Iglesias locales, sino también una Iglesia católica cuya unidad estaba garantizada por la comunión de los obispos». La misma dinámica que el caso tomado como ejemplo pone de manifiesto para el siglo tercero, puede documentarse para el siglo segundo en el marco de la controversia pascual. Por eso el concilio de Nicea, como él mismo lo declara, no hizo más que corroborar la antigua tradición al confirmar los primados de Roma, Alejandría y Antioquía, estableciendo en ellos las articulaciones de la communio universal. La justificación de las tres sedes está en el principio pe-trino, en el cual reside también el fundamento de la particular responsabilidad apostólica de Roma como criterio de unidad. Por consiguiente, a la catolicidad de un obispo pertenece el principio de vecindad y la viva relación con Roma, que consiste en dar y recibir en la gran comunión de la única Iglesia.

El jurista evangélico R. Sohm dijo una vez que en el primer milenio la Iglesia se entendía como el cuerpo de Cristo, y en el segundo como la corporación de los cristianos. En este paso de cuerpo a corporación, de Cristo a la cristiandad, de sacramento a derecho, ve él la verdadera caída, que se habría verificado al entrar el segundo milenio y que habría dado origen a la Iglesia católico-romana. Sobre esto hemos de decir, sin embargo, que ciertamente la Iglesia se formó en primer lugar del sacramento y de la comunión con el cuerpo de Cristo; es «cuerpo de Cristo»; pero justamente por eso es también corporación de los cristianos. Ambas cosas no se excluyen, sino que se integran. Como comunidad sacramental en el cuerpo del Señor y a partir de la palabra del Señor, es comunidad de derecho divino, como lo ha mostrado E. Kásemann de modo persuasivo partiendo del Nuevo Testamento. Este «derecho divino», que resulta de la palabra y del sacramento, está rodeado concretamente de un derecho humano que reviste múltiples formas; la Iglesia en su historia deberá vigilar siempre para que su centro propiamente espiritual no se vea desplazado por demasiadas estructuras humanas. Lo importante es establecer que el orden de la unidad no es en modo

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alguno un orden de derecho simplemente humano, sino lo que define de modo central la naturaleza de la Iglesia, y que por eso su expresión jurídica en el cargo del sucesor de Pedro y en la recíproca referencia entre obispos, como en la referencia de estos al papa, pertenece al núcleo central de su ordenamiento divino, de modo que la pérdida de este elemento la lesiona en lo específico de su ser Iglesia.

3. Consecuencias para el ministerio y el cargo del obispo

En todas nuestras reflexiones acerca de la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular hemos tropezado de continuo con la figura del obispo como elemento central de la estructura eclesial. Como ya hemos dicho, él encarna el carácter unitario y el carácter público de la Iglesia local a partir de la unidad del sacramento y de la palabra. El obispo es además el anillo de conjunción con las otras Iglesias locales; como responsable de la unidad de la Iglesia local en su diócesis, le incumbe también hacer de intermediario entre la unidad de su Iglesia particular y la Iglesia entera y única de Jesucristo, y de vivificarla. Debe cuidar de la dimensión católica y de la apostólica de su Iglesia local; estos dos elementos esenciales de la Iglesia caracterizan de modo especial su ministerio, pero enlazan también directamente con las otras dos notas distintivas: la apostolicidad y la catolicidad sirven a la unidad, y sin unidad no hay tampoco santidad, ya que sin amor no hay santidad; la santidad, en efecto, se realiza esencialmente en la integración del particular y de los particulares en el amor de conciliación del único cuerpo de Jesucristo. La santidad no realiza la perfección del propio yo, sino su purificación a través de la fusión en el amor omnicomprensivo de Cristo; este amor es la santidad misma del Dios unitrino.

¿Cómo pueden definirse entonces más precisamente, partiendo de esta base eclesiológica, la función del obispo y la posición de la Iglesia particular en la Iglesia universal? Esta pregunta abre un campo muy amplio, pues nos introduce en el ámbito de la realización histórica, que, desde luego, se apoya en el mismo fundamento, pero que se ve ininterrumpidamente confrontada con nuevas realidades de la vida humana y exige igualmente respuestas siempre nuevas. Habré de contentarme con destacar aquí algunos puntos de vista de carácter general. Si hay que definir esencialmente al obispo como sucesor de los apóstoles, entonces su misión queda fundamentalmente perfilada por lo que la Escritura dice ser la voluntad de Jesús respecto a los apóstoles; él los «constituyó» para que «estuviesen con él», «para enviarlos» y «para que tuviesen autoridad...» (Mc 3,14s).

La premisa fundamental del ministerio episcopal es la íntima comunión con Jesús, es estar con él. El obispo ha de ser el testigo de la resurrección, o sea, ha de permanecer en contacto con Cristo resucitado. Sin este íntimo «estar con» Cristo, se convierte en un simple funcionario eclesiástico, pero no en testigo, no en sucesor de los apóstoles. El estar con Cristo exige interioridad, pero al mismo tiempo genera la participación en la dinámica de la misión. Pues el Señor es con todo su ser el enviado, el que ha bajado del cielo, el que ha cambiado su «ser con» el Padre en «estar con» los hombres. Según las categorías clásicas, el ministerio del obispo pertenece a la «vida activa», pero su actividad está ordenada por su inserción en la dinámica de la misión de Jesucristo. Por eso significa ante todo el «estar con» Cristo, y de ese modo llevar al «estar con» Dios a los hombres para reunidos en este «estar con». Si a los apóstoles se les trasmite como tercer punto

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decisivo de su misión el poder de arrojar los demonios, tenemos claro el sentido de este mandato: la llegada de la misión de Jesús sana y purifica al hombre desde dentro. Purifica la «atmósfera» del espíritu en que vive con la llegada del espíritu de Jesús, que es el santo espíritu de Dios. Ser para Cristo con Dios y, a partir de Cristo, llevar a los hombres a Dios, hacer de ellos la qahal, la asamblea de Dios, he ahí cuál es la tarea del obispo. «El que no recoge conmigo, dispersa», dice Jesús (Mc 12,30; Lc 11,23); el fin del obispo es recoger con Jesús.

De ahí se sigue un segundo punto: el obispo es el sucesor de los apóstoles. Solamente el obispo de Roma es el sucesor de un determinado apóstol, a saber, de san Pedro, por lo que está revestido de la responsabilidad de toda la Iglesia. Todos los demás obispos son sucesores de los apóstoles, no de un apóstol determinado; están en el colegio que sucede al colegio de los apóstoles, de forma que cada uno es sucesor de los apóstoles. Esto significa que el hecho de ser sucesor enlaza con «estar con» en el «nosotros» de los que suceden. El aspecto «colegiado» pertenece esencialmente al oficio de obispo; es una consecuencia necesaria de sus dos dimensiones, la católica y la apostólica. Este «estar con» ha revestido en la historia varias formas, y variará también en el futuro en las formas particulares de verificarse. En la Iglesia antigua tenía sustancialmente dos formas fundamentales que, a pesar de todos los cambios, indican también hoy lo esencial. En primer lugar hay un nexo particular entre los obispos vecinos y los obispos de una región, que en un contexto político y cultural común persiguen un camino común en su ministerio episcopal. De aquí nacieron los sínodos (asambleas de obispos), que se reunían por ejemplo en el África de san Agustín dos veces al año. En cierto sentido podemos compararlos con las conferencias episcopales. Sin duda hay que tener en cuenta una pequeña diferencia: que en la base de estos sínodos no había instituciones permanentes; no había oficinas, no había un órgano administrativo fijo, sino sólo de vez en cuando el hecho de la reunión, en la que los obispos, cada uno por su cuenta -a partir de su fe y de su experiencia de pastores- intentaban encontrar respuestas a los problemas urgentes. A este fin se exigía la responsabilidad personal de cada uno, junto con la búsqueda de aquella sintonía con la fe en la cual el testimonio común se resuelve en una respuesta común. La segunda figura en la que el nosotros de los obispos adquiría forma en la dimensión del obrar estaba en relación con los «primados», con las sedes obispales de referencia y con sus obispos, y de modo particular en tomar como norma a Roma, en estar en consonancia con el testimonio de fe del sucesor de Pedro . Pero cuando hablamos del «nosotros» de los obispos hemos de añadir un nivel ulterior de consideración; este «nosotros» no ha de entenderse sólo en sentido sincró-nico, sino también en sentido diacrónico. Ello significa que en la Iglesia ninguna generación está aislada. En el cuerpo de Cristo no cuenta ya el límite de la muerte; en él, pasado, presente y futuro se compenetran. El obispo no se representa nunca sólo a sí mismo, ni lo que predica es su pensamiento propio; el obispo es un enviado y, en cuanto tal, un embajador de Cristo. El indicador del camino que introduce en el mensaje es para él el nosotros de la Iglesia, y precisamente el nosotros de la Iglesia de todos los tiempos. Si en alguna parte llegara a formarse una mayoría contra la fe de la Iglesia de otros tiempos, no sería en absoluto mayoría; en la Iglesia la verdadera mayoría es diacrónica, abarca a todas las épocas y sólo escuchando a esta mayoría total se permanece en el nosotros apostólico. La fe rompe la autoabsolutización de cada uno de los presentes; el abrirse a la fe de todos los tiempos libra de la ilusión ideológica y mantiene a la vez abierto al futuro. Ser heraldo de esta mayoría diacrónica, de la voz de la Iglesia que unifica los tiempos, es uno de los grandes cometidos del obispo, que desciende de aquel «nosotros» que caracteriza a su ministerio.

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Echemos ahora una breve mirada a dos elementos más. El obispo representa ante la Iglesia local a la Iglesia universal, y ante la Iglesia universal a la Iglesia local; por tanto, sirve a la unidad. No tolera que la Iglesia local se encierre en sí misma, sino que la abre al todo y la inserta en el todo, de tal manera que las fuerzas vivificadoras de los carismas puedan afluir a ella y brotar de ella. Así como abre la Iglesia particular a la Iglesia universal, también el obispo lleva a esta Iglesia universal la voz particular de su propia diócesis, sus dones particulares de gracia, sus prerrogativas y sus sufrimientos. Todo pertenece a todos. Cada órgano es importante, y la contribución de cada uno es necesaria para el todo. Por eso el sucesor de san Pedro debe ejercer su ministerio de modo que no sofoque los dones de las Iglesias particulares ni los fuerce a seguir una falsa uniformidad, sino que los deje ser eficaces en el intercambio vivificador del todo. Estos imperativos valen también para los obispos en su sede y más que nunca para la guía común que los obispos ejercen a través del sínodo o de la conferencia episcopal. Como el papa sólo debe añadir al derecho humano lo que es estrictamente necesario en virtud del derecho divino derivado del sacramento, así también han de hacerlo el obispo y la conferencia episcopal en su ámbito propio. También ellos han de guardarse de uniformidades pastorales. También ellos han de atenerse a las reglas de san Pablo: «No extingáis el espíritu... examinadlo todo, retened lo que es bueno» (1Tes 5,19.21). Tampoco aquí puede haber ningún uniformismo de planes pastorales, sino que hay que dejar espacio a la multiplicidad, no raras veces indudablemente fatigosa, de los dones de Dios; dejando a salvo naturalmente el criterio de la unidad de la fe, al que se puede añadir, en cuanto a las formas humanas, no más de lo necesario a la tolerancia y para una buena convivencia.

Finalmente, no podemos olvidar que el apóstol es siempre enviado «hasta los confines de la tierra». Esto significa que el cometido del obispo no puede agotarse nunca en el ámbito intraeclesial. El evangelio concierne a todos siempre, y por ello incumbe siempre al sucesor de los apóstoles la responsabilidad de llevarlo al mundo. Esto ha de entenderse en un doble sentido: hay que anunciar siempre la fe a los que todavía no han podido reconocer en Cristo al salvador del mundo; pero además de esto existe también una responsabilidad para con las cosas públicas de este mundo. El Estado goza de autonomía respecto a la Iglesia, y el obispo está obligado a reconocer la autonomía del Estado y su ordenamiento jurídico. Evita la confusión entre fe y política y sirve a la libertad de todos evitando identificar la fe con una determinada forma política. El evangelio pone a disposición de la política verdades y valores, pero no da una respuesta concreta a cada uno de los problemas de la política y la economía. Esta «autonomía de las realidades terrenas», de la que ha hablado el concilio Vaticano II, es preciso respetarla. Han de tenerla en consideración también los miembros de la Iglesia. Sólo así la Iglesia constituye un espacio abierto de conciliación entre los partidos; sólo así se preserva de convertirse ella misma en un partido. En este sentido, también el respeto a la madurez de los laicos es un aspecto importante del ministerio episcopal.

Pero la autonomía de las cosas terrenas no es absoluta. Refiriéndose a las experiencias de la época imperial romana, Agustín observaba que los límites entre el Estado y una banda de ladrones son muy débiles si no se rebasa un determinado mínimo ético. El derecho no proviene sólo del Estado; lo que de por sí constituye una injusticia, como la muerte de hombres inocentes, no hay ley que pueda justificarlo. Por eso a los cristianos les incumbe la tarea de preservar la capacidad de percibir la voz de la creación. El obispo debe luchar para que los hombres no se hagan sordos a lo que Dios ha inscrito como fundamental en cada corazón, en la naturaleza del hombre y en las mismas cosas. San Gregorio Magno dijo en una ocasión muy

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agudamente que el obispo ha de tener «nariz», es decir, el olfato que le permita distinguir lo que es positivo de lo que es negativo. Esto vale en el ámbito eclesial lo mismo que respecto al mundo. Precisamente el respeto de la peculiaridad de los ordenamientos seculares exige que la Iglesia se declare también en favor de la defensa de la creación cuando su voz se vea sofocada por el confuso alboroto de la pretensión humana de «arreglárselas por sí misma». El obispo deberá considerarse responsable de que se despierten las conciencias y de que en estos ámbitos primarios no se tenga la impresión de que la Iglesia habla sólo para sí misma. Por otra parte, en este campo hay que apelar de manera particular a la responsabilidad de los laicos, pues está claro también que laicos y sacerdotes no viven en dos mundos separados, sino que sólo compartiendo la única fe pueden cumplir su deber. Todo esto nos muestra, finalmente, que en el ministerio del obispo entra también la disponibilidad al sufrimiento. El obispo que considerase su ministerio sobre todo como un honor o como una posición influyente no habría comprendido su naturaleza. Sin la disponibilidad al sufrimiento no es posible consagrarse a este cometido. Así justamente el obispo se encuentra en comunión con su Señor; así sabe que es «colaborador de vuestra alegría» (2Cor 1,24).

52 Naturaleza del sacerdocio

Reflexiones preliminares: los problemas

La imagen del sacerdocio católico, como la definió el concilio de Trento y fue luego renovada y profundizada en sentido bíblico por el Vaticano II, ha caído después del concilio en una profunda crisis. El gran número de los que han abandonado el sacerdocio, lo mismo que el dramático descenso de las nuevas levas sacerdotales en muchos países, no se explican sólo con motivos teológicos. Pero todas las demás causas no hubieran podido poseer nunca tal impacto de no haberse vuelto problemático en sí mismo este ministerio para muchos sacerdotes y jóvenes encaminados hacia el sacerdocio. En el nuevo horizonte espiritual abierto por el Concilio, los viejos argumentos de la época de la Reforma, en conexión con los conocimientos de la moderna exégesis ampliamente alimentada con premisas reformistas, adquirieron de pronto una evidencia a la que la teología católica no estuvo en condiciones de oponer respuestas suficientemente fundadas. Si es cierto que los textos del Vaticano II fueron mucho más allá del Tridentino en la aceptación de motivos bíblicos, también lo es que no rebasaron sustancialmente el contexto tradicional, por lo que no fueron suficientes para dar una nueva motivación del sacerdocio y aclarar su naturaleza en el cambio de situación. El sínodo de los obispos de 1971, los textos de la Comisión teológica internacional del mismo año y una rica literatura teológica han ampliado entretanto paulatina pero notablemente el debate, de modo que va resultando posible recoger los frutos de esta anhelante búsqueda y, partiendo de una profunda lectura de los textos bíblicos, dar respuesta a los nuevos problemas.

¿De qué índole son esos problemas? El punto de partida lo da una observación de carácter léxico: la futura Iglesia, para denominar los ministerios que en ella se iban formando, no se sirvió de un vocabulario sagrado, sino que se inspiró en una terminología profana. No muestran ningún tipo de continuidad entre estos ministerios suyos y el sacerdocio de la ley mosaica; además, durante mucho tiempo estos ministerios permanecen poco definidos, son muy distintos en cuanto a las formas y designaciones en que los

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encontramos, y sólo a finales del siglo primero cristaliza una forma bien definida, que, por lo demás, sigue admitiendo oscilaciones. Sobre todo no es posible discernir un cometido cultual de estos ministerios; en ningún lado se los pone expresamente en conexión con la celebración eucarística; como contenido suyo aparece en primer lugar el anuncio del evangelio, luego el servicio de la caridad entre los cristianos y funciones comunitarias de carácter preferentemente práctico. Todo esto da la impresión de que los ministerios se consideraban no como sagrados, sino simplemente como funcionales, y, por tanto, administrados exclusivamente con fines específicos. En la época posconciliar fue del todo espontáneo relacionar estas observaciones con la teoría del cristianismo como desacralización del mundo, inspirada en las tesis de Barth y Bonhoeffer sobre la oposición entre fe y religión, y por tanto sobre el carácter arreligioso del cristianismo. La Carta a los hebreos subraya con fuerza que Jesús sufrió fuera de las puertas de la ciudad, exhortándonos a ir a él (Heb 13,12-13). Esta circunstancia se convirtió en un símbolo: la cruz ha desgarrado el velo del templo, el nuevo altar se alza en medio del mundo; el nuevo sacrificio no es un hecho cultual, sino una muerte totalmente profana. La cruz aparece así como una interpretación nueva y revolucionaria de lo que únicamente puede considerarse aún culto; sólo el amor cotidiano en medio de la profanidad del mundo es, según esta teoría, la liturgia en consonancia con este origen.

Estas argumentaciones, resultado de la fusión de la moderna teología protestante con algunas observaciones exegéticas, si se examinan atentamente se revelan como el resultado de las opciones hermenéuticas fundamentales de la Reforma del siglo XVI. El punto fundamental de tales opciones era una lectura de la Biblia basada en la contraposición dialéctica de ley y promesa, sacerdote y profeta, culto y promesa. Las categorías recíprocamente correlativas de ley, sacerdocio y culto fueron consideradas como el aspecto negativo de la historia de la salvación: la ley llevaría al hombre a la autojustificación; el culto resultaría del error de que, colocando al hombre en una especie de relación de paridad con Dios, le permitiría establecer mediante determinadas ofertas, una relación jurídica entre él y Dios; el sacerdocio es entonces, por así decir, la expresión institucional y el instrumento estable de esta mutua relación con la divinidad. La esencia del evangelio, como aparecería de modo muy claro sobre todo en las grandes cartas de san Pablo, sería, pues, la superación de este aparato de autojustificación destructora del hombre; la nueva relación con Dios se apoya enteramente en la promesa y la gracia; se expresa en la figura del profeta, que en consecuencia es construida en estrecha oposición al culto y al sacerdocio. El catolicismo se le antojaba a Lutero la sacrílega restauración de culto, sacrificio, sacerdocio y ley, y por tanto como la negación de la gracia, como el alejamiento del evangelio, como una vuelta de Cristo a Moisés. Esta elección hermenéutica de Lutero ha marcado radicalmente la moderna exégesis crítica; la antítesis entre culto y anuncio del evangelio, entre sacerdote y profeta define total y absolutamente sus valoraciones e interpretaciones. Las observaciones filológicas expuestas al principio parecían confirmar este sistema categorial de modo casi irrefutable. Así es posible comprender que los teólogos, ignorando la historia de las decisiones problemáticas previas, ante la repentina confrontación con la pretensión científica de la exégesis moderna, sintieran que les faltaba la tierra bajo los pies. Parecía del todo claro que la doctrina de Trento sobre el sacerdocio se había formulado a partir de falsas premisas y que tampoco el Vaticano II había tenido el valor de salir de este error histórico. Sin embargo, la evolución interna parecía exigir lo que a este respecto no se había osado aún: dejar las viejas ideas de culto y sacerdocio y buscar una Iglesia a la vez bíblica y moderna, decididamente abierta a lo profano y ordenada únicamente de acuerdo con puntos de vista funcionales.

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Sin embargo, hay que mencionar ciertamente el hecho de que ya en tiempo de la Reforma hubo tendencias antagónicas incluso dentro del luteranismo y también en las mismas obras de Lutero; muy pronto la ordenación no se entendió en absoluto como una decisión puramente funcional y revocable en cualquier momento, sino que se la concibió al menos en una cierta analogía con el sacramento. Su conexión con la celebración eucarística no tardó en aflorar de nuevo, junto con la conciencia de que la eucaristía y el anuncio no deben estar separados. Por lo demás, las ideas acerca del carácter radicalmente profano del acontecimiento cristiano y el carácter no religioso de la fe tienen su origen sólo en un concurso de circunstancias del siglo XX; para Lutero estas teorías habrían sido simplemente inconcebibles e inaceptables. De hecho, precisamente la rama del protestantismo que se remonta a Lutero ha desarrollado una fuerte tradición cultual, cuya profundización en la primavera litúrgica del siglo XX ha hecho posibles fructuosos encuentros ecuménicos. Ahí se acogían las legítimas aspiraciones de la Reforma; pero poco a poco se agudizó también la atención a lo que no debía perderse de la tradición católica. Y así el filón «católico» de la teología protestante ha contribuido más que ningún otro a superar la unilateralidad de algunas interpretaciones bíblicas modernas.

1. La fundación del ministerio neotestamentario: apostolado como participación en la misión de Cristo

Se trata, pues, de reconocer lo que hay de nuevo en el Nuevo Testamento; se trata de comprender el evangelio en cuanto evangelio, aprendiendo así a ver luego de modo correcto también la unidad de la antigua y la nueva alianza, la unidad del obrar divino. Pues justamente en su novedad el mensaje de Cristo y su obra son a la vez cumplimiento de todo lo que les ha precedido, un hacerse visible el centro unificador de la historia de Dios con nosotros. Si nos preguntamos por el núcleo central del Nuevo Testamento, nos encontramos con el mismo Cristo. Su novedad no son propiamente nuevas ideas; la novedad es una persona: Dios, que se hace hombre y atrae al hombre hacia sí. Por tanto, es en la cristología donde hay que ver el punto de partida de nuestro interrogarnos. No tiene nada de extraño que la época liberal interpretara la figura de Jesús enteramente a partir de sus propios supuestos, en los que se reflejan, de acuerdo con la tendencia del siglo XIX, las categorías hacía poco descritas. Jesús, se decía, contrapuso a la religión deformada en sentido ritualista el puro ethos, oponiendo el individuo a lo colectivo. El se presenta como el gran maestro de la moralidad, que libra al hombre de las ataduras culturales y rituales y lo coloca con su conciencia personal directamente delante de Dios. En la segunda mitad del siglo XX han confluido en estas reflexiones ideas de origen marxista: Cristo aparece entonces como el revolucionario del amor, que se opone al poder esclavizador de las instituciones y muere luchando contra ellas (particularmente contra el sacerdocio). Se convierte en abanderado en la lucha de liberación de los pobres para la edificación del «reino», es decir, de la nueva sociedad de hombres libres e iguales.

Ahora bien, la figura de Jesús que encontramos en la Biblia es completamente diversa. Naturalmente, aquí no podemos desarrollar una cristología completa. El punto de vista decisivo para nosotros está en el hecho de que Jesús pretende tener una misión directa de parte de Dios, y por tanto representar la autoridad del mismo Dios en su persona. En todos los evangelios se nos presenta como portador de un mandato proveniente de Dios (Mt 7,29; 21,23; Mc 1,27; 11,28; Lc 20,2; 24,19, etcétera). Jesús anuncia un mensaje

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que no ha sido concebido por él mismo; él es «enviado» con un cometido que proviene del Padre. Juan ha desarrollado de modo particularmente claro esta idea de la misión, pero en esto no hace más que confirmar y aclarar un punto de vista que es central también en los sinópticos. La paradoja de la misión de Jesús encuentra probablemente su expresión más clara en la fórmula de Juan, interpretada de modo tan profundo por Agustín: Mea doctrina non est mea... (7,16).

Jesús no tiene nada propio por sí, fuera del Padre. En su doctrina está él mismo en juego; y por eso dice que incluso lo que tiene de más propio: su yo, no le pertenece en absoluto. Lo suyo es lo no suyo; no hay nada fuera del Padre; todo es enteramente de él y para él. Pero justamente por el hecho de estar expropiado de sí mismo es totalmente una sola cosa con el Padre. El desinterés por sí mismo es la garantía que le confiere el mandato definitivo, porque se hace pura trasparencia y presencia de Dios. Dejemos a un lado el hecho de que en esta total entrega del yo al tú y en el entrelazamiento del yo y del tú que se sigue se refleja el misterio trinitario, que es al mismo tiempo el modelo de nuestra existencia. Lo importante aquí para nosotros es que Jesús ha creado la nueva figura de los doce, que luego, después de la resurrección, desemboca en el ministerio de los apóstoles, o sea, de los enviados. Jesús da a los apóstoles su autoridad, colocando así en estrecho paralelismo el ministerio de ellos con su misma misión. «El que a vosotros acoge a mí me acoge», les dice a los doce (Mt 10,40; cf Lc 10,16; Jn 13,20). Viene a la mente la expresión rabínica: «El enviado de un hombre es como este mismo hombre». Lo confirman todos los textos en los que Jesús trasmite su potestad a los discípulos: Mt 9,8; 10,1; 21,23; Mc 6,7; 13,34; Lc 4,6; 9,1; 10,19. El paralelismo entre la forma de misión de Jesús y la de los apóstoles se desarrolló de modo particularmente claro en el cuarto evangelio: «Como el Padre me ha enviado, así los envío a vosotros» (13,20; 17,18; 21,21). El alcance de esta afirmación resulta evidente sólo recordando lo que hemos dicho hace poco sobre la estructura de la misión de Jesús, a saber, que toda su misión es relación. Por esto comprendemos la importancia del siguiente paralelismo: «El Hijo no puede hacer nada de por sí» (Jn 5,19.30); «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Este «nada» que los discípulos comparten con Jesús expresa al mismo tiempo la fuerza y debilidad del ministerio apostólico. De suyo, con las solas fuerzas de la razón, del conocimiento y de la voluntad no pueden hacer nada de lo que han de hacer en cuanto apóstoles. ¿Cómo podrían decir: «Te perdono tus pecados»? ¿Cómo podrían decir: «Esto es mi cuerpo»? ¿Cómo podrían imponer las manos y decir: «Recibe el Espíritu Santo»? Nada de cuanto es constitutivo de la acción apostólica es producto de la capacidad personal. Pero justamente en esta ausencia total de propiedad se funda su comunión con Jesús, el cual, a su vez, es enteramente del Padre, sólo para él y en él, y no subsistiría en absoluto si no fuera un permanente derivarse y entregarse al Padre. El «nada» en lo que atañe a lo propio los implica en la comunión de misión con Cristo. Este servicio en el que nos damos enteramente al otro, este dar lo que no viene de nosotros, se llama en el lenguaje de la Iglesia sacramento.

Cuando definimos la ordenación sacerdotal como un sacramento queremos indicar precisamente esto: aquí no se instala un funcionario particularmente hábil, que encuentra el cargo de su gusto o simplemente porque se puede ganar el pan; no se trata de un trabajo con el que, gracias a nuestra competencia, nos aseguramos el sustento, para luego avanzar en la carrera. Sacra-mento quiere decir: yo doy lo que yo mismo no puedo dar; hago algo que no depende de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo

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que otro me ha trasmitido. Por eso nadie puede declararse sacerdote por sí mismo; como tampoco ninguna comunidad puede llamar a alguno por su propia iniciativa para este cargo. Sólo del sacramento se puede recibir lo que es de Dios, entrando en la misión que me hace mensajero e instrumento del otro. Y entonces, justamente este darse al otro, este desprendimiento de sí mismo, la sustancial autoexpropiación y gratuidad del servicio se convierten en autorrealización y madurez humanas. Porque con ello nos conformamos con el misterio trinitario, es decir, se lleva a su cumplimiento la semejanza con Dios y con ello el modelo fundamental según el cual hemos sido creados. Porque hemos sido creados trinitariamente, en el fondo vale para cada uno que sólo el que se pierde puede encontrarse. Pero con esto hemos anticipado un tanto los tiempos. Es cierto que sin duda hemos conseguido una importante ganancia de fondo. Según los evangelios, Cristo mismo trasmitió la estructura de su misión y la propia existencia de misión a los apóstoles, confiándoles su mismo mandato y ligándolos así a su misma potestad. Este vínculo con el Señor por el que se le da a un hombre poder hacer lo que sólo el Señor, y no él mismo, puede hacer, equivale a la estructura sacramental. En este sentido la cualificación sacramental del nuevo estilo de misión derivada de Cristo se remonta hasta el núcleo central del mensaje bíblico; pertenece a él. Al mismo tiempo ha quedado de manifiesto que se trata aquí de un oficio totalmente nuevo, que no puede derivarse del Antiguo Testamento, sino que únicamente es explicable en el plano cristológico. El ministerio sacramental de la Iglesia no hace más que expresar la novedad de Jesucristo y mantenerla actual en el curso de la historia.

2. La sucesión de los apóstoles

Después de esta breve mirada al origen y al centro cristológico del nuevo ministerio instituido por Jesucristo en virtud de la potestad proveniente de su misión, tendríamos que preguntarnos: ¿Cómo se vio todo esto en la época apostólica? y sobre todo: ¿cómo se presenta el paso a la época posapostólica; es decir, ¿cómo se refleja en el Nuevo Testamento la successio apostolorum, que, junto con la fundamentación cristológica, constituye el segundo pilar básico de la doctrina católica sobre el sacerdocio de la nueva alianza? Respecto al primer punto, a saber, la prosecución del comienzo cristológico en la época apostólica, podemos ser muy breves, ya que los mismos testimonios de los evangelios ofrecen una doble aportación histórica: por un lado trasmiten lo que ocurrió al principio en la obra de Jesús, y por otro reflejan también lo que de aquí se derivó. Así pues, lo que nos dicen del cargo apostólico no testimonia solamente la historia de los comienzos, sino que refleja igualmente la interpretación del ministerio apostólico en el devenir de la Iglesia. Además, y sobre todo, tenemos el imponente testimonio de san Pablo, que en sus cartas nos hace ver, por así decir, el apostolado en su desplegarse.

El pasaje más importante me parece que es la exhortación, incluso implorante, que se encuentra en la segunda Carta a los corintios: «Somos embajadores de Cristo, como si Dios exhortase por nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios» (2Cor 5,20-21). Se manifiesta aquí de modo particularmente claro la función vicaria y el carácter de misión del ministerio apostólico, que precedentemente hemos aprendido a considerar como la esencia del «sacramento»; aquí resulta evidente que se deriva de Dios la autoridad, la cual consiste precisamente en la expropiación del yo, en hablar no en nombre propio, lo que poco más adelante le lleva a decir a Pablo: «Somos ministros de Dios» (6,4).

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Pero aquí se resume también brevemente el contenido del ministerio apostólico, que Pablo llama «ministerio de la reconciliación» (5,18): de la reconciliación con Dios, que proviene de la cruz de Cristo, y por ello tiene carácter «sacramental». Así pues, Pablo supone que el hombre vive de por sí en la «alienación» (Ef 2,12), y que sólo a través de la unión con el amor crucificado de Cristo esta alienación respecto a Dios y a la naturaleza humana puede quedar superada; que el hombre puede llegar a la «reconciliación». La cruz -como lo muestra claramente 2Cor 5- es central en este proceso de reconciliación; y puesto que, como acontecimiento histórico, pertenece al pasado, sólo puede ser aplicada de modo «sacramental», si bien aquí no se dice en detalle cómo ocurre esto.

Pero si prestamos atención a la primera Carta a los corintios, vemos que el bautismo y la eucaristía son esenciales para este proceso, sin separar a ninguno de la palabra del anuncio que suscita la fe y con ello hace renacer. Por consiguiente, en Pablo es del todo evidente que la potestad «sacramental» del apostolado es un ministerio específico, que no define en modo alguno la existencia cristiana en su plenitud, como algunos han querido concluir del hecho de representar los doce al mismo tiempo el ministerio futuro y a la Iglesia en su totalidad. Lo específico de la misión apostólica aparece claramente en el sentido que acabamos de describir cuando Pablo dice en la primera Carta a los corintios: «Que la gente nos tenga como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (4,1). Por lo demás, justamente en la primera Carta a los corintios se describe la autoridad del apóstol frente a la comunidad, cuando Pablo pregunta: «¿Qué queréis? ¿Que vaya con la vara o con amor y ternura?» (4,21). El apóstol que lanza la excomunión «con el fin de que el espíritu pueda salvarse el día del Señor» (5,5), y que si es preciso está también dispuesto a «ir con la vara», no tiene nada que ver con el ideal de la anarquía pneumática que de improviso algunos teólogos en nuestros días querrían deducir justamente de la primera Carta a los corintios como imagen ideal de la Iglesia. Por tanto, las cartas paulinas confirman y precisan lo que hemos tomado de los evangelios: el oficio de los «ministros de la nueva alianza» (2Cor 3,6) edificado cristológicamente ha de entenderse sacramentalmente. Ellas nos muestran al apóstol como titular de una autoridad proveniente de Cristo frente a la comunidad. En este cara a cara del apóstol se prolonga el cara a cara de Cristo frente al mundo y a la Iglesia, la estructura dialogal que pertenece a la esencia de la revelación.

La fe no es algo concebido autónomamente; el hombre no se hace cristiano a través de la reflexión o en virtud de una práctica moral. Lo es siempre por una acción externa; a través de una gracia que sólo puede venirle a partir de otro, a través del tú de Cristo, en el que se encuentra el tú de Dios. Donde falta este cara a cara, expresión de la exterioridad de la gracia, se disuelve la estructura esencial del cristianismo. Una comunidad que se hace tal por sí misma no reproduce ya el misterio dialogal de la revelación y el don de la gracia que proviene siempre de fuera y únicamente se puede acoger. Todo sacramento postula el cara a cara de la gracia y del que la acoge; pero esto vale también de la palabra de Dios; la fe no viene de leer, sino de escuchar; la palabra del anuncio en el que soy interpelado por el otro pertenece a la estructura del acto de fe. Mas ahora tenemos que tocar el punto decisivo preguntándonos: ¿Este ministerio de los apóstoles prosigue después de su muerte; es decir, existe una «sucesión apostólica», y este cometido es único e irrepetible como la vida terrena, la muerte y la resurrección del Señor? A esta pregunta, tan vivamente debatida, no puedo por mi parte responder más que con un par de advertencias.

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Ante todo hay que observar que en los comienzos tenemos ante nosotros con una fisonomía claramente definida sólo el ministerio apostólico, si bien la limitación del título de apóstol al círculo de los doce sólo se hizo en la teología lucana. Hay además ministerios de varias clases, que sin embargo no poseen aún una figura definida ni nombres estables; de acuerdo con las diversas situaciones locales, eran también muy diversos. Hay funciones de carácter preferentemente supralocales, como las de profeta o maestro, y junto a ellas cargos locales que en el ámbito judeo-cristiano, probablemente en conexión con el ordenamiento sinagogal, fueron calificados con la noción de presbíteros, mientras que para el área pagano-cristiana encontramos por primera vez en la Carta a los ñlipenses el binomio «obispos y diáconos» (1,1). La aclaración teológica de estas funciones madura lentamente, encontrando su forma esencial en la fase de transición a la época posapostólica. Este proceso de clarificación se refleja en el Nuevo Testamento de múltiples modos. Deseo ilustrarlo aquí sólo con dos textos que me parecen particularmente importantes e iluminadores. Pienso ante todo en el discurso de despedida de san Pablo a los presbíteros de Mileto, al que Lucas dio la forma de testamento del apóstol, el cual reúne para este fin en torno a sí también a los ancianos de Efeso. El texto expresa una inserción formal en la sucesión: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (20,28). Aquí se identifican los dos términos «presbítero» y «obispo»; ministerios judeo-cristianos y pagano-cristianos son equiparados y descritos como un ministerio indiviso de la sucesión apostólica. Se establece que es el Espíritu Santo el que introduce en este ministerio: no es la comunidad la que confía por motivos de oportunidad a unos particulares las funciones comunitarias, sino que el cargo es un don del Señor, que da él mismo lo que sólo él puede dar. Como ministerio conferido pneumáticamente, es un ministerio «sacramental». Finalmente, es la continuación del cometido apostólico de apacentar el rebaño del Señor, y por tanto la aceptación del cargo de pastor que tuvo el mismo Jesús, sin olvidar que el pastor Cristo muere en la cruz: el buen pastor da su vida por sus ovejas. La estructura apostólica remite al centro cristológico. Así aquí, junto a, y antes de la identificación entre ministerios judeo-cristianos y pagano-cristianos y al lado de la identificación terminológica, hay que destacar una identificación segunda y más esencial: el ministerio de los presbíteros y de los obispos es, por su naturaleza espiritual, idéntico al de los apóstoles. Esta identificación, con la que se formula el principio de la sucesión apostólica, la ha precisado Lucas ulteriormente con otra elección terminológica: limitando la noción de apóstol a los doce, distingue la unicidad del origen de la continuidad de la sucesión. En este sentido, el ministerio de los presbíteros y de los obispos es algo diverso del apostolado de los doce. Los presbíteros y obispos son sucesores; pero no apóstoles personalmente. A la estructura de la revelación y de la Iglesia pertenece así el semel y el semper. La potestad, fundada cristológicamente, de conciliar, de apacentar y de enseñar prosigue inalterada en los sucesores: pero estos son sucesores en sentido correcto sólo cuando «son asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (He 2,42).

Los mismos principios se formulan de modo casi más extenso y amplio en el espejo del presbítero de la primera Carta de Pedro (5,1-4): «A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo, presbítero también, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante en la gloria que habrá de manifestarse en el futuro: apacentad el rebaño que Dios os ha confiado y cuidad de él no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por una vil ganancia, sino con generosidad; no como dictadores, sino como modelos para el rebaño. Y cuando aparezca el supremo pastor, recibiréis la corona imperecedera de la gloria». De nuevo

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tenemos aquí, ya desde el principio, un importante proceso de identificación: el apóstol se define también como presbítero, por lo cual son teológicamente identificados ministerio apostólico y presbiterado. Con ello toda la teología del apostolado que hemos tratado en la primera parte es trasferida al presbiterado, creando de este modo una teología del sacerdocio propiamente neotestamentaria. Mas esta conexión de contenido tiene consecuencias también para la historia de la Iglesia; ella es, por así decir, una sucesión apostólica en acto; en ella se contiene al mismo tiempo la idea de sucesión. Pero si se lee en el contexto general de la carta, es posible percibir en este breve pasaje otra importante adquisición teológica. Como en el discurso de despedida de Mileto, también aquí el contenido del cargo apostólico y sacerdotal se resume en la palabra «apacentad», y por tanto se lo define a partir de la imagen del pastor. Pero además hemos de observar que Pedro, al fin del segundo capítulo (2,5), define al Señor como «pastor y obispo de vuestras almas», recordando esta definición en nuestro texto cuando llama a Cristo el supremo pastor. La palabra episkopos, antes profana, es identificada ahora con la imagen del pastor, convirtiéndose así en un apelativo propiamente teológico, en el que la Iglesia en devenir desarrolla su nueva y particular sacralidad. Si con la expresión co-presbítero une Pedro al sacerdote con el apóstol, con la palabra episkopos (= inspector, custodio) lo une con Cristo mismo, episkopos y pastor, unificando así todo en la cristología. Por tanto, podemos decir con toda claridad que, al final de la época apostólica, en el Nuevo Testamento nos encontramos con una acabada teología del sacerdocio neotestamentario, confiada a las manos fieles de la Iglesia y que en los altibajos de la historia funda la identidad ineliminable del sacerdote.

3. Sacerdocio universal y sacerdocio particular:

Antiguo y Nuevo Testamento

Queda aún por preguntarse de qué modo este nuevo cometido sacerdotal derivado de la misión de Cristo se relaciona en la Iglesia de la nueva alianza con el sacerdocio universal. Hay en el Nuevo Testamento dos textos que hablan del sacerdocio común: la antigua catequesis bautismal, que se nos ha conservado en el capítulo segundo de la primera Carta de Pedro y las palabras de saludo a las siete comunidades con que se abre el Apocalipsis de Juan (1 Pe 2,9; Ap 1,6). Las fórmulas empleadas son citas del libro del Éxodo (19,6), palabras de Dios a Israel, que en el Sinaí es admitido en la nueva alianza con Dios, siendo así llamado a instaurar el recto culto de Dios entre los pueblos que no le conocen. En cuanto pueblo elegido, Israel debe ser el lugar del verdadero culto y a la vez sacerdocio y templo para el mundo entero. Si la catequesis bautismal cristiana aplica a los bautizados las palabras institutivas de la antigua alianza, ello quiere decir que a través del bautismo los cristianos entran en la dignidad de Israel; que el bautismo es el nuevo Sinaí. Significa que la teología de la elección de Israel pasa a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios. La Iglesia en su totalidad debe ser la mansión de Dios en el mundo y el lugar de su culto; por ella el mundo debe ser conducido a la adoración, como dice Pablo en la Carta a los romanos al hablar de la gracia recibida «de ser ministro de Cristo Jesús entre los paganos; mi tarea sagrada consiste en anunciar el evangelio de Dios, para que la ofrenda de los paganos sea agradable a Dios, consagrada por el Espíritu Santo» (Rom 15,16). El sacerdocio común de los bautizados, que proviene de su ingreso en la historia de la alianza con Dios iniciada en el Sinaí, no está en contraste con las funciones sacerdotales particulares, del mismo modo que el

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sacerdocio común de Israel no estaba en contraste con sus ordenamientos sacerdotales. Al mismo tiempo podemos reconocer por aquí claramente en qué sentido el cargo iniciado en la Iglesia con los apóstoles es algo totalmente nuevo y en qué sentido acoge en su novedad las formas ya existentes de la antigua alianza. Dicho muy simplemente: el ministerio apostólico de la Iglesia es nuevo como nuevo es Cristo; participa de la novedad de Cristo, a la que debe su origen. Pero como Cristo lo hace todo nuevo, más aún, él mismo es el nuevo obrar de Dios y sin embargo acoge en sí todas las promesas en las que la historia entera había llegado a él, así el nuevo sacerdocio de los enviados de Jesucristo contiene en sí todo el contenido profético de la antigua alianza. Esto se ve con toda claridad si prestamos atención a la fórmula con que Jean Colson, partiendo de un profundo análisis de las fuentes, ha descrito la esencia más profunda del sacerdocio veterotestamentario. Dice este autor: «La función de los Kohanim es esencialmente la de mantener al pueblo consciente de su carácter sacerdotal y hacer que viva como tal para glorificar a Dios con toda su existencia» . No se puede menos de reconocer la semejanza con la fórmula paulina poco antes citada a propósito del cometido del apóstol como ministro de Jesucristo; sólo que ahora, después de la ruptura de los confines de Israel realizada en la cruz por Cristo, el carácter misionero y dinámico de esta misión aparece mucho más claramente; el fin último de toda liturgia neotestamentaria y de todos los ministerios sacerdotales es hacer del mundo el templo y la oblación para Dios, o sea, hacer que el mundo entero entre a formar parte del cuerpo de Cristo, a fin de que Dios lo sea todo en todos (cf 1Cor 15,28).

4. Observaciones finales para el sacerdote de hoy

No nos detendremos aquí a reflexionar detenidamente sobre cómo todo esto ha de tenerse presente hoy, particularmente en la formación de los sacerdotes . En este contexto me contentaré con una breve alusión a lo que me parece central. Hemos visto que el sacerdocio neotestamentario iniciado con los apóstoles está estructurado de modo enteramente cristológico, ya que significa la inserción del hombre en la misión de Cristo. Por tanto, lo esencial y fundamental para el ministerio sacerdotal es un profundo lazo personal con Cristo. De esto depende y a esto debe conducir el meollo de toda preparación al sacerdocio y de cualquier ulterior formación en él. El sacerdote debe ser un hombre que conoce a Jesús íntimamente, que lo ha encontrado y ha aprendido a amarlo. Por eso debe ser sobre todo un hombre de oración, un hombre verdaderamente «religioso». Sin una robusta base espiritual no puede resistir mucho tiempo en su ministerio. De Cristo debe aprender también que lo que cuenta en su vida no es la autorrealización ni el éxito. Por el contrario, debe aprender que su fin no es el de construirse una existencia interesante o una vida cómoda, ni crearse una comunidad de admiradores, sino que se trata justamente de obrar en favor del otro. Al principio esto choca con el centro natural de gravedad de nuestra existencia; pero con el tiempo resulta evidente que esta pérdida de relevancia del propio yo es el factor verdaderamente liberador. El que obra por Cristo sabe que siempre hay uno que siembra y otro que recoge. No necesita interrogarse de continuo; confía al Señor todos los resultados y cumple serenamente su obligación, libre y contento de sentirse al seguro en todo. Si hoy los sacerdotes se sienten muchas veces estresados, cansados y frustrados, es debido a una búsqueda exasperada de rendimiento. La fe se convierte en un pesado fardo que a duras penas se arrastra, cuando debería ser un ala por la que dejarse llevar.

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De la íntima comunión con Cristo brota espontáneamente también la participación en su amor a los hombres, en su voluntad de salvarlos y de ayudarlos. Hoy muchos sacerdotes se preguntan vacilantes si llevar a los hombres a la fe puede hacerles verdaderamente bien o si, por el contrario, eso no hace más pesada su vida. Piensan que quizá será mejor dejarlos tranquilamente a merced de su incredulidad, pues parece que así es posible vivir con mayor facilidad. Cuando la fe es concebida de esta manera, sólo como un gravamen suplementario de la existencia; no puede dar satisfacción, como tampoco puede ser una tarea absolutamente satisfactoria servir a la fe. Pero el que ha descubierto íntimamente a Cristo y lo conoce directamente, descubre que sólo esta relación da sentido a todo lo demás y hace hermoso también lo que pesa. Sólo esta gozosa comunión con Cristo puede dar alegría también al servicio y hacerlo fructuoso.

El que ama quiere conocer. Por eso un auténtico amor a Cristo se manifiesta también en la voluntad de conocerlo cada vez mejor y de conocer todo lo que le atañe. Si el amor de Cristo se hace necesariamente amor del hombre, quiere ello decir que la educación en Cristo debe incluir también la educación en las virtudes naturales del ser humano. Si amarlo significa aprender a conocerlo, quiere decir que la disponibilidad a un estudio serio y escrupuloso es un signo de la seriedad de la vocación y de una convencida búsqueda interior de su proximidad. La escuela de la fe es escuela de verdadera humanidad y es comprender la razón de la fe. Puesto que Cristo no está nunca solo, sino que vino a reunir el mundo en su cuerpo, tenemos un componente más, a saber, el amor a la Iglesia; nosotros no buscamos un Cristo inventado por nosotros; sólo en la comunión verdadera con la Iglesia encontramos al Cristo real. Y a la vez, en la disponibilidad a amar a la Iglesia, a vivir con ella y a servir en ella a Cristo se manifiesta la profundidad y la seriedad de la relación con el Señor. Deseo concluir citando a san Gregorio Magno cuando describe el nexo sustancial, al que nos hemos referido, entre interioridad y servicio, sirviéndose de las imágenes del Antiguo Testamento: «¿Qué otra cosa son los hombres santos sino ríos... que riegan la tierra reseca? Sin embargo... se secarían si... no volviesen al lugar del que han brotado. Pues si no se recogen en lo interior del corazón y no encadenan su anhelo al amor al Creador... su lengua se secaría. Pero del amor vuelven ellos de continuo a su intimidad, y lo que... dispensan al exterior, lo sacan de la fuente... del amor. Amando aprenden lo que anuncian enseñando».

Una compañía en el camino.

La Iglesia y su ininterrumpida renovación

Originariamente este texto se concibió como ponencia para el encuentro por la amistad entre los pueblos, organizado cada año por el movimiento «Comunión y Liberación». El tema general del encuentro lo indicaban las tres figuras simbólicas «El admirador - Thomas Becket - Einstein», a las que, en consecuencia, el texto hace referencia varias veces. Para mi intervención se me propuso el tema «Una compañía necesitada siempre de reforma»; la primera parte alude a este tema no precisado adrede en el contenido.

1. El descontento respecto a la Iglesia

No se requiere mucha imaginación para adivinar que la compañía de la que deseo hablar es la Iglesia. Quizá se ha evitado en el título el término «Iglesia» sólo porque provoca espontáneamente en la mayoría de los hombres de hoy reacciones de defensa. Piensan ellos: «De la Iglesia hemos oído hablar ya demasiado, y las

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más de las veces no se ha tratado de nada grato». La palabra y la realidad de la Iglesia han caído en descrédito. Por eso tampoco parece que una reforma permanente semejante vaya a cambiar nada. O puede que el problema estribe sólo en que hasta ahora no se ha descubierto el tipo de reforma que podría hacer de la Iglesia una compañía que valga realmente la pena vivirla.

Pero preguntémonos ante todo: ¿Por qué la Iglesia le resulta desagradable a tanta gente, incluso también creyentes, e incluso a personas que hasta ayer podían contarse entre los más fieles o que, aunque en medio de sufrimientos, lo son de algún modo todavía hoy? Los motivos son muy diversos entre sí, e incluso opuestos, según las posiciones. Algunos surgen porque la Iglesia se ha adecuado demasiado a los parámetros del mundo actual; otros se sienten molestos porque sigue aún demasiado extraña a él. Para la mayor parte de la gente el descontento respecto a la Iglesia comienza con el hecho de ser una institución como tantas otras y que como tal limita su libertad. La sed de libertad es la forma en la que hoy se expresa el deseo de liberación y la percepción de no ser libres, de estar alienados.

La invocación de la libertad aspira a una existencia que no esté limitada por lo que ya está dado y que obstaculiza mi pleno desarrollo, presentándome desde fuera el camino que debo recorrer. Pero en todas partes tropezamos con barreras y bloqueos del camino de este tipo, que nos paran, impidiéndonos seguir adelante. Las barreras que la Iglesia levanta se presentan, pues, como doblemente pesadas, ya que penetran en la esfera más personal e íntima. En efecto, las normas de vida de la Iglesia son mucho más que normas de tráfico ordenadas a que la convivencia humana evite lo más posible los choques. Se refieren a mi camino interior y me dicen cómo he de comprender y configurar mi libertad. Exigen de mí decisiones que no se pueden tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más bellos del jardín de la vida? ¿No es quizá verdad que con la restricción de tantas órdenes y prohibiciones se nos obstaculiza el camino de un horizonte abierto? ¿Y no se obstaculiza la grandeza del pensamiento, como también la de la voluntad? ¿No debe ser necesariamente la liberación la salida de semejante tutela espiritual? ¿No sería quizá la única reforma auténtica rechazar todo eso? Pero entonces, ¿qué queda de esta compañía?

Sin embargo, la amargura contra la Iglesia tiene también un motivo más específico. En efecto, en medio de un mundo gobernado por una dura disciplina y por coacciones inexorables sigue elevándose hacia la Iglesia una silenciosa esperanza: ella podría representar en todo esto como una pequeña isla de una vida mejor, un pequeño oasis de libertad, al que de vez en cuando poder retirarse. La ira contra la Iglesia o la desilusión respecto a ella revisten por esto un carácter particular, ya que silenciosamente se espera de ella más que de otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. Cuando menos, se querría probar en ella el gusto de la libertad, de ser liberados; el salir de la caverna, de que habla san Gregorio Magno refiriéndose a Platón. Sin embargo, puesto que la Iglesia en su aspecto concreto se ha alejado tanto de esos sueños asumiendo también ella el sabor de una institución y de todo lo que es humano, se alza contra ella una cólera amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, justamente porque no se puede extinguir ese sueño que nos había orientado hacia ella con esperanza. Y como la Iglesia no es como se presenta en los sueños, se intenta desesperadamente hacerla como se la querría: un lugar en el que poder expresar todas las libertades, un espacio en el que se derrumben todos nuestros límites, donde se experimente aquella utopía que en alguna parte habrá de existir.

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Como en el terreno de la acción política se querría construir al fin el mundo mejor, así, se piensa, habría finalmente (quizá como primera etapa en el camino hacia él) que edificar una Iglesia mejor; una Iglesia de plena humanidad, llena de amor fraterno, de generosa creatividad, una mansión de reconciliación de todo y para todos.

2. Reforma inútil

Pero, ¿de qué modo debería ocurrir todo esto? ¿Cómo conseguir semejante reforma? Sin embargo, se dice, debemos comenzar. Y se dice a menudo con la ingenua presunción del iluminado, convencido de que las generaciones hasta ahora no han comprendido bien la cuestión, o bien que han sido demasiado tímidas y poco iluminadas; nosotros, en cambio, tenemos a la vez el valor y la inteligencia. Por más resistencia que puedan ofrecer los reaccionarios y los «fundamentalistas» a esta noble empresa, hay que ponerla por obra. Al menos existe una receta muy esclarecedora para el primer paso. La Iglesia no es una democracia. Por lo que se ve, no ha integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos de la libertad elaborado por la Ilustración y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las formaciones políticas. Por eso parece la cosa más natural del mundo recuperar de una vez para siempre lo que se había descuidado y comenzar erigiendo ese patrimonio fundamental de estructuras de libertad.

El camino conduce, según suele decirse, de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia comunidad. Se afirma que nadie debe ser ya receptor pasivo de los dones que hacen ser cristiano. Al contrario, todos han de convertirse en agentes activos de la vida cristiana. La Iglesia no debe ya bajar de lo alto. ¡No! Somos nosotros quienes «ha-cemos» la Iglesia, y la hacemos siempre nueva. Así se convertirá finalmente en «nuestra» Iglesia, y nosotros en sujetos activos suyos responsables. El aspecto pasivo cede al activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate aflora lo que todavía hoy puede exigirse, lo que todavía puede ser reconocido por todos como perteneciente a la fe o como línea moral directora. Se acuñan nuevas «fórmulas de fe» abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado, se ha dicho que tampoco la liturgia debe corresponder ya a un esquema previamente establecido, sino que ha de surgir sobre el terreno, en una determinada situación, por obra de la comunidad para la cual se celebra . Por lo demás, tampoco debe ser ya preconstituida, sino al contrario, algo hecho por sí, algo que sea expresión de sí mismo. En este camino parece existir algún obstáculo: generalmente la palabra de la Escritura, a la que a pesar de todo no se puede renunciar totalmente. Hay, pues, que afrontarla con gran libertad de elección. Sin embargo, no son muchos los textos que es posible plegar de modo que se adapten sin perturbación a esta autorrealización a la que la liturgia parece ahora destinada. Con todo, en esta obra de reforma, en la que finalmente también en la Iglesia la autodeterminación democrática debe reemplazar al ser guiados por otros, surgen pronto preguntas. ¿Quién tiene propiamente el derecho de tomar las decisiones? ¿Sobre qué base se realiza? En la democracia política se responde a esta pregunta con el sistema de la representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, los cuales toman las decisiones por ellos. Este encargo es limitado temporalmente; también se circunscribe en cuanto al contenido en las grandes líneas del sistema de partidos, y comprende sólo aquellos ámbitos de la acción política asignados por la constitución a las entidades representativas. También a este respecto subsisten dos cuestiones: la minoría ha de inclinarse ante la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Además no siempre está garantizado que el representante que ha elegido actúe y hable realmente en el sentido que

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deseo, por lo que ni siquiera la mayoría victoriosa, observando las cosas más de cerca, puede considerarse tampoco como sujeto activo del acontecer político. Al contrario, debe aceptar también «decisiones tomadas por otros», a fin de no poner en peligro el sistema en su totalidad. Sin embargo, más importante para nuestra cuestión es un problema general.

Todo lo que hacen los hombres puede ser anulado por otro. Todo lo que proviene de un gesto humano puede no agradar a otros. Todo lo que una mayoría decide puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia que descanse en las decisiones de una mayoría se convierte en una Iglesia puramente humana. Queda reducida al nivel de lo factible y plausible, de lo que es fruto de la propia acción y de las intuiciones y opiniones propias. La opinión sustituye a la fe. Efectivamente, en las fórmulas de fe acuñadas por uno mismo que yo conozco, el significado de la expresión «creo» no va nunca más allá del significado «pensamos». La Iglesia hecha por sí misma tiene al final el sabor del «sí mismos», que a los otros «sí mismos» no agrada nunca y muy pronto revela su pequeñez. Se ha refugiado en el ámbito de lo empírico, con lo cual se ha evaporado también como ideal soñado.

3. La esencia de la verdadera reforma

El activista, el que quiere construirlo todo por sí mismo, es lo contrario del que admira (el «admirador»). Restringe el ámbito de su razón, perdiendo así de vista el misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas por uno, tanto más estrecha se vuelve para todos nosotros. En ella la dimensión grande y liberadora no está constituida por lo que hacemos nosotros, sino por lo que a todos se nos da y que no procede de nuestro querer e ingenio, sino de algo que nos precede, de algo inimaginable que viene a nosotros, de algo que «es más grande que nuestro corazón». La reformado, la que es necesaria en todo tiempo, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo «nuestra» Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos continuamente de nuestras propias construcciones de apoyo en favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la pura libertad.

Permitidme deciros con una imagen lo que pienso: una imagen que he encontrado en Miguel Ángel, que a su vez recoge antiguas concepciones de la mística y de la filosofía cristianas. Con la mirada del artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía delante la imagen guía que ocultamente esperaba ser liberada y salir a la luz. El cometido del artista, según él, no es otro que eliminar lo que todavía recubría la imagen . Miguel Ángel concebía la auténtica acción artística como un sacar a la luz, poner en libertad, no como un hacer.

Esta misma idea, aplicada al ámbito antropológico, se encontraba ya en san Buenaventura, el cual explica el camino a través del cual el hombre llega a ser él mismo auténticamente partiendo de la comparación del cincelador de imágenes, o sea, el escultor. El escultor no hace nada, dice el gran teólogo franciscano. Su obra es una ablatio; consiste en eliminar, en quitar lo que es inauténtico. De esta manera, a través de la ablatio, surge la nobilis forma, la figura preciosa . De la misma manera el hombre, para que resplandezca en él la imagen de Dios, debe, ante todo y sobre todo, aceptar la purificación mediante la cual el escultor, o sea, Dios, le libra de todas las escorias que oscurecen el aspecto auténtico de su ser y que hacen que

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parezca sólo un bloque burdo de piedra, cuando en realidad habita en él la forma divina. Rectamente entendida, podemos ver en esta imagen también el modelo guía de la reforma eclesial. Desde luego la Iglesia siempre tendrá necesidad de nuevas estructuras humanas de apoyo para poder hablar y actuar en todas las épocas históricas. Esas instituciones eclesiásticas con su configuración jurídica, lejos de ser algo malo, son por el contrario hasta cierto punto simplemente necesarias e indispensables. Pero envejecen y corren el riesgo de parecer lo más esencial, apartando así la mirada de lo que realmente lo es. Por eso hay que suprimirlas como un andamiaje superfluo. La reforma es siempre una ablatio; un eliminar para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y con él también el rostro del mismo Esposo, del Señor vivo. Semejante ablatio, semejante «teología negativa», es una vida que persigue una meta enteramente positiva. Sólo así penetra lo divino; sólo así surge una congregatio -una asamblea, una agrupación, una purificación, la comunidad pura que anhelamos-, una comunidad en la que un «yo» no está ya en contra de otro «yo», un «sí» contra otro «sí». Antes bien, el darse, el entregarse con confianza, que forma parte del amor, se convierte en el recíproco recibir todo el bien y todo lo que es puro. Entonces valen para cada uno las palabras del Padre generoso, que al hijo mayor envidioso le recuerda lo que constituye el contenido de toda libertad y de toda utopía realizada:

«Todo lo que es mío es tuyo...» (Lc 15,31; cf Jn 17,1). Así pues, la verdadera reforma es una ablatio, que como tal se convierte en congregatio. Intentemos captar de un modo algo más concreto esta idea de fondo. En un primer acercamiento opusimos el activista al admirador y nos pronunciamos en favor de este último. Pero, ¿qué expresa esta contraposición? El activista, el que quiere hacer siempre, pone su actividad por encima de todo. Esto limita su horizonte al ámbito de lo factible, de lo que puede ser objeto de su hacer. Propiamente hablando, sólo ve objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, ya que podría significar un límite a su actividad. Restringe el mundo a lo que es empírico. El hombre queda así amputado. El activista se construye con su propia mano una cárcel, contra la cual luego protesta en voz alta.

En cambio el auténtico estupor es un no a la limitación a lo empírico, a lo que está solamente a este lado. Prepara al hombre al acto de fe, que abre ante él el horizonte de lo eterno, de lo infinito. Solamente lo que no tiene límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza; solamente lo ilimitado responde a la vocación de nuestro ser. Donde este horizonte se borra, todo residuo de libertad resulta demasiado pequeño y todas las liberaciones que se pueden proponer son consecuentemente un insípido sustituto que nunca basta. La primera y fundamental ablatio, necesaria para la Iglesia, es siempre el acto mismo de fe; ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito, abriendo así el espacio para llegar a lo ilimitado. La fe nos conduce «lejos, a tierras sin confines», como dicen los Salmos. El moderno pensamiento científico nos ha encerrado en la cárcel del positivismo, condenándonos con ello al pragmatismo. Gracias al pensamiento científico es posible conseguir hoy muchas cosas; se puede viajar hasta la luna y más allá en lo ilimitado del cosmos. Sin embargo, a pesar de ello, estamos siempre en el mismo punto, porque no rebasamos la verdadera y auténtica frontera, la frontera de lo cuantitativo y de lo factible. Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: lo tiene todo a su disposición, pero todo le queda demasiado estrecho. En su loco afán de tener siempre más y cosas cada vez más grandes, grita: «Quiero tener la luna, dadme la luna»5. Pues bien, a nosotros nos es posible en cierto modo tener la luna; pero mientras no se abra la verdadera y auténtica frontera, la frontera entre el cielo y la tierra, entre

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Dios y el mundo, la misma luna no será más que un pedacito de tierra, y conseguirla no nos acerca un solo paso más a la libertad y a la plenitud que anhelamos.

La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos es permanecer en el horizonte de lo eterno, es salir fuera de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. Por eso es la fe en toda su grandeza inconmensurable la reforma eclesial que necesitamos constantemente; a partir de ella debemos poner siempre a prueba aquellas instituciones que nosotros mismos hemos construido en la Iglesia. Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe, y que, especialmente en su vida de asociación intramundana, no puede convertirse en fin de sí misma.

Hoy está difundida aquí y allá, incluso en ambientes eclesiásticos elevados, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en actividades eclesiales. Se practica una especie de terapia eclesiástica de la actividad, de entregarse a hacer; se intenta asignar a cada uno un cometido, o en cualquier caso al menos un compromiso dentro de la Iglesia. De algún modo, así se piensa, tiene que haber siempre alguna actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o hay que hacer algo por ella y en ella. Sin embargo, un espejo que no refleja más que a sí mismo no es ya un espejo; una ventana que en lugar de permitir contemplar libremente la lejanía del horizonte se interpone como una pantalla entre el horizonte y el mundo ha perdido su sentido.

Puede ocurrir que alguien desarrolle ininterrumpidamente actividades asociacionistas en la Iglesia, y que sin embargo no sea absolutamente cristiano. En cambio puede ocurrir que otro viva simplemente de la palabra y del sacramento y practique el amor que proviene de la fe sin haber hecho jamás acto de presencia en comités eclesiásticos, sin haberse ocupado nunca de las novedades de la política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos ni haber votado en ellos, y sin embargo sea un verdadero cristiano. Lo que necesitamos no es una Iglesia más humana, sino una Iglesia más divina; sólo entonces será también verdaderamente humana. Y por eso todo lo que hacen los hombres dentro de la Iglesia hay que reconocerlo en su puro carácter de servicio y desaparece ante lo que cuenta más y es lo esencial.

La libertad que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia no se consigue por el hecho de introducir en ella el principio de la mayoría. No depende de que prevalezca la mayoría lo más amplia posible sobre una minoría lo más exigua posible. Depende más bien de que nadie puede imponer su propia voluntad a los demás sino que todos se reconocen ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera resulta irrespirable si los portadores del ministerio olvidan que el sacramento no es un reparto de poderes, sino una expropiación de sí mismo en favor de aquel en nombre del cual debo hablar y obrar. Donde a la mayor responsabilidad corresponde la mayor autoexpropiación, allí nadie es esclavo de los demás, allí domina el Señor, y por eso vige el principio de que «el Señor es espíritu, y donde está el espíritu del Señor hay libertad» (2Cor 3,17). Cuantos más organismos construyamos, aunque sean los más modernos, tanto menos espacio queda para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el Señor y tanta menos libertad existe. Creo que desde este punto de vista deberíamos iniciar en la Iglesia a todos los niveles un examen de conciencia sin reservas. A todos los niveles este examen de conciencia debería tener consecuencias muy concretas y producir una ablatio que permita que se trasparente de nuevo el rostro

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auténtico de la Iglesia. Ello podría devolvernos a todos el sentido de la libertad y de encontrarnos en nuestra propia casa de una manera completamente nueva.

4. Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma

Miremos un instante antes de seguir adelante cuanto hemos expuesto hasta ahora. Hemos hablado de una doble «extirpación», de un acto de liberación, que es doble: de purificación y de renovación. Primero hemos tocado la fe, que derriba el muro de lo finito y permite contemplar las dimensiones de lo eterno; y no sólo mirar, sino también enseñar el camino. La fe, en efecto, no es solamente reconocer, sino también obrar; no es solamente una fisura en el muro, sino una mano que salva, que saca de la caverna. De esto hemos sacado la consecuencia para las instituciones de que el ordenamiento de fondo de la Iglesia tiene siempre necesidad de nuevos desarrollos concretos y de configuraciones determinadas, a fin de que su vida pueda desarrollarse en un tiempo determinado, pero que estas configuraciones no pueden ser lo esencial. La Iglesia no existe en efecto con el fin de tenernos ocupados como una asociación cualquiera intramundana y mantenerse viva ella misma, sino que existe para hacerse en todos nosotros acceso a la vida eterna. Debemos ahora dar un paso más y aplicar todo esto no ya al nivel general y objetivo contemplado hasta ahora, sino al ámbito personal. Y es que también aquí, en la esfera personal, es necesaria una «extirpación» que nos libere. En el plano personal no es siempre y absolutamente la «forma preciosa», a saber, la imagen de Dios inscrita en nosotros, lo que salta a la vista. Al contrario, lo primero que vemos es sólo la imagen de Adán, la imagen del hombre no del todo destruido, pero decaído para siempre. Vemos las incrustaciones de polvo y suciedad que se han posado en la imagen. Todos necesitamos del nuevo escultor que elimine cuanto afea la imagen; necesitamos el perdón, que constituye el núcleo de toda reforma. No es ciertamente un azar que en las tres etapas decisivas de la formación de la Iglesia referidas en los evangelios desempeñe la remisión de los pecados un papel esencial.

En primer lugar está la entrega de las llaves a Pedro. La potestad que se le confiere de atar y desatar, de abrir y cerrar, de la que aquí se habla, es en su núcleo el encargo de dejar entrar, de acoger, de perdonar (Mt 16.19) . Lo mismo encontramos de nuevo en la última cena, que inaugura la nueva comunidad a partir del cuerpo de Cristo y en el cuerpo de Cristo. Ello resulta posible porque el Señor derrama su sangre «por muchos, para la remisión de los pecados» (Mt 26,28). Finalmente el resucitado, en su primera aparición a los once, funda la comunión de su paz en el hecho de darles la potestad de perdonar (Jn 20,19-23). La Iglesia no es la comunidad de los que no tienen necesidad de médico, sino una comunidad de convertidos, que viven en la gracia del perdón y la trasmiten a su vez a otros.

Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no tiene en sí nada de mágico; pero tampoco es simulación de olvidar, de no percatarse, sino un proceso muy real de cambio, como el del escultor. Quitar la culpa elimina realmente algo. La llegada del perdón a nosotros se muestra en la imposición de la penitencia. El perdón en ese sentido es un proceso activo y pasivo; la poderosa palabra creadora de Dios sobre nosotros opera el dolor del cambio, convirtiéndose así en una trasformación activa. Perdón y penitencia, gracia y conversión personal no están en contradicción, sino que son dos facetas de un

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acontecimiento único e idéntico. Esta fusión de actividad y pasividad es expresión de la forma esencial de la existencia humana. Todo nuestro crear comienza con ser creados, con nuestra participación en la actividad creadora de Dios. Hemos llegado aquí a un punto verdaderamente central. Me parece, en efecto, que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el eclipse de la gracia del perdón. Mas fijémonos antes en el aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza de nuevo poco a poco a estar en boga. Se reconoce, e incluso resulta evidente, que todo progreso técnico es discutible y últimamente destructivo si no lleva paralelo un crecimiento moral. Se reconoce que no hay reforma del hombre y de la humanidad sin una renovación moral. Pero la invocación de la moralidad se queda al fin sin nervio, puesto que los criterios se ocultan en una densa niebla de discusiones. En efecto, el hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella; se convierte para él en una «ley» que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso donde el perdón, el verdadero perdón lleno de eficacia, no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo que las condiciones de pecar no pueden nunca verificarse propiamente para el individuo. A grandes rasgos puede decirse que la actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la culpa, haciendo que no se den nunca las condiciones de su posibilidad. Viene a la mente la mordaz frase de Pascal: Ecce patres, qui tollunt peccata mundi! He aquí a los padres que quitan el pecado del mundo. Según estos «moralistas» no existe ninguna culpa. Naturalmente esta manera de librar al mundo de la culpa es demasiado barata. Dentro de ellos, los hombres así liberados saben muy bien que todo eso no es cierto, que el pecado existe, que ellos mismos son pecadores y que debe existir una manera efectiva de superar el pecado . De hecho, el mismo Jesús no llama a los que se han liberado ya por sí mismos, por lo cual, según creen, no tienen necesidad de él, sino que llama a los que se saben pecadores y por tanto necesitan de él.

La moral conserva su seriedad solamente si existe perdón; un perdón real, eficaz; de lo contrario cae en el puro y vacío condicional. Pero el verdadero perdón sólo se da cuando existe el «precio», el «valor de cambio»; si es expiada la culpa, si existe expiación. No es posible romper el círculo «moral-perdón-expiación»; si falta un elemento, desaparece el resto. De la existencia indivisa de este círculo depende que haya redención o no para el hombre. En la Tora, los cinco libros de Moisés, estos tres elementos están indisolublemente entrelazados, por lo que no es posible separar de este centro compacto, perteneciente al canon del Antiguo Testamento, a la manera iluminista, una ley moral siempre válida, abandonando todo el resto a la historia pasada. El moralismo de la actualización del Antiguo Testamento corre necesariamente al fracaso; en esto consistía ya el error de Pelagio, que hoy tiene muchos más seguidores de lo que parece a primera vista. En cambio Jesús cumplió toda la ley, no solamente una parte de ella, y así la renovó fundamentalmente. El mismo, que padeció toda culpa, es contemporáneamente expiación y perdón; y por eso es también el fundamento único, seguro y siempre válido de nuestra moral. No se puede separar la moral de la cristología, porque no se la puede separar del perdón y de la expiación. En Cristo se cumplió la ley en su totalidad, y por eso la moral se ha convertido en una exigencia real y posible dirigida a todos nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre siempre de nuevo el camino de la renovación para el individuo, para la Iglesia en su conjunto y para la humanidad.

5. El sufrimiento, el martirio y el gozo de la redención

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Sobre esto habría mucho que decir. Me limitaré a indicar muy brevemente lo que en nuestro contexto me parece lo más importante. El perdón y su realización en mí, a través del camino de la penitencia y del seguimiento, es en primer lugar el centro del todo personal de cualquier renovación. Pero, puesto que el perdón concierne a la persona en su núcleo más íntimo, puede recoger en unidad y es también el centro de la renovación de la comunidad. Pues si me quitan el polvo y la suciedad que hacen irreconocible la imagen de Dios entonces me hago realmente semejante al otro, que es también imagen de Dios, y sobre todo me hago semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin límite alguno, el modelo según el cual todos hemos sido creados. Pablo expresa este hecho de modo muy plástico: «la vieja imagen ha pasado, ha naci-do una nueva» (2Cor 5,17); «ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí» (Gal 2,20). Se trata de un hecho de nacimiento y muerte. Soy arrancado a mi aislamiento y acogido en una nueva comunidad-sujeto; mi «yo» es insertado en el «yo» de Cristo, uniéndose así al de todos mis hermanos. Solamente a partir de esta profundidad de renovación del individuo nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sostiene en vida y en muerte. Solamente cuando tomamos en consideración todo esto vemos a la Iglesia en su justo orden de grandeza.

La Iglesia no es solamente el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un determinado lugar para iniciar una vida comunitaria. La Iglesia no es tampoco el numeroso grupo de los que se reúnen el domingo para celebrar la eucaristía. Finalmente, la Iglesia es también más que el papa, los obispos y sacerdotes, que los que están revestidos del ministerio sacramental. Todos los que hemos mencionado forman parte de la Iglesia; pero el ámbito de la compañía en la que entramos mediante la fe va mucho más allá, va incluso más allá de la muerte. De la compañía forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, para llegar hasta Maxi-miliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y no mencionados cuya fe nadie ha conocido más que Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y tiempos cuyo corazón se lanza hacia Cristo con la esperanza y el amor, el «autor y consumador de la fe», como le llama la Carta a los hebreos (12,2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en la Iglesia las que deciden su camino y el nuestro . Ellos, los santos, son la mayoría auténtica y decisiva, por la que hemos de orientarnos. A ella nos atenemos. Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, y que incluso en la hora de nuestra muerte caminan a nuestro lado.

Tocamos aquí algo muy importante. Una visión del mundo que no puede dar sentido también al dolor y hacerlo precioso no sirve para nada. Fracasa justamente donde hace su aparición la cuestión decisiva de la existencia. Quienes sobre el dolor no tienen más que decir que hay que combatirlo nos engañan. Ciertamente hay que hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y limitar el sufrimiento.

Pero no existe una vida humana sin dolor, y quien no es capaz de aceptar el dolor se priva de las purificaciones que son las únicas que nos hacen maduros. En la comunión con Cristo el dolor se colma de significado, no sólo para mí mismo como proceso de ablatio por el que Dios quita las escorias que en mí oscurecen su imagen, sino que también más allá de mí mismo es útil para el todo, de forma que todos podemos decir con san Pablo: «Ahora me alegro de sufrir por vosotros, y por mi parte completo en mi carne

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lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Thomas Becket, que junto con el Admirador y con Einstein, nos ha guiado en las reflexiones de estos días, nos anima a dar un paso más. La vida va más allá de nuestra existencia biológica.

Donde no existe motivo por el cual valga la pena morir, allí tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la mirada y ha ensanchado nuestro corazón, adquiere toda su fuerza iluminadora esta otra frase de san Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos siempre del Señor» (Rom 14,7-8). Cuanto más arraigados estemos en la compañía de Jesucristo y con todos los que le pertenecen, tanto más nuestra vida estará sostenida por aquella radiante confianza a la que el mismo san Pablo ha dado expresión: «Porque estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,38s).

Queridos amigos, hemos de dejarnos llenar de semejante fe. Entonces la Iglesia crece como compañía en la verdadera vida y entonces se renueva de día en día. Se convierte en la casa grande de muchas moradas; la multiplicidad de los dones del Espíritu puede obrar en ella. Entonces veremos «qué hermosura y qué felicidad el que los hermanos vivan siempre unidos... Es como el rocío del Hermón que baja por las montañas de Sión. Allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre» (Sal 133,1-33).

6 Conciencia y verdad

En el actual debate sobre la naturaleza propia de la moralidad y sobre la modalidad de su conocimiento, la cuestión de la conciencia se ha convertido en el punto central de la discusión, sobre todo en el ámbito de la teología católica. El debate gira en torno a los conceptos de libertad y de norma, de autonomía y heteronomía, de autodeterminación y determinación desde el exterior por medio de la autoridad. La conciencia es presentada como el baluarte de la libertad frente a las limitaciones de la existencia impuestas por la autoridad. En semejante contexto se contraponen de este modo dos concepciones del catolicismo: por un lado tenemos una comprensión renovada de su esencia, que explica la fe cristiana a partir de la libertad y como principio de la libertad, y, por otro, un modelo superado, «preconciliar», que sujeta la existencia cristiana a la autoridad, que a través de normas regula la vida hasta en sus aspectos más íntimos e intenta de ese modo mantener un poder de control sobre los hombres. Así «moral de la conciencia» y «moral de la autoridad» parecen contraponerse como dos modelos incompatibles; además la libertad de los cristianos quedaría a salvo apelando al principio clásico de la tradición moral, según el cual la conciencia es la norma suprema, que es preciso seguir siempre, incluso en contraste con la autoridad. Y si la autoridad -en este caso, el magisterio eclesiástico- quiere hablar en materia de moral, ciertamente puede hacerlo, pero sólo proponiendo elementos para la formación de un juicio autónomo de la conciencia, la cual sin embargo debe decir siempre la última palabra. Ese carácter de última instancia propia de la conciencia lo sintetizan algunos autores en la fórmula de que la conciencia es infalible .

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Con todo, en este punto puede surgir una contradicción. Está fuera de discusión que se debe seguir siempre un claro dictamen de la conciencia, o por lo menos que no se puede nunca ir en contra de él. Pero es una cuestión enteramente diversa si el juicio de la conciencia o lo que uno toma por tal tiene siempre la razón, es decir, si es infalible. Si así fuera, ello significaría que no existe ninguna verdad, al menos en materia de moral y de religión, o sea, en el ámbito de los fundamentos verdaderos y propios de nuestra existencia. Puesto que los juicios de conciencia se contradicen, no habría más que una verdad del sujeto, que se reduciría a su sinceridad. No existiría ninguna puerta ni ninguna ventana que condujera del sujeto al mundo circunstante y a la comunión de los hombres. El que tiene el valor de llevar esta concepción a sus últimas consecuencias llega, por tanto, a la conclusión de que no existe ninguna verdadera libertad y que lo que suponemos dictámenes de nuestra conciencia, en realidad no son otra cosa que reflejos de las condiciones sociales. Esto debería conducir a la convicción de que la contraposición entre libertad y autoridad deja a un lado algo; que debe existir algo más profundo, si se quiere que la libertad y, por tanto, la humanidad tengan sentido.

1. Una conversación sobre la conciencia errónea y algunas primeras conclusiones

De este modo resulta evidente que la cuestión de la conciencia nos lleva verdaderamente al centro del problema moral y de la misma existencia humana. Voy a intentar ahora exponer la cuestión no en la forma de una reflexión rigurosamente conceptual, y por tanto inevitablemente muy abstracta, sino tomando más bien una vía —como se dice hoy— narrativa, refiriendo ante todo la historia de mi acercamiento personal a este problema. Fue al principio de mi actividad académica cuando por primera vez tuve conciencia de la cuestión en toda su urgencia. Una vez un colega de más edad, al que preocupaba la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, en el curso de una discusión expresó la opinión de que había que dar realmente gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres poder ser increyentes con buena conciencia. En realidad, si se les hubiese abierto los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces en un mundo como el nuestro de llevar el peso de la fe y de los deberes morales que de ella se derivan. En cambio, puesto que siguen otro camino en buena conciencia, pueden sin embargo conseguir la salvación. Lo que me dejó atónito de esta afirmación no fue ante todo la idea de una conciencia errónea concedida por el mismo Dios para poder salvar con esta estratagema a los hombres; la idea, por así decirlo, de una obcecación enviada por Dios mismo para salvar a las personas en cuestión. Lo que me turbó fue la concepción de que la fe es un peso difícil de llevar y de que es apto sólo para naturalezas particularmente fuertes, como una especie de castigo o, en todo caso, un conjunto oneroso de exigencias a las que no es fácil hacer frente. De acuerdo con esa concepción, la fe, lejos de hacer más accesible la salvación, la haría más difícil. Por tanto, debería ser feliz justamente aquel al que no se le impone la carga de tener que creer y someterse al yugo moral que supone la fe de la Iglesia católica. La conciencia errónea, que le permite a uno llevar una vida más fácil e indica una vida más humana, sería por tanto la verdadera gracia, la vía normal para la salvación. La no verdad, permanecer alejado de la verdad, sería para el hombre mejor que la verdad. No es la verdad la que le libra, sino que más bien debe ser liberado de ella.

El hombre está a su gusto más en las tinieblas que en la luz; la fe no es un hermoso don de Dios, sino más bien una maldición. Siendo así las cosas, ¿cómo puede provenir alegría de la fe? ¿Quién podría incluso tener el valor de trasmitir la fe a otros? ¿No sería mejor por el contrario ahorrarles este peso y mantenerlos lejos

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de él? En los últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso de la evangelización: el que entiende la fe como una carga pesada, como una imposición de exigencias morales, no puede invitar a los demás a creer; prefiere más bien dejarles en la presunta libertad de su buena fe. El que hablaba de este modo era un creyente sincero; diría incluso que un católico riguroso que cumplía su deber con convicción y escrupulosidad. Sin embargo, expresaba de ese modo una forma de experiencia de fe: la aversión, incluso traumática, de muchos a lo que consideran un tipo de catolicismo «preconciliar», se deriva, en mi opinión, del encuentro con una fe de ese tipo, que hoy casi es sólo un peso. En este punto surgen cuestiones de la mayor importancia: ¿Semejante fe puede ser verdaderamente un encuentro con la verdad? ¿Es realmente tan triste y pesada la verdad sobre el hombre y sobre Dios, o no consiste por el contrario la verdad precisamente en la superación de ese legalismo? Más aún: ¿No consiste en la libertad? ¿Pero adónde conduce la libertad? ¿Qué camino nos señala? En la conclusión deberemos volver sobre estos problemas fundamentales de la existencia cristiana hoy; pero antes es necesario regresar al núcleo central de nuestro tema, al argumento de la conciencia.

Como he dicho, lo que me aterró en el argumento antes indicado fue sobre todo la caricatura de la fe que me parecía ver allí. No obstante, siguiendo un segundo hilo de reflexiones, me pareció que también era falso el concepto de conciencia que se daba por supuesto. La conciencia errónea protege al hombre de las onerosas exigencias de la verdad, y de esta manera lo salva...: tal era la argumentación. Aquí la conciencia no se presenta como la ventana que le abre al hombre la contemplación de aquella verdad universal que nos funda y sostiene a todos nosotros, haciendo posible de ese modo, a partir de su común reconocimiento, la solidaridad del querer y de la responsabilidad. En esta concepción, la conciencia no es la apertura del hombre al fundamento de su ser, la posibilidad de percibir lo que hay de más elevado y esencial. Más bien parece ser la concha de la subjetividad, en la que el hombre puede huir de la realidad y esconderse de ella. En este aspecto, aquí se da por supuesta precisamente la concepción de la conciencia del liberalismo. La conciencia no abre al camino liberador de la verdad, que o no existe en absoluto o es demasiado exigente para nosotros. La conciencia es la instancia que nos dispensa de la verdad; se trasforma en la justificación de la subjetividad, que no admite ser cuestionada, lo mismo que en la justificación del conformismo social, que como mínimo común denominador entre las diversas subjetividades tiene la función de hacer posible la vida en la sociedad. El deber de buscar la verdad desaparece, como desaparecen las dudas sobre las tendencias generales predominantes en la sociedad y sobre cuanto en ella se ha trocado en costumbre. Basta estar convencido de las propias opiniones y adaptarse a las de los demás. El hombre queda reducido a sus convicciones superficiales, y, cuanto menos profundas, tanto mejor para él.

Lo que para mí había sido sólo marginalmente claro en esta discusión se hizo plenamente evidente algo después con ocasión de una disputa entre colegas a propósito del poder de justificación de la conciencia errónea. Alguien objetó a esta tesis que, en caso de tener un valor universal, entonces incluso los miembros de las SS nazis estarían justificados y tendríamos que buscarlos en el paraíso; pues ellos llevaron a cabo sus atrocidades con fanática convicción y con absoluta certeza de conciencia. A lo cual otro respondió con toda naturalidad que así eran las cosas: no hay duda alguna de que Hitler y sus cómplices estaban profundamente convencidos de su causa, no habrían podido obrar diversamente, y en consecuencia, por espantosas que fueran objetivamente sus acciones, ellos, a nivel subjetivo, procedieron moral-mente bien.

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Puesto que siguieron su conciencia, aunque deformada, hay que reconocer que su comportamiento era para ellos moral, y por tanto no se puede poner en duda su salvación eterna. Después de semejante conver-sación tuve la plena certeza de que algo no cuadraba en esta teoría sobre el poder justificador de la conciencia subjetiva; en otras palabras, estuve seguro de que debía ser falsa una concepción de la conciencia que llevaba a tales conclusiones. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas y escrúpulos no justifican en absoluto al hombre. Unos treinta años después encontré sintetizadas en las lúcidas palabras de Albert Górres las intuiciones que desde hacía tiempo también yo inten-taba articular a nivel conceptual. Su elaboración constituye el núcleo de esta contribución. Górres muestra que el sentido de culpa, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de la estructura psicológica del hombre. El sentido de culpa, que rompe una falsa serenidad de conciencia y que puede definirse como una protesta de la conciencia contra la existencia satisfecha de sí, es tan necesario para el hombre como el dolor físico en cuanto síntoma que permite reconocer las alteraciones de las funciones normales del organismo. El que ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es «un cadáver viviente, una máscara de teatro», como dice Górres. «Son los monstruos, entre otros brutos, los que no tienen sentido alguno de culpa. Quizá estaban totalmente desprovistos de ellos Hitler, Himmler o Stalin. Quizá los padrinos de la mafia carecen de sentido de culpa, aunque probablemente ocultan muchos cadáveres en los sótanos junto con los respectivos sentidos de culpa. Todos los hombres tienen necesidad de sentido de culpa».

Por lo demás, con sólo echar una mirada a la Sagrada Escritura es posible preservarse de semejantes diagnósticos y de esa teoría de la justificación mediante la conciencia errónea. En el salmo 19,13 se contiene esta afirmación, que merece ponderarse: «¿Quién reconoce sus propios errores? Perdóname, Señor, mis pecados ocultos». Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda sabiduría humana: no ver ya las culpas, el enmudecimiento de la conciencia en ámbitos tan numerosos de la vida, es una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa que uno está aún en condiciones de reconocer como tal. El que ya no es capaz de reconocer que matar es pecado ha caído más profundamente que el que todavía puede reconocer la malicia de su comportamiento, ya que se ha alejado más de la verdad y de la conversión. Por algo en el encuentro con Jesús el que se justifica aparece como el que está verdaderamente perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, es más justificado en presencia de Dios que el fariseo con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc 18,9-14), es así no porque de algún modo los pecados del publicano no sean verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo no sean buenas obras. Esto no significa que el bien que el hombre realiza no sea bien delante de Dios, ni que el mal no sea mal delante de él, ni tampoco que esto no sea en el fondo tan importante. La verdadera razón de este juicio paradójico de Dios aparece justamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo no sabe ya que también él tiene culpas. Está completamente en paz con su conciencia. Mas este silencio de la conciencia le hace impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, le hace capaz de verdad y de amor. Por eso Jesús puede actuar con éxito entre los pecadores: porque no se han vuelto impermeables tras la mampara de una conciencia errónea, del cambio que Dios espera de ellos como de cada uno de nosotros. Por el contrario, no puede tener éxito con los «justos» precisamente porque les parece que no tienen necesidad de perdón y de conversión, pues su conciencia no les acusa ya, sino que más bien los justifica. Algo análogo, por otra parte, podemos encontrar también en san Pablo, el cual nos dice que los gentiles conocen muy bien, incluso sin ley, lo que Dios espera de ellos

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(Rom 2,1-16). Toda la teoría de la salvación mediante la ignorancia se desmorona en este versículo: existe en el hombre la presencia absolutamente inevitable de la verdad, de la única verdad del Creador, que luego fue consignada por escrito en la revelación de la historia de la salvación. El hombre puede ver la verdad de Dios en virtud de su ser de criatura. No verla es pecado. Y cuando no se la ve es porque no se quiere. Este rechazo de la voluntad que impide el conocimiento es culpable. Por eso si no se enciende la atalaya luminosa, ello es debido a que deliberadamente nos desentendemos de lo que no deseamos ver.

En este punto de nuestras reflexiones es posible sacar las primeras consecuencias para responder a la cuestión de la naturaleza de la conciencia. Podemos decir ahora: no es posible identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva sobre sí mismo y sobre el propio comportamiento moral. Este conocimiento, por una parte puede ser un mero reflejo del ambiente social y de las opiniones en él difundidas. Por otra parte, puede proceder de una carencia de auto-crítica, de una incapacidad para escuchar lo profundo del propio espíritu. Lo que ha surgido a la luz después del hundimiento del sistema marxista de Europa oriental confirma este diagnóstico. Las personalidades más despiertas y nobles de los pueblos al fin liberados hablan de una ingente devastación espiritual verificada también en los años de la deformación intelectual. Indican ellos un embotamiento del sentido moral, que representa una pérdida y un peligro mucho más grave que los daños económicos ocurridos.

El nuevo patriarca de Moscú lo denunció de manera impresionante al comienzo de su ministerio en el verano de 1990: la capacidad de percepción de los hombres que han vivido en la mentira se había oscurecido, según él. La sociedad había perdido la capacidad de misericordia y se habían perdido los sentimientos humanos. Toda una generación se había perdido para el bien, para acciones dignas del hombre. «Tenemos el deber de volver a la sociedad a los valores morales eternos», o sea, el deber de desarrollar nuevamente en el corazón de los hombres el oído casi extinguido para escuchar las sugerencias de Dios. El error, la «conciencia errónea», sólo a primera vista es cómoda. Pues, si no se reacciona, el enmudecimiento de la conciencia conduce a la deshumanización del mundo y a un peligro mortal.

En otras palabras, la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción del hombre a su subjetividad, no libera en absoluto, sino que hace esclavo; nos hace enteramente dependientes de las opiniones dominantes y rebaja también el nivel de estas día tras día. El que hace coincidir la conciencia con las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudorracional, mezcla de autojustificación, conformismo y pereza. La conciencia se degrada convirtiéndose en mecanismo de desculpabilización, cuando debería representar justamente la trasparencia del sujeto a lo divino, y por tanto también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. La reducción de la conciencia a la certeza subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad. Cuando el salmo, anticipando la visión de Jesús sobre el pecado y la justicia, ora por la liberación de culpas no conscientes, atrae la atención sobre esa conexión. Ciertamente hay que seguir la conciencia errónea. Sin embargo, la renuncia a la verdad ocurrida precedentemente y que ahora se toma la revancha es la verdadera culpa, una culpa que inicialmente mece al hombre en una falsa seguridad, pero luego lo abandona en un desierto sin caminos.

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2. Newman y Sócrates, guías de la conciencia

Deseo hacer aquí una breve digresión. Antes de intentar formular respuestas coherentes a las cuestiones sobre la naturaleza de la conciencia, debemos ampliar un poco las bases de la reflexión más allá de la dimensión personal de la que hemos partido. En realidad no tengo intención de desarrollar aquí un docto tratado de la historia de las teorías de la conciencia, tema sobre el que precisamente hace muy poco se han publicado varias contribuciones. Prefiero mantenerme también aquí en una postura de tipo modélico y, por así decir, narrativo. Hemos de dirigir una primera mirada al cardenal Newman, cuya vida y obra se podrían muy bien designar como un único gran comentario al problema de la conciencia. Pero tampoco sobre Newman podré detenerme de modo especializado. En este marco no es posible detenerse en los detalles del concepto newmaniano de conciencia.

Me limitaré a indicar el puesto de la idea de conciencia en el conjunto de la vida y del pensamiento de Newman. Las perspectivas así logradas profundizarán la mirada sobre los problemas actuales y establecerán nexos con la historia; es decir, conducirán a los grandes testimonios de la conciencia y a los orígenes de la doctrina cristiana sobre la vida según la conciencia. ¿A quién no le viene al recuerdo a propósito del tema «Newman y la conciencia» la famosa frase de la carta al duque de Norfolk: «Ciertamente si yo pudiese brindar por la religión después de una comida -lo que no es muy indicado hacer-, brindaría por el papa. Pero antes por la conciencia, y luego por el papa»?. Según la intención de Newman, esto debería ser, en contraste con las afirmaciones de Gladstone, una clara confesión del papado; pero también, contra las deformaciones «ultramontanas», una interpretación del papado, al que sólo se entiende rectamente cuando se lo ve junto con el primado de la conciencia; y por tanto, no opuesto, sino más bien fundado en ella y por ella garantizado. Al hombre moderno le resulta difícil comprender esto, pues piensa a partir de la contraposición de autoridad y subjetividad. Para él, la conciencia está del lado de la subjetividad y es expresión de la libertad del sujeto, mientras que la autoridad parece restringir, amenazar o incluso negar la libertad. Por eso debemos profundizar un poco más, a fin de aprender a comprender de nuevo una concepción en la que pierda vigencia este tipo de contraposición.

Para Newman, el término medio que asegura la conexión entre los dos elementos de la conciencia y la autoridad es la verdad. No vacilo en afirmar que esa es en realidad la idea central de la concepción intelectual de Newman; la conciencia ocupa un puesto central en su pensamiento precisamente porque en el centro está la verdad. En otras palabras, el carácter central del concepto de conciencia está ligado en Newman al carácter precedentemente central del concepto de verdad y sólo a partir de esta puede expresarse. La presencia preponderante de la idea de conciencia en Newman no significa que él, en el siglo XIX y en contraste con el objetivismo de la neoescolástica, sostuviera, por así decir, una filosofía o una teología de la subjetividad. Sin duda es verdad que en Newman el sujeto merece una atención que no había recibido antes en el ámbito de la teología católica, puede que desde el tiempo de Agustín. Pero se trata de una atención en la línea de Agustín, no en la de la filosofía subjetivista de la edad moderna. Con ocasión de su elevación al cardenalato, Newman confesó que toda su vida había sido una batalla contra el liberalismo. Podríamos añadir: también contra el subjetivismo del cristianismo como él lo encontró en el movimiento evangélico de su tiempo y que, a decir verdad, constituyó para él la primera etapa de aquel camino de conversión que duró toda su vida.

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La conciencia no significa para Newman que el sujeto es el criterio decisivo frente a las pretensiones de la autoridad en un mundo en el que la verdad está ausente y que se mantiene mediante el compromiso entre exigencias del sujeto y exigencias del orden social. Significa más bien la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que procede de Dios. Es significativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: «Me gustaba escoger y comprender mi camino. Ahora en cambio oro: Señor, guíame tú». La conversión al catolicismo no fue para Newman una elección determinada por gusto personal, por necesidades espirituales subjetivas. Así se expresó él en 1844, cuando se encontraba aún, por así decirlo, en el umbral de la conversión: «Nadie puede tener una opinión más desfavorable que la mía sobre el estado presente de los romano-católicos». Lo que para Newman era realmente importante era el deber de obedecer más a la verdad reconocida que al propio gusto, e incluso en contraste con los sentimientos propios y con los lazos de amistad y de una común formación.

Me parece significativo que Newman, en la jerarquía de las virtudes, subraye el primado de la verdad sobre la bondad, o, para decirlo más claramente, que ponga de relieve el primado de la verdad sobre el consentimiento, sobre la capacidad de acomodación de grupo. Por tanto, diría: cuando hablamos de un hombre de conciencia, pensamos en alguien dotado de tales disposiciones interiores. Un hombre de conciencia es alguien que no compra jamás, a costa de renunciar a la verdad, el estar de acuerdo, el bienestar, el éxito, la consideración social y la aprobación por parte de la opinión dominante. En esto Newman enlaza con el otro gran testigo británico de la conciencia: Tomás Moro, para el cual la conciencia no fue en modo alguno expresión de su testarudez subjetiva o de un heroísmo obstinado. El mismo se contó en el número de los mártires angustiados, que sólo después de vacilaciones y muchas preguntas se han obligado a sí mismos a obedecer a la conciencia: a obedecer a aquella verdad que debe estar por encima de cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal. Se evidencian así dos criterios para discernir la presencia de una auténtica voz de la conciencia: esta no coincide con los propios gustos y deseos; tampoco se identifica con lo que es socialmente más ventajoso, con el consenso del grupo o con las exigencias del poder político o social.

Es útil en este punto echar una mirada a la problemática actual. El individuo no puede pagar su promoción y su bienestar con una traición de la verdad reconocida como tal. Tampoco la humanidad entera puede hacerlo. Tocamos aquí el punto verdaderamente crítico de la modernidad: la idea de verdad ha sido eliminada en la práctica y sustituida por la de progreso. El progreso mismo «es» la verdad. Sin embargo, en esta aparente exaltación queda carente de dirección y se desvanece por sí solo. En efecto, si no hay ninguna dirección, todo puede ser tanto progreso como retroceso. La teoría de la relatividad formulada por Einstein concierne como tal al mundo físico. Me parece, sin embargo, que puede describir adecuadamente también la situación del mundo espiritual de nuestro tiempo.

La teoría de la relatividad afirma que dentro del universo no se da ningún sistema fijo de referencia. Cuando ponemos como punto de referencia un sistema, a partir del cual intentamos medirlo todo, en realidad se trata de una decisión nuestra, motivada por el hecho de que en realidad sólo así podemos llegar a algún resultado. Sin embargo, la decisión podría haber sido diversa de la que ha sido. Lo que se ha dicho a propósito del mundo físico refleja también el segundo giro «copernicano» ocurrido en nuestra actitud

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fundamental respecto a la realidad: la verdad como tal, lo absoluto, el verdadero punto de referencia del pensamiento no es ya visible. Por eso, también desde el punto de vista espiritual, no hay ya un arriba y un abajo. En un mundo sin puntos fijos de referencia, no hay ya direcciones. Lo que miramos como orientación no se basa en un criterio verdadero en sí mismo, sino en una decisión nuestra, y últimamente en consideraciones de utilidad. En semejante contexto «relativista», una ética teológica o consecuencialista acaba siendo «nihilista», aunque no se advierta. Y lo que en esta concepción de la realidad es llamado «conciencia», reflexionando más profundamente resulta ser un modo eufemístico de decir que no hay ninguna conciencia en sentido propio, o sea, ningún «con-saber» con la verdad.

Cada uno determina por sí mismo sus propios criterios y nadie, dentro de la universal relatividad, puede servir de ayuda a otro en este campo, y menos aún prescribirle algo. En este punto es manifiesta la extrema radicalidad de la disputa actual sobre la ética y su centro, la conciencia. Me parece que es posible encontrar en la historia del pensamiento un adecuado paralelo en la disputa entre Sócrates-Platón y los sofistas. En ella se somete a prueba la decisión crucial entre dos posturas fundamentales: la confianza en la posibilidad de que el hombre conozca la verdad, por una parte, y, por otra, una visión del mundo en la que el hombre crea por sí mismo los criterios de su vida. El hecho de que Sócrates, un pagano, pudiera convertirse en cierto sentido en el profeta de Jesucristo tiene su justificación, a mi entender, precisamente en esta cuestión fundamental. Ello supone que a la manera de filosofar inspirada en él se le ha concedido, por así decirlo, un privilegio histórico salvífico y que se ha constituido en forma adecuada para el logos cristiano, ya que se trata de una liberación mediante la verdad y para la verdad. Si se prescinde de las contingencias históricas en que se desarrolló la controversia de Sócrates, al punto se reconoce que -si bien con argumentos diversos y con otra terminología- se refiere en el fondo a la misma cuestión ante la que nos encontramos hoy. La renuncia a admitir la posibilidad de que el hombre conozca la verdad conduce primera mente a un uso puramente formalista de las palabras y de los conceptos. A su vez la pérdida de contenido lleva a un mero formalismo de los juicios, ayer lo mismo que hoy. En muchos ambientes no se pregunta ya hoy qué piensa un hombre. Se tiene ya presto un juicio sobre su pensamiento porque se lo puede catalogar con una de las correspondientes etiquetas formales: conservador, reaccionario, fundamentalista, progresista, revolucionario. La catalogación en un esquema formal basta para hacer superflua la comparación con los contenidos. Lo mismo puede verse, de una manera más nítida aún, en el arte: lo que expresa una obra de arte es del todo indiferente; puede exaltar a Dios o al diablo; el único criterio es su ejecución técnico-formal.

Con ello hemos llegado al punto verdaderamente candente de la cuestión: cuando los contenidos no cuentan ya, cuando predomina una mera praxiología, la técnica se convierte en el criterio supremo. Pero esto significa que el poder se convierte en la categoría que lo domina todo, sea revolucionario o reaccionario. Esta es precisamente la forma perversa de la semejanza con Dios, de la que habla el relato del pecado original: el camino de una mera capacidad técnica, el camino del puro poder y el abuso de un ídolo, y no una realización de la semejanza con Dios. Lo específico del hombre en cuanto hombre consiste en interrogarse no sobre el «poder», sino sobre el «deber» como apertura a la voz de la verdad y de sus exigencias. Este fue, a mi entender, el contenido último de la búsqueda socrática, y este es también el sentido más profundo del testimonio de todos los mártires: ellos atestiguan la capacidad de verdad del

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hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Justamente en este sentido, los mártires son los grandes testimonios de la conciencia; de la capacidad concedida al hombre de percibir, más allá del poder, también el deber, y por tanto de abrir el camino al verdadero progreso, a la verdadera ascensión.

3. Consecuencias sistemáticas: los dos niveles de la conciencia

3.1. Anámnesis

Después de estas incursiones a través de la historia del pensamiento, ha llegado el momento de hacer balance, o sea, de formular un concepto de conciencia. La tradición medieval había discernido justamente dos niveles del concepto de conciencia, que es preciso distinguir cuidadosamente, pero también relacionar siempre uno con otro. Muchas tesis inaceptables sobre el problema de la conciencia me parece que dependen de que se ha descuidado la distinción o la correlación entre los dos elementos. La corriente principal de la escolástica expresó los dos niveles de la conciencia con los conceptos de sindéresis y de conciencia. El término sindéresis (synteresis) confluyó en la tradición medieval en la conciencia de la doctrina estoica del microcosmos. Pero su significado exacto no quedó claro, pasando así a constituir un obstáculo para un preciso desarrollo de la reflexión sobre este aspecto esencial de la cuestión global acerca de la conciencia. Por eso, aunque sin entrar en el debate sobre la historia del pensamiento, deseo sustituir este término problemático por el concepto platónico, definido con mucha más nitidez, de anámnesis, que ofrece la ventaja no sólo de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más puro, sino también de concordar con temas esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia. Por el término anámnesis hay que entender justamente todo lo que expresa san Pablo en el capítulo segundo de la Carta a los romanos: «Pues cuando los paganos, que no tienen ley, practican de una manera natural lo que manda la ley, aunque no tengan ley, ellos mismos son su propia ley.

Ellos muestran que llevan la ley escrita en sus corazones, según lo atestigua su conciencia...» (2,14s). La misma idea se encuentra desarrollada de modo impresionante en la gran regla monástica de san Basilio. Allí podemos leer: «El amor de Dios no depende de una disciplina impuesta desde el exterior, sino que está constitutivamente escrito en nosotros como capacidad y necesidad de nuestra naturaleza racional». Basilio, acuñando una expresión que adquirió luego importancia en la mística medieval, habla de la «chispa del amor divino, que ha sido escondido en lo más íntimo de nosotros». Dentro del espíritu de la teología joánica, sabe él que el amor consiste en la observancia de los mandamientos, y que por tanto la chispa del amor, infundida en nosotros por el creador, significa esto: «Hemos recibido interiormente una capacidad originaria y la prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos... Ellos no son algo que se nos impone desde el exterior». Es la misma idea expuesta a este propósito por san Agustín, que la reduce a su núcleo esencial: «En nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no estuviese impreso en nosotros un conocimiento fundamental del bien».

Esto significa que el nivel primero, por así decir ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que ha sido infundido en nosotros algo semejante a una memoria original del bien y de la verdad (ambas realidades coinciden); en que existe una tendencia íntima del ser del hombre, hecho a imagen de Dios, hacia

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cuanto es conforme con Dios. Desde su raíz el ser del hombre advierte una armonía con ciertas cosas y se encuentra en contradicción con otras. Esta anámnesis del origen, derivada del hecho de que nuestro ser está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de contenidos que sólo esperarían ser sacados.

Es, por así decirlo, un sentido interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que el que se siente interpelado, si no está interiormente replegado sobre sí mismo, es capaz de reconocer en sí su eco. Se percata de ello: «A esto me inclina mi naturaleza y es lo que busca». En esta anámnesis del creador, que se identifica con el fundamento mismo de nuestra existencia, se basa la posibilidad y el derecho de la misión. El evangelio se puede, se debe, predicar a los gentiles, porque ellos mismos, en lo íntimo de sí lo esperan (cf Is 42,4). En efecto, la misión se justifica si los destinatarios, en el encuentro con la palabra del evangelio, reconocen: «Esto justamente es lo que esperaba». En este sentido puede decir Pablo que los paganos son ley para sí mismos; no en el sentido de la idea moderna y liberal de autonomía, que excluye toda trascendencia del sujeto, sino en el sentido mucho más profundo de que nada me pertenece menos que mi yo mismo, que mi yo personal es el lugar más profundo de la superación de mí mismo y del contacto de aquello de lo que provengo y hacia lo cual estoy dirigido. En estas frases expresa Pablo la experiencia que había hecho en primera persona como misionero entre los paganos y que ya antes hubo de experimentar Israel en relación con los llamados «temerosos de Dios». Israel pudo hacer experiencia en el mundo pagano de lo que los anunciadores de Jesucristo vieron luego nuevamente confirmado: su predicación respondía a una espera. Salía al encuentro de un conocimiento fundamental antecedente acerca de los elementos esenciales constantes de la voluntad de Dios, que quedó consignada por escrito en los mandamientos, pero que es posible encontrar en todas las culturas y que se desarrolla con tanta mayor claridad cuanto menos interviene un poder arbitrario para desvirtuar este conocimiento primordial. Cuanto más vive el hombre en el «temor de Dios» -compárese la historia de Cornelio, especialmente He 10,34-, tanto más concreta y claramente es eficaz esta anámnesis.

Tomemos en consideración de nuevo una idea de san Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los mandamientos, no nos es impuesto desde el exterior -subraya este padre de la Iglesia-, sino que es infundido en nosotros precedentemente. El sentido del bien ha sido impreso en nosotros, declara san Agustín. Partiendo de aquí podemos ahora comprender correctamente el brindis de Newman primero por la conciencia y sólo luego por el papa. El papa no puede imponer a los fieles mandamientos sólo porque él lo quiera o lo estime útil. Semejante concepción moderna y voluntarista de la autoridad únicamente puede deformar el auténtico significado teológico del papado. Por eso la verdadera naturaleza del ministerio de Pedro se ha vuelto del todo incomprensible en la época moderna precisamente porque en este horizonte mental sólo se puede pensar la autoridad con categorías que no permiten establecer ningún puente entre sujeto y objeto. Por tanto, todo lo que no proviene del sujeto sólo puede ser una determinación impuesta desde fuera. En cambio las cosas se presentan del todo diferentes partiendo de una antropología de la conciencia, tal como hemos intentado perfilarlo poco a poco en estas reflexiones. La anámnesis infundida en nuestro ser tiene necesidad, por así decirlo, de una ayuda del exterior para ser consciente de sí. Pero este «desde el exterior» no es en absoluto algo opuesto, sino más bien algo ordenado a ella; tiene una

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función mayéutica; no lo impone nadie desde fuera, sino que lleva a su cumplimiento cuanto es propio de la anámnesis, a saber, su apertura interior específica a la verdad.

Cuando se habla de la fe y de la Iglesia, cuyo radio se extiende a partir del Logos redentor más allá del don de la creación, hemos de tener en cuenta sin embargo una dimensión aún más vasta, que se ha desarrollado sobre todo en la literatura joánica. Juan conoce la anámnesis del nuevo «nosotros», del que participamos mediante la incorporación a Cristo (un solo cuerpo, o sea, un único yo con él). Recordando comprendieron, se dice en diversos pasajes del evangelio. El encuentro originario con Jesús ofreció a los discípulos lo que ahora reciben todas las generaciones mediante su encuentro fundamental con el Señor en el bautismo y en la eucaristía: la nueva anámnesis de la fe, que, análogamente a la anámnesis de la creación, se desarrolla en un diálogo permanente entre la interioridad y lo exterior. En contraste con la pretensión de los doctores gnósticos, que querían convencer a los fieles de que su fe ingenua debería comprenderse y aplicarse de un modo totalmente diverso, Juan podía afirmar: «Vosotros no tenéis necesidad de semejante instrucción, puesto que como ungidos (bautizados) conocéis todas las cosas» (cf lJn 2,20.27).

Esto no significa que los creyentes posean una omnisciencia de hecho, indica más bien la certeza de la memoria cristiana. Ella naturalmente aprende de continuo, pero a partir de su identidad sacramental, realizando así interiormente un discernimiento entre lo que es un desarrollo de la memoria y lo que, en cambio, es su destrucción o su falsificación. Hoy nosotros, precisamente en la crisis actual de la Iglesia, estamos experimentando de nuevo la fuerza de esta memoria y la verdad de la palabra apostólica: más que las directrices de la jerarquía es la capacidad de orientación de la memoria de la fe sencilla lo que lleva al discernimiento de los espíritus. Sólo en ese contexto se puede comprender correctamente el primado del papa y su correlación con la conciencia cristiana. El significado auténtico de la autoridad doctrinal del papa consiste en que él es el garante de la memoria cristiana. El papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso el brindis por la conciencia ha de recoger el del papa, porque sin conciencia no habría papado. Todo el poder que él tiene es poder de la conciencia: servicio al doble recuerdo en que se basa la fe y que debe ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de destrucción de la memoria, que se ve amenazada tanto por una subjetividad que olvida su propio fundamento, como por las presiones de un conformismo social y cultural.

3.2. Conscientia

Después de estas consideraciones sobre el primer nivel -esencialmente ontológico- del concepto de conciencia, debemos volvernos ahora a la segunda dimensión: el nivel de juzgar y decidir, que en la tradición medieval se designó con el término único de conscientia: conciencia. Presumiblemente esta tradición terminológica contribuyó no poco a la moderna restricción del concepto de conciencia. Como santo Tomás, por ejemplo, llama conscientia sólo a este segundo nivel, resulta coherente desde su punto de vista que la conciencia no sea ningún habitus, es decir, ninguna cualidad estable inherente al ser del hombre, sino más bien un actus, un acontecimiento que se realiza. Naturalmente santo Tomás supone como dato el fundamento ontológico de la anámnesis (synteresis); describe a esta última como una íntima

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repugnancia al mal y una íntima atracción al bien. El acto de la conciencia aplica este conocimiento básico a cada una de las situaciones. Según santo Tomás se subdivide en tres elementos: reconocer (recognoscere), dar testimonio (testifican) y finalmente juzgar (iudicare). Se podría hablar de interacción entre una función de control y una función de decisión. A partir de la tradición aristotélica, Tomás concibe este proceso según el modelo de un razonamiento deductivo, de tipo silogístico. Sin embargo, señala con fuerza lo específico de este conocimiento de las acciones morales, cuyas conclusiones no se derivan sólo de meros conocimientos o razonamientos. En este ámbito, el que una cosa sea o no reconocida depende siempre también de la voluntad, que obstruye el camino al reconocimiento o conduce a él. Por tanto, esto depende de una impronta moral ya dada, que puede luego ser o deformada o más purificada . En este plano: el plano del juzgar (el de la conscientia en sentido estricto), vale el principio de que también la conciencia errónea obliga. Esta afirmación es plenamente inteligible en la tradición de pensamiento de la escolástica. Nadie puede obrar en contra de sus convicciones, como había dicho ya san Pablo (Rom 14,23). Sin embargo, el hecho de que la convicción adquirida sea obviamente obligatoria en el momento de obrar, no significa ninguna canonización de la subjetividad.

Nunca constituye culpa el seguir las convicciones que nos hemos formado; incluso hay que hacerlo. No obstante, puede ser culpa el que uno haya llegado a formarse convicciones tan erróneas conculcando la repulsa de la anamnesis del ser. Por tanto, la culpa se encuentra en otra parte, más profundamente: no en el acto del momento, no en el juicio presente de la conciencia, sino en aquella negligencia respecto a mi mismo ser, que me ha hecho sordo a la voz de la verdad y a sus sugerencias interiores. Por este motivo los criminales que actúan con convicción, como Hitler y Stalin, son culpables. Estos ejemplos macroscópicos no deben tranquilizarnos sobre nosotros mismos; más bien deben despertarnos y hacer que tomemos en serio la gravedad de la súplica: «Líbrame de mis pecados ocultos» (Sal 19,13).

4. Conciencia y gracia

Como conclusión de nuestro camino queda aún abierta la cuestión de la que hemos partido: la verdad, al menos como nos la presenta la fe de la Iglesia, ¿no es por ven-tura demasiado alta o demasiado difícil para el hombre? Después de todas las consideraciones desarrolladas podemos ahora responder: ciertamente es elevado y arduo el camino que conduce a la verdad y el bien; no es un camino cómodo. Desafía al hombre. Pero permanecer tranquilamente cerrado en sí mismo no libera; más bien, al proceder así nos limitamos y perdemos. Escalando las alturas del bien, el hombre descubre cada vez más la belleza que implica la ardua fatiga de la verdad, y descubre también que precisamente en ella está para él la redención.

Pero con esto no está aún dicho todo. Diluiríamos el cristianismo en moralismo si no estuviese claro un anuncio que supera nuestro hacer. Sin emplear demasiadas palabras, puede resultar evidente con una imagen tomada del mundo griego, en la que podemos advertir al mismo tiempo cómo la anámnesis del creador tiende en nosotros hacia el Redentor y cómo todo hombre puede reconocerlo como redentor, ya que él responde a nuestras más íntimas expectativas. Me refiero a la historia de la expiación del matricidio de Orestes. Este cometió el homicidio como un acto de acuerdo con su conciencia, hecho que el lenguaje

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mitológico describe como obediencia a la orden del dios Apolo. Pero luego es perseguido por las Erinias, a las que hay que ver también como personificación mitológica de la conciencia, que desde lo profundo de la memoria, desgarrándolo, le reprocha que su decisión de conciencia, su obediencia al «mandato divino», era en realidad culpable.

Toda la tragedia de la condición humana emerge en esta lucha entre los «dioses», en este conflicto íntimo de la conciencia. En el tribunal sagrado, la piedra blanca del voto de Atenea lleva a Orestes a la absolución, a la purificación, en virtud de la cual las Erinias se trasforman en Euménides, en espíritu de la reconciliación. En este mito se representa algo más que la superación del sistema de venganza de la sangre en favor de un ordenamiento jurídico justo de la comunidad. Hans Urs von Balthasar ha expuesto esto también del modo siguiente: «Pero la gracia que da la paz es para él cada vez fundamentación a la vez del derecho, no del derecho antiguo y sin gracia de las Erinias de antes, sino de un derecho lleno de gracia». En este mito escuchamos la voz nostálgica de que la sentencia de culpabilidad objetivamente justa de la conciencia y la pena interiormente lacerante que se deriva no son la última palabra, sino que existe un poder de la gracia, una fuerza de expiación que puede borrar la culpa y hacer finalmente liberadora a la verdad. Se trata de la nostalgia de que la verdad no se limite sólo a interpelarnos de modo exigente, sino que nos trasforme también mediante la expiación y el perdón.

A través de ellos, como dice Esquilo, «la culpa desaparece purificada» y nuestro mismo ser es trasformado desde dentro, por encima de nuestra capacidad. Pues bien, esta es precisamente la novedad específica del cristianismo: el Logos, la Verdad en persona, es al mismo tiempo también la reconciliación, el perdón que trasforma más allá de todas nuestras capacidades e incapacidades personales. En esto consiste la verdadera novedad en que se funda la más grande memoria cristiana, la que es al mismo tiempo también la respuesta más profunda a lo que la anámnesis del creador espera de nosotros. Donde este centro del mensaje cristiano no es suficientemente proclamado o percibido, la verdad se trasforma de hecho en un yugo que resulta demasiado pesado para nuestras espaldas y del que hemos de intentar librarnos. Pero la libertad obtenida de ese modo está vacía. Nos lleva a la tierra desolada de la nada, con lo cual se destruye por sí misma.

El yugo de la verdad resulta «ligero» (Mt 11,30) cuando la Verdad ha venido, nos ha amado y ha quemado nuestras culpas en su amor. Sólo cuando conocemos y experimentamos interiormente todo esto, somos libres para escuchar con alegría y sin ansiedad el mensaje de la conciencia.

EPÍLOGO

¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?

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La lectura de la primera Carta de san Pablo a los corintios que acabamos de escuchar es de una actualidad verdaderamente desconcertante. Pablo habla ciertamente de la comunidad de Corinto de aquel tiempo al dirigirse a la conciencia de los fieles a propósito de todo lo que allí estaba en contradicción con la verdadera existencia cristiana. Sin embargo, nos percatamos inmediatamente de que no se trata sólo de problemas de una comunidad cristiana perteneciente a un lejano pasado, sino que lo que entonces se escribió nos atañe también a nosotros ahora. Al hablar a los corintios, Pablo nos habla a nosotros y pone el dedo en las llagas de nuestra vida eclesial de hoy. Como los corintios, también nosotros corremos peligro de dividir a la Iglesia en una disputa de partidos, donde cada uno se hace su idea del cristianismo. Y así, tener razón es más importante para nosotros que las justas razones de Dios respecto a nosotros, más importante que ser justos delante de él. Nuestra idea propia nos encubre la palabra del Dios vivo, y la Iglesia desaparece detrás de los partidos que nacen de nuestro modo personal de entender. La semejanza entre la situación de los corintios y la nuestra no se puede pasar por alto. Pero Pablo no quiere simplemente describir una situación, sino sacudir nuestra conciencia y volvernos nuevamente a la debida integridad y unidad de la existencia cristiana. Por eso debemos preguntarnos: ¿Qué hay de verdaderamente falso en nuestro comportamiento? ¿Qué hemos de hacer para ser no el partido de Pablo, de Apolo o de Cefas o un partido de Cristo, sino Iglesia de Jesucristo? ¿Cuál es la diferencia entre un partido de Cristo y la justa fidelidad a la piedra sobre la cual se ha edificado la casa del Señor?

Intentemos, pues, en primer lugar comprender lo que realmente ocurre por aquel tiempo en Corinto y que, a causa de los peligros siempre iguales para el hombre, amenaza con repetirse de continuo nuevamente en la historia. La diferencia de que se trata podríamos resumirla muy sintéticamente en esta afirmación: si yo me declaro por un partido, entonces se convierte por lo mismo en mi partido; pero la Iglesia de Jesucristo no es nunca mi Iglesia, sino siempre su Iglesia. La esencia de la conversión consiste justamente en esto: que yo no busco nunca mi partido, lo que salvaguarda mis intereses y responde a mis inclinaciones, sino que en lugar de ello me pongo en manos de Jesucristo y me hago suyo, miembro de su cuerpo, de su Iglesia. Vamos a aclarar un poco más de cerca este pensamiento. Los corintios ven en el cristianismo una interesante teoría religiosa, de acuerdo con sus gustos y sus expectativas. Escogen lo que va con su genio, y lo escogen en la forma que les resulta simpática.

Pero donde la voluntad y el deseo personales son decisivos, allí está ya presente la ruptura de entrada, pues los gustos son muchos y contrapuestos. De semejante elección ideológica puede nacer un club, un círculo de amigos, un partido, pero no una Iglesia que trascienda los contrastes y congregue a los hombres en la paz de Dios. El principio en virtud del cual se forma un club es la inclinación personal; en cambio el principio en el que se apoya la Iglesia es la obediencia a la llamada del Señor, como lo leemos en el evangelio de hoy: «Los llamó, y ellos al instante, abandonando la barca con su padre, le siguieron» (Mt 4,2ls).

Con esto hemos llegado al punto decisivo: la fe no es la elección de un programa que me satisface o la adhesión a un club de amigos por los que me siento comprendido; la fe es conversión que me trasforma a mí y a mis gustos, o al menos hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea. La fe alcanza una profundidad completamente diversa de la elección que me liga a un partido. Su capacidad de cambio llega a tal punto que la Iglesia la llama un nuevo nacimiento (cf 1Pe 1,3.23). Con esto estamos en presencia de una intuición importante, que debemos profundizar un poco más, porque aquí se oculta el núcleo central de los

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problemas que hoy debemos afrontar en la Iglesia. Nos resulta difícil pensar la Iglesia según un modelo diverso del de una sociedad que se autogestiona, que con los mecanismos de mayoría y de minoría intenta darse una forma que sea aceptable por todos sus miembros.

Nos resulta difícil concebir la fe como algo diverso de una decisión por algo que me agrada y por lo que en consecuencia deseo comprometerme. Pero de ese modo somos sólo y siempre nosotros quienes obramos. Nosotros hacemos la Iglesia, nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticas al mayor número posible de personas. El hecho de que Dios mismo esté actuando, de que él mismo obre, no constituye ya en el mundo moderno un supuesto. Sin embargo, al obrar así nos estamos comportando como los corintios; confundimos la Iglesia con un partido y la fe con un programa de partido. El círculo del propio yo permanece cerrado. Quizá ahora comprendamos un poco mejor el giro que representa la fe, la cual implica una conversión, un cambio de rumbo. Reconozco que Dios mismo habla y actúa; que no hay sólo lo que es nuestro, sino también lo que es suyo. Mas si esto es así, si no somos sólo nosotros los que decidimos y hacemos algo, sino que él mismo dice y hace algo, entonces todo cambia. Entonces debo obedecerle y seguirle, aunque ello me lleve donde no quisiera (Jn 21,18). Entonces es razonable y hasta necesario dejar a un lado lo que me gusta, renunciar a mis deseos e ir detrás del único que puede indicarme el camino de la verdadera vida, porque él mismo es la vida (Jn 14,6). Esto es lo que quiere decir el carácter sacrificial del seguimiento que Pablo pone al fin de relieve como respuesta a los partidos que dividían a Corinto (10,17): yo renuncio a mi gusto y me someto a él. Pero así es como me hago libre, porque la verdadera esclavitud es ser prisionero de nuestros propios deseos. Todo esto lo comprenderemos aún mejor observándolo desde otro ángulo; no basándonos ya en nosotros, sino partiendo de la acción misma de Dios. Cristo no es el fundador de un partido ni un filósofo de la religión, como también indica Pablo incisivamente en nuestra lectura (1Cor 10,17).

No es alguien que inventa ideas de cualquier tipo, para las cuales intenta reclutar defensores. La Carta a los hebreos describe la entrada de Cristo en el mundo con las palabras del salmo 39: «No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo» (Sal 39,7; Heb 10,5). Cristo es la palabra viva de Dios mismo que se ha hecho carne por nosotros. No es sólo alguien que habla, sino que es él mismo su palabra. Su amor, por el cual Dios se nos da, va hasta el fin, hasta la cruz (cf Jn 13,1). Si asentimos a él, no escogemos sólo ideas, sino que ponemos nuestra vida en sus manos y nos convertimos en una «criatura nueva» (2Cor 5,17; Gal 6,15).

Por eso la Iglesia no es un club ni un partido, ni tampoco una especie de estado religioso, sino un cuerpo, su cuerpo. Y por eso la Iglesia no es hecha por nosotros, sino que es él mismo el que la construye, purificándonos con la palabra y el sacramento y haciéndonos de ese modo sus miembros. Naturalmente hay muchas cosas en la Iglesia que debemos hacer nosotros mismos, ya que ella penetra profundamente en situaciones humanas de carácter práctico. No intento defender aquí ningún tipo de falso sobrenaturalismo. Pero lo que hay de peculiar en la Iglesia no puede venir de nuestra voluntad o de una decisión nuestra, «ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre» (Jn 1,13); debe venir de él. Cuanto más nos esforzamos nosotros en obrar en la Iglesia, tanto menos habitable resulta, porque todo lo que es humano es limitado y toda cosa humana se opone a otra.

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La Iglesia será para los hombres la patria del corazón cuanto más le prestemos atención y más sea central en ella lo que viene de él: la palabra y los sacramentos que nos ha dado. Obedecerle es la garantía de nuestra libertad. Todo esto tiene importantes consecuencias para el ministerio del sacerdote. Este ha de atender mucho a no construirse su Iglesia. Pablo examina ansiosamente su conciencia y se pregunta cómo han podido algunos llegar hasta el punto de hacer de la Iglesia de Cristo un partido religioso de Pablo. Y se declara a sí mismo, y por tanto a los corintios, que ha hecho todo lo posible por evitar lazos que pudieran oscurecer la comunión con Cristo. El que es convertido por Pablo no se convierte en seguidor de Pablo, sino en un cristiano, en un miembro de aquella Iglesia común que es siempre la misma, «ya se trate de Pablo, de Apolo o de Cefas» (1Cor 3,22). En cualquier caso, «vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (3,23). Vale la pena volver a leer y considerar atentamente lo que Pablo ha escrito sobre el tema, porque en sus palabras adquiere relieve la esencia del ministerio sacerdotal con una claridad que, por encima de todas las teorías, nos dice lo que hemos de hacer y lo que debemos evitar. «Pues, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores, por medio de los cuales habéis abrazado la fe... Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios. Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega son lo mismo... Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros labrantía de Dios, edificio de Dios» (1Cor 3,5-9). Ha habido y hay en Alemania Iglesias protestantes donde es costumbre indicar en los avisos litúrgicos el nombre del que celebra la misa y el del que pronuncia la homilía. Detrás de esos nombres se ocultan a menudo corrientes religiosas; cada uno quiere seguir las celebraciones de su propia corriente. Por desgracia, algo similar ocurre ahora también en las parroquias católicas; pero esto significa que la Iglesia ha desaparecido detrás de los partidos y que en definitiva escuchamos opiniones humanas y no la común palabra de Dios, que está por encima de todos y de la que es garante la única Iglesia. Sólo la unidad de su fe y su carácter vinculante para cada uno de nosotros nos permite no seguir opiniones humanas y no formar parte de facciones con pretensiones autonómicas, sino ser del partido del Señor y obedecerle a él.

Es grande hoy para la Iglesia el peligro de disgregarse en partidos religiosos agrupados en torno a maestros o predicadores particulares. Tenemos de nuevo el yo soy de Pablo, yo de Cefas, con lo que también Cristo se convierte en un partido. El metro del ministerio sacerdotal es el desinterés, que establece como norma la palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). Sólo si podemos decir esto con toda verdad somos «colaboradores de Dios», que plantan y riegan y son partícipes de su misma obra. Si algunos hombres apelan a nuestro nombre y oponen nuestro cristianismo al de los demás, ello ha de ser para nosotros motivo de examen de conciencia. Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él. Esto exige nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a él, nos convertimos en «colaboradores de Dios» (1Cor 3,9); ¿y puede haber algo más hermoso y liberador?

Pidamos al Señor que nos haga probar nuevamente el gozo de esta misión. Entonces serán realidad las palabras del profeta, que siempre se cumplen en los lugares por los que pasa Cristo: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz... Has acrecentado su alegría, has agrandado su júbilo como en la algazara de la siega» (Is 9,1-3; cf Mt 4,15). Amén.

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¡Venga tu Reino!

Homilía pronunciada en el seminario de Filadelfia (EE.UU.) el 21 de enero de 1990 (tercer domingo per annum).

¡RECUERDA! Siempre que puedas, por favor, adquiere la edición original (impresa o digital) de este libro. Muchas gracias. Dios te bendiga.

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¡Venga tu Reino!

SÍNODO CONVOCADO POR EL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS 20 AÑOS DEL CONCILIO VATICANO II DOCUMENTOS DEL SINODO 1985

RELACIÓN FINAL

“LA IGLESIA, BAJO LA PALABRA DE DIOS, CELEBRA LOS MISTERIOS DE CRISTO PARA LA SALVACIÓN DEL MUNDO”

Relación final, redactada por el relator, eminentísimo señor Godofredo, cardenal Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, sometida a la votación de los Padres, publicada con el consentimiento del Sumo Pontífice.

C) LA IGLESIA COMO COMUNIÓN

1. Significación de la comunión

La eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio. Koinonía/ comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida. ¿Qué significa la palabra compleja” comunión”? Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión de la Iglesia; la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf. LG 11). La comunión del Cuerpo eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifican la íntima comunión de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor.10, 16s). Por ello, la eclesiología de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas oa cuestiones que se refieren a meras potestades. La eclesiología de comunión es el fundamento para el orden en la Iglesia y en primer lugar para la recta relación entre unidad y pluriformidad en la Iglesia.

2. Unidad y pluriformidad en la Iglesia

Del mismo modo que creemos en un solo Dios; en un solo y único mediador, Jesucristo; en un solo Espíritu Santo, tenemos también un solo bautismo y una sola Eucaristía, por los cuales la unidad y la unicidad de la Iglesia se significa y se edifica. Esto es, especialmente en nuestros tiempos, de mucha importancia, porque la Iglesia en cuanto una y única es como sacramento, es decir, signo e instrumento de la unidad, de la reconciliación, de la paz entre los hombres, las naciones, las clases y las razas. Por la unidad de fe y de sacramentos, y por la unidad jerárquica, especialmente con el centro de la unidad, que nos ha sido dado por Cristo en el servicio de Pedro, la Iglesia es aquel pueblo mesiánico de que habla la constitución Lumen Gentium n.9; así, la comunión eclesial con Pedro y sus sucesores no es un obstáculo, sino anticipación y signo profético de la unidad más plena. Por otra parte, el único y el mismo espíritu obra en muchos y en

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varios dones espirituales y carismas (cf. 1 Cor. 12, 4s); la única y la misma Eucaristía se celebra en varios lugares. Por ello, la Iglesia única y universal está verdaderamente presente en todas las Iglesias particulares (cf. CD 11), y éstas están formadas a imagen de la Iglesia universal. De tal manera que la una y única Iglesia católica existe en las Iglesias particulares y existen por ellas (cf. LG.23). Aquí encontramos el verdadero principio teológico de la variedad y la pluriformidad en la unidad; la pluriformidad debe distinguirse del mero pluralismo. Porque la pluriformidad es una verdadera riqueza y lleva consigo la plenitud, ella es la verdadera catolicidad, mientras que el pluralismo de las posiciones radicalmente opuestas lleva a la disolución y destrucción y a la pérdida de la identidad.

6. La Participación y la Corresponsabilidad en la Iglesia

Porque la Iglesia es comunión, la participación y la corresponsabilidad debe existir en todos sus grados. Este principio general debe entenderse de diverso modo en los ámbitos diversos.

Entre el obispo y su presbiterio existe una relación fundada en el sacramento del orden. De modo que los mismos presbíteros hacen presente al obispo, de alguna manera, en las reuniones locales concretas de los fieles, toman parcialmente sus oficios y su solicitud y los ejercitan con cuidado cotidiano (cf. LG. 28). Por ello, entre el obispo y su presbiterio deben existir relaciones de amistad y llenas de confianza. Los obispos se sienten obligados por la gratitud hacia sus presbíteros los cuales, en el tiempo posconciliar, tuvieron una gran parte en llevar el Concilio a la práctica (cf. OT. 1), y dentro de sus fuerzas quieren estar cercanos a los presbíteros y prestarles ayuda y auxilio en sus trabajos, frecuentemente no fáciles, en primer lugar en las parroquias. Foméntese finalmente el espíritu de colaboración con los diáconos, y entre el obispo y los religiosos y religiosas que trabajan en su Iglesia particular. Desde el Concilio Vaticano II hay felizmente un nuevo estilo de colaboración en la Iglesia entre seglares y clérigos. El espíritu de disponibilidad con que muchísimos seglares se ofrecieron al servicio de la Iglesia debe contarse entre los mejores frutos del Concilio. En esto hay una nueva experiencia de que todos nosotros somos Iglesia. Se ha discutido frecuentemente en estos últimos años sobre la vocación y la misión de las mujeres en la Iglesia. Procure la Iglesia que las mujeres estén presentes en la Iglesia, de tal modo que puedan ejercitar adecuadamente sus propios dones al servicio de la Iglesia y tengan una parte más amplia en los diversos campos de apostolado de la Iglesia (cf. AA9). Reciban y fomenten los pastores con gratitud la colaboración de las mujeres en la obra de la Iglesia. El Concilio llama a los jóvenes esperanza de la Iglesia (cf. GE.2). Este Sínodo se vuelve a los jóvenes con especial amor y con gran confianza, y espera muchísimo de su entrega generosa y los exhorta sumamente para que, asumiendo su parte en la misión de la Iglesia, reciban y prosigan dinámicamente la herencia del Concilio. Porque la Iglesia es comunión, las nuevas “comunidades eclesiales de bases”, así llamadas y verdaderamente viven en la unidad de la Iglesia, son verdadera expresión de comunión e instrumento para edificar una comunión más profunda. Por ello dan una gran esperanza para la vida de la Iglesia (cf. EN 58).

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¡Venga tu Reino!

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FECARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA

SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA IGLESIACONSIDERADA COMO COMUNIÓN

INTRODUCCIÓN

1. El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II(1), es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica(2). La profundización en la realidad de la Iglesia como Comunión es, en efecto, una tarea particularmente importante, que ofrece amplio espacio a la reflexión teológica sobre el misterio de la Iglesia, "cuya naturaleza es tal que admite siempre nuevas y más profundas investigaciones"(3). Sin embargo, algunas visiones eclesiológicas manifiestan una insuficiente comprensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión, especialmente por la falta de una adecuada integración del concepto de comunión con los de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo, y también por un insuficiente relieve atribuido a la relación entre la Iglesia como comunión y la Iglesia como sacramento.

2. Teniendo en cuenta la importancia doctrinal, pastoral y ecuménica de los diversos aspectos relativos a la Iglesia considerada como Comunión, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la presente Carta, ha estimado oportuno recordar brevemente y clarificar, donde era necesario, algunos de los elementos fundamentales que han de ser considerados puntos firmes, también en el deseado trabajo de profundización teológica.

LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN

3. El concepto de comunión está "en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia"(4), en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe(5), y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra(6).

Para que el concepto de comunión, que no es unívoco, pueda servir como clave interpretativa de la eclesiologia, debe ser entendido dentro de la enseñanza bíblica y de la tradición patrística, en las cuales la comunión implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios, como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios, establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los hombres entre sí. En consecuencia, el concepto de comunión debe ser capaz de expresar también la naturaleza sacramental de la Iglesia mientras "caminamos lejos del Señor"(7), así como la peculiar unidad que hace a los fieles ser miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo(8), una comunidad

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¡Venga tu Reino!

orgánicamente estructurada(9), "un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"(10), dotado también de los medios adecuados para la unión visible y social(11).

4. La comunión eclesial es al mismo tiempo invisible y visible. En su realidad invisible, es comunión de cada hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, y con los demás hombres copartícipes de la naturaleza divina(12), de la pasión de Cristo(13), de la misma fe(14), del mismo espíritu(15). En la Iglesia sobre la tierra, entre esta comunión invisible y la comunión visible en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico, existe una íntima relación. Mediante estos dones divinos, realidades bien visibles, Cristo ejerce en la historia de diversos modos Su función profética, sacerdotal y real para la salvación de los hombres(16). Esta relación entre los elementos invisibles y los elementos visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como Sacramento de salvación.

De esta sacramentalidad se sigue que la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo(17); a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"(18).

5. La comunión eclesial, en la que cada uno es inserido por la fe y el Bautismo(19), tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. En efecto, el Bautismo es incorporación en un cuerpo edificado y vivificado por el Señor resucitado mediante la Eucaristía, de tal modo que este cuerpo puede ser llamado verdaderamente Cuerpo de Cristo. La Eucaristía es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo: "participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros: 'Porque el pan es uno, somos uno en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan' (1 Cor 10, 17)"(20).

Por esto, la expresión paulina la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa que la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo(21), es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo.

6. La Iglesia es Comunión de los santos, según la expresión tradicional que se encuentra en las versiones latinas del Símbolo apostólico desde finales del siglo IV(22). La común participación visible en los bienes de la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los participantes (los santos). Esta comunión comporta una solidaridad espiritual entre los miembros de la Iglesia, en cuanto miembros de un mismo Cuerpo(23), y tiende a su efectiva unión en la caridad, constituyendo "un solo corazón y una sola alma"(24). La comunión tiende también a la unión en la oración(25), inspirada en todos por un mismo Espíritu(26), el Espíritu Santo "que llena y une toda la Iglesia"(27).

Esta comunión, en sus elementos invisibles, existe no sólo entre los miembros de la Iglesia peregrina en la tierra, sino también entre éstos y todos aquellos que, habiendo dejado este mundo en la gracia del Señor,

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forman parte de la Iglesia celeste o serán incorporados a ella después de su plena purificación(28). Esto significa, entre otras cosas, que existe una mutua relación entre la Iglesia peregrina en la tierra y la Iglesia celeste en la misión histórico-salvífica. De ahí la importancia eclesiológica no sólo de la intercesión de Cristo en favor de sus miembros(29), sino también de la de los santos y, en modo eminente, de la Bienaventurada Virgen María(30). La esencia de la devoción a los santos, tan presente en la piedad del pueblo cristiano, responde pues a la profunda realidad de la Iglesia como misterio de comunión.

IV UNIDAD Y DIVERSIDAD EN LA COMUNIÓN ECLESIAL

15. "La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de 'comunión'"(64). Esta pluralidad se refiere sea a la diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado dentro de cada Iglesia particular, sea a la diversidad de tradiciones litúrgicas y culturales entre las distintas Iglesias particulares(65).

La promoción de la unidad que no obstaculiza la diversidad, así como el reconocimiento y la promoción de una diversidad que no obstaculiza la unidad sino que la enriquece, es tarea primordial del Romano Pontífice para toda la Iglesia(66) y, salvo el derecho general de la misma Iglesia, de cada Obispo en la Iglesia particular confiada a su ministerio pastoral(67). Pero la edificación y salvaguardia de esta unidad, a la que la diversidad confiere el carácter de comunión, es también tarea de todos en la Iglesia, porque todos están llamados a construirla y respetarla cada día, sobre todo mediante aquella caridad que es "el vínculo de la perfección"(68).

16. Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial -unidad en la diversidad-, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia(69), tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión(70).

En el contexto de la Iglesia entendida como comunión, hay que considerar también los múltiples institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida apostólica, con los que el Espíritu Santo enriquece el Cuerpo Místico de Cristo: aun no perteneciendo a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenecen a su vida y a su santidad(71).

Por su carácter supradiocesano, radicado en el ministerio Petrino, todas estas realidades eclesiales son también elementos al servicio de la comunión entre las diversas Iglesias particulares.

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¡Venga tu Reino!

COMISIÓN CENTRAL PARA LA REVISIÓN DE LOS ESTATUTOS DEL REGNUM CHRISTI

TEMA DE ESTUDIO Y REFLEXIÓN Nº 3

La Iglesia como misterio de comunión

OBJETIVO

Es muy importante comprender que la Iglesia es un misterio de comunión, porque nuestra vocación laical y el carisma del Regnum Christi sólo tienen sentido en la Iglesia, y la Iglesia es comunión de vocaciones y de carismas en el amor de Dios. Estamos llamados a vivir nuestra vocación y nuestro carisma en comunión con las demás vocaciones y carismas. Incluso, no podemos comprendernos en profundidad a nosotros mismos si no es a la luz de los demás; no podemos entender nuestra identidad, misión y carismas si no es en la comunión de la Iglesia.

Además, la comunión es precisamente la gran tarea que San Juan Pablo II indicó, sin duda de manera profética, para la Iglesia de nuestro tiempo: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo»3. Por tanto, también el Regnum Christi aspira a ser cada día más y mejor hogar de comunión, y el proceso de renovación actual debe apuntar hacia ello.

La exposición del tema se abre con una breve exposición inicial sobre la noción de comunión dentro de la enseñanza doctrinal del Magisterio sobre qué es la Iglesia, para presentar a continuación las tres etapas de la evolución histórica del concepto de comunión desde el Concilio Vaticano II hasta la actualidad. Como material de apoyo, se añade una selección de textos sobre los fundamentos teológicos de la comunión.

ESQUEMA

A. La noción de “comunión eclesial”. La comunión es una noción adecuada para adentrarnos en el misterio de la Iglesia. Es fundamentalmente fruto de la eclesiología del Concilio Vaticano II y ha sido desarrollada por el magisterio posterior. Presentamos la naturaleza sobrenatural, el origen trinitario, la configuración orgánica y la dimensión misionera de la comunión eclesial.

B. El concepto de “comunión” desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II. El significado de la comunión para las primeras comunidades cristianas era el de una realidad espiritual y visible a la vez. Posteriormente se enfatizó de forma progresiva su dimensión jurídica, oscureciéndose la teológica. Desde el Concilio Vaticano II, se busca recuperar la riqueza del sentido original de este concepto y profundizar en él.

3 JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 42.

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C. La “eclesiología de la comunión”. La Iglesia se concibe a sí misma como una comunión, enraizada en los sacramentos y por tanto como realidad espiritual y no solamente sociológica o jurídica. En ella existe a la vez unidad y diversidad entre sus miembros.

D. La “espiritualidad de la comunión”. La comunión no es sólo una forma de entender a la Iglesia, sino que debe llegar a ser un modo de pensar, sentir y obrar. La comunión se concreta en espacios determinados y presupone la revaloración de la identidad y misión de todos –y hoy particularmente de la de los laicos– como una condición necesaria para que la Iglesia pueda cumplir su misión.

E. Algunos textos de apoyo para la fundamentación teológica de la comunión.

CONCEPTOS CLAVE

Comunión

Eclesiología de comunión

Espiritualidad de comunión

Común dignidad cristiana

A. La noción de comunión eclesial

1. Modos de explicar el misterio de la Iglesia

La comunión «encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia»4. En los decenios previos al Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre los católicos para expresar el misterio de la Iglesia era la del Cuerpo místico de Cristo, que armoniza la unidad con la pluralidad de miembros, subraya que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo eclesial y que, participando de esta vida común, hay diversidad de miembros que sirven al cuerpo con su contribución específica. Con el Concilio Vaticano II, se pasó a recurrir más a la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios, subrayando la común dignidad de todos los fieles por razón del bautismo y de la llamada universal a la santidad y el carácter viador de este pueblo en medio del mundo. Como veremos en este subsidio, en los últimos decenios el Magisterio está poniendo el acento en la “comunión” a la hora de referirse al misterio de la Iglesia. En el lenguaje religioso cotidiano, acostumbramos a llamar “comunión” sobre todo a la recepción del sacramento de la Eucaristía; aquí no nos referimos a esto, sino a una manera de entender a la Iglesia misma, al conjunto de los bautizados que conformamos la Iglesia Católica; sin embargo, siendo la Eucaristía «fuente y cima de toda la vida cristiana»5, conviene también recordar que la Iglesia vive de la Eucaristía y que la Eucaristía es la cumbre de la comunión entre el hombre y Dios y de los fieles entre sí. Por esto el

4 Ibídem.5 CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 11.

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nombre de “comunión” para el sacramento eucarístico tiene mucho sentido, pues la celebración de este sacramento consolida y lleva a perfección la comunión eclesial6.

Por otro lado, no debemos olvidar que la Iglesia puede ser vista –y estudiada– desde diversas dimensiones. Esto ya comporta un esfuerzo: no hay que confundirlas con su definición, como si a fuerza quisiésemos englobar en un único término todos sus aspectos. Recordemos que la Iglesia es ante todo misterio7 y por ende, podemos conocerla por analogías, las cuales siempre representan una realidad en forma parcial y no en su totalidad. Por esto, es importante tener claro que la comunión es uno de los modelos posibles y que no debemos olvidar encuadrarlo dentro de toda la doctrina católica sobre la Iglesia para interpretarlo correctamente, sin pretender reducir a esta palabra todo lo que puede decirse de la Iglesia. A lo largo de la historia, la eclesiología (es decir, la parte de la teología que estudia a la Iglesia misma) ha recurrido a diversas imágenes o conceptos para expresar el misterio de la Iglesia según ha ido resultando más adecuado o posible dentro de la cultura y condiciones de los tiempos. En nuestros días, el concepto de la Iglesia como comunión es en el que más insiste el magisterio universal.

En efecto, a través de los siglos, la Iglesia –conducida por el Espíritu Santo– va descubriendo cada vez más profundamente su propia identidad. En los últimos tiempos, el Concilio Vaticano II (1962-1965) ha sido un hito importantísimo, ya que ha continuado la reflexión sobre la Iglesia en sí misma (que había quedado inconclusa en el Concilio Ecuménico Vaticano I, 1869-1870), así como en su relación con el mundo moderno, lo cual ha producido una renovada concepción sobre la identidad y misión de la Iglesia. Al estudiar los documentos del Concilio (principalmente la constitución dogmática Lumen gentium), encontramos cinco nociones principales: la Iglesia como pueblo de Dios, la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia como sacramento universal de salvación, la Iglesia como la vid y los sarmientos y la Iglesia como comunión. Las cinco buscan expresar el misterio de la Iglesia, por lo que se encuentran profundamente relacionadas. La noción de la Iglesia como comunión (de la que trata este subsidio) ha tenido un proceso de desarrollo ulterior, a partir de los textos conciliares.

6 Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 1: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia»; 34: «La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual “vive y se desarrolla sin cesar” [LG 26] y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento», y 34-46 (estos números corresponden al capítulo IV Eucaristía y comunión eclesial).7 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 770-780. Se habla de “misterio” en el sentido de que nos referimos a una realidad revelada por Dios con valor salvífico para nosotros que conocemos por la fe (en este caso, tal realidad es la Iglesia); por tanto, aunque sí tenemos un conocimiento cierto de esta realidad por la certeza de la fe, nunca podremos en esta vida tener un conocimiento completo y evidente de ella. Todas las verdades de la fe son “misterios” (los misterios de la vida de Jesús, misterio de la Stma. Trinidad, misterio de la Inmaculada Concepción de María, etc.), porque encierran una realidad salvífica que permanece oculta a nuestros ojos, aun cuando la fe nos permite tener un conocimiento de ella.

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2. Naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial

Sería un error limitar la comunión eclesial a la complementariedad visible entre los estados de vida en la Iglesia, a la colaboración práctica en algunos quehaceres o a la distribución operativa de tareas; esto sería reducirla a una dimensión superficial, externa, organizativa, pragmática y mate-rialista, que en definitiva no compromete nuestras personas, sino al máximo la exterioridad de nuestro actuar en algunas ocasiones. Pero sería no menos erróneo limitarla a un sentimiento interior, a un presupuesto intelectual o a una aseveración fideísta; pues esto sería reducirla a una dimensión espiritualista y en definitiva individualista, que tampoco llega a cuestionar nuestra vida ni a hacernos crecer. Del mismo modo, sería equivocado identificar la comunión con la compañía, con la masificación, con la comunicación, con la convivencia o con la empatía y la amistad; en tal caso, adoptaríamos una visión horizontalista y naturalista de la vida eclesial. También sería errado confundir la comunión con las relaciones indiferenciadas hacia los demás, fuera de razón y medida y de conciencia de la identidad propia y ajena; esto sería básicamente incurrir en espontaneísmo e infantilismo. Por último, sería igualmente equivocado interpretar la comunión como imposición de la uniformidad, simple sumisión a la autoridad o silenciamiento de las minorías; porque equivaldría a reducir la fe a ideología y la vida eclesial a sistema de poder.

La comunión eclesial es participación en el amor trinitario que, a través de la Iglesia, se derrama por el mundo atrayéndonos a la unión con Dios y con los demás. Es funda-mentalmente la “comunión de los santos” en virtud del Espíritu Santo8; es «comunión de vida, de caridad y de verdad» instituida por Cristo para ser instrumento de redención universal y extenderse por todo el mundo siendo en él luz y sal9; es fraternidad en Él que nos hace partícipes de la vida divina como hijos adoptivos del Padre conforme a su designio, anticipo e inicio de la congregación eterna «en una Iglesia universal en la casa del Padre»10.

Por esto, la comunión se edifica con la donación recíproca, consciente y libre de los fieles por caridad cristiana fundada en la fe de que nos pertenecemos unos a otros en Cristo11. El Papa Francisco nos ha invitado desde el inicio de su pontificado a todos los hombres a cuidarnos unos a otros, como hermanos en humanidad, y mucho más a los cristianos, a abrirnos al Espíritu Santo de la unidad y de la diversidad, al Espíritu de la armonía12. «Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos

8 A la Iglesia, el Espíritu Santo «la unifica en comunión», y «los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes» espirituales, apostólicos y temporales: Lumen gentium, 4, 13 y cf. 50. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 949-953.9 Ibídem, 9 y cf. 50 («la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo»). 10 Ibídem, 2.11 Cf. Novo millennio ineunte, 43.12 Cf. FRANCISCO, Homilía de inicio del pontificado (19 de marzo de 2013): «la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. […] Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, […]»; IDEM, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 216: «todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos»; IDEM, Homilía con los movimientos en Pentecostés (19 de mayo de 2013): «el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque

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en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia»13.

3. Una comunión “orgánica”: unidad y diversidad

Lo que nos introduce en la comunión de la Iglesia es nuestra filiación divina en Cristo. Del Bautismo –y de los otros sacramentos de iniciación cristiana– procede la común dignidad de todos los cristianos y al mismo tiempo la razón de ser de la diversidad de las vocaciones: «Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo»14. Por esto:

La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.15

La imagen paulina del cuerpo permanece como punto de referencia: «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros»16. Así: «Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad»17. Por esto, en la Iglesia, somos todos –pastores y laicos– «hermanos» y, «aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad»18.

4. Comunión misionera

produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. […] Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad». Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 20: «Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia».13 Lumen gentium, 51.14 Código de Derecho Canónico, c. 208. Cf. Christifideles laici, 9.15 Christifideles laici, 20.16 Rm 12, 4-5.17 Lumen gentium, 32.18 Ibídem.

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La comunión eclesial es “comunión misionera” porque la Iglesia está llamada a acoger a todos y es enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con Dios y, en Él, hacer hermanos a todos los hombres19. «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión».20

B. El concepto de comunión desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II

La palabra latina communio es una traducción del griego κοινωνία (koinonía). La raíz κοιν (koin) significa “lo que hay en común”.

«Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a ustedes, a  fin  de que vivan también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto» (1Jn 1, 3-4).

Este pasaje de la primera carta de San Juan se puede considerar el criterio de referencia para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión, ya que reúne sus elementos esenciales: el punto de partida de la comunión es el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino21.

Estudiando los demás textos del Nuevo Testamento, podemos decir que la comunión se presenta en tres sentidos diversos:

- Referida a Cristo (“sentido cristológico”). Comunión con Cristo, Hijo del Padre: llamados a la hermandad con el Hijo (1Cor 1, 9), la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (1Cor 10,16), nuestra parte en los sufrimientos de Cristo (Flp 3, 10), etc.

- Referida al Espíritu Santo (“sentido pneumatológico”). Comunión en el Espíritu Santo: participamos en la naturaleza divina (2Pe 1, 4), la colaboración con la evangelización (Flp 1, 5), la comunión del Espíritu (2Cor 13,13; Flp 2,1), etc.

- Referida a la Iglesia (“sentido eclesiológico”), es decir, comunión con la Iglesia: la comunidad de los creyentes en Cristo, los hermanos que comparten entre sí los diversos bienes (Hch 2,42-45; 4,32-37), los actos de solidaridad de la comunidad (2Cor 8,4), el ministerio del apóstol en las diversas comunidades (2Cor 8, 23), etc.

«La comunión es una noción muy estimada en la Iglesia antigua (como sucede también hoy particularmente en el Oriente)»22. Con el paso de los siglos, el sentido

19 Cf. Christifideles laici, 8: La Iglesia «es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)».20 Ibídem, 32.21 Cf. Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.22 Lumen gentium, Nota explicativa previa, 2ª.

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eclesiológico pasará a ser el de uso dominante, con una tendencia sostenida durante toda la Edad Media. Por otro lado, la concepción de la comunión eclesial irá adquiriendo un carácter cada vez más jurídico (regulación de relaciones entre comunidades, entre el obispo y los fieles, por ejemplo) que teológico-espiritual, especialmente desde el Concilio de Trento (1545-1563), el cual, en respuesta a la Reforma protestante, buscó enfatizar la visibilidad de la Iglesia, es decir su dimensión institucional. Para efectos de este subsidio, podemos considerar que esta concepción se mantendría prácticamente invariante hasta finales del siglo XIX.

Influenciado por las corrientes teológicas que se venían gestando en la primera mitad del siglo XX, el Concilio Vaticano II retomará el concepto de comunión en su sentido original, yendo más allá de lo jurídico. La constitución Lumen gentium nos presenta a la Iglesia, que «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»23, es decir como realidad espiritual interna o misterio, que se expresa visiblemente, entendiendo que la Iglesia al mismo tiempo es una asamblea visible y comunidad espiritual24.

Sin embargo, es preciso reconocer que la palabra “comunión” no ocupa expresamente en los documentos del Concilio un lugar central25. Aunque los textos sobre el ecumenismo26 la mencionan y la misma Lumen gentium la refiere en treinta y cuatro ocasiones, la mayoría de las veces que encontramos la palabra “comunión” en estos documentos tiene un contenido principalmente jurídico (la unidad de fe y comunión con Pedro y sus sucesores, el vínculo del gobierno y la comunión eclesial, las iglesias particulares, el oficio del obispo, etc.). Como veremos, el proceso de explicitación y desarrollo teológico del concepto será posterior, si bien siempre a partir de los textos conciliares.

C. La “eclesiología de comunión” después del Concilio Vaticano II

El Sínodo de los obispos de 1985, que debía tratar de hacer una especie de balance con motivo del vigésimo aniversario del Concilio, intentó presentar el conjunto de la eclesiología conciliar desde un nuevo concepto básico: el de “la eclesiología de comunión”27; que podemos definirla como «el esfuerzo para que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta idea más concretamente a la vida»28.

23 Lumen gentium, 1.24 Ibídem, 8.25 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.26 Nos referimos al decreto Unitatis Redintegratio y la declaración Nostra Aetate.27 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.28 Ibídem.

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«En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la “eclesiología de comunión” la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II»29. Destacan tres aportes principales de la relación final del Sínodo:

- La comunión está basada en los sacramentos, es de orden espiritual. Por esto, «la eclesiología de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas o a cuestiones que se refieren a meras potestades»30.

- La Iglesia única y universal está presente en todas las iglesias particulares. Hay que reconocer la unidad y pluralidad de la Iglesia.

- La participación y corresponsabilidad31, que debe existir en todos los niveles y entre todos los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas, jóvenes, adultos, etc. La comunión compromete directamente con Cristo a todos los fieles bautizados (y no sólo algunos, más comprometidos o que han consagrado su vida, por ejemplo).

Esta última aportación será importante, porque refleja un cambio al pasar de una eclesiología que partía del principio de autoridad y de la sacra potestas ejercitada por los que han recibido el sacramento del orden como principio de estructuración de la Iglesia, hacia una autocomprensión de la misma que caracterizó a las comunidades cristianas de los primeros siglos y que parte de la igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo32.

En la exhortación apostólica Christifideles laici (1988) se menciona el concepto de comunión en cien ocasiones, reforzando el vínculo entre los diversos estados de vida en la Iglesia, lo que comporta dos desafíos:

- El de captar la comunión como una realidad espiritual y visible a la vez. Esto implica que la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica (como algo puramente práctico, modo de organi-zarse, programar, tener objetivos comunes, etc.). La exhortación es categórica al afirmar que la identidad y misión de los laicos sólo se podrán comprender adecuadamente desde el contexto vivo de la Iglesia-comunión33.

- El de la comunión orgánica, es decir la diversidad y la complementariedad. En la Iglesia conviven diversas vocaciones. Es precisamente gracias a esta complementariedad que cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación34.

Además, Christifideles laici profundiza la relación entre comunión y misión: Cristo, como el Hijo de Dios encarnado, es la fuente de la comunión con Dios y entre los hombres, y es a la vez, fuente de la evangelización, es decir del anuncio de su Reino entre los

29 Ecclesia de Eucharistia, 34. Cf. SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, C1.30 SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, C1.31 Ibídem, C6.32 Cf. A ANTÓN, El Misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas. II, BAC maior (Madrid-Toledo 1987) 930-931.33 Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 18-19.34 Cf. Ibídem, 20.

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hombres. Ambas, pues, se implican mutuamente, siendo la comunión un signo eficaz de evangelización:

Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21). En esta comunión, vertical y horizontal, está el fundamento de la fecundidad de la misión.35

La comunión es, de por sí, misionera, pues mediante ella la Iglesia se presenta y actúa como sacramento visible de unidad salvífica.36

No obstante la aportación del Sínodo de 1985, la comprensión de la comunión en algunos ambientes siguió horizontalizándose y vaciándose de su contenido teológico para pasar a transformarse en un “slogan fácil”37. Por este y otros motivos, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 1992 una nota aclaratoria: Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, de cuyo contenido destacamos lo siguiente:

- Esta comunión no es sólo visible, sino también invisible. La doctrina de los Apóstoles, los sacramentos y el orden jerárquico manifiestan la íntima relación entre la comunión visible y la comunión invisible. Por esto, no podemos disociar una dimensión de la otra. De hecho, es esta relación la que constituye a la Iglesia como sacramento de salvación, y por ende, no puede ser una realidad replegada sobre sí misma o autorreferencial38, sino permanente-mente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues «ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo»39.

- La idea de unidad en la diversidad se vincula en forma explícita a la eclesiología de comunión. La Iglesia no es una democracia ni puede renunciar al principio de constitución jerárquica instaurado por Cristo.

La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de comunión. Esta pluralidad se refiere […] a la diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado dentro de cada Iglesia particular […] En el contexto de la Iglesia entendida como comunión, hay que considerar también los múltiples institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida apostólica, con los que el Espíritu Santo enriquece el Cuerpo Místico de Cristo: aun no perteneciendo a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenecen a su vida y a su santidad.40

El mismo año de 1992, también se publicó el Catecismo de la Iglesia Católica. Su aporte será importantísimo al recoger y sistematizar las ideas que el Magisterio había ido

35 JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris missio, 75.36 Cf. Lumen Gentium, 9.37 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.38 Evangelii gaudium, 236.39 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, 1992, 4.40 Ibídem, 15.

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trazando sobre la comunión. Aquí sólo mencionamos el título de dos parágrafos de este catecismo: Unidad de la Iglesia (nn. 813-822) y Diversidad de ministerios (nn. 871-873).

D. La “espiritualidad de la comunión” en nuestros días

La exhortación apostólica Vita consecrata (1996), que menciona la comunión en noventa y cinco ocasiones, será el primer texto en hablar expresamente de una “espiritualidad de la comunión” y continuará profundizando el de “comunión misionera”, presente ya en la exhortación apostólica Christifideles laici41.

Podríamos definir esta “espiritualidad de la comunión” como «un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión»42. «Más aun, la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera»43. En un mundo que vive en una realidad de división y discordia (individualismo, destrucción de la familia y de la sociedad), se presenta la comunión como un camino liberador frente a la esclavitud del pecado. El anhelo de comunión es un claro signo de los tiempos, no sólo para la Iglesia, sino también para el mundo. Será punto de unión entre ambos: una Iglesia llamada a ser testimonio de comunión, a imagen de Dios uno y trino; y un mundo que la busca con vehemencia.

En la carta apostólica Novo Millennio Ineunte (2001), trazando el plan para la Iglesia del tercer milenio, San Juan Pablo II nos dará el desarrollo más acabado del concepto. Entre los números 42 y 46 (IV parte: testigos del amor), podemos encontrar una síntesis de la espiritualidad de la comunión. El n. 43 es particularmente revelador:

¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones:

41 Christifideles laici, 32.42 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, 46.43 Ibídem.

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sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento.44

La comunión se relaciona así con la vivencia de la caridad: la comunión como fruto del amor que hace de todos nosotros un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32) y se convierte en el corazón de la Iglesia, como lo intuyó Santa Teresa de Lisieux: «Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón y que este Corazón ardía de amor. Entendí que sólo el amor movía a los miembros de la Iglesia [...] entendí que el amor comprendía todas las vocaciones, que el Amor era todo»45. Podemos decir que desde la espiritualidad de la comunión, considero al otro como parte de mí mismo y que siguiendo la dinámica del amor, pasa a ser necesario para mí. No podemos realizar la propia vocación si no es en comunión con los demás.

En Novo Millennio Ineunte también se presentan los llamados espacios de comunión, como aquellos lugares espirituales donde se puede promover esta espiritualidad, que deben ser cultivados en todo momento y en todos los niveles: entre obispos, presbíteros y diáconos; entre pastores y todo el pueblo de Dios; entre el clero y religiosos; entre religiosos y laicos; entre asociaciones y movimientos eclesiales. Sólo la Iglesia entera hace presente a Cristo en el mundo, pues sólo ella completa es su Cuerpo Místico. Por ello, ningún grupo ni estamento eclesial particular puede pretender realizar toda la obra de Cristo aislado de los demás; ninguna vocación eclesial puede pretender monopolizar toda la riqueza de Cristo ni acaparar la realidad de la Iglesia.

Se deben promover y valorar organismos de participación, que aunque sean consultivos y no deliberativos, tienen amplio significado e importancia. Así, se promueve una escucha recíproca y eficaz entre todos, manteniéndose por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por otro, buscando confluir normalmente hacia opciones ponderadas y compartidas incluso en lo opinable:

Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios46.

Esta visión es importante, pues en un esquema de comunión, que reconoce las legítimas diferencias entre diversos ámbitos y estados de vida, habrá inevitables situaciones de conflicto ocasional. La forma de resolverlas nunca será silenciar al que discrepa o recurrir inmediatamente a soluciones de autoridad, sino la vivencia de la caridad, que siempre es liberadora y desinteresada. Esto sólo se puede lograr promoviendo en el seno mismo de la Iglesia una cultura de la mutua estima, el respeto y la concordia, que reconoce las legítimas diversidades para abrir un diálogo real entre todos los miembros del

44 JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 43.45 Cf. Ibídem, 42, donde se cita este texto de Santa Teresa de Lisieux.46 Ibídem, 45.

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pueblo de Dios, tanto pastores como fieles. Siempre los lazos de unión serán mayores a los motivos de división: como recomendaba San Agustín, haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo47.

Finalmente, es importante a la luz de la espiritualidad de la comunión que todos los bautizados tomen conciencia de la propia responsabilidad en la vida eclesial. Todas las vocaciones son una riqueza para la Iglesia y deben ser acogidas porque están enraizadas en el Bautismo.

En conclusión, podemos afirmar que una comunidad es cristiana en la medida en que está en comunión con Dios, con los hermanos –incluida la comunión jerárquica, en sus distintos aspectos y grados– y con el mundo, hasta el amor al enemigo. Así hace presente y edifica el Reino de Dios. La Iglesia es comunidad convocada por la Palabra; comunidad de fe, de vida y de amor; comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración; comunidad en diálogo; comunidad evangelizadora y misionera hasta el extremo.

E. Algunos textos de apoyo para la fundamentación teológica de la comunión

1. Fundamento trinitario

El misterio de comunión de la Iglesia tiene su fuente en Dios mismo, que se revela como una comunión interpersonal de amor y llama a la salvación a todos los hombres, desde el seno de la Trinidad:

La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu [...] La comunión de los cristianos entre sí, nace de su comunión con Cristo [...] esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.48

La comunión, pues, se da en dos dimensiones: la dimensión vertical, comunión con Dios, de la cual brota aquella horizontal que es la comunión con los hombres. En su doble dimensión, el agente de esta comunión es el Espíritu Santo y se manifiesta concretamente en la vida de la Iglesia, que es como una prolongación visible y eficaz, esto es, como un sacramento, de la vida trinitaria. Desde Pentecostés en adelante, la Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia, por virtud del Espíritu. Así, Dios es todo en todos (1 Cor 15,28)49.

2. Fundamento cristológico

La Iglesia es comunión con Jesús. Tres textos escogidos del Catecismo:

Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc

47 Cf. Javier DEL RÍO, Eclesiología de Comunión y Nueva Evangelización, 9, y Gaudium et spes, 92.48 Christifideles laici, 18.49 Cf. Bruno FORTE, La Iglesia, icono de la Trinidad, Sígueme (Salamanca 1992), 30.

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10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: permaneced en Mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él (Jn 6, 56).50

Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo.51

La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.52

3. Fundamento pneumatológico

El Espíritu Santo y la comunión:

Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano.53

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den mucho fruto (Jn 15, 5. 8. 16).54

Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad. Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí... y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él. Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella

50 Catecismo de la Iglesia Católica, 787.51 Ibídem, 788, Cf. Lumen Gentium, 7.52 Ibídem, 789.53 Lumen Gentium, 7.54 Catecismo de la Iglesia Católica, 737.

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se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual.55

4. Fundamento sacramental

Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real. Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros.56

La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.57

[…] comprender bien que la res del Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de comunión. Ya en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial de Cristo como la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia […] la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible.58

Comunión significa que la barrera aparentemente insuperable de mi yo es salvada y puede ser salvada porque Jesús ha sido el primero en querer abrirse todo él, nos ha acogido a todos dentro de él y se ha dado totalmente a nosotros. Comunión significa, pues, fusión de las existencias; como en la alimentación puede el cuerpo asimilar una sustancia extraña y así vivir, también mi yo es asimilado al mismo Jesús, hecho semejante a él en un intercambio que rompe cada vez más la línea de separación. Es lo que ocurre a los que comulgan; todos son asimilados a este pan, haciéndose así mutuamente una sola cosa, un solo cuerpo. De este modo la eucaristía edifica la Iglesia, abriendo los muros de la subjetividad y agrupándonos en una profunda comunión existencial. Por ella tiene lugar la agrupación mediante la cual nos reúne el Señor. Por tanto, la fórmula la Iglesia es el cuerpo de Cristo afirma que la eucaristía, en la que el Señor nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo, es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia, en la cual él la funda constantemente de nuevo; en la eucaristía la Iglesia es ella misma del modo más intenso: en todos los lugares, y sin embargo una sola, lo mismo que él es uno solo […] Los Padres compendiaron estos dos aspectos -eucaristía y reunión- en la palabra communio, que hoy nuevamente está en alza: Iglesia y comunión; ella es comunión de la palabra y del cuerpo de Cristo, y por tanto comunión recíproca entre los hombres, quienes, en virtud de esta comunión que los lleva desde arriba y desde dentro a unirse, se convierten en un solo pueblo; es más, en un solo cuerpo.59

55 Ibídem, 738.56 Ibídem, 790, Cf. Lumen Gentium, 7.57 Ibídem, 1324, Cf. Lumen Gentium, 11.58 BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, 15.59 Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991, 2.3.

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5. Fundamento eclesiológico

La Iglesia es una debido a su origen: El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas. La Iglesia es una debido a su Fundador: Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. La Iglesia es una debido a su alma: El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia. Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una: ¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia.60

Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones. La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 3).61

Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.62

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia.63

La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Por su parte, la Iglesia sabe que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal. De esta manera la Iglesia se siente deudora, respecto de la humanidad entera y de cada hombre, del don recibido del Espíritu que derrama en los corazones de los creyentes la caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de cohesión interna y, a la vez, de expansión externa. La misión de la

60 Catecismo de la Iglesia Católica, 813.61 Ibídem, 814.62 Ibídem, 872, Código de Derecho Canónico, c. 208; Cf. Lumen Gentium, 32.63 Ibídem, 873, Código de Derecho Canónico, c. 207 §2.

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Iglesia deriva de su misma naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo e instrumento (...) de unidad de todo el género humano»[LG 1]. Tal misión tiene como finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir la «nueva» comunión que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia del mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan define —y ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige la entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 3).64

6. Conclusión

La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y comple-mentarias funciones y carismas.65

PREGUNTAS DE ASIMILACIÓN PARA LA REFLEXIÓN EN EQUIPO

1. ¿Cómo entendía este concepto hasta antes de leer este subsidio y cómo lo entiendo ahora? ¿En qué me ha enriquecido?

2. ¿Qué entiendo por “comunión”? ¿Qué entiendo por “eclesiología de la comunión”? ¿Qué entiendo por “espiritualidad de la comunión”?

3. ¿Cómo podemos crecer en la comunión para que no la reduzcamos a meras cosas organizativas o jurídicas?

4. Novo millennio ineunte habla de “espacios de comunión”, ¿cuáles espacios identificaría en la vida del Regnum Christi? ¿Cómo podríamos aprovecharlos mejor?

5. Respecto de la vida del Regnum Christi en la Iglesia, ¿cómo debemos vivir nuestra inserción en la Iglesia local a la luz de la eclesiología de la comunión?

6. ¿Qué significa para mí que debe haber unidad en la diversidad? ¿Cómo se aplica esto en la vida del Movimiento (ramas del Regnum Christi, secciones, obras de apostolado, etc.)?

7. La exhortación apostólica Vita consecrata habla de la espiritualidad de comunión como un modo de pensar, decir y obrar, ¿cómo podemos potenciarla en los equipos, secciones, localidades y territorios?

8. Sabemos que la Iglesia no debe estar replegada sobre sí misma, sino ser misionera. ¿Nuestra sección es una comunidad en misión?

9. ¿La espiritualidad de comunión me motiva a invitar a otros al Movimiento? 10. Leer Novo millennio ineunte 43. Si tuviese que elegir una sola frase de este texto,

¿con cuál me quedaría?

LECTURAS RECOMENDADAS

64 Ibídem, 32.65 Christifideles laici, 20.

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Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879.

CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 1-17, 30-38.

JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 18-21.

JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 46-51.

JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 42-46.

Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen genitum pronunciada en el Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.

Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991.

SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, nn. C1, C2, C6.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, 1992, nn. 1-6, 15-16.

Octubre de 2014

P.R.C. A.G.D.

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