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“LA IDEA DEL ESTADO EN LA EDAD MODERNA”Werner Naef

Título de la obra en alemán: STAAT UND STAATSGEDANKECopyright by Ediciones Nueva Epoca Madrid, 1946Traducción por: Felipe González Vicen

Reproducción parcial Capítulo I para:MATERIALES DE DERECHO CONSTITUCIONALSeptiembre, 2000

Ver nota al final de documentoi

I. LA ESTRUCTURA HISTÓRICA DEL ESTADO MODERNO

Para el historiador, el Estado es una forma vital. Esta denominación, que Rudolf Kjéllén ha utilizado

como título para uno de sus libros, nos dice dos cosas: en primer término, que en el Estado late vida,

y, en segundo lugar, que esta vida alcanza en él una forma determinada.

Ahora bien; decir que el Estado es soporte de la vida, un soporte entre otros muchos, nos plantea ya

un problema: ¿Hasta qué punto abarca y penetra el Estado la vida? ¿En qué medida estataliza la

existencia terrena? ¿Hasta dónde se fija el Estado deberes y derechos? Esta relación del radio de

acción estatal con los sectores vitales humanos no ha sido igual, ni mucho menos, en todas las

épocas, y su transformación constituye un problema histórico fundamental.

Al historiador, empero, le interesa además la forma bajo la cual se da la vida estatal, entendiendo

aquí forma en un sentido lato que llega hasta la cuestión tan próxima a la filosofía del origen y

fundamentación del poder del Estado. También aquí ha tenido lugar una evolución.

Dos series evolutivas hay que destacar, por tanto. La una consiste en las modificaciones

experimentadas por la vigencia de los componentes estatales dentro del complejo total de la vida; la

otra se deriva de la sucesión de formas estatales. Como es natural, los hechos de cada una de estas

series influyen sobre los de la otra, e incluso sobre su cursó general. No obstante, la separación

teórica de ambas es necesaria para ganar una idea exacta de la estructura histórica del Estado

moderno.

¿Cuál es el momento histórico del que arrancan estas dos líneas evolutivas? El punto de partida

cronológico se encuentra en la baja Edad Media.

El Estado de la baja Edad Media se distingue por dos rasgos esenciales: contenido estatal limitado y

poder estatal muy repartido,

El Estado medieval es por esencia organización coactiva y Estado de Derecho. Su fin primordial es el

ejercicio de la fuerza hacia el exterior, y la protección de la paz y la administración del Derecho en el

interior. En cambio, no se atribuye cometidos económicos más que con un propósito concreto y

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dentro de ciertos límites. El Estado medieval no se propone el bienestar de sus súbditos como

objetivo general; la esfera de lo espiritual y religioso no deja de afectar al Estado, pero no es

incorporada al ámbito estatal y en sentido propio. De los intereses de los súbditos, por tanto, sólo una

pequeña parte es objeto de la atención del Estado, de igual manera que también sólo una pequeña

parte de las fuerzas de aquéllos es absorbida estatalmente. Grandes sectores quedan entregados al

individuo y a sus asociaciones naturales y extraestatales, en cuya vida y funcionamiento económico

sólo interviene de ordinario el Estado, cuando llama a la guerra, cuando exige contribuciones o para

el restablecimiento del orden jurídico perturbado. Grandes sectores, también, se centran en torno a

instituciones-monasterios, municipios, gremios, señoríos que poseen, a veces, facultades soberanas,

pero sin alcanzar pleno carácter estatal. Otros, finalmente, como el sector espiritual y religioso,

dependen de una esfera que no coincide con la estatal, sino que gira en torno a Roma, es decir, en

torno a un punto extra y supraestatal.

Pero, aun dentro de esta limitada esfera de actividad y competencia, el poder estatal de la baja Edad

Media no se nos presenta tampoco, centralizado, fuerte y llegando de una manera directa y. uniforme

a la masa de los súbditos. No sólo distritos territoriales, sino derechos de soberanía escapan en masa

a la autoridad estatal. Al principio habían sido otorgados temporalmente y tan sólo para su ejercicio y

aprovechamiento, pero poco a poco se convierten en propiedad particular y hereditaria del titular, y él

Estado los pierde definitivamente: así es como el Estado de los siglos anteriores, fundado en el

vasallaje, se transforma en el Estado feudal de la baja Edad Media. Es éste un Estado de privilegios

políticos, de esferas y derechos singulares, en el cual el poder estatal aparece desgarrado,

desintegrado, disuelto y repartido en numerosas casillas. No hay una sola ciudad en el Sacro Imperio,

ni una sola región en Francia que no posea y defienda su posición singular, y lo que más

directamente afectaba a los hombres en Suiza o en los Países Bajos, lo que determinaba la

intensidad de su voluntad política, era justamente esta posición característica y excepcional de su

región o lugar natales. El Estado encuentra sus límites aquí, en las barreras que alzan ante él las

inmunidades, el ámbito jurídico de las fundaciones eclesiásticas, de los municipios o de las

corporaciones privilegiadas; cientos de individuos, titulares de derechos judiciales, financieros y

administrativos, le salen al paso limitando su poder o rivalizando con él. En el terreno de la

producción del Derecho o de la administración de justicia, en el militar o en el contributivo, el poder

estatal en sentido propio la autoridad del emperador alemán, del rey de Francia o del de Polonia no

puede abarcar ni alcanzar un territorio indiviso o una masa compacta de súbditos.

Vemos elementos estatales -competencia estatal, actividad estatal, pretensiones estatales-, pero

apenas si podemos aprehender el Estado mismo. Su soberanía se halla o bien contraída y mutilada

en lo pequeño y singular, o bien evaporada en la universalidad. La vida pública se mueve en dos

esferas, de las cuales la una es, por así decirlo, infraestatal, ya que sus instituciones políticas no se

extienden al todo, sino sólo a un ámbito especial y .concreto : a una región, no a todas las regiones

del territorio de soberanía; a un grupo social, no a todos los que componen el cuerpo nacional; a un

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hombre, no a todos los hombres súbditos del Estado. La otra, en cambio, es de carácter supraestatal

porque aquí el poder -constituido por la Iglesia romana o por el Sacro Imperio -no coincide con un

territorio determinado y su población. Entre ambas esferas aparece extraordinariamente reducido lo

específicamente estatal, es decir, aquel poder público que se extiende sobre todo un territorio de

soberanía -y no más allá-, sobre todo el reino de Francia, de Inglaterra, etc.

El proceso que había de conducir al Estado moderno se inicia, por eso, cuando, en la baja Edad

Media, y de forma palmaria desde los siglos XIV y XV este poder estatal comienza a levantar la

cabeza, reaccionando ofensivamente contra dos enemigos, contra las fuerzas supraestatales y contra

las infraestatales. En los síglos XIV y XV la conciencia monárquico-estatal reacciona en forma más

clara, consecuente y enérgica que hasta entonces contra la potencia de Roma,, que quiere imponerse

por doquiera; aquí, en este terreno, tiene lugar una lucha decisiva. De otra parte, la voluntad nacional

se rebela contra las pretensiones del Imperio universal ya muy debilitado como potencia, pero todavía

vivo como idea. Vuelto hacia la esfera infraestatal, el poder del Estado comienza a recoger de nuevo

las partículas de soberanía enajenadas, a recuperar los fragmentos territoriales perdidos, a dar

contenido a la soberanía estatal, a redondear el territorio, y a eliminar las potencias intermedias,

haciendo directo el poder de mando. Y a medida que esto tiene lugar, el contenido estatal comienza

él mismo a enriquecerse, y el Estado se eleva vigorosamente a mayores aspiraciones y más alta

conciencia de sí.

Partiendo de aquí, vamos a seguir las dos líneas evolutivas, poniendo en claro tanto la peculiaridad

de cada tina como las relaciones recíprocas entre ambas.

La primera discurre en ascenso constante y vertical a través de los siglos, y lo que en ella se nos

pone de manifiesto es un enriquecimiento extraordinario e incesante del contenido estatal. El Estado

conquista toda una serie de zonas vitales, y emprende la estatalización de la vida doquiera le es

posible. El Estado, que tenía la justicia como único cometido, se convierte en un Estado que persigue

también el bienestar de sus súbditos, y que es soporte de la cultura y entidad económica. Los

cometidos que el Estado se atribuye son o bien de nueva creación, o bien sustraídos a la

competencia de otras asociaciones.

El primer gran fenómeno en este proceso evolutivo, un fenómeno cuyas enormes consecuencias

imprimen carácter a los siglos XV y XVI es la constitución de las Iglesias nacionales. No se trata aquí

de una mera consecuencia del movimiento reformador del siglo XVI sino de un proceso político

autónomo que se inicia mucho antes de la Reforma, por lo menos en el siglo XIV Al Es. tado, ahora

robustecido, le es insoportable la intervención de una potencia universal que, con su administración,

su jurisdicción y su sistema contributivo, rivaliza con el poder del Estado. Se aspira a independizarse

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de Roma como centro internacional, y se llega a conseguirlo en la práctica, nacionalizando y

estatalizando le organización eclesiástica de cada país, y construyéndola según el modelo del propio

Estado. Hacia 1500 este proceso está muy avanzado en Inglaterra, Francia y España y ha

comenzado ya en Alemania; la Reforma, por fin, lo convierte en realidad. Allí donde la Reforma

triunfa, la independización administrativa, judicial y financiera se combina con la independización en

e1 terreno dogmático-religioso. Bajo este signo se desarrolló en los territorios alemanes el sistema de

la Iglesia nacional, que ve en el príncipe soberano el summus episcopus de cada Iglesia, y así

también se independiza Inglaterra de Roma externamente bajo Enrique VIII, e internamente bajo la

reina Isabel; así, en fin, nacen las Iglesias nacionales en los países escandinavos, en los Países

Bajos convertidos al calvinismo y en los lugares reformados de Suiza. Sin embargo, también en

Estados católicos se echa de ver un fenómeno parecido: nunca reconoció oficialmente Francia las

decisiones del Concilio de Trento, y sólo con reservas se decidió a hacerlo la España de Felipe II.

Esto nos hace avanzar un paso más. Ha quedado eliminada una organización y una potencia

extrañas, y las viejas instituciones eclesiásticas han quedado destruídas en una gran proporción. En

el vacío que con ello se produce hace su aparición el Estado en forma activa, eficiente, pero también

como organización coactiva. Con el mundo protestante a la cabeza, el Estado hace suyos aquellos

cometidos de beneficencia y prestación de auxilio, que habían sido hasta entonces de la competencia

de la Iglesia. El auxilio a los pobres y el cuidado de los enfermos se convierten en asuntos del Estado,

y las escuelas y las instituciones culturales caen también bajo su patrocinio.

A todo ello se une, en los siglos XVII y XVIII un último fenó meno de extraordinaria importancia: e1

Estado se apodera: de la economía. Crea las grandes áreas económicas, realiza política de población

y de tráfico, toma en sus manos las aduanas, lleva a cabo guerras económicas, establece industrias y

funda fábricas; en una palabra, sugiere y fomenta, regula y dirige. La economía del siglo XVII del

XVIII se llama mercantilista, es decir, organizada por el Estado. Ello tiene lugar, es cierto, porque el

Estado necesita más contribuciones, pero, a la vez, en el proceso interviene con igual intensidad un

factor general: el placer, la fuerza y la necesidad que siente el Estado de actuar e intervenir. En esta

época se constituye y se manifiesta una conciencia y autoconciencia estatales que hubieran sido

inimaginables en los siglos anteriores. El Estado se alza sobre toda otra comunidad a una altura y con

rango incomparables. El individuo siente sobre sí la mano del Estado de una manera radicalmente

distinta a como antes acontecía. No es sólo que el Estado aumenta ahora sus exigencias -servicio

militar, contribuciones-, sino que interviene y penetra en lo más íntimo de cada existencia particular.

Al Estado no le es ya indiferente que sus ciudadanos sean pobres o ricos, instruídos o analfabetos,

sino que fuerza al trabajo, al bienestar y a la instrucción, que crea las formas en las que ha de

desenvolverse la vida económica;¡ hasta para relacionarse con su Dios. el individuo está obligado a

apelar al Estado. El Estado manda y prohibe por doquiera, y apenas si queda algún sector a salvo de

la tutela y la atención del Estado. En el siglo XVIII, el Estado se ha convertido en absoluto.

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Este proceso es claro e inequívoco: ininterrumpidamente, con intensidad creciente y cada vez más

impetuoso, discurre hasta el siglo XVII para seguir después -modificado en un punto muy importante,

pero idéntico en su esencia- a lo largo del siglo XIX y llegar hasta el presente.

El segundo de los problemas es el que se refiere a las forman revestidas por este poder estatal en su

proceso secular hacia ]al, cimas de la potencia y la conciencia de sí. Comparada con la línea

evolutiva que hemos trazado en las páginas anteriores, la historia de la forma estatal es más movida,

más cambiante, nos lleva de escalón en escalón y se halla condicionada múltiplemente por el proceso

evolutivo antes mencionado. No obstante, tampoco es, en absoluto, simple consecuencia ni mero

reflejo de éste. El nuevo espíritu en la vida estatal, no sólo siente el afán de resolver problemas, sino

que se mueve también impulsado por el apetito de dominación. Y la forma de acción con la que

reviste el poder estatal despierta ella misma ciertas energías, las cuales influyen, a su vez, en curso

paralelo o contrario la historia del Estado moderno.

En términos generales y considerado en su totalidad, el sentido del proceso es claro: librarse de

potencias supra y extraestatales, y expropiación política de instancias feudales de carácter regional,

corporativo o personal. Este es el proceso que tiene lugar desde las postrimerías de la Edad Media

hasta la Revolución francesa, prosiguiendo aquí y allá aún después de este último acontecimiento

histórico. La táctica del poder estatal en el curso de su ofensiva, es siempre la misma: contra los

titulares por derecho propio de competencias políticas entra en acción el funcionario público, ea decir,

el instrumento independiente del poder supremo del Estado. Se irrumpe en una situación jurídica

asegurada y se abre camino a una vida en curso de transformación. Allí donde no se puede o no se

quiere eliminar a loa herederos legítimos de la potencia feudal, se lea deja con su dignidad, con sus

títulos y, a menudo, con sus ingresos, pero se les priva de toda competencia política, transmitiendo

sus atribuciones en este terreno a los funcionarios. Esto puede observarse maravillosamente en

Francia, por ejemplo. Hasta la misma Revolución, subsisten en la corte las figuras decorativas de los

antiguos grandes oficiales públicos, provenientes todos ellos de los rangos más elevados de la

nobleza; el verdadero poder, empero, ha pasado ya a los ministros reales, . pertenecientes a la

burguesía. En las provincias existen todavía los gobernadores, procedentes de la nobleza rural, los

cuales hacen acto de presencia incluso en las más solemnes ceremonias, pero el gobierno es

ejercido por los intendentes en nombre y por encargo del rey. El proceso reviste caracteres

semejantes en el sur y en el norte de Europa, y también en Alemania, aunque aquí con la

particularidad de que los grandes señores feudales se convierten en soberanos de Estados

particulares con derechos también soberanos vinculados a su persona, de suerte que el proceso

decisivo tiene lugar, por ello, dentro de los «territorios, es decir, en el seno de aquellos Estados

particulares.

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La primera forma que se constituye, la primera etapa que se alcanza en el curso de este proceso es

el Estado estamental.

El Estado estamental, primer molde en el que se vacía el con. tenido del Estado moderno, existe y

predomina en los siglos XV v XVI En dos puntos distintos -y esto es lo característico- tiene lugar en él

la concentración del poder del Estado, su organización para la recepción de los nuevos y mayores

cometidos del Estado: en las manos del príncipe y en el seno de las asambleas estamentales. El

poder de la corona existía ya de antiguo; más tarde, a partir del siglo XIII comienzan a constituirse los

cuerpos estamentales, componiéndose, de manera diversa, de la nobleza, el clero y los municipios, e

incorporándose raras veces la clase campesina. Ambos, la corona y los estamentos, se alzan ahora y

representan el «Estado moderno». La concepción del Estado es dualista: el príncipe y el país

coexisten uno al lado del otro, ambos con igual rango y ambos con derechos propios, y el poder del

Estado proviene de una doble fuente. Dualista es también la práctica en la administración, en la

legislación y en la esfera financiera, de tal manera, que sólo por la acción conjunta del príncipe y de

los estamentos es posible la actividad estatal. Los dos elementos son diferentes, es verdad, tanto por

su esencia como por sus intenciones, y en la mayor parte de la Europa continental supo la corona

actuar más vigorosamente, revelándose en el futuro coma dotada de un sentido estatal más elevado.

Lo importante aquí, sin embargo, es, hacer constar, por de pronto, que el desarrollo del Estado

moderno no coincide ni cronológica ni objetivamente con la constitución de , la monarquía absoluta.

El Estado moderno, muy al contrario, cobra primera realidad bajo la forma del Estado dualista, bajo la

forma de la monarquía limitada estamentalmente. Los estamentos no contradicen en sí, por tanto, la

evolución estatal específicamente moderna; al contrario, contribuyen a ella y representan un centro

de eficencia, un órgano del Estado moderno. Originariamente, los estamentos estaban obligados a

prestar ayuda y consejo, auxilium y consilium ahora, en cambio, el príncipe mismo les da nueva

fuerza como instrumento para la eliminación de los poderes feudales y de la potencia extraestatal del

papado romano. Junto con el príncipe, los estamentos representan la unidad del Estado frente a las

potencias particularistas tradicionales y frente a la amenaza de escisiones.

Más aún: allí donde el soberano, preso en las redes, del pensamiento dinástico, olvida su carácter

estatal, son los estamentos los que impiden contra el príncipe que, éste realice cesiones,

enajenaciones o particiones en favor de su descendencia; son los estamentos, en suma, los que

mantienen la integridad estatal. Aliados con la corona, consiguen la subordinación de la Iglesia al

poder soberano del Estado, y, ya antes de la Reforma, preparan o fundan las Iglesias nacionales

anglicana y galicana. Los estamentos sustentan una política expresamente nacional: Francisco I de

Francia apeló con éxito, en 1526, a los estamentos de Borgoña, movilizándolos contra la paz de

Madrid, que estipulaba la cesión de esta provincia, y sosteniendo que el rey no tiene poder en

absoluto para ceder una de las provincias de sus reinos sin el consentimiento de los estamentos de

ésta; y, apoyado por los Etats Généraux, el mismo Francisco I se arriesgó también a violar una paz

que, si bien él mismo había suscrito, no ataba, por eso, a los estamentos y era, además, perjudicial al

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Estado, En Alemania son los estamentos los que hacen posible, en parte, la constitución de los

Estados territoriales, en oposición al poder del Imperio, poniendo grandes medios a disposición de los

príncipes y de su política de vigorización del Estado.

A todo ello se une, desde luego, una gran voluntariedad y conciencia de sus propios derechos por

parte de los estamentos. El soberano necesita de los estamentos, y éstos logran apoderarse aquí y

allá de la dirección del Estado. De aquí nace una escisión. y la dualidad concorde se convierte en

antagonismo. Frente a la teoría y a la práctica dualistas, se impone la idea de la unidad del poder

estatal, de la unitariedad del gobierno del Estado. Lo que pone en movimiento este proceso es,

primeramente, un problema de predominio, una lucha por el poder: la polémica en torno a los

recursos económicos y al mando de las fuerzas armadas, una cuestión que se repite en forma

semejante por doquiera, si bien no llega a las mismas consecuencias en todas partes. Aquí, empero,

nos sale al paso un momento histórico de alta significación: la monarquía logra alcanzar un escalón

más elevado que los estamentos en el proceso de constitución del Estado moderno, mostrándose

como elemento más progresivo y evolutivo dentro del curso general del proceso. Ello se pone de

manifiesto con claridad singular, allí donde el proceso de constitución del Estado no está todavía

concluso, allí donde se forma un gran Estado territorial sobre la base de una serie de Estados

parciales esta. mentales, como tiene lugar en el siglo XVII con Brandenburgo. Prusia. Cuando a los

territorios de la Marca de Brandenburgo se unen Kleve y Prusia Oriental, los estamentos de estas tres

regiones aparecen necesariamente como algo limitado, singular, desintegrador y obstaculizaste en

relación con el todo del Estado. El monarca corporeiza aquí el Estado y lo hace prevalecer contra los

estamentos. En otros lugares, como en Francia, donde este proceso no tiene lugar, las asambleas

estamentales quedan limitadas a ciertas esferas vitales y, consiguientemente, también a ciertos

intereses; ya no representan -o no representan en la misma medida que antes- la totalidad del cuerpo

nacional, ni tampoco su estrato superior política, económica y espiritualmente. La nobleza y el clero,

antaño soportes efectivamente de las energías más elevadas y poderosas de la nación, desempeñan

todavía en los siglos XVII y XVII el papel decisivo en las asambleas estamentales, y éstas se

convierten en defensoras de los intereses peculiares de ambas clases, es decir, de un estrato

superior privilegiado con estructura social y forma de vida peculiares, apoyado económicamente en la

propiedad inmueble. A su lado comienza, empero, a alzarse otro estrato social, carente, es verdad, de

privilegios heredados por el nacimiento, pero de importancia cada vez mayor en el aspecto

económico y cultural: la burguesía mercantil e industrial en su típica forma moderna. El sistema

estamental, al menos allí donde ha perdido su capacidad de adaptación, no es forma adecuada a

esta burguesía, la cual no se ve representada o sólo deficientemente en los estamentos, sintiéndose

no favorecida, sino entorpecida en su actividad por ellos. Los estamentos defienden intereses

singulares, sus intereses de clase, mientras que el monarca, al servicio de la idea moderna del

Estado, desea una intensificación todo lo mayor posible de cuantas capacidades existan realmente, el

desenvolvimiento de toda fuerza, la eliminación de lo singular, que también para él es un obstáculo, la

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creación de un gran ámbito económico, de una gran esfera de poder a su servicio absoluto. En suma:

el monarca representa el todo, no la parte; el Estado, no el estamento.

De esta suerte, en los siglos XVII y XVIII el Estado monárquico absoluto se impone paulatinamente

contra los estamentos. Combatidos, neutralizados, derrotados en Francia hasta el aniquila. miento

político, insertados en el aparato estatal en Prusia, los estamentos pierden casi por doquiera las

riendas del poder, y, en la mayoría de los casos, toda verdadera significación. En su lugar, y con

mucha mayor eficiencia que la que ellos poseyeron jamás, va desarrollándose la administración

monárquica central y provincial, instruída y estructurada burocráticamente, y de. pendiente de un

punto único, desde el cual es movida de manera uniforme. Simultáneamente se crea el instrumento

de fuerza que representa el ejercicio monárquico. La monarquía absoluta constituye, sin duda, una

forma más elevada del Estado moderno; más elevada, porque posibilita y provoca una mayor

intensificación de la actividad y de las consecuciones estatales.

En este aspecto, Inglaterra representa una gran excepción de la regla europea En Inglaterra los

«estamentos» sobreviven la oleada absolutista, que comienza en el siglo XVI y continúa en el XVII y

toman finalmente en sus manos la dirección del Estado. La explicación de este fenómeno se halla en

el hecho de que la asamblea estamental del parlamento inglés, especialmente de la Cámara de los

Comunes, consigue convertirse en verdadera representación nacional. Ya pronto se independiza de

las vinculaciones feudales, y sólo más tarde, mucho tiempo después de la crisis absolutista, se

identifica con intereses singulares. Ello depende de la diversa estructuración social de Inglaterra, de

las diferentes relaciones que aquí se dan entre situación económica -y estratificación social.

Característico en este respecto es la naturaleza de la clase superior, de la gentry, que es el soporte

de la Cámara de los Comunes, aristocrática, es verdad, pero no rígida, no petrificada en una situación

determinada, sino incorporándose siempre elásticamente los individuos o los grupos de población que

aciertan a alcanzar relevancia dentro del Estado. Hasta muy avanzado el siglo XVIII y aun sin

derecho electoral democrático, la Cámara de los Comunes es tenida ininterrumpidamente como

representación nacional. El siglo XVII el siglo de la revolución inglesa, no ' significa en la historia de

Inglaterra, visto política, mente, una lucha entre un parlamento estamental anticuado v una monarquía

que intenta imponerse, sino un choque entre dos potencias ascendentes, una lucha de rivales entre

dos factores ofensivos, cada uno de los cuales aspira a representar el Estado moderno en formación.

El resultado es que Inglaterra conserva los dos pilares de su Estado, la monarquía y el parlamento, si

bien su ruta ascendente político-económica es obra preponderantemente del parlamento. También

así puede manifestarse, por tanto, el «Estado moderno». Y ésta es la gran enseñanza: el desarrollo

del tipo de Estado moderno tiene lugar en Inglaterra tan potentemente como en cualquier otro país, y

ello a pesar de que: aquí no tuvo lugar la constitución del absolutismo monárquico. En relación con el

contenido esencial de la evolución del Estado; moderno, Inglaterra no constituye excepción ninguna.

En el continente, desde luego, triunfa casi por doquiera la forma del absolutismo monárquico; de

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hecho, empero, se trata sólo de eso, de una forma, que no se halla de ninguna manera en relación

causal y necesaria con el fenómeno de la existencia del Estado moderno.

Con ello queda trazada también la significación exacta de la Revolución francesa en la curva de la

historia universal. Cuando quedó conmovido y, al fin, se vino a tierra el gran edificio del absolutismo

monárquico, lo que quedó destruido fue sólo una forma, quedando, empero, en pie el hecho de un

Estado, por así decir, absoluto; es decir, de un Estado que absorbe en amplias proporciones toda la

vida.

No obstante, la Revolución francesa trajo consigo, no sólo una mutación, formal, sino algo más

importante: una nueva fundamentación ideológica del Estado. Con ello la Revolución francesa

-entendiendo este ir repto en forma lata, es decir, de tal manera que abarque tanto la prehistoria

como las consecuencias de aquel fenómeno histórico provoca la más profunda modificación en la

idea del Estado y en la realidad de éste durante los siglos modernos. También este fenómeno, sin

embargo, queda dentro del proceso constitutivo del Estado moderno. La Revolución francesa significa

dos cosas en su función histórica : corte, interrupción, nuevo comienzo, y, a la vez, un escalón en la

serie gradativa, un eslabón en el proceso evolutivo, unido sin solución de continuidad con el pasado y

el futuro.

En la Revolución francesa alcanza potencia política lo que ya en los siglos anteriores había vivido

ideológicamente. Aquí, y en este sentido, pueden distinguirse dos corrientes ideológicas; una, más

antigua, cuyas consecuencias directas desembocan en el siglo XVIII, aun cuando sin perder

significación ulterior, y otra, más reciente, que lleva directamente a la Revolución francesa. Ambas se

encuentran corporeizadas respectivamente en la doctrina de la resistencia y en la de los derechos del

hombre.

La doctrina de la resistencia hunde sus raíces en el mundo de ideas del Estado dualista, en la

constelación jurídica del orden estamental. En su base se encuentra la idea de un contrato de

soberanía concluido entré el pueblo, actuante y capaz de actuación a través de sus estamentos, y el

príncipe. En virtud de este contrato, ambas partes quedan vinculadas el pueblo se obliga a la

obediencia y a determinadas prestaciones, y el príncipe se obliga a respetar las barreras establecidas

por el Derecho, así como a reconocer la intervención en el gobierno del Estado de determinados

cuerpos llamados a ello por derecho propio. También el pueblo, por tanto, demanda como parte

contratante una posición jurídicamente asegurada en el Estado. Si el príncipe viola las obligaciones

derivadas del contrato, nace para el pueblo el derecho a la no obediencia, a la resistencia. De cien

maneras se refleja esta concepción en las instituciones jurídico-positivas de la época, lo mismo en la

«Joyeuse Entrée», es decir, el contrato de 1354 entre los estamentos brabantinos y su duque. que en

el juramento condicionado de los estamentos de Aragón desde 1461, o que en el derecho de los

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estamentos daneses -adquirido en 1466-a negar el reconocimiento al sucesor de la corona, si no

garantizaba las libertades del país. Más tarde, en el si. glo xvi, asistimos a la constitución de la teoría

del derecho de resistencia en sentido propio. La Institutio de Calvino significa un primer paso en esta

dirección, mientras que la parte decisiva corre a cargo de los monarcómacos hugonotes. De entre

ellos sur-, ge, en 1579, bajo la impresión de la Noche de San Bartolomé y de la lucha de los Países

Bajos por su libertad, el célebre libro de Duplessis-Mornay, «Vindiciae contra tyrannos», con el

característico subtítulo, «De principis in populum. populique in principem, legitima potestate», « De la

puissance légitime du prince sur le peuple et du peuple sur le prince» De la teoría contractual,

empero, los teóricos del derecho de resistencia llegan a la idea de que el «corps du peuple» se halla

sobre el príncipe, es decir, llegan a la concepción y a la exigencia de la soberanía popular.

Ahora bien, ¿qué entendían los teóricos del derecho de resistencia por el término «pueblo»? Nada en

absoluto de lo que nosotros entendemos hoy con esta palabra; no el pueblo en el sentido

democrático-individualista. El derecho de resistencia, el derecho de soberanía no es ejercido por el

individuo aislado; ni el hombre ni el ciudadano, en tanto que tales gozan de una posición jurídica

garantizada en el Estado ni tienen competencia política alguna. Derecho de resistencia sólo lo poseen

los esta. -t' y las, llamadas «competencias inferiores», es decir, corporaciones municipales,

autoridades políticas intermedias, instancias cuyos titulares se hallaban especialmente cualificados

por el nacimiento, por la posición social o por privilegio.

En el Estado monista y absoluto la doctrina del derecho de resistencia pierde significación en su

forma originaria; se le priva de su fundamento, de su confirmación por el derecho positivo vigente, y el

poder monárquico absoluto se impone definitivamente. En contraposición, empero, con cl derecho

absoluto del monarca, los elementos de la doctrina adquieren nuevo sentido y nueva importancia,

tanto la teoría contractual, como la idea de un ámbito jurídico no basado en la voluntad del príncipe,

sino de naturaleza popular. Y es ahora, en este momento, cuando, partiendo del Derecho Natural,

tiene lugar lo nuevo: el descubrimiento de la personalidad individual como elemento integrante de la

comunidad nacional constitutiva del Estado, el descubrimiento del individuo con fuerzas, derechos y

libertades para el Estado, en el Estado y del Estado. Con ello se ha abierto el camino que conduce a

la doctrina de los derechos del hombre y al Estado democrático.

La decisiva concepción de los derechos del hombre tiene lugar en los Estados coloniales ingleses de

Norteamérica. Su germen, en cambio, procede de la vieja Europa. En el protestantismo,

especialmente en el calvinismo, se encuentra un elemento individualista, la idea de que el individuo

aislado y cada una de las comunidades singulares se halla bajo la ley de Dios y de Cristo, y que aquí

el poder del Estado tiene sus límites; este concepto lo llevaron consigo a América los colonos

puritanos. Como súbditos británicos, estos colonos poseen además una serie de derechos y

libertades perfectamente garantizados, conquistados por ellos en el curso de la historia y asegurados

por el parlamento, derechos consagrados en leyes positivas como el acta Habeas Corpus o el Bill of

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rights. Estos gérmenes, empero, encuentran en América un suelo extraordinariamente favorable. El

curso de la colonización norteamericana, las presuposiciones del suelo y su explotación, todo provoca

una situación de base esencialmente individualista : las fundaciones de Estados, como la de

New-Plymouth en el camarote del «Mayflower», tiene lugar efectivamente por un contrato; la

comunidad estatal se constituye por individuos que combinan sus fuerzas y que hacen coincidir sus

voluntades aisladas con el fin de alcanzar objetivos .comunes.

El primer derecho del hombre auténtico, ni concedido ni abrogable, que se convierte en Norteamérica

en hecho político, es el derecho de libertad religiosa. Ya en 1636 se constituye un Estado,

Providence, sobre esta base, y pronto siguen a éste otros, aun cuando no todos. En la época del

conflicto con Inglaterra., los derechos .que los colonos poseen como ciudadanos ingleses son

interpretados según el modelo del derecho de libertad religiosa, y convertidos en derechos

concedidos por Dios y basados en la naturaleza, es decir, en derechos cuya validez no depende del

parlamento inglés, y que el Estado tiene, más bien, que respetar en todo caso. Se comienza a

enumerar, a subrayar estos derechos, que son utilizados como armas de guerra contra las medidas

del gobierno inglés. El 20 de noviembre de 1772 los ciudadanos de Boston formulan por primera vez

una «Declaración de derechos del hombre y del ciudadano». El 12 de julio de 1776 sigue, a la cabeza

de la constitución de Virginia, el «Virginia Bill of Rights», un catálogo de derechos del hombre en

sentido propio, en el cual los derechos del hombre aparecen independientes de toda conexión

jurídico-positiva, basados en el Derecho natural, innatos, inalienables, indestructibles, parte integrante

del concepto «hombre» y convertidos en presupuesto de toda Constitución política. La declaración de

independencia de las trece colonias, de 4 de julio de 1776, se incorporó esta noción, transformada ya

en idea política fundamental.

Desde América los derechos del hombre fueron trasplantados al suelo francés, preparado para ello

por la Ilustración; la trayectoria lleva a la declaración francesa de los derechos del hombre de 1789 y

más allá aún. El padre de los derechos del hombre no fue Rousseau, por grande que fuera su

influencia en este respecto, no tanto por su doctrina, sino por la forma en que fue entendido. Su frase

de que el hombre ha nacido libre revistió una enorme significación por la forma apodíctica de su

formulación, mientras que su doctrina de la subordinación total del individuo al Estado, pensado éste

como democracia absoluta, sólo influyó en mucha menor medida la conciencia histórica de la época.

¿Qué es lo que ello significa? Ello significa que se ha llevado a cabo la fundamentación individualista

del Estado -en tanto que idea-, es decir, que ha tenido lugar un hecho cardinal para toda la historia

ulterior. Y de este Estado, cuya estructura es pensada en forma absolutamente diversa, queda como

aislada e independiente en virtud de la declaración de derechos del hombre una esfera jurídica

sustraída al poder estatal. Esta es la gran limitación del Estado absoluto, limitación que tan

extraordinaria trascendencia iba a revestir para el curso de la historia política subsiguiente; el Estado,

ese mismo Estado que en el siglo XIX alcanza en los demás sectores vitales una potencia y una

Page 12: el estdo moderno

“LA IDEA DEL ESTADO EN LA EDAD MODERNA”Werner Naef

intensidad de acción mayores que nunca, tiene que respetar las barreras implicadas en aquella

delimitación. Una limitación, la exclusión de un sector vital de la competencia del Estado, que, sin

embargo, no interrumpe para nada el proceso general en su movimiento impulsivo.

A los derechos del individuo frente al Estado se añaden pronto sus derechos políticos activos en el

Estado. Del principio de la soberanía popular, entendido como derecho del hombre, se derivan

postulados que harán saltar la forma estatal absolutista. Aquí se inicia el proceso que ha de llevar a la

participación política activa del pueblo en el gobierno del Estado -con éste o el otro matiz y con ésta o

la otra organización- y que, por tanto, va a colocar junto a la potencia monárquica o en su lugar dentro

del Estado moderno otro hilar de base democrática.

Tal es el panorama en el siglo XIX El «Estado moderno» alcanza plena realización y despliega

máxima actividad, pero excluído de un sector reservado a la libertad individual. En relación con su

estructura y su forma estatal, empero, el proceso que parte del Estado dualista y del Estado

monárquico absolutista ha creado ahora un Estado que extrae una parte de su fuerza, su mejor

fuerza, toda su fuerza, de la suma de individuos que le componen y que le rigen directamente o por

representantes, por as solos o en unión de la corona.

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Este documento ha sido reproducido con fines exclusivamente docentes, para suuso por profesores y alumnos de Derecho Constitucional.