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EL ENCANTO DE LA VOZ EN EL PERSILES ENRIQUE RULL UNED Se ha estudiado desde hace mucho tiempo la mUSlca en Cervantes, con distintas valoraciones l . Nosotros no nos vamos a ocupar de esta cuestión sino de cierto aspecto relacionado con la música: la voz y el canto en lo que tienen de elemento seductor y mágico en el Persiles, aunque es evidente que tendremos que hacer alguna recapitulación del factor musical que se interrelaciona con ellos. Desde el punto de vista filológico, no musical, que es el que ahora nos interesa, queremos recordar un estudio de Francisco Ynduráin titulado «Motivos musicales en Cervantes»2, porque, en un resumen un tanto apresurado de la cuestión, se refiere al Persiles asegurando que «apenas si encontramos motivos musicales, acaso por ocurrir buena parte de la acción fuera de España. Acaso, y la hipótesis es incierta, hubo algo de ensordecimiento interno y exterior en Cervantes»3. Tan incierta es la hipótesis como que la escasez de citas al respecto que ofrece don Francisco Ynduráin no atestigua en absoluto la realidad positiva de la misma. Estas se reducen al canto de Rutilio en la nave (1°, 18), Y al soneto que se traduce, más otros dos sonetos en momentos distintos, uno de los cuales es el de la voz de un peregrino a su llegada a Roma (4°,3), soneto (nos dice Ynduráin) «en una fase, digamos, premusical»4. Pero no se habla de la función de la música y el canto, que nos podría desvelar el sentido y trascendencia de la misma en la obra, 1 Un estudio, con resumen comentado de las aportaciones bibliográficas al respecto, puede verse en Juan José Pastor [1999: 383-395]. 2 Véase Ynduráin [1982]. Insertado en el disco Música en la obra de Cervantes, pp. 17-35. 3 Ynduráin [1982: 34]. 4 Ynduráin [1982: 35]. 553

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EL ENCANTO DE LA VOZ EN EL PERSILES

ENRIQUE RULL UNED

Se ha estudiado desde hace mucho tiempo la mUSlca en Cervantes, con distintas valoraciones l . Nosotros no nos vamos a ocupar de esta cuestión sino de cierto aspecto relacionado con la música: la voz y el canto en lo que tienen de elemento seductor y mágico en el Persiles, aunque es evidente que tendremos que hacer alguna recapitulación del factor musical que se interrelaciona con ellos. Desde el punto de vista filológico, no musical, que es el que ahora nos interesa, queremos recordar un estudio de Francisco Ynduráin titulado «Motivos musicales en Cervantes»2, porque, en un resumen un tanto apresurado de la cuestión, se refiere al Persiles asegurando que «apenas si encontramos motivos musicales, acaso por ocurrir buena parte de la acción fuera de España. Acaso, y la hipótesis es incierta, hubo algo de ensordecimiento interno y exterior en Cervantes»3. Tan incierta es la hipótesis como que la escasez de citas al respecto que ofrece don Francisco Ynduráin no atestigua en absoluto la realidad positiva de la misma. Estas se reducen al canto de Rutilio en la nave (1°, 18), Y al soneto que se traduce, más otros dos sonetos en momentos distintos, uno de los cuales es el de la voz de un peregrino a su llegada a Roma (4°,3), soneto (nos dice Ynduráin) «en una fase, digamos, premusical»4. Pero no se habla de la función de la música y el canto, que nos podría desvelar el sentido y trascendencia de la misma en la obra,

1 Un estudio, con resumen comentado de las aportaciones bibliográficas al respecto, puede verse en Juan José Pastor [1999: 383-395].

2 Véase Ynduráin [1982]. Insertado en el disco Música en la obra de Cervantes, pp. 17-35. 3 Ynduráin [1982: 34]. 4 Ynduráin [1982: 35].

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ni del episodio absolutamente central de Feliciana de la Voz. Es de ello de 10 que nosotros vamos a tratar, en parte, en este estudio. Ya notaron diversos críticos con anterioridad el destacado papel que juega la voz en el Persiles, aunque solo sea como contrapunto del silenci05

• La voz es esencial en muchos personajes, desde la propia protagonista Auristela de la que se destaca «el sonido y órgano de la voz» [Cervantes, 2002: 289], hasta la de otros personajes que, como veremos, no son tan circunstanciales como pudiera parecer.

Existen varios testimonios de canto importantes que creo conviene señalar, no sólo para destacar la relevancia que tiene el aspecto musical (principalmente vocal) en el Persiles, sino para verificar la función que poseen estos como elementos mágicos en la acción de la obra, que pueden ir desde una mera captación retórica del lector, hasta una profundización en el sentido plural o significados complejos que Cervantes trataba de transmitir en distintos momentos de su relato.

El primer episodio importante, en 10 que se refiere a la relevancia de la voz como elemento de atracción musical capaz de captar y suspender la atención de los oyentes que participan en la acción, 10 encontramos en el capítulo IX de la Primera parte, en el momento en el que los protagonistas pasan de una isla deshabitada a otra, y mientras navegan en las barcas oyen <<una voz blanda, suave de manera que les hizo estar atentos a escucharla» [Cervantes, 2002: 195]. El bárbaro Antonio determina que dicha voz canta en portugués, aunque más tarde lo hace en castellano «y no a otro tono e instrumentos que al de remos que sesgadamente por el tranquilo mar las barcas impelían» [Cervantes, 2002: 195]. La cuestión es que la forma de captación es sugerente y misteriosa: en un paraje marítimo se oye una voz que canta en medio de la inmensidad de las aguas, y 10 que canta lo hace en forma de verso que transcribe el autor. Se trata de un soneto en el que no vamos a detenemos, pues ha sido comentado en algunas ocasiones6.

En cuanto a la voz misteriosa baste recordar que se trata de la que corresponde a un personaje muy conocido del Persiles, el enamorado portugués Manuel de Sosa Coitiño, soldado lisboeta que pronto nos contará su historia, como siempre suele suceder en la obra, historia amorosa y trágica suficientemente comentada7

5 A este respecto dice Aurora Egido: «Oído y lengua van íntimamente unidos, como es lógico, en todo el proceso de oralidad implícito en la obra, y señales de la boca afloran por doquier rom­piendo el silencio. El soneto de "la sin par Poli carpa" es una buena muestra del alma que sale por la boca como en la égloga garcilasista; señales de calentura del alma enamorada. Cervantes matiza el sonido y órgano de la voz de Auristela y de cuantos hablan y conversan, hasta la excelsitud de Feliciana que representa el grado máximo de la voz que, en armonía neoplatónica. asciende a lo más alto}} [1991 b: 25].

6 Véase principalmente el estudio de Carlos Mata Induráin [2004]. Joaquín Casalduero [1975: 49] ya señaló la importancia de este soneto como «cristalización» del mundo de la novela y lo mismo hará Adrien Roig [2004: 888].

7 Para todos los aspectos del amor y las historias amorosas del Persiles conviene consultar el documentado estudio de Aurora Egido «El Pe/'si/es y la enfermedad del amon> [199Ia: 201-224].

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Pero lo que nos interesa destacar aquí es cómo Sosa Coitiño sabe lo que vale su voz, pues al cambiar de barca dará las gracias a los protagonistas con esta frase: «Al cielo, y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mejora de navío» [Cervantes, 2002: 201]. En realidad, toda esta historia amorosa está sometida a un juego de tensiones entre el canto, la música y el silencio. Desde el comienzo de ella aparece, antes que el propio personaje, su voz. Y a partir de ahí, cuando nos narre su aventura amorosa, se constituirá una progresión calculada de silencios y sonidos que no solo enmarcan el episodio sino que lo interpenetran de su casi impalpable tejido. Efectivamente, la historia del soldado músico con Leonora está jalonada de cantares y silencios, cantares que se inician con su propia aparición novelesca (el soneto cantado por él mismo), pero que luego, al narramos su encuentro con la presencia física de Leonora en su declaración amorosa al padre, se transmutarán en un profundo silencio, como cuando dice:

ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación. La cual, vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo y dijo: «Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna que otra retórica». [Cervantes, 2002: 201]

Lo mismo ocurre con los silencios de Leonora y de su madre: «Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna» [Cervantes, 2002: 201]. Sin embargo, cuando Manuel de Sosa regresa de sus supuestas aventuras en Berbería con la intención de casarse con Leonora y se dispone a entrar en el monasterio donde piensa que se puede celebrar su desposorio, se encuentra con una atronadora música: «hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora» [Cervantes, 2002: 202-203]. Nuevamente hay un juego de voces y silencios en el desenlace de la historia. Así tenemos: «Alzó se una voz en el templo», «Leonora [ ... ] alzando un poco la voz me dijo», «Calló», «Yo enmudecí», etc., hasta que Manuel se recupera de la sorpresa de la decisión de Leonora de quedarse en el monasterio y añade: «alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: Maria optimam partem elegít» [Cervantes, 2002: 204-205], hasta que finalmente la voz del músico Manuel de Sosa enmudece para siempre. Esta tensión dialéctica y expresiva entre el silencio y la palabra ya la estudió Aurora Egido en el magnífico y documentado estudio, como suyo, titulado «La poética del silencio en el Siglo de Oro. Su pervivencia»8, en donde

8 Egida [1990]. Véase también la extensión del motivo que documenta y la importante biblio­grafía que ofrece al respecto.

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refiere también la importancia del «silencio» en el Quijote y en Calderón. A Cervantes y a Calderón también hacemos nosotros referencia en nuestro estudio «Cervantes, Tirso y otras fuentes en No hay cosa como callar de Calderón»9. Quiere decirse que el motivo del silencio como categoría estética es un componente importante de la propia música, como saben desde antiguo los propios compositores que han usado de él como elemento fundamental en las transiciones adecuadas de la notación musical. Lo mismo ocurre con los poetas y escritores, por lo que Cervantes está en una tradición musical, poética e incluso de hermética filosófica indudable Jo.

No nos podemos detener más en este episodio porque hay otros en el Persiles que exigen nuestra atención. El canto de Rutilio al que aludía Ynduráin no es más que un remanso durante la noche «al son del viento que dulcemente hería en las velas» [Cervantes, 2002: 241-242], como dice el propio Cervantes, manifestado en un soneto cantado que tiene un interés tanto poético como estructural, ya que, además de servir para iniciar un breve coloquio acerca de la capacidad de los hombres para la poesía, anuncia, como dice Casalduero, y comenta luego Carlos Mata, «toda la acción que se prepara» J J. Mas poco sirve para nuestro propósito, como no sea para formar parte de una disposición narrativa: la de la siembra de elementos cantados y sugerentes que va dejando Cervantes como jalones equilibradamente dispuestos a lo largo de la novela y, sobre todo, como veremos luego, por introducir en él unos elementos de licantropía que preanuncian ciertos aspectos de historias posteriores.

Pasamos así al Libro 11 del Persiles. El primer episodio en el que la voz cantada juega un papel desencadenante de la acción es el que corresponde al canto sonetil de Policarpa, «la sin par en música», como la denomina Cervantes, la cual lo hace acompañada de su arpa. Si lo situamos en el contexto de la obra, la función de este texto es importante desde el momento en que Poli carpa intenta con su canto consolar a Auristela de su convaleciente enfermedad de amor, acrecentada por los celos que le procura inocentemente Sinforosa con la confesión de su pasión por Periandro. Es más, el soneto cantado por Policarpa posee un contenido que se aviene perfectamente con las intenciones de Sinforosa, y que es el acicate que le faltaba a esta para declarar a Auristela sus penas amorosas. La importancia del soneto en el desencadenamiento de la palabra, y con ella de la acción, ya fue destacada hace tiempo por Casalduero y reiterada por Aurora Egido y Carlos Mata J2 • Todo el poema es un canto a la voluntad de expresión y a no encerrar la pasión en el silencio, pues la cura de esta enfermedad está en la confesión

9 Rull [2001]. 10 Véase el mencionado estudio de Aurora Egido [1990: 57 y ss.]. 11 Casa1duero [1975: 63] y Mata [2004: 663-665]. 12 Casa1duero [1975: 106-109], Mata [665-667] y Egido [1991: 25].

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amorosa que se puede resumir en los versos que dicen: «Salga con la doliente ánima fuera! la enferma voz». Curiosamente dicha enfermedad la padecen las dos mujeres, la que reposa de ella y la que trata de consolarla, aunque en este caso la consoladora es más doliente si cabe, mientras la tercera, que canta, es realmente la que sirve de vaso comunicante de estas. Su canto, podemos decirlo con toda claridad, es un verdadero «preludio» a la confesión de Sinforosa. Su función reveladora en este sentido es fundamental, y, por tanto, no es un elemento de mero ornato, sino esencialmente funcional. La magia de la voz, y de la música, vuelve a despertar ecos esenciales en el desarrollo de la acción novelesca.

El segundo episodio al que nos referiremos ahora es el de la isla paradisíaca, sito en el capítulo 15 de la edición de Romero. Recordemos que, tras el episodio de Sulpicia y su venganza para con los vasallos que pretendían deshonrarla en el barco junto a sus damas, y su posterior encuentro con Periandro, este continúa su historia y narra su llegada a la isla mencionada. Nuevamente no nos interesa tanto el episodio en sí mismo como la forma en que está introducido y desarrollado. En este sueño o visión lo primero que se percibe es «un suavísimo son, que hirió nuestros oídos y nos hizo estar atentos, de diversos instrumentos de música formado» [Cervantes, 2002: 383]. De esta manera, a modo de llamada de atención o clarín de pregón, Cervantes dispone la historia alegórica de las hermosas mujeres o «doncellas de la música», como las llama, que raptan a los marineros de Periandro y se los tragan por la abertura de la peña de donde salió la Sensualidad, dama que dirigía sobre un carro tan hermoso escuadrón. Este grupo es contrarrestado por otro nuevo también de doncellas hermosísimas, pero que nuevamente se anuncian con una «voz o voces que llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas, porque eran más suaves y regaladas»13 a las que precedía Auristela, que simbolizaba la Castidad, a la que, a su vez, acompañaban dos damas, la Continencia y la Pudicia. Para mostrar su alegría, Periandro irrumpe en su sueño, precisamente «alzando la voz», con lo que desaparece el encanto del sueño. De esta manera, tenemos que el encanto de las damas viene (tanto de unas como de otras) por unos cantos dulces que embriagan, pero cuyo misterio se rompe con la voz real del personaje, de forma que el episodio queda enmarcado y penetrado de la voz, que adquiere así una dimensión protagonista dentro del sistema narrativo de la historia. Por otra parte, la idea del sueño alegórico y de la música como elemento fundamental de ese sueño nos remiten quizá a una reminiscencia del famoso Sueño de Escipión ciceronianol4

. Otro tanto pudiera decirse de la inclusión de este episodio en el Libro Segundo de la novela, que, como veremos, sirve de jalón importante dentro del proporcionado conjunto de episodios presididos por la magia de la voz, en este caso de estirpe homérica,

13 Romero [2002: 384). 14 Cicerón [1989: 175-185].

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aunque se han señalado, además, abundantes y variados posibles contactos! 5.

Casalduero decía con razón que en este sueño «el encantamiento está puesto al servicio de una visión pictórica»!6; a ello habría que añadir sin asomo de duda, como hemos visto, que igualmente el encantamiento está presidido y traspasado por el misterio de la música y la voz.

Existe otro detalle importante en el episodio que acabamos de comentar del Segundo Libro con otro del Tercero que enlaza con él, y no solo por la pertinencia de la voz como elemento sugeridor sino hasta por el detalle de la peña que se abre y encierra un misterio. Nos referimos a la conocida historia de «la doncella encerrada en el árbol» de los capítulos tercero, cuarto y quinto de este Tercer Libro, o historia de Feliciana de la Voz. Parece, por lo que dice el propio Cervantes en otro lugar del Persiles [Cervantes, 2002: 245], que el origen de estos motivos se remonta por lo menos a Plinio, aunque no recuerdo que nadie lo haya hecho notar al referirse a este episodio concreto. El episodio mencionado de la doncella encerrada en el árbol se asemeja al de la abertura de la peña por la que sale una voz y que sirve de cobijo a una persona o da lugar al nacimiento de un niño, y ambos, aparte de reminiscencias de posibles motivos caballerescos y contactos con el folklore, guardan relación con lo contado por Plinio, tal como lo explica Cervantes al referir el episodio de licantropía del Libro Primero, capítulo XVIII que ya hemos adelantado antes, acerca de «un género de gente, la cual, pasando un lago, cuelga los vestidos que lleva de una encina y se entra desnudo la tierra dentro y se junta con la gente que allí halla de su linaje en figura de lobos» [Cervantes, 2002: 245 y notas 15 y 16]. La Historia natural de Plinio en la traducción de Francisco Hernández de este libro (y luego de Jerónimo de Huerta a partir de 1599), no se aparta, efectivamente, mucho de esto!7. Pero es que además el motivo del cobijo en la encina y nacimiento de un niño al que alimenta una cabra, de los que está contaminado el episodio cervantino, se retrotrae a mitos antiguos tan conocidos como los del nacimiento de Zeus e, igualmente, el de Adonis. Acerca del mito del nacimiento de Zeus existen múltiples versiones, según las cuales Amaltea (para unos una ninfa, para otros una cabra) es la que «había colgado al niño de un árbol para que su padre (Cronos) no pudiera

15 Véase la citada edición de Romero [2002: 385, nota 18], en donde se dan los contactos y

posibles fuentes y la bibliografia al respecto. A dichas fuentes se podría añadir la visión alegórica de El sueño de Pol(filo (1499), que guarda en común con el texto cervantino la realización literaria de ambos como un sueño. Véase la edición de S1Ieño de Polífilo, atribuido a Francesco Colonna, en traducción literal y directa. con introducción y comentario de Pilar Pedraza (Murcia, Galería­Librería Yerba. Comisión de Cultura del Colegio de Aparejadores y Arquitectos técnicos, 1981, 2 vols.) y Los jardines del sueño. Polífilo y la mística del Renacimiento, de Kretzu1esco-Quaranta, Madrid, Siruela, 1996 (atribuido a Alberti).

16 Casa1duero [1975: 124]. 17 Plinio [1999: 383 b].

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hallarlo»18 amamantándole para que no lo devorara. Por cierto, la encina es un árbol consagrado a Júpiter. Pero la historia del nacimiento de Adonis es aun si cabe más significativa a este respecto o por lo menos complementaria, y está unida a la de su madre Mirra, quien, habiendo concebido un deseo incestuoso con su padre, se unió a él engañándole, pero, una vez descubierta, fue perseguida; Mirra «invocó la protección de los dioses, los cuales la transformaron en árbol: el árbol de la mirra. Diez meses después, la corteza de este árbol se levantó, rompiéndose y dando salida a un niño, que recibió el nombre de Adonis»19. Naturalmente que el episodio cervantino no es posiblemente más que una reminiscencia alterada y combinada de estos mitos, pero la crianza de un niño por una cabra y la relación con un árbol de donde nace el niño, se esconde o lo hace su madre, parece remontarse a estas lejanas fuentes, aunque es frecuente hallarlo en otros autores y obras. Por ejemplo, en la comedia de Tirso de Molina Todo es dar en una cosa (posterior desde luego a la obra de Cervantes), que trata precisamente de los Pizarros, familia que tiene un papel decisivo en el episodio cervantino, al igual que la ciudad de Trujillo, aparece el mismo motivo de la encina que da cobijo al niño y es amamantado por una cabra:

Registré troncos vecinos de ese arroyo casi seco y hallele, escuchad milagros cuna de un niño risueño a quien, amorosa madre, una cabra daba el pecho.

[Tirso de Molina, 2003: 135, vv. 1129-1134]2°

y seguramente no sería difícil hallar otros testimonios similares. Recordemos, por ejemplo, La tempestad de Shakespeare en donde se cuenta cómo Ariel fue encerrado en un pino por la bruja Sycorax, desde donde lanzaba gemidos insistentes durante doce años; esos gemidos hacían aullar a los lobos, pero la bruja ya no podía revocar su decisión. Fue Próspero quien, mediante su arte, consigue sacarlo de allí; no obstante, amenaza a Ariel con las siguientes palabras: «Si vuelves a murmurar, hendiré un roble y te encajaré en sus nudosas entrañas hasta que pases aullando doce inviernos» [Shakespeare, 1970: 1518-1519]. Es curioso que la bruja dé a luz allí mismo a su hijo Calibán. En clave fantástica y grotesca,

18 Grimal [1965: 24]. Refieren este nacimiento, entre otros, Higinio (Fábulas, 139), Ovidio (Fastos. Y, 115), Eratóstenes (Catasterismos. 13), etc.

19 Grima1 [1965: 7]. 20 Yéanse también las referencias bibliográficas que a este respecto da Romero [2002: 450,

nota 37].

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parece este texto shakespeariano proceder de remInIscencias de las historias mitológicas referidas o en su caso de leyendas coincidentes. Mas, por si fuera poco, el propio dramaturgo nos da algunas pistas al respecto, como cuando hace referir a Próspero, entre otras hazañas de su arte mágico, el haber «agrietado el robusto roble de Júpiter» [Shakespeare, 1970: 1564]. Pero es que Ariel, genio del aire, cantará al final de la obra desde las flores o la rama del árbol. Son curiosas las coincidencias en estos motivos con el relato cervantino, que dudosamente el gran novelista pudo conocer.

Lo que nos interesa ahora no es tanto destacar los motivos de las circunstancias que rodean a Feliciana y a su hijo (su guarda en la encina y el amamantamiento del último por una cabra) como el valor que Cervantes nota en la función de su voz, que parte desde su mismo apodo y que «revela» realmente al personaje21

,

del que por supuesto todo gira en torno de su canto, primero reprimido por la tristeza y luego manifestado con euforia. Ella misma, cuando la interrogan acerca del misterio de ese apelativo dirá que procede de «la común opinión de todos cuantos me han oído cantar, que tengo la mejor voz del mundo» añadiendo luego «yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menos endechas tristes, que, cantándolas, encanten y, llorándolas, alegren»22. Esta idea del «canto que encanta» está en el Quijote, en los capítulos XLI a XLIII de la Primera Parte, en el episodio de la voz del falso mozo de mulas de la historia de doña Clara, voz que también se oye de improviso y ejerce fascinación en quienes la oyen23

• Otro tanto sucede en los capítulos XXXVI a XXXIX de la Segunda; primero, en el episodio de los tristes músicos y, luego, en la narración que hace la Trifaldi de la historia de don Clavija y Antonomasia, dos cantos que pasman, el uno de impresión y el otro de encantamient024

.

Todo el episodio del Persiles está transido de la voz de Feliciana, cuya exaltación posee alto contenido neoplatónic025

• Desde que revela el sentido de su voz, hasta que, creando un clima de expectación entre los que la conocen (y por supuesto en el lector), anuncia su deseo de cantar, aunque sea con un canto triste. Luego, tras contar Feliciana su historia y marchar de peregrinaje con los

21 Romero [2002: 474, nota 8] hace notar acertadamente el paralelo de esta función con el de Beatriz, la protagonista de La desdicha de la voz de Calderón. La diferencia estriba en que en la comedia, el mismo título lo revela, no es muy afortunada esa revelación, todo lo contrario del personaje cervantino en el que (también el nombre lo dice todo), Feliciana ya denota «dicha» en la voz y no «desdicha».

22 Romero [2002: 462-463, y nota 12]. El subrayado es nuestro. Romero nota que ya en el Quijote (1, 42 Y II. 38) Y en La española inglesa aparece el topos del «canto que encanta».

23 Para estos episodios hay abundantes comentarios. Véanse al respecto los comentarios y la bibliografía aducida en Rico [Cervantes, 2004: 90-98 y 389-399].

24 Cervantes [2004: 173-175 y 563-570]. 25 Feliciana, como dice Aurora Egido, «representa el grado máximo de la voz que, en anno­

nía neoplatónica, asciende a lo más alto» [1991 b: 25].

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protagonistas hasta Cáceres, encontrar al joven muerto y ser detenidos por la Santa Hermandad, el autor no olvida el deseo que tienen todos de oír cantar a Feliciana, y así de camino a Guadalupe nos lo recuerda: «Feliciana de la Voz en el lecho, fingiendo estar enferma, por no ser vista, se partieron la vuelta de Guadalupe, cuyo camino entretuvieron tratando del caso extraño y deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana» [Cervantes, 2002: 469-470]. Su canto hará eclosión precisamente a su llegada al monasterio de Guadalupe, y Cervantes de nuevo matiza con expresividad elocuente esta verdadera ruptura de su silencio:

Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria (los cuales dio después por escrito), con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzas que ella misma de su voz había dicho, y satisfizo de todo en todo los deseos que sus peregrinos tenían de escucharla.

[Cervantes, 2002: 472-473]

La explosión del canto se señala por contraste con su actitud de recogimiento absoluto, incluso con la hiperbólica paradoja de no mover los labios, y la expresión de soltar la voz a los vientos, cual si hubiera estado encerrada y detenida en sí como un ave prisionera. Es la culminación de la historia, que Cervantes remata con la transcripción completa de los versos que cantó Feliciana. Pero su canto no es un canto anecdótico dentro de la obra, uno más en el conjunto, sino que es quizá el más alto jalón en la trama general, a la que informa y llena de significado, pues, como dijo Casalduero, «la voz de Feliciana nos transmite el ritmo de la novela, ese navegar por el mar de la eternidad, fraguando los grandes símbolos»26. No solo el canto de Feliciana es el punto más alto de la curva de himnos y salmos que constituyen la simbología musical del relato, sino que en su exaltación religiosa anticipa y resume el sentido místico del peregrinaje de los dos protagonistas, cuya coronación tendrá lugar a la llegada de Roma. Todavía en el Libro Tercero surgirá la voz de exaltación, esta vez de Periandro, quien al ver las aguas, famosas ya desde Garcilaso, del río Tajo clamará en su alabanza:

26 Casalduero [1975: 150]. Un caso opuesto sería la Falsirena gracianesca de El criticón (1, Crisi XII).

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Aquí dio princIpIO a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua.

[Cervantes, 2002: 504]

Pero este verdadero canto de alabanza de Toledo tiene su inmediata correspondencia en una sorprendente aparición de unas hermosas doncellas y sus acompañantes, situación que se describe minuciosamente:

Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de infinitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudad rodean se estendían y vieron venir hacia donde ellos estaban escuadrones no armados de infantería, sino montones de doncellas, sobre el mismo sol hermosas [ ... ] y todas juntas, componían un honesto movimiento, aunque de diferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado del son de los diferentes instrumentos ya referidos.

[Cervantes, 2002: 505-506]

Los acompañantes de las doncellas, a su vez, se acompañan de variados instrumentos, que en esta ocasión sí se especifican: «Uno tocaba el tamboril y la flauta; otro el salterio; este las sonajas y aquel los albogues; y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música» [Cervantes, 2002: 506-507]. Reparemos en estas últimas palabras, en las que Cervantes, sintetizando la fusión de los instrumentos en un solo son, en cierta medida está infiriendo no solo la concordancia como fin de la música sino la armonía de cantos como símbolo de la unión en la diversidad, que es lo que, en la dispersión de los mismos en su novela, va a dotar de un significado unitario a los mismos. Este sentido unitario se percibe al final de la novela, a la llegada a Roma de los peregrinos, cuando uno de ellos, ya en el Cuarto Libro y último, cante un definitivo soneto [Cervantes, 2002: 644-645] a la Ciudad Eterna, diseñada según el modelo de la ciudad de Dios, como dice el autor. Roma, síntesis de la Antigüedad pagana y de la Edad Moderna cristiana, supone el jalón poético final de la novela y la definitiva voz que, en su canto de exaltación anónima, simboliza la aportación de la colectividad a la música poética que encierra el Persiles en las distintas voces que hemos ido describiendo en este también peregrinaje nuestro novelesco.

De esta manera, Cervantes disemina en lugares estratégicos de la narración (equilibrando el conjunto con un leitmotiv musical proporcionado en cada uno de

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sus libros) la magia y el encanto de la voz en distintas modulaciones individuales según el acontecer de los hechos. Pero si nos fijamos en esos momentos, ya en perspectiva, veremos que en la topología de los mismos se encierra una significación literaria expresiva de determinadas circunstancias y sentido que, en modo alguno, pueden considerarse aleatorios. Así, la historia de Manuel de Sosa Coitiño de la Parte Primera nos está preanunciando la llegada de los protagonistas a Portugal en la Parte Tercera y la encendida alabanza de Lisboa, que se ofrece casi como el descubrimiento del Nuevo Mundo con el grito de «¡Tierra, tierra!». De la misma manera, el soneto toscano de Rutilio, con el que según Casalduero se sugiere «toda la acción que se prepara», significa una prefiguración de la llegada a Roma y su extremada loa. Por su parte, el canto de Policarpa es «una buena muestra del alma que sale por la boca», como dice Aurora Egido, y que en cierta medida diseña la contención de la palabra que también acompañará a Feliciana hasta su eclosión definitiva. Finalmente, la historia de Feliciana sirve, en su maravilloso y mágico canto, para dotar a Guadalupe, ya en España, de un fervoroso sentido religioso, entre neoplatónico y místico, que culmina también en el destino final de los personajes unidos por el ideal del lugar santo en la llegada a su anhelado puerto. Pero el contenido de estos cantos nos lleva también a suponer una relación con las teorías de Marsilio Ficino, en cuanto al panorama que se ofrece al hombre en el camino para la elección entre las tres vías de conducta: activa, contemplativa y amorosa, que Cervantes muy sabiamente ha sabido integrar en la novela, utilizando como elementos de cohesión en cada historia y en cada parte de la novela unos símbolos esenciales que remiten a una actividad constante, en la que tiene también lugar el amor y la contemplación, síntesis perfecta de la visión neoplatónica cervantina. Observemos también que estos mágicos incisos musicales se introducen en ámbitos progresivamente diferentes en su sentido ascendente: el mar (la tormenta y el naufragio), la nave (ámbito del camino de la vida y de las tribulaciones, y símbolo religioso, cuna, sepultura, iglesia), la tierra (lugar de peregrinación y de vida esencial), el árbol (encina), símbolos de Zeus y de la cruz cristiana y, recordémoslo, del sueño alegórico de Polífilo, quien duerme precisamente al pie de una encina cuando llega su sueño, en el que precisamente es una voz desconocida la que le atrae. Todos, en suma, son símbolos telúricos y sagrados, tanto en la simbología pagana como en la cristiana; de la misma manera estas eclosiones de canto acaecen en lugares geográficos distintos, en un viaje iniciático progresivo que concluye en la ciudad sagrada, la nueva Jesusalén, Roma, la ciudad santa. Según esto, lo que hemos llamado el encanto de la voz en el Persiles no solo posee una función formal de carácter accidental, ni un tópico literario circunstancial, sino que arraiga en la obra como un eje más de su estructura compositiva (como ocurre también

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con el arte pictórico en muchos momentos del relato), organizado intuitiva o racionalmente por el autor para descubrir elementos significativos del sentido de la novela al que terminan por abocarse los personajes y la historia misma27 .

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27 Esta función es similar y complementa la de la pintura que se expone a la vista de los per­sonajes y de los lectores como un elemento igualmente estructurante. Véase por ejemplo el trabajo a este respecto de Ana Suárez Miramón [2004: 1028-1046]. Las dos artes poseen un valor esencial no solo como tales artes sino como elementos funcionales de la composición narrativa.

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