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---- EL DIA QUE DON SATURNINO BERMUDEZ ENTREVISTO A LEOPOLDO ALAS «CLARIN» Manuel Fernández Avello L a heroica ciudad duerme la siesta. El viento, caliente y perezoso, empuja las nubes blanquecinas que se rasgan al correr hacia el sur. En las calles no hay más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que van de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina e esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles... Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hace la digestión del cocido y de la olla podrida y descansa oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro que retumba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basica. Don Saturnino Bermúdez publica en «El Lá- baro», órgano de los ultramontanos de Vetusta largos artículos exaltando los méritos arqueológi� cos de cada tabique de la ciudad sin que el señor Alcalde le haga mucho caso. No es clérigo, sino anfibio. Viste de negro de los pies a la cabeza o al revés, tiene la boca muy grande y al sonreír los labios van de oreja a oreja. Don Saturnino vive con una ambición nobilísima: ser el hombre mas espiritual de Vetusta. Siempre parece que va de luto. Allá en el fondo del alma se cree nacido para el amor. Empezaba el Otoño y el ilustre erudito, investi- gador y ensayista, se dirige puntual a la tertulia del Casino que ocupa un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad en una plazuela sucia y triste. Don Saturnino espera el turno para leer «El Imparcial» y Trifón Cármenes, poeta local emi- nente, hojea anhelante las páginas de «El Corres- ponsal» en busca de los versos que irremediable- mente acaban en las de «El Lábaro» porque el periódico madrileño no se los publica nunca. Los socios miran la biblioteca como si estuviera pintada en la pared. Son muy pocos, entre ellos don Saturnino Bermúdez, quienes revelan alguna curiosidad por las novedades editoriales que ya- cen en los anaqueles sombríos desde hace dece- nas de años... Don Frutos Redondo, americano muy rico, per- cibe en . Bermúdez cierta desazón e impaciencia, no habituales en su modo de actuar reposado y sereno. @ o 123 -¿Le pasa a usted algo? -No, nada. -Pues yo creo que sí. -Y yo le aseguro a usted, don Frutos, que no. -Lo que usted diga don Saturno. -Don Saturnino, don Saturnino... -Don Saturnino. Siempre meto la pata. -No, por Dios. Don Saturnino está impaciente. Ha de enfren- tarse a un compromiso alejado de su quehacer habitual de buceador de secretos arqueológicos e históricos relacionados con Vetusta. Se trata de u a entrevista periodtica. No ha dormido dispo- niendo adecuadamente las preguntas e intentando adivinar las respuestas. Sería incisivo decidido implacable. El periodismo moderno lo �xigía. Reconocía para su levita que los trabajos eruditos encerraban méritos indiscutibles, pero el perio- dismo vivo, ágil, contundente, se ionía. Se imagina poseedor de un secreto formidable. Allí, precisamente allí, en aquel gabinete de lec- tura, lóbrego, angosto, ha oído pocos días antes que un catedrático de la Universidad de Vetusta adscrito a la Facultad de Derecho, incapaz d; hacer tres carambolas seguidas, escribía una no- vela en la que Vetusta y sus gentes desempeñan el papel fundamental. Gentes de todas las edades y clases sociales van a salir en la novela y para él figurar en la nómina de los personajes distingui- C la-, í n-. -------------------

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EL DIA QUE DON SATURNINO BERMUDEZ ENTREVISTO A LEOPOLDO ALAS «CLARIN»

Manuel Fernández A vello

L a heroica ciudad duerme la siesta. El viento, caliente y perezoso, empujalas nubes blanquecinas que se rasganal correr hacia el sur. En las calles

no hay más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que van de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina e� esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles ...

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hace la digestión del cocido y de la olla podrida y descansa oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro que retumba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Bast1ica.

Don Saturnino Bermúdez publica en «El Lá­baro», órgano de los ultramontanos de Vetusta largos artículos exaltando los méritos arqueológi� cos de cada tabique de la ciudad sin que el señor Alcalde le haga mucho caso.

No es clérigo, sino anfibio. Viste de negro de los pies a la cabeza o al revés, tiene la boca muy grande y al sonreír los labios van de oreja a oreja. Don Saturnino vive con una ambición nobilísima: ser el hombre mas espiritual de Vetusta. Siempre parece que va de luto. Allá en el fondo del alma se cree nacido para el amor.

Empezaba el Otoño y el ilustre erudito, investi­gador y ensayista, se dirige puntual a la tertulia del Casino que ocupa un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad en una plazuela sucia y triste.

Don Saturnino espera el turno para leer «El Imparcial» y Trifón Cármenes, poeta local emi­nente, hojea anhelante las páginas de «El Corres­ponsal» en busca de los versos que irremediable­mente acaban en las de «El Lábaro» porque el periódico madrileño no se los publica nunca.

Los socios miran la biblioteca como si estuviera pintada en la pared. Son muy pocos, entre ellos don Saturnino Bermúdez, quienes revelan alguna curiosidad por las novedades editoriales que ya­cen en los anaqueles sombríos desde hace dece­nas de años ...

Don Frutos Redondo, americano muy rico, per­cibe en. Bermúdez cierta desazón e impaciencia,no habituales en su modo de actuar reposado y sereno.

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o

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-¿Le pasa a usted algo?-No, nada.-Pues yo creo que sí.

-Y yo le aseguro a usted, don Frutos, que no.-Lo que usted diga don Saturno.-Don Saturnino, don Saturnino ...-Don Saturnino. Siempre meto la pata.-No, por Dios.Don Saturnino está impaciente. Ha de enfren­

tarse a un compromiso alejado de su quehacer habitual de buceador de secretos arqueológicos e históricos relacionados con Vetusta. Se trata de u1:a entrevista periodística. No ha dormido dispo­niendo adecuadamente las preguntas e intentando adivinar las respuestas. Sería incisivo decidido implacable. El periodismo moderno lo �xigía. Re� conocía para su levita que los trabajos eruditos encerraban méritos indiscutibles, pero el perio­dismo vivo, ágil, contundente, se imponía.

Se imagina poseedor de un secreto formidable. Allí, precisamente allí, en aquel gabinete de lec­tura, lóbrego, angosto, ha oído pocos días antes que un catedrático de la Universidad de Vetusta adscrito a la Facultad de Derecho, incapaz d; hacer tres carambolas seguidas, escribía una no­vela en la que Vetusta y sus gentes desempeñan el papel fundamental. Gentes de todas las edades y clases sociales van a salir en la novela y para él figurar en la nómina de los personajes distingui-

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Retrato de Clarín

dos, cultos, supone lo más importante de su exis­tencia gris, monocorde y triste.

Después de leer «El Imparcial» e intentar apa­ciguar los ánimos de dos socios del Casino enzar­zados en una bronca descomunal acerca de si avena se escribe con h o sin ella, salió a la Plaza Nueva dudando en continuar el camino por la Encimada o la calle del Aguila. Eligió esta última, llegó al Campu del Pan, avistando el acceso a la avenida del Carbayón en recuerdo de un roble gigantesco que pocos años antes, en 1879, hubo que derribar para proceder a la apertura de la vía moderna y ambiciosa. Aquellos días la ciu­dad se dividió en dos bandos irreconciliables. Unos deseaban la supervivencia del roble y otros, progresistas, su desaparición. Don Saturnino ob· servó que el bosque de San Francisco se desma­yaba melancólicamente autumnal. Le temblaban las piernas, ardía la cabeza y oía el latido del

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corazón en su pecho con la fuerza de un batán. Aquel día de Otoño de 1883, lo sabía, tenía el convencimiento de que iba a ser merced a su intervención un día histórico.

Al acercarse al portal número 34 de la A venida del Carbayón, una casa nueva y noble, dudó en su empeño. Se impuso el sentido común. Llamó a la puerta del piso. Abrió la dueña de la casa, doña Onofre, menuda, dulce, suave:

-Señora ...-¡¡Don Saturnino, cuánto me alegra verle!!-Don Leopoldo me espera, señora.-Pase, pase ...No había transcurrido un minuto y apareczo

don Leopoldo, en la penumbra del largo pasillo, luciendo una bata hasta los tobillos.

-Aquí estaremos mas tranquilos, sígame.-Sí, don Leopoldo.Condujo a Bermúdez hacia el despacho que

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ocupaba un extremo de la vivienda. Recogido yaustero. Con los libros, revistas y periódicos cu­briendo las sillas, esparcidos por el suelo. La luz se filtraba indecisamente por las cortinas.

-Hay bastante desorden porque hace poco quevivimos aquí. Mi mujer es el general silencioso y eficiente, responsable de ganar esta batalla in­cruenta. Y o no hago más que trastocar sus planes con mis papeles.

-Es la pieza propia de un catedrático ilustre yescritor famoso.

-No tanto, no tanto. Eso le corresponde a us­ted, autor de libros fundamentales como «Vetusta romana», «Vetusta goda», «Vetusta feudal», «Ve­tusta cristiana» y « Vetusta transformada».

-Son ensayos historiográficos sin mayores pre­tensiones.

-Pero importantísimos, se lo aseguro. Hombresestudiosos, pacientes, rigurosos, es precisamente lo que nos hace falta.

-Me halaga usted mucho. Don Leopoldo se sentó detrás de la mesa profe­

sora!, ancha, aforrada en velludo granate; en­cima, una escribanía de plata; tintero, salvadera,portaplumas y campanilla.

Don Leopoldo es pequeñito, delgado, casióseo, y todo nervios; una especie de avecilla sinapenas peso de materia. El cráneo un tanto volu­minoso (braquicéfalo) en relación con la parvedaddel cuerpo. El pelo de cabeza y barbas, maiceño.

Don Leopoldo, como escribiría después uno desus discípulos era, sin duda, vástago de la razacelta, soñadora e irónica, una raza intelectual­mente aristocrática.

Bermúdez se tranquilizó. Todo lo que le ro­deaba invitaba al sosiego y la sencillez. En su voz, sin embargo, pudo advertirse el levísimo esfuerzo,la mínima destemplanza de aquel que quiere deciralgo conteniendo su azoramiento.

-Don Leopoldo, el motivo de mi visita es deli­cado.

-Estoy a su disposición.-Vengo a preguntarle algunas cosas para publi-

carlas en «El Lábaro». -Usted sabe que «El Lábaro» no es santo de mi

devoción. -¿Por qué?-Se me antojan reaccionarios sus puntos de

vista. -Don Leopoldo, yo ...-No, por favor, no van por usted los tiros. Sé

que usted es un hombre de bien, un estudioso, investigador, católico, célibe ...

-Sobre todo, célibe.-Responderé con gusto a lo que usted me pre-

gunte. Soy, don Saturnino, ferviente, acérrimo, defensor de la libertad de expresión.

-¿Será posible la libertad de expresión en Es­paña algún día?

-Nosotros la veremos pasar fugazmente a nues­tro lado hasta su afincamiento definitivo en el país.

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Carta de Clarín a Juan Ochoa contestándole al testimonio de pésame por la muerte de su madre.

-¿Hacia cuándo?-Pues mire usted, calculo que en 1983, o sea,

que como corre el año 1883, habrá que esperar un siglo ... por lo menos.

-¿Puedo reproducirlo?-No faltaría más.-Don Leopoldo, me han asegurado en el Casino

que está usted escribiendo una novela. -Bueno, algo así.-Y que en esa novela se dicen cosas de Vetusta

y sus habitantes que van a ser causa de disgusto. -Saben más que yo. La novela, don Saturnino,

anda por ahí, por la casa, en cuartillas, apuntes, notas. Escribir una novela es empeño formidable. No conozco ni el tí tulo. Sé que la quiero escribir y lo haré.

-¿Es una novela de amor?-Es de amor, de muerte, de celos, de hombres

buenos y no tan buenos, de costumhres sociales, de crítica, de curas y marquesc�, de reconoci­mientos y teorías. Un poco de todo.

-¿ Y Vetusta?-Vetusta será el personaje principal. Sobre este

punto no tengo la menor duda. -¿La ciudad?-Sí, la ciudad, sus calles, aliento, generosidad,

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hipocresía, esquinas y árboles, paseos, casas. Todo.

'-¿Falta mucho para concluirla? -Quiero acabar con ella antes de que ella acabe

conmigo. Va más allá del Ecuador. Quiero que sea una novela para que la lean, recuerden. Eso me gustaría a mí, pero no sé si los demás opinarán lo mismo.

Don Leopoldo miraba a su amigo con sus ojos de un azul Límpido, miopes, a través de Los Lentes afianzados en el puente de La nariz, algo respin­gada. Llevaba el pelo cortado en flequillo, bigote tupido, barba cerrada y recortada. Arrastraba Las erres. Miraba a don Saturnino con ternura. No existía probablemente nadie más Lejano o ajeno a su visión del mundo. Allí estaba La erudición fati­gosa, el esfuerzo de quienes en opinión de don Quijote se cansan en saber, en averiguar cosas que después de sabidas y averiguadas no impor­tan un ardite al entendimiento ni a La memoria.

Don Saturnino era un hombre bueno, solitario, religioso, siempre dispuesto a ayudar a Los demás y para Alas Clarín, eso era Lo importante en el ser humano, Lo más valioso, Lo que tenía en mayor estima.

-Don Leopoldo, permítame una pregunta indis-creta.

-Permitida.-¿Cuál es su idea de la religión?-Mi idea, como usted dice, es que todas las

religiones son buenas; pero la capa no parece. -¿Cómo?-Sería muy largo de explicar. En este terreno

cada uno es muy dueño de creer lo que le parezca. -¿Es usted religioso?-Precisamente acabo de escribir una carta a un

español al que admiro y quiero muchísimo: Marce­lino Menéndez y Pelayo y le expreso mi gratitud por su buen deseo de que Dios me lleve a sus ideas. Yo, don Saturnino, paso media vida pen­sando en Dios ...

-¿ Cómo se figura que es Dios?-El figurarse cómo es Dios sirve para algo. Para

saber que de fijo no es como uno se lo figura. -Corre por ahí la especie de que es algo cleró­

fobo ... -En Vetusta las especies no corren, vuelan, y

no estoy dispuesto a salir a la calle a abatirlas a tiros. Tengo mucho que hacer, he de terminar la novela.

-Clases en la Universidad, cuentos, novelas,paliques, artículos, lecturas, ¿cuál es el secreto?

-Trabajar, esforzarse, dejar la piel en el camino.Mire usted, la cultura moderna, que es la que con muy buen acuerdo procuramos adquirir, aun no está traducida al español.

-¿Es posible?-A mí, eso me parece.-¿Los Paliques no suponen una pérdida grande

de tiempo? -No, si tienen trastienda. Algunos deben creer

que Paliques viene de palo y no hay tal. Procuro

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satisfacer los pedidos de los editores de mis cuarti­llas. ¡ Si yo sirviera para notario! Entonces no es­cribiría, a no ser en papel sellado. El Palique es un modo de ganarme la cena, con que paliquearé, sin ofensa del arte, ni de la moral, del culto y clero.

-¿ Y la crítica?-El que ame un poco a su país y ame la propia

vocación, y yo amo hondamente a España y mi vocación de escritor, ¿cómo ha de abstenerse de procurar en el terreno propio de esta vocación, enmienda a tanto mal, dique a inundación tamaña?

-¿ Tan mal estamos?-Sí, don Saturnino, sí. Con políticos necios,

poetastros petulantes, envidiosos y mezquinos a todo pasto, codiciosos a mansalva, no tardando mucho nos darán un palmetazo histórico. Calculo que a finales de este siglo.

Don Leopoldo interrumpió a su amigo con una pregunta cortés.

-¿Quiere usted comer o beber algo? Avisaré ami mujer.

Hizo sonar La campanilla y apareció en La puerta doña Onofre, sonriente y solícita.

-¿Llamabas?-Don Saturnino quiere algo.-¿Chocolate, café, manzanilla, vino ... ?-Un poquito de vino, señora, un poquito de

vino. -¿ Y tú, Leopoldo?-El potingue destinado al efecto.-¿Potingue?-Mis entresijos, don Saturnino, funcionan de-

fectuosamente, hago unas digestiones penosas y me han recetado un jarabe cuya composición ig­noro y al que hemos convenido en llamar potin­gue.

Se aleja doña Onofre, como un suspiro, en busca del vino y el potingue y don Saturnino en un rapto de inspiración y oportunidad preguntó:

-¿ Qué le parece el matrimonio?

-No se asuste, pero tengo para mí que el matri-monio es una gran institución, pero se celebra al revés. La ceremonia debía dejarse para el último día de la unión en la tierra. Al morir uno de los esposos, la Iglesia y el Estado, previa declaración de las partes, podrían decir con conocimiento de causa: éste fue matrimonio. Todo lo demás es prejuzgar la cue'stión.

-No creo que tenga éxito la proposición.

-Ni yo. Estoy casadísimo por la Iglesia, el Es-tado y el Municipio. Y contento. Onofre es mujer única. Sin su ayuda estaría perdido.

-¿A quiénes rechaza especialmente?

-A aquellos que estiman que ha pasado eltiempo de combatir el poder del fanatismo y los absurdos de la superstición, porque son tan peli­grosos para el progreso como los que piensan que ese tiempo no ha llegado ...

Plaza del Fontán.

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Entró doña Onofre en el despacho: -Aquí están los dos amigos: el vino para usted,

don Saturnino, con unas galletitas hechas por mis manos, y el potingue de Leopoldo.

-Gracias.--Gracias.Don Leopoldo deposita en la cucharilla una

porción del contenido del frasco y se lo bebe de un tirón. Bermúdez, saborea el vino y expresa su gozo:

-i ¡Un vini to riquísimo!!-¡¡Un potingue, pózima o brebaje, deleznable!!Y rieron gustosamente.-¿ Tiene muchos amigos?-Sí, excelentes, elocuentísimos: Platón, Lu-

ciano, Esquilo, Lucrecio, Dante, Rabelais, Cer­vantes, Voltaire, Hegel, Víctor Hugo ... y Pedro el jardinero que me oye como a un oráculo.

-Hábleme de sus enemigos ...-No viene al caso en este momento, no merece

la pena. Tengo enemigos, estoy bien servido de polémicas y otros lances desagradables. No me harán desviarme de mis propósitos, pero sí per­turban mi paz y ánimo ... no tanto por mí como por los míos a quienes apenan estas historias de resentidos y envidiosos.

-¿ Y los envidiosos son muchos?-Legión. Lo terrible es que una de mis mayores

amarguras es tener que estar de acuerdo muchas veces con los envidiosos.

-¿Cuál debe ser el final de la polémica?-Cuando se ha expuesto el último argumento,

no cuando se ha dicho la última palabra. -¿Es usted liberal, republicano, monárquico,

conservador, progresista ... ? -Creo que soy más bien autónomo.-¿Autónomo?-Algo así. Si con respecto a la religión le dije

que todas son buenas, pero la capa no parece, la política tiene más capas que una cebolla y he decidido ser autónomo. No pierda de vista el rango de cebollinos que exhiben no pocos políti­cos.

-O sea, que no se pronuncia.-Sí, sí. Amo la libertad, la justicia, el amor, la

naturaleza y me duelen la arbitrariedad, la injusti­cia, la represión y la ignorancia, el olvido de los menesterosos, del pueblo, un pueblo tan digno y ejemplar como el nuestro, el despego hacia la pro­pia España, no menos digna de respeto y admira­ción. Mire usted, don Saturnino, la carga ideoló­gica de mis bodegas se ha desplazado decidida­mente hacia la izquierda ...

-Ya ... ¿Y Vetusta? ¿Y Asturias?-No he nacido en Vetusta por razones adminis-

trativas. No concibo la vida sin ella, sin sus calle­juelas, catedral, universidad, casino, la niebla, lluvia, su misterioso y fascinante atractivo.

-¿Atractiva?-Sí, fascinante. Vetusta es mucha Vetusta ...-¿Asturias?-Un prodigio de la naturaleza. En todos los

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Carta de Clarín dirigida a Juan Ochoa.

terrenos, cielos y mares. Madre de hijos ilustres, perezosos, crítica, sensual, mística, panteísta ... A poco de verla es inevitable amarla. Y de Asturias, Guimarán ...

-¿ Guimarán?

-Mi pueblo y casa de Guimarán, el rumor de latierra y del mar, de los pájaros. No hay nada más hermoso que la naturaleza y Asturias se ha lle­vado la mejor tajada. Quiero que mis huesos aca­ben en esta tierra ya que azares político-adminis­trativos me impidieron nacer en ella como yo re­clamé insistentemente.

Don Saturnino miró el vaso vacío y a su amigo con cara de angustia, una angustia que le salía porlos ojos a borbotones.

-¿Le pasa algo?

-No, nada, es que al socaire de sus palabrasreferidas al deseo de ser enterrado aquí se me ha ocurrido una pregunta ...

-Adelante ...-¿ Y la muerte ... ?-La idea de la muerte nos aísla del mundo; sí,

Vetusta.

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del mundo que vemos y tocamos, del que nos rodea, pero nos abre otros horizontales ideales, nos hace dar un valor sustantivo, como simbólico de toda la realidad virtual que no vivimos, a la vida breve de que tenemos conciencia... Por la idea de la muerte adquieren valor infinitas cosas que no son para alargar la vida. El desinterés, que suaviza el dolor de morir, de la idea de la muerte se alimenta ...

-¿ Tiene usted miedo?-Sí, al dolor, sí.-¿ Y usted don Saturnino?-A mí me aterra.-Pues es usted hombre de hondos principios

religiosos. -No puedo evitarlo.-No se preocupe por eso. Es inevitable.-¿ Y el humor?-Ese es componente clave de Vetusta, de los

vetustenses, de Asturias y los asturianos. El sexto sentido. Sin amor y humor no se puede ir a nin­guna parte.

-Quisiera hacerle una pregunta personal...-Hágala sin temor.-Don Leopoldo, ¿salgo yo en la novela?-En las primeras páginas, en los primeros capí-

tulos. Ya es definitiva la redacción.

-Gracias.-No debe darlas. Es justo, pues, que figure us-

ted en la nómina de los vetustenses más represen­tativos y singulares ...

-Gracias otra vez. No le molesto más. He deirme.

-Confío en haberle servido. Se han quedadomuchas cosas en el tintero, pero no es posible en una entrevista periodística hablar de todo. Po­dríamos seguir durante meses, años. Y se va la luz.

Agitó la campanilla por tercera vez y volvió doña Onofre a aparecer en la puerta, sonriente y discreta.

-Don Saturnino se va. Le acompañaremos hastall¡l puerta.

-De ningún modo. No se mueva usted, donLeopoldo. Doña Onofre me conducirá.

-Se lo agradezco.-Le ayudaré a ponerse la capa.-Gracias, señora, muchas gracias.-¿Se va usted contento?-Contento y admirado, señora. Don Leopoldo

es un hombre excepcional ... -Eso creo yo también ...Otra vez en la calle que estaba desierta: la

tarde fresca; se respiraba bien; los soplos suaves del aire le parecieron caricias a don Saturnino. ¡¡Qué_ cosas tan nuevas, o mejor tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo!! Oprimía contra el pecho las hojas de papel en las cuales había reco­gido, esforzándose, la charla con el novelista, crí­tico, catedrático ... No podía dejar la transcrip­ción para más adelante. Lo haría esta misma noche.

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Al llegar a la Plaza Nueva, tan abstraído iba, que no advirtió la presencia de una mujer, de doña Ana Ozores, joven, hermosa, que acompa­ñada por su fiel Petra se disponía a entrar en su Palacio. Doña Ana Ozores, esposa de don Víctor Quintanar, el Regente de la o Audiencia de Vetusta, y a quien solía llamarse en la ciudad «La Regenta».

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