El detective gilipollas

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Cuento del libro "Habló el rey y dijo muuu"

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Carlos Carrión

El detective gilipollas

Cuento del libroHabló el rey y dijo muuu

Editorial El Conejo

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A Raúl Serrano S., con fraternidad de viejos panas.

No, se dijo el teniente, con coraje, ebrio, agotado, mientras entraba en su despacho aturdido por el calor cruel de las dos de la tarde, sin una sola pista válida y la botella de anisado en el bolsillo del saco. Por más borracho que esté, no puedo culpar al cura, al sacristán ni al monaguillo.

Era verdad que el muerto era un hombre que iba a todas las misas y se confesaba y comulgaba; pero de allí a acusar de su muerte a esos tres inútiles era imposible.

Rosendo Aguilera, antes de irse a España y después de volver al cabo de diez años con sus noches, siempre había sido un soltero sin familia ni enemigos en el pueblo. Y como persona, una plata de hombre, como decía la gente sin excepción. Y eso, claro, complicaba el asunto, porque otra cosa habría sido si fuera un borracho pendenciero, buscándole pendencia a uno y otro como el perdido de Anacleto Peña. O un prestamista como Eudoro Carpio, a quien sus prestatarios odiaban a muerte. O un mujeriego como Bonifacio Rojas.

También complicaba las cosas el que no hubiera habido muertos en la parroquia desde el tiempo de la viruela negra que mató tanta gente, aunque en ese caso las sospechas recayeron en Dios, dueño y señor de todas las pestes desde los tiempos de Moisés y las plagas de Egipto. El pueblo era un sitio pacífico, donde no pasaba nada, salvo las patochadas de sus siete tontos, más bien inofensivas. Y con respecto al tema de la investigación criminal, importaba mucho el contacto, si fuera posible diario, con los casos. Era algo así como la guitarra: si uno la dejaba olvidada un mes o dos, se olvidaba prácticamente de tocarla. Lo mismo es con una mujer: si la has abandonado un tiempito, en especial si ha sido por otra, no es que uno no sepa después cómo ni cuándo ni por dónde es la cosa; pero si la tocas, te muerde. Y es igual.

Complicaba más aún el esclarecimiento del caso de Rosendo Aguilera, el que hubiera amanecido muerto, pero sin una sola herida en el cuerpo. Como un tonto. Puesto que si hubiera sido a causa de un golpe macizo en la crisma, tendría una buena pista en el herrero, que además de fabricar magníficas barretas era un cascarrabias redomado y perdía el control por quítame estas pajas. O en el tonto de su ayudante. O si hubiera muerto de un tiro habría tenido toda la razón para sospechar del gaznápiro de Eudoro Carpio, el único que tenía armas de fuego en el pueblo, o de alguno de los locos de sus hijos; aparte, por supuesto, de los viejos inocuos como José Carrión que guardaban como reliquia una que otra escopeta del año de la zorra. O si hubiera amanecido hinchado y cárdeno, tendría buenos motivos para pensar en la picadura de una serpiente o en algún medicamento mal

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administrado por la Agripina Cárdenas, la boticaria impune.Pero no, Rosendo estaba intacto como una virgen de Dios, de modo que

cuando el martes a las siete de la mañana los niños de la escuela le fueron con el cuento al teniente de que había un muerto tirado en la trascalle de la Domitila Páez, él corrió, lo vio y creyó que estaba durmiendo la borrachera del domingo, aunque Rosendo no le entraba al alcohol casi nada.

Después de observar sus cuarenta años intactos, su tamaño normal, su pantalón azul, su camisa a rayas sin problemas, su cara de hombre cotidiano, su palidez mañanera, sus ojos cerrados, su cabello despeinado, sus labios carnosos de seductor impune, se puso en cuclillas y le dijo Rosendo, ya son las siete, despierta hombre. No demoran en pasar por aquí los burros de Melchor Tandazo y te pisan. O, peor aún, los puercos de la Chocha Samaniego y te comen lo que sabemos. Y Rosendo, como si no fuera con él. El teniente agarró uno de los brazos para ayudarlo a levantarse y entonces supo que había en verdad estirado la pata como le dijeron los niños; no tanto porque no oliera a alcohol ni porque no le contestaba a sus voces como por la rigidez cadavérica, que agregaba al peso del brazo el del difunto total.

—Ah, carajo, dijo el teniente y se puso de pie. Arreó los niños a la escuela y fue a tocar la puerta de Domitila Páez para

pedirle algo para cubrirlo, al tiempo que le rogaba servirle de testigo en el levantamiento del cadáver.

Como Rosendo Aguilera era un hombre solo desde antes de su viaje a Madrid y después de que volviera con su bolsa de pesetas y palabras españolas que ya andaban por el pueblo, luego de que se regó la noticia de su muerte, nadie fue a dolerse de él con lágrimas y alharacas de hermanas, de hijas o de madres, sino con las lágrimas y cuchicheos con que se dolían de cualquier finado sin dueño.

Con la ayuda de los más serviciales, el teniente lo llevó a la tenencia política. Una sala grande que daba a la plaza con piso de tablas resecas, al fondo de la cual estaba el escritorio de la autoridad a la sombra de un mapa del país y una bandera nacional. La amueblaban seis sillas de madera y un canapé. El comedido de Abelardo Paz prestó una mesa larga, Zenaida Piedra, una sábana limpia para poner debajo del difunto y otra para cubrirlo.

Después de mandar salir a los curiosos, con la ayuda de Secundino Ocampo el peluquero, el teniente puso a pelo al finado y ambos se admiraron de sus partes de asno presumido. Y durante un minuto de envidia masculina, desearon ser el muerto, pero vivos. Luego lo sometió a una hora larga de observaciones de científico con una lupa de catorce aumentos. Además de mirarlo con prolijidad, lo tocó y lo olió por un lado y otro como hacía su esposa cegatona para saber si la ropa estaba de ir a lavarla o no y como hacían los puercos, cuyo olfato, según él, es superior que el de los perros, porque descubría las trufas a un metro bajo tierra. No solo lo investigó por el derecho, obvio, sino por el derecho y el revés, donde un hombre esconde en ocasiones los secretos mejor guardados. Pero el teniente no sacó nada en claro. Rosendo Aguilera era un muerto tan sano, que si no estuviera muerto, pasaría por un vivo estupefacto. Los dos hombres lo vistieron de nuevo y lo acomodaron en la mesa prestada.

—Carajo qué muerto más raro, dijo el teniente. Y desde el mismo martes, acompañado por una botella de anisado, empezó la

investigación. Quería desquitarse del tiempo sin homicidios en el pueblo, descubriendo al asesino dentro de las veinticuatro horas reglamentarias antes de

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realizar la autopsia. De ese modo, no tendría que destazar al pobre Rosendo. Primero fue a la casa que él había construido apenas regresar de España, hace medio año. Estaba en mitad de unos naranjos a una cuadra del pueblo. Era la más grande y hermosa: de dos pisos de ladrillo revocado y pintada de azul, con un pórtico reluciente, corredor ancho y cuatro ventanas con balcones bordeados de flores.

Nada más empezar la construcción despertó la curiosidad de las chicas casaderas, que pensaban que se habría casado en Madrid u otra ciudad española y que se había adelantado a parar semejante casa para llamar a su mujer nomás cuando estuviera terminada. Sin embargo, cuando la concluyó y Rosendo se quedó solo dentro de ella, supusieron que la mujer no habría querido venir a esta tierra de indios y que buscaría esposa en el pueblo.

Las muchachas se hacían las encontradizas y Rosendo nada; las risueñas, las coquetas y nada. Seguía solitario y hermético como un animal. Se había comprado un caballo y en él salía a dar la vuelta, volvía por la tarde y lo ataba en un pilar de la casa. Entonces ellas pensaron que despreciaba a las chicas del pueblo y que estaría buscando una de los alrededores; de modo que la más audaz o herida por el orgullo de Rosendo fue y le rompió un vidrio con una piedra.

De vez en cuando, él se tomaba una copa en la cantina de Hermelinda Piedra y, como era generoso, les pagaba otra a los que allí encontraba.

El teniente vio el caballo dormido de pie delante la casa. No estaba atado y supuso que, luego de dejar caer a su jinete en la trascalle de Domitila Páez, habría regresado a su querencia solo. Se tomó un trago y lo observó con ojos de sospecha pero sin despertarlo. La silla con adornos de plata intacta, las cuatro patas en su sitio, la cola igual, el machete de caballo en su vaina. Acaso la observación de sus partes despertó a la bestia y dio un manotazo mirando con suspicacia al teniente. Éste se había agachado y se enderezó al punto.

—Como testigo flagrante del crimen de Rosendo Aguilera, te prohíbo salir del pueblo, le dijo y entró en la casa con una ganzúa oficial.

Miró la sala enorme, los muebles, las cortinas, los adornos de las paredes y, como si fuera la soltera que había conquistado el corazón de Rosendo, respiró feliz el aire de la casa. Luego revolvió las dos plantas, desprendiendo hasta los pósteres y banderines de toreros y futbolistas de las paredes y no encontró ningún indicio de la muerte de su propietario.

—Mierda, gruñó y, como un resarcimiento de su fracaso investigativo, apresó al caballo.

Atravesó el pueblo con él cogido de la rienda y lo ató en el traspatio de la tenencia política. La gente que lo vio se dijo que, como el teniente era un hombre que no pensaba bien de nadie, seguro que quería achacarle el crimen al caballo.

Después quiso interrogar a los vecinos de Rosendo; pero la mayoría estaba en el velorio y lo dejó para mañana.

Todo el pueblo acompañó al muerto, que ahora tenía una vela encendida en las cuatro esquinas de su cama. Los hombres y las mujeres llevaron taburetes y más sillas de sus casas, costearon el aguardiente para el canelazo y los panes y el queso para el café de la media noche. A la madrugada no había uno sobrio y hasta dieron vivas al muerto; el teniente no fue la excepción. Viva el majo de Rosendo Aguilera, el rezador. Vivaaa. Viva el español. Vivaaa. Y Rosendo, muerto.

Borracho y obsesivo como si fuera el padre del finado, apenas amanecer el martes, el teniente reinició la investigación. Le daba un trago a pico de botella a

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quien encontraba y lo sometía al interrogatorio. La gente del pueblo estaba indignada por el crimen y ta bien, teniente.

Horas de horas contándole lo que sabían de Rosendo Aguilera desde antes de irse a España y después de que hubiera vuelto en otro pelo, y respondiendo a las preguntas de la autoridad. Cuando se les secaba la garganta, el teniente tómate otra, Juan, tómate otra Domi, tómate otra Indalecio y él bebía con ellos; de modo que, al final del día, era el más ebrio de todos y no sabía lo que le habían dicho ni lo que él les había preguntado.

El tema fundamental alrededor del cual giraba la noria del interrogatorio era el odio que las muchachas casaderas habían cocinado como el mejor guiso para Rosendo Aguilera; pero, ahora que estaba muerto, madres e hijas, lo amaban por bueno, rezador y guapo. Se lo decían con lágrimas y al teniente no le quedaba otra que creerles.

Los hombres del pueblo, que no querían sino beber, inventaban sequedades de garganta a cada rato y le contaron que Rosendo era más que nada un buen hombre, callado, madrugador, amigo. Lo único malo era que iba a misa todos los días y se confesaba y comulgaba como beata. Eso se lo ponían como ejemplo sus mujeres y ellos eran capaces de ir y darle su merecido; pero jamás al extremo de matarlo, teniente. Otros le decían que era un hombre solitario y sombrío, como si tuviera un pesar oculto o lo carcomiera el dolor de una mujer ingrata. O el de un hombre, decían riéndose, roídos por el gusano de la soledad de Rosendo que los mal pensados confundían con gustos atravesados. Otros que los años de emigrante lo habían envejecido por dentro. No era él desde que había vuelto. Ni el pueblo su pueblo.

De vez en cuando Rosendo había dicho algo de eso en la cantina de Hermelinda Piedra; pero lo más recordado por todos era que su viaje a España había sido el mayor error de su vida. Otros atribuían su misterio de hombre a un peso que él llevaba encima, igual que si hubiese cometido un crimen, razón por la cual se confesaba y comulgaba tanto. En suma, el teniente investigó al pueblo en su totalidad y fue un trabajo baldío, por más botellas de anisado que compartiera con sus habitantes.

Solo le quedaba el caballo. Borracho como una cuba, el teniente pensó en un cuestionario para caballos y, con el objeto de sonsacarlo, le llevó un manojo de alfal-fa. Fue en vano: el animal comió, escuchó las preguntas y al final solo dio dos o tres manotazos indescifrables sobre el suelo. Pensando en que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad, le llevó tres botellas de cerveza. El caballo las bebió y cayó dormido. Por un instante supuso que, para sacarle la verdad, mejor sería ir a buscarle una yegua y soltó la carcajada.

—Caballo de mierda, dijo y lo abandonó. En esa situación estaba, cuando, durante un minuto de iluminación del

alcohol, dudó del alma de Dios del cura Floresmilo, del sacristán y el monaguillo.Al tercer día del velorio, la gente se cansó y la tenencia política quedó vacía,

salvo por el muerto y el reguero de borrachos desparramados entre las sillas volteadas y en la calle, en medio de los cuales como el director de una orquesta de caídos, el principal fue Anacleto Peña, por supuesto.

Las investigaciones del teniente habían exculpado a todo el mundo. Es decir, todos eran inocentes, pero la muerte de Rosendo seguía en el misterio. Y, para colmo, como un malagradecido, empezó a oler, a pesar de la batea con carbón y

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agua que le pusieron debajo de la mesa para controlar el mal carácter que los muertos agarraban a partir del tercer día. Y, algunos apurados, incluso antes.

—Mierda, se dijo el teniente con la nariz fruncida al entrar tambaleándose en su oficina convertida en sala de velación desolada. El pobre Rosendo no parece una persona, sino un perro muerto. Y, encima, sí tendría que practicarle la autopsia.

Se quitó el mugroso sombrero de fieltro de costumbre mostrando su cabello blanco y espeso, rodeó con torpeza la mesa del difunto, pasó armando un alboroto entre las sillas desordenadas y sobre los borrachos dormidos y aterrizó aparatosamente al lado de su viejo sillón de madera, arrinconado en una esquina de la improvisada sala de velación, porque su estado de embriaguez le impidió acertar con el asiento.

—Carajo, ¿quién fue el comedido que me movió el sillón?, gruñó, mirando con recelo a los borrachos derribados y al mismo difunto.

A la vez tocó la botella para saber si no se había roto. Dio gracias a Dios porque estaba intacta y se quejó por el golpe recibido a maldición pelada; agarró el sombrero que su mano había soltado en la caída y se subió al sillón, agarrándose del mueble.

Tenía setenta y tres años y estaba vestido con su traje habitual: pantalón de dril caqui, camisa blanca a rayas, saco marrón y corbata negra. Todo chorreado y marchito por cuenta de la embriaguez del velorio. No se había rasurado y su cara estaba cubierta por una nevada principiante, pese a los reclamos de su mujer. Colocó el sombrero sobre el escritorio, se quitó el tabaco apagado de los labios y miró el promontorio del muerto. Parecía más grande. Las velas se habían agotado una vez más y solo se veían la pavesa negra y el montón de lágrimas endurecidas en su lugar. Y, por un lado y otro, molestando la vista, la rabiosa luz del medio día que se había adueñado del velorio. Se durmió al parecer un rato, pero cuando abrió los ojos había caído el sol.

¿Quién podrá saber algo sobre la muerte de este muerto de mierda?, se dijo estragado frotándose los ojos ¿Quién? ¿Quién carajo?

Entonces desde fondo de la ebriedad emergió un relámpago de sabiduría. ¿Quién más para saber la verdad de este zafarrancho que el propio Rosendo, joder? ¿Quién más? Deseó encender un tabaco para que le ayudara a ahuyentar la hedentina aprendiza, pero no halló ni el tabaco ni los fósforos. Se puso de pie con trabajo y se acercó al lado derecho del difunto. Descubrió su cara. Sus facciones estaban intactas, como cuando lo encontró tirado en la trascalle de Domitila Páez, salvo por una leve sombra de árabe alrededor de los ojos.

Le dijo que lo perdonara, pero en sus cuentas el primero y único testigo de su muerte no era el caballo, sino él mismo. Más aún el primer sospechoso o encubridor. Porque todo muerto sabía la verdad de su muerte. Y que no se hiciera el mudo, carajo. Porque ahora, quiera o no quiera, lo iba a someter a un interrogatorio bajo ese cargo. Fue a sacar el anisado para beber un buen sorbo, pero la botella se había atorado en el bolsillo del saco y se demoró un buen rato.

—Salú, le dijo a Rosendo Aguilera y bebió. Primero le preguntó su nombre. Hijo de quién era, la edad, el lugar de nacimiento,

el oficio, si había hecho la conscripción y en qué compañía. Le contó a su vez que él había estado en Los Diablos de la Selva y que el sargento Troncoso, era un mierda. Le preguntó si tenía algún enemigo, alguna mujer, algún hijo. Si sospechaba del caballo, de alguna chica del pueblo. El muerto siguió sin dar su brazo a torcer

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como el momento en que fue hallado junto a Domitila Páez. El teniente tenía el peso de su borrachera apoyada contra la mesa del muerto y se enderezó a medias para beber otro trago.

La penumbra del lugar era propicia para el interrogatorio, como si las verdades ocultas fueran plantas de sombra y solo florecieran en la sombra. Estaba seguro de estar descubriendo, en ese preciso instante, junto al olor del finado Rosendo, la clave para esclarecer los crímenes herméticos que los investigadores más eruditos del mundo habían dado por perdidos.

Le preguntó luego cuándo se había marchado a España y si había sido para hacer un doctorado en filología o para trabajar de sirviente de algún viejo, a quien le había limpiado el culo. Le preguntó si no había adquirido alguna enfermedad ignorada, algún vicio, si no había conocido a algún encomendero del tiempo de la Colonia. Le preguntó si era cierto que los españoles almorzaban y se acostaban a hacer la siesta sin importarles que se parara el mundo. ¿Cómo eran los reyes y los príncipes? ¿Qué comían y bebían? Incluso le preguntó si no había visto, por casualidad, al Loco Bejarano, un primo suyo de esta laya y de esta otra, que vivía en Santa Rosa, que también supo que se había marchado a España y nadie había vuelto a saber nada de él hacía ya más de diez años. Como tragado de la tierra, coño. Y por fin le pregunto si, a lo mejor, él no era marica.

Como si el recuerdo de las tribulaciones sufridas en Madrid o la amada y bella nostalgia de las españolas le hubiera llegado al último rescoldo de vida y de corazón que le quedaba o como si la postrera pregunta lo hubiera cabreado, el difunto por fin pareció sentirse aludido. Hizo crujir las tablas de la mesa que lo soportaban como si estuviese cansado de estar en la misma posición durante los tres días que había estado muerto y buscara cambiar de lado. O como si ese lapso fuera peligroso para todo difunto, más aún para algún voluntarioso, porque podía resucitar. El teniente puso unos ojos de este tamaño, tal vez de pasmo momentáneo.

Por si no lo hubiera sabido Rosendo Aguilera, le contó que el martes unos niños de escuela lo habían encontrado muerto en la trascalle de Domitila Páez y que su caballo estaba bien. Que el pueblo entero había asistido a su velorio con ríos de aguardiente costeado asimismo por los asistentes hasta quedar hechos culos de borrachos. Allí lo habían vivado, porque lo consideraban un hombre lleno de virtudes teologales. Y, aunque nunca se hubiera casado, le habían visto pinta de amante esposo y padre ejemplar. Y, por supuesto, de amigo entrañable. Por eso mismo, él que era la autoridad del pueblo necesitaba aclarar su muerte para pillar al criminal y caerle encima con todo el peso de la ley por ese crimen abominable.

El muerto pareció entreabrir los ojos enfadado como si lo despertaran en mitad del sueño, fruncir la nariz igual que si lo importunara el olor de su muerte. O, a lo mejor, el mal olor del interrogatorio disparatado del teniente, una birria de autoridad que, en vez de buscar entre los vivos a su asesino, por su ineptitud supina, lo buscaba entre los muertos. El teniente no advirtió el cambio en la faz de Rosendo, su mirada rencorosa. Y siguió con la cantaleta, porque lo que era él no lo dejaría en paz hasta que le dijera la verdad. Incluso le dijo que, si seguía haciéndose el sordo y el mudo, lo podía acusar por obstrucción de la justicia.

Entonces, pesadamente, muertamente, Rosendo Aguilera ladeó con una mano la sábana que lo cubría, se incorporó apoyándose en un brazo, giró hacia el lado contrario de su interrogador, colgó una pierna y luego la otra sobre el borde de la mesa y se sentó allí mirando a todos lados para orientarse, sin reparar en el teniente,

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a quien bien pudo preguntarle por lo menos dónde estaba o qué hacía allí y no le dijo nada, ignorándolo. Los pies torpes y sin vida buscaron sus zapatos de extinto, vanamente. Se inclinó hacia delante con trabajo de difunto inepto hasta que levantó de la cama improvisada, con la ayuda de las dos manos, el peso muerto de su cuerpo. Se puso de pie a duras penas y caminó mareado por la muerte hacia la puerta de la tenencia política. Como un borracho del otro mundo. El teniente lo miró sin parpadear.

—Detective gilipollas, le dijo Rosendo Aguilera con voz de tumba desde el umbral de la puerta sin siquiera volver la cabeza. O eso creyó escuchar el otro. Y se marchó. No se sabe si a orinar, al cementerio o a buscar otro investigador menos inepto.

—Demonios, dijo el teniente furioso. Y ahora ¿cuándo y dónde le hago la autopsia a este bruto?

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