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FELICIANO PÁEZ-CAMINO DEL CANTAR DEL CID A CERNUDA: EL DESTIERRO EN LA POESÍA ESPAÑOLA U.M.E.R. Universidad de Mayores Experiencia Recíproca Sede Social: C/ Abada, 2 5º 4-A 28013 Madrid www.umer.es

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FELICIANO PÁEZ-CAMINO

DEL CANTAR DEL CID A CERNUDA:

EL DESTIERRO

EN LA POESÍA ESPAÑOLA

U.M.E.R.

Universidad de Mayores Experiencia Recíproca Sede Social: C/ Abada, 2 5º 4-A

28013 Madrid www.umer.es

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Del Cantar del Cid a Cernuda: El destierro en la poesía española

FELICIANO PÁEZ-CAMINO

Madrid, 2011

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DEL CANTAR DEL CID A CERNUDA: EL DESTIERRO EN LA POESÍA ESPAÑOLA

(Conferencia pronunciada por el autor en la Universidad de Mayores Experiencia Recíproca el día 14 de marzo de 2011)

En las primeras intervenciones ante esta Universidad de Mayores –que con tan-ta frecuencia me honra invitándome– abordé temas históricos, tratándolos con el refuerzo de alguna ilustración literaria. Luego, en las dos últimas ocasiones en que ocupé esta tribuna, di un paso más hacia la literatura: me centré en autores como Larra y Miguel Hernández, procurando subrayar el diálogo, a veces dramático, que ambos sostuvieron con su entorno temporal y espacial. En la exposición de hoy, las palabras de los autores, de los poetas, tendrán más protagonismo que las mías propias (lo que no deja de ser, supongo, una buena noticia), si bien irán presen-tadas con un hilo conductor que, aunque con abundantes proyecciones literarias, mantiene una naturaleza esencialmente histórica y geográfica: el tema del destierro.

Desterrar es un verbo de la lengua española cuya relación con la raíz tierra le presta una intensa carga afectiva, que seguramente no encuentra equivalente exacto en el francés bannir ni en el inglés to banish. Su entendimiento es fácil: el condenado a destierro, el desterrado es quien se ve abocado, por una imposición externa, a abandonar el ámbito en que habitualmente vive. Sin embargo, las causas, las consecuencias, las derivaciones de ese hecho pueden ser múltiples. Y esa amplitud es también riqueza metafórica: a través del destierro se puede hablar de muchas realidades, tanto físicas como anímicas, que nos acercan a la complejidad de lo humano en el tiempo y el espacio. El destierro nos habla de padecimientos y de desarraigos, pero también de aventuras vitales y de nue-vas posibilidades de conocimiento. Precisamente la elección de Luis Cernuda

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como hito final de este recorrido histórico-literario tiene que ver, más allá de razones cronológicas, con el hecho de que la obra del poeta andaluz expresa bellamente la diversidad y las contradicciones de un tema que tan cercano está al dolor como a la esperanza.

El destierro del Cid, entre la historia y la literaturaPodemos decir que, tras el atisbo lírico de las jarchas¸ la literatura española

empieza con un destierro. Con el destierro del protagonista arranca, en efecto, el Cantar de Mio Cid o Poema del Cid, un texto de 3.730 versos asonantados que, como es sabido, constituye la más antigua muestra existente de la literatura épica en lengua castellana; su elaboración, en el estado en que ha llegado a nosotros, data probablemente de finales del siglo XII, es decir, un siglo después de los acon-tecimientos a que hace referencia.

En los comienzos del primero de los tres cantares que lo componen, Roy Díaz sale de su tierra de Vivar, desterrado por su rey Alfonso VI de Castilla y León, y entra en Burgos con una mesnada de sesenta caballeros. Mujeres y varones de la ciudad salen a verlo y, doloridos, pronuncian una frase que resuena con fuerza en nuestra historia y nuestra literatura: “Dios, qué buen vasallo, -si oviesse buen señore! ”. En Burgos nadie puede hospedar ni facilitar provisiones al Cid y los suyos, por expresa y amenazadora prohibición real. Quien lo hiciere perdería sus bienes y hasta los ojos de la cara. Es una niña de nueve años quien se lo explica al héroe desterrado cuando este intenta quebrantar la puerta cerrada de la posada; y la niña argumenta en conclusión: “Çid, en el nuestro mal -vos non ganades nada”. Como se aprecia, el destierro aparece tempranamente asociado, en la literatura, a la persecución del desterrado y al amedrentamiento de sus deudos.

Pero ¿por qué fue desterrado ese Roy Díaz al que, en rigor, todavía no debe-rían llamar Cid porque este apelativo árabe –Sid(e), señor– lo recibió por sus andanzas posteriores? El cantar, de cuyo códice falta la primera hoja, no nos lo aclara, y es frecuente suplir esa carencia recurriendo a un relato tradicional según el cual el futuro Cid, amparador del rey moro de Sevilla frente a los abu-sos de un conde castellano, es víctima de envidias despertadas en el entorno del monarca, que inducen a este a actuar contra él. Sin embargo, a finales del siglo XV, el romancero ofrece una razón más precisa y contundente, en versos que nos son casi familiares:

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Del Cantar del Cid a Cernuda: El destierro en la poesía española

En Santa Gadea de Burgos do juran los hijosdalgo,allí toma juramentoel Cid al rey castellano,sobre un cerrojo de hierroy una ballesta de palo.

Sabemos que el Cid amenaza al rey con una muerte infamante si no dices la verdad / de lo que te es preguntado: / si tú fuiste o consentiste / en la muerte de tu hermano. Tras jurar a regañadientes, el rey destierra al Cid:

-¡Vete de mis tierras, Cid,mal caballero probado,y no me entres más en ellas desde este día en un año!-Que me place –dijo el Cid–,que me place de buen grado,por ser la primera cosaque mandas en tu reinado.Tú me destierras por uno,yo me destierro por cuatro.

Ya se partía el buen Cidsin al rey besar la mano;ya se parte de sus tierras, de Vivar y sus palacios. (…)Con él iban los trescientoscaballeros hijosdalgos;los unos iban a mulay los otros a caballo;(…)Por una ribera arribaal Cid van acompañando;acompañándolo ibanmientras él iba cazando.

Se aprecia un vivo contraste entre el Cid del cantar, que es un vasallo leal y sensato, deseoso de recon ciliarse con su rey y señor, y este arrogante Cid del ro-mance tardomedieval, que parece complacerse en humillar al monarca y que, tras

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multiplicar por cuatro la condena de que es objeto, abandona su solar natal de Vivar con nutrida compañía nobiliaria e inicia su destierro cazando. Esto último es quizá algo más que un detalle porque la caza era actividad propia de los nobles y su ejercicio en este contexto sugiere, en el Cid, una actitud de seguridad en sí mismo y de cierto desdén hacia la orden del rey.

El caso es que los impactantes motivos que, para explicar el destierro del de Vivar, nos brinda el romance tienen poca base documental. Hasta comienzos del siglo XIII no aparece en fuentes históricas el hecho, supuestamente ocurrido en el año 1072, de que destacados castellanos, con el Cid al frente, hicieran jurar al rey de León Alfonso VI que no había tenido participación alguna en la muerte de su hermano Sancho II, de quien venía a heredar el trono de Castilla. Se trata, muy probablemente, de un episodio apócrifo, introducido en las crónicas his-tóricas a partir de algún cantar de gesta perdido: uno de esos casos en los que la literatura reinventa la historia.

Las fuentes históricas conservadas acerca del Cid presentan de él una imagen bastante distinta de la literaria. Rodrigo (Roy en el Cantar) Díaz de Vivar, que nació en esa localidad burgalesa, o en alguna otra próxima, en torno al año 1043, fue un lugarteniente del rey Sancho II de Castilla, bajo cuyo reinado adquirió el apodo de campeador (vencedor). Tras el asesinato del monarca en 1072, en Zamora, mantuvo con el hermano de éste, el rey Alfonso VI de Castilla y León, una relación intermi-tentemente conflictiva. De hecho, el Cid histórico llegó a sufrir destierro en dos oca-siones, en circunstancias que no son del todo bien conocidas, pero que apuntan a tensiones económico-militares con el monarca y otros nobles. La primera ocurrió en 1081 (es decir, nueve años después del supuesto juramento, base del destierro que narra el romance) y castigó una extemporánea acción saqueadora del Cid en la taifa de Toledo, que debía haber quedado a salvo de ella porque pagaba parias al rey castellano. Tras desarrollar, al frente de su mesnada, actividades guerreras en Aragón, el Cid se reconcilió con el monarca en 1086, tras la toma de Toledo. Pero tres años después fue de nuevo desterrado por no haber acudido a defender el castillo de Aledo, en Murcia. Fue a partir de ese definitivo destierro cuando, en 1094, ocupó Valencia frente a los almorávides y allí murió en 1099.

El análisis de la figura histórica del Cid no debe perder de vista las peculia-ridades de su tiempo: esa segunda mitad del siglo XI, tras la caída del Califato de Córdoba, caracterizada por la movilidad fronteriza, cierta tensión social y un juego de enfrentamientos y alianzas entre reinos en el que la diferencia religiosa

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entre Cristiandad e Islam no era necesariamente el principal factor. Más que el arquetipo del guerrero cristiano altomedieval, el Cid, que combatió con frecuencia contra cristianos al servicio de reyes musul manes (como al-Muqtadir de Zaragoza y al-Mutamid de Sevilla) es la expresión de las complejidades y matices de aquella época, y tal vez también del sostenido reconocimiento popular a quienes, en cual-quier tiempo, plantan cara a los poderosos y se labran su propio destino.

Aun antes de la muerte del Cid, sus hazañas eran objeto de recopilación y elogio. Luego fueron compuestos diversos cantares de gesta (de los que solo se conserva el aquí mencionado, que, por cierto, no vio la imprenta hasta 1779), así como numerosos romances, en los que, sobre todo a partir del siglo XIV, se acentuaron los elementos legendarios. Sobre esa base se compusieron, en los si-glos XVI y XVII, obras teatrales, dentro e incluso fuera de España; Las mocedades del Cid de Guillén de Castro (1618) y Le Cid de Pierre Corneille (1636) son bri-llantes ejemplos de ello. Desde entonces no han faltado las referencias literarias a este personaje, que fueron particularmente frecuen tes con el Romanticismo (Hartzenbusch, Zorrilla) y el Modernismo (Marquina).

Cuando, en 1899, se conmemoraba el octavo centenario de la muerte del Cid, el poeta Manuel Machado escribió una composición sobre el destierro del Cid, que incorporó a su primer libro de poemas, de orientación modernista, publicado en Madrid en 1900, con el título de Alma. El poema en cuestión se titula Castilla y, en su arranque, nos presenta, con brioso trazo, el entorno del desterrado:

El ciego sol se estrellaen las duras aristas de las armas,llaga de luz los petos y espaldaresy flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga...Por la terrible estepa castellana,al destierro, con doce de los suyos–polvo, sudor y hierro– el Cid cabalga.

El poeta moderno acentúa la soledad del desterrado: ya no le acompañan los sesenta pendones del cantar ni los trescientos caballeros de romance, sino sólo “doce de los suyos”. Es una soledad que realza la grandeza del héroe en medio del paisaje castellano, y que queda consagrada cuando –retomando el poeta la esce-na del mesón cerrado por orden del rey– aquella escuadra de feroces guerreros se

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aviene a proseguir su camino ante las razones y el llanto de la niña. La estructura de este bien conocido poema de Manuel Machado se acomoda a un sencillo es-quema narrativo que proliferará en el siglo XX, por ejemplo en el cine de héroes más o menos solitarios: una o varias personas llegan a un sitio, acontece algo que no esperaban, y finalmente se van como han venido… pero no sin dejarnos una emoción en el alma.

Solo en tierra ajena. Poetas clásicosUn recorrido por el tema del destierro en la creación literaria hispana no pude

ignorar los poemas y canciones sefardíes, esparcidos por los judíos expulsados de España al final de la Edad Media y cultivados por sus descendientes. Es un caudal literario que merece un tratamiento específico, y del que aquí queda esta mera evocación.

La poesía lírica española madura y se abre a nuevos horizontes con la obra de Garcilaso de la Vega, que nació en Toledo, probablemente en 1501, y que tuvo veleidades de rebeldía en su juventud ya que, en 1519, participó en un alboroto toledano, en el que defendió al Concejo contra el Cabildo, lo que le valió una condena a tres meses de destierro de la ciudad. Luego, a diferencia de su hermano mayor Pedro Laso de la Vega, apoyó a Carlos V frente a los comuneros, a pesar de lo cual el emperador lo condenó más tarde, en 1532, a destierro por haber presenciado el desposorio de un sobrino del propio Garcilaso, que el monarca había prohibido. El poeta estuvo varios meses confinado en una isla del Danubio, cerca de Ratisbona (la actual Regensburg, en Alemania) y de esa experiencia se hizo eco en la tercera de las tres Canciones que compuso. Está constituida por seis estancias (estrofas de heptasílabos y endecasílabos), y en la segunda de ellas expone, con integridad de espíritu, las corrosivas penas del destierro y del amor.

Aquí estuve yo puesto,o por mejor decillo,preso y forzado y solo en tierra ajena; bien pueden hacer estoen quien puede sufrilloy en quien él a sí mismo se condena.Tengo sola una pena,si muero desterrado

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y en tanta desventura:que piensen por venturaque juntos tantos males me han llevado,y sé yo bien que mueropor solo aquello que morir espero.

Garcilaso no murió de amor, pero sí joven, en 1536, en Niza, como conse-cuencia de una herida que recibió en el asalto a una fortaleza francesa próxima a Fréjus mientras combatía por el mismo Carlos V que, cuatro años antes, lo había desterrado. Su caso tiene ciertas semejanzas con el del poeta latino Ovidio, nacido el 43 antes de Cristo, que constituye el más señero antecedente clásico acerca del eco literario del destierro. Cuando el poeta tenía 51 años el emperador Augusto lo desterró a la orillas del mar Negro, a la ciudad de Tomi (hoy Constanza, en la Rumanía luego conquistada por Trajano), en una decisión que también tuvo algo que ver con cuitas amorosas y familiares. Como ocurriría luego con otros des-terrados, Ovidio llevó aquello penosamente como hombre, pero fecundamente como poeta; de ello dan fe sus cinco libros Tristia y sus cuatro Ex Ponto. Y, como también ocurriría más adelante a otros escritores en el exilio, el poeta romano fue pasando de la queja desolada al interés por el mundo circundante, hasta llegar a componer versos en el idioma de su tierra de exilio.

Volviendo a la literatura clásica española, encontramos señales de un tema de tradición medieval: la marcha del hombre como exilio interior de la mujer. Lo cultivó, en célebre y donosa composición, La más bella niña…, un juvenil Luis de Góngora en 1580:

Pues me diste, madre,en tan tierna edadtan corto el placer,tan largo el pesary me cautivastede quien hoy se vay lleva las llavesde mi libertad,dejadme llorar,orillas del mar.(…)

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De nuevo aparece el mar en la obra de este andaluz de tierra adentro, en un romance, de 1583, donde “un forzado de Dragut” (entiéndase un hombre obli-gado a remar por el famoso pirata turco así llamado, que lo ha hecho prisionero) avizora la –entonces desierta– playa de Marbella:

Amarrado al duro bancode una galera turquesca ambas manos en el remo y ambos ojos en la tierra,un forzado de Draguten la playa de Marbella se quejaba al ronco son del remo y de la cadena:“Oh sagrado mar de España, famosa playa serena…”

Una imagen, la de la costa vista por el desterrado que no puede alcanzarla, que retomará Rafael Alberti más de cuatro siglos después. Próximo al tema del desterrado está el del caminante extraviado, que Góngora describe en un soneto que se inicia con este Descaminado, enfermo, peregrino / en tenebrosa noche, con pie incierto / la confusión pisando del desierto / voces en vano dio, pasos sin tino…

Y, ya que estamos abriendo sonetos, recordemos el primer cuarteto de uno en el que Lope de Vega, con paradojas propias de la poesía trovadoresca y de Petrarca y con una referencia a la Odisea, describe así la ausencia: Ir y quedarse y con que-dar partirse; / partir sin alma, e ir con alma ajena / oír la dulce voz de una sirena / y no poder del árbol desasirse.

Ausentes de la patria amada. Idas y vueltas de ilustrados y liberalesEl destierro puede ser, como estamos viendo, una metáfora de diversos sen-

timientos y situaciones expresados por la poesía. Pero puede constituir tam-bién una realidad inmediata, como lo fue, en 1814, para un buen puñado de  españoles: primero, para los afrancesados que habían defendido el cam-bio de dinastía a favor de José I; y, en seguida, para los liberales que había luchado por el regreso de Fernando VII, pero también por la transformación constitucional de España.

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Figura descollante de la Ilustración española y renovador de la universidad salmantina, Juan Meléndez Valdés se vio, ya al final de su vida, abocado al des-tierro y murió, en 1817, en la francesa ciudad de Montpellier (la misma en que naciera, en 1208, el futuro rey de Aragón Jaime I el Conquistador). En la obra de Meléndez Valdés –que fue estudiada, por cierto, por otro exiliado, el poeta y profesor Pedro Salinas– figuran varias composiciones en que narra el desgarro del destierro y de la lucha civil que lo precedió, a veces con descripciones que nos traen a la mente imágenes goyescas, como en estos versos de la Oda XXX:

Huiré veloz de esta llorosa tierraa otra región más pura,do libre y lejos tan infanda guerrarespire en paz segura.

Doquier incendios, crímenes, gemidos,sangre y muerte y horrores,y tigres miro, sin piedad ni oídosal ruego y los clamores.

¡Execrable maldad! Ciego el iberode un furor inhumano,fulmina impío el reluciente acerocontra su propio hermano.

Otro ilustre afrancesado, Leandro Fernández de Moratín, nacido en Madrid en 1760, marchó también al exilio; volvió temporalmente a España al calor de la revolución liberal de 1820, y hubo de regresar luego a París, donde falleció en 1828, el mismo año en que Goya moría, autodesterrado, en Burdeos. En un so-neto titulado La despedida, el autor de El sí de las niñas expone, sin tanto lirismo pero con no menos amargura que Meléndez, sus méritos, que van desde la per-sonalidad de sus padres a sus propios éxitos teatrales:

Nací de honesta madre: diome el cielofácil ingenio en gracias aflüente,dirigir supo el ánimo inocentea la virtud el paternal desvelo.

Con sabio estudio, infatigable anhelo, pude adquirir coronas a mi frente: la corva escena resonó en frecuente

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aplauso, alzando de mi nombre el vuelo.Dócil, veraz, de muchos ofendido,

de ninguno ofensor, las Musas bellasmi pasión fueron, el honor mi guía.

Pero si así las leyes atropellas, si para ti los méritos han sidoculpas, adiós, ingrata tierra mía.

De la persecución sufrida por los liberales se hizo eco, por ejemplo, Juan Nicasio Gallego, él mismo encarcelado hasta 1820 (como Argüelles, Calatrava, Martínez de la Rosa o Martínez Marina, entre otros muchos), que se refirió así los desterrados por la primera represión fernandina: Otros, au-sentes de la patria amada, / el agua beben de extranjeros ríos, / mil veces con sus lágrimas mezclada.

Al de 1814 siguió, tras el trienio constitucional, un segundo exilio liberal ini-ciado en 1823. En él figuró Ángel de Saavedra, que a su regreso a España en 1834 adquirió el título de duque de Rivas. Tras una estancia en Londres, al serle negado permiso de residencia en Roma se instaló en la isla de Malta, cuyo faro se convirtió en trasunto de la hospitalidad en el oscuro mar de la emigración. Lo expresa en su poema El faro de Malta, escrito en 1828:

(…) otros prófugos, pobres, perseguidosque asilo buscan, cual busqué, lejano,y a quienes que lo hallaron tu luz dice,hospitalaria estrella.Arde, y sirve de norte a los bajelesque de mi patria, aunque de tarde en tarde,me traen nuevas amargas y renglonescon lágrimas escritos. (…)

Diputado por Granada en las Cortes de Cádiz, luego preso hasta 1820 y más tarde exiliado en Londres y París de 1823 a 1831, Francisco Martínez de la Rosa dejó huella en los inicios del régimen liberal español con el Estatuto Real de 1834 y en los comienzos del Romanticismo con el estreno de La conjuración de Venecia. Antes de esta entrada en tromba en la vida política y cultural, abordó, en una notable composición fechada en Granada el 27 de octubre 1831 y titulada La

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vuelta a la patria, el tema del regreso del desterrado. Este es su comienzo, lleno de sabor geográfico:

Amada patria mía,¡al fin te vuelvo a ver!... Tu hermoso suelo,tus campos de abundancia y de alegría,tu claro sol y tu apacible cielo...Sí, ya miro magnífica extendersede una y otra colina a la llanurala famosa ciudad; descollar torresentre jardines de eternal verdura;besar sus muros cristalinos ríos;su vega circundar erguidos montes;y la Nevada Sierracoronar los lejanos horizontes.

Los desterrados que pudieron volver a la España que dejaba atrás la siniestra etapa fernandina regresaron culturalmente enriquecidos y a veces ideológica-mente cambiados o matizados. Y es que la experiencia del destierro, depen-diendo, entre otras circunstancias, de la edad (no, en este caso, para Meléndez o Moratín, pero sí para Rivas o Martínez de la Rosa), puede conllevar aspectos positivos. En la emigración forzada hicieron algunos liberales sus obras más co-nocidas. Es el caso de la Conjuración de Martínez de la Rosa y del Don Álvaro del duque de Rivas; y es el de Álvaro Flórez Estrada, que publicó su célebre Curso de economía política en Inglaterra en 1828, o el del conde de Toreno, que empezó en 1827 su decisiva Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, cuya primera versión vio la luz en París en 1832. Es evidente también, por ejemplo, la influencia del exilio británico en la formación económica de Juan Álvarez Mendizábal, o en la pedagógica de Pablo Montesino. Que el exilio sea lugar –u ocasión– de estudio y reflexión no era ya cosa nueva en aquellos años veinte del siglo XIX. El asunto tiene un lejano antecedente que difícilmen-te podría ser más histórico: en su largo destierro en Tracia, preparó Tucídides, el primer historiador científico, su Historia de la guerra del Peloponeso, decisiva obra que luego, tras ser amnistiado ya en las postrimerías del siglo V antes de Cristo, continuó en Atenas.

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Bajo todos los cielos. La apertura al mundo

Los finales del siglo XIX y comienzos del XX no son en España tiempos de grandes destierros –aunque alguno hubo– pero sí de caudalosas migraciones en el interior de España y hacia América, que dejaron un rastro en la poesía. Pensemos en Rosalía de Castro, en cuya obra la emigración económica es motivo recu-rrente desde los Cantares gallegos que publicara en 1863; o en el también gallego Manuel Curros Enríquez, cuyos Aires da miña terra (1880) contienen una atrevi-da denuncia del caciquismo generador de emigración.

En ese contexto ocurre a menudo que el hombre joven se marcha del pue-blo en busca de nuevos horizontes, y la muchacha se queda. Así lo refleja Juan Ramón Jiménez en su juvenil poema Adolescencia, inserto en su libro Rimas de sombra: Paisajes del corazón, escrito en los dos primeros años del siglo XX:

Aquella tarde, al decirleyo que me iba del pueblo,me miró triste –¡qué dulce!–,vagamente sonriendo.

Me dijo: ¿Por qué te vas?Le dije: Porque el silenciode estos valles me amortaja, como si estuviera muerto.

–¿Por qué te vas?– He sentidoque quiere gritar mi pecho,y en estos valles calladosvoy a gritar y no puedo.

Y me dijo: ¿Adónde vas?Y le dije: Adonde el cieloesté más alto, y no brillensobre mí tantos luceros.

Hundió su mirada negraAllá en los valles desiertos,y se quedó muda y triste,vagamente sonriendo.

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En la entrañable poesía de Antonio Machado aparece un destierro sentimental y paradójico: el que lleva a asumir, por amor, otra patria y a sentirse extranje-ro en la propia. Así empieza un poema que firma en Lora del Río, el 4 de abril 1913: En estos campos de la tierra mía, / y extranjero en los campos de mi tierra / -yo tuve patria donde corre el Duero / por entre grises peñas… Precisamente Machado fue miembro del jurado que concedió a Rafael Alberti el premio Nacional de Literatura en 1925 por Marinero en tierra, un poemario cuyo eje es el primer destierro juvenil del poeta, la pérdida del mar:

El mar. La mar.El mar. ¡Sólo la mar!¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?¿Por qué me desenterraste del mar?En sueños, la marejadame tira del corazón.Se lo quisiera llevar.Padre, ¿por qué me trajiste acá?

Pero el desplazamiento, el desarraigo, puede ser también una actitud vital en-riquecedora, una disposición a celebrar el dinamismo y la diversidad del mundo, como nos lo recuerda León Felipe en sus Versos y oraciones de caminante, cuya primera edición data de Madrid. En uno de sus poemas León Felipe reivindica al romero, término con el que se designa, desde finales del siglo XIII, a quien pere-grina a Roma… o a cualquier otro sitio.

Ser en la vida romero,romero solo que cruza siempre por caminos nuevos.Ser en la vida romero,sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.Ser en la vida romero… solo romero.Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,ligero, siempre ligero. (…)Sensibles a todo viento

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bajo todos los cielos,poetas, nunca cantemosla vida de un mismo puebloni la flor de un solo huerto.Que sean todos los pueblosy todos los huertos nuestros.

En ese proceso de maduración cultural y afectiva en que puede convertirse la sali-da de la tierra donde se nació o se está arraigado, muchas personas encuentran lo que estaban buscando y reconocen como propio. Lo expresa muy claramente –aunque no en verso– el joven Manuel Azaña cuando, a finales de 1911, se refiere a su llega-da a París, ciudad que no conoce todavía y a la que acude becado por la Junta para Ampliación de Estudios, como lo contrario a un destierro: “Con llegar he abierto un paréntesis en mi destierro. (…) Es el goce de regresar, amigos míos, de restituirse a un medio que nos es propio”. Un español un poco cultivado –explica Azaña– “aun-que llegue a París por vez primera, no parece que le descubre, sino que le recobra”.

A Miguel de Unamuno, en cambio, le sentó fatal que Primo de Rivera lo des-terrara. Ello le dio ocasión para trascendentalizar su experiencia personal, según tenía por costumbre. De 1925 data De Fuerteventura a París. Diario íntimo de confinamiento y destierro vertido en sonetos. Son composiciones de sátira vibrante y amarga, con ecos quevedescos. El primer verso del soneto XXI escalofría: “Ya sé lo que es el porvenir: la espera”. Y también, por el drama que narra, el soneto XCII que empieza: A un hijo de españoles arropamos / hoy en tierra francesa; el inocente / se apagó –feliz él– sin que su mente / se abriese al mundo en que muriendo vamos. Luego, en Hendaya, don Miguel publicó el Romancero del destierro, en 1928; y ese mismo año inició su Cancionero, que no fue íntegramente impreso sino en Buenos Aires, diecisiete años después de su muerte, en 1953. Allí dejo anotado: Bajo el cielo de la patria / os pudrís en un desierto, / mientras yo vivo mi España / bajo la patria del cielo. Y es que el desterrado Unamuno se llevaba a España consigo.

El destierro no violento de un gobernante indeseado fue también tema poético y, en este caso, generalmente festivo. Ocurrió con Isabel II en 1868 y, de nuevo, con Alfonso XIII en 1931. Luis de Tapia, que hacía comentarios de la actualidad en versos jocosos, en periódicos de orientación republicana, publicó el 15 de abril de 1931 una composición que terminaba, con más compasión que encono, de esta manera:

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¡Se fue! Sobra toda saña.Ya es triste cruzar España cuando es flor todo el país. Cuando, en fecundos olores, florecen todas las flores menos las flores de lis.

España que perdimos, no nos pierdas. La poesía de la “España peregrina”

No todos los destierros fueron tan confortables como los borbónicos. Y desde luego no lo fue el éxodo que, a lo largo de la guerra civil, y sobre todo en febrero y marzo de 1939, afectó a varios cientos de miles de españoles. A Antonio Machado la guerra lo desterró, por lo pronto, del amor: De mar a mar entre los dos la guerra, / más honda que la mar…, escribe al inicio de uno de sus sonetos a Guiomar. Luego será, seguramente, el primer poeta que muera en el destierro; el hecho ocurre antes incluso de que concluya la guerra, el 22 de febrero de 1939, en una habitación de hotel de Collioure. Días después, su hermano José encontró en un bolsillo del viejo gabán del poeta, un trozo de papel arrugado en el que había tres apuntes a lápiz. Un de ellos era un verso alejandrino: Estos días azules y este sol de la infancia. Así sa-bemos que el primer verso de Machado en el destierro –que fue también el último verso de su vida– es una evocación de su tierra andaluza natal.

El otro gran maestro español de la poesía, Juan Ramón Jiménez, tampoco regresó a la España franquista, y murió en San Juan de Puerto Rico en 1958, dos años des-pués de recibir el premio Nobel de literatura. Los textos en los que más claramente muestra su lealtad a la causa republicana aparecieron, mucho después de su muerte, bajo el título Guerra en España (editada por Ángel Crespo en 1985). Tras la salida de España, su trabajo poético es sobre todo de reescritura y compilación, y el tema del destierro aparece alguna vez, trocando su melancolía en desvelo existencial:

Mientras estén lejosno se han de cerrarmis ojos abiertos.Llorarán recuerdoshasta hacer un marde llanto y deseo.

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La ruta misma hacia el exilio inspira a un poeta más joven, como Pedro Garfias, su composición Entre España y México, que escribe a bordo del Sinaia, buque fle-tado por el gobierno de México que preside Lázaro Cárdenas, en el que viajan desde Francia más de un millar de republicanos españoles:

Qué hilo tan fino, qué delgado junco –de acero fiel– nos une y nos separa,con España presente en el recuerdo,con México presente en la esperanza.

Repite el mar sus cóncavos azules,repite el cielo sus tranquilas aguas,y entre el cielo y el mar ensayan vuelosde análoga ambición nuestras miradas.

España que perdimos, no nos pierdas,guárdanos en tu frente derrumbada,conserva a tu costado el hueco vivode nuestra ausencia amarga,que un día volveremos más veloces,sobre la densa y poderosa espaldade este mar, con los brazos ondeantesy el latido del mar en la garganta.

Y tú, México libre, pueblo abiertoal ágil viento y a la luz del alba,indios de clara estirpe, campesinoscon tierras, con simientes y con máquinas,proletarios gigantes, de anchas manosque forjan el destino de la Patria,pueblo libre de México:

Como en otro tipo por la mar saladate va un río español de sangre roja,de generosa sangre desbordada...Pero eres tú esta vez, quien nos conquistasy para siempre, ¡oh vieja y nueva España!

Con un trasfondo de optimismo, se palpa en el poema ese deseo de seguir pre-sentes en la vida española –España que perdimos, no nos pierdas– que compartirán

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tantos otros exiliados. Luego, en los poemarios que Garfias escribe en México, la melancolía va ganando terreno y alcanzando hasta los propios títulos: De soledad y otros pesares (1948), Río de aguas amargas (1953).

El ya mencionado León Felipe agrupa su producción poética del primer exilio bajo el título Español del éxodo y del llanto, que data del mismo 1939. La situación internacional hace inviable un regreso próximo:

(…) Haz un hoyo en la puerta de tu exilio, planta un árbol, riégalo con tus lágrimasy aguarda.Allí no hay nadie ya…quédate aquí y aguarda.Sopla en toda la Tierrael mismo viento que se llevó tu casa.

Obsérvese que los dos últimos versos expresan con amarga sencillez la per-cepción del mundo que, al inicio de la segunda guerra mundial, podían tener muchos españoles derrotados. Ahora bien, según el poeta, quienes se han visto abocados a marcharse de España han cedido el solar y el poder, pero se han lleva-do consigo la cultura. Así, en Hay dos Españas, León Felipe delimita:

Franco, tuya es la hacienda,la casa,el caballoy la pistola.Mía es la voz antigua de la tierra.Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo…Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!Y ¿cómo vas a recoger el trigoy a alimentar el fuegosi yo me llevo la canción?

Conservar la libertad y un margen de maniobra para preservar el patrimonio cultural y ético arrumbado por la dictadura franquista. Ese enfoque lo expone con claridad Pedro Salinas en una carta que escribe a Guillermo de Torre, en enero de 1941: “Nosotros estamos mucho mejor, mil veces mejor. Haremos o no

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haremos, pero tenemos lo esencial, libertad de hacer. Por gracia verbal, nosotros, los desterrados, los echados de tierra, como decía el Cid, nos hemos traído la li-bertad de espíritu; a ellos solo les queda la tierra, son los in-terrados.”. Salinas y su gran amigo Jorge Guillén, también poeta y profesor, se consideraron siempre partícipes en el exilio republicano, aunque éste no dejara huella muy explícita en su obra. Fueron poetas en el destierro, aunque no, propiamente, del destierro.

También hubo quien perdió su libertad tras salir de España, como Max Aub. Aunque dedicado sobre todo a la novela y al teatro, Aub escribió breves poemas –apenas disponía de papel para otra cosa– mientras estuvo en el campo de con-centración de Djelfa, situado al borde del desierto, tres centenares de kilómetros al sur de Argel, donde lo confinaron las autoridades colaboracionistas francesas entre finales de 1941 y mayo de 1942. El Diario de Djelfa, publicado en México en 1944, contiene un ramillete de poemas impresionistas, entre ellos uno titula-do ¿Dónde estás España?, que es una rememoración alucinada del país que Max Aub hizo suyo.

Distintas fueron las circunstancias del malagueño José Moreno Villa, pintor y crítico de arte además de poeta, que fue un puntal en la vida de la madrileña Residencia de Estudiantes desde 1917 hasta la guerra civil. En enero de 1937 partió a Estados Unidos en viaje de propaganda cultural y republicana; de ahí fue a México, a instancias de su amigo el hispanista y diplomático Genaro Estrada. Muerto este, Moreno Villa se casó, ya cincuentón, con la joven viuda de Estrada y tuvieron un hijo, de modo que el exilio mexicano representó para él la ocasión de una vida nueva, algo así como el cumplimiento de un destino recóndito. De este modo empieza un poema, recogido en la autobiografía Vida en claro que publicó en México en 1944.

No vinimos acá, nos trajeron las ondas.Confusa marejada, con un sentido arcano,impuso el derrotero a nuestro pies sumisos.

Nos trajeron las ondas que viven en misterio.Las fuerzas ondulantes que animan el destino.Los poderes ocultos en el manto celeste.

Teníamos que hacer algo fuera de casa, fuera del gabinete y del rincón amado, en medio de las cumbres solas, altas y ajenas. (…)

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La voluntad de seguir viviendo activamente y dejando huella inspira asimismo algunos versos de Concha Méndez, que confiesa en un poema de 1944: Quiero ser, renacer mientras que aliente, / crear y recrear y recrearme, / y dejar una estela de mi vida / que no pueda acabarse con mi sangre. También prosigue en México su labor de poeta y promotor cultural el que fue su marido –hasta que la pareja se deshizo en el exilio– Manuel Altolaguirre, hombre de la generación del 27 cuya obra suele vincularse a la de su paisano el también malagueño Emilio Prados, para quien la España perdida queda asociada a la primavera de su vida en el her-moso poema que concluye con estos versos: Cuando era primavera en España…/ ¡Solamente en España / antes, cuando era primavera!

Algunos no se aquietan con la melancolía y siguen vinculando hasta el final su proyecto vital con el retorno a España, sobre todo el retorno a la España de los valores que ellos representan. Veámoslo en un soneto de Juan Rejano, titulado Estoy bajo tu piel:

No vivo en ti, no vivo en mí, no vivosino ardiendo entre llama y luz de ausencia,presente sobre el tiempo y la impotenciade esta raíz que tiene el ser cautivo.

¿Quién doblará este agudo acero altivo –morir en ansia tuya de existencia–si escrita está en tu entraña la sentenciaque una vanguardia hará del fugitivo?

Por el aire, la luz, la nube, el sueño,por el lamento de los ríos, dueñode su vuelo mi cuerpo en ti despierta.

Mírame aquí, lejana España mía,devanando en tu imagen mi agonía,madura la pasión, la sangre alerta.

Rejano, cordobés de Puente Genil, murió en México en 1976, cuando estaba planeando regresar a España tras la muerte de Franco. En su último e inacabado poema escribe: España, España / Acércame tus labios… Estás a un vuelo de mi sed. Me muero / por besar tus olivos. Algún poeta sí pudo regresar al restablecerse la democracia, como José Bergamín, que ya había estado en España entre 1958 y 1963 y había vuelto a marcharse.

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Pero la mayor parte no vivió lo suficiente para cumplir ese deseo, largamente acariciado. Es el caso de casi todos los mencionados hasta aquí y de algunos otros como Juan José Domenchina, o José María Quiroga Pla, autor del Nocturno del desterrado.

La poesía de los desterrados por la guerra civil y el franquismo se convir-tió pronto en objeto de recopilación y estudio; lo atestiguan compendios como Poetas en el destierro, editada en Chile en 1943, o Las cien mejores poesías del destie-rro, aparecida en México en 1945, dedicada a la memoria de Antonio Machado. Además, la muy notable “revista literaria” Las Españas, editada en México entre 1946 y 1956, incorporó a menudo una sección titulada Poesía en el destierro.

Ahora bien, no fueron pocos los exiliados, sobre todo los más jóvenes y con más amplia formación académica, que consideraron su situación no sólo como una garantía de libertad, sino como una ocasión de desarrollo personal, como ha subrayado el profesor Jordi Gracia en su reciente libro A la intemperie. Exilio y cultura en España. Por ejemplo, Francisco Ayala insiste, desde 1948, en que al desterrado se le abren “posibilidades de un nuevo desarrollo para su pensamiento a partir de las concretas condiciones del medio ambiente en que ahora trabaja”, y advierte en el enclaustramiento de la colonia exiliada cierta simetría “con el se-cuestro de España” bajo Franco. Algunos trabajan en nuevos enfoques y épocas sobre el propio tema del exilio, como Vicente Llorens en su ya clásico libro sobre los exiliados liberales y románticos españoles entre 1823 y 1834, editado por pri-mera vez en México en 1954; o Aurora de Albornoz, que estudió precisamente la “poesía de la España peregrina” en la obra colectiva coordinada por José Luis Abellán, El exilio español de 1939, publicada en España en 1976. Un análisis más reciente del tema es debido a un antiguo joven exiliado, Claudio Guillén (hijo del poeta Jorge Guillén), que en su libro El sol de los desterrados. Literatura y exi-lio (editado en Barcelona, en 1995) señala la “variedad referencial de la palabra exilio” y los “grados diferentes de realidad que lleva implícitos, entre la metáfora pura y la experiencia directa”.

Retengamos, de todos modos, que aunque vivieran el destierro de modos muy diversos, es común a los exiliados republicanos la voluntad de seguir formando parte activa de la cultura hispana y la convicción de encarnar unos valores cívicos que tenían mucho que ver con el futuro de España, ya que no con su presente. La escritora María Teresa León lo expresó emotivamente en su Memoria de la melancolía, publicada por Losada en Buenos Aires, en 1970:

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… todos los desterrados de España tenemos los ojos abiertos a los sueños. León Felipe aseguró que nos habíamos llevado la canción en los labios secos y fruncidos, callados y tristes. Yo creo que nos hemos llevado la ley que hace al hombre vivir en común, la ley de la vida diaria, hermosa verdad transitoria. Nos la llevamos sin saberlo, prendida en los trajes, en los hombros, entre los dedos de las manos... Somos hombres y mujeres obedientes a otra ley y a otra justicia que nada tenemos que ver con lo que vino y se enseñoreó de nuestro solar, de nuestros ríos, de nuestra tierra, de nuestras ciudades.

No sé si se dan cuenta los que quedaron por allá, o nacieron después, de quiénes somos los desterrados de España. Nosotros somos ellos, lo que ellos serán cuando se restablezca la verdad de la libertad. Nosotros somos la aurora que están esperando.

Un día se asombrarán de que lleguemos, de que regresemos con nuestras ideas altas como palmas para el domingo de los ramos alegres. Nosotros, los del paraíso perdido.

Un resplandor de fuegos no apagados. Rafael AlbertiDetengámonos un poco en Rafael Alberti y Luis Cernuda, que serán los hi-

tos finales de este recorrido. Nacidos en 1902 –en El Puerto de Santa María y Sevilla respectivamente– en la poesía de ambos hay, antes de la guerra civil, un algo de destierro: en la ya citada evocación del mar perdido, por parte de Alberti; en una perenne dificultad de adaptación al ambiente, en el caso de Cernuda. En los dos está muy presente luego el tema del exilio, aunque por supuesto la obra que realizan en él aborda muchos otros temas. Comparten también, pese a sus notables diferencias de estilo y de tono –más popular en Alberti, más refinado en Cernuda– una complejidad en el tratamiento poético del destierro que, en el caso de Alberti, tiene que ver con la convivencia de una fuerte nostalgia, por un lado, y una sed de experiencia vitales, por otro; y, en el de Cernuda, con la percepción que tiene de su condición de español, que evoluciona, con una calidad literaria sostenida, desde la exaltación dolorida hasta el rechazo despechado.

El tema del destierro aparece en los dos primeros compendios de poesía que Alberti escribe tras su salida de España en 1939: Vida bilingüe de un refugiado español en Francia y Entre el clavel y la espada, que tiene concluidos en 1940; y si-gue, latiendo, con más o menos insistencia, en libros posteriores como A la pintu-ra (1945-48), Retornos de lo vivo lejano (1948-52), Baladas y canciones del Paraná, (1953-54) y Roma, peligro para caminantes (1964-75), además de en su poesía más directamente política. En 1977 se publicó, ya en España, una recopilación

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de versos suyos titulada Poemas del destierro y la espera. Como es sabido, a dife-rencia de Cernuda y de casi todos los poetas exiliados, Alberti vivió lo suficiente para regresar a su tierra y prolongar en ella su vida hasta 1999.

Durante el destierro, pero incluso antes y después de él, Alberti profesa una especie de vitalismo melancólico, que se impregna con frecuencia de emotivi-dad biográfica. En su poema Retornos frente a los litorales españoles (incluido en Retornos de lo vivo lejano), describe su sensación cuando, desde el barco Florida, vislumbra la costa granadina y malagueña de una patria a la que no puede regre-sar. Por una curiosa inversión, es su madre-España quien se asoma a verlo: No quiero separarte de mis ojos, / de mi corazón, madre, ni un momento / mientras te asomas, lejos, a mirarme.

Siempre al acecho, el recuerdo de España aparece incluso en unas nubes que evocan su mapa, como en la canción 5 de Baladas y canciones del Paraná, que empieza: Hoy las nubes me trajeron, / volando, el mapa de España. O como en la canción 34 del mismo libro, dedicada a José Herrera Petere:

Trenes en el viento, trenes que van hacia el Guadarrama.

Pero por aquí, maizales, ríos inmensos y barcosque bajan hacia los mares.

Mas en el viento que pasayo escucho trenes lejanosque van hacia el Guadarrama.

La presencia de España en su obra es en sí un compromiso explícito. En una versificada Carta abierta a los poetas de la España peregrina, proclama: No por pasar los años lejos de ti se olvida, / España dura y dulce, que es tuya nuestra vida. / Todo te lo debemos, y no podemos darte / como pago la triste moneda de olvidarte. Tal designio admite algunos matices; al final de la canción 57 de Baladas y canciones del Paraná, leemos: Yo sueño con un futuro / que no le pese el ayer.

Tras un primer exilio en Argentina, Alberti se instala en 1963 en Roma, en el barrio del Trastevere. Esa presencia verificada a costa de dos despedidas es subra-yada por el poeta gaditano en el soneto titulado Lo que dejé por ti, que abre su libro Roma, peligro para caminantes:

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Del Cantar del Cid a Cernuda: El destierro en la poesía española

Dejé por ti mis bosques, mi perdidaarboleda, mis perros desvelados, mis capitales años desterradoshasta casi el invierno de la vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,un resplandor de fuegos no apagados,dejé mi sombra en los desesperadosojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,caballos sobre el sol de las arenas, dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,tanto como dejé para tenerte.

Sólo una larga espera a fuerza de recuerdos. Luis CernudaEn Historial de un libro, publicado en 1958, que es una especie de autobio-

grafía de su poesía, Cernuda se refería a lo que podríamos llamar su destierro existencial en estos términos: “Siempre padecí el sentimiento de hallarme aislado… la vida estaba más allá de donde yo me encontraba; de ahí el afán constante de partir, de irme a otras tierras, afán nutrido desde la niñez por lecturas de viajes a comarcas remotas. Y solo el amor alivió ese afán, dándo-me la seguridad de pertenecer a una tierra, de no ser en ella un extranjero, un intruso.”

Poeta consagrado como uno de los grandes del 27 –sobre todo a partir de la publicación, en 1936, de La realidad y el deseo– y activamente leal a la República española, Cernuda salió definitivamente de España a finales de 1938 y se esta-bleció en Gran Bretaña. Allí escribió su segunda Elegía española, en la que hay ya una, a la vez dolorida y elegante, intuición del destierro definitivo: Si nunca más pudieran estos ojos / enamorados reflejar tu imagen… Concluida ya la guerra, el poeta se estableció en Glasgow como lector de español. Allí fechó el 24 de abril 1940, el poema Un español habla de su tierra –del que Paco Ibáñez hizo una ver-sión cantada en los primeros años 70– que condensa su sentimiento de intenso

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desarraigo y cuyos versos finales son una temprana y escalofriante intuición de su muerte en el exilio:

Las playas, paramerasal rubio sol durmiendo,los oteros, las vegasen paz, a solas, lejos;

los castillos, ermitas, cortijos y conventos,la vida con la historia,tan dulces al recuerdo.

Ellos, los vencedoresCaínes sempiternos,de todo me arrancaron.Me dejan el destierro. (…)

Contigo solo estaba, en ti sola creyendo;pensar tu nombre ahoraenvenena mis sueños.

Amargos son los días de la vida, viviendosólo una larga esperaa fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya librede la mentira de ellos,me buscarás. Entonces ¿qué ha de decir un muerto?

No obstante, en las primeras obras de Cernuda fuera de España es posible espigar versos que resumen bellamente su idea de que el destierro puede ser una ocasión tanto para conocer mejor la tierra perdida (Mucho enseña el destierro de nuestra propia tierra, en el libro Las nubes) como para reforzar los vínculos sen-timentales con ella (Tierra nativa, más mía cuanto más lejana, en el libro Como quien espera el alba).

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En 1942 publica la primera edición de Ocnos, un compendio de poemas en prosa, poesía meditativa, que fue puliendo y ampliando a lo largo de otras dos ediciones (1949 y 1963). Ahí cabe apreciar que el sentimiento de destierro del poeta es anterior a su propia salida de España; en el texto titulado “El poeta y los mitos” recuerda así su contacto con la mitología clásica en su contraste con la católica:

Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivifi-cándolo como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión. Tú no discutías esta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño, mas en tus creencias hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura?

En 1943 Cernuda cambió su puesto de lector de español por otro en Cambridge y luego en Londres; en 1947 se trasladó a Estados Unidos y, dos años después, inició un grato contacto con México, donde se estableció a partir de 1952. En ese año publicó un libro en prosa, Variaciones sobre tema mexicano, en el que se lee: “¿Cómo no sentir orgullo al escuchar hablar nuestra lengua, eco fiel de ella y al mismo tiempo expresión autónoma, por otros pueblos al otro lado del mundo? Ellos, a sabiendas o no, quiéranlo o no, con esos mismos signos de su alma, que son las palabras, mantienen vivo el destino de nuestro país, y habrían de mantenerlo aun después que él dejara de existir”. Y más ade-lante, remacha: “Cuando casi no creía en mi tierra, la vista de ésta me devuelve la fe en la mía”.

Cernuda se asume entonces como un transterrado (un término acuñado por José Gaos para referirse al que pierde su país pero no su idioma) y se va dis-tanciando anímicamente de su tierra natal. En el libro Con las horas contadas, figura el poema Pasatiempo, fechado en marzo 1952, que se inicia: Tu tierra está perdida / para ti, y hasta olvidas, / por cerrada, la herida. En el poema Otra fecha (septiembre de 1953) reconoce: Aires claros, nopal y palma, / en los alrededores, saben / si no igual, casi igual a como / la tierra tuya aquella antes. En el titulado Contigo (enero de 1954), la ausencia del amado hace las veces de destierro: (…) El destierro y la muerte / para mí están adonde / no estés tú. Y, en la ya citada obra Historial de un libro, se encuentra una contundente expresión de las ventajas

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del destierro: “Para quien vive separado de su tierra, si alcanzó ya esa edad en que se ha completado la formación del hombre, ello no significa pérdida ni desventaja alguna. Con él lleva, fundido inseparablemente, el espíritu de su tradición, de su lengua, de su gente…”

En Desolación de la quimera (su último libro, compuesto de 1956 a 1962 entre México y California), la distancia con respecto a un país cuya dictadura parece definitivamente consolidada se hace más amplia y más amarga. La obra incluye el poema Díptico español, fechado en México, en octubre-noviembre de 1960, que es la más fuerte diatriba del poeta contra el nacional-catolicismo. La composición tiene dos partes; en la primera de ellas titulada Es lástima que fuera mi tierra leemos:

(…) Soy español sin ganasque vive como puede bien lejos de su tierrasin pesar ni nostalgia. He aprendidoel oficio del hombre duramente,por eso en él puse mi fe. Tanto que prefierono volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía,cuyas maneras rara vez me fueron propias,cuyo recuerdo tan hostil se me ha vueltoy de la cual ausencia y tiempo me extrañaron. (…)

La segunda parte, Bien está que fuera tu tierra, contiene un canto a Galdós y, a través de él, expresa la afinidad del poeta con la tradición progresista y tolerante de la cultura española, vilipendiada por el franquismo. Sobre la eventualidad del retorno, escribe el poema titulado Peregrino, fechado en México en febrero de 1961, con referencias a la Odisea y algún eco del poema Ítaca de Kavafis (que data, por cierto, de 1911: justo medio siglo antes):

¿Volver? Vuelva el que tenga,tras largos años, tras un largo viaje,cansancio del camino y la codiciade su tierra, su casa, sus amigos,del amor que al regreso fiel le espere.

Mas ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,sino seguir libre adelante,

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disponible por siempre, mozo o viejo,sin hijo que te busque, como a Ulises,sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,fiel hasta el fin del camino y tu vida,no eches de menos un destino más fácil,tus pies sobre la tierra antes no hollada,tus ojos frente a lo antes nunca visto.

También hay, en ese último libro, un poema, 1936, dedicado a un antiguo soldado de la Brigada Lincoln (a quien conoce en San Francisco, en diciembre de 1961), cuyo primer verso es Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, frase que el his-toriador Ronald Fraser convirtió en título de la versión española de su pionera Historia oral de la guerra civil española, publicada en 1979.

Desolación de la quimera concluye con A sus paisanos, poema acabado el 22 de abril, medio año antes de su muerte, ocurrida el 5 de noviembre 1963, en la casa que Concha Méndez tenía en la colonia de Coyoacán, en Ciudad de México. En ese poema –donde, tras el título, la tercera persona se convierte en segunda– la amargura del poeta desterrado alcanza su ápice. Empieza: No me queréis, lo sé, y que os molesta / cuanto escribo. ¿Os molesta? Os ofende. Y más adelante:

(…) Contra vosotros y esa vuestra ignorancia voluntaria,vivo aún, sé y puedo, si así quiero, defenderme.Pero aguardáis el día cuando ya no me encuentreaquí. Y entonces la ignorancia,la indiferencia y el olvido, vuestras armasde siempre, sobre mí caerán, como la piedra,cubriéndome por fin (…)

Amargo vaticinio… felizmente desacertado, como lo prueba, aun en su mo-destia, este recuerdo que compartimos de la poesía, llena de honda significación histórica y de hermosa vibración interior, del desterrado Luis Cernuda.

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Feliciano Páez-Camino

Nota biográficaFeliciano Páez-Camino Arias es doctor en Historia contemporánea y licen-

ciado en Filología francesa. Ejerce como catedrático de Geografía e Historia en un Instituto de Madrid, ha sido profesor asociado en varias universidades (Complutense y Carlos III de Madrid; La Sorbona-París IV) y desarrolla fre-cuentes actividades para la formación del profesorado de Enseñanza Secundaria. Es autor de publicaciones que tratan, entre otros temas, sobre el mundo en el periodo de entreguerras, la política y la cultura en la España contemporánea y acerca de la enseñanza y difusión de la Historia. En la UMER ha pronunciado, con anterioridad a ésta, conferencias sobre “El Madrid de la Segunda República” (cuaderno nº 38), “La Constitución republicana de 1931 y el sufragio femenino” (nº 44), “La guerra de la Independencia, entre la historia y el mito”, “El tiempo y la huella de Larra (1809-1837)” (nº 56), y “Miguel Hernández (1910-1942), en el sabor del tiempo (nº 63).

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CUADERNOS DE U.M.E.R.Nº 1: “Hablar y Callar”. Pedro Laín Entralgo

Nº 2: “Historia de la Biología Molecular en España”. Margarita Salas

Nº 3: “Envejecimiento”. Alberto Portera Sánchez

Nº 4: “Los Mayores: cómo son”. Enrique Miret Magdalena

Nº 5: “Reflexión cristiana sobre la ancianidad”. José María Diez Alegría

Nº 6: “Los médicos y las humanidades: Marañón ante la Historia”. Mariano Turiel de Castro

Nº 7: “Guernica”. José Veguillas Larios

Nº 8: “Vicisitudes dramáticas de “El Abuelo” . Mª de los Ángeles Rodríguez

Nº 9: “Curso monográfico: cuatricentenario de Velázquez”. Carmen Díaz Margarit. Carmen Pérez de las Heras. Alberto Portera

Nº 10: “Contenido mental, salud y destino”. Víctor López García

Nº 11: “Aula para Mayores, Universidad de Granada”. Miguel Guirao

Nº 12: “Los programas universitarios para personas mayores en España”. Norberto Fdez. Muñoz

Nº 13: “Rumanía: un país de raíces latinas”. Inés P. Arnaiz Amigo

S/N : Memoria de la “UMER”, Universidad de Mayores Experiencia Recíproca, 1994-1999

Nº 14 bis: “Historia y memoria de los niños de la guerra (en el siglo XX)”. Alicia Alted Vigil

Nº 15: “Aspectos Históricos y Literarios de la Gran Vía”. Ana Isabel Ballesteros Dorado

Nº 16: “Las cooperativas y las personas mayores”. Rafael Monge Simón

Nº 17: “Los Mayores y la solidaridad”. Padre Ángel García Ramírez

Nº 18: “Mujeres españolas del siglo XX. María Zambrano”. Carmen Pérez de las Heras

Nº 19: “Mujeres españolas del siglo XX. María Moliner”. Carmen Pérez de las Heras

Nº 20: “Los fines de la educación”. Aurora Ruiz González

Nº 21: “1999: Año Internacional de los Mayores”. Norberto Fernández Muñoz

Nº 22: “Poesías”. Felicitas de las Heras Redondo

Nº 23: “Consentimiento informado”. Manuel Taboada Taboada

Nº 24: “Aproximación a Edgar Neville y su cine”. Mª de los Ángeles Rodríguez Sánchez

Nº 25: “Xavier Mina: un liberal español en la independencia de México”. Manuel Ortuño Martínez

Nº 26: “La verbena de la Paloma. La modernidad de su libreto”. Ana Isabel Ballesteros Dorado

Nº 27: “Breve ronda de Madrid”. María Aguado Garay

Nº 28: “Una televisión “de” y “para” los mayores. ¿Otra utopía posible?”. Agustín García Matilla

Nº 29: “A mis 90 años: Por un optimismo razonable”. Enrique Miret Magdalena

Nº 30: “Memoria de la Universidad de Mayores Experiencia Recíproca “UMER” de 1999 a 2004”

Nº 31: “Larra entrelíneas; los diarios ocultos”. María Pilar García Pinacho

Nº 32: “Recuerdo y desagravio a León Felipe”. Mariano Turiel de Castro Nº 33: “El origen del hombre”. Maria Almansa Bautista

Nº 33: “El origen del hombre”. Maria Almansa Bautista

Nº 34: “Rosario Acuña: más allá de una estética feminista”. Carmen Mejías Bonilla

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Nº 35: “Cervantes, el Quijote y Madrid”. Fidel Revilla

Nº 36: “Contando cuentos...”. Enrique de Antonio

Nº 37: “Cómo mejorar el rendimiento mental con una nutrición adecuada”. Víctor López García

Nº 38: “El Madrid de la Segunda República”. Feliciano Páez Camino

Nº 39: “Posibilidades de futuro de la Biotecnología”. Alfredo Liébana Collado

Nº 40: “Mujeres: del voto femenino a Nada”. Carmen Mejías Bonilla

Nº 41: “El Madrid de la posguerra”. José Ángel García Ballesteros y Fidel Revilla González

Nº 42: “Voces de gesta y su esteno en Madrid: Un antihéroe valleinclaniano en escena”. Ana Isabel Ballesteros Dorado

Nº 43: “Novela y Guerra Civil”. María Jesús Garrido Calvillo

Nº 44: “La Constitución republicana de 1931 y el sufragio femenino”. Feliciano Páez-Camino

Nº 45: “Educación y Ciudadanía”. Aurora Ruiz González

Nº 46: “Miguel Mihura y el teatro de su tiempo”. Julián Moreiro

Nº 47: “Actitudes humanas, actitudes sociales”. José María Huerta Paredes

Nº 48: “España, de país de emigrantes a país de inmigrantes”. Alicia Alted Vigil

Nº 49: “Entre los bastidores de la historia del teatro”. Juan Carlos Talavera Lapeña

Nº 50: “No perdimos la esperanza (Recuerdos desde la U.M.E.R.)”

Nº 51: “Medios de comunicación. La vida como espectáculo”. Luis Matilla

Nº 52: “El dos y el tres de mayo”. Cristina del Moral

Nº 53: “Aproximación a la independencia iberoamericana en el bicentenario de su inicio”. Mª Jesús García-Arévalo Calero

Nº 54: “El cine cómico español en la primera mitad de los años cincuenta”. María de los Ángeles Rodrígez Sánchez

Nº 55: “Inmigración y Derechos Humanos”. Augusto Klappenbach

Nº 56: “El tiempo y la huella de Larra (1809-1837)”. Feliciano Páez-Camino

Nº 57: “Memoria de la Universidad de Mayores Experiencia Recíproca” UMER (2004-2009)

Nº 58: “La educación en España en el primer tercio del siglo XX: la situación del analfabetismo y la escolarización”. Alfredo Liébana Collado

Nº 59: “La ONU: una visión desde dentro”. Francisco Acebes del Río

Nº 60: “La Capilla del Obispo (de Nuestra Señora y San Juan de Letrán)”. Emilio Guerra Chavarino, Investigador; Rosario Zapata, Transcriptora

Nº 61: “Barrio de Maravillas, de Rosa Chacel”. Carmen Mejías Bonilla

Nº 62: “Breve historia de la Estadística y el Azar”. Benita Compostela Muñiz

Nº 63: “Miguel Hernández (1910-1942), en el sabor del tiempo”. Feliciano Páez-Camino Arias

Nº 64: “Los retos de la educación para la ciudadanía”. Luis María Cifuentes

Nº 65: “Las mujeres en la Ciencia”. Antonio C. Colino

Nº 66: “Miguel Hernández. Con tres heridas: la de la muerte, la del amor, la de la vida”. Maria Jesús Garrido

Nº 67: “El Banco de España: funciones e historia”. Enrique Ortiz Alvarado

Nº 68: “Carmen de Burgos: La voz de los sin voz”. Carmen Mejias

Nº 69: “Del Cantar del Cid a Cernuda: El destierro en la poesía española”. Feliciano Páez-Camino

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Subvencionado por:

Colección “Cuadernos UMER” nº 69

La Universidad de Mayores Experiencia Recíproca (U.M.E.R.) es una entidad estrictamente cultural, independiente de todo credo po-lítico o religioso (Art. 4 de sus Estatutos), organizada por profesores jubilados y personalidades de la cultura, con sede en Madrid y de ám-bito estatal, cuyos fines son :

— Transmitir a los mayores con curiosidad intelectual, y a los que sin ser jubilados lo deseen, la experiencia acumulada en la vida docente, poniéndola al servicio de la sociedad.

— Fomentar la intercomunicación y la tolerancia.

(Declarada de Utilidad Pública el 1 de marzo de 2007)

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MINISTERIO DE SANIDAD, POLÍTICA SOCIAL E IGUALDAD