El Cristianismo en una Sociedad Laica

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EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA 1 “EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA Hay que asumir el hecho de que hay confesiones de fe y proposiciones dogmáticas que han perdido significación, plausibilidad y coherencia a causa de los cambios epistemológicos y sociales, como ocurre con las formulaciones tradicionales acerca de Dios y de la divinidad de Cristo, en los que la literalidad de las formulas genera ideas diferentes e incluso contradictorias con lo que se quiso formular en un momento histórico dado. Detrás de una formulación ortodoxa literal monoteísta pueden subsistir concepciones triteístas antitéticas con la pretensión inicial. Cuando hay nuevos paradigmas de comprensión resultan inviables viejas creencias plenamente asumidas en otros momentos históricos. El problema no es que se modifique un punto concreto de las creencias sino que lo que cambia es la forma de entender lo que es revelación, inspiración, ortodoxia doctrinal y creencia de fe. De la misma forma que no se puede criticar la cosmovisión de Ptolomeo con argumentos de Newton, ya que ambos pertenecen a dos comprensiones globales totalmente diferentes, así también el problema hoy no es simplemente si hay que preservar determinadas creencias puntuales del pasado, sino cómo entender de forma diferente el significado de las doctrinas, los dogmas y el papel respectivo de la jerarquía y los teólogos en un nuevo paradigma cultural cognitivo. El descubrimiento de la historia, que plantea nuevos contextos y abre perspectivas y horizontes inéditos, afecta no solo a la comprensión y formulación de la fe GS 2 sino que es condición intrínseca de ésta. De ahí la inevitabilidad de formulaciones plurales de la fe y diversidad de comprensiones textuales UR 17-. El mismo Concilio Vaticano II propone una jerarquía de verdades UR 11 como medio de integrar un limitado pluralismo en las concepciones de fe. No todo tiene el mismo valor y hay que discernir entre el peso que tienen determinadas creencias en el depósito de la fe y la mayor libertad a la hora de disentir de posiciones asumidas, en lugar de caer en una dinámica del todo o nada, que hace inviable cualquier desacuerdo teológico. Las proposiciones doctrinales son, en muchos casos, respuestas a problemas que con el paso del tiempo pueden perder validez y también significación al cambiar el horizonte de comprensión, como ha ocurrido con el “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Por otro lado, el Magisterio jerárquico tiene que aprender de la historia. Ésta nos enseña Que muchos contenidos que han sido defendidos por la jerarquía, como los del Syllabus antimodernista, estaban equivocados y que han tenido que ser rectificados, frecuentemente sin reconocerlo oficialmente, simplemente dejando de utilizarlos. Si a esto se añade la larga lista de teólogos que han sido sancionados por la Jerarquía y a los que luego ha legitimado la historia posterior, hay que preguntarse qué es lo que está fallando en el Magisterio católico de los últimos dos siglos, que lleva a repetidas situaciones en las que se

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“EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA Hay que asumir el hecho de que hay confesiones de fe y proposiciones dogmáticas que han perdido significación, plausibilidad y coherencia a causa de los cambios epistemológicos y sociales, como ocurre con las formulaciones tradicionales acerca de Dios y de la divinidad de Cristo, en los que la literalidad de las formulas genera ideas diferentes e incluso contradictorias con lo que se quiso formular en un momento histórico dado. Detrás de una formulación ortodoxa literal monoteísta pueden subsistir concepciones triteístas antitéticas con la pretensión inicial. Cuando hay nuevos paradigmas de comprensión resultan inviables viejas creencias plenamente asumidas en otros momentos históricos. El problema no es que se modifique un punto concreto de las creencias sino que lo que cambia es la forma de entender lo que es revelación, inspiración, ortodoxia doctrinal y creencia de fe. De la misma forma que no se puede criticar la cosmovisión de Ptolomeo con argumentos de Newton, ya que ambos pertenecen a dos comprensiones globales totalmente diferentes, así también el problema hoy no es simplemente si hay que preservar determinadas creencias puntuales del pasado, sino cómo entender de forma diferente el significado de las doctrinas, los dogmas y el papel respectivo de la jerarquía y los teólogos en un nuevo paradigma cultural cognitivo. El descubrimiento de la historia, que plantea nuevos contextos y abre perspectivas y horizontes inéditos, afecta no solo a la comprensión y formulación de la fe – GS 2 – sino que es condición intrínseca de ésta. De ahí la inevitabilidad de formulaciones plurales de la fe y diversidad de comprensiones textuales –UR 17-. El mismo Concilio Vaticano II propone una jerarquía de verdades –UR 11 – como medio de integrar un limitado pluralismo en las concepciones de fe. No todo tiene el mismo valor y hay que discernir entre el peso que tienen determinadas creencias en el depósito de la fe y la mayor libertad a la hora de disentir de posiciones asumidas, en lugar de caer en una dinámica del todo o nada, que hace inviable cualquier desacuerdo teológico. Las proposiciones doctrinales son, en muchos casos, respuestas a problemas que con el paso del tiempo pueden perder validez y también significación al cambiar el horizonte de comprensión, como ha ocurrido con el “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Por otro lado, el Magisterio jerárquico tiene que aprender de la historia. Ésta nos enseña

Que muchos contenidos que han sido defendidos por la jerarquía, como los del Syllabus antimodernista, estaban equivocados y que han tenido que ser rectificados, frecuentemente sin reconocerlo oficialmente, simplemente dejando de utilizarlos.

Si a esto se añade la larga lista de teólogos que han sido sancionados por la Jerarquía y a los que luego ha legitimado la historia posterior, hay que preguntarse qué es lo que está fallando en el Magisterio católico de los últimos dos siglos, que lleva a repetidas situaciones en las que se

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deteriora su credibilidad y autoridad moral. El teólogo y el intelectual son potencialmente disidentes, ya que no pueden menos de revisar, cuestionar e interpelar, porque el estudio y la participación en la cultura profana lleva consigo nuevas formas de ver la revelación y de interpretarla. El miedo a lo nuevo y la dificultad para aprender y desaprender son, por el contrario, traicioneros para el Magisterio jerárquico, que como todas las autoridades desconfía siempre los intelectuales.

La corrección postmoderna a los grandes relatos lleva al diálogo hermenéutico y la fusión de horizontes de comprensión. En una sociedad que pierde conciencia de la historia es importante proteger las raíces identitarias, velando por la tradición, pero éstas tienen que asumirse desde la perspectiva del cambio y evolución, para que el pasado no bloquee ni se convierta en cerrazón ante cualquier nueva búsqueda. Las nuevas significaciones de viejas verdades forman parte de la comprensión hermenéutica actual y la obsesión por conservar la identidad de los orígenes se hace dañina cuando aísla del contexto histórico y eclesial. La Iglesia es identidad y cambio, y el núcleo de la fe puede transformarse progresivamente, sin que esto implique infidelidad, en cuanto que siempre estamos en un proceso de comprender mejor la revelación. La heterodoxia puede corresponder al deseo de renovar y dinamizar viejas tradiciones, y no simplemente a ser un rechazo de la ortodoxia oficial. Cuando se confunden ambas resulta imposible la evolución y una aplicación que atienda a los signos de los tiempos. A esto no escapa la estrategia anti-disidentes actual, ya que se mantiene el esquema de unidad uniforme respecto del de comunión en la diversidad. En realidad se defiende un “tutiorismo del magisterio” – ignorando las variaciones que se han dado en la misma doctrina oficial de la Iglesia de los dos últimos siglos -. Se apela a que hay que velar por la fe de los fieles, a pesar de que, a veces, es la misma postura magisterial la que plantea problemas a la fe de la gente, como ocurre en lo referente a las doctrinas morales. La preocupación por “los débiles en la fe” es frecuentemente una estrategia para imponer doctrinas que no son asumidas por una gran parte de la teología y de la comunidad eclesial. Cuando no hay recepción de un pronunciamiento oficial, se recurre al argumento de la autoridad ante la incapacidad para argumentar y convencer: La vieja crítica a una teología abstracta, que ignora los problemas reales de la gente y responde a preguntas y preocupaciones que nadie se hace, sigue también siendo determinante en el contexto actual de preocupación por la ortodoxia. No hay que olvidar además que la sociedad de los medios de comunicación social ha llevado a una abolición progresiva de la delimitación entre el espacio público y el privado. Anteriormente era posible reservar para la especialización teológica un mayor espacio de libertad, sin que necesariamente repercutiera pastoralmente en los fieles. Hoy cualquier postura asumida por un teólogo en un estudio especializado, fácilmente se comunica a la opinión pública, frecuentemente de forma poco matizada y sensacionalista.

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Si ante esta nueva situación sociocultural se recurre a una restricción del campo de libertad en la investigación teológica y filosófica, que es lo que está ocurriendo, se cierra el camino a la renovación eclesial y al diálogo entre la fe y la cultura. Como por otro lado abundan personas poco preparadas en teología y que, sin embargo, escriben sobre el cristianismo de forma sensacionalista y provocativa, como ocurre con novelas y presuntos libros que descubren apócrifos y documentos secretos del cristianismo, es inútil querer preservar a los fieles de la inseguridad y los conflictos derivados de nuevas aportaciones teológicas. Habría que preparar a los fieles para que supieran vivir en una época insegura, en la que el conflicto de interpretaciones es inevitable y enseñarlos a discernir por sí mismos y en unión con sus comunidades eclesiales. Esto supone también aceptar que el cristianismo es muy amplio y tiene muchas formas de pertenencia, de la misma forma que había un núcleo de discípulos junto a Jesús y muchos seguidores y simpatizantes desde lejos. La pertenencia al cristianismo es hoy mucho más difusa y fragmentaria que en el pasado y no se puede caer en la dinámica de un todo o nada. El pluralismo cultural y eclesial exige dejar mayor espacio a los teólogos e intelectuales cristianos, para que ellos mismos salgan al paso de las versiones distorsionadas del cristianismo y critiquen las heterodoxias teológicas, disensiones y novedades, en lugar de empeñar la autoridad del Magisterio que fácilmente puede abortar precipitadamente posturas que a la larga se revelan como correctas y contribuidoras a la renovación eclesial. La vieja estrategia de la exclusión y el anatema pierde hoy poder disuasorio por la pérdida de influencia y eficacia social de la jerarquía eclesiástica y por la inevitable democratización y laicización de la misma Iglesia en las sociedades postmodernas secularizadas. Al contrario, la descalificación jerárquica de una publicación es una de las formas más eficaces de propaganda, y las consecuencias que se consiguen son contrarias a lo que se pretendía con la iniciativa. Y es que ha cambiado el contexto sociocultural, que exige otra forma de arbitrar el pluralismo de cristianismos y creencias. La pérdida de poder social de la jerarquía redunda en una merma en los controles institucionales y las medidas impositivas erosionan, a la larga, a la autoridad. La misma cultura científica en que vivimos favorece la experiencia compartida como referencia última para legitimar las creencias. La atención a lo particular, diferencial y específico es también uno de los componentes de la sensibilidad actual postmoderna. Por eso, fácilmente entra en crisis la fe tradicional y se producen tensiones. En la Iglesia actual tiene hegemonía la pretensión de universalidad respecto a la valoración comunitarista del contexto y el entorno. De ahí la tendencia abstraccionista que redunda en problemas crecientes de aplicación, como ocurre en las filosofías universalistas. Este es uno de los problemas que plantea un gobierno central, que quiere legislar a nivel doctrinal, sacramental e institucional para toda la Iglesia, sin

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apenas dejar espacio a la creatividad de cada comunidad y a la necesaria inculturación local. La globalización, pensar universalmente y actuar localmente, pasa por la comunión en las diferencias, un mínimo común que deja espacio a experiencias y expresiones divergentes. Esto implica mayor apertura y tolerancia a nivel doctrinal y organizativo. En una época de fragmentación cobra más importancia la ortodoxia en cuanto memoria colectiva que da identidad y generadora de cohesión. El problema, sin embargo, es cómo preservarla sin que se convierta en tradición fosilizada, que bloquea cualquier intento de renovación. La universalidad como unanimidad ha dejado paso a la fragmentación de creencias, a la diversidad de interpretaciones y a la concurrencia de ortodoxia oficial y heterodoxias o disidencias parciales, que responden a distintas hermenéuticas de los escritos fundacionales. La Iglesia de los teólogos socava, en parte, a la del magisterio jerárquico, cuando hay falta de consenso entre ambas instancias. Se produce una selección de creencias a la luz del pluralismo interpretativo existente, en la que juega un papel fundamental la recepción o no por parte del pueblo o de parte de él. Una norma puede ser legítima y, sin embargo su no recepción por la totalidad de la Iglesia hace que pierda validez, significación y eficacia. Desde la perspectiva de la Iglesia piramidal tras que en una eclesiología de comunión juega un gran papel

el “sentido de los fieles” – sensus fidelium -, su consenso libre respecto de las normas emitidas por la autoridad,

la interacción entre jerarquía y pueblo, marcada por la exigencia de prudencia por ambas partes en función de la comunión. La historia de los concilios, de la liturgia y de las doctrinas eclesiales muestran cómo el principio de recepción ha sido determinante y forma parte de los criterios con los que se puede enjuiciar una norma o doctrina.

De ahí, las críticas de la “ortodoxia” tradicional al cristianismo a la carta, al bricolaje personal de las creencias, que refleja la pluralidad y multiplicidad de pertenencias en las sociedades contemporáneas. Las iglesias no pueden ignorar los entornos socioculturales que hacen inviable la homogeneidad confesional en el contexto de las modernas sociedades pluralistas. Por otra parte hay que asumir también los costos de la disidencia y de la búsqueda de nuevos caminos, recordando que el mismo Jesús avisaba a los suyos de que serían entregados a las autoridades por los piadosos. La hostilidad de la autoridad a cualquier crítica o disidencia pertenece a la dinámica misma de las instituciones, aunque sea un elemento indispensable de una eclesiología de comunión en la que se admite el discernimiento de todos –“licet, salvo iuris communionis, diversum sentiré”: S. Agustín. La predicción de conflictos y el anuncio de la incomprensión que encontrarían los seguidores de Jesús es parte

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del legado evangélico – Jn 15,18-21; 16,1-49 – en una comunidad, la johanea, que tenía dificultades para que su mensaje fuera asumido por todos los cristianos. No resulta coherente asumir los riesgos de la libertad, que llevan a la búsqueda personal, y luego ante los inevitables conflictos que se suscitan romper con facilidad con la comunidad eclesial de pertenencia, ya que la vinculación a la Iglesia debería estar por encima del conflicto puntual con las autoridades. De ahí los peligros de endurecimiento por ambas partes, que transformarán la ortodoxia en anti-heterodoxia, como ocurre en los grupos fundamentalistas, y las heterodoxias en anti-ortodoxia, que pueden ser tan dogmáticas como sus opuestos. La anti-heterodoxia, pone más el acento en combatir al otro, que en presentar la propia postura. Hay más propensión a criticar al otro que en desarrollar los propios contenidos de forma positiva y dialogante, para que puedan ser comprendidos y asumidos. De ahí la tendencia a combatir a las personas y no sólo a las doctrinas, en contra de los avisos del mismo Juan XXIII, y de la legitimación incluso de la mentira, para demonizar al adversario. La controversia lleva a que el fin legitime los medios, contra los principios básicos de la moral, y frecuentemente va acompañada por el secretismo que es una de las marcas de los autoritarismos. Destruir sin construir lleva a un progresismo irresponsable, muy acorde con la situación cultural actual, y la incapacidad para la pluralidad marca las ortodoxias fanatizantes. La exasperación de posturas lleva a una retroalimentación de una ortodoxia absolutizada y una heterodoxia no menos rígida, generándose con frecuencia un enfrentamiento de dos dogmatismos de signo contrario. Sólo saliendo de esta bipolaridad, que hoy existe en el seno del catolicismo, se pueden desideologizar los conflictos y abrirse al ecumenismo interno. En la medida en que esto se logre se podrá presentar la convivencia cristiana, dentro de una pluralidad real, como un ejemplo y testimonio a la sociedad, enseñando como afrontar los conflictos”.

Juan Antonio Estrada