Estrada Juan Antonio - El Cristianismo en Una Sociedad Laica

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Juan Antonio ESTRADA EL CRISTIANISMO en una sociedad laica

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Juan Antonio

ESTRADA

EL CRISTIANISMO en una sociedad laica

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JUAN ANTONIO ESTRADA

EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA

Cuarenta años después del Vaticano II

DESCLEE DE BROUWER BILBAO

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© Juan Antonio Estrada, 2006

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2006 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected]

Cuadro de portada: Miguel Pérez

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Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-330-2048-X Depósito Legal: BI-237/06 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao

ÍNDICE

PRÓLOGO 9

1. EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 1 5

1. El contexto eclesial antes del Vaticano II 2. La nueva concepción eclesiológica del Concilio 3. La colegialidad episcopal 4. La crisis del presbiterado y la revalorización de los

laicos 5. La nueva relación de la Iglesia con el mundo

2. LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA iU

1. La religión en las sociedades tradicionales 2. El proceso histórico de secularización de la sociedad 3. El nuevo modelo de sociedad secular 4. La laicidad del Estado y la libertad religiosa 5. La Iglesia, la laicidad y el laicismo en España 6. Raíces cristianas de Europa

3. EL CRISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 1. Origen y desarrollo de la postmodernidad 2. Postmodernidad, cultura y religión „c 3. Identidad y creencias en una sociedad postcristiana • 4. La búsqueda de Dios y la praxis religiosa

4. EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS DE LA ?

INCULTURACIÓN 2 2 ?

1. Los lugares de inculturación ~¿,Q 2. La deseclesialización de la religión -cg 3. La Iglesia: institución y carisma ' -73 4. La recepción del Concilio en la postmodernidad • • • •

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8 Kl ( R1STIANISMO UN UNA SOCIEDAD LAICA

5. EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 289

1. El marco de la globalización 289 2. Retos y posibilidades en un nuevo contexto 295 3. La globalización y la pluralidad de religiones 310 4. Reestructurar la Iglesia en el tercer milenio 329

6. DIVERSIDAD DE CREENCIAS EN UNA SOCIEDAD PLURAL 353

1. El contexto socio cultural de la fe 355 2. Ortodoxia y heterodoxias en los orígenes cristianos . . 363 3. De la pluralidad de cristianismos a la única Iglesia . .316 4. Creencias en un nuevo contexto cultural 385

P R Ó L O G O

Cuarenta años después del Vaticano II, el cristianismo se en­cuentra con retos nuevos que no se abordaron en el Concilio y otros que ya existían entonces, pero se han radicalizado posterior­mente. Como ocurrió al cumplirse veinte años del Concilio, con­memorados con un Sínodo episcopal (1985) que tuvo muchas repercusiones para el curso de la Iglesia, también hoy se acumulan los análisis y evaluaciones acerca del significado histórico y teoló­gico del Vaticano II, así como sobre el desarrollo que se ha dado en la época postconciliar. La recepción del Concilio Vaticano II en las últimas cuatro décadas y las transformaciones sociales, económi­cas y políticas que se han producido determinan el marco del cris­tianismo al comenzar el tercer milenio.

Este es también el objeto de este libro, que pretende recoger el legado del Concilio, analizar sus temáticas y aportaciones, y estu­diar los problemas que dejó pendientes a la posteridad. El Concilio ha sido el acontecimiento eclesial más importante del siglo XX, marcó el final de una época, la del antimodernismo y la Contrarre­forma, y puso las bases de un diálogo con el mundo en una línea contraria a la del Syllabus del siglo XIX. La actual crisis eclesial tiene, paradójicamente, raíces en el mismo Concilio. Por un lado porque las deficiencias, compromisos y conflictos teológicos irre­sueltos han marcado la discusión postconciliar y se han agravado con el paso del tiempo. Por otra parte, porque el Concilio ha dejado una herencia que no se ha actualizado y aplicado posteriormente El postconcilio ha seguido un curso en el que se ha impuesto una hermenéutica minimalista de los textos conciliares y la minoría

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tradicionalista se ha convertido en mayoría eclesial en las últimas décadas. El resultado es que el Concilio es ignorado por las gene­raciones que han nacido en los últimos cuarenta años y, en buena parte, ha sido olvidado por las anteriores.

En el primer capítulo se intenta ofrecer una visión sintética de lo que significó el Vaticano II y del reto que sigue siendo en la actualidad. Se ofrece un análisis del acontecimiento mismo, del hecho eclesial, y también de los textos, dedicando atención prefe­rente a las temáticas teológicas de mayor relevancia: la colegiali-dad de los obispos y la creación de una teología del laicado; en el contexto de una eclesiología del pueblo de Dios y a partir de la con­cepción de la Iglesia como sacramento, y en el marco del misterio de la Iglesia y de la teología del reinado de Dios. La eclesiología post­conciliar de comunión remite y se diferencia, al mismo tiempo, de la conciliar y muchas temáticas relevantes de los últimos cuarenta años tienen que abordarse teniendo en cuenta lo que dijo y pre­tendió el Concilio, para desde ahí evaluar si ha habido fidelidad o no al espíritu y la letra de los textos conciliares. Una de las tesis de este libro es que, en buena parte, la época postconciliar ha neutra­lizado el potencial teológico y eclesiológico del Vaticano II, siendo éste, también en parte, una oportunidad histórica desaprovechada. La actualidad del Concilio estriba paradójicamente en que es más moderno y actual en muchos temas que la teología y eclesiología hoy vigentes, precisamente porque no se ha desarrollado su poten­cial sino que se ha limitado y, a veces, claramente bloqueado.

El segundo capítulo está dedicado a dos problemas claves de la modernidad. La secularización y la laicidad son el resultado de una larga evolución histórica y del pensamiento, cuyas raíces remontan a la Ilustración. En el contexto de la crítica de las ideologías, la reli­gión fue analizada y evaluada por las corrientes ilustradas como un fenómeno humano, cuyas raíces antropológicas y sociales había de dilucidar. La secularización remonta a comienzos del segundo milenio, a la laicización del Emperador en el contexto de la reforma gregoriana, que puso el marco eclesiológico desarrolla­do en el segundo milenio. La Reforma protestante prosiguió el pro­ceso, dando a los príncipes la potestad de determinar la religión de los subditos, y poniendo las bases de una Iglesia estatal en el mar­co de un Estado confesional. La revolución francesa culmina el

PRÓLOGO 11

proceso de emancipación de la sociedad y el Estado de la tutela eclesiástica (la que pretendía la reforma gregoriana), y también de la subordinación política de la religión y de la institución eclesiás­tica, a la que se le sustraen cada vez más competencias en la socie­dad civil y en el orden político. Por su parte, el decreto de libertad religiosa del concilio Vaticano II, la aceptación de la democracia y el final del antimodernismo han creado las condiciones para que el proceso de la laicidad tuviera también legitimidad desde la pers­pectiva eclesiástica y no sólo estatal. Por eso, con el Concilio comienza una nueva etapa que se ha desarrollado en los últimos cuarenta años, la consolidación de una sociedad democrática mar­cada por la secularización y la laicidad.

El problema resulta especialmente relevante en la España actual, a diferencia de otros países que conmemoran ya un siglo de constitución de un Estado laico. Este retraso histórico, así como las reformas todavía pendientes es causa de múltiples conflictos en los que resurgen los enfrentamientos entre la Iglesia y el Estado. Las diferencias entre laicidad y laicismo por parte del Estado, el problema del fundamentalismo religioso y la nostalgia de la época de cristiandad, y los preguntas acerca del papel del Estado y de la Iglesia en una sociedad democrática, plural y no confesional son algunos de los temas que se abordan en este capítulo. Son proble­mas de filosofía política, que remiten de nuevo a las corrientes ilus­tradas, y también de teología, sobre todo a partir de los plantea­mientos católicos y protestantes sobre la ubicación de la Iglesia en el mundo, la mayoría de edad del cristianismo y el papel de los lai­cos como ciudadanos en una sociedad no cristiana.

La postmodernidad es el tema relevante del tercer capítulo. Se parte de un análisis filosófico del concepto, se estudia la discusión sobre la postmodernidad, entre los que afirman que corresponde a una época diferente de la moderna y los que sostienen que es el modelo de modernidad tardía en el que perviven las corrientes ilus­tradas. Se puede hablar de una segunda ilustración, que, como la primera, tiene derivaciones y consecuencias para la misma Iglesia. Si la primera ilustración llevó a la crítica de la religión, la segunda conduce a construir una sociedad en la que la religión retrocede al ámbito personal y pierde fuerza como sistema público de creencias y fuente de motivaciones morales. De ahí los problemas que surgen

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a la luz de la transformación de valores humanistas y morales, en parte vinculados a la crisis religiosa, y de las carencias de un pro­yecto de sentido, que se compensa con los microsentidos que ofre­cen las sociedades postmodernas.

La dinámica anti-institucional, el rechazo de los grandes rela­tos, el individualismo y la multipertenencia son elementos que cuestionan la identidad cristiana y que chocan frontalmente con algunos elementos tradicionales del catolicismo. La impugnación de los grandes sistemas de creencias, la praxis religiosa y la bús­queda de Dios responden a dinámicas plurales y entrelazadas que muestran la complejidad de la cultura postmoderna. Para los cris­tianos plantea problemas de ubicación y también de supervivencia, ya que se plantea el dilema de cómo vincular la ciudadanía y la per­tenencia a la cultura vigente con la identidad cristiana. Cómo res­ponder a estos desafíos es parte sustancial de las reflexiones que se ofrecen en este capítulo.

El capítulo cuarto completa la reflexión sobre la postmoderni­dad, la secularización y laicidad, esta vez desde la perspectiva de la identidad y organización interna de la Iglesia. El problema es cómo inculturar el cristianismo en una sociedad que ha surgido al margen de las iglesias y a veces contra ellas. En una sociedad post-cristiana hay que plantearse cómo hablar de Dios, buscar media­ciones que hagan posible la identidad cristiana en el marco de la familia, de la educación y de la misma organización eclesiástica, y abordar las estrategias que permitan una inculturación en la post­modernidad. Los problemas de la multiculturalidad, la problemá­tica de la deseclesialización de la religión y las tensiones entre la institucionalidad y carismaticidad de la Iglesia, cobran nueva rele­vancia. Se trata de un contexto nuevo que ofrece oportunidades inéditas al cristianismo, pero también es un reto radical que cues­tiona su supervivencia cultural como sistema de creencias que remite a una sociedad tradicional, fundamentalmente rural y mar­cada por la homogeneidad cultural.

El capítulo quinto, a su vez, se centra en la globalización. Corresponde a la tercera revolución industrial, y establece el nue­vo marco planetario en el que transcurre el siglo XXI, con rasgos claramente diferenciados del siglo XX. Se analiza aquí la proble­mática política, económica y sociológica de la mundializacion en

PRÓl.()(iO 13

curso, para desde ahí reflexionar sobre el papel mundial del cris­tianismo. La actual crisis mundial, sobre todo la injusticia estruc­tural a nivel internacional y el acaparamiento de las riquezas del mundo por la quinta parte de la población mundial, que además es la mayoritariamente cristiana, plantean un nuevo marco de pro­blemáticas, dentro del cual tiene que situarse el cristanismo.

Es el contexto mundial el que determina a la Iglesia, en la línea de la ubicación de ésta como parte del mundo y de la sociedad, con la que entra en diálogo y a la que tiene que testimoniar el mensaje evangélico. Este marco permite estudiar el problema del ecume-nismo cristiano y de la teología de las religiones en un contexto plural. Las pretensiones del catolicismo respecto de las otras con­fesiones cristianas y del cristianismo respecto de otras religiones, tienen que ser revisadas en este nuevo contexto histórico y socio-cultural en el que se hacen presentes simultáneamente diversos sis­temas religiosos. Este es también el nuevo espacio en el que hay que reflexionar sobre la institucionalidad de la Iglesia y las nece­sarias reformas para que el primado papal, la colegialidad y la ecle-siología de comunión, que son parte del legado del Vaticano II, se hagan efectivas en el catolicismo. La globalización parece espe­cialmente relevante para una religión con vocación mundial, como es el cristianismo, pero plantea también desafíos nuevos a un cato­licismo muy europeizado y que asiste a un progresivo desplaza­miento demográfico, cultural y teológico del centro del cristianis­mo respecto a las viejas cristiandades europeas, hoy convertidas en nuevos países de misión.

Finalmente, se estudia el problema de la diversidad de creencias en una sociedad plural. A partir de un análisis de los conceptos teo­lógicos de revelación, inspiración, interpretación y aplicación de las escrituras, se plantea el problema del cristianismo como reli­gión del libro, en relación al Judaismo y el Islam, y de sus elemen­tos específicos diferenciantes. Éste es también el marco para ana­lizar la ortodoxia y heterodoxia doctrinales, cuyo significado y definición ha cambiado con el paso del tiempo. Las divergencias doctrinales cobran un nuevo significado en el marco de una socie­dad pluralista y heterogénea, en la que además hay una multiper­tenencia de las personas y una adhesión parcial y fragmentaria a los sistemas de significado y de creencias.

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El pluralismo es una de las peculiaridades del proceso de glo-balización, ya que éste consiste en una comprensión global del mundo y en una sincronía de culturas y países que viven situacio­nes muy diferentes, tanto desde el punto de vista económico, como político y cultural. Por eso hay que analizar el curso histórico del crist ianismo y las distintas formas que ha asumido, de tal modo que se puede hablar de paradigmas globales de comprensión del hecho cristiano. Desde ahí se puede reflexionar sobre la distinción entre el concepto de Iglesia y el de secta, ya que el cristianismo comienza como una corriente judía que se convierte luego en reli­gión mundial, siendo Jesús un disidente, a partir del cual se acaba construyendo una cosmovisión religiosa, un canon de escritos fun­dacionales y una ortodoxia doctrinal y moral.

Éste es el espacio para reflexionar sobre el sistema de creencias del catolicismo y una pluralidad de corrientes internas, así como estudiar la posibililidad de disidencias y alternativas doctrinales respecto de la teología hegemónica. En este contexto se pueden también analizar conceptos claves como el de la opinión pública en la Iglesia; el de la recepción, como parte sustantiva de la fecundidad y aceptación de las doctrinas oficiales; y el de un magisterio pasto­ral y doctrinal jerárquico, que, al mismo tiempo, deje espacio a los intelectuales que ejercen un magisterio teológico en función de su saber más que debido a un cargo eclesiástico. En este nuevo con­texto cultural se piensa sobre los componentes doctrinales del cris­tianismo, en una sociedad que favorece las disidencias ideológicas y sobre la necesidad de revisar y reformar la actual forma de com­paginar el magisterio jerárquico y el teológico.

1 EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II

Cuarenta años después resulta posible mirar con cierta pers­pectiva valora ti va al pasado concilio. Antes de analizar la situación actual y los problemas a afrontar a comienzos del tercer milenio resulta conveniente una breve reflexión sobre lo que significó el Concilio y su recepción posterior, ya que muchos problemas actua­les sólo pueden comprenderse teniendo en cuenta el punto de par­tida que supuso el Vaticano II. La herencia del Concilio es amplia­mente ignorada y, en buena parte, desconocida para las generacio­nes con menos de cincuenta años. La evolución postconciliar, sobre todo desde la década de los ochenta, ha estado marcada por una vuelta a la tradición pre-Vaticano II, que no ha facilitado ni el conocimiento ni la estima por el Concilio. Sin embargo, éste cons­tituye el intento más claro de inculturación del cristianismo en la modernidad y el inicio de una nueva etapa en la relación de la Iglesia con el mundo.

No se trata aquí de estudiar con detalle el curso conciliar y sus documentos fundamentales, sino de ofrecer algunos temas claves de su eclesiología, vistos retrospectivamente a la luz de los aconte­cimientos de los últimos cuarenta años. Una síntesis teológica del Concilio implica selección y simplificación, ya que obliga a con­centrarse en algunas temáticas y documentos, sin poder analizar la totalidad de los textos conciliares. Hay que tener en cuenta, no sólo los documentos sino también su génesis y discusión previa, con sus tensiones y discontinuidades, y la situación histórica del mundo y de la iglesia real que los produjo. En lo que concierne a la eclesiología hay elementos nucleares y temáticas transversales,

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Id El. CRIS'I IANISMO EN UNA S()( II'.DAI) LAICA

que aparecen en distintos contextos y documentos, desde los cua­

les es posible captar la dinámica conciliar más allá de afirmacio­

nes aisladas y puntuales.

Hay que atender también al desarrollo y evolución de los textos

en las sucesivas fases de redacción, a las controversias y conflictos

que se dieron en el aula conciliar y a las soluciones de compromi­

so que a veces se tomaron, para captar la orientación global del

Concilio1. Tenemos la suerte de contar con una amplia informa­

ción, con muchos estudios de peritos y especialistas que intervinie­

ron en el Concilio, y con una base documental que progresivamen­

te se ha ido abriendo a todos los estudios, a diferencia del secretis-

mo y carácter restrictivo que tuvo la documentación de otros con­

cilios como el tridentino y el mismo Vaticano I2. El Concilio en sí

mismo, en cuanto celebración, es un acontecimiento eclesiológico,

un evento eclesial por sí mismo. Por eso, hay que atender al signi­

ficado de su convocación, a la forma de su preparación y desarro­

llo, y a las discusiones y valoraciones que se dieron dentro y fuera

del aula conciliar. Se trata de un acontecimiento relativamente cer­

cano en el tiempo que forma parte de nuestra experiencia vivida y

cuya recepción está dándose todavía.

1. El contexto eclesial antes del Vaticano II

El Vaticano II (1962-1965) ha ido cobrando cada vez más

importancia con el paso del tiempo, al mismo tiempo que crece la

1. Una buena descripción de los diferentes enfoques teológicos del Concilio es la confrontación del Cardenal Siri y del Cardenal Montini en la primera sesión del concilio. Cfr., P. Chenaux, "Vatican II á travers les lettres pastora­les et les écríts des cardinaux Siri et Montini (1962)", en Vatican II au Canadá: enracinement et réception G. Routhier (ed.), Quebec, 2001, 313-326.

2. Contamos hoy con una obra fundamental, los cinco volúmenes de Storia del concilio Vaticano II, Bolonia, 1997-2001, dirigidos por G. Alberigo. Se han traducido al español los dos primeros volúmenes. Sigue siendo también importante la obra colectiva dirigida por G. Baraúna, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1967. Una síntesis clara, pedagógica y breve es la que ofrecen J.M. Castillo, La iglesia que quiso el Concilio, Madrid, 2001; G. Alberigo, Breve historia del concilio Vaticano II (1959.1965), Salamanca, 2005. Un buen ins­trumento de trabajo es la sinopsis de G. Alberigo-F. Magistretti, Synopsis his­tórica constitutionis dogmaticae Lumen Gentium, Bolonia, 1975.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 17

pregunta acerca de si no ha sido una ocasión histórica perdida cuyas consecuencias advertimos hoy. En cuanto que vivimos una situación de crisis cultural y eclesial, nos preguntamos por lo que puede aportar hoy el Concilio y sobre la forma de recepción que se ha dado3 . Por un lado, se revaloriza el significado del Concilio mis­mo en cuanto acontecimiento, independientemente de sus conte­nidos doctrinales. Después del Vaticano I que había proclamado la infalibilidad del papa y su pr imado universal para toda la Iglesia (1870), parecía que un concilio era innecesario e inoportuno, ya que en el Papa se concentraban los poderes necesarios para resol­ver todo los problemas, condenar las herejías y proclamar nuevos dogmas, como hizo con el de la Asunción (1950). Este contexto eclesiológico era el predominante a finales de los cincuenta y de él participaban muchos obispos y teólogos. El incremento del peso y poder del papa, sobre todo en el siglo XIX, hacía innecesario recu­rrir a otras mediaciones eclesiales de gobierno, incluido el mismo concilio, aunque se mantenía la doctrina oficial de que el concilio ecuménico es la máxima autoridad de la Iglesia.

La sorpresa que produjo la convocatoria del Concilio en 1959 sólo es comparable al rechazo que produjo en algunos sectores de la Iglesia, comenzando por las congregaciones y la curia romana, que desde el comienzo vieron que un Concilio podía convertirse en un problema y una alternativa nueva para abordar la situación de la iglesia universal. La curia romana era la expresión misma de la concepción monárquica de la Iglesia y de la idea, muy cuestionada siempre, de que el papa es el obispo de la Iglesia universal, más que el primado en cuanto obispo de una iglesia particular. Por eso, la convocación de un concilio universal, en el que estaban presentes todas las iglesias, iba en una línea eclesiológica muy distinta de la

3. Remito a los estudios de Fouilloux, Komonchak, Beozzo, Wittstadt y Alberigo, en G. Alberigo (ed.), Historia del concilio Vaticano II. I: El catolicismo hacia una nueva era, Salamanca, 1999. También, G. Baraúna, La iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1966. Contiene una serie de estudios sobre la preparación, desarrollo y votación de la Constitución sobre la iglesia a cargo de U. Betti, Ch. Moeller, A. Grillmeier y O. Rouseau. Sobre la constitución Lumen Gen­tium es importante el estudio de G. Philips, "Die Geschichte der dogmatis-chen Konstitution über die Kirche Lumen Gentium: Das Zweite Vatikanische Konzil": LThkl (1966), 138-55.

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IK M ( K I S I I A N I S M O l'.N UNA S<)( I M ) A I ) I.AK A

predominante en las congregaciones romanas4. Otros episcopados, como el alemán o el francés, habían tenido una evolución teológi­ca y pastoral muy distinta a la que prevalecía en la curia romana y encontraron en el aula conciliar un espacio receptivo a sus pro­puestas. Por otra parte, la asamblea conciliar no se supeditaba a las distintas congregaciones, como ocurría a cada obispo singular en su relación con Roma. Fue a partir de la tercera sesión conciliar cuando la rivalidad entre ambas instancias se hizo más clara. El gobierno central de la Iglesia se encontraba por primera vez en el siglo XX con que el centro del poder se desplazaba al aula conci­liar y que el Concilio se había escapado del control de las congre­gaciones romanas.

Al margen de los documentos, el Concilio se diferenciaba de los anteriores con una significativa presencia no europea, y actuali­zaba una eclesiología sinodal, de comunión y universal, a la que luego se refirieron los documentos conciliares. En realidad, el Concilio fue una experiencia de catolicidad que ayudó a tomar conciencia de la universalidad de la Iglesia desde la comunión y participación de todas las iglesias locales. Fue también la primera gran experiencia de los lazos vinculantes entre iglesias particulares vecinas, que luego cristalizaría en la formación y potenciación de las conferencias episcopales. La convocatoria del Concilio, su pre­paración y la presencia en él de unos tres mil obispos, expertos, asesores y observadores, sirvió de catalizador para una toma de conciencia colectiva de los problemas de la Iglesia y de la respon­sabilidad universal de todos los obispos.

Cada uno de los obispos tenía una percepción de su propia igle­sia, local y nacional, pero eran muy pocos los que asumían una pers­pectiva universal. Para muchos de ellos fue una autentica inmersión en la internacionalidad de la Iglesia, una puesta en práctica de la colegialidad antes de que ésta fuera proclamada y sistematizada teo­lógicamente por el Concilio. Fue un evento catolizante, en el que se

4. K. Wittstadt, "Perspektiven einer kirchlichen Erneuerung. Der deutsche Epis-kopat und die Vorbereitungsphase des II. Vatikanums", en F. Kaufmann-A. Zingerle, eds., Vatikanum II und Modemisierung, Paderborn,1996, 85-106; V. Conzemius, "Die modernisierungsproblematik in den Voten europáischer Episkopate", ibíd., 107-30. Compara las respuestas del episcopado francés, alemán, italiano e inglés sobre los temas a tratar en el Vaticano II.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 19

tomó conciencia de la dimensión universal de la Iglesia, de la plura­lidad del catolicismo, y también de la complejidad de los problemas que había que afrontar en la segunda mitad del siglo XX. El contac­to entre personas e iglesias de todas las latitudes del globo fue una experiencia precursora de globalización, antes de que ésta se con­virtiera en una dinámica estructural del mundo y en un objeto de la reflexión sociológica, política y económica.

En Roma había prevención respecto de los concilios a causa de la tradición conciliarista, que afirmaba la superioridad del Conci­lio sobre el papa. No hay que olvidar tampoco los antecedentes his­tóricos: las resistencias papales y curiales a convocar el concilio de Trento, y que el Vaticano I fue un concilio inacabado, el cual había introducido un desequilibrio en las estructuras centrales de la Iglesia, al potenciar el papado sin compensarlo con el episcopado. De hecho durante el siglo XIX y XX se había producido un proce­so de papalización de la Iglesia, concentrándose en torno al papa, y por añadidura en la Curia, los poderes eclesiales, sin que hubie­ra contrapesos de los patriarcados, como en el primer milenio, ni de las iglesias nacionales, como en el segundo. Las sucesivas rup­turas del cristianismo, primero la separación de los ortodoxos y luego la de los protestantes, habían favorecido el proceso de roma­nización y centralización de la Iglesia, llevando hasta sus últimas consecuencias el programa eclesiológico de Gregorio VII en el siglo XI, que había sido una revolución, rompiendo claramente con la eclesiología anterior5 . Esto explica el rechazo del Concilio por una gran parte de eclesiásticos que desconocían la gran tradi­ción sinodal del primer milenio, sobre todo de los que trabajaban en los organismos centrales del Vaticano, los cuales intentaron minimizarlo y descalificarlo desde el primer momento, en contras­te con el entusiasmo y esperanza que suscitó su anuncio entre la mayoría del pueblo católico. El Concilio marcaba el final de una

5. La centralización y romanización de la Iglesia, promovida por Gregorio VII generó una catolicidad vertical y la centralización en la curia romana, y está tomado de la magistratura laica y del vocabulario imperial del siglo XI. Gregorio VII dibujó "los rasgos de una eclesiología jurídica, dominada por la institución papal. Su acción ha determinado el mayor cambio que jamás haya conocido la eclesiología católica": Y. Congar, Eclesiología: Historia de los dogmas III/3 c-d, Madrid, 1976, 58-59.

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época teológica, la de la monarquía solitaria pontificia, en favor de otra más sinodal y colegial. De ahí, el pronóstico de Chenu de que el evento conciliar se convertiría en un lugar teológico y en un sig­no de los tiempos para la posteridad6.

El miedo tradicional al conciliarismo, es decir, al movimiento que subordinaba el papa al concilio ecuménico, se acrecentaba por reacción al movimiento protes tante , que había desarrol lado el movimiento ecuménico tras la primera guerra mundial y constitui­do un Consejo Ecuménico de las Iglesias, en el que participaban casi todos los cristianos no católicos del mundo. La iglesia católica permaneció al margen de este movimiento y prohibió en 1928 (Encíclica "Mortalium ánimos" de Pió XI) asistir a las sesiones del Consejo ecuménico, porque mantenía la tesis tradicional del retor­no de las iglesias separadas a la iglesia católica. Había miedo a que se diera una cercanía progresiva de las iglesias cristianas, al margen de la católica, y un gran rechazo respecto de un organismo asam-bleario y conciliar, que pudiera entrar en tensión con la monarquía pontificia. Sólo a partir de Juan XXIII, hubo una actitud positiva católica respecto al Consejo ecuménico de las iglesias, a pesar de la oposición de la curia romana. Este cambio se debió a la necesaria reciprocidad que se planteaba, al invitar Juan XXIII a las iglesias cristianas para que enviaran observadores al Vaticano II. No tenía sentido mantener la prohibición a los católicos de asistir, aunque fuera como meros observadores, a las asambleas de las iglesias pro­testantes, y pedir, sin embargo, a éstas que enviaran representantes al concilio católico. Por eso, el Concilio tuvo desde el primer mo­mento una dimensión ecuménica, a pesar de que se trataba de un concilio católico. La reconciliación pública entre católicos y orto­doxos se simbolizó al final del concilio, cuando se acordó cancelar de la memoria la excomunión recíproca del siglo XI7.

Para comprender el significado del Concilio hay que tener en cuenta su contexto histórico y teológico. Estaba muy reciente la crisis de la "Humani Generis" (1950), último coletazo de la lucha contra el modernismo iniciada en el siglo XIX, en la que se de-

6. G. Alberigo, "La nuova fisionomía del concilio": Storia del concilio Vaticano II, III, Bolonia, 1998, 531.

7. M. Sotomayor, "Pablo VI y Atenágoras": Proyección 12 (1965), 298-299.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 21

sautorizó la corriente l lamada "Nueva Teología" y se destituyó a algunos de los teólogos más significativos de la era preconciliar. Hoy conocemos más detalles acerca de la atmósfera reinante en la Iglesia en aquella época y los niveles de represión que pusieron a prueba la fe y el compromiso eclesial de algunos teólogos e incluso sus propia sanidad psicológica y afectiva8. La encíclica "Divino afilante Spiri tu" (1943) de Pió XII había abierto, sin embargo, el campo de la exégesis católica al pujante método his­tórico crítico, una creación protestante que había originado una nueva manera de leer la Biblia. Pero se mantenían los ataques contra las lecturas renovadoras de la Escritura, como las pro­pugnadas por la Escuela Bíblica de Jerusalén, de los dominicos, y luego algunos profesores del Instituto Bíblico de Roma, dirigi­do por los jesuítas. Los teólogos y exegetas conservadores subra­yaban la inerrancia (ausencia de errores) de la Escri tura y defen­dían la lectura tradicional de la Biblia, contra los que resaltaban la necesidad de una interpretación no literal, que tuviera en cuenta los problemas de composición y redacción de los escritos. Esta actitud hostil a una exégesis renovadora se mantenía toda­vía durante la época conciliar. En 1962, se destituyó a dos profe­sores del Instituto Bíblico (Lyonnet y Zerwick), sin notificarles el porqué de su remoción ni conocer la instancia últ ima que había decidido apartarlos de la docencia. A su vez, la Comisión teológi­ca preparatoria del Concilio, instituida por Juan XXIII, estaba controlada por la curia romana y constituida por teólogos tradi-cionalistas que se oponían a los nuevos métodos de lectura e interpretación de la Biblia. Este grupo de obispos y teólogos se convirtió en la gran instancia opuesta a la "Dei Verbum", la nue­va Constitución dogmática sobre la palabra de Dios, que fue deci­siva en el cambio de orientación del Concilio.

Era necesaria una renovación de la teología y de la compren­sión de la Escritura, también una modernización del viejo Código de derecho canónico (1917) y una reforma en profundidad de la liturgia y de los estudios eclesiásticos. El lastre de la neoescolásti-ca, con su esencialismo y tomismo ahistórico, y de la teología de la controversia post-tridentina, que era reactiva respecto de los pro-

8. Y. Congar, Diario de un teólogo (1946-56), Madrid, 2004.

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22 El. ( KISI 1ANISMO l'.N UNA SOCIEDAD LAICA

testantes9, se imponía en la época preconciliar y dominaba en la mayoría de las facultades romanas en las que estudiaban muchos de los futuros obispos. Los grandes centros teológicos renovado­res estaban en Francia y Centroeuropa, y sus teólogos estaban constantemente presionados por las autoridades romanas. De ahí, la gran sorpresa de que muchos de ellos fueran partícipes en el Concilio, sea en la forma de peritos conciliares o como asesores de los obispos.

A su vez, la pujante reforma de la liturgia, ya en curso en la década de los cincuenta, encontraba fuerte oposición, como expe­rimentó el P. Jungmann en Innsbruck, al que se prohibió la difu­sión de su famoso estudio sobre el misal romano, que presentaba muchas de las innovaciones y añadidos que se habían hecho al ritual de la misa a lo largo de los siglos. Jungmann mostraba de manera fehaciente cómo la celebración sacramental se había transformado a lo largo de los siglos y como la forma post-triden-tina de celebrar la eucaristía era más medieval que enraizada en el cristianismo primitivo10. La celebración comunitaria se había con­vertido en un drama sagrado, protagonizado por el clero, y la comida de comunión había dejado paso a un ritual minuciosa­mente fijado. Estudios históricos similares mostraban la lejanía de la forma actual de celebrar los sacramentos respecto de la forma original del cristianismo y demostraban cómo había cambiado también el significado teológico mismo de cada sacramento. En una palabra, se pasaba de una teología ahistórica y esencialista a otra evolutiva y hermenéutica.

Presentar el desarrollo e innovaciones de los sacramentos, como ocurría con la evolución de los dogmas, resultaba peligroso porque hacía caer en cuenta de que la forma actual de los sacramentos no se podía remitir a Cristo ni a la iglesia primitiva, y que muchos ele­mentos se debían a innovaciones de los distintos momentos histó­ricos, sin que pudieran presentarse como esenciales". La vieja idea

9. La teología de la controversia reacciona contra lo protestante y ve en con­vergencia una heterodoxia. Cfr., Juan A. Estrada, "Teología católica y protes­tante: ¿dos modelos convergentes?": Proyección 29 (1982), 95-103.

10. J.A. Jungmann, El sacrificio de la misa, Madrid, 1951. 11. K. Rahner, "Reflexiones en torno a la evolución del dogma". Escritos de teo­

logía IV, Madrid, 4, 2002, 17-52; La Iglesia y los sacramentos, Barcelona, 1961.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 23

de que la Iglesia siempre tiene necesidad de reformas, como plan­teó Y. Congar en un famoso y controvertido libro de 195012, seguía siendo sospechosa de protestantismo y se oponía a los que enten­dían la fe como una preservación de doctrinas y rituales, presunta­mente inmutables. En cuestiones de ortodoxia había continuidad en la política de denuncias contras los nuevos teólogos y la lucha de los integristas contra los "modernistas" en el pontificado de Pió X, el cual creó un cuerpo oficial de censores de libros, supervisores de los seminarios y centros teológicos, y un "Comité de Vigilancia" res­pecto de teólogos y obispos. El siglo XIX y la primera mitad del siglo XX está marcado por la lucha contra las corrientes modernas y la persecución de los teólogos que buscaban reconciliar al cristia­nismo con la modernidad e innovar la teología13.

Uno de los elementos fundamentales en juego era el de las rela­ciones entre la naturaleza y la gracia. El antipelagianismo protes­tante y el jansenismo católico tenían una gran continuidad con San Agustín, que subrayaba la corrupción de la naturaleza humana y la incapacidad del hombre para las buenas obras. De ahí el gran nega-tivismo y el énfasis en la pecaminosidad humana en la teología tra­dicional. El contraste lo representaban los nuevos teólogos, entre los que destacaban de Lubac y K. Rahner14, que acentuaban la con­tinuidad entre la naturaleza y la gracia, la autonomía y libertad del hombre motivados e inspirados por el mismo Dios (el existencial sobrenatural de Rahner) y una visión optimista del orden de la cre­ación y de la acción humana. Combinan así la búsqueda de Dios y el humanismo, la continuidad entre el esfuerzo del hombre y la gra­cia divina, en contra del dualismo tradicional entre naturaleza y gracia, que se salda con la negativización de la primera para exal­tar la segunda. La posterior teología postconciliar de las realidades terrenas, la teología política y la misma teología de la liberación

12. Y. Congar, Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, Madrid, 1953. La tra­ducción española fue la única que se publicó antes de ser prohibida, sin per­mitirse una segunda edición.

13. El juramento antimodernista rechazaba "la invención herética de la evolu­ción de los dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que pri­mero mantuvo la Iglesia" (Pió X, "Sacrorum Antistitum": Denzinger 2145).

14. H. de Lubac, El misterio del sobrenatural, Barcelona, 1968; K. Rahner, Oyente de la palabra, Barcelona, 1967; "Naturaleza y gracia": Escritos de teología IV, Madrid, 42002, 199-224.

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24 VA. CRIS'I IANISMO IÍN UNA SOCIEDAD LAICA

conectan con este nuevo planteamiento, rechazado en la época de Pió XII. Las nuevas teologías de la secularización, de la laicidad y de la postmodernidad serán también derivaciones de una concep­ción positiva de lo humano. La vinculación entre el orden de la cre­ación y el de la redención, lleva a una naturalización de la gracia (en la línea del existencial sobrenatural de Rahner) y a una valora­ción teológica de la dimensión natural y humana (de Lubac),rom-piendo con la teología dualista de lo natural y sobrenatural.

Desde el siglo XIX, el antimodernismo se había impuesto en el catolicismo oficial. A los papas de la Contrarreforma les habían sucedido los del antimodernismo. Era una iglesia a la defensiva, de la revolución francesa, la revolución industrial y las nuevas formas democráticas desarrolladas por liberales y socialistas. Sin embar­go, junto a esa corriente hegemónica, subsistían corrientes teoló­gicas y personalidades relevantes que abogaban por un replantea­miento de la modernidad para la misma Iglesia. De ahí, la necesi­dad de una reforma interna y externa de la Iglesia, así como de una relectura creativa de la Escritura y una teología abierta y en diá­logo con las ciencias. A finales de los cincuenta, se notaba ya animosidad contra una teología tipo "Denzinger", que se basaba en propuestas dogmáticas puntuales, deduciendo un sistema de verdades que ignoraba el origen histórico y el contexto de esas afirmaciones. Lo mismo ocurría con una exégesis armonicista e idealista de la escritura, basada en versículos aislados de los escri­tos, que se acumulaban para probar tesis teológicas. N© se aten­día a la pluralidad de teologías en la Biblia, y se podían sacar fra­ses fuera de contexto y del escrito al que pertenecían, sin tener en cuenta la mentalidad e intereses teológicos del autor.

Subsistía también el malestar contra el índice de libros prohibi­dos, en el que se habían metido a teólogos y obras sospechosas, así como a los grandes creadores del pensamiento occidental moder-no'\ En la época de la gran escolástica la teología no sólo dialogá­is. El índice de libros prohibidos estuvo en vigor hasta 1966. Es la última edición

de un catálogo que comenzó a publicarse en 1559 en Roma, precedido de una

relación de libros prohibidos que estableció la Universidad de la Sorbona. El

índice de 1596 de Clemente VIII fue el primero promulgado por un papa y se

impuso en el siglo XVII. El catálogo de autores y escritos del índice desde 1600

a 1966 abarca a casi 3.000 autores y más de 5.000 obras. Están por hacer tra-

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 25

ba con la filosofía, sino que contribuía decisivamente a ella, mien­tras que el antimodernismo fue también el resultado de una teolo­gía que había perdido el contacto con el pensamiento filosófico y científico, y que ignoraba en su mayoría las aportaciones de la Ilustración. El rechazo a la teología progresista durante la misma época conciliar, se simbolizó con el pronunciamiento del Santo Oficio contra Teilhard de Chardin en 1962, poco antes del comien­zo del Concilio, a pesar de que había muerto en 1955. No era cau­sal, que la casi totalidad de los teólogos progresistas de la época per­tenecieran a los países más modernos, democráticos y prósperos de Europa. La teología surge en un contexto social y eclesial, y las rela­ciones interpersonales son el punto de partida para el encuentro con Dios. Las circunstancias sociopoliticas y culturales determinan la identidad y son la plataforma para la creatividad. Una cultura abierta favorece una teología creativa e innovadora y, a la inversa, el anquilosamiento cultural propicia una teología repetitiva, que confunde la fidelidad con el fixismo y el carácter estático de la teo­logía. Por eso las sociedades tradicionales y sus correspondientes iglesias favorecían una teología más conservadora, en contraste con la creatividad de los que buscaban el "aggiornamento" del catolicis­mo para superar el retraso social y cultural de las iglesias.

El contexto teológico oficial era propenso a la corriente tradi­cional del episcopado. Sus representantes, obispos y teólogos, pre­sentaron propuestas en continuidad con la linea del Vaticano I y el concilio de Trento, y rechazaban cualquier innovación respecto de éstos, a los que se veía como exponentes genuinos de la esencia ahistórica del catolicismo. El estancamiento y poca renovación de la teología "romana", en comparación con la renovación del área francesa y alemana, condicionó luego el papel conciliar de sus teó­logos y obispos. Las distintas comisiones creadas para preparar el Concilio estaban presididas por los correspondientes prefectos de las congregaciones romanas, con la excepción del Secretariado para la unión de los cristianos, que no tenía ningún órgano para-

bajos de investigación sobre las corrientes teológicas sofocadas, la cultura reprimida y las aportaciones del pensamiento que prohibió la Iglesia. Para comprender la crisis actual hay que reflexionar sobre las oportunidades per­didas a causa del índice y la Inquisición. Cf. J. M. de Bujanda, Index librorum prohibitorum 1600-1966, Montreal, 2002.

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2 6 EL CRISTIANISMO EN UNA SOC1I DAD LAICA

lelo en la curia romana. Esta carencia curial facilitó la autonomía del Secretariado, que fue un organismo que reclutó a la teología más avanzada, y su Comisión fue la que más choques tuvo con la curia romana durante todo el Concilio.

La sagrada Inquisición, cuyo prefecto era el cardenal Ottaviani, tuvo un papel más protagonista y asumió el liderazgo de las otras congregaciones romanas y del sector más tradicional del episcopa­do. La curia reforzó su influencia logrando que antes del Concilio Juan XXIII consagrara obispos a seis asesores y a los secretarios de las congregaciones romanas, que ya podían participar plenamente en el Concilio. Junto al Secretariado ecuménico, no controlado por las congregaciones romanas, estaba también la Comisión dedicada al apostolado de los laicos, la cual jugó un gran papel renovador, en parte porque la incipiente teología del laicado era uno de los frutos de la teología francesa y alemana. Esta Comisión refleja el interés positivo por los seglares, por primera vez en la historia de los concilios, y respondía a una exigencia personal de Juan XXIII, aunque en las deliberaciones previas acerca del Concilio no parti­ciparon los laicos. El Concilio fue un evento dominado por los clérigos, y más en concreto por los obispos, con la ayuda de los teó­logos, sin embargo, dinamizó a los laicos y generó una nueva com­prensión de la Iglesia, reforzando su identidad y competencias.

En lo concerniente a la situación de la Iglesia en la sociedad, se había dado una limitada evolución, a pesar del contexto eclesio-centrista de la época. De hecho se había tomado distancia del rechazo antimodernista. Ya no había una prohibición a los católi­cos de participar en el juego político de la democracia y se habían propulsado partidos políticos, asociaciones y sindicatos católicos para hacer valer la presencia de la Iglesia en la sociedad. El ponti­ficado de Pió XI y, sobre todo, la creación de la Acción Católica habían abierto espacios a la acción secular de la Iglesia. Sin embar­go, un sector importante del episcopado y la curia romana mante­nían en la Comisión teológica preparatoria del Concilio (1959-62) las posturas tradicionales sobre el Estado católico, los derechos inalienables de la Iglesia en la sociedad civil y los límites de la liber­tad religiosa, que sólo podía ser asumida en las sociedades no cató­licas. El "error" no tenía derecho de existir y el Estado católico tenía la obligación de proteger a la verdadera religión contra la difusión de herejías. De ahí, la presión católica sobre los gobiernos

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 27

afínes, para que se limitara al máximo la acción pública de otras iglesias cristianas y el proselitismo de éstas. Este contexto plantea­ba graves problemas a los innovadores, fue un factor de tensión para los observadores no católicos, y emergió al discutirse los documentos sobre la libertad religiosa y la Iglesia en el mundo.

Políticamente había un doble frente, el de la nueva sociedad secular emergente, que tenía su epicentro en la Europa occidental reconstruida tras la guerra, y el de la lucha contra el comunismo en los países del Este, en el tercer mundo e incluso en el sur de Europa, por la amenaza que representaba el Partido comunista ita­liano y, con menos fuerza, los partidos comunistas francés y es­pañol. Todavía en 1959 se renovó el decreto del Santo Oficio que excluía de los sacramentos a los que votasen al Partido comunista. En este contexto hay que ver también la situación especial de los católicos en los países del Este, que tenían que hacer frente a un gobierno hostil y a un régimen estatal marcado por el ateísmo. La lucha por la supervivencia exigía una fuerte identidad eclesial, aglu­tinada en torno a la jerarquía. La cohesión interna, que implicaba evitar discusiones teológicas y disensiones heterodoxas, era la con­dición "sine qua non" para sobrevivir ante un Estado perseguidor. El inevitable aislamiento internacional de los católicos del Este, en el contexto de la guerra fría, les hizo permanecer ajenos a los cam­bios sociopolíticos y culturales de Occidente, sin que tuvieran que afrontar los nuevos desafíos generados por la secularización de la sociedad. Además no conocían las incipientes corrientes de re­novación teológica y es taban mal p reparados para afrontar los cambios generados por el Vaticano II. En realidad, ignoraban la problemática teológica occidental, en parte gracias al esfuerzo de sus gobiernos por impedir que emergiera un catolicismo renovado, como se estaba dando en Occidente.

En este contexto se pueden comprender también los nuevos pro­blemas planteados por el movimiento de sacerdotes obreros, que buscaban evangelizar una clase social alejada de la Iglesia, pero que eran sospechosos de marxismo y de politización, como luego le ocu­rrió a la teología de la liberación. También planteaba problemas, la participación política de los cristianos en partidos y sindicatos no confesionales, y el incipiente diálogo entre cristianos, socialistas y comunistas. Las medidas coercitivas contra estos movimientos re-

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novadores comenzaron ya en la década de los cincuenta, a pesar de que se iba tomando conciencia de que los países católicos comen­zaban a ser nuevos países de misión16. Fueron también el anticipo de la crisis de los movimientos laicales inmediatamente después del Concilio, que luchaban por su autonomía en la sociedad contra la presión de los obispos y reivindicaban que actuaban en nombre de la Iglesia, aunque no necesariamente de la Jerarquía.

El catolicismo tradicional estaba localizado en los países del sur, como España17, Portugal o Italia, así como en muchos obispos del tercer mundo, formados en Roma, que vivían todavía bajo la impronta del anti-protestantismo, el anti-modernismo (que se veía como una derivación protestante) y el antiliberalismo. Había que defender a la Iglesia de las herejías y errores doctrinales con nue­vos anatemas, proclamar nuevos dogmas (entre los que destacaban algunos marianos como los de Corredentora y mediadora de todas las gracias, o el de su maternidad sobre toda la Iglesia). Querían también preservar el latín como lengua oficial y universal de la Iglesia, potenciar el papel monárquico de los obispos en las dióce­sis (en analogía a la monarquía pontificia) y establecer pautas cla­ras de renovación litúrgica sin modificar lo esencial de la celebra­ción sacramental. Este era el contexto de la eclesiología católica en los años anteriores al Concilio. Por eso, la Comisión preparatoria del Concilio redactó un esquema sobre la Iglesia de carácter socie­tario, jurídico y clerical, en el que no aparecía el concepto de pue­blo de Dios, se subrayaba su visibilidad institucional y jerárquica y se identificaba al cuerpo místico de Cristo con la Iglesia católica, a costa de las otras iglesias cristianas.

Junto a esta corriente tradicionalista existía la otra más abierta a reformas y adaptaciones a la nueva sociedad emergente tras la

16. Sobre las tensiones y prohibiciones de los sacerdotes obreros remito al estu­dio de F. Leprieur, Quand Rome condamne. Dominicains et prétres ouvrieurs, París, 1989.

17. Los obispos españoles, junto a los italianos, eran los que más estrechamente tra­bajaron con las congregaciones romanas. Según el cardenal Juvany, sólo 11 de los 78 obispos españoles eran adictos a la renovación (y de ellos, 64 habían sido nombrados por Franco). Formaron parte mayoritariamente del ala conserva­dora y se distinguieron en la lucha contra el decreto de la libertad religiosa. Para una visión de conjunto, cfr., H. Raguer, "Primera fisonomía de la asamblea", en G. Alberigo (ed.), Historia del concilio Vaticano II, II, Salamanca, 2002, 167-224.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 29

post-guerra18. Sus representantes abogaban por un replanteamien­to del índice de libros prohibidos, del Santo Oficio de la Inquisi­ción y de las medidas que frenaban la investigación teológica. La iglesia católica de mediados de los cincuenta estaba ya marcada por una división interna que se hizo patente en el Concilio. La homogeneidad era más aparente que real, y bajo la capa de una identidad única y universal subsistían diferentes concepciones de lo cristiano y del papel de la Iglesia. Los países del Norte y Centro de Europa, especialmente el área francófona y alemana, eran los que más percibían el retraso secular de la Iglesia y la necesidad de una reforma estructural y de una renovación doctrinal. Sus obis­pos y teólogos pusieron las bases de una teología de la colegialidad, fueron los más críticos con las congregaciones romanas y los más propicios al ecumenismo y a una reforma litúrgica en profundi­dad. La mayoría del episcopado español (excepto un grupo de catorce obispos más abiertos) y del italiano rechazaban la colegia­lidad, así como sus teólogos consultores. Fue decisivo en el curso del Concilio el que muchos de los teólogos sospechosos, algunos destituidos, de la era preconciliar fueran nombrados peritos con­ciliares o intervinieran como asesores de obispos. Algunos de ellos como K. Rahner e Y. Congar fueron decisivos en las discusiones y aprobación de los decretos del Vaticano II19. Esta corriente progre-

18. Rahner y Ratzinger en colaboración con el episcopado alemán, Schillebeeckx con los holandeses y Congar con el episcopado francés, fueron figuras claves. El eje franco-alemán creó textos alternativos a los curiales, que fueron los que se impusieron. Cfr., G. Fogarty, "La puesta en marcha de la asamblea", en G. Alberigo (ed.), Historia del concilio Vaticano II, II, Salamanca, 2002, 79-114. Juan XXIII fue decisivo, creando una nueva atmósfera que sustituía la de las denuncias contra la nueva teología. Cfr., G. Alberigo, "Dal bastone alia misericordia. 11 magisterio nel cattolicesimo contemporáneo (1830-1980)": CrSt 2 (1981), 487-521.

19. Los conflictos de Karl Rahner con Roma comenzaron en la década de los cin­cuenta y se centraron en problemas de mariología (especialmente su con­cepción teológica y no biológica del nacimiento virginal) y sobre la eucaris­tía. De ahí su papel como consultor para los sacramentos. Todavía en 1962 se le impuso una censura romana previa a todas sus publicaciones, que ofi­cialmente nunca ha sido levantada, aunque fácticamente dejó de valer cuan­do en 1963 fue nombrado teólogo oficial del Concilio. Cfr., K. H. Neufeld, Die Briider Rahner. Eine Biographie, Friburgo, 22004, 205-36. Yves Congar fue una figura clave en la eclesiología y el ecumenismo. Tenemos una relación deta­llada de sus problemas y censuras en Y. Congar, Diario de un teólogo (1946-56), Madrid, 2004; Mon Journal du Concil, 2 vis., París, 2002.

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3 0 Hl. ( KIS'I IANISMO l'.N UNA SOCILDAI) LAICA

sista se impuso en el Concilio pero volvió a convertirse en minoría desde la década de los ochenta hasta ahora.

En medio de estos dos grupos, estaba el episcopado americano y parte de los obispos del tercer mundo, marcados por una mayor heterogeneidad y dispersión, y en los que había obispos represen­tantes de las dos tendencias anteriores. En lo que concierne al importante episcopado latinoamericano, hay que subrayar la diver­sidad pastoral existente más allá del conservadurismo doctrinal predominante. Tenían ventajas respecto de sus colegas conservado­res europeos: una mayor sensibilidad social e interés pastoral, más cercanía al pueblo y a la sociedad civil y un catolicismo mucho menos institucionalizado y clericalizado que en Europa. Ambos ele­mentos facilitaron el cambio de mentalidad de muchos de estos obispos durante el concilio Vaticano II. La existencia del CELAM, la conferencia de obispos latinoamericanos, posibilitó que jugaran un papel relevante tanto en el Concilio como luego en la época post­conciliar, primero bajo la dirección de los obispos más abiertos y luego bajo el creciente control de la curia romana y la corriente más tradicional20. Entre los africanos había algunas propuestas misio­neras de sorprendente originalidad y hondura, que presagiaban ya los esfuerzos de estas iglesias en favor de un cristianismo autócto­no en el contexto de la descolonización21. Comenzó a surgir el pro­blema de la inculturación del cristianismo, favorecido por el con­texto histórico de la descolonización política después de la segunda guerra mundial, y comenzaban las reivindicaciones en favor de los cristianismos autóctonos en contra del colonialismo eclesiológico.

En este contexto, el Vaticano II señala el final de una época, la del "anti" (protestantismo, modernismo, liberalismo, socialismo), o, como la definía Karl Rahner, la era "piaña" que abarca desde Pió VII (1800-23) hasta Pió XII (1939-58), caracterizada por un magis­terio a la defensiva ante las ideas modernas22. Juan XXIII iniciaba

20. Cfr., F. Houtart , "L'histoire du Celam ou l'oubli des origines": Arch.Sc.soc. des Reí., 62 (1986), 93-105.

21 . Remito al análisis detallado de los votos y propuestas episcopales de E. Fouilloux, "La fase antepreparatoria", en G. Alberigo (ed.), Historia del Vaticano 1, Salamanca, 1999, 98-126.

22. K. Rahner, Tolerancia, libertad, manipulación, Barcelona, 1978, 138-140; G. Alberigo, "Del palo a la misericordia. El Magisterio en el catolicismo con­temporáneo (1830-1980)": SelTeol 22 (1983), 201-16.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 31

una nueva etapa convocando un concilio pastoral, que quería aten­der a las necesidades de los fieles, no dogmático (sin nuevos dog­mas ni anatemas) y ecuménico (sustituyendo la controversia por el diálogo y la búsqueda en común). Para comprender lo que ha sig­nificado el Concilio en el siglo XX y sus repercusiones en el tercer milenio hay que tener en cuenta la situación preconciliar de la Iglesia y la marginación en la que vivían las teologías más renova­doras. En el Concilio emergieron corrientes teológicas enfrenta­das, frentes episcopales y polarizaciones (como la que se generó entre la Curia romana y el aula conciliar), que fueron determinan­tes y lo siguen siendo hoy en un nuevo contexto histórico, eclesial y social. Esto explica el carácter paradigmático, incluso "épocal" del Vaticano II, que cierra una etapa de la eclesiología y abre otra nueva en la que estamos inmersos. El Vaticano II fue visto por los protagonistas como un desarrollo de lo que había quedado incom­pleto en el Vaticano I y también como una corrección con otros acentos respecto de su concepción de Iglesia y de su comprensión de la jerarquía23.

No se trataba simplemente de que hubiera diferencias teológi­cas respecto de posturas anteriores, sino que surgía una visión eclesial nueva (como ocurrió con Gregorio VII en el siglo XI y con el concilio de Trento en el siglo XVI). Se puede comparar el paso de la teología tridentina a la del Vaticano II, con el del paradigma de Newton respecto del de Einstein. El cambio de paradigmas no supone, sin embargo, una negación del anterior sino su sustitución por otro en un contexto diferente. Uno de los elementos más nega­tivos para el postconcilio fue el ver los paradigmas como polariza­ción y negación, el uno del otro. La continuidad no está tanto en mantener las formas anteriores, cuanto en innovaciones suscitadas por el mismo Espíritu y asumidas por la Iglesia en cuanto sujeto de la tradición. La pluralidad de eclesiologías tiene su origen en el Nuevo Testamento, se ha mantenido en las distintas fases de la his­toria y todas tienen que ser evaluadas desde una perspectiva global que asume la pluralidad. Desde la perspectiva de la Iglesia antigua, la reforma gregoriana o Trento es más rupturista que la eclesiolo-

23. H. Pottmeyer, "Modemisierung in der katholischen Kirche a m Beispiel der Kirchenkonzeption des I. und II. Vatikanischen Konzils", en F. Kaumiann-A. Zingerle, eds., Vatikanum II und Modemisierung, Paderborn,1996, 131-46.

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32 El , CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA

gía del pueblo de Dios del Vaticano II24. Cambiaba el conjunto de la eclesiología, no sólo algunos de sus elementos, pero sin negar del todo la perspectiva anterior. Esta transformación no pudo ser asumida por todos y generó gran preocupación en algunos para que el catolicismo no perdiera su identidad ni renegara de su his­toria y tradición.

2. La nueva concepción eclesiológica del Concilio

Las dos grandes líneas de fuerza del Concilio está en relación con la definición de la Iglesia. Por un lado, se trata de un programa de aggiornamento o actualización. El viejo problema de la reforma de la Iglesia, uno de los esloganes protestantes y objetivo también de la Contrarreforma, resurge aquí como necesidad de una transforma­ción global a la luz de una nueva situación mundial25. El contexto, sin embargo, no era del todo favorable, como muestra la crítica del Observatore Romano al libro de Lombardi sobre el futuro concilio y la reforma eclesial en 1962. Junto a ésta había una demanda de diálogo con el mundo, reforzada luego por Pablo VI con su encícli­ca Ecclesiam suam26, que puso punto final al antimodernismo de la Iglesia en los dos últimos siglos. El discurso programático de Juan XXIII al comienzo del Concilio, en el que criticaba a los profetas de calamidades que sólo ven elementos negativos en el desarrollo

24. H.Pottmeyer, "Continuitá e innovazioni nell'ecclesiologia del Vaticano II": CrSt 2 (1981), 71-95.

25. Juan XXIII habla del aggiornamento en el sentido de actualización e incul-turación en la modernidad. Busca salir al encuentro de las necesidades actuales y mostrar la validez de su doctrina más que con condenas (Gaudet mater ecclesia, n°15). En los textos conciliares no se habla expresamente de aggiornamento y sólo puntualmente de reforma de la Iglesia (UR 4;6). Se uti­lizan expresiones latinas equivalentes como rejuvenecer, renovar, acomodar, renovación interna, acomodada, etc. (LG 4; 8;9;12; GS 21; OT, Proemio; PO 12). Hay un esfuerzo por renovar a la Iglesia desde una lectura de los signos de los tiempos, en contra de una actitud anti-moderna. Cfr., Storia del conci­lio Vaticano II, V, Bolonia, 2001, 580-585.

26. El texto latino de la encíclica no habla de reforma sino de renovación, a diferencia del texto italiano y de UR 4;6, que sí utiliza el concepto. Se inspi­ra en el libro de Congar sobre la reforma en la Iglesia, que tuvo gran influjo en el concilio Cfr., E. Vilanova, "L'Intersessione (1963-1964)", en G. Alberigo, Storia del concilio Vaticano II, III, Bolonia, 1998, 473-78.

El. LEGADO DEL CONCILIO VATICANO 11 33

histórico27, se tornó en discernimiento de los signos de los tiempos en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo. Se parte del servi­cio de la Iglesia al mundo, al que no sólo tiene que enseñar sino del que tiene que aprender, y hay una visión positiva e incluso optimis­ta respecto de la evolución del mundo. Esta nueva actitud se plas­mó en la exigencia de que el Concilio fuera pastoral, más que pro­mulgar nuevos dogmas, rechazando a los que propugnaban nuevos ataques y condenas conciliares en la línea anterior.

Si la Contrarreforma es dogmática, en cuanto que la gran pre­ocupación era defenderse de los ataques protestantes, sin negar la necesidad de una reforma pastoral de la Iglesia, ahora los acentos cambiaron. El problema no era la apologética, sino transformar la Iglesia y abrirla al diálogo con el mundo, sin negar el carácter teo­lógico dogmático de los documentos, especialmente de las gran­des constituciones del Concilio. Estos nuevos elementos, definir lo que es la Iglesia, actualizarla (modernizarla) en sus instituciones, un concilio pastoral y no dogmático, y el diálogo con el mundo y con las religiones, además del ecumenismo cristiano son los ejes estructurales del Vaticano II. A partir de ahí, hay que esbozar su eclesiología, viendo sus aportaciones, la continuidad y disconti­nuidad con la tradición anterior, y los nuevos problemas y tensio­nes que surgieron y determinaron en buena parte la recepción postconciliar.

El orden del Concilio, sus comisiones, nombramientos y regu­lación estaba determinado por el Papa y las congregaciones roma­nas en estricta continuidad con la preparación conciliar de Trento y el Vaticano I. La Comisión teológica, presidida por el Cardenal Ottavani, prefecto del Sagrado Oficio de la Inquisición, era la do­minante, como la Inquisición lo era en la curia, y pretendía el monopolio doctrinal, supervisando todos los textos y rehusando colaborar con comisiones mixtas. Preparaban un concilio doctri-

27. Juan XXIII criticó a los profetas de calamidades, que carecen del sentido de la discreción y no ven más que prevaricación y ruina en los tiempos moder­nos (Gaudet Mater ecclesia, n° 9-10). Rechaza una lectura catastrofista de la historia y exige discernir los signos de los tiempos, ya que la providencia se hace presente en los acontecimientos históricos. Puntualiza que el Concilio no será de condenas. Cfr., "Gaudet mater ecclesia": Concilio Vaticano II, Madrid, 1967, 993

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34 I.I. t RISI IANISMO l'N UNA S()( II'.DAI) I AK'A

nal que reafirmara la enseñanza tradicional y corrigiera las des­viaciones28. De ahí el significado eclesiológico de que los textos preparatorios para la discusión, unos setenta, fueran luego susti­tuidos por otros alternativos, con excepción del de liturgia. Al cam­biar los textos se expresaba una intención teológica, la de hacer una eclesiología con acentos diferentes. La evolución del mismo Concilio le llevó a orientarse en una línea distinta a la que habían previsto las comisiones preparatorias, controladas por la curia romana y la eclesiología que fue cristalizando tuvo siempre que luchar por su supervivencia.

El esquema propuesto para la discusión conciliar recogía la concepción de la Iglesia como sociedad e institución jerárquica, cuyo centro era el papa, del que los obispos recibían la jurisdicción y del que dependían en lo concerniente al cuidado de cada obispo por la Iglesia universal. Se afirmaba que Pedro es para la Iglesia el paralelo a Cristo respecto de los apóstoles, y que el papa, como vicario de Cristo, estaba por encima del cuerpo episcopal. Este esquema potenciaba la monarquía pontificia consolidada teológi­camente tras el Vaticano I y mantenía la papalización de la iglesia, de la eclesiología decimonónica. En el orden temporal, la sociedad civil estaba subordinada a la Iglesia, en la línea del agustinismo político, cuyos derechos había que defender ante el Estado y los ataques laicistas. Aquí es donde surge un conflicto de paradigmas teológicos, ya que no se trataba de cambiar algunos puntos de cada borrador de documento, sino de presentar textos alternativos a la globalidad de cada uno de ellos.

28. La rebelión contra el proyecto doctrinal de la curia se dio en torno al esque­ma de las fuentes de la revelación, del 14 al 21 de noviembre de 1962. Ahí comenzó el gran giro conciliar contra el proyecto restaurador, abriéndose paso un nuevo esquema orientado al diálogo y la pastoral. A esto siguió la discusión del texto sobre la Iglesia, redactado por Tromp, desde el 1 de diciembre, que fue masivamente criticado por Rahner y Schillebeeckx. El esquema que se impuso fue el de Philips, un texto de compromiso aprobado por la asamblea por 2.231 votos como documento de trabajo, y que sirvió lue­go de partida para la Nota previa al documento final sobre la Iglesia, que impuso Pablo VI impuso. Cfr., G. Ruggieri, "El difícil abandono de la ecle­siología controversista", G. Alberigo (ed.), Historia del concilio Vaticano II, II, Salamanca, 2002, 267-330.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 35

Nuevas definiciones de la Iglesia

La eclesiología de la Constitución sobre la Iglesia parte de la idea de iglesia como misterio (LG 3,5,8), título del capítulo prime­ro (LG 1-8), y como sacramento (LG 1; 9; 48; también GS 42; 45; SC 2; 5; 26; AG 1; 5), y ambas tuvieron una amplia recepción post-concilar29. En la idea de la iglesia como misterio confluyen las tra­diciones protestante, que acentúa la realidad espiritual e invisible de la iglesia, y la católica que subraya su visibilidad e instituciona-lidad (LG 8). La Iglesia no es simplemente una yuxtaposición de individuos, ni el cristianismo es una religión individualista en la que el hombre se relaciona directamente con Dios, al margen de la vinculación a los demás. El nosotros eclesial es el contexto en que cada persona se encuentra con Dios, por eso es inaceptable la idea de cristianos sin iglesia. Nacemos, crecemos y participamos del cristianismo en una comunidad, mediación insuperable para el encuentro con Cristo, tanto a nivel histórico como actual. En con­tra de una religión individualista e inmediata , en que cada uno se encuentra di rectamente con Dios, el crist ianismo remite a la comunidad y relaciones interpersonales, desde las que asumimos la identidad cristiana (bautismo y eucaristía). La Iglesia no es sólo el resultado de la libre opción del individuo, que tiene que confir­mar su fe, sino el lugar de transmisión de la fe (desde los orígenes de cada persona) y de desarrollo de la vida cristiana. Somos hijos de una tradición, familia y comunidad, que nos ubica y ofrece orientaciones, valores y normas de conducta. Las circunstancias eclesiales forman parte de nuestra forma de ser y entender la vida.

Sin embargo no hay que hipostasiar o absolutizar a la comuni­dad a costa de los individuos. La pertenencia comunitaria no obs-

29. El tema del misterio de la Iglesia refleja las aportaciones de tres teólogos fran­ceses que antes del concilio eran sospechosos, de Lubac, Danielou y Congar. Cfr., C. Frey, Mysterium der Kirche, Gotinga, 1969, 109-51. En lo que concier­ne al concepto de sacramento, las aportaciones vienen principalmente del área alemana. Cfr., O. Semmelroth, La iglesia como sacramento original, San Sebastián, 1966; "La iglesia como sacramento de salvación": Mysterium Salutis TV/I, Madrid, 31985, 321-70; P. Smulders, "La iglesia como sacramento de salvación", en G. Baraúna, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1967, 11-81; E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona, 1971; M. Bernards, "Zur Lehre der Burche ais Sakrament": MThZ 20 (1969), 29-54.

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36 El. C'RIS'I IANISMO l'N UNA SOCIEDAD LAICA

ta al surgimiento de personalidades adultas, críticas y capaces de revisar la tradición a la que pertenecen. Del nosotros colectivo, sur­gen las personalidades creadoras, capaces de evolucionar y de asu­mir selectivamente su pertenencia familiar, educativa y cultural. Lo mismo ocurre en la Iglesia, que tiene que ser la matriz genera­dora de cristianos adultos. Cuando la familia o la comunidad no deja crecer a sus miembros, se produce la patología de la perte­nencia, que deja de ser plataforma de maduración para devenir estructura de control que impide crecer. Un cristianismo menor de edad es la otra cara de la absolutización patológica de la Iglesia. De ahí, la importancia de la crítica y la reforma eclesial, en línea con lo apuntado por Congar antes del Concilio y por el cardenal Suenens después, rechazando que toda crítica o disidencia sea vis­ta como incompatible con el cristianismo30.

Esta perspectiva lleva a reflexionar sobre el pecado en la Iglesia y no sólo en cada uno de sus miembros. El Concilio fue reacio a afirmar directamente que la Iglesia es pecadora en cuanto tal, como Israel en el Antiguo Testamento, y hay elementos residuales de la vieja eclesiología triunfalista del barroco, porque se resalta la necesidad de la Iglesia pero no se habla del absolutismo eclesioló-gico, de sus patologías y pecaminosidad, como ocurría en la teolo­gía patrística3 ' . El concilio alude sólo indirectamente a la iglesia pecadora, al afirmar que está necesitada de purificación (LG 8), que la separación de las iglesias cristianas se ha dado con culpas de los hombres de todas las iglesias y que el pueblo de Dios per­manece "sometido al pecado en sus miembros" (UR 3. También UR 4; 7; 14). Después del Concilio, la idea de la iglesia pecadora ha ido ganando espacio en la teología32. En lugar de centrarse en la inten-

30. "Criticar la curia como "sistema" no es criticar la Iglesia ni el papado": Card. Suenens, "L'unité de L'Eglise dans la logique de Vatican II": ICI 336 (15/5/69): Supplement XII-XV.

31. Véase el famoso estudio sobre la concepción patrística de la Iglesia de H.U. von Balthasar, "Casta meretrix": Ensayos teológicos II, Madrid, 1964, 239-368.

32. Hubo una gran resistencia por parte de algunos a admitir una confesión de pecado de la misma iglesia católica, a pesar de precedentes históricos como la confesión del papa Adriano IV ante la reforma protestante. De ahí, que Pablo VI cediese a la minoría y ordenara modificar el texto propuesto aña­diendo el pecado "de sus miembros". Rahner, entre otros, lamentó que no se mencionara expresamente el pecado de la misma Iglesia. Cfr., M. Becht,

liL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO 11 37

ción individual, se resalta el pecado colectivo, se desarrolla la teo­logía sobre las estructuras de pecado y su influencia sobre las personas, y se resalta la dimensión social del pecado. En los años sesenta el gran problema era el monofisismo y espiritualismo cató­lico, que subrayaban tanto la dimensión divina de la Iglesia que se oscurecía su realidad histórica humana. En nombre de la materni­dad de la Iglesia y del amor a ella, se rechazaba cualquier crítica a la Iglesia real, aunque estuviera inspirada en criterios evangélicos. La dimensión divina de la Iglesia, en cuanto inspirada por Dios, posibilitaba olvidar que es también una comunidad humana peca­dora. De la misma forma, se utiliza el amor a la Iglesia para evitar cualquier crítica a los eclesiásticos, utilizando ideológicamente el concepto de pertenencia eclesial.

Se rechazaba cualquier disidencia, a pesar de que la historia del cristianismo está escrita en buena parte por profetas, críticos y hombres de Iglesia que supieron conjugar la fidelidad con la liber­tad. El problema de la Iglesia, ya en la época pre- conciliar, es que pasaba de ser motivo de fe y fuente de credibilidad, a convertirse en obstáculo para la fe. La objetividad de instituciones que remi­ten en última instancia a la inspiración divina, no puede anular el papel humano y el carácter histórico de las mediaciones institu­cionales, así como su posibilidad de cambio para adecuarse a las nuevas situaciones. La Iglesia tiene que ser motivo de credibilidad y testimonio de la presencia de Dios en el mundo, por eso las refor­mas son necesarias y hay que rechazar una apologética absoluta. El decreto sobre ecumenismo afirma que la Iglesia "es llamada por Cristo a una perenne reforma, de la que ella, en cuanto institución

"Ecclesia semper purificanda. Die Sündigkeit der Kirche ais Thema des II. Vatikanischen Konzils": Catholica 49 (1995), 239-60. Esta idea de la iglesia pecadora, sin referencias explícitas en el Concilio por oposición de la mino­ría, ha cobrado peso en el postconcilio. El cardenal Ratzinger ha insistido en que no es la Iglesia sino sus miembros los que son pecadores (cfr., Informe sobre la fe, Madrid, 1985, 61). Por el contrario, la Conferencia Episcopal alemana afirma que la Iglesia no es sólo santa, sino "también pecadora y necesitada de conversión" ("Besinnung und Umkehr", en Die Last der Geschichte annehmen, Bonn, 1988, 7). Cfr., Karl Rahner, "El peca­do en la iglesia", en G. Baraúna (ed.), La iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1967, 433-48; "Iglesia de los pecadores": Escritos de teología 6, Madrid, 1969, 295-313.

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38 I I t k ISI IANISMO I N UNA S()( II DAD I AK A

humana, necesita permanentemente" (UR 6) ' \ En una palabra, en nombre de la esencia teológica de la Iglesia no se puede legitimar la Iglesia empírica, silenciando sus contradicciones.

Hoy, cuarenta años después el problema subsiste pero se añade el contrario. La realidad pecaminosa de la Iglesia y la existencia de estructuras de pecado en la sociedad y en la iglesia se imponen de tal forma que resulta difícil asumir a la iglesia real como querida por Dios y sujeto de la historia de salvación. De la misma forma que se ideologiza el concepto de dimensión divina de la Iglesia para encubrir los fallos en su dimensión humana, así también la expe­riencia empírica de la Iglesia real puede convertirse en la única referencia impidiendo la fe en la Iglesia, en cuanto originada por Cristo y el Espíritu. La dimensión humana de la Iglesia dificulta ver su dimensión divina y la dialéctica de una comunidad pecadora, en la que, sin embargo, se hace presente el Espíritu de Dios, es difícil de asumir para muchos cristianos. Los escándalos eclesiásticos hacen mella en la opinión pública y dificultan la aceptación de la comunidad real de pertenencia, a pesar de conocer sus fallos y con­tradicciones. El Vaticano II era consciente de que la Iglesia en su realidad fáctica puede ser un motivo de increencia, pero su acepta­ción forma parte del escándalo del Dios encarnado. La objetividad institucional, más allá de la subjetividad de la fe de cada miembro, forma parte de la comprensión católica del catolicismo. La fe se socializa y se eclesializa, es mediatizada por instituciones, sacra­mentos y el mismo derecho. Las patologías institucionales merman la credibilidad de la Iglesia, pero no pueden llevar a la inmediatez de la gracia y el individualismo acomunitario y antiinstitucional.

Lo más renovador fue la incipiente pneumatología eclesiológica (LG 4). Después del Concilio se ha desarrollado cada vez más la vin­culación entre la Iglesia y el Espíritu, dando nuevos significados a la idea de la iglesia como "cuerpo místico", mistérico y sacramental (LG 7; 8; 23; 26; 28; 30; 48; 50) en contraste con la teología anterior que acentuaba una continuidad incluso orgánica entre Cristo y la

33 Es un texto contrario al pronunciamiento de Gregorio XVI que declaró en la Miran Vos (15 de agosto de 1832), que la Iglesia no puede ser reformada "como si pudiera ni pensarse siquiera que la Iglesia este sujeta a defecto, a ignorancia o cualquier otras imperfecciones" Cfr, J Qumn, La reforma del papado, Barcelona, 2000, 46-48

EL LEGADO DEL CONC II lü VATICANO II 39

Iglesia'4. El escándalo del pueblo cristiano ante el contra-testimonio

de algunos de sus miembros, se compensa desde la toma de con­

ciencia de que el Espíritu de Dios es el que guía a la iglesia. La inde-

fectibilidad de la iglesia, es decir la confianza en su pervivencia his­

tórica y teológica, no se basa en la deseable ejemplaridad de sus diri­

gentes, sino en la fuerza del Espíritu que motiva e inspira a los cris­

tianos. Éste es el que inspira el devenir de la iglesia35 y la creatividad

histórica que ha tenido en sus instituciones, sacramentos y ministe­

rios. La identidad se construye en la historia, desde la tradición y el

cambio, propios de una realidad dinámica36. El misterio de la iglesia

es la cristalización de un proceso trinitario, que impide tanto una

eclesiología cristomonista como una sólo carismática37.

La referencia a la iglesia como sacramento de la humanidad

alude a la presencia de Dios en la historia y a su condición de lugar

de encuentro de los hombres con Dios, que es lo que más ha real­

zado la teología renovadora38. La iglesia como proto-sacramento, o

34 Moehler fue el más radical, propugnando un deísmo eclesiologico, según el cual Dios creo a la Iglesia y se despreocupó de lo demás La historia del con­cepto de cuerpo místico en los últimos ocho siglos es sintetizada por Y Congar, Le concüe de Vahean II, París, 1984, 137-62

35 Es muy acertada la expresión "eclesiogenesis" de L Boff, Eclesiogenesis, Santander, 1980 También, Ch Duquoc, Iglesias provisionales, Madrid, 1986, Y Congar, Le concite de Vaücan II, París, 1984, 123-36

36 El termino "historia" se cita 63 veces en el Concilio, muchas veces vinculado al de evolución Chenu destaca su abundancia en contraste con el magisterio anterior M D Chenu, "Ein prophetisches Konzil", en Glaube im Prozess, Fnburgo, 1984, 18

37 G Cislaghi, Per una ecclesiologia pneumatologica II concilio Vaticano II e una proposta sistemática, Milán, 2004

38 El concepto de iglesia sacramento es para algunos la clave de la eclesiología del Vaticano II, pero fue rechazado por la minoría conservadora que veía ahí una invención modernista, como afirmo el cardenal Ruffini Cfr, W Kasper, "Die Kirche ais universales Sakrament des Heils", en E Klinger (ed), Glaube im Prozess, Fnburgo, 1984, 221-39, T Schneider, "Die dogmatische Begrundung der Ekklesiologie nach der Zweiten Vatikamschen Konzil", en M Gerwmg-G Ruppert, eds , Renovatio und Reformatio, Munster, 1985, 83-84, R Lanzetti, "La sacramentahdad de la iglesia", en Sacramentahdad de la iglesia y sacramentos, Pamplona, 1983, 127-46 Ratzmger subraya su importancia como complemen­to del de "pueblo de Dios" (J Ratzmger, Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1985, 49-52, 62) Otros teólogos resaltan también los nuevos pro­blemas que plantea el término Cfr, A Dulles, Modelos de la iglesia, Santander, 1975, 67-80, Y Congar, Un pueblo mesianico, Madnd, 1976, 36-38, 55-88

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40 EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD I AICA

sacramento global, de la que derivan los sacramentos concretos ha tenido una amplia recepción en la teología y fue una sugerencia eclesiológica (LG 1; 2; 8; 9; 48; 59; SC 5; 26; GS 42; AG 1; 5) más que una definición conciliar (LG 48; GS 45), a la que se opuso la minoría tradicionalista por su carácter innovador. Los sacramen­tos son el resultado de un proceso histórico y una fundación ecle­sial, inspirándose en las acciones de Cristo39. Los sacramentos, el canon de la Escritura y los ministerios son creaciones eclesiales, aunque se inspiren en acontecimientos de la vida de Jesús. Por eso hay que distinguir entre lo jesuano y lo eclesial, para diferenciar también entre lo que es de derecho divino y lo que es eclesiástico. El método histórico crítico nos enseña a distinguir entre el Jesús real de la historia y el Cristo de la fe de la comunidad. De la mis­ma forma hay que diferenciar entre acciones de Jesús y sacramen­tos creados por la Iglesia bajo la inspiración del Espíritu y en base al Cristo de la fe. La iglesia es origen y resultado de los sacramen­tos, y ambos se implican mutuamente.

Después del Concilio, esta dimensión ha cobrado nuevo signifi­cado, al captar que las instituciones y doctrinas eclesiásticas son creaciones históricas de los cristianos, y que no se pueden legitimar como si fueran directamente instituidas por Jesús. Este protago­nismo eclesial se basa en una identidad y continuidad que se ha ido constituyendo más allá de Jesús. El concilio habla en general de la fundación de la Iglesia, vinculando iglesia y reino de Cristo (LG 3; 13: la iglesia introduce el reino de Cristo). Después del Concilio se ha generalizado la idea de que Jesús no fundó la Iglesia en sentido estricto, sino que ésta se constituyó históricamente en un proceso trinitario, cuyos protagonistas fueron discípulos de Jesús y cristia­nos que no lo conocieron personalmente. El viejo problema que la "nueva teología" desarrolló en relación con la evolución de los dog­mas, se ha dado también en la eclesiología, al captar que las estruc­turas e instituciones constitutivas de la Iglesia no se pueden califi­car sin más como jesuanas, aunque se inspiren en su vida40.

39. K. Rahner, La iglesia y los sacramentos, Barcelona, 1967; R. Schulte, "L°s

sacramentos de la iglesia como desmembración del sacramento radical", en Mysterium Salutis IV/2, Madrid, 1975, 53-69; W. Kasper, "Die Kirche ais uni­versales Sakrament des Heils", en Glaube im Prozess, Friburgo, 1984, 221-39-

40. Remito al desarrollo histórico en mi estudio Para comprender cómo surgió w-Iglesia, Estella, 22000.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 41

La exégesis ha puesto en primer plano la centralidad del reino de Dios en la persona y vida de Jesús, mientras que el Concilio ha subrayado el carácter de la Iglesia como germen y realidad íntima­mente vinculada al reino (LG 3; 5). De ahí, el significado de la Igle­sia como signo del reinado de Dios al que tiene que subordinarse, pero sin identificarse con él, como se ha dado a lo largo de la historia. La crítica post conciliar se aleja del eclesio-centrismo y subraya que no siempre los intereses eclesiásticos son los del reino de Dios. La evangelización tampoco equivale a proselitismo ni a un aumento del poder e influencia de la Iglesia en la sociedad. Si ade­más se identifica la Iglesia con la jerarquía, en contra de los textos conciliares, resulta fácil identificar los intereses eclesiásticos con los de la Iglesia, y ambos con los de Dios. Esta ha sido una corrien­te fundamental de muchos cristianos que absolutizan de forma abstracta la mediación eclesial, como si la obra de Cristo fuera la Iglesia y no la instauración del reinado de Dios en la sociedad41. No se puede presuponer que los intereses de la humanidad coinciden con los de la Institución eclesial, ni que los de la Iglesia en su con­junto sean idénticos a los de la jerarquía.

En el Concilio hubo un gran debate sobre si había que hablar de la Iglesia cuerpo de Cristo42, como realidad teológica identificable con la iglesia católico romana, que es lo que pretendía la minoría conservadora, o si la Iglesia de Cristo "subsiste" en la católica (LG 8), pero también está presente en otras iglesias cristianas43. Detrás

41. I. Ellacuría, Conversión de la iglesia al reino de Dios, Santander, 1984. 42. La evolución histórica del concepto de "cuerpo de Cristo" y su significación

conciliar ha sido estudiada por J. Ratzinger, "Leib Christi": LThK VI, Friburgo, 1961, 907-12; El nuevo pueblo de Dios, Barcelona, 1972, 103-18; 251-76. El estudio clave es la obra de H. de Lubac, Corpus mysticum, París, 1949. El uso del concepto en el siglo XX y su influjo en el post-concilio ha sido estudiado por S. Mirbach, Ihr aber seid Leib Christi. Zur Aktualitat des Leib-Christi-Gedankens füreine heutige Pastoral, Regensburg, 1998.

43. Fue un texto muy controvertido por la minoría conciliar pero logró una gran adhesión en el Concilio (1.903 votos a favor). Una de las maniobras para amortiguar estos cambios fue el intento de eliminar el título de "constitución dogmática" para la Iglesia, ya que no era posible mantener la vieja eclesiolo­gía y resultaba más fácil ignorar la nueva doctrina si se calificaba sólo como pastoral. Cfr., B. Kloppenburg, "Votaciones y últimas enmiendas a la Consti­tución", en G. Baraúna, La iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1967, 206-7; A. Komonchak, "L'ecclesiologia di communione", en G. Alberigo (ed.), Storia del

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4 2 El. CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA

de esta controversia estaba en juego la vieja concepción de que "fuera de la iglesia no hay salvación". El ecumenismo tradicional se entendía como mera apelación al retorno de los otros cristianos a la única y verdadera iglesia. Por el contrario, al no identificar igle­sia de Cristo e iglesia católica, se abría espacio al ecumenismo. Todas las iglesias tienen conciencia de estar fragmentadas e incom­pletas, ya que no representan a la totalidad de los cristianos ni a la plenitud de la iglesia. De hecho el Concilio utilizó el título de "igle­sia" para referirse a los ortodoxos y el más vago de comunidades eclesiásticas para hablar de los protestantes (LG 15).

En torno al "subsiste" hubo una confrontación entre las dos eclesiologías representadas en el Concilio. Inicialmente se decía que la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica, luego se cambió por "subsiste en la Iglesia católica", redacción que se mantuvo a pesar de las presiones en contra porque se reconocía que las igle­sias ortodoxas eran Iglesia de Cristo, y las protestantes "comuni­dades eclesiales", lo cual hacía imposible la identificación inicial 44. El debate se ha ampliado posteriormente a la luz de la teología de las religiones, acerca de si sólo hay una religión verdadera y si Cristo tiene un valor salvífico universal, o hay otros caminos de salvación fuera del cristianismo, aunque la plenitud se de en Cristo. La visión trinitaria de la Iglesia esbozada en el Concilio, aunque acentuaba unilateralmente la dimensión cristológica a costa de la espiritual o pneumática, ha servido de base para una

concilio Vaticano II, IV, Bolonia, 1999, 64-67). El interés de Juan XXIII por un concilio pastoral excluía la creación de nuevos dogmas y anatemas , que es lo que querían muchos obispos.

44. El término de "comunidades eclesiales" es una aportación del Cardenal Konig. El término "subsiste" se incorporó a la redacción inicial de 1962 y 1963 que equiparaban Iglesia de Cristo y católica. Cfc, J.M. Tillard, Iglesia de iglesias, Salamanca, 1991, 334-340. Sobre las dos eclesiologías confrontadas, cfr., J. Rovira, "Sociedad perfecta y Sac ramentum salutis: dos conceptos ecle-siológicos, dos imágenes de iglesia",en Iglesia y sociedad en España (1939-75), Madrid, 1977, 325-38; L. Boff, "La visión incompleta del Vaticano II: Ekkle-sia, ¿Jerarquía o pueblo de Dios?": Concilium 281 (1999) 49-58. El concepto de sociedad perfecta, en lugar del de pueblo de Dios, fue defendido en el aula conciliar por el cardenal Woityla. Era el que mejor servía para oponerse a un gobierno hostil, como el comunista, contraponiendo dos sociedades perfec­tas y dos instituciones que tenían que respetarse y colaborar en el orden social. Cfr., Acta sinodalia sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, 2/3, Ciudad del Vaticano, 1972, 155-56.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO 11 43

posterior teología trinitaria de las religiones y el diálogo del cris­tianismo con las otras grandes tradiciones mundiales.

En el postconcilio ha habido más interés por la teología del cuer­po de Cristo que en el Concilio, en el que era un concepto polémi­co por el unilateralismo cristológico y jerarquizante de la teología anterior45. La encíclica Mystici Corporis de Pió XII (1943) no sólo partía de la iglesia católica como única iglesia de Cristo, sino que subrayaba la vinculación entre Cristo y la estructura jerárquica y sacramental de la iglesia. El trasfondo de la teología católica duran­te el segundo milenio ha sido el de la verticalidad Dios-Cristo-após-toles-jerarquía. El Espíritu se transmite por la doble vía ministerial y sacramental y se subraya la continuidad entre Cristo y la Iglesia, en cuanto prolongación del Verbo encarnado. Este esquema vincu­la tan estrechamente a la cristología y la acción del Espíritu, que prácticamente deriva al Espíritu de la Cristología y lo canaliza todo desde la dimensión institucional de la Iglesia. Una alternativa a este planteamiento es el de la iglesia ortodoxa, que ve la acción de Cristo y del Espíritu como vinculadas e interdependientes, pero sin deri­var la segunda necesariamente de la primera. Es decir, se potencia la acción del Espíritu y se resalta que la iglesia se cuenta entre las obras del Espíritu en el símbolo de los apóstoles. Ya en el Concilio se subrayó que la Iglesia es una obra del Espíritu (LG 4; 6; 7) man­teniendo, sin embargo, un enfoque más cristológico que pneumáti­co y hablando analógicamente del paralelismo entre la Iglesia y "el misterio del Verbo encarnado", por la acción del Espíritu (LG 8).

Se puede decir que la revalorización de la teología del Espíritu santo respecto de la cristología ha sido uno de los ejes esenciales de la eclesiología postconciliar. Esto explica la proliferación de eclesiologías carismáticas en el postconcilio46, en la línea de la vie-

45. Especial relevancia ha tenido el concepto en la eclesiología de Ratzinger, que lo ha desarrollado en el contexto de una eclesiología eucarística y de comu­nión, de raíces agustinas. Cfr., T. Weiler, Volk Gottes-Leib Christi, Mainz, 1997 (Contiene un preámbulo de Ratzinger).

46. H. Küng, La Iglesia, Madrid, 1969; K. Rahner, Lo dinámico en la iglesia, Barce­lona, 1968; L. Boff, La iglesia: carisma y poder, Santander, 1982; J. Moltmann, La iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca, 1978. Los teólogos ortodoxos criti­caron la debilidad pneumatológica de la eclesiología del Vaticano II. Cfr., H.M. Legrand, "Lo sviluppo di Chiese-Soggetto: un'instanza del Vaticano II": CrSt 2 (1981), 139; Y. Congar, Le concite de Vatican II, París, 1984, 163-76.

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44 LL CRISTIANISMO I-.N UNA SOCIIDAI) LAICA

ja teología patrística de que Cristo y el Espíritu son las dos manos del padre (s. Ireneo de Lyon). Por eso la Iglesia es institución y carisma, apostólica y profética, jerárquica y carismática, aunque hay una tendencia a olvidar los segundos predicados de cada bino­mio. La recepción del Vaticano II ha potenciado la dimensión espi­ritual de la Iglesia desde la comunidad, que surge en un proceso trinitario, y de la que derivan los ministerios y carismas. Es el final del "cristo-monismo" que ha determinado la eclesiología católica en el segundo milenio, favoreciendo el acercamiento a los protes­tantes y a los ortodoxos, que siempre han tenido una eclesiología pneumática. Esta doble referencia cristológica y espiritual deja más espacio a la creatividad humana en lo que concierne a la cons­titución de la Iglesia y el desarrollo de sus instituciones.

En lo que concierne a la sacramentalidad de la Iglesia hay una carencia en la eclesiología conciliar y también en la Constitución sobre la liturgia, que luego se procuró subsanar en el postcon­cilio: el desarrollo de una eclesiología eucarística (LG 11), que subraye la vinculación entre sacramentos e iglesia (según y cómo se celebran los sacramentos, así resulta la iglesia, y viceversa)47. La idea de la ex-comunión en cuanto separación de la comunidad eclesial se expresa con la eucaristía. Por eso hay que plantear en qué tienen que cambiar los sacramentos una vez que se ha redefi-nido lo que es la Iglesia. Si el tratado de eclesiología va por un lado y la teología de los sacramentos y de la liturgia por otro, entonces es fácil que haya divergencias entre la forma de enten­der la iglesia y la de celebrar los sacramentos. Los tratados sacra­mentales de los siglos XII y XIII son deficitarios porque carecen del trasfondo eclesiológico que los integre y ubique. De la misma forma que en el medievo se desarrolló una teología de los sacra­mentos sin tener en cuenta el contexto de la eclesiología, así tam­bién la Constitución sobre la liturgia se aprobó en el Concilio antes de que se hubiera discutido y aprobado la Constitución sobre la Iglesia, y en ésta hay también un desarrollo independien-

47. B. Forte, La chiesa nell'eucaristia, Ñapóles, 1975; M. Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión, Madrid, 1983; A.M. Triacca, "La perennitá dell'assio-ma 'ecclesia facit liturgiam et liturgia facit ecclesiam'", en Ecclesiologia e catechesi patrística, Roma, 1982, 255-94; H. Legrand, "Communion ecclésiale et eucharistie aux premiers siécles": L'année canonique 25 (1981),125-48.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 45

te de la Constitución sobre la palabra de Dios. No hubo interac­ción entre ambas, lo cual perjudicó a ambas teologías.

Se discutió el culto cristiano sin referencias a la nueva eclesio­logía, desarrollada posteriormente, y se elaboró un tratado sobre la revelación, sin que hubiera interacción mutua con el de eclesiolo­gía de las dos Constituciones. La revalorización del Espíritu como creador de la Iglesia, debería haber jugado también un papel deci­sivo a la hora de plantear la idea de revelación divina, cambiando la idea tradicional de un Dios que desde fuera revela algo al hom­bre, como un extraterrestre que irrumpe desde fuera de la in­manencia histórica. De ahí, algunas limitaciones teológicas de la reforma litúrgica y la disociación en el postconcilio entre la for­ma de celebrar los sacramentos y la visión conciliar de la iglesia48. El que las grandes Constituciones se hayan desarrollado indepen­dientemente explica las disonancias que pueden encontrarse entre ellas y su falta de implicación.

El doble aspecto comunitario y laical de la Iglesia, concreciones de su identidad mistérica y sacramental, apenas ha tenido reper­cusiones en la celebración de los sacramentos. Estos siguen siendo clericales, con escasa participación y actividad de los fieles, y cen­trados en la escenificación y representación del drama sacro, como corresponde a la teología de la Contrarreforma49. Se ha cambiado la imagen de la Iglesia a nivel teórico, pero se ha mantenido una praxis sacramental que, en buena parte, no corresponde a la teolo­gía de la iglesia esbozada. La consecuencia es la escasa renovación de la teología sacramental, a pesar de la reforma litúrgica, y la poca operatividad de una Iglesia-sacramento toda ella, que dejaría más espacio a la creatividad litúrgica y al papel de la comunidad. Persiste la vieja eclesiología que pone el acento en el papel de cle­ro, para que los sacramentos sean legítimos, a costa de la partici­pación indispensable del pueblo. Los problemas postconciliares tienen que ver con esta ambigüedad.

48. J.M. Castillo, "Necesidad de una pastoral de los sacramentos que no obsta­culice a la evangelización": Sal Terrae 62 (1974), 712-23; Y. Congar, "La eccle­sia o comunidad cristiana sujeto integral de la acción litúrgica", en La litur­gia después del Vaticano II, Madrid, 1969, 296-313.

49. J. Jungmann, El sacrificio de la misa, Madrid, 1953.

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La Iglesia universal en y desde las particulares

Por otra parte, en el Vaticano II hay una revalorización de la comunidad local o iglesia particular, sin menoscabo de la Iglesia universal. La Iglesia universal existe "en y desde las iglesias parti­culares" (LG 23) y "está realmente presente en todas la legítimas congregaciones de fíeles", que se llaman también "iglesias" en el Nuevo Testamento (LG 26). El contexto de estos textos es doble, servir de marco para la colegialidad de los obispos y la eclesiología eucarística. Hay relación entre una visión universalista y otra de iglesias particulares en comunión. Los obispos son los que presi­den las iglesias particulares y miembros del colegio episcopal (LG 23; CD 11: "la diócesis es un porción del pueblo de Dios que se con­fía al obispo", y "constituye una iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la iglesia de Cristo"). No se tra­ta de que la Iglesia universal sea la mera suma de las particulares, sino que la Universal se actualiza en la particular y existe desde ellas, y las particulares existen en una comunión y en cuanto comunidades concretas forman parte de la universal. Se trata de afirmaciones doctrinales con valor teológico y no de una descrip­ción sociológica y empírica de la Iglesia. Ni la Iglesia universal es una mera suma de las locales o particulares, ni éstas son una mera parte de la Universal. De forma analógica a cómo se afirma que la Iglesia de Cristot subsiste en la católica (LG 8), sin identificarlas, podríamos afirmar que la Universal existe en las particulares sin reducirse a cada una de ellas.

En la eclesiología eucarística se subraya la comunión con el obispo y de éste con el Colegio (LG 21; 23), en lugar de centrarse en la comunidad eucarística, en contraste con la eclesiología euca­rística de la patrística: comunitaria, referida al Espíritu y con plena participación de todos, laicos y ministros. Persisten elementos de la vieja jerarcología pre-Vaticano II y se yuxtapone la concepción comunitaria prevalente en el capítulo segundo (LG 7) y la episco-pal-colegial del capítulo tercero. La comunión sacramental y ecle-sial, pone el énfasis en la pluralidad de la iglesia, a nivel local y uni­versal. La plenitud de la Iglesia se vive en cada iglesia concreta, que hasta el siglo IV, es la expresión de la iglesia católica. Se refleja en la celebración eucarística, una y múltiple como la misma Iglesia, siendo la sinodalidad y la concelebración la expresión de la comu-

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nión desde su pluralidad de carismas y ministerios50. La Iglesia celebra la eucaristía, pero ésta constituye a la Iglesia. Por eso la no correspondencia entre la comprensión de su identidad (comu­nidad como sujeto protagonista que celebra) y la forma ritual con­creta de celebración (protagonismo del clero, ante una comunidad asistente) plantea problemas tanto a nivel sacramental como ecle-siológico.

Un elemento sustancial de una eclesiología eucarística es el de iglesia de comunión. Las bases de esta concepción las dio el con­cepto de pueblo de Dios, que no sólo fue el título elegido para el capítulo segundo de la constitución sobre la Iglesia (LG 9-17), sino también la pieza clave del cambio eclesiológico, que se asumió por iniciativa de Suenens51. Ya no se partía de la Iglesia como institu­ción y sociedad, como ocurría en las eclesiologías preconciliares, sino de la comunidad de fieles convocadas por Dios. En lugar de hablar de los laicos en el capítulo cuarto de la constitución, tras haber tratado de la jerarquía, se optó por anteponer a ambos un capítulo que resaltara el aspecto comunitario de la iglesia, bajo la definición de pueblo de Dios. El pueblo de Dios es la Iglesia toda, aunque a veces se alude al pueblo de Dios en referencia a los fieles, contrapuestos a los pastores (LG 23; 24; 26; 28; 45). Las quejas postconciliares de que el concepto de pueblo se ha visto desde una perspectiva populista más que teológica, y que el capítulo segundo de la Constitución no habla de los laicos sino sólo de la identidad

50. B. Forte, La chiesa nell'eucaristía, Ñapóles, 1975; L. Herling, "Communio und Primar": Una Sancta 17 (1962), 91-125; J. Zizioulas, L'étre ecclésial, Ginebra, 1983.

51. Y. Congar, Un pueblo mesiánico, Madrid, 1976, 90-108; H. de Lubac, Paradoja y misterio de la iglesia, Salamanca, 1967, 77-78; G. Colombo, "II popólo di Dio e il misterio de la chiesa nell'ecclesiologia post-conciliare": Teología 10 (1985), 97-106. Esta denominación fue contestada por la minoría conciliar que prefe­ría centrarse en el concepto de cuerpo místico. En el postconcilio hubo un esfuerzo por amortiguar el peso del título, precisamente por la amplia recep­ción que había tenido para una eclesiología renovadora. Cfr., J. Ratzinger-V. Messori, Informe sobre la fe, Madrid, 1985, 55; J. Losada, "La iglesia pueblo de Dios y misterio de comunión": Sal Terrae 74 (1986), 243-45; J.M. Castillo, "A los veinte años del concilio Vaticano II": Misión abierta 79 (1986), 71-79, G. Defois, "L'Eglise, pueple de Dieu aprés Vatican II": MSR 42 (1985), 113-25; R. Schnackenburg-J. Dupont, "La iglesia como pueblo de Dios": Concilium.l (1965), 105-13; B.J. Hilberath, "Forschungsbericht: Schwerpunkte und Ten-denzen in der Ekklesiologie": ThQ 181 (2001), 238-46.

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común a todos los cristianos52, olvida que el mismo Concilio asu­me los dos significados, el de la Iglesia como pueblo de Dios que abarca a pastores y laicos, y el del pueblo de Dios contrapuesto a los pastores e identificado con los laicos. La división de la teología del laicado en dos capítulos se puede probar estudiando la discu­sión conciliar y el proceso de redacción de los textos.

"Pueblo de Dios" ha sido el título de mayor influencia post-con-ciliar y el que provocó más resistencias por parte de la minoría conservadora, que luego en el post-concilio ha intentando ignorar­lo o, al menos, reducir su significado. La categoría de pueblo de Dios no sólo resalta la dimensión comunitaria de la Iglesia, sino que vincula una comunidad concreta a la presencia de Dios en la historia. Desde la vinculación a Dios, surge una comunidad en la que todos están convocados. Si la paternidad de Dios es el princi­pio de la filiación y desde ambos de la igualdad de todos los hom­bres, más allá de sus diferencias, así también con el pueblo que Dios mismo ha constituido. Si desde la idea de Iglesia como insti­tución se pasaba directamente a los ministros en cuanto represen­tantes de ésta, también desde una Iglesia pueblo surge una frater­nidad constituida por Dios mismo, más allá de las diferencias de ministerios y carismas. Esto implica a toda la Iglesia, como ocurría con las categorías de sociedad desigual, institución y sociedad per­fecta en la eclesiología anterior. Según la definición de que se par­ta, se orientan todos los elementos eclesiológicos. Por eso, no es de extrañar que en el postconcilio cobraran fuerza dimensiones como la de comunión, igualdad ontológica de todos los fieles, significa­do de la consagración bautismal como punto de partida de la ecle­siología y la reivindicación de un papel activo de los laicos en con­traste con la jerarcología anterior. Las dos direcciones de la comu­nión (entre los fieles y de las iglesias entre sí) fueron causa de con­flictos en el postconcilio.

La revalorización de cada Iglesia particular es una categoría determinante de la eclesiología de comunión, en cuanto que el pue­blo de Dios se constituye desde una comunidad concreta y se reali­za en la pluralidad de comunidades. La Iglesia universal es el pue-

52. J. Ratzinger, "La eclesiología del Vaticano II": Iglesia, ecumenismo y política, Madrid, 1987, 18-34.

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blo de Dios pero se constituye desde las iglesias particulares53. El Concilio habla indistintamente de la Iglesia universal y de la local, sin establecer prioridades ni excluir ningún modelo eclesiológico. Con cualquiera de los puntos de partida hay que llegar a la comu­nión, así como en ese contexto se afirma el carácter del obispo como el que preside una comunidad concreta y, s imultáneamente, par­tícipe de la colegialidad episcopal y miembro nato del concilio ecuménico, que son dimensiones de la universalidad de la Iglesia.

La categoría de pueblo de Dios se aplicó a Israel y plantea el pro­blema de su relación con la Iglesia. La idea del viejo y nuevo pueblo de Dios tiene que ver con el carácter de Israel como pueblo elegido por Dios y con la Iglesia como tercer pueblo, que une a gentiles y hebreos en la tradición de los primeros siglos. La iniciativa de Dios tiene consecuencias para la estructuración de la comunidad y su relación con otras entidades, y no se puede ver la referencia Dios como algo abstracto y que no tuviera consecuencias históricas y estructurales. Por eso es problemático un cristianismo helenizado, que acabó identificándose con la sociedad romana y contraponien­do el Occidente cristiano a los otros. Es un proceso de "judaiza-ción", que lleva a ver a la Iglesia como nuevo Israel, olvidando que la idea de pueblo elegido no se puede comprender de la misma for­ma en la tradición hebrea que en la cristiana54. La oposición del cris­tianismo a Israel cambió de signo en la medida en que el cristianis­mo mismo asumió las categorías judías excluyentes, olvidando su misión de ser un pueblo de pueblos y de superar las divisiones ante­riores. Cuanto más parecido es el cristianismo al pueblo elegido del Antiguo Testamento más aumenta el antisemitismo cristiano. Y en cuanto que el cristianismo se ve como la religión de Occidente se abre al particularismo a costa de la dimensión universal.

La larga tradición del antisemitismo cristiano tuvo reflejo en el mismo Concilio y provocó una larga discusión acerca de si debían t ra tarse específicamente las relaciones con los judíos. Algunas figuras de la minoría conciliar conservadora estaban convencidas

53. "Esta iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas congregaciones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben tam­bién en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias" (LG 26).

54. J. Moingt, "Laisser Dieu s'en aller", en J. Doré (ed.), Dieu, Eglise, societé, París, 1985, 275-86

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de la responsabilidad moral de los judíos en la muerte de Cristo. Por eso hubo muchas resistencias a eliminar el calificativo de pue­blo "deicida" y a darle cualquier función positiva tras el cristianis­mo en la historia de la salvación. Había además motivos políticos para negarse a una valoración positiva del judaismo, dado el con­flicto entre árabes y judíos, y las tensiones existentes entre el Estado de Israel y el Vaticano. El concilio establece una vincula­ción directa entre el pueblo judío y la iglesia, resaltando la univer­salidad del nuevo pueblo de Dios (LG 9; 13; 16). Hoy asistimos a una revalorización de las raíces hebreas del cristianismo y del mis­mo Jesús en la exégesis y en la teología, aunque el diálogo hebreo-cristiano sigue tropezando con parecidos conflictos teológicos y eclesiales como los que aparecieron en el Concilio".

El paso de una religión con raíces étnicas a otra universal es crucial para comprender los actuales problemas de la Iglesia a la luz de la globalización y de la necesaria inculturación en otros pue­blos, sin pretender que su romanidad y su europeísmo sea un ele­mento constitutivo que impida otros modelos de cristianismo. Rahner evalúa el Concilio como el que abre una nueva época his­tórica, la de un catolicismo universal, después de la fase semita y la posterior europea56. Los años posteriores al Vaticano II acentúa-ron la tensión entre un catolicismo que sigue siendo euro y roma­no-céntrico, y las exigencias de las iglesias no occidentales por otros modelos de cristianismo. Las iglesias particulares con tradi­ciones propias y diferencias legítimas, de las que habla el Concilio juntamente con sus culturas y pueblos respectivos (LG 13; 17), no han sido asumidas luego porque ha prevalecido el centralismo uni-formista romano. Algunos sínodos de obispos de la época post­conciliar han sido escenario de esta tensión, claramente reflejada ya en el aula conciliar, entre la curia romana y las distintas iglesias y obispos57.

55. G. Miccoli, "Due nodi: la liberta religiosa e le relazioni con gli ebrei", en, G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, 4, Bolonia, 1999, 160-92; 578-91; id., 5, 223-32.

56. K. Rahner, Schriften zur Theologie XIV, Einsiedeln, 1980, 287-302. 57. Una rica documentación sobre estas tensiones sinodales es la que ofrece

E.Schillebeeckx, Chñstliche Identitat und kirchliches Amt, Dusseldorf, 1985, 254-309. También, J. Grootaers, De Vatican II á Jean Paul II, París, 1981, 72-87.

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El nuevo eje básico de la eclesiología del pueblo de Dios es la comunidad, de la que derivan ministerios y carismas, jerarquía y lai­cos (LG 11-12). La iglesia no es una yuxtaposición de individuos, sino una realidad comunitaria, jerárquica y laical. La comunicación, el diálogo y la apertura basada en relaciones personales deriva del carácter comunitario. Es el final de la jerarcología58, que parte de los ministros como si éstos no fueran parte de la Iglesia, o como si estu­vieran por encima de ella. No hay comunidades sin ministros, ya que la estructura eclesial es jerárquica, pero tampoco se pueden justificar ministros sin comunidad, como es frecuente en la práctica. Éste es uno de los temas donde más divergencias hay entre la praxis ecle­siástica, que posibilita ministros sin comunidades y sin ministerio pastoral alguno, y la teología del pueblo de Dios y del ministerio que va por otro lado. Teológicamente, se supera así el binomio clero/lai­cos, propio de la eclesiología de la sociedad desigual con papeles asi­métricos prefijados59, en favor de una iglesia comunión, en la que el primer elemento constitutivo es la igualdad y fraternidad de todos, anterior a cualquier ubicación ministerial o carisma personal60. La dimensión ontológico-existencial, común a los cristianos, es anterior a cualquier función, ministerio o carisma diferencial61. "Iguales pero diversos" podría ser un eslogan católico, ya que la diversidad de car­gos y carismas no puede anular la igualdad radical ontológica de todos los cristianos, ni el papel hegemónico de la comunidad.

El Concilio menciona expresamente el sacerdocio común de los fieles junto al ministerial, sin que se pueda entender el segundo como superior al primero (LG 10), aunque ésta siga siendo la com­prensión corriente. Una vida sacerdotal es lo común a todos los

58. Es un término acuñado por Congar para designar una eclesiología centrada en la jerarquía. Cfr., Y. Congar, Para una teología del laicado, Barcelona, 1965, 62.

59. Esta eclesiología en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden, ha sido reiteradamente propuesta desde el esquema "Supremi Pastoris" del concilio Vaticano I hasta Pió X ("Vehementer nos": AAS 39 (1906, 8). Cfr., Y. Congar, art. "La'íc": Dictionnaire de Spiritualité 9, París, 1975, 100-101.

60. Se da prioridad a lo común de todos los cristianos, antes que cualquier ofi­cio o ministerio. Cfr., Y. Congar, Le concite de Vatican II, París, 1984, 109-14.

61. Y. Congar, "La iglesia como pueblo de Dios": Concilium 1 (1965), 9-11; 21; Le concite de Vatican II, París, 1984, 126-36; G. Colombo, "La chiesa nuo-vo popólo di Dio nella constitutione Lumen Gentium": Teología 8 (1983), 137-43.

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bautizados y confirmados (LG 11), ungidos por el Espíritu, mien­tras que se habla del sacerdocio ministerial como una función pre­sidencial que abarca distintos aspectos de la comunidad. Hay un avance teológico al revalorizar el sacerdocio de todos, punto nucle­ar de la eclesiología protestante, pero se mantienen elementos de la vieja eclesiología al hablar del sacerdocio ministerial en térmi­nos de potestades sagradas (LG 10). Hay también afirmaciones que tienen gran repercusión eclesiológica como que la totalidad de los fieles tiene la unción de Dios y no puede equivocarse cuando cree (LG 12) y que el Espíritu distribuye gracias especiales y carismas entre todos los fieles. Esta revalorización del papel de la comuni­dad y de los laicos, va siempre contrabalanceada por la acentua­ción del papel de la jerarquía como instancia evaluadora de los carismas. Se abría paso una nueva eclesiología pero había miedo a que los ministros perdieran importancia. Ésta es una de las claves para comprender las polémicas postconciliares sobre la democra­tización de la Iglesia62, compatible con una jerarquía integrada en la comunidad, en base a que todos sean miembros activos y co-ges-tores (aunque de un modo diferente según carisma y ministerio).

También surgieron corrientes postconciliares en pro de una iglesia popular, la cual no tiene por qué ser antijerárquica, pero sí es alternativa a la jerarcología, que habla de iglesia cuando se refie­re en realidad a los ministros (centrándose en su dignidad y potes­tades personales) y que hace del pueblo objeto de la atención pas­toral del clero, en la línea de un despotismo ilustrado eclesial63. El

62. El miedo a los efectos democratizadores del título de pueblo de Dios, a las demandas de autonomías de las iglesias locales y a las crecientes demandas de participación de los laicos, llevó a que la relación final del Sínodo episcopal extraordinario de 1985 (vigésimo aniversario del Concilio) relativizara el títu­lo de "pueblo de Dios" y lo yuxtapusiera a otras acepciones eclesiológicas, desestructurando el texto del Vaticano II. Se optó por una eclesiología de comunión entendida en clave universalista, que acentuaba la comunión jerár­quica y que daba la primacía a la Iglesia católica como punto de partida para el ecumenismo. Esta interpretación del sínodo de 1985 no responde a los tra­zos del Vaticano II y es más bien reactiva respecto de las corrientes de la teo­logía de la liberación y las de iglesia popular, que sacan consecuencias dife­rentes de la eclesiología del pueblo de Dios. Cfr., P. Ladriére, "Le catholicisme entre deux interprétations du concile Vatican II. Le Synode extraordinaire de 1985": Arch.Sc.soc. des Reí, 62 (1986), 22-25; J. Ratzinger, Weggemeinschaft des Glaubens. Kirche ais Communio, Ausburgo, 2002, 11-117.

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clericalismo subsistente en la Iglesia choca con la idea de pueblo de Dios, que tiene además un profundo significado ecuménico. El problema post conciliar estriba en integrar los ministros en la igle­sia pueblo de Dios, ya que el modelo de iglesia subsistente sigue siendo el preconciliar, caracterizado por el papel exclusivo y mono­polista del clero. El dualismo entre una teología de la comunidad, del pueblo de Dios y de los laicos, y una realidad eclesial determi­nada por la institucionalidad y el ministerio ha sido una de las cau­sas de las múltiples tensiones que ha vivido el catolicismo en los últimos cuarenta años. El problema global del Vaticano II es que marcó un hito en la teología, poniendo punto final a una época e iniciando otra64, pero luego el curso histórico de la Iglesia ha deja­do sin realizar muchas iniciativas conciliares.

Es también importante el concepto de iglesia de los pobres, al que aludió Juan XXIII65 y que luego ha cobrado realce en el con­texto de la iglesia latinoamericana de Medellín y Puebla, y la teo­logía de la liberación. Los pobres constituyen el núcleo del pueblo de Dios, en cuanto destinatarios preferentes del reinado de Dios y en cuanto sujetos de la dinámica liberadora de la fraternidad cris­tiana. En el Concilio hubo un grupo de 180 obispos que buscaba resaltar a la iglesia de los pobres, sin conseguir que el título entra­ra en la Constitución, aunque sí la preocupación eclesial por los pobres (LG 8; GS 1; AG 5), ya recogida en el mensaje de los padres conciliares a todos los hombres en 1962. Estos obispos, a cuyo frente estaban Mons. Ancel, Mercier y Helder Cámara, con la cola­boración del card. Lercaro, buscaban que los pobres entraran en la definición misma de la Iglesia66. No se trata simplemente un pro­blema moral o asistencial. Dios opta por un pueblo paria, el Israel

63. J.B.Metz, "Iglesia y pueblo: el precio de la ortodoxia", en Dios y la ciudad, Madrid, 1975, 117-43; Más allá de la religión burguesa, Salamanca, 1982; J. M. Castillo, La alternativa cristiana, Salamanca, 81987, 145-96.

64. Pablo VI: "Los decretos conciliares más que un punto de llegada son un pun­to de partida hacia nuevos objetivos" ("Carta al congreso internacional de teología, 21-9-66)": Ecclesia 1311 (1966), 2301.

65. Alocución por Radio del 11 de septiembre de 1962: "Iglesia de los pobres" (cfr. Herder Korrespondenz 17, 1962/63), 43-46.

66. Cfr., G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, II, 226-30; ibíd., 3, 182-83; ibíd., IV, 411-416. Las obras de Mons. A. Ancel (Mis cinco años de obispo obrero, Barcelona 1963; La iglesia y la pobreza, Madrid, 1964) fueron repre­sentativas del grupo.

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esclavizado en Egipto, y por los pobres, en el contexto de una sociedad injusta y desigual. El Dios encarnado se humaniza desde lo más bajo, la condición social del pobre, para ser universal y posi­bilitar así la dignidad de todos (la divinización del hombre). La Iglesia, en cuanto servidora de la humanidad, tiene que presentar­se desde su identificación con los pobres, lo cual es posible si ella misma es Iglesia de los pobres.

Desgraciadamente el título de "Iglesia de los pobres" no entró en la misma definición de la Lumen Gentium, aunque sí sirvió de refe­rencia teórica y práctica. Este grupo de obispos presentó mociones a Pablo VI para que los obispos renunciasen a títulos dignatarios como "eminencia, excelencia, señor", etc. y al uso de insignias y ves­tiduras lujosas67. Propugnaban un estilo de vida más simple de la jerarquía, una opción apostólica por los pobres e incluso la forma­ción de un clero preparado para el apostolado social, rogando que se reinstauran los sacerdotes obreros, así como una admistración más trasparente de los bienes de la iglesia, con participación cre­ciente de los laicos68. Fue un grupo reducido pero apoyados por más de 500 obispos y algunos cardenales en su demandas al papa y se apoyaron en teólogos como Congar y P. Gauthier. A pesar de su

67. Fue muy influyente el libro de Y. Congar, Pour une église servante et pauvre, París, 1963.

68. El proceso moderno de dignificación del clero arranca de Gregorio XVI, que "para impulsar a todos en la práctica de la virtud y en el deseo de la religión, gustosamente solemos conceder títulos de nobleza" (AG I, 133). De ahí la proliferación de vestimentas lujosas e insignias a canónigos, sacerdotes y otros clérigos, para que "el honor y la pompa ante los hombres lleven a la práctica de la virtud". El tratamiento de "excelencia" para los obispos data de 1931, porque Pió XI quería darles el mismo honor que Mussolini a sus pre­fectos. Cfr., Y. Congar, Pour une église servante et pauvre, París, 1963, 119; 127. Un análisis de Gregorio XVI lo ofrece J.M. Castillo, "Gregorio XVI y la noble­za", en Miscelánea Augusto Segovia, Granada, 1986, 285-302. En una línea opuesta se pronunció Pablo VI en una alocución del 6-12-1965: "¿Quién no ve que en otro tiempo, especialmente cuando la autoridad pastoral iba liga­da a la temporal, las insignias del obispo eran de superioridad, de exteriori­dad, de honor y a veces de privilegio, arbitrio y suntuosidad? Entonces tales insignias no provocaban escándalo; más aún, al pueblo le gustaba mirar a su obispo adornado de grandeza, poder, fastuosidad y majestad. Pero hoy no es así y no debe ser así. El pueblo, lejos de admirarse, se maravilla y escandali­za si el obispo aparece revestido con soberbios distintivos anacrónicos de su dignidad" (Ecclesia 1277 (1966), 13).

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limitado número fueron muy activos, aunque fueron marginados en la redacción de la Gaudium et Spes. No pudieron conseguir su empeño de un Secretariado que se ocupara de los temas sociales y de la situación de los pobres, como había ocurrido con el ecume-nismo, y perdieron eficacia por las divergencias existentes en el mismo grupo69. Iglesia de los pobres, ha sido una denominación que no se ha impuesto globalmente, acusada de cercanía al mar­xismo y vista por otros como crítica a la iglesia del primer mundo, acusada de aburguesamiento e instalación en la sociedad. Ha sido un título frecuente en el movimiento de iglesia de base o comuni­dades cristianas populares.

El progresivo desarrollo de una doctrina social de la iglesia tiene un correlato eclesiológico, la subordinación de la iglesia al reinado de Dios, cuyo destinatario preferente son los pobres y los pecadores. El gran reto consiste en pasar de un enfoque pastoral y espiritual, a uno teológico y eclesiológico, más acorde con el cristianismo primi­tivo y la importancia de los pobres en la eclesiología eucarística70. En la valoración de la iglesia de los pobres ha influido decisivamente la crítica marxista y la teología política, que subrayan la problematici-dad de la función social de la iglesia y sus vinculaciones y alianzas. El concepto ha tenido una recepción limitada en el primer mundo, en el que se impuso un enfoque asistencial (la iglesia que se preocu­pa de los pobres), aunque también solidario, en el contexto de la jus­ticia internacional. Fue en el tercer mundo, donde el concepto de iglesia de los pobres tuvo una relevancia eclesial más sólida, sobre todo a partir de Medellín y Puebla71. El contexto del subdesarrollo y el empobrecimiento de las frágiles clases medias, favoreció un des-

69. D. Pelletier, "Une marginalité engagée: Le group Jésus, l'Église et les pauv-res", en M. Lamberigts (ed.), Les Commissions Conciliares a Vatican II, Lovai-na, 1996, 63-90.

70. Es excelente el estudio colectivo Fe y justicia, Salamanca, 1981, que analiza la vigencia del concepto de iglesia de los pobres en el bautismo y la eucaris­tía. La recuperación de la dimensión profética, mesiánica y escatológica de la eclesiología, pasa por la teología de los pobres.

71. P. Gauthier, Los pobres, Jesús y la iglesia, Barcelona, 1964; G. Gutiérrez, "Le rapport entre l'Église et les pauvres vu d'Amerique Latine", en La réception de Vatican II, París, 1985, 229-57; G. Girardi, "De la iglesia en el mundo a la igle­sia de los pobres. El Vaticano II y la teología de la liberación", en C. Floristan-J.J. Tamayo (eds.), El Vaticano II, veinte años después, Madrid, 1985, 429-64; A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, Salamanca, 1983.

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plazamiento de la iglesia fáctica, de la burguesía a los pobres, en los años de regímenes militares atentatorios de los derechos humanos y represores del pueblo en América Latina.

Sin embargo, la iglesia latinoamericana ha encontrado crecien­tes resistencias a la opción por los pobres por parte de las iglesias hermanas del primer mundo y, sobre todo, por el Vaticano, teme­roso de una radicalización y acercamiento al marxismo. Grandes figuras eclesiales, como los obispos Osear Romero, Helder Cámara o Pedro Casaldáliga, fueron en buena parte silenciados, margina­dos y desautorizados por las instancias centrales de la iglesia y los respectivos nuncios en sus países. En el postconcilio, el miedo a una politización de la iglesia en favor de los pobres ha jugado un papel decisivo en poner sordina al movimiento conciliar de obis­pos por la iglesia de los pobres, como también a las corrientes en favor de una iglesia popular. Aunque la caída del marxismo a par­tir de 1989 ha creado un contexto nuevo, se mantiene una política de nombramientos eclesiales que erosiona al sector más social del episcopado. No es infrecuente que se nombre a personas conser­vadoras y con poco sentido social para suceder a obispos que han destacado en la lucha por una Iglesia de los pobres, como ha ocu­rrido frecuentemente en Brasil. La acción social en favor de los pobres es parte de la doctrina católica, en cambio cuesta más tra­bajo asumir el protagonismo eclesiológico de los pobres.

La nueva eclesiología del Vaticano II asume muchos elemen­tos de la tradición, pero les da un nuevo sentido. Históricamente, esta eclesiología de comunión basada en el pueblo de Dios y en la pluralidad de Iglesias está más cercana del pr imer milenio y de la época patrística que de la Contrarreforma. Es un nuevo para­digma teológico y la discusión conciliar tuvo mucho que ver con una confrontación entre tridentinos y patrísticos, entre los defen­sores de una eclesiología latina, en sentido estricto, y los que se abrían a planteamientos ortodoxos y protestantes, que resaltaban el papel determinante del Espíritu en la Iglesia y la importancia de la comunidad. El problema postconciliar, a su vez, estribó en el mantenimiento de las estructuras pre-Vaticano II en contraste con la apertura teológica de los documentos. Había tensión entre las muchas posibilidades y horizontes que posibilitaban los tex­tos y la realidad fáctica de la estructura eclesial dominante tri-dentina.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 57

Si se mantenía el dualismo entre la teoría conciliar y la realidad eclesial, que es lo que ocurrió posteriormente, acabarían leyéndo­se los textos desde una óptica minimalista y reduccionista que les hiciera fácilmente integrables en la estructura preconciliar. El Vaticano II intentó evitar el positivismo eclesiológico reinante, que correspondía a la teología de la Iglesia como sociedad visible y como insti tución jerárquica sin más , y el tr iunfalismo de la Contrarreforma y del barroco. Luego, en el postconcilio, el proble­ma sería la teoría alternativa de un cristianismo primitivo ideal, que luego se degeneró y pervirtió, sobre todo desde Constantino. Esta teoría, muy difundida en el protestantismo, posibilitaba ver el Concilio como una simple ruptura con la tradición anterior, a cos­ta de minimizar las continuidades y el claro deseo del Vaticano II de avanzar sin negar. La nueva teología de la Iglesia, sin embargo, abría inevitablemente una etapa de conflictos, ya que subsistía un dualismo entre la teoría teológica y la realidad eclesial. El gran problema postconciliar, todavía hoy, es asumir la conflictividad como una realidad teológica y eclesial. Y también, aprender a eva­luar críticamente sin caer en maximalismos de mera continuidad, que niega las rupturas, o de revolución total, que lleva a rechazar todo lo anterior.

3. La colegialidad episcopal

La definición de la identidad de la iglesia con nuevos conceptos, denominaciones y orientaciones eclesiológicas es el eje vertebral del Vaticano II, resaltada en los dos primeros capítulos. No es lo mismo partir de la institución eclesial, de la sociedad perfecta y desigual o de una concepción jurídica de la Iglesia, que tomar como punto de partida el reino de Dios, el pueblo de Dios o la iglesia como sacra­mento. Las perspectivas globales asumidas al definir la iglesia varí­an en el curso histórico, y establecen marcos eclesiológicos diferen­tes. Los problemas se agudizan al abordar cuestiones concretas, sobre todo aquellas en las que se juega el poder, la autoridad y el control de la Iglesia. Por eso no es de extrañar que las discusiones de entonces, como los de ahora, se centraran en el papel, funciones e identidad de la jerarquía, que es el contenido esencial del capítulo tercero de la Constitución, el más controvertido de todos.

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Las dos corr ientes eclesiológicas que se enfrentaron en el Concilio hicieron de la relación entre el papa y los obispos el cen­tro de sus tensiones, defendiendo la primera una eclesiología uni­versalista y la segunda una eclesiología de comunión de las iglesias locales. Estaba en juego el papel del papa en la iglesia universal. Unos, bajo el liderazgo de la curia romana, defendían la concep­ción centralizada, monárquica y absoluta del gobierno de la igle­sia, que se había consolidado tras el concilio Vaticano I. La contra parte ponía el acento en la comunión de todas las iglesias locales, que forman la iglesia universal, de la que derivan la sinodalidad o conciliariedad, la colegialidad de los obispos, la autonomía de cada obispo en su iglesia local en virtud de su ordenación episcopal y la preocupación universal de todos los obispos, más allá de su iglesia concreta de pertenencia. El acento se ponía en completar al Vaticano I, inconcluso y generador de una eclesiología unilateral. En los dos casos resurgía la eclesiología jurídica, aunque el punto de partida de la Constitución fuera una eclesiología de comunión con orientación pastoral. Según la eclesiología que se adoptara, así resultaría la valoración de las conferencias episcopales en los dis­tintos países, del papel de los nuncios (tanto en cuanto legados del papa como en su función de representantes del Vaticano ante los distintos gobiernos), de los procedimientos para los nombramien­tos de obispos y del papel de la Curia y de las distintas congrega­ciones romanas, que participan en el poder primacial del papa e intervienen en los asuntos de todas las iglesias.

Estas cuestiones surgieron a lo largo de todo el concilio, pero se centraron en el esquema de Iglesia, más en concreto en el capítulo tercero, y en el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos. En el trasfondo estaba la evolución eclesiológica, que tenía dos fases cla­ramente diferenciadas la del primer milenio, marcada por una eclesiología de comunión y de colegialidad patriarcal, y la univer­salista jurídica y monárquica del segundo. Durante el primer mile­nio de cristianismo hubo una eclesiología basada en la comunión de iglesias, representadas por cinco grandes patriarcados, cada uno con su propia autonomía teológica, litúrgica, canónica, ministerial e institucional. Se conservaba así un pluralismo eclesiológico que podía remitir al Nuevo Testamento. El reconocimiento del prima­do del papa por parte de los demás obispos y patriarcas no obsta-

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culizaba la autonomía de éstos. El papa sólo intervenía cuando había "causas mayores" que enfrentaban a varias iglesias impor­tantes y podía peligrar la unidad de la iglesia, o cuando había que resolver asuntos dogmáticos que hacían necesario convocar un concilio ecuménico, presidido por el papa. En todo lo demás (nom­bramiento de obispos, forma de celebrar los sacramentos y de desarrollar la liturgia, la disciplina y organización de los presbíte­ros y ministros, las finanzas de la iglesia, la teología que se ense­ñaba, la formación del clero o los asuntos pastorales relacionados con el pueblo o con la participación de los laicos), había autonomía de las iglesias y no dependían de un gobierno centralizado72.

Esta eclesiología, de inspiración patrística, es la que cambió drásticamente en el segundo milenio73. Primero la reforma grego­riana, el cambio más drástico que ha tenido la eclesiología; luego el concilio de Trento como respuesta a los protestantes y, final­mente, el inacabado concilio Vaticano I han cambiado la concep­ción de la Iglesia, que se ha papalizado. El papa asimiló las pre­rrogativas del poder imperial, simbolizado por la triple mitra a la que renunció Pablo VI durante el concilio; luego se asemejó a las

72. Excelentes estudios históricos ofrece Y. Congar, Eclesiología. Desde S. Agustín hasta nuestros días, Madrid, 1976; L'écclesiologie du Haut-Moyen Age, París, 1968; "Conscience ecclésiologique en Orient et Occident du VI au XI siécle": Istina 6 (1959) 187-236. También, W. Ullmann, Die Machtstellung des Pappstums im Mittelalter, Graz, 1960; A short History ofthe Papacy in the Middle Ages, Londres, 1972. Breves síntesis ofrecen, W.Vries, "Vicarius Petri. Der Primat des Bischofs von Rom im ersten Jahrtausend": StdZ 203 (1985), 507-20; H. Marot, "Descentralización estructural y primado en la iglesia antigua": Concilium 7 (1965), 16-30; "Unidad de la iglesia y diversidad geográfica en los primeros siglos", en El episcopado y la iglesia universal, Barcelona, 1966, 515-36; He analizado el cambio eclesiológico subyacente a las transformaciones del papado en Juan A. Estrada, "Evolución del papado y eclesiología medieval (siglos VI-X)", en Miscelánea Augusto Segovia, Granada, 1986, 83-144.

73. Una síntesis de esta evolución puede encontrarse en Y. Congar, "De la comunión de las iglesias a una eclesiología de la iglesia universal", en El episcopado y la igle­sia universal, Barcelona, 1966, 213-44; "Le pape comme patriarche d'Occident": Istina 28 (1983), 374-90. Congar considera la reforma gregoriana como "el mayor cambio que haya jamás conocido la eclesiología católica" (Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, Madrid, 1976, 59). También, H. Pottmeyer, Die Rolle des Pappstums im dritten Jahrtausend, Friburgo, 1999, 18-29; C. Vagaggini, "Unitá e pluralitá nella chiesa secondo il concilio Vaticano II", en Ecclesiologia dal Vaticano I al Vaticano II, Brescia, 1973, 99-197; G. Alberigo, "La curia y la comunión de las iglesias": Concilium 147 (1979), 27-53.

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monarquías absolutas en su calidad de soberano pontífice, y final­mente extendió sus prerrogativas de primado de la iglesia univer­sal en el concilio Vaticano I. La tendencia a fortalecer el papel del papa se basaba en asegurar la unidad de la Iglesia, conflictiva por el pluralismo eclesial, y en potenciar su irradiación e influencia respecto de los soberanos temporales, que se entrometían en los asuntos eclesiales. El resultado, sin embargo, fue que el papel del papado se convirtió en el asunto más conflictivo de la Iglesia.

Se desarrolló un gobierno romano, monárquico y centralizado, que desde el primer momento fue criticado por los ortodoxos y lue­go por los protestantes. Todas las competencias eclesiales se cen­traron en el papa, que estaba por encima de la ley y la tradición, con el sólo límite del concilio ecuménico. Por eso había resisten­cias papales a convocar el concilio de Trento, sobre todo después de la experiencia de los concilios anteriores. Se perdió la eclesiolo-gía de comunión en favor de una concepción de la iglesia univer­sal con un obispo también él universal, que basaba sus prerrogati­vas en su título de representante de Cristo (una creación del segun­do milenio) y no en la vieja eclesiología del sucesor de Pedro, que era la que se había generado en el contexto del primer milenio. Se mezclaron las funciones del papa como obispo de Roma, como patriarca de occidente y como primado, y al final se llegó a una eclesiología en la que el papa aparecía como obispo universal con competencias sobre toda la iglesia.

El concilio Vaticano I había agudizado el problema al definir el primado del papa y su infalibilidad, sin establecer contrapesos episcopales, ya que no se pudo acabar por la invasión italiana de Roma. La pérdida de los estados pontificios y de la soberanía tem­poral de los papas generó un movimiento de exaltación papal en la Iglesia, como compensación, que en algunos casos adquirió carac­teres de autentica "papalatría"74. Además en el siglo XIX los obis­pos perdieron autonomía y tenían que defenderse de los intentos de domesticación de las iglesias por los gobiernos, siguiendo las pautas desencadenadas por la revolución francesa. Había que apo-

74. Hay abundantes testimonios históricos del siglo XIX, en los que se hace con­verger al Espíritu Santo y el papa en el marco de exaltación tras la pérdida del poder temporal. Cfr., B. Horaist, "La dévotion populaire francaise rendue á Pie IX": La vie spirituelle 67 (1987), 438-47; J. Bonduelle, "Du prisionnier du Vatican au pape pélerin": ibíd., 67 (1987), 448-61

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 61

yarse en el papa contra gobiernos hostiles, unido a la doble políti­ca del papa y los Estados que se entendían entre sí y firmaban con­cordatos, por encima de los obispos". El diálogo diplomático entre el Vaticano y los Estados no sólo concernía a asuntos temporales, sino que tomaban decisiones acerca de las iglesias concernidas, sin contar con ellas.

A esta dinámica hay que añadir la política de nombramientos eclesiales en el siglo XIX, sobre todo durante el pontificado de Pió X, que tenía como trasfondo la eclesiología de la sociedad perfecta y el paralelismo de la iglesia con el Estado. La lucha contra el modernismo y la reforma burocrática de la curia romana favoreció el nombramiento de obispos de probada sumisión a la Santa Sede, eligiendo para los episcopados a personas mayoritariamente de cla­se pobre y de extracto rural, en contra de los obispos de clases nobles y acomodadas, frecuentes en la época anterior. Estos últi­mos tenían una mayor conciencia de sus prerrogativas, protagonis­mo y autonomía respecto de Roma. Se logró romper la tradición aristocrática del episcopado y su vinculación a intereses políticos y dinásticos, pero a cambio se desarrolló la carrera episcopal de un funcionario absolutamente dependiente de Roma. Para elevar el nivel de los obispos respecto de las autoridades civiles se extendie­ron las insignias, dignidades y tratamiento aristocrático. El cargo se convirtió es una dignidad equiparable a las seculares76. Este enfo­que mantiene todavía su influencia y en el Anuario de la Santa Sede del 2005, en una breve sinopsis que recoge su historia, se afirma:

75. Esta situación duró en España hasta los años setenta. Tarancón cuenta los esfuerzos y luchas que sostuvo en 1974 contra la decisión romana de renovar el concordato de Franco, a pesar de la oposición mayoritaria de los obispos españoles. Tarancón estaba convencido de la inoportunidad de una renova­ción de los acuerdos entre la Iglesia y el Estado en una época en que el gobierno franquista ya había entrado en la fase de decadencia. En cambio, en la Curia y concretamente en la Secretaría de Estado, se buscaba un nue­vo Concordato a pesar de que algunos de sus contenidos iban en contra de las nuevas orientaciones dadas por el Vaticano II. Cfr., Vicente Enrique y Tarancón, Confesiones, Madrid, 1996, 691-745.

76. M. Ebertz, "Die burokratisierung der katholischen Priesterkirche", en P. Hoffmann (ed.), Priesterkirche, Dusseldorf, 1987, 132-63; K. Gabriel, "Die neuzeutliche Gesellschaftsentwicklung und der Katholizismus ais Sozial-form der Christentumsgeschichte", en Zur Soziologie des Katholizismus, Mainz, 1980, 201-25; HJ . Pottmeyer, "Ultramontanismo ed ecclesiologia": CrSt 12 (1991), 527-52.

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62 El. CKLSTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA

"Los cardenales pertenecen a las varias congregaciones romanas, son considerados príncipes de sangre, con el título de Eminencia"77.

En el Vaticano II hubo voces en favor de una revisión de este estilo de autoridad, especialmente por parte del grupo de obispos centrado en la iglesia de los pobres. La contrapartida de la centra­lización monárquica de la iglesia, fue la pérdida de autonomía por parte de las iglesias nacionales. En cuanto que todo se decidía en Roma, se aseguraba la homogeneidad universal de la iglesia, a cos­ta de las diferencias y la pluralidad. La identidad católica se desa­rrollaba desde el modelo de una iglesia romanizada y eurocéntri-ca, implantada en los otros continentes. No cabe duda de que había una identidad clara y universal. La uniformización operada por la curia y su control sobre los obispos, sofocaba, sin embargo, la creatividad y diferencias de las iglesias, ya que todo pasaba por el filtro romano. Se limitaban al máximo los intentos de incultura-ción del cristianismo, como ya había ocurrido en China y la India en el siglo XVII, en favor de una identidad universal78. Esta ecle-siología se sostuvo hasta Pió XII y es una de las causas del "afecto antirromano" denunciado por von Balthasar.

En este contexto se puede comprender el significado de las dos eclesiologías que chocaron en el concilio y los diversos enfrenta-mientos entre la mayoría conciliar renovadora, aproximadamente el 80% de los padres conciliares y la minoría conservadora, en tor­no a trescientos obispos. La mayoría conciliar era, sin embargo, heterogénea y su creciente pérdida de unidad y consenso, sobre todo desde el otoño de 1963, facilitaron la presión de la minoría79. Por un lado, se partía de una eclesiología marcadamente jurídica y centrada en el problema de los poderes y competencias, que se reflejó en el esquema preparado antes del Concilio. El texto de la Comisión preparatoria era muy escolástico, recogía 460 citas del

77. Anuario Pontificio 2005, Cittá del Vaticano, 2005, 1819. 78. M. Sotomayor, "El camino de la inculturación en la evangelización de los

jesuítas": Proyección 38 (1991), 219-233. 79. Ph. Levillain, La mécanique politique de Vatican II, París, 1975; J. Grootaers,

"Le role de Mgr. Philips á Vatican II", en Ecclesia a spiritu Sancto edocta. Mélanges théologiques, Gembloux, 1970, 343-80; A. Melloni, "Ecclesiologie al Vaticano II (Autunno 1962-Estate 1963)", en M. Lamberigts (ed.), Les Comissions Conciliares a Vatican II, Lovaina, 1996, 91-180.

El. LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 63

magisterio (en su mayoría papales) e insistía en el carácter institu­cional y jerárquico de la Iglesia. Por otro, había una preocupación pastoral, misionera y ecuménica, que puso el acento en la diaconía eclesial, en la autonomía de las realidades temporales, y en la igualdad de todos los cristianos, anteriormente a cualquier dife­renciación. La tensión entre una eclesiología jurídica y otra de comunión es permanente en todas las fases del concilio y, aunque prevalece la segunda, la primera se mantuvo en forma de interpo­laciones y afirmaciones aisladas en los distintos parágrafos80.

Los elementos jurídicos se dan en las dos posiciones, aunque el contexto de ambas es muy diferente. Sobre todo en el capítulo ter­cero sobre la jerarquía, en el que se dirimía si la colegialidad de los obispos tiene una base sacramental o sólo hay que entenderla como una potestad jurídica, derivada del papa. El solipsismo pon­tificio, agravado por el carácter inconcluso de la doctrina del Vaticano I, podía completarse desde la perspectiva de un ordo epis­copal cuyo presidente es el papa, en la línea de una eclesiología de comunión y de colegialidad, o desde la yuxtaposición del Papa y los obispos con clara subordinación de los segundos y una cole­gialidad más pastoral y jurídica que dogmática. Por otra parte, había que resolver si la jerarquía se entendía desde la iglesia como pueblo de Dios y se vinculaba a la acción del Espíritu, o se partía de una cristología monista (Cristo elige a Pedro y los apóstoles, y

80. Sobre la proporción y composición de los dos grupos enfrentados en el Concilio, cfr., Storia del concilio Vaticano II, IV, 23-26. Sobre el significado eclesiológico de las posturas enfrentadas, Y. Congar, "Situation écclesiologique au moment de Ecclesiam suam et passage a une Eglise dans l'itinéraire des hommes", en Ecclesiam suam. Coloque International (Rome 24-26 Octobre 1980) Brescia, 1982, 79-102; "Sinodo, primato e collegialitá episcopale", en La collegialitá episcopale per il futuro della Chiesa, Florencia, 1969, 44-62. El estu­dio más completo de ambas eclesiologías es el de A. Acerbi, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di communione nella Lumen Gentium, Bolonia, 1975; HJ . Pottmeyer, "Die zweispáltige Ekklesiologie des Zweiten Vatikanums": Trierer theologische Zeitschrift 92 (1983), 272-83; J. Grootaers, De Vatican II a lean Paul II La gran toumante de VEglise catholique, París, 1981, 11-14; G. Philips, "Deux tendances dans la théologie contemporaine. En mar-ge du II Concile du Vatican": NRT 85 (1963), 225-38; K. Walf, "Lacune e ambi-guitá nell'ecclesiologia del Vaticano II"; CrSt 2 (1981), 187-201; E. Klinger, Ekklesiologie der Neuzeit, Friburgo, 1978, 241-47

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éstos, a su vez, a los ministros) y de una yuxtaposición entre jerar­quía y comunidad. Ambas direcciones se hicieron patentes en el Concilio y volvieron a surgir en la época postconciliar, sobre todo cuando, ya en el sínodo de 1971, la minoría tradicionalista volvió a resurgir para luego tomar el control de la Iglesia.

El papel de Pablo VI ante el choque eclesiológico fue valiente, sin impedir los conflictos, pero ambiguo, por su cercanía a la Curia, en la que había trabajado muchos años; por su intento de mediar entre ambas posturas y de responder a las críticas de que no defendía las prerrogativas pontificias; y por su afán de conten­tar a todos para lograr que los documentos fuesen aprobados por casi unanimidad81. No cabe duda que su propia personalidad dubi­tativa e intelectual, que captaba la complejidad de los problemas y veía pros y contras en cualquier decisión, se dejaba notar en sus actuaciones82. Además, su propia teología era, en algunos puntos,

81. Se buscaba que todos los documentos fuesen aprobados por al menos 75% de los votos, y de hecho se logró que todos fueran respaldados por un 95%. Esto se logró a base de fórmulas de compromiso, generales y ambiguas que erosionaban la fuerza de los textos. A veces, se limitaron a una yuxtaposición de tesis con orientación distinta e incluso contraria. Luego dieron pie a lec­turas postconciliares restrictivas de los textos. Ratzinger subraya la confron­tación teológica que se produjo y que llevó a 41 votaciones en el capítulo ter­cero, frase por frase. Cfr., J. Ratzinger, Resultados y perspectivas en la iglesia conciliar, Buenos Aires, 1965, 69-72; P. Héggy, L'autorité dans le Catholicisme contemporaine, París, 1975, 165-66; P. Levillain, La mécanique politique de Vadean II. La mayorité et l'unanimité dans un concite, París, 1975, A. Antón, "La 'recepción' del concilio Vaticano II y de su eclesiología": RET 48 (1988), 291-320.

82. En esta línea hay que anotar las 19 enmiendas que impuso al decreto de ecu-menismo en vísperas de su votación final. De hecho se habían propuesto 40 cambios. El papa acentuó su control sobre las comisiones, reduciendo de fac-to su autonomía y provocando la auto-censura de los redactores para evitar problemas al texto. Pablo VI intervino a través de sus teólogos personales, sobre todo Colombo, y exigió que se le presentasen los textos de los puntos más controvertidos, antes de que fueran al aula conciliar. El texto de libertad religiosa también fue sometido a un fuerte control, ante las presiones con­servadoras, así como la redacción sobre los judíos. También proclamó a María como madre de la iglesia, en contra del texto aprobado por la asam­blea, que rechazaba esta mención. Algunos exponentes de la mayoría conci­liar, como el cardenal Suenens, criticaron estos procedimientos y expresaron repetidamente su malestar. Cfr., G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, IV, 422-26; 443-44; 483-536; 543-550; 570-74; 590; ibíd., V, 193-95; J.M. Tillard, Iglesia de iglesias, Salamanca, 1991, 300.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 65

cercana a la minoría conservadora, por ejemplo al oponerse, antes de su elección papal, a la propuesta del cardenal Suenens de que hubiera un capítulo sobre la iglesia pueblo de Dios antes que tra­tar sobre la jerarquía o en sus reservas sobre la teología ecuméni­ca mayoritaria en el aula conciliar.

Sus intervenciones fueron directas, con una serie de "Motu pro­pio" que concernían a problemas conciliares: poderes y privilegios del papa a los obispos; proclamación de María como madre de la Iglesia después del rechazo de la asamblea; equiparación de los patriarcas a los cardenales; creación de un sínodo de los obispos sin referencias a la colegialidad. Tomó también una serie de medi­das personales para impedir que se trataran cuestiones delicadas en la asamblea: la reforma de la Curia, los métodos de regulación de la natalidad, los matrimonios mixtos, permitir el casamiento de divorciados, el celibato sacerdotal, la cuestión de las indulgencias, etc. Además, tuvo repetidas intervenciones sobre las comisiones conciliares orientando los textos e influyendo directamente en los redactores83. El papa intentó, sobre todo, limitar las repetidas crí­ticas que se hicieron en el aula conciliar a la manera de proceder de las congregaciones romanas, a las que contestaban éstas vién­dolas como ataques al mismo papa84. La solución elegida por el papa fue reservarse la reforma de la Curia y posponerla a la con­clusión del Concilio.

La minoría tradicionalista aprovechó este talante y recurrió directamente al papa cuando no lograba que sus posturas fueran asumidas por el aula conciliar o las comisiones redactoras de los textos, saltándose ambas instancias. El primer intento fue el de eli­minar el título de "dogmática" para la Constitución sobre la igle­sia, para así rebajar su valor teológico. En las discusiones del ter­cer periodo del concilio la minoría conservadora dirigió una nota

83. Un detallado estudio de sus intervenciones en las comisiones lo ofrece J. Grootaers, "Le crayon rouge de Paul VI", en M. Lamberigts (ed.), Les Comissions Conciliares á Vanean II, Lovaina, 1996, 317-52.

84. G. Alberigo, "Para una renovación del papado al servicio de la Iglesia"; Conc 108 (1975), 141-64; "La curia y la comunión de las iglesias": Conc 147 (1979), 27-53; G. Cereti-L. Sartori, "La curia en el proceso de renovación del papa­do": Conc 108 (1975), 276-85.

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66 LL CRIS1IAN1SMO 1 N UNA SOC II DAD I Alt A

al papa firmada por 25 cardenales (16 de la Curia), un patriarca y 13 superiores mayores de órdenes religiosas (de los 103 partici­pantes) en este sentido. Cuando fracasaron en su intento de pos­poner la votación aprobatoria, se esforzaron por conseguir la mayoría de votos negativos sobre puntos concretos del texto (todos los parágrafos fueron aprobados con más de 2.000 votos y nunca se llegó al 5% de votos en contra). Gracias a la nota previa sobre el capítulo tercero, impuesta por el Papa a la Constitución, y redac­tada por Philips recogiendo algunas reservas y temores de los opo­sitores, se consiguió apaciguar a muchos adversarios del texto. Finalmente la Constitución sobre la Iglesia fue la más votada del concilio, a pesar de haber sido la más polémica 8 \

El papa actuó como freno de la minoría conservadora, pero también fue receptivo a algunas de sus demandas, porque quería un documento consensuado y, si era posible, con unan imidad moral. Para lograrlo tuvo que hacer concesiones a los rechazaban el texto y a veces intervenir con autoridad pontificia para obligar­les a asumir las decisiones de la asamblea conciliar. La nota previa que se impuso al capítulo tercero de la Constitución es la que gene­ró un mayor malestar, ya que no es un texto del concilio y se im­puso como clave interpretativa de la Constitución, acentuando los aspectos jurídicos e insistiendo en el poder soberano del papa (n°3-4) sobre la iglesia, a pesar de que el texto de la Constitución menciona más de cien veces la subordinación de los obispos al papa. La tensión entre dos eclesiologías diferentes se concreta aquí en la insistencia en la soberanía del primado respecto a la que acentúa la colegialidad. Este doble acento generó en el postconci-ho una discusión acerca de si en la Iglesia hay dos sujetos, inade­cuadamente distintos, que pueden ejercer el poder supremo (el papa sólo o el Papa con el colegio), en una línea cercana a Kleutgen en el Vaticano I, o si por el contrario, sólo hay un Sujeto con poder supremo, el colegio de los obispos con el papa, que actúa colegial-mente o mediante su cabeza, que es la teología que defendió K. Rahner y otros teólogos. La idea de soberanía papal choca siempre

85 G Albengo (ed ), Stona del concilio Vaticano II, IV, 85-110, 649, íbd , 5, 548-49, 603-4

LL LEGADO Dt L CONCII K) VAIIGANÜ II 67

con la tendencia eclesiológica que acentúa la colegialidad y la comunión, desde la perspectiva de la eclesiología patrística86.

Revalorización sacramental del episcopado

Las novedades que presenta el capítulo tercero de la Cons­titución, con los complementos del decreto sobre los obispos, el ecumenismo y la actividad misionera de la iglesia estriban funda­mentalmente en una revalorización teológica y pastoral del epis­copado, completando así al Vaticano I que se había centrado en el primado papal. Se parte de la apostolicidad de la iglesia, que se origina en el colegio de los doce (LG 18-19) y en el de Pedro con los apóstoles, a los que se da un origen cristológico ("statuente Domino", en lugar de hablar de una fundación jesuana: LG 22), aunque desgraciadamente sin destacar el papel del Espíritu Santo. Se resalta el carácter colegial del episcopado y se rechaza la peti­ción de Pablo VI de que se dijera que el papa tiene que tener en cuenta el poder colegial de los obispos pero sólo dar cuentas a Dios87. El papa ejerce su primacía dentro del colegio episcopal y no sobre él, y la relación con los otros obispos es constitutiva de su ministerio. Por eso, el Vaticano II recoge la doctrina del primado del Vaticano I, pero la ubica en un contexto de colegialidad.

Se asume también la teología t radicional según la cual, los apóstoles escogieron colaboradores que ocupasen su puesto, que son los obispos (LG 20), ignorando las exégesis que resaltan el

86 Un problema teológico controvertido es el significado conciliar de la "nota previa", que se impuso al concilio en octubre de 1964 La nota previa no se votó en el aula, sino sólo el texto de la constitución No resulta claro si la asamblea conciliar aprobó el documento en sí mismo, o al asumirlo también legitimaba conciliarmente la nota previa Cfr, L A Tagle, "La tempesta di novembre", en G Albengo (ed ), Stona del concilio Vaticano II, 4, 417-82 Sobre la problemática acerca de uno o dos sujetos de poder supremo en la iglesia y el acentuamiento de la soberanía papal en la Nota previa, cfr, H J Pottmeyer, Le role de la papauté au troisieme mülénaire, París, 2001, 130-34, R Minnerath, Le pape evéque universel ou premier des evéques'3, París, 1978, 85-119 También, K Rahner, "Zum Verhaltms zwischen Papst und Bischofskollegium" Schnften zur Theologie VIII, Einsiedeln, 1967, 374-94

87 J M Tillard El obispo de Roma, Santander, 1986, 170-71, Iglesia de iglesias, Salamanca, 1991, 300 nota 82 Tillard muestra el origen del "uní Domino devmctus", que proponía Pablo VI y subraya que el papa volvió a tocar el tema en el postconcilio, tanto en 1965, de forma mas matizada, como en 1969

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surgimiento de ministros no designados por los apóstoles. La misión dada por Jesús a sus apóstoles es la que constituye la base de la sucesión apostólica, sin resaltar la apostolicidad de toda la Iglesia como lo esencial y como marco en el que se desarrolló la sucesión apostólica. La continuidad y perdurabilidad del colegio apostólico es lo que el Concilio llama testamento de los apóstoles (LG 20). Luego la nota previa antepuesta por Pablo VI a la consti­tución subraya que el colegio es una asamblea o comunidad esta­ble y jerárquica.

Estas afirmaciones implican muchos problemas exegéticos e históricos. El Concilio vincula a los doce y a los apóstoles (LG 19) pero no equipara a ambos grupos ni hace depender a los apósto­les del Jesús terreno. Tampoco se pronuncia sobre si cada apóstol, en singular, es fundamento de la iglesia, o sólo Pedro. El esquema subyacente es el tradicional de Cristo-apostóles-obispos, subra­yando que Cristo puso a Pedro al frente del colegio apostólico (LG 19) y estableciendo una semejanza entre Pedro y los apóstoles, por un lado, y el papa y los obispos por otro (LG 22). No se quieren dirimir las complejas controversias teológicas y ecuménicas sub­yacentes, de ahí la índole general de las observaciones, siempre en el marco de una teología tradicional de la sucesión apostólica en clave de potestades sagradas transmitidas por Cristo (LG 18). Ya en la época conciliar, se resaltó las limitaciones del enfoque adop­tado y el carácter juridicista del capítulo con interpolaciones de la minoría88. No hay que olvidar que la teología actual cuestiona el acento hegemónico que tienen los apóstoles y los obispos, a costa de las iglesias apostólicas. El esquema de sucesión apostólica fue creado por las mismas iglesias en una época posterior al Nuevo Testamento.

88. El cardenal Suenens recalcó que anteponer el capítulo sobre el pueblo de Dios al de la jerarquía fue una revolución copernicana, pero que las implica­ciones de este cambio no aparecen en el capítulo tercero dedicado a la jerar­quía, que no tiene ni la orientación ni la perspectiva del anterior. Si éste par­te de una eclesiología de la comunión y de la fraternidad de todos los cris­tianos, el capítulo sobre la jerarquía es más estático, jurídico y piramidal, con predominio de lo jerárquico y lo constitucional. No se ha logrado armonizar ambas eclesiologías. Cfr., Card. LJ. Suenens, "Algunas tareas teológicas en la hora actual": Concilium 60 (1970), 185-85; "Aux origines du Concile Vatican II": NRT 107 (1985), 3-21.

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Por un lado se ha criticado el cristocentrismo del texto conciliar, ya que se indica la donación del Espíritu a los apóstoles (LG 19-21) y se subraya su función de confirmación de la misión apostólica (LG 19), pero no se habla del Espíritu como co-fundante y origen del apostolado. Una gran parte de la exégesis y teología católica de los últimos cuarenta años rechaza una eclesiología fundamentalis-ta centrada en Cristo. La iglesia es el resultado de una evolución inspirada por el Espíritu y no una mera fundación jesuana, que tie­ne que integrarse en un proceso trinitario. Los discípulos primeros no fueron los apóstoles, y si bien los doce forman parte de los após­toles, éstos incluyen a personas que Jesús no conoció. Son una cre­ación postpascual (que presupone la resurrección) y se diferencian del apostolado de la época de Jesús. No se puede legitimar la suce­sión apostólica sólo en base a la cristología, sino que hay que recu­rrir también al Espíritu y atender a las aportaciones de las corrien­tes de la época (sucesión de escuelas y maestros de pensamiento en la sociedad grecorromana, aportación de los gnósticos y los mis­mos herejes, etc.)89. Se interpretó la vida y significado de Jesús, la actividad de Cristo resucitado y las decisiones de las grandes per­sonalidades de la iglesia (Santiago, Pedro y Pablo) en clave de tra­dición y sucesión apostólica. Pero esto no puede achacarse a Jesús.

Lo más importante es la revalorización dogmática del episcopa­do. Parte de los obispos como sucesores de los apóstoles y escogidos por éstos entre sus colaboradores (LG 20), que, a su vez, tenían que establecer otros varones en el ministerio. Se dice, que los varios ministerios se vienen ejerciendo en la iglesia "según la tradición" y que el primer lugar lo tienen los obispos, que son sucesores por "ins­titución divina" de los apóstoles (LG 20,28) y el ministerio es ejerci­do "desde antiguo" por obispos, presbíteros y diáconos (LG 28). Se evita establecer que Jesús o Cristo estableció directamente los minis­terios, que se reciben de la comunidad (LG 20), legitimándolo en base a la tradición y a la antigüedad. La idea de "institución divina" es vaga y general. Subraya que los ministerios existen por voluntad de Dios (en Trento se decía que por "divina ordinatione"), pero sin

89. Remito a estudios clásicos como K. Rengstorf, "anoaTsAAo, awóoToÁoo": ThWNT 1(1933), 397-448; J. Roloff, "Apostel, Apostolat, Apostolizitát": TRE 3 (1978), 430-45; Apostolat, Verkündigung, Kirche, Gütersloh, 1965; G. Klein, Die Zwólf Apostel, Gotinga, 1961.

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dirimir los problemas teológicos que plantean los ministerios. En la teología actual, es la iglesia primitiva la que crea el apostolado, ins­pirándose en hechos de la vida de Jesús, y la que progresivamente crea una estructura ministerial, apoyándose en tradiciones hebreas y aportaciones de la sociedad romana, a los que vincula a los após­toles90. Los ministerios surgen no sólo por designación de los após­toles, sino también por inspiración del Espíritu y creación comuni­taria, sin que inicialmente haya una diferencia clara entre obispos y presbíteros. Es la comunidad la que crea los ministerios con o inde­pendientemente de los apóstoles. Es decir, la teología posterior da más peso a la creatividad de la misma iglesia, que se da estructuras y teologías dependientes de su entorno sociocultural.

Lo más novedoso es la afirmación de que la consagración episco­pal confiere la plenitud del sacramento del orden (LG 21) y que los obispos rigen iglesias particulares, que les han sido encomendadas, como vicarios de Cristo (LG 27). En la relación del obispo con su igle­sia local, persisten los dos acentos eclesiológicos. Hay textos que subrayan la estructura comunitaria de la Iglesia, en la que se inserta el ministerio episcopal (LG 7; 12; 18), y otros centrados en las potes­tades episcopales, sin subrayar su inserción comunitaria (LG 25-27). El trasfondo teológico jurídico afirma que los obispos no derivan del papa, sino que tienen un fundamento sacramental y unas funciones ministeriales como pastores que derivan de Cristo (LG 21; 24; 25; 26). Tienen potestad propia, ordinaria e inmediata (LG 27), en contra de la teoría que acentúa las postestades como concesión o delegación papal. La minoría conservadora seguía la tradición escolástica, según la cual el sacramento del orden confería la potestad de celebrar la eucaristía, tanto a obispos como a presbíteros. Lo que diferenciaba a los primeros de los segundos era su poder jurisdiccional, que venía del papa, y que les subordinaba estrictamente a éste91.

90 Juan A Estrada, Para comprender como surgió la iglesia, Estela, 22000, 159-92, "Las primeras comunidades cristianas", en M Sotomayor-J Fernandez Ubiña, Historia del cristianismo I el mundo antiguo, Madrid, 22005, 126-73, La iglesia (institución o cansma?, Salamanca, 1984, 154-168 Para la doctri­na conciliar, remito a mi estudio, La iglesia identidad y cambio El concepto de iglesia del Vaticano la nuestros días, Madrid, 1985, 236-64

91 J Ratzmger, "Implicaciones pastorales de la doctrina de la colegialidad de los obispos" Concihum 1 (1965), 54 55, E Schillebeeckx, "La comunidad cris tiana y sus ministros" Concihum 16 (1980), 415-23

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La historia de la teología ha conservado siempre la conciencia de que el sacerdocio es una creación con dos líneas diferentes, la que pone la primacía en el sacerdocio episcopal, relegando a los presbíteros a sacerdotes de segundo grado (que es la que se impu­so en el Concilio) y la igualitaria, que conserva la memoria de igle­sias gobernadas por el colegio de presbíteros, inicialmente sin un obispo monárquico. Ésta segunda es la que se impone cada vez más en la teología actual, que es consciente de que iglesias apostó­licas, como la romana, no pueden demostrar históricamente la existencia continua y permanente de un obispo desde los inicios 91. El trasfondo teológico de la discusión se dirime cuando se asume que Jesús no fundó el presbiterado, que no hay una identidad ple­na entre los doce y los apóstoles de las iglesias y que es la Iglesia la que históricamente ha concretado las condiciones del sacerdocio. De ahí también la revalorización episcopalista del Vaticano II. La teología actual subraya que el ministerio episcopal está relaciona­do con una iglesia local (en la línea de la eclesiología de comunión), que tienen la plenitud del sacramento del orden (a diferencia de los presbíteros) y que sus funciones y autoridad vienen de Cristo y el Espíritu, no del papa. Se rompe con la idea de un papa como obis­po universal, relegando a los demás a ser sus gobernadores. Expre­samente se afirma que no son vicarios del papa (LG 27).Se da así autonomía y personalidad teológica a los obispos, aunque siempre se insiste en que el ejercicio de sus funciones y autoridad presupo­ne la comunión con el papa y con el resto de los obispos93.

Casi todos los números del capítulo mencionan la autoridad del papa y la necesidad de la comunión con él. La nota previa impuesta al concilio subraya que para ejercer el ministerio epis­copal no basta la consagración, sino que hace falta una misión canónica dada por el papa o con consentimiento suyo94. Se nota

92 Juan A Estrada, Para comprender como surgió la Iglesia, Estella, 21990, 168-81 93 W Kasper, Teología e iglesia, Barcelona, 1989, 388-400 94 Hay una tensión entre el papa monarca de la iglesia y los obispos con base

sacramental y que constituyen un colegio Refleja dos eclesiologias distintas enfrentadas Cfr, G Ghirlanda, Hierarchica communio Significato della for­mula nella Lumen Gentmm, Roma, 1980, 5-33, 96 99, 397-409, J M Tillard, "The Junsdiction of the Bischop of Rome" ThSt 40 (1979), 3-22, Ch M Muphy, "Collegiahty An Essay toward better Understanding" ThSt 46 (1985), 38-49

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sin embargo el peso de la eclesiología tradicional ya que se man­tiene una teología de "potestades sagradas", de ser escogidos de entre los hombres para ofrecer sacrificios (CD 15) y de una "socie­dad jerárquicamente organizada" (LG 18), que era siempre el pun­to de partida de la eclesiología de la sociedad perfecta. A pesar de las menciones al Espíritu, el eje vertebral del sacramento de orde­nación es cristológico y aunque se vinculan obispos e iglesias loca­les (LG 27; CD 15; 22), se dice que se les ha confiado una porción del pueblo de Dios (CD 2; 11), desde el trasfondo de la eclesiología universalista. Es paradójico también que se subraye la vinculación del obispo (pastor) y una comunidad concreta, y, sin embargo, no se cuestione la existencia de obispos sin comunidad real, como los auxiliares y titulares, que tienen funciones administrativas y diplo­máticas (como los nuncios), pero no ejercen de obispos de ningu­na comunidad. Ya desde Trento (tanto por los católicos, como por los ortodoxos y protestantes) se criticó a estos obispos sin comu­nidad, sin que en la práctica se hayan abolido. En la vieja eclesio­logía se podía encontrar una justificación en cuanto que se veía en el episcopado una dignidad y jurisdicción recibida del papa. Ahora, sin embargo, se mantiene a pesar de que los textos conci­liares van en otra línea. La ambigüedad e incluso la tensión exis­tente en los textos conciliares, se debe a la presión de la minoría que logró meter afirmaciones aisladas en los textos, sobre todo en la teología episcopal95.

Lo que más costó fue la colegialidad. El enfoque episcopalista presuponía la iglesia de comunión y las agrupaciones de iglesias, como luego se tradujo en el nuevo código de derecho canónico. Esta eclesiología legitima la pluralidad de disciplina, liturgia y teología de las iglesias desde la unidad y la solicitud de cada obis­po por toda la iglesia universal (LG 23). Los obispos constituyen un colegio, como los apóstoles (LG 18; 22), están en comunión

95. Estos textos sirvieron de apoyo en el postconcilio no sólo a los adversarios globales de él, como los lefebvrianos, sino a la minoría conservadora, sobre todo al "coetus internacional" de padres conciliares, que luego des­plegaron su actividad en la línea de una lectura minimalista del Concilio. Cfr., D. Menozzi, "El anticoncilio (1966-1984)", en La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987, 385-89; 407-13; K. Walf, "Mehrdeutige und luckenhafte Konzilsaussagen": Orientierung 44 (1980), 113-116.

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con el papa y los demás miembros del colegio (LG 19) y ejercitan su autoridad colegial en los concilios ecuménicos (LG 22). Son además principio de unidad en su iglesia particular, a la que representan en la universal (LG 23; CD 11). Se legitiman teoló­gicamente agrupaciones de iglesias como las patr iarcales , que remontan a la iglesia antigua y constituyen la base de la ecle­siología ortodoxa, y se menciona a las conferencias episcopales, aunque vinculándolas al "afecto colegial", que es una expresión vaga porque no se quería determinar su estatuto teológico. Hay que comprender esto en el contexto de obispos que por pr imera vez asistían a un concilio universal y tomaban conciencia de ser un colegio y de estar vinculados a los problemas del conjunto de la iglesia universal.

Las Conferencias Episcopales eran entidades relativamente nuevas y sólo desde 1959 aparecen reconocidas, en cuanto tales, en el Anuario Pontificio. Tanto la constitución sobre la Iglesia como el decreto sobre los obispos subrayan la colegialidad desde la pers­pectiva de la iglesia universal, sin especificar el carácter de las con­ferencias episcopales (CD 37-38) y otras instancias mediadoras. Esta indeterminación planteó problemas en el postconcilio cuando se quisieron concretizar las competencias de las conferencias episcopales, tras ser generalizadas por el Motu propio "Ecclesiae Sanctae" de Pablo VI en agosto de 1966. El significado teológico y pastoral de las Conferencias como concreción práctica de la cole­gialidad ha sido una de las cuestiones más importantes y contro­vertidas en la discusión posterior.

En lo que concierne al pr imado del papa no hay muchas nove­dades materiales, ya que lo fundamental estaba ya establecido en el concilio Vaticano I. Pero, ya no se enfoca a la iglesia desde el papa, como en el Vaticano I, sino a la inversa al papa desde la igle­sia. Lo que cambia es el contexto de la colegialidad, el papa es el fundamento y principio de la unidad de los obispos y de los fieles (que en la teología ortodoxa y protestante se remite al Espíritu) y cada obispo en paralelo lo es de la unidad en su iglesia particu­lar (LG 23). Se trata, sin embargo, de jurisdicciones distintas y el papa debe proteger la potestad propia de los obispos (LG 27). La paradoja está en que el papa tiene como ministerio fundamental velar por la unidad y la comunión en la iglesia. Y, sin embargo, en

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la vida real es el gran obstáculo para la unidad, como reconoce el mismo Pablo VI: "sin duda el papa (...) es el impedimento más fuerte para el camino hacia la unidad de los cristianos"96. El gran problema es el desarrollo histórico del segundo milenio en torno a la idea de la monarquía pontificia. Una forma histórica del papa­do, que admite otras concreciones distintas97, se ha convertido en el gran obstáculo para que el papa ejerza su ministerio de unidad. El concilio intenta distanciarse de ese modelo por medio de la colegialidad, pero ésta a su vez tropieza con una praxis de siglos que se refleja en los textos conciliares y en la actuación del mismo Papa.

Tras la clausura de la tercera sesión conciliar Pablo VI proyectó una ley fundamental sobre la iglesia y una nueva "profesión de fe", (la anterior había dejado de estar vigente en 1962). Una gran medi­da fue la creación del Sínodo de obispos en septiembre de 1965, la víspera de la apertura de la última sesión, aunque Pablo VI lo hizo sin contar con la comisión de los obispos, reafirmando así en soli­tario su autoridad de primado. Se trataba de una buena iniciativa, que luego en el periodo postconciliar iría perdiendo fuerza y capa­cidad de incidencia en la Iglesia por la creciente influencia reduc-tora de la minoría conservadora, sobre todo de la Curia que des­confiaba de un nuevo órgano de gobierno sustraído a sus compe­tencias y que podía convertirse en una alternativa al centralismo tradicional. En la época de intermedio entre las sesiones concilia­res continuó la presión de la minoría conservadora y perdieron protagonismo tanto las comisiones de los distintos textos, como la comisión preparatoria del concilio en favor de la curia. Por otra

96. Pablo VI, AAS 159 (1967), 498. Posteriormente, Juan Pablo II ha reafirmado su predisposición, "al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esen­cial de su misión, se abra a una situación nueva": Ut Unum sint, 95 (25 de mayo de 1995).

97. Hay un rechazo explícito a la "monarquía" pontificia por parte de los teólo­gos. Cfr., J. Ratzinger, "Implicaciones pastorales de la doctrina de la colegia­lidad de los obispos": Concilium 1 (1965), 46-48; El nuevo pueblo de Dios, Barcelona, 1972, 160; Y. Congar, Ministéres et communion eccléssiale, París, 1971, 179; K. Rahner, Vorfragen zu einem ókumenischen Amtsverstandnis, Fri-burgo, 1974, 32-35; J.M. Tillard, "The Jurisdiction of the Bishop of Rome": TS 40 (1979), 3-22; El obispo de Roma, Santander, 1986.

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parte, los abusos y conflictos que comenzaban a sentirse en los dis-lintos países en relación con la reforma liturgia debilitaban a la mayoría conciliar. El giro postconciliar más propicio a la minoría se hacía ya sentir en la última sesión98.

4. La crisis del presbiterado y la revalorización de los laicos

Una de las paradojas del concilio Vaticano II es haber sido una de las causas de la posterior crisis de identidad de los sacer­dotes. El concilio revalorizó al episcopado, tanto en relación con el papa, por medio de la doctrina de la colegialidad y la eclesio-logía de comunión, como respecto de los presbíteros, ya que atri­buyó al episcopado la plenitud del sacramento del orden y afir­mó la distinción entre el grado superior del sacerdocio (los obis­pos) y el sacerdocio de segundo grado, el de los presbíteros (LG 28; PO 7). La igualdad entre el sacerdocio de los obispos y el de los presbíteros, que propugnaba la teología escolástica en virtud de la concentración del ministerio en el culto, fue desautorizada por el Vaticano II. Por otra parte, el Concilio ha sido el que de forma más completa y positiva ha hablado de los laicos cuya identidad se ha consolidado y sus funciones eclesiales y misio­nales han aumentado. En medio de estas dos revalorizaciones estaba el presbiterado, cuya subordinación al episcopado aumen­taba, y al que se arrebataban tareas tradicionales, que ahora pasaban al laicado.

98. En la cuarta sesión se acumulan los documentos (12 de los 16 textos conci­liares se aprueban en ella) y el papa interviene en casi todos los textos con correcciones favorables a la minoría conservadora. Un símbolo del realce que asume el papa en el concilio es que por primera vez se coloca un trono pon­tificio elevado detrás de la presidencia. Diversas intervenciones de Pablo VI sobre los textos que todavía estaban en discusión pueden encontrarse en G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, V, Bolonia, 2001, 42-70; 76; 82-84; 266-67; 280-84; 297-300; 329-32; 338-39; 381-82; 416-27; 547-48. Especial relevancia teológica tuvieron sus intervenciones en el decreto sobre la pala­bra de Dios en favor de la tradición como fuente constitutiva de la revelación y de la seguridad doctrinal. Pablo VI subrayó que era el tiempo de acabar con las discusiones y de una aplicación ordenada de los decretos. Decidió retirar del aula conciliar algunos problemas controvertidos como el celibato y la regulación de la natalidad.

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A esto hay que añadir la debilidad teológica del decreto sobre los presbíteros, del cual se tenía conciencia en el aula conciliar". Desde el momento en que se optaba por una eclesiología comuni­taria, vinculada al título de pueblo de Dios, y se reforzaba la vin­culación entre el obispo y la iglesia particular, reforzando una ecle­siología de comunión, resultaba inviable la vieja teología de la identidad presbiteral. Esta se ha entendido desde una concepción individualista del sacerdocio, en el marco de una teología de las potestades sagradas y la segregación de un individuo, puesto apar­te de la comunidad, cuya función fundamental estaba relacionada con el culto. La ontología sagrada, individual y cultual del sacer­docio resultaba inviable en el nuevo marco eclesiológico trazado por el Concilio, que no supo desarrollar una teología alternativa. El hecho de que la reflexión escolástica sobre los sacramentos, y en concreto sobre el sacramento del orden, se desarrollara sin el con­texto de una eclesiología, hacía muy difícil modificarlo a partir de una eclesiología novedosa.

La perspectiva eclesiológica de la Lumen Gentium se centró en el episcopado, mientras que la teología del ministerio sacerdotal se recogió en un decreto discutido y redactado después del de la igle­sia, sin cambiar lo ya establecido. Era necesaria una nueva teolo­gía ministerial que correspondiera a la eclesiología que le había precedido, pero en lugar de esto se asumió la doctrina tradicional con algunas correcciones menores, para integrarla en lo ya dicho sobre la iglesia, el episcopado y los laicos. Además, un replante­amiento nuevo del ministerio sacerdotal probablemente habría planteado tantas tensiones como las que produjo la nueva teología

99. Las quejas sobre la desatención a los presbíteros y la pobreza de los textos dedicados a ellos fueron constantes en el aula conciliar. Se hizo notar el con­traste entre la teología tradicional defendida y la crisis de identidad sacerdo­tal que ya se constataba. Al inicio del decreto sobre los presbíteros hubo una introducción teológica, en contra del deseo de la Comisión redactara, porque había una gran insatisfacción con la aportación de la Lumen Gentium. Tras la discusión conciliar (PO 8) se autorizó a continuar la experiencia de los curas obreros durante tres años bajo control de la Conferencia episcopal francesa. Cfr., J. Frisque, "Decreto Presbiterorum Ordinis. Historia", en Vaticano II. Los sacerdotes, Madrid, 1969, 127-43; G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, IV, 372-93; ibíd., 258-67; 465-74; J. Lecuyer, "Dekret über Dienst und Leben der Priester", en Das Zweite Vatikanische Konzil III, Friburgo, 1968, 128-40; D. Olivier, Las dos figuras del sacerdote, Madrid, 1972, 49-62.

Hl. LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 77

sobre el episcopado. Había además problemas pastorales nuevos que exigían una reformulación del sacerdocio, como por ejemplo los controvertidos sacerdotes obreros, que planteaban otras for­mas distintas de sacerdocio ministerial. Los debates y la aproba­ción subsiguiente del diaconado de personas casadas en la iglesia latina incidían también en la problemática del sacerdocio ministe­rial, y modificaban el marco tradicional del presbítero (LG 29). Otro problema, con especial repercusión para las iglesias del tercer mundo era el del celibato sacerdotal, que, sin embargo no se pudo discutir en el aula conciliar por decisión personal del papa Pablo VI. También subsistía el problema de elaborar una espiritualidad sacerdotal diferenciada de los religiosos y que permitiera desarro­llar la especificidad del clero secular.

Estos problemas convergían agravados por el hecho de que el decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros se desarrolló en una época en la que ya había prisa por acabar el concilio, como deseaban una parte de los padres conciliares, y en la que la mayo­ría de los decretos todavía no habían sido aprobados. Se promulgó el 7 de diciembre de 1965. De ahí la inmadurez y la premura de tiempo a la hora de discutir problemas nuevos, tanto desde el pun­to de vista teológico como pastoral, y la carencia de una doctrina completa sobre el sacerdocio. En el caso del decreto sobre el oficio pastoral de los obispos, se podían completar las lagunas teológicas recurriendo al desarrollo de la Lumen Gentium (capítulo tercero), que establece las líneas fundamentales de la teología episcopal, pero eso no ocurre con los presbíteros a los que no se dedica nin­gún capítulo en la Constitución sobre la iglesia sino sólo un núme­ro del capítulo tercero (GS 28). Esto explica la pobreza de la teolo­gía conciliar sobre los presbíteros, resaltada por la mayoría de los comentaristas. Los cambios de la sociedad civil, cada vez más secularizada y laica, aumentaron los problemas en torno a la iden­tidad sacerdotal.

El Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros parte de la misión de la iglesia (cap. 1: PO 1-3) y del ministerio (cap. 2: PO 4-11), para finalmente hablar de la vida presbiteral (cap. 3: PO 12-21). Éste es un enfoque renovador que parte de la iglesia y su misión y no de la dignidad o potestad de una persona. Se habla en plural de los presbíteros, porque lo precede ya la colegialidad y se deriva del

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sacerdocio de Cristo (no del obispo), del que participan de forma diferente presbíteros y laicos (PO 2; 7; 9; LG 10), ya que ambos actú­an en nombre de Cristo (PO 2). La diferencia entre ambos está en que los presbíteros desempeñan públicamente el oficio sacerdotal (PO 2) y en que actúan como ministros de Cristo Cabeza (PO 12), es decir, en cuanto pastores de la comunidad (padres y maestros: PO 9; 11; 13; LG 28; SC 33). La dimensión colegial de los presbíteros se canaliza como presbiterio (PO 8) y senado, en cuanto colaborado­res y consejeros natos del obispo en la diócesis (PO 7; CD 27).

El episcopalismo de la Constitución persiste, ya que se pone el énfasis en la responsabilidad ministerial del obispo y en la estricta subordinación de los presbíteros (LG 26; 28; 41; PO 5; 7) a pesar de que se proclama la misión universal de éstos (PO 10). El presbíte­ro actúa como representante del obispo y en su nombre (PO 6; LG 28). Prima lo piramidal y jerárquico sobre la comunidad y la plu­ralidad de ministerios. El concilio no entra a discutir el origen y significado teológico de la diversidad entre obispos y presbíteros, ya que es consciente de que una corriente de la teología católica ha admitido desde la patrística que la diferencia entre ambos es una creación eclesial. También los protestantes han reclamado siempre que hay una sucesión presbiterial, junto a la episcopal, que parti­cipa en la sucesión apostólica. El Concilio no resuelve esta proble­mática teológica, con claras repercusiones ecuménicas, y se con­tenta con afirmar que el ministerio es ejercido de distintas formas por aquellos que ya desde antiguo se llaman obispos, sacerdotes y diáconos (LG 28). Habla también de los obispos como ministros ordinarios de la confirmación, sin excluir a los presbíteros, y "dis­pensadores de las sagradas órdenes" (LG 26), sin más concrecio­nes. La propuesta de que sólo los obispos pueden incorporar por el sacramento del orden a otros, se sustituye por la de que "es propio" de los obispos ordenar para el cuerpo episcopal (LG 21). El Conci­lio es fiel a la norma de no proclamar nuevos dogmas ni condenar opiniones teológicas controvertidas.

En este contexto ministerial resurgen elementos de la vieja teo­logía, como el hablar de potestad sagrada o el definir el culto como el ministerio principal del presbítero (PO 13), en lugar de derivar todas las funciones del ministerio de la comunidad. Rahner critica estas consideraciones sobre la potestad sacramental, sobre su fun-

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ción directiva o su referencia cristocéntrica, en lugar de partir de la iglesia como proto-sacramento global, del que derivan sacra­mentos y ministerios100. La mediación de la comunidad es funda­mental entre Cristo y cada ministerio, así como la referencia al Espíritu en cuanto inspirador de carismas y ministerios, superan­do el cristomonismo. No hay carismas ni ministerios sólo indivi­duales y la función es la que impregna la vida de la persona, a la que ubica en un orden (el ordo) y le da asigna unas funciones públicas. El ministerio y las tareas eclesiales, repercuten lógica­mente en la identidad personal del ministro. La tensión entre lo vertical jerárquico y lo horizontal comunitario aparece también cuando se presenta al presbítero como padre y maestro, exigiendo que los fieles les amen con filial cariño (PO 9) y otras afirmaciones que resaltan que ambos son discípulos de Cristo y los presbíteros "hermanos entre sus hermanos" (PO 9). También cuando se dice que los presbíteros son verdaderamente partícipes del sacerdocio de Cristo y que su misión es universal (PO 10), como si no se pudie­ra afirmar lo mismo de los bautizados (PO 2). El problema es una teología del presbiterado que tiene que integrarse en una nueva eclesiología en la que no encaja.

La insistencia en la vinculación del presbítero con Cristo (actúa en la persona de Cristo: PO 2; 13; LG 10; 28) se contrapone a todo intento de hacer del ministro un simple delegado de la comunidad, revocable por ésta. Pero la eclesialidad del ministerio es funda­mental para no caer en una ontología individualista de potestades, en base a haber sido escogido y segregado por Dios en la línea de la teología del sacerdocio de raíces judías y de la teología escolásti­ca que acentuaba la relación vertical del sacerdote con Dios (LG 10; 28; PO 2; 3; 5). El binomio comunidad-ministerios y la referencia al Espíritu falta en la eclesiología conciliar. El sacramento del orden fundamenta el ministerio (CD 5; PO 7-8; LG 28), sin más. En lo referente al carácter sacerdotal se resalta la irrepetibilidad del

100. K. Rahner, Schriften zur Theologie IX, Einsiedeln, 1970, 366-72; 373-94. También, O. Semmelroth, "Die Prásenz der drei Ámter Christi im gemein-samen und besonderen Priestertum der Kirche": ThPh 44 (1969), 181-95; J. Cordes, "Sacerdos, alter Christus?": Catholica 26 (1973), 38-49; B.D. Mar-liangeas, "In persona Christi. In persona ecclesiae", en La liturgia después del Vaticano II, Madrid, 1969, 339-46.

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sacramento del orden, como el bautismo y la confirmación, sin definir qué es el carácter. Sólo se indica que el sacerdocio ministe­rial no es un super-sacerdocio respecto del de los fieles, ya que ambos se refieren a dimensiones esencialmente distintas (LG 10).

El ministerio presupone la vida sacerdotal de los fieles, y el sacra­mento del orden, el del bautismo. El concilio resalta la diferencia de ambos desde la perspectiva de las potestades sagradas del ministe­rio (LG 10-11), que es la perspectiva clásica desde Pedro Lombardo. En cambio la recepción post-conciliar resalta el carácter funcional y relacional del ministerio, y la base ontológica de una existencia sacerdotal que tienen todos los cristianos101. El bautizado al orde­narse como ministro asume unas funciones eclesiales que impreg­nan su vida y le capacitan para ejercer las funciones de su cargo. Por eso, caso dado, se le puede dispensar del ejercicio de sus funciones eclesiales (reducirlo al estado laical), ya que el sacramento del orden no es una potestad individual ni una dignidad que se da al margen de la comunidad. Pero un presbítero reducido al estado laical conti­núa siendo presbítero, ya que el sacramento es irrepetible y se man­tiene toda la vida, y en caso de necesidad podría volver a ejercer el ministerio y sus funciones, sin ser reordenado.

La santidad de vida es una exigencia de la consagración bautis­mal y el sacramento del orden no otorga un plus de gracia perso­nal, haciendo del candidato un super cristiano, sino que capacita para el ministerio, como el sacramento del matrimonio para la vida conyugal, sin que el ministro sea más santo que el laico ni el casa­do más que el soltero. Por eso, en virtud del sacramento del orden no se pueden exigir privilegios en la vida cotidiana, la de todo bau­tizado, ni a sacralizarlo, segregandolo del resto de la comunidad como ocurría con la teología de las potestades sagradas. La espiri­tualidad francesa del siglo XVIII sacralizó de tal modo la figura del sacerdote, resaltando su estatus de mediador entre Dios y los hom-

101. Esta perspectiva relacional es la que asumieron teólogos católicos que subrayan su importancia ecuménica. Cfr., Y. Congar, Jalones para una teolo­gía del lateado, Barcelona, 1965, 191-216; Ministéres et communion éclesiale, París, 1971, 31-49; Memorándum de los Institutos Ecuménicos alemanes, Reform und Anerkennung kirchlicher Ámter, Munich, 1973, 19-20; 24; 199-206; J. Ratzinger, "Zur Frage nach dem Sinn des priesterliches Dienstes": GuL 41 (1968), 368-76; H. U. von Balthasar, Ensayos teológicos 2, Madrid, 1964, 164-73; K. Rahner, Schriften zur Theologie, Einsiedeln, 1980, 124-32.

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bres, que hizo de él un super cristiano con privilegios en la vida cotidiana, al margen de sus funciones ministeriales. El sacerdote se convirtió en el hombre sagrado por excelencia, con una ascética y mística superior a los laicos, y con dignidades, títulos y prebendas que hacían de él un ser superior102. El concilio intenta evitar esta teología superada, aunque hay parágrafos ("Dios quiso tomar a los hombres como compañeros y ayudadores, que le sirvieran humil­demente en la obra de santificación": PO 5; 3) en los que se aprecia la mezcla de teologías, que ya criticaron algunos padres conciliares como el cardenal Dópfner.

En lo que concierne a las funciones de los presbíteros se sigue la triada clásica protestante de la predicación (LG 28; PO 1; 4; 13); el culto sagrado, con preponderancia de la eucaristía (LG 28; PO 1; 6; 13) y la de gobierno, como pastores de la comunidad (LG 28; PO 6-7; 9; 12). La espiritualidad sacerdotal resalta la vocación a la per­fección de los presbíteros y la santidad de su ministerio (PO 12; 14), aunque se admite que ésta es de todos los fieles (PO 12). La teolo­gía espiritual que se desarrolla es pobre, en buena parte prestada de la vida religiosa, y se concreta en la exigencia de pobreza, obedien­cia y celibato (PO 15-17). Esta acomodación de los consejos evan­gélicos a la vida presbiteral muestra las carencias del decreto, que no supo desarrollar una doctrina específica al margen de la vida religiosa. En lo que concierne a la pobreza se insiste en que los sacerdotes, obispos y presbíteros, deben evitar la vanidad y cuanto aparte a los pobres de la iglesia (PO 17) y se repiten algunas pres­cripciones del derecho canónico respecto a la administración de los bienes eclesiásticos. Es una teología muy deficiente, en la que no hay referencias en la línea de los obispos que abogaban por una iglesia de los pobres, ni en conexión con la renovada doctrina social de la iglesia. Se resalta también la obediencia del presbítero al obis­po, pero no las obligaciones de éste, como ocurre al hablar de la vida religiosa (PC 14). La impresión es que se asumen afirmaciones tradicionales, sin creatividad ni nuevas orientaciones.

102. H.U. von Balthasar, Ensayos teológicos 2, 491-502; J. Cordes, "Sacerdos, alter Christus?": Catholica 26 (1973), 38-49; Y. Congar, "El sacerdocio del Nuevo Testamento", en Vaticano 11. Los sacerdotes, Madrid, 1969, 269-301; J. Giblet, "Sacerdotes de segundo orden",en G. Baraúna (ed.), La iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1967, 893-202

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Respecto del celibato, quedó excluido del debate conciliar por decisión del papa, aunque había muchos obispos del tercer mundo que querían plantearlo103. El problema volvió a resurgir en el síno­do de los obispos de 1969 y se ha convertido en un problema post conciliar permanente, con implicaciones teológicas y pastorales. Por un lado se proclama la necesidad y el derecho de las comuni­dades a los sacramentos y, por otro, se les priva de ellos al no haber sacerdotes célibes, a pesar de que el celibato es una mera ley ecle­siástica y de que hay sacerdotes casados en el rito oriental católico. El medio, sacerdotes célibes, se convierte en fin y éste (que las comunidades tengan los ministros y sacramentos necesarios) de­viene un medio. La opción de suplir la carencia de sacerdotes a base de laicos a los que se concede el ejercicio de muchas funcio­nes, excepto las sacramentales (eucaristía, confesión, etc.) degene­ra en reducir el ministerio a lo cultual-sacramental (que es lo que se quiso evitar en el Concilio) y en introducir pastores laicos, al margen de la teología del laicado y del ministerio.

No se sacan consecuencias de la afirmación conciliar de que el Espíritu sugiere las acomodaciones convenientes del ministerio (PO 22), ni se ve en la escasez de sacerdotes célibes un signo de los tiempos que exige replantear viejas leyes superadas por un nuevo contexto. Tampoco se plantean problemas nuevos como el del sur­gimiento de nuevos ministerios presbiterales o de nuevas formas de ministerio sacerdotal (a tiempo completo o parcial, vitalicio o por un periodo de la vida, célibes y casados, etc.). El problema fun­damental estriba en que se quiere mantener un modelo de sacer­docio obsoleto, porque ya no corresponde a las necesidades pasto­rales y eclesiales, y tampoco es avalado por la teología, a diferen­cia del consenso global anterior. La evolución ministerial del segundo milenio, en correspondencia a un modelo de sociedad jerárquico y con abundantes sacerdotes, ha sido plausible, creíble y eficaz durante muchos siglos, a pesar de las tensiones que siem­pre ha tenido, pero se convierte en un obstáculo para un cambio cada vez más apremiante por razones sociológicas, pastorales y teológicas.

103. G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, V, 243-49

EL 1.I-GADO DEL CONCILIO VATICANO II 83

Teología de los laicos

Los obispos y los laicos fueron los dos grupos eclesiales más favorecidos por el Concilio. No hay en la historia del cristianismo ningún concilio que haya tenido tanto interés en los laicos, en extensión y en intensidad. A diferencia del episcopado, la teología del laicado era relativamente reciente, y planteaba problemas por la sospecha que generaba en algunos padres conciliares de cerca­nía a los protestantes. Además, tenía que encontrar un hueco en un tratado de eclesiología que durante el segundo milenio se había concentrado en el clero. De ahí el valor y el significado de los tex­tos conciliares, a pesar de sus limitaciones y carencias, y el relieve que ha cobrado la teología del laicado a partir de los impulsos dados por el concilio104.

Inicialmente, ni los preparativos ni el contexto eran favorables a los laicos. En las comisiones preparatorias del Concilio sólo había un laico y siete colaboraban en la administración. Ninguno formó parte de la comisión dedicada a preparar el esquema sobre el apostolado laical. El esquema redactado al efecto insistía reite­radamente en el control de los movimientos seglares y en las com­petencias jerárquicas, rechazando cualquier autonomía teórica y práctica. Incluso las moderadas teorías de Maritain sobre la acción cristiana, que no eclesial, de los laicos en la sociedad eran recha­zadas por los redactores del texto que serviría de borrador para la discusión conciliar. Sólo en la posterior Comisión de los laicos hubo participación de éstos, siempre minoritaria y subordinados a los eclesiásticos, ya que no tenían plenos derechos de participación y de voto. Esta escasa representación de los laicos refleja la pobre teología laical predominante hasta los años sesenta.

En el tercer periodo, en octubre de 1963, por primera vez pudo intervenir un laico en la asamblea conciliar, aunque se le relegó has­ta que había concluido la discusión. Las aportaciones laicales fue-

104. Remito a análisis más detallados, con amplia bibliografía, en Juan A. Estrada, La iglesia: identidad y cambio. El concepto de iglesia del Vaticano a nuestros días, Madrid, 1985, 137-90; "Ministerios laicales: posibilidades actuales": Proyección 35 (1988), 185-200; La identidad de los laicos, Madrid, 21991; La espiritualidad de los laicos, Madrid, 21997; Teología de los laicos, Madrid, 1995; Modelos de la iglesia y teologías del laicado, Madrid, 1998; Para comprender cómo surgió la iglesia, Estella, 22000, 257-99.

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ron escasas incluso en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo, ya que se consideraba que no tenían competencia teológica, y en la comisión sobre el apostolado de los laicos sólo participaron tres seglares. Entre los laicos no figuraban las mujeres. Hasta sep­tiembre de 1964 no asistió una mujer a una sesión conciliar y las casadas sólo pudieron estar presentes en el periodo final. Ni siquie­ra las religiosas pudieron asistir a las reuniones de la comisión de religiosos. Había oposición a que las mujeres hablasen en las sesio­nes y algunos padres conciliares recordaban el principio bíblico de que las mujeres guarden silencio en las asambleas 10\

En lo que concierne a la actividad temporal de los laicos, el modelo era la Acción Católica, en sus diversas modalidades, ini-cialmente entendida como "participación" de los seglares en la misión de la Jerarquía, que era la que detentaba el monopolio del apostolado. La anómala situación del papa, prisionero en el Vaticano, antes de que los pactos lateranenses sellasen la paz entre la Iglesia y el Estado italiano, habían dificultado la participación de los católicos en las sociedades democráticas. Su participación se canalizó a través de partidos, sindicatos y movimientos confesio­nales, entre los cuales destacaba la Acción católica en sus distintas agrupaciones. Estas asociaciones católicas hacían presente a la Iglesia en la sociedad, sobre todo en aquellas en las que había una separación entre la Iglesia y el Estado (como ocurría en Francia o en Estados Unidos), o en las que los católicos eran una minoría res­pecto a los protestantes y otras confesiones (como en Alemania, Inglaterra u Holanda). La creciente revalorización de los seglares en la sociedad, contrastaba con su pasividad y minusvaloración dentro de la Iglesia. Su actividad apostólica se debía a necesidades

105. Pablo VI impulsó la participación de laicos como auditores en el Concilio (desde cctubre de 1963 hubo trece laicos), alentando la consulta de la Comisión a asociaciones laicales y a seglares peritos, sobre todo en la pre­paración del documento sobre la iglesia en el mundo. En el tercer periodo septiembre de 1964 se admitió a la primera mujer como auditora conciliar Cfr., J. Grootaers, "El concilio se decide en el intervalo", G. Alberigo (ed.), Historia del concilio Vaticano II, II, Salamanca, 2002, 394-406; A. Komonchak, "L'ecclesiologia di communione", en Storia del concilio Vaticano II, IV, Bolonia, 1999, 40-48; 67; ibíd., V, 385-86. Sobre la génesis y redacción del decreto, cfr. F. Klostermann, "Einleitung und Kommentar: Das Zweite Vatikanische Konzil": LThK II (1967), 587-601.

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prácticas eclesiales ante la creciente secularización y democratiza­ción de la sociedad, sobre todo tras la segunda guerra mundial.

Los laicos eran el brazo secular de la Iglesia (que cada vez podía recurrir menos al poder político estatal, como en el Nacional Catolicismo de los siglos anteriores). Permanecían sin embargo, bajo la tutela absoluta de la Jerarquía, que definía los conceptos teológicos claves (como la familia, la sexualidad, la política, la edu­cación, etc.) y determinaba los límites y las formas de actuación en la sociedad. Era una paradoja que el clero, que por estilo de vida era el más alejado de la sociedad, fuera el que fijara el marco de actuación de los seglares conservando para sí ámbitos los de deci­sión y poder. Se asumía el papel secular de los laicos, en cuanto eje­cutores de los pronunciamientos y consignas jerárquicas, las cua­les concernían a todos los aspectos de la vida humanal06, pero se rechazaba que éstos pudieran determinar de forma autónoma sus formas de incidir en la sociedad. En este contexto era inviable pen­sar en una teología laical, no clerical, incluso que la doctrina sobre los asuntos temporales (sobre la economía, la política, la cultura) fuera determinada por especialistas laicos y no por clérigos.

Era inevitable la minoría de edad de los seglares, dado que se les veía como no-sacerdotes y no religiosos (es decir, se les definía por lo que no eran) desde una perspectiva eclesiástica e institucio­nal. Si la Iglesia era esencialmente una sociedad perfecta, como recogía el concordato español de 1953 (artículo 2, parágrafo 1), era también una sociedad desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden (como reiteradamente han proclamado los papas desde el siglo XIX hasta Pió XII107). La lucha antimodernista veía en el igualitarismo de las sociedades democráticas un ataque al mismo Dios. Por eso se justificaba un cuerpo jerárquico, con superiores e inferiores, tanto en la sociedad civil (subditos más que ciudadanos) como eclesiástica (laicos). La corporeidad visible de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo según Pió XII, no pasaba tanto por los laicos y la comunidad, sino por la

106. Remito al análisis de R. Parent, Una iglesia de bautizados, Santander, 1987, 185-219.

107. Para un análisis de este contexto eclesiológico remito a mi estudio, La igle­sia identidad y cambio. El concepto de iglesia del Vaticano I a nuestros días, Madrid, 1985, 17-52.

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autoridad jerárquica que recibía el Espíritu. La eclesiología era, en realidad, una jerarcología, centrada en el concepto de obediencia, desde el que se entendían las relaciones de los laicos con la jerar­quía en términos de sumisión, disponibilidad y asentimiento.

Conocemos bastante bien la génesis y orientación de los textos sobre los laicos108. Inicialmente estaba previsto un sólo capítulo "Sobre el pueblo de Dios y especialmente sobre los laicos", que lue­go, a instancias del cardenal Suenens y otros padres conciliares, se subdividió en dos. El capítulo segundo sobre el pueblo de Dios de la Constitución sobre la Iglesia ofrecía la vocación del laico y las dimensiones comunes a todos los fieles, y el cuarto contraponía clero y laico, describiendo los rasgos diferenciales entre ambos El capítulo segundo es el que daba la identidad teológica, el cuarto era más sociológico y fenomenológico l09. Además, el decreto sobre el apostolado de los seglares tiene una orientación más pastoral y práctica, y especifica algunas tareas de los seglares en la sociedad y su participación en el apostolado de la iglesia.

Este sencillo esquema tenía carencias importantes. Por un lado la tradición anterior definía al laico por lo que no era (laico es el que no es clérigo ni religioso). Al definirlo por su condición o estado secular se facilitaba el viejo dualismo que identificaba a la iglesia con el clero, sacralizandolo, y adjudicaba el mundo a los laicos (=seglares). Además las tareas seculares no eran monopolio de los laicos, sino que muchos clérigos las ejercían, había un clero secular

108 G Muraro, "I laici", en La constituzíone dogmática sulla chiesa, Turín, 1966, 759-73, E Schillebecckx, "Definición del laico cristiano en la iglesia", en G Barauna, La iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1966, 970-97, G Philips, La iglesia y su misterio en el concilio Vaticano II, 2, Barcelona, 1969, 23-32, El lateado en la época del concilio, San Sebastián, 1966, 28-37, G Albengo, Stona del concilio Vaticano 11,4, Bolonia, 1999, 45-47, 67; 280-91, 594-95, íbíd , 5, 276-84; H Heirmerl, "Diversos conceptos de laico en la constitución sobre la Iglesia del Vaticano II" Concihum 13 (1966), 451-62

109. En el postconcilio se ha intentado desvirtuar la intima vinculación entre los capítulos segundo y cuarto, que inicialmente iban a formar parte de un sólo capítulo sobre los laicos, viendo en el capítulo dos algo general para toda la Iglesia, y sólo el capítulo cuarto como concerniente a los laicos (cfrJ Ratzmger, "Die Ekklesiologie des Zweiten Vatikanums" Int Commumo Zeitschnft 15 (1986), 41-52) Esta visión sin embargo, pasa por alto la géne­sis histórica del texto conciliar y que el fundamento teologico-dogmático de los desarrollos pastorales y eclesiales del capítulo 4, se establecen en el capí­tulo segundo.

EL LEGADO DEL CONt II l() VA! ICANO Ll 87

V recientemente "institutos seculares" cuyo estatuto teológico y jurí­dico, entre la vida religiosa y el laicado, es poco claro. Había que definir eclesiológicamente al laico e integrar la relación con el mun­do en la definición dogmática de la iglesia. Ambos aspectos fueron insuficientemente tratados por el Concilio y la ambigüedad persis­tió en torno al concepto de laico, tanto el bautizado miembro de la iglesia, como el seglar no clérigo. Por eso hay un conflicto entre afir­maciones fraternales referentes a clérigos y laicos como miembros de la iglesia (LG 32) y otras paterno/filiales (LG 37) desde el esque­ma verticalista y jerárquico del capítulo tercero.

El bautismo y la confirmación como sacramentos base de una teología del laicado, desde una eclesiología comunitaria, pneumá­tica y sacramental definen al laico, que es el cristiano sin más. Lo problemático no es la identidad laical, prototipo de todo cristiano y expresión de los rasgos comunes a todos, sino definir la identi­dad de los ministros y de los religiosos sin menoscabo de la de los laicos. La crisis de identidad hoy no es la de los laicos, sino la de ministros y religiosos que han visto como funciones y prerrogati­vas tradicionales son reclamadas por los seglares porque derivan del bautismo. La tradición anterior, por el contrario, se contentaba con describir al laico como el no clérigo sin ofrecer una identidad teológica, que, en cambio estaba claramente establecida para los ministros y religiosos. No es de extrañar que la revalorización del laicado implicase la puesta en cuestión de la identidad de clérigos y religiosos.

Hay una ambigüedad en la teología del laicado, que deriva de la división de la teología del laicado en dos capítulos (el segundo y el cuarto). Si se asume que la identidad laical es la cristiana sin más, se podría aceptar que se eliminara el concepto de laico, por inne­cesario. Podríamos hablar de cristianos, sin más calificaciones, y de cristianos presbíteros, obispos o religiosos, aceptando que la base es lo laical y lo demás derivado. El concepto de laico, sin embargo, es válido y necesario cuando se parte de una concepción clerical, y se quiere reivindicar su identidad y funciones que han sido ignoradas o negadas por una teología clerical. Después del Concilio se ha intentado vaciar de contenido la teología laical, afir­mando que los contenidos teológicos que presenta el capítulo segundo no se refieren a los laicos sino a todos los cristianos, lo

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cual es verdad, pero lo que se pretende es dejar la teología del lai-cado sólo al capítulo cuarto, que es más descriptivo y funcional, y que es teológicamente pobre porque presupone lo dicho en el capí­tulo segundo. La génesis del texto conciliar, e intervenciones como la de Suenens, muestran, sin embargo, que lo que inicialmente se pensaba como teología laical se dividió en dos capítulos, porque ya se partía de la Iglesia como comunidad (pueblo de Dios, asamblea) y no de la institución clerical.

En cuanto que se define sacramental y eclesialmente al laico deviene sujeto activo de la iglesia, en contra de la pasividad y receptividad anterior en el marco de la eclesiología de la sociedad desigual (LG 30-38)110. El concilio parte del sacramento (del bau­tismo/confirmación (LG 33), del orden) y define las funciones y tareas del laico como del ministro, ya que el sacramento es el pun­to de partida de derechos y obligaciones. Se afirma que el laico es miembro activo en el crecimiento de la iglesia (LG 33), que coope­ra con la jerarquía en el mismo apostolado jerárquico (LG 33) y que es apto para el ejercicio de cargos eclesiásticos (LG 35). El con­cilio no plantea la creación de nuevos ministerios laicales, pero deja abierta esa posibilidad, que Pablo VI inició con la "Ministeria Quaedam" de 1972 y la "Evangelii Nuntiandi" (1975) que acentua­ba cómo esos ministerios diversificados no sólo eran funcionales y generados por necesidades sociológicas, sino que podían ser inspi­rados por el Espíritu (EN 73). Hay un largo camino desde el inicial reconocimiento del apostolado de los laicos en los movimientos de Acción católica a la recepción postconciliar de los ministerios lai­cales, que tuvieron especial repercusión en América Latina. Se pusieron también bases para la desclericalización de ministerios, en sentido inverso a lo que ocurrió con las órdenes menores, que en gran parte clericalizaron tareas y funciones ejercidas antes por los seglares. El concilio abrió un campo de posibilidades que toda­vía hoy está por recorrer a la luz de nuevos cambios eclesiales y seculares.

110. Y. Congar, Sacerdocio y laicado, Barcelona, 1964, 237-51; G. Philips, El lat­eado en la época del concilio, San Sebastián, 1966, 61-75, W. Druckenbrod, Das Verstandnis des allgemeinen Priestertums im 19. und 20. Jahrhundert, Bad Honnef, 1979, 74-127; U. Schnell, Das Verstandnis von Amt und Gemeinde im neueren Katholizismus, Berlín, 1977, 1-43.

Hl. LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 89

Los laicos tienen derecho a una comunidad en la que reciban los sacramentos y se predique la palabra de Dios (LG 37). No se trata aquí el problema de la carencia de ministros, que limitan un derecho sacramental de los primeros. En cuanto que se plantean los derechos y la participación de los laicos, en contra de la vieja eclesiología de la sociedad desigual, hay que replantear los crite­rios de reclutamiento del clero y de configuración de las comuni­dades, problema que dejó irresuelto el concilio y que fue la causa de muchos conflictos en la época postconciliar. Se reconoce tam­bién el derecho de los laicos a la opinión pública en la Iglesia, ya que pueden juzgar mejor los asuntos temporales que el clero. De ahí su obligación a dar su parecer sobre los asuntos que concier­nen al bien de la Iglesia (LG 37).

De esta forma se ponen las bases de una desclericalización de la iglesia y de una colaboración de seglares y jerarquía en asuntos internos y externos de la iglesia, especialmente en lo referente a la misión en la sociedad. El Concilio abre posibilidades que luego el post-concilio no realiza más que de forma parcial y limitada, y el carácter programático de la renovada teología laical pierde fuerza porque persisten viejas tradiciones, actitudes y formas de gobier­no que no lo posibilitan. Problemas posteriores, como los plante­ados por la Humanae Vitae y los intentos de mayor autonomía de los movimientos apostólicos, muestran las dificultades prácticas de la teología laical conciliar. La doctrina sigue siendo prerrogati­va del clero, aunque los problemas que se traten sean específica­mente laicales.

El Concilio proclama el sacerdocio existencial y el culto espiri­tual propio de los laicos (LG 34) y su orientación espiritual en la que tienen que consagrar a Dios el mundo (LG 34; AA 4). La vieja teología de la consagración se centraba en el orden y los votos reli­giosos, mientras que el Concilio pone las bases de una consagra­ción a Dios en el mundo (GS 43). Por eso ya no se puede hablar de la vida religiosa sin más como vida consagrada, ya que la distinción entre consagrados y no consagrados es la de cristianos y paganos, no una división dentro del cristianismo. Persiste la vieja nomencla­tura, porque subsiste también la vieja teología. El Concilio no abor­da los problemas nuevos que plantea una sociedad secularizada y neo-pagana, a pesar de que ya comienza a darse una reflexión teo-

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lógica sobre las viejas cristiandades como países de misión. Las perspectivas que desarrolla la poster ior Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy tampoco supusieron una aportación específica para la teología del laicado. Ambas constituciones se desarrollaron con independencia la una de la otra, sin que hubiera un esfuerzo de integración dada la heterogeneidad de perspectivas asumidas e incluso de teologías desarrolladas.

Junto a la función sacerdotal de los laicos (hay que consagrar a Dios la vida, de forma que todas las actividades y ámbitos se vivan desde la referencia a Dios), está la función profética centrada en el testimonio en el mundo, la evangelización de éste y la confrontación con los poderes del mundo (LG 35). Llama la atención de nuevo el excesivo cristocentrismo del enfoque conciliar, a costa del Espíritu como origen de los profetas y carismáticos en el Nuevo Testamento. La misma amonestación de Pablo a toda la comunidad para que no apague el Espíritu la dirige el concilio a la Jerarquía, sin mencionar a los laicos (LG 12). Se acentúa también la importancia de comuni­car a los demás la esperanza, en el contexto del diálogo con y en el mundo que propugna la Gaudium et Spes y la idea de la iglesia peregrina en el mundo, con una dimensión profética, mesiánica y escatológica (LG 35; 48). La vieja teología de los novísimos y del más allá, que ponía la esperanza en la ultratumba y en la salvación del alma, deviene aquí test imonio profético y actividad transfor­madora del mundo, en el aquí y el ahora de la historia (LG 38). El sobrenaturalismo del pasado, que fue un punto nuclear de los con­flictos de la "nueva teología" en la época de Pió XII, deja paso aquí a una valoración de las realidades terrenas y de la autonomía del mundo, que tuvo mucho eco en los años posteriores al concilio y generó muchas teologías de las realidades terrenas (del trabajo, de la política, de la cultura, del desarrollo y la liberación, etc.). Se rechaza el espiritualismo que huye de las responsabilidades mun­danas (GS 43) y el individualismo aeclesial (GS 39).

La vieja espiritualidad de raíz monacal ponía el acento en la fuga del mundo, en la negativización de lo profano, en la minus-valoración de lo natural en nombre de lo sobrenatural. Por el con­trario la teología laical favorece la complementariedad de natura­leza y sobrenaturaleza (en la línea del existencial sobrenatural y la naturalización de la gracia, que reflejan las teologías de Rahner y

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de la liberación), así como una espiritualidad del compromiso y de la transformación del mundo, vinculada a la teología del reinado de Dios. Está es también la función misionera del laico, el servicio al reinado de Dios (LG 36). Se establece una estrecha complemen­tariedad entre creación y redención, entre la realidad del pecado y la operatividad mundana de la gracia, por obra de la vocación lai­cal. El laico instaura el reino de Dios en cuanto que libera al mun­do de la corrupción (LG 36; GS 39) y promueve un orden justo, fra­terno, universal y equitativo (GS 12). Se insiste en la importancia del agente humano para ins taurar el plan de Dios en el mundo (AA7) y que los seglares ejercen el apostolado al impregnar el orden temporal del espíritu evangélico (AA 5). Desde la perspecti­va de la fe no hay espacios neutros y toda la actividad está marca­da por un compromiso cristiano (GS 3).

Las teologías posteriores reflexionan sobre las estructuras de pecado (LG 36), el pecado colectivo y el conflicto antropológico que supone el pecado original en contra de una concepción rous-seauniana, según la cual el hombre es bueno por naturaleza, muy difundida en Europa. La conversión al reino de Dios y la vocación transformadora pasa por la atención a los signos de los tiempos (GS 4; 11), el discernimiento y la libertad de conciencia, que son parámetros dejados por el concilio a la posterior reflexión sobre los laicos. El Concilio intenta superar el pesimismo antropológico pro­pio de la teología protestante y del jansenismo católico, sin caer en el optimismo naturalista característico de algunas corrientes ilus­tradas y de espiritualidades pelagianas, que radicalizan la bondad y autosuficiencia humanas.

5. La nueva relación de la Iglesia con el mundo

La importancia de la "Constitución dogmática sobre la Iglesia" ha sido tan grande durante el mismo Concilio, que dejó en la som­bra la "Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo de hoy". Pablo VI fue decisivo en el esfuerzo de redefinir la Iglesia, desde la doble dinámica de "aggiornamento" (actualización) y reforma, propuesta por Juan XXIII. La insistencia de la Constitución dog­mática sobre la Iglesia era renovar la eclesiología generada tras el Vaticano I. Pero no en el sentido de prolongarlo y extenderlo al Vaticano II, ya que su concepción teológica es otra, sino por el con-

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trario, integrando al Vaticano I en la nueva eclesiología global del Vaticano II1". Se logró modificar la unilateral eclesiología centra­da en las dimensiones societarias, institucionales y jerárquicas de la Iglesia en favor de otra más comunitaria, personalista y de co­munión, al mismo tiempo que se equilibraba la monarquía ponti­ficia con el episcopalismo, la colegialidad y la sinodalidad de la iglesia. La potenciación del laicado tanto en lo que concierne a la misión como el foro interno de la iglesia, completó el giro coper-nicano dado por el Concilio. Se impuso un nuevo paradigma ecle-siológico y se reubicaron elementos de la vieja eclesiología, que quedaron modificados en un contexto diferente U2. La Constitución sobre la Iglesia en el mundo, redactada después de la Constitución sobre la Iglesia, se refiere a la perspectiva del pueblo de Dios en la historia de la humanidad, como eje directriz de la visión del mun­do, y no desde la vieja eclesiología societaria e institucional.

La Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy arrancó, a diferencia de la otra, sin un texto previo y anterior al concilio. Esto dio más libertad a los redactores, pero también hizo que los pro­blemas de redacción aumentaran por la falta de trabajos previos. Se fue redactando desde 1963 por una Comisión mixta que busca­ba abordar los problemas de la sociedad y la de apostolado seglar, con cierto liderazgo del cardenal Suenens. Fue una creación con­ciliar elaborada desde mayo de 1963 y aprobada en diciembre de 1965. Este surgimiento tardío y su desarrollo en una época en la que se aceleraba el proceso conciliar y se buscaba su final, así como la enorme cantidad de nuevos problemas que planteaba la nueva sociedad emergente de los años sesenta, contribuyeron a sus limitaciones. Había también pluralidad de teologías a la hora de enfocarla, una más optimista y sociológica, avalada por el grupo

111. Desde la perspectiva de la iglesia del primer milenio, lo novedoso no es el Vaticano II sino el primero, pero no se pueden contraponer ambos concilios como lo positivo y lo negativo, ya que responden a contextos históricos dife­rentes y el concilio Vaticano I quedó incompleto. La continuidad de la tra­dición está abierta a innovaciones, continuidad en el cambio, y la recepción del Vaticano I cobra un nuevo significado en el contexto de la eclesiología de comunión. Cfr., H. Pottmeyer, "Continuitá e innovazioni nell'ecclesiolo-gia del Vaticano II": CrSt 2 (1981), 71-95.

112. Sobre los cambios de paradigma eclesiológicos a lo largo de la historia cfr., H. Kung, "Cambios de modelo de iglesia en la marcha del pueblo de Dios": Misión abierta 5/6 (1986), 101-119.

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francófono, y otra más teológica y de mayor pesimismo crítico, que era la representada por el grupo alemán. El método prevalen-te era el inductivo, partir de la experiencia y describir fenómeno-lógicamente la realidad, para ofrecer respuestas teológicas y ubicar la acción de la Iglesia en el mundo.

Ante la complejidad y cantidad de temas tratados y la presión de la minoría conservadora para que el concilio terminara en 1964, muchos abogaban por eliminar la Constitución o reducirla a una mera declaración de intenciones al margen de los textos concilia­res. Fue Pablo VI el que tomó la decisión de prolongar el Concilio, precisamente para dar tiempo a que se elaborara la Constitución sobre la iglesia en el mundo. La preocupación pastoral de Juan XXIII su encíclica "Pacem in terris", el diálogo con el mundo pro­puesto por la "Ecclesiam suam" de Pablo VI, las preocupaciones de los obispos del tercer mundo por los problemas sociales y las de los obispos de países comunistas por la situación política fueron cau­sas determinantes para que saliera la Constitución"3. Esta decisión de completar la Lumen Gentium con otra sobre su situación en el mundo, completada por documentos como el relativo a la libertad religiosa en la sociedad, marca un giro en la eclesiología, como fue subrayado por algunos teólogos que veían ahí el final de una épo­ca constantiniana, así como el punto final al antimodernismo de los siglos anteriores114.

113. El arzobispo Woytila presentó un proyecto de esquema, que no fue asumi­do por la Subcomisión redactora. El esquema se centraba en la presencia y en la misión de la iglesia en el mundo y acentuaba los derechos de la iglesia a ejercitar su ministerio en la sociedad y los de los cristianos a practicar la religión. Influyó en la discusión del esquema pero Woytila mantuvo su pos­tura crítica, y a veces claramente negativa, respecto del esquema propuesto, porque afrontaba de modo demasiado optimista los problemas del mundo moderno y porque la sociedad ofrecía falsas respuestas a las demandas humanas De ahí la insistencia en los derechos eclesiales y su verdad, con­trapuesta a la de la sociedad. Respondía a las preocupaciones por la super­vivencia de la Iglesia ante un Estado ateo. Se podía aplicar a la descristia­nización de países comunistas, pero era globalmente inadecuado para los problemas de Occidente y también para los del tercer mundo. Por otra par­te, la visión del comunismo era muy plural entre los obispos occidentales y no coincidía siempre con las perspectivas de los del Este. Cfr., G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, III, 434-35; 4, 296; 308-309; 556-57.

114. M.D. Chenu, "La fin de l'ére constantinienne": Un concilepour notre temps, París, 1961, 59-87.

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94 EL CRISTIANISMO KN UNA SOCIEDAD LAICA

El cardenal Suenens, de acuerdo con el mismo Montini, había propuesto agrupar todos los textos conciliares y simplificarlos des­de la óptica de la relación de la iglesia con ella misma y con el mun­do (Iglesia "ad intra/ad extra", según la alocución de Juan XXIII en septiembre de 1962), con lo que los problemas del mundo y de la sociedad se recopilaban en un texto, que luego se llamó esquema trece"5. Inicialmente se pensó en un texto doctrinal, que planteara las verdades del depósito de la fe y luego una aplicación a los pro­blemas del mundo. Tras las discusiones y críticas surgidas en el aula se optó al final por un texto único, que vinculara doctrina y pastoral, desde la perspectiva de la Iglesia que hace suyo los pro­blemas del mundo (GS 1), se dirige a todos los hombres (GS 2) y evalúa la situación actual de la humanidad (GS 4-10). Algunos obispos del tercer mundo insistieron en que se trataran los proble­mas de la humanidad: El hambre en el mundo era más importan­te que la escasez de sacerdotes, subrayaba Helder Cámara116.

Sin embargo, la apertura al mundo intentaba subrayar lo posi­tivo, siguiendo la advertencia de Juan XXIII contra una mirada negativista al curso de la historia. La distinción de Juan XIII entre ideologías y doctrinas, que pueden ser falsas, y los movimientos históricos que generan, que exigen respeto y diálogo, también influyeron en la perspectiva elegida. El papa afirmó también la necesidad del cambio, en cuanto que aprendemos a comprender mejor el evangelio, conociendo los "signos de los tiempos", apro­vechando las nuevas posibilidades que se ofrecen y mirando hacia

115. En lo que concierne la historia y génesis de los distintos parágrafos de la Constitución, me apoyo en los estudios de T. Gertler, "Mysterium hominis ín luce Christí", en G. Fuchs-A. Lienkamp (eds.), Visionen des Konzils. 30 Jahren Pastoralkonstitution Die Kirche in der Welt vori heute, Münster, 1997, 27-50; H.J. Sander, "Die Zeichen der Zeit", ibíd., 85-102; Ch. Moeller, "Die Geschichte der Pastoralkonstitution und Kommentar zum Proómium und Einführung: Das Zweite Vatikanische Konzil": LThK. III (1968), 242-279; G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, II, 390-93; 402-12; 445-64; ibd., III, 182-86; 422-36; ibíd., IV, 293-357; 550-63; ibíd., V, 33-42; 73-79; 157-61; 402-436. M. Mac Grath, "Notas históricas sobre la constitución pastoral Gaudium et Spes", en G. Baraúna (ed.), La iglesia en el mundo de hoy, Madrid, 1967, 165-82; G. Alberigo, "La constitución en relación al magiste­rio global del Concilio", ibíd., 199-226.

116. Ch. Moeller, "Die Geschichte der Pastoralkonstitution: Das Zweite Vatikanis­che Konzil": LThK III (1968), 247.

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el futuro117. Chenu y Congar, como en general la teología francesa, fueron determinantes en la redacción del proemio y la exposición preliminar de la Constitución (GS 1-10). Especial relevancia tuvo el influjo de De Lubac y Rahner que vinculaban estrechamente naturaleza y gracia, humanismo y lo sobrenatural, en la línea de la "nueva teología", contra el dualismo neoescolástico (GS 11; 40; 41). No se parte de la misión apostólica de la jerarquía, como era usual antes del concilio, sino de la Iglesia en su conjunto.

La perspectiva general es histórica, evolutiva y dinámica, po­niendo las bases de la teología inductiva que analiza los signos de los tiempos (GS 4)118. Se pone el acento en el progreso temporal, que no va acompañado por uno espiritual (GS4); en los cambios generados por la ciencia y la técnica (GS 5) y los producidos por los medios de comunicación social (GS 6). El cambio de mentali­dad y de estructuras genera nuevas condiciones de vida, y la nega­ción de Dios y de la religión, en nombre de la ciencia y el huma­nismo, impregna en buena parte la cultura (GS7). De ahí las ten­siones, desequilibrios e interrogantes profundos que desencadenan (GS 8-10). Esta descripción se podía aplicar luego a los problemas postconciliares, aunque con una radicalidad y pluralidad de pers­pectivas mayores que las vislumbradas en el texto conciliar.

No se trata de una mera objetivación y descripción de la situa­ción del mundo, sino que se acentúa la perspectiva de la creación y se vincula la antropología a la cristología, afirmando la dignidad de la persona (GS 12-22: capítulo primero) y las exigencias de la comunidad y del bien común (GS 23-32: capítulo segundo), para, finalmente analizar la actividad humana a la luz de la revolución científico técnica, el progreso y la autonomía de las realidades

117. Discorsi, Mesaggi, Colloqui del santo Padre Giovanni XXIII, V, Roma, 1964, 609-12.

118. Se trata de una idea de la Pacem in Terris (40-45) de Juan XXIII, probable­mente bajo influjo de la teología de Chenu sobre los "hechos reveladores". Acontecimientos a través de los cuales Dios quiere mostrar algo, pero que tienen que ser analizados y evaluados a la luz del evangelio. M.D. Chenu, "Les signes du temps": NRTh 97 (1965), 29-39; "Los signos de los tiempos. Reflexión teológica", en La iglesia en el mundo de hoy, Madrid, 1970, 253-78. Juan XXIII añade nuevos elementos con su "jerarquía de verdades" y dis­tingue en la Pacem in Terris entre errores doctrinales que hay que rechazar y el respeto a las personas que lo profesan, que buscan la verdad.

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terrestres (GS 33-39: capítulo tercero; 41). Se combina el principio encarnatorio de la cristología (GS 22), con la inmanencia de la gra­cia y el discernimiento, para superar el dualismo entre la fe y la vida, y abrirse a la perspectiva de la iglesia en estado de misión, en contra de la concepción tradicional de la iglesia de cristiandad"9.

Sin embargo, se advierten rasgos antropológicos en tensión, en los que por un lado hay una perspectiva positiva del hombre en cuanto imagen divina (GS 12) y por otro se subrayan los aspectos negativos de la libertad, poniendo el acento en la necesidad de la gracia (GS 17). El concilio se mueve entre la valoración positiva de lo humano y el recurso antipelagiano a la gracia, sin que haya una síntesis lograda sobre el humanismo cristiano, quizás por el lastre naturalista de algunas afirmaciones y la carencia de una perspec­tiva trinitaria y teológica. Hay tensión entre la perspectiva global del exordio a la Constitución (GS 4-10) y ios capítulos posteriores. En este marco se integra el bloque del ateísmo más, como interpo­lación que como lógico desarrollo del planteamiento (GS 19-21), y se reconoce la parte de culpa de los creyentes (pero no de la iglesia en cuanto tal) en el ateísmo contemporáneo (GS19).

Esta valoración de lo humano y de lo natural, que luego se desa­rrolló en la doctrina social postconciliar y por algunas corrientes teológicas como la teología política centroeuropea y la teología de la liberación, implica una superación de los sobrenaturalismos, como el agustinismo político, y una respuesta a la crítica atea de que hay una contradicción entre Dios y la libertad humana. Se recoge así un elemento clave de la modernidad, que acentúa la autonomía huma­na, de la persona y la sociedad. Después de la Gaudium et Spes ya no se puede contraponer espiritualidad y preocupación por los pro­blemas humanos. El problema, sin embargo, se desplaza a la etapa postconciliar. En buena parte se juega en torno a si hay que leer la tradición teológica anterior desde la nueva teología, o a la inversa. La relación entre el concilio Vaticano I y el Vaticano II, que no es un

119. Aquí es donde jugó un papel esencial la teología de Chenu, a pesar de que no era perito oficial del concilio, sino sólo asesor del episcopado, y de que nunca fue rehabilitado por Roma después de su destitución tras la Humani Generis de Pió XII. Cfr. M.D. Chenu, "La misión de la iglesia en el mundo contemporáneo", en G. Baraúna, La iglesia en el mundo de hoy, Madrid, 1967, 379-400.

EL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 97

mero complemento del primero sino un nuevo planteamiento, y la misma vinculación entre las dos constituciones dogmáticas sobre la Iglesia, dependen de la teología de la naturaleza y de la gracia que se impongan. El eclesiocentrismo de la Lumen Gentium, en parte reformado por la Gaudium et Spes, fue utilizado luego por la corriente tradicional para rechazar el pretendido "espíritu conciliar" que defendían los renovadores, y que deriva más de la segunda.

Se concluye con la misión de la iglesia en el mundo contempo­ráneo, que resalta tanto la ayuda que la iglesia puede dar y ense­ñar, como la de recibir y aprender del mundo (GS 40-45: capítulo cuarto), en un contexto evolutivo, dinámico y de interacción. El Concilio reforzó la cristología, junto con el discernimiento espiri­tual de los signos de los tiempos (GS 4; PO 9) al que ya había alu­dido de forma general Juan XXIII en la Pacem im Terris120. Se ha criticado la perspectiva optimista de estas reflexiones, que hay que entender a la luz de la confianza de los años sesenta en las posibi­lidades del progreso. No cabe duda tampoco del influjo de Teilhard de Chardin121, con su visión evolutiva y progresiva de la huma­nidad, aunque hubo críticas a su optimismo (minusvaloración del pecado, deficiente teología de la cruz, salvación final de todos, determinismo hacia la meta de la humanidad). Este influjo thei-lardiano tardío marca el cambio operado durante el transcurso del Concilio. Un teólogo rechazado durante el periodo inicial del Concilio, fue luego muy influyente en su última Constitución dog­mática, a pesar de los intentos de obispos de la Curia y algunos españoles para que la Gaudium et Spes fuera una mera declara­ción conciliar y no uno de sus documentos fundamentales.

Sólo en el contexto de la dignidad humana y de la misión de la iglesia (GS 46) se analizan los problemas más importantes, la dig­nidad del matrimonio y la familia (GS 47-52: capítulo primero de la segunda parte), el progreso cultural (GS 53-62: capítulo segun­do), el desarrollo económico y social (GS 63-72: capítulo tercero) y la comunidad política (GS 73-76: capítulo cuarto). La promoción de la paz y la edificación de una comunidad internacional es el

120. Pacem in terris 39; 75; 126; 142. 121. W. Klein, Teilhard de Chardin und das II Vatikanische Konzil, Munich, 1975;

S. Daecke, "Das Ja und das Nein des Konzils zu Teilhard", en J. Ch. Campe (ed.), Dte autoritat der Freiheit III, Munich, 1967, 98-112.

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capítulo final (GS 77-90), que hay que comprender en el contexto de la guerra fría y los problemas del subdesarrollo. Se pusieron las bases para el desarrollo teológico de la fe y la justicia, y la fe y la cultura, que fueron tareas asumidas en la época postconciliar. La llamada final al diálogo dentro de la Iglesia, observando la libertad en las cuestiones dudosas, y fuera de ella, con especial referencia a los cristianos no católicos y a los que no creen en Dios (GS 92), así como a la unión entre los cristianos y los que buscan la justicia constituyeron el punto final de la Constitución (GS 93).

Estos son elementos nucleares del Concilio, parte de su legado fundamental. Yuxtapone las preocupaciones intraeclesiales de la Lumen Gentium con una concepción teológica preocupada por la situación del mundo en la sociedad de los sesenta, marcado por el proceso de democratización, el despegue económico y productivo de Occidente, la descolonización y la guerra fría, la modernización y los programas de desarrollo. Una es la preocupación por la modernización de la Iglesia y otra diferente la dinámica mundial, por eso hay distintos enfoques de las dos constituciones. Los tiem­pos y ritmos de la Iglesia y el mundo son diferentes, lo cual se reve­ló con más claridad después del concilio, y los intentos de diálogo y de servicio a la humanidad resultaron, en parte, abstractos y generales. Casi todos los problemas de los últimos veinticinco años pueden vincularse a parágrafos de la Constitución, directa o indi­rectamente, pero la radicahdad y rapidez de los cambios desde los sesenta han hecho que muchas apreciaciones y evaluaciones con­ciliares aparecieran pronto como insuficientes y desfasadas.

Más que la Iglesia en el mundo de hoy tenemos un mensaje de la Iglesia dirigido al mundo, desde una cierta abstracción y atem-poralidad eclesial, respecto a la nueva realidad social emergente. Se parte de una identidad eclesial ya dada, la de Lumen Gentium, para dialogar con el mundo, en lugar de partir del mundo y la Iglesia en él. Y esto ocurre a pesar de que la evaluación y el discer­nimiento de los signos de los tiempos marcan el esfuerzo conciliar respecto del mundo. Por eso es importante una teología inductiva y experiencial, que parte de los problemas existentes y buscar dar una respuesta, en lugar de la vieja doctrina deductiva, que, a veces no respondía ni a las preguntas ni cuestiones del mundo. En lugar de partir de un depósito revelado, que luego se busca conectar con

I I LEGADO DLL CONCIL 11) VAI1CANO II 99

el mundo, en la línea de los catecismos tradicionales con preguntas y respuestas enmarcadas en la doctrina establecida, hay que partir de los problemas existentes y ver desde ellos lo que puede aportar el cristianismo. En cambio, la Constitución es demasiado eclesio-céntrica y persiste el dualismo entre la Iglesia y el mundo, a pesar de la insistencia en el diálogo, sin tomar conciencia de la separa­ción existente entre ambos en el contexto del antimodernismo, ya que la nueva sociedad emergente había surgido con la oposición de la Iglesia. Esto explica las dificultades para dialogar con una socie­dad opuesta a algunos de los pronunciamientos pontificios en los dos últimos siglos y la escasa resonancia que tuvo el reto de la secu-laridad para las instituciones internas y doctrinas eclesiales122.

El mundo se transformó en un lugar teológico para reflexionar sobre la Iglesia. Asumió importancia es t ructurante el esquema "ver, juzgar, actuar", que subyace a muchos parágrafos de la cons­titución (GS 4;11; 46; 91). Fue un cambio metodológico que impac­tó en la teología, de tal modo que si en el Concilio la Constitución sobre la Iglesia fue la dominante, luego en el postconcilio cada vez se ha tendido más a leerla desde la perspectiva de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy, que se ha convertido en hege-mónica. Más que reflexionar sobre la Iglesia en sí y luego dialogar con el mundo, como hizo el Concilio, se tiende ahora a partir del mundo existente para ubicar ahí la Iglesia y reflexionar desde la situación dada sobre su identidad, su misión y su forma de hablar y actuar. En cuanto que el m u n d o deviene lugar teológico y la Iglesia se entiende desde él, y esto es par te de la aportación de la Constitución, surge la pregunta de si en lugar de entender la Gaudium et Spes desde la Lumen Gentium no hay que proceder al revés, y analizar la Iglesia desde su misión, priorizando a la prime­ra como lugar teológico (la "ecclesia ad extra" que propuso el car­denal Suenens) para entender a la segunda123. Naturalmente ambas

122 D Seeber, "Dreizig Jahre Pastoralkonstitution uber Gaudium et Spes hinaus", en G Fuchs-A Lienkamp (eds ), Visionen des Konzils 30 Jahren Pastoralkonstitutwn Die Kirche in der Welt von heute, Munster, 1997, 13-26

123 E Klmger, "Das Aggiornamento der Pastoralkonstitution", en F Kaumiann-A Zmgerle, eds , Vatikanum II und Modernisierung, Paderborn,1996, 171-188, B J Hilberath, "Forschungsbencht Schwerpunkte und Tendenzen ín der Ekklesiologie". ThQ 181 (2001), 238-46

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se complementan e interaccionan, y no atender a ambas fue una de las causas de los problemas postconciliares.

La síntesis de la Lumen Gentium y la Gaudium et Spes marcan una nueva era eclesiológica, junto con otros documentos como el de libertad religiosa y el de la relación con las religiones mundiales, en favor de una teología contextual y misionera, que, según Ratzinger, permite hablar de estos textos como un "contra-Syllabus". Según él, el Concilio supuso una corrección de la actitud católica respecto al liberalismo, la ciencia y el estamento político 124. Esta nueva orien­tación está marcada por la Constitución sobre la Iglesia en el mun­do, a pesar de que todavía se contraponen iglesia-mundo en un con­texto optimista, de diálogo y colaboración, que luego fue problema-tizado en el postconcilio.

Las críticas posteriores al "optimismo" de la Constitución con­trastan con la valoración positiva que hizo Pablo VI de esta pers­pectiva optimista: "Es preciso reconocer que este Concilio en el jui­cio que ha aportado sobre el hombre, se ha parado más bien en este aspecto feliz del hombre que en su aspecto degradado. Su actitud ha sido neta y veramente optimista. Una corriente de afección y de admiración ha desbordado del Concilio sobre el mundo humano moderno (...) En lugar de diagnósticos deprimentes ha tenido reme­dios animosos; en lugar de presagios funestos, mensajes de con­fianza han salido del Concilio hacia el mundo contemporáneo. Sus valores no sólo han sido respetados sino honrados"125. Esta actitud conecta con la de Juan XXHI, que criticaba los profetas de calami-

124. J. Ratzinger, "Der Weltdienst der Kirche": Communio 4 (1975), 442-43. También, J.A. Komonchak, "Das Zweite Vatikanum und die Auseinan-dersetzung zwischen Katholizismus und Liberalismus", en F. Kaufmann-A. Zingerle, eds., Vatikanum II und Modemisierung, Paderborn, 1996, 147-70. Esta hermenéutica impregna algunas eclesiologías post-conciliares. Cfr., Ch. Duquoc, Iglesias provisorias, Madrid, 1986; P. Valadier, La iglesia en pro­ceso, Santander, 1980; J.A. van der Ven, Kontextuelle Ekklesiologie, Dussel­dorf, 1995; Ch. Duquoc, Creo en la iglesia, Santander, 2001.

125. Juan Pablo II (7/12/1965): Última sesión pública del Concilio: Insegnamenti de Paolo VI 3 (1965), 721-22; 729-30. En el sínodo extraordinario de 1985, vigésimo aniversario del Concilio, hubo críticas al optimismo del Concilio en su enfoque del mundo, pero también episcopados que afirmaron la vali­dez de este enfoque y la necesidad de mantenerlo. Cfr., P. Ladriére, "Le cat-holicisme entre deux interprétations du concile Vatican II. Le Synode extra-ordinaire de 1985": Arch.Sc.soc. des Reí., 62 (1986), 46-50.

LL LEGADO DEL CONCILIO VATICANO II 101

dades. El cambio de perspectiva se produjo en el postconcilio, en el que resurgió el negativismo impregnado de antimodernismo.

El problema que se legaba a la época postconciliar era el de una progresiva reforma de las instituciones eclesiales para adaptarlas a las nuevas directrices teológicas, o que éstas se mantuvieran teóri­camente junto a la institucionalidad pre-conciliar, a costa de una progresiva pérdida de incidencia en la Iglesia y de una hermenéu­tica teológica minimalista y reductora, como la propugnada por la minoría tradicionalista. La dificultad de que triunfara la teología renovadora aumentaba porque Pablo VI creó cinco comisiones para la aplicación del Concilio cuyo control tuvo la Curia, a dife­rencia de la reforma litúrgica ya iniciada, que luego, sin embargo, acabó siendo absorvida por la Comisión sobre los sacramentos. Era paradójico esperar que el grupo que más se había señalado contra la convocación del Concilio y contra muchos de sus textos, fuera el encargado de aplicarlos a la vida de la Iglesia126. Eran documentos de una asamblea que había puesto el acento en la necesidad de reformar la Curia, empeño que se reservó personalmente Pablo VI. El postconcilio estuvo marcado por esa tensión entre los textos y el control sobre su aplicación e interpretación127. En lo primero ven­ció la asamblea conciliar, en lo segundo se impusieron las congre­gaciones romanas. La recepción del Vaticano II ha sido desigual y marcada por la ambigüedad, que, a su vez, remite a las tensiones y compromisos de la misma asamblea conciliar. Para comprender la herencia del Concilio, sin embargo, hay que analizar los nuevos problemas planteados desde la década de los setenta, unos ya conocidos en el aula conciliar, como la secularización y la laicidad del Estado, que luego se radicalizaron y presentaron nuevos retos, y otros que entonces no se podían preveer como la globalización, el final de la guerra fría y la emergencia de una sociedad postmo-derna y también post-cristiana.

126. G. Alberigo, Storia del concilio Vaticano II. V, Bolonia, 2001, 566; 607-9. 127. W. Kasper, "El desafío permanente del Vaticano II": Teología e Iglesia,

Barcelona, 1989, 401-15. Kasper ha dedicado muchos estudios a la herme­néutica del Vaticano II. Cfr., G. Routhier, "L'ecclésiologie catholique dans le sillage du Vatican II. La contribution de Walter Kasper á l'herméneutique de Vatican II": LTP 60 (2004), 13-52; 19.

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2 LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA

La recepción y puesta en práctica del Concilio fue la clave del pontificado de Pablo VI en la década de los setenta. Fue también la etapa en la que comenzó a cambiar la dinámica conciliar en favor de los estamentos más tradicionales de la Iglesia. Se paró poco a poco la tendencia conciliar, se frenó la colegialidad y dejó de haber un contrapeso episcopal al gobierno central de la Iglesia. Gradual­mente volvieron a asumir el control obispos y teólogos cercanos a la minoría tradicionalista, revirtiendo el juego de fuerzas que se había dado en el Vaticano II. Este complejo proceso hay que enmarcarlo en un nuevo contexto social y otra fase histórica, el de la plena irrupción de una sociedad laica y secularizada, que plantea a la Iglesia nuevos retos. Había que ubicarse en una sociedad secular, pero las instituciones, la concepción de Iglesia y el estilo de autori­dad existente correspondían a la etapa de cristiandad anterior.

La Constitución Gaudium et Spes veía a la Iglesia desde el mun­do, del que formaba parte, asignándole una misión de diálogo y servicio a la humanidad. El problema estribó en que ese lugar y tareas se complicaron por la rápida transformación de la sociedad. En países como España el cambio fue mucho más radical, al aca­bar un ciclo político, económico y cultural, y se produjo un cre­ciente desfase de la iglesia española, hasta los sesenta muy tradi­cional, respecto a la emergente sociedad moderna. El modelo de sociedad cambiaba muy rápidamente mientras que el de Iglesia no sólo no avanzaba tras el Concilio sino que entraba en una fase regresiva. Cuanto más rápido fue el cambio social, tanto más len-

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104 EL CRISTIANISMO EN UNA SOCHDAD LAICA

to se hacía el eclesial. Este desfase generó una carencia de corres­pondencia entre sociedad e iglesia, facilitando la secularización y laicidad de la primera y la crisis de la segunda.

1. La religión en las sociedades tradicionales

Las sociedades tradicionales se caracterizan por el puesto hege-mónico de la religión. El ciudadano es globalmente religioso, de tal forma que los acontecimientos personales (nacimiento, enferme­dades, casamiento, profesión, etc.) y sociales (fiestas, costumbres, leyes, tradiciones, folklore, instituciones sociales y creencias colec­tivas) se relacionan directamente con Dios. Se vive en la presencia de Dios, sin ámbitos de la vida que se sustrajeran a la religión, que era connatural a la persona. La referencia a Dios venía dada por la misma cultura, toda ella impregnada por lo religioso, y la fe per­sonal se apoyaba en un contexto social favorable a los valores de la religión. Sólo en un sentido amplio había distinción entre la vida profana y religiosa, aunque hubiera un ámbito sagrado por anto­nomasia, el de la Iglesia, y dentro de ella el culto. Las creencias, rituales e instituciones eclesiásticas eran parte del patrimonio cul­tural e impregnaban la sociedad en todas sus dimensiones. No había espacios estrictamente profanos porque lo religioso impreg­naba la vida. Ser católico y ciudadano eran dos facetas de la mis­ma dinámica, siendo el imaginario religioso el determinante.

El hombre tradicional es todo él religioso, de tal forma que todos los acontecimientos de la vida y de la sociedad se veían como voluntad divina. La torre del campanario y el símbolo del templo simbolizan la omnipresencia de lo religioso en la sociedad, la refe­rencia constante a la divinidad, que regulaba la vida. Muy pocas personas eran capaces de sustraerse a una presión social que era también religiosa. Por eso el ateísmo y la increencia eran muy minoritarias, frecuentemente más teóricas que prácticas, y en cual­quier caso, más anticlericales que ateas. La connaturalidad de la fe religiosa se reforzaba desde prácticas masivas y desde un entra­mado social y cultural densamente religioso. En este sentido la pertenencia grupal, el patriotismo y las virtudes cívicas estaban penetradas por lo religioso, de tal forma que la adhesión a la reli­gión hegemónica se daba de forma espontanea, a veces sin tomar

LOS RETOS Db UNA SOCIEDAD LAICA 105

conciencia de ello ni siquiera cuestionarse la confesionalidad vivi­da. Por otra parte, el imaginario tradicional de la divinidad, refle­jado en la iconografía cristiana, correspondía muy bien a una sociedad predominantemente rural, con un fuerte sentido de la trascendencia y con una comprensión literal y aproblemática de la Biblia. Religión y cultura convergían en un proyecto cultural que ofrecía sentido, identidad y un modelo claro de comportamiento.

Había una convergencia entre fe y cultura, incluso entre la cien­cia y la Biblia, de tal modo que se asumían sin problemas los rela­tos e imágenes de Dios. Se podían defender racionalmente los rela­tos cristianos, la Biblia tenía razón, y persistía una concepción pro-videncialista de la vida en correspondencia al Dios creador del mundo y Señor de la historia. En las sociedades tradicionales ape­nas si había hecho mella la crítica ilustrada a la religión. La incul­tura, tanto social como religiosa, se combinaba con una fe poco ilustrada, pero viva, operativa y eficaz para la mayoría de las per­sonas. Las ventajas de este modelo son obvias: clara identidad cris­tiana, correspondencia entre fe y cultura, cohesión y homogenei­dad a nivel universal, valores y estructuras compartidas en la socie­dad y la iglesia, apoyo mutuo entre la iglesia y el Estado, etc. Ha sido un modelo que ha funcionado durante siglos y es comprensi­ble la nostalgia de muchas personas que han madurado su fe en este contexto tradicional y que lo añoran cuando han cambiado las condiciones de la sociedad.

En este ámbito sociocultural, las iglesias eran las instituciones dominantes y la religión, la instancia inspiradora de las costum­bres, el derecho, la educación y las tradiciones. La catedral no era sólo un símbolo religioso sino también político y cultural. Es lo que hemos conocido como nacional catolicismo, que se ha dado con distintas formas en todos los países europeos, en el que se fusiona la identidad ciudadana y religiosa, de tal forma que el individuo asi­mila la religión por osmosis sociocultural. Lo específicamente reli­gioso, sería lo que pertenece al ámbito de lo eclesiástico o clerical, dentro de una cultura que era profana más de nombre que de hecho. La misma identificación de la Iglesia con el clero (papa, obispos y sacerdotes) obedece a este régimen de cristiandad. En cuanto que toda la sociedad es cristiana, la iglesia es la institución específicamente clerical, distinguiendo así entre cristianismo e igle-

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sia (jerarquía). Esta comprensión, que subsiste hasta hoy, refleja la convergencia entre identidad cultural y religión. Ninguna de las dos es el objeto de una mera decisión libre, personal e independiente, sino que se debe a la integración del individuo en la sociedad, asi­milando sus valores y patrones de conducta. En este contexto prima el código sociocultural sobre la autonomía y capacidad crítica de la persona, por eso, el ataque a la religión se vive como una afrenta personal, en su doble dimensión individual y colectiva. Del mismo modo que una persona se siente cuestionada cuando se ataca a su patria, así también cuando se critica a su religión, ya que ambas son consustanciales a su identidad personal.

Se comprende perfectamente la importancia de la Iglesia en la sociedad tradicional, como núcleo de civilización y cultura. Por eso, el poder secular no podía prescindir de ella. El resultado fue el "pro­tectorado" real sobre la iglesia, los derechos y obligaciones estata­les en lo que toca a la provisión del clero, a la organización y admi­nistración jerárquica, y a la salvaguardia de la fe cristiana. En la época moderna la simbiosis entre el trono y el altar, cristalizó en acuerdos o concordatos en los que el Estado concedía privilegios de todo tipo a la Iglesia, reconociendo su función rectora en la socie­dad, mientras que ésta servía de legitimadora y avaladora moral del Estado. En última instancia había muchos paralelismos estructu­rales entre la monarquía eclesiástica y el poder absoluto del Estado, ambos en el marco de una sociedad desigual y jerárquica, en la que por voluntad de Dios había jefes y subditos, gobernantes y pueblo. El régimen de cristiandad se basaba en la dicotomía de autoridades y subditos, con una clara división del trabajo social, derechos y obli­gaciones asimétricos, que se daban tanto en la sociedad como en la iglesia, ya que ambos eran regímenes absolutos. La Iglesia gozaba de reconocimiento social, ya que sus funciones eran indispensables para el bienestar común, de ahí derivaban privilegios y derechos, que en principio eran asumidos por todos los ciudadanos.

Correspondencia entre Iglesia y sociedad

Las funciones sociales de la religión en la sociedad tradicional son básicas, ya que todo el entramado cultural se basa en valores religiosos. Estas funciones son posibles porque hay un paralelismo

LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA 107

convergente entre la Iglesia y la sociedad religiosa, que hace que ambas se apoyen mutuamente. La pertenencia secular y religiosa estaban marcadas por los mismos patrones de pertenencia. La monarquía absoluta en el orden político correspondía a la del sobe­rano Pontífice, y ambos estaban legitimados en cuanto designados por la gracia divina y representantes de Dios en cada orden secular y religioso. La doctrina del agustinismo político, y las variantes de la teoría de las dos espadas, afirmaba la superioridad del poder espiri­tual sobre el temporal, mientras que en las cristiandades modernas se imponía el segundo sobre el primero, aunque se mantenía la cola­boración de dos poderes competentes y diferenciados cada uno en su orden. En cuanto que ambos estaban constituidos "por la gracia de Dios", como recordaba la vieja peseta en la época del Caudillo, eran instancias sagradas que se sustraían a la voluntad popular.

La iglesia avalaba el orden social, político y cultural, en cuanto que se remitía últimamente a la voluntad divina, y, a su vez, el modelo de sociedad y en concreto la concepción del Estado servía de inspiración y de apoyo para la misma iglesia. La armonía orga-nicista de una sociedad estamental y jerárquica no sólo ha inspira­do el Antiguo Régimen monárquico en el orden político, sino tam­bién a la eclesiología de la sociedad desigual (iglesia docente y dis-cente, clerical y laica, jerárquica y popular). De ahí también la legi­timidad cultural de la eclesiología tradicional, que correspondía a una sociedad que también lo era. Por eso los cambios sociopolíti-cos afectan a la concepción eclesiológica, como ha ocurrido en la época moderna e ilustrada, erosionando cada vez más el modelo tradicionalista de Iglesia.

Esta estrecha correspondencia lleva a que los cambios políticos afecten a los eclesiales, y viceversa, como ocurrió en la España franquista tras el concilio Vaticano II. Para transformar la sociedad hay que modificar sus instituciones y mentalidades, sus estructuras y agentes sociales. Y en el camino de esa transformación aparecían las iglesias y religiones, que condicionaban el orden vigente. Sobre todo, era básica su influencia en la mentalidad de los ciudadanos, incluidos los que no eran miembros de la religión mayoritaria pero se habían inculturado en esos valores religiosos. Es más fácil el cambio institucional que la evolución de las mentalidades, pero las instituciones pueden prolongarse y mantenerse aunque hayan

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variado las ideologías y valores que las originaron. Por eso, las reli­giones están inevitablemente inmersas en los conflictos sociales culturales y políticos. El rechazo del gobierno llevaba a la impug­nación de sus aliados, entre los que estaba la Iglesia, caracterizada por el mismo esquema organizativo. Por otro lado, al querer refor­mar la religión, se entra en colisión con los intereses de las perso­nas que la representan y viven de ella, y con sus aliados sociales, entre los que se cuenta el poder aristocrático que corresponde a una iglesia toda ella jerárquica. Es decir, la transformación social pasa por una confrontación con las jerarquías y autoridades, cuya subsistencia y forma de vida dependen de la religión y sociedad a la que representan. La estabilidad del poder en la sociedad tradi­cional depende en buena parte de la legitimación del poder religio­so y viceversa. Enseguida surgen defensores de la religión ante los ataques a ésta, no sólo por convicción personal, sino también por los intereses sociales que éstas representan.

Por otra parte, al atacar la religión, indirectamente se rechaza a sus seguidores y al cuestionar la identidad religiosa se ponen en peligro las convicciones personales de sus miembros. La violencia surge como reacción a lo que se vive y percibe como un ataque personal porque perturba el orden social del que se depende. Determinadas acciones contra símbolos religiosos, por ejemplo la profanación de un templo, la ridiculización de imágenes, el recha­zo de tradiciones religiosas, o los ataques a personas representati­vas de una religión, se vivencian como ataques no sólo a esas enti­dades objetivas, sino también a los miembros de la religión ataca­da. No se trata sólo de que generen malestar intelectual sino que hieren a la sensibilidad y afectividad de los que se identifican con esas mediaciones. Por eso hay un gran potencial de violencia que se pone en juego cuando un grupo importante de la sociedad se siente atacado en su pertenencia religiosa. Es comprensible que las autoridades teman los conflictos religiosos, en la línea del "con la Iglesia hemos topado, Sancho" del Quijote.

Consecuentemente las jerarquías religiosas utilizan su poder cultural, económico y político, así como su autoridad moral y su capacidad de presionar la conciencia de los ciudadanos, para defen­der a la religión, y con ella también, su propio estatuto social den­tro de la sociedad. Las jerarquías viven de y para la religión a la que

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representan. Que para ello utilicen todos los medios posibles, según el modelo de sociedad y la época histórica en que se desenvuelvan, es comprensible. Como lo es también que las autoridades sociales y estatales se sirvan de la religión para defender el orden político, social y económico del que dependen ellos mismos. La Iglesia bus­ca la alianza con el Estado para defenderse de los ataques a la reli­gión y las jerarquías seculares buscan avalar su autoridad a base de sacralizarla, que es lo que aporta la religión al vincular la obedien­cia a Dios y el sometimiento al gobierno legítimo, como ya indica­ba Pablo apelando a someterse a la autoridad (Rom 13,1-5).

2. El proceso histórico de secularización de la sociedad

El cambio sociocultural que ha cristalizado en las modernas sociedades occidentales, se produjo a causa de la secularización social, la racionalización de la cultura y la laicidad del Estado. Si hasta el siglo XVI se puede hablar de cristiandad europea, desde entonces hay una serie de factores que llevaron progresivamente a un nuevo tipo de sociedad. En el contexto de las religiones mundia­les podemos hablar de una excepcionalidad europea, que ha crista­lizado en la libertad religiosa, el Estado laico y la secularización de la sociedad. Los rasgos específicos y diferenciales del hecho religio­so en Europa están vinculados a una serie de factores históricos que favorecieron la evolución hacia una sociedad post-religiosa. Hay datos históricos importantes, así como dos perspectivas ideológicas diferentes al valorar el proceso de secularización. Este proceso es el que desemboca en las actuales sociedades secularizadas.

Causas y teorías de la secularización

La transformación del régimen de cristiandad se debe a diversos factores. La secularización es inicialmente un proceso de emanci­pación respecto de la iglesia y la jerarquía, más que un rechazo de Dios1. La reforma gregoriana y el conflicto de las investiduras entre

1. El proceso histórico de la secularización ha sido estudiado desde diversas pers­pectivas. Remito a la selección recogida en H. H. Schrey (ed.), Sakularisierung, Darmstadt, 1981. Quizás el estudio más completo es el que ofrece E. W. Bóckenfórde, "Die Entstehung des Staates ais Vorgang der Sakularisierung", ibíd., 67-89.

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el papa y el emperador acarreó la laicización del segundo y la supre­macía de la Iglesia institucional, que se desvinculaba del pueblo cristiano, y afirmaba su supremacía con potestad directa o indirec­ta en el ámbito secular, en nombre de la subordinación de lo terre­no a lo celestial. La reforma protestante invierte los papeles y da la supremacía al príncipe que se convierte en el arbitro y agente de la paz política y religiosa. Desde la guerra de religión de los siglos XVI, motivada por la Reforma y Contrarreforma, y la paz de Westfalia (1648) comienza en Europa un proceso de secularización, en el que el poder político es el que determina la religión de los subditos y las Iglesias devienen dependientes del Estado. La pluralidad de confe­siones cuestiona los Estados confesionales absolutos, con una igle­sia oficial. De ahí, las reivindicaciones de las minorías religiosas, como los hugonotes en Francia, los católicos en la Alemania protes­tante, o las minorías calvinistas en Inglaterra, en favor de la libertad religiosa. El orden político se impuso al religioso y la cuestión reli­giosa se convirtió en un asunto de Estado. Las minorías religiosas perseguidas prepararon el terreno a la proclamación de los derechos humanos y a la abolición de las Monarquías absolutas, y culmina­ron en la revolución francesa que relega la religión a la sociedad civil y el ámbito personal, en contra de la tradición del Estado cristiano.

El pluralismo religioso y los enfrentamientos de las distintas iglesias cristianas, llevaron a una relativización del mismo cristia­nismo como religión positiva, en favor de una religiosidad natural, que no se encuadraba en ninguna religión, el deísmo y el natura­lismo religioso. La creencia racional en Dios se desentendía de las iglesias, ya que éstas eran una causa de enfrentamientos, buscan­do alcanzar a Dios desde la razón, sin apoyarse en las distintas con­fesiones cristianas. La tendencia protestante a una relación direc­ta e inmediata con Dios, relativizando las mediaciones eclesiales, se unió así a una religiosidad natural y racional, que reivindicaba su autonomía de las iglesias confesionales. Se pasó del pluralismo de iglesias, al escepticismo respecto de todas ellas, que luego se extendió también a las religiones y acarreó el cuestionamiento del hecho religioso. La moral natural y el nacionalismo, fueron los fac­tores que daban cohesión a la sociedad, desplazando a la religión, para, en una última etapa, dejar espacio a los derechos humanos y ciudadanos como instancia moral última.

LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA 111

A este proceso his tór ico hay que añad i r la crít ica i lus t rada a la religión, especia lmente la de los maes t ros de la sospecha (Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud), que la veían como una alie­nación. El hecho religioso fue enjuiciado desde una perspectiva negativa y se acusó a las religiones de complicidad con el poder, de agentes de resignación y de "fuga mundi". Esta crítica llevó al retro­ceso de la religión como referencia cultural en favor de la ciencia. El humanismo ateo se presentó como la alternativa secular e intrahis-tórica al proyecto cristiano de salvación y las utopías del progreso desplazaron las esperanzas de inmortalidad religiosa. El imaginario científico se impuso al religioso y los proyectos históricos inmanen­tes a la concepción cristiana de la trascendencia. Si las leyes del mundo dejaban espacio a la fe racional en Dios, en cuanto gran arquitecto y creador de un mundo racional, el ateísmo surgió cuan­do se absolutizó el mundo contingente y finito como única realidad y se sustituyó la escatología cristiana por las expectativas del pro­greso, que hicieron innecesario a un Dios trascendente. Dios dejó de ser una hipótesis para explicar los fenómenos naturales, el dios tapa­agujeros, y la autonomía del mundo se convirtió en la base no sólo de la secularización sino también del secularismo que rechaza cual­quier referencia a Dios. Si antes se espiritualizaba el mundo, ahora se mundaniza el hombre y la ciencia se convierte en la referencia des­de la que se analiza cualquier realidad. El discurso sobre Dios resul­ta así poco creíble, falto de referencias empíricas que lo demuestren. En cuanto que Dios no es parte del mundo ni hay ninguna base empírica que avale de forma indudable su existencia, es una refe­rencia inverificable. La pregunta por Dios admite diversidad de res­puestas y el carácter proyectivo e interpretativo de todo el conoci­miento humano, incluido el religioso, plantea interrogantes acerca de si Dios no es una mera construcción humana, un referente cons­truido por el hombre para responder a sus deseos y necesidades2.

Surgen así las ideologías del progreso que luchan por una socie­dad emancipada y canalizan las planificaciones socioculturales europeas. En lugar de una salvación ultraterrena y divina, se crean utopías que llevan a la sociedad del bienestar. De ahí la idea, fre­cuente desde finales de los sesenta, de que la religión decae en

2. Juan A. Estrada, La pregunta por Dios, Bilbao, 2005.

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112 KL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD I.AKA

Occidente a medida que avanza el progreso y la modernización, y disminuye el peso de la tradición. Se impuso una concepción posi­tivista, comtiana, de la vida, en la que la ciencia corresponde a una etapa madura de la sociedad, superando las anteriores en las que prevalecía la religión y la metafísica. La superación de la religión en nombre del progreso es la ideología de la modernidad en Europa, a diferencia de América, y la religión perdió legitimidad e influencia. La crisis global del cristianismo ante la emergencia de las sociedades democráticas, industriales y liberales, fue un hecho constatable, aunque difirieran las interpretaciones que explicaban el porqué de esa crisis. Se conjugaron dos factores claves, la mo­dernización estructural y la creciente tendencia al individualismo en la sociedad y en la cultura3, favoreciendo el paso de la seculari­zación al secularismo que niega toda referencia a Dios.

Dos interpretaciones sobre la secularización

Junto a los factores históricos, hay interpretaciones que ven el proceso de secularización como una consecuencia imprevista del mismo cristianismo, mientras que otros aseguran que la sociedad secular es el resultado del enfrentamiento con él. Hay dos pers­pectivas ideológicas que analizan esa evolución. Para unos, el pro­greso es el resultado de una secularización de la idea teológica del reinado de Dios y de la escatología mesiánica. Es decir hay corrien­tes cristianas que han favorecido la secularización de la sociedad, la laicización y la separación de la Iglesia y el Estado. El proceso histórico de Occidente sería el resultado de la evolución del cris­tianismo, sobre todo, de algunas corrientes teológicas que enfati-zaron el protagonismo humano, el dominio del hombre sobre la creación y la libertad humana. El cristianismo sacraliza a las per­sonas, comenzando por los pobres y las víctimas, en una línea pro-fética y liberadora, que conlleva la desacralización de la ley, la rela-tivización del culto y la crítica ética de la religión. La progresiva

3. Una estadística sociológica, que abarca a diversos países de Europa, confir­ma que la modernización y la tendencia individualista, en el marco de la secularización de la sociedad, son causas determinantes de la crisis del cris­tianismo. Cfr., K. Dobbelaere-L. Voyé, "Europaische Katholiken und die kat-holische Kirche nach dem Zweiten Vatikanischen Konzil", en F. Kaufmann-A. Zingerle, eds., Vatikanum II und Modernisierung, Paderborn, 1996, 209-32.

LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA 113

emancipación del hombre de la tutela eclesiástica, del poder polí­tico y de la opinión pública, sería la otra cara de un proceso de desacralización y de autoafirmación promovido por el cristianis­mo. El hecho de que los cristianos fueran acusados de ateos en la sociedad romana, de que inicialmente fuera una religión sin tem­plos y de que pusieran el acento en la ética más que en la partici­pación cultual, hizo del cristianismo una fuerza de progreso con una contribución neta a la desacralización de instancias de la sociedad, como el orden político imperial, las religiones mistéricas o los lugares sagrados.

La modernización sería, al menos en parte, consecuencia indi­recta de la secularización4 y el cristianismo sería una instancia secu-larizadora, primero de la naturaleza, luego del Estado y finalmente de la sociedad. El desencantamiento del mundo tendría en el pos­tulado de la creación una de sus fuentes, tanto desde la perspectiva del sometimiento de la naturaleza al hombre como desde la eman­cipación del fato o destino, determinado por los signos del zodiaco. En esta misma línea estaría la relativización del poder del César, delimitando sus límites en nombre de Dios (Me 12,17), establecien­do así un dualismo (Jo 18,33-38)que sería una garantía de libertad contra el poder teocrático. Por otra parte, la referencia al Dios libe­rador del Éxodo judío, así como la alianza entre Dios y el pueblo en el Sinai, que conlleva la prohibición de hacer imágenes de Dios, así como la crítica antiidolátrica y la relativización de todos los valores culturales, impide una sacralización absoluta del poder5. La exi-

4. El exponente más cualificado de esta corriente es Karl Lówith, El sentido de la historia, Madrid, 1973; Vortrage und Abhandlungen, Stuttgart, 1966. También, cfr., M. Weber, Ensayos sobre sociología de la religión I, Madrid, 1983, 437-64; E. Troeltsch, Religión et Histoire, Ginebra, 1990; H. Bultmann, Histoire et Eschatologie, Neuchatel, 1959; O. Marquard, Apologie des Zufalligen, Stuttgart, 1986, 11-32; H. Lúbbe, Sákularisierung, Friburgo, 1975; Religión nach der Aufklárung, Graz, 1986; H. Muhlen, Entsakralisierung, Paderborn, 1971; F.X. Kaufmann, Religión und Modemitát, Tubinga, 1989; G. Rohrmoser, Religión und Politik in der Krise der Modeme, Innsbruck, 1989; E. Castelli (ed.), Herme-neutique de la sécularisation, París-Roma, 1976; J. Delumeau, "Déchristinisa-tion ou nouveau modele du christianisme?": Archives des Sciences Sociales et de Religions 40 (1975), 3-20.

5. Remito a la síntesis que ofrece H. Cox, La ciudad secular, Barcelona, 1968, 39-60. También, cfr., J. Idigoras, "Sacralización y desacralización": Revista teológica límense 16 (1982), 31-511; C. Geffré, "Desacralización y santifica­ción": Concilium 19 (1966), 291-308.

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gencia es que el hombre ordene su vida sin divinizar las creaciones humanas, lo cual tiene como contrapartida la humanización de lo divino, sobre todo a partir del postulado cristiano del Dios encar­nado. Según esta perspectiva, el cristianismo y su antecesor el judaismo serían instancias humanistas desacralizadoras.

Sin embargo, las corrientes sacralizadoras también se hicieron presente en el cristianismo, sobre todo al constituirse en religión oficial del imperio y luego al desarrollarse un régimen de cristian­dad bajo la tutela de la Iglesia cristiana. Pero siempre subsistieron las corrientes críticas, proféticas y muchas de ellas heterodoxas, que denunciaban las sacralizaciones idolátricas tanto en el orden políti­co como eclesial. La conflictividad es inherente a los cristianismos, siempre plurales, en contraposición a una visión homogénea y uni­lateral de la historia cristiana que sólo atiende a sus elementos sacralizantes, especialmente en el Medievo. La conflictividad inter­na del cristianismo, que se mueve entre la impugnación del orden social y la acomodación a él, es una de las causas de la dinamicidad de la cultura europea, marcada por las tensiones y aportaciones de la fe y la razón. En cuanto que se absolutiza la libertad, junto con la razón, como elementos claves de la antropología, se hace de la reli­gión una fuente permanente de conflictos para el poder, tanto el teo­crático sacerdotal como el secular imperial.

Se podría hablar de una dinámica secularizadora con raíces religiosas, que haría del cristianismo una religión de la conciencia autónoma, favoreciendo las corrientes ilustradas y abriendo espa­cios para la crítica racional a la religión. De hecho, grandes maes­tros de la Ilustración (desde Descartes a Hegel, pasando por Kant) vieron al cristianismo como prototipo de la religión ilustrada y se inspiraron en la religión para desarrollar las corrientes ilustradas. Sólo una parte de la Ilustración fue antirreligiosa y su misma crí­tica contiene, paradójicamente, valores y criterios inspirados en la misma religión que critican. El ateísmo y el agnosticismo tendrían también afinidades con algunas corrientes internas del cristianis­mo, lo cual abriría espacios a la colaboración mutua en favor de un humanismo ilustrado y cristiano, pero también posibilitan pasar de la religión al ateísmo y la indiferencia religiosa. El dios creador de la persona autónoma es un referente simbólico para la libertad y racionalidad humanas, mientras que la necesidad de

LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA 115

redención posibilita la crítica de ambas en nombre de la fe reli­giosa. A su vez ésta es cuestionada desde la doble instancia de un hombre libre y racional, que comienza la crítica de las ideologías por la de las creencias religiosas.

Cuanto más trascendente y lejano es el Absoluto, mayor espacio deja al hombre y a su protagonismo histórico. La tradición judía sobre un Dios misterioso y no representable, y su crítica a las ido­latrías, posibilitarían la desacralización de la naturaleza, del Estado y de las mismas iglesias. Los cargos, autoridades y personas que pretenden representar a Dios serían acusados desde esta perspec­tiva de sacralización anticristiana, reivindicando siempre el miste­rio y la trascendencia divina. Perviven teologías y grupos críticos y heterodoxos dentro del cristianismo, y hay una persistente tensión entre las representaciones oficiales de la divinidad y las corrientes místicas, siempre sospechosas de herejía6. Habría que hablar de los cristianismos históricos, sin reducirlo al cristianismo oficial de cuño medieval. La historia interna del cristianismo permite descu­brir algunas de las instancias que alimentaron el proceso de secu­larización de la sociedad, la emancipación laical de la tutela ecle­siástica, y la instauración de una sociedad basada en la separación entre la Iglesia y el Estado.

Según esta perspectiva encarnacionista y humanista, el hombre asumiría un papel creciente de protagonista. No sería Dios sino el hombre el agente de la historia, sin excluir que la persona esté ins­pirada y motivada por Dios en su quehacer histórico. Desde la pers­pectiva cristiana habría una línea de continuidad entre una auto­nomía teocéntrica, en la que Dios promueve la libertad humana y su mayoría de edad, y la laicidad como signo de una sociedad secu­lar que se ha liberado de la tutela eclesiástica. No hay que olvidar el carácter provocador y emancipador del Dios bíblico, que llama al seguimiento desde la ruptura con la forma de vida y las vinculacio­nes familiares, profesionales y de toda índole. Éste es el carácter paradigmático de Abrahán como prototipo del creyente (Gen 12, 1-8; Rom 4,1 -22) que arriesga todo lo que es por una promesa. De esta forma se convierte en agente de la historia, desde una motivación religiosa. La irrupción de Dios en la vida no desplaza al agente

6. L. Kolakowski, Cristianos sin iglesia, Madrid, 2002.

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humano sino que lo potencia y dinamiza, y al absolutizar la perso­na, y en concreto al pobre y el marginado, se ponen las bases de la crítica profética a la misma religión que culmina en Jesús.

Es decir, la secularización de la sociedad habría sido favoreci­da por factores internos al cristianismo y se podría hablar de un humanismo cristiano compatible y rival del ateísmo humanista7. En esta línea habría que poner algunas teologías contemporáne­as, como la "teología de la secularidad", que proponen una visión cristiana en un mundo mayor de edad y asumen vivir en una sociedad en la que Dios ha dejado de ser un referente cultural. Hay que vivir mundanamente, no religiosamente, en una socie­dad secular, liberados de todas las vinculaciones e inhibiciones religiosas8. Hay también teologías más radicales "de la muerte de Dios" que muestran el impacto del ateísmo dentro del mismo cristianismo. Muestran a un Dios ilocalizable, innecesario y su-perfluo, ya que es innecesario para la ciencia y la sociedad, y también prescindible emocional y moralmente'. Aquí el lenguaje religioso perdería sustancia y se convertiría en una mera metáfo­ra para expresar planteamientos humanos. Uno de los problemas de la teología de la secularización es que fácilmente pasa de un lenguaje no religioso sobre Dios, a eliminarlo como referencia trascendente para convertirlo en un mero símbolo construido por el hombre en su búsqueda de autonomía y mayoría de edad. En una línea secularizante habría poner también las teologías de las realidades terrenas, muy populares después del Vaticano II. Estas corrientes postconciliares secularizadoras no son radical­mente nuevas, en cuanto que remiten a viejas raíces históricas del cristianismo.

La paradoja cristiana sería la del Dios-hombre y el hombre-Dios, revalorizando el protagonismo humano, vinculando la natu­raleza (el orden de la creación) a la redención (el orden salvífico) y

7. O. Marquard, Apologie des Zufdlligen, Stuttgart, 1986, 18. 8. Esta es la línea propuesta de Bonhoeffer y por Harvey Cox, que tuvo un gran

influjo en las teologías de la secularización de la década de los sesenta. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Salamanca, 1983, 229-30; 253; H. Cox, La ciudad secular, Barcelona, 1968, 263-91.

9. J.A.T. Robinson, ¿La nueva reforma?, Barcelona, 1971, 181-206; ¿Sinceropara con Dios?, Barcelona, "1969, 57-80.

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haciendo del hombre el agente de la liberación y de la misma sal­vación. El cristianismo se mueve entre el pelagianismo que afirma la absoluta libertad y autonomía del hombre, en una línea cercana al humanismo prometéico, y la dimensión sobrenatural de la gra­cia, desde la que se acentúa la providencia divina en la historia. No todo lo que acontece es querido por Dios, ya que vivimos una exis­tencia marcada por el pecado, pero nada se escapa a su poder, que puede sacar bien del mal, respetando el protagonismo humano. La concepción cristiana es la del Dios que motiva, inspira e ilumina a la persona, pero ésta es agente de la historia y Dios interviene en ella desde la mediación humana. El antropocentrismo se integra­ría dentro del teocentrismo.

La convergencia entre el orden de la creación y el de la reden­ción pasaría por el protagonismo humano. Podríamos hablar de una naturalización de la gracia (el existencial sobrenatural de Karl Rahner) y de una sobrenaturalización del esfuerzo humano, en la línea de la teología de la liberación. En cuanto que Dios remite al hombre, de tal modo que el amor a Dios y a la persona son dos caras de la misma moneda, hay que ver la santidad como un pro­ceso de humanización y la lucha por la justicia, la solidaridad y la liberación del hombre tienen un significado salvífico. Esta corrien­te cristiana sería el contrapunto al agustinismo dualista, que se prolongó tanto en el protestantismo como en el jansenismo católi­co. Es una concepción que tendía a negativizar lo humano y las vir­tudes naturales en favor de la gracia y lo sobrenatural. La teología de los dos pisos, lo sobrenatural y lo natural, de raíces tanto plató­nicas como cristianas, ha sido la hegemónica, sobre todo en el segundo milenio, pero sin eliminar el cristianismo profético mesiá-nico y la militancia de grupos cristianos críticos con el poder polí­tico y eclesial, a los que acusaban de sacralización indebida.

Este sería también un germen de la concepción occidental de la historia, de su carácter abierto e inacabado y de la praxis transfor­madora que culmina en la Ilustración. Habría una legitimación teológica de la modernidad, que llevaría incluso a hablar del cris­tianismo como la "religión de la salida de la religión"10. El cristia-

10. Remito al excelente estudio de M. Gauchet, El desencantamiento del mundo, Madrid, 2005; La religión en la democracia, Madrid, 2003.

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nismo podría asumir la secularización, pero también habría espa­

cio para interpretaciones ateas del humanismo. El antropocentris-

mo radical acabaría volviéndose contra Dios, mientras que la tras­

cendencia se transformaría en una dimensión humana y se haría

interna a la historia. El hombre moderno, cuando rehusa someter­

se a la alteridad divina y pone el acento en la praxis horizontal his­

tórica, más que en el ascenso vertical platonizante, sería un resul­

tado imprevisto y no buscado del cristianismo. Paradójicamente

éste lo habría posibilitado.

Para otros, sin embargo, el problema no está en la continuidad

entre la religión cristiana y las sociedades modernas, sino en la rup­

tura y oposición entre ambas " .La cultura se racionaliza y la socie­

dad se emancipa del orden religioso, porque surge en Europa una

visión de la vida que rechaza la religión. La modernidad no sería

una idea cristiana secularizada, ni el resultado de una escatología

mundanizada, sino la consecuencia de un proceso de auto-afirma­

ción, desde la libertad y la crítica racional, que producirían una

desnaturalización e irreligiosidad crecientes. El hombre se inde­

pendiza de la naturaleza, luego de la Providencia divina, y final­

mente de sus representantes humanos, convirtiéndose en sujeto

absoluto de la historia. Prometeo y el mito de Sisifo serían referen­

tes simbólicos de una concepción de la historia, en la que se puede

prescindir de Dios, tanto desde una perspectiva optimista como

otra más negativa, pero ambas desde la oposición entre Dios y el

ser humano. La muerte de Dios, anunciada por Hegel y Nietzsche,

sería la consecución de ese proceso histórico.

Hay discontinuidad entre las tradiciones religiosas y la con­

cepción moderna del progreso. Se prescinde del juicio final y de

11. Quizás el autor más destacado y con mayor en influencia en esta línea es H. Blumenberg, Arbeit am Mythos, Francfort, s1990; Die Génesis der kopernika-nischen Welt, Francfort, 1975; Die Legitimitát der Neuzeit, Francfort, 21988; La legibilidad del mundo, Barcelona, 2000. Una síntesis de su pensamiento pue­de encontrarse en el estudio de F.J. Wetz, Hans Blumenberg. La modernidad y sus metáforas, Valencia, 1996. Desde otra perspectiva diferente, es también la postura del racionalismo crítico de H. Albert, Das Elend der Theologie, Hamburgo, 1979; Die Wissenschaft und die Fehlbarkeit der Vernunft, Tubinga, 1982, 95-167; Theologische Holzwege, Tubinga, 1973; Tratado sobre la razón crítica, Buenos Aires, 1973, 152-88

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la meta de la historia, para instalarse fragmentariamente en ella, como un progreso constante y siempre inacabado. El hombre se crea a sí mismo, en cuanto que produce sociedades, que a su vez revierten en sus miembros. Somos hijos de una familia, de una educación y una cultura, dentro de la cual hemos construido nues­tra identidad personal. De ahí la importancia de una comprensión inmanente y humanista de la historia, en la que el hombre es cre­ador de la persona, en cuanto que construye las sociedades y los códigos culturales. La comprensión funcional de la naturaleza derivaría de la curiosidad científica, que deshancó la metafísica clásica y rompió con los mitos creacionistas. La autoafirmación del sujeto eliminaría la concepción providencialista de la historia, la antropodicea sustituiría a la teodicea, y la ciencia a la teología. Por eso, la modernidad se construiría contra la religión, como resultado del esfuerzo humano por luchar contra el mal y cons­truir una sociedad mejor12. El progreso y una concepción secular de la historia serían la alternativa a los presupuestos de las tradi­ciones religiosas.

Cada una de las dos perspectivas acentúa un elemento diferen­te y señala causas válidas, que muestran la complejidad del proce­so europeo de secularización. En realidad, el proceso de forma­ción de las sociedades modernas occidentales tiene pluralidad de causas y dimensiones que a veces son contradictoras. Se mezclan continuidades y rupturas entre la razón y la fe religiosa, la religión y la cultura, las iglesias y los Estados políticos. Ambas perspecti­vas apuntan a elementos heterogéneos del proceso de seculariza­ción y laicización de Occidente. Según etapas y momentos históri­cos hay interacción entre elementos progresistas de la religión y la cultura, y aspectos reaccionarios en ambas entidades. El surgi­miento de una cultura profana, marcada por la ciencia, la demo­cracia y la racionalización secularizada, marcó el siglo XIX y la primera mitad del XX, para irrumpir como matriz global de una nueva forma de ser y sentirse en el mundo que afecta decisiva­mente al cristianismo.

12. J. Habermas, "Un diálogo sobre lo divino y lo humano": Israel o Atenas. Ensayo sobre teología y racionalidad, Madrid, 2001, 195.

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Para captar la complejidad de la secularización hay que tener en cuenta los cambios que acarrea al papel tradicional de la reli­gión en la sociedad y las funciones que desarrolla en ella. Si la Iglesia se entiende a partir de su misión en el mundo, la instaura­ción de un orden secular afecta a su identidad y obliga a un replan­teamiento de la misión en un contexto nuevo. Si la modernidad generó reactivamente el aislamiento antimodernista y la potencia­ción de los elementos institucionales y eclesiales en la religión, también la secularización contemporánea incide en su identidad y estructuras internas. La laicización de la sociedad se contrarrestó con la clericalización de la Iglesia y la secularización con una sacralización de instancias y entidades internas del cristianismo. Para comprender el significado de esta nueva etapa cultural y reli­giosa hay que evaluar el papel que la religión tiene dentro de la cul­tura secularizada, de la que forma parte.

3. El nuevo modelo de sociedad secular

Hasta la llegada de la democracia y la transformación socio-política de finales de los años setenta el nacional catolicismo ha sido el modelo privilegiado en la sociedad española, después del malogrado intento de la II República de una separación entre la Iglesia y el Estado. La estrecha colaboración entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica comenzó a romperse en la década de los años sesenta, a causa de los cambios religiosos ocasionados por el concilio Vaticano II y por la evolución social de España. La trans­formación sociopolítica y económica de los sesenta y los setenta, no sólo puso en crisis el modelo de sociedad orgánica, jerárquica y estamental tradicional, sino que abrió el camino a la seculariza­ción. Se impuso el modelo de democracia liberal burguesa, domi­nante en el resto de Europa Occidental, y con él entró en crisis el modelo de Iglesia que correspondía al régimen de cristiandad. La identidad de la Iglesia está condicionada por el modelo de socie­dad en que vive y la actual constitución de la Iglesia proviene de la reforma gregoriana y la sociedad feudal, en la que prevalecía una concepción platónica, sobrenatural y jerárquica de la vida. En España este modelo tradicional de sociedad e iglesia ha pre-

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valecido hasta bien entrado el siglo XX, a pesar de los impulsos modernizadores desde el siglo XIX13.

Originariamente la secularización designaba la confiscación de bienes eclesiásticos, como ocurrió con la desamortización de Men-dizabal, o la salida de la vida religiosa, bien para pasar al clero secular o reducirse al Estado laical. Luego el concepto se amplió para designar un nuevo estilo de vida. Se puede hablar de la secu­larización como un proceso de emancipación de la tutela eclesiás­tica y una autoafirmación del individuo que cobra autonomía y deviene laico. Lo nuevo de este planteamiento religioso-político fue la pérdida de referencia total de la sociedad y de la persona a Dios. Éste deja de ser el referente global en función del cual se articula toda la sociedad. Surge un mundo secular, profano, con tareas y funciones que tienen una especificidad y entidad propias, al mar­gen de la referencia religiosa. La religión se refugia en el ámbito de la conciencia personal, sin que haya una identificación entre ciu­dadanía y religiosidad. Es decir, se abre espacio a la religión en cuanto decisión personal, que ya no se apoya en la presión social. Ya no hay referencias externas, ni instancias fundantes, sino que la sociedad se basa en sí misma y negocia constantemente sus valo­res, abriendo espacio a la libertad personal y también a crisis de identidad, por falta de apoyos. Se asumen valores nuevos, aporta­dos por otros grupos sociales, y se rompen los ámbitos culturales replegados en sí mismos.

El espacio público se descristianiza e incluso puede entrar en contradicción con el imaginario religioso. En cuanto que la reli­gión deviene objeto de elección, más que el resultado de haber nacido y crecido en una sociedad cristiana, hay una mayor perso­nalización y autenticidad de la opción religiosa. Pero ésta, al per­der apoyos sociales y culturales, se vuelve menos estable y exige un

13. La concepción tradicional se basaba en un paradigma, dentro del cual había una concepción interaccionada de Dios, del hombre y de la sociedad. La modernidad es el resultado de un nuevo paradigma de comprensión y los problemas de la Iglesia vienen de que no es capaz de ubicarse en él y de adaptar sus estructuras y doctrinas a la nueva visión histótica. Cfr. G. Lafont, Imaginer l'Église Catholique, París, 1995, 18-84; F. Kaufmann, "Zur Einführung: Probleme und Wege einer historischen Einschatzung des II. Vatikanischen Konzils", en F. Kaufmann-A. Zingerle (eds.), Vatikanum II und Modemisierung, Paderborn,1996, 15-24.

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mayor compromiso personal. El cristianismo sociológico comien­za a retroceder en la medida en que sectores de la población rom­pen con la religión, o la asumen como referencia global, pero toman distancia respecto de las iglesias, y de las prácticas y creen­cias cotidianas. Se extiende un cristianismo no practicante, difuso y poco institucionalizado, y aumenta también el número de perso­nas sin religión, en la doble línea del agnosticismo y el ateísmo. Se impone una forma de vida secular y una convivencia profana y lai­cal, en la que los bienes simbólicos culturales compartidos ya no son religiosos. Cada vez hay más dimensiones de la vida que tienen valor y entidad por sí mismas, sin referencias religiosas.

El sobrenaturalismo de la época anterior deja paso a un natu­ralismo inmanente, que ya no busca aprobaciones religiosas, sino que justifica de forma racional, utilitaria o por costumbre las prác­ticas sociales y la forma de vida. Si antes las virtudes teologales eran las determinantes, ahora predominan otras vinculadas a la competitividad, eficiencia y meritocracia que impregnan a la socie­dad. El desarrollo de las ciencias humanas favorece una nueva concepción del hombre y de la sociedad, un estilo de vida secular y una forma laica de abordar la política, la economía, la familia, la educación y la sexualidad. Ya no hay referentes públicos que alu­dan a Dios y los mismos símbolos religiosos tradicionales son cues­tionados en el espacio público, aunque se respeten en el ámbito personal de los ciudadanos. La existencia de crucifijos y otros refe­rentes religiosos en el ámbito de la sociedad profana deja de ser aceptado por la totalidad de la población. No se trata necesaria­mente de un rechazo de la religión, sino que ésta deja de configu­rar la vida social desde los ordenamientos legales, políticos y socio-culturales. La religión pasa a ser una cosmovisión personal, que sólo afecta a un grupo de la población, perdiendo su puesto nucle­ar anterior como matriz de los bienes simbólicos culturales y como referente fundamental en el orden institucional (la Iglesia). Es una nueva cultura y estilo de vida, posibilitado por la gran productivi­dad del siglo XX y por la democracia liberal, que no deja espacio para la impregnación religiosa de la vida pública.

En este contexto, la fe deja de ser innata a la convivencia social y se convierte en opción personal. Ya no está ya avalada por una red de instituciones y creencias sociales, y mucho menos por el

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Estado, sino que es el resultado de un compromiso en el que hay cabida para las preguntas, las dudas y los interrogantes. No cabe duda de que la religión pierde peso en el conjunto de la vida social y que la emergencia de lo profano y laical, lleva consigo una desa-cralización de la misma iglesia y sus representantes. Los viejos ámbitos de socialización e inculturación en la fe, dejan ya de trans­mitirla. El núcleo de la nueva cultura secular es la ciencia y la téc­nica, que conlleva el inmanentismo y la mundanidad, con una toma de distancia crítica respecto de las instancias sobrenaturales y los elementos religiosos tradicionales. El criterio de verificación que defienden las ciencias, es el que se impone en el imaginario cultural, y redunda en contra de las religiones. Cuanto más sobre­natural es Dios, más se t iende a marginarlo de la vida profana, cada vez más determinada por un protagonismo humano prome-téico, que no necesita referencias a Dios.

En el ámbito de la ciencia hay un ateísmo metodológico, que busca resolver los problemas de forma inmanente y que rechaza cualquier recurso a Dios como tapa agujeros innecesario. De la misma forma surge una moral laica, racional, avalada por un dis­curso argumentativo, rechazando cualquier fundamentación reli­giosa (ya que ni podemos probar la existencia de Dios ni existe un consenso social en torno a él) o natural, ya que la naturaleza sólo ofrece hechos y las valoraciones las hacen los agentes morales que evalúan. Dios resulta innecesario también en el orden sociopolíti-co, en el que sólo se reconoce la voluntad popular canalizada por los votos ciudadanos, sin referencia alguna a Dios como fuente última del poder. Dios retrocede progresivamente en los distintos ámbitos del saber y de la cultura como referente fundamental, la hipótesis de Dios deviene innecesaria y superflua.

El resultado es también posibilitar la crisis de sentido en una sociedad que ha dejado de ser religiosa, que desemboca en la tópi­ca crisis de valores de las sociedades occidentales. Por un lado necesitamos ideales, normas y criterios para orientar la vida huma­na y establecer pautas de conducta. Para el animal humano no bas­ta el mecanismo de los instintos ni la regulación de estímulos-res­puestas, ya que tenemos una segunda naturaleza cultural y la cul­tura es siempre un proyecto de humanización. El aprendizaje y la educación nos permiten asumir un estilo de vida y la cultura ofre-

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ce bienes simbólicos que dan sentido a la vida y nos permiten res­ponder a las preguntas del porqué y para qué de la existencia. Este sentido no ofrecía problemas en las sociedades tradicionales, dado que había una convergencia entre el derecho natural, las costum­bres y leyes sociales, y la religión. Ahora, por el contrario, los valo­res pierden objetividad y carecen de fundamentación, porque en las sociedades seculares ya no se puede partir de un consenso social en torno a valores establecidos, ni se puede recurrir a la naturaleza o la religión como fuentes legitimadoras del sentido establecido en la sociedad14.

La retirada de la religión en la vida pública, agudiza la crisis de fundamentación de la ética, y abre espacio no sólo al pluralismo sino también al relativismo moral y el escepticismo. No se trata simplemente de que "Si Dios no existe, todo está permitido" en la línea de Dostoievski, sino que resulta difícil fundamentar una moral y legitimar una oferta de sentido en una sociedad que ya no puede recurrir a fundamentaciones e instancias objetivas legitima­doras. Frecuentemente, el resultado es el pragmatismo, el utilita­rismo y otras formas relativistas de moral. Entonces, la vida coti­diana se impregna de elementos consumistas, utilitarios y hedo-nistas que hacen poco viable la visión moral del mundo propia del cristianismo. Surge así un nuevo tipo de sociedad, no sólo secula­rizado y de mentalidad profana y laica, sino también post-cristia-no, en cuanto que viene después de una época de cristiandad que ha marcado todo el tejido cultural.

Ya no hay inmediatez de lo divino, sagrado y religioso en la vida. La persona sigue necesitando algo en lo que creer y motivos para vivir, pero otros valores inmanentes como el éxito social, la prosperidad y el consumo, o valores éticos profanos, como la soli­daridad y la justicia, ocupan el lugar anteriormente dominado por los valores religiosos. Lo nuevo es la pérdida de referencia global a Dios de la ciudadanía y del entramado social. La no mención de Dios, aunque personalmente no se prescinda de él, simboliza el surgimiento de una concepción de la vida secular y profana, con tareas y funciones con especificidad propias. La emergente forma de vida secular está marcada por la inmanencia y la apertura al

14. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, 2002, 45-74.

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progreso, en contraposición a la orientación trascendente y reli­giosa anterior. La vida del ciudadano y los valores de la cultura burguesa tienen valor por sí mismos (la honradez, la laboriosidad, la eficiencia, la dedicación a la familia, etc.) sin necesidad de alu­siones trascendentes. Para ser un buen ciudadano y buena perso­na es innecesaria la religión, y cada vez hay más espacios socio-culturales y formas de vida ajenas a lo religioso. Lo profano, lo lai­co, lo secular y lo mundano cobran valor en sí mismos. Se deja de ver la vida como un "valle de lágrimas" o como "una mala noche en una mala posada" según la perspectiva escatológica anterior. Por el contrario, es el presente y la vida mundana lo que se afirma, rechazando alusiones trascendentes o teologías del más allá, como evasiones y formas periclitadas de "fuga mundi". No es sólo que se revalorice el más acá, sino que se desliga del más allá, convirtién­dose para muchos en la única referencia válida.

En este contexto, la religión se refugia en el ámbito de la con­ciencia personal, sin que haya identificación entre ciudadanía y religiosidad. Se impone una forma de vida secular y una conviven­cia profana, en la que ya no es posible legislar en función de los valores religiosos. Si en la sociedad tradicional lo que es pecado no podía ser aprobado por una ley, ahora la legislación es indepen­diente, a veces incluso contraria, a los valores cristianos. Las for­mas de convivencia mayoritarias en la sociedad se reflejan en las leyes, emitidas por el parlamento y sin legitimación alguna por par­te de las iglesias. La pérdida de poder político por parte de la jerar­quía eclesiástica forma parte de la estricta división entre la Iglesia y el Estado, y tiene consecuencias también para la legislación social. El progreso, el mercado y la democracia son los nuevos refe­rentes que desplazan el sobrenaturalismo y la concepción cristiana de la vida, y que suscitan otros valores cívicos que regulen la vida de los ciudadanos. Esto tiene sus reflejos en las leyes, comenzando por la misma Constitución política que no alude a Dios y proclama la no confesionalidad del Estado, es decir, su laicidad.

La nueva situación desestabiliza a los creyentes. Las iglesias cristianas no estaban preparadas para esta mutación sociocultural y las consideraciones de la Constitución Gaudium et Spes del Vaticano II resultaron insuficientes para abordar la nueva proble­mática. El Concilio no previo ni pudo abordar la complejidad del

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nuevo reto que tenía que afrontar el cristianismo, entre otras cosas porque el proceso se aceleró y radicalizó desde finales de los sesen­ta, una vez concluido el Vaticano II. Genera la crisis de los que per­sisten en mantener la concepción tradicional, basada en una correspondencia entre los valores cristianos, los bienes simbólicos de la cultura, y las formas de vida de la sociedad. Sigue habiendo muchos cristianos que añoran la dimensión pública de la religión, propia de la época anterior, y que suspiran por un Estado al que se reconoce la autonomía y soberanía, exigiéndole como contraparti­da la colaboración leal con las Iglesias y el respeto, cuando no un fomento expreso de los valores religiosos. Este proyecto podría ser válido para una sociedad tradicional modernizada, como la que se ha dado hasta la primera mitad de siglo en Europa, pero no resul­ta fácil en las sociedades secularizadas actuales.

Hay que aprender a vivir como si Dios no existiera, ya que ha sido relegado y desplazado de la vida social, pero sin perder la re­ferencia personal a él, buscando nuevas formas de seguimiento de Cristo en una sociedad post-cristiana. En cuanto que la Iglesia ha perdido su lugar hegemónico, se pierden también raíces del anti­clericalismo tradicional. La religión pierde significación social, por eso genera menos posturas agresivas y reactivas. Esto ofrece nuevas posibilidades al cristianismo, que puede desligarse de su tradicional imagen pública de ideología conservadora, antí-moderna y aliada al poder político absolutista. El hecho de que la iglesia católica espa­ñola jugara globalmente un papel positivo en la transición política, de que muchos cristianos participaran activamente en el proceso de democratización de la sociedad, y de que se potenciara la doctrina social y la lucha por los derechos humanos, bien acogida incluso por no católicos, ha favorecido una apreciación más positiva de la religión en la sociedad, por parte de algunos sectores críticos. Se ha tomado conciencia de la capacidad de transformación del catolicis­mo y del pluralismo inherente al cristianismo, así como va cobran­do peso la distinción entre jerarquía e Iglesia. El hecho de que se rechazara la creación de un partido demócrata confesional español y de que los cristianos militaran en distintos partidos políticos y tuvieran un voto plural, favoreció también la despolitización de la Iglesia, en comparación con el régimen anterior. Por eso, hay que asumir la nueva situación, superando la nostalgia por una época de

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cristiandad superada por el curso histórico y abrirse a los nuevos retos que plantea el modelo de sociedad secularizada que determi­na hoy a la casi totalidad de los países europeos.

Redefinir las funciones en una sociedad secularizada

El nuevo contexto político, cultural y religioso ofrece nuevas posibilidades y legitima la validez de la secularización de la socie­dad y de la laicización del Estado, para una Iglesia dispuesta a reu-bicarse en la nueva situación. No cabe duda de que la sociedad pro­fana desubica a la iglesia tradicional y le plantea nuevas exigencias en lo que concierne a su misión en el mundo. Los viejos ámbitos de socialización e inculturación en la fe, dejan ya de transmitirla, y las referencias religiosas ocupan un lugar marginal y privado. Ya no hay inmediatez de lo sagrado, decayendo la experiencia religiosa en general y la mística en particular. Los nuevos retos pasan por asu­mir la secularidad de la sociedad que obliga a los cristianos a vivir de acuerdo con sus valores e intentar configurar desde ellos las for­mas de vida y de convivencia, pero sin poder recurrir ya a Dios, a la Iglesia o al poder político para imponerlos en la sociedad.

La laicidad, que es uno de los componentes fundamentales del proceso de secularización, en el marco de la separación entre la Iglesia y el Estado, deja espacio a la libre actuación de los cristia­nos, pero éstos tienen que actuar en la vida pública como ciuda­danos y no sólo como miembros de una confesión religiosa parti­cular. Se pueden criticar formas de vida, valores sociales y leyes con las que no se está de acuerdo, pero ya no es posible referirse a Dios o denunciarlas como pecado, para legitimar la crítica. Hace falta una ética sin teología15, que pueda argumentar con criterios racionales y culturales que sean comprensibles y plausibles para todos los ciudadanos. La referencia a Dios para defender o prohi­bir una ley es ineficiente en una sociedad secular, porque hay muchos ciudadanos que no creen en Dios ni en sus mandamientos, y también porque hay cristianos que creen en Dios pero que no aceptan algunas posturas de la jerarquía o del clero cuando criti­can formas sociales de convivencia.

15. Juan A. Estrada, Por una ética sin teología. Habermas como filósofo de la reli­gión, Madrid, 2004.

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En la sociedad secular hay que convencer a los no creyentes y también a los que lo son pero no comulgan con las interpretacio­nes oficiales. El cristianismo no sólo tiene una moral preceptiva que determina lo que se debe o no hacer, lo bueno y lo malo, sino también una orientación ética, desde la que es posible discernir. Sirve como horizonte orientador para una conciencia crítica eva­luadora, a la que la sociedad democrática ofrece espacios de liber­tad y de compromiso. En las sociedades religiosas tradicionales era posible imponer un código de conducta en nombre de Dios, pero no en la sociedad secular que rechaza imperativos prescriptivos y somete a discusión toda propuesta de valores morales. Esto es lo que no acaban de comprender y aceptar las personas religiosas que pretenden salvaguardar la función de la religión como guardiana y detentara de la moral. Para que esas evaluaciones puedan ser asu­midas por personas no cristianas, desde la convergencia entre racionalidad y revelación que pretende el cristianismo, tienen que sustentarse en argumentaciones convincentes para todos.

No se trata de asumir una postura en función de que sea o no pecado (ya que ese criterio no sirve para muchos ciudadanos), sino que hay que mostrar la razonabilidad de una prohibición o de un imperativo y su vinculación a la dignidad de la persona y a los derechos humanos, que son la única referencia objetiva asumible por todos en nuestras sociedades seculares. Desde la perspectiva de la moral cristiana tradicional hay que subrayar que es pecado lo que es malo y destruye al hombre (por eso Dios lo prohibe), y no que algo es malo porque lo manda Dios, como si fuera un volunta­rismo divino arbitrario el que determinara el bien y el mal. El prin­cipio de San Irenéo de que la gloria de Dios es que el hombre crez­ca y viva, posibilita un humanismo cristiano legitimable racional­mente. En cuanto que no hay oposición sino interacción y com-plementariedad entre lo que manda Dios y lo que dicta la razón, en la línea de que el Dios creador y el de la revelación son el mismo, es posible mostrar la razonabil idad de las prescripciones mora­les cristianas en la línea kantiana y hegeliana, que no ven oposición entre razón y cristianismo. Esto exige un cristianismo ilustrado, respetuoso con la autonomía de la razón moral y capaz de validar las proposiciones crist ianas en los foros seculares. La sociedad secularizada ofrece espacios para la participación, lo que no acep-

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ta es que sean los cristianos los que prescriban las normas de con­vivencia y de moral (mucho menos los eclesiásticos) en base a sus convicciones religiosas y no a planteamientos racionales acep­tables para todos.

Lo que añade el cristianismo a un comportamiento ético, asu­mible en principio, por todos, es una tradición específica que ha fermentado culturalmente: un potencial de motivaciones, una his­toria en la que se inspira, relatos en los que apoyarse, el testimonio y ejemplaridad de algunos de sus miembros y el horizonte de sen­tido que surge de sus escritos fundacionales. La religión insta a una forma de vida acorde con las creencias y prácticas que dima­nan de la fe. A diferencia de la filosofía apela al corazón y a la liber­tad, desde una inteligencia emocional que busca motivar además de convencer racionalmente. Esta dimensión permanece en las modernas sociedades secularizadas, incluso aunque se pretenda una moral sin religión. Los derechos humanos son la vertiente secular de la dignidad de la persona defendida por las tradiciones religiosas. Desde ellos se puede desarrollar una ética laica y racio­nal, sin componentes religiosos específicos, aunque será difícil que en nuestras sociedades impregnadas históricamente de cristianis­mo no pervivan bajo forma seculariza muchas intuiciones y pro­puestas cristianas. La sociedad secular se construye desde la racio­nalidad, la participación ciudadana y los valores cívicos aceptables para todos, no desde la fe, como ocurría en las sociedades religio­sas. Las religiones no han perdido importancia en las sociedades contemporáneas, con tal de que se transformen y se ubiquen en el contexto democrático y secular existente. Siguen siendo referentes de sentido, ofreciendo pautas para superar el sin sentido y afron­tar el sufrimiento. Y mantienen la memoria de tradiciones huma­nistas cuya pérdida empobrecería la cultura.

La moral, los proyectos de sentido, las utopías simbólicas que abren espacio a la creatividad y dinamizan en función del futuro, se basan en las tradiciones humanistas, y las religiones han sido siem­pre parte de ellas. En realidad, la decadencia de la religión en las sociedades occidentales modernas es una de las causas del declive de la moral, de la pérdida de orientación personal y del malestar cultural existente. No hace falta ser una persona religiosa para inte­resarse por el hecho religioso y hay que tomar conciencia que para

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mucha gente hay una vinculación estrecha entre moral y religión, y la pérdida de la segunda arrastra en la práctica a la primera. Muy pocas personas son en realidad capaces de vivir con una moral pro­fana, sin apoyos religiosos, y el vacío moral de nuestras sociedades debería advertirnos sobre el potencial deterioro de las tradiciones humanistas. La crisis institucional y normativa de nuestras socie­dades tiene que ver también con el vacío provocado por la pérdida de influencia de las religiones en Occidente. La mayor pluralidad de creencias, que favorece la personalización y desinstitucionalización de la religión, crea también inseguridad, desestabiliza y abre espa­cio a la increencia, generando también crisis existenciales. De esto se aprovechan las sectas y fundamentalismos reactivos.

Un problema irresuelto en las sociedades actuales es suplir las funciones y tareas que tenía la religión en las sociedades tradicio­nales, para que no crezca la desesperanza y el escepticismo. Ahí es donde jugaría un papel fundamental un cristianismo renovado que fuera capaz de dar razones culturalmente comprensibles y convin­centes de su fe. La ética en una sociedad post-religiosa asume la autonomía individual, la democracia y el Estado de derecho, y la ausencia de instancias objetivas que definan lo que es bueno y malo. Una estrategia eclesiástica que aproveche estas carencias para postular la vuelta al consenso tradicional es equivocada, ya que la secularización y el pluralismo impiden volver al pasado. La mera negativización del curso histórico de nuestras sociedades, en contra del diálogo y a aper tura al aprendizaje que exigía la Gaudium et Spes, no contribuye a construir un futuro ético, en el que tienen que participar los cristianos. La imagen pública ecle­siástica es frecuentemente catastrofista, para desde ahí postular un tradicionalismo que pertenece al pasado. La alternativa es contri­buir a la nueva ética secular desde los valores cristianos, que pasan por la aceptación de la autonomía ética y la libertad de concien­c i a b a pérdida de sentido moral, el rechazo del sentimiento de cul­pa y la instalación en el presente histórico amenazan a la sociedad actual. El cristianismo ofrece un horizonte de sentido desde la esperanza en el Dios de las víctimas, la responsabilidad como otra dimensión de la autonomía y la identificación con el sufrimiento humano pasado y presente. Estas son contribuciones que la misma sociedad podría esperar del cristianismo a la luz de su historia.

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El human i smo cristiano puede aportar creencias, prácticas y testimonios, que dan una respuesta al porqué ser moral. Parte de una hermenéutica y de un horizonte de sentido, que para conver­tirse en patrimonio común de una sociedad secular y laica tiene que pasar por el proceso de su "desconfesionalización" y transfor­mación por medio de la racionalidad argumentativa, asumible para los que no se confiesan cristianos. De esta forma se pueden hacer aportaciones a la sociedad, sobre todo cuando hay una crisis global de identidad y cohesión. Pero para convencer en una sociedad democrática tiene que dejar libertad evaluativa a sus miembros, en lugar de imponer comportamientos sólo en nombre de la autoridad jerárquica. El problema es que la moral tradicional no es tanto el resultado del debate y el discernimiento personal, que es lo que exi­ge hoy una sociedad democrática, cuanto obediencia a la autoridad legítima. Y esto es inviable en una sociedad postcristiana, que no reconoce la autoridad del cargo sino la de los argumentos.

La concepción tradicional de la moral choca con una sociedad secularizada. Sobre todo cuando surgen problemas complejos y nuevos, como los referentes a la bioética, la sexualidad y la dife­rencia de géneros o a la misma concepción de la naturaleza huma­na. La Iglesia mantiene su teología tradicional basada en el dere­cho natural clásico, en Aristóteles o en concepciones antropológi­cas pre-modernas, pero estas referencias son insuficientes para responder a los nuevos desafíos de la ética. En cuanto comosivio-nes, las religiones son fácilmente superadas en el curso histórico, como mostró el reto de Galileo y luego el de Darwin. Ofrecen pro­puestas humanistas pero se poyan en cosmovisiones históricas cambiantes, que no son inherentes al cristianismo.

Hay desfase entre una moral tradicional, plausible para una sociedad religiosa de matriz rural, y el nuevo imaginario profano secular. Por eso, fracasan muchas veces los intentos de convencer a los ciudadanos de la validez de algunos criterios cristianos, que dependen de una antropología y concepción social hoy rebasadas. La misma estructura verticalista y jerárquica de la Iglesia dificulta que pueda actuar como instancia interpeladora en las modernas sociedades democráticas secularizadas. El principio de libertad, racionalidad y universalidad es determinante para la ética actual, mientras que la eclesiología y la teología social tradicional se basa-

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ban en la autoridad del cargo, la aceptación filial y la no discusión de las normas emanadas por la jerarquía. Prevalece la teología de la sociedad desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos son iglesia docentes y otros discentes, y cuando alguien interpela, critica o disiente de la postura oficial inmediatamente es rechaza­do. Cuando esto se quiere proyectar a la actuación cívica de los cris­tianos, el contraste entre la concepción sagrada de la autoridad y la vigencia de la secularidad en la sociedad se hace más patente.

La participación en la vida política ofrece posibilidades a todos los ciudadanos, incluida la crítica a los partidos políticos y al gobierno, siempre que se respete que la instancia legisladora de la sociedad es el parlamento y no la Iglesia. Por el contrario es equi­vocada la estrategia de los que incitan a la presión político social de la jerarquía para que sólo sean leyes las que puedan ser apro­badas por la Iglesia. En una sociedad no confesional es inevitable que haya leyes que no respondan a una concepción cristiana de la vida. Los creyentes pueden asumir el espacio de libertades que ofrece la sociedad secular, en cuanto que permite a cada uno vivir de acuerdo con sus creencias y convicciones. Sólo cuando hubiera leyes contrarias a la dignidad de la persona y los derechos huma­nos, que incluyen la libertad religiosa, sería valida la denuncia del Estado. Cuando esto no se da, hay que asumir la democracia y la secularidad, e intentar cambiar las leyes que sean insatisfactorias en base a lograr convencer a la mayoría de los ciudadanos, pero no por vía de imposición, como en el régimen de cristiandad.

Del cristianismo sociológico al testimonio de los creyentes

En las sociedades europeas desarrolladas no hay una cosmovi-sión que integre y movilice a la globalidad de la sociedad, ni tam­poco un sistema de creencias y símbolos que sean asumidos por todos. Persisten, sin embargo, los elementos religiosos y sus fun­ciones expresivas, de cohesión social e identidad para grupos y per­sonas. La religión pervive en cuanto referente de la religiosidad popular, del folklore, las costumbres y el patrimonio histórico cul­tural. La cultura secularizada mantiene muchos elementos cosmo-visionales del cristianismo, a pesar del proceso de secularización, porque forman parte de su patrimonio cultural. Pero su connota-

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ción cristiana y especificidad religiosa ha perdido valor para una gran parte de la población, que es culturalmente cristiana, pero no necesariamente creyente ni personalmente religiosa. Las necesida­des personales, motivaciones y orientaciones siguen vehiculando-se a través del cristianismo sociológico, pero éste es cada vez más, difuso, latente y solapado en la cultura.

Subsiste un código cultural de referencia, una especie de "reli­gión civil" basada en un modo de vida compartido y asumido por el conjunto de la sociedad, en el que subsisten muchas referencias religiosas, que han perdido significación y la conciencia de su origen cristiano16. Cuando la religión positiva, deja de ser el refe­rente común, persisten muchos elementos de ella en cuanto ima­ginario simbólico. Podemos hablar de una "religión civil", en cuanto que la vida ciudadana está impregnada de elementos reli­giosos, y hay rasgos mundanos que son sacralizados y se mezclan con los religiosos, formando parte del patrimonio social y cultural. La religión civil es el conjunto de creencias, prácticas, símbolos, rituales e historia sacralizada desde la que se define la conciencia colectiva de un pueblo. La secularización erosiona la fe en una reli­gión sobrenatural, pero genera sacralizaciones de lo mundano. El ansia de lo divino, santo y numinoso pervive canalizado hacia la propia nación, la historia, estilo de vida, rasgos culturales identita-rios, etc.17, con lo que se canaliza la dinámica sacralizante en lugar de eliminarla.

De ahí también, la supervivencia cultural del cristianismo en un modo de vida secular y la dificultad de mantener su especificidad religiosa y su pretensión de inspiración divina. El catolicismo sigue siendo relativamente mayoritario en España y subsiste la cultura de trasfondo católico (aunque aumenten los no creyentes). Los cambios de mentalidad cultural y de sensibilidad son mucho más

16. G.Vincent, "Transformation de la Religión dans l'espace européen. Vers une religión civil européenne?": Revue d'histoire et de Philosophie religieuses 73 (1993), 225-48; R. F. Keun, "Toward a new Sociology of Religión": Journal for the Scientific Study ofReligión 11 (1972), 16-32.

17. No es ni la religión política estatal ni una religión laica, en el sentido de no clerical. Se trata de una conciencia colectiva sacralizada, de un mito colecti­vo, en la línea de Durkheim. Cfr., R. Bellah, The Broken Covenant. American Civil Religión in Time ofTrial, Nueva York, 1975, 87-112; S. Giner, Carisma y razón, Madrid, 2003, 67-114

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lentos que las reformas institucionales y el imaginario tradicional resiste, aunque adopte formas secularizadas. España no ha dejado de ser cul tura lmente católica a pesar del fuerte influjo de las corrientes secularizadoras. Esa es una gran reserva potencial para los cristianos y la gran tentación religiosa es pervivir como mero hecho cultural, más que como instancia referida a Dios y con exi­gencias de fe personal. La inserción en la cultura pasa por poten­ciar y recuperar esos elementos, inyectándoles savia nueva y trans­formándolos para adaptarlos a la nueva situación. La contraparti­da de este proceso cultural sincretista es una mayor dificultad para la identidad personal y la aceptación acrítica de valores y normas sociales establecidas, al erosionarse el factor religioso y su poten­cial crítico de los valores culturales.

En este contexto cobra especial significación un cristianismo no vergonzante, que se presente como tal en la vida pública. El proble­ma es que los católicos tienden a refugiarse en los foros eclesiásti­cos y desconfían de los seculares l8. Son necesarios intelectuales y personas públicas que pueden apelar a la sociedad desde el recono­cimiento social, testimoniando la compatibilidad entre la fe per­sonal, el compromiso cristiano y la aceptación plena de las reglas de juego de la secularidad. España, a diferencia de Francia o Italia, ha carecido de muchos intelectuales laicos de prestigio y de reco­nocida filiación cristiana, y hay muchos cristianos que viven su fe de forma vergonzante, limitándola al foro de la vida privada. Si a esto se añade el clericalismo, que dificulta la creatividad y autono­mía de los laicos y sus asociaciones, se pueden comprender las difi­cultades de la Iglesia española para influir en la sociedad.

El gran obstáculo para conciliar secularidad y cristianismo es una rica tradición, que, paradójicamente, dificulta abrirse a una situación post-cristiana. Subsiste un desfase doctrinal y de prácti­cas, que bloquea la apertura a los nuevos retos que plantean las ciencias del hombre. Hay que replantear el hecho religioso en el

18. "Vivir con planteamientos religiosos se mantiene normalmente en la reserva, o sea, sin que aparezca en el trato y vida cotidiana. En ésta los creyentes actuarían más o menos igual que los no creyentes y fuera de los casos de fanatismo, no habría diferencia en este trato cotidiano entre el modo de pro­ceder de los creyentes y el modo de proceder de los que no lo son": A. Tornos-R. Aparicio, ¿Quién es creyente en España hoy?, Madrid, 1995, 120.

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nuevo modelo de sociedad de comienzos del milenio. En lugar de seguir luchando por mantener el lugar social y funciones del pasa­do hay que renunciar libremente a privilegios y derechos que hoy son hipotecas para la misión19. Por parte de la Iglesia, esto implica el abandono de derechos fiscales, sociales, educativos y culturales, que ya no tienen el soporte social mayoritario de otra época. Hay que concientizarse de la nueva situación: la de una sociedad plural en la que han surgido otros grupos religiosos que reclaman un tra­tamiento similar al de la Iglesia, lo que dificulta mantener posicio­nes que eran posibles cuando el catolicismo era el único referente. Hay además, un crecido número de no creyentes y no practicantes que no aceptan un trato preferencial a la Iglesia, ni quieren ex­tenderlo a otras confesiones. En lugar de luchar políticamente por mantener derechos que un creciente sector de la ciudadanía recha­za habría que replantear el papel de la Iglesia en la sociedad asu­miendo con realismo la nueva situación.

Hay que resaltar los aspectos positivos de la nueva situación histórica, en lugar de enfocarla en clave negativa y derrotista: una mayor personalización de la fe respecto del cristianismo sociológi­co; una mayor libertad de una iglesia sin privilegios respecto del Estado y las instancias políticas; la posibilidad de ejercer un papel profético y crítico en la sociedad, precisamente porque se ha per­dido poder sociológico y ya no hay que defender tantos intereses institucionales; concientizar a los laicos de sus responsabilidades personales, pastorales y financieras para el sostenimiento de la iglesia y la difusión de los valores cristianos en la cultura; asumir la libertad religiosa como un bien y rechazar los fundamentalis-mos religioso-políticos del pasado, etc.

19. "La Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exi­ge. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición" (GS 76). En un editorial de Razón y Fe 218 (1988), 11-12, se afirmaba: "En todo caso, la Iglesia no deberá ocultarse a sí misma que tiene un peligro: acos­tumbrada a situaciones de privilegio, puede en ocasiones juzgar como una discriminación expresa lo que no es sino la supresión de lo que era excep­cional (...) Tal vez no hemos asimilado con la necesaria amplitud y seriedad, el hecho de vivir en una sociedad pluralista".

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La secularización de la sociedad incide también en la misma Iglesia. Hay una contradicción entre la imagen externa que la Iglesia quiere proyectar, en la línea de adaptación y respecto al carácter democrático, profano y laico de la sociedad, y los valores e institu­ciones que mantiene a nivel interno. Los ciudadanos perciben a la Iglesia como una institución pre-moderna, que no se ha adaptado a la sociedad secular, sino que busca preservar autárquicamente su identidad sin interferencias con la sociedad. Se rompe así la corres­pondencia entre Iglesia y sociedad, que es lo que en el pasado la ha hecho plausible, creíble e influyente. El esquema de la sociedad y el de la Iglesia no pueden equipararse, pero una contradicción frontal entre ambas haría muy difícil la evangelización. Entonces la Iglesia dejaría de verse como parte del mundo (en la línea de la Gaudium et Spes), afectada inevitablemente por el cambio histórico. Si la identi­dad es relaciona! y evolutiva, la Iglesia se sitúa contextualmente en el mundo y va transformándose en las distintas épocas históricas.

La identidad se da en el cambio, marcado siempre por la inte­racción entre sociedad e Iglesia, la imagen pública que se da y la comprensión que los ciudadanos tienen de ella. Cuando ambas no corresponden, se produce la inoperancia y falta de plausibilídad social de la Iglesia. Ésta resulta poco creíble, porque los de fuera perciben rasgos que rechazan, que a veces no se captan desde den­tro, y que contradicen a lo que se exige a la sociedad, cuando no se ven como una infidelidad a su propio credo teológico. No tiene sen­tido, por ejemplo, defender los derechos humanos en la sociedad y contradecirlos dentro de la Iglesia. Una es la imagen que se quiere proyectar en la sociedad, otra la que efectivamente se da, y otra la que perciben los ciudadanos. Se acusa a la Iglesia de anticuada no sólo porque defienda elementos que no se dan en la sociedad secu­lar, como por ejemplo, el principio jerárquico contrapuesto al demo­crático, sino porque su manera de enfocar la sociedad y de situarse en ella está anclada en el pasado y no responde a las nuevas deman­das vigentes. Las tentaciones eclesiales son reactivas: el tradiciona­lismo, que aisla a la Iglesia de la sociedad; la mera adaptación a la secularidad (a costa de su propia identidad); o su legitimación fun­cional en base a los servicios sociales que presta20.

20. P. Berger, The heretical Imperative, Nueva York, 1979.

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Las dificultades internas de la Iglesia para ubicarse en el nuevo contexto son obvias: Persiste el clericalismo en una sociedad mar­cadamente anticlerical; hay una tutela sobre los seglares en una sociedad laica; subsiste el verticalismo eclesiológico en una socie­dad horizontal y democrática; predomina la autoridad del cargo en una cultura argumentativa y crítica con la autoridad; hay desfase entre sociedad e Iglesia respecto a la emancipación de la mujer; subsiste un régimen eclesial de obediencia en un marco sociocul-tural permisivo y tolerante con las disidencias, etc. Consecuente­mente crece la distancia entre la conciencia ciudadana, los cristianos de a pie, y la jerarquía. A esto se añade también el contraste entre una sociedad emergente y la autoridad de dirigentes jerárquicos ancianos, educados en y para la sociedad tradicional, y que tienen muchas dificultades para comprender y asumir lo históricamente nuevo. Es esperanzador, sin embargo, que la iglesia fáctica se muestre más plural y abierta a la nueva cultura que el clero, aun­que hoy sea este último el que acapara todo el poder y la capacidad de tomar decisiones en la Iglesia.

4. La laicidad del Estado y la libertad religiosa

Juntamente con la secularización de la sociedad, hay que subra­yar la importancia de la laicidad del Estado, la ausencia de una reli­gión o confesión estatal en el marco de la separación entre la Iglesia y el Estado. En el contexto de las religiones mundiales podemos hablar de una excepcionalidad europea, que ha cristalizado en la libertad religiosa y un Estado laico. Los rasgos específicos y dife­renciales del hecho religioso en Europa están vinculados a una serie de factores históricos que favorecieron esta evolución y plan­tean cómo preservar la herencia histórica y cultural de dos mil años de tradición, y capacitar a los cristianos para vivir su fe religiosa en una sociedad post-religiosa y también post-cristiana. Esto exige un cambio interno de la Iglesia para adecuarla a la sociedad seculari­zada y también una forma renovada de presencia en el marco de la sociedad. Uno de los obstáculos son las corrientes eclesiales y polí­ticas ligadas al modelo de cristiandad, que no son capaces de ubi­carse en el nuevo contexto de un Estado laico, no confesional pero tampoco antirreligioso. La laicidad se basa en una nueva relación

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del cristianismo con el mundo, rompiendo con el modelo anterior basado en la subordinación de lo temporal a lo espiritual.

La libertad religiosa en el concilio Vaticano II

El problema hay que retrotraerlo al concilio Vaticano II. El tex­to conciliar sobre libertad religiosa21 es importante para la relación de la Iglesia con la sociedad polít ica y complementar io de la Gaudium et Spes. El documento final es una síntesis del texto de la Comisión teológica preparatoria sobre la tolerancia y las rela­ciones iglesia-estado, que debería haber figurado en el capítulo noveno de la Constitución sobre la Iglesia. Hay también aportacio­nes del Secretariado para la unión de los cristianos, presidido por el cardenal Bea. Es un texto muy controvertido, el que generó más rechazos de la minoría conservadora junto al capítulo tercero sobre la Iglesia. Hasta el final luchó la minoría tradicional, esta vez con un gran protagonismo de algunos obispos españoles22, contra el texto propuesto, contra los miembros de la comisión redactora y finalmente contra su votación, intentando aplazarla primero y luego evitarla. Finalmente, por decisión expresa de Pablo VI, que quería una votación indicativa antes de su viaje a las Naciones Unidas y contra la opinión de 165 obispos que la rechazaban, se sometió a una primera votación el 21 de cctubre de 1965 con 1.997 votos a favor y 224 negativos. Tras sucesivas modificaciones fue aprobado el 7 de diciembre, la víspera del fin del concilio, con sólo 70 votos negativos.

21. Sobre la historia del texto remito a G. Alberigo (ed.), Storia del concilio Vaticano II, V, 87-142; 459-65; P. Pavan, "Erklárung über die Religionsfreiheit. Einlei-tung": Das Zweite Vatikanische Konzil": LThK II (1967), 704-11; "El derecho a la libertad religiosa en la declaración conciliar": Concilium 3 (1966), 40-55; M. García: "Análisis histórico", en, La libertad religiosa, Madrid, 1966, 43-218.

22. Sobre la postura conciliar de los obispos españoles y sus consecuencias, cfr. J.M. Laboa, "Los obispos españoles ante el Vaticano II": Miscelánea Comillas 44 (1986), 45-69, R. Echarren, "Los sacerdotes y el postconcilio en España": Communio 3 (1981) 533-47; VE. Tarancón, "¿El catolicismo español en cri­sis": Cuenta y razón 20 (1985), 9-24; J.M. García Escudero, "La sensibilidad del catolicismo español desde los años cincuenta hasta el momento actual", ibd., 35-46. Sobre los problemas de la libertad religiosa en España, T. Jiménez Urresti, "La libertad religiosa vista desde un país católico: España": Concilium 3 (1966), 97-114.

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La causa de la polémica suscitada por el documento "Dignitatis Humanae" está en que dirime entre dos concepciones distintas de la Iglesia y su relación con el Estado y la sociedad. Por un lado está la postura tradicional que afirma que el error no tiene derecho de exis­tir, que sólo la Iglesia, que tiene la verdad, puede reclamar plenos derechos en la sociedad y que el Estado ideal es el católico que tole­ra cultos privados pero no el proselitismo de otras iglesias. En cuan­to que el catolicismo es la única religión verdadera, tendría que ser reconocido por el Estado, que, a su vez, debe ser confesional. Es la línea tradicional del agustinismo político, que somete el poder tem­poral al espiritual, que asume el uso de la violencia estatal contra herejes y cismáticos, y que ve al Estado como instrumento querido por Dios para proteger la religión verdadera. Se apoyaban en el Syllabus (1864) y en la larga tradición antimodernista del magiste­rio pontificio de los dos pasados siglos, opuesto a la libertad religio­sa y a la no confesionalidad del Estado. Los conservadores tenían razón cuando reclamaban que era una doctrina que los papas habí­an mantenido persistentemente: Hay que honrar a Dios en la socie­dad civil y el Estado católico protege a la religión verdadera.

Como en otras ocasiones fue una postura defendida por la curia romana, por gran parte del episcopado italiano y muchos obispos españoles que fueron muy activos en la defensa de esta perspecti­va tradicional. El protagonismo español contra el texto fue mayor que en ningún otro documento y se mantuvo hasta el final, inclu­so después de la primera votación en que se aprobó con cerca del noventa por ciento de los votos. Atacaban la libertad religiosa por­que iba contra el concordato español, que muchos consideraban ideal, y contra la tradición nacional católica que defendía la confe­sionalidad del Estado. El artículo primero del Concordato español afirmaba que "la Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la nación española", el segundo proclamaba que "el Estado español reconoce a la Iglesia el carácter de sociedad perfecta". Los obispos españoles recibieron presiones políticas por par te del gobierno de Franco, ya que el decreto amenazaba sus prerrogativas como el derecho de presentación de obispos. La pos­tura de los españoles estaba claramente motivada por la situación política y la minoría conservadora insistía en que la Iglesia no pue­de haberse equivocado durante siglos, no se podía romper con una

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tradición que estaba legitimada por el magisterio papal. El indife­rentismo, el subjetivismo y el naturalismo religioso eran otros peli­gros que veían en la libertad religiosa.

En el bando opuesto destacaban los obispos norteamericanos y canadienses, influidos por el teólogo John Courtney Murray que había sido perseguido en la época preconciliar por su acérrima defensa de la libertad religiosa23. Por motivos diferentes, otros obis­pos apoyaban las tesis sobre la libertad religiosa, como les ocurría a los que vivían en países comunistas o islámicos. Tanto el conser­vadurismo de los obispos españoles, como la apertura de los nor­teamericanos hay que comprenderlos desde el trasfondo político e histórico de la Iglesia en sus países, La iglesia católica fue minori­taria en Estados Unidos, en el que dominaban las iglesias protes­tantes, cuyo entramado religioso y cultural era el determinante. El WASP (blanco-anglosajón-protestante) era un código cultural y el núcleo de la religión civil norteamericana, del que quedaban excluidos los católicos, acusados de papistas y de poco norteame­ricanos. No hay que olvidar las peculiaridades de la revolución americana, que llevaron a un Estado laico y neutral ante la plura­lidad de iglesias existentes, pero no sólo respetuoso sino favorable a la dimensión religiosa en la sociedad. La excepcionalidad ameri­cana, vista desde la perspectiva europea, es la de una sociedad muy religiosa, con un pluralismo enorme de iglesias, y un Estado laico, claramente separado de cualquier religión, pero muy receptivo a la presencia de iglesias en la sociedad civil. Es muy difícil que un ateo pueda ser presidente de Estados Unidos, dada la gran religiosidad del pueblo, y hay una política de exenciones de impuestos y de pro­tección de las entidades religiosas, que forma parte de los derechos individuales de cada estadounidense.

23. El "americanismo", condenado por León XIII, defendía el modelo norteame­ricano como el ideal, en lugar del de Estado Católico. El vuelco se produjo con el Vaticano II, siendo Murray (1904-67) el líder de los que abogaban por la libertad religiosa. Cfr., D. Gonnet, "L'apport du John Courtney Murray au schéma sur la liberté religieuse", en M. Lamberigts (ed.), Les Comissions Conciliares á Vatican II, Lovaina, 1996, 205-16; J.L. Martínez, "El teólogo J. Courtney Murray S.J., en el contexto de la sociedad y la iglesia norteameri­canas del siglo XX": Estudios Eclesiásticos 294 (2000) 369-419; G.P. Fogarty, "The United States Bishops at Vatican II", en Vatican II au Canadá: enracine-ment et réception G. Routhier (ed.), Quebec, 2001, 225-42

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La iglesia católica era inicialmente extraña al consenso religio­so norteamericano, claramente protestante. De ahí su postura pri­mera de centrarse en la dimensión religiosa a costa de no posicio-narse en el ámbito político y social. Para asegurar su supervivencia creó un entramado institucional, fundamentalmente educativo y asistencial, en torno a las parroquias, que permitía a los católicos preservar su fe en un medio social hostil, aunque con un gobierno respetuoso con todas las religiones. Esta política permitió a la igle­sia católica estadounidense abrirse a la religión como opción per­sonal, individual y grupal; asumir el pluralismo de iglesias y ser receptiva al ecumenismo mucho antes que en Europa. Además favoreció una concepción doctrinal flexible y no dogmática, asu­miendo que los católicos vivían en un entorno protestante. El cam­bio se produjo progresivamente y sobre todo en el siglo XX, gracias a la masiva inmigración de católicos (irlandeses, alemanes, italia­nos e hispanos); a la creciente penetración de los católicos en los estamentos altos de la sociedad; a la mayor apertura de la religión civil norteamericana, en la que se integraron los judíos y también los católicos; y finalmente a la popularidad e irradiación del presi­dente Kennedy y su clan, que culminaron la legitimación america­na del catolicismo. La misma iglesia católica estadounidense sufrió un proceso de americanización, asumiendo muchos elementos cul­turales protestantes. Esta actitud abierta llevó a una potenciación del laicado, a un estilo más democrático de gobierno y a una mayor implicación en la sociedad, antes de que estas líneas fueran asu­midas por el concilio Vaticano II y por el resto del catolicismo.

A partir de los sesenta, cambió la orientación del catolicismo norteamericano, con una mayor presencia en la sociedad civil, una pérdida del complejo de inferioridad tradicional respecto del pro­testantismo (ya que se había convertido en la primera iglesia cris­tiana de EE.UU.) y con un talante crítico respecto de los gobiernos estadounidenses en materias como la paz, el armamento nuclear, los derechos cívicos de las minorías, la protección de los inmi­grantes, la doctrina social, o la lucha contra legislaciones abortis­tas o favorables a la pena de muerte. La "herejía americana" se convirtió en un modelo para todo el catolicismo y se hizo sentir en el concilio Vaticano II formando un bloque de obispos y teólogos que abogaron por la libertad religiosa, la separación entre la Iglesia

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y el Estado, y la aceptación de la democracia como forma de orga­nización social. Era un modelo de Iglesia orientado en una línea contraria a la de los españoles en su conjunto. Se constituían como la vanguardia de un catolicismo que aceptaba la secularidad social, la laicidad del Estado y la democracia como un ideal, y no como algo fáctico que había que soportar.

Les apoyaron una parte de obispos de los países comunistas, que querían asegurar la libertad religiosa en sus países y los de paí­ses no católicos del tercer mundo. En este campo, hubo mayor pasividad por parte de los episcopados franceses y alemanes, sen­sibles a las presiones de la Curia, a las acusaciones de desviarse del magisterio tradicional, y temerosos de los problemas que podía plantear un Estado laicista hostil. Algunos teólogos progresistas dudaban también sobre las consecuencias políticas y jurídicas del nuevo enfoque, por las tensiones que podían surgir entre la liber­tad de conciencia personal y la legislación estatal, entre el ámbito jurídico y el moral. La argumentación de la mayoría que luchaba en favor de la separación entre la Iglesia y el Estado, se centraba en la responsabilidad personal subyacente a la libertad religiosa, el derecho a actuar sin presiones, y las consecuencias que tendría el rechazo en países con minorías cristianas.

Sin el apoyo decidido de los norteamericanos y las presiones de la opinión pública a través de la prensa, no hubiera sido posible sacar adelante el texto, ya que implícitamente se discutía sobre la evolución del magisterio y la posibilidad de corregir una tradición claramente proclive al Estado católico confesional. En este sentido fueron importantes las intervenciones de teólogos cercanos a Pablo VI, como Colombo, que contextualizaron el papel histórico del magisterio, para explicar por qué había que cambiar su senti­do en una nueva situación eclesial y social. La minoría conserva­dora por medio de sus portavoces, como el cardenal Siri, criticaba las influencias de los teólogos progresistas sobre los obispos. Los conservadores ejercieron una presión directa sobre el papa, ape­lando a que tomara decisiones personalmente y las sustrajera al debate conciliar. Pablo VI supervisó directamente el texto e inter­vino en su redacción por medio de sus teólogos. Estaba a favor del documento, pero atendía también a las objeciones de la minoría y estaba abierto a que se redactara una declaración sin entrar en una

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argumentación teológica y canónica doctrinal. Por otra parte, ante su inminente viaje a las Naciones Unidas, temía presentarse en la asamblea sin una votación o después de que ésta tuviera varios cientos de votos negativos. Esta postura del papa fue decisiva para el éxito del documento.

La postura finalmente recogida en el texto parte de la dignidad humana, de la libertad responsable de cada persona y la limitación del poder público en lo concerniente a la religión. La obligación en conciencia de adherirse a la verdad, cuando se conozca, se garan­tiza con la carencia de coacción en la sociedad civil (DH 1). Éste es el principio general de la declaración, que luego se concreta en la vinculación entre dignidad humana, libertad religiosa y ausencia de coacción (DH 2). Se afirma la obligación de cada uno de seguir los dictados de su conciencia (DH 3) y el derecho a la educación de los hijos según las convicciones de sus padres (DH 5; 8). Además se reconoce el derecho de las comunidades religiosas a predicar, desa­rrollarse y vivir su fe, con tal que no violen las exigencias del orden público y no coaccionen a los demás (DH 4; 7; 15).

Estos principios se complementaron desde la óptica de la revela­ción que exige la libertad del acto de fe (DH 9; 10; 12) y la libertad de la misma iglesia (DH 13-14). De esta forma se amplió la Gaudium et Spes y se profundizó en la dignidad humana, aunque no se trata­ron las consecuencias eclesiológicas de esta revalorización de la con­ciencia y la libertad personal, en el marco de la tradicional exigen­cia de obedecer a la jerarquía. La declaración abría un nuevo espa­cio de actuación a la Iglesia en la sociedad civil, sin que incidiera nunca en su vida interna. Los problemas derivados de este nuevo enfoque no tardaron en manifestarse en el postconcilio, sobre todo en países católicos como España, en los que la Iglesia estaba insta­lada en la doctrina tradicional sobre una sociedad católica, un esta­do confesional, la defensa de los privilegios eclesiásticos y el recha­zo de la propaganda religiosa de otras confesiones.

La doctrina de la laicidad del Estado

La libertad religiosa, como en general los derechos humanos, es el resultado de un largo proceso histórico e ideológico. Los eventos claves son la revolución americana de 1776, que llevó a un Estado

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laico en una sociedad muy religiosa, pero sin una iglesia oficial, y la revolución francesa de 1789. Por un lado, la revolución francesa lle­vó a un Estado legitimado por la voluntad popular e independiente de la Iglesia, a los derechos democráticos ciudadanos (que incluían la libertad religiosa) y a la confiscación de las posesiones eclesiales. Esto se encauzó por Napoleón en la línea de la colaboración entre ambas entidades, con clara dependencia de la Iglesia respecto del Estado y una posición todavía privilegiada en la sociedad. El mode­lo concordatario napoleónico siguió vigente en el siglo XIX, con distintos avatares según el signo de los gobiernos, generando una iglesia galicana, en parte autónoma del Vaticano y dependiente del gobierno en materias financieras, educativas y asistenciales.

La ideología nacional y republicana impregnó el "imaginario sociocultural" y desplazó a la religión. Ésta se veía como una tra­dición particular, en contraste con la supuesta universalidad de la tradición nacional, por lo que había que someterla a los intereses nacionales, que convergían con los del Estado24. Es decir, se pro­movió una política estatal laica. De ahí, la importancia de la edu­cación laica, la abolición de cualquier subvención económica a las instituciones eclesiales, la expulsión de la teología de la universi­dad, una constitución política laica y un estatuto civil del clero. La libertad religiosa exigía tolerar la religión en el ámbito privado y personal, pero se ponían trabas y limitaciones a las iglesias en cuanto entidades cívicas o como instituciones de derecho público. No había problema en asumir la religión en cuanto convicciones personales, pero sí a que jugara un papel público y a que fuera a representada por una institución eclesial con prerrogativas socia­les. La autonomía moral ilustrada, sobre todo debido al influjo de Kant, se basa en una moral racional, que no se apoya en la reli­gión. La conciencia del deber es un hecho racional y el Estado sólo puede exigir obediencia a las leyes civiles si defiende la razón moral, autónoma de la religión. A esto se añade el culto de la razón

24. M. Gauchet, La religión en la democracia, Madrid, 2003, 51-60; El desencan­tamiento del mundo, Madrid, 2005; J. Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, 2000, 108-60; D. Velasco Criado, "La construcción histórico ideológica de la laicidad": Iglesia Viva 221 (2005), 7-28; Juan A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, 139-150.

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y de la libertad, en base a una religión civil como la que propugna Rousseau. Ambas determinan la concepción francesa de la laici­dad de la escuela pública, excluyendo cualquier apoyatura ideoló­gica, como la religiosa25.

A partir de ahí, cuando la Iglesia había dejado de ser un rival y estaba claramente subordinada al Estado, se podía cooperar pun­tualmente con ella y ser tolerante y flexible en el ámbito de la socie­dad civil. Pero siempre hay un límite a la cooperación: la soberanía del Estado y la autonomía de la razón. En cuanto que se equipara pueblo, nación y Estado, no hay lugar para una sociedad civil autó­noma respecto de un Estado racional, y ambos se conciben libres de toda determinación religiosa. La religión se subordina al Estado presuntamente racional y universal, en la línea de Hegel, y no pue­de encontrar su lugar en la sociedad civil, con independencia del Estado como ocurre en la revolución estadounidense. Soberanía estatal sobre la sociedad civil y exclusión de la religión de su ámbi­to, excluyendo la educación, son los elementos fundamentales. Surgió así el modelo francés de laicidad, una singularidad en Europa y muy lejana al modelo inglés, alemán o el norteamerica­no. La laicidad se impuso definitivamente con la ley de 1905 de separación de la Iglesia y el Estado: la República no reconoce ni subvenciona ningún culto. La iglesia francesa luchó en contra de esta laicidad republicana, que fue condenada por Pió X y Pió XI y que nunca ha sido oficialmente reconocida, hasta imponerse en el nuevo régimen tras la segunda guerra mundial. La constitución de 1946 afirma que Francia es una República laica, afirmación cons­titucional única en Europa, con la excepción de la República turca.

Junto a esta laicidad republicana está el laicismo antirreligioso de la misma revolución francesa. La Ilustración francesa, a dife­rencia de la alemana, era esencialmente antirreligiosa y algunas corrientes jacobinas veían en la Iglesia un rival del Estado en la tutela de la sociedad civil. A diferencia del modelo norteamericano, en la revolución francesa el pueblo conquistó el Estado y se consti-

25. Remito al estudio de D. Gonneaud, "La laícité: Kant ou Hegel, concept de la raison puré ou idee de la raison historique?": NRT 127 (2005), 604-14. El influjo de Kant es determinante para las leyes laicistas, como la del 28 de marzo de 1882, y la separación de 1905.

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tuyo como Nación. La identificación entre pueblo, nación y Estado, no sólo se impuso en la conciencia colectiva, sino que hizo del Estado el garante de las libertades republicanas en base a una abso-lutización y centralización del poder estatal. La sociedad civil pasó a ser controlada por el Estado Nacional, que no admitía competi­dores, ni en el orden político ni en la sociedad. De ahí, la necesidad de controlar a la Iglesia y supeditarla a los intereses del Estado. Pero la ilustración francesa no sólo luchó contra una Iglesia con­creta a la que habría que limitar, sino contra la religión, a la que se buscaban alternativas ideológicas. Se veía la religión como un mal, como una alienación humana y una regresión que impedía la mayoría de edad ciudadana.

Esta corriente laicista, mas que laica, jugó un gran papel desde la Revolución. Hubo corrientes jacobinas que propugnaban el lai­cismo militante del Estado contra la religión, al mismo tiempo que absolutizaban el poder estatal respecto de la sociedad civil. Junto al ideal republicano del Estado no confesional e independiente, pervi­vía la corriente que luchaba por la abolición de la religión y no se conformaba con la privatización de ésta o la emancipación de la sociedad de la tutela eclesiástica. Estas dos corrientes han persisti­do hasta hoy en el marco de una estricta separación entre la iglesia y el Estado, que constituye la peculiaridad francesa en Europa, ya que nadie ha absolutizado esa diferenciación. Las tensiones de Iglesia y Estado en Francia oscilan entre la permisividad de la reli­gión, confinada al ámbito privado y personal, y la lucha contra ella.

Los problemas perviven en la actualidad. La gran movilización política de 1984 en favor del mantenimiento de las escuelas católi­cas reforzó la ley Dupré de 1959, que estableció un limitado siste­ma de subvenciones públicas para las escuelas católicas. Los pro­blemas continuaron con manifestaciones en 1993 en favor de la enseñanza pública y controversias posteriores en torno a la visibi­lidad de signos religiosos en la enseñanza pública. Los problemas se han recrudecido con la irrupción del Islamismo, que no admite la privatización de lo religioso. Por otra parte, la estricta separa­ción entre la Iglesia y el Estado, prohibe al segundo inmiscuirse en cuestiones internas de las religiones, sus doctrinas y creencias. El problema hoy es el islamismo terrorista y la preocupación ante la doctrina de imanes que alientan la violencia y favorecen el fana-

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tismo religioso. En Francia hay un debate acerca de si no hay que modificar la actual legislación y buscar la cooperación entre el Estado y las religiones, en contra de la laicidad radical de otras épocas. En la nueva situación, el ministro de cultos ha planteado si no ha llegado el momento de subvencionar las religiones, favo­reciendo las corrientes moderadas respecto de las radicales, y evi­tando que la financiación exterior alienta posturas proclives al terrorismo. Crece también el interés por estudiar las religiones como hechos culturales, se sea o no creyente. Entonces, habría que darle un lugar en el sistema educativo y replantear las consecuen­cias políticas, económicas y culturales del hecho religioso, que has­ta ahora han sido subestimadas. La política actual es favorecer la integración de las religiones en la sociedad, sobre todo de cara a la inmigración, replanteando la laicidad en un momento diferente al de la ley de 1905, que hace necesario reconsiderar las posturas que se asumieron hace cien años26.

La separación entre la Iglesia y el Estado es un hecho en las sociedades europeas, aunque varían las formas de entenderlo y de practicarlo. El modelo francés se mueve entre la laicidad y el lai­cismo. Es el más radical en cuanto a la separación, pero plantea problemas ideológicos y políticos que tocan a los derechos huma­nos (entre los que se cuenta el de libertad religiosa), cuando deriva en un laicismo militante antirreligioso. Surgiría entonces una ideo­logía estatal antirreligiosa, de signo fundamentalista, que haría inviable el Estado neutral ante las creencias de la sociedad, para acercarse al modelo del comunismo oficial: el de un Estado ateo que lucha contra la religión. Ya no habría neutralidad ni laicidad, sino militancia antirreligiosa, tan fundamentalista como la del Nacional Catolicismo, aunque de signo contrario. En ese caso sería inevitable la polarización social, la reactividad de los ciudadanos religiosos que se sientan agredidos y la tentación de las iglesias, que luchan por su subsistencia, en favor de una militancia política de signo contrario a la del régimen político en el poder. En nombre de una ideología, legítima como crítica y corriente ilustrada, se pasa-

26. N. Sarkozy, La République, les religions, ¡'esperance, París, 2004. También cfr., E. Poulat, "La loi fran9aise du 9 Decembre 1905. Une loi de privatisation et de libéralisation des cuites": Instituí International lacques Maritain. Notes et Documents 30 (2005), 25-34; Notre laicitépublique, París, 2003.

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ría a la imposición de un grupo sobre el resto de la sociedad. Sería un modelo que prolongaría las luchas decimonónicas y que harían inviable la convivencia social de personas con creencias diferentes.

5. La Iglesia, la laicidad y el laicismo en España

La doctrina de la libertad religiosa, las teorías políticas sobre la laicidad y las corrientes ideológicas laicistas han convergido en España en la segunda mitad del siglo XX, creando una situación nueva que ha atravesado por varias fases. Muchos de los proble­mas actuales entre el Estado y la Iglesia están determinados por problemas irresueltos de las fases anteriores, que, a su vez, depen­den de la evolución histórica española hacia la democracia.

El impacto del Concilio fue muy fuerte en España y se interpre­tó negativamente por parte del Gobierno de Franco y sectores cató­licos muy conservadores. La hostilidad del Gobierno encontró apo­yo en las corrientes más integristas de la Iglesia, entre las que des­tacaba la Hermandad Sacerdotal, que tenía reconocimiento civil del ministerio de justicia, pero no de la Conferencia episcopal. Los obispos más conservadores apoyaban esta corriente así como al Gobierno, que no aceptaba la independencia de la Iglesia respecto del Estado. Hubo muchos obispados vacantes, ya que el Gobierno quería seguir controlando los nombramientos, y proliferaron los obispos auxiliares, que se sustraían al control gubernamental. La oposición de parte del Episcopado español al decreto de libertad religiosa se reforzaba por la colaboración con el régimen político, en contra del mismo Pablo VI y de la globalidad de la Conferencia Episcopal. Presionaban en favor de suscribir un nuevo Concordato, antes de la muerte de Franco, que dejara establecidas las relaciones del Estado y el Vaticano para la posterior época de la transición.

El borrador de este concordato, que sería sometido a referén­dum por el régimen, mantenía sustancialmente la situación exis­tente, con un Estado confesional católico y una Iglesia vinculada a él y con amplias prerrogativas. A favor de él se pronunció un gru­po de obispos, como en el debate conciliar, que se oponían a las direcciones del Vaticano y de la Conferencia Episcopal. En la mis­ma Secretaría de Estado había personalidades, como Casaroli, que eran parcialmente receptivas a las presiones políticas del Gobierno,

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dentro del cual destacaban algunos ministros del Opus Dei que rechazaban una Iglesia independiente del Estado27. Era una época conflictiva entre la jerarquía y el gobierno, como muestra el hecho de que de los 44 documentos emitidos por la Conferencia Epis­copal entre 1965 y 1975, sólo hay diez que no están publicados a causa de conflictos o cuestiones políticas28.

La muerte de Franco puso fin a esta época de transición. Tras la renuncia del rey al derecho de presentación de los obispos y la puesta en marcha del proceso de democratización, que llevó a la nueva Constitución aprobada en diciembre de 1978, se asumió por la mayoría del episcopado la doctrina de la "Dignitatis Humanae", relegando a los obispos recalcitrantes. La difícil transición, que incluso vivió un fracasado golpe de Estado, hacían aconsejable al Estado fórmulas de compromiso en lo referente a la Iglesia, para que el hecho religioso no polarizara de nuevo a la sociedad y fuera un obstáculo para la normalización democrática. Esto se plasmó en la Constitución de 1978, en la que se asumió la separación entre la Iglesia y el Estado. No se nombraba a Dios en el preámbulo, se afirmaba la no discriminación por motivos religiosos (art. 14), la libertad de religión, sin que ninguna fuera confesional (art. 16) y el derecho a la formación y educación religiosa (art. 27). Era un cla­ro avance hacia la libertad religiosa y contra los sectores sociales y eclesiales inmovilistas.

Lo que más problemas planteó luego fue el artículo 16/3: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la

27. "El panorama español, sin embargo, se presentaba sombrío. Se habían enfrentado públicamente las posturas de la Conferencia y del Gobierno con ocasión del concordato. Era lógico que los políticos pretendiesen hacer difí­cil la actuación de los obispos para que nosotros nos rindiésemos, pidiendo a la Santa Sede que nos echara una mano. Podía decirse que en esa época se iniciaba una auténtica persecución, aunque solapada y fundada en el bien de la Iglesia, contra la jerarquía y la postura de la Iglesia en España": Vicente Enrique y Tarancón, Confesiones, Madrid, 1996, 323. Esta obra contiene amplia información sobre la situación española postconciliar desde la pers­pectiva del Presidente de la Conferencia Episcopal.

28. J. Martín Patino, "La comunidad política española": Razón y Fe 211 (1985), 467.

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Iglesia Católica y las demás confesiones". Era un artículo que ase­guraba la laicidad del Estado, en cuanto que no había ninguna confesionalidad estatal, y que, al mismo tiempo, ponía una salva­guardia al anticlericalismo y al laicismo antirreligioso, en cuanto que se admitía la cooperación con la Iglesia católica y su carácter mayoritario en la sociedad, y se reconocía el papel del hecho reli­gioso en la sociedad. No se hablaba de indiferencia del Estado sino de respeto a las creencias religiosas existentes. Los problemas ven­drían posteriormente, cuando el parágrafo se interpretó desde una óptica defensora de los antiguos privilegios eclesiásticos, en nom­bre del reconocimiento de la Iglesia católica y de las creencias de la sociedad. Todo dependía de las legislaciones concretas que esta­ban por determinar, ya que la Constitución era una tabla de prin­cipios y normas generales, que tenía que ser luego articulada con leyes consecuentes.

El problema se complicó porque la Constitución fue aprobada el 6 de diciembre de 1978 y sin esperar a que fuera desarrollada y plasmada en un cuerpo legislativo por el parlamento, se firmaron los acuerdos entre la Iglesia y el Estado el 3 de enero de 1979. La rapidez de estos acuerdos, que adquirían rango internacional por ser firmados con el Estado del Vaticano, hizo posible que la cues­tión religiosa quedara aparcada en la transición democrática. Se optó por la colaboración entre la Iglesia y el Estado, siguiendo un modelo que en parte estaba inspirado en el alemán y claramente diferenciado del francés. Sin embargo, los acuerdos fijados antes de que se desarrollara la Constitución eran ambiguos, como tam­bién que hubiera un acuerdo estatal sobre temas concernientes a la religión, a pesar de que el Estado no era confesional. Al ser ade­más acuerdos internacionales, se sustraían a la mera discusión interna nacional, ya que afectaban a otro Estado. Este carácter internacional prejuzgaba en el futuro que se pudiera reclamar por otras confesiones religiosas, que podrían querer equipararse a la católica, lo cual derivaría en una forma de confesionalidad indi­recta, a pesar de la aconfesionalidad del Estado en la Constitución.

De hecho, los acuerdos concretos recogían reformados muchos elementos inspirados en el concordato franquista de 1953 y en los acuerdos se hablaba del concordato vigente, del que se sacaban algunos puntos y se eliminaban otros. Por eso un sector de la opi-

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nión pública y del estamento político veía los acuerdos como un oportunismo de la Iglesia católica, que buscaba asegurar su posi­ción antes de que se desarrollara una constitución no confesional. Los puntos más controvertidos de los acuerdos eran la financiación de la Iglesia católica a través de los presupuestos del Estado, que inicialmente se pensó como una etapa provisional y no definitiva. También la regulación de la enseñanza pública de la religión, tanto en lo que concierne a horarios e importancia de las materias en el programa escolar, como en lo referente a la situación profesional, prerrogativas y remuneración de los profesores. Han sido objetos de controversia entre la jerarquía eclesiástica y los distintos gobier­nos, sin que los acuerdos de 1979 hayan sido refrendados luego por todos los partidos políticos ni por una parte de la opinión pública, insatisfecha con las regulaciones y contrapartidas ofrecidas.

Las tensiones se han acrecentado en la actualidad, cuando el gobierno socialista ha procedido a promulgar leyes que son con­trovertidas a nivel social y que han sido duramente criticadas por la jerarquía eclesiástica. El hecho religioso ha vuelto a convertirse en factor de polarización, y a veces de crispación, en la sociedad, y algunas corrientes intransigentes han resurgido tanto en el ámbito de la Iglesia como en el estatal. A partir de 1987, los cambios en la presidencia de la Conferencia Episcopal española se enmarcaron como una reorientación de ésta, tomando distancia de la línea taranconiana29. Cobraron así nueva fuerza los nostálgicos del régi­men de cristiandad, que no renunciaban a la Iglesia como institu­ción central de la sociedad. Cualquier cambio que no esté de acuer­do con la moral y creencias católicas oficiales se ve como una afren­ta a ésta y un mal para la sociedad. De ahí la intransigencia con la que se abordan las nuevas leyes, resaltando sus aspectos negativos y minusvalorando las dimensiones positivas que puedan ofrecer.

29 Asi lo reconoció expresamente el cardenal Suquía "Los años de monseñor Díaz Merchán no son sino la continuación de los de monseñor Tarancón Han sido buenos para este periodo, pero ahora es necesario un cambio" (Declaraciones del Cardenal Suquía a José Luis Martín Descalzo, ABC, 1/3/1987) La triple transición de la iglesia española, política, sociocultural y religiosa y el golpe de timón de los ochenta es analizado por J Martín Velasco, El malestar religioso en nuestra cultura, Madrid, 1993, 178-79, 167-96. Martín Velasco subraya las dificultades de la iglesia española para ubi­carse en la democracia.

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Para mantener una alternativa eficaz a estas leyes sería necesa­rio que la Iglesia apareciera como una instancia crítica, profética y contracultural, que pudiera convencer y arrastrar a un sector importante de la opinión pública. De esta forma se podría recono­cer a la Iglesia influencia y fuerza moral, incluso por ciudadanos no católicos, como se le reconoce en cuestiones educativas, asis-tenciales, en la atención a los grupos marginales y los sectores pobres de la sociedad, o en sus ONGs de ayuda al tercer mundo. La secularización, afirma Rahner30, es legítima respecto al intento eclesiástico de que los principios religiosos dominen la vida huma­na, dando así espacio para el tutelaje eclesiástico de la sociedad civil. Esta postura sería un residuo de las viejas teorías sobre el poder indirecto de la iglesia o sobre la justificación de sus inter­venciones "a causa del pecado" en la sociedad. Esto llevaría a des­conocer la autonomía moral del individuo en la sociedad y el valor de una moral profana en el contexto de la pluralidad cultural. Los principios religiosos ya no fundan un orden social, pero son una de las fuentes de sentido en la vida pública. La Iglesia tiene que asu­mir el reto de la secularización social y la laicidad del Estado, pero su contribución está precisamente en que la legítima seculariza­ción, que es una emancipación de la tutela eclesiástica, no se trans­forme en secularismo antirreligioso que niega cualquier referencia a Dios. El mundo se hace profano, pero esto no equivale necesa­riamente a que sea ateo y el cristianismo puede contribuir a su pro­fanidad denunciando las nuevas sacralizaciones postreligiosas que se dan en el orden político y social.

La vinculación entre política, ética y religión es problemática por la laicidad del Estado y la secularización de la sociedad. El Papa Benedicto XVI, en su primera visita al Presidente de la República italiana planteó el problema en estos términos: "es legí­tima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realida­des temporales se rigen según sus propias normas, sin excluir sin embargo las referencias éticas que hallan su último fundamento en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una ínti­ma armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan

30. K. Rahner, "Theologische Reflexionen zum Problem der Sákularisierung": Schriften zurTheologie VIH, Einsiedeln, 1967, 637-66.

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de una visión integral del ser humano y de su destino eterno"31. Por un lado se reconoce la autonomía del Estado, por otro se limita desde las exigencias éticas, que, en su opinión, tienen su último fundamento en la religión. Es un modelo que presupone la armo­nía y colaboración entre la Iglesia y el Estado italianos.

Este esquema funciona bien en una sociedad cristiana que reconoce una ética, a la que tienen que ajustarse las normas esta­tales, y la religión como su fundamento último. El problema surge cuando por un lado se rechaza la religión como fundamento de la moral, y por otro cuando hay disenso en torno a la moral y hay que tomar decisiones que no pueden satisfacer a todos los ciudadanos. En Occidente ésta es la situación en la casi totalidad de los países. El mismo Ratzinger, en un anterior debate con Habermas32, pre­mio príncipe de Asturias de ciencias sociales el 2003, reconocía las dificultades que plantea la variedad cultural vigente para mantener certezas éticas, que antes parecían inquebrantables. La apela­ción al derecho natural tropieza hoy con problemas, reconoce Ratzinger, porque no hay un consenso universal que los legitime. Por eso es insuficiente apelar a las convicciones de los ciudadanos para legitimar una norma moral, ya que falta el consenso social que la haría posible.

La pluralidad vigente en la sociedad hace inviable la referencia a un legado simbólico cultural que compartan y asuman todos, mucho menos que la institución eclesiástica sea su representante y administradora. Ya no hay referencias externas constituyentes de la convivencia, excepto los derechos humanos, y ni siquiera el Estado puede homogeneizar la sociedad como en las sociedades tradicionales. De ahí, lo inevitable del debate interno en la socie­dad y los conflictos que genera la pluralidad de valores. El espacio

31. "Discurso de Benedicto XVI al presidente de la República Italiana": Ecclesia, 65, n° 3.264 (2005), 34.

32. J. Habermas-J. Ratzinger, Dialektik der Sákularisierung, Friburgo, 2005, 39-60. La postura de Ratzinger, en su debate con Habermas, reconoce un gran espacio de autonomía al Estado. Hay un avance respecto de lo enunciado en Iglesia, ecumenismo y política, Madrid, 1987, 239-42, en la que el Estado debía reconocer como su propia entidad una estructura de valores cristianos fundamentales, que no está sometida al consenso. Ahora, la postura que Ratzinger exige al Estado liberal es la autocrítica de la razón y la disponibi­lidad a escuchar las tradiciones religiosas.

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público es indeterminado y la comunicación racional y el debate se imponen. En las sociedades tradicionales había una cultura católi­ca que podía ser gestionada por la Jerarquía, hoy ya no existe y el intento de proteger las raíces cristianas desde el Estado es incom­patible con la secularidad social y la laicidad33.

Habermas, en el debate, reconoce que las normas sin aval ético plantean problemas a los ciudadanos, que no se sentirían motiva­dos ante ellas, pero recuerda que éstos pueden cambiar las leyes si logran convencer a la sociedad y que, en cuanto destinatarios de las normas tienen que acatarlas, siempre que no contradigan a los derechos humanos. En cuanto que el ciudadano es potencialmen-te un colegislador, pueda luchar por normas jurídicas que estén de acuerdo con su concepción ética, pero en cuanto miembro de la sociedad tiene que asumir normas para la convivencia que no le gustan y con las que no está de acuerdo. Una cosa es la motivación moral para adherirse a una norma y otra asumirla prácticamente si es constitucional y está legitimada democráticamente. Es legíti­mo el disenso ante leyes estatales, así como buscar cambiar la mentalidad ciudadana al respecto, pero no lo es cuestionar su apli­cación porque no nos gustan. Esto haría inviable el ordenamiento jurídico en las complejas y plurales sociedades modernas y dege­neraría en que cada individuo cumpliría sólo aquello con lo que está de acuerdo.

Ratzinger y Habermas coinciden en la necesidad de un diálogo entre razón y religión, fe y cultura, Estado e Iglesia. Ratzinger subraya que la razón tiene que criticar a la religión de sus patolo­gías y que ésta tiene que purificarse. Pero, a su vez, hay patologías de la razón y ésta tiene que escuchar a las tradiciones religiosas. Habría correlacionalidad entre la fe y la razón. Habermas añade que la filosofía puede aprender de las tradiciones religiosas, que la razón puede descubrir sus orígenes teológicos y que la sensibilidad religiosa es vital para el humanismo de nuestras sociedades. Por eso "al Estado constitucional le conviene, por su propio interés, tratar de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que

33. Remito a la crítica de las sociedades tradicionales que ofrece P. Blanquart en Le réve du Compostelle, R.Luneau-P.Ladriére (eds.), París, 1989, 182-209; 324-30.

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se nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudada­nos". Hay un potencial de verdad en las concepciones religiosas que no se puede rechazar a priori y los cristianos deben participar en la formación de la opinión pública de acuerdo a sus conviccio­nes. Pero, sin embargo, la religión tiene que renunciar en las socie­dades secularizadas a organizar la vida de todos los ciudadanos y tiene que tolerar el previsible desacuerdo de los que no están de acuerdo con ella. De ahí las mayores exigencias que plantea la lai­cidad del Estado y la secularización de la sociedad, para una reli­gión que tiene que ser ilustrada, asumir el juego democrático y diferenciar sus creencias de las normas de convivencia reguladas democráticamente. Y todo esto, sin renunciar a contribuir a la vida social en función de sus convicciones religiosas

Las instituciones católicas de distinto signo surgen desde unas convicciones de fe que no todos comparten, pero que pueden ser apreciadas por personas de diversas creencias y religiones. Si la Iglesia lograra convencer de la validez de sus posturas a los ciuda­danos, éstos las aceptarían, independientemente de que fueran cristianos o no. Partiendo de la aceptación de la democracia y la cultura moderna se pueden asumir los valores cívicos y desde ahí mostrar su inspiración, congruencia o afinidad, o en su caso su incompatibilidad con la fe cristiana, participando en el debate con los demás ciudadanos. La aceptación de la pluralidad democrática en una sociedad secular no obsta para que los cristianos potencien la sensibilidad ética y política de los ciudadanos, muestren la ac­tualidad de su fe y sus potenciales contribuciones a la sociedad.

Pero esto no ocurre ni a nivel de sociedad ni de Iglesia. Se impo­ne la estrategia de proclamar autoritativamente los criterios cató­licos sin asumir que el debate es la mediación para convencer a creyentes y los que no lo son. Se mantienen esos valores católicos como respuesta exterior a la sociedad, desde una presión política y social de la institución eclesiástica, que muchos ciudadanos recha­zan. A esto se añade que hay cristianos y ciudadanos que rechazan las posiciones oficiales y que critican las orientaciones eclesiásti­cas por obsoletas y poco actualizadas, como ocurre con la moral sexual o la bioética. Otros critican no tanto las posturas que defien­den cuanto la forma de hacerlo y la selectividad de la critica que se ejerce. En cualquier caso la división interna de la propia Iglesia y

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la pluralidad de la sociedad deslegitiman la voz de la jerarquía y le quitan plausibilidad y eficacia. Y es que si la jerarquía no puede convencer a los suyos, a todos los católicos, difícilmente podrá arrastrar a los no creyentes y a los no practicantes.

Además, la Iglesia no aparece como instancia crítica con capa­cidad moral para criticar las instituciones y partidos, porque está perdiendo su lugar como instancia no-política y no vinculada a ningún partido. La Iglesia institucional en España tiene una ima­gen tradicional, muy asentada en el inconsciente colectivo y en la memoria histórica, de estar cercana a los partidos conservadores. Ser católico y de derechas era una evidencia sociológica, que comenzó a romperse en los años sesenta y a ser superada en la transición de los setenta. En buena parte, figuras como el cardenal Tarancón posibilitaron este cambio de percepción social, que ha vuelto a resurgir en los últimos años, en parte por la nueva orien­tación asumida por los obispos españoles desde la mitad de los ochenta. Es obvio que hay ámbitos como la educación y la familia, en los que el cristianismo es más cercano a la sensibilidad de los partidos conservadores que a los de izquierda, pero ocurre al con­trario en los asuntos cercanos a la doctrina social, la crítica al libe­ralismo económico o la preocupación por la paz, los inmigrantes o los derechos humanos. Un trauma de la derecha franquista fue captar que ya no podía contar con la adhesión global de la Iglesia, mientras que sectores eclesiales fueron receptivos a demandas sociopolíticas de la Iglesia. Esta situación mejoró la percepción pública y social de la Iglesia, que rompía con el pasado anterior.

Hoy, por el contrario, resurge la equiparación entre catolicismo, conservadurismo político y cultural, y alianza de la Iglesia con un sector de la sociedad que tan nefastas consecuencias tuvo en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. A esto contribuyen tam­bién los medios de comunicación eclesiásticos o controlados por la jerarquía, decantados por partidos políticos y posiciones conserva­doras, y a veces, protagonizados por personas y grupos que perte­necen al núcleo duro de la derecha política. En la transición polí­tica y como resultado de la no aceptación por la iglesia de ningún partido político confesional se había logrado separar a la Iglesia del partidismo político y dar una imagen de pluralidad interna y externa. Hoy cada vez hay más ciudadanos que perciben un des-

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plazamiento jerárquico y oficial hacia las instancias más conserva­doras, a pesar de que los católicos votan a todos los partidos y no se decantan por uno. En la pasada guerra de Irak hubo un con­traste entre el rechazo de Juan Pablo II y la escasa beligerancia de la jerarquía española, que no quiso asumir una postura crítica con el gobierno conservador que defendía la guerra, y que incluso per­mitió claras disidencias de la enseñanza papal en sus medios de comunicación.

El decidido apoyo de la jerarquía a las manifestaciones antigu­bernamentales con ocasión de leyes actuales contrasta en la opi­nión pública con su pasividad anterior. Cuando la jerarquía apare­ce como una opción política partidista, pierde plausibilidad y efi­cacia social, y deja de ser un referente moral para toda la pobla­ción. Sus posturas morales inevitablemente cobran significación política y ya no puede emerger como instancia no partidista que emite juicios al margen de los intereses de los partidos políticos. Es también una situación paradójica, porque muchas de las leyes sobre familia y moral que se criticaron a los partidos de izquierda no han sido luego anuladas por la derecha al llegar al poder, como ocurrió con la del divorcio y el aborto. La jerarquía fue muy críti­ca cuando se promulgaron y no lo ha sido tanto luego cuando ha tenido en el poder a un partido teóricamente receptivo a sus demandas. Algo de esto podría también ocurrir con las controver­tidas leyes actuales, y se refrendaría la imagen pública de partidis­mo que tiene la iglesia católica oficial en sectores de la sociedad.

La radicalidad de los ataques también enturbia la validez de las posturas eclesiásticas. Por ejemplo, es legítima la defensa por par­te de la jerarquía del matrimonio y la familia, y su crítica a que las uniones homosexuales sean identificadas, sin más, con la institu­ción del matrimonio. Se puede argumentar racionalmente que ésta no es sólo la postura de la jerarquía eclesiástica, sino que ese rechazo es asumido por la inmensa mayoría de los gobiernos del mundo, incluso los que están dispuestos a equiparar los derechos jurídicos y sociales de las uniones homosexuales a los de los matri­monios. No es comprensible que ningún ciudadano se extrañe de la postura eclesiástica sobre un tema socialmente controvertido, en el que no se puede descalificar sin más como retrógrados a los que no asumen la postura gubernamental, dado que tampoco se acep-

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ta en los países más democráticos y avanzados del mundo, con la única excepción hasta ahora de Bélgica, Canadá y Holanda. Se pueden defender leyes igualitarias para los homosexuales, sin tocar el estatuto de la familia, y más cuando no hay un consenso social y muchas instancias importantes como el Consejo de Estado o de los jueces está en contra. Muchos países occidentales han resuelto el problema de los derechos de los homosexuales sin tocar las leyes sobre familia y matrimonio, confiriendo a las uniones homosexuales los mismos derechos. Que esto no haya ocurrido en España hay que achacarlo al actual gobierno, que ha creado una nueva situación jurídica sin que la sociedad en su conjunto estu­viera preparada para ello ni hubiera una demanda social mayori-taria que lo legitimara. De ahí la inevitable crispación social.

Por otra parte, no hay que olvidar las exigencias que muchos cristianos plantean a la jerarquía de que ésta defienda una identi­dad fuerte en la sociedad, de que sea capaz de mantener su postu­ra contra culturalmente y de que anteponga su misión profética y su función pastoral de orientación a los cristianos, contra meras conveniencias políticas. Es una paradoja que la izquierda eclesiás­tica, que demanda una Iglesia profética y que sepa ir contra corriente, se haya pronunciado, en muchos casos, en contra de la intervención de la jerarquía, sin reservas ni críticas a la acción gubernamental. Se ha asumido la falacia ideológica, desmentida por los hechos en la comunidad europea, de que el que está contra la ley necesariamente está también contra los derechos de los homosexuales. En realidad, se muestra así otro problema eclesial, que muchos cristianos en caso de conflicto entre el gobierno y la jerarquía, por principio, están a favor del primero y en contra de la segunda. Tenemos el peligro de pasar de la tutela eclesiástica de la sociedad al intervencionismo ideológico del Estado, que acapara el espacio público, tanto más cuando no hay instituciones fuertes que puedan hacerles contrapeso en la sociedad.

En el contexto actual de crisis de las instituciones, incluida la institución familiar, es razonable que la Iglesia en su conjunto, busque preservarla y nadie tendría que extrañarse de su preocupa­ción por un modelo que hoy vive una crisis profunda. No habría que olvidar, sin embargo, que la crisis no se resuelve sólo conser­vando la estructura actual, sino que la mejor forma de responder a

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ella es transformándola. El modelo tradicional de familia está en crisis, sufre un proceso de desinstitucionalización y hay otras alter­nativas de convivencia marital. Se puede diferir sobre el qué y cómo habría que renovar, y la postura eclesiástica es razonable porque la defienden otras entidades, nacionales e internacionales, pero no se trata de preservar a toda costa un modelo familiar inal­terable a los cambios históricos, y lo que hoy es social y eclesial-mente inaceptable puede cambiar en el futuro. La concepción católica tradicional sobre la familia está desfasada y cada vez tiene más problemas ante las nuevas situaciones familiares que se dan en la sociedad (familias monoparentales, uniones de hecho, divor­ciados que crean un nuevo núcleo familiar, etc.). Todo esto obliga­ría a la prudencia y apertura al diálogo, que no es incompatible con una postura crítica ante una nueva ley, captando que hoy hay mayor tolerancia social respecto de parejas "irregulares" alternati­vas. Está justificada la resistencia eclesial contra la permisividad cultural, pero ésta no justifica reactividades intransigentes.

En las culturas postmodernas, además, el medio, es el mensaje y las críticas se evalúan no sólo por su contenido sino por la forma de ejercerla. Por eso, llama la atención la virulencia y radicalidad del rechazo eclesiástico, las apelaciones a la objeción de concien­cia, que no se dieron cuando los soldados españoles iban a una guerra rechazada por el papa, y el poco esfuerzo que se hace para valorar los aspectos positivos de la ley: el acabar con la discrimi­nación y persecución social y legal de los homosexuales. Dada la amplia tradición homófoba del cristianismo y las iglesias a lo lar­go de la historia, habría que haber dejado claro el arrepentimiento eclesial (siguiendo el ejemplo de Juan Pablo II en otros errores his­tóricos), el decidido empeño por luchar contra la homofobia y la solidaridad con gays y lesbianas. Sólo así podrían comprender, incluso los que discrepan, la postura eclesiástica. Pero al faltar este trasfondo, se ven los ataques como una nueva versión eclesial de la homofobia eclesiástica tradicional.

El problema de la Iglesia está en ser creíble a nivel de sentido y de verdad, más allá de los inmediatos intereses de la lucha política y de posturas reactivas, inevitablemente unilaterales como la que se critica. No hay que olvidar las dificultades que plantean las socie­dades seculares para abrirse a propuestas de sentido y valores de

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tipo religioso, y las dificultades suplementarias del anticlericalismo y las reservas contra la iglesia institucional latentes en buena parte de la población. Hay que ser muy cuidadosos en las críticas, mucho más cuando éstas juegan un papel en el debate político. La demo­cracia no es una estrategia en función de la verdad, ya que ésta pue­de estar en la minoría, sino que consagra la discusión y el debate como forma de resolver los conflictos. Ahí es donde insertarse la acción cristiana, relativizando normas , consensos y autoridades, sin negar su legitimidad democrática. Claro está que para que esto sea efectivo tendría que mostrar que también esos valores tienen lugar en el foro interno eclesial. No hay que olvidar tampoco la jerarquía de verdades, que planteaba el papa Juan XXIII, evaluan­do la importancia o no de los problemas a debate. Cuando se pone el acento en elementos periféricos de la doctrina religiosa es fácil que éstos desplacen a los nucleares, y que se perciba distorsiona-damente el mensaje cristiano.

Hoy la iglesia institucional corre el peligro de aparecer como la instancia referente de la derecha moral y política del país, sin más alternativas ni contrastes. La preocupación por la moral lleva a veces a que pase a un segundo plano la prioritaria atención al dolor humano, que es lo que caracterizó a Jesús y le llevó a enfrentarse a las leyes religiosas de su época34. La empatia con el sufrimiento forma parte del legado evangélico y la atención a las personas bus­cando potenciarlas es la clave que tendría que marcar la interven­ción cristiana y jerárquica en la sociedad. El problema se compli­ca, porque a la Jerarquía le resulta más fácil conservar el depósito de la tradición, que adaptarlo a los nuevos tiempos y además tiene problemas para innovar y modernizar (aggiornamento). Algunas declaraciones de obispos sobre la Habilidad técnica o no del uso de preservativos para evitar el SIDA, por poner ejemplos concretos, no sólo suscitaron estupor por tratarse de una temática que se sale de sus competencias, sino porque aparece a muchos ciudadanos como objetivamente falsa.

El afán por legitimar sus posturas morales lleva a veces a utili­zar argumentos que han sido descalificados por las ciencias o que pertenecen a una concepción del hombre obsoleta. Además, la pre-

34. J. M. Castillo, Víctimas del pecado, Madrid, 2004.

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ocupación de la Iglesia con todo lo que tiene que ver con la sexua­lidad ha sido siempre una de las lacras de la moral cristiana, cali­ficada, a veces, de burguesa, mientras que ganaría mucha credibi­lidad moral si se comprometiera en la sociedad con causas socia­les referentes, a la justicia, la pobreza, la marginación y la inmi­gración, en la que tendría que ser más beligerante, no sólo desde la perspectiva asistencial sino también desde un compromiso políti­co y social efectivo. El ser consecuente con su teología de un Dios crucificado y víctima le acarrearía reacciones políticas contrarias, pero incluso sus adversarios reconocerían en su fuero interno la legitimidad moral y cristiana de sus actuaciones. Esta diferencia de sensibilidad y de trato es la que muchos ciudadanos y cristianos ven como un agravio moral comparativo en las actuaciones del cristianismo institucional.

Además la tendencia clerical a tratar todos los problemas podía comprenderse en el contexto del régimen de cristiandad, pero resul­ta inaceptable en el contexto actual de laicidad y secularización. El mismo Vaticano II resalta la distinción entre la acción de los cris­t ianos, aislada o asociadamente en cuanto ciudadanos y desde su conciencia cristiana, y la acción que realizan en nombre de la Iglesia en comunión con la Jerarquía (GS 76). Una Iglesia cons­ciente de la secularidad y de la laicidad debería dejar más espacio a la actividad autónoma de los laicos y a sus pronunciamientos, en lugar de mantener el protagonismo del clero. La pregonada com­petencia de los seglares (LG 36), que conocen mejor los asuntos temporales, no aparece por ningún lado en la actuación eclesial, que mantiene un clericalismo intervencionista. Pervive la eclesiolo-gía de la sociedad desigual cuarenta años después del Vaticano II.

En este contexto resulta inevitable la utilización política de la jerarquía por parte de partidos e instancias sociales conservadoras y fácilmente se une el fundamentalismo moral, político y eclesial. Se afianza así la identificación de iglesias y de derecha en el ima­ginario social, y se dilapida buena parte de lo que se había conse­guido en las décadas postconciliares. Se puede afirmar que resulta más fácil para muchos católicos conservadores, incluidos miem­bros del clero y de las órdenes religiosas, la crítica de la jerarquía y del mismo papa, en caso de que defiendan pos turas políticas no conservadoras, que la denuncia de los partidos conservadores

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cuando asumen posiciones contrarias a la jerarquía y al mismo papa. La paradójica situación de ser más papistas que el papa y de estar más abiertos a la crítica de éste que de los partidos políticos conservadores, se dio ya en la época del cardenal Tarancón y vuel­ve a repetirse ahora35. Es un elemento constitutivo del nacional catolicismo español en los últimos dos siglos.

Desgraciadamente, esta vinculación fáctica entre la derecha política y la Iglesia, característica del problema de las dos Españas, es alimentada reactivamente por la frecuente alienación de los cristianos renovadores con la izquierda política. Cuando el cristia­nismo progresista se vincula incondicionalmente con la izquierda política en las confrontaciones con la jerarquía, sin conservar su autonomía en ambas direcciones, se convierten en legitimadores y, pueden convertirse en tontos útiles al servicio del poder político. La táctica del "divide y vencerás" forma parte de las estrategias del estamento político en sus enfrentamientos eclesiales, y el cristia­nismo de izquierdas no asume su lugar de conciencia crítica res­pecto de estas formaciones. El resultado es que son utilizados por instancias, como los medios de comunicación, que ven en ellos un instrumento oportuno para debilitar más no sólo a la iglesia jerár­quica, sino al cristianismo.

Este al ienamiento político, muy pronunciado en los úl t imos años, hace que dentro de la misma Iglesia surjan dos sectores en­frentados: los sensibles a materias sociales y de justicia, que votan a la izquierda, y los de la derecha centrados en las cuestiones con­cernientes a la familia, la educación y la moral sexual. Surgen así dos sectores de catolicismo, con el peligro de que en ellos se impon­ga la opción política sobre la misma identidad cristiana, y sin capa­cidad de la autoridad jerárquica para actuar como arbitro e instan­cia crítica de ambos sectores, porque aparece claramente alienada con uno de ellos. No hay que asustarse de que los católicos tengan distintas opciones políticas. Cada una de ellas da la primacía a mediaciones y valores distintos, sin que ninguna corresponda glo-balmente a la identidad cristiana. Pero la incapacidad de criticar a los partidos políticos preferidos desde la identidad cristiana especí­fica, denota la pérdida de lo cristiano y la integración acrítica de los católicos dentro de la polarización política del país.

35. Vicente Enrique y Tarancón, Confesiones, Madrid, 1996, 274-325

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Sólo una iglesia no alienada políticamente tiene posibilidades en una sociedad secularizada y laica. La alienación política se paga con merma de irradiación y de plausibilidad. El gran reto de la sociedad secular está en mantener convicciones personales y con­tribuir a los proyectos de la sociedad desde la propia visión del mundo. Exige un cristianismo militante, comprometido con su fe y no vergonzante. La crítica cristiana a la Ilustración y el progreso se basa en que su eficiencia productiva y científica no ha ido acom­pañada de crecimiento moral y humanista. La razón ilustrada ha sido más generadora de una sociedad competi t iva que de una emancipada. Esto da oportunidad de intervenir al discurso ecle­siástico, alentando a los ciudadanos a no ser subditos y a que la política no sea competencia de los partidos. La religión ya no fun­da el orden social ni el imaginario cultural, pero el cristianismo tie­ne que hacerse presente en los foros seculares e intervenir en lo conflictos sin claudicar a los intereses de los partidos. El derecho a la diferencia y al reconocimiento, propio de las modernas socie­dades secularizadas, posibilita la acción militante de los cristianos dentro de los mismos partidos como conciencia crítica. En este sentido el régimen de libertades ofrece amplias posibilidades a un cristianismo democrático.

Laicidad y laicismo estatal

No sólo en la Iglesia española persistieron las corrientes funda-mentalistas, reacias a la letra y el espíritu del Vaticano II, que han resurgido en las últimas décadas, sino que también el ámbito de la sociedad y en el orden político resurgen posturas radicales. El modelo republicano francés fue el que más afectó a los países del Sur de Europa, ejerciendo un influjo permanente en España que llega hasta hoy en las dos corrientes que sustenta. Junto a la laici­dad, perdura también la corriente laicista militante, claramente antirreligiosa. Esta tradición laicista en pro de la abolición de la religión, inspiró a algunas corrientes propulsoras de la República española. Luego se mantuvo como corriente subterránea anticleri­cal y anticatólica hasta nuestros días. La afirmación de Azaña de que España había dejado de ser católica, fue emitida después de una serie de leyes que no sólo establecían un Estado laico, la sepa-

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ración entre Iglesia y Estado y la secularización de la sociedad civil, sino que, para una buena parte de la opinión pública, ataca­ban a la Iglesia y a los eclesiásticos, a los cuales se quitaban com­petencias y derechos, que se reconocían a todos los ciudadanos como la libertad de asociación y de enseñanza. No sólo se impuso el ala más radical sobre otras corrientes republicanas moderadas, sino que se promulgaron leyes para las que no estaba preparada una gran parte de la sociedad y que eran inevitablemente partidis­tas en el contexto de polarización política e ideológica existente.

Cuando los organismos estatales pretenden imponer una cos-movisión, sin apoyo suficiente de la sociedad, abandonan su neu­tralidad cosmovisional, transforman a los ciudadanos en subditos, y desestabílizan el orden social al promover disposiciones que no son asumidas por la mayoría de la sociedad. Ni la jerarquía ecle­siástica de los treinta ni el poder político republicano estaban pre­parados para afrontar la nueva etapa. La corriente laicista, sola­pada en la laicidad del Estado, fue la que propulsó la quema de conventos y los asesinatos de eclesiásticos que debilitaron a la República, así como polarizó a la sociedad alienando de la Repú­blica a católicos moderados, que acabaron vislumbrando una auténtica persecución religiosa. Posteriormente, el alienamiento político de la Iglesia con los vencedores en la última guerra civil, así como la feroz represalia sobre los vencidos, sin que la Iglesia hiciera de mediadora y mitigadora de los sufrimientos de la parte republicana de la sociedad36, facilitó que el laicismo antirreligioso persistiera en España. La misión se entendió vinculada al poder y la pérdida de éste generó el víctimismo, como ocurre hoy ".

36. Así lo asumió la Asamblea Conjunta de Obispos y sacerdotes en 1971. Se reconoció que la Iglesia no había sido instrumento de reconciliación, pero no se alcanzó la mayoría requerida de dos tercios para incorporarlo al docu­mento. Sobre los distintos avatares e interferencias políticas y eclesiástica en la Asamblea, cfr., V. E. Tarancón, Confesiones, Madrid, 1996, 413-524.

37. "Todavía en un pasado no lejano la Iglesia ha ejercido su ministerio como quien desempeñaba un poder. Ha considerado su misión tan elevada que no le extrañaba en absoluto una situación de privilegio, como si se tratase de algo debido. Puede sentir ahora la tentación de hacerse la víctima y pertre­charse en un ghetto (...) Hemos de preguntarnos también por los motivos que hemos dado para que ahora se nos pasen ciertas facturas": Editorial de Razón y Fe 218 (1988), 12.

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Algunos militantes y simpatizantes de los partidos políticos de izquierda, los grandes derrotados en la guerra civil, han manteni­do viva esta tradición antirreligiosa. Sin embargo, la evolución eclesial desde los años sesenta y la transformación socieconómica, cultural y política en los últimos decenios, ha contribuido a una cierta pacificación de la sociedad, y a mitigar el rechazo de una parte de la población. No hay que olvidar que el anticlericalismo español estuvo más fundamentado en el papel de la jerarquía como aliada de las clases acomodadas, que como consecuencia de los planteamientos críticos de la Ilustración al hecho religioso. La mayoría del pueblo español ha mantenido muchas vinculaciones de religiosidad popular y de tradición católica cultural, más allá de sus disensiones con la Iglesia y la militancia política del clero. Es quizás paradójicamente a partir de los años sesenta, cuando la apertura cultural y la irrupción de nuevas ideologías, popularizó la crítica ilustrada a la religión entre los medios intelectuales y las generaciones jóvenes, contribuyendo así a una creciente influen­cia de la laicidad y también del laicismo antirreligioso en la socie­dad española.

Hay que proceder a la crítica de las ideologías, también la de la misma laicidad. Sólo así es posible la valoración del hecho religio­so en todas sus dimensiones, sin reducirlo a la perspectiva propia del laicismo antirreligioso. No hay que olvidar tampoco el peligro de sacralización del Estado, el poder y la Nación, que hace necesa­rio extender la laicidad a todos los ámbitos y entidades que pueden ser sacralizados. Éste es también el contexto de la situación actual. Es legítimo impulsar medidas y leyes gubernamentales, a pesar de la disconformidad de la Jerarquía y de parte de los católicos, pero se ha de evitar la tentación del laicismo antirreligioso, que tiene un trasfondo político y que abandona la neutralidad estatal respecto de la religión. Algunos grupos radicales se escudan en la laicidad, pero son en realidad laicistas. Mantienen un revanchismo antie-clesial y anticatólico, que les lleva a mofarse de las iglesias cristia­nas y a luchar contra ellas. Cualquier intervención cristiana se tacha entonces de ingerencia indebida y de politización, olvidando el derecho de crítica de todos los ciudadanos. Es una minoría acti­va e influyente con un anticlericalismo de raíces decimonónicas y una ideología ilustrada de cuño volteriano.

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Uno de los problemas que plantean estos grupos radicales es que alientan el integrismo reactivo eclesiástico y del conservadurismo católico. En nombre de la libertad religiosa y lo derechos democrá­ticos emprenden una cruzada antirreligiosa, que aviva viejos fan­tasmas y temores, sobre todo en las personas que vivieron la época republicana y la posterior guerra civil. Se puede hablar del enfren-tamiento de dos fundamentalismos, el integrismo radical y el lai­cismo militante. En el fondo tienen estructuras similares, basados en la idea de que el error no tiene derecho de existir y de que hay que imponer la verdad en la sociedad con todos los medios. La lai­cidad y la doctrina de la libertad religiosa rechazan precisamente esa uniformización, reforzando el respeto a la conciencia personal y a su búsqueda de la verdad desde la participación social y políti­ca. Habermas, premio príncipe de Asturias del 2003, no duda en afirmar que "la neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mun­do secularista"38. El Estado no puede imponer una ideología en la sociedad civil, mucho menos luchando contra una religión concre­ta que afecta a una parte de la población.

Es importante una evolución gradual hacia el nuevo modelo so­cial secular y laico sin cortes bruscos, que impliquen choques socia­les. La política es el arte de lo posible y el tiempo favorece que los pro­cesos políticos correspondan a los socioculturales, a pesar de que en algunos momentos haya tensiones puntuales. En España crece la conciencia de que somos ciudadanos, no subditos, y que la clase po­lítica no debe caer en el despotismo ilustrado sino subordinarse al parecer mayoritario de la sociedad, que no quiere crispaciones. Como hay alternancia política y de gobierno, se puede esperar que se logre la colaboración de creyentes y los que no lo son, como en nuestro entorno europeo.Ya no es necesario que el pueblo católico se aglutine en torno a la jerarquía para defenderse de un Estado hostil. Hablar hoy de "persecuciones" contra la Iglesia en países de la Unión europea es un contrasentido.

38. J. Habermas-J. Ratzinger, Dialektik der Saekularisierung, Friburgo, 2005, 36; 15-37. Habermas desarrolla su concepción del Estado y de la religión en una sociedad democrática en, J. Habermas, Zwischen Naturalismus und Religión, Francfort, 2005, 119-154.

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Hay que asumir en la sociedad y la Iglesia la pluralidad de posi­ciones y no asustarse por las críticas. Una Iglesia universal, cató­lica, está condenada a vivir con distintas corrientes de opinión y sin uniformidad de creencias. Por otra parte, el Estado tiene que asumir también algunas prerrogativas en lo que respecta a las confesiones religiosas, ya que la libertad de culto tiene sus límites en lo que concierne a los derechos humanos y el respeto de la Constitución política, a la que está sometido el mismo gobierno. Algunas prácticas religiosas, sobre todo en el caso de las sectas, fácilmente transgreden el ámbito de lo permitido y se aprovechan de la libertad religiosa para abusar de la dignidad humana. Lo mismo ocurre cuando se utilizan las mediaciones políticas para denigrar a religiones, creencias e inst i tuciones asentadas en la sociedad. Las simpatías personales de los dirigentes tienen que relativizarse ante su responsabilidad como representantes políti­cos de todo el pueblo.

En España sigue subsistiendo el dicho, que se atribuye a Una-muno, de que los españoles siempre andamos detrás de los curas, unas veces con un palo y otras con una vela. Quizás la europeiza­ción de España pase también por superar esa situación y que el hecho religioso deje de polarizar a la sociedad. Subsiste la realidad de una sociedad histórica y culturalmente católica, a pesar de la secular ización de los ú l t imos decenios. Hay además un desar­me moral en nuestras sociedades de consumo y se plantea el pro­blema de qué criterios educativos y sociales podemos ofrecer a las generaciones más jóvenes en el ámbito familiar y educativo. Los derechos humanos y la dignidad de la persona, se quiera o no rela­cionados con tradiciones inspiradas en el cristianismo, podrían ser un punto de consenso en nuestras sociedades laicas. El pro­blema es cómo suscitar y arraigar convicciones y normas arraiga­das en una sociedad en la que las religiones han perdido peso. La ética cívica es muy limitada e impera un relativismo global, en el que la autenticidad, el bienestar y el éxito social son los valores hegemónicos.

El gran reto de la laicidad y la secularidad es el de la ética cívi­ca, tenga o no raíces religiosas. Ahí es donde las iglesias tienen un papel importante que desarrollar, sobre todo en nombre de los pobres y de las víctimas de la economía de mercado. La teología de

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la liberación ha contribuido a desprivatizar la religión, la ha sacado del ámbito estrictamente religioso y la ha abierto a la ética, la polí­tica y los derechos humanos. Esto hace posible la crítica al Estado y aparecer como una instancia social comprometida y como un lugar de concienciación. Lógicamente esto incomoda al poder polí­tico y, sin embargo, está ampliamente admitido en la sociedad, que ve razonable y plausible este comportamiento en favor de los gru­pos más débiles de la sociedad. Esto es frecuente en el tercer mun­do, pero resulta irrelevante en la mayoría de las sociedades euro­peas, ya que las iglesias están también integradas en el statu quo dominante en la sociedad. La misma preocupación de las iglesias por los inmigrantes se basa, a veces, más en el asistencialismo que en la defensa política de sus derechos, la lucha contra la xenofobia o la defensa de sus derechos culturales y sociales39.

La religión y la moral han ido histórica y sociológicamente uni­das, siendo la cultura y la educación las claves para la humaniza­ción ¿Qué hacer entonces cuando la religión pierde peso social y la permisividad se convierte en la contrapartida de la carencia de convicciones y normas? ¿Al atacar valores de tradiciones religio­sas no se contribuye también a la erosión ética? El Estado y la sociedad democrática se basan en unos valores e ideales que no pueden fundar ellos mismos, pero sin los que sería imposible la convivencia. A su vez, las tradiciones religiosas han sido transmi­soras de contenidos morales y referencias humanistas sin las que no se puede comprender la historia de Occidente. Si esto no se potencia en una sociedad laica, se perderían contenidos funda­mentales para la sociedad, como subraya J. Habermas40. La polí­tica no puede prescindir de la ética, y ésta históricamente ha per­manecido vinculada a la religión. Incluso en nuestras modernas sociedades secularizadas resultan importantes los contenidos hu­manistas de las religiones, cuya pérdida redundaría negativamen­te en toda la sociedad. Las aportaciones de las religiones a una

39. J. García Roca, "La construcción de la laicidad en la sociedad española": Iglesia Viva 221 (2005), 29-47.

40. Habermas piensa que conceptos como moralidad, eticidad, persona, libertad o emancipación no se pueden entender en Europa sin apropiarnos de la idea de historia de salvación judeo cristiana. J. Habermas, Pensamiento postmeta-físico, Madrid, 1990, 25.

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sociedad secularizada y laica siguen siendo decisivas, con tal de que las mismas religiones asuman la laicidad como un bien sim­bólico, no como algo negativo que hay que soportar, y aprovechen las oportunidades de una sociedad democrática para ofrecer su potencial humanista. Es evidente que esto sólo será posible cuan­do las religiones sean ellas mismas ilustradas sustituyendo el absolutismo verticalista anterior por el diálogo y el respeto a la conciencia personal y las libertades colectivas.

6. Raíces cristianas de Europa

En este marco es comprensible el esfuerzo de las iglesias por lograr que en la Constitución de la Unión Europea haya una men­ción explícita acerca de las raíces cristianas de Europa. La memo­ria histórica genera identidad y da autoridad a las tradiciones. Por eso hay también recelo de los que temen la fuerza simbólica de una referencia al cristianismo como constituyente de Europa. Ven en ella una proyección normativa de lo que debería ser Europa, a cos­ta de sus innegables raíces laicas e ilustradas. Sin embargo, y aún siendo legitimo el deseo de que no se olvide lo que es constituyen­te de la identidad colectiva, el problema no estriba en una referen­cia explícita a una tradición religiosa específica, mucho más si esa mención genera conflictos y se convierte en causa de división euro­pea. No hay que olvidar que la crítica ilustrada a la religión es tam­bién consecuencia de la guerra de los treinta años y de los conflic­tos religioso-políticos a partir de la Reforma protestante. Se quiso evitar que la religión dividiera a los europeos, y surgió el doble pro­ceso histórico de secularización cultural y de laicización del orden sociopolítico, que tuvo su arranque en enfrentamientos de iglesias y Estados absolutos confesionales.

Hoy el problema se plantea de nuevo en relación con la posible entrada de Turquía en Europa, sin olvidar que ya son millones los ciudadanos europeos islámicos. Los conflictos de Europa están liga­dos a disputas entre Estados Nacionales y también entre corrientes religiosas. Es importante esa memoria histórica para evitar la sacralización de ambas, en un contexto supranacional, multicul­tural y de ecumenismo, que relativiza, sin negarlas, las adhesiones y creencias personales y colectivas, y las abre a lo diferente y com-

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plementario. Lo importante es que los valores cristianos sigan siendo una fuente de inspiración, motivación y orientación en Europa. Esa sería la prueba de la vitalidad europea del cristianis­mo. En este sentido hay que anotar el artículo 11/52 del Proyecto de Constitución Europea que afirma: "Reconociendo la identidad y la contribución específica, la Unión mantiene un diálogo abier­to, trasparente y regular con las iglesias".

Aunque no haya referencia explícita a Dios, la herencia cristia­na debe actuar en la línea de preservar la tradición humanista europea, fomentar los valores de justicia, paz y universalidad, inherentes a su tradición específica, y establecer espacios de con­vivencia en los que sea posible la paz religiosa y la pluralidad de creencias, personas e ideologías. En el actual proceso de globali-zación, Europa debe mostrarse como un espacio propicio al mes­tizaje, la convivencia y el respeto a la diferencia, de acuerdo con sus corrientes religiosas y humanistas. Todas tienen que aprender a convivir, desde una relectura creativa de sus propias tradiciones que las haga integrables en un proyecto común, el europeo. Éste debe ser identificable y reconocible a partir de sus raíces históri­cas, pero precisamente como abierto y plural en contra de la ten­tación de absolutizar de forma excluyente cualquiera de sus com­ponentes. La identidad de Europa no permite ni la tabla rasa ni la sustantivización de una esencia ahistórica y dada de una vez para siempre. Es un proyecto constituyente siempre abierto e inevita­blemente complejo y cultural. Sólo así puede ser un imaginario social aceptable para un continente heterogéneo, por historia, cul­tura e ideología.

Cada vez hay más ciudadanos que se plantean estas preguntas y que mantienen su rechazo al fundamentalismo religioso y al lai­cismo contrario. Hay un desarme moral de Occidente y una crisis de civilización, precisamente cuando el mundo se occidentaliza. Esto explica reacciones extremistas como la xenófoba de Oriana Fallad, que amonesta a la lucha contra un Islam que nos invade, con resonancias racistas41. Otros grupos sociales minoritarios son proclives a interpretar el siglo XXI desde la clave histórica anacró­nica de la defensa de Occidente contra el Islam, como el ex-presi-

41. O. Fallad, La fuerza de la razón, Madrid, 2004

LOS RETOS DE UNA SOCIEDAD LAICA 171

dente Aznar 42. Las iglesias cristianas deberían luchar para que las luchas del pasado no sirvan de acicate para los enfrentamientos actuales, y para que el diálogo de religiones contribuya a la paz internacional. El nacionalismo cristiano anti islamista no sólo es anacrónico sino peligroso en el contexto cada vez más xenófobo de una buena parte de la sociedad actual. A veces son los inmigrantes los que más acusan el vacío cultural y humanista de la sociedad receptora, suscitando la reacción radical de grupos islámicos, que quieren preservar sus valores y temen ser absorvidos por una sociedad rica pero que les parece espiritualmente vacía. Estas reac­ciones contrarias parecen avalar el choque de civilizaciones defen­dido por Huntington4'. Si seguimos estas corrientes fundamenta-listas de signo contrario, el hecho religioso se convertirá en un nue­vo factor de confrontación social europeo, como en el pasado, sien­do un impedimento para la sociedad de mestizaje que se impone con la globalización actual.

Queda la esperanza de grupos y asociaciones solidarias, espar­cidas por toda la sociedad, así como minorías ciudadanas, muchas también con inspiración religiosa, que sean tercera vía entre los fundamentalismos. El gran reto para el siglo XXI es promover un progreso cultural, humanista y ético, junto al socioeconómico. La ética cívica en una sociedad secular es la alternativa al fundamen­talismo religioso y laicista. El que otras sociedades tradicionales,

42. "El problema que tiene España con Al Qaeda y el terrorismo islámico no empezó con la crisis de Irak. No tiene nada que ver con las decisiones de mi Gobierno. Hay que ir hacia atrás, no menos de 1.300 años, al siglo VIII, cuan­do una España invadida por los moros rehusó convertirse en otra pieza del mundo islámico y comenzó una larga batalla para recobrar su identidad. El proceso de la Reconquista fue muy largo, extendiéndose durante 800 años. Terminó con éxito. Y hay muchos musulmanes radicales que continúan recordando esa derrota, muchos más de los que ninguna mente racional occi­dental pueda imaginar. Y Osama Bin Laden es uno de ellos. Su primera decla­ración después del 11-S -repito, del 11-S- no comenzó refiriéndose a Nueva York o Iraq. Sus primeras palabras fueron una lamentación por la pérdida de Al-Andalus -la España musulmana medieval- y comparándola con la ocupa­ción de Jerusalén por los israelíes". (J.M. Aznar López en la Universidad de Georgetown, en Washington, el 21 de septiembre de 2004. Conferencia cen­trada en el terrorismo actual: El Siglo n° 618 (4-10 de octubre 2004).

43. S. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mun­dial, Barcelona, 1997

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como las islámicas actuales, no procedan en la línea de libertad religiosa, no justifica que no lo haga Europa que tiene que actuar en función de los derechos humanos, aunque otras tradiciones y países no lo practiquen respecto del cristianismo. Esta ética laica pueden consensuarla personas con creencias religiosas y humanis­tas, con tal de que renuncien a la polarización en blanco y negro que ha determinado la historia pasada. Lo propio del integrismo es un dogmatismo, incapaz de matizar y criticar la propia postura. Ven como más peligrosos a los que aceptan algunos puntos del pro­pio programa y creencias, pero los relativizan y contextualizan en nombre de la tolerancia y la flexibilidad, que a los presuntos adver­sarios de la corriente opuesta. Por eso, los fundamentalismos tien­den a la polarización y a las guerras santas ideológicas, vinculan­do la militancia política con las creencias doctrinales. De la madu­ración cultural y religiosa de Europa depende que no se dé la gue­rra de religiones que algunos anuncian.

3 EL CRISTIANISMO

Y LA CULTURA POSTMODERNA

El Vaticano II buscaba tender un puente con la modernidad después de dos siglos marcados por el antimodernismo. La pro­liferación de condenas papales contra el modernismo, el libera­lismo, el socialismo y el comunismo, dejaron paso a una nueva situación desde los pronunciamientos sociales, políticos y pasto­rales de Juan XXIII y Pablo VI. El diálogo con el mundo, el opti­mismo pastoral de la Constitución Gaudium et Spes, la renova­ción de la doctrina social, y el papel globalmente positivo de la Iglesia en la transición, hizo que el catolicismo ganara en credi­bilidad, incluso entre los no católicos. El compromiso de amplios sectores de la Iglesia en la defensa de los derechos humanos, en la lucha por la justicia y en favor de la paz internacional, afian­zaba su capacidad de influencia en la sociedad. Además contri­buyó eficazmente a la democratización de los países del Este y también de España. Parecía, por tanto, haberse tendido un puen­te definitivo entre Iglesia y sociedad. Pero ya emergía una nueva cultura: la postmoderna.

1. Origen y desarrollo de la postmodernidad

El "aggiornamento" o puesta al día eclesial facilitó la corres­pondencia entre la modernidad y la Iglesia. Pero ya desde finales de los sesenta se hacía sentir la postmodernidad o modernidad

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tardía como algunos prefieren llamarla1. Se trata de una prolon­gación y radicalización de la modernidad, al mismo tiempo que su disolución. Persisten elementos de la Ilustración y al mismo tiem­po se critican algunos de sus postulados. Se veía a ésta como fun-damentalista e incluso monoteísta en su concepción de la historia y del hombre, mientras que en la postmodernidad se impone el politeísmo y la deconstrucción desde una hermenéutica que cues­tiona el mismo significado de las palabras, sin referencias semán­ticas últimas que puedan fundamentar. En consecuencia surge el escepticismo y el relativismo, y hay un rechazo a conceptos fuer­tes como el de la verdad y el sentido, y se devalúan los signos a meras creaciones subjetivas. Ésta perdida de referencias últimas determina a la postmodernidad.

Se trata de un cambio cultural que tiene raíces económicas y políticas, que se agudizó por la inmigración a las urbes desde las zonas rurales. La década de los cincuenta y, en menor medida, de los sesenta están marcadas por la reconstrucción de las socieda­des europeas tras la segunda guerra mundial. El esfuerzo y la dis­ciplina, la sobriedad y el trabajo, y las necesidades de supervi­vencia en una sociedad con recursos limitados fueron los ele­mentos determinantes. En los cincuenta comenzaron a superar­se los costos sociales de la guerra y se inició el desarrollo hacia el nuevo modelo de sociedad de consumo que los Estados Unidos exportaron a Europa, el estilo de vida americano. El desarrollis-mo se afianzó en Europa y en el tercer mundo, que falsamente veía en él un modelo para su propia evolución. Había confianza en que la modernización de las estructuras sociales y económi­cas, siguiendo las líneas del liberalismo y de la renovada econo-

1. W. Welsch, Unsere postmoderne Moderne, Weinheim, 1987; P. Bürger, Ursprung des Postmodernen Denkens, Weilerwist, 2000; P. Kondylis, Der Niedergang der bürgerlichen Denk- und Lebensform, Weinheim, 1991; A. Klappenbach, Ética y postmodernidad, Alcalá de Henares, 1990; Jesús Nebreda, Muerte de Dios y postmodernidad, Granada, 1993; J. Picó (ed.), Modernidad y postmodernidad, Madrid, 1988. Desde una perspectiva más divulgadora, J. I. González Faus, Postmodernidad europea y cristianismo lati­noamericano, Barcelona, 1988; Abjurar la modernidad, Barcelona, 2002; J. L. Sánchez Noríega, "Compromisos y creencias en la postmodernidad": Noticias obreras 1009 (1989), 695-702; M. Ureña, "La postmodernidad está servida": Vida Nueva 1673 (1989), 393-402.

El. CRISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 175

mía de mercado, generarían en poco tiempo una prosperidad mundial. Esta modernización cuestionaba a la cultura tradicio­nal y fracasó el intento de compatibilizar el viejo orden sociopo-lítico con las reformas económicas.

La década de los setenta marca el final de un periodo y el comienzo de otro, cuyo estilo de vida llamó Lyotard "La condición postmoderna"2. Corresponde a una nueva fase socioeconómica, la de las sociedades industriales avanzadas, y a otro paradigma socio-cultural, el de una sociedad de ocio que valora la experiencia y el disfrute. Esta doble tendencia se enmarca en una época de cam­bios, evolución y dinamismo. El ser estable y estático de las socie­dades tradicionales deja paso a la transformación de las socieda­des desarrolladas. Surge una colectividad abierta y competitiva; una sociedad de masas y de consumo; una cultura tecnocrática, científica y crítica; un espacio social igualitario y asimétrico, hete­rogéneo y ecléctico. La mentalidad se torna utilitarista y crítica con las ideologías, liberal y democrática, individualista y social. Se tra­ta de un dinamismo social marcado por los contrastes, como el talante hedonista y la dedicación al trabajo; la insistencia en la rea­lización personal y la creciente masificación del individuo. La nue­va sociedad es compleja porque está marcada por elementos con­tradictorios que imposibilitan una evaluación simple. La autentici­dad, el narcisismo hedonista y una solidaridad difusa y universa­lista, se integran en una forma de vida en la que resulta difícil deli­mitar lo privado de lo público, separar la racionalidad de las emo­ciones, y diferenciar la autorrealización personal del infantilismo y el egocentrismo.

La revolución estudiantil del 68 puede ser definida simbólica­mente como la irrupción de la generación de la postguerra, la pri­mera en vivir en una época de prosperidad y en una sociedad orientada al consumo. Tras una época colectivista, en la que el sacrificio por la patria y por el pueblo se saldaron con la guerra, surge ahora una individualista, en la que las ideologías entran en crisis y se pone el acento en la felicidad, el placer y las vivencias. Hay una exaltación de la individualidad, de la privacidad y los sentimientos, en nombre de un orden social menos represivo, como

2. J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, 1984.

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pregonaron Marcuse y los nuevos pensadores de finales de la década3. Había más tiempo de ocio y el mismo trabajo ofrecía nuevas formas de realización personal, posibilitando tanto la crea­tividad como formas inéditas de alienación. Se rompió la estructu­ra jerárquica, vertical y tradicional de la época anterior, en favor de una mayor movilidad social, con proliferación de iniciativas y mul-tipertenencias que erosionaban los valores culturales anteriores. La industrial cultural, la sociedad del consumo y el Estado del bienes­tar fueron los nuevos componentes del modelo social, a costa de los valores y orientaciones comunes de las sociedades tradicionales, cuya imagen del mundo estaba marcada por la familia, la patria, la propiedad individual y el orden social.

Es un nuevo paradigma cultural marcado por la competitividad y el cambio, en contraste con la estabilidad y clara identidad per­sonal y colectiva de la sociedad anterior. La nueva movilidad disol­vía las viejas jerarquías sociales y profesionales. Lo juvenil se con­vertía en paradigmático y a la generación de los mayores cada vez les costaba más comprender la nueva mentalidad y sensibilidad emergente. Se trata de algo más que el conflicto tradicional gene­racional, porque había una dicotomía de culturas: la antigua de los mayores, que habían vivido la guerra y padecido los esfuerzos de reconstrucción, y la juvenil que surgía, todavía poco definida. El "prohibido prohibir" y el rechazo de la cultura del trabajo y del sacrificio, asumidas por la generación de la reconstrucción, mar­caron la nueva orientación de las jóvenes generaciones, los prota­gonistas de la nueva época. Pasamos así de una cultura unitaria a otra plural, heterogénea y compleja.

Como todas las épocas de transición, la actual está marcada por la indefinición y los contrastes. Surge una nueva cultura, a veces reactiva y contracultural respecto del pasado4, en la que se sabe mejor aquello que no se quiere que lo que hay que buscar y por lo que luchar. Está marcada por la creatividad y capacidad de inno­vación, volcada hacia el futuro, en contra de la anterior determi-

3. H. Marcuse, Eros y civilización, Barcelona, 1970; El hombre unidimensional, Barcelona, 1971.

4. T. Roszak, El nacimiento de una contracultura, Barcelona, 1970.

EL CRISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 177

nada por el pasado. Conviven dos referentes culturales, el ya deca­dente de la generación de los padres, protagonistas de la recons­trucción y de la guerra, y la nueva y emergente, que tiene concien­cia de ruptura, a costa de los referentes culturales y la tradición. La generación anterior ponía el acento en la promoción educativa, en el marco de una sociedad de supervivencia y de una cultura clási­ca, con costumbres estables que se transmitían de padres a hijos. La identidad colectiva estaba asumida globalmente por todos. Ahora, en cambio, la autoafirmación generacional pasa por la rup­tura con los mayores y el afán de novedades, así como una deni­gración de lo anterior ("carca, carroza, antiguo").

Ya no hay valores consensuados y asumidos por todos, sino un politeísmo axiológico, que es la otra cara de una cultura abierta. Max Weber ha mostrado que el pluralismo de los valores se inscri­be en el proceso de diversificación y racionalización creciente de las sociedades modernas, en las que cada actividad se convierte en autónoma y persigue sus propios fines, con independencia de las otras. Según el ámbito sociocultural al que pertenecemos, así tam­bién actuamos, y la multipertenencia desemboca en comporta­mientos diferenciados y a veces antagónicos. Los valores científi­cos, religiosos, culturales y políticos no siguen una pauta única, sino que colisionan entre sí, siendo la ciencia la que tiene mayor plausibilidad y eficiencia. De ahí la multiplicidad de causas y fac­tores que inciden en el comportamiento humano, con consecuen­cias imprevistas. Por eso, hay una tendencia a los compromisos y flexibilidad, en lugar de la intolerancia que deriva de una ética monocausal, marcada por la intencionalidad^. No es la sociedad la que ofrece un sentido y unos valores, sino que cada persona opta y se da significado a sí misma. De ahí, el contraste generacional de dos perspectivas diferentes

La generación de los padres dejó de servir de modelo a los hijos. Éstos se emanciparon, se apoyaron en sus compañeros y se convir­tieron en referentes para los mismos padres. Son éstos los que imi­tan a los hijos y toda la cultura vive un proceso de "adolescentiza-ción", bajo la presión de los medios de comunicación social que

5. J. Freund, "Le polythéisme chez Max Weber": Arch. Se. soc.des Reí. 31 (1986), 51-61.

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hacen de la cultura juvenil el modelo de toda la sociedad6. No había confianza en los valores tradicionales, ni continuidad en la trans­misión generacional, ni valores sociales compartidos por todos. Existe un sentimiento de ruptura y discontinuidad, devaluando la experiencia anterior y perdiéndose el respeto a los ancianos. Los mayores no saben cómo transmitir su manera de ver la vida a los más jóvenes porque captan la inadecuación de su propia educación y mentalidad a la hora de abordar los nuevos retos sociales. Este corte generacional se deja sentir en la familia, la educación y la misma Iglesia. Por eso hay incomunicación entre la nueva cultura emergente y la de la generación anterior.

La complejidad del nuevo modelo de sociedad

Los nuevos rasgos socioculturales son paradójicos y contradic­torios. Por una parte, se acentúa la individualidad, la privacidad y la autonomía personal. Se trata de no sacrificar el individuo a ins­tancias e ideologías colectivas (patria, familia, orden, propiedad). Por otra parte, cada vez hay una mayor dependencia de la opinión pública, porque hay menos autonomía y personalidad para luchar contra corriente y oponerse a la presión social. Son instancias exte­riores las que orientan al individuo, mientras que la interioridad se vacía de componentes ideológicos y de convicciones personales. La crítica a las ideologías favorece el pensamiento "light", el travestis-mo ideológico y el sincretismo de creencias, a costa del humanis­mo tradicional y de las grandes ideologías del pasado. Se vive según las modas ideológicas y éstas se imponen como las comer­ciales, a costa de la reflexión y el análisis personal. Hay una crisis de las grandes ideologías, relatos y proyectos de la modernidad y la Ilustración, y se genera el pensamiento débil y la cultura del fragmento, que revaloriza lo cotidiano y personal respecto de los grandes sistemas ideológicos. Es una reacción contra los grandes

6. Los sociólogos hablan de una "generación sin padres". Los jóvenes dejan de mirar a la generación anterior como referentes y éstos son desplazados por los compañeros, amigos y la pandilla que se convierte en el nuevo modelo para la conducta. Los padres no saben cómo educar a los hijos y desconfían de sus propios valores, siendo sustituidos por los compañeros generaciona­les de sus hijos. Cfr., M. Mead, Cultura y compromiso. El mensaje de la nueva generación, Barcelona, 1977.

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proyectos emancipadores del pasado, viendo las ideologías como la causa de la catástrofe de las dos guerras mundiales. Tras la fuer­te polarización ideológica anterior, hay tolerancia, permisividad, capacidad de convivencia y relativización de las creencias. Aumentan las posibilidades y la capacidad de opción de los indivi­duos, y pierden validez las tradiciones e instituciones que antes servían de referencias normativas. Surge un mundo policéntrico y complejo, con esferas y subculturas autónomas.

Se supera el autoritarismo en que se educó la anterior genera­ción, pero se cae en el dejar hacer, dejar pasar. El "pasotismo", se une al escepticismo sobre los valores asentados, y la falta de com­promiso favorece las creencias débiles y no practicadas. Lo llama­mos pensamiento débil, o levedad del ser, siguiendo pautas de Vattimo o Kundera. Es un pensamiento que resalta la alteridad y el derecho a la diferencia, contra la tendencia globalizante anterior. Subraya la finitud y la contingencia, que no permiten fundamen­tos últimos, en favor de la provisionalidad y pluralidad de posicio­nes. Ya no hay una razón fuerte legitimadora, abriendo espacio a la opcionalidad y sustituyendo lo razonable a lo demostrable. Es un pensamiento deconstructivo, más que fundamentador, ya que surge en una situación cultural de crisis. Por eso desconfía de los sistemas de creencias y cuestiona las pretensiones de absolutez. No hay correspondencia entre pensamiento y realidad, y el mundo de las representaciones cobra valor a costa de las referencias últimas. El pensamiento deviene expresivo, subjetivo, interpretativo, cons­trucción del sujeto más que copia de la realidad.

La libertad de pensamiento y de expresión devienen exigencias universales pero se imponen instituciones que bloquean la toma de conciencia y limitan la autonomía personal. Hay un sistema for­mal de libertades, pero también instancias que limitan su ejercicio. La crítica a las ideologías fue la base de la Ilustración, ahora toda la cultura es configurada por los medios de comunicación que son los que determinan lo que hay que pensar y creer. Hay más liber­tad de opción que nunca y la información es abundante y plural, pero el ciudadano medio se siente perdido ante una avalancha de noticias erudita, cuantitativa y heterogénea, ante la que le cuesta posicionarse y evaluar. Los medios de masa no ayudan a la refle­xión, ofrecen la noticia, la comentan y determinan lo que hay que

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pensar acerca de ella. Por otra parte, la autonomía personal resul­ta vacua por falta de capacitación para el juicio y la valoración7.

Es una situación paradójica, en la que se combina un mayor espacio a la libertad personal y una menor capacidad para decidir por uno mismo; una sociedad plural pero cada vez menos dife­rente, porque todos comparten el mismo código sociocultural. El dinamismo social se basa en cambios constantes, marcados por la moda y la novedad, pero hay una estructura permanente, deter­minada por la mercantilización de la sociedad y la industrial cul­tural que la propaga. En realidad la multiplicidad de la informa­ción y de los canales que la propagan se compensa con la homo­geneidad y similaridad de sus contenidos, ahogando alternativas y silenciando iniciativas no integrables. El fin de los grandes dis­cursos va acompañado de la proliferación de pequeños relatos, que, en última instancia se integran en la cultura estándar y en el orden social constituido.

Se puede hablar de un "re-encantamiento" del mundo"8 por la industria cultural, y surgen imágenes generadas por los medios de consumo que desplazan a la realidad. Lo verdadero es lo que apa­rece en la prensa, radio y televisión, a costa de lo fáctico, que no existe si no aparece en los medios. La representación desplaza a las cosas, la marca tiene la primacía sobre la calidad real del producto, la presentación y la propaganda hacen que la imagen y la palabra se impongan. Hay contradicción entre la afirmación de los derechos del individuo y la dificultad para distinguir entre la realidad y sus representaciones. Aumentan las posibilidades de elección personal y también la pluralidad de perspectivas, pero faltan criterios perso­nales de valoración. Se impone la tendencia a dejarse llevar por las pautas de conducta sociales, que remiten a la publicidad y a la cre­ación de un estado de opinión por los medios de comunicación.

La proliferación de ofertas de consumo se vincula a la dismi­nución de capacidad reflexiva y toma de distancia personal por parte de los consumidores. Se multiplican los deseos, fomentados por la publicidad, y se transforman en necesidades, y aumentan

7. A. Finkielkraut, La derrota del pensamiento, Barcelona, 1987. 8. P. Bruckner, La tentación de la inocencia, Barcelona, 31999, 46-84, G. Ritzer

El encanto de un mundo desencantado, Barcelona, 2000.

EL CRISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 181

las frustraciones porque cuanto más se tiene más se necesita. Se poseen más cosas que nunca, muchas de ellas innecesarias y, a veces, nocivas. Simultáneamente crece la insatisfacción ante las expectativas que suscita la propaganda y el desencanto una vez se poseen sus ofertas. Las micro-ofertas de sentido, que prometen felicidad y bienestar, defraudan cuando se alcanzan, y paradójica­mente suscitan nuevas demandas a las que se responden con otros bienes apetecibles. En realidad hay inseguridad personal, ya que no se sabe lo que realmente se quiere, porque la dinámica perso­nal retrocede ante la presión social y el código publicitado que arrastra a las personas.

Es el grupo social, más que el individuo, el que define lo que es valioso y el acento se pone en el afán de experiencias divertidas, interesantes y gratificantes, que se convierten en el símbolo de la felicidad y compensan la atonía interior de los individuos. Cuanto más volcado está el individuo hacia las cosas y más se deja llevar por los comportamientos colectivos y las ofertas estandarizadas, más aburrida y vacía es la experiencia personal. De ahí la bús­queda incesante de nuevas experiencias que compensen a una subjetividad empobrecida, marcada con frecuencia por relaciones interpersonales superficiales y una cultura trivial, fácil y cómoda. La cultura postmoderna es individualista en reacción a los colec­tivismos anteriores. Se exalta al individuo ante la autoridad, la familia, la Iglesia y el Estado, reivindicando su libertad y autenti­cidad. Por el contrario, se valora la permisividad, la proliferación y pluralidad de iniciativas, y la poca durabilidad y permanencia de los proyectos.

En las sociedades postmodernas se valoran positivamente las críticas y las disidencias, y por otro lado, se sofocan las primeras y se integran las segundas. La enorme capacidad de asimilación de la cultura dominante neutraliza y hace efímeras las mismas pro­testas, como ocurrió con el movimiento hippy y los movimientos anarquizantes de finales de los sesenta. Las necesidades humanas se transforman en preferencias consumistas y la potenciación sin límites de los deseos se canaliza hacia la participación social y las ofertas consumistas. De esta forma se sofoca la protesta y la bús­queda de sentido se canaliza hacia micro-ofertas de sentido frag­mentarias, dispersas e integrables en el orden social. Ya no hay que

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reprimir, salvo en casos extremos, sino controlar y mentalizar. La colonización interna del sujeto es la otra cara del individuo hedo-nista, que se libera falsamente9.

La democracia se orienta hacia las diferencias y acepta la plu­ralidad de creencias, con mayor aper tura al reconocimiento del otro, y una crítica a la intolerancia, en contra de la ideologización de las politizadas sociedades que llevaron a la guerra mundial. Esta pluralidad de posibilidades va unida, sin embargo, a una cre­ciente homogeneidad de los individuos, que asumen pautas cultu­rales y estilos de vida comunes y reglamentados. La era del indivi­dualismo es también la de una inculturación estándar que hace muy difícil la autonomía personal. Lo "normal", impuesto cultu-ralmente, predispone las opciones existenciales y las preferencias grupales desplazan a las interacciones personales y la autonomía personal10. Podríamos hablar de un troquelado de la afectividad y una colonización mental, que predispone a la persona a asumir comportamientos y pensar según los esquemas que se han recibi­do. Las libertades formales, incluidas la de pensamiento y expre­sión, se neutralizan desde una red de instituciones que dificulta la reflexión personal y amortigua la capacidad crítica11.

Quizás lo más claramente positivo de la nueva sociedad es la superación de la sociedad de supervivencia, la capacidad para res­ponder masivamente a las necesidades primarias y secundarias de las personas, y el potencial tecnológico y productivo que hace posi­ble nuevos horizontes inéditos hasta ahora. La prosperidad posi­bilita medios materiales y formativos, que hacen posible la irrup­ción de nuevas generaciones mejor preparadas que las anteriores. En cuanto que aumentan las posibilidades personales y generacio­nales se deja también mayor espacio a una valoración de lo gra­tuito, lo contemplativo, lo no utilitario, y se potencian posibilida­des culturales y necesidades espirituales. La lucha por la subsis-

9. J. Baudrillard, Cultura y simulacro, Barcelona, 1978; C. Castoriadis, "Ascenso de la insignificancia": Estudios (México) 43 (1995-96), 7-28.

10. Remito a los estudios de G. Schulze, Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart, Francfort, 82000; Kulissen des Glücks. Streifzüge durch die Eventkultur, Francfort, 22000.

11. C. Mongardini, "Die Rolle der Moral und die politische und ideologische Krise in zeitgenóssischen Europas"; en Wenn Gott verloren geht, Friburgo, 22000, 27-39.

EL CRISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 183

tencia en el Occidente prospero deja paso a la búsqueda de gratifi­cación y realización personal, a lo vocacional y electivo.

Pero también, hay una pérdida de los valores éticos en función del éxito y el pragmatismo social es la otra cara de la competitivi-dad social, en sociedades cada vez más darwinistas. La apoteosis del deseo favorece la dimensión estética de la vida y el narcisismo deviene un valor cultural, a costa de la capacidad adulta para sopor­tar la frustración. La reacción contra los utopismos y totalitarismos del pasado, el no sacrificar el presente en función de un futuro incierto, y la exigencia de no seguir los cantos de sirena de políticos, ideólogos y predicadores, conlleva también la apoliticidad, el refu­gio en lo privado y el desinterés por las instituciones sociales. La permisividad y tolerancia como valores cívicos tienen también la otra cara de la indiferencia y evasión ante las injusticias sociales.

Hay una reacción contra el autoritarismo patriarcal del pasado, contra el qué dirán de la opinión pública, contra la inercia de cos­tumbres y tradiciones, propias de una sociedad estática y con poca capacidad de innovación. Pero, a su vez, la pérdida de peso del pasado, la tradición y el deber favorecen "la fuga mundi" y la pro­yección utopista e irreal hacia el futuro, rehuyendo responsabili­dades y obligaciones12. Hay una paradójica huida del compromiso personal en nombre de la responsabilidad colectiva e impersonal, como si la sociedad tuviera la culpa, exonerando al individuo de obligaciones. Nadie se siente concernido por los males sociales, que son de todos y de nadie, y la sociedad diluye la necesidad de compromisos personales.

Se pierden también convicciones tradicionales y cada vez es más difícil una visión sistemática y total, porque proliferan las especialidades, los fragmentos y las perspectivas yuxtapuestas. El imperativo es vivir el presente, ¡vivir al día! En cambio, hay una pérdida de memoria histórica y referentes tradicionales (los de las generaciones anteriores),y se adolece de auténticos proyectos de futuro, ya que no se ve la posibilidad de alternativas y se prefiere proyectar el presente mejorado en el futuro. No hay escatología,

12. L. Gipovetsky, El crepúsculo del deber, Barcelona, 2005''. A. Finkielkraut. La sabiduría del amor, Barcelona, 31999; La humanidad perdida, Barcelona, 1998; C. Lasch, La cultura del narcisismo, Barcelona, 1999.

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mesianismo ni profetismo, en contraste con la década de los sesen­ta, sino más bien fuga de responsabilidades y una desmovilización ética y política. Se puede hablar del final de la historia, ya que ésta parece detenerse en el modelo de sociedad y de cultura generado en la segunda mitad del siglo XX, dejando para el futuro sólo el perfeccionamiento y mejora de lo que ya se ha conseguido13.

La racionalización de la sociedad, en la que la ciencia se ha con­vertido en el motor y referente universal, es una de las causas de la creciente eficiencia económica, pero se paga con la pérdida de los valores y referentes tradicionales, al aparecer carentes de funda-mentación y de legitimación14. Los valores se fundamentaban en nombre de Dios, o en base a la normatividad de la naturaleza humana, o teniendo como referencia la tradición, la historia y la sociedad, que se valoraban positivamente. Al perderse estos refe­rentes, a causa de la crisis cultural de Dios, del rechazo de una naturaleza racionalmente normativa o por la impugnación de la tradición y las convenciones sociales, se produce un vacío y crece la desorientación. Y en cuanto que no hay conciencia de una historia común, se favorece la fragmentación social, la pérdida de identidad específica y la aceptación de estereotipos culturales estandarizados.

La explotación de la naturaleza, que desencadena también los nuevos problemas ecológicos, posibilita el aumento del nivel de vida y la solución de necesidades materiales que no podían colmar las sociedades subdesarrolladas. Pero también desencadena el stress de la competitividad y la eficiencia a costa de las relaciones interpersonales gratuitas y desinteresadas. Hay un empobreci-

13. F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, 1992. Una excelente crítica a esta ideología y a la cultura postmoderna es la que ofrece F.J. Hinkelammert, El mapa del emperador, San José (Costa Rica), 1996; V. Serrano Marín, "Nihilismo y fin de la historia. Una mirada sobre la cuestión de la (pos)modernidad": Revista de Filosofía 13 (2000), 5-44.

14. Los valores objetivos que antes se fundaban en nombre de la naturaleza (derecho natural), de la religión (como mandamientos divinos), o de la socie­dad (apelando a la tradición y las costumbres) son constantemente erosio­nados por una razón científico técnica enormemente enciente pero incapaz de proponer metas, valores y normas que regulen su eficacia. Surge una sociedad muy racional en los medios pero sin metas y valores asumidos por todos, que sirvan de orientación. De ahí la crisis axiológica, que se convierte en un tópico inevitable, la crisis de los valores en las sociedades desarrolladas. Cfr., M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, 2002, 45-88.

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miento en la comunicación y se extiende un nuevo tipo de soledad, el del individuo aislado en medio de la multitud15. El dominio sobre las cosas fácilmente se torna en dominio social sobre los otros y en un autocontrol personal del individuo que desconfía de sus deseos y necesidades personales. El sujeto contemporáneo es cada vez más eficiente y productivo, pero tiene que afrontar como potenciar la comunicación y sustraerse a la burocracia y el dominio de las instituciones16. Las novelas de Kafka simbolizan las nuevas ame­nazas de una sociedad desarrollada e impersonal, altamente indus­trializada y empobrecida culturalmente, como se refleja en las grandes novelas de las antiutopías de finales del siglo XX (Orwell, Huxley, Bradbury, etc.).

2. Postmodernidad, cultura y religión

No es fácil analizar con realismo el actual proceso social sin caer en el pesimismo cultural, ya que las transiciones sociales son conflictivas e indefinidas, y tienden a enfocarse negativamen­te por personas y grupos socializados en la época anterior17. La movilidad y lo novedoso de las nuevas creaciones favorecen la inse­guridad social y la crisis de identidad personal. Hay tensión entre un paradigma cultural ya superado, pero todavía existente e influ­yente, y otro que está naciendo, pero que todavía no se ha consoli­dado ni tiene un proyecto definido. Resulta más fácil captar lo negativo del proceso, en cuanto que destruye referencias tradicio­nales asentadas, que valorar las líneas positivas de algo que está todavía construyéndose. Inevitablemente aumentan las incertezas, precisamente porque se experimentan nuevos caminos. El riesgo y el proyecto es inherente a la postmodernidad, en contraposición a la valoración estática más propia del pasado.

15. D. Riesman, La muchedumbre solitaria, Barcelona, 1981. 16. Véanse las dos líneas contrapuestas que ofrecen M. Horkheimer-T. Adorno,

Dialéctica de la Ilustración, Madrid, 31998 y J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa II, Madrid, 1987, 534-72; El discurso filosófico de la moderni­dad, Madrid, 1989,351-86.

17. Una buena síntesis es la que ofrecen J. Martín Velasco, El cristiano en una cultura postmoderna, Madrid, 1997; J. M. Mardones, ¿A dónde va la religión, Santander, 1996; El desafío de la postmodernidad al cristianismo, Santander, 1998; Síntomas de un retorno, Santander, 1999.

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Los grupos e ideologías tradicionales subrayan el efecto caótico de los cambios, porque se oponen a los valores que han creado esa sociedad del bienestar18. Otros, en cambio, resal tan que las sociedades actuales acarrean el riesgo y que la inseguridad es un precio a pagar por el aumento de posibilidades existentes. El énfa­sis en el individuo tiene la contrapartida de minusvalorar las refe­rencias institucionales, con el peligro de que la inseguridad perso­nal desplace al compromiso ético, pero deja también espacios a una menor presión del grupo social de pertenencia19. Hay posibili­dades para una personalización de las propias creencias, pero no hay ninguna planificación ni una referencia institucional que guíe el proceso, ya que una característica de la postmodernidad es la coexistencia de varios centros y referencias, sin que haya uno dominante que excluya a los otros. Por eso su denominación es ambigua, ya que el concepto de post-modernidad subraya el con­traste y la discontinuidad con los proyectos de la modernidad, mientras que otros prefieren hablar de una modernidad tardía en la que hay una segunda Ilustración y una reflexión y corrección del proyecto de la modernidad. En cualquier caso, se trata de algo nue­vo respecto del modelo de sociedad anterior e inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial.

Para el cristianismo es un nuevo contexto y también una opor­tunidad después del Concilio. Si éste significó la reconciliación entre el cristianismo y la modernidad, tras siglos de enfrentamien-to, ahora la ilustración moderna es insuficiente. Surge una nueva fase histórica, que exige una segunda Ilustración y respuestas dife­rentes de la Iglesia. Los problemas de la secularización, laicidad y democratización obligaban a un esfuerzo para reubicarse en una sociedad emancipada de la tutela eclesiástica, relegando la religión a la conciencia personal . La presencia visible de la Iglesia en la sociedad se desplaza del orden político institucional al protago­nismo de los ciudadanos en la sociedad civil. De ahí la creciente

18. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, 31989. Una perspectiva crítica pero no pesimista es la que presentan J. Habermas, Problemas de legitimación del capitalismo tardío, Buenos Aires, 1986; C. Offe, Contradicciones en el estado de bienestar, Madrid, 1990; Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Madrid, 1988.

19. U. Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, 1988.

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importancia del laicado y sus asociaciones, así como la insistencia en la educación como espacio de evangelización en el que es posi­ble una presencia pública y con influencia social. En la modernidad había referentes fuertes, ideales ilustrados y valores éticos y huma­nistas umversalmente aceptados. Se daba también una filosofía de la historia que conservaba elementos de una teología secularizada.

El gran cambio está en la transformación del paradigma socio-cultural y de la cosmovisión resultante. El cristianismo ha creado una imagen del mundo y un estilo de vida acorde con los momen­tos históricos de la evolución occidental. Hoy esto ha entrado en crisis. La realidad última, tradicionalmente identificada con la naturaleza y vinculada al Dios creador, ha dejado paso a la ausen­cia de realidades absolutas sobre las que construir una cosmovi­sión, y a una relativización de las propias construcciones, precisa­mente porque no hay fundamentos últimos. En cuanto que todo conocimiento es proyectivo e interpretativo, como postula la her­menéutica postmoderna, Dios ha dejado de ser la referencia obje­tiva suprema para devenir una proyección creada por la necesidad y el deseo. Han triunfado Nietzsche y Heidegger, que son dos clá­sicos de la postmodernidad, perdiéndose así las referencias desde las que se legitimaba la fe hasta el pasado siglo.

Las nuevas categorías de lo real ya no vienen dadas por los gran­des relatos tradicionales, sino que surgen desde un mundo evoluti­vo e inestable, en el que el hombre se ubica de forma pragmática. Se pasa de las grandes cosmovisiones globales a la proliferación de relatos plurales, el fragmento se eleva a la totalidad y la pluralidad constitutiva de la modernidad, la Ilustración o el mismo cristianis­mo, se reducen a un común denominador, desde el que se postula la superación postmoderna. Se niega la pluralidad anterior en nom­bre de la diversidad del presente, presuntamente superador del pasado, al que se ve como un todo homogéneo. Es el final de la sociedad rural y sus mitos y narraciones, y también de la sociedad urbana tradicional, estática, estable y cohesionada. El hombre de hoy vive sin seguridades últimas, asumiendo una pluralidad de perspectivas, la relatividad de todos los valores y el carácter de cons­trucción social de la realidad. No hay fines últimos ni fundamentos universales en los que apoyarse, por eso entran en crisis los valores y sistemas cognitivos tradicionales. El lenguaje ético y valorativo

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aparece falto de correspondencia con la realidad y con carencias de fundamentación. Se han perdido los referentes universales de la modernidad en favor del contexto, la situación y las circunstancias.

Por eso entran en crisis los mitos y relatos sapienciales, que ofrecían modelos de comportamiento y un significado para la vida. Al cambiar el modo de vida, las condiciones laborales, el modelo familiar y la comprensión de la realidad, pierden credibilidad y plausibilidad las viejas referencias religiosas a Dios y al hombre, que se habían construido en las sociedades tradicionales. Las imá­genes habituales de Dios resultan extrañas en la nueva cultura. La religión tradicional está desfasada respecto de las nuevas condicio­nes de vida, las creencias culturales y la praxis laboral y cívica. Por eso es opaca y suscita incomprensión, sobre todo en las generacio­nes más jóvenes, las más inculturadas en la postmodernidad. Los viejos relatos pierden en plausibilidad y credibilidad, y esto con­diciona las narraciones religiosas. El simbolismo religioso pierde correspondencia con la realidad, deja de remitir a instancias com­prensibles y aceptables para el hombre de hoy. El gran relato cris­tiano se convierte en incomprensible y escasamente plausible.

Al hablar de Dios, como el Absoluto universal, surgen proble­mas de comprensión y también de ubicación (¿dónde localizar a ese Dios, que ya no está en el nivel superior al que llamamos cielo?). El lenguaje sin referentes ni instancias umversalmente comprensibles (¿de qué hablan los cristianos cuando aluden a Dios?) pierde sig­nificación cultural y ya no puede generar cohesión e identidad. La narración religiosa tradicional no encuentra raíces ni bases en que apoyarse. El nuevo orden cultural desestabiliza las referencias reli­giosas antiguas, está marcado por una innovación continua y por componentes relativistas y escépticos. Se puede lamentar esta for­ma de cultura y resaltar el vacío que genera, pero hay que asumir que éste es el dato de partida en el mundo de hoy.

La religión se desconecta de la cultura configurante de la socie­dad y de los sistemas ideológicos que la determinan. No se asumen las estructuras y estilos de la sociedad, lo cual permite mantener la identidad, pero tampoco se logra que las instituciones y creencias propias irradien en ellas. Hay una yuxtaposición de imaginarios sociales, el religioso y el postmoderno, sin correspondencia ni interpelación mutua, con lo que la religión se bate en retirada, se

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preserva en cuanto que se aisla y se protege del entorno cultural dominante. Su irradiación sólo es efectiva en las minorías más tra­dicionales de la sociedad, en los segmentos mayores de la pobla­ción, que se inculturaron en la etapa anterior, y en las personas más vinculadas a la cultura rural, que son las más receptivas a los con­tenidos tradicionales de la religión.

La racionalidad operativa, pragmática e inmediatista deja poco espacio a las especulaciones mítico-teológicas pasadas. Vive más de sugerencias que de contenidos sistemáticos y claros. La raciona­lización en un mundo desencantado y de hegemonía de lo científico técnico, hace que se pierdan referencias objetivas, como las que propone el cristianismo, acerca del significado y papel del hombre en la historia, y que caigan los valores jerarquizados de la sociedad tradicional20. Ya no hay correspondencia entre la realidad social y los valores que le dan sentido, porque la primera se ha transformado en sociedad post-industrial de consumo y los significados tradicionales del cristianismo no pueden enraizarse en ellos. Por eso crece la dis­tancia entre las posibilidades de supervivencia del cristianismo en las sociedades postmodernas y el de las que no han tenido ese desa­rrollo. El problema está en que el código cultural de la postmoder­nidad tiende a divulgarse en todo el mundo, erosionando los valores anteriores y haciendo más difícil el papel de las religiones. No hay homologación entre la axiología religiosa, la jerarquía de valores, y la realidad cultural; entre los símbolos que se quieren transmitir y las sociedades que las reciben. Ya no hay seguridad de que los valo­res últimos, incluidos los religiosos, correspondan a la estructura última de la realidad21. Persiste la necesidad humana de una repre­sentación acorde con la realidad, pero hay conciencia de la dualidad y del carácter construido de los símbolos y valores.

20. Esta es la tesis central de M. Horkheimer, Critica de la razón instrumental, Madrid, 2002, 45-74.

21. La problemática del cambio axiológico en las sociedades contemporáneas ha sido analizada con detalle por M. Corbi, Análisis epistemológico de las confi­guraciones axiológicas humanas, Salamanca, 1983; Proyectar la realidad, reconvertir la religión, Barcelona, 1992; Religión sin religión, Madrid, 1996. Desde otra perspectiva, J. Martín Velasco, "El siglo de una gran mutación religiosa": Sal Terrae 87 (1999), 879-91; Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Madrid-Santander, 1999. También, A.M. Greely, El hombre no secular, Madrid, 1974, 82-98.

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En realidad se plantean los problemas básicos de la misión cris­tiana en una cultura extraña, agudizados porque se trata de una sociedad post-cristiana. Hay que reconocer la heterogeneidad espe­cífica de la cultura en la que busca inculturarse el cristianismo res­pecto de la propia tradición. El conflicto está en que la sociedad postmoderna no entiende los relatos, imágenes y símbolos religio­sos clásicos, y cuando los comprende les resultan poco creíbles. Conceptos como "nacimiento virginal, encarnación, transubstan-ciación, trinidad, persona con dos naturalezas, providencia divina, etc." resultan extraños y no se acaba de aclarar lo que se quiere decir ni cómo pueden ser asumidos. El gran meta-relato cristiano tropie­za con el rechazo postmoderno de las grandes historias que dan un significado a la vida, que se reducen a fábulas, mitos, leyendas y cuentos propios de una sociedad retrasada. Hay un vaciamiento del concepto de Dios, que deviene difuso, politeísta más que monoteís­ta, y no hay nuevos simbolismos postmodernos para hablar de él.

No hay sensibilidad para los relatos sapienciales, que tan bien asumían las generaciones pasadas, a pesar de que la industria de la imagen constantemente crea nuevos mitos y grandes relatos pa ra divulgar su concepción de la vida. Para las generaciones inculturadas en la tradición anterior eran comprensibles y creíbles, no había problemas culturales para asumirlos; en cambio para la mentalidad postmoderna, cientificista, escéptica y con espíritu crí­tico resultan incomprensibles y poco sugerentes. Pasamos también del lenguaje demostrativo de la existencia de Dios a la acusación de que hemos falsificado al Dios cristiano en cuanto que lo hemos identificado con el Dios de los filósofos y lo hemos hecho depender de una prueba racional. Este desencanto lleva, a lo más, a un Dios débil, deseado, buscado y preguntado, pero, en ningún caso poseí­do ni nombrable, sospechando siempre de nuestro lenguaje sobre él y de las imágenes y conceptos de cada religión22.

El viejo problema de la desmitificación de la Biblia se extiende ahora a las creencias básicas del cristianismo, ya que las doctrinas y símbolos de las sociedades tradicionales resultan ajenas al talan­te científico de la era actual. Esto no quiere decir que no surjan

22. Juan A. Estrada, Imágenes de Dios. La filosofía ante el lenguaje religioso, Madrid, 2003.

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nuevas mitificaciones, sistemas de creencias alternativos y relatos que ofrecen sentido, ya que la industria cultura ofrece un buen repertorio de ellos para responder a las necesidades humanas. El problema es cómo pasar del viejo paradigma, propio de una socie­dad estática y premoderna, al de la postmodernidad y su tipo de construcciones. El lenguaje mítico simbólico es rechazado desde el científico, que se ha convertido en criterio de verdad en nuestras sociedades. Por eso hay un corte generacional y hay palabras y relatos que dejan de tener significado y se convierten en mera retó­rica emocional sin contenido. Por consiguiente, el camino iniciado por el método histórico crítico, una de las grandes contribuciones de la modernidad a la religión, tiene que ser cont inuado y no pararse. Hay que cont inuar el proceso de desmitificación de la Biblia, no rechazando los mitos pero sí captando el género litera­rio que representan en contra de una interpretación literal y fun-damentalista. Y esto tiene que extenderse a una hermenéutica de los dogmas, que fueron interpretaciones eclesiales de las verdades de la fe con las mediaciones filosóficas y teológicas de la época en que se crearon. Por eso hay que reinterpretarlos, para no caer en la aporía de dar más importancia a la Iglesia y a la tradición dog­mática, que a la palabra de Dios en la Biblia. Ni podemos seguir viendo los mitos bíblicos como historia, ni debemos seguir repi­tiendo literalmente expresiones dogmáticas como si su lenguaje fuera irreformable, y esencialmente ahistórico. El lenguaje esen-cialista es precisamente el que ha sido impugnado por la com­prensión moderna y postmoderna.

Hay que explicar de forma renovada las convicciones últimas en que se basa la concepción cristiana de la vida y eso pasa por cam­biar el lenguaje pero también por revisar los contenidos para dis­tinguir lo que se quiso explicar y las mediaciones culturales y sim­bólicas con las que se expresó. El problema está en transmitir esos contenidos de forma renovada, sin perder la identidad cristiana y sin mantener las categorías que pertenecen a una sociedad pasada, diferente de la actual. Esto es lo que intentaron Rici y Nobili en Asia, reinventar un cristianismo asiático comprensible a sus oyen­tes, diferente del tradicional occidental, y preservador de la identi­dad cristiana. Hoy es necesario actuar en la misma línea. Hay que transformar las propias creencias, prácticas, rituales y patrones de

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conducta para adaptarlos y hacerlos inteligibles a los destinatarios, de manera que no haya que elegir entre pertenecer a la sociedad postmoderna y ser cristiano.

Esta inculturación postmoderna del cristianismo es muy com­plicada. Es muy difícil discernir donde hay que poner límites al proceso de adaptación y asimilación cultural, para que no se pier­da la propia especificidad. Cuanto más profunda es la incultura­ción más importante es la preocupación por las fuentes internas de la propia identidad, para que no se disuelva lo que hay que comu­nicar. La adaptación lleva por su propia dinámica a un principio escalada, según el cual hay que corregir lo que se dijo en otro tiem­po, para decirlo de otro modo; encontrar en ello otro sentido dife­rente del tradicional (como ocurre con los relatos bíblicos) o sim­plemente verlo como expresiones míticas que corresponden a otro tiempo pero que no tienen valor hoy; o lo tienen sólo simbólico, sin pretensiones de definir una realidad ontológica. El problema es que cuando se comienza con esta dinámica no se sabe dónde parar, con la consiguiente desorientación y perplejidad que produce el proce­so en el creyente. A veces se produce una reacción de desconfianza y una actitud reactiva de rechazo, con la impresión de que se le ha engañado durante mucho tiempo. Lo que se dice ahora es diferen­te de lo que se dijo antes y los textos se comprenden de modo muy diverso, porque ha cambiado el contexto cultural y hemos cambia­do en la forma de entender las cosas. Ésta es una de las reacciones que genera todavía hoy el método histórico crítico de exégesis de la Biblia en una gran parte del pueblo, que la desconoce y sigue afe­rrado a una interpretación literal y mítica de los relatos.

Además, la larga historia cristiana y una tradición teológica con­solidada pueden ser obstáculos para la adaptación, reinterpreta­ción y transformación, a costa de la pérdida de credibilidad y mer­ma del potencial de irradiación. Mantener inalterado el viejo len­guaje y sus contenidos implica convertirse en una minoría cogniti-va en la sociedad. Se preservarían los contenidos pero la mayoría de los ciudadanos los verían como obsoletos a costa de su capaci­dad de irradiar y de la evangelización. El imaginario simbólico y la organización ministerial de las iglesias corresponde mejor a las sociedades rurales, que al nuevo modelo de sociedad urbana, aun­que paradójicamente el cristianismo evangelizó a la sociedad roma-

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na desde las urbes. La introversión, la estabilidad y la permanencia caracteriza a los espacios eclesiales, en contraste con la extraver­sión y capacidad de riesgo de la sociedad, y su carácter difuso con relaciones inestables y provisorias23. La ciudad parece que se para en las puertas de los templos y ámbitos eclesiásticos, y el contraste, que es necesario pero sólo puede darse desde una cultura compar­tida, hace difícil que el cristianismo incida en la vida ciudadana. De ahí, el fácil negativismo del estilo de vida urbano por los eclesiásti­cos y la dificultad para conectar con las vanguardias urbanas y los sectores sociales que la representan. El mensaje cristiano no puede influir en la vida social si lo eclesial es incomprensible o intraduci­bie, y el miedo bloquea la creatividad. De ahí los problemas de pre­dicación y de presentación del mensaje cristiano, que corresponden más a una estética rural y tradicional, que al dinamismo participa-tivo de la ciudad. La dimensión diaconal de la Iglesia, que ha mul­tiplicado sus asistencias para cubrir los déficit de la moderna socie­dad urbana, se para en el ámbito de la liturgia, de la doctrina y de la predicación.

Teológicamente hay todavía demasiado eclesiocentrismo y poca subordinación a la construcción del reino de Dios. El "tutiorismo" y el retorno a las certezas del pasado se han impuesto en la época postconciliar. Hay miedo a los experimentos, se dice. Y sin embar­go, las sociedades postmodernas son las de la creatividad e inno­vación constante, todo se discute y se buscan nuevos caminos. Hay un desfase de la estructural eclesial, en el que persiste el miedo a la discusión, se rechaza cualquier forma de democracia, incluidas formas que se daban en la Iglesia antigua, y se recela del pluralis­mo, porque relativiza y des-dogmatiza. La tensión entre actualiza­ción (aggiornamento) y conservar la identidad, entre evangeliza­ción de los jóvenes y la continuidad con la tradición de los mayo­res, entre la aceptación de los nuevos valores sociales y su evalua­ción crítica, es el gran problema actual. Lo primero obliga a un replanteamiento y una hermenéutica renovadora de la tradición, lo segundo a la reflexión crítica sobre la sociedad, para no sucumbir ante ella y ser asimilado. Pero esto no se puede hacer desde fuera

23. Remito al sugerente análisis de H. J. Hohn, Gegenmythen. Religionsproduk-tive Tendenzen der Gegenwart, Friburgo, 1994, 118-38.

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(desde un estilo de vida tradicional) sino desde dentro de la cultu­ra que se critica, mientras que el acento eclesial se pone en defen­der la tradición más que en innovarla y adaptarla.

Cuanto más secular es la sociedad, más clerical se hace el cris­tianismo; cuanto más aumenta la selectividad de credos, doctrinas y valores, más se insiste en la aceptación global y total de la doc­trina oficial, cuanto más profana y laica es la sociedad más se insis­te en el carácter sagrado y jerárquico del cristianismo. El proyecto de una "nueva evangelización" está condenado al fracaso si lo que pretende es una restauración del modelo de cristiandad24. La pér­dida de influencia social, sobre todo entre los jóvenes, se quiere compensar con el robustecimiento de la autoridad (papal, episco­pal y presbiteral), sin comprender que el estilo de vida y la figura misma del ministro se ha quedado obsoleta. El crist ianismo se eclesializa e institucionaliza reactivamente, y la pérdida de autori­dad institucional en la sociedad, se quiere compensar con su radi-calización a nivel interno. La iglesia se aisla de la sociedad en cuan­to exige pautas de comportamiento interno a los católicos, que contrastan con las que se exigen para la evangelización de la socie­dad, sin asumir que ésta, a su vez, exige una nueva mentalidad y sensibilidad eclesiástica. El clero se profesionaliza ante la crecien­te contestación sobre las formas de ejercer la autoridad. En lugar de recurrir a argumentos que puedan convencer se remite a la autoridad formal del cargo. Estos elementos reactivos son contra­producentes para la misión en la sociedad y se legitiman social-mente desde la apelación a la misión de la Iglesia, cuando en rea­lidad pervive un tradicionalismo antimodernista.

En el caso de la cultura postmoderna, el catolicismo tiene pro­blemas añadidos porque es una religión muy institucionalizada y gobernada mayoritariamente por ancianos que se han inculturado en una tradición consolidada y dogmatizada. Cuanto más mayores más difícil es asimilar los cambios, que son malos por el hecho mismo de cambiar. La evolución en las creencias y en las prácticas desestabilizan y genera inseguridad en las personas, que no son capaces de asumir los nuevos significados y no pueden despren-

24. R. Luneau, Le réve du Compostelle. Vers la restauration d'une Europe chré-tienne?, París, 1989.

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derse de los antiguos porque se quedarían sin nada. El tradiciona­lismo católico postconciliar, cuya expresión más radical fue el movimiento de monseñor Lefevbre, derivó de la incapacidad de asumir la "novedad" conciliar. Persiste hoy, aunque excluya el radi­calismo desobediente del conservadurismo, y parece tener casi un monopolio en los altos cargos de la Iglesia.

Se unen así dos tensiones, los de una organización muy jerar­quizada, institucional y centralizada, que choca con la cultura difusa postmoderna y su alergia anti-institucional, y los de un cle­ro envejecido, con poca sensibilidad para responder a las nuevas necesidades. El protagonismo casi absoluto de los eclesiásticos, propio de la época de cristiandad, se convierte ahora en una remo­ra para la inculturación en una sociedad laica y postmoderna. La dinámica histórica de acción-reacción se traduce en fortalecimien­to de la organización institucional interna para afrontar las ame­nazas sociales, con lo que se afianza el contraste con la alergia cul­tural a las instituciones. De ahí la tensión entre la pertenencia a la sociedad y a la iglesia, entre la cultura profana y el imaginario reli­gioso. Hay que mostrar que se puede ser una persona plenamente integrada en la nueva sociedad, y al mismo tiempo ser católico fiel a la Iglesia. Y ésta tiene que encontrar un lugar en una sociedad que se ha construido sin ella, y a veces en contra de ella. El eslogan de que la Iglesia piensa en siglos, que se usaba antes para resaltar su prudencia y sabiduría ante los cambios, se torna ahora contra ella, dada la rapidez de la evolución.

3. Identidad y creencias en una sociedad postcristiana

Para preservar la cultura de una minoría en un contexto dife­rente, mucho más si es hostil, hay que fomentar las experiencias identitarias, confirmar a los miembros del grupo en su pertenencia colectiva y mantener la cohesión. El punto de entronque con la nueva cultura es el de las experiencias y las comunidades. La insis­tencia en la vivencia, la autenticidad y las sensaciones responden además a las nuevas necesidades de la cultura postmoderna. Cuanto más crece la racionalización social, la dinámica consumis­ta y el desarrollo científico técnico, mayor es el deseo de relaciones interpersonales. Las religiones tienen una oportunidad en la nece-

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sidad difusa de sentido, también de lo religioso. Se toma distancia de las religiones constituidas pero se acrecientan las necesidades espirituales que no tienen respuesta en la sociedad. Las aportacio­nes tradicionales de las religiones a la sociedad (identidad per­sonal, motivación moral, orientación, consuelo, etc.) han perdido fuerza a causa del declive de lo religioso, pero esas necesidades subsisten. Hay un vacío espiritual en la sociedad, ya que ninguna instancia ha ocupado el lugar de las religiones. La paradoja es que las iglesias no saben responder a esas necesidades, porque su pa­trimonio simbólico y de prácticas se ha quedado obsoleto y no corresponde al nuevo estilo de vida de las sociedades.

La actual sociedad, marcada por el predominio del talante cientí­fico, alimenta la irracionalidad esotérica, para-psicológica y mágica como reacción y alternativa ante una racionalidad que, a veces, resulta asfixiante y que, en cualquier caso, no puede responder a necesidades humanas básicas de orientación y sentido. Se da un reencantamiento del mundo a cargo de los medios de comunicación social. La sociedad materialmente rica está descompensada en cuan­to a las necesidades experienciales y vitales. Podríamos hablar de una sociedad prospera y con un agudo déficit de sentido. Se poten­cia una vida significativa y realizada, que no se puede satisfacer por la sociedad de consumo. Por eso hay aburrimiento existencial y superficialidad en el estilo de vida. Al canalizar los deseos humanos en la línea de las ofertas publicitarias, que prometen felicidad y ofre­cen el placer como sustitutivo, se genera un vacío. La cultura del tener no puede suplir la vivencia de plenitud que generan relaciones personales humanizantes y una forma de vida que merezca la pena. El malestar de la cultura proviene en parte de la conciencia difusa y latente de que el estilo de vida que se tiene es deshumanizante. Se puede hablar de una sociedad sin "alma", en la que la acumulación de bienes va acompañada de una insatisfacción personal.

La iglesia católica posee una rica tradición experiencial y espi­ritual, de la que podría aprovecharse para responder a las necesi­dades del hombre de hoy. La tradición cristiana da una respuesta a las carencias vitales, afirmando que el ser humano está hecho para Dios y que sólo en él puede encontrar la plenitud y el sentido. Desde la perspectiva del Dios humanizado , vincula la relación interpersonal y la experiencia de Dios, de tal modo que ambos inte-

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raccionan y crecen mutuamente. Además, la búsqueda de Dios es anti-idolátrica. Hay una tendencia a divinizar las cosas y las per­sonas para satisfacer el hambre de Dios en la línea agustiniana de que estamos hechos para Dios y sólo podemos realizarnos en él. El resultado es la indiferencia respecto de todo lo mundano para sal­vaguardar y mantener la búsqueda de Dios. Sería el punto de par­tida del cuestionamiento de la sociedad de consumo que promete una felicidad y plenitud, que no puede dar.

En la sociedad postmoderna ya no se puede recurrir a la natu­raleza como fuente de valores, ya que ésta se ha convertido en materia prima subordinada a la acción humana; ni al consenso social, dada la pluralidad y consecuente relativización que genera; ni a Dios como referente aceptado por todos; ni tampoco al magis­terio eclesiástico como norma moral o instancia de discernimien­to, ya que la sociedad ha dejado de ser cristiana y los creyentes tie­nen una pertenencia selectiva y fragmentaria. Esto no quita, sin embargo, para que el cristianismo se presente como una herme­néutica de la experiencia humana, que pone el acento en la expe­riencia del sufrimiento y ofrece la buena noticia de un Dios encar­nado en las víctimas desde el crucificado. Por eso, el cristianismo aborda la vida desde la necesidad universal de redención, la impo­sible justificación del hombre y su incapacidad para satisfacer las carencias, y la búsqueda de Dios como horizonte de sentido, den­tro del cual se integra la actividad transformadora del hombre25.

Esta referencia anti-idolátrica es el eje vertebral de la espirituali­dad ignaciana, desde el Principio y Fundamento ignaciano hasta la Contemplación para alcanzar amor de los Ejercicios Espirituales. Es también uno de los ejes fundamentales de la doctrina de las nadas de San Juan de la Cruz y remite en última instancia a la concepción de San Agustín, magníficamente expresada en las Confesiones. El ser humano está hambriento de Dios, pero diviniza lo que no es Dios, y destruye con ello la dinámica trascendente. Esta convergencia de tradiciones espirituales, que se podría aumentar con referencias a Francisco de Asís, el Maestro Eckhart, Nicolás de Cusa o el mismo Pascal, muestra el carácter nuclear de este planteamiento. Hay que

25. T.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1992, 401-2; Mínima moralia. Refle­xiones sobre la vida dañada, Madrid, 1987, 250. Remito al sugerente estudio de J. A. Zamora, T.W. Adorno, Pensar contra la barbarie, Madrid, 2004.

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mantener los dos polos de lo mundano y lo trascendente, desde una síntesis que no puede pensar a Dios sin el mundo, aunque aprenda­mos a vivir en un mundo sin Dios. Consecuentemente surge un cris­tianismo conflictivo que critica las trascendencias intramundanas (el nacionalismo, el consumo, el deporte, etc.) que deshumanizan en nombre del progreso y prometen lo que no pueden ofrecer.

Desde esta perspectiva, el núcleo del testimonio cristiano es el anuncio de Dios y la crítica antiidolátrica en la sociedad de con­sumo. Lo central no es tanto el ateísmo, vivir sin Dios, cuando la denuncia de la idolatría, absolutizar lo que es relativo. Esta crítica se extiende al mandato de no usar el nombre de Dios en vano, con consecuencias para la misma Iglesia. El problema del mal estriba en la capacidad humana para pervertir los ideales más nobles, lo cual exige una crítica constante de los ideales y valores establecidos en la cultura y en la misma religión. Sin embargo, para que este mensaje sea efectivo en la sociedad actual hay que mostrar a los hombres cómo buscar y poder experimentar a Dios. No se trata sólo de rechazar un estilo de vida que se considera falso, sino de mostrar el camino desde el que es posible experimentar a Dios, que es la forma más radical de impugnar las falsas alternativas. El problema central, por tanto, es cómo tener experiencias de Dios y transmitir­las al hombre de hoy. El rico patrimonio simbólico y espiritual acu­mulado por el cristianismo tiene que ser actualizado, para que sea comprensible. Tiene que transformarse e innovar, para responder a una nueva época histórica en la que ya ha comenzado a declinar.

En cuanto que la sociedad reconoce el valor de las experiencias, sobre todo cuando expresan un proceso de profundización y de maduración espiritual, hay respeto e interés por una experiencia que proponga la búsqueda de Dios. Habría que enseñar a orar en una sociedad secularizada y ofrecer una espiritualidad, metodolo­gía y pedagogía de cómo abrirse a la trascendencia. Los grandes cambios socioculturales encontraron la respuesta en espiritualida­des cristianas (como la monacal en el siglo IV, las ordenes mendi­cantes en el siglo XIII, las últimas órdenes en el XVI o las congre­gaciones del XIX) que correspondían a los cambios sociales y ofre­cían vías alternativas de experiencia cristiana. Pero esto es lo que no tenemos hoy, y el recurso a las viejas espiritualidades del pasa­do es muy limitado porque corresponden a un modelo de sociedad,

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un estilo de vida y un momento histórico diferentes. Habría que redefinir el carisma y la espiritualidad, actualizarlos y adaptarlos al nuevo contexto sociológico. Como esto no ocurre, proliferan las espiritualidades salvajes, sincretistas y desubicadas, ya que subsis­ten las necesidades humanas y hay que ocupar el lugar vacío deja­do por las Iglesias cuando no responden adecuadamente a ellas.

Esta espiritualidad innovadora falta, sobre todo en las iglesias del primer mundo ya que en los países no desarrollados ha habido más testigos de Dios capaces de hacer corresponder los contenidos cristianos y las necesidades socioculturales. En buena parte, el cristianismo europeo postconciliar ha vivido de las corrientes y aportaciones espirituales de las iglesias del tercer mundo. La aco­modación de las iglesias a las ricas sociedades primer mundistas les ha quitado capacidad de interrogación y ha mermado su crea­tividad. El problema estriba en que las aportaciones realizadas en esas sociedades son válidos e irradian en el primer mundo, pero no se adecúan al modelo cultural de la postmodernidad. La insatis­facción con la sociedad es difusa pero está muy difundida, porque el progreso y la riqueza no han cumplido las expectativas que se tenían. El problema está en que también hay una desilusión con la Iglesia, sobre todo tras las expectativas del Vaticano II.

La indiferencia religiosa y la dinámica cultural de la muerte de Dios, ha hecho que se pierda la referencia trascendente en la socie­dad. Los que buscan a Dios y tienen que vivir en una sociedad secu­lar, "como si Dios no existiera", se constituyen en una minoría social, experiencial y cognitiva. La mayoría de ellos mantienen sus referencias trascendentes desde instancias tradicionales porque son generaciones inculturadas en ellas, y también porque no hay otras. Tienen que sentir el silencio cultural de Dios y la ausencia de referencias trascendentes, y al mismo tiempo encontrar experien­cias personales, individuales y grupales, que vivifiquen el ansia de Dios, erosionada por la multiplicidad de proyectos intramundanos de sentido. El viejo imperativo de vivir en el mundo sin serlo, se agudiza en el seno de una religión que pasa de lo religioso.

El proceso de deseclesialización que se da hoy fácilmente desemboca en la salida de la religión y la pérdida de referencias trascendentes, ya que éstas no son alimentadas por una comuni­dad y son erosionadas en la convivencia social. Muchas salidas de

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eclesiásticos y muchas pérdidas de identidad cristiana por parte de militantes laicos están marcadas por carencia de experiencias y de grupos con los que compartirlas, en una cultura que erosiona lo religioso. No es raro el proceso de muchos cristianos que se com­prometieron en la lucha política y en la transformación de la socie­dad motivados por su fe cristiana, para pasar en un segundo momento a mantener esos ideales transformadores, pero ya sin referencias cristianas. La carencia de una comunidad y experien­cia que fortalezca la identidad personal en una cultura indiferente a lo religioso, fácilmente concluye con la pérdida de especificidad cristiana, el aflojamiento de la pertenencia y en algunos casos la pérdida final de la vocación. Proliferan los ex-cristianos en movi­mientos políticos y sociales, porque el compromiso social no fue parejo con la pertenencia eclesial. Y en algunos casos, al desapare­cer la motivación religiosa que suscitó el compromiso, se pierden también los ideales transformadores para acabar acomodándose a la sociedad de consumo y el estilo de vida que promueve.

Entonces se da la instalación pura y dura en la sociedad de con­sumo, y antiguos revolucionarios resurgen como burgueses acomo­dados y, a veces, nihilistas, porque ya no creen en nada. Esta pérdi­da de identidad no sólo es el resultado de personas que no supieron mantener una síntesis entre su compromiso social y su pertenencia eclesial, sino también de una Iglesia que desconfiaba de los mili­tantes a los que enviaba con una misión de evangelización y que no supo ofrecerles mediaciones comunitarias y experiencias de fe que pudieran alimentarles su síntesis personal. Ha habido una dinámi­ca perversa de alentar a la misión y llamar a ser cristianos de van­guardia en los lugares y ambientes más marcados por la increencia, porque es la única forma de evangelizar la sociedad, para luego dejarlos eclesialmente desasistidos e incluso desconfiar de ellos y del talante crítico que se suscita en el encuentro con la increencia.

Es lo que ocurrió con el movimiento de sacerdotes obreros y lue­go con otras asociaciones laicales de frontera, que por serlo eran vis­tas con recelo por las comunidades eclesiales y la misma jerarquía, a pesar de que teóricamente se les alentó a un cristianismo de inser­ción. Carecieron del apoyo institucional necesario para personas insertas en ambientes descritianizados y no hubo receptividad para la inculturación del cristianismo en contextos de increencia. La fal-

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ta de apoyo eclesial, la dificultad del contexto en el que se hacían presentes y la inevitable recepción de las ideologías con las que entraban en contacto, aunque las asumieran de forma selectiva y crítica, llevó a un juicio global negativo por parte de la jerarquía y a diversos intentos por acabar con el movimiento. En el mundo ecle­siástico es más fácil aceptar cristianos neoliberales, a pesar de que el liberalismo es una ideología globalmente es incompatible con el cristianismo, que cristianos por el socialismo o cristianos con ideo­logía marxista, aunque estén dispuestos a criticarla desde su perte­nencia cristiana. Para vivir sin problemas en la Iglesia es mejor ser tradicional que renovador, aunque los problemas actuales sean más cómo evangelizar a una sociedad post-cristiana, que conservar la fe entre los conservadores. La década de los setenta y de los ochenta está marcada por esa pérdida de militantes comprometidos, alenta­da por la crisis eclesial de los movimientos apostólicos y el repliegue eclesiástico hacia posturas socialmente más conservadoras.

La nostalgia del trascendente, el hambre de Dios, se da hoy más desde la ausencia que desde la posesión. El inconformismo social se traduce en el ansia de Dios, paradójicamente en una sociedad que se desarrolla al margen de las referencias al Absoluto. El cre­yente se siente como un "extranjero" en una sociedad indiferente a la pregunta por Dios. Anhela a alguien del que ni siquiera puede probar su existencia, una vez caído el valor probatorio de las vías tradicionales. Sólo queda la pregunta por Dios y una búsqueda basada en una experiencia personal26, que es precisamente lo que falta a muchas personas y lo que las iglesias no saben comunicar. Esa ansia responde a la exhortación de Karl Rahner, de que el cris­tiano del siglo XXI habrá experimentado algo o no será27. Por eso

26. Juan A. Estrada, La pregunta por Dios. Entre la metafísica, la religión y el nihi­lismo, Bilbao, 2005.

27. "El cristiano del futuro o será un 'místico', es decir una persona que ha 'expe­rimentado' algo, o no será cristiano.(...) La mistagogía es la que habrá de pro­porcionar la verdadera 'idea de Dios' partiendo de la experiencia aceptada de la referencia esencial del hombre a Dios, la experiencia de que la base del hombre es el abismo, de que Dios es esencialmente el Incomprensible, de que su incomprensibilidad, en lugar de disminuir, aumenta en medida que se le va conociendo mejor, a y medida que Dios se acerca a nosotros en su amor, en el que se da a sí mismo..." (K. Rahner, "Espiritualidad antigua y actual", en Escritos de teología VI, Madrid 1967, p. 25.

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no basta el dios aprendido, leído y estudiado de la teología, que no puede desplazar la vivencia personal. Hablar de Dios desde las ex­periencias biográficas de cada persona implica que al tratar de Dios haya que referirse a lo que se ha experimentado en momentos importantes de la vida, y que al contar la propia vida surja espon-teaneamente la referencia a Dios, porque es la clave para explicar comportamientos, decisiones y formas de enfocar los aconteci­mientos. El problema es que faltan gurús, maestros espirituales que enseñen un camino que ellos mismos han recorrido. Abundan los especialistas religiosos, los funcionarios y teóricos de la religión, que enseñan contenidos sin vinculación a la vida, cuando no clara­mente desfasados al mismo nivel teológico especulativo28, y enton­ces no pueden responder a las cuestiones de la gente.

Cuando no hay correspondencia entre las experiencias vitales y el conjunto de creencias y prácticas transmitidas por la Iglesia, se aislan estas últimas. Se desarrolla un cristianismo de respuestas para preguntas que nadie se hace, y parte del clero tiene miedo de preguntarse lo que la mayoría de la gente, porque no sabría que responder. El problema se ha agudizado por los eclesiásticos que abordan las complejas problemáticas actuales desde la lejanía a la vida y circunstancias en las que surgen esos retos. El déficit expe­riencia! se traduce en la inadecuación de las mediaciones eclesia-les para responder a las demandas de la gente y ante la carencia de una vivencia personal de Dios se recurre a especulaciones teológi­cas y doctrinas del pasado. Por eso suscitan desinterés, ya que la gente busca en la religión una comprensión de Dios que le permi­ta afrontar los problemas de la vida, de tal modo que se entrecru­ce la propia biografía y la experiencia religiosa.

La ausencia de Dios en la cultura también se siente en la Iglesia. No hay conciencia de la extrañeza que supone buscar a Dios en una sociedad despreocupada por lo religioso, porque el foro ecle­siástico vive en la época de cristiandad. Y no se saben ofrecer expe­riencias alternativas, que sirvan de contraste para el dinamismo

28. Esta es la situación que denunciaba el joven teólogo Ratzinger. Cfr., J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca, 1969, 21-23. También, J.A.T. Robinson, ¿La nueva reforma?, Barcelona, 1971, 45; 99-132; H. Cox, La ciudad secular, Barcelona, 1968, 267-75.

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sociocultural. Faltan maestros espirituales que sean contemporá­neos, hombres de Dios que enseñen a partir de un camino ya reco­rrido en la sociedad actual. El proceso de unificación, profundiza-ción y clarificación personal de una búsqueda de Dios que, para­dójicamente nunca termina, porque Dios no se deja poseer es lo que se puede ofrecer. Los eclesiásticos han dejado de ser especia­listas en Dios, que es lo que mucha gente espera de ellos. Entonces, la carencia de referencias a Dios se sustituye por un reforzamien­to de la doctrina moral o por un humanismo ético. Reducir el cris­tianismo al humanismo, a la ética o a un sistema doctrinal ha sido una tentación constante desde Kant y Hegel. Los funcionarios de la religión suplen y, a veces, obstaculizan la existencia de los pro­fetas, de los mártires y de los testigos, que sólo pueden hablar des­de un Dios experimentado personalmente, desde el que pueden interpelar y ofrecer alternativas creativas.

La espiritualidad difusa y sincretista de la sociedad actual, mar­cada por la búsqueda de lo irracional, el interés por lo paranormal y las mil terapias de autoayuda, es fomentada frecuentemente por una suerte ateísmo eclesiástico. Lo religioso eclesial puede anular lo místico, de la misma forma que el humanismo y la ética pueden suplir el anhelo de trascendencia. Dios retrocede y deja de ser el centro de la sociedad, y se pone en primer plano la misma iglesia, la fidelidad a la jerarquía, la ortodoxia o la moral tradicional. Es decir, la ausencia de referentes globales en la sociedad se contra­rresta con la absolutización de la referencia eclesial, identificada, a su vez, con la jerarquía. No se asume que la relación del cristia­no con la Iglesia tiene que cambiar, como consecuencia de la trans­formación sociocultural, y la Iglesia ocupa el espacio vacío que ha dejado el referente divino.

La Iglesia, que ha perdido validez como lugar de trascendencia en una sociedad en la que no hay preocupación por Dios, busca, a su vez, legitimarse socialmente, mostrando los servicios que ofre­ce. En cuanto institución benefactora, educadora y asistencial rei­vindica un lugar en la sociedad. Naturalmente la dinámica ética y política de solidaridad es insustituible, porque Dios y el prójimo están vinculados en el cristianismo. Se espera de los cristianos que sean solidarios y de la Iglesia que se preocupe de los marginados y

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los pobres, y cuando no lo hace, surge una crítica agresiva, que es también el signo de las expectativas defraudadas. El cristianismo no tiene más opción que ver el mundo desde la perspectiva de la redención, es decir, de los empobrecidos y víctimas de la historia. Esta es su aportación cultural al humanismo occidental29, lo cual exige poner en primer plano el sufrimiento y plantearse como con­tribuir a amortiguarlo.

Pero el problema está en que el cristianismo es mucho más que un humanismo y la Iglesia más que una ONG. Es una comu­nidad de personas que busca a Dios y que ha hecho del crucifi­cado el lugar por excelencia de la trascendencia divina. El cris­tiano de la sociedad contemporánea tendría que despertar incre­dulidad y frecuentemente interés, ya que intenta hacer de Dios el centro de su vida en una sociedad en la que Dios no interesa. El contraste provocaría la extrañeza, porque la dinámica personal no correspondería a la social, contrastando los microsentidos en los que se refugia la sociedad con el postulado trascendente al que se orientan los cristianos. Es además una búsqueda que no lleva a un fundamento poseído y conceptualízable, sino a tomar conciencia de una ausencia, y, sin embargo, persistir en la bús­queda que se convierte en clave interpretativa de la vida. Esto no ocurre cuando la Iglesia pone el acento en sus aportaciones a la sociedad, en lugar de convertirse en el lugar por antonomasia de la búsqueda de Dios.

El deseo, canalizado por la sociedad, tiene metas efímeras y banales. Está marcado por la marca y la apariencia estética, que son los que enganchan en la sociedad de consumo. Por el con-

29. Es una perspectiva que Adorno amplía a toda la filosofía occidental a la luz de las víctimas de la historia. "El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal y como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la reden­ción (...) Cuanto más afanosamente se hermetiza el pensamiento a ser con­dicionado en aras de lo incondicionado es cuando más inconsciente y, por ende, fatalmente sucumbe al mundo. Incluso debe asumir su propia imposi­bilidad en aras de la posibilidad. Frente a la exigencia que de ese modo se impone, resulta poco menos que indiferente la pregunta por la realidad e irrealidad de la redención": Mínima moralia. Fragmentos de una vida dañada, Madrid, 1987, n° 153. Es el parágrafo final.

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trario, la experiencia cristiana está determinada por u n Dios que irrumpe intranquilizando, desper tando necesidades vitales, que no encuent ran respuesta adecuada, y generando inconformis­mo respecto a las pautas sociales. No se trata de una dinámica encauzada a la "fuga mundi", a un sobrenatural ismo ant imun­dano (en la línea de "la mala noche en una mala posada"), o a la negativización del mundo ("el valle de lágrimas"), sino de vivir la vida mundana en la presencia de Dios, desde una espiritualidad comprometida. El más allá cristiano no es el de una fase después de la muerte , sino el del reino de Dios experimentado en el aquí y ahora de la historia. En cuanto que se viven los valores evan­gélicos se experimenta la presencia de Dios, aunque sea siempre de forma fragmentaria e indirecta. Las vivencias de plenitud y sentido que tenemos en la vida son las que hacen que ésta valga la pena, y el cristianismo afirma que podemos tener experiencias de Dios. La "eternidad" no viene después de la vida terrena, sino que se anticipa en la temporalidad histórica. Entonces, el cris­t ianismo ofrece motivos para luchar, ganas de vivir y vivencias de plenitud.

El desplazamiento postmoderno de la ética por la estética, de lo bueno por lo bello, encuentra respuesta desde una espiritualidad del compromiso. La acomodación postmoderna se traduce en el espiritualismo grupal o personal y descomprometido. La tenden­cia privatizante y el rechazo de responsabilidades son característi­cas del individualismo postmoderno. Se deja también sentir en la Iglesia, favoreciendo un cristianismo de devociones privadas, sin contrapartidas de solidaridad. A esto se opone la militancia cris­tiana, la dinámica que lleva a la lucha por la justicia como parte integrante de la promoción de la fe. La teología de la liberación y las comunidades de base, avaladas por una lista de mártires sin parangón en el primer mundo, se han ganado el respeto y la admi­ración de muchas personas precisamente por la coherencia de su experiencia de Dios. La espiritualidad fue un modelo de vincula­ción entre transformación del mundo y la mística, en la línea que proponía Metz para completar a Rahner: haber experimentado algo y alargar la mística a la política desde la transformación social. Esta es también la línea propuesta por Ignacio Ellacuría, con su conocido eslogan de hacerse cargo de la realidad, cargar

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con ella y encargarse de ella. La toma de conciencia lleva a afron­tar la realidad y a responsabilizarse de transformarla30.

Cuando esto se pierde, la religión desplaza a Dios y ofrece sus prácticas, doctrinas y símbolos como sustitutos. Se cae así en la idolatría de las mediaciones sagradas y la dinámica trascendente se pierde. Se abusa en vano del nombre de Dios haciendo de él una referencia traquilizadora de la conciencia en lugar de ser el inter­locutor que saca de la rutina. Se puede hablar de una tendencia idolátrica en las religiones, que sustituyen a Dios por las media­ciones (dogmas, creencias, rituales, prácticas y devociones) y dejan de ser lugares de la trascendencia. La amonestación de Pablo a los que le tributaban honores divinos, reclamando su condición peca­dora (Hch 14,11-18) sigue siendo actual en una sociedad fanatiza­da con figuras del espectáculo y en una sociedad propensa al culto a la personalidad. Ni siquiera Jesús aceptó ser llamado maestro bueno (Mt 19,16-17), mucho menos santo, relativizandose a sí mis­mo para salvaguardar la trascendencia divina. La misma sacrali-zación de la autoridad, comenzando por la figura del papa, se con­vierte en obstáculo cuando se absolutiza, a costa de reservar a Dios la santidad y ultimidad.

4. La búsqueda de Dios y la praxis religiosa

Para muchos, la Iglesia es un impedimento, más que una ayu­da, para encontrar a Dios, tal como subrayaba el Vaticano II al co-rresponsabilizar a los cristianos de la increencia religiosa (GS 19). Entonces surge un cristianismo de religiosidad popular, de folklo-

30. I. Ellacuría, " Hacia una fundamentación del método teológico latinoameri­cano": ECA 30 (1975) 418-21; "La superación del reduccionismo idealista en Zubiri", en Razón, ética y política. Barcelona, Anthropos 1989, 191. Jon So­brino recoge esta idea a partir de la realidad de los "pueblos crucificados". Hay que des-cubrir la en-cubierta realidad de nuestro mundo, conjugando la crítica a las ideologías y la praxis transformadoras inspiradas teológica­mente. La fidelidad a lo real, lleva aquí a una espiritualidad comprometida. J. Sobrino, "Los pueblos crucificados, actual siervo sufriente de Jahvé", en América, 500 años. Problemas pendientes. Barcelona, 1991, 28; Liberación con espíritu. Santander, 1985, 28-33: "la experiencia de gratuidad, no sólo de car­gar con esa realidad, sino también de ser llevados por ella, nos parecen los presupuestos últimos de la espiritualidad de la liberación" (33).

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re, de servicios religiosos, que forma parte del patrimonio históri­co y cultural, a costa de su especificidad cristiana. La misma mani­pulación de los símbolos cristianos por la sociedad de consumo, que es ostensible en algunas fechas del año como en Navidad, Semana Santa o en algunos eventos como la primera comunión o el bautizo, favorece este cristianismo centrado en la Iglesia, que deja a Dios en la periferia de lo que se celebra. Una paradoja poten­cial de nuestro tiempo es la de un mundo sin religión, una religión sin Dios y una iglesia centrada en ella misma.

A la sociedad postmoderna le resulta más fácil la iglesia socio­lógica y el cristianismo cultural, que una iglesia centrada en la bús­queda de Dios. Los místicos y profetas son siempre incómodos, tanto en la sociedad como en la misma religión. La promoción de la libertad y responsabilidad de los ciudadanos desplaza la tutela eclesiástica t radicional . La vieja t radición ant imodernis ta , que demoniza el curso histórico de la sociedad, deja paso a un cristia­nismo provocador, que no se integre en la sociedad sino se con­vierta en instancia de denuncia, pero no ofrece alternativas a los tradicionales. El dogmatismo eclesiástico, alejado de la realidad de una sociedad secular, provoca reactivamente un subjetivismo rela-tivizante en el que se mezcla la carencia nihilista de sentido y su degradación consumista. De ahí las dificultades de mantener la búsqueda de Dios en un contexto sociocultural marcado por su silencio y su ausencia. La indiferencia religiosa del hombre secular no equivaldría necesariamente al rechazo de Dios, de la misma for­ma que el retorno de la fascinación por lo sagrado en la sociedad no equivale a una vuelta a la Iglesia.

La conciencia religiosa satisfecha cumple con las obligaciones religiosas, de tal modo que se satura de ellas y desplaza a la expe­riencia de Dios. Es la dinámica que pone el acento en la asistencia a los sacramentos, aunque éstos no se experimenten como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, y no sean fuente de identidad para la vida. La conciencia del deber cumplido, por ejemplo de haber asistido a la misa dominical, se convierte en un signo de ortodoxia y de fidelidad. Pero esto se puede vivir sin participación comunitaria alguna, sin que la celebración haya servido para con­firmar en la fe, generar cohesión y construir comunidad. Más que de celebraciones comunitarias se trata a veces de representaciones

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sagradas del sacerdote ante el pueblo, en la línea del drama sacro tradicional. Se asiste a ellos sin involucrarse eclesialmente y sin que haya un encuentro interpersonal, ni entre los miembros de la comunidad, ni respecto del sacerdote que preside. La cultura post-moderna valora los símbolos y prácticas en cuanto que inciden en la experiencia y suscitan emociones, más que por su contenido objetivo e institucionalizado. El debilitamiento de las relaciones interpersonales y el desapego de vínculos institucionales, propio de la postmodernidad, encuentra así un refrendo, más que un antído­to, en la liturgia31.

De hecho, después de un proceso de renovación de los sacra­mentos, como consecuencia de la reforma litúrgica, ha crecido la tendencia al control detallado de estos, con lo que se ha absoluti-zado el ritual que se ha extendido hasta los más mínimos elemen­tos. Se ahoga así la espontaneidad de los ministros y de los fieles, se desmarca la experiencia de encuentro personal en favor de rubricas extensas y minuciosas, y se reprime cualquier intento innovador o creativo en nombre del control jerárquico. La socie­dad pone el acento en la dimensión personal, en la creatividad y en experiencias participadas y comunicables. Por el contrario, la ten­dencia eclesiástica es la de afianzar un ritual objetivo y universal, al margen de la heterogeneidad de situaciones y de participantes, en la que cualquier innovación personal se ve como un atentado. Es una reacción a los abusos litúrgicos del postconcilio, que busca preservar la unidad básica en su celebración, pero al excluir cual­quier cambio, por pequeño que sea, resulta imposible que sea una expresión de la fe de la comunidad. La pluralidad de experiencias de Dios forma parte de los retos de la postmodernidad, en con­traste con la tendencia uniformizante eclesiástica'2. Bajo el eslogan

31. Cfr. I. Baumgartner, "Gesellschaftlicher Wandel und Pastorale Perspektiven", en H. Renóckl, Neue Religiositat fasziniert und verwirrt, Würzburg, 2001, 124-43; H. Hóhn, "Spurenlese: christliche Identitát und religióse Pluralitát", ibíd., 61-76.

32. "Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la refor­ma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al 'formalismo' ha llevado a algunos, especial­mente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las 'formas' adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a

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de que el pueblo tiene derecho a recibir lo que espera de la Iglesia, se ahoga cualquier iniciativa que se salga de lo programado. No es de extrañar que ese ritualismo exacerbado aburra, porque está al margen de la vida, con lo que se favorece el proceso que canaliza el ansia de religiosidad fuera de la Iglesia.

Como además se utilizan símbolos, acciones y plegarias medie­vales, que corresponden al Medievo o a la época barroca, la expe­riencia sacramental se vuelve opaca y cada vez dice menos a los ciudadanos de una sociedad urbana, secularizada y laica. La re­forma sacramental paradójicamente ha dejado al descubierto la inadecuación de las celebraciones sacramentales a la cultura actual, porque al traducir los viejos textos y plegarias han mostra­do su carácter obsoleto y a veces incomprensible para el pueblo. Se quiere suplirlos con una catequesis, que clarifique prácticas y símbolos, a costa de la misma celebración cultual. Por eso la gen­te se aburre ante celebraciones, que son representaciones sagra­das que cada vez estimulan menos, se comprenden poco y tienen poca incidencia en la vida de los fieles. Como a esto se añade la prohibición de hacer experimentos y de buscar vías para hacerlos comprensibles y cercanos a los fieles, resulta difícil que sean medios para una experiencia compartida de Dios, que es lo que tendrían que canalizar.

Hay que volver a la tradición litúrgica como testimonio de la cre­atividad de otras generaciones, en lugar de fosilizar lo que otros nos han legado. Es comprensible la crisis sacramental, la lejanía de las generaciones más jóvenes y la incomprensión de los sectores socia­les más dinámicos. En la sociedad de la imagen y la escenificación, los sacramentos no comunican y la gente se aburre. Un cristiano tridentino encontraría más familiar el modelo actual de celebra­ción, que el ciudadano del tercer milenio, ajeno a un lenguaje, sím-

introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconve­nientes. Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de aten­ción para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la cele­bración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es pro­piedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios": Juan Pablo II, Ecclesia de eucharistia, n° 52 (17 de abril de 2003). Cfr., W. Kasper, "Die Kirche angesichts der Herausforderung der postmodernen": StdZ 215 (1997), 651-64.

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bolos y expresiones de fe que no comprende. Este es el problema pastoral de la Iglesia para transmitir la fe desde un modelo sacra­mental anticuado33.

Consecuentemente, hay que replantear la vida sacramental, que hoy está todavía marcada por una eclesiología clerical. La praxis de la Iglesia antigua, sobre todo con las iglesias domésticas, en la que la comunidad era el sujeto protagonista de la celebración, con una participación activa de todos, se arruinó con la eclesiología clerical y la proliferación de misas centradas en la figura del sacer­dote. Los textos, el ritual fijo, el crecimiento de las rúbricas y la sacralización del presbítero, cada vez más alejado del pueblo y con menos espontaneidad y creatividad él mismo, facilitó el paso a la misa como drama delante del pueblo, que asistía de forma pasiva y receptiva a un rito mistérico, cuya lengua incluso no comprendía. El cristianismo se transformó en una religión de misterios, a costa de la experiencia y protagonismo de las comunidades34. El binomio clero-laicos fue el determinante, desplazando al de comunidad-pluralidad de ministerios y carismas, propio de la inicial eclesiolo­gía eucarística.

La progresiva sacerdotalización del ministerio, ya perceptible en la primera mitad del siglo II35, no sólo deshancó a los profetas en favor de los ministros (Did 13,1-3; 15,1) sino que contribuyó a la pérdida de valoración del sacerdocio bautismal en favor del sacramento del orden, pronto entendido en la línea veterotesta-mentaria del sacerdocio segregado del pueblo y de un ministerio que lo impregna todo y hace inviable la vida en la sociedad profa­na en igualdad de condiciones con los laicos. La eucaristía y los

33. Los porcentajes de la práctica semanal en el año 1999 eran el 12% de los jóve­nes, ocho puntos menos que en 1984, y tiende a convertirse en residual. Cfr., J.Elzo-J. González Anleo, "Los jóvenes y la religión", en Fundación Santa María, Jóvenes españoles 99, Madrid, 1999, 330, 263-354; E J. Carmona Fernández, "Juventud e Iglesia en España. Razones de un desencuentro": Iglesia Viva 218, (2004), 105-16; J. Elzo, "Una tipología sociorreligiosa de los jóvenes españoles", en J. González Anleo (ed.), Jóvenes 2000 y religión, Madrid, 2004, 167-92.

34. J.A. Jungmann, Missarum solemnia, Madrid, 1959. 35. Clemente de Roma compara a los ministros cristianos a los sacerdotes judí­

os para afianzar la autor idad de los pr imeros en la comunidad de Corinto. El paralelismo entre el sacerdocio judío y el cristiano favoreció la progresiva sacerdotalización del ministerio. Cfr., Primera carta de Clemente de Roma a los Corintios, n°40-48.

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sacramentos se clericalizaron y se convirtieron en la dimensión esencial del ministerio sacerdotal, a costa de la comunidad y de la participación activa de los laicos. Hubo una progresiva pérdida de significado eclesiológico de los sacramentos y un desarrollo de la teología sacramental al margen de la eclesiología. También un retroceso de la vivencia compartida y expresada espontáneamente. La liturgia se hizo más sagrada, más mistérica, más clerical y más lejana a la vida a lo largo del segundo milenio, aunque todavía correspondía a las necesidades religiosas de una sociedad rural, estática y poco desarrollada.

Hoy el nuevo reto es la sociedad urbana, post-industrial y post-moderna, que cada vez comprende menos el lenguaje, la mentalidad y los símbolos de la sociedad campesina tradicional, que era el modelo al que respondían los sacramentos. La modernización no ha cambiado el papel total del presbítero en la celebración, la partici­pación pasiva del pueblo, y la pervivencia de oraciones, símbolos y rituales de una sociedad rural. En el post-concilio ha prevalecido el miedo a una transformación litúrgica que fuera más allá de la tra­ducción de los textos, sobre todo por el malestar del conservaduris­mo tradicional, como el de Lefébvre, y como reacción a las expe­riencias litúrgicas anárquicas de grupos cristianos que rechazaban una estructura normativa de los sacramentos e incluso la inevitable impregnación jerárquica de éstos, en la línea de la correspondencia entre la Iglesia y la celebración de los sacramentos. En lugar de res­ponder a las plurales necesidades de la Iglesia y las distintas sensi­bilidades grupales que exigían distintas formas de celebración, se mantuvo la idea de una liturgia uniforme para todos, independien­temente de países, sectores de la población, edades o lugares de cul­to. Se buscó controlar, más que tutelar un proceso de creatividad y de diferenciación, para acabar finalmente endureciendo la praxis litúrgica y poniendo el acento en una pretendida protección del pue­blo respecto de las iniciativas del clero, aunque con esto se cerraban espacios a la expresión personal de la fe36.

36. En la encíclica del 17 de abril del 2003, "Ecclesia de eucaristía" n° 51-52 se pone el acento en la fidelidad y atención a todas las normas litúrgicas. Se rechaza cualquier cambio o adaptación, como un abuso litúrgico. Los abusos postcon­ciliares han provocado la reacción contraria, no dejando espacio alguno a la libre espontaneidad de los fieles, dentro del marco eucarístico establecido.

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El contraste con los grupos evangélicos, en los que los laicos y la comunidad se sentían protagonistas y participaban activamente, aumentó en la misma proporción que decaía progresivamente la asistencia católica al culto. El urgir la asistencia en nombre de la obligación dominical, en lugar de ajustar la celebración a las nece­sidades de la gente, aumentó la distancia popular del culto oficial. Hay que volver a la tradición litúrgica como un testimonio de la creatividad de otras generaciones, en lugar de fosilizar lo que otros nos han legado. Es comprensible la crisis sacramental, la lejanía de las generaciones más jóvenes y la incomprensión de los sectores sociales más dinámicos. En la sociedad de la imagen y la escenifi­cación, los sacramentos no comunican y la gente se aburre. Hoy vivimos una transformación en la que el sujeto humano al que se responde no es ni el campesino tradicional ni el posterior sujeto ilustrado, racional y distante del culto.

La renovación de la espiritualidad

Cuanto más necesaria es una espiritualidad viva y acomodada a la situación actual, más clara resulta la crisis experiencial del cris­tianismo. No se trata sólo de que no haya surgido ninguna espiri­tualidad renovada que corresponda al mundo secularizado, laico y marcado por la muerte cultural de Dios, a diferencia de lo que ocu­rrió en otros momentos históricos. El concilio Vaticano II y su renovación litúrgica llevaron consigo la desaparición de viejas prácticas, devociones y formas tradicionales de espiritualidad. Éstas aparecían como desfasadas (exposiciones del santísimo, horas san­tas, rosarios, visitas, retiros, devociones como la del sagrado cora­zón de Jesús, etc.). Se cerraba una etapa y caían las devociones tra­dicionales, que correspondían a otra etapa eclesial y teológica. Pero al no surgir otras prácticas nuevas sustitutivas se generó un vacío y se profundizó en la crisis de la espiritualidad. No hubo una decons­trucción como paso para la creación de alternativas, sino rechazo de lo anterior sin contrapartidas actuales. Mucha gente se quedó sin mediaciones religiosas ni devociones, mientras que otros per­sistían en las viejas a sabiendas de su pérdida de aprecio social y eclesial. Como resultado, se profundizó en la crisis eclesiástica de Dios desde una difusa espiritualidad carente de prácticas. Hubo un

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desmantelamiento institucional y de prácticas, sin contrapartidas constructivas., que también llevó consigo una pérdida importante del patrimonio artístico acumulado durante siglos y enajenado por "curas tira-tapias".

El clásico "ora et labora" de la tradición medieval, establecía dos ámbitos. Por un lado, los momentos religiosos, centrados en la relación con Dios, luego la experiencia profana, subordinada a la anterior. Había que conservar la "pureza de intención", es decir, preservar la supremacía de la dimensión trascendente sobre los afanes seculares. Era un esquema propio de la vida religiosa, entendida como renuncia del mundo. Había una correspondencia entre las prácticas religiosas, sobre todo la meditación, la oración y la liturgia, y la vivencia de Dios. Esa dimensión trascendente y religiosa impregnaba la vida y daba un sentido sobrenatural a las actividades profanas. Se buscaba a Dios y a uno mismo y se inda­gaba por la presencia oculta de Dios en los acontecimientos de la vida, en la línea de Las Confesiones de San Agustín o del Libro de la Vida de Santa Teresa. Había que descubrir a Dios en los aconte­cimientos, a veces con una reflexión posterior a lo ya acontecido. Al revisar restrospectivamente la vida se buscaba tomar concien­cia de la presencia de Dios en ella, quizás no descubierta en los momentos biográficos, para dar gracias e interiorizar esa toma de conciencia como fuente de identidad. El autoconocimiento de uno mismo y la búsqueda de Dios formaban parte de una misma diná­mica y la oración remitía a la experiencia vital. Se basaba en la interiorización, en retiros espaciales y temporales para encontrar­se con Dios, que impregnaban luego la vida cotidiana.

Las mediaciones religiosas estaban reglamentadas con espa­cios, tiempos y prácticas para la interioridad, y se fomentaba la introspección y reflexión personal con exámenes de conciencia, autocontroles y prácticas de discernimiento. En cuanto que se recomendaba la dirección espiritual y la confesión, se incitaba a expresar las mociones, afecciones, deseos y emociones que se expe­rimentaban. Por un lado, se promovía el conocimiento de uno mis­mo y había mediaciones que facilitaban convicciones y motivacio­nes personales. El ideal era que las personas estuvieran motivadas interiormente, facilitando así el conocimiento interior y la autono­mía personal. El examen de conciencia posibilitaba el enfrenta-

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miento crítico con uno mismo, así como la hondura personal. De ahí su enorme importancia para profundizar en convicciones y valores, tanto más necesarios en una sociedad masificada en la que el individuo es motivado desde fuera y carece de resortes interio­res para la autonomía. Potenciar interiormente a la persona es una exigencia para un cristianismo mayor de edad y para una partici­pación activa y consciente en la sociedad.

Este fortalecimiento interno de las personas tenía, sin embargo, el contrapeso de la estricta subordinación a la autoridad jerárqui­ca (al confesor o director espiritual), con lo que se recaía en la heteronomía de la sociedad patriarcal. En cuanto que había que decirlo todo, existía un control de la persona a través del discurso (en una línea similar a la técnica secularizada del psicoanálisis)37. La mirada vigilante del otro necesitaba de la mediación de la pala­bra, a través de la cual era posible la dirección espiritual y el con­trol de la vida, y también se abría espacio a los abusos manipula­dores. La sacralización de la autoridad, en cuanto representante de Dios, y la existencia de valores morales y espirituales aceptados por todos y socialmente objetivos, limitaba la iniciativa personal y la autonomía de la conciencia. Además el carácter individualista del sacramento, así como el aumento de los rasgos jurídicos y la bana­lidad rutinaria de pecados y absoluciones, han desprestigiado la forma oral del sacramento. En cambio, las celebraciones comuni­tarias de la penitencia responden mejor tanto a la eclesialidad del sacramento, sobre todo a la luz de que durante los primeros cinco siglos era la única forma de realizarlo, como a la sensibilidad actual, que claramente los prefiere. Las dificultades pastorales que se ponen a esta forma de celebración del sacramento responden más al deseo de preservar la confesión oral, que ha caído en desu­so, que a la necesidad de acomodar el sacramento a la nueva situa­ción en las sociedades postmodernas.

El control sobre el otro mediante la verbalización de las moti­vaciones de la conciencia ha inspirado a la sociedad secular, en la que el psicoanalista se ha convertido en el sustituto del confesor.

37. E. Foucault, Historia de la sexualidad, Madrid, 1978, 140-60; Hermenéutica del sujeto, Madrid, 1994, 33-74. Cfr., D.C. Canceran, "Foucault s Critique of the Confession": Philippiniana Sacra 40 (2005), 429-48.

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Los "reality shows", en los que se confiesa la gente ante la opinión pública, por el minuto de gloria de aparecer en los medios de comunicación social, muestran cómo se ha perdido el pudor res­pecto de la propia intimidad, de tal modo que la represión actual no consiste en inhibir deseos, intenciones, y pulsiones, en la línea tradicional de la dirección espiritual, sino en exponerlos y mani­festarlos ante las cámaras. El "gran hermano" de las sociedades actuales abóle la privacidad y da una respuesta, mediante la exhi­bición pública, a las tensiones e insatisfacciones acumuladas por las personas, sobre todo a las carencias de comunicación. Hay un pastoreo de las personas, a veces inspirado en viejas prácticas ecle­siásticas, en los que se conjuga la dinámica narcisista de nuestras sociedades postmodernas; de ahí el disfrute con el exhibicionismo y la necesidad de apoyo moral y de aliento, a través de los consejos y el apoyo popular.

Estas necesidades subsisten también en el ámbito intraeclesial, aunque lógicamente exigen una respuesta distinta si se quiere pro-mocionar la autonomía personal y la capacidad de discernimiento. Sin embargo, decae la forma tradicional del sacramento de la penitencia, ya que la gente rechaza abrir su conciencia a una per­sona en virtud de su cargo, mucho más si se hace en un contexto fiscalizador y de heteronomía, mientras que no hay dificultad en expresarse en público. La pura expresividad, sin exigencias ni demandas, es lo que favorece la industria del espectáculo, mien­tras que el sacramento decae por rechazo a la fiscalización de la conducta, por los abusos y la manipulación a que han dado lugar, y como rechazo a la pastoral del miedo y de la culpa que durante siglos ha marcado al sacramento. El precepto eclesial de confesar una vez al año contribuyó a eliminar su significado de encuentro con un Dios misericordioso, que es buena noticia para los pe­cadores.

El examen de conciencia y la dirección espiritual son ambiguos y fácilmente se convierten en instrumento de control de las perso­nas, en formas de dominio social en las que se imponen formas de vida y estilos de conducta, más que promover la conciencia adulta y madura. Por eso subsiste el recelo actual ante prácticas tradicio­nales equívocas y susceptibles de ser vistas como formas de domi­nio. Hoy se pierde la autoridad sustantivada y sacralizada del régi-

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men de cristiandad, de tal modo que se puede hablar de una "pro-testantización del catolicismo", en cuanto que se privilegia el libre examen sin dependencias eclesiásticas38. Esta es también una cla­ve para comprender la promoción de los laicos y la abundancia de "cristianos no practicantes" que rehusan el control eclesiástico y sólo se identifican parcialmente con la Iglesia. No se quieren de­pendencias heterónomas, aunque paradójicamente sean la clave de la publicidad. Habría que potenciar nuevas formas de celebración comunitarias, como por ejemplo las que lleva consigo la absolu­ción colectiva, en lugar de restringirlas en nombre de una praxis que surgió al final de la época clásica y como resultado de una ins­piración monacal, que buscaba humanizar el sacramento. Lo que entonces contribuyó a ello se convierte hoy en un obstáculo para que el sacramento no se pierda en una sociedad permisiva, que rechaza la culpa y que tiene muchas dificultades para asumir res­ponsabilidades y compromisos.

El contexto cultural de la postmodernidad plantea además obs­táculos añadidos a la espiritualidad tradicional. El "ora et labora" marcaba un ritmo en la vida, que respondía a la necesidad de des­canso y actividad. Este ritmo es el que se pierde en una cultura del ocio en la que se sigue ocupado en el tiempo privado, porque la dinámica consumista y los patrones de conducta abolen la dife­rencia entre la vida pública y privada. El control de la vida ciuda­dana por los medios de comunicación es hoy mucho más comple­to y absoluto que en cualquier época de la historia, y la industria del espectáculo se convierte en la gran educadora del pueblo, des­hancando a las instituciones tradicionales educativas y religiosas. El activismo impregna todos los ámbitos de la vida y arruina una perspectiva contemplativa y orante, ya que hay miedo al silencio y la soledad, tanto más, cuanto más vacía es la vida y más necesidad hay de estar ocupado. La interioridad basada en el "retiro", espa­cial y temporal, resulta cada vez más difícil en una sociedad que actúa desde la colonización de la subjetividad personal y apenas deja espacios físicos para la intimidad. La presión publicitaria pasa del espacio público al privado, de tal forma que el individuo es siempre consumidor y asume pautas culturales divulgadas por la

38. E. Poulat-D. Decherf, Le christianisme á contre-histoire, Monaco, 2003, 108-109.

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industria cultural. La nueva forma de control del individuo no es la tradicional de la represión externa por parte de las "fuerzas del orden", las leyes o una opinión pública homogénea. Hoy se mani­pula la subjetividad, de modo que el individuo sea libre para elegir pero elija de acuerdo con los patrones de conducta interiorizados. El individuo masificado ha asumido roles, patrones de conducta y reglas de juego, y se comporta casi siempre como espera la socie­dad. No necesita represiones externas en las medidas en que ha interiorizado el control, ya que la sociedad está dentro de él y se comporta siempre según lo que se le ha enseñado. Hay un troque­lado de la subjetividad y el individuo se comporta de acuerdo a lo que se espera de él, sin necesidad de represiones externas.

Esta dinámica de colonización interior, compatible con las liber­tades formales y la elección individual, arruina la interioridad y hace muy difícil el discernimiento, la autonomía y la profundidad interior. La experiencia cristiana tendría que fomentar motivacio­nes, convicciones y capacidad de discernimiento, es decir, ayudar a una personalización de la conducta, en lugar de sustituir simple­mente un esquema de comportamiento por otro, que sería la mera internalización de la presión eclesial. El patrón de conducta de la religiosidad tradicional ha estado demasiado marcado por el temor de Dios y la imposición de leyes y mandamientos, además de incul­car la obediencia como la virtud cardinal de la eclesiología. Se tra­taba de una pastoral del miedo, agravada por la crisis jansenista, desde la que se impuso una visión moralista de la vida en la que el sentimiento del pecado amenazaba con invadirlo todo39. Hoy por el contrario hay que fomentar el espíritu crítico y la capacidad de dis­cernimiento, que resista a la presión de la opinión pública y a la publicidad de los medios de comunicación, tanto en el ámbito interno de la Iglesia como en el de la sociedad. En la Iglesia hay una presión contradictoria, que alaba la autonomía personal en la sociedad y el sometimiento a la jerarquía dentro de la Iglesia, sin asumir que ambas demandas se neutralizan mutuamente.

Por otro lado hay miedo al silencio, a la soledad y a las pregun­tas que pongan en cuestión la forma de vivir y de ser persona. La

39. J. Delumeau, El miedo en Occidente: siglos XIV-XVIII, Barcelona, 1989; La

peché et la peur, París, 1983

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sospecha del individuo contemporáneo sobre la superficialidad y sin sentido de la propia vida, hace que se huya de un discernimien­to reflexivo que llegue hasta el final de la propia interioridad. El estilo de vida post-moderno se despreocupa de las cuestiones últi­mas en favor de lo inmediato y concreto. El pragmatismo desplaza a la metafísica y se aplazan los interrogantes que superan el pre­sente inmediato. Este funcionalismo facilita un estilo de vida super­ficial, en el que el individuo se deja llevar sin plantearse cuestiones de fondo. Hay una dificultad cultural para la pregunta por Dios40 y es necesario una experiencia de ahondamiento de la persona. El miedo a la soledad se traduce en un estilo de vida en el que se bus­ca la masificación y el acompañamiento externo, aunque la yuxta­posición de individuos no equivalga a la comunicación interperso­nal. El individuo sólo en la multitud no se comunica, está rodeado de personas a las que no se siente vinculado41. A esto corresponde también la Iglesia de masas y grandes concentraciones, así como experiencias sacramentales y formas de vida eclesial, en las que no hay maduración ni comunicación personal. El consumismo devo-cional y sacramental puede ser una mera prolongación de la acti­tud consumista en la sociedad, sin mayores compromisos.

Los medios de comunicación facilitan la presencia de la socie­dad de masas en el hogar y las dificultades de habitat para la pri­vacidad son un obstáculo para prácticas religiosas basadas en el retiro. Hay una inmersión plena en la sociedad de masas, sin con­trapesos de autonomía y búsqueda de la propia interioridad. La consecuencia es la decadencia de la au tonomía personal en la sociedad, la carencia de convicciones personales, desde las que eva­luar los acontecimientos sociales, y la compulsividad con las que se asume un estilo de vida propagado por los medios de comunica­ción. La televisión se ha convertido en el gran configurador de la personalidad y la industria del espectáculo difunde la manera de ser y vivir. El tiempo que se dedica a prácticas espirituales, tanto

40. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi 20: "La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épo­cas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva".

41. D. Riesman, La muchedumbre solitaria, Buenos Aires, 1969.

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las religiosas como las otras culturales, y a la relación personal con las personas que son importantes en la vida de cada uno, disminu­ye proporcionalmente al tiempo que crecientemente se dedica a los medios de comunicación. Esta dinámica es mucho más efectiva en el control de las personas que la vieja práctica de la dirección espi­ritual y la confesión. No tiene contrapartidas en cuanto a posibili­dades de interiorización y profundización personal, y arruina las viejas prácticas de meditación y de oración basadas en la soledad y la hondura personal. Esto explica la superficialidad del estilo de vida que promueve la sociedad y la dificultad para que las prácti­cas devocionales tradicionales sigan siendo eficaces. Si no hay alternativas habría cada vez menos interioridad y decaería la espi­ritualidad, que es lo que, en parte, ya está ocurriendo.

Además está el problema de que a Dios ya no se le busca desde el dualismo de lo religioso y lo profano, de lo sobrenatural y lo natural. Formas de espiritualidad modernas, como la ignaciana del contemplativo en la acción, necesitan también de espacios y tiem­pos densos, en los que la actividad personal se oriente hacia Dios, para desde la congenialidad de esa sincronía y vivencia poder lue­go actualizarlo en la vida. Para encontrar a Dios en la profundidad de la existencia, en la línea agustiniana, hay que experimentarlo en momentos y tiempos densos, para interpretar los acontecimientos en clave cristiana, como "signos de los tiempos". Lo pro-fano no es lo que está antes que lo sagrado, sino un lugar postmoderno de la trascendencia. Buscamos al totalmente Otro, al gran Tú con el que entendemos la propia personalidad, desde y en las relaciones interpersonales que dan sentido a la vida, porque si no, no lo encontraremos en otros ámbitos del mundo. Pero siempre subsis­te la pregunta acerca de la verdad de nuestras "experiencias espiri­tuales" y si, más allá de nuestras inevitables proyecciones, Dios es algo más que una creación de nuestra propia subjetividad. La inse­guridad y la sospecha forman parte de la cultura relativista post-moderna. La fe en Dios, aún siendo un don que encontramos en la vida, es también creación subjetiva y opción personal. El dios no fundable ni demostrable, es también la respuesta gratuita que apa­rece en el horizonte de la pregunta por Dios42.

42. Juan A. Estrada, La pregunta por Dios, Bilbao, 2005.

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Ya no se parte de la revelación objetivada de Dios, para ilumi­nar la propia experiencia, sino de ésta buscando abrirla al hori­zonte de Dios. Esto explica la debilidad del creyente en una socie­dad religiosamente indiferente, el cuestionamiento de su propia experiencia, y la necesidad de la confirmación por parte de otros buscadores, que forman parte de su comunidad de referencia. Hay que asumir a un Dios experimentado mundanamente, desde la inmanencia de la propia vida y sin la seguridad que daba la vieja concepción dualista de la vida. No se trata ya de desligarse de lo cotidiano para encontrarse con Dios, sino de asumir que la pre­gunta por Dios trasciende y se hace presente en todos los aconte­cimientos. Hay que vivir "coram Deo", en la paradójica búsqueda de un Dios del que no hay certeza plena. Se postulan experiencias inspiradas por Dios, sin salir de la inmanencia de lo cotidiano. Se trata de aprender a ahondar, buscando las raíces de lo que acaece desde una fe que puede afianzarse con una hermenéutica persis­tente a lo largo de la vida, pero que siempre es impugnable. Perseverar en la pregunta por un Dios de cuya existencia no hay certeza absoluta es parte de la condición del creyente en una socie­dad que no comparte esos interrogantes.

Ya en la década de los sesenta planteaba Bonhoeffer la proble-maticidad de un mundo adulto en el que retrocede Dios en favor de mayores espacio de autonomía humana. La paradoja de vivir con y sin Dios implica asumir la responsabilidad por el curso his­tórico, saber que la referencia a Dios no resuelve los problemas que tenemos que afrontar, de ahí su exigencia de una interpreta­ción no religiosa del mundo, que se hace cargo de una sociedad mayor de edad a partir de la secularización de las formas de vida. Desde la identificación con el crucificado, hay un rechazo del "Deus ex machina" para dejar lugar a una Providencia débil, que respeta la profanidad de la historia y la autonomía del hombre. Vivir con y sin Dios implica asumir la pertenencia del cristiano a una sociedad no religiosa, sin perder la referencia trascendente desde la que surge el compromiso con el mundo. Construir el rei­no de Dios desde un humanismo sin connotaciones religiosas y sin perder la propia identidad cristiana es el secreto de su radica­lismo, que no puede identificarse sin más con la posterior teolo­gía de la muerte de Dios.

VA ( RISTIANISMO Y LA CULTURA POSTMODERNA 221

La postmodernidad de la segunda mitad del siglo XX ha confir­mado su postura. Es un estilo de vida "como si Dios no existiera", que obliga a asumir responsabilidades históricas y sociales. El Dios que está con nosotros, el Dios-Espíritu de la inmanencia histórica, es quien obliga al hombre a ser "guardián" de su hermano, corres-ponsable de la suerte de la humanidad y en especial de los más débiles. Bonhoeffer denunciaba el intento eclesiástico de buscar resquicios en la vida privada y en la subjetividad interior para afianzar no sólo el dominio de Dios, sino sobre todo el de la Iglesia y sus representantes. Rechazaba el tutelaje eclesiástico sobre la vida humana y planteaba la paradoja de la persona que no necesi­ta a Dios para afirmar el sentido de la vida y que, sin embargo, afir­ma a un Dios gratuito del que se puede hablar de forma no reli­giosa. Buscar a un Dios que no es tapa-agujeros y que no se locali­za en el ámbito de la religiosidad tradicional sería la otra cara del que no escamotea las carencias de la vida43.

El cristianismo vive un proceso de desestabilización y deses­tructuración, en cuanto que la Iglesia aparece como institución tradicional extraña al dinamismo de la sociedad. Hay también un desconocimiento de la propia tradición, en cuanto memoria e ins-titucionalización de las experiencias de sentido de relevantes per­sonalidades en la historia. El analfabetismo cultural de la sociedad de consumo, agravado por la especialización académica que es pareja a la carencia de un humanismo global, también se deja sen­tir en el cristianismo. La fascinación por la espiritualidad oriental responde a una necesidad que no encuentra respuestas adecuadas dentro del cristianismo y a la ignorancia del patrimonio experien-cial que éste mismo posee. Abunda una literatura barata de devo­ciones, terapias, mezclas de espiritualidad y técnicas de interiori­zación, y escasean grandes obras de espiritualidad que actualicen y modernicen el pasado, enseñando a orar, la meditación cristiana o vías actuales de renovación mística.

Bonhoeffer denunciaba la gracia y espiritualidad barata, como consecuencia de la superficialidad de la identidad cristiana. La diná-

43. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Salamanca, 1983, 228-254. Una buena síntesis de su obra es la que ofrece el volumen colectivo, P. Vorkink (ed.), Bonhoeffer in a World Come of Age, Filadelfía, 1968.

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mica cultural de lo light, del sin esfuerzo y del consumismo favo­rece también estas "terapias espirituales de autoayuda", a costa de las grandes tradiciones del cristianismo. Por otra parte, el marco actual postmoderno favorece una experiencia religiosa difusa y separada de las religiones positivas, que hacen más fácil una reli­giosidad sin Dios. De ahí el éxito de espiritualidades emocionales y de exploración personal, en la que Dios es un referente vago, del que podría prescindirse, en lugar de ser el referente fundamental. La demanda esotérica de lo mágico y para-normal, influye en una literatura devocional y milagrera que es integrable en la cultura consumista a costa de las grandes obras de teología, en parte dema­siado eruditas para un público inculto en temas religiosas y en par­te también, poco creativas y abiertas a nuevos caminos, a causa de la involución eclesial y el control jerárquico. En última instancia resulta fácil ser cristiano, en cuanto que hay un ajuste a las demandas sociales y eclesiales, sin más profundización ni madura­ción personal. Si se peca fácilmente, mucho más desde una con­cepción moral antimoderna que fácilmente ve en todo pecado, tam­bién se perdona sin mucho esfuerzo, con lo que el cristianismo deviene banal, integrándose en la dinámica de una sociedad que rehuye obligaciones y compromisos personales, prefiriendo que­darse en los derechos individuales. Nadie se siente responsable.

Después del concilio Vaticano II hubo una proliferación de espi­ritualidades y teologías de las realidades terrenas, de la política, de la cultura, del trabajo, de la familia, etc. Parecía abrirse paso la idea de un cristianismo comprometido con el mundo pero no mundanizado. La Gaudium et Spes fue la carta magna que ponía en primer plano la construcción del reino de Dios en la sociedad, desplazando el centralismo eclesial y la dinámica proselitista. Ya no era necesario apartarse del mundo, como el monje, para encon­trarse con Dios ni se le ubicaba en un mundo superior, el de arri­ba, en la línea de la metafísica platónica que perdura hasta hoy en la concepción religiosa. El proceso de revalorización del mundo se inicia ya con la autonomía de las causas segundas respecto de la causa primera divina en la época medieval. Hoy se prescinde del mundo de arriba, que ya no interesa ni aparece implicado en la realidad histórica. Consecuentemente pierde significación la pro­videncia divina y hay una crisis de la teodicea, ante la dificultad de

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compaginar la fe en Dios con el sin sentido de la experiencia. El Vaticano II puso las bases de una nueva búsqueda de Dios, desde la valoración positiva de los signos de los tiempos, acorde con la mentalidad moderna. El acento está en la transformación del mun­do y en la liberación de un pensamiento mágico y dualista, que ve el mundo como acabado y la acción humana como secundaria44.

El repliegue de la Iglesia, perceptible ya en la década de los ochenta, llevó a muchos cristianos a marginarse de los foros secu­lares, renunciando a ser semilla y quinta columna en la sociedad, en favor de la creación de una red institucional eclesiástica, para­lela a la de la sociedad e ilusoriamente confiada en servir de muro de contención. Se buscaba conservar las estructuras de credibili­dad de la religión tradicional, modernizada en las formas, cuando ya era imparable el proceso secularizador de la cultura postmo-derna. Prevalecía el intento de "proteger" a los fieles de la cultura disolvente, tanto a nivel externo por medio de las instituciones eclesiásticas, como a nivel interno, por medio del control de la teo­logía, la doctrina y la catcquesis45. Los movimientos neoconserva-dores actuales se encuadran dentro de esta estrategia, así como la actividad de la Sagrada Congregación de la Fe contra los teólogos críticos desde la década de los ochenta. El antimodernismo pervi­ve, aunque oficialmente corresponda a una etapa superada, y se esconde a veces bajo la "protección de los fieles" de la cultura con­taminante y las medidas disciplinarias para que los virus de la postmodermdad no entren en el ámbito eclesial.

Pero no se puede impedir la infiltración cultural en la época de la informática, de la publicidad y de las comunicaciones46. Fue una estrategia equivocada, porque en la sociedad actual cada vez hay menos diferencia entre el ámbito privado y el público, dado que los medios de comunicación impregnan la existencia cotidiana. El foro

44. R. Franco, "La secularización como liberación de la religión": Proyección 19 (1972), 237-248.

45. Así lo expresaba el cardenal Ratzinger. Los pastores deben defender la fe del pueblo contra los teólogos liberales, el elitismo intelectual y el absolutismo de la ciencia. Contrapone la ortodoxia a una teología en crisis, con claros acentos antimodernistas. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, Madrid, 1986, 388-99 (es un estudio de 1978).

46. R. Franco, "La secularización: posibilidades de liberación": Proyección 19 (1972), 180-88.

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eclesial protector a la larga acabaría generando el gueto social y transformaría la iglesia en una secta. En realidad se trata de una opción religiosa que se ubicaría dentro de lo que llamamos multi-culturalidad. Permite que una minoría étnica, cognitiva, cultural o religiosa preserve sus rasgos grupales y coexista con otros grupos sociales, sin mezcla ni interferencias con ellos. La coexistencia de grupos diferentes se paga en forma de supervivencia de comparti­mentos estancos, sin interacción entre ellos. Esto sólo es posible cuando esas culturas minoritarias poseen rasgos diferentes estables y permanentes, y cuando sus miembros son homogéneos y están dispuestos a renunciar a integrarse en la sociedad. Es lo que, por ejemplo, han in tentado grupos religiosos como los cuáqueros, memonitas y otras denominaciones evangélicas en Estados Unidos.

Pero esa solución no es posible para la Iglesia católica, por defi­nición con pretensiones de universalidad y de misión en la socie­dad, que hacen inviable vivir al margen de ella. El papel eclesial tendría que ser más el de fermento en la masa y también de quin­ta columna crítica en la sociedad, lo cual exige la inserción y a la apertura universalista. Aparte de que exigiría un rígido control de sus miembros, para que no se vieran contaminados por el virus de la cultura postmoderna, lo cual resulta inviable en las complejas sociedades de los medios de comunicación de masas. El imperati­vo misional del cristianismo va en la línea de ser alma del mundo, de insertarse en la sociedad como célula del reino de Dios. Exige un cristianismo de inserción más que la dualidad de una microso-ciedad cristiana yuxtapuesta a la gran sociedad, en la línea del anti­modernismo.

Esta dinámica dualista se hace sentir en algunos movimientos del catolicismo, que reclutan a personas proclives al modelo tradi­cional y que no se sienten a gusto en la cultura postmoderna, pero no puede funcionar a nivel de toda la iglesia. El problema de la Iglesia con la postmodernidad estriba en su limitada capacidad de atracción que se orienta a los grupos y personas más tradicionales, pero que no son instancias creativas y configuradoras de la opinión pública, precisamente por su anacrónico tradicionalismo. En una sociedad que valora poco la tradición y que vive en una dinámica de discusión y de innovación permanente, hay una crisis perma­nente de las instituciones y tradiciones. El dinamismo social deses-

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tabiliza y la identidad personal sufre un proceso de erosión a par­tir de la impugnación de las certezas. Por eso es muy difícil el diá­logo entre la Iglesia y la sociedad, dado que la primera tiene mie­do a una modernidad que la transformaría y la segunda recela de una institución opuesta a su dinamismo cultural.

Por el contrario, las vanguardias culturales y las personas más inculturadas en la sociedad actual difícilmente pueden sentirse atraídas por foros eclesiásticos más cercanos a la época de cris­tiandad que al momento actual. Son más sensibles a instancias que promocionan la conciencia moral personal que a las que imponen un código de conducta, que se ve como heterónomo y externo a la persona. Por eso hay una relativa persistencia de vocaciones en los movimientos conservadores, mientras que los más innovadores y abiertos a la post-modernidad apenas las tienen. Las personas con las que mejor pueden sintonizar en la sociedad no suelen pensar en la vocación eclesiástica, prefieren las ONGs y otras asociaciones para encauzar su compromiso cristiaano; y los que piensan en ella no se identifican con los renovadores sino con los tradicionales, y, frecuentemente, tampoco interesan a los grupos progresistas como posibles militantes.

El problema vocacional de la Iglesia es también el de las gran­des instituciones y partidos cuando les votan los sectores más tra­dicionales o las personas mayores, pero sin que cuenten con los jóvenes, los ciudadanos más urbanos y los sectores culturales más avanzados. La mayoría de ciudadanos que se siguen definiendo católicos engloban a un número creciente de no practicantes y cada vez cuentan con menos consenso entre las generaciones jóvenes, lo cual es un índice de la falta de atracción del cristianismo y de la misma Iglesia en la sociedad. Las concentraciones juveniles pueden dar la impresión de una iglesia popular entre la juventud, pero es una apariencia más que una realidad, como demuestra la lejanía práctica de la mayoría de la juventud respecto del cristianismo e incluso el desinterés religioso que caracteriza a muchos jóvenes.

En cierto modo volvemos a la situación previa a la del Concilio Vaticano II, la del antimodernismo caracterizada por una Iglesia a la defensiva que negativiza el curso histórico y rechaza a una socie­dad que ha surgido no sólo sin la colaboración de la Iglesia sino también, en contra de ella. En el siglo XIX y la primera mitad del

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siglo XX, fueron la democracia, la secularización y la laicidad los retos que tenía que afrontar el cristianismo. En la actualidad, el problema es la cultura post-moderna, cuyas directrices chocan frontalmente con el cristianismo y en general con cualquier reli­gión institucionalizada y con un sistema de creencias y prácticas que exige una adhesión global.

Se ahonda así la crisis del cristianismo en el primer mundo, pre­cisamente en un momento histórico en que es necesaria la aporta­ción de las grandes corrientes éticas y humanistas, entre las que se cuentan las religiones, para no caer en un presentismo radicaliza­do, el de la sociedad del bienestar. Esto tiene como contrapartida una carencia de proyectos de futuro, una crisis global de identidad y la fragmentación social favorecida por el individualismo y la com-petitividad, que hacen muy difícil la cohesión social y el consenso en favor de un proyecto común. No hay que olvidar, sin embargo, que vivimos un momento histórico acelerado y que la sociedad, como la misma Iglesia, vive una fase de transición. Conviven dos formas de vida y generaciones que se han inculturado en dos códi­gos socioculturales muy diversos, de ahí la fácil toma de conciencia acerca de la crisis de identidades, ya que es mucho más fácil deconstruir que ofrecer alternativas válidas y universalizables por­que pueden ser asumidas por todos. De nuevo hay que recordar la amonestación de Juan XXIII al comienzo del Vaticano II acerca de los profetas de calamidades que sólo negativizan el curso histórico, en este caso la post-modernidad, sin percibir las nuevas posibilida­des que ofrece. Una Iglesia que cayera en la anti-postmodernidad, como antes en el antimodernismo, no podría ofrecer motivos para vivir y luchar a los ciudadanos de hoy, y dejaría de ser anunciadora de una buena nueva, la del evangelio, que necesita ser adaptado y aplicado a las condiciones históricas. Éste sigue siendo el reto del cristianismo, insertarse en la cultura postmoderna y renovarse para poder ser actual y evangélico al mismo tiempo. Ahí es donde se juega el papel de la Iglesia en el siglo XXI.

4 EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS

DE LA INCULTURACIÓN

Después del concilio Vaticano II permanece el modelo de igle­sia-institución, antes que comunidad, en el que perviven las carac­terísticas clericales y antimodernistas. La vieja idea de la fortaleza asediada que resiste los embates de la sociedad ha resurgido tras la crisis del postconcilio y los retos planteados por la postmoderni­dad. En la época del antimodernismo se ponía el acento en la cohe­sión de la Iglesia, como forma de pervivencia en una sociedad que se rechazaba, en la homogeneidad del cristianismo universal, como signo de identidad, y en la adhesión a la jerarquía como exigencia disciplinaria para preservar el modelo católico. Consecuentemente se creó una cultura católica, protegida por las instituciones propias de la Iglesia, haciendo de la familia cristiana, parroquia, la educa­ción y la asistencia social los pilares de la presencia en la sociedad. Hoy por el contrario, asistimos a una crisis de estas instituciones y ámbitos eclesiales.

1. Los lugares de inculturación

El gran reto para la transmisión de la fe en España es la pro­funda mutación cultural de los últimos años. El problema es el de una sociedad para la que ya no valen los planteamientos de la Ilustración decimonónica, y un estilo de vida consumista y prag­mático que hace inviables las estrategias evangelizadoras tradicio­nales. No es sólo que España sea hoy país de misión sino que se ha roto el tejido social que hacía posible la religión tradicional. El cris-

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tianismo, sin embargo, se basa en un tejido institucional y social, necesita mediaciones culturales y se apoya en la adhesión libre de personas que transmiten la fe. Si no existen estos componentes la fe no puede transmitirse. No es posible comunicarla, sobre todo a las jóvenes generaciones, recurriendo a las doctrinas, prácticas y mediaciones catequéticas de siempre, porque éstas han sido supe­radas por la evolución. Ni responden a las nuevas demandas de la población, ni ofrecen respuestas coherentes y plausibles.

El intento de aggiornamento conciliar, doctrinal e institucional tiene que continuar y potenciarse porque la mutación sociocultu-ral no ha ido acompañada por la transformación del catolicismo. Tras la primavera conciliar hubo una retirada a los cuarteles de invierno (K. Rahner)1. De ahí, la dificultad de estructuras y mode­los eclesiásticos que han sido muy eficaces pero que no están aco­modados al nuevo modelo de sociedad2. Esta situación plantea problemas familiares, socioculturales y eclesiales y exige alternati­vas pastorales y catequéticas. Nos centraremos en tres sectores cla­ves de la sociedad, el modelo familiar, el sistema cultural y educa­tivo, y la iglesia parroquial. Los tres son lugares de socialización de la fe, en cuanto compromiso personal y sistema de creencias, valo­res y prácticas. Por eso es importante una red social, familiar, edu­cativa y parroquial en la que se inculture la fe.

Hoy vivimos una transformación del modelo de familia. Pasamos de familias numerosas, con muchos hermanos y la presencia de tres generaciones, a familias nucleares o mono parentales por los divorcios y separaciones, en las que hay pocos hermanos, frecuen­temente sin los abuelos, y sin el servicio doméstico de la familia tradicional de clase media. Hay que añadir la integración de la mujer en el mercado del trabajo, con mayor emancipación e igual­dad respecto del cónyuge, y más ausencia en el hogar. El resultan­te es una carencia familiar en lo que concierne a la transmisión de valores, al seguimiento cotidiano de los hijos y a una relación per-

1 • Este Concilio Ecuménico no ha sido todavía aceptado de hecho en la Iglesia, ni a la letra ni según el espíritu. En grandes líneas vivimos en una 'inverna­da , como suelo decir yo". (P. Imhof-K. Rahner, La fe en tiempo de invierno, Bilbao 1989, 45).

I- Esta temática puede encontrarse en "Comunicar la fe en la nueva sociedad española": 46 Catequética (2005), 196-208

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sonal con ellos. No es infrecuente que los padres vuelvan del tra­bajo cuando su(s) hijo(s) ya han vuelto de la escuela, sin nadie que los atienda. Además el trabajo en el hogar, el cansancio profesio­nal, y los largos desplazamientos urbanos favorecen la desatención de los hijos. Éstos, se entretienen con la televisión, la consola, el ordenador o jugando a solas, cuando sus padres no pueden aten­derles porque vuelven al hogar fatigados de la jornada laboral, tie­nen que afrontar las labores domésticas y emplean mucho tiempo para desplazarse del trabajo al hogar en las grandes ciudades.

Han disminuido también los contactos con los otros parientes y cada vez hay menos posibilidad de jugar con los vecinos como ocu­rría antes. En las sociedades urbanas actuales hay menos contac­tos con las personas físicamente cercanas, como ocurría en las sociedades anteriores, y el gran edificio de viviendas, así como fre­cuentes cambios de domicilio, favorecen la ausencia de relaciones con los otros habitantes del inmueble. Tenemos familias con poder adquisitivo y con necesidades materiales primarias y secundarias frecuentemente cubiertas, pero en las que hay un empobrecimien­to de relaciones personales. Falta el tiempo material y escasean las energías psicológicas y afectivas para criar a los hijos, lo cual favo­rece la soledad de éstos y dificulta transmitir valores religiosos y éticos, ante la ausencia de referentes a los que imitar y seguir.

Las ciencias humanas indican que para que haya un yo hace fal­ta un tú. El rostro materno y paterno son modelos fundamentales en la educación familiar, desde los que se asume una imagen del mundo y un estilo de vida, basado en la identificación afectiva y la imitación. "Aprendemos" a ser personas en una familia y sociedad, ya que nuestra personalidad inicial es la del grupo al que pertene­cemos, y sólo así surge la persona. La heteronomía, dependencia del otro, es constitutiva y condición necesaria para el surgimiento de la autonomía personal. Aprendemos un lenguaje y un estilo de vida, y el comportamiento de los otros, especialmente de los más cercanos, es determinante para nuestra propia forma de compren­der el mundo. Es necesario un núcleo familiar denso en relaciones, que favorezca el crecimiento de la persona y sus raíces identitarias, aunque luego serán sometidas a una selección y una criba con el surgimiento de la adultez ya desde la pubertad. Para ser autónomos necesitamos la seguridad y protección inicial, que es la que permi-

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te abrirse a los retos de la vida desde la confianza generada por un ámbito familiar propicio, en el que se combine la seguridad y la libertad, la protección y la promoción de la iniciativa personal.

Esto se ha debilitado hoy. Se atiende materialmente a los hijos, pero aumentan las carencias de "criarlos y formarlos", porque los padres tienen dificultad para atender a los hijos en el hogar. El esti­lo de vida favorece la atención material, con la que se quiere com­pensar la pobreza de relaciones personales. Hay pocos espacios y tiempos de contacto y el niño experimenta soledad y desatención desde las primeras etapas. No sólo es llevado a la guardería en una edad muy temprana, sino que además la permanencia en el hogar está marcada por el confort material y, frecuentemente, por el esca­so tiempo y dedicación de sus padres. Hay pocos encuentros per­sonales en los que se pueda dialogar y compartir, la televisión des­plaza a la mesa familiar como lugar de relación, y las tareas y afi­ciones del fin de semana ocupan a los padres e hijos. Como los abuelos ya no viven en el hogar, falta la relación personal con ellos, que sirvieron de referencia y de modelo en la situación anterior.

Las carencias familiares reflejan las de la sociedad a la que pertenece. Cada vez es más difícil comunicarse en profundidad. Aumenta el número de conocidos, compañeros, y colegas, a costa del amigo con el que sincerarse, comunicarse y fiarse. Si "cada casa inglesa es un castillo", como afirmaba el viejo refrán inglés, ahora cada individuo es un ente aislado y crecientemente incomunicado. Conocemos a una gran cantidad de gente con la que no tenemos relaciones personales ni comunicación y crece lo que se ha denomi­nado "muchedumbre silenciosa"1. Las cotas de prosperidad mate­rial y los logros sociopolíticos no han generado una mejor calidad de vida en las relaciones personales, que siguen siendo el funda­mento de una vida feliz y con sentido. El ensimismamiento y el repliegue sobre sí mismo, lastrado por una incomunicación genera­lizada, tanto desde el punto de vista cualitativo (superficialidad en la comunicación) como cuantitativo (escaso número de personas), se compensa con una exterioridad volcada en el consumo y afanosa por las vidas de los personajes famosos, que hacen de figuras vica­rias de escape, ante el sin sentido y aburrimiento de la propia vida.

3. D. Riesman, La muchedumbre solitaria, Barcelona, 1981

EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS DE LA INCULTURAC1ÓN 2 3 1

Esta dinámica incide en las raíces familiares de la religión. Se pierde la figura tradicional de la madre como educadora de la fe, con la que se aprenden las primeras oraciones y se transmiten los valores. El problema aumenta con mujeres jóvenes que rompen con la Iglesia, a la que acusan de machista y obsoleta, y que se nie­gan a desempeñar el papel tradicional de transmisión de la fe. Está surgiendo la primera generación de mujeres que masivamente rehusan la educación cristiana de los hijos. Cuando la religión está poco presente en el hogar prepara la futura indiferencia religiosa. La familia deja de ser el lugar primario y fundamental de transmi­sión de la fe, y la carencia de valores, normas y referencias que cre­an una imagen del mundo (una cosmovisión) deja indefensos a los niños ante la presión de la sociedad, sobre todo de los medios de comunicación social. Si la religión no es vivida y expresada por los padres deja de servir de referencia para los niños. Tras la primera comunión y la catequesis escolar fácilmente se carece de prácticas religiosas, ya que no se ve a los padres como referentes cristianos. La religión queda desplazada del hogar y los símbolos y referencias cristianas tradicionales frecuentemente escasean, con lo que el niño no vive una cultura hogareña marcada por lo cristiano, como ocurría a las generaciones anteriores. Comienza así un proceso marcado por una cristianización débil y superficial.

En consecuencia, hoy hay que revalorizar la pastoral familiar y el concepto de iglesia doméstica del cristianismo primitivo, y poten­ciar iniciativas como la escuela de padres, los movimientos familia­res y conyugales, etc. La pastoral familiar es la más urgente estrate­gia evangelizadora y la pérdida de la familia cristiana el gran obstá­culo para transmitir la fe. Esto acrecienta el renovado papel e importancia eclesial de los laicos, que tienen en su propio hogar el primer y más importante ámbito de la misión (LG 12; 35; GS 52). La esperanza para la Iglesia son familias cristianas, que pongan el acento en la formación de los hijos y que intenten transmitirles valo­res desde el testimonio personal y la inserción en la vida eclesial.

Educar cristianamente en la sociedad

El problema se agudiza con la ideología de la familia y escuela neutra. Aumentan los padres que no bautizan ni educan cristiana­mente a los hijos, porque no quieren influirles ni condicionarles.

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No tienen dificultad en que sean cristianos al llegar a la adoles­cencia, pero prefieren no tomar decisiones por ellos y relegar al futuro lo concerniente a la religión. Esa decisión tiene consecuen­cias imprevistas. La educación diferencia al hombre del animal, somos racionales y la cultura es nuestra segunda naturaleza. Rompemos con el mecanismo natural y automático de los instin­tos, desde una libertad guiada por valores, ideales, proyectos, e imágenes del mundo. La cultura es el intento de humanizar al ani­mal (Adorno) y la educación el medio en el que aprendemos a ser personas. Todo sistema educativo implica una selección de conte­nidos, valores, saberes y modos de conducta. La educación se basa también en el testimonio personal y es básica la relación maestro-discípulo, en la que el primero es un referente a imitar, porque ofrece confianza y sirve de inspiración.

La ausencia de la religión en la educación, familiar y escolar, implica su desautorización y relegación a algo secundario. No sólo educamos con lo que promovemos y resaltamos, sino también con carencias, ausencias y marginaciones de lo que no es importante. Los silencios son tan significativos como las insistencias. No se desarrolla igual un niño con capacidades para el deporte, la músi­ca o el dibujo en un centro educativo que fomenta esas potenciali­dades que en otro en el que son marginales. No recibe la misma educación el niño en cuya familia se leen libros y está presente la lectura, que en un hogar en que no hay ni periódicos. El dejar la religión para la adolescencia, e incluso no informar de ella, pre-condiciona al niño y favorece actitudes de indiferencia religiosa, ya que la religión no forma parte de su visión del mundo, ni juega un papel importante entre los valores, orientaciones y normas que canalizan su vida.

Si la educación tiene etapas que hay que valorar y atender, la ausencia de la formación religiosa y de una educación basada en el testimonio personal en los primeros años incide de forma funda­mental en la orientación posterior. Los años primeros son decisi­vos para la posterior cosmovisión del adulto y la ausencia de la reli­gión no sólo implica un mensaje indirecto de que ésta no es impor­tante para la vida sino una ignorancia que precondiciona actitudes posteriores. No es igual que el niño crezca en un entorno en el que la religión juega un papel importante, que socializarse al margen

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de ella. La educación neutra no existe y la carencia de formación religiosa es una opción negativa condicionante del futuro. Además la moral está en la práctica muy vinculada a la religión y, frecuen­temente, la ausencia de la segunda genera un vacío ético. Es lo que llamamos crisis de valores, ya que la religión deja de motivarlos y se produce un vacío que nadie cubre. La lección es obvia, es impor­tante educar religiosamente pero no coactivamente, familiarizar con la tradición y símbolos cristianos, y compartir con los educan­dos una cultura impregnada por la fe.

El problema escolar no es sólo si hay religión como asignatura o no en la formación, aunque ésta opción sea importante y la domi­nante en Europa, sino si ésta forma o se limita a informar y memo-rizar. La jerarquía tendría que replantearse la formación religiosa a la luz de que la casi totalidad de los políticos actuales la han reci­bido como la Iglesia ha querido. Si éstos son hostiles habría que preguntarse qué y cómo se ha enseñado, y por qué hay tanta gente resentida por la educación religiosa recibida. El modelo actual no funciona y granjearse la adhesión de los alumnos, para que escojan religión, a base de la relajación de sus exigencias, la devalúa y con­tribuye a largo plazo a su rechazo. Hay que buscar nuevas formas de educación en la fe dentro y fuera del sistema educativo y no uti­lizar las clases como complemento salarial de un clero mal retri­buido. Buscar maestros capaces para los centros católicos es la gran exigencia de la participación en la fe, asumiendo sin embargo el pluralismo eclesial y social, que tiene que estar representando entre los maestros para que haya correspondencia entre la plurali­dad social y eclesial, y la que se encuentra en el ámbito educativo. Si no es así, difícilmente se les puede preparar para la sociedad que van a encontrar en la vida adulta. Una educación homogénea, que ignore o rechace el pluralismo cultural y religioso existente no pue­de responder a los retos de la sociedad postmodema.

El problema se agudiza si en el sistema educativo hay una abs­tención en la educación de valores, bajo el pretexto de no catequi­zar ni adoctrinar. La fragmentación de los saberes y el cambio constante de profesores, la pretendida e imposible neutralidad ide­ológica política y religiosa, y la desvinculación entre familia y cen­tro educativo, en contra del apoyo anterior de los padres a los maestros, dificulta formar cultural y religiosamente. La creativi-

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dad y el testimonio personal son insustituibles, van más allá de la de información y desbordan el marco de la enseñanza escolar. Hay que generar convicciones en los alumnos, ayudarles a pensar por sí mismo y ejercitarlos en enjuiciar la sociedad. Esto es absoluta­mente necesario en una sociedad plural, en la que hay que prepa­rar para discernir con espíritu crítico, pero falta en las estrategias educativas. De ahí las deficiencias de los educandos y, a veces, de los educadores

Se une la falta de información religiosa y la carencia de mode­los que sirvan de referencia en la educación. Hoy abunda la incul­tura religiosa y las raíces de esos fallos de conocimiento hay que ponerlas en las familias y en los centros educativos, no sólo los públicos, que educan mal y no transmiten contenidos. El mismo desplazamiento de la cultura del libro por la de la imagen, ha lle­vado a que los niños apenas lean y conozcan menos la religión a la que pertenecen. Esta ignorancia repercute luego en las actitudes culturales y forma parte de la crisis actual de las humanidades. Incluso en los centros católicos, tanto de primaria como de secun­daria y luego de rango universitario, se nota el escaso peso que tie­ne la formación religiosa, en su doble aspecto de conocimiento básico y familiariedad con las tradiciones cristianas. La excelencia académica de una institución católica es perfectamente compati­ble en la práctica con las deficiencias en la formación cristiana.

Pero además, la escuela no es sólo transmisión de conocimientos sino de valores. Lo cual exige la implicación de los educadores, padres y maestros. La sociedad favorece la neutralidad ideológica, la educación bancada y memorística, la erudición descomprometida y, a veces, la ligereza al abordar las tradiciones y la memoria histórica. Pero el compromiso cristiano necesita algo más que información religiosa, porque surge desde la comunicación de una experiencia. Y esto resulta difícil en el marco de la escuela pública y en general de las orientaciones educativas actuales. Hay aquí un fallo en la cate-quesis y formación religiosa cristiana actual, que no se resuelve sólo con que la religión forme parte del currículo académico.

Si la iglesia vive en una sociedad marcada por la indiferencia reli­giosa hay que fomentar también la creatividad y la libertad de críti­ca en contra de la indoctrinación de los medios de comunicación. Hoy no es la religión el opio para el pueblo, sino la industria cultu-

EL CRISTIANISMO AN l'E LOS RETOS DE LA INCULTURACIÓN 2 3 5

ral de los medios que difunden un estilo de vida fácil y superficial, al que hay que oponerse desde valores humanos y cristianos. El pro­blema es que la Iglesia no está exenta de indoctrinación y privilegia una moral de obediencia, más que un discernimiento crítico y las opciones de conciencia. No puede postular para la sociedad lo que no asume dentro de ella. San Pablo amonestaba a los cristianos de Galacia a superar la mentalidad infantil y aprender a discernir en conciencia: Estamos llamados a la libertad, pero que no sirva de pre­texto para agredirnos unos a otros, sino para crecer en la caridad (Gal 5,13-15). Esta amonestación de Pablo es básica, pero tiene implicaciones intraeclesiales junto a las sociales. Esta dinámica cris­tiana es tanto más necesaria hoy cuando se habla del crepúsculo del deber en una sociedad en la que todos reclaman derechos sin la con­trapartida de responsabilidades. La dejadez educacional, el dejar pasar y dejar hacer, la permisividad que no se basa en el respeto al otro sino en la indiferencia y carencia de valores, acaba volviéndose contra la sociedad, los educadores y los mismos educandos.

Hoy se habla de una generación sin padres y sin educandos. El niño necesita referencias claras, una tabla de valores que le orien­te y le marque pautas de conducta. Inicialmente no hay capacidad para crear valores por sí mismos, queda esto para el espíritu críti­co a partir de la primera adultez. De la misma forma que el niño necesita atención material t iene que tener una cosmovisión de referencia a la que atenerse. Las ciencias humanas resaltan la importancia de premios y castigos, de alabanzas y rechazos, de padres y educadores que saben alentar y gratificar, pero también que saben decir no y rechazar comportamientos. Por el contrario, la sociedad actual es permisiva y tolerante, porque es indiferente a los valores. La pluralidad se hace equivaler a que todo vale por igual y hay miedo a educar como reacción al modelo patriarcal y autoritario de la familia y educación anterior. Bajo el pretexto de no querer que los hijos pasen por las dificultades de los padres y educadores, éstos se vuelven permisivos y dejan pasar y hacer. Con esto se dificulta el nacimiento de una personalidad adulta, se favo­rece personalidades débiles y adolescentes, y se robustecen com­portamientos infantiles inevitablemente egoístas y facilones. No se ayuda a los niños, que ya no tienen valores básicos que les sirvan de referencias, porque tampoco los han encontrado en sus mayo-

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res. Por eso se constata la creciente ignorancia religiosa de los jóve­nes, el deterioro del tejido social (cultural e institucional) que hace posible la socialización religiosa y una crisis de la axiología cris­tiana, el sistema de valores, tanto en su versión tradicional como progresista4.

Esta problemática marca también la educación religiosa. Es necesaria una formación y estilo de vida diferentes, y una minoría cristiana que testimonie y ofrezca pautas alternativas. Si la Iglesia meramente se adaptara a la sociedad, dejaría de ser un referente profético y de formar para el cambio social. Tiene que asumir los valores de la sociedad en que vive, como en otros momentos histó­ricos, y promover una actitud critica y reflexiva, para cambiarla. Pero esto pasa por un laicado militante, responsable y consciente de sus derechos en la Iglesia y la sociedad. Se puede hablar hoy de una sociedad sin padres ni formadores en una sociedad con liber­tad de pensamiento, de conciencia y de religión, pero en la que hay una red de instituciones que no ayudan a pensar, enjuiciar y com­prometerse. Los funcionarios y empleados desplazan hoy a los educadores vocacionales. Esta dinámica también toca a la Iglesia. Antes que decir a los alumnos lo que tienen que pensar y creer, hay que promover convicciones personales para no ser manipulados por los creadores de opinión. Esto falla en la socialización cristia­na de la juventud.

Difícilmente puede la Iglesia enseñar a vivir en una sociedad pluralista, cuando no es capaz de asumir y canalizar su pluralismo interno. Los grandes modelos que ofrece hoy la Iglesia oficial son movimientos conservadores con formas modernas, mientras que las personalidades proféticas, críticas y política y eclesialmente comprometidas son relegadas y, a veces, perseguidas. Hay un desa­juste entre la sociedad y la Iglesia, y entre la Jerarquía y el pueblo, que no siempre tiene motivos evangélicos. Los eclesiásticos y pro­fesores de religión se ven frecuentemente obligados a enseñar doc-

4. J. González Anleo-P. González Blasco, "Religión, valores, ritos y creencias", en Fundación Santa María, España 2000, entre el localismo y la globalidad, Madrid, 2000, 181-214. También, P. Castón Boyer, "La iglesia católica en Andalucía", en E. Moyano-M. Pérez Yruela, La sociedad andaluza (2000), Córdoba, 2002, 127-38. Un estudio clásico que puede servir de referencia es R. Díaz Salazar-S. Giner (eds.), Religión y sociedad en España, Madrid, 1993.

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trinas tradicionales, que se basan en una visión antropológica y social superadas. Muchos educadores tienen que impartir conteni­dos en los que ni ellos mismos creen. Se ven en el dilema de que si enseñan lo que piensan son destituidos y si transmiten lo que per­sonalmente rechazan son unos irresponsables. El miedo es uno de los pecados eclesiales y favorece el dualismo entre lo que se piensa y vive a nivel personal, y lo que se predica en el ámbito público, con el consiguiente desajuste al comunicar la fe. La renovación doctri­nal es indispensable.

El desplazamiento de la educación a los medios de comunicación afecta también a la inculturación del cristianismo en la sociedad. Los nuevos predicadores de los medios de comunicación se consti­tuyen en creadores de opinión pública y formadores de la sociedad. La propaganda suple a una opinión pública independiente y el pro-selitismo ideológico y sociopolítico domina a medios de opinión que persiguen sus propios intereses. Ésta es la cultura con la que tropie­za la Iglesia y un problema mucho mayor que la presunta hostilidad de cualquier gobierno. La Iglesia también tiene mala imagen públi­ca y la causa no es sólo la maledicencia de los medios de comunica­ción, sino su propia dinámica interna. La iglesia en su conjunto se ubica a veces como una pieza más de este sistema, sin que sus medios de comunicación presenten alternativas a los no confesio­nales, como instrumentos de evangelización que testimonian un estilo diferente. Si el ejemplo que da la Iglesia en sus medios de comunicación social no contrasta con la de otros, deja de evangeli­zar. Una identidad cristiana clara no se opone al respeto y evalua­ción plural de quienes y de lo que se critica. No es esto, sin embar­go, lo que perciben los ciudadanos cuando acuden a los medios ecle­siales. La impresión, es que en la cultura mediática, la Iglesia es, en general, mala comunicadora, unilateralmente homogénea y fre­cuentemente moralista y crispadora ante las tensiones sociales.

El cambio del modelo parroquial

Los cambios actuales chocan con una Iglesia que conserva el modelo administrativo tradicional. Ha sido un sistema eficiente de adaptación social de los ministerios y sacramentos. Hoy, con la ter­cera revolución industrial y la globalización, esta estructura insti-

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tucional tiene serias quiebras. Surge una nueva sociedad de movi­lidad social, horizontalidad y ruptura de jerarquías sociales. Esto implica reestructurar la parroquia. Ha sido una institución de ser­vicios religiosos y sacramentos, en torno a un clero numeroso que concentraba todos los poderes, con una clara delimitación geográ-fica-administrativa que correspondía a la ciudadana. Este modelo está social y pastoralmente rebasado. La movilidad social y los transportes han creado un estilo de vida que no está determinado por la vivienda y la cercanía geográfica. Vivimos en una sociedad de multi pertenencias en la que desempeñamos distintos papeles sociales según ámbitos, estamentos y tareas sociales. La parroquia ha dejado de ser el lugar de referencia para muchos ciudadanos, cuya vida religiosa se desenvuelve en otros ámbitos como los edu­cativos, los movimientos y asociaciones de pertenencia, o simple­mente otras iglesias que se escogen por motivos diversos, como la afinidad con sus celebraciones. Ahí se desarrollan los aconteci­mientos religiosos de las familias. La acción pastoral pasa por faci­litar las experiencias donde sean más cercanas y vitales para los parroquianos, en lugar de mantener el monopolio de la parroquia geográfica y administrativa.

Hay que encontrar un equilibrio entre el mantenimiento de una estructura que ha mostrado su eficacia durante siglos, pero que necesita ser transformada, y las necesidades pastorales en una sociedad movible. En el modelo tridentino de parroquia sólo el párroco era el referente importante, de modo que se repetía en la parroquia el modelo monárquico del ministerio episcopal. Esto no es viable en la sociedad actual que rechaza las estructuras patriar­cales y formas no democráticas de ejercicio de la autoridad, mucho más dado el pluralismo eclesial y social vigente que cuestiona esta concepción clerical de la parroquia. Lo mismo ocurre en lo que concierne a la parroquia como centro administrativo de la Iglesia, que debe mantenerse pero adecuarse a un tipo de sociedad movi­ble y en el que la libre adhesión es el principio fundamental, recha­zando exigencias burocráticas y jurídicas que ignoran las prefe­rencias y necesidades vitales de la gente.

La transformación de las parroquias es condición "sine qua non' para que la teología del pueblo de Dios, con sus diversas concre-

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ciones ministeriales y laicales, se haga realidad en una iglesia mar­cada por el modelo de sociedad perfecta e institución jerárquica heredada del siglo pasado. La reforma ministerial e institucional de la iglesia es ineludible en el tercero. La renovada teología del lai-cado promovida por el Vaticano II ha fomentado la participación de los laicos en la vida parroquial, pero apenas ha modificado su estructura tridentina. El clero sigue siendo el protagonista absolu­to en el que se concentran todos los poderes y toma de decisiones, de tal forma que la actividad de los laicos depende de su tolerancia y disponibilidad. Como además el sistema de designación de los párrocos depende exclusivamente del obispo y éste procede sin consulta ni mucho menos negociación con la comunidad parro­quial, no es infrecuente que se nombre a párrocos con una orien­tación pastoral distinta del anterior, indiferentes al respecto del asentimiento o no de la comunidad.

Por otra parte, la pluralidad de la sociedad actual hace muy difí­cil que el cura pueda dar la catequesis, ya que aunque tenga capa­cidad para un grupo o sector social (niños, jóvenes, matrimonios, pastoral de padres, etc.) difícilmente puede responder a las deman­das diversificadas de éstos. De ahí la necesidad de una co-gestión parroquial en base al trabajo de los laicos, a los que, además hay que formar para ello. A esto hay que añadir la necesidad comuni­taria que hay en la sociedad. El individualismo consumista tam­bién influye en la línea de meras preferencias religiosas sin vincu­lación a comunidad alguna, debilitando así la parroquia sin que sea sustituida por la pertenencia a otra comunidad eclesial. Pero lo básico es facilitar los lugares en los que cada persona pueda tener una mayor experiencia de fe. Hay ansia de grupo y de una comu­nidad de referencia por el individualismo y la yuxtaposición de la sociedad de masas, en la que aumentan los problemas de soledad y aislamiento. Por eso tiene gran valor una Iglesia comunidad de comunidades, la participación y protagonismo activo de todos y la revalorización teológica y sociológica del laicado. Son necesarios lugares en los que se exprese la propia fe y se confirme ésta a par­tir de las experiencias y compromisos de los otros. Sólo así se con­vierte la parroquia en un lugar de socialización y crecimiento de la fe. Si la parroquia no es un espacio en el que converja el testimonio

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personal de fe y una fe compartida, falla la catequética (que apenas tiene espacio en el ámbito de la enseñanza) y no se puede suplir las carencias familiares en la transmisión de la fe. El miedo a las ini­ciativas que se desvían del modelo uniforme planificado, bloquea la espontaneidad y expresividad de la fe comunitaria. No se ha encon­trado un equilibrio entre la supervisión y el control, para evitar abusos, y la diversidad y automomía entre las parroquias.

Para ello hay que asumir la tradición litúrgica como testimonio de la creatividad de otras generaciones, en lugar de fosilizar lo que otros nos han legado, para fomentar la propia creatividad. La refor­ma litúrgica fracasó en parte porque fue hecha por un comité de expertos, teólogos y obispos, que luego se encontraron con las difi­cultades de aplicación. No se partió de las comunidades parroquia­les y sus necesidades, para desde una experiencia compartida ir bus­cando expresiones que respondieran a las necesidades comunitarias. La preocupación por la unidad y la universalidad, limitó la plurali­dad de expresiones de fe en función de las comunidades locales. Se mantuvo una pastoral paternalista, que reducía al pueblo a receptor de las decisiones asumidas, y en los casos en que éste tomó la pala­bra, por ejemplo en el folklore y en la música, se pusieron muchas limitaciones porque eran expresiones que rompían la sacralidad del lenguaje litúrgico. La eclesiología de comunión fue desplazada por la anterior basada en el monopolio litúrgico del clero. El resultado fue la crisis sacramental, la lejanía de las generaciones más jóvenes y la incomprensión de los sectores sociales más dinámicos. En la sociedad de la imagen y la escenificación, los sacramentos no comu­nican y la gente se aburre. El problema pastoral de la Iglesia es trans­mitir la fe desde un modelo sacramental anticuado, que, en parte, se mantiene como reacción a los abusos postconciliares.

2. La deseclesialización de la religión

La cultura postmoderna se caracteriza por un debate constante, al que no puede permanecer ajeno ningún grupo social, por nume­roso que sea. Para sustraerse a él hay que aislarse de la sociedad, a costa de transformarse en un grupo cerrado con tendencias secta­rias por el fuerte control que hay que ejercer sobre sus miembros.

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Esta vía es incompatible con la misión de la Iglesia, que está obli­gada a participar en el proceso social, asumiendo que ha dejado de tener el monopolio de sentido. Como bien afirma Valadier 5, hay que ofrecer una alternativa a la oferta consumista, que se presenta como realización personal, e invitar a los cristianos a participar en el debate social bajo las mismas condiciones que los demás. Es necesario potenciar la capacidad de interpelación y discernimiento personal de los participantes, sin presentar a la Iglesia como una institución externa con soluciones y respuestas ya terminadas y que se han preparado en el ámbito eclesiástico. La iglesia del anti­modernismo partía de una doctrina ya establecida y tenía un rece­tario para los problemas de una sociedad a la que rechazaba y en cuya gestión no había participado. Consecuentemente hubo pro­nunciamientos precipitados, además de autoritarios, que no podí­an ser discutidos ni matizados. Esta actitud ha llevado consigo el desprestigio del magisterio eclesial, cuando ha habido que echar marcha atrás respecto a las condenas emitidas (como las del Syllabus de los "errores modernos"), con la dificultad añadida de que a la Jerarquía le cuesta muchísimo reconocer que se equivocó, y suele hacerlo sólo de forma indirecta y fáctica. Además ha difi­cultado la participación de los cristianos en las mediaciones secu­lares desde las que se construía el nuevo modelo de sociedad.

El miedo al relativismo resultante del debate y la pluralidad, lleva a defender una tradición objetiva custodiada por la jerarquía en la que cualquier disidencia se ve como un ataque global al depósito de la fe. El problema es que no hay condiciones para que esta dinámica sea asumida por la cultura de la discusión que hay en la sociedad, choca con la cultura de los medios de comunica­ción y cada vez encuentra más resistencia en la base de ciudada­nos católicos. Se plantea así el dilema entre contemporaneidad y ciudadanía, por un lado, y catolicidad y adhesión jerárquica por otro, que impide a muchas personas afirmarse como cristianos. Cuando una religión plantea exigencias que chocan con el código sociocultural establecido, que en las culturas postmodernas está basado en el predominio de la ciencia, es más fácil el desprestigio de la religión que la transformación de la sociedad. Por eso hay

5. P. Valadier, La Iglesia en proceso, Santander, 1990.

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que ser muy cuidadosos en las demandas que se hacen a los ciu­dadanos. Como afirma Schillebeeckx, "para la transmisión eficaz de la tradición experiencial cristiana a las generaciones futuras es perjudicial la discrepancia existente entre las formas de dirección intraeclesial (...) y las concepciones axiológicas vigentes en la éti­ca civil, social y política moderna. Ciertos fenómenos evidentes indican que sin el disentimiento y la participación activa de todos los fieles es imposible transmitir eficazmente el legado cristiano en la sociedad moderna"6 .

La emergencia de nuevos y complejos problemas, como los de la bioética, la economía globalizada, o el progreso cultural hacen inviable que la Iglesia permanezca ajena a la búsqueda común. Las respuestas dadas de la tradición anterior chocan con la cultura actual, en la que se desconfía de los grandes relatos y las soluciones definitivas. El Vaticano II abrió espacios para el diálogo con el mun­do, subrayó que la Iglesia recibe y aprende de otras aportaciones culturales y que los obispos y teólogos deben escuchar a los expertos y conectar con la sensibilidad actual (GS 44). Si ante los complejos problemas que plantea el progreso, los eclesiásticos confesaran su perplejidad y su disponibilidad a aprender y a dejarse enseñar, no sólo no disminuiría la credibilidad eclesial sino que aumentaría su influencia moral. Por el contrario apresurarse a resolver complejos problemas actuales, generados por el desarrollo científico y cultu­ral, antes de que el mismo debate social vaya clarificando los pros y contras de cada postura, merma la credibilidad de una institución que no es capaz de dejarse interrogar y que tiene rápidas y precipi­tadas respuestas para los problemas más complejos.

Juan XXIII posibilitó encauzar el debate, al plantear el proble­ma de la jerarquía de verdades, que permite diferenciar disensos en lugar de defender lo católico como un todo global en el que nada puede ser cuestionado. Por otra parte, la cultura postmoder-na exige la participación secular de los ciudadanos católicos, en contra de la tendencia anterior a no salir de los foros eclesiásticos. En cuanto que el mundo es el lugar por excelencia para la actua­ción de los laicos y que éstos tienen derecho a dar su opinión sobre

6. E. Schillebeeckx, "Experiencia y fe", en Fe cristiana y sociedad moderna 25, Madrid, 1990, 132.

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los problemas que conciernen al cristianismo (LG 33), habría que darles protagonismo a la hora de abordar los nuevos problemas que plantea la postmodernidad. Sin embargo, paradójicamente se sigue manteniendo el exclusivismo del clero al abordar temas como la sexualidad, la familia, la presencia de la Iglesia en el ámbi­to político o los problemas sociales. Teóricamente se reconoce la competencia del laicado, pero en la práctica es el clero el que deci­de lo que hay que pensar, decir y hacer en la sociedad, reduciendo a los seglares a mero brazo ejecutor de las decisiones jerárquicas7. La participación de los laicos en la vida interna y en la misión de la Iglesia, la teoría del mandato que subraya su dependencia de la jerarquía, la democratización de la Iglesia y el enfoque acerca de un cristianismo de presencia institucional y otro entendido como germen en la sociedad, fueron algunos de los temas conflictivos. Por eso, el posconcilio, se caracterizó por constantes conflictos entre asociaciones apostólicas de seglares y la jerarquía, desman-telandose en la práctica ramas derivadas de la Acción Católica y de las Hermandades de Obreros de Acción católica (HOAC).

Los nuevos movimientos laicales como Focolaris, Neocatecu-mentales, Comunión y liberación, Opus Dei y otras asociaciones cercanas a la jerarquía tomaron el relevo de los movimientos más críticos. Finalmente, en 1997 una instrucción de la curia romana estableció pautas restrictivas concerniendo a la colaboración entre los laicos y los ministros. Hay una gran resistencia a asumir ini­ciativas laicales por miedo a perder el control de los seglares y se diferencia entre una actuación de la Iglesia, que sólo puede darse cuando interviene la jerarquía, y una actividad privada de los lai­cos, aunque se trate de movimientos apostólicos reconocidos por la jerarquía. En el fondo persiste la vieja idea de que la Iglesia es el clero y los laicos objeto de la acción pastoral de la Iglesia. Se des­confía de los seglares y mucho más si pretenden autonomía e ini­ciativas propias para evangelizar la sociedad, y en la práctica el cle­ro reclama el control total de la misión de la Iglesia, sin dejar ámbi­tos que se escapen a su supervisión. Lógicamente esto impide que los laicos lleguen a obtener una mayoría de edad eclesial y sean vis­tos como representantes del cristianismo en la sociedad.

7. Remito a R. Parent, Una iglesia de bautizados, Santander, 1987, 185-217.

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El problema se agudiza porque la cultura clerical es bastante ajena a la de la sociedad. Cuanto más distante es el clero de la sociedad, por formación, sensibilidad, edad y cultura, más abs­tractos y lejanos a las complejas necesidades de la gente son sus pronunciamientos. También son más indiferenciadas y globales sus demandas a los seglares, que se culpabilizan cuando no pueden asumirlas en su integridad. Se proclaman principios abstractos, sin plantearse la posibilidad o no de adecuarlos al contexto histó­rico y social, como si no fuera importante ofrecer mediaciones prácticas que los hagan realizables y no imponer cargas doctrina­les que sean irrealizables. El clero tiende al esencialismo y a los principios universales, fomentados por una mayor distancia de la realidad social y por la desconfianza a dejarse asesorar por los seglares. La mayoría de edad del laicado sigue sin ser una realidad cuarenta años después del concilio Vaticano II. En la actualidad hay una réplica reactiva a la dinámica secularizadora y laicista de la sociedad. Se tiende a sacralizar personas y prácticas, buscando así sustraerlas a las dinámicas cuestionadoras. Cuanto más secular es la sociedad, más reactivamente se sacralizan las instancias intra-eclesiales. Esta es una estrategia que consolida la tutela ecle­siástica de los seglares, en la línea de la sociedad desigual, en con­tra de las tendencias democráticas de la cultura postmoderna.

En la década de los años sesenta se hablaba de la privatización de la religión como una fase en el proceso que llevaba a su disolu­ción. Se pensaba que las creencias religiosas eran residuales en una sociedad marcada por la ciencia y por la técnica, y que el pro­greso llevaría consigo la progresiva desaparición del hecho religio­so. Triunfaba entonces el positivismo de Comte que planteaba la evolución humana en la línea de una pérdida de las creencias reli­giosas, que dejarían paso al predominio de la ciencia. A comienzos del tercer milenio la situación es muy distinta. No sólo hay una mayor conciencia de los límites del progreso científico y de la necesidad que tiene la revolución científica de un complemento ético y humanista, sino que somos conscientes de las múltiples funciones y significaciones del hecho religioso, que pervive en las sociedades desarrolladas.

El problema no está en la desaparición de la religión sino en su transformación. La privatización potencia al individuo y su capa­cidad de elegir, pero el hecho religioso sigue siendo visible y ocupa

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un lugar en la esfera pública, aunque de una forma diferente a la época de cristiandad8. Para la época moderna fue clarificador el planteamiento de Max Weber9. Por una parte establecía una dife­rencia fundamental entre Iglesia y secta. En la primera se nace, porque la religión es un hecho sociológico y cultural omnipresen­te, y el individuo se encuentra ubicado en ella desde el primer momento. Es lo propio del catolicismo: se era católico desde la per­tenencia social. En cambio, la secta es el resultado de las adhesio­nes personales. Normalmente es un grupo religioso minoritario en una sociedad, en el que se entra por libre elección. Por otra parte, Max Weber establecía también un dualismo entre el carisma y la institución, y cada uno de ellos daba lugar a un tipo de autoridad. La primera personal, basada en la adhesión del discípulo a un maestro, y la segunda marcada por un conjunto de leyes, normas e instituciones que daban autoridad a los funcionarios que las representaban. Este dualismo se complementaba con el anterior, ya que las iglesias tendían a la institucionalización, con la consi­guiente burocratización de la autoridad, mientras que en las sectas prevalecía el carisma fundacional y el seguimiento personal.

La cultura postmoderna ha transformado este planteamiento y plantea nuevos retos a las iglesias y religiones 10. Por un lado, se puede afirmar que las Iglesias se han convertido sociológicamente en "sectas", en este sentido de Max Weber. Aunque se nazca en una Iglesia y haya una religión mayoritaria y una cultura de trasfondo católico, lo que se pone hoy en primer plano es la libertad del indi­viduo y su capacidad de elegir. Aumentan, por tanto, los no bauti­zados, porque los padres no quieren decidir por los hijos y también el número de cristianos no practicantes (que se desvinculan de la institución eclesial y de sus prácticas, aunque sigan siendo creyen­tes). También aumenta el número de bautizados que han roto con la Iglesia, aunque no hayan formalizado una petición de apostasía, y que viven un estilo de vida sin referencia a valores cristianos. En una sociedad pluralista, también en lo religioso, y en la que todos

8. J. Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, 2000 9. La obra fundamental es M. Weber, Economía y sociedad, México, 1944.

También, R. Mehl, Sociología del protestantismo, Madrid, 1974 10. Las repercusiones de la cultura postmoderna en el análisis de Weber han sido

estudiadas por M. Volf, "Christliche Identitát und Differenz": ZthK 92 (1995), 357-75.

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los ciudadanos son consumidores confrontados a una gran oferta, la elección se convierte en una necesidad.

Por eso las iglesias tienen que "ganarse" a sus miembros, y no basta con argüir apelando al catolicismo de una población abru-madoramente bautizada, porque la pertenencia sociológica ha dejado de ser lo determinante de la confesionalidad. El nuevo reto de la Iglesia en una sociedad postcristiana es convertir a los bauti­zados, más que baut izar a los paganos . Y también , lograr una adhesión personal que les lleve a compartir las creencias eclesiales y a participar en sus prácticas. No hay que olvidar que el interés actual por lo religioso no conlleva necesariamente el de las Iglesias, como mues t ran los largos estantes de religiosidad, en sentido amplio, de las librerías y los centros comerciales. Hay una desecle-sialización, que corresponde a la alergia cultural a las institucio­nes, y esto plantea problemas a una religión tan fuertemente insti­tucionalizada como el cristianismo.

El problema se agudiza porque la mentalidad sincretista y con­sumista de la sociedad, favorece las identidades parciales y las adhesiones fragmentarias. De la misma forma que hay un merca­do en el que compiten distintas firmas y productos, así también se puede hablar de un pluralismo religioso, no sólo porque el catoli­cismo ha perdido el monopolio religioso en la sociedad española, sino porque además tiene que competir con otras religiones, lo cual favorece el s incret ismo religioso, que también se da en la cul tura . La existencia de ideologías laicas, doctr inas políticas y corrientes de pensamiento críticas con las creencias católicas, tam­bién favorece la fragmentación. A esto se añade el problema inter­no del catolicismo, en el que de hecho existen distintas concepcio­nes de lo cristiano, aunque la doctrina oficial sea única y reivindi­que su legitimidad exclusiva. Este pluralismo fáctico facilita la adhesión parcial y selectiva a las doctrinas oficiales.

Aunque la jerarquía se queje", de hecho se impone una concep­ción de religión a la carta, una mezcla de creencias en las que cada

11. En esta línea se pueden interpretar las palabras del papa Benedicto XVI en su alocución de Colonia el 21 de agosto del 2005: "Pero, exagerando dema­siado, la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que place y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada 'a la medida de cada uno', a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero, en el momento de crisis, nos abandona a nuestra suerte".

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persona asume del catolicismo lo que le interesa o le resulta válido y significativo, r ehusando la pos tura anter ior en la que era una totalidad, que se asumía o rechazaba. La mentalidad ciudadana de autoservicio se impone en todos los sectores de la vida, y facilita el bricolaje de creencias y prácticas12. El rechazo de los grandes rela­tos, sistemas de creencias y cosmovisiones, propio de la postmo­dernidad, opera también en las religiones. Favorece una concep­ción más pragmática y utilitarista de la doctrina, que se asume des­de la perspectiva concreta y personal, más que desde la globalidad doctrinal oficial.

Se t ra ta por tanto de una acti tud cultural, más que de una opción religiosa, aunque frecuentemente son las dos cosas. El pro­blema es encontrar una estrategia pastoral que responda a una manera de ser de la sociedad, en lugar de quejarse y condenarla sin más. En lo que concierne a la doctrina habría que revisar las pres­cripciones jerárquicas a la luz de la recepción o no de los manda­tos eclesiales, como ha ocurrido en asuntos como el control de la natalidad. Mantener de forma absoluta prescripciones cuestiona­das en el foro interno y externo de la Iglesia, sobre todo porque han sido defendidas por el Magisterio jerárquico durante mucho tiem­po, lleva al aislamiento de la jerarquía y favorece los cristianos sin iglesia. Habría que recurrir también a la flexibilidad en todo lo que no corresponda al núcleo de la identidad cristiana, siguiendo la teología de la jerarquía de verdades, ya que no todo vale y es im­portante de la misma manera.

Hay que asumir también la adhesión parcial de muchos ciuda­danos estableciendo grados de incorporación práctica a la Iglesia y una pastoral diversificada en función de su madurez cristiana y participación eclesial. Junto a la pastoral sacramental habría que favorecer experiencias litúrgicas no sacramentales que permitie­ran la vinculación eclesial de acuerdo con la intensidad de la per­tenencia. Por otra parte habría que plantearse de forma creativa y con exigencias pastorales la situación de cristianos que están en una situación irregular, muchas veces sin culpa propia como ocu­rre con los divorciados, y que no pueden identificarse plenamen-

12. El fenómeno ha sido muy bien analizado por I. Dalferth, "Was Gott ist, bes-timme Ich": ThLZ 121 (1996), 415-30.

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te ni con la teoría ni con la práctica de la Iglesia. En lugar del tra­dicional todo o nada habría que replantear cánones y prescrip­ciones jurídicas, dando prioridad a la necesidad de las personas y revisando los criterios que se establecieron en la época de cris­tiandad.

La cultura postmoderna está marcada por las multipertenen-cias en una sociedad muy compleja. Se pertenece fragmentaria­mente a grupos heterogéneos, lo cual favorece la mezcla de creen­cias. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se asumen elementos de las religiones orientales que se mezclan con tradiciones católi­cas, para desde ahí establecer una religión muy personalizada. Hay muchas heterodoxias prácticas, en las que se combina una con­cepción globalmente cristiana de la vida con elementos parciales contrarios a ella, como la creencia en las reencarnaciones, o los horóscopos, tarot y prácticas astrológicas. La creciente incultura y escasa formación religiosa facilita este proceso de debilitamiento de la vinculación a las instituciones religiosas. Las religiones por libre aumentan, lo cual incide culturalmente en una "protestanti-zación" de los católicos y, cada vez más, la religión pierde peso ins­titucional.

Como además hay pertenencias políticas, socioeconómicas e ideológicas muy distintas, en una sociedad muy compleja y dife­renciada, la adhesión a doctrinas y principios católicos es mati­zada y selectiva. Por eso se puede hablar de adhesiones parciales y cobra nueva significación la afirmación tradicional de que se cree en Dios pero no en la Iglesia, en el sentido de que aumentan los disidentes de la doctrina oficial, porque la misma tendencia sincretista cultural favorece esa aceptación selectiva de las doc­trinas, que se da tanto en cristianos más tradicionales como pro­gresistas.

A esta dinámica hay que añadir la demanda de experiencias, de relaciones interpersonales y de comunidad de la cultura ac­tual. En una sociedad individualista en la que hay un empobre­cimiento de las relaciones personales, hay un déficit de sentido vinculado a fuertes carencias emocionales. La fascinación por lo esotérico y lo irracional está vinculada también a esa demanda afectiva y de sensaciones. La crítica ilustrada a las religiones positivas se hacía en nombre de una razón crítica, que exigía

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demostraciones o justificaciones argumentativas, rehusando una mera identificación emocional con la religión o la pertenencia basada en la costumbre. El prurito de la razón pura ponía en pri­mer plano al sujeto racional y tomaba distancia del sujeto em­pírico, de sus necesidades personales y de las conveniencias de tener la pertenencia a una comunidad religiosa. El postulado de Kant de atreverse a pensar pasaba por una racionalidad pura, despegada de afectos y que ignoraba tanto las circunstancias como las consecuencias.

Hoy se puede decir que ha fracasado la Ilustración, en cuanto que vivimos en una sociedad en la que las necesidades del sujeto empírico, avivadas por la publicidad, deshancan al sujeto racional. Lo importante es la vivencia de sentido, sentirse a gusto, satisfacer las carencias afectivas y sentirse acogido. Las funciones tradicio­nales de consuelo, motivación, acompañamiento y protección de las religiones han cobrado nueva importancia. Aunque vivimos en una sociedad individualista, el individuo tiene miedo a la soledad, se siente inseguro y ávido de sensaciones fuertes que le den un sen­tido. La publicidad responde a esas expectativas, las alienta y las canaliza hacia la identificación con modelos y la adquisición de productos, que prometen no sólo bienestar material sino seguridad y sensación de haber triunfado en la vida.

Comunidades y experiencia carismática

Esto también repercute en la Iglesia y genera una doble deman­da de comunidad protectora y de experiencias emotivas. Esta es una de las claves de las sectas y denominaciones evangélicas respecto de las grandes iglesias tradicionales. Los movimientos apostólicos, asociaciones y corrientes laicales que más éxitos tienen dentro del catolicismo actual corresponden a estas dos tendencias. La reno­vación postconciliar se ha basado en el dinamismo del movimien­to carismático, pentecostales y grupos de oración. Y también en las distintas corrientes, desde las comunidades de base hasta las más tradicionales, como las catecumenales. La doble dinámica de la vivencia de fe y de comunidad eclesial, como lugar en el que se puede compartir, encontrar cohesión y fortalecer la identidad, reacciona a dos demandas culturales que tienen corresponden-

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cia religiosa. Es también una forma de responder a las exigencias postmodernas que revalorizan el sujeto empírico, con sus elemen­tos corporales, afectivos y experienciales, respecto del sujeto racio­nal ilustrado.

Ambas dinámicas necesitan una evaluación crítica, precisamen­te porque su gran cercanía a las necesidades socioculturales y su plausibilidad y eficacia social pueden hacer que las iglesias acaben amoldándose a la sociedad en lugar de mantener distancia de ella y transformarla. La correspondencia a las necesidades sociocultu­rales hace el mensaje eclesial más atrayente, cercano y operativo, pero puede ser también el caballo de troya de una acomodación paulatina de la Iglesia a la sociedad, perdiendo capacidad crítica y conciencia de su diferencia. Los carismáticos han sido frecuente­mente criticados por la absolutización de los elementos emociona­les, por la importancia que dan a elementos secundarios de la expe­riencia religiosa (sobre todo el don de lenguas), marginando la dimensión crítica, social y comprometida del cristianismo. La ten­dencia postmoderna a sustituir la ética por la estética, lo bueno por lo bello, y la racionalidad por la emotividad puede canalizarse fácil­mente en estos grupos. En cuanto comunidades emocionales pue­den ser un lugar de refugio en una sociedad percibida como hostil y fría respecto a esas necesidades afectivas ". Ésta puede ser tam­bién una de las claves de la atracción de algunas personas por la vocación religiosa o sacerdotal. El cristianismo militante, compro­metido en la lucha por los derechos humanos, operativo y con fuer­te sentido crítico, siempre ha tenido reservas respecto de estos fenó­menos carismáticos, sometiéndolos a una crítica que se inspira en la de Pablo respecto de los corintios. (1 Cor 12-13). Sin embargo, es innegable que en esas comunidades se logra un espacio comunica­tivo y vivencial, en el que hay una confirmación de la fe, un refor­zamiento de la identidad cristiana y una cohesión grupal, rasgos que no son tan frecuentes en las celebraciones oficiales.

Lo mismo ocurre con el fenómeno comunitario, en el que se ponen en primer plano las relaciones interpersonales de sus miem­bros, logrando cohesión e identidad grupal. Se constituyen como "pequeñas iglesias", células de base, en las que es posible tener

13. F. Champion-D.Hervieu-Léger, (eds.), De l'emotion en religión, París, 1990.

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experiencias religiosas mucho más cercanas y concretas, que las que ofrece la gran Iglesia. No es infrecuente tampoco que en ellas haya una fuerte identificación comunitaria, y que ésta se constitu­ya en torno a un líder o un grupo de liderazgo que impone su con­trol sobre el conjunto de la comunidad. Los nuevos movimientos eclesiales, muy favorecidos por la jerarquía, también participan de esta estructura, en la que es básica la adhesión colectiva al padre fundador. Como se enaltecen las relaciones comunitarias, hay mucho protagonismo de los líderes. No es infrecuente que esto derive hacia formas de culto a la personalidad y que se imponga la presión comunitaria sobre sus miembros, a costa de la libertad de éstos. Un grupo fuerte y cohesionado, mucho más si es rela­tivamente pequeño, fácilmente impone reglas de convivencia muy estrictas y presiona a los miembros, obligándoles a asumir un esti­lo de vida prescrito, a costa de su propia autonomía y libertad. Esto es lo que ocurrió en el protestantismo, siendo la base de la multi­plicidad de denominaciones e iglesias, y es lo que de forma menos traumática ocurre también en el catolicismo actual.

Esto concierne a todos los movimientos, tanto los neoconserva-dores como los más progresistas. La rigidez de un código de con­ducta aceptado por los miembros de la comunidad, puede ser tan represiva como el bombardeo publicitario en la sociedad, y gene­rar una visión moralista grupal y una ortodoxia doctrinal tanto o más estricta que la que se critica en la Jerarquía. Se obliga indi­rectamente a que los miembros de la comunidad hagan cosas que no desean para responder a las expectativas grupales o a los dese­os del Líder carismático, que tiene una autoridad indiscutible y que establece una relación asimétrica de maestro-discípulo respec­to de los demás, aunque oficialmente se pregone la igualdad y la comunión de todos. El grupo cerrado es propicio al lavado de cere­bro, al autoritarismo y a la homogeneidad que rechaza cualquier crítica interna o externa. La fuerte cohesión interna se resalta con el distanciamiento respecto de los que están fuera.

En estas comunidades tiene una importancia primordial la cele­bración litúrgica, en la que se pone el acento en la participación de todos, en la comunicación a través de símbolos, textos y prácticas comprensibles y socialmente significativas. Es toda la comunidad la

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que celebra, en contraste con el clericalismo de los cultos oficiales, y al ser una celebración de personas que se conocen entre sí, que tie­nen relaciones de amistad entre ellas, y que son un número reduci­do, logran una mayor eficacia de los sacramentos y que éstos sean lugares de encuentro personal, con Dios y con los otros. Cuando se comparan con las celebraciones masivas, en las que hay yuxtaposi­ción de personas que no se relacionan entre sí, y que asisten a la representación protagonizada por el ministro, se puede compren­der la mayor eficacia de las primeras. Esta es una de las claves del éxito proselitista de algunas iglesias evangélicas, que consiguen muchos miembros entre católicos nostálgicos de una comunidad viva y emocional, que no encuentran en el seno del catolicismo.

Desde esta perspectiva la doble dinámica, basada en el carisma y en la comunidad, corresponde a fenómenos socio culturales vigentes. Antes eran las sectas las que se constituían como agrupa­ciones carismáticas y comunitarias, con poca base institucional y operativa, mientras que ahora son las iglesias las que van asimi­lando esta dinámica mucho más cercana a las necesidades de la sociedad. Ambos, los movimientos comunitaristas y carismáticos son parte de la respuesta eclesial a la sociedad actual. Confirman una vez más, cómo las grandes iglesias van transformándose, aun­que en el caso católico de forma muy minoritaria y gradual, ya que la eclesiología basada en la comunidad más que en el ministro, se ha visto frenada en el postconcilio por la preocupación de mante­ner la estructura jerárquica tradicional. La misma potenciación de los laicos y de los ministerios laicales se ha debido más a la esca­sez de clero que a una eclesiología renovada, y la teología del pue­blo de Dios, enfatizada por el Vaticano II, se ha desplazado por una eclesiología de comunión cuya base era la jerarquía. De ahí, el des­fase entre el modelo de Iglesia hegemónico y la proliferación fácti-ca de comunidades laicales y carismáticas, que sólo de forma limi­tada y subordinada se integran en el marco eclesiológico prevalen-te. Por eso, el movimiento comunitario está también marcado por tensiones y desajustes, que tienen consecuencias eclesiológicas.

Por un lado, es clara la tendencia que tienen estos grupos cris­tianos, sean de derechas o de izquierda, a aislarse del resto de los cristianos, comenzando por la parroquia, para reclamar su propia autonomía. No sólo reclaman libertad contra los intentos de con-

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trol y fiscalización jerárquico (el párroco, el vicario, el obispo...), sino que además son vistos frecuentemente por los otros cristia­nos como "sectarios en potencia", como personas que tienen con­ciencia de superioridad respecto de los demás (cristianos de pri­mera clase), y que se constituyen en "verdadera iglesia" dentro de la general. Las acusaciones de segregación y exclusión abundan respecto de estas comunidades y asociaciones laicales, en las que la radicalización de su vivencia cristiana fácilmente degenera en una dinámica que conduce al gueto eclesial y a un complejo moral de superioridad respecto de los otros. La vieja predisposición a una élite de "puros y selectos" que hacen de fermento en la masa ecle­sial y la someten a sus presiones, encuentra un vehículo en la Iglesia actual. Lo que antes era una tentación de la vida religiosa, en cuanto aspirantes a la vida de perfección, se convierte ahora en una dinámica de grupos laicales cerrados, frecuentemente muy controlados por una minoría clerical.

Por otra parte en estos grupos también opera la "religión a la carta" que se propaga en la sociedad a nivel individual. Ya no se trata del individuo, de su identificación parcial con la Iglesia y de la actitud sincretista y fragmentaria desde la que aborda el con­junto de prácticas, devociones y doctrinas eclesiales. Ahora es el grupo el que se constituye de forma selectiva respecto de la Iglesia, a la que nominalmente siguen perteneciendo. Cuando son comu­nidades tradicionales, en base a la absolutización de prácticas y doctrinas más afines con el propio grupo, ignorando las otras, que no se atacan públicamente, porque oficialmente no se puede criti­car a la jerarquía, pero que tampoco se asumen y se rechazan en la privacidad de la comunidad. La concentración en el propio caris­ma y grupo es tan fuerte que redunda en una selectividad teórica y práctica que aisla del conjunto de la Iglesia. Este aislamiento no sólo empobrece a la asociación sino que es una de las causas de su estancamiento y de la dificultad que tienen para reclutar nuevos miembros, con más dificultades en los grupos de base que en las comunidades carismáticas.

En el caso de las comunidades de base en España es frecuente el rechazo de los elementos institucionales y de los contenidos de la tradición, en favor de formas de celebración y un sistema de creencias, que, a veces, supone una ruptura frontal con la iglesia

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institucional a la que pertenecen. Por un lado, en la iglesia oficial se mantiene la vieja eclesiología ministerial, a pesar de que cada vez hay menos ministros que aseguren su subsistencia y de que aumenta en toda Europa el número de parroquias sin ministros ordenados14. Como solución de emergencia, se potencian los minis­tros laicos que cada vez más asumen funciones tradicionalmente ejercidas por los sacerdotes en las parroquias como el bautismo (CIC, c.861), la asignación de una parroquia (c.517), la celebración del matrimonio ( e l 112) y otras funciones pastorales, como la unción de enfermos y la misma celebración de una liturgia que sus­tituya al sacramento de la eucaristía dominical, pero que cada vez se parece más a la eucaristía. Este dualismo entre la teología minis­terial, muy restrictiva para los laicos, y la realidad eclesial, que exi­ge que ejerzan funciones cada vez más cercanas a las de los minis­tros ordenados, genera un dual ismo entre la iglesia oficial y la real, entre la teología sacramental y la pastoral de los sacramentos, y entre la teología del laicado y sus funciones casi sacerdotales'". El resultado de este complejo proceso, generado por la inadecuación ministerial y pastoral a las nuevas necesidades de las sociedades postmodernas, es que cada vez más se concentra el clero en las fun­ciones sacramentales, a pesar de que la teología de la segunda mitad del siglo XX ha intentado romper con el monopolio del cul­to, y que surge un laicado activo y con funciones eclesiales que les convierten en casi-sacerdotes, aunque en este caso con todos los ministerios menos el litúrgico sacramental.

Esta es también la causa de "eucaristías irregulares", frecuentes en algunas comunidades de base, presididas por sacerdotes redu­cidos al estado laical (generalmente por rechazar el celibato obli­gatorio) o incluso sin sacerdote que presida, siendo la comunidad la que asume el protagonismo, con una libertad absoluta respecto de las normas litúrgicas. La mala teología que justifica celebracio­nes de los sacramentos sin comunidad, con sólo ministros, provo­ca reactivamente la celebración comunitaria sin ministros, con lo que, en ambos casos, se produce una disociación entre eclesiología y teología sacramental, dañando a ambas y rompiendo con la ecle-

14. J. Martínez Gordo, Los laicos y el futuro de la Iglesia, Madrid, 2002. Este estu­dio ofrece abundantes datos sobre la situación en España, Francia, Italia, Alemania y Suiza.

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siología eucarística que vincula la presidencia de la Iglesia y la de los sacramentos (la eucaristía "hace a la Iglesia" de la misma for­ma que ésta expresa en la celebración su identidad). La patología teológica que identifica a la Iglesia con la "jerarcología" es una de las causas de la reacción antijerárquica, de la misma forma que el inmovilismo de un modelo ministerial superado genera una laici­dad antiministerial , que subvierte el modelo de comunidad y lo hace inintegrable en la Iglesia a la que pertenecen. Se pasa así de una institucionalización patológica a una iglesia invertebrada, en la que la búsqueda de la horizontalidad comunitaria excluye la dimensión jerárquica16.

El postconcilio ha mostrado el agotamiento práctico y pastoral del modelo tridentino, generando comunidades invertebradas des­de el punto de vista ministerial y jerárquico, que son la contrapar­tida de la eclesiología de sacramentos celebrados aisladamente por ministros sin comunidad. A largo plazo resulta difícil mantener este modelo ministerial con laicos que son tácticamente ministros sin haber recibido el ministerio, aunque ejercen como tales. Karl Rahner propuso una solución del problema, abogando porque se ordenara al que ejercía esas funciones pastorales (fuera o no una

15. K. Koch, "Der Zusammenhang von Gemeindeleitung und liturgischem Leistungsdienst. Ein ekklesiologischer Beitrag", en M. Klockener-K. Richter, Friburgo, 21998, 65-85; W. Kasper, "Die schádlichen Nebenwirkungen des Priestermangels": StdZ 195 (1977), 129-135.

16. Este problema fue abordado por Pablo VI en la "Evangelii Nuntiandi" 58: "En otras regiones, por el contrario, las comunidades de base se reúnen con un espíritu de crítica amarga hacia la Iglesia, que estigmatizan como "insti­tucional" y a la que se oponen como comunidades carismáticas, libres de estructuras, inspiradas únicamente en el Evangelio. Tienen pues como carac­terística una evidente actitud de censura y de rechazo hacia las manifesta­ciones de la Iglesia: su jerarquía, sus signos. Contestan radicalmente esta Iglesia. En esta línea, su inspiración principal se convierte rápidamente en ideológica y no es raro que sean muy pronto presa de una opción política, de una corriente, y más tarde de un sistema, o de un partido, con el riesgo de ser instrumentalizadas. La diferencia es ya notable: las comunidades que por su espíritu de contestación se separan de la Iglesia, cuya unidad perjudican, pueden llamarse "comunidades de base", pero ésta es una denominación estrictamente sociológica. No pueden, sin abusar del lenguaje, llamarse comunidades eclesiales de base, aunque tengan la pretensión de perseverar en la unidad de la Iglesia, manteniéndose hostiles a la jerarquía. Este nom­bre pertenece a las otras, a las que se forman en Iglesia para unirse a la Iglesia y para hacer crecer a la Iglesia".

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persona casada), adecuando así la ministerialidad a la realidad eclesial17. El ministerio sacerdotal es de "derecho divino", en cuan­to forma parte de la estructura permanente de la Iglesia, pero admite diversas concreciones institucionales y está abierto a for­mas diferentes de reclutamiento de ministros. Esto no ha sido asu­mido porque se impone el modelo actual de sacerdocio ministerial a la necesidad pastoral y teológica de ministros que sirvan en las comunidades y que permitan una vida sacramental normal.

Por otra parte, hay que revitalizar las comunidades para que devengan espacios en los que se vivencien las relaciones persona­les y haya espacio para que la liturgia responda a las necesidades afectivas de las personas. Desde una perspectiva antropológica el ritual de celebración se basa en un código objetivo, sagrado y comuniario18. No es el individuo el que crea el ritual, sino que se integra en él y de esta forma participa de la fe comunitaria, que tie­ne una historia y remite a los orígenes fundacionales del sacra­mento. Si la eucaristía remite a la vida de Jesús, y más concreta­mente a la última cena con sus discípulos, hay un marco objetivo que se ha generado en la historia cristiana en el que hay que inte­grarse. Por otra parte, la celebración es un evento que pone en rela­ción con Dios, y el carácter sagrado de ésta impide la mera arbi­trariedad y que cada uno lo reduzca a sus preferencias selectivas. Este es el sentido válido de celebrar, desde la referencia a toda la Iglesia. El ritual tiene una sustancia, remite a un contenido teoló­gico canónico o dogmático, su forma no es una invención de los que actualmente participan en la celebración. En una palabra, teo­lógicamente han sido instituidos por la Iglesia interpretando las acciones de la vida de Jesús y actualizándolas en la celebración. Por eso, las celebraciones son actos sagrados, que exigen adhesión. El malestar en la época postconciliar ha venido en parte por una

17. K. Rahner, "Consagración del laico para la cura de almas": Escritos de teolo­gía III, Madrid, 2002, 275-88; "Pastorale Dienste und Gemeindeleitung": Schriften zur Theologie XIV, Einsideln, 1980, 132-47 ("Es la función de un asistente pastoral fácticamente la de un presidente de comunidad (Gemeindeleiter), entonces debe recibir la ordenación sacerdotal, porque la separación entre la función de presidencia comunitaria y eucarística es con­traria a su esencia": pg. 145).

18. R. A. Rappaport, Ritual y religión en la formación de la humanidad, Madrid, 2001,55-116.

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liberalización del ritual que se traducía en faltas de respeto o en formas de celebración en las que primaban las preferencias de los participantes, minusvalorando la tradición y la praxis de la gran iglesia. Las faltas de respeto y los comportamientos profanos en el ámbito litúrgico han generado malestar en muchas personas que reclamaban el carácter sagrado de la celebración sacramental y son una de las causas que ha llevado a un repliegue en la reforma litúrgica como consecuencia de los abusos.

Pero, por otro lado, los sacramentos son celebraciones vivas, expresan y potencian la fe comunitaria, tienen que ser fácilmente vivenciables y comunicables, ya que los sacramentos son encuen­tros entre Dios y el hombre. Por eso, el ritual exige adaptaciones, tiene variaciones a lo largo de la historia, está abierto a innovacio­nes y discontinuidades, dentro de un marco común. Son eficaces si están histórica y socialmente inculturados y la reforma de la liturgia es una necesidad para que ésta sea viva y no se fosilice y se convierta en pieza de anticuario. Esto último es lo que falta en la situación actual, que no ha logrado sintonizar con las necesidades, carencias y vivencias de los ciudadanos en las sociedades postmo-dernas. El código objetivo, cristalizado a lo largo de muchos siglos, no se compensa con la inculturación y aplicación que lo haga efi­caz y que permita conectar con las necesidades de los ciudadanos.

La Ilustración buscaba definir la religión en los límites de la razón, reduciéndola a doctrina y ética. Hoy hay una revalorización del sujeto corporal, sensitivo, afectivo y vivencial. La inteligencia emocional es la que dinamiza la persona y suscita su adhesión y creatividad. La empatia es la forma de identificación por excelen­cia y sólo de ella puede surgir la dinámica cristiana de imitación y de seguimiento, que es el eje de la tradición cristiana. Hay una necesidad de contagiar y transmitir una comprensión comunitaria de la fe, siendo la música, la danza y el contagio comunicativo por parte de los que presiden mediaciones habituales. La comunica­ción espontanea contagia vivencias y experiencias, como muestran los músicos y artistas. En este contexto tienen que inculturarse las celebraciones de los sacramentos y las otras devociones eclesiales. La Iglesia por el contrario maneja mal en su conjunto las celebra­ciones, los medios de comunicación y la cultura de la imagen, y rechaza formas musicales y celebrativas que no corresponden al

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hieratismo sagrado que domina en la liturgia. El ritual fácilmente degenera en rubricismo, eliminando cualquier gesto espontaneo y no reglamentado que dé vida a la celebración y permita la comu­nicación interpersonal.

Hay además pudor y miedo para transmitir la fe de una forma personalizada y biográfica, por eso se recurre a textos escritos (ofi­ciales o no) que eluden la necesidad del testimonio personal. El hecho de que en las mismas congregaciones religiosas se eluda hablar de Dios en el foro interno de forma personalizada y compro­metida, indica cómo la privatización de la religión y su no expresión pública forma parte de un sistema eclesial que favorece el empo­brecimiento de la comunicación interpersonal, y que se expresa en la misma liturgia oficial. Es más fácil hablar de Dios con el extraño que con el co-cristiano con el que se celebra. La misa impersonal, sobre todo la celebración masiva, es un refugio para los que tienen miedo o no saben comunicarse. No es de extrañar que se viva como una obligación más que como una ayuda o algo deseable.

3. La Iglesia: institución y carisma

El nuevo modelo de sociedad plantea un problema estructural a la Iglesia. La crisis de las instituciones y la búsqueda de expe­riencias y sensaciones en la sociedad lleva a una crisis de la Iglesia en cuanto institución. De hecho en los estudios sociológicos sobre la valoración que tienen las generaciones más jóvenes de las ins­tituciones, las iglesias aparecen con frecuencia en los últimos lugares. En una encuesta realizada en el 2004 por el Centro de Investigaciones Sociológicas en España, se constataba que la tele­visión y la Iglesia son las dos instituciones que menos credibilidad tienen entre los jóvenes españoles19.

El distanciamiento de las instituciones se acrecienta por el anti­clericalismo difuso de buena parte de la sociedad española y corres­ponde a una imagen de la Iglesia que se ha acuñado en el segundo milenio y que hoy ha entrado en crisis. A esta problemática se aña­de además una visión teológica negativa de la institucionalidad, a la que se opone el carisma como lo específico del cristianismo. Según esta teoría, el cristianismo habría surgido como una expe-

19. El País, 21 de octubre de 2004.

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rienda comunitaria y carismática, que se habría corrompido como consecuencia del proceso de institucionalización. Es una teoría protestante de comienzos de siglo, que popularizó Harnack, y que ha cobrado importancia dentro del catolicismo, paradójicamente cuando la misma teología protestante ha tomado distancia respec­to de esta dicotomía simplificadora.

El punto de partida sería la comunidad de discípulos en torno a Jesús, marcado por relaciones interpersonales de adhesión al maestro, que se desarrollaron luego bajo los esquemas teológicos de la imitación y el seguimiento. La comunidad discipular inicial es carismática, centrada en el reinado de Dios y no en el grupo de discípulos, y poco preocupada por darse un soporte institucional, por la presencia de Jesús que hacía innecesaria una referencia ins­titucional y por la escatología cercana, que les llevaba a esperar la irrupción cercana de Dios en la historia. Ellos esperaban el reina­do de Dios, más que una Iglesia permanente y duradera en la his­toria, en la línea a la que apuntaba Loisy. Tras la muerte de Jesús, podemos hablar de una segunda época carismática, marcada por la presencia del Resucitado en medio de la comunidad, y por la experiencia del Espíritu que es el que fue marcando los pasos a seguir en la línea de la misión de los gentiles, la transformación del sacerdocio, el culto y el templo judío, y la nueva comprensión de la ley. Hay una gran cantidad de escritos que resaltan la origi­nal experiencia carismática de la comunidad, lo cual se reafirma en el credo apostólico o símbolo de los apóstoles, que ve a la Iglesia como una obra del Espíritu. De ahí también la importan­cia de los profetas en las comunidades neotestamentarias, los pro­blemas de discernimiento para distinguir entre verdaderos y fal­sos profetas, y la alusión al Espíritu y los carismas como signo de autenticidad de la Iglesia cuando se suscitan las herejías de los montañistas en el siglo II. La presencia de mártires, profetas y variedad de carismáticos sería la marca de legitimidad y autenti­cidad de la Iglesia.

Lo problemático de esta concepción, que básicamente es correcta, es cuando se opone a la institucionalización. Ya desde los primeros escritos del Nuevo Testamento encontramos un triple proceso de institucionalización, que se agudiza en el último cuar­to del siglo I al desaparecer las primeras comunidades cristianas y

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los testigos de Jesús. La preocupación por escritos que transmitan el hecho cristiano a la posteridad llevó a la formación del canon neotestamentario; la continuidad apostólica de la Iglesia primitiva a la sucesión ministerial; y la necesidad de prácticas, símbolos y celebraciones que transmitieran la especificidad cristiana a una teología y praxis de los sacramentos. El cristianismo se institucio­nalizó, porque tenía que mantener un mensaje, una forma de vida y una estructuración de la comunidad que remitiera a Jesús y a sus discípulos. En cuanto que se pusieron a poner por escrito palabras y hechos de Jesús comenzó la institucionalización y la compren­sión cristiana es que ese proceso estuvo inspirado por Dios, como también los carismas que vivificaban a las comunidades.

La lejanía de los orígenes hizo inevitable que la doble relación de imitación y seguimiento, respecto de Cristo y los grandes apóstoles, se transformase en el contexto de una Iglesia expansiva, creciente y misional. Se formaron un conjunto de doctrinas, en contraste con el judaismo y la sociedad romana, y se potenciaron celebraciones que buscaban actualizar y conmemorar lo que vivió e hizo Cristo. Ya desde los inicios había autoridades, apóstoles y ministros junto a los profetas y carismáticos, iglesias e instituciones con pretensio­nes normativas para toda la Iglesia (como la de Jerusalén) y preo­cupaciones doctrinales en confrontación con los gnósticos y las demás herejías. La institucionalización se aceleró en el último cuar­to del siglo primero, pero huellas del proceso aparecen tanto en los escritos paulinos auténticos como en los evangelios20.

Carisma e institución son dos dimensiones de una misma expe­riencia. Lo que surge de forma interpersonal y espontanea, tiene que ser institucionalizado para que se pueda comunicar a otras personas y evitar que se pierda. Por eso, la Iglesia es carismática e institucional, siendo lo segundo lo que evita que se pierda lo pri­mero. En cambio, la tendencia protestante tradicional impugnó la autoridad y la institución en favor de la experiencia carismática21.

20. Juan A. Estrada, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca, 1984; Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 22000.

21. El problema se planteó ya a comienzos de siglo. Cfr. R. Sohm, Wesen und Urs-prung des Kathohzismus, Leipzig, 1912; Y. Congar, "R. Sohm nous interrogue encoré": RSPhTh 57 (1973), 263-94; E. Nardoni, "Charism in the Early Church since Rudolph Sohm: An Ecuménica! Challenge": ThSt 53 (1992), 646-62.

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Se veía la institucionalización como resultado de una incultura-ción del cristianismo en la sociedad romana, que le llevó a asimi­lar sus estructuras y a organizarse como una "religión", a costa de la especificidad cristiana original. Se criticó el proceso de expan­sión del cristianismo porque se veía también en él una desviación, que culminó cuando se convirtió en religión oficial del imperio en el siglo IV. Constantino se ha convertido en un referente simbólico de los presuntos males de la Iglesia, determinados por el paso del carisma a la institución.

Esto explica la radicalidad de la protesta evangélica contra el catolicismo romano, su intento de volver a la Escritura y una cele­bración libre de los sacramentos, olvidando que éstos existen en cuanto creaciones institucionales de la Iglesia. La Iglesia vive de la Escritura, punto de vista protestante, pero es la Iglesia la que creó la Escritura a la que precedió tanto cronológicamente como onto-lógicamente. Este es el punto de vista católico, aunque hoy ha habi­do un acercamiento mutuo entre ambas confesiones a la hora de valorar el Nuevo Testamento. En el protestantismo se ha tomado conciencia de que la institucionalización se dio también con Lutero y Calvino, surgiendo así iglesias que buscaban preservar las inicia­tivas de sus fundadores y sus hermenéuticas del cristianismo. Por eso Lutero y Calvino se convirtieron en fundadores de Iglesias y generadores de instituciones, más allá de su experiencia carismáti­ca personal.

El rechazo de la jerarquía y la apelación a un cristianismo laical, comunitario y poco institucionalizado se inspiraría en el plantea­miento original, perdido por la Iglesia. En cuanto que se pone en primer plano la acción de Dios sobre la Iglesia, se ve a ésta como iglesia espiritual e invisible, que contrasta con un catolicismo jerar­quizante, legalista y objetivista, que se autonomiza de la acción del Espíritu, sustituyéndolo por una autoridad sacralizada. Esta visión teológica es muy popular en algunos círculos católicos críticos con la jerarquía y la institucionalización. Tiene además elementos váli­dos que responden a aspiraciones contemporáneas: el de un cris­tianismo laical, democrático y más basado en la ortopraxis que en la ortodoxia. No cabe duda que el proceso de inculturación en la sociedad romana y el desarrollo institucional perjudicó a la dimen­sión profética, carismática, comunitaria y laical del cristianismo.

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Es además una crítica plausible y eficaz a la luz de la crisis ins­titucional de la postmodernidad. El reforzamiento de la subjetivi­dad individual, de los derechos y preferencias del ciudadano, y de la experiencia personal favorece esta concepción eclesiológica. La acción de Dios sería la experiencia del Espíritu, mientras que el elemento humano estaría formado por lo institucional, jurídico y ministerial. Consecuentemente hay un rechazo cultural de las ins­tituciones, vistas como organizaciones que limitan la libertad indi­vidual, que tendría aquí un refrendo teológico. La sacralización de la institucionalidad llevaría directamente a la heteronomía de los individuos en favor de una autoridad divinizada que, de hecho, limitaría los derechos personales y sustituiría el protagonismo comunitario por el jerárquico. No cabe duda de la solida base que tienen algunas críticas actuales a la dogmatización de estructuras, organizaciones y formas de autor idad que se presentan como inmutables y directamente queridas por Dios, ignorando su histo­ricidad, su origen eclesial y las grandes transformaciones vividas en su proceso de constitución. Pero detrás de este esquema que opone la institución y el carisma, sin más mediaciones, hay una concepción errónea de la religión, del carisma y de la institución. El mismo concilio Vaticano II ha sido visto como una conjunción del carisma, representando por la personalidad de Juan XXIII, su decisión de convocar un concilio, las abundantes alusiones a un nuevo pentecostés conciliar y la conciencia de sus participantes de abrir nuevos horizontes al Catolicismo, y de la institución, plas­mada en textos, comisiones y normativas que buscaban que no se perdiera la inspiración conciliar22. De ahí su significado épocal, el entusiasmo que suscitó y las referencias que se hacen al evento conciliar que inauguró un nuevo horizonte del cristianismo, en contraste con las épocas invernales que le han sucedido. La inspi­ración personal de Juan XXIII sólo se salva institucionalizándola.

Por un lado está la contraposición entre la acción de Dios, que sería el carisma, y la del hombre, la institución. La confrontación de lo humano y lo divino está en relación con una visión de Dios como agente externo a la historia y ajeno a lo humano. Por otro lado, se

22. A. Zingerle, "Institution des Ausseralltaglichen. Das Konzil aus der Sicht sozio-logischer Charisma-Theorie", en F. Kaufmann-A. Zingerle, eds., Vatikanum II una Modernisierung, Paderborn,1996, 189-208.

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comprende la religión como mera elección del individuo, viendo lo social organizativo como un añadido posterior. Es una teoría favo­recida por la alergia institucional y el individualismo de la cultura postmoderna. Y sin embargo, es falsa porque la religión no es sólo algo que se elige, sino también algo en que se nace y en lo que esta­mos insertos, como la sociedad. Lo individual no se opone a lo societario, al contrario nacemos y crecemos en una sociedad y lo primero es la dependencia constitutiva de ella. Desde la pertenen­cia a un grupo, también el religioso, podemos desarrollar nuestra autonomía y tomar distancia de la tradición que nos constituye desde los orígenes, en la línea realzada por la hermenéutica con­temporánea. No hay que olvidar tampoco el contexto social de plu­ralidad e inevitable relativismo, que erosiona las vinculaciones interpersonales, hace más frágil la identidad personal y desintegra las instituciones que dan estabilidad y cohesión a las personas.

Por un lado hay que plantearse si la acción de Dios se produce desde fuera, en la línea tradicional del cielo como ámbito divino claramente separado del terreno que sería el del hombre. Si asu­mimos que Dios no está fuera de la historia ni de la actividad humana, que el protagonismo histórico recae en la persona y que la acción de Dios va en la línea de inspirar, motivar, clarificar y orientar, entonces el planteamiento dualista cae por tierra. Lo pro­pio del cristianismo con su postulado del Dios encarnado es el antropocentrismo inspirado por Dios. Hacemos historia desde la libertad, el discernimiento y la creatividad. Es Dios quien inspira pero su actuación no desplaza al hombre sino lo pone en el centro. La acción de Dios no se hace sentir sólo en la vivencia, las emocio­nes o la iluminación personal, que sería dimensiones del carisma o gracia personal, sino también en la creación de normas, directrices, orientaciones, ministerios, instituciones (como el canon de las es­crituras o los sacramentos).

No hay una oposición entre la dimensión irracional (emotiva, afectiva, vivencial) y racional del hombre (proyectos, planificacio­nes, leyes, organizaciones), ni mucho menos se puede circunscri­bir a Dios a lo irracional, dejando lo racional a la actividad pro­fana humana . Esta comprensión de la religión sería muy acorde con la tendencia irracional, vitalista, esotérica y mágica que se ha desarrollado en la postmodernidad. La persona es creadora de sí

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misma, "se hace y no sólo nace" afirmaba Simone de Beauvoir, en cuanto que es agente y producto de la sociedad que construye. Y Dios inspira y llama a la mayoría de edad, a asumir el protagonis­mo histórico. No es el Dios celoso del hombre prometéico, sino el de la Alianza que se enorgullece de la actividad humana y que lla­ma a ser cocreadores con él en un mundo imperfecto e inacabado. Este es parte del sentido de la visión cristiana de la providencia y del rechazo al Dios tapa agujeros a costa de la inmanencia y pro­tagonismo humano.

La acción integral de Dios se hizo sentir en los orígenes del cris­tianismo, de tal modo que podemos hablar de un "catolicismo tem­prano en el Nuevo Testamento": éste testimonia en la pluralidad de escritos la evolución del cristianismo hacia una creciente institu-cionalización como consecuencia de la transformación de secta judía en religión mundial, a raíz de la desaparición de los primeros testigos, con ocasión de la confrontación con la gnosis y las pri­meras herejías, y como resultado de la expansión geográfica y demográfica. El libro de los Hechos de los Apóstoles, las cartas pastorales y las pseudopaulinas, o las epístolas católicas testimo­nian un proceso inspirado por el Espíritu, querido por Dios y que responde a las necesidades de cualquier grupo humano. Y en la época inicial, la del cristianismo discipular en torno a Jesús, sur­gen ya personas con autoridad, se ponen las bases de algunos sacramentos (bautismo, eucaristía, penitencia) y se establecen los primeros criterios normativos para discernir y orientar la acción de cada cristiano. Este relato global es el que se ha canonizado como normativo y fundacional para los cristianos de todos los tiempos, y no una selección arbitraria y las rupturas que podamos desde fuera establecer en él23. Hay que asumirlo en su variedad, ya que no hay una cristología ni eclesiología unitaria, sino varias, con sus distintos aspectos, con su historia y evolución, en la que hay opciones, conflictos, rupturas y continuidades. Siempre son deci­siones humanas, con avances y retrocesos, y los cristianos recono-

23. E. Kásemann,"Amt und Gemeinde im Neuen Testament": Exegetische Versu-che und Besinnungen I, Gotinga, 1965, 109-34; H. Kung, "Der Frühkatho-lizismus im Neuen Testament ais kontroverstheologisches Problem": ThQ 142 (1962), 385-424; S. Schulz, Die Mitte der Schrift, Stuttgart, 1976; U. Luz, "Erwagungen zur Entstehung des Frühkatholizismus": ZNW 65 (1974), 88-111.

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cen la inspiración de Dios tanto en lo escritos que narran el proce­so como en los acontecimientos mismos.

Quedarse en lo meramente afectivo, vivencial e irracional supo­ne desconocer al hombre como animal social. Las costumbres, los hábitos y la tradición son una fuente del derecho y la estabilidad social, avalada por normas, instituciones y autoridades, es la que posibilita el crecimiento humano . Tanto desde una perspectiva antropológica como sociológica, la institucionalización responde a la esencia humana24. Se crean instituciones, éstas se objetivan y desarrollan, y adquieren autonomía respecto de la constitución ini­cial. Así surge el orden institucional, que impide que tengamos que comenzar siempre de cero. También la cultura, que es la que huma­niza al animal, ofreciendo un conjunto de orientaciones, perspecti­vas, normas y enfoques que asimilamos y aprendemos. Nos consti­tuimos como personas desde una matriz social, institucional, ya dada, en la que nos inculturamos y aprendemos, como en el len­guaje. Por eso las instituciones son constitutivas para el hombre, irrenunciables. No se oponen a las vivencias subjetivas, experien­cias emocionales e intuiciones, sino que las hacen posible, les dan duración y las hacen socialmente efectivas.

Necesidad y ambigüedad de las instituciones

La dinámica de relaciones afectivas grupales es muy inestable y cambiante, cuestionando los compromisos y la identidad relacio-nal. La institución objetiviza esas vinculaciones, más allá de las personas, por eso son importantes los mecanismos de socializa­ción, constitutivos de la identidad, e instituciones que preserven al grupo más allá de las vinculaciones emocionales. Es lo que ocurre con el matrimonio, la institución familiar y la educación, que no se basan sólo en la relación interpersonal, y a las que la sociedad quie­re dar perdurabilidad y capacidad de resistencia a las crisis perso­nales, institucionalizándolas y sustrayéndolas a la dinámica de los conflictos puntuales que inevitablemente surgen en las relaciones.

24 Dos referentes fundamentales son A. Gehlen, El hombre, su naturaleza y su lugar en el mundo, Salamanca, 2; 1987; Antropología filosófica, Barcelona, 1993; P- Berger-Th. Luckmann, La construcción social de la realidad, Buenos Aires, 1968.

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La religión forma parte de la matriz social en la que nacemos, nos desarrollamos y asumimos. El hecho religioso forma parte de la cultura y sociedad de la que formamos parte, tanto a nivel de imagen del mundo como del entramado institucional que nos determina. Cualquier iniciativa religiosa, incluida la experiencia carismática que genera ruptura, parte de una religión dada y esta­blecida. No se puede comprender la experiencia carismática de Jesús o de Pablo, sino se atiende al contexto religioso, social y cul­tural en que se ubican. La comprensión e interpretación de una presunta comunicación divina, se da desde la cultura y sociedad en la que vivimos. Cuando Dios se comunica a un hindú, musulmán o católico, éste interpreta el mensaje desde sus mediaciones cultu­rales, y los códigos culturales impregnan nuestra percepción de la comunicación.

Por eso es una ingenuidad presuponer un carisma que surge de la nada, como irrupción vertical sin condicionamientos culturales y sociales, y que se opone sin más a las instituciones existentes. La expresión e irradiación se expresan con mediaciones instituciona­les, comenzando por el lenguaje que no puede ser meramente pri­vado, porque sería incomprensible. La religión no es ni meramen­te individual ni sólo carismática y se expresa en un modo de vida, más allá de la mera subjetividad. Las instituciones son básicas para comprender el significado del cristianismo como religión his­tórica. Somos hijos de una tradición, tenemos prejuicios y con­dicionamientos que no podemos superar plenamente, y estamos configurados por un código religioso que media entre la posible inspiración de Dios y la comprensión y comunicación que haga­mos de ella.

Si la secularización de la sociedad promueve reactivamente la sacralización de la Iglesia, el autoritarismo jerárquico genera reac­ciones contrarias que llevan a la impugnación de la autoridad y el cuestionamiento permanente. El resultado es que también la Iglesia se fragmenta y divide, en lugar de ser una alternativa a la sociedad. Es lo que ha ocurrido frecuentemente a los grupos con­testatarios a las instituciones y la forma de ejercer la autoridad en la Iglesia. En nombre de la experiencia, del carisma, la democracia y las libertades individuales han tendido a romper globalmente con la tradición, a desvincularse absolutamente de la jerarquía y a pres-

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cindir del orden institucional. El problema es que una comunidad basada sólo en las relaciones interpersonales, pierde contenidos que transmitir a las jóvenes generaciones y se empobrece al rom­per con la tradición, sin ser capaz de sustituirla por otra. En cuan­to que se producen conflictos interpersonales y se rompen las vin­culaciones dentro de la comunidad, ya no hay elementos institu­cionales que contrarresten los conflictos entre las personas. Son comunidades con mucha dificultad para transmitir su experiencia grupal a otras personas, especialmente a las generaciones más jóvenes, porque no hay sustratos institucionales que lo faciliten.

Además, la ruptura global con la jerarquía y con la gran Iglesia, lleva al gueto dentro de la Iglesia y a la pérdida de influencia ecle-sial y social. La mera vivencia comunitaria es insuficiente para la integración eclesial, de ahí la necesidad de mitigarla con la crea­ción de una red de comunidades de base que se apoyan mutua­mente. Y esta dificultad es mayor cuanto más contracultural es el grupo. Sin una apoyatura institucional difícilmente se puede man­tener la crítica y al mismo tiempo la vinculación a la Iglesia. La jus­tificada crítica al autoritarismo jerárquico fácilmente se compensa con la absolutización de otras pertenencias, como el mismo grupo (que puede ser tan represivo com un cargo institucional) o la afi­nidad a un partido político o a una ideología concreta. El idealis­mo antiinstitucional de una fraternidad sin mediaciones tiene fre­cuentemente el contrapunto sociológico de la incapacidad para la autocrítica y la ideologización propia de un grupo cerrado.

En lugar de ser instancias críticas que permanecen en un orden eclesial dado, pero transformable, y vivir insertas en la pluralidad de la gran iglesia, se constituyen, de hecho,en células cristianas ais­ladas que pueden devenir grupo cerrado. En el protestantismo se ha producido la fragmentación y la multiplicación de grupos evangé­licos, lo que conocemos como denominacionalismo, precisamente porque no hay autoridades centrales que vinculen y sirvan para proteger la unidad eclesial. Se ha perdido un referente institucional válido para todos. Los rasgos comunes han dejado paso a la hete­rogeneidad, a veces inconmensurable, de grupos muy distintos» aunque todos se declaran cristianos. En el catolicismo el proceso muy distinto, dado su peso jerárquico e institucional. El malesta r

inst i tucional se canaliza en las salidas silenciosas de la Iglesia»

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como cristianos sin Iglesia, y en grupos minoritarios que subsisten oficialmente como católicos, pero en la práctica al margen de la gran Iglesia y aislados de otros grupos cristianos de distinto signo25.

El catolicismo se ha pluralizado, pero no ha sido capaz de un ecumenismo interno, que mostrara en una sociedad plural, cómo es posible vivir en las diferencias y con divergencias dentro de la comunión. A pesar de que los conflictos intra-cristianos han sido constantes, ya desde los orígenes neotestamentarios, no se ha logrado encontrar mecanismos que eviten la polarización eclesial. Difícilmente puede ser la Iglesia un factor de unidad dentro de la sociedad, cuando no es capaz dentro de ella, ya que no hay una única eclesiología o cristología sino diversidad de ellas desde el ori­gen. La incapacidad para el conflicto deriva en grupos que asumen la marginalidad, aboliendo las vinculaciones institucionales, y en el autoritarismo de cargos desvinculados de sus comunidades. La Iglesia que reacciona a la cultura postmoderna se convierte así en tan fragmentada y tensionada como la sociedad a la que critica.

La alergia institucional actual, fruto de la patología postmoderna de la sociedad, hace olvidar la condición heterónoma del hombre como animal social. La animadversión que suscitan las grandes ins­tituciones sociales (estatales, jurídicas, educativas, religiosas) debe­ría obligar también a un análisis de cómo funcionan éstas y cuáles son los problemas que generan, en lugar de caer en un anarquismo anti-institucional, que minusvalora la condición social del hombre. Esta es también la exigencia para la Iglesia. Su institucionalidad es poco funcional para la sociedad, a la que quiere convertir y a la que al mismo tiempo teme. Hay miedo a que sus estructuras profanas (sometidas a la crítica, la evolución y la posible impugnación) con­taminen a las eclesiales, sacralizadas, basadas en la tradición, con un deterioro funcional y dogmatizadas para excluirlas de la discu­sión. El miedo tradicional del dogma a la historia y la evolución, opera también en la estructura institucional eclesial.

25. "¿Se convertirá el siglo de la iglesia, tal como Guardini lo veía aproximarse, en un siglo de alejamiento en masas de las iglesias? (...) Bajo la tensa discu­sión, empero, de los teólogos y de los ministros eclesiásticos, tiene lugar, al parecer, un grande y silencioso alejamiento de las iglesias. Cada vez desapa­rece más la identificación viva con la iglesia o, al menos, con lo que se tiene por tal": J. B. Metz, "En lugar de un editorial": Concilium 66 (1971) 319.

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Para evitar el inmovilismo institucional eclesial hay que distin­guir claramente entre la existencia de instituciones que son per­manentes y esenciales al catolicismo, es decir, que pertenecen a lo que llamamos derecho divino26, y las formas concretas organizati­vas que históricamente han asumido esas instituciones. La existen­cia de ministros, la misión papal de velar por la unidad de la Iglesia o la estructura sacramental forman parte, en sentido amplio, del derecho divino y por ello son irrenunciables. Pero no lo es que el primado papal sea monárquico, centralizador y omnipresente en la Iglesia; o que no se cambie el modelo de ministros (obispos, pres­bíteros y diáconos), tanto en sus relaciones entre sí y con la comu­nidad, como en su forma de ejercer la autoridad; o que los sacra­mentos no puedan adoptar otras formas de realizarse, y no nece­sariamente las actuales. La organización eclesiástica es transfor­mable y ya ha sufrido muchos cambios, puede modificarse para adaptarla a las necesidades sociales y pastorales actuales27. Por eso, sacralizar lo organizativo apelando a lo institucional es una forma ideológica de defender lo que se ha convertido en anacrónico, pas-toralmente ineficaz y cuestionable desde la perspectiva de la socie­dad profana y de buena parte de la misma teología.

Los elementos institucionales tienden a expandirse, a la buro­cracia y a cobrar cada vez más peso, a costa de las personas. La rutinización del carisma lleva a que éste se objetive y se institucio­nalice, se convierte en una prerrogativa que se transmite y en una cualidad que se presupone a aquel que detenta un cargo. La con­versión y la relación maestro-discípulo es lo propio de una ex­periencia religiosa inicial, como la de Jesús y su comunidad, que lleva a la dinámica de imitación (identificación afectiva) y segui­miento (asunción de un comportamiento coherente con el del modelo). La inevitable institucionalización del carisma genera una tradición que enseña a hacer lo que el fundador, en función de la cual hay cargos y normas, que quieren asegurar la perseverancia del camino iniciado. Entonces se pasa de la relación interpersonal carismática a una forma de dominio basado en la tradición y en la administración del carisma por los cargos competentes. Hay que

26. K. Rahner, "Sobre el concepto de 'ius divinum' en su comprensión teológica": Escritos de teología V, Madrid, 1964, 247-73.

27. Juan A. Estrada, La iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca, 1984, 141-68.

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seguir la regla eclesiástica, como forma de seguimiento del funda­dor, y la literalidad de la tradición que hay que conservar deriva fácilmente en rigidez y falta de adaptación a las cambiantes cir­cunstancias de la sociedad y de la Iglesia. Ya no se trata tanto de canalizar la iniciativa individual de forma que enriquezca y com­plete la experiencia inicial carismática, cuanto de cumplir la norma y velar por la tradición, a costa de la libertad y creatividad de los individuos28.

Las grandes instituciones que quieren preservar y comunicar las experiencias interpersonales iniciales, frecuentemente acaban generando una patología y hacen válido el eslogan de que "la iglesia siempre tiene necesidad de reformas". Tras épocas de instituciona-lización surgen otras de contestación, que critican el peso institu­cional consolidado. Esto es lo que ocurrió en el Concilio, con múl­tiples críticas a las formas de ejercer la autoridad por parte de los organismos centrales romanos, y en el postconcilio. La patología lleva a que la institución deje de ser medio y se convierta en un fin, y los sujetos se valoran en función de su fidelidad institucional, más que por su creatividad y receptividad del carisma inicial. Conservar la institución y proteger los intereses de los que la representan se convierte fácilmente en la finalidad real por la que se trabaja, aun­que teóricamente se siga afirmando los fines eclesiales para los cua­les se crearon las instituciones. Entonces éstas se convierten en un obstáculo, bloquean la experiencia personal (imprevisible en cuan­to que se basa en la libertad y la creatividad) y la tradición espiri­tual que se quiere conservar se deshumaniza. Se sustituye la liber­tad personal por la disciplina y reglamentación de la vida, y aumen­ta la desconfianza respecto de místicos, carismáticos, profetas y personas que van por libre, a las que no controlan los guardianes de la tradición. El derecho, que quiere proteger la experiencia caris­mática y la comunidad que ha generado, fácilmente acaba despla­zando a ambas y se convierte en un fin en sí.

En una palabra, el jurista desbanca al místico, y el poder jerár­quico al carismático. Los cargos pasan a ser detentados por perso-

28. M. Weber, Economía y sociedad 1, México, 1969, 193-204; II, 847-89. Una buena aplicación de sus tesis al cristianismo es la que ofrece C. Bartsch, Frühka-tholizismus ais Kategorie historisch-kritischer Theologie, Berlín, 1980.

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ñas afines a la institución en lugar de por comunicadores y viven-ciadores carismáticos, que pueden convertirse en maestros espiri­tuales en la sociedad y en la Iglesia. La comunicación interperso­nal y comunitaria fácilmente se ahoga por el peso de las estruc­turas institucionales. Esta patología se agudiza en momentos de cambio social o de crisis eclesial en los que se resalta el desfase entre las instituciones existentes y los fines evangelizadores para los que se crearon. El endurecimiento institucional, como el fun-damentalismo y el integrismo son reacciones frecuentes con las que se intenta responder a la crisis. El resultado es una iglesia de cristianos menores de edad tutelados por los eclesiásticos y comu­nidades sin protagonismo real.

El desmesurado peso institucional y la debilidad de los agentes sociales, no sólo afecta a las iglesias sino que es también el gran problema de las sociedades modernas. Habermas denuncia la colonización de la vida cotidiana por las grandes instituciones sociales de la política, la economía y la cultura, que cada vez se convierten en más complejas y sofisticadas. El individuo es impo­tente ante formas anónimas de dominio, en la línea a la que apun­ta Kafka, y el creciente poder de tecnócratas y funcionarios que saben como manejar las instituciones en contra del ciudadano común. El anti-institucionalismo surge porque éste se siente per­dido, inseguro y aislado en una sociedad impersonal, rígida y cada vez más marcada por la racionalidad funcional. El contrapunto que ofrece Habermas para la sociedad actual es el de potenciar la comunicación libre entre los ciudadanos y revisar las institucio­nes para someterlas al hombre en lugar de que dominen sobre él. La democracia, la argumentación libre, y la revisión de las tra­diciones y costumbres en favor de la emancipación del hombre y su mayoría de edad, son sus propuestas para las sociedades desa­rrolladas29.

Esto tiene efectos en la Iglesia, tradicionalmente marcada por la institucionalidad y con un déficit de comunicación, libertad y capacidad crítica respecto de sus propias tradiciones. En la Iglesia hay una dimensión institucional que ha crecido constantemente a

29. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I I I , Madrid, Tarus, 1987. He analizado sus aplicaciones al cristianismo en, Juan A. Estrada, Por una ética sin teología. Habermas como filósofo de la religión, Madrid, 2004.

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lo largo de los siglos y un déficit comunitario, en parte por miedo a una protestantización del catolicismo y en parte por la identifi­cación de la sociedad con un modelo absoluto de autoridad (el de las monarquías absolutas en una sociedad estamental y vertical). La sociedad ha evolucionado transformando su verticalidad y autoritarismo, mientras que la Iglesia ha mantenido básicamente el viejo modelo organizativo, que ya no corresponde al social y al cultural. La mezcla de la eclesiología de la sociedad perfecta, que resaltaba el paralelismo entre la Iglesia y el Estado, y la de la socie­dad desigual (en la que unos mandan y otros obedecen) ha permi­tido mantener un modelo eclesial que fue operativo hasta el siglo pasado y que hoy ha entrado en crisis. El intento de potenciar las dimensiones carismáticas con el concilio Vaticano II fracasó por­que no llevó a una reforma estructural sino que se intentó canali­zar manteniendo el modelo institucional pre-Vaticano II. Los cri­terios de renovación que se urgieron para las congregaciones reli­giosas (PC 1-2) no se aplicaron a la globalidad de la iglesia.

Las instituciones permanecen incluso cuando entran en crisis las concepciones del mundo y de la Iglesia que las crearon. Cam­bian las mentalidades personales pero permanecen éstas, que se objetivizan y cosifican, sustrayéndose al control de las personas. Esta es una de las causas del malestar cultural en todas las socie­dades, y también de la tradicional resistencia católica a los cam­bios. Se cambian las teologías oficiales, pero se mantienen lácti­camente prácticas institucionales contrarias a lo que se defiende doctrinalmente. La teología del Vaticano II fue renovadora en su conjunto, pero se mantuvieron las estructuras eclesiales acuña­das desde una teología distinta, la tridentina, y las reformas y trasformaciones que se dieron fueron insuficientes. Se impusie­ron los intereses institucionales, inevitablemente conservadores por su mismo dinamismo, a los intentos de reforma. Hubo una tensión entre la imagen conciliar de la Iglesia y las expectativas que generó en el catolicismo, y las personas y organismos que tenían que llevarlo a cabo. El contraste entre teología renovado­ra, centrada en la teología del pueblo de Dios, que favorecía la comunidad y el laicado, y las instituciones tradicionales, centra­das en el clero, se decantó por la segunda. La dinámica postcon­ciliar llevó a neutralizar la primera ya modernizar la segunda, sin

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que cambiaran sus organizaciones fundamentales. Por eso, ha surgido el interrogante acerca de si el Vaticano II ha sido una oportunidad histórica perdida.

4. La recepción del Concilio en la postmodernidad

Durante el Concilio la curia romana se opuso a las innovacio­nes conciliares en nombre de la tradición. El acento se ponía en preservarla, en la línea anterior del Syllabus, más que en las nece­sarias innovaciones y adaptaciones que exigía una nueva situación histórica, social y eclesial. Las personas conservadoras siempre han tenido sensibilidad para captar los peligros que representan las acomodaciones para el "statu quo" eclesial y pronosticaron, acertadamente, que se abría un periodo de incertidumbre que iba a poner en cuestión antiguas certezas. El pesimimismo antimo­dernista del Syllabus había sido desplazado por el optimismo de la Constitución "Gaudium et Spes", pero volvió a resurgir en la déca­da de los setenta y se impuso claramente en los ochenta.

En el postconcilio, no se impuso la idea de crear un organismo independiente de la Curia para que velara por la puesta a punto de las reformas conciliares, sino que se encargó a la Curia el llevarlas a cabo. De esta forma se favoreció una interpretación minimalista de los textos conciliares, buscando más su continuidad con la tra­dición que la innovación. Las mismas comisiones encargadas de ejecutar el Concilio estaban formadas por personas seguras, de ortodoxia probada y de fidelidad institucional indiscutible, aunque socioculturalmente por edad y mentalidad estuvieran muy lejanas a la cultura postmoderna emergente, a la sensibilidad democrática de la sociedad y a la misma base comunitaria y laical de la Iglesia. No fue posible repensar la identidad cristiana desde la cultura secular, en la línea inductiva asumida por la Gaudium et Spes y potenciada por movimientos postconciliares apostólicos. Se tendió más bien a defender la tradición e imponerla a toda la Iglesia.

La necesidad de reformas quedó bloqueada por el miedo a la ruptura con la tradición anterior. Los objetivos a corto y medio pla­zo eran controlar el proceso postconciliar, ya que no se habían podi­do evitar las innovaciones conciliares, y éstos se lograron deforma perceptible ya desde la época de los setenta. El costo de este proce-

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so fueron las metas a largo plazo, lograr una Iglesia creíble y eficaz que dialogara con la sociedad; re-evangelizar la nueva cultura para superar el distanciamiento que había generado el antimodernismo; y lograr una transformación eclesial que posibilitara la ansiada uni­dad de todas las iglesias cristianas. No cabe duda de que tras el Concilio hubo una crisis de la Iglesia, aunque la evaluación de sus causas y significado es muy distinta. Algunos autores subrayan que todos los grandes concilios que han marcado la vida de la Iglesia han generado crisis postconciliares, como ocurrió en el mismo con­cilio de Trento30. Además, la crisis comenzaba ya a perfilarse antes del Concilio, como muestra la "Humani Generis" de Pió XII contra la nueva teología y cristalizó en las tensiones conciliares. Después de los sesenta se añadió una gran mutación social y cultural que incrementó la inestabilidad. Cada vez había más teólogos y obispos preocupados por defender la herencia conciliar, que rechazaban una lectura minimalista del Vaticano II y constataban una involu­ción respecto de la letra y el espíritu conciliar31.

Junto a esta corriente teológica había otra de signo contrario, en la que resurgía la "minoría" tradicional del Concilio y a la que se agregaron teólogos que jugaron un papel renovador en el Vaticano II. Valoraban negativamente la recepción postconciliar, como un proceso destructivo para la Iglesia, criticaban el optimismo de la visión conciliar del mundo y pedían un giro en una línea de mayor continuidad con la eclesiología preconciliar32. En la década de los

30. J.W. O'Malley, "Historical Consciousness and Vatican lis Aggiornamento": ThSt 32 (1971), 573-601; "Developments and two great Reformations: toward a historical Assesment of Vatican II": ThSt 44 (1983), 373-406; F. Wulf, "Bilanz nach 20 Jahren. Hat das Konzil eine Zielsetzung erreicht?": GuL 57 (1984),278.

31. Esta es la opinión de Y. Congar, Le concite du Vatican II, París, 1984, 62-70; 100-101. También cfr., H. Pottmeyer, "Ist die Nachkonzilszeit zu Ende?": StdZ 203 (1985), 219-30; H. Denis, Église qu'as tu-fait de ton Concile?, París, 1985, 197-216; M. Winter, What ever happened to Vatican II?, Londres, 1985, 7-19.

32. En 1975, afirmó "que todavía no había comenzado la era de la correcta acep­tación del Vaticano II": Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1986, 449. Posteriormente reafirma que "los últimos veinte años han sido decididamente desfavorables para la Iglesia católica": J. Ratzinger-V. Messori, Informe sobre la fe, Madrid, 1985, 35. A su juicio se ha pasado de la autocrítica a la autodes-trucción de la iglesia (pg. 36) y no esconde la necesidad de un cambio: "Si por 'restauración' entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las inter-

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setenta esta línea crítica de la teología renovadora fue apoyada por cardenales importantes como Ratzinger, de Lubac y von Balthasar y cobró influencia en PabloVI, cada vez más alarmado por el cur­so postconciliar33. Esta línea se impuso en la Comisión Teológica Internacional, provocando la dimisión de Karl Rahner, que defendía el valor positivo del pluralismo teológico y el cambio de situación que hacía muy difícil comprender viejos dogmas, en contra de la opinión que subrayaba el carácter vinculante del conjunto de enun­ciados normativos34. Se trata de dos corrientes teológicas contrarias, cuando no opuestas, que valoran de forma diversa el nuevo con­texto pluralista y sus inevitables consecuencias relativizadoras, en contra del paradigma anterior que subrayaba la homogeneidad de las teologías con la unidad de la fe y la ilegitimidad del pluralismo.

pretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, pues bien entonces una 'restauración' entendida en este sentido (es decir, un equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la totalidad cató­lica) sería del todo deseable y por lo demás se encuentra ya en marcha en la iglesia. En este sentido puede decirse que se ha cerrado la primera fase del postconcilio" (pg. 44). También, H. de Lubac, Entrenen autour du Vatican II, París, 1985, 117-23; V Église dans la crise actuelle, París, 1969. Menozzi ofrece una relación de autores favorables al Concilio y que, sin embargo fueron lue­go muy críticos con el desarrollo postconciliar porque veían en él una secula­rización y una caída de la autoridad de la Iglesia (Maritain, Danielou, de Lubac, von Balthasar, etc.) cfr., "El anticoncilio (1966-1984)", en La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987, 387-391; A.M. Greely, "The Failures of Vatican II after Twenty Years": America 146 (1982), 80-89; 454-55.

33. J. Grootaers, De Vatican II a Jean Paul II, París, 1981, 88-112. Routhier afir­ma que el cambio de una etapa liberal, abierta a la creatividad y a los expe­rimentos, a otra más integral y restrictiva se da de 1969 a 1972. "Se puede avanzar la hipótesis de que cuatro años después del final del Concilio, el des­tino estaba ya sellado. No habiendo logrado instituir una nueva figura de catolicismo, el Vaticano II no habría logrado alcanzar todos sus frutos (...) En el nuevo clima de miedo, el estilo que se va imponiendo es seguramente más el del repliegue que el de la apertura y la expansión" (G. Routhier, "A 40 anní dal Concilio Vaticano II": Se Catt 133 (2005), 34; 19-52).

34. Esta fue la postura asumida por la Comisión Teológica Internacional en su documento "La unidad de la fe y el pluralismo teológico" (1972), redactada por un equipo de teólogos bajo la dirección de J. Ratzinger, con el apoyo de von Balthasar y de Philips. Una postura divergente había sido expresada por K. Rahner, "El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la iglesia": Concilium 46 (1969), 427-48. Ya antes se expresó defendiendo la pluralidad de la teología con ocasión de la primera sesión de la Comisión. Cfr., "Problé-mes théologiques urgents": IDOC International 13 (1/12/1969), 45-62.

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Al imponerse esta última corriente, a costa del pluralismo de la Comisión Teológica Internacional y de su representatividad, se es­trecharon cada vez más las posibilidades de una teología renovado­ra y creativa, ya que ésta necesita libertad para buscar nuevos cami­nos. De ahí el empobrecimiento de la teología católica en los últimos veinticinco años, la carencia de una generación que heredara y supliera a los "gigantes" que promovieron la renovación conciliar, y la creciente inquietud de un sector minoritario de teólogos que culminó en la "Declaración de Colonia" (1989), firmada por ciento sesenta y tres teólogos que criticaban el control romano sobre el pensamiento teológico, y que luego fue avalada por muchos teólogos de otros países.

Hay bastante convergencia en caracterizar los veinte años pos­teriores al Vaticano II en tres fases aproximadas, aunque hay dife­rencias a la hora de evaluar cada una35. Una primera fase, la inme­diata al Concilio que comienza ya con la reforma litúrgica en la época conciliar (1963-68), es la de expansión y aplicación del Con­cilio, con múltiples iniciativas teológicas y pastorales: Fundación de la revista Concilium (1965), Catecismo holandés (1966), Popu-lorum Progressio (1967), Léxico Sacramentum Mundi (1967) y Manual "Mysterium Salutis" (1968), Asamblea episcopal Latino­americana en Medellín (1968) y comienzo de la teología de la libe­ración con el libro de Gustavo Gutiérrez (1971, con un ensayo ante­rior en 1969) y Consejo Pastoral Holandés (1966-1970). Hubo una reforma de la curia romana (1967)36 y se creó una Comisión Teológica Internacional junto a la Comisión Bíblica (1969). Fue una época de vitalidad y optimismo, en la que la Iglesia latinoamerica-

35. El esquema que ha tenido mayor influjo es el de J. Ratzinger, "Iglesia y mun­do: sobre el problema de la aceptación del concilio Vaticano II": Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1986, 453-73. Se trata de un artículo publi­cado en 1975 en la Revista Internacional Communio. También, G. Alberigo, "La condición cristiana después del Vaticano II"; en La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987, 17-48; 56-59; H.Pottmeyer, "Hacia una nueva fase de recep­ción del Vaticano II", ibíd., 49-67; D. Menozzi, "El anticoncilio (1966-1984)", ibd., 385-413; G. Routhier, "A 40 anni dal concilio Vaticano II": ScCatt 133 (2005), 19-52; G. Ruggieri, "Para una hermenéutica del Vaticano II": Conci­lium 279 (1995), 13-30.

36. P. Huizing-K. Walf, "Estructuras centrales de la iglesia": Concilium 147 (1979), 5-16. El número está dedicado a un análisis de la curia romana, sus competencias, historia y reformas actuales.

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na irrumpió a nivel mundial con manifiestos en favor de la libera­ción y difusión del movimiento de comunidades de base. Se veía el Vaticano II no sólo como el final de una etapa, sino también como comienzo de otra. De ahí el manifiesto de los teólogos vinculados a la Revista Concilium en la línea de ir más allá de la letra conciliar, apoyados por cardenales como Suenens y Alfrink, contra los que buscaban minimizarlo37.

Luego vino una segunda fase de repliegue (1968-72) y de preo­cupación por el descontrol y el aumento de la contestación en la Iglesia. La revolución estudiantil no sólo tuvo consecuencias socio-políticas sino que incidió en la vida de la Iglesia, avivando los temo­res al descontrol eclesial, suscitados en el postconcilio. Los conflic­tos se radicalizaron, por ejemplo la Revista Concilium organizó un Congreso en 1970 que intenta potenciar la dinámica conciliar, en contra de los acentos de la Comisión Teológica internacional en 1969. La mayoría progresista del Concilio se fraccionó y su hetero­geneidad resurgió, rompiendo la cohesión anterior. La novedosa y pujante teología de la liberación comenzó a tomar distancia respec­to de la teología progresista europea, a la que se acusaba de liberal y burguesa, criticando incluso a algunos autores destacados como el mismo Küng, Congar y Rahner. La crisis de la iglesia holandesa y el nuevo protagonismo asumido por los obispos latinoamericanos (CELAM), así como el influjo de nuevos movimientos cristianos de izquierda como "Cristianos por el socialismo" (1971) o el rechazo de la postura oficial católica en el referéndum sobre el divorcio en Italia (1974), eran índices de la nueva situación. Había miedo a las demandas de ir más allá de los textos conciliares, en nombre del espíritu conciliar, y a las nuevas propuestas, sólo vagamente apoya­das en los documentos. Ratzinger califica esta etapa de desengaño colectivo, en la que retrocede el optimismo de la Gaudium et Spes, que había sido una especie de Antisyllabus38. También había preo­cupación por una renovación litúrgica a veces incontrolada y des­tructiva, hiriendo la sensibilidad popular católica y causando pérdi­das irreparables en el patrimonio cultural y artístico de la Iglesia.

37. "El futuro de la Iglesia": Concilium 60 extra (diciembre 1970); "Hacia el Vaticano III. Lo que queda por hacer en la Iglesia": Concilium 138 bis (1978).

38. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 462-63.

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La profesión de fe de Pablo VI (1968), el documento "Sacerdo-talis celibatus" (1967), que generó muchas críticas y, sobre todo, la encíclica Humanae Vitae (25/7/68), la últ ima que publicó, marcan la transición a una nueva etapa. Pablo VI tomó una decisión con­traria a la Comisión Pontificia que él mismo había creado, apelan­do a su responsabilidad ante Dios y rechazando una toma de deci­sión colegial. Se trata del primer conflicto entre el Magisterio y una buena parte de la teología y del mismo episcopado, con un claro distanciamiento de un gran sector del pueblo cristiano respecto del magisterio oficial. Hoy visto retrospectivamente, podemos afirmar que ha sido un acto magisterial que no ha sido recibido por la mayoría de los católicos, generándose una erosión de la autoridad moral del magisterio. La creciente contestación eclesial llevó a rei­teradas afirmaciones de Pablo VI sobre la crisis de la iglesia39. El tercer sínodo episcopal de 1971 fue clave en el proceso porque la "minoría conciliar" devino nueva "mayoría" eclesial40 y la recepción del postconcilio entró en una nueva fase.

39. La alarma es perceptible al celebrar en 1970 el V aniversario del Concilio. Cfr., Insegnamenti di Paolo VI: 8 (1970), 1408-18. También, cfr., Insegnamenti de Paolo VI: 6 (1968), 617-18; 778-79; 898-900; 909-11; Parece que 'por algu­na fisura se ha introducido el humo de Satanás en el templo de Dios'. Se ven en el mundo signos oscuros, pero 'también en la Iglesia reina este estado de incertidumbre. Se creyó que después del Concilio vendría una jornada de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, sin embargo, una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad' (30-IV-1972)" (Insegnamenti de Paolo VI: 10 (1972), 707-8); Es lamentable 'la división, la disgregación que, por desgracia, se encuentra ahora en no pocos sectores de la Iglesia'. Por eso 'la recomposi­ción de la unidad, espiritual y real, en el interior mismo de la Iglesia, es uno de los más graves y de los más urgentes problemas de la Iglesia': Insegnamenti de Paolo VI: 11 (1973)801-4; 'La apertura al mundo fue una ver­dadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia'. Así ésta ahora se debilita y pierde fuerza y fisonomía propias: 'tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes' (23-XI-1973): Insegnamenti... 11 (1973)1124-27; (In­segnamenti de Paolo VI: 13 (1975), 87; 139-140, 498-99; 619; 671-72; 1379.

40. R. Laurentin, Reorientation de l'Église aprés le troisiéme synode. París, 1972, 281-96. Las intervenciones doctrinales de la Congregación para la fe se re­piten durante estos años: Carta a los presidentes de las Conferencias Episcopales sobre la interpretación de los textos del Vaticano II (1966), Instrucción sobre la constitución de Comisiones doctrinales en las conferen­cias episcopales (1967; 1968), Fórmula de la profesión de la fe (1967); erro­res recientes sobre la encarnación y la trinidad, que tiene como trasfondo un libro de Schoonenberg (1972), doctrina sobre la Iglesia (1973); apertura del proceso contra Hans Küng (1975) y cuestiones de ética sexual (1975).

EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS DE LA 1NCULTURAC1ÓN 279

Finalmente, hay una tercera etapa en la que el papa y la curia romana retomaron el control eclesial41, con una clara insistencia en la orientación espiritual, que culminó en el jubileo del año santo 1975, y una serie de documentos y medidas disciplinares. Esta reo­rientación del curso eclesiástico duró hasta el final de Pablo VI (1973-78) y luego continuó con nuevo vigor en el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005)42. En 1988 se excomulgó a Monseñor Lefebvre, después de que éste hubiera ordenado a otros obispos, para asegurar la pervivencia de su movimiento. Fue el primer cis­ma católico, tras el Vaticano I, y marcó el final de un intento fraca­sado por integrar al ala radical del tradicionalismo dentro del nue­vo estilo de gobierno asumido por el papado. Junto a esta medida, que concluía un largo proceso y repetidos intentos frustrados de diálogo, hubo una serie de documentos papales que intentaban rea­firmar la doctrina tradicional en varios aspectos, con sínodos epis­copales dedicados al matrimonio y la familia (1981), el sacramento de la penitencia (1983) y los diversos estados de vida laical, sacer­dotal y episcopal (1985-2001). Tuvo especial relevancia dentro de este proceso el Nuevo Código de Derecho canónico (1983) y luego el Nuevo Catecismo de la iglesia católica (1992), así como algunas encíclicas doctrinales43. Tuvieron también mucho eco algunos pro­nunciamientos sobre la mujer y la ordenación sacerdotal (Mulieris dignitatem: 1988; Ordinatio sacerdotalis: 1994).

La apertura de la doctrina en el Concilio y primeros años post­conciliares contrasta con la línea claramente tradicional asumida para enfocar los problemas de la Iglesia, sobre todo en el campo

41. Alberigo analiza el proceso de la toma del control postconciliar por las fuer­zas conservadoras. G. Alberigo, "Hacia el Vaticano III": Concilium (1979), 103-6; "La condición cristiana después del Vaticano II", en La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987, 17-48; "Hacia una nueva fase de recepción del Vaticano II. Veinte años de hermenéutica del Concilio", ibíd., 49-67.

42. R.J. Laurentin, "Paul VI et l'aprés-Concile: le synode des éveques", en Paul VI et la modernité dans l'Église, Roma, 1984, 581-90; G. Colombo, "II popólo di Dio e il mistero della Chiesa nell'ecclesiologia post- concillare: Teología 10 (1985), 100-106

43. Destacan las de doctrina social: Laborem Exercens (1981), Solicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991). También las doctrinales como Veritatis Splendor (1993), Evangelium Vitae (1995), Fides et Ratio (1998), y sobre la eucaristía (2003). También, la dedicada al problema ecuménico (Ut Unum sint: 1995)

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de la moral sexual y la bioética, así como de la eclesiología, que se convirtieron en nuevas materias conflictivas a las que se dedicó una atención especial. En el campo doctrinal, quizás lo más signi­ficativo fue el plantear que había nuevas verdades que no eran dog­mas, pero que sin embargo eran definitivas e irreformables y que obligaban en conciencia a todos los católicos44. Desde el concilio Vaticano I no se había planteado una exigencia magisterial de tan­to calado, que parece extender en la práctica el campo de la infali­bilidad más allá de lo prescrito en el Vaticano I, que sólo hablaba de verdades definidas "ex cathedra".

También hubo una gran actividad de la Congregación para la doctrina de la fe, presidida por el cardenal Ratzinger desde 1981, con una gran abundancia de documentos4^ y múltiples sanciones contra teólogos que se apartaban de la línea oficial (unos ciento cuarenta durante el pontificado de Juan Pablo II). Se logró el con­trol del movimiento postconciliar gracias a la política de nombra­mientos episcopales, caracterizados por su estricta observancia a las directrices oficiales, por la vigilancia de los teólogos, la inspec­ción de los seminarios y facultades de teología y una política de fortalecimiento de las Comisiones de la fe en cada país, así como

44. El documento más significativo a este respecto es el motu propio de Juan Pablo II "Ad tuendam fidem" de 1998.

45. Desde el inicio del pontificado de Juan Pablo II, se recrudece la actividad doc­trinal de la Congregación de la fe con medidas sancionatorias, apertura de expedientes y documentos que avisan de errores doctrinales (47 comunica­dos). No cabe duda del relieve que ha asumido la citada congregación gene­rando un magisterio que estrictamente no es del papa y que, sin embargo, tie­ne repercusiones en la Iglesia universal. Junto a lo estrictamente doctrinal, hay también otros textos disciplinares y un apartado especial son los referen­tes a los sacramentos. Entre los escritos de doctrina emitidos destacan los que conciernen a los libros de Pohier, Schillebeecx y Küng (1979; 1980); Instruc­ción sobre la teología de la liberación (1984, 1986); libro de Boff (1985), sus­pensión de Ch. Curran (1986), libro de Bulanyi y de Schillebeeckx (1986); car­ta sobre la atención a los homosexuales (1986; 1992; 2003); Instrucción sobre la vida humana (Donum Vitae: 1986); profesión de fe y juramento de fidelidad (1988, 1998); Aspectos de la meditación cristiana (1989); vocación eclesial del teólogo (1990); Aspecto de la Iglesia como comunión (1992); libros de Balasu-riya, que fue excomulgado (1997); escritos del P. de Mello (1998); considera­ciones sobre el primado de Pedro (1998); nota sobre las iglesias hermanas (2000); declaración sobre la unicidad y universalidad de Cristo y de la Iglesia (2001); libros de Dupuis y M. Vidal (2001); libro de R. Haight (2004).

EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS DE LA INCULTURACIÓN 281

de las nunciaturas. Se potenciaron los nuevos movimientos ecle-siales conservadores que sintonizaban con las líneas oficiales, res­pecto a las viejas órdenes y congregaciones religiosas, mucho más críticas respecto de la nueva orientación tradicionalista asumida. Por eso fueron frecuente los conflictos de las congregaciones romanas y de la misma Santa Sede con algunas órdenes religiosas como los franciscanos, dominicos, carmelitas o jesuítas46.

La "Sagrada Congregación para la doctrina de la fe", nuevo nombre de la "Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición" desde la reforma de 1965, tenía tras el concilio una doble orientación: la de promover la doctrina y la de defensa y con­dena de posibles errores y desviaciones. Ambas líneas se mantuvie­ron con la reforma posterior de Juan Pablo II (Pastor Bonus: 1988), aunque se puso el énfasis en la ayuda a los obispos y conferencias episcopales en su actividad controladora. La época de mayor acti­vidad de la Congregación fue a partir de 196647. Junto a la actividad doctrinal persistía una dimensión judiciaria que continuaba la épo­ca anterior del Santo Oficio. Se multiplicaron las quejas porque los procesos seguidos no respetaban todas las garantías judiciales, ya que los acusados no conocían a los acusadores, ni el proceso ins­tructor, ni los relatores que les defendían ni a los que le acusaban. No tenían derecho a conocer toda la documentación en juego, sino sólo las proposiciones erróneas o peligrosas de que se le acusaba. El malestar que produjeron esas insuficiencias jurídicas, así como la relevancia ante la opinión pública de algunos procesados, llevó a una revisión del proceso en 1997 ("Agendi ratio in doctrinarum examine"(29/6/97). Se humanizó el procedimiento y se permitió que acompañara al acusado su ordinario o superior mayor (en caso que lo tuviera), pero se mantuvo un amplio margen de indetermi­nación respecto a los derechos del acusado, sobre todo respecto a conocer la totalidad del proceso de su enjuiciamiento.

46. M. Alcalá, "Juan Pablo II y la vida consagrada": Confer 44 (2005), 449-69. 47. Los textos de la Congregación referentes al pontificado de Pió XII abarcan

unas sesenta páginas, durante el pontificado de Juan XXIII (1958-1963) alcanzan siete páginas, y luego desde 1966 a 1985 llegan a 293 páginas V finalmente de 1986 a 1998 unas 200 páginas. Remito al detallado estudio de G. Ruggieri, "La política dottrinale della curia romana nel postconcilio": CrSt 21 (2000), 106-8; 103-131.

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De hecho, la sagrada Congregación de la fe revitalizó su papel de guardiana de la ortodoxia, a costa de la necesidad de transformar la tradición. Aumentó así la tensión entre la imagen abierta y dia­logante que se quería dar, en la doble línea del pueblo de Dios en la Lumen Gentium y de la apertura de la Gaudium et Spes, y la pra­xis real en la vida interna de la iglesia. De ahí el rápido incremento de las sanciones contra los teólogos más críticos con las viejas instituciones y el estilo de autoridad tradicional, en contraste con la mayor tolerancia que se había dado en la época conciliar48. Las minorías renovadoras, teológicas, episcopales y comunitarias, pron­to pasaron a la defensiva ante la ofensiva institucionalizante acau­dillada por la minoría tradicional, que ahora era la mayoría ecle-sial. La unidad se buscó crear institucionalmente, sin eludir medi­das disciplinarias, a costa de una iglesia entendida como comu­nidad de fe abierta a la pluralidad y las diferencias. La misma frag­mentación de la sociedad, favoreció reactivamente la cohesión y unidad en torno a la jerarquía, siguiendo así la línea asumida en la época antimodernista.

La comunidad de creyentes ha sido mucho más receptiva al cambio de imagen de Iglesia que posibilitó el concilio Vaticano II, en contra de la involución posterior de buena parte de los eclesiás­ticos. El periodo postconciliar abrió un tiempo de reformas, inno­vaciones y búsquedas, en un contexto de desarticulación del tejido social del cristianismo tradicional, que se agudizó por el carácter cada vez más secularizado de la sociedad, el estilo de vida profano y la creciente indiferencia religiosa. Ya no había una concepción de Iglesia aceptada por todos y el giro involucionista, lo que Karl Rahner llamó la retirada a los cuarteles de invierno y otros defi-

48. E. Schillebeeckx cuenta su proceso, con K. Rahner de abogado defensor, cómo se reformó el procedimiento procesal y la situación empeoró con Ratzinger: "Pero, ahora, estas normas, con Ratzinger, no se respetan, porque él tiene coloquios informales con el teólogo acusado, sin un procedimiento formal. En mi opinión, esto es mucho peor. Todo queda a su arbitrio, mien­tras que las normas de Hamer marcaban un camino bien preciso. Estas nor­mas pueden ser criticables, pero el acusado puede defenderse de un modo serio y ordenado" (E. Schillebeeckx, Soy un teólogo feliz, Madrid, 1994, 62; 67-68). Los problemas de Rahner, al que se prescribió una censura previa de sus escritos que, en la práctica, quedaron en suspenso tras ser nombrado perito conciliar, son analizados en K.H. Neufeld, Die Brüder Rahner. Eine Bio-graphie, Friburgo, 22004, 206-36.

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nieron como restauración conservadora m, no sólo paralizó las re­formas conciliares que buscaban un nuevo diálogo entre la socie­dad secular y la Iglesia, sino que originó un repliegue regresivo. Se optó por una línea impositiva y autoritativa para recobrar la cohe­sión perdida, a costa de los grupos disidentes, especialmente de los teólogos que argüían en base a los textos conciliares contra la interpretación minimalista.

Hubo una polarización ideológica interna del catolicismo que dura hasta hoy y que dificulta el diálogo con la sociedad secular emergente. Se impuso una pastoral tradicional, a pesar de que se planteaban nuevos retos que exigían respuestas diferentes: como el creciente problema de católicos divorciados, la utilización masiva de los métodos anticonceptivos, la ruptura con la moral sexual y matrimonial tradicional, o la aparición de una generación de muje­res jóvenes que rehusaban ser educadoras de la fe y criticaban a la iglesia católica por su patriarcalismo y machismo discriminante. La Iglesia volvió a recobrar un rostro autoritario ante una gran parte de la sociedad, aunque pretendiera dialogar con el mundo, con las otras confesiones cristianas y con las religiones. La ecle-siología de comunión que se proclamaba teóricamente era des­mentida por los hechos, más cercanos a la vieja "jerarcología" que a la incipiente eclesiología de comunión y la unidad era más impuesta que libremente asumida.

Aumentaba así la discrepancia entre la imagen que se quería dar en la sociedad, y la que ésta tenía de la Iglesia, y se hacía cada vez más difícil el diálogo interno con las minorías disidentes. La "desa­fección eclesial", la "disidencia" y "la falta de amor a la Iglesia", se convirtieron en fórmulas vagas y abstractas, pero eficaces, para rechazar a las minorías críticas y a los teólogos molestos, que no podían defenderse por la falta de concreción de esos calificativos. Cualquier desacuerdo con la línea oficial, incluso sobre cuestiones de política eclesial que no concernían al dogma o la revelación, se vieron como infidelidad y falta de amor a la iglesia, sin plantearse si esa actitud crítica no puede expresar preocupación ante la situa­ción de la iglesia. Se podían utilizar contra cualquiera que no asin-

49. P. Imhof, La fe en tiempo de invierno. Diálogo con Karl Rahner en los últimos años de su vida, Bilbao, 1989; G. Zizola, La restaurazione del papa Wojtyla, Bari, 1985; J.M. González Ruiz, "El Vaticano II: reforma y restauración", en El concilio Vaticano II veinte años después, Madrid, 1985, 47-64.

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tiera en algún punto a las decisiones jerárquicas y se justificaban sanciones sin necesidad de justificarlas mediante un proceso doctri­nal o canónico. El voto de obediencia de los religiosos fue utilizado para obviar procesos jurídicos, en los que el acusado podía defen­derse, y los superiores religiosos colaboraron con la jerarquía en las medidas disciplinarias a costa de las garantías procesales. El pre­tendido diálogo con el mundo que propugnó la "Gaudium et Spes" no se tradujo en una apertura dentro de la Iglesia contra los que pen­saban de forma diferente y la vieja concepción jerarcológica volvió a resurgir aunque la teoría oficial fuera la de Iglesia de comunión.

La democratización de la Iglesia es una condición necesaria, aunque insuficiente, para una sociedad que no admite plantea­mientos absolutos sin contar con la voluntad popular. La demanda de democracia en la Iglesia se rechaza, sin embargo, en base a su constitución jerárquica y a su origen apostólico. Pero en la Iglesia sería fácil admitir el principio de subsidiariedad, que daría auto­nomía a las parroquias y comunidades en las diócesis, potenciaría los consejos presbiterales y pastorales patrocinados por la Ecclesiae Sanctae (1966) y multiplicaría la presencia de los laicos en los organismos eclesiales, y también reforzaría a las iglesias locales respecto del gobierno central de la Iglesia. La multiplica­ción de las diócesis, que posibilitan una mayor participación de todos y la cercanía entre la jerarquía y las comunidades, favorece­ría también la co-gestión de todos los miembros, cada uno según su carisma y ministerio. Se podrían potenciar además elementos de la tradición que van en línea de la democratización de la Iglesia, sin contraponer libertad e instituciones50, como la consulta a los laicos, la elección de los ministros por la comunidad, y la discusión ~X de los problemas en la línea conciliar (LG 37), facilitando así el derecho a la opinión pública en la Iglesia^1. Tiene también impor-

50. J. Ratzinger contrapone la dimensión social de la libertad, que ve encarnada en las instituciones, a la libertad entendida como activismo y el funcionalis­mo formal. La democracia de base se transfiere a la iglesia comunidad y se opone así a la iglesia formal, oficial, jerárquica. J. Ratzinger, Iglesia, ecume-nismo y política, Madrid, 1987, 199-222.

51. Pió XII valoró la libertad de expresión como condición para del desarrollo de la opinión públicay admitió que ésta tiene un lugar dentro de la misma igle­sia (Discurso a los periodistas, el 17 de febrero de 1950: Acta Apostolicae Seáis 42 (1950, p. 251). Sin embargo, esta afirmación apenas si ha tenido consecuencias prácticas en la vida de la iglesia.

EL CRISTIANISMO ANTE LOS RETOS DE LA INCULTURACIÓN 285

tancia la recepción por parte de la comunidad de las doctrinas magisteriales y mandatos de la autoridad, ya que esa asimilación permite discernir el grado de obligatoriedad y de validez de las nor­mas establecidas, teniendo en cuenta la jerarquía de verdades y el papel activo de los fieles52. No hay que olvidar que normas emiti­das por la autoridad y nunca revocadas han caído en desuso preci­samente porque no han sido recibidas por el cuerpo eclesial.

Estas medidas teológicas democratizadoras están ampliamente avaladas por la tradición, no chocan con la concepción jerárquica y jurídica de la Iglesia y son funcionales en la línea de la sociedad actual. Serían elementos que harían posible la difícil tarea de la Iglesia como Institución crítica en la sociedad, con una reflexión permanente sobre sí misma y como un espacio de libertad basado en el diálogo y la comunicación". Sólo así es posible un cristianis­mo mayor de edad, basado en el discernimiento de la conciencia personal, pero limitador de la subjetividad de la conciencia con una red comunitaria en la que se transmitiera la fe y fuera posible el examen y la revisión personal y grupal.

En cambio, la sacralización de las estructuras se opone a la profanidad democrática de la sociedad. Ya que no es posible el viejo régimen de cristiandad, se buscaría así una iglesia sacrali-zada que perviviera en una sociedad profana y que permitiera una colaboración privilegiada con el Estado. Se subraya que la const i tución de la Iglesia y el origen de los minister ios remite en úl t ima instancia a inspiración divina, lo cual nadie niega,

52. La importancia de la recepción eclesial está avalada por la tradición. Un buen ejemplo de no recepción de un mandato de la autoridad, fue el no asu­mir la revitalización del latín como lengua oficial de la Iglesia, como intentó Juan XXIII. Cfr., A. Antón, "Recezione" e "Chiesa lócale". La connessione di ciascuna delle due realtá dal punto di vista ecclesiale ed ecclesiologico": Rassegna Teológica 40 (1999) 165-199.

53. H. Schelsky, "¿Se puede institucionalizar la reflexión permanente?", en J. Matthes (ed.), Introducción a la sociología de la religión, Madrid, 1971, 188-201. Sobre la democratización de la Iglesia dentro de la tradición del cristia­nismo, véase el número completo de Concilium 243 (1992): "El tabú de la democratización en la Iglesia". Sobre la compatibilidad entre constitución jerárquica y democratización en la Iglesia. Cfr., K. Rahner, "Demokratie in der Kirche?": StdZ 181 (1968), 1-15; Im Gesprach I (1964-77), Munich, 1982, 55-56; Cambio estructural de la Iglesia, Madrid, 1974, 132-50; G. Defois, "Critica delle istitutuzione e demanda di partecipazione": CrSt 2 (1981), 45-50.

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2 8 6 EL CRISTIANISMO bN UNA SOI II.DAL) LAICA

para a continuación defender el statu quo institucional y minis­terial, rechazando que sea revisado y criticado. Es una sacraliza-ción ideológica de lo organizativo que ha llevado a algunos ecle­siásticos a afirmar que el que critica no ama a la Iglesia, olvidan­do la larga tradición de santos y profetas críticos, así como el pos­tulado teológico de que la iglesia siempre necesita reformas. La alergia anti-institucional postmoderna se ha contrapesado con el miedo a la democracia por parte de la jerarquía. Hay un meca­nismo de estímulo-respuestas en el que pervive el viejo antimo­dernismo, como ocurrió en la Contrarreforma con la teología de la controversia, que llevaba a negar todo lo que era afirmado por los protestantes, y viceversa.

La permisividad de la sociedad, en la que faltan padres, maes­tros y educadores que sean capaces de asumir su papel social y educar a las jóvenes generaciones, en lugar de tomarlas por modelo y dejarse llevar por patrones de conducta adolescente, se compensa eclesialmente por el autoritarismo de padres que no dejan crecer a los cristianos, y que imposibilitan comunidades protagonistas y maduras. El patriarcalismo eclesial se convierte así en la respuesta inadecuada a la inhibición de la autoridad en la familia y en la sociedad. A veces se mezclan ambos compo­nentes, el eclesiástico y el social y el autoritarismo se compensa también con inhibiciones y fugas de las obligaciones del cargo. Entonces surgen también superiores que renuncian a serlo, por miedo a enfrentarse con las comunidades y los sujetos, combi­nando la permisividad con el no querer saber y la dejación de sus responsabilidades. Y se compensan estas actitudes con estallidos de autoritarismo que desprestigian a la autoridad y obstaculizan la maduración de las comunidades, y un subordinacionismo pasivo respecto de los superiores jerárquicos. El positivismo de la norma es una forma a través de la cual la sociedad postmoderna resuelve el problema de la falta de fundamentaciones, mientras que en la Iglesia se convierte fácilmente en un refugio para esca­par a las exigencias personales y deviene en integrismo sacraliza-dor de la autoridad. El miedo actúa como detonante para refu­giarse en lo que está mandado, sin más interrogantes, y se com­bina el rigorismo respecto de las personas con la pasividad per­misiva ante las patologías institucionales.

EL CRIS I IANISMO ANTE LOS RETOS DE LA INCULTURACIÓN 2 8 7

Ambas orientaciones hacen que la Iglesia se distancie de la sociedad y que provoque reacciones de adhesión por parte de los grupos más tradicionales y premodernos, así como una contesta­ción global de los más dinámicos. Este modelo eclesial vigente corresponde mejor a la sociedad rural, por eso preponderan voca­ciones de los ámbitos más tradicionales y hay dificultad para atra­er a las vanguardias culturales y mucho más para asimilarlos y retenerlos. El poder eclesial se traduce en capacidad para objeti­var, normalizar y uniformar, pero choca con la sensibilidad cultu­ral que rechaza la vieja cultura patriarcal, alejando así a los gru­pos más dinámicos y postmodernos. De esta forma se rompe con el legado conciliar, tanto en lo que concierne a la reforma interna de la Iglesia, llevando a la práctica las orientaciones de la "Lumen Gentium", como en lo concerniente a su ubicación en el mundo y una nueva forma de entender su misión, a la luz de la "Gaudium et Spes".

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5 EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN

La secularización, la laicidad y la postmodernidad fueron los grandes retos del cristianismo durante los años setenta y ochenta. Ya entonces se percibía la nueva dinámica planetaria que conoce­mos como mundialización o globalización'. Ésta cobró nueva fuer­za a partir de 1989, como consecuencia de la caída del muro de Berlín, el derrumbe del socialismo del Este y el final de la guerra fría. Comenzaba el siglo XXI, el nuevo marco en el que nos desen­volvemos actualmente, una década antes de que se cerrara crono­lógicamente el XX2. La globalización, que para muchos es una for­ma de designar la tercera revolución industrial, ha cambiado defi­nitivamente el marco geopolítico. Pasamos del mundo grande, con tierras desconocidas por descubrir y conquistar, propio de la modernidad desde el siglo XVI, a un planeta cada vez más vincu­lado y pequeño, considerado como una totalidad global y simultá­nea, en interacción y dependencia.

1. El marco de la globalización

"La aldea global", vislumbrada por McLuhan comienza a ser una realidad. Las rápidas comunicaciones y transportes, el turis­mo y la movilidad de las poblaciones, la irrupción de un mercado planetario, la subordinación de los Estados nacionales a centros

1. J.J. Tamayo Acosta, Diez palabras claves sobre globalización, Estella, 2002. 2. X. Gorostiaga, "Ya comenzó el siglo XXI: el Norte contra el Sur": Revista de

Fomento Social, 47 (1992),! 1-37.

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290 EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA

geopolíticos supranacionales, las compañías transnacionales y la creación de un red mundial informática, plantean los nuevos retos y desafíos. Los modernos Estados nacionales fueron el punto de partida de la época moderna, del proceso expansivo y hegemónico de Europa y de los imperios coloniales que iniciaron la occidenta-lización del mundo. Hoy se cierra este ciclo y se abre otro de aso­ciaciones de países en el marco de una concepción internacional que desbordaba a los Estados nacionales. La Unión Europea es un exponente de los nuevos cambios geopolíticos y el proceso hacia la convergencia económica, política y cultural contrasta con las divi­siones y enfrentamientos que cristalizaron en las dos grandes gue­rras del siglo XX. Ya no es posible pensar en términos nacionales sino supranacionales.

La tercera revolución industrial, simbolizada por el ordenador e internet, completó la aplicación técnica de las anteriores revolucio­nes científicas, la expansión planetaria de la economía de mercado, y la proliferación de países con constituciones políticas y parla­mentos inspirados en los occidentales. La economía del mercado mundial se impone progresivamente y la democracia parlamenta­ria se convierte en una referencia universal. La economía se trans­forma a causa de la creciente innovación tecnológica, de la diversi­ficación y de la internacionalización de la producción, deslocali­zando la producción y favoreciendo la internacionalización de los productos. Tanto la producción como la distribución se hacen cada vez más a nivel mundial, en contra del monopolio de productos locales3. De ahí el gran poder de las multinacionales y la pérdida del Estado nacional, cada vez más dependiente de flujos financieros especulativos que pueden hundir la economía de un país. Esto hace que se viva permanentemente en una sociedad del riesgo, ya que nadie tiene pleno control de la economía en un mercado mundial4. Se trata de un proceso imparable en su facticidad, es decir, no es posible sustraerse a la dinámica de la planetarización, aunque sí es posible aprovecharse de ella e intentar cambiar las estructuras injustas de la situación actual. Hay que diferenciar por tanto, la

3. A. Toffler, El cambio del poder, Barcelona, 1992; P. Drucker, La sociedad post­capitalista, Barcelona, 1993.

4. U. Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, 1998, Libertad o capitalismo, Barcelona, 2002.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 291

nueva fase mundial en la que hemos entrado y la consagración de un modelo capitalista y neo-liberal, que algunos ven como inmuta­ble y final, y que sólo permitiría cambios accesorios5. La ideología neoliberal justifica las injustas estructuras internacionales en nom­bre de la mundialización la tercera revolución industrial, pero hay que distinguir la inevitable planetarización, a la que estamos abo­cados, de la consolidación del modelo actual, que rige las relaciones internacionales en beneficio de unos pocos, poniendo en peligro el mismo equilibrio del planeta.

La globalización está marcada por la pérdida de poder del Estado y el surgimiento de centros supranacionales de toma de decisiones. La ideología neoliberal, que canta las excelencias del mercado mundial y se queja de un exceso de Estado, ha llevado, paradójicamente, a que sean los ricos y poderosos los que más defienden la internacionalización (ya que el dinero no tiene patria) y los pobres y marginados, los que busquen en el Estado una defen­sa protectora ante la presión globalizante, marginadora de países y grupos de población, en función de mayores rendimientos econó­micos. La mayoría empobrecida de los países del tercer mundo recurren a los Estados y a la opinión pública de los países, así como a ONGS y otras instituciones, como las iglesias, para que la ética y los derechos humanos sirvan de pauta para la ciencia y la tecnolo­gía, y la globalización no se haga al margen de las poblaciones.

La tecnocracia se afianza como la nueva clase social, a costa de los antiguos propietarios. Es una nueva fase de la economía libe­ral, en la que se afianza el principio tradicional de libertad compe­titiva y apertura de mercados, al mismo tiempo que los países ricos cierran los suyos y rechazan la presión inmigratoria hacia los países desarrollados. Se proclama la libertad del comercio, al mis­mo tiempo que se protege el mercado interno de los productos agrícolas e industriales con menos inversión tecnológica, que son los que puede producir el tercer mundo. Y a esto se añade la liber­tad especulativa de capitales, la proclamación abstracta de la ciudadanía mundial y del mercado planetario, erigiendo barreras protectoras y policiales respecto de los pobres que luchan por la supervivencia y quieren emigrar a las zonas ricas. Por eso hay un

5. F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, 1992.

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fuerte movimiento antiglobalización que busca cambiar las reglas de juego nacionales e internacionales6.

De ahí el proceso de deslocalización actual y el cierre de empre­sas que se abren en países marginales más baratos. Como no hay un organismo supranacional que limite la presión del mercado y pro­teja a las poblaciones (dado el papel actual de las Naciones Unidas y de las grandes instituciones internacionales, controladas por los países ricos), se impone la mundialización del capital, en contraste con el universalismo internacionalista del proletariado, anunciado por Marx. La élite neoliberal ha hecho del mundo su patria, mien­tras que, paradójicamente, los grupos de izquierda se vuelven nacio­nalistas, sin caer en cuenta de que el Estado-nación está cada vez más limitado por el proceso globalizante. Hay una extraña alianza entre burguesías nacionales y grupos de izquierda, que han perdido el internacionalismo y la cuestión social por los proletarios (con independencia de su país, origen y nacionalidad), en favor de la consolidación de Estados nacionales burgueses. Éstos quieren pre­servar autárquicamente su prosperidad y amenazan con transfor­marse en sociedades cerradas, con dosis cada vez mayores de xeno­fobia y racismo. El hundimiento del socialismo real ha favorecido un capitalismo salvaje, erosiona cada vez más al Estado social de derecho y neutraliza al Estado nacional.

Los crecientes problemas ecológicos, a su vez, exigen una plani­ficación mundial, más allá de fronteras y naciones. Comienza una era de movilidad, de transmigración de pueblos y colectividades, alentadas por la estructura asimétrica de un mundo rico con menos del veinte por ciento de la población mundial y más del ochenta por ciento de los recursos del planeta, en contraste con un "tercer mun­do" cada vez más subordinado, dependiente y marginado. El peso de la deuda externa acumulada en los setenta y ochenta en los países pobres hace que haya un plan "Marshall" al revés, subvencionando los pobres a los ricos en concepto de pagos de intereses, sin que les sea posible nunca amortizar el capital adeudado7. De hay la crecien­te concientización de que la globalización consagra las injustas estructuras planetarias que han surgido en la segunda mitad del siglo XX.

6. Oxfam Internacional, 2002, Cambiar las reglas, Barcelona, 2002. 7. F. Hinkelhammert, La deuda extema de América Latina, San José, 1988.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 293

Hay una nueva sensibilidad planetaria, ecológica y pluralista, que favorece un nuevo humanismo universal en contraste con los planteamientos culturales particularistas de la época anterior. El ecumenismo y la convivencia pacífica en la pluralidad se convierte en una exigencia no sólo religiosa, sino también sociocultural8. La doctrina de los derechos humanos cobra hoy nuevo significado, aunque hay una toma de conciencia de que sus formulaciones y contenidos responden a una cultura particular y tienen, por tanto, que ser reformulados, ampliados y transformados. El contexto pla­netario juega en contra de las culturas provincianas y de las socie­dades cerradas. No es posible preservar las tradiciones propias de una sociedad estática, autoclausurada en sí misma y con pocos con­tactos con el exterior, propia de sociedades agrícolas y preindus-triales, y asumir la civilización técnica, marcada por la movilidad, la referencia a la ciencia, la apertura de la sociedad urbana y la movilidad que impone el mercado de trabajo. Se impone una socie­dad cosmopolita, plural y mestiza, en la que la complementariedad y la mezcla desplazan a los códigos puros de identidad colectiva9.

Ambos elementos, mercado y democracia, forman parte de la fáctica occidentalización del mundo que invade culturas milena­rias como la china o la india. El creciente internacionalismo uni­versalista, cuyo núcleo es la cultura hegemónica occidental, gene­ra reacciones defensivas de las culturas y países invadidos por este estilo de vida. La pluralidad de pertenencias y el universalismo pro­voca protestas locales como respuesta a la crisis global de identi­dad, al ponerse en cuestión la propia cultura. Por eso el choque de civilizaciones, en lugar de la cooperación entre ambas, es una de las posibilidades. La pérdida de culturas tradicionales, ante la ava­lancha de la cultura occidental dominante es también una de las probables consecuencias negativas y ese hundimiento de modos de vida a veces milenarios es una fuente de la violencia reactiva de pueblos y culturas que luchan por su supervivencia'0.

8. A. Schaff, Humanismo ecuménico, Madrid, 1993. 9. P. Gómez García, (ed.), Las ilusiones de la identidad, Madrid, 2000; "Globali­

zación cultural, identidad y sentido de la vida": Proyección 47 (2000), 311-324; Juan A. Estrada, Identidad y reconocimiento del otro en una sociedad mestiza, México, 1998.

10. S. Huntington, El choque de civilizaciones, Barcelona, 1996; Informe de la Comisión Mundial de cultura y Desarrollo, Nuestra diversidad creativa, Madrid, 1997.

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La red de internet, con pluralidad de centros, con una absoluta diversidad de ofertas y de contenidos, y con una ingente informa­ción es una de las mejores expresiones del nuevo modelo de socie­dad que está emergiendo. Se es ciudadano de una cultura particu­lar, pero también del mundo. No sólo se tiene una información puntual sobre lo que ocurre y en el momento en que sucede, sino que hay también interacción desde la que es posible modificar los contenidos, enjuiciarlos y aportar iniciativas interactivas siempre dinámicas y cambiantes. Implica una revolución de nuestros con­ceptos tradicionales de tiempo y espacio y genera una nueva sen­sibilidad11. Este sistema de redes, potencialmente abierto a la par­ticipación de todos, puede tener consecuencias políticas y cultura­les de primera magnitud, abriendo espacios inéditos a la posibili­dad de una democracia más directa y a un sufragio universal más real, en contra de la tradicional forma en la que el pueblo elige representantes que deciden por él. La revolución informática posi­bilita hoy formas inéditas de consulta popular y de participación ciudadana, aunque todavía se mantiene el monopolio de la demo­cracia representativa, que favorece a una clase política profesional y que reduce a los ciudadanos a votantes. Al mismo tiempo la red de internet puede ser una nueva forma para la "muchedumbre soli­taria", consagrando la soledad autárquica de individuos que no se comunican en las relaciones interpersonales y huyen de ese aisla­miento aprovechando el anonimato y la falta de compromiso que ofrece la red mundial. La globalización marca un nuevo estilo de vida y posibilita comportamientos inéditos e impensables para las sociedades tradicionales.

La pérdida del marxismo como ideología con pretensiones de universalidad favoreció la expansión del nacionalismo y la reli­gión como alternativas. Se convirtieron en las únicas referencias capaces de oponerse a la globalización destructora de culturas y sociedades antiguas, calificadas, sin más, como primitivas y sub-desarrolladas. Ésta es una de las causas del auge actual de las reli­giones y los nacionalismos en algunos países, son tanto reacciones al proceso de mundialización como exponentes de ella. Cuanto

11 J.A. Pérez Tapias, Internautas y náufragos. La búsqueda del sentido en la cul­

tura digital, Madrid, 2003.

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más presión universalista hay, favorecida por los medios de co­municac ión social, tanto más aumen ta la preocupación por lo local, ,1o particular y específico, y por las raíces culturales, nacio­nales y religiosas, que pueden resistir y contrabalancear un mode­lo universal uniforme. La mundialización como proceso histórico es imparable, la globalización en cuanto asentamiento del actual modelo hegemónico de economía de mercado y de democracias parlamentaristas occidentales, genera, por el contrario, fuertes reacciones de las naciones del sur y los grupos sociales marginali-zados por el proceso. Se abre, por tanto, una época de conflictos y también de transformaciones. Lógicamente las religiones no pue­den permanecer ajenas cuando tras una época de cambios, se da un cambio de época.

2. Retos y posibilidades en un nuevo contexto

Es inevitable que esto afecte a todas las religiones, particular­mente a las que tienen más pretensiones universalistas. Las gran­des religiones mundiales se encuentran ante un reto y una oportu­nidad histórica, ya que ven su misión como universal y han rehu­sado mantenerse en los ámbitos locales o como religiones étnicas. En primera instancia, se puede pensar que estos cambios favore­cen al cristianismo y, más en concreto, al catolicismo que siempre ha acentuado la Iglesia como una y universal. Para ello ha tenido que superar las tentaciones nacionalistas y localistas de las comu­nidades eclesiales, pero también la idea de una gran diócesis uni­versal, cuya cabeza sería el papa, relegando a los obispos a meros gobernadores de las provincias eclesiásticas. También se ha opues­to a que la iglesia fuera algo invisible, meramente espiritual y sin arraigo social.

Desde los orígenes el cristianismo ha vivido una tensión fecun­da entre iglesias locales y universal, entre sus raíces judías y su rechazo a ser una religión étnica, entre la inculturación nacional y la catolicidad ecuménica, entre una identidad y pertenencias claras (no aceptando integrarse en el politeísmo religioso y cultural) y una relativización escatológica de esas pertenencias. De ahí la impor­tancia de la globalización como una nueva etapa cultural de la humanidad dentro de la cual tiene que situar su propia eclesiología

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de comunión. El primer reto está en superar el particularismo actual de la Iglesia católica. Rahner ha mostrado las tres grandes fases del cristianismo12. Primero surge una Iglesia que deriva del tronco judío y que elabora sus estructuras, eclesiología y prácticas en un contexto de derivación y confrontación al mismo tiempo con el judaismo. Es lo que enmarca a la iglesia neotestamentaria y alcanza hasta la mitad del siglo II. Es la época semita del cristia­nismo, la más corta cronológicamente pero también la más impor­tante, porque sirve de referencia constitutiva para posteridad.

En una segunda fase surge la etapa del cristianismo helenizado y romanizado, luego europeizado y que se prolonga hasta el siglo XX. Europa se convierte en el eje del cristianismo, teniendo su cen­tro en Roma. Se da una romanización de la Iglesia que deviene católico-romana, ya que la particularidad romana sirve de referen­cia para todos, sobre todo a partir de la reforma gregoriana y del cisma entre la Iglesia ortodoxa y católica, ambos en el siglo XI. El modelo europeo y romano de Iglesia deviene la norma universal y la expansión misional deriva en colonialismo eclesiástico. El viejo modelo patrístico, en el que había cinco patriarcados, cada uno de ellos con sus peculiaridades, siendo la Iglesia latina una, aunque se convirtió en la más importante, deriva ahora en un modelo único de iglesias que se extiende a América, África y Asia copiando lite­ralmente las estructuras europeas. Lo particular, lo europeo, devie­ne universal en correspondencia a la progresiva universalización de Occidente que comienza su hegemonía mundial a partir del siglo XVI. El sociocentrismo europeo, que ve la historia universal desde la referencia europea, va acompañado por el eclesiocentris-mo romano, que impide la aparición de iglesias con rasgos propios y autóctonos, bloqueando los intentos de inculturación de Ricci y Nobili y haciendo también imposible el surgimiento de iglesias indígenas en América y Europa. El costo de este proceso romani­zante fue el rompimiento del cristianismo, primero con los orto­doxos y luego con los protestantes, así como bloquear la aparición de cristianismos no inculturados en la matriz europea.

12. Rahner veía el paradigma de la iglesia mundial como un acontecimiento comparable con el paso de la iglesia judeo cristiana a la pagano cristiana Cfr., K. Rahner, "Theologische Grundinterpretationen des II. Vatikanischen Konzils": Schriften zur Theologie XIV, Einsiedeln, 1980, 287-302.

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La tercera fase es la que hemos iniciado y tiene en el Vaticano II un punto de referencia, ya que ha sido el primer concilio fáctica-mentemundial en la historia". La universalidad ya no puede pasar por un particularismo hipostasiado, sino que necesariamente lleva a una eclesiología de comunión, que puede inspirarse en la pentar-quía de la Iglesia antigua. Respondería además a la nueva situación mundial del cristianismo, caracterizado por un declive en Europa, la explosión demográfica y creativa de América, en la que viven la mayoría de los católicos del mundo, y la irrupción de un pujante cristianismo asiático y africano, continentes que reclaman una for­ma de ser autóctona dentro de la Iglesia católica. El gran reto ecle-sial es una eclesiología de comunión desde la pluralidad de Iglesias, en las que se consiga la unidad desde el respeto a la diversidad. Para esto la Iglesia europea tiene que tomar conciencia de que es una Iglesia particular, o un conjunto de ellas con un parentesco que ha cuajado en la historia, pero que no puede impedir el surgimien­to de otras formas de cristianismo. Leyes, cánones, prácticas y tra­diciones que tienen vigor en Europa pueden ser compatibles con otras diferentes. Lo que es bueno para Europa no tiene por qué ser­lo para la Iglesia católica en su conjunto.

El postconcilio ha mostrado la dificultad de asumir esta trans­formación. Por un lado se ha mantenido inalterada la dinámica uniforme basada en la identificación entre iglesia romana, euro­pea, y mundial. Las demandas de las otras iglesias en favor de la inculturación han tenido una incidencia muy débil y apenas si se han llevado a la práctica. Los sínodos continentales que se han tenido en la época postconciliar han revelado que continúa el férreo control romano sobre las asambleas episcopales y ni siquie­ra se ha permitido que se tengan en Asia o África, en lugar de Roma. Por eso la globalización es un reto y la universalidad es cuestionada de hecho por un localismo, el europeo y el romano. Sigue siendo una tarea para la Iglesia superar su europeísmo acu­sado y devenir iglesia mundial.

Un segundo problema que se ha planteado en el postconcilio es el de la prioridad de la iglesia universal respecto de la particular

13. K. Rahner, "Theologische Grundinterpretation des II Vatikanischen Konzils": Schriften zur Theologie XIV, Einsiedeln, 1980; 295-302.

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(que sería una concreción de lo primero) o a la inversa (partir de lo singular para llegar a lo universal). Desde la década de los noventa ha habido una larga discusión sobre el tema, en la que sobresa­le la disputa entre el cardenal Ratzinger, con un documento de la Congregación de la fe, y la respuesta del Cardenal Kasper, que pre­side el Secretariado para la unidad de los cristianos. Los acentos son diferentes. Por un lado, la Congregación de la Fe y Ratzinger, rechazan una comprensión meramente sociológica de la Iglesia, que su universalidad se vea como mero resultado o suma del con­junto de Iglesias particulares, y que haya tendencias autárquicas o nacionalistas que pongan en peligro la unidad de la Iglesia. El car­denal Ratzinger cuestionaba el sentido fundamental del concepto de pueblo de Dios, y rechazaba de plano algunas consecuencias teológicas del término desarrolladas en el postconcilio. Para evi­tarlas subraya el misterio de la Iglesia, "la prioridad ontológica y temporal de la Iglesia universal sobre las particulares", y afirma que hay una "preexistencia" de la Iglesia en el plan de Dios, y que en Pentecostés se funda la Iglesia universal14.

La otra postura, del cardenal Kasper y otros teólogos, está tam­bién motivada por motivos pastorales y teológicos15. Por un lado, hay miedo a que la perspectiva universalista sirva de hecho para legitimar el centralismo romano en la Iglesia, como ha ocurrido desde la reforma gregoriana; hay conciencia de los conflictos que surgen entre normas universales y praxis concreta de cada obispo,

14. Sagrada Congregación de la fe, "Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión": Ecclesia 2587 (1992), 1042-1046; J. Ratzinger, "L'ecclesiologia della Constituzione Lumen Gentium", en // concilio Vaticano II. Recezione e attualitá alia luche del Giubileo, Cinirello Balsamo, 2000, 66-81; "The local Church and the Universal Church": America 185 (19/11/01), 7-11.

15. W. Kasper, "Zur Theologie und Praxis des bischoflichen Amtes", en, Aufneue Art Kirche sein, W. Schreer-G. Steins (eds.), (FS J. Homeyer), Munich, 1999; 32-48; "Das Verháltnis von Universalkirche und Ostkirche": StdZ 218 (2000), 795-804; "Letter from the President of the Council for promoting Christian Unity": America 185 (26/11/01), 28-29. Una buena síntesis de la discusión es la que ofrece M. Kehl, "Der Disput der Kardinále. Zum Verháltnis von Universalkirche und Ortskirche": StdZ 221 (2003), 219-32; M. Theobald, "Glosse: "Der rómische Zentralismus und die Jerusalemer Urgemeinde": ThQ 180 (2000), 225-28. También, H. J. Pottmeyer, "Kirche ais Communio", StdZ 210 (1992) 579-589; M. Kehl, ¿A dónde va la iglesia?, Santander, 1997, 81-102.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZAC1ÓN 299

que exige de éste prudencia y audacia responsable para interpre­tarlas, aplicarlas y dispensarlas. Por otro lado, se subraya que los conceptos de iglesia universal y particular ni se oponen ni se subor­dinan, sino que interaccionan y se entrecruzan. Lo que se rechaza expresamente es que^se asuma la prioridad ontológica y temporal de la universal sobre las particulares. La preexistencia de la Iglesia se puede asumir en el sentido de que responde a la intención sal­vadora de Dios (LG 1-2), pero no en el sentido de que hubiera una realidad ontológica anterior a la empírico-histórica, en sentido análogo al misterio trinitario16. La Iglesia querida por Dios desde su plan de salvación no es, ni sólo universal ni particular, ya que esa problemática no se deduce del misterio de la Iglesia y del desig­nio de Dios. Además en el pentecostés lucano, que es una cons­trucción teológica de Lucas, se subraya la presencia del Espíritu en la Iglesia, tanto en cuanto universal como particular. La intencio­nalidad lucana es que los judíos de la diáspora se constituyen como iglesia de todos los pueblos, sin derivar de ahí nada respecto del problema de universal y particular.

La conclusión convergente es la de acentuar el misterio de la Iglesia, contra el sociologismo ateológico, la mutua implicación de iglesia universal y particular. Sin embargo, ambas corrientes teoló­gicas mantienen sus acentos, unos la prioridad ontológico-tem-poral de la universal y otros, la simultaneidad de ambas y el recha­zo de cualquier abstracción especulativa de tipo platónico. El vie­jo conflicto de los universales medievales resurge así en una nueva versión eclesiológica del platonismo, que ve en el mundo de las ideas el arquetipo de las realidad empíricas, y el aristotelismo que parte de las realidades singulares para desde ahí elevarse al uni­versal. Quizás en el contexto cultural filosófico actual, el problema se ha vuelto obsoleto y es en parte también incomprensible para la

16. "Una Iglesia universal anterior, o que se suponga existente en sí misma, fue­ra de todas ellas, no es más que un ente de razón" (H, De Lubac, Las iglesias particulares en la iglesia universal, Salamanca, 1974, 56). También Congar, en una entrevista a La Croix-l'Evenement del 8/8/92, pg. 15, afirma que Ratzinger no ha valorado suficientemente las iglesias particulares. La iglesia universal a la que da prioridad ontológica no existe sino desde las particula­res. Texto citado por J. Martín Velasco, El malestar religioso de nuestra cultu­ra, Madrid, 1993, 306-7.

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mentalidad cultual postmoderna. Que la misión de Cristo y el plan de Dios incluye a la Iglesia no se cuestiona en teología católi­ca, pero querer deducir de ahí prioridades ontológicas o resolver cuestiones teológicas en torno al concepto de Iglesia comunión y la relación entre iglesia universal y particulares, es inadecuado.

Hay que conservar la interacción, sin caer en prioridades. "Una Iglesia particular que se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia al designio de Dios y se empobre­cería en su dimensión eclesial. Pero, por otra parte, la Iglesia "difundida por todo el orbe" se convertiría en una abstracción, si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particu­lares. Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre la Iglesia universal e Iglesias particulares" (Pablo VI)17. Es claro que desde los orígenes neotestamentarios la Iglesia de Cristo ha sido una y uni­versal, y simul particular y de comunión. Desde la perspectiva pau­lina hay una referencia a las iglesias que están en cada localidad concreta (1 Cor 1, 2; 2 Cor 1,1; Gal 1,1; 1 Tes 1,1; 2 Tes 1,1; Fil 1,1; Rom 1,6; 16,16) y una amonestación a que las iglesias locales auxi­lien a las otras expresando la comunión y la pertenencia al cuerpo de Cristo. Las cartas deutero paulinas, también se dirigen a iglesias particulares (Ef 1,1; Col 1,2) y subrayan que la Iglesia de Cristo for­ma parte del designio eterno de Dios (Ef 1, 3-14; 3,3-12; Col 1,26-27), mientras que se habla de una Iglesia celeste en Gal 4,26; Hbr 12,22-24. Hay convergencia en cuanto a la iglesia de Cristo, desde una pluralidad eclesiológica que es constitutiva, y en la que no hay oposición entre universalidad y particularidad de la iglesia.

El canon neotestamentario ha consagrado la pluralidad teológi­ca y estructural, dándose dos corrientes fundamentales la de las iglesias pagano-cristianas y las judeo-cristianas, que sólo por un proceso de fusión acaban teniendo una misma estructura ministe­rial. Desde esa conciencia de iglesias locales que vivían en frater­nidad se pasó a realzar cada vez más la iglesia universal, sobre todo a partir del siglo IV, como consecuencia del final de las persecu­ciones en el imperio y de los primeros concilios ecuménicos. El obispo participaba en el Concilio como representante de la iglesia

17. Evangelii Nuntiandi, 62

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBAL1ZACIÓN 301

local y volvía a ella, en cuanto portavoz de las decisiones tomadas para toda la iglesia universal. La plenitud de la catolicidad se vive desde una iglesia concreta18. No accedemos a lo universal desde la negación de nuestra pertenencia a una comunidad local concreta, ya que entonces sería una universalidad abstracta y desencarnada, sino en cuanto que cada iglesia se abre a las otras y atiende a sus necesidades como parte de las propias. La universalidad se da en cuanto se amplia el horizonte de la propia pertenencia y se abre a otros, que ayudan a ubicar la propia especificidad en una más amplia. En y desde la iglesia local tomamos conciencia de la uni­versalidad y se vive la plenitud de la catolicidad, contra particula­rismos cerrados. No hay que reducir lo católico a lo geográfico, a costa de la plenitud en un lugar, como don de Dios.

La globalización, a su vez, se enmarca desde la localización, rechazando que lo primero se haga a costa de lo segundo. De ahí la necesidad de preservar las propias raíces identitarias y tradicio­nes, sin caer en un código cultural estandarizado que sería el mis­mo para todos. Por otra parte, la globalización impide la autarquía y el aislamiento de un localismo cerrado. En este marco hay que ubicar la fecunda tensión entre lo universal y lo particular en cada Iglesia, sin que se anulen ninguno de los dos polos. La universali­dad de la Iglesia exige esa actitud receptiva y dialogante, sin renun­ciar nunca a la concreción particular en la que vivimos la eclesia-lidad. Por eso en la eclesiología eucarística de los primeros siglos se pedía por el obispo que presidía la Iglesia, desde la conciencia de la iglesia local, y también por el papa, en cuanto referente de la comunión universal.

Lo que está en juego no es simplemente una discusión teológi­ca erudita, sino que hay que ubicarlo en el contexto fáctico de la Iglesia. Dada la perspectiva romana desde la que fácticamente se enfoca la Iglesia universal, el partir de ella supone asumir la prio­ridad de las estructuras centrales de la Iglesia sobre las de cada una particular, continuando así la tradición que se ha impuesto desde el siglo XI. En cambio, partir de la iglesia local iría en la línea de la colegialidad y sinodalidad de la Iglesia, ya que el concilio ecu-

18. Y. Congar, "De la comunión de las iglesias a una eclesiología de la iglesia uni­versal", en El episcopado y la iglesia universal, Barcelona, 1966, 213-44.

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3 0 2 EL CRISTIANISMO HN UNA SOCIIiDAl) I AICA

ménico sería la máxima expresión de la universalidad, constituida desde las iglesias locales. Se realzaría así la autonomía de cada una de ellas, se potenciarían las agrupaciones de iglesias en la línea de los patriarcados y llevaría a reestructurar los órganos centrales de la Iglesia, incluido el papel de los nuncios en las iglesias naciona­les, para adecuarlos a esa revalorización de las iglesias locales. La convergencia de ambas perspectivas, con las tensiones inevitables que provoca, es sin embargo, lo que se ha dado a lo largo de la his­toria, aunque con acentos contradictorios en el primer milenio (pluralidad de Iglesias) y en el segundo (Iglesia universal unitaria). La patología de ambas posiciones es ver la iglesia universal como una federación de iglesias o como una gran diócesis papal, que sería el obispo universal de la iglesia católica.

La primera orientación favorecería la globalización a costa de la localización. El problema de ésta es que cualquier globalización que no se construya desde la diversidad encubre un particularismo que deviene universal. Es lo que ocurre en la actualidad con el euro-centrismo y la progresiva occidentalización del mundo, cuyo núcleo hoy no es Europa sino el estilo de vida americano. De hecho es también el modelo que existe en la Iglesia a partir del centro romano. Pero de la misma forma que desencadena las protestas de los que luchan por la supervivencia de sus culturas y tradiciones, también es la que provoca las reacciones de los católicos no euro­peos. Por eso en la actualidad surge el término de "glocalización" que constituye una vinculación entre lo local y lo universal, y que tiene analogías a los problemas que plantea la comunión en una Iglesia universal pero constituida a partir de iglesias particulares.

Por otra parte, no hay que olvidar que el exclusivismo es insos­tenible a medio y largo plazo. La globalización lleva a la coexisten­cia de grandes centros mundiales (Estados Unidos, Unión Europea, Japón y China, entre otros emergentes). Es una mundialización policéntrica, que se refleja incluso en los organismos internaciona­les como las Naciones Unidas, en la que no hay ningún país que ten­ga un control único y absoluto. Desde la perspectiva del catolicismo, la universalidad sería posible si junto al poder central de Roma, hubiera otros centros de autoridad, como los patriarcados. Éste sería además el camino para avanzar en el ecumenismo, sobre todo con las iglesias ortodoxas. Pero esto implica revisar el actual mode-

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 303

lo de gobierno central de la Iglesia, y, de hecho, revisar la institución papal y las teologías que lo han apuntalado en el segundo milenio.

La impugnación de un cristianismo fragmentado

En el contexto de la globalización cobra también u n nuevo significado el ecumenismo. La fragmentación del cristianismo, la pluralidad de confesiones que reclarnan para sí la verdad plena, y los enfrentamientos de las iglesias entre sí, limitan mucho las pre­tensiones universalistas cristianas y su reivindicación de ser depo­sitarías de una verdad revelada por Dios. El pluralismo confesional cristiano atenta a la idea de una Iglesia única y hace inviable una eclesiología cristiana de comunión.

Especial impor tancia teológica e histórica tiene el "Consejo Ecuménico de las Iglesias" con sede en Ginebra19, al que se incor­poró como observadora la Iglesia católica de forma permanente desde 1968. Esta presencia católica es significativa, después de que en 1928 se condenara el ecumenismo naciente ("Mortalium áni­mos") y se rehusara insistentemente enviar observadores a las pri­meras asambleas del Consejo ecuménico de las iglesias en 1948 y 1955. Hasta 1998 ha habido ocho asambleas mundiales. El Consejo consta de unas trescientas cincuenta iglesias, la mayoría no euro­peas, y las protestantes han jugado un papel decisivo en su consti­tución y desarrollo. El ecumenismo intraprotestante ha hecho grandes avances. Se ha logrado un acercamiento en torno al bau­tismo, la eucaristía y el ministerio de muchas iglesias. Se ha logra­do crear un ecumenismo evangélico y potenciar el diálogo de éstas con las anglicanas. Se han favorecido también las federaciones y asociaciones, como la Conferencia de Iglesias Europeas.

Las iglesias ortodoxas representadas han tenido más problemas por la orientación liberal y social de muchas iglesias del Consejo Ecuménico en torno a temas controvertidos: apertura al sacerdocio de la mujer, problemas sociopolíticos de las iglesias del tercer mun­do, pluralidad de teologías de la liberación, etc. Los problemas prác­ticos y pastorales del catolicismo con las iglesias ortodoxas se deben a la dinámica misionera de los católicos en los países del Este, tras

19. R. Giraut, "La recepción del ecumenismo": La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987, 175-212.

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el derrumbe del comunismo. Los ortodoxos rechazan el intento de fortalecer el catolicismo en el Este, que consideran ámbito reserva­do al cristianismo ortodoxo, mientras que la jerarquía católica rei­vindica el apoyo y potenciamiento de las minorías católicas que sub­sisten en esos países. En 1991 hubo un encuentro en Santiago de Compostela en que se propuso renunciar a la competitividad prose-litista entre las iglesias, pero esto no tuvo continuidad. Las tensiones aumentaron también con iglesias protestantes, a causa de la oposi­ción papal a la ordenación de mujeres en 1994, las declaraciones pontificias respecto del control de la natalidad (Evangelium Vitae: 1995) o las indulgencias anunciadas con motivo del jubileo del 2000.

El acercamiento de los protestantes con los católicos se ha dado sobre todo en el tema de la justificación, subsistiendo las diferen­cias eclesiológicas tradicionales. Los problemas con el catolicismo han sido más de índole teológico organizativa (ministerio sacerdo­tal, el papel del obispo y del papa, validez de las ordenaciones angli-canas y protestantes, etc.) que teológico dogmáticos, aunque últi­mamente van creciendo los problemas en torno a problemas mora­les, sobre todo en materias de bioética y moral sexual. El problema fundamental del catolicismo respecto de ortodoxos y protestantes sigue siendo el del papel y estatuto del papa en la Iglesia. Por un lado, hay una mayor predisposición de algunas iglesias y corrientes cristianas no católicas para asumir el primado papal, reconociendo la validez de la teología católica que siempre ha reivindicado la necesidad de encontrar un equilibrio entre la autonomía de las igle­sias particulares, provinciales, nacionales y patriarcales, y el gobier­no central de la Iglesia, garante de la comunión. Pablo VI captó la paradoja de que el ministerio petrino de unidad, que es el que hace necesario el primado, se ha convertido hoy en el gran obstáculo para la unidad de las Iglesias20. Con Juan Pablo II se ha reafirmado

20. Pablo VI, El papa es 'indudablemente el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo' (AAS 59 (1967) 497); Juan Pablo II, Ut unum sint, n° 88: El papado "constituye una dificultad para la mayoría de los cristianos no-cató­licos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos. En la extensión de que somos responsables por ellos, me uno a mi predecesor, Paulo VI, al pedir perdón". En el número 95, el papa habla de la necesidad de abrirse a otras formas de ejercer el primado que corresponda a las nuevas situaciones actuales. La disponibilidad y receptividad que esto tendría en la teología ecuménica la resume recientemente H. Meyer, "Das Papstamt-ein mógliches Thema evangelischer Theologie?": FZPhTh 52 (2005), 42-56.

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la paradoja de que el ministerio encargado de garantizar la unidad de toda la Iglesia sea el gran obstáculo para la unión de los cristia­nos. El problema no es tanto el talante y actitud de los papas con­cretos respecto de los protestantes y ortodoxos cuanto la estructu­ra misma del papado. Lo que hay que cambiar es el papado, cuya forma de intervenir en los asuntos de la Iglesia resulta rechazable tanto para la tradición ortodoxa como para la protestante.

Las peticiones de perdón por las faltas del pasado, como las del jubileo, no han redundado en la autocrítica institucional ni en la modificación estructural de las relaciones con los otros cristianis­mos. La idea del obispo universal, como formula definitoria del papado, sigue lastrando la teoría y práctica del papado. Se puede aspirar a un consenso, al que estarían dispuestos sectores impor­tantes de la ortodoxia, el anglicanismo y las iglesias protestantes, en torno a un primado del papa en la Iglesia, a su presidencia de los concilios ecuménicos e incluso a su derecho de intervención en algunas cuestiones claves que atañieran a la unidad de la Iglesia universal, aunque esto suscitaría más problemas entre ortodoxos y protestantes. Sin embargo, lo que es ecuménicamente inviable es la actual situación de una monarquía papal, la teología (contesta­da dentro del mismo catolicismo) sobre el papa como obispo de la iglesia universal, y la concentración de poderes con derecho de intervención en un gobierno central de la Iglesia. El desarrollo his­tórico, teológico y dogmático del segundo milenio resulta inacep­table para prácticamente la totalidad de los no católicos, sobre todo los dos dogmas del concilio Vaticano I sobre el primado papal y su infalibilidad, y el uso teológico y pastoral que se ha hecho de ellos en el siglo XX.

No hay que olvidar que este desarrollo dogmático no ha sido globalmente asumido por el cristianismo, sino que es el de una iglesia particular, la católico-romana, y que los concilios que han favorecido este desarrollo (lateranenses, tridentino y Vaticano I) siempre han sido vistos por los ortodoxos como "latinos" y se les ha negado su carácter ecuménico, dada la división cristiana y la no participación de los ortodoxos y protestantes21. En este sentido fue

21. Así lo reconoce expresamente W. Kasper, "Das Petrusamt ais Dienst der Einheit", en Das Papstamt. Dienst oder Hindemis für die Ókumene, Regensburg, 1985, 113-38.

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esperanzador el p lanteamiento del cardenal Ratzinger, ya en su etapa de presidencia de la Sagrada Congregación sobre la fe, al advertir de que "Roma no debe exigir al oriente más doctrina del primado que la enseñada y formulada durante el primer milenio"22. Este planteamiento, que no absolutiza la evolución del segundo milenio, es también alentado por consensos teológicos en lo que concierne al ecumenismo, incluidos los problemas claves en torno al papado23, los ministerios y los sacramentos.

Quizás el p rograma más ambic ioso fue el propuesto por K. Rahner y H. Fríes, conjuntamente, que esbozaba un plan gradual de suspensión de los ataques de una Iglesia a otra, sin que ningu­na obligara a las otras a aceptar el desarrollo dogmático que se había dado durante la separación, exigiendo a todas que no con­denaran los dogmas y doctrinas de las otras 24. Se buscaba un cris-

22. J. Ratzinger/'Bausteine für die Einheit der Christen": Prognose für die Zukunft des Ókumenismus 17 (1977), 10. Posteriormente, Ratzinger ha reafirmado su postura, pero matizando en referencia al documento de Rahner/Fries, (H. Fries-K.Rahner, La unión de las iglesias, Barcelona, 1987, 35-119) que no se puede cuestionar la estructura dogmática del primer milenio, en favor de una unificación con los protestantes, y que esa propuesta es una "acrobacia teo­lógica" que no corresponde a la realidad. Cfr., J. Ratzinger, "Luther und die Einheit der Kirchen": Int. Kth. Zeitschrift Communio 12 (1983), 573; Teología de los principios teológicos, Barcelona, 1986, 241; 231-44. Véase también, Y. Congar, "Autonomie et pouvoir central dans l'Eglise vu par la théologie cat-holique": Irénikon 53 (1980), 311.

23. Las perspectivas ecuménicas del ministerio papal son analizadas en Das Papstamt. Regensburgo 1985; Concilium 64 (1971), 104-24; J.J. Von Allmen, "Ministerio papal, ministerio de unidad": Conc 108 (1975), 246-52; M. Hardt, Papsttum und Okumene. Paderborn, 1981, 139-58; J.M. Miller, The Divine Right ofthe Papacy in recent ecumennical Theology. Roma, 1980; J. Ratzinger (ed.), Dienst an der Einheit. Dusseldorf 1978; H. Stirnimann-L. Vischer, Papstum und Petrusdienst. Francfort, 1975; H.M. Legrand, "Compromisos teológicos de la revalorización de las iglesias locales": Conc 71 (1972),50-62; G. Thils, "Le ministére des Successeur de Pierre et le service de l'unité uni-verselle": RTL 17 (1986), 61-68; Concilium 64 (1971), 56-87.

24. H. Fries-K.Rahner, La unión de las iglesias. Barcelona, 1987. Desde otra pers­pectiva diferente, Tillard afirma que "si se logra la unidad, al menos entre algunos bloques importantes del cristianismo, la situación no consistirá en un retorno a las condiciones que reinaban antes de las grandes rupturas. No es posible exigir a las tradiciones confesionales que renuncien a aquellos ras­gos suyos que están en armonía con la revelación y en torno a las cuales se han ido estructurando": J.M. Tillard, Iglesia de iglesias, Salamanca, 1991, 342.

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tianismo plural, en el que existieran distintas tradiciones que per­mitirían a cada Iglesia mantener su propia identidad histórica y teológica, sin renunciar a ella como condición para la unidad. Esta propuesta, que interesó mucho en algunos círculos teológicos, no ha obtenido consenso ni ha sido asumida por la jerarquía. Sería más fácil llevarla a cabo con las iglesias ortodoxas, con el protes­tantismo hay más problemas de fondo ya que algunos incluso ponen en cuestión el consenso cristiano del primer milenio.

Sin duda, el ecumenismo ha avanzando teológicamente, ya que los disensos doctrinales del pasado han perdido en muchos casos vigor, porque ni las mismas iglesias sostienen las posturas mante­nidas en la Reforma y la Contrarreforma. Hay cada vez mayor convergencia entre teólogos católicos, protestantes y ortodoxos, y las diferencias, que ciertamente subsisten, son a veces en función de los posicionamientos ideológicos que atraviesan las distintas iglesias, como los de conservadores y progresistas, más que en lo que concierne a la especificidad dogmática de cada Iglesia. De todos modos el ecumenismo se ha estancado desde la década de los ochenta, en contra de las expectativas suscitadas por el Vati­cano II y la época inmediata. No cabe duda que a nivel de jerar­quías no hay el entendimiento y, a veces, ni siquiera un empuje conciliar como el que se da en la teología. Los cambios globales en la nueva cultura planetaria inciden en el catolicismo y relativizan las pretensiones tradicionales acerca de una única Iglesia de Cristo, a la que tendrían que retornar todos los que la han aban­donado en el curso de la historia. Pasamos de un marco de confe­siones cristianas que reclaman ser las únicas verdaderas (el cato­licismo, los ortodoxos y el protestantismo) a un movimiento ecu­ménico, que busca realzar los puntos comunes entre las tradicio­nes y establecer puentes en favor de una unidad plural y hetero­génea del cristianismo.

La globalización favorece el paso de una unidad homogénea y uniforme, como la que ha marcado al catolicismo de la Contra­rreforma, a la comunión desde la pluralidad. De ahí el auge del movimiento ecuménico intracristiano y la creación de una teolo­gía común, que interesa por igual a católicos, ortodoxos y protes­tantes, más allá de las afiliaciones confesionales de sus autores. La creciente interacción en un mundo globalizado afecta también al

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cristianismo, de tal modo que el catolicismo se protestantiza en la vida práctica, a causa del proceso de desinstitucionalización que hay en las sociedades postmodernas y de una mayor convergencia teológica a partir de la hermenéutica común del método histórico crítico. A su vez, la espiritualidad ortodoxa se convierte en fuente de renovación para todo el cristianismo, sobre todo para las co­rrientes carismáticas y pentecostales, y hay un redescubrimiento teológico y práctico del Espíritu Santo, "el Dios olvidado" de la teología católica. Por su parte, los cambios del catolicismo a par­tir del concilio Vaticano II, la teología de la liberación y movi­mientos como las comunidades de base afectan a todas las confe­siones cristianas, incluidas las protestantes. Los cambios que se producen en cada confesión afectan a las otras y aumenta la inte­racción entre ellas.

Pasamos de fronteras delimitadas y precisas, a otras más difu­sas en las que han perdido peso asuntos candentes de otras épocas. Viejos conflictos teológicos son, a veces, superados por los cambios históricos, y pierden relevancia antiguos enfrentamientos dogmá­ticos, organizativos y eclesiales. Por otra parte, los nuevos retos que plantea la secularización, la laicidad y la postmodernidad, así como la misma globalización, afectan a todas las iglesias por igual y todas viven una crisis específica, dentro del marco global de la sociedad occidental desarrollada. La nueva mentalidad postcristia-na obliga a que se dejen en segundo plano disensiones internas, sobre todo cuando son más organizativas y causadas por la evolu­ción histórica, para converger en un frente común ante los retos que se plantean al cristianismo en el tercer milenio.

En realidad ha habido una mayor acercamiento ecuménico en la base de las iglesias, saltándose a veces las barreras restrictivas impuestas por las respectivas jerarquías. Comienza a percibirse un distanciamiento entre la dinámica más lenta de las jerarquías y la convergencia real de las bases eclesiales, agudizada por los cada vez más frecuentes matrimonios mixtos y por la personalización de la pertenencia religiosa en el contexto de un cristianismo frag­mentado. Por otra parte, el pluralismo ecuménico, y también la diversidad de religiones en el marco de la globalización posibilita relativizar la propia posición teológica y tomar conciencia de la distancia entre la revelación y nuestras comprensiones históricas

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de ella, así como entre Dios y nuestras representaciones. El relati­vismo es inherente a la hermenéutica contextual contemporánea, de ahí el significado del "pensamiento débil" que ve en la distancia de los dogmas un reto y una posibilidad de reinterpretación y nue­vas aplicaciones". Tiene un doble filo, el de generar más inseguri­dad pero también el de limitar el potencial fanático de cada tra­dición religiosa, abriendo al diálogo y la complementariedad.

Entre los carismáticos católicos y los pentecostales evangélicos hay probablemente más sintonía estructural y de sensibilidad, a pesar de las claras diferencias eclesiales y teológicas, que de éstos con los respectivos grupos liberales y progresistas de sus iglesias, que, a su vez tienen también semejanzas entre sí. Se imponen así tendencias cristianas que se dan en todas las iglesias, más allá de sus fronteras canónicas y teológicas que son relativizadas en la práctica. En realidad es la nueva sociedad mundializada y post-moderna la que provoca reacciones comunes en todas las iglesias cristianas. En la medida en que no se responda adecuadamente a esta dinámica, que tiene causas endógenas cristianas y también externas, socioculturales, aumentará la distancia e incluso la ten­sión entre la posición oficial jerárquica y la práctica común en favor de la aproximación confesional por parte de las bases de las iglesias. Esta semejanza estructural entre grupos de confesionali-dad diversa es la que también explica la sintonía de movimientos carismáticos y pentecostales cristianas con movimientos que no son estr ic tamente cristianos, como los testigos de Jehová y los mormones, que recluían a sus miembros de los mismos sectores de la población que los correspondientes grupos cristianos. El surgi­miento de u n crist ianismo común, que traspasa las fronteras de las confesiones, desborda, por tanto, la organización interna de la Iglesia católica, y es una consecuencia de la dinámica globalizante que favorece una religión más difusa, con fronteras menos delimi­tadas y menos peso dogmático. Hay una religiosidad de síntesis desterritorializada, que favorece el mestizaje y la interdependencia de las confesiones, y puede también degenerar en sincretismo in­discriminado.

25. G. Vat t imo, Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso,

Barcelona , 2003.

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3. La globalización y la pluralidad de religiones

El problema del ecumenismo intracristiano se engloba en otro, el de la pluralidad de religiones que se hacen presentes en el ámbi­to geográfico y cultural monopolizado hasta ahora por el cristia­nismo. La paradoja estriba en que sólo desde lo local, empírico y concreto, se puede abordar lo universal. La globalización favorece la apertura a la pluralidad de religiones mundiales, y a la comple­jidad de cada una, así como la irrupción de credos religiosos en áreas geográficas y culturales que hasta ahora habían sido mono­polizadas por una religión. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el resurgir del Islam en Europa, a causa de los millones de ciudada­nos de esta religión residentes de forma permanente en el conti­nente europeo. También las viejas religiones asiáticas irrumpen en Occidente y se presentan como alternativa a los monoteísmos de raíz bíblica. En el horizonte actual de la globalización constituyen el reto más radical para el cristianismo.

La pluralidad de religiones afecta a la fe en el Dios monoteís­ta cristiano y obliga a un replanteo de viejos axiomas, como el de que el cristianismo es la única religión verdadera y las otras son falsas creencias u. También hay que cuestionar si hay una diferen­cia radical entre el cristianismo en cuanto revelación de Dios y el resto de las religiones, que serían sólo el intento humano por alcanzarlo. Esta es la postura tradicional que el catolicismo ha mantenido durante siglos, y que hoy aparece insostenible a la luz de la misma reflexión teológica. Es la concepción que subyace al conocido postulado "extra ecclesiam ñufla salus",que en un primer momento se dirigía contra los herejes y cismáticos cristianos, para amonestarlos a volver al seno de la Iglesia27. Luego se convirtió en un principio teológico en relación con las otras religiones. Fue el

26. Juan A. Estrada, El monoteísmo ante el reto de las religiones. Santander, 1997; "¿Una religión absoluta? El sustrato filosófico de la teología de las religio­nes", en M. A. Álvarez Gómez, (ed.), Pluralidad y sentido de las religiones, Salamanca, 2002, 199-220; Imágenes de Dios. La filosofía ante el lenguaje reli­gioso, Madrid, 2003, 159-92.

27. "Nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos, sino tam­bién judíos, herejes y cismáticos, puede hacerse participe de la vida eterna" (Denzinger 714). Se trata de un pronunciamiento del Concilio de Florencia que buscaba la unión con la iglesia ortodoxa.

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planteamiento en relación con las religiones precolombinas y las grandes tradiciones religiosas asiáticas. A partir del postulado de que el error no tiene derecho a existir, se combatían las creencias rivales y se les negaba valor salvífico. Desde esta postura no había diálogo posible entre las religiones y el exclusivismo se convertía en un factor irritante que provocaba reacciones agresivas. Este radicalismo respecto de las religiones correspondía al eclesiocen-trismo de la única y verdadera iglesia contra las otras confesiones cristianas28. Se trataba de una concepción religiosa que, a lo más, sólo concedía la posibilidad de salvación de individuos aislados que, sin culpa, no conocían la "verdadera religión e iglesia", pero nunca se podía reconocer el valor de las otras religiones en sí mis­mas. Este concepto de misión, desde una teología exclusivista, es el que simbolizó San Francisco Javier en el siglo XVI.

Esta postura, hoy minoritaria pero sostenida por círculos con­servadores cristianos, es especialmente peligrosa en el contexto de pluralismo religioso de las sociedades postmodernas y por la irra­diación de todas las religiones fuera de su ámbito cultural tradicio­nal en el marco de la globalización. Una de sus posibles consecuen­cias es la de propiciar la violencia religiosa, porque en ella conver­ge la pretensión de verdad absoluta, ya que se actúa en nombre de un Dios absoluto que sólo se da a conocer a ella, y una intensidad emocional en la identificación religiosa difícilmente comparable con otras instancias (con la excepción del nacionalismo). Sentirse en posesión de la verdad y sentirse atacado, a veces por la misma coexistencia con otros que la niegan, fácilmente degenera en fana­tismo y violencia religiosa. El terrorismo islamista y el cristiano tie­nen mucho que ver con una idea absoluta de Dios y la contraparti­da de que la propia religión es la única que posee esa verdad29.

Una segunda postura, que intenta superar el exclusivismo intolerante es la generalizada hoy del inclusivismo salvífico: hay

28. F. Sullivan ¿Hay salvación fuera de la Iglesia? Bilbao, 1999; H. Rikhof, "The Necessity of Church. An Exploration": Archivio di Filosofía 44 (1986), 481-500. Sullivan analiza el sentido de este eslogan a lo largo del cristianismo. Lo que durante los primeros siglos fue considerado como una advertencia para herejes y cismáticos, se convirtió luego en un pronunciamiento dogmático referido a judíos, musulmanes y de otras religiones.

29. Remito a mi estudio, en Juan A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, 44-122.

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distintas religiones a través de las cuales Dios se ha manifestado a toda la humanidad. En este sentido todas, en principio, posibili­tan la relación entre Dios y el hombre. La Constitución sobre la Iglesia menciona a los judíos y a los musulmanes, valorando lo bueno y verdadero que hay en ellos como una "preparación del evangelio" (LG 16). A esto se añade, una mención expresa del hin-duismo y del budismo como religiones en las que se hace presen­te Dios (NA 2) y se menciona en general a "las demás religiones" que responden a la búsqueda humana y proponen distintos cami­nos (NA 2). El acento se pone, sin embargo, en el esfuerzo huma­no por llegar a Dios, más que en analizar si esa intencionalidad ha sido coronada por el éxito. La diversidad de religiones correspon­dería a la de culturas, y la apertura del cristianismo a éstas posi­bilitaría percepciones positivas de sus contenidos, enjuiciados siempre desde la perspectiva cristiana, así como abriría espacio a inculturaciones distintas del cristianismo y a la asimilación de éste de componentes de las otras religiones. Sería una línea a la que apuntaban hace siglos Ricci y Nobili, que tenían una concep­ción distinta de la misión y de la relación con otras culturas y reli­giones.

El cristianismo sería la religión superior que engloba y asimila, llevando a su perfección, las verdades parciales de las otras30 y el cristocentrismo sustituiría al "eclesiocentrismo" anterior. La pre­tensión cristiana de que Cristo trae la salvación a todos los hom­bres es la que obliga a mantener la asimetría. "En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos" (Hch 4,12). La propia tradición cristiana abriría el horizonte y favorecería el reco­nocimiento parcial de otras religiones: El logos divino se ha mani­festado en Jesús, pero hay semillas del Verbo dispersas en toda la humanidad, como afirma el filósofo cristiano Justino en el siglo II. O se puede recurrir a la concepción trinitaria y afirmar que el Dios espíritu se da a todos los hombres, siendo la cristología la vía explí­cita para reconocer cómo actúa el Espíritu divino fuera del cristia­nismo. Por eso, se podrían aceptar elementos de salvación en otras

30 P. Schineller, "Christ and the Church: a Spectrum of Views": TS 37 (1976) 545-66.

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religiones, sin que necesariamente se las aceptara como mediacio­nes salvíficas o dar el paso a una valoración positiva, pero siempre parcial, de esas creencias31. Esta postura es la más generalizada hoy en la teología católica.

Ya no es necesario contraponer una religión concreta a las otras como una disyuntiva de verdad y error, pero se mantiene la supe­rioridad sea porque todas las creencias se orientan hacia el cristia­nismo como camino constitutivo por excelencia de la relación con Dios o porque es la mejor mediación, por más madura y plena. De la misma forma que el judaismo fue una preparación para la reve­lación plena con Cristo, así habría "Antiguos Testamentos" de la humanidad, que muestran que Dios no ha abandonado a todos los hombres, aunque no hayan recibido la plenitud cristiana32. Hay aquí una concepción asimétrica y jerárquica de las religiones, que posibilita la convivencia pacífica, pero que hace del particularismo religioso occidental la creencia universal, no por ser la única sino por ser la mejor. Correspondería sociológicamente a la preeminen­cia de la cultura occidental como la hegemónica, dentro del proce­so globalizador, que se traduciría en la supremacía de su religión particular, con pretensiones de universalidad como las de econo­mía de mercado y democracia parlamentaria, que son también planteamientos universalistas de Occidente.

En el fondo, se mantiene la tendencia occidental que hace de lo particular europeo, lo universal, erigiéndose en vanguardia y ple­nitud de la humanidad. Por eso, el cristianismo sería la religión del futuro, la que está llamada a integrar a todas, aunque, a su vez, pueda ser enriquecida y perfeccionada con elementos fragmenta-

31. W. Hollenweger, "L'Éxperience de l'Ésprit dans l'Église et hors de l'Église", en L'Éxperience de Dieu et le Saint Esprit. París, 1985, 193-210; H. de Lubac, Paradoxe et mystére de l'Église, París, 1967, 120-63; Y. Congar, Essais oecumé-niques, París, 1984, 271-96; G. Thils, L'Aprés Vadean II un nouvel Age de l'Eglise? Lovaina, 1985, 48-65; J. Dupuis, Hacia una teología cristiana del plu­ralismo religioso, Santander, 2000; "From Religious Confrontation to encoun-ter": Theology Digest 49 (2002), 103-108.

32. Se trataría de religiones legítimas, que en un contexto histórico-cultural determinado permiten acceder a Dios y estarían en su plan de salvación. K. Rahner, "Das Christentum und die nicht christlichen Religionen": Schriften zur Theologie V. Einsiedeln, 1962, 136-58; "Jesús Christus in den nicht chris­tlichen Religionen": Schriften zur Theologie XII, Einsiedeln, 1975, 370-83; Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, 364-74.

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ríos que las demás puedan aportarle33. El final sería pasar del sub-desarrollo al desarrollo pleno, es decir, abandonar formas más pri­mitivas de religión en favor de la más madura y plena, aunque ya no se mantenga la pretensión de que las otras culturas y religiones son un error total. Este planteamiento suscita también agresividad y es acusado de forma residual del colonialismo religioso. No res­peta la alteridad de cada religión específica, que rehusaría inte­grarse dentro de otra que la abarcara . No se asume tampoco la imposibilidad de relegar todas a una particular, que sería la que hegelianamente comprendería y asumiría (Aufhebung) a todas34.

Poco a poco se va perfilando una teología crist iana de las religiones, hoy todavía muy germinal, que plantea una tercera pos­tura y defiende el valor salvífico de las grandes religiones. Inicial-mente fueron teólogos protes tantes los que potenciaron esta corriente (P. Knitter, J. Hick), siguiendo las huellas de filósofos y sociólogos de procedencia también protestante (Lessing, Kant, E. Troeltsch, M. Weber). Parten del teocentrismo, no del cristocen-tr ismo ni del eclesiocentrismo anteriores. No habría un único camino para llegar a la divinidad, quizás tan plural como las reli­giones, sino diversas vías, que corresponden a la pluralidad de pue­blos y tradiciones. De la pluralidad fáctica, se pasa a una valora­ción positiva e igualitaria de todas, y se eliminan los peligros de una religión cerrada en sí misma, que reclama ser la única válida degradando a las otras. Hay respeto a las diferencias específicas y se propicia el diálogo entre las religiones en lugar de alentar los fundamentalismos religiosos, ya que cada religión sería fragmen­taria a la luz de las otras.

Sin embargo este igualitarismo y positividad tropieza con pro­blemas filosóficos y teológicos. El punto de partida no es la plura­lidad fáctica, sino la evaluación epistemológica que propone legiti­midad e igualdad entre todas. No se puede fundamentar este pre-

33. Esta es la postura que propugna H. Kessler, "Pluralistische Religionstheo-logie und Christologie. Thesen und Fragen"; en R. Schwager (ed.), Christus allein? Friburgo, 1996, 158-73.

34. El análisis histórico tampoco favorecería esa valoración del cristianismo como religión absoluta. Las verdades contingentes de la historia se oponen a toda pretensión de absolutez. Cfr.,E. Troeltsch, Oeuvres; Histoire des religions et destín de la théologie. Ginebra, 1996, 65-68. Socioculturalmente correspon­de a F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, 1992.

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supuesto desde un punto de vista teológico, ya que ninguna reli­gión acepta ser igual a las demás por sus propios presupuestos internos. Tampoco desde una perspectiva filosófica, ya que no hay un lugar neutra l y exento desde el que se puedan compara r y homologar tradiciones diferentes en su contenido, origen, y espa­cio temporalidad, para afirmar que son homologables, comple­mentarias, integrables o igualitarias. La idea de fondo es que todas las creencias tienen los mismos derechos, lo cual es un error. Una cosa es tolerar a los creyentes y respetar a las personas, y otras pen­sar que todas las doctrinas son verdaderas. El fascismo, la xenofo­bia y el racismo son creencias falsas y hay que combatirlas. El plu­ralismo desemboca aquí en respecto a todas las ideologías, lo cual sólo es posible desde la indiferencia y el escepticismo respecto a sus pretensiones de verdad, que es una de las patologías de la per­misividad en las sociedades postmodernas.

Del relativismo se pasa fácilmente al escepticismo: no es que todas valgan, sino que ninguna es verdadera. La igualdad entre ellas es la mejor prueba de que el problema religioso es insoluble, porque Dios no existe, porque no es accesible, o porque cualquier vía para alcanzarlo es válida. Si todo vale, es que nada vale. Las religiones dejarían de ser interlocutores válidos pues no tendrían pretensiones de verdad, por eso se podría aceptar a todas por igual35. Si todas las religiones son igualmente verdaderas, podría­mos crear una "religión de religiones", complementando unas con otras y estableciendo una macro-religión que recogiera elementos de todas ellas. La religión de la globalización sería un esperanto de las religiones, una tendencia sincretista presente en la "nueva era". El precio a pagar, sería el de perder las motivaciones, perfiles y tra­diciones concretas de las religiones positivas. Además la universali­dad alcanzada sería abstracta, a costa de lo concreto y local de cada religión, que es uno de los problemas de la globalidad. Presupone

35. Sería una propuesta congruente con el planteamiento filosófico que reduce las religiones a expresiones metafóricas, sin valor cognitivo ni proposicional. Cfr., D.M. Hick, Language, persons andBelief, Nueva York, 1967; D. Z. Philips, "Fe religiosa y juegos de lenguaje", en B. Mitchell (ed.), Creencia y racionali­dad. Barcelona, 1992, 189-218; Th. McPherson, "Religión as the inexpressi-ble", en A. Flew-A. Maclntyre (eds.), New Essays in philosophical Theology, Londres, 1995,131-43.

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además que todas las religiones se dirigen a un único Dios, y no a dioses distintos, lo cual es un apriori que habría que justificar.

Si se parte de que Dios es inalcanzable para todas las religiones y su trascendencia cuestiona a todas las categorías humanas, se podrían descalificar todas pero no se ve cómo se puede afirmar que todas son experiencias válidas y referidas a una misma realidad divina, que es lo que proponen algunos defensores de esta teología36. Subsiste la pregunta de si las diferentes representaciones de lo divi­no se refieren realmente a una realidad última única, es decir, a un único Dios, o si, por el contrario, la heterogeneidad de religiones no implica una pluralidad de dioses. Se distingue entre la representa­ción religiosa, muchas veces cargada de simbolismo y mitología, y la realidad última a la que se tiende, para negar por igual a todas y, al mismo tiempo reconocerlas, sin que, por otro lado, se explique desde dónde se ha llegado a captar que todas se dirigen a Dios, al qué se define como incognoscible ". El precio a pagar es la trascen­dencia divina, tan resaltada por la teología negativa, la cual enfati-za la diferencia ontológica y gnoseológica al tratar de Dios y de las realidades mundanas. No hay un lenguaje común para hablar de los entes intramundanos y de Dios, que no redunde en objetivación y aprehensión conceptual del segundo. Es inevitable que, de esta forma, se vulnere el carácter mistérico e inefable divino que enfati-za la teología negativa, y que San Agustín expresa con el conocido eslogan de que si lo conoces, no es Dios38.

36. J. Hick, The Rainbow ofFaiths. Londres, 1995, 76-79; The Myth ofGod incar-nate, Filadelfía, 1977, 167-85: "Eine Philosophie des religiosen Pluralismus": MthZ 45 (1994), 301-18; An Interpretation of Religión, Londres 1989.

37. John Hick, Problems ofReligious Pluralism, Londres, 1985, 28-45; An Inter­pretation of Religión, Londres, 1989, 233-98; "Jesús and the World Religions", en J. Hick (Ed.), The myth of God Incurríate, Filadelfía, 1977, 167-85; P. Schmidt-Leukel, "Der Inmanenzgedanke in der Theologie der Religionen": MthZ 41 (1990) 43-71; "Religióse Vielfalt ais theologisches Problem", en R. Schwager (ed.), Christus allein? Der Streit um die pluralistische Religions-theologie. Friburgo, 1996, 11-49.

38. Así lo han subrayado algunos autores. Cfr., G. Gáde, Viele Religionen-ein Wort Gottes. Einspruch gegen John Hieles pluralistische Religionstheologie. Gütersloh, 1998; "Gott und das Ding an sich. Zur theologische Erkenntnislehre John Hicks": ThPh 73 (1998), 46-69; E. Arens, "Perspektiven und Problematik plu-ralistischer Christologie": MthZ 46 (1995), 329-43.

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Otro camino de legitimación de la pluralidad de religiones es el que propone criterios éticos y humanistas para evaluarlas. Knitter propugna una especie de teología de la liberación de las religiones, ya que todas pretenden una praxis salvífica liberadora del hom­bre39. La verdad no se podría dirimir a nivel teórico, ya que ningu­na formulación sería correcta, sino que la praxis sería el común denominador de todas las religiones y la autentica respuesta a la realidad divina. Podríamos juzgar a las religiones con criterios humanistas o con perspectivas que todos aceptamos, como su con­tribución a la justicia o a la paz. Habría una corresponsabilidad ecuménica en la línea de una ética mundial, favorecida por las reli­giones. Se conjuga la pluralidad, la pretensión soteriológica de todas, y la importancia de la praxis ética, que sería la otra cara de la búsqueda de la trascendencia divina. Además sería una buena forma de luchar contra el potencial de violencia de cada religión.

Pero, por un lado, se pretende una neutralidad valorativa y por otra, inevitablemente, se utilizan criterios de la propia cultura y tra­dición cristiana para hablar de las otras. Lo que no fundamentan estas concepciones es por qué ese criterio ético, evidentemente con­gruente con las religiones proféticas, debería ser el principal. No otro cualquiera, el cual se centraría en un aspecto diferente de la experiencia religiosa, por ejemplo la mística o el vaciamiento del yo, propio de las tradiciones budistas40. El concepto de salvación es más polisémico y central que la praxis ética, y reducir la religión a ésta es lo propio de la ilustración. Pero si las religiones están vin­culadas a una ética, sobre todo las proféticas, ésta no es el núcleo de la religión ni el único componente. A la hora de elegir criterios evaluadores de las creencias, es inevitable apoyarse en el contenido

39. P.F. Knitter, No other Ñame?, Nueva York, 1985; "La teología de las religiones en el pensamiento católico". Concilium 22 (1986), 123-34; "Interreligious Dialogue and the Unity of Humanity": Dharma 17 (1992), 282-87; One Earth, many Religions, Nueva York, 1995; Jesús and the other Ñames, Nueva York 1996; "Religión und Befreiung. Soteriozentrismus ais Antwort an die Kritiker", en R. Bernhardt (ed.), Horizontüherschreitung, Gütersloh, 1991, 203-19; R. Ficker, "In Zentrum nicht und nicht allein. Von der Notwendigkeit einer pluralistischen Religionstheologie", en Horizontüberschreitung, 220-37.

40. W. Pfüller, "Zur Behebung einiger Schwierigkeiten der pluralistischen Religionstheologie": MthZ 49 (1998), 335-55; P. Schmidt-Leukel, "Was will die pluralistische Religionstheologie?": MthZ 49 (1998), 307-34.

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sustancial de una tradición concreta, con lo cual, indirectamente, ya estamos privilegiando una religión determinada. La teología de la liberación es una creación de religiones proféticas, como el cris­tianismo, y al aplicarlo a otras les imponemos un canon de medi­ción ajeno a ellas, que las coloca en desventaja.

Otra línea complementaria sería la del consenso. El dialogo reli­gioso sería posible a partir de un acuerdo, no tanto en torno a la concepción de la divinidad cuanto en relación con la praxis sote-riológica. Resurgiría en el plano teológico la teoría filosófica de la verdad por consenso, como alternativa a la verdad por correspon­dencia, ya que se niega, por principio, la correlación entre repre­sentación y realidad divina. Sería una vertiente teológica del prag­matismo consensual. Sólo sería posible si todas las religiones se refieren a la misma realidad trascendente (lo cual habría que admitir a priori) y si hay puntos comunes en las que todas coinci­den (presuponiendo que son homologables y comparables). Pero para ello habría que rechazar lo heterogéneo de las religiones, que no tienen un denominador común universal41. Se rompería ade­más la unicidad y consistencia de cada religión, ya que no se mues­tra por qué habría que mantener el marco referencial de una de ellas, sin abandonarlo. La exigencia de abrirse a un diálogo con las otras sin dejar la propia, no tendría base si lo esencial fuera el con­senso común y las diferencias específicas carecieran de valor42.

En conclusión, la tensión entre particularidad histórica de una religión y su pretensión de universalidad no puede resolverse a base de disolver el contenido normativo de sus tradiciones. Por eso el camino de la neutralidad, del consenso o de la abstracción no es válido. La universalidad sólo es posible desde cada tradición sus­tancial particular. Sólo desde dentro de la experiencia religiosa es

41. Una excelente crítica a la teología pluralista y en concreto a Knitter y Hick es la que ofrecen G.L. Müller, "Erkentnistheoretische Grundprobleme einer Theologie der Religionen": Forum Katholische Theologie 15 (1999), 161-79; G. Gáde, Viele Religionen-ein Wort Gottes, Gütersloh, 1998.

42. A. Kreiner, "Die Erfahrung religióser Vielfalt. Zur gegenwártigen Diskussion einer Theologie der Religionen", en A. Kreiner (ed.), Religióse Erfahrung und theologische Reflexión, Paderborn, 1986, 323-36; W. Pannenberg, "Religious Pluralism and conflicting Truth claims", en G.D' Costa (ed.), Christian Uni-queness Reconsidered, Nueva York, 1996, 96-106; CE. Braaten, "The problem of the Absoluteness of Christianity": Interpretation 40 (1986), 341-53.

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posible evaluar y desde ella interpretar las otras. Para ser univer­sales no hay que renunciar a la propia religión. Cualquier mani­festación de la divinidad la percibe un cristiano desde los símbolos y conceptos de su cultura religiosa, mientras que u n musulmán y un hindú, la interpretaría desde sus propios esquemas de com­prensión. Por eso, no hay posibilidad de desarraigarse de la propia religión al analizar y comprender las otras. La verdad que poda­mos encontrar en otra visión diferente tiene siempre un contenido autorreferencial, desde el que establecemos jerarquías, divergen­cias y puntos comunes. Por tanto, la teología de las religiones tie­ne que partir siempre de las confesiones concretas, no de una abs­tracción de todas ellas.

Identidad cristiana y apertura a otras religiones

Los cristianos evaluamos las otras religiones desde los valores que encontramos en el cristianismo y que nos aparecen como fun­damentales. Al hablar de Dios, no podemos evitar hacerlo desde Cristo y las creencias que encontramos en otros las discernimos des­de los ideales evangélicos. Lo mismo ocurre a las otras religiones. No hay neutralidad posible sino evaluación cristiana. No se asume una perspectiva abstracta para desde ella enjuiciar a todas las religiones, porque no existe (todos estamos situados). El punto de partida, por tanto, es el cristiano, no la neutralidad en el diálogo con las otras religiones. Esto es importante por la tendencia sincretista en el Occidente cristiano que lleva al interés por las otras religiones sin una identidad sólida y unas convicciones cristianas arraigadas43. Hay que evitar que el interés por las otras religiones redunde en el vaciamiento de la propia. Al dialogar, se parte de una idea de Dios y la salvación marcada por lo cristiano. Esta incluye la idea de la liber­tad y responsabilidad, el pecado personal y colectivo, la necesi­dad de salvación, etc. El parentesco de familia entre las religiones (Witggenstein), presupone que el concepto de religión se basa en aquella a la que pertenecemos y desde la que nos abrimos a las otras.

43. Este condicionamiento histórico es resaltado en H. Waldenfels, "Die Heils-bedeutung nichtchristlicher Religionen nach katholischem Glaubensverstán-dnis", en Religión: Grundlage oder Hindernis des Friedens?, (W. Kerber, ed.), Munich, 1995, 242-45.

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Sin embargo, podemos distinguir entre el teocentrismo y la mediación del judío Jesús, revalorizando la cristología y la pneu-matología, la teología del Espíritu Santo. Se puede asumir el carác­ter particular y relativo de Jesús, en cuanto mediación histórica, concreta y finita, distinguiéndolo del Cristo resucitado que sería mediación universal y plena de la comunicación divina. Es decir, asumir la historia jesuana como experiencia que lleva a Dios, pero no absolutizarla e imponerla a los otros como la única mediación histórica. Podríamos enunciarlo diciendo que Jesús, en cuanto persona humana y realidad histórica, es finito y contingente como los otros grandes fundadores de las religiones. En cambio, el Cristo de la fe, el Cristo resucitado proclamado por sus discípulos sería una referencia divina con significado universal y absoluto. La vie­ja distinción entre el Jesús de la Historia y el Cristo de la fe permi­tiría una síntesis entre la particularidad del cristianismo y sus pre­tensiones de universalidad.

El acento sería soteriocéntrico, es decir, la voluntad universal sal-vífica de Dios revelada en los profetas y en Jesús. Los textos funda­cionales cristianos hablan de que el Espíritu de Dios inspira al mis­mo Jesús desde su nacimiento y a lo largo de su vida. Luego la tra­dición cristiana habla de Cristo y el Espíritu como "las dos manos del padre" (S. Ireneo). Ese mismo Espíritu que guía a Jesús puede guiar a otros personajes históricos y el Cristo resucitado es precisa­mente el que da el Espíritu, no sólo a los cristianos, sino también a personas no bautizadas (Hch 10,44-45). El Espíritu que actúa en otras tradiciones religiosas es el que puede impregnar a otras per­sonas, acercarlas al conocimiento específico de Cristo o llevarlas a Dios por caminos históricos diferentes del jesuano. Se salva así la realidad universal divina y la pluralidad contingente de las religio­nes históricas, aunque esto exige no equiparar sin más a Jesús y Cristo, sino que habría que tomar en serio la afirmación de que Cristo ha sido constituido Hijo de Dios a partir de la resurrección (Rom 1,4). Es lo que se formula luego de formas distintas, hablan­do con Justino de las semillas del Verbo que se dan en otras tradi­ciones, o con formulaciones de Panikkar como el "Cristo cósmico"44,

44. R. Panikkar, El Cristo desconocido del hinduismo, Madrid, 1994; La Trinidad y la experiencia religiosa, Barcelona, 1989; "A Christophany for our Times": Theology Digest 39 (1992), 3-21.

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que aluden al Verbo divino trinitario, que se puede hacer presente en manifestaciones históricas diferentes, aunque la plenitud se dé en Jesús. En la teología de San Irenéo, el Hijo y el Espíritu son las manos del Padre, que se comunica a través de ellos a la humanidad. Sólo cuanto eliminamos la autonomía del Espíritu respecto de la cristología y cuando identificamos ésta con la jesulogía se puede excluir la presencia de Dios fuera del cristianismo.

Para los cristianos Jesús es el presupuesto para llegar a Dios, de ahí la normatividad del crucificado para los que proclaman al Cristo. En los no cristianos falta el reconocimiento de Jesús como el Cristo, hijo de Dios, aunque pueden asumir su valor moral, profético y testimonial de Dios (en la línea, por ejemplo del Islam). Si se les exigiera el reconocimiento universal y nor­mativo de Jesús será inviable una teología plural de las religio­nes, que sólo es posible si captamos que la revelación plena de Jesús como el Cristo se da sólo al final de los tiempos, y que hay encuentros con Dios por otras mediaciones distintas a la de Jesús. Se puede recurrir a la concepción trinitaria y afirmar que el Dios Espíritu se da a todos los hombres, siendo la cristología la vía explícita desde la que se puede reconocer cómo actúa el Espíritu divino dentro y fuera del cristianismo. La palabra de Dios realizada históricamente en Jesús, no impide otros ámbitos de actuación, dado el designio universal del plan de salvación (NA 1-2). Esta presencia es la que permite una valoración positi­va de otras religiones, aunque se parta de la convicción de la ple­nitud del cristianismo45.

Los cristianos reconocemos en Jesús la forma humana en la que Dios se expresa personalmente en la historia. También creemos que Dios resucitó a Jesús de la muerte, lo constituyo como Hijo de Dios integrándolo en su vida divina y haciendo de él la plenitud de

45. W. Hollenweger, "L'Éxperience de l'Ésprit dans l'Église et hors de l'Église", en L'Éxperience de Dieu et le Saint Esprit, París, 1985, 193-210; H. de Lubac, Paradoxe et mystére de l'Église, París, 1967, 120-63; Y. Congar, Essais oecumé-niques, París, 1984, 271-96; G.Thils, L'Aprés Vatican II un nouvel Age de l'Église?, Lovaina, 1985, 48-65; J. Dupuis, Hacia una teología cristiana del plu­ralismo religioso, Santander, 2000; "From Religious Confrontation to encoun-ter": Theology Digest 49 (2002), 103-108.

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revelación y salvación a todos los hombres. Hay una evolución por tanto. Todo lo que podemos decir sobre Cristo a la luz del anuncio de la resurrección, no se podría decir sin más sobre Jesús. Una cosa es reconocer la filiación divina de Jesús tras la resurrección y otra muy distinta divinizar la historia del judío Jesús, dándole capaci­dades, significaciones y "poderes" que pertenecen al ámbito de la divinidad, en el que quedó integrado tras la resurrección. Cuanto más divinizamos a Jesús, aplicándole ya en su vida terrena los pre­dicados y cualidades divinas de Cristo resucitado, más resulta un superman mítico, que no es ni plenamente hombre ni Dios, y que no nos sirve de referencia, de ejemplo y de precursor.

El cristiano cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, plena­mente integrado en la divinidad a partir de la resurrección. Del sujeto histórico concreto se pasa a la afirmación de la significa­ción universal y salvífica de una persona muerta, a la que Dios devolvió a una vida eterna. Pero esto sólo se confirmará al final de los tiempos y la afirmación cristiana de que Jesús es el Cristo per­tenece al ámbito de las convicciones y el significado, sin que se puede imponer a los demás. Queda relegado al juicio último de Dios si esta afirmación es más verdadera que la de otras religio­nes, como la de que "Hay un sólo Dios y Mahoma es su profeta", o que el Dios de Abrahán y Moisés ha prometido un mesías últi­mo que todavía no ha llegado. En cuanto personaje histórico Jesús sería el fundamento del cristianismo, como otros lo son del Islam o del budismo. Y la pretensión de que Dios se reveló plena­mente en él, de ahí su significado divino y el título de Hijo de Dios, sería la forma de entender a Jesús del cristianismo, que se puede testimoniar a otras religiones, pero que queda en suspenso hasta el final de la historia.

De esta forma se mantiene el teocentrismo y se presupone que otras religiones llevan a Dios, en la línea del inclusivismo, pero sin imponerles el valor absoluto de la mediación histórica de Jesús, que otros no reconocen. Jesús revelaría a la divinidad desde su concreción social y cultural, pero no agotaría su comunicación porque una cultura y religión concretas no puede comunicar la totalidad de la experiencia divina ni humana. Son posibles otros mediadores que no tienen por qué subordinarse, por principio a Jesús, aunque su validez y significado divino sea claramente infe-

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rior a él desde la perspectiva cristiana46. Hay pluralidad de cami­nos hacia Dios, histórica y teológicamente, también se mantiene la fe cristiana en Jesús como palabra universal de Dios, así como en su mediación salvífica universal. Pero ésta sólo puede testimoniar­se ante los demás, sin pretender imponer el camino de Jesús como el único posible.

Esto llevaría consigo que pudieran surgir referencias a Dios desde otros fundadores de las religiones. El cristianismo podría aceptarlas, convencido de la plenitud de la mediación cristológica. La verdad última sólo aparecerá cuando Cristo sea todo en todos y haya sometido todos los poderes del mundo a Dios (Ef 1,10.21-22; 3,10-12; Col 1,16-20), mientras tanto los cristianos viven en la his­toria fragmentaria en que esa verdad no resplandece sino se testi­monia. En el entre tanto histórico es inevitable que Jesús aparezca a los ojos de los demás como un camino más, aunque para los cris­tianos no hay separación entre Jesús y el Cristo, y la identidad del segundo remite a la del primero. El testimonio cristiano debería facilitar el reconocimiento de Jesús como el Cristo, su identidad divina y su significado universal. Pero eso forma parte de la misión y testimonio cristiano, y sólo puede creerse, vivirse y expresarse a los otros. Por otra parte, se aceptaría un Dios universal que, inspi­raría a personalidades de diferentes contextos socioculturales y de distintas épocas históricas, entre ellas a Jesús, pero también a Moisés, Mahoma y los demás. La plenitud de la comunicación de Dios en Jesús, no invalidaría a priori otros posibles testigos de Dios en otras áreas históricas y socioculturales.

Desde el monoteísmo se puede también admitir que hay un encuentro plural con la divinidad, en cuanto a modos históricos de alcanzarla, aunque a la hora de establecer la verdad de esas expe­riencias colectivas sea inevitable el enjuiciamiento desde la refe­rencia cristiana. Las posibles concordancias las establece cada cre­yente, al captar la sintonía de otras creencias con la propia. A par-

46. R. Bernhardt, Horizontüberschreitung, Gütersloh, 1991, 9-30; R. Panikkar, "The Jordán, the Tiber and the Ganges: Three Kairological Moments of Christic Self Consciousnes", en J. Hick (ed.), The Myth of'Christian Uniquesness, Nueva York, 1987, 89-116; The Cosmotheandric Experience, Nueva York, 1993; "A Christofany for our Times", TD 39 (1992), 3-22; El Cristo desconocido del hinduismo, Madrid, 1994; La Trinidad y la experiencia religiosa, Barcelona, 1989.

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tir de ahí sería posible establecer círculos de parentesco y de diálo­go de las grandes religiones entre sí, mucho más cuando ha habido interacción y mutua influencia entre ellas. Si una religión afirma ser el camino mejor y más válido para encontrarse con Dios, aun­que haya múltiples vías de acceso, tiene que mostrarlo por su capa­cidad para inculturarse en contextos y momentos históricos dife­rentes. Tiene que ver su propia identidad como algo abierto y diná­mico, en constante evolución e interacción, lo cual le permite enri­quecer su propio credo a partir de otras contribuciones que le vie­nen de fuera, sin perder su identidad primaria. Tanto la sociedad romana como la cultura germana en el Alto Medievo contribuyeron a la concepción cristiana, sin que ésta perdiera su identidad.

Si una religión afirma que Dios se ha revelado en ella para toda la humanidad, y que por ello es verdadera y universal, tiene que mostrarlo en la teoría y en la práctica. Cuanto más capacidad ten­ga para absorber e integrar elementos extraños, sin por ello perder su propia identidad, como unidad multicultural, más testimonia su potencial universal. La identidad se muestra también en la capaci­dad para evolucionar y permanecer ella misma, a pesar de los cambios. Si hay una religión con vocación universal, como preten­den las tres religiones monoteístas de Occidente, ésta tiene que tes­timoniar que sin renunciar a sus raíces históricas y culturales pue­de abrirse a la interculturaíidad y a la alteridad de otras tradicio­nes. No hay que olvidar, además, que el contraste con otras reli­giones puede ayudar a descubrir elementos de la propia tradición, de los que se toma conciencia cuando hay un encuentro con lo diferente. La relación de alteridad es fundamental para descubrir la propia identidad personal y colectiva. No cabe duda, por ejem­plo, de que la doctrina de Gandhi sobre la no violencia ayudó a redescubrir el pacifismo y la lucha no violenta de Jesús en los escri­tos del Nuevo Tesamente.

Por eso, la religión propia se descubre al encontrar otras iden­tidades religiosas, se facilita el diálogo, se respalda el pluralismo y se fortalece la propia identidad admitiendo que se puede enrique­cer con elementos ajenos. La universalidad surge de una religión abierta, dialogante y capaz de aprender e incorporar elementos de otras. Y esto, tanto en cuanto a prácticas y metodologías, como las de meditación oriental, como en cuanto a contenidos, como los de

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 325

una cristología hindú o una versión de la mística cristiana en cla­ve budista. Lo más universal es lo que más puede asimilar y reci­bir, sin perder su identidad. Al unlversalizarse una religión se hace más capaz de asumir formas plurales, adecuadas a los distintos grupos y zonas en las que pervive, se incultura de forma diversa y se enriquece históricamente.

La unidad de una tradición religiosa no viene dada por la uni­formidad, sino por la comunión en la pluralidad, que lleva consigo diferencias e incluso conflictos, que sólo pueden resolverse desde una afirmación abierta de la propia identidad, contra la tentación de un esencialismo atemporal, ahistórico y estático. La fecundidad histórica de una tradición se muestra por su capacidad de ilumi­nar y potenciar ámbitos socioculturales distintos de aquel en el que se ha originado. Esto es lo que hace que haya religiones mundiales y que otras no superen el carácter de lo local o nacional, con lo que su pretensión de verdad para todos los hombres es puesta en entre­dicho por su misma realidad histórica y sociocultural. Por eso, el ecumenismo, el diálogo, la capacidad de interacción y la contribu­ción al enriquecimiento de otras religiones son marcas de creen­cias abiertas y con vocación planetaria. En el fondo es una de las dimensiones y significados del concepto de catolicidad.

Este es el reto de los monoteísmos, y en concreto del cristianis­mo, como religión con pretensión universal y absoluta. Tiene que interpelar a las otras religiones desde su propio camino histórico y vivencial, ofrecer su interpretación del hombre y del mundo, y mos­trar, en la práctica, su fecundidad y convergencia con los derechos humanos y la dignidad personal. Al mismo tiempo tiene que beber en las fuentes experienciales de su historia a la hora de evaluar los fenómenos religiosos, dentro y fuera de él. Esto le exige apego a la tradición y crítica reflexiva y selectiva de ella, desde su tendencia a la universalidad y su conciencia de ser una religión histórica. A partir de ahí es posible re-elaborar una teología de las misiones desde el respeto a las otras religiones, el diálogo interreligioso y la aceptación de un cristianismo con inculturaciones distintas. El acento cristiano se pondría en la construcción del reino de Dios en el mundo, abierto a la colaboración con no creyentes y personas de otras religiones. Esta reorientación explica el fuerte impulso que han tomado las misiones en el postconcilio, en la línea de la pro-

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moción de la justicia y la lucha por los derechos humanos, siguien­do la doctrina social cristiana, en contraste con el eclesiocentrismo de la época anterior. Este desplazamiento ha ido acompañado de una discusión teológica y pastoral acerca del sentido de las misio­nes en el contexto de la actual teología de las religiones.

Juan Pablo II ha reafirmado la importancia de la evangelización y del sentido tradicional de la misión, subrayando la importancia de las iglesias locales, del clero indígena y de la inserción del cris­tianismo (Redemptoris Missio: 1990). La evangelización es la otra cara de la construcción del reino de Dios. Una inculturación es ple­na cuando una iglesia local arraiga en otra cultura, asumiendo sus diferencias socioculturales y elaborando su propia teología, dentro de la comunión de iglesias. Esto va mucho más allá de la proble­mática litúrgica de los "ritos orientales", porque sólo se alcanza en cuanto que hay otro modelo de iglesia dentro de la comunión que preserva su especificidad, en lugar de implantarse copiando el modelo europeo. Por eso la política de mantener la dependencia de las iglesias del tercer mundo respecto de las del primero, como ha ocurrido frecuentemente en las congregaciones romanas, va en contra de la teología de la misión47.

La misión está en función del Reino, como la misma Iglesia, y esto es lo prioritario en contra del eclesiocentrismo anterior. En la época anterior al Vaticano II hubo una toma de conciencia sobre la creciente descristianización de las sociedades europeas, que lle­vó a una nueva forma de entender la misión. El mundo obrero se convirtió en el destinatario preferente de la misión, lo cual incidió en la transformación de los ministerios, creándose los curas obre-

47. "Al mismo tiempo que la iglesia católica ha trabajado por conservar "los ritos orientales", sus funcionarios y sus representantes se han empeñado en vaciar a las iglesias orientales de su propio patrimonio, de sus instituciones canó­nicas, de su organización tradicional, para darles una configuración latina" (Máximos IV. Patriarca greco católico de Antioquía). Cfr., J.M. Tillard, La igle­sia local. Eclesiología de comunión y catolicidad, Salamanca, 1999, 126. En la misma línea recoge Tillard, afirmaciones de dirigentes y teólogos de las igle­sias africanas: "Fundadas, mantenidas y desarrolladas por personas, medios y recursos llegados de fuera, y modeladas según un tipo de iglesia que se con­sideraba perfecto y acabado, las iglesias africanas se encuentran edificadas sobre fundamentos de total dependencia teológica, catequística, pastoral, liturgia y económica" (pg.133).

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACJÓN 327

ros, y en la potenciación del laicado, renovando los movimientos de acción católica y abriendo espacios para un nuevo protagonis­mo, refrendado luego por el Vaticano II. Ambas orientaciones siguen siendo actuales hoy, cuando hay un movimiento de vuelta hacia un esquema tradicional del ministerio sacerdotal, centrado en el culto, y cuando hay un estancamiento en la promoción de los laicos, por miedo a que ocupen cada vez más puestos y funciones detentados por los clérigos.

En la actualidad la construcción del reinado de Dios pasa por la toma de conciencia de la injusticia en el mundo, a nivel nacional e internacional. De ahí la importancia de un cristianismo defensor de los derechos humanos, que haga suyas las luchas de los pobres, tanto a nivel nacional respecto de los inmigrantes y el sector ter­ciario de la sociedad, que permanece marginado en la sociedad del bienestar, como a nivel internacional, en el tercer mundo. Es sig­nificativo que la larga lista de canonizaciones y beatificaciones del último pontificado apenas incluya algún nombre de cristianos lati­noamericanos, mártires de la fe por su compromiso por la justicia. Un cristianismo comprometido desde la estrecha vinculación entre fe y justicia forma parte de la renovada teología de la misión de la Iglesia. Éste es también el momento histórico en el que puede dar­se una vinculación entre el proyecto de Iglesia de los pobres, que surgió en el Vaticano II y encontró un eco limitado en los textos conciliares, y una teología renovada de la misión. Desde la misión es posible también establecer lazos de cooperación entre las con­fesiones cristianas y con otras religiones.

A su vez, la plenitud del cristianismo en un lugar sólo es po­sible desde la irradiación de una iglesia propia que testimonia y anuncia el evangelio. Desde ahí es posible explicitar el porqué y el cómo desde el que los cristianos actúan en el mundo, vinculando el testimonio y el anuncio, con un compromiso de transformación de la sociedad a la que pertenecen. Romper el neocolonialisrno eclesiástico y potenciar el surgimiento de iglesias autóctonas no europeas es una de las exigencias misionales48. Sólo así es posible

48. M. Sotomayor, "Las misiones como incorporación de nuevos pueblos a la n pia iglesia. Diversos grados de 'colonización'": Proyección 27 (1980), 263-70

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revitalizar al cristianismo, como ha ocurrido en el postconcilio, en que América ha sido uno de los lugares de mayor creatividad y testimonio en el mundo, influyendo así en la misma Europa49. El acento no se pondría en el proselitismo sino en la fecundidad apostólica y sociocultural del compromiso cristiano. Se manten­dría la identidad cristiana y la convicción de que Jesús es el Cristo, el hijo de Dios vivo, pero, paradójicamente, se podría urgir a los miembros de otras religiones a que vivieran sus creencias en profundidad y mostraran sus contribuciones a la salvación del hombre.

El testimonio, el dar razones de la propia fe de la que deriva el compromiso, no lleva a la lucha contra la identidad religiosa de los otros, sino que busca el diálogo y el compromiso común en función del hombre. Este podría ser el significado de los En­cuentros de Asís de Juan Pablo II con grandes representantes de las otras religiones en 1986, 1999 y 2002, orando cada uno desde sus propias tradiciones y prácticas. No se trata de equiparar a todas las religiones ni de sancionar teológicamente el pluralismo, sino de establecer cauces de diálogo y cooperación en favor de la paz y la justicia en el mundo. Que cada uno ore a Dios desde su religión y que todos colaboren por la paz y la justicia mundial; que cada uno ofrezca la universalidad y fecundidad de la propia tradición y que, finalmente, cada uno decida en conciencia allí donde encuentra la verdad, sin presiones ni lucha de religiones. Esta actitud cristiana sería un reto para otras tradiciones religio­sas. Marcaría una nueva etapa en la historia de las religiones y haría posible la deseada contribución de las religiones a la paz mundial, subrayada por H. Küng, en contra de los que abogan por el choque de civilizacionesso.

49. Sobre la recepción y puesta en práctica del Concilio en Brasil y Estados Unidos, véanse Luiz C. Luz Márquez, "Plan d'ensemble pour la réception de Vatican II au Brasil" y J.A. Komonchak, "Roots and Branches: studying the History of Vatican II", en Vatican II au Canadá: enracinement et réception G. Routhier (ed.), Quebec, 2001,481-524.

50. H. Küng, Proyecto de una ética mundial, Madrid, 1992; Una ética mundial para la economía y la política, Madrid, 1999; H. Küng-K.J. Kuschel, Hacia una ética mundial. Declaración del parlamento de las religiones del mundo, Madrid, 1994.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 329

4. Reestructurar la Iglesia en el tercer milenio

El nuevo marco de la globalización ha confirmado la oportuni­dad y la validez del planteamiento del Vaticano II, que ahora cobra nuevo significado en el tercer milenio. Se trataba de ubicar el pri­mado en el contexto de la colegialidad episcopal, la sinodalidad de la Iglesia y la eclesiología de comunión. La teología posterior al Vaticano I había descompensado la eclesiología en una línea jurí­dica e institucional y la figura del primado papal se identificaba con el modelo organizativo del Soberano Pontífice, obispo univer­sal de la Iglesia católica y no obispo de Roma que preside la comu­nión de Iglesias. El nuevo contexto de la globalización, con su doble dinámica universal y de localización, plantea también retos a una Iglesia con pretensiones mundiales.

En este contexto cobran nuevos significados planteamientos y legados que el Vaticano II había dejado para la etapa postconciliar. Por un lado, en el mismo Concilio habían surgido múltiples voces reclamando la reforma del gobierno central de la Iglesia, en con­creto de la curia romana y de las distintas congregaciones. Por otro lado, habían surgido demandas acerca de crear un gobierno cole­gial que sirviera de asesoramiento y apoyo al Papa, y que expresa­ra en la teoría y en la praxis la nueva conciencia colegial. A esto se añadía la nueva realidad eclesial que eran las conferencias episco­pales, después de la toma de conciencia colectiva de los obispos acerca de su solicitud universal por la Iglesia, además de ser pas­tores de iglesias locales, y de que la colaboración entre ellos tenía que renovarse con formas nuevas para adecuarse a los retos de la segunda mitad del siglo XX. La vieja demanda de reforma de la Iglesia encontraba así un nuevo refrendo y algunos de los teólogos que jugaron un papel más importante en el Vaticano II insistía en la necesidad de que ésta se llevara a cabo, siguiendo en la letra y el espíritu el dinamismo conciliar51. Según y cómo se desarrollaran estas instituciones se podría calibrar en buena parte la recepción postconciliar de la colegialidad y su implantación real en la vida de la Iglesia.

51. K. Rahner, Cambio estructural de la iglesia, Santander, 1974.

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Cambios estructurales en favor de la colegialidad y la sinodalidad

La reforma de la Curia fue una de las primeras iniciativas post­conciliares de Pablo VI. El papa Pablo VI procedió a una interna-cionalización, dándole así una mayor representatividad universal, a una reforma de las congregaciones, con especial énfasis en el Santo Oficio de la Inquisición, que pasó a l lamarse Sagrada Congregación de la Fe, y a fijar una edad límite en la que todos los obispos y cardenales tenían que presentar su dimisión, incluidos los distintos cargos curiales. Ésta decisión de limitar la edad de ejercicio del episcopado, y también de la plena participación de los cardenales en el conclave electivo del papa, está cargada de signi­ficación teológica. Ponía en cuestión la idea de que el ministerio era vitalicio, subordinaba el ejercicio del ministerio a las necesida­des y conveniencias eclesiales, y establecía una distinción funda­mental entre la consagración del sacramento del Orden y el dere­cho a ocupar y ejercer un cargo en la Iglesia. Dejaba también abier­ta la puerta a posibles reformas futuras en torno a cuando presen­tar la dimisión y abría espacios a la idea de que el ministerio no es irreformable, sino que tiene que adaptarse a nuevas formas cuan­do lo exigen necesidades pastorales. De ahí el horizonte de posibi­lidades que ofrece un ministerio temporal y no vitalicio, y la posi­bilidad de nombrar a un obispo para una diócesis, a pesar de que sigue viviendo su antecesor. El bien de la Iglesia se impone a los posibles derechos personales y los cargos son servicios.

Además se subrayó más el carácter de la curia romana como organismo papal, simbolizado por el hecho de que todos los cargos quedaban en suspenso a la muerte de un pontífice. Juan Pablo II instituyó el 4 de febrero de 1992 la norma de que las congregacio­nes tenían que reunirse periódicamente con el papa para estable­cer la convergencia entre ellas, profundizando en líneas trazadas por Pablo VI. Hubo por tanto, una modernización de la curia romana, se creó una Nueva curia con otros organismos y se dieron competencias al Tribunal de la Signatura Apostólica para resolver competencias entre las congregaciones. Sin embargo, no hubo un proceso de descentralización ni se recurrió al principio de subsi-diariedad según el cual lo que podían resolver las iglesias locales o nacionales en su propio ámbito no necesitaba ser resuelto en Roma. Por eso, en el postconcilio se ha multiplicado el número de

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personas que trabajan en las congregaciones romanas, y también las nunciaturas, como consecuencia de la mayor internacionaliza-ción del papado. No ha habido cesión de competencias a las con­ferencias episcopales y ha aumentado la dinámica burocrá t ica inherente a cualquier organismo central.

La innegable modernización de la Curia, fue posibilitada por un cambio estructurar2 . Pablo VI reforzó a la Secretaría de Estado y con Juan Pablo II cobró mayor relevancia la Congregación de la fe, de la que fue nombrado prefecto el cardenal Ratzinger en 1982, y a la que tenían que someter sus documentos los otros dicasterios. La revolución en el campo de la informática y de los transportes hizo posible ejercer formas mucho más directas de control, con lo que se frenó la autonomía de los obispos locales y se limitó el dina­mismo de la colegialidad. El gobierno de la Iglesia sigue siendo uno de los ejemplos más claros de organismos centralizados a nivel mundial y la estructura de la relación entre el papado y los obispos ha cambiado poco en el postconcilio respecto de la época anterior, con la excepción de la internacionalización y la modernización, que las ha hecho más capaces. Además hay un mayor poder inme­diato del papa sobre la Curia y el colegio cardenalicio, ambos inter­nacionalizados.

Un segundo problema postconciliar era desarrollar el sínodo de los obispos, creado por Pablo VI por decisión personal y sin con­sultar a la asamblea conciliar53. Se trataba de un nuevo instrumen-

52. Pablo VI, Constitución apostólica Regimini ecclesiae universae, (15/8/1967). Las críticas y peticiones de una reforma de la curia no sólo se dieron en el aula conciliar, sino que volvieron a resurgir en el sínodo episcopal extraordi­nario de 1985. Cfr., P. Ladriére, "Le catholicisme entre deux interprétations du concile Vatican II. Le Synode extraordinaire de 1985": Arch.Sc.soc. des Reí., 62 (1986), 29-30. Una buena síntesis de los efectos de la reforma en el gobierno central de la Iglesia es la de A. Acerbi, "L'ecclesiologia sottesa alie istituzioni eclesiali postconciliari": CrSt 2 (1981), 203-34; J. Provost, "La re­forma de la curia romana": Concilium 208 (1986), 353-66.

53. El sínodo episcopal se creó con el motu propio "Apostólica sollicitudo" del 15 de septiembre de 1965, y luego fue "recibido" en textos conciliares (CD 5; AG 29). Cuando el papa instauró el sínodo episcopal muchos padres conciliares se sintieron decepcionados por su carácter restrictivo. Cfr., J. M. Tillard, La iglesia local, Salamanca, 1999, 524-26. Cfr., R. J. Laurentin, "Paul VI et l'aprés-Concile: le synode des éveques", en Paul VI et la modemité dans l'Église, Roma, 1984, 569-602, J. Grootaers, "La colegialidad en los sínodos de los obispos": Concilium 230 (1990), 35-50. Ya en el aula conciliar hubo un rechazo a que

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to, que podía convertirse en una mediación representativa de la colegialidad, que ayudara al papa en el gobierno de la Iglesia, y que tenía que reunirse cada tres años. Era una asamblea de todos los obispos del mundo, representada por trescientos padres sinodales, de los cuales treinta y dos son elegidos por el papa personalmente, otros van por cargo, y el resto es elegido por las conferencias epis­copales. Es una asamblea convocada por el papa, que determina­ba el tema a tratar (cánones 342-348 del CIC). Tiene carácter con­sultivo, no deliberativo, lo cual merma su significado para un gobierno colegial y fue perdiendo progresivamente autonomía res­pecto a los órganos curiales. En el sínodo de la Evangelización (1974), la Asamblea desaprobó la relación final que había prepara­do el cardenal Woityla y se decidió que las conclusiones se remi­tieran al papa, el cual publicó la excelente "Evangelii Nuntiandi", que vinculaba la evangelización y la liberación del hombre54. El problema es que, desde entonces, se dejaron de publicar las con­clusiones de la asamblea, convirtiéndose el papa en el que publi-

se creara ese organismo porque la curia vivía con el "espectro del conguber-nium", como denunció Ratzinger y buscaba asegurar la soberanía pontifica como instancia solitaria y centralizada. Ratzinger subrayaba que siempre ha habido formas de co-gobierno en la Iglesia y que además de la Curia podía haber otras formas que expresaran la colegialidad. Sin embargo, posterior­mente Ratzinger criticó a Rahner, que veía la colegialidad episcopal como sucesora del colegio apostólico, abriendo así espacios a un gobierno colegial universal en la Iglesia, en contra del solipsismo de la monarquía pontificia. Cfr., J. Ratzinger, "Scopi e metodi del Sínodo dei Vescovi", en J. Tomko (ed.), Sínodo dei vescovi, Vaticano, 1985, 45-58. En 1985, la preocupación de Ratzinger era otra, ya más cercana a la Curia y rechazaba cualquier forma de co-gobierno, en la línea de lo que demandaban algunos padres y teólogos para el sínodo episcopal. Cfr, HJ . Pottmeyer, Le role de la papauté au troisiéme millénaire, París, 2001, 122-130. Un buen estudio histórico sobre las distintas formas de co-gobierno en un contexto de colegialidad episcopal es el de B. Daley, "Structures of Charity: Bíshop's Gatherings and the See of Rome in the Early Church", en T.J. Reese (ed.), Episcopal Conferences. Historical, canonical and theological Studies, Washington, 1989, 25-58.

54. El cardenal Marty cuenta como la relación preparada por el cardenal Woityla como conclusión del sínodo de los obispos no recogía los testimonios y tra­bajos de las tres semanas de discusiones. Un grupo de cardenales rechazó presentar esa síntesis como conclusión del Sínodo, ya que tres cuartas partes de su documento eran rechazadas por la asamblea. Este protagonismo de la asamblea se perdió luego. Cfr., Documentation Catholique 1665(1974), 1011-12: "Introduction du cardenal Marty".

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caba documentos propios como una exhortación apostólica e inde­pendientemente de las discusiones en el aula.

De esta forma se limitó más el carácter colegial del sínodo epis­copal y su posible función de contrapeso a la curia romana. Los miembros del Sínodo ya no participaban en la elaboración de los "lineamentos" para la discusión y muy poco en el plan de trabajo propuesto. Además aumentaron los participantes por elección papal o por cargo, a costa de la representatividad de las iglesias locales. También los auditores pasaron a ser nombrados por el papa". El 2001, a propósito de la XX asamblea sinodal, el cardenal Lorschei-der de Brasil hizo críticas públicas al centralismo imperante que, según él, aprisionaba al papa. La misma sinodalidad de la Iglesia exige el complemento de la inculturación, por eso los concilios afri­canos, asiáticos o americanos no tienen por qué desarrollarse en Roma, como ha ocurrido en los últimos decenios, y mucho menos estar subordinados a las pautas que marcan las congregaciones ro­manas, sin que además tengan ningún valor más allá del consultivo.

Muchas esperanzas de que fuera un órgano colegial para el pri­mado del Papa se han visto defraudas por la evolución que ha teni­do, a pesar de la idea original de Pablo VI de que le ayudase en el gobierno de la iglesia56, por el creciente control que los organismos curiales han tenido sobre esta nueva institución, y, sobre todo, por las diferencias constatadas entre los debates tenidos en las asam­bleas episcopales y el documento final sometido al Papa, que no recoge los planteamientos asamblearios en su conjunto. Los cam­bios que se han producido en el postconcilio no han sido eficaces: se han creado estructuras sinodales, pero éstas no son permanen­tes, ni toman decisiones (sólo son consultivas), ni son autónomas (están controladas por las congregaciones romanas). La misma internacionalidad de la Iglesia es muy limitada, ya que incluso sínodos continentales, como el de África (1994), se han tenido en Roma y en ellos ha sido la Curia la que ha tenido el control en lugar

55. J.O. Beozzo, "El futuro de las iglesias particulares": Concilium 279 (1999), 181-84.

56. Esto es lo que afirma el cardenal F. Konig, Chiesa dove vai?, Roma, 1985, 50. El segundo sínodo insistió, sin lograrlo, en la importancia de que su función no fuera sólo consultiva, sino también deliberativa (pg. 52), a lo que se opu­so el cardenal Woityla (pg. 59).

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de dejar espacios para la creatividad de las respectivas iglesias". Juan Pablo II ha añadido una nueva praxis, la de consistorios car­denalicios para discutir problemas de la Iglesia, que podrían tam­bién desarrollarse en el futuro en una línea de gobierno colegial.

La tercera mediación para desarrollar la colegialidad ha sido las conferencias episcopales. La colegialidad fue el tema central del sínodo del 2001 sobre los obispos, tras los que se han tenido sobre los laicos (1987), los presbí teros (1990) y los religiosos (1994). Quedaba pendiente el importante tema del estatuto de las Conferencias episcopales, al que ya se aludió en 1985 cuando se evaluó el desarrollo del Vaticano II a los veinte años y del que ha tratado el Motu Propio "Apostólos suos" de Juan Pablo IIS8. Las Conferencias Episcopales, en la mayoría de los casos, agrupan a los obispos de una nación, pero pueden comprender a varias nacio­nes. Surgen de la preocupación universal de los obispos, expresan de forma concreta la colegialidad y tienen incidencia más allá de sus mismas fronteras geográficas, como ha ocurrido con las asam­bleas de obispos latinoamericanos (CELAM). Desde el sínodo de 1985, la eclesiología de comunión desplaza a la del pueblo de Dios, y de ella se deriva la colegialidad. La nueva insistencia está en la comunión jerárquica y en los problemas internos de la Iglesia, a diferencia del concepto de pueblo de Dios que acentúa mucho más la perspectiva histórica, la dimensión comunitaria y laical de la

57. El arzobispo de San Francisco, J. Quinn, ha sido el que se ha expresado de for­ma más clara sobre los problemas que hay para que el Sínodo sea una expre­sión del gobierno colegial en la Iglesia: "Por ejemplo, el sínodo es convocado por el Papa; su agenda está determinada por el Pontífice; no se permite que los documentos preliminares de las conferencias episcopales sean compartidos con otras conferencias ni hacerlos públicos y deben ser enviados directamente a Roma; el sínodo se lleva a cabo en Roma; los prefectos de la curia romana son miembros de él; además de estos, el Papa nombra directamente a un 15% adi­cional de los miembros; el sínodo no tiene un voto deliberante; sus deliberacio­nes son secretas y sus recomendaciones al Papa son secretas; el Papa escribe y emite el documento final después de que el sínodo ha concluido y los obispos han vuelto a casa" (La reforma del papado, Barcelona, 1999, 146; 146-153).

58. Remito a la excelente síntesis sobre el problema que ofrece B. Malvaux, "Un débat touyours actuel: le statut théologique des conférences des évéques": NRT 123 (2001) 238-53. Malvaux sintetiza los puntos principales de discu­sión actual, los cuales recojo en mi exposición.También, M. Barros, "La cato­licidad necesaria para un mundo globalizado. Reflexiones sobre la colegiali­dad episcopal": Pasos 92 (2000), 17-26.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 335

Iglesia y la relación del cristianismo con el judaismo, así como la misión en el mundo. Los nuevos matices de la eclesiología de comunión revelan los acentos que se ponen en los ochenta. Se mira más a la iglesia en sí misma, que a la iglesia en el mundo, al plan­tear la eclesiología de comunión; a la comunión jerárquica más que a la comunidad vista desde el pueblo; y a los problemas inter­nos de la Iglesia más que a la situación históripa del mundo59.

Las dos tendencias actuales reflejan la pervivencia del enfrenta-miento de dos eclesiologías en el Vaticano II, que también ha deja­do sus huellas en el nuevo código de derecho canónico de 198360. Unos contraponen la autoridad magisterial de cada obispo parti­cular a la de las conferencias episcopales, cuya magisterialidad se rechaza. Ven en las conferencias episcopales un mero instrumento práctico y pastoral, derivado del "afecto" colegial, y rechazan cual­quier tipo de asamblea o comisiones que menoscabe la autoridad diocesana de cada obispo. Por otro lado, la mera yuxtaposición de obispos, y más una gran heterogeneidad pastoral de las diócesis, es inviable en la sociedad móvil y mundializada actual. Otros defien­den que las conferencias episcopales no representan sólo a un con­junto de obispos, sino también de iglesias particulares, cuyo refe­rente último es la eclesiología de comunión61. Hay una contraposi­ción de eclesiologías. En la primera se defiende al obispo singular al que se exonera de cualquier dependencia respecto de las confe­rencias episcopales. En la segunda, se parte de la concepción sino­dal y provincial de la iglesia antigua, en la que los obispos estaban integrados en una estructura conciliar y episcopal dentro de la cual se integraban sus derechos, para, a part i r de ahí, reivindicar el valor magisterial de las Conferencias episcopales62.

59. Remito al estudio de G. Colombo, "Vaticano II e postconcilio: uno sguardo retrospettivo": Se Catt 133 (2005), 3-18.

60. J.A. Komonchak, "Vatican II and the new Code": Arch.Sc.soc. des Reí., 62 (1986), 107-117.

61. J. Llamazares, "La autoridad doctrinal de las conferencias episcopales", en Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Salamanca, 1988, 289-322. Una buena visión de conjunto es la de H. Müller-H.J. Pottmeyer (eds.), Die Bischofskonferenz. Theologischer und juridischer Status, Dusseldorf, 1989; A. Antón, Conferencias episcopales: ¿instancias intermedias?, Salamanca, 1989.

62. HJ . Sieben, "Las conferencias episcopales a la luz de los concilios particula­res durante el primer milenio", en Naturaleza y futuro de las conferencias epis­copales, Salamanca, 1988, 53-84.

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Las reuniones de los obispos de una provincia eclesiástica se tendrían cada cinco años, según el CIC (c.292), y las conferencias episcopales fueron constituidas en 1986 por Pablo VI para todos los países (ce.447-594). Inicialmente las conferencias episcopales surgieron por iniciativa autónoma de los obispos, mientras que posteriormente su erección y control ha pasado al gobierno papal. Lo que siempre quedaba en la penumbra era el estatuto teológico de las conferencias y su relación con la colegialidad63. Aquí es don­de han resurgido las controversias teológicas, como ocurrió con el tema de la iglesia universal o particular. El Motu propio de Juan Pablo II optó por un camino de compromiso entre ambas posicio­nes. Reconoce valor magisterial propio a las conferencias episco­pales, pero sólo si las decisiones se asumen por unanimidad (AS 22).Lo que se concede en teoría, el carácter magisterial de las con­ferencias como realización concreta de la colegialidad episcopal, se suspende en la práctica, ya que un obispo no tendría que some­terse a una decisión que no contara con su voto. Algo parecido ocurre en lo que concierne a la identidad teológica de las confe­rencias episcopales, ya que deja espacio libre para definiciones y concreciones de la colegialidad de los obispos, pero rechaza de plano la equiparación entre la colegialidad y éstas conferencias (AS 10; 12). Queda, sin embargo, un amplio margen para debates y concreciones, siempre dependientes de la concepción de Iglesia de la que se parta.

El problema de fondo es si se analizan las conferencias episco­pales a partir del ministerio episcopal como un cargo cuyo nom­bramiento y autoridad viene del papa, o si se parte de las iglesias particulares y de su representación episcopal. El problema se agrava porque los que defienden la autoridad del obispo singular, rechazando que haya otra autoridad intermedia entre ellos y el papa, son frecuentemente los que más énfasis ponen en el some­timiento del obispo a la curia romana y las distintas congregacio­nes, que actúan como una tercera autoridad, subordinada al papa pero diferente del papado. La fórmula de "afecto colegial" para designar a las conferencias es ambigua y susceptible de múltiples

63. G. Feliciani, "Las conferencias episcopales desde el concilio Vaticano II hasta el código de 1983", ibíd., 19-45, J.M. Tülard, La iglesia local, Salamanca, 1999, 512-23.

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interpretaciones. En el fondo del problema está una vez más el tema de la posible autonomía de los obispos respecto de los orga­nismos centrales romanos y el significado eclesiológico del prin­cipio de subsidiariedad en el contexto de la colegialidad 64, así como las distintas concreciones del "derecho divino" en derecho eclesiástico.

Se ha acusado a las Conferencias Episcopales de ser un instru­mento nuevo, que no se puede equiparar sin más con la colegiali­dad65. Esto es correcto, pero también ocurre con otras instituciones como el patriarcado, que es de derecho eclesial y no pertenece a la constitución dogmática estricta de la Iglesia. El problema se podría también extender a otros instrumentos de gobierno como la misma curia romana, que no se puede identificar con el papado y sólo ejerció un papel central en el gobierno de la Iglesia en el segundo milenio. En realidad, el estatuto de la curia romana es poco claro: a veces se presenta como un instrumento papal, un medio práctico de su gobierno, sin más; mientras que otras veces se tiende a verlo como una representación internacional del epis­copado y de la Iglesia universal, lo cual haría innecesarias otros organismos que expresaran la colegialidad. Los problemas eclesio-

64. J.A. Komonchak, "El principio de subsidiariedad y su pertenencia eclesioló-gica", en AA.W. Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Salaman­ca, 1988, 367-424; A. Antón, Conferencias episcopales: ¿instancias interme­dias?, Salamanca, 1989, 437-91; P. Huinzing, "Subsidiariedad": Concilium 208 (1986), 457-63; W. Kasper, "Der Geheimnischarakter hebt den Sozial-charakter nicht auf. Zur Geltung des Subsidiarietátsprinzip in der Kirche": HK 41 (1987), 232-36; El principio de subsidiariedad desde la comunión ecle­sial, había ya sido subrayado durante la discusión conciliar. Cfr., Cardenal J. Danielou, Osservatore Romano 13/3/1970, 7; G. Thils, "Vingt ans aprés Vati-can II": NRT 107 (1985), 29-31. También, J. Martínez Gordo, "La curia vatica­na y las conferencias episcopales: una complicada y deficiente relación": Lumen 54 (2005), 43-70.

65. Kasper las define como de derecho eclesiástico, pero con fundamento en el derecho divino. Cfr., W. Kasper: "Der theologische Status der Bischofskon-ferenzen": ThQ 167 (1987), 3. Por el contrario el cardenal Ratzinger las críti­ca en cuanto que son de derecho eclesiástico y pueden sofocar a los obispos. J. Ratzinger-V.Messori, Informe sobre la fe, Madrid, 1985, 68. El caso de Ra­tzinger es significativo de la evolución postconciliar, ya que antes afirmaba "Las conferencias episcopales, por tanto, son una de las posibles formas con­cretas de la colegialidad, la cual encuentra en ella realizaciones parciales que, a su vez, hacen referencia al conjunto" ("Implicaciones pastorales de la doc­trina de la colegialidad de los obispos": Concilium 8 (1965), 61-62.

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lógicos que han surgido en torno a estas instituciones muestran las dificultades teológicas y prácticas que se han dado en el postcon­cilio para recibir y aplicar el concepto de colegialidad episcopal y mantener al mismo tiempo un modelo de Iglesia, que básicamen­te es el consolidado desde el concilio Vaticano I, en torno a la idea de la monarquía papa. Por eso el problema de la eclesiología de comunión y la colegialidad episcopal desemboca en la necesidad de una reforma de la estructura misma del papado.

El Vaticano y los derechos socio-políticos

El problema de la colegialidad depende de la transformación en profundidad de la misma institución papal, tanto en lo que con­cierne a su papel secular, que es el que más aparece para los no cristianos y los no católicos, como en lo que afecta al primado en el marco de la eclesiología. Hay que transformar una institución papal centralizada y centrada en la curia, por otro modelo descen­tralizado e internacional, cuya pieza clave es la colegialidad de los obispos y la potenciación de las iglesias nacionales66. La reforma de la Iglesia sigue pasando por la del papado y la jerarquía, como en la época tridentina. Para ello es necesario distinguir entre estructura jerárquica constitutiva de la Iglesia y los actuales mode­los de organización, que son epocales, contingentes y reformables. Una cosa es defender el primado del papa, que es lo propio de la tradición católica, y otra muy distinta que la actual forma de orga­nización del papado tenga que seguir siendo la de la Contrarre-

66. Ésta es la línea a la que apuntan cada vez más teólogos de prestigio. El mayor conflicto se produjo en el sínodo episcopal de 1985. Cfr., Y. Congar, Ministéres et communion ecclésiale, París, 1971, 167-85; "Sinodo, primato e collegialitá episcopale", en La collegialitá episcopale per il futuro della Chiesa, Florencia, 1969, 44-62. La importancia del sinodo episcopal para la tradición oriental ha sido subrayada por Hajjar y Guillou en el volumen colectivo La collegiali-té episcopale, Histoire et Theologie, París, 1965. Sus repercusiones para una renovación del primado han sido analizadas por W. Kasper, "Das Petrusamt ais Dienst der Einheit", Das Papstamt, Regensburg, 1985, 113-38; "Lo per­manente y lo inmutable en el primado": Concilium 108 (1975), 165-78; J.M. Tillard, El obispo de Roma, Santander, 1986, 53-88; G. Alberigo, "Para una renovación del papado al servicio de la Iglesia": Concilium 108 (1975) 141-64; A. Acerbi, "L'eclesiologia sottesa alie istituzioni ecclesiali postconciliari: Cr St 2 (1981), 203-34.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 339

forma67. El contexto ecuménico obliga a pasar de una teología de la controversia a otra de convergencia y la globalización planetaria posibilita transformar las formas de gobierno, ya que facilita una presencia directa del papa en las iglesias, así como su intervención cuando sea necesario, sin necesidad de un gobierno centralizado.

Es un problema que subsiste y que no se resolvió en el Concilio. Hoy cobra nuevo significado a la hora de determinar el papel del primado papal. Hay que comenzar por el orden temporal, ya que la soberanía papal sobre el Estado Vaticano, una herencia del siglo XX, es una base de su autonomía moral y política, pero también una causa frecuente de conflictos que, a veces, escandalizan a cre­yentes y no católicos. No hay que olvidar que el proceso actual de globalización hace que la forma de ejercer la soberanía estatal sea un asunto internacional, y que cada vez más resulte difícil recurrir a las razones de estado o a la soberanía en los asuntos internos para justificar formas abusivas de ejercer el poder político. La cre­ciente demanda de un tribunal internacional y las críticas crecien­tes a gobernantes y Estados responde a esta nueva sensibilidad. Se pasa de subditos a ciudadanos y se rechaza que los atentados a los derechos humanos sean de competencia exclusiva de la soberanía nacional. En el orden secular, la democracia y la descentralización, así como el respeto a los derechos humanos, son los referentes fun­damentales a la hora de juzgar estados y gobiernos. Esto también tiene repercusiones para la Iglesia, para sus instituciones y su for­ma de gobierno.

No cabe duda de que la pérdida de soberanía temporal sobre los estados pontificios fue una bendición de Dios. Lo que se vio en su momento como una catástrofe para la Iglesia, fue una nueva opor­tunidad histórica para revalorizar el significado moral de un papa sin poder temporal, reducido a un poder simbólico y moral. La lis-

67. Card. L. Suenens, "Los hijos fieles de la Iglesia no cuestionan la autoridad del papa, sino el sistema que le aprisiona y le hace solidario de la menor decisión de las congregaciones romanas, lleve o no su firma. Es deseable que se llegue a liberar al mismo papa del sistema sobre el que hay quejas desde hace varios siglos, sin que llegue a desembarazarse y deshacerse de él. Porque, aunque los papas pasen, la curia permanece": Informations Catholiques Internationales 336 (15-5-1969) Supplément XV. La distinción entre estructura institucional y or­ganización es la clave. Cfr., Juan A. Estrada, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca, 1984, 141-68.

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ta de papas que se han sucedido en la sede romana desde 1870 des­taca en contraste con los anteriores por la integridad personal, la dedicación a los asuntos de la Iglesia y una influencia internacional basada en su dimensión religiosa. Por otra parte, la dimensión polí­tica del Vaticano puede ser una mediación efectiva para influir en la política internacional, en línea con la doctrina social de la Iglesia, y para tener voz y voto en los asuntos internacionales. Es innegable que la capacidad de influencia de la iglesia católica en los asuntos mundiales tiene un sostén en el Estado Vaticano, que ofrece posi­bilidades de irradiación que no tienen otras religiones, como mues­tran los más de cien Estados acreditados ante el Vaticano.

Los problemas, sin embargo, surgen a la hora de conciliar la doctrina católica sobre el Estado, la defensa de los derechos huma­nos y la representatividad de los ciudadanos en la vida pública, y la organización teórica y práctica que se ha dado al estado Vati­cano. Al promulgarse el nuevo estatuto del Estado del Vaticano, que sustituye al que se creó tras los acuerdos de Pió XI y Mussolini, se mantiene el concepto de una soberanía absoluta en la que con­vergen los poderes judiciales, legislativo y ejecutivo68. Los cambios que se han dado en el orden político, distinguiendo entre poderes y limitando la soberanía con los derechos humanos y ciudadanos, no han dejado huellas en La Nueva Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano que ha entrado en vigor el 22 de febrero del 2001. El Vaticano sigue siendo uno de los pocos estados absolutos que existen en la actualidad. Esto afecta al gobierno central de la Iglesia, porque el poder temporal y espiritual son detentados por la misma persona, cuando se podrían separar en personas jurídicas y físicas distintas. También, porque las necesidades de la política y de la razón de Estado interfieren con los problemas espirituales, morales y teológicos, como ocurrió con la teología de la liberación, la situación de la Iglesia en los países del Este o bajo gobiernos dic­tatoriales. Lo conveniente políticamente no siempre coincide con lo que habría que hacer desde una perspectiva evangélica, y fre-

68. Así se establece desde el artículo primero de la nueva Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano: "El Sumo Pontífice, soberano del Estado de la ciudad del Vaticano, tiene la plenitud de los poderes legislativos, ejecu­tivo y legislativo". El texto entró en vigor el 22 de febrero de 2001, y sustitu­ye al estatuto anterior de 1929.

El. CRISTIANISMO Y I.A GLOBAL.I/ACIÓN 341

cuentemente las razones de Estado se imponen a planteamientos evangélicos. La historia de Monseñor Romero y su falta de apoyo en el Vaticano son una buena muestra de la tensión existente entre ambos ámbitos69.

A esto se añade que la Iglesia, al menos desde el Syllabus, ha tenido muchos problemas para aceptar los derechos humanos y también la democracia70. El miedo a las ideologías liberales impo­sibilitó el apoyo a la democracia, y mucho menos asumir su espí­ritu e instituciones para el gobierno eclesial. Sólo Pablo VI rompió este distanciamiento de forma clara en las Naciones Unidas, asu­miendo el valor de la democracia como una conquista social y abriendo el camino al reconocimiento de los derechos humanos. Juan Pablo II ha aceptado la democracia como el régimen político que mejor protege los derechos humanos71, pero, en ambos casos, sin aplicación eclesial alguna, como si no hubiera relaciones e influencias entre la sociedad civil, el Estado del Vaticano y la mis­ma Iglesia. Naturalmente la situación específica del Estado Vati­cano ofrece problemas especiales a la participación política, que forma parte de la doctrina sociopolítica de la Iglesia, pero no se ve cómo ésta puede amonestar a los pueblos a que la asuman sin inci­dir en ella misma en cuanto Estado.

La falta de sintonía entre la doctrina de los derechos humanos y el ámbito institucional estatal de la Iglesia, explica también por qué el Estado del Vaticano sea un Estado con una larga lista de

69. Remito al excelente artículo de M. Maier, "Monseñor Romero, conflictividad eclesial y carisma ministerial": Revista Latinoamericana de Teología 22 (2005), 7-26.

70. Lo cual se radicaliza por la contestación sociocultural a las grandes institu­ciones y a cualquier ejercicio de poder que no sea compatible con ellos. F. Kaufmann, "Istituzioni ecclesiastiche e societá moderna": CrSt 2 (abril 1981), 51-55.

71. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis 44: "Otras Naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y consolide, porque la 'salud' de una comunidad política -en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos- es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de 'todo el hombre y de todos los hombres' (30/12/1987).

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omisiones en los diversos acuerdos internaciones que se han gene­rado en los últimos sesenta años para proteger los derechos de la persona. De las 72 convenciones con unos 103 protocolos suscritos por las Naciones Unidas hasta 1995 para el cumplimiento de los Derechos Humanos, la Santa Sede ha suscrito sólo diez y no ha fir­mado tampoco la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa. Ha ratificado algunas convenciones (sobre los refugia­dos, derechos del niño y discriminación racial), pero no las con­venciones generales sobre derechos civiles, políticos, económicos y socioculturales y algunas que conciernen a discriminaciones, como, por ejemplo, las basadas en el sexo, la enseñanza, el empleo, crímenes de guerra, tortura, pena de muerte, etc.72. Se quiera o no todo esto contribuye al desprestigio no sólo temporal sino también espiritual del papado, y con él de toda la Iglesia católica. Hay muchas dificultades para asumir los principios de autonomía y libertad personal, en un marco que acentúa la catolicidad cultural y la supremacía última del magisterio jerárquico, por eso hay divergencia a la hora de valorar los derechos humanos y se pone el acento en el derecho a la educación religiosa, silenciando otros eclesialmente más conflictivos.

No es comprensible que la Iglesia jerárquica defienda los dere­chos humanos en la sociedad civil y en las distintas naciones y éstos no se apliquen en el mismo Estado de la Iglesia. No sólo por­que la evangelización actual se basa en el testimonio, y no sim­plemente en la autoridad del cargo, sino porque éstas actitudes corresponden a otras que se dan en el ámbito estricto de la ecle­siología y de la vida interna de la Iglesia, en la que también se acu­sa falta de sensibilidad para la dignidad y derechos humanos. Es lo que ocurre con la dignidad de la mujer, muy subordinada a una mentalidad masculina y patriarcal; con la promoción de los laicos, sofocados por el clericalismo que sigue vigente; el respeto y valo­ración de la labor de los teólogos, subordinados a una Congrega-

72. Cfr., J.B. Marie, "International Instruments relating to Human Rights": Human Rights Law Journal (1-1-1995) 75-91. Un análisis de las convenciones no firmadas por la Iglesia lo ofrecen J.M. Castillo, Iglesia y Derechos Huma­nos, Madrid, 1999, 9-14; J. B. Marie, "Democratie et droits de l'homme: exi-gences pour les Églises": RDC 49 (1999), 114-22.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOI3AI.IZAC1ÓN 343

cion para la fe en la que se utilizan procedimientos anacrónicos y, a veces denigratorios, en los que la acusación y el juez son ejerci­dos por las mismas instancias, etc.73.

Difícilmente se pueden predicar los derechos humanos sin que se asuma éstos dentro de la misma Iglesia. Aquí está en juego la credibilidad del evangelio. En realidad, hay una relación, aunque no una equiparación, entre la concepción de la democracia y el res­peto a los derechos humanos en el ejercicio del poder, y las exi­gencias de una eclesiología de comunión. En ella, se reivindica la participación de todos, una igualdad jurídica y teológica mínima, basada en el sacramento del bautismo, y la exigencia del discerni­miento como virtud cardinal de la nueva eclesiología, que sustitu­ye la apelación a la obediencia sin más, propia de una eclesiología verticalista y jerárquica. Y es que la Iglesia, pueblo de Dios, es mucho más que una democracia, en cuanto "familia de Dios", que es un viejo título eclesiológico. En el postconcilio se intentó amor­tiguar la vinculación entre comunión y pueblo de Dios, en favor de la "comunión jerárquica", y se acentuaron los aspectos jurídicos en contra de la horizontalidad de la comunión con el pueblo.

El Primado papal en el tercer milenio

La globalización favorece hoy la aceptación del primado, ya que una Iglesia mundial hace más necesario garantizar la unidad. No hay que olvidar que el pluralismo es enriquecedor, pero también conflictivo. Pero, por otro lado, esta nueva situación, aparentemen­te favorable al catolicismo, ha agudizado los problemas estructura­les del papado, ya que el modelo organizativo actual es cuestiona­do tanto a nivel teológico como en la praxis eclesial. El modelo generado por la reforma gregoriana y consolidado en Trento y en el Vaticano I, no es viable, ni eficaz a comienzos del tercer milenio, aparte de ser el gran obstáculo para la unión de los cristiano. Hay

73. Tras los testimonios de algunos teólogos importantes, como B. Haring, (Mi experiencia con la iglesia, Madrid, 1989) que criticaba su indefensión ante la sagrada Congregación de la fe, así como los muchos defectos jurídicos que tiene el actual procedimiento para juzgar a los teólogos, ha emergido recien­temente el impresionante testimonio del cardenal Congar, Cfr., Y. Congar, Diario de un teólogo. 1946-56, Madrid, 2004; C. Bosch, "Madre y teología. Una carta del P. Congar": Vida Nueva, 2278 (2000) 30-31.

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que cambiarlo para que sirva a la Iglesia, en lugar de erosionar su plausibilidad y credibilidad. Más que la figura de un primado, den­tro de una comunión de obispos, se ha desarrollado la idea del papa como obispo universal de la iglesia católica.

A esto ha contribuido el título de vicario de Cristo que desplazó en el siglo XI al de sucesor de Pedro, pasando la iglesia de una estructura eclesial sinodal, episcopal y de comunión a una monar­quía absoluta del vicario de Cristo Rey. Hay una demanda teológi­ca de que el papa renuncie al título de vicario de Cristo, usual des­de la reforma gregoriana, para volver a utilizar el de sucesor de Pedro o incluso el de "siervo de los siervos de Dios", que responden mejor a la eclesiología del primer milenio y a la sensibilidad actual. Este cambio de titulación debería reflejar una transformación en el modo de ejercer el primado74 . El papa se ha convertido en una referencia mundial, se ha internacionalizado su figura, ha cobrado una mayor relevancia eclesiológica universal y ejerce hoy influen­cia fuera del mismo catolicismo. Este es el aspecto positivo, entre otros, del liderazgo internacional que ha asumido el papado, des­de Juan XXIII y Pablo VI hasta Juan Pablo II, que es el que más ha impregnado al papado de un nuevo estilo.

Juan Pablo II ha sido un papa popular, ha convocado grandes masas y ha manejado con maestría la cultura de los medios de comunicación social, con más de una docena de encíclicas e innu­merables documentos. Ha sido un papa viajero y desbordante, con gran fortaleza física y moral , capaz de tomar opciones contra corriente y con convicciones claras. De ahí, el respeto que ha pro­ducido en muchas personas, creyentes o no. Ha comprendido que estamos en la cultura de los medios de comunicación social y en

74. K. Schatz, El primado del papa, Santander, 1996, 135-38. San Pedro Damián aplicó el título al papa, en contra de su uso anterior por el Emperador, y Bernardo de Clairvaux en el siglo XII dejó de utilizar el título de Vicario de Pedro para llamar Vicario de Cristo al papa Eugenio III, que fue el primero en integrarlo como título oficial. B. Hallensleben, "Kirche im Person": FZPhTh 52 (2005), 58. El cambio de vicario o sucesor de Pedro al de Vicario de Cristo lo potenció Inocencio III, el 1199, usándolo de forma sistemática. El papa se desmarca del colegio apostólico, derivado de Pedro, y pasa a cabe­za de la Iglesia y a estar por encima de ella. También, J.M. Tillard, El obispo de Roma, Santander, 1986, 125-37, Y. Congar, "Títulos dados al papa": Conci-lium 108 (1975), 199-203.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 345

una era de planetarización, en la que el papel de Roma como cen­tro del catolicismo tenía que adquirir una dimensión nueva. El nuevo estilo de pontificado ha buscado reforzar la identidad y orto­doxia católica, como respuesta a una cultura relativista. Ha creado una demarcación clara de la especificidad católica en el contexto de una sociedad planetaria, resaltando el valor de una cultura y moral católicas como base identitaria universal.

Sin embargo, la eclesiología subyacente a este proceso no es favorable a la colegialidad sino que potencia la idea del papa como obispo de la iglesia católica ("Episcopus universalis"), a costa de la eclesiología de comunión. Los más de cien viajes papales, que han dado mayor presencia al primado, se han orientado en la línea de reforzar el control romano sobre las otras iglesias, más que en la línea de potenciar las iglesias nacionales y las conferencias episco­pales. Los medios modernos de transporte y de comunicación per­miten una comunicación más fluida de las iglesias con Roma, pero el actual modelo de papado ha multiplicado su presencia en todo el catolicismo, más en la línea de obispo universal de toda la igle­sia que de primado y presidente del colegio de los obispos. No se trata de viajes en los que el papa dialogue en primer lugar con los obispos y escuche los problemas de las iglesias locales, sino que es la instancia principal del gobierno central que amonesta, supervi­sa y controla, subrayando el carácter asimétrico de las relaciones con los obispos, en lugar de resaltar en primer plano la comunión entre obispos e iglesias, en la línea de la eclesiología patrística.

Por otro lado, en el contexto de globalización actual, los viajes tienen peligro de caer en la dinámica postmoderna que acentúa la comunicación afectiva, la identificación con los líderes y la atrac­ción por el espectáculo y los grandes montajes, pero que, al mismo tiempo, pueden ser muy reacios a asumir contenidos doctrinales y compromisos éticos. Si hay una identificación con la figura del papa y un rechazo de las exigencias evangélicas, se perdería su testimonio eclesial y fracasaría el intento de confirmar en la fe. La cultura de los medios de comunicación, como muestran las igle­sias cibernéticas, favorecen impactos puntuales pero poco durade­ros, y se impone el evento que impacta en la opinión pública por encima del mensaje ideológico que se quiere transmitir. El senti­miento de pertenencia se agudiza por la experiencia del encuentro

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mismo, pero esto es efímero cuando no forma parte de un proyec­to compartido, que exige identidad, cohesión y perseverancia75.

En el contexto postmoderno y globalizante, se pueden captar mejor algunas dimensiones ambiguas del liderazgo, tanto el reli­gioso como el político y cultural. El "autoritarismo democrático" combina la ley de las mayorías con la personalidad comunicativa, basada en el dominio de los medios de comunicación social; mez­cla la capacidad comunicativa de los líderes, como poder carismá-tico, con un control tecnológico cada vez más perfeccionado de las masas; combina la modernización de las estructuras sociales y la pérdida de participación de los ciudadanos, que degenera en una pérdida de sentido; defiende la exaltación del individuo y una pér­dida práctica de poder ante la burocracia institucional. Por otra parte, la creciente tendencia a la fragmentación y la atomización hace que aumente la inseguridad individual y crezca la necesidad de figuras protectoras. Y cuanto más se asemejan las personas y los grupos sociales, tanto más necesaria es la defensa de los rasgos específicos ante la globalizante sociedad del riesgo, con conse­cuencias cada vez menos previsibles.

El papel del papa se ha revalorizado en el marco de la postmo­dernidad y globalización, ya que un mundo plural y universal hace conveniente una autoridad última que sirva de referencia a todos los cristianos. Si el papado se ha convertido en una institución demasiado fuerte en el catolicismo y ahoga otras estructuras orga­nizativas, en el protestantismo se echa de menos una autoridad con validez supra local que impida que el pluralismo degenere en una crisis de identidad del cristianismo, cuyos rasgos específicos pueden diluirse en el marco de una cultura sincretista. De ahí la necesidad pastoral y teológica del papado y las dificultades de una dinámica maximalista, como la desarrollada desde 1870, como compensación a la pérdida de soberanía temporal, que fácilmente degenera en culto a la personalidad.

Un primado que vele por los asuntos que conciernen a la Iglesia universal resulta tanto más necesario en el proceso actual de globalización, pero tiene que ser equilibrado por el respeto a las

75. R. Lemieux-J.P. Montminy, "Mesage et médium: le voyage de Jean Paul II au Canadá", en Le retour des certitudes, P. Ladriére-R. Luneau (eds.), París, 1987, 88-102.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACIÓN 347

diferencias socioculturales y eclesiales en el marco de una unidad entendida como comunión y no desde la uniformidad. Esto exige un replanteamiento de la teología subyacente a los partriarcados, en lugar de identificar sin más al patriarca de Occidente con el papa primado de la Iglesia universal. El proceso de maximaliza-ción del papado llevó a que competencias del obispo de Roma como patriarca de la Iglesia latina, se extendieran luego al prima­do universal. Ratzinger en los sesenta criticaba esta fusión, que no es una exigencia del p r imado papal, porque hace del papa un "patriarca universal", en contra de la tradición del primer mile­nio76. Es necesario en el tercer milenio distinguir las dos funciones papales y, en caso de necesidad, crear nuevos patriarcados y darles autonomía respecto de la iglesia latina, en lugar de mantener el marco unitario actual. La continuidad renovada con la eclesiología de comunión, en que se basan los patriarcados de la Iglesia anti­gua, pasa por dar más competencias y autonomías a iglesias asiá­ticas, africanas y americanas, que son zonas claramente diferen­ciadas de Europa y podrían constituirse como nuevos patriarcados en el marco de una iglesia mundial.

La unidad pasa hoy por la comunión en la pluralidad, en el mar­co de una sociedad planetaria, cada vez más interaccionada e interdependiente. No se puede imponer un mismo modelo a pue­blos que tienen diversos grados de desarrollo histórico y socio-cultural, ni tampoco es posible el aislamiento y la fragmentación autárquica. Los problemas del siglo XXI vienen de una sociedad cada vez más mundial y relacionada, que imposibilita los aisla­mientos, y que, s imultáneamente, erosiona la pluralidad ante el avance irresistible de un modo de vida, el occidental. La Iglesia, como pueblo de pueblos, debería ser un modelo referencial de uni­dad plural, a partir de una transformación interna e institucional que reflejara la opción teológica por la Iglesia de los pobres, asu­miendo ese papel en la escena mundial y buscando transformarse internamente para que esa imagen sea coherente.

76. J. Ratzinger, "Konkrete Formen bischoflicher Kollegialitat", en J. Hampe (ed.), Ende der Gegenreformation?, Stuttgart, 1964, 157-59; El nuevo pueblo de Dios, Barcelona, 1972, 160-61. También, Y. Congar, "Le pape comme patriar-che d'Occident": Istina 28 (1983), 374-90; W. de Vries, "El Collegium Patriarcharum": Concüium 8 (1965), 68-87.

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Estas exigencias se completan por necesidades internas de la Iglesia. El mismo uso de los medios de comunicación de masas ha hecho del papa el maestro universal de toda la Iglesia. Se multipli­can los pronunciamientos papales sobre todas las materias de la teo­logía, con lo que se crea una teología oficial romana que sirve de referente obligatorio para todos y que limita la libertad de investi­gación, opinión y expresión en la Iglesia. En este sentido, las com­petencias magisteriales del papado se extienden y hacen cada vez más difícil la pluralidad y la autonomía de la teología. Este proceso se agudiza por una tendencia tutiorista, en los campos doctrinal, moral y ministerial, que hacen inviables las búsquedas y los intentos creativos por buscar nuevos caminos. La desconfianza hacia la teo­logía renovadora, como ocurrió con la "Humani Generis", parece aumentar precisamente en una época histórica en que los cambios sociales son cada vez más acelerados y radicales, haciendo cada vez menos creíbles y plausibles las doctrinas tradicionales.

El papado tiene dificultades para aparecer como una autoridad moral universal en la medida en que se ve, cada vez más, identi­ficado con las corrientes más conservadoras y las instancias más tradicionales de la Iglesia77. La diferente sensibilidad y actitud con que se tratan los conflictos generados por teólogos, obispos, e ins­tancias conservadoras redunda en un desprestigio moral del papa­do como institución. De ahí, la proliferación de movimientos con­testatarios, que hubieran sido impensables hace unas décadas, como el de "Somos Iglesia", o la huida de muchos cristianos que no protestan pero que emigran en silencio y reducen a un mínimo su pertenencia a la Iglesia. Reducir esto a un "complejo anti-roma-no" sin preguntarse críticamente por las causas internas que lo han generado, es una forma de evadir los problemas que cada vez resul­tan más evidentes para la opinión pública dentro de la iglesia.

El estilo de gobierno, desde el papa hasta los presbíteros, pasan­do por los obispos ha estado marcado por el dirigismo y el afian-

77. Por ejemplo, el rechazo tajante de los medios anticonceptivos, que no ha sido recibido por la mayoría de los católicos; la imposibilidad "definitiva" de acce­so de la mujer al sacerdocio ("Ordinatio sacerdotalis" del 30/5/1994); Decla­ración de la Congregación para la Doctrina de la fe del 24/11/1995); la prohi­bición de que las personas divorciadas puedan recibir la comunión (Docu­mento de la Congregación para la fe del 24/5/1990)

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBALIZACiÓN 349

zamiento de la autoridad, favorecido por el talante carismático y de líder moral de Juan Pablo II78, que ha hecho más fácil la consolida­ción de una concepción estamental, vertical y directiva de la jerar­quía. No ha habido un cambio profundo en la forma de compren­der la relación entre la autoridad y la comunidad, sino una moder­nización de la concepción asimétrica de la Iglesia (la de la sociedad desigual), aunque no falten las apelaciones puntuales a los textos del concilio Vaticano II y a la misma eclesiología de comunión. El estilo de autoridad sigue siendo fundamentalmente verticalista, directivo y monárquico , aunque el lenguaje se haya vuelto más ministerial y comunitario. Ha habido un cambio de época, pero no se puede decir que haya cambiado el modelo organizativo del papa­do en la época de la globalización, aunque es innegable su interna­cionalidad, su mayor dinamismo y la autoridad moral personal de Juan Pablo II. La reforma del papado en la época de la globaliza­ción es uno de los problemas pendientes en el tercer milenio.

Reformas institucionales en favor del pueblo de Dios

Esta falta de reforma institucional, ya que se ha mantenido y modernizado el paradigma del segundo milenio, limita muchas aportaciones y novedades post-conciliares. Por ejemplo, los inten­tos postconciliares de instituir consejos y potenciar al presbiterio, como colegio que gobierna la Iglesia local bajo la autoridad episco­pal; o de promover consejos de laicos que colaboraran y asesoraran en el gobierno de las diócesis. La renovación sinodal en las iglesias diocesanas ha favorecido la participación de los laicos, en contra de la praxis anterior, aunque la tendencia mayoritaria ha sido la del mero voto consultivo de éstos. Lo mismo ocurre con los intentos de Pablo VI de favorecer la multiplicación de ministerios laicales, des­pués de siglos de clericalización del ministerio, que han tenido resultados muy modestos. Los problemas institucionales se acu­mulan porque el marco es inadecuado: la demanda de posibilitar varios tipos de ministerio sacerdotal, a tiempo completo y parcial, con celibato o no; replantear el papel de la mujer en la Iglesia, sin

78. La importancia de esta dimensión para el ministerio papal ha sido resaltada por H. J. Pottmeyer, "Petrusamt in der Spannung von Amt und Charisma": Una sancta 31 (1976), 299-309

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excluir ni concentrarse sólo en su acceso al ministerio sacerdotal; la posibilidad de laicos que acceden a cargos eclesiásticos, así como la promoción de éstos a cátedras de teología; el mayor control de las comunidades sobre la formación y promoción de los candidatos al sacerdocio, para que no se eduquen al margen de la Iglesia real, sin contactos con las comunidades a las que tienen que servir.

Se mantiene una teología del pueblo de Dios pero a la hora de concretar se opta por una concepción clerical, y ante la constata­ción de que la vieja eclesiología es inviable por la carencia de cle­ro, se acepta que los laicos asuman ministerios y funciones, de for­ma excepcional, provisoria y condicionada siempre por la falta de un sacerdote. La excepcionalidad de la praxis es compatible con una teología tradicional o, por lo menos, restrictiva de las poten­cialidades de los laicos. Esto explica que en el Nuevo Código de Derecho Canónico se mantenga la vieja definición del laico como el no sacerdote (c.207), al que se agrega que es uno que no perte­nece a la vida religiosa (c.463/2), y que cuando se presentan los derechos y obligaciones de los laicos (cc.208-223) se muestren res­trictivamente sus competencias y de forma abstracta y general, y muchas veces presentándolas no como determinaciones específi­cas en favor de los laicos sino como competencias de todos los cris­tianos (cc.224-231)79. Una estrategia minimalizadora de los laicos en la época postconciliar ha sido vaciar de contenido específico su identidad teológica en favor de la teología de la identidad cristiana de todos, con lo que su perfil se centra en lo descriptivo y socioló­gico, sin una apoyatura teológica concreta. El resultado es que la Iglesia se sigue centrando en el clero, no en los laicos ni tampoco en la comunidad, y que pervive una dualidad entre la eclesiología teórica y la praxis clerical, de forma parecida a cómo la teología del "servicio" (ministerio) sacerdotal se compatibiliza con una praxis que resalta los poderes del clero y su dominio sobre la comunidad.

La potenciación del laicado, la reforma de los ministerios, la impulsión de una iglesia comunitaria y la misma emancipación de la mujer en la Iglesia, tropiezan con una estructura institucional que limita mucho el cambio. La teología más crítica no se basa en desarrollar una eclesiología carismática que no tenga en cuenta lo

79. S. Demel, "Christen zweiter Klasse?": StdZ 218 (2000), 555-567.

EL CRISTIANISMO Y LA GLOBAL1ZACIÓN 351

institucional, como algunos piensan. Al contrario, el problema es que se quiere un cambio espiritual y moral, sin abordar el proble­ma de las instituciones. Es decir, paradójicamente, se entiende la Iglesia desde una visión espiritual, mística e invisible, que es lo típico de las eclesiologías protestantes, sin querer abordar la nece­saria transformación institucional80. Se olvida así que la gracia pre­supone la naturaleza, y que una cosa es el primado, el episcopado o el sacerdocio ministerial como instituciones irrenunciables de la Iglesia, y otra muy distinta la configuración organizativa que han adoptado en el segundo milenio.

La estrategia inmovilista identifica estructuras y organizaciones e insiste en los aspectos morales y espirituales de la Iglesia, que es los que habría que cambiar, dejando intactas las instituciones. Tradicionalmente los grupos más progresistas defendían el caris-ma contra la institución, mientras que hoy habría que insistir en la transformación institucional contra los que sólo postulan un cam­bio espiritual, que deje intacto el actual statu quo eclesial. No ha habido una reforma que tradujera al campo de la organización lo que se había vivido a nivel conciliar, tanto en cuanto evento histó­rico como en los mismos documentos teológicos. El problema de las verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, según o no incidiera en el marco institucional, se ha revelado decisivo en la época del post-concilio. Ahí es donde se ha impuesto una lectura minimalis­ta del legado conciliar.

Hoy el catolicismo está lastrado por una institucionalización que ya no corresponde ni a las necesidades actuales, ni a las exi­gencias ecuménicas, ni a la sensibilidad de los fieles. Tampoco cuenta con el consenso global de la teología, ya que cada vez abun­dan más las corrientes y escuelas que impugnan el modelo vigente y proponen cambios desde un conocimiento renovado de la escri­tura y de la tradición. Si el modelo del primado tiene que replante­arse en el contexto de la sinodalidad eclesial y la colegialidad epis­copal, lo mismo ocurre con la figura del obispo, que repite en su iglesia local el modelo monárquico (sólo sometido a la autoridad superior del gobierno central de la Iglesia) y que acapara todas las

80. Esto es lo que denunció Y. Congar con su estudio Falsas y verdaderas refor­mas en la Iglesia, Madrid, 1953.

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decisiones y potestades. El contrapeso de consejos presbiterales y laicales, que intentó promover el Concilio, apenas ha tenido reper­cusiones prácticas en el funcionamiento de las iglesias. La teología del pueblo de Dios, de la comunidad, y de la eclesiología de comu­nión sigue siendo, en buena parte, una herencia no realizada del Vaticano II.

Especial importancia tiene el proceso de selección y nombra­miento de los obispos, sustraído a las comunidades y a los mismos episcopados nacionales, ya que el control exclusivo lo tiene el gobierno central de la Iglesia. La misma duración de los cargos eclesiásticos es objeto hoy de interrogantes, ya que tácticamente la Iglesia es gobernada por una gerontocracia, que por edad y menta­lidad tiene una tendencia al conservadurismo, a pesar de que los cambios socioculturales son hoy muy rápidos e intensos. Y es que los ministerios tienen que estar al servicio del pueblo de Dios en un contexto de cambios profundos que exigen una reestructuración ministerial, así como el mayor protagonismo de los laicos y las comunidades a la hora de seleccionar, formar y orientar las tareas de los ministros.

Por eso, la gran tarea del catolicismo en el tercer milenio es la de llevar adelante la actualización o "aggiornamento"que buscaba el Concilio y abordar la reforma institucional, insistentemente pedida en Trento y en el Vaticano II, en ambos casos con la oposición glo­bal de los grupos más tradicionalistas. La globalización exige el contrapeso de una pluralidad de centros y de una autonomía a nivel local y regional, como ocurre a nivel político con las comunidades autónomas, y la coordinación de países dentro de una unión supra-nacional. En ambos casos es necesario un poder central que tiene la función de actuar como juez, interlocutor y vigilante de la uni­dad. Este era el papel del primado en el primer milenio, en el que actuaba como primero entre pares y como tribunal de apelación, en el contexto de una iglesia sinodal y patriarcal. Por eso, el modelo de comunión tiene una amplia tradición en la Iglesia y es el que mejor se adapta a las necesidades del tercer milenio, aunque el segundo haya recorrido un camino opuesto, que ahora hay que desandar.

6 DIVERSIDAD DE CREENCIAS EN UNA SOCIEDAD PLURAL

El comienzo del siglo XXI está marcado por la incertidumbre y la inseguridad para muchas personas. El nuevo siglo genera expec­tativas, proyectos e ilusiones de una Iglesia diferente y de un cris­tianismo renovado y actualizado, pero está también cargado de interrogantes y temores. Desde la perspectiva de un cristiano prac­ticante, es decir, comprometido con la Iglesia y con la tradición que representa, la adhesión al cristianismo es hoy más difícil que en la mayor parte del siglo XX, a pesar de que éste no ha sido fácil ni para la institución eclesial ni para el pueblo cristiano. El escepticismo y el difuso nihilismo cognitivo que impregna amplios sectores de la sociedad influye también en las creencias y doctrinas religiosas.

Desde una perspectiva meramente sociológica constatamos el declive progresivo de las filas cristianas en España y, en general, en Europa. Si la participación en los sacramentos es un índice de la vitalidad de la Iglesia, es evidente que ésta disminuye de forma len­ta pero constante. A esto se puede añadir el creciente distancia-miento de amplios sectores de la población de las referencias ecle-siales e incluso religiosas, sobre todo entre los jóvenes e intelectua­les, consolidándose así un proceso de marginalización cultural que se ha desarrollado a lo largo del siglo XX. Por otra parte, cada vez aumenta más una minoría silenciosa que se marcha de la Iglesia o prescinde de ella, sin protestas ni polémicas. Hay que añadir el número de post-cristianos, que no han roto con la Iglesia y que con­servan múltiples vínculos con la tradición cristiana, pero que toman distancias de lo que ha sido su pasado, toman conciencia de las

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fisuras en su identidad personal y sienten la proximidad de agnós­ticos y ateos, con los que, a veces, se sienten más identificados que con los que tienen una pertenencia religiosa común.

Esto es perfectamente compatible con la asistencia masiva a celebraciones religiosas, como procesiones, peregrinaciones y ser­vicios eclesiales, ya que la religión "cívica" en España, es decir, el conjunto de ritos, símbolos, celebraciones y ceremonias con los que se conmemoran eventos significativos de la cultura popular sigue siendo mayoritariamente católica, independientemente de las vivencias y creencias de los ciudadanos que las frecuentan. El "imaginario religioso" de la sociedad sigue estando muy vivo, y el papel de las iglesias como custodias, transmisoras y gestoras de las tradiciones, costumbres y prácticas de la cultura y el folklore popu­lar es muy importante. Prácticamente hay un monopolio católico en la gestión de la tradición cívico religiosa, lo cual no es cuestio­nado ni siquiera por el Estado, ya que los intentos esporádicos de crear alternativas laicas que compitan con las religiosas han teni­do poco eco en la población.

Detrás de esta vitalidad de lo religioso en la sociedad, cuyos componentes estéticos, históricos y culturales son fundamentales para la identidad colectiva, se esconde una creciente indiferencia religiosa y un ateísmo práctico en el que Dios deja de ser interpe­lado, invocado o discutido porque no interesa. Se pasa de religión, como, en buena parte, de la política y se reduce aquella a meras ocasiones puntuales de la vida, sin que tenga mayor repercusión existencial ni incidencias en la vida cotidiana. Mucha gente de bue­na voluntad siente que su filiación religiosa se enfría, que su dis-tanciamiento de los sacramentos crece y que los contactos con la Iglesia son cada vez más esporádicos y puntuales. No es que haya grandes rupturas ni conflictos, sencillamente el cristianismo está en declive, al menos desde la perspectiva sociológica del número y la intensidad de la adhesión.

A esto se añade una progresiva ignorancia acerca de la religión. Símbolos, prácticas, devociones y rituales religiosos que han sido tradicionales en la sociedad comienzan a ser desconocidos por las generaciones más jóvenes, lo cual plantea problemas educativos, sobre todo, en lo que concierne a la formación humanista y la iden­tidad cultural, ya que nuestra sociedad no puede entenderse sin

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el cristianismo. Socioculturalmente todos somos cristianos y la Biblia no es sólo el libro fundamental de la religión que ha deter­minado a Occidente, sino una clave esencial para comprender su historia, su cultura y su identidad colectiva. La ignorancia de la religión repercute en áreas muy diversas del saber como el arte, la historia, la filosofía o el mismo conocimiento de la cultura y las lenguas españolas. Desde la escuela a la Universidad, se constata cada vez más ese "analfabetismo" religioso de jóvenes generacio­nes que no se han inculturado en una tradición religiosa o que sólo la han recibido de una forma superficial y fragmentaria.

¿Cómo buscar a Dios en esta situación sociocultural? ¿Cuáles son los retos y problemas con los que se enfrenta la fe en este con­texto? ¿Cómo madurar en cuanto cristiano, sin dejar de ser hijo de la cultura que nos ha tocado vivir? ¿En qué consisten las mayores dificultades y obstáculos para una fe actualizada y adulta? Estas son algunas preguntas de los cristianos conflictivos y preocupados. Se sienten cristianos y, sin embargo, no ven cómo casar su perte­nencia eclesial y su inculturación en una sociedad laica y no con­fesional. La pertenencia eclesial y la identidad cristiana es hoy muchas veces fragmentaria y parcial y la fe se vuelve problemáti­ca, propicia a las dudas y también a las disidencias y heterodoxias.

1. El contexto socio cultural de la fe

Las religiones ofrecen un sistema de creencias y prácticas, rituales y símbolos cultuales, mandamientos y orientaciones doc­trinales para dar un significado a la vida de sus miembros, ense­ñarles como abordar los acontecimientos (especialmente, los con­cernientes con el sufrimiento y el mal) y motivarles y consolarles para afrontar la muerte. Las religiones que proclaman un Dios per­sonal, se presentan como caminos de salvación. Marcan la identi­dad de sus miembros y les enseñan a comportarse en la vida. Por eso, las religiones no sólo son grandes cosmovisiones, sino tam­bién las imágenes del mundo que tienen mayor resonancia y con­secuencias. Hay en ellas un elemento doctrinal y teórico, que es susceptible de ser analizado racionalmente, pero apelan a la com­plejidad de la persona desde una dimensión práctica, experiencial y vivencia!.

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Tradicionalmente, identificamos a la religión con una doctrina o sistema de creencias, y con una moral, que sirve de guía para la conducta práctica. Ambas son las fuentes de la legislación religio­sa, el fundamento del derecho canónico, y dos mediaciones esen­ciales para desarrollar la tradición. Sin embargo, la religión no es sólo una instancia racional sino que apela a los deseos, carencias, esperanzas y expectativas, proyectos y miedos de la persona. Es todo el ser humano el que tiene una dimensión religiosa desde la que reacciona ante la vida y la muerte, el pecado o la santidad, el bien y el mal, la suerte o la desdicha. Por eso, la religión está basa­da en la identificación afectiva y la imitación de su fundador o fundadores. El discipulado y la comunidad son consustanciales y determinan las distintas formas de pertenencia. Dentro de ella juega un papel primordial el culto, los sacramento, las devociones y prácticas de la religiosidad, así como todo tipo de celebraciones (procesiones, peregrinaciones, fiestas, rituales tradicionales) que impregnan la vida de sus miembros.

En este sentido, toda religión es aprendida y forma parte del proceso de socialización desde la infancia. Construimos la realidad social y culturalmente, es decir, no sólo aprendemos a vestirnos, a comer y a presentarnos ante los demás, sino que nuestra visión del mundo está configurada por la familia, la escuela y las demás ins­tancias con las que entramos en contacto. Nos inculturamos en una sociedad, en cuanto que aprendemos su lenguaje y asumimos su forma de ver el mundo, el comportamiento social y el conjunto de creencias y reglas de juego que determinan la identidad de sus miembros. El tejido social nos va integrando en el grupo humano de pertenencia y hace de cada uno un representante de la colecti­vidad, al mismo tiempo que un individuo singular. La cultura vie­ne de "cultivar" la naturaleza humana, en analogía a la agricultu­ra, y sembramos en ella, de forma selectiva, las enseñanzas que nos parecen más adecuadas según el tipo de personas y el momento de formación en que éstas se encuentran. Por eso, cada modelo edu­cativo ofrece pautas distintas para la socialización e inculturación de los educandos.

Cada selección es parcial, selectiva y fragmentaria. Por eso, de vez en cuando, se buscan reformas del modelo educativo, para mejorarlo o adaptarlo mejor a los intereses de la sociedad y a las

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necesidades de sus miembros. Esto mismo ocurre con la religión, que se incultura y se asimila desde la infancia. Se aprenden las pri­meras oraciones; se asiste a las celebraciones cultuales; se recibe información doctrinal e histórica (la historia sagrada) sobre la reli­gión de pertenencia; se entra en contacto con los rituales, símbo­los, devociones y prácticas que la caracterizan para que sean fa­miliares y reconocibles por los que las practican; y se establecen modelos personales (los santos) que sirven de referencia y de ideal personal, etc. De esta manera se va perfilando una socialización religiosa, desde la que se define la identidad personal, se estable­cen pautas de comportamiento y se establece una cosmovisión o imagen del mundo.

La religión es un fenómeno cultural de importancia primordial. No sólo es el sustrato fundamental de las sociedades tradicionales sino que también juega un valor esencial en la evolución de la con­ciencia personal, a partir de la infancia1. El desarrollo moral, doc­trinal y sociocultural del niño está marcado por la religión, que es la matriz más completa y compleja desde la que se responde a la multiplicidad de preguntas y necesidades que se van presentando. La religión tiene una gran importancia educativa, sociocultural y política, al margen de la pertenencia personal o no que se tenga, e interesa también a los no creyentes, porque según como sea la reli­gión así también será en buena parte la sociedad y el comporta­miento mayoritario de los ciudadanos. Esta inculturación religio­sa se ha deteriorado en los últimos decenios, a partir de los cam­bios del tejido social.

Además los medios de comunicación social prestan una aten­ción mayoritaria a la religión popular, folklórica y asistencial. La religión tradicional es fácilmente propagada por los medios, a veces, en un contexto intencionadamente minus valorativo y des­pectivo. No es frecuente que se presente a las figuras religiosas desde perspectivas positivas que faciliten la identificación perso­nal y abundan las noticias sobre escándalos presuntos o reales de las instituciones eclesiales. En el mejor de los casos, la reflexión teológica, la creatividad pastoral o la incidencia efectiva de movi-

1. Jean Piaget, El criterio moral en el niño, Barcelona, 1984; L. Kohlberg, Psico­

logía del desarrollo moral, Bilbao, 1992.

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mientos eclesiales o asociaciones religiosas se relegan a las páginas de cultura de los periódicos, noticiarios de radio o informaciones televisivas. La ausencia de la religión en los medios o su presencia mayoritariamente tradicional y a veces francamente negativa, hace que la cultura de la imagen erosione el ámbito de lo religioso, en lugar de alentar a él. Y esta influencia marca sobre todo a las gene­raciones más jóvenes, que no tienen otras referencias del pasado o criterios personales firmes desde los que relativizar o neutralizar el mensaje que reciben.

En consecuencia, hoy crece el aislamiento del creyente, tanto a nivel personal como colectivo, en una cultura laica y secularizada, aunque se mantenga un barniz de religiosidad y pervivan en ella manifestaciones tradicionales que forman parte de la cultura popu­lar y que tienen incidencia como ritos sociales puntuales en la vida de las personas. Volvemos a un cristianismo practicante minorita­rio y contracultural, respecto a una sociedad que mantiene símbo­los y formas cristianas, que han perdido su contenido específico y subsisten como tradiciones culturales que marcan la continuidad con otras épocas. Incluso muchos ateos y agnósticos defienden su pervivencia, y se alian con los cristianos más tradicionales que bus­can mantenerlas sin cambio alguno, ya que son receptivos a su con­tenido estético, histórico, popular y cultural. Por el contrario, otros cristianos las encuentran como formas vacías que no sólo no fomentan su fe sino que la hacen más difícil, ya que obstaculizan su pertenencia eclesial y su identidad personal cristiana. Por eso, en nuestra cultura crece la ignorancia religiosa, y al mismo tiempo aumentan las perplejidades y preguntas sobre la fe. Las dudas de fe son alentadas por la cultura, y con ella las heterodoxias y disiden­cias respecto a las creencias y prácticas tradicionales de la Iglesia.

Hay que tener en cuenta que las proposiciones de fe no son sólo contenidos doctrinales (fides quae) sino que expresan una actitud, un compromiso libre, una adhesión y pertenencia personal (fides qua). La insistencia en las doctrinas desatiende la crisis actual de las ideologías, la revalorización de la experiencia personal y el com­promiso testimonial. La inteligencia emocional tiene una enorme importancia para la religión, como en general para todos los sabe­res e instancias que afectan a los problemas existenciales. Hay una interacción entre emociones y racionalidad crítica y reflexiva, que

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se refleja en un pensamiento creativo en contra de la mera deduc­ción lógica. Para las matemáticas no se necesita más que la frial­dad de la lógica, en cambio, al abordar problemas fundamentales para la vida humana como los valores éticos que regulan la con­ducta, problemas políticos, concepciones ideológicas del mundo o planteamientos religiosos resulta muy difícil mantener la ecuani­midad y asumir una postura objetiva, porque estamos afectados.

Es un lugar común lo peligroso de hablar de política y de reli­gión, porque fácilmente surgen los enfrentamientos, mucho más cuando ambos se juntan. Nos dejamos llevar por la intuición, la fantasía, el afecto y nuestras fobias y filias, que son determinantes en el mismo proceso cognitivo al abordar cuestiones existenciales. La creatividad del pensamiento tiene mucho que ver con la inter­penetración de lo racional y lo emocional, que es lo que permite superar la esterilidad de la misma lógica. El pensamiento simbóli­co es especialmente propenso a las emociones, ya que trabaja con imágenes, arquetipos y referencias que tienen que ver con el cuer­po y no sólo con la mente, y que remiten a la biografía personal y colectiva. Su capacidad cognitiva está relacionada con el conjunto de sentimientos, resonancias afectivas e incluso impresiones sen­soriales que evoca y despierta en el que percibe los símbolos2.

De esta forma se revaloriza la importancia de la inteligencia emo­cional y de los componentes emocionales, volitivos y existenciales de la pertenencia a una fe religiosa. En cuanto que pasamos de una reli­gión social a una personal, que entra en tensión con la presión social mayoritaria, como ocurre cada vez más en nuestras sociedades secularizadas, es inevitable que se ponga en primer plano el com­promiso de fe personal, que no puede suplirse por la expresión de fe oficial. De ahí, la importancia actual del disenso e incluso de las dudas de fe, signos de autenticidad personal y no sólo de debilidad en las creencias. Resulta muy difícil estar plenamente integrado en la cultura secular actual y no percibir tensiones respecto de las cre­encias y actitudes de fe. Hay que seguir la propia conciencia en todos los casos y no hay obediencia debida que pase por encima de

2. Juan A. Estrada, Imágenes de Dios. La filosofía ante el lenguaje religioso, Madrid, 2003, 21-54; F. Mora, "El cerebro sentiente": Arbor 162 (1999), 435-50; J. Ledoux, El cerebro emocional, Barcelona, 1999; D. Goleman, Inteligencia emocional, Barcelona, "1979.

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las adhesiones y creencias personales. Se revaloriza la fe personal, una actitud crítica en la sociedad y una mayor tolerancia eclesial para las divergencias doctrinales y para las dudas de fe'.

Una vez que se pone en marcha el proceso cultural de relativi-zación de las creencias, resulta muy difícil establecer un límite, lo cual provoca una crisis global de identidad y relativiza el concepto mismo de ortodoxia. Se pasa de una tradición estable, objetiva y, en principio incuestionada, a una pluralidad de heterodoxias, tan­to más abundantes cuanto menos plausible y verosímil aparezca la ortodoxia oficial. Aumenta así la subjetividad de las creencias, el relativismo doctrinal y la erosión de la autoridad, tanto mayor cuanto menos se impongan las propuestas jerárquicas. De ahí, la inseguridad eclesial generalizada y la nostalgia ante un pasado en el que había ley y orden, desde el que se ponían limites a lo que se podía decir y creer. En realidad cuanto más crece la pluralidad social, mayor es la tentación del repliegue interno. Esta reacción es contraproducente a medio y largo plazo, en última instancia, lleva al gueto social y al sectarismo de una sociedad cerrada4. Una vez que se inicia un proceso de cuestionamiento respecto a las tradi­ciones recibidas resultan insuficientes las medidas externas que buscan mantener lo ya impugnado. Hay que convencer y argu­mentar, más que imponer. También, revitalizar la propia tradición

3. Ésta es una línea que no se recoge en el documento de la Sagrada Congrega­ción para la fe, "La vocación eclesial del teólogo": Ecclesia 2.483 (1990).n° 32-38. Se reduce el deber de seguir la propia conciencia a juicios prácticos y toma de decisiones, pero no a enunciados doctrinales. En la misma línea se expre­só Juan Pablo II con motivo del veinte aniversario de la "Humanae Vitae": "El magisterio de la Iglesia, ha sido instituido por Cristo Señor para esclarecer la conciencia. Reclamar esta conciencia, precisamente para contestar la verdad de lo que es enseñado por el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica, tanto del magisterio como de la conciencia moral" ("A los partici­pantes en el segundo congreso de teología moral": Ecclesia 2045-6 (1989), 27. Esta restricción no es asumible para las teorías contemporáneas acerca de la objeción de conciencia y los derechos humanos de la persona.

4. Es lo que ocurrió durante la época antimodernista, oficialmente clausurada con el concilio Vaticano II, en la que hubo un cierre global al progreso, la democracia y la secularización de la sociedad, a costa de una pérdida cre­ciente de credibilidad y plausibilidad. Hoy asistimos al resurgir del antimo­dernismo al constatar que el proceso de adaptación e inculturación exige un replanteamiento radical de la identidad cristiana. Cfr., A. O. Hirschman, Retóricas de la Intransigencia, México, FCE, 1991.

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y actualizarla, para que la superación de los elementos desfasados, anejos a cualquier tradición histórica, no impida asumir los conte­nidos valiosos que se quieren proteger. La mejor forma de respon­der a las alternativas es la de mostrar la validez, riqueza y raciona­bilidad de la propia tradición.

Las dudas de fe son inevitables para una minoría cognoscitiva, como cada vez más son los cristianos practicantes en una sociedad postcristiana. La maduración personal y colectiva lleva a un núcleo cada vez mas restringido y también más comprometido de creen­cias básicas, relativizando muchas cosas que en otras épocas se defendían de forma intransigente. Creer cada vez en menos cosas, pero defender de forma más decidida las opciones básicas, es un sig­no de crecimiento personal y de mayoría de edad. En cambio la inmadurez cognitiva lleva a la acumulación desmedida de creen­cias, sustituyendo las convicciones personales por doctrinas recibi­das que dan seguridad. Como hay una dependencia externa, en lugar de una toma de posición personal, se pone más el acento en el rechazo del que piensa de manera diferente, que en presentar de for­ma razonada los porqués y la validez de la propia posición. Después del Vaticano II hemos conocido reacciones integristas y fundamen-talistas, detrás de las cuales se encubría el miedo y la inseguridad personal, al tener que relativizar creencias básicas, asumidas antes sin cuestionamiento. A partir de ahí se rompieron amistades y vin­culaciones personales, ya que les unía la pertenencia a una doctrina común, más que vinculaciones personales que debían estar por encima de las diferencias ideológicas. Hay que dar la preferencia, por tanto, a la experiencia, más que a la doctrina, recuperando así la dimensión mística de las tradiciones religiosas que pone el acen­to en la transformación de la persona en contacto con Dios.

Quizás es la tradición cristiana, de entre las grandes religiones de la humanidad , la que más se ha visto abocada, como conse­cuencia de la Ilustración, a afrontar críticamente sus tradiciones, costumbres, instituciones, doctrinas y prácticas, generándose así las distintas crisis del cristianismo a lo largo de la historia, que han generado también la diversidad de confesiones e iglesias"5. Por otra

5. Esta es también la perspectiva que asume P. Berger, Der Zwang zur Haresie, Francfort, 1980.

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parte, sólo desde las convicciones personales y colectivas, arraiga­das en una experiencia personal, es posible sustraerse a los impe­rativos heterodoxos de la modernidad y mantener una postura contra cultural, a la que el cristianismo está abocado desde su ori­gen. La mera adaptación a la modernidad llevaría a una desvirtua-ción del cristianismo, reducido a mera subjetividad ética o cosmo-visión cultural populista. Es la conciencia personal, las conviccio­nes arraigadas y la opción personal libre, la clave legitimadora de una postura religiosa. Es inevitable que esta conciencia viva en conflictos de creencias, abriendo espacio a la divergencia respecto de la autoridad doctrinal y las exigencias institucionales.

En definitiva, el imperativo herético de las plurales sociedades contemporáneas, así como la inevitable tensión entre ilustración y tradición, lleva consigo una nueva forma de entender la fe y de eva­luar la ortodoxia y heterodoxias. La conciencia histórica ha mar­cado desde finales del siglo XIX a la teología, resaltando que la tra­dición perdía en normatividad y se convertía en una referencia, que debía ser interpretada de forma crítica y evolutiva. El literalis-mo fixista de la época post-tridentina, ha dejado paso a una teolo­gía ecuménica que desplaza a la de controversia, y que insiste en la historicidad de las fórmulas de fe y en la necesidad de una her­menéutica teológica. La misma irrupción de las ciencias humanas y la renovación de la filosofía, alejada ya de la escolástica, ha faci­litado una conciencia crítica que posibilita entender las formula­ciones doctrinales de manera diferente al pasado. En cuanto que se toma conciencia del devenir del dogma y de la importancia del contexto histórico y cultural, se rompe con el literalismo y el esen-cialismo del pasado6.

Hay mayor margen para el disenso y la pertenencia a una co­munidad eclesial que en el pasado, ya que la mediación personal, tanto a nivel cognitivo como experiencial es insustituible. Desde ahí podemos comprender la radicalidad de la metamorfosis de lo religioso en las sociedades contemporáneas7 , pasando el acento de

6. J.P. Jossua, "La condition des théologiens depuis Vatican II, vue par l'un d'entre eux", en Le retour des certitudes, P. Ladriére-R. Luneau, (eds.), París, 1987, 235-57.

7. J. Martín Velasco, La metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Santander, 1999.

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la ortodoxia eclesial al testimonio personal. No es que desaparez­can las iglesias e instituciones religiosas, sino que cobra cada vez más importancia el mundo de la vida y los compromisos existen-ciales, favoreciendo formas religiosas menos institucionales y hete­rodoxias doctrinales propias del pluralismo social que es también constituyente de las comunidades de fe.

2. Ortodoxia y heterodoxias en los orígenes cristianos

Heterodoxia y ortodoxia son conceptos vinculados y contra­puestos. Hay que distinguir también entre heterodoxia y herejía, aunque coloquialmente sean sinónimos. Estos términos califican con matices distintos un contenido de pensamiento o doctrina y son constitutivos específicos de las religiones del libro (judaismo, cristianismo e Islam). Cuando hay un contenido canónico y doc­trinal, una síntesis normativa que expresa una creencia comparti­da, podemos hablar de heterodoxias, que expresarían desacuerdos respecto de la profesión de fe oficial o interpretaciones distintas de una doctrina. En las escuelas filosóficas de la Antigüedad había controversias en torno a los significados de una doctrina que goza­ba de autoridad, por ejemplo entre los pitagóricos, pero no había una autoridad ni una doctrina canónica que permitiera hablar de heterodoxias. Los desacuerdos y disensos son una característica de las sociedades plurales y sólo son negativos cuando hay una doc­trina o ideología hegemónica.

En este sentido, se puede también matizar y diferenciar entre heterodoxia y herejía, ya que ambas son opiniones diferentes res­pecto al credo establecido, pero la herejía añade a la primera la contumacia, la persistencia en el presunto error, que lleva a negar una verdad de fe o un dogma, y que genera una ruptura8. Hay una graduación entre heterodoxia y herejía, aunque, frecuentemente, el paso de la primera a la segunda sea casi imperceptible y dependa

8. "Si alguien después de haber recibido el bautismo, conservando el nombre de cristiano, niega pertinazmente alguna de las verdades que han de ser creídas con fe divina y católica, o la pone en duda, es hereje" (c. 1325 del CIC de 1919; c. 751 del código actual). Esta definición jurídica recoge la experiencia acumulada históricamente, pero no corresponde al uso inicial de la termino­logía en el cristianismo primitivo.

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de circunstancias históricas y contextúales, de factores externos. El heterodoxo es potencialmente un hereje, pero no tiene por qué lle­gar a serlo, ya que la definición de hereje depende de los represen­tantes de la doctrina oficial, no sólo de la persona o grupos aludi­dos, y presupone una decisión de ruptura que no tiene por qué tener un heterodoxo. Según el grado de libertad y de pluralismo que se admita en las creencias, de la postura de la autoridad y de factores políticos y socioculturales, intra y extraeclesiales, una opi­nión heterodoxa puede convertirse en herética.

La carencia de autoridad y de doctrinas normativas explícitas hace que el término de herejía se emplee inicialmente en un senti­do amplio, para calificar a disidentes respecto de una opinión esta­blecida. Sólo luego, en la medida en que la religión se va institu­cionalizando se pasa del pluralismo a la unidad homogénea de cre­encias, de las disidencias a las herejías. Es necesario analizar en la historia del cristianismo la evolución de los conceptos de ortodo­xia, heterodoxia y herejía. Una confesión de fe funciona como un criterio de demarcación y como norma a nivel interno. Lo que ini­cialmente expresa la vinculación entre la divinidad y los creyentes de una religión, sirve también para marcar las diferencias respecto de otros credos y comunidades, como ocurrió en Israel, sobre todo tras el exilio de Babilonia y con el judaismo tras la destrucción del templo por los romanos . Los contenidos específicos de la fe en Jahvé cobraron nuevo valor cognitivo al entrar en contacto con otras religiones y tener que defender la fe monoteísta establecida con anterioridad (Dt 6,4-9; 11,13-21; Num 15,37-41). Al ser la reli­gión parte de la identidad nacional y constituirse en el fundamen­to de ésta, a consecuencia del exilio, la dispersión y la diáspora judía, resultaba importante protegerse de las otras religiones, ya que el acento se ponía en un monoteísmo estricto y una crítica a las idolatrías, que no favorecía los sincretismos religiosos.

El consenso de fe se expresaba en la oración cotidiana, así como en un cuerpo doctrinal y normativo, las Escrituras y, dentro de ellas, la Torah. El conjunto de interpretaciones orales y escritas sobre la Escritura dio lugar al Talmud, que sirvió de referencia teó­rica y práctica durante la era cristiana, en la que la dispersión del pueblo judío y la confrontación con otras religiones, y especial­mente con los judeo-cristianos y, en general con el cristianismo,

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hizo más necesaria la creación de una ortodoxia. De ahí que se rechazara a grupos disidentes judíos (Hch 5,17; 15,5; 26,5), entre ellos a los cristianos, que inicialmente eran vistos como una secta o herejía judía (Hch 24,5.14; 28,22)9. El hecho de que el judaismo post-cristiano pasara de ser una religión cultual, cent rada en el templo jerosolimitano, a una doctrinal, en to rno a la sinagoga, favoreció también la creación de una ortodoxia judía, basada en la Biblia Hebrea, contrapuesta a la cristiana. Sin embargo, no había una autoridad canónica magisterial y la Biblia estaba abierta a multiplicidad de interpretaciones.

El Talmud recoge mult ipl icidad de comentar ios orales que muestran la pluralidad de sentidos e interpretaciones de la Escri­tura, sin que se impusiera un sentido oficial y único. El peso que cobró la Escritura, primero con la reestructuración judía tras el exi­lio de Babilonia (586 a.C.) y luego en la era cristiana, se matiza des­de constantes interpretaciones y comentarios. Surge así una tradi­ción hermenéutica que cobra importancia respecto del texto ofi­cial, en sentido paralelo a lo que ocurrió en el catolicismo, pero sin que hubiera un magisterio oficial. El texto revelado es la mediación para acercarse a un Dios que no admite imágenes, pero no se deja encerrar en una interpretación canónica. De ahí el imperativo her-menéutico, que lleva a la proliferación de comentarios, en lugar de una tradición dogmática establecida canónicamente y fundada en una jerarquía. La misma Cabala, en cuanto corriente mística y eso­térica, busca el sentido oculto de la Escritura y el texto subyacente al oficial, que abre al significado espiritual de la revelación bíblica.

El caso del cristianismo es históricamente paradójico. Del mis­mo modo que en el siglo I el judaismo pasó de ser una religión sacerdotal, en torno al templo, a otra sinagogal, centrada en la ley, también el cristianismo fue el resultado de la transformación de una secta judía, que tenía como fundador a un heterodoxo, en una religión nueva con escritura canónica y una doctrina dogmática.

9. E. Gerstenberger-A. Finkel, "Glaubensbekenntnis(se)": TRE 13 (1984), 386-92; H.D. Betz, "Haresie": TRE 14 (1985), 313-18. También, N. Brox, "Háresie": RAC 13 (1986), 248-97. Brox rechaza que haya herejías en el contexto grecorromano, e incluso en el judaismo veterotestamentario porque falta una ortodoxia canó­nica y una autoridad que la represente. Sin embargo, sí se puede hablar de un consenso normativo (sobre todo, en torno al monoteísmo y la crítica antiidolá­trica) que corresponde a la idea de una revelación y alianza entre Dios e Israel.

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Jesús de Nazaret fue un judío que ofrecía una interpretación diver­gente de las escrituras (las judías), que relativizaba la ley y que fue acusado por la autoridad sacerdotal y magisterial de blasfemo (Mt 9,3; 26,65; Me 14,63-64; Le 5,21; Ju 10,33). En base a su propia experiencia religiosa y a su autoridad personal entró en conflicto con las autoridades religiosas y cuestionó interpretaciones arrai­gadas en la tradición. Su vida es el referente principal, narrado pluralmente en las nuevas escrituras, a su vez, mediación esencial para llegar al personaje. Pero las escrituras no lo desplazan ni sus­tituyen, a diferencia del sentido absoluto que tienen las escrituras judías. Sólo en parte es el cristianismo una religión del libro, ya que su referente último no es un texto canónico sino la persona a la que éste se refiere, vinculando pero no identificando el Cristo de la fe comunitaria, el Cristo de las escrituras y el Jesús histórico.

En cuanto judío, Jesús participaba de la religión de su pueblo, la cual buscaba reformar desde su propia concepción de Dios y de las escrituras. Muchos elementos de su doctrina tenían preceden­tes en otras corrientes judías, aunque su síntesis personal fuera ori­ginal y remitiera a su propia experiencia. Jesús no fue un revolu­cionario religioso ni pretendió inicialmente fundar una nueva reli­gión, sino más bien un profeta reformador que desafió a las auto­ridades y cuestionó el poder religioso constituido. Por fidelidad a la religión, a la que quería renovar, criticó la interpretación que hacían de ella las autoridades. No buscaba romper con Israel, sino que se inscribía en la larga lista de profetas críticos. Su heterodo­xia acabó, sin embargo, convirtiéndose en un problema religioso y político, uniendo en contra suya a poderes fácticos con intereses diversos y contrapuestos. El endurecimiento de las autoridades fue una de las razones que llevó a la ruptura, y la disidencia acabó con­virtiéndose en una oposición, que se consumó tras su asesinato.

Esta heterodoxia de Jesús respecto a la fe oficial religiosa no fue mitigada por el cristianismo primitivo, sino radicalizada, contra­poniendo su autoridad a la de Moisés, proclamándolo hijo de Dios y calificando su revelación de divina (Ju 8,24.28.58; 13,19). En la medida en que hay cerrazón e intolerancia, sin permitir desacuer­dos, se bloquean las posiciones y se acentúan las causas de enfren-tamiento. Esto le ocurrió a la iglesia primitiva respecto de Israel, como luego ocurrió en la historia cristiana con ocasión de la rup-

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tura entre católicos y ortodoxos, y luego con los protestantes. La intolerancia doctrinal lleva a la teología de la controversia. Sus seguidores asumieron su comportamiento religioso, en la doble línea de reintentar la conversión del pueblo judío y de tomar una postura crítica respecto del conjunto de creencias y prácticas espe­cíficas del judaismo. Desde la experiencia de la resurrección se ela­boró una alta cristología, en clave del Dios encarnado, y se rein-terpretó la historia y el mensaje de Jesús, agudizando los ele­mentos de ruptura y discontinuidad respecto de la religión judía. Es decir, la experiencia religiosa de Jesús, en un primer momento, y la de los discípulos en una segunda época, sirvieron de base para la evaluación y crítica de la religión a la que pertenecían.

El legado cristiano para la posteridad era la de la libertad crítica respecto de instituciones y creencias religiosas, apelando a una experiencia personal de Dios, individual y comunitaria. Había que obedecer a Dios, antes que a los hombres (Hch 5,29-30). Inicial-mente el problema central del cristianismo fue el discernimiento para distinguir entre verdadera y falsa profecía, entre prácticas legí­timas e incoherentes, y entre doctrinas teológicas distintas. La auto­ridad personal, en base a una presunta comunicación divina, tuvo preferencia respecto a las tradiciones oficiales y las autoridades reli­giosas no desplazaban a la propia conciencia y sus evaluaciones. De ahí la libertad espiritual de esta corriente judía heterodoxa, antes incluso de constituirse como religión independiente (Hch 4,20; 5, 28-30.38-39; 6,11-14.51-56). Lo que inicialmente era un grupo hete­rodoxo, que no impedía la convivencia de judeocristianos y judíos, acabó convirtiéndose en herejía generadora de una nueva religión. Las innovaciones y transformaciones respecto al judaismo, se legi-mitaron apelando a la autoridad de Jesús como clave hermenéutica última (Jn 5,17-18; 7,17-19.48; 8,5-7.39-47.58; 10,34-38), provocan­do en última instancia la salida de los judeocristianos del judaismo.

La heterodoxia de la secta de los nazarenos se transformó en una religión alternativa que rompía con la tradición madre, aun­que manteniendo muchos de sus contenidos10. El proceso de toma

10. Remito a mi estudio "Las primeras comunidades cristianas", en M. Soto-mayor- J. Fernández Ubiña (eds.), Historia del cristianismo. I: el mundo anti­guo, Madrid, 2004, 130-57; Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 2 2000,74-110.

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de conciencia de la filiación divina de Jesús, a la luz de la expe­riencia de la resurrección, llevó a una radicalización del movi­miento. Las expulsiones de judeo-cristianos de las sinagogas no sólo se debieron al mensaje original de Jesús, sino también a las reinterpretaciones posteriores de las comunidades, que agudi­zaron el paso de heterodoxia a herejía. Si el Espíritu guiaba a la Iglesia, había que seguir sus inspiraciones, yendo más allá que el mismo Jesús (Jn 14,12.26; 16,12-13) y creando un nuevo conjunto de creencias y prácticas, que se convirtieron en específicas del cris­tianismo. La relativización de la doctrina, de la ley, del templo y de distintas prácticas y disciplinas fueron consecuencias de la expe­riencia de las comunidades cristianas.

También Pablo pasó de ser un perseguidor de la herejía cristia­na (Gal 1,13.23; 1 Cor 15,9; Fil, 3,6; Hch 8,3; 9,2.21; 22,4.19; 26, 5.10) a convertirse en un hereje, no sólo para los judíos sino tam­bién para algunos cristianos (Gal 2,11-14), precisamente por su radicalización de la crítica jesuana al judaismo. Pablo, sin haber conocido a Jesús, reclamaba para sí autoridad en base a su propia experiencia de Cristo resucitado y se convirtió en un provocador para los judíos. Muchos judeocristianos pensaban también que iba demasiado lejos en su crítica del judaismo. Como Jesús practicaba una heterodoxia constructiva, en cuanto que no sólo criticaba tra­diciones y autoridades de su religión, sino que ofrecía alternativas positivas. Una vez más, la heterodoxia se convertía en un desafío a la religión constituida, potenciando su cambio y transformación. En ambos casos, Jesús y Pablo, lo que comenzó como una alterna­tiva dentro del judaismo se convirtió finalmente en una herejía rupturista, que generó una nueva religión. La heterodoxia inicial fue la matriz de una nueva ortodoxia religiosa, y Pablo, sospecho­so para muchos cristianos (2 Pe 3,15-16)", era también para otros el custodio de la sana doctrina, que es como lo presentan las car­tas pastorales (1 Tim 1,3-5.10-11; 4,1-2; 6,20; 2 Tim 1,13-14).

Hay paralelos entre el significado divino de la figura de Jesús y la cristianización y eclesialización posterior del judío Pablo.

11. El rechazo de Pablo por algunos círculos judeo cristianos persiste hasta el siglo III, como mues t ran las cartas pseudoclementinas, cuest ionando tanto su apostolado como su doctrina. Cfr., Juan A. Estrada, Para comprender cómo surgió la iglesia, Estella, 2000, 220-23.

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Históricamente, éste fue una autoridad controvertida para los mis­mos cristianos, para luego presentarlo como apóstol y maestro indiscutible (1 Tim 2,7; 2 Tim 1,11), al que se confió el evangelio (1 Tim 1,11). Aunque hubo grupos antipaulinos hasta el siglo II, Pablo se convirtió en el garante de la tradición (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,12.14) y se derivó de él la estructura ministerial (Hch 14,23; 20,17-38; 1 Tes 3,2; 5,2-15; 1 Cor 16, 10-12; Rom 16, 21-24; Flp 1,1; 2,19.22-23; 2 Tim 1,6). Pablo fue presentado como transmisor de un depósito doctrinal, calificado de apostólico, que, a su vez, había que conservar (1 Tim 1,10; 4,6.13.16; 6,20; 2 Tim 3,10.16; Tit 1,9; 2,1.7.10). De esta forma, se canonizaba una heterodoxia inicial, que luego se convirtió en contenido nuclear de una ortodoxia posterior, la eclesiástica cristiana. En la medida en que el cristianismo pasó de ser un movimiento religioso intra-judío a una religión diferente e institucionalizada, Jesús devino el fundador de la Iglesia y Pablo el prototipo del apóstol y el modelo de la jerarquía.

Históricamente, Jesús se despreocupó de dotar a la comunidad de discípulos de estructuras organizativas y de una jerarquía clara, sobre todo porque era un maestro carismático y se relacionaba con los suyos desde la imitación personal y el seguimiento. Puso el acento en un estilo de vida diferente y una identidad comunitaria, no en unas estructuras organizativas. Tras su muerte hubo un vacío institucional y propuestas diferentes para suplir esas carencias des­de modelos inspirados en el judaismo hasta la sociedad helenista, con aportaciones gnósticas, estoicas y epicúreas. Ese déficit insti­tucional favoreció la pluralidad de cristianismos históricos y tam­bién los conflictos doctrinales y organizativos. El desinterés inicial por las instituciones, típico de una autoridad personal y una época carismática, dejó paso a un proceso de institucionalización, que generaría una ortodoxia doctrinal y organizativa. La institucionali­zación lleva a una doctrina canónica, así como a una autoridad que continúe la actividad de los apóstoles. Había que salvar la especifi­cidad cristiana mediante una institución al servicio del carisma.

Las relaciones entre el judaismo y el cristianismo están marca­das por la interpretación de las escrituras, con divergencias cre­cientes entre ambos. Estas diferencias aumentaron con el nuevo canon neotestamentario que se agregó a las escrituras hebreas como cuerpo superior normativo, al que tenían que subordinarse

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las segundas. La calificación cristiana de "Antiguo" y "Nuevo Testa­mento" se contrapuso a la hermenéutica judía de las Escrituras, creó una ortodoxia nueva e incluso cambió el canon de las escritu­ras judías. Sin embargo, ya en el siglo primero surgieron divergen­cias doctrinales dentro del mismo cristianismo. El Nuevo Testa­mento, fundamentalmente fijado en el siglo II, consagró la plurali­dad de escrituras como característica fundacional del cristianismo, sin ocultar las divergencias existentes al interpretar los escritos (2 Pe 3,16). El hecho de asumir la pluralidad de escritos fundacionales, con sus heterogéneas teologías, refleja las diferencias originarias de doctrina y praxis entre las comunidades, antes de tener un conteni­do calificado oficialmente como revelado y que sirviera como hilo conductor. Este contenido canónico y dogmático definía de forma plural e imprecisa lo ortodoxo y las heterodoxias, restringiéndose cada vez más la posibilidad de las segundas en la medida en que se precisaba y ampliaba el núcleo definido como ortodoxo.

El cristianismo como corriente disidente del judaismo, una sec­ta entre las diversas existentes (Hch 5,17; 24,14), sufrió un proceso de radicalización y de institucionalización. Pasó del cisma (escisión sin romper con el judaismo) a la herejía y acabó siendo una religión alternativa a la religión madre. Loisy lo definió de forma magistral a comienzos del siglo XX: Jesús predicaba el reino de Dios y en su lugar vino la Iglesia. Lo que inicialmente era un movimiento profé-tico, carismático, experiencial y contestatario se convirtió en poco más de medio siglo en una religión diferente, y la secta en Iglesia. Se pasó del evento a la institución, del carisma a la organización, de las comunidades locales a acentuar la única Iglesia universal, de una teología del discernimiento a otra de obediencia. Fue un pro­ceso constituyente que buscaba salvar la herencia de Jesús, el fun­dador inicial del movimiento, y luego proteger la pluralidad de teologías cristológicas y eclesiológicas, suscitadas tras su muerte. Cuanto más se extendió el cristianismo más inexorable fue la insti­tucionalización del carisma, que se salvaguardó con una autoridad institucional, canónica y jerárquica12. Este proceso transformó el

12. Juan A. Estrada, La iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca, 1984; Para comprender cómo surgió la iglesia, Estella, 22000; "Las primeras comunidades cristianas", en (M. Sotomayor-J. Fernández Ubiña (eds.), Historia del cristia­nismo.!: El mundo antiguo, Madrid, 2004, 123-88.

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movimiento religioso, pasando a un segundo plano la expectativa escatológica y la experiencia del Espíritu, en favor de una misión universal y unas estructuras normativas y jerárquicas, que progre­sivamente cobraron influencia y controlaron las comunidades.

No había todavía criterios definitivos y consolidados de separa­ción entre la ortodoxia y las heterodoxias, aunque sí convicciones cristológicas determinantes (1 Jn 2,22-23; 4,3; 2 Jn 9; Jud 4; 2 Pe 2,1). Pero ya en los escritos tardíos del Nuevo Testamento, hay herejías y apostasías13. Los miembros de la tercera generación cris­tiana se vieron confrontados con la persecución de las autoridades religiosas judías y la consiguiente expulsión de las sinagogas de sus miembros judeo cristianos, así como con el reto frontal que impli­caban las corrientes gnósticas. En la carta a los hebreos (Hbr 6,6; 10,29; 12,15); la primera carta de Juan (1 Jn 5,16-19) y el apoca­lipsis (Apc 2,10) se plantea el problema de la apostasía de la fe y la necesaria lucha de la comunidad con los apóstatas. La ruptura de relaciones entre la comunidad y los apóstatas era usual también en el judaismo de la época y en movimientos como Qumran. En ese contexto se radicaliza la crítica a los herejes, a los que se denigra de forma repetida (1 Tim l,6s; 4,1; 6,4s; 2 Tim 3,1-7; Tit 1,10-12; Jud 4.8.10-13; 2 Pe 2,1-2.10-22). Hay que romper con ellos y man­tener la distancia (2 Tim 2,2.16; Tit, 3,10) y se les excomulga, en cuanto que se les excluye de la fraternidad (1 Jn 4,12; 2 Jn 5,10).

Esta ex-comunión eclesial indica la precariedad de las comuni­dades a fines del siglo primero, cuya inseguridad (precisamente por la carencia de elementos institucionales y procedimientos doctri­nales legados por Jesús, e incluso por los primeros apóstoles) se tra­duce en una reacción agresiva contra sus "herejes", en paralelo a la respuesta judía a la herejía cristiana. Son herejes estereotipados y anónimos (salvo en 2 Tim 2,17-18), porque no se trata tanto de una respuesta a situaciones concretas, cuanto de establecer un frente común contra las desviaciones. La respuesta última a esta situación la da el proceso de institucionalización y la creciente autoridad dis­ciplinar y magisterial de los ministros, porque no se podía mante-

13. Una buena selección de textos, que asumo aquí, es la que ofrece U. Luz, "Abso-lutheitsanspruch und Aggressionspotential im frühen Christentum": Evange-lische Theologie 64 (2004), 268-84. Lutz subraya el potencial de violencia sub­yacente a los textos cristianos y sus consecuencias históricas posteriores.

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ner la cohesión comunitaria y la unidad doctrinal sin instituciones que las controlaran. Se dio una creciente institucionalización res­pecto a la inicial fase carismática, tanto más necesaria cuanto el cristianismo tenía unas pretensiones universales y misioneras, más allá del etnocentrismo del pueblo judío.

En el último cuarto del siglo I, se puede hablar de un "catolicis­mo temprano en el Nuevo Testamento", siendo el evangelista Lucas el mayor representante de esta tendencia14. Las inevitables tensio­nes que generó este proceso de transformación ha dejado multitud de testimonios en los escritos fundacionales del cristianismo, aun­que la tendencia de los redactores fue la de amortiguar y minusva-lorar las disidencias reales en favor de un consenso doctrinal e ins­titucional ideal. Las causas de este complejo proceso son diversas: La progresiva expansión geográfica y demográfica del cristianis­mo; la irrupción de corrientes divergentes a la hora de interpretar las escrituras hebreas y cristianas (judaizantes, helenistas, gnósti-cas); el sincretismo y la inculturación en la sociedad grecorroma­na; la apertura a las escuelas filosóficas (sobre todo estoicos y neo-platónicos); las luchas con el judaismo, la hostilidad de las autori­dades romanas; y el vacío que provocó la muerte de los apóstoles y los testigos contemporáneos de Jesús. Este conjunto de factores llevó a instaurar un cuerpo doctrinal, un canon de las escrituras, una sucesión apostólica, y una estructura sacramental y jerárquica propias, como formas de autodefensa, de afirmación y de cohe­sión, en favor de una identidad estable y universal. La alternativa cristiana se basaba en un contenido positivo, y no sólo en la críti­ca al judaismo, creando nuevas creencias e instituciones que die­ran identidad, cohesión y especifidad al cristianismo.

14. Buena parte de la discusión exegética en la segunda mitad del siglo XX ha esta­do dedicada a valorar este proceso, y dentro de él a destacar la importancia de los escritos lucanos. La Iglesia que surge claramente en la segunda mitad del siglo II remite a las raíces y gérmenes ya existentes en los escritos canónicos del siglo I, lo cual no implica que todas las comunidades y autores estuvieran de acuerdo con este proceso. Cfr., E. Kásemann, Exegetische Versuchungen und Besinnungen, Gotinga, 1964, 109-34; H. Küng, "Der Frühkatholizismus in Neuen Testament ais kontroverstheologisches Problem": ThQ 142 (1962) 385-424; H. Conzelmann, Théologie du Nouveau Testament, París, 1967, 161-64; 301-29; G. Heinz, Das Problem der Kirchenentstehung in der deutschen protestantis-che Théologie des 20Jahrhunderts, Mainz, 1974, 351-409; C. Bartsch, Frühka­tholizismus ais Kategorie historisch-kritischer Théologie, Berlín, 1980;

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Desde el principio hubo un problema interpretativo a la luz de las distintas doctrinas y maestros que pretendían transmitir y com­prender el mensaje cristiano. De ahí la compleja aceptación de un cuerpo de escritos normativos en base a su origen directa o indi­rectamente apostólico; la dificultad de establecer criterios comunes para determinar quienes eran o no apóstoles; la discusión acerca de la validez de determinadas conclusiones que se sacaban de la pre­sunta doctrina de Jesús, por ejemplo por parte de Pablo, y la lucha contra enseñanzas divergentes y, a veces, opuestas, que ofrecían alternativas a la doctrina mayoritaria. La historia del cristianismo primitivo es de una indeterminación y pluralidad constitutivas, aunque el anuncio del Cristo resucitado y de su legitimación divi­na, expresada en heterogéneas cristologías, es el núcleo aglutinan­te de la diferenciación específica respecto de judíos y paganos gre-corromanos ' \ La misma idea clave de imitación y seguimiento de Jesús se estableció desde perspectivas diferentes, abriendo espacio a hermenéuticas alternativas. En el Nuevo Testamento no hay una cristología y eclesiología únicas, sino pluralidad de ellas.

Se canonizó un pluralismo conflictivo, asumiendo distintas her­menéuticas sobre la identidad y significado de Jesús. Había una fe común en Cristo expresada de forma diversa en distintas formulas de fe que acentúan su resurrección y significado divino (Rom 10,9; 1 Cor 6,14; 15,15; 1 Tes 1,10)16. Las confesiones monoteístas judías se completaron con una pluralidad de cristologías, como eje cen­tral de la ortodoxia cristiana. Inicialmente se habla del significado

15. Remito al excelente estudio de G. Theissen, La religión de los primeros cris­tianos, Salamanca, 2002; Sociología del movimiento de Jesús, Santander, 1979; "Urchristentum ais Bewegung": Cr St 24 (20039, 489-515; R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la iglesia cristiana, Bilbao, 1987; R. Brown, Izis iglesias que nos dejaron los apóstoles, Bilbao, 1986; Antioch and Rome, Nueva York, 1983; E. Schweizer, Church Order in the New Testament, Londres, 1961; J. Dunn, Unity and Diversity in the New Testament, Filadelfía, 1977

16. Un libro clásico, que muestra las diferentes tentativas hermenéuticas para expresar el significado divino de Jesús es el de León Dufour, Resurrección y misterio pascual, Salamanca, 1973. Inicialmente no hay una diferenciación clara entre afirmaciones sobre la resurrección y la ascensión, sino que eran distintas formas de expresar la Cristología pascual: Dios se identificó con el crucificado, que se convirtió en el resucitado y exaltado. La diferencia entre Jesús, judío y personaje histórico, y las distintas cristologías pascuales es una clave para comprender el desarrollo del cristianismo.

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de Jesús a la luz de la resurrección (ascensión y exaltación); poste­riormente, una vez establecida su identidad divina, se deriva de ella consecuentemente el significado de la cruz y de la resurrec­ción. Pablo fijó el criterio de que nadie inspirado en el espíritu pue­de rechazar a Jesús (1 Cor 12,3) y este criterio fue también el deter­minante a finales del siglo I (1 Ju 2,22; 4,2-3; 5,1). La fe fue pasan­do del compromiso existencial y ético a una confesión doctrinal en torno a la identidad de Jesús. Pero subsistieron corrientes hetero­géneas, conservadas en el canon neotestamentario, que hacían difí­cil determinar con precisión absoluta que era ortodoxo, qué era heterodoxo pero soportable dentro de la fe común, y qué posturas llevaban a los cismas y herejías.

En el cristianismo primitivo coexistieron tendencias organizati­vas eclesiales, congregacionales y sectarias, según el esquema socio­lógico de Max Weber17, todas ellas derivando del inicial movimiento de la comunidad jesuana de discípulos. Sólo en la medida en que se fue creando un cuerpo doctrinal y una autoridad aceptada por todos, resultó posible determinar la ortodoxia y graduar las disiden­cias. La delimitación posterior entre ortodoxia y heterodoxias no suprimió esta pluralidad opcional constitutiva, pero hizo cada vez más difícil vivir en la heterodoxia respecto a la interpretación mayo-ritaria oficial, sin que ésta deviniera cisma o herejía. La pluralidad organizativa y hermenéutica de la primera época se fue estrechan­do cada vez más en el marco de un cristianismo helenizado e incul-turado en la sociedad romana. Las heterodoxias fueron más viables en el movimiento cristiano inicial que en la Iglesia católica de los siglos posteriores, aunque las divergencias persistieron en la plura­lidad de iglesias y de ámbitos geográficos y socioculturales, como muestran los conflictos dogmáticos de los siglos cuarto y quinto.

El paso del cristianismo primitivo a la Iglesia de apologetas y padres apostólicos del siglo II es el resultado de decisiones que van más allá de lo que dijo e hizo Jesús. El punto de partida fue la fe de las comunidades en Cristo resucitado, desde las que se escribieron los distintos testimonios neotestamentarios y se reinterpretó la vida de Jesús. No hay acceso directo al Jesús histórico sino a través de los

17. M. Weber, Economía y sociedad. I, México, 1969, 193-204 id., II, 847-89. También, E. Troeltsch, Gesammelte Schriften I: Die Sozíallehren der christli-chen Kirchen und Gruppen, Tubinga, 1977, 29-95.

DIVERSIDAD DE CREENCIAS EN UNA SOCIEDAD PLURAL 3 7 5

escritos eclesiales. En este sentido la Iglesia es anterior a las escritu­ras cristianas, ya que el canon es una creación normativa de las comunidades, como lo es la calificación de autoridades de algunos, designados como apóstoles, que ni siquiera conocieron a Jesús. Por eso no se puede hablar estrictamente de una fundación jesuana de la Iglesia, más bien es un proceso trinitario, aunque sí de su deriva­ción respecto a la inicial comunidad de discípulos en torno a Jesús. Esta pluralidad e indeterminación inicial provocó la crisis del último cuarto del siglo primero, que llevó a una estructura ministerial co­mún, a una doctrina y cuerpos de escritos aceptados por todos y a la apologética respecto de las corrientes gnósticas, que eran las gran­des amenazas para el cristianismo desde finales del siglo I (Ef 4,14-19; Col 2,8; Hch 20,28-30; 2 Pe 2,1; 1 Ju 2,18.26; 3,7-8; 2 Ju 9,11) y las precursoras de las primeras herejías (marcionitas y montañistas).

La constitución de un canon, culto sacramental, doctrina y auto­ridad apostólica permitió a la gran iglesia tomar distancia respecto de las corrientes e interpretaciones divergentes. La pluralidad inicial de cristologías heterogéneas, que servían de criterio amplio frente a las herejías y cismas (Rom 10,9-10; 1 Cor 8,6; 12,3; Fil 2,11; 1 Ju 4,15; 5,5), se fue estrechando con el tiempo. Se puede hablar de un proce­so constituyente marcado por conflictos doctrinales e iniciales dife­rencias estructurales, que luego dejaron paso a una estructura común ministerial, la cual se impuso en la segunda mitad del siglo II, tras la progresiva marginación de los maestros carismáticos y profetas. Surgió así la iglesia apostólica y una doctrina ortodoxa, a posteriori, que fue la base para las discusiones dogmáticas subsiguientes y per­mitía retrospectivamente evaluar la ortodoxia o heterodoxia de los escritos y autores anteriores18. Cada comunidad sacó sus propias consecuencias de la vida de Jesús a la luz de la resurrección, luego se fue imponiendo un consenso común normativo para todas las igle­sias. Se pasó así, de forma progresiva y no sin contestación, de una comunidad religiosa, que hacía del discernimiento lo fundamental, a otra dinámica de obediencia a la autoridad de los ministros.

En ese paso del cristianismo primitivo a la gran Iglesia hay

corrientes contrapuestas, subsistiendo un catolicismo temprano, ya

en el Nuevo Testamento, con interpretaciones gnósticas, especulá­

is. H. von Campenhausen, "Das Bekenntnis im Urchristentum": Urchristliches und Altkircliches. Vortráge und Aufsatze, Tubinga, 1979, 217-72.

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3 7 6 EL CRISI IANISMO EN UNA S()( IM)AD I Al( A

ciones helenistas y sapienciales, y doctrinas carismáticas, que fue­ron componentes del embrión de la doctrina cristiana. La idea de una fe primera única, común, universal y aceptada por todos, que luego en un segundo momento dio lugar a herejías y cismas es una falsa construcción teológica que no responde a la historia19. Inicial-mente no habían criterios unánimes y objetivos para designar la ortodoxia. El pluralismo inicial, agudizado por el hecho de que la Iglesia es una construcción histórica posterior, que transformó radicalmente la comunidad inicial de discípulos de Jesús, dejaba abiertas plurales posibilidades potenciales, que sólo el curso histó­rico clarificó. De ahí el anacronismo de proyectar la ortodoxia pos­terior en los orígenes, como si se tratara de un proceso continuista y homogéneo, comparable con los organismos vitales que crecen y se desarrollan a partir de un germen o semilla iniciales. Esta con­cepción, más ideológica que histórica, lleva a la idea de un deposi­to revelado, constante a lo largo de los siglos, cuyo contenido y con­secuencias aumentaron armónicamente. Sería un mero crecimien­to en la comprensión de la fe, que, en principio, sería inmutable e invariable. Esta construcción, frecuente en la dogmática tradicio­nal, falsea la historia e ignora la mayor tolerancia inicial del cris­tianismo primitivo respecto a divergencias y heterodoxias.

3. De la pluralidad de cristianismos a la única Iglesia

Las diferencias de interpretación eran frecuentes en las escuelas filosóficas y en las corrientes del pensamiento helenista20, sin que

19. W. Bauer, Rechtgldubigkeit und Ketzerei im áltesten Christentum, Tubinga, 21963 20. Justino compara a los herejes con los maestros que han creado una filosofía

(Diálogo, 35,6) y también con los falsos profetas judíos (Diálogo 82,19). Sin embargo rechaza que se rompa con los judaizantes, con tal que no impongan su rigurosa observancia de la ley y de la circuncisión a los demás cristianos (Diálogo, 47,1-5). No todas las diferencias doctrinales intracomunitarias tie­nen por qué llevar necesariamente a la exclusión. También Ireneo de Lyon afirma que las herejías se apoyan en las filosofías (Haer. 11,14), mientras que Tertuliano rechaza las filosofías y especulaciones doctrinales porque llevan a desviarse de la revelación (Praescr. 7-8). Orígenes y Clemente de Alejandría son los que más se abren a las tradiciones filosóficas. Crece progresivamen­te la desconfianza respecto de las filosofías y especulaciones, en las que se ven semillas de herejías, y se acaba presentando la curiosidad intelectual como un vicio del que hay que huir (Tertuliano, S. Agustín).

DIVIkSIDAD DE CREENC IAS EN UNA SOCIEDAD PLURAL 377

ello obstaculizara a la existencia de un movimiento de pensamien­to común. En este sentido se puede comprender también la unidad y pluralidad de creencias en el cristianismo primitivo. En el siglo II se habla indistintamente de herejía (Ignacio de Antioquía, Tral 6,1-2; Ef 6,2) o heterodoxia (Magn 8,1; Ef 10,2, Sm 6,2), refirién­dose a falsas doctrinas y también a praxis cismáticas que dividen (Sm 7,2). No hay una terminología clara ni tampoco un consenso sobre lo que es herejía, heterodoxia y cisma, sino que se aplican y radicalizan las anteriores advertencias paulinas contra los bandos y disidencias (1 Cor 11,18; Gal 5,20). El énfasis en la homogenei­dad y el rechazo de las divergencias se acrecienta progresivamente con Cipriano y Jerónimo en el siglo III21.

Las inevitables diferencias doctrinales fueron una de las causas que llevaron a diferenciar el obispo de los presbíteros, robuste­ciendo su autoridad doctrinal a costa de teólogos y catequistas lai­cos. El obispo se convirtió en el garante de la unidad de la iglesia, en cuanto sucesor por antonomasia de los apóstoles, de la misma forma que se hizo de Pablo el transmisor por excelencia del evan­gelio. La amenaza del caos doctrinal y de un sincretismo que aca­bara vaciando de contenido al cristianismo encontró respuesta en la progresiva marginación de carismáticos y profetas, en la cre­ciente sumisión de la comunidad a la autoridad jerárquica y en el monopolio magisterial que gradualmente alcanzaron los obispos. Se ganó en estabilidad, coherencia e identidad, pero a costa de la transformación gradual del cristianismo en una religión que hacía de la obediencia a la legitima autoridad la clave eclesiológica por antonomasia, en contra del predominio del discernimiento y la experiencia personal del cristianismo primitivo. El poder y los inte­reses eclesiásticos pasaron a jugar un papel cada vez más impor­tante en la determinación de lo que era ortodoxo y heterodoxo, y en la definición de las disidencias como cismáticas o heréticas.

La ortodoxia cristiana se formó reactiva y coyunturalmente, sobre todo contra las corrientes gnósticas, el gran reto para el cris­tianismo de finales del siglo I. La heterodoxia presupone la orto­doxia, y ésta, a su vez, remite al concepto de revelación divina, así

21. Remito a la síntesis y textos que ofrece A. Schlinder, "Haresie. Kirchenges-chichtlich": TRE 14 (1985), 318-41.

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como a un canon de escritos y autoridad apostólica, que sólo se consolidó y extendió a mediados del siglo II. Entonces, se refuerza y precisa técnicamente el sentido negativo de "herejía", subrayan­do su carácter doctrinal y de división comunitaria. Se recoge así el doble sentido del término en la tradición clásica (Cicerón, Varro) que abarca tanto diferencias doctrinales como a movimientos cis­máticos o sectarios. Se cuestiona la legitimidad de las divergencias y se subraya el peligro que llevan consigo. En cuanto que hay com-petitividad intra cristiana, como ocurre en el caso de Marción y los montañistas, hay necesidad de criterios estrictos de demarcación para dirimir el conflicto de interpretaciones. Se echa mano al cri­terio de prioridad histórica, doctrinal y ministerial, para garantizar la validez de la propia ortodoxia. Entonces se posibilita una con­cepción ahistórica y esencialista de la revelación, favorecida por la cristología del Hijo de Dios encarnado, que desplaza cada vez más las jesulogías cristológicas, que afirman el significado e identidad divinas del personaje histórico.

Las confesiones de fe tuvieron inicialmente su lugar preferente en el culto y expresaban el compromiso existencial con Cristo y su contenido doctrinal. La ortodoxia se vinculaba a un eje funda­mental en torno a la significación de Jesús como el Cristo-mesías, que se convirtió en el conflicto fundamental con la tradición judía, y que se formuló como resultado de un complejo proceso históri­co y teológico22. En la medida en que crecían los conflictos intra-cristianos aumentaba la necesidad de formulas doctrinales que sirvieran de criterio respecto a las heterodoxias, herejías y cismas. El problema de la correcta interpretación de las escrituras fue siempre el núcleo de la controversia con los judíos. Al mismo tiempo, se defendía la antigüedad y originalidad de la doctrina apostólica respecto de las innovaciones y aportaciones de los gnós­ticos, remitiendo a la continuidad y vinculación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y entre Jesús, los apóstoles y la jerarquía. Había aversión a las novedades, al mismo tiempo que se subraya la continuidad entre cristianismo y judaismo, cuya verdad e his­toria supuestamente se heredaba. Los criterios de verdad de una

22. S. Freyne, "El cristianismo primitivo y las ideas mesiánicas judías": Concilium 29 (1993), 53-67.

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creencia fueron su antigüedad, unanimidad y universalidad ("quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est")23.

Progresivamente se fue desplazando el acento de la santidad de la praxis y la vida a la ortodoxia doctrinal, de la tensión escatoló-gica a la identificación con la iglesia misionera, de la mística y experiencia del Espíritu a la ética y la ascética como marcas dife­renciales en la sociedad romana. Aumentaron las medidas defen­sivas respecto de los herejes y se hicieron catálogos cada vez más extensos de ellos. La unidad se buscaba desde la uniformidad doc­trinal, lo cual hizo cada vez más difícil la aceptación del pluralis­mo en las iglesias y la diferenciación entre heterodoxos, que per­manecen dentro de la Iglesia, y herejes. Pasamos de los cristianis­mos y comunidades eclesiales, a un concepto teológico homogé­neo y único de cristianismo e iglesia. El proceso de conversión de una corriente inicialmente herética respecto a la religión madre de origen, en una iglesia institucional con un credo oficial, escri­turas, dogmas y una autoridad jerárquica encargada de velar por la ortodoxia y de evaluar las heterodoxias es muy complejo histó­rica e ideológicamente. La lucha por la ortodoxia forma parte del esfuerzo por la unidad, pero vista desde la homogeneidad, a cos­ta de la pluralidad constitutiva del cristianismo. Tanto los grupos disidentes como la autoridad se radicalizaron reactivamente, rom­piendo vínculos, exacerbando y multiplicando los desacuerdos y convirtiendo heterodoxias en anti-ortodoxias. Se eliminaba así la posibilidad de una fidelidad desde la divergencia y se pasaba fácil­mente de cuestionar las ideas y las doctrinas a acusar a las perso­nas, calificándolas de herejes. Cuando se rompe el asentimiento cognitivo y afectivo a una comunidad de fe, las controversias se convierten en enfrentamientos dogmáticos, endureciendo a ambas partes.

El estricto monoteísmo favoreció la idea de una verdad única para todos. Celso atacaba el monoteísmo cristiano porque no res­petaba la pluralidad cultural, política y religiosa del imperio y ame­nazaba la paz social. La reacción cristiana fue ver en el imperio un instrumento divino que preparaba la concordia y la convergencia

23. G. Bardy, "S. Vincent de Lérins", en A.Vacant (ed.), Dictionnaire de Théologie

Catholique 15/2 (1950), 3.045-55.

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escatológica de todos los pueblos bajo un único Dios24. De ahí el inevitable significado político de cualquier divergencia religiosa, así como las implicaciones de una concepción trinitaria o no del monoteísmo". El resultado fue la politización de la religión y el uso de la violencia estatal para reprimir las herejías y los cismas. El proceso culminó en la Iglesia impenal del siglo IV: los problemas doctrinales de las iglesias se convirtieron en cuestiones políticas que afectaban a todo el imperio. El César pasó a ser garante de la ortodoxia, el primer convocante de los sínodos ecuménicos y la autoridad última a la que se recurría para imponer los decretos conciliares. La unidad del imperio exigía también la de la Iglesia y las controversias cristológicas y trinitarias la problematizaban.

La incipiente fe cristológica y trinitaria, inicialmente con for­mulaciones imprecisas y tensiones, poco a poco se transformó mediante la identificación de la teología natural de la filosofía grie­ga con la revelación judeocnstiana del dios único. Las afirmacio­nes conciliares del siglo IV formaron parte de una ortodoxia pan-eclesial y ecuménica, después de muchas tensiones y disputas. San Agustín, en contra de la mayoría de los obispos, fue el primero en recurrir a la violencia estatal contra los herejes, imponiendo la ortodoxia de forma violenta. Luego, el código de Justiniano definió el hereje como el que no pertenece a la iglesia católica y a su orto­doxia. Se pasó de la calificación doctrinal a la persecución de la comunidad implicada, acentuando la vinculación entre herejía y cisma eclesial. La posterior secularización del poder papal, desde finales del primer milenio, afianzó esta síntesis político religiosa,

24 Esta es la línea que va desde Orígenes hasta Eusebio de Cesárea Cfr, A Furst, "Monotheismus und Gewalt" StdZ 129 (2004), 521-31 El esquema trinitario se impone desde el trasfondo de la unidad monárquica divina, limitando el potencial reconocimiento de la pluralidad Cfr, E Peterson, El monoteísmo como problema político, Madrid, 1999, A Schlmder (Ed ), Monotheismus ais pohtisches Problema Enk Peterson und die Knhk der politischen Theologie, Guteisloh, 1978

25 Las implicaciones socio-psicologicas subyacentes al conflicto entre arríanos y católicos en torno a la divinidad de Cristo y la comprensión trinitaria de Dios han sido estudiadas por E Fromm, que resalta la progresiva desescatologiza-cion espiritualista del cristianismo, la legitimación de la autoridad política y eclesial, y la potenciación de una religión de la obediencia Cfr E Fromm, El dogma de Cristo, Buenos Aires 1979, J A Pérez Tapias, "Critica de la religión v mesiamsmo profético en E Fromm" Proyección 44 (1997), 179-98

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cuyas consecuencias duran hasta hoy. En el Medievo, la creciente independencia del papado respecto de la autoridad imperial, dio a éste casi el monopolio interpretativo a la hora de definir la ortodo­xia y legitimar el uso de la violencia contra las herejías, convir­tiendo la ortodoxia en un instrumento político tanto a nivel intra-eclesial como en la sociedad secular.

Subsistieron, sin embargo, dos grandes tradiciones, la latina y la griega, que fueron la semilla de las rupturas posteriores en Iglesia católico romana y en iglesia ortodoxa, precisamente en función de divergentes interpretaciones de la cristología y de la eclesiología. La ruptura posterior entre catolicismo y protestantismo fue, a su vez, resultado de un conflicto hermenéutico y de un enfrentamiento en torno a la institucionalización. Los católicos daban primacía a la tradición dogmática y a la autoridad jerárquica que la controlaba, mientras que los protestantes defendían la libre y plural interpreta­ción de las escrituras fundacionales. En realidad, la tensión subya­cente continuaba la dualidad del cristianismo como movimiento religioso, que inspiraba corrientes radicales proféticas, mesiánicas y apocalípticas, y en cuanto Iglesia institucional y misionera que reclamaba el monopolio interpretativo de la doctrina neotestamen-taria. No hay que olvidar, sin embargo, que la institucionalización es siempre la segunda etapa del carisma. Por eso, los protestantes que reclamaban la libre inspiración en la lectura de la escritura, desplazando al magisterio jerárquico, acabaron también creando, a su vez, autoridades, ortodoxias dogmáticas y tradiciones sustanti­vas que canonizaban a sus fundadores, Lutero, Calvino y las otras grandes personalidades del protestantismo.

Por eso, el problema hermenéutico es clave para comprender la historia del cristianismo. La heterodoxia sólo puede definirse his­tóricamente de forma descriptiva y contextual, en relación con la ortodoxia oficial del momento, siendo ambas formas doctrinales evolutivas y cambiantes. Una postura calificada de heterodoxa en un momento dado, puede ser integrada y asimilada posteriormen­te, al evolucionar la ortodoxia dogmática, o convertirse en mera herejía. Normalmente se mantiene la formulación y se cambian sus contenidos. Es lo que ha ocurrido con controversias impor­tantes como las del "filioque", la vinculación entre monogenismo y pecado original o el "fuera de la iglesia no hay salvación", cuyos

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contenidos han cambiado aunque se mantenga inalterable la for­mulación inicial que generó las controversias.

La tensión entre la experiencia carismática y comunitaria inicial y la jerarquía institucional, que surgió de ella, es inherente al pro­ceso de formación del cristianismo y se mantuvo presente a lo lar­go de toda la historia. El monacato surgió como una corriente mediadora entre ambas tensiones y las posteriores órdenes men­dicantes, las de la Contrarreforma y las modernas congregaciones fueron intentos de síntesis, más o menos exitosas, entre las necesi­dades carismáticas y experienciales del cristianismo y las exigencias jerárquicas e institucionales. El Nuevo Testamento se convirtió en una memoria histórica generadora de tensiones potencialmente cismáticas y heterodoxas respecto a la Iglesia constituida, en cuan­to que legitimaba la pluralidad interpretativa y la autonomía de las comunidades locales respecto de las pretensiones universalistas del catolicismo romano. De ahí la importancia del conflicto de inter­pretaciones en torno al significado de la iglesia primitiva y los aspectos positivos y negativos de la evolución posterior.

Hubo una dialéctica de adaptación e intolerancia jerárquica res­pecto a las heterodoxias, que se transformaron en cismas y herejías por factores teológicos y también sociológicos y políticos, combi­nando la recuperación y la persecución, la apologética argumenta­tiva y el uso de la violencia física, como ocurrió con los movimien­tos laicales y populares del siglo XII y luego con los protestantes en el siglo XVI26. Si las corrientes espirituales heterodoxas abocaron a la creación de nuevas formas carismáticas e institucionales dentro del catolicismo, como las órdenes mendicantes, también el conflic­to de interpretaciones dentro del protestantismo llevó a la creación de nuevas iglesias cristianas y luego a la multiplicidad de sectas, congregaciones y denominaciones evangélicas. Motivaciones políti­cas determinaron circunstanciales compromisos y tolerancias doc­trinales y disciplinares, que se aplicaron de forma selectiva según las conveniencias de la coyuntura histórica. Por eso no se puede recurrir sin más al positivismo histórico y teológico, que define como ortodoxo lo que se ha impuesto posteriormente como tal.

26. Juan A. Estrada, "Por una iglesia popular: los movimientos populares de los siglos XI y XII": EE 54 (1979) 171-200.

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En realidad hay una tensión entre el modelo eclesiológico y la teología de la ortodoxia del primer milenio, y la que configuró el segundo milenio a partir del cisma entre católicos y ortodoxos, la reforma gregoriana y la posterior reforma protestante. En la época de la Contrarreforma se recurrió de nuevo a la presunta antigüedad y universalidad de la ortodoxia tridentina, respecto de las innova­ciones heterodoxas protestantes, que se convirtieron en heréticas al afirmarse de forma pertinaz y generar la ruptura eclesial. Al funda-mentalismo de las escrituras, que subyacía a la concepción protes­tante, se contraponía el integrismo del magisterio jerárquico, que alcanzó su culmen con el discutido pronunciamiento de Pió IX de que el papa era la tradición misma. La infalibilidad pontificia, pro­clamada en el concilio Vaticano I, daba indirectamente una nueva legitimación al monopolio interpretativo de la escritura por parte del magisterio papal. Aunque, se afirmaba sólo para casos excep­cionales y en circunstancias muy concretas, que llevaron a la defi­nición de los dos dogmas marianos, este pronunciamiento facilitó la papalización de la Iglesia, así como un proceso de indoctrinación del catolicismo y un superdesarrollo de la ortodoxia.

De esta forma se minimizó la pluralidad constitutiva del cristia­nismo; se limitó el avance de la teología, al contraponerle un magis­terio papal no infalible pero cada vez más obligatorio y extensivo; y se imposibilitó la coexistencia de teologías alternativas a la doctrina oficial, sin que necesariamente se las identificara de heterodoxia o herejía27. El proceso de papalización de la teología, que corresponde al crecimiento del magisterio ordinario papal, alcanzó su culmen en el siglo XX. Se puede afirmar que los siglos XIX y XX impregnaron doctrinalmente al catolicismo, en el que cobró también creciente importancia la moral, en el contexto de las luchas antimodernistas y el rechazo de la crítica filosófica ilustrada a las creencias y autori­dades. La doble dimensión a la que apuntaron Kant, con su versión de la religión como instancia ideológico-moral dentro de los límites de la razón, y Hegel, que veía en la religión una imagen del mundo, que debía ser asumida y superada por la filosofía, hizo que durante

27. El catálogo de autores y escritos que han sido puestos en el índice desde 1600 a 1966 abarca a casi 3.000 autores y más de 5.000 obras. Cf. J. M. de Bujanda, Index librorum prohibitorum 1600-1966, Montreal, 2002.

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el siglo XIX y XX cobraran cada vez más protagonismo el rechazo de las heterodoxias y herejías. Ya no era tanto un estilo de vida lo que definía al cristianismo, como ocurría en los primeros siglos, cuanto una ortodoxia doctrinal y moral en el marco de una eclesio-logía marcada por la obediencia a la autoridad jerárquica.

Si se acepta la plena identidad entre movimiento de Jesús, cris­tianismo primitivo e Iglesia actual católico romana, apenas hay posibilidad de heterodoxias que no sean herejías. Pero esto es difí­cil afirmarlo desde una comprensión crítica de la historia y remiti­ría a un esencialismo continuísta y atemporal. En cambio, cuando se acepta la no plena identificación entre los dos polos (en la línea a la que apunta el concilio Vaticano II, cuando afirma que la Iglesia de Cristo subsiste en la católica, sin equiparar ambas) se abre un amplio campo a las heterodoxias respecto de la ortodoxia, y se hace posible el diálogo entre las iglesias cristianas actuales que son resultado de los cismas y herejías del pasado. Las divergencias eclesiales que en otro tiempo fueron calificadas de heréticas y generaron la fragmentación del cristianismo, pueden cobrar nueva luz y significado en el contexto actual, ya que tanto la iglesia cató­lica, como las protestantes y ortodoxa han cambiado su evaluación de contenidos del pasado. Esto ha hecho posible que problemas como los del filioque, entre ortodoxos y católicos, o los de la justi­ficación, entre éstos y los protestantes, se puedan ver hoy como expresiones divergentes de una fe común, rechazando el calificati­vo de herejías que se les atribuyó en otras épocas históricas. El ecu-menismo abre mucho el espacio y rechaza la equiparación entre divergencias, heterodoxias y herejías.

En conclusión: La evolución histórica muestra un movimiento religioso inicial de tipo de las corrientes o sectas, carismático y experiencial, que luego se transformó en religión institucionalizada, independizándose del judaismo, del que derivaba, y transformán­dose en el marco de la sociedad grecorromana. La pluralidad inicial y la mayor tolerancia respecto a las divergencias organizativas, cul­tuales y doctrinales dejó paso al énfasis en la unidad, entendida más como uniformidad que como comunión. El paso del movimiento carismático a la iglesia institucional era inevitable para salvaguar­dar el mensaje cristiano. Pero el dinamismo histórico, teológico y sociológico, hizo que retrocediera el pluralismo y se pasara a una

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actitud rígida ante las heterodoxias doctrinales y las disensiones dis­ciplinares y organizativas. La institucionalización y clericalización del cristianismo favoreció una ortodoxia rígida y el rechazo de cual­quier divergencia, viendo en las heterodoxias el germen inevitable de los cismas y herejías. El último paso se dio al convertirse el cris­tianismo en religión de Estado, lo cual hizo posible el uso de la fuer­za para luchar contra las herejías, politizando la religión. La apela­ción al cristianismo como forma de vida, como cosmovisión y como movimiento escatológico y apocalíptico, por el contrario, fue el ger­men de las constantes heterodoxias, cismas y herejías, que han acompañado al cristianismo institucionalizado. En última instancia la tensión entre Iglesia y secta, carisma e institución, Iglesia visible e invisible, responde a esta polarización, interna a la variedad de cristianismos históricos.

4. Creencias en un nuevo contexto cultural

La religión cristiana se constituye en torno a tres ejes funda­mentales, una revelación divina, que se plasma en unas escrituras inspiradas, que a su vez necesitan ser interpretadas y aplicadas por una comunidad. En ella, la jerarquía y subordinadamente los teó­logos tienen el papel de protagonistas. Hoy asistimos a una reno­vación del concepto tradicional de revelación y de inspiración, y se plantean nuevos problemas de interpretación y aplicación.

Replanteamiento del concepto de revelación

El concepto de revelación ha cambiado. La idea de un Dios externo, providencia histórica y causa creadora, que interviene puntualmente en la historia por medio de milagros y revelaciones ha sido determinante para la comprensión del cristianismo. En realidad, se le veía como una instancia extraterrestre, que, desde fuera se revelaba con pronunciamientos, leyes y actuaciones que modificaban la conducta humana. Desde esta perspectiva, se podí­an comprender las intervenciones divinas reflejadas en la Biblia, así como la dependencia y heteronomía del hombre que tenía que someterse a la voluntad de Dios. El Islam es quizás la mayor expre­sión de esta concepción, de la que también participan judíos y cris-

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tianos. La contraposición entre trascendencia e inmanencia, entre lo sagrado y lo profano, entre lo sobrenatural y lo natural, entre la gracia y la naturaleza refleja el dualismo de esta comprensión de lo divino y lo humano.

El cambio en la comprensión de la Biblia, así como las críticas al teísmo filosófico y religioso han sido determinantes en una nueva hermenéutica de lo que sería la revelación divina. En la Biblia encontramos la evolución religiosa de un pueblo, reflejado en escri­tos de procedencia histórica, geográfica y de autores muy diversas. De la misma forma que los escritos del Nuevo Testamento se redac­taron para demostrar la identidad mesiánica, cristológica y divina de Jesús, así también la historia de Israel, que presenta la Biblia, está marcada por la exigencia de mostrar a Israel como pueblo elegido de Dios, lo cual sirvió de legitimación a sus reivindicaciones religio­sas y políticas. En realidad la Biblia es una biblioteca, más que un libro único, que nos muestra la evolución de la experiencia de una comunidad, que va cambiando sus percepciones acerca de Dios y del hombre, inevitablemente condicionadas y relacionadas con su contexto histórico-social. Los agentes principales del cambio fueron una serie de personalidades religiosas que experimentaron y gene­raron una nueva visión de Dios, y criticaron muchas de las preten­siones del pueblo y de las autoridades religiosas. Cualquier texto hay que verlo en el contexto de la historia global que transformó la men­talidad religiosa del pueblo. La revelación subyacente no legitima lo que en un momento dado se presentó como designio divino, sino que corrigió planteamientos y testimonios del pasado, que obedecí­an a una imagen defectuosa de Dios. La experiencia histórica reli­giosa es la que sirvió para cambiar los contenidos de la presunta revelación divina a la luz de los nuevos acontecimientos y testimo­nios de los testigos divinos. Hay una evolución de la imagen de Dios y la revelación es un proceso secuencial de experiencias desde las que el pueblo va transformando su creencia en la divinidad.

Para los cristianos, la Biblia cristaliza un proceso de educación y transformación de una colectividad, a partir de una serie de per­sonajes (los padres del pueblo, los profetas) y de una historia com­prendida en clave de alianza entre Dios y los hombres, que lleva consigo una transformación de las creencias y prácticas de la colectividad israelita. Esta fe de los mayores constituye el horizon-

D1VHRSIDAD DE CREENl IAS LN UNA SOCIEDAD PLURAL 3 8 7

te de comprensión de la revelación en el mismo cristianismo. La revelación se da desde la inmanencia histórica, de tal modo que se puede hablar de una autonomía teocentrica, en la que Dios no está fuera sino en el interior mismo del hombre y como instancia moti-vadora y dinamizadora de la personalidad. Hay una naturalización de la gracia y una teologización de lo natural, que lleva a una radi­cal inmanencia de lo divino a la naturaleza y a la historia, concre­tado en la imagen del Dios creador y providente. El cristianismo con su afirmación del Dios hombre y del hombre Dios culmina la radicalización de la trascendencia en la inmanencia, posibilitando también las alternativas del humanismo ateo respecto de la teono-mía cristiana. Lo divino se da en lo humano y la convergencia entre trascendencia e inmanencia divinas abre espacios indirecta­mente al panteísmo, el ateísmo y el agnosticismo, interlocutores y críticos del cristianismo a lo largo de la historia. Toda experiencia de Dios es inevitablemente humana y la presunta revelación es siempre comunicación de una personalidad que se siente inspira­da por Dios. El valor divino de lo humano es una dimensión de la trascendencia que se hace inmanente a la persona humana, y la concepción bíblica ve en la historia del pueblo una paradigmática experiencia de Dios para toda la humanidad.

Desde la perspectiva de un Dios relacional y comunicativo, que más que transmitir verdades genera una experiencia y, desde ella, testigos (DV 2-5) es posible reinterpretar la revelación desde una clave subjetiva, experiencial e inmanente. La misma experiencia de la resurrección se reinterpreta desde esta clave dinámica e históri­ca, ya que no se presenta como un hecho histórico objetivo más, sino como un testimonio y una proclamación en base a una expe­riencia compartida. Es una revelación que tiene consecuencias his­tóricas y permite establecer criterios humanos de verdad de esa pre­sunta revelación, aunque fueran divinamente inspirados. La vincu­lación entre salvación y liberación, entre naturaleza y gracia, papel humano y acción divina es constitutiva del mensaje cristiano. Todo lo cristiano es humano, y susceptible, por tanto, de ser analizado con clave inmanente e histórica, aunque no todo lo humano sea cristiano, que es una forma de ser, de vivir y de interpretar.

De esta forma se revaloriza la experiencia personal y colectiva, y se abre espacio a la pluralidad de cristianismos, haciendo del ere-

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cimiento de la persona una condición necesaria, aunque sea insu­ficiente, para afirmar la validez de una tradición religiosa. El cris­tianismo ofrece criterios de santidad en términos de humanización y liberación, desde una memoria histórica, que arranca de Jesús, para validar una experiencia. Se mueve, por tanto, en el campo de las interpretaciones y de los humanismos. Es un camino entre otros, abierto al diálogo con otras religiones y experiencias libera­doras. Esta pluralidad de experiencias abre paso a las disidencias y heterodoxias en el intento de determinar qué es santidad, creci­miento humano, liberación y unión entre el esfuerzo histórico y la gracia de Dios. Además, en cuanto que propone un camino de rea­lización humana, tiene que abrirse a un ecumenismo intra cristia­no y pluriconfesional, así como a una teología de las religiones que toma conciencia de la existencia de otros caminos alternativos. En ambos casos se abre espacio al pluralismo, las disidencias y las heterodoxias respecto a la respectiva doctrina dominante.

El primado de la experiencia y de la fidelidad a la propia con­ciencia personal y colectiva cobra así un significado decisivo. Se trata de testimoniar e invitar a una experiencia, no de imponerla en una línea proselitista, abriendo espacio a la pluralidad de la revelación divina en los distintos contextos y épocas históricas. Por eso, en la Biblia hay una reinterpretación constante de viejas tra­diciones, que se critican y transforman a la luz de un conocimien­to nuevo de Dios. Había que conservar la tradición, pero también reformarla y marcar nuevas líneas de futuro. También en la Biblia hebrea había distintas corrientes teológicas y conflictos de inter­pretaciones, así como una reformulación de lo antiguo a la luz de las nuevas intervenciones de Dios. La experiencia histórica se opo­nía a la idea de una ortodoxia inmutable, perenne y delimitada de una vez para siempre, ya que hubo un cambio en las imágenes de Dios y en los contenidos de la revelación.

El concepto de inspiración

Al poner el acento en la inmanencia de Dios, se asume también el concepto de inspiración como característico de la revelación. Sobre todo, es necesario distinguir entre la presunta inspiración trascendente divina y las representaciones, interpretaciones y con-

D1VERSIDAD DI- CREENCIAS liN UNA SOCIEDAD PLURAL 389

secuencias humanas que se sacan de ella, las cuales están media­das y configuradas por la cultura de pertenencia28. Cualquier posi­ble inspiración divina, va inmediatamente traducida y expresada con las categorías culturales y religiosas a las que se pertenece. Una misma inspiración trascendente, caso que se diera, se interpretaría con imágenes y conceptos diferentes en un cristiano grecorroma­no, medieval y contemporáneo. Es decir, no tenemos experiencias "puras" religiosas, sino que entramos en ellas con predisposiciones y prejuicios culturales y personales. Interpretamos cualquier expe­riencia nueva en referencia a las que ya tenemos, y la coherencia, la plausibilidad y la credibilidad juegan un gran papel. Aunque Dios se comunicara, siempre habría que distinguir entre esa "revela­ción", nuestra comprensión de ella y las interpretaciones y aplica­ciones que hacemos. De ahí, la dimensión personal, comunitaria y social al hablar de un texto o experiencia inspirada.

La presunta revelación divina nunca puede identificarse con los discursos que suscita. Al ser sometida a un proceso de selección, abstracción y codificación, media en ella el imaginario cultural del que se parte. Esto está condicionado por el carácter social del ser humano y por la necesidad de significaciones y símbolos culturales para conocer un contenido. Si Dios fuera absolutamente descono­cido no podríamos captarlo, ni reconocer el carácter inspirado de una manifestación dada. Nuestros esquemas, a prioris y categorías culturales siempre juegan un papel en la presunta calificación de un texto como inspirado. La presunta experiencia de Dios, por su

28. En los inicios de la modernidad, ya planteó Ignacio de Loyola una teología de la sospecha, enseñando a desconfiar de apariciones o inspiraciones pre­suntamente divinas (EE 332), y distinguiendo entre la posible inspiración puntual de una persona, lo que él llamaba "Consolación sin causa preceden­te , y las representaciones posteriores que suscitaba según la subjetividad de cada uno ( en este segundo tiempo, a consecuencia de sus hábitos, concep­tos y juicios, forma diversos propósitos y pareceres que no son dados inme­diatamente de Dios nuestro Seño, y, por tanto, han menester de ser muy bien examinados, antes de que se les de entero crédito": EE 336). La propia sub­jetividad, personal y colectiva, media siempre en la experiencia religiosa y exige discernimiento y crítica. Cfr., Juan A. Estrada, Oración: liberación y compromiso de fe, Santander, 1986, 50-65. En esta misma línea, desde una perspectiva diferente, cfr., C.A. Keller,. "Religión: Ursache von Toleranz oder Intoleranz?", en Religión: Grundlage oder Hindernis des Friedens, (W. Kerber, ed.), Munich, 1995, 69-73.

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cimiento de la persona una condición necesaria, aunque sea insu­ficiente, para afirmar la validez de una tradición religiosa. El cris­tianismo ofrece criterios de santidad en términos de humanización y liberación, desde una memoria histórica, que arranca de Jesús, para validar una experiencia. Se mueve, por tanto, en el campo de las interpretaciones y de los humanismos. Es un camino entre otros, abierto al diálogo con otras religiones y experiencias libera­doras. Esta pluralidad de experiencias abre paso a las disidencias y heterodoxias en el intento de determinar qué es santidad, creci­miento humano, liberación y unión entre el esfuerzo histórico y la gracia de Dios. Además, en cuanto que propone un camino de rea­lización humana, tiene que abrirse a un ecumenismo intra cristia­no y pluriconfesional, así como a una teología de las religiones que toma conciencia de la existencia de otros caminos alternativos. En ambos casos se abre espacio al pluralismo, las disidencias y las heterodoxias respecto a la respectiva doctrina dominante.

El primado de la experiencia y de la fidelidad a la propia con­ciencia personal y colectiva cobra así un significado decisivo. Se trata de testimoniar e invitar a una experiencia, no de imponerla en una línea proselitista, abriendo espacio a la pluralidad de la revelación divina en los distintos contextos y épocas históricas. Por eso, en la Biblia hay una reinterpretación constante de viejas tra­diciones, que se critican y transforman a la luz de un conocimien­to nuevo de Dios. Había que conservar la tradición, pero también reformarla y marcar nuevas líneas de futuro. También en la Biblia hebrea había distintas corrientes teológicas y conflictos de inter­pretaciones, así como una reformulación de lo antiguo a la luz de las nuevas intervenciones de Dios. La experiencia histórica se opo­nía a la idea de una ortodoxia inmutable, perenne y delimitada de una vez para siempre, ya que hubo un cambio en las imágenes de Dios y en los contenidos de la revelación.

El concepto de inspiración

Al poner el acento en la inmanencia de Dios, se asume también el concepto de inspiración como característico de la revelación. Sobre todo, es necesario distinguir entre la presunta inspiración trascendente divina y las representaciones, interpretaciones y con-

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secuencias humanas que se sacan de ella, las cuales están media­das y configuradas por la cultura de pertenencia28. Cualquier posi­ble inspiración divina, va inmediatamente traducida y expresada con las categorías culturales y religiosas a las que se pertenece. Una misma inspiración trascendente, caso que se diera, se interpretaría con imágenes y conceptos diferentes en un cristiano grecorroma­no, medieval y contemporáneo. Es decir, no tenemos experiencias "puras" religiosas, sino que entramos en ellas con predisposiciones y prejuicios culturales y personales. Interpretamos cualquier expe­riencia nueva en referencia a las que ya tenemos, y la coherencia, la plausibilidad y la credibilidad juegan un gran papel. Aunque Dios se comunicara, siempre habría que distinguir entre esa "revela­ción", nuestra comprensión de ella y las interpretaciones y aplica­ciones que hacemos. De ahí, la dimensión personal, comunitaria y social al hablar de un texto o experiencia inspirada.

La presunta revelación divina nunca puede identificarse con los discursos que suscita. Al ser sometida a un proceso de selección, abstracción y codificación, media en ella el imaginario cultural del que se parte. Esto está condicionado por el carácter social del ser humano y por la necesidad de significaciones y símbolos culturales para conocer un contenido. Si Dios fuera absolutamente descono­cido no podríamos captarlo, ni reconocer el carácter inspirado de una manifestación dada. Nuestros esquemas, a prioris y categorías culturales siempre juegan un papel en la presunta calificación de un texto como inspirado. La presunta experiencia de Dios, por su

28. En los inicios de la modernidad, ya planteó Ignacio de Loyola una teología de la sospecha, enseñando a desconfiar de apariciones o inspiraciones pre­suntamente divinas (EE 332), y distinguiendo entre la posible inspiración puntual de una persona, lo que él llamaba "Consolación sin causa preceden­te", y las representaciones posteriores que suscitaba según la subjetividad de cada uno ("en este segundo tiempo, a consecuencia de sus hábitos, concep­tos y juicios, forma diversos propósitos y pareceres que no son dados inme­diatamente de Dios nuestro Seño, y, por tanto, han menester de ser muy bien examinados, antes de que se les de entero crédito": EE 336). La propia sub­jetividad, personal y colectiva, media siempre en la experiencia religiosa y exige discernimiento y crítica. Cfr., Juan A. Estrada, Oración: liberación y compromiso de fe, Santander, 1986, 50-65. En esta misma línea, desde una perspectiva diferente, cfr., C.A. Keller,. "Religión: Ursache von Toleranz oder Intoleranz?", en Religión: Grundlage oder Hindernis des Friedens, (W. Kerber, ed.), Munich, 1995, 69-73.

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inmediatez, intensidad y capacidad de clarificación e iluminación personal, cobra tal importancia que hace difícil la toma de distan­cia al volcarla en un texto, relativizar las consecuencias que se sacan o entrar en diálogo con otras perspectivas diferentes.

No hay que minusvalorar tampoco el e lemento relacional y misional inherente a cualquier experiencia religiosa, ya que se pre­tende comunicar a los otros la verdad que ilumina la propia exis­tencia. Una vez alcanzada, ésta lleva de forma espontanea a la impugnación de otras verdades alternativas, lo cual explica la posi­ble intolerancia respecto de otras visiones religiosas. Es un hecho conocido que los neoconversos suelen ser los más radicales. De ahí, el paso fácil a la dogmatización de una comprensión, que se pre­senta como verdad revelada. No hay capacidad para captar los ine­vitables elementos proyectivos de la propia subjetividad que siem­pre se dan en cualquier relación cognitiva, también cuando se refiere a Dios29. De ahí la importancia del discernimiento y de una teología de la sospecha respecto de cualquier representación divi­na. Bajo el "ángel de luz" que presuntamente revela la voluntad divina podía esconderse el espíritu del mal, decía Ignacio de Loyola (EE 328-36). Esto hace inevitable el discernimiento personal y colectivo, la relativización crítica de cualquier posible revelación y el uso de la razón y afectividad humanas como instancias críticas respecto a cualquier presunto mensaje divino.

En el cristianismo el concepto de inspiración se aplica a una palabra humana, pero no hay posibilidad de un literalismo como si Dios dictara minuciosamente lo que se recoge en un texto, como ocurre en el Corán, que se centra en la obediencia y sometimiento a la palabra de Dios. La mediación de la subjetividad de la perso­na inspirada es inherente al concepto cristiano de inspiración y con ella se abre espacio a la pluralidad de comprensiones, traduc­ciones e implicaciones. El cristianismo es imitación y seguimiento de Cristo, y no sólo fidelidad a un texto sagrado, y de esa vincula­ción personal surgen concreciones distintas de lo que implica ser discípulo de Jesús. El momento histórico y social es constitutivo

29 Juan A. Estrada, Imágenes de Dios. La filosofía ante el lenguaje religioso, Madrid, 2003, 55-82; "De la desmitificación de la Biblia a la reinterpretación de los dogmas": Proyección 51 (2004), 35-58.

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del mensaje inspirado, en contra de la inmediatez absoluta de una revelación esencialista y ahistórica. Por eso, el cristianismo ha sido una de las fuentes para la comprensión histórica de la verdad de un texto, que necesita ser comprendido, interpretado y aplicado a situaciones distintas, diferenciando siempre la intencionalidad del autor y la objetividad del texto, que es uno de los elementos que han posibilitado la hermenéutica actual30.

Interpretación y aplicación

En lo que concierne al concepto de interpretación, fue decisivo el reto planteado por Galileo mostrando el carácter histórico, contin­gente y humano de la escritura. Se puso en cuestión el literalismo fundamentalista, luego agravado por Darwin al presentar una teoría alternativa de la evolución. Empezó a distinguirse entre la verdad inspirada de la Biblia y sus componentes cosmovisionales culturales, a diferenciar entre los distintos géneros literarios y a plantear los problemas de la autoría humana y su trasfondo social e histórico. El método histórico crítico fue la respuesta teológica a esta nueva situa­ción. Fue una creación protestante, que inicialmente no fue asumi­da por los católicos, ya que lo impedía no sólo una ortodoxia litera-lista, que también había en el protestantismo, sino un magisterio dogmático que exigía el monopolio en la interpretación de los textos bíblicos. Se procedió a la desmitificación de la Biblia, asumiendo el significado salvífico de narraciones míticas que no podían interpre­tarse como afirmaciones históricas, poniendo en primer plano el problema de la interpretación de los textos y de la diferenciación entre lo que se dice y cómo se dice. La vieja pluralidad de sentidos de la Escritura, que siempre fue objeto de reflexión teológica, lleva­ba ahora a la reinterpretación crítica, histórica y contextual de los textos, socavando así los fundamentos de algunos contenidos dog­máticos tradicionales, que se basaban en una lectura literal. Res­pecto a la ortodoxia oficial se abría paso a concepciones divergentes, inicialmente vistas como propensas a la herejía y combatidas por la

30. El libro clásico de H. Gadamer, Verdad y método, 1977, es un buen ejemplo de la importancia que ha tenido el concepto cristiano de escrituras inspira­das para el desarrollo de la hermenéutica y de la conciencia histórica en Occidente.

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jerarquía a costa de descalificar a los teólogos innovadores, que abrían nuevos caminos a la comprensión del cristianismo

La pluralidad de interpretaciones, a partir de nuevas contribu­ciones históricas, como el descubrimiento de nuevas fuentes sobre los orígenes del cristianismo, la revalorización de las escrituras apó­crifas y la relativización de los contenidos y afirmaciones de cada escrito de la Biblia, leídos desde una clave crítica y contextual, hacía inviable el fundamentalismo protestante y el integrismo católico. En realidad hubo un desplazamiento de la jerarquía a los estudiosos y de la lectura objetiva a las comprensiones subjetivas de los textos. Ya no era posible deducir una ortodoxia única a partir de la Escritura, ni en nombre de la suficiencia de ésta, ni en referencia a un magis­terio oficial, ya que cualquier texto remite a una inevitable plurali­dad de lecturas, que forma parte de la historia de las consecuencias del texto31. Poco a poco se ha ido imponiendo la toma de conciencia de que no hay un cristianismo único, sino una pluralidad de cristia­nismos desde los orígenes y a lo largo de todas las etapas históricas.

El método histórico crítico ha generado una proliferación de teorías interpretativas acerca de los orígenes y significados del cris­tianismo, que hacen inviable el pensamiento único de la ortodoxia oficial tradicional. El pluralismo y el inevitable condicionamiento subjetivo de cada interpretación imposibilitan una única interpre­tación y se ha ido abriendo paso un acercamiento entre los teólo­gos de diversas confesiones y un ecumenismo de la base, de comu­nidades que van mucho más allá de las posturas oficiales jerárqui­cas. La vieja polémica entre Gadamer y Habermas acerca de la importancia de la tradición, de la que no podemos liberarnos, y también de una reflexión crítica, que permite comprender al texto mejor incluso que el autor que lo compuso, y, en cualquier caso, de forma diferente, impide una hermenéutica unitaria y abre espacios al disenso, la crítica y la toma de distancia32. En cuanto que toda interpretación es recreación, se hace inviable una ortodoxia esen-cialista, continuista y ahistórica.

31. H. Gadamer, "Historia de efectos y aplicación", en R. Warning (ed.), Estética de la recepción, Madrid, 1989, 81-88.

32. La discusión entre Gadamer y Habermas ha sido recogida en el volumen colectivo Hermeneutik und Ideologiekritik, Francfort, 1971. Véase también, K.O. Apel, La transformación de la filosofía II, Madrid, 1985, 91-145.

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En realidad, se puede hablar de un "imperativo herético" her-menéutico, que se podría también mitigar y plantearlo como "im­perativo heterodoxo", que viene dado por la modernidad ilustrada y por el pluralismo sociocultural vigente33. Ya no hay autoridades, ni instancias últimas que decidan al margen de la investigación histórica y la contextualización interpretativa. Se pasa de la homo­geneidad característica de la ortodoxia oficial jerárquica, a la plu­ralidad constitutiva de teorías interpretativas que tienen que coe­xistir con otras alternativas diferentes. El desfase doctrinal del catolicismo actual se debe también a una concepción de la tradi­ción dogmática como un "crecimiento acumulativo de las proposi­ciones de fe", es decir de las verdades que hay que creer. Se presu­pone que el devenir histórico es cuantitativo y sin rupturas, sin que haya novedades y marcos culturales diferentes que obliguen a un replanteamiento de determinadas verdades dogmáticas. No se atiende a la ruptura de paradigmas en la línea de Kuhn ni a la hete­rogeneidad de épocas históricas34.

Otra estrategia es la pretensión de verdades esenciales, que no están sometidas al contexto ni tienen que comprenderse desde la historia, con lo que tendríamos la paradoja de asumir el sentido histórico y no literal de la Escritura, y la postulación de verdades de fe, establecidas por la jerarquía, que se escapan a la finitud y contingencia del lenguaje humano35. Mientras que no se acepte el carácter contingente y finito de la razón humana, y que la historia es evolución que relativiza las posturas del pasado no hay posibili­dad de un diálogo entre la teología y el pensamiento actual. La gra­cia respeta a la naturaleza y la revelación de Dios se da a una comunidad cuyas formulaciones siguen siendo históricas, someti-

33. P. Berger, Der Zwang zur Haresie, Francfort, Fischer, 1980. 34. Th. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, México, 1975. El gran

impacto que ha tenido esta teoría en la teología puede comprobarse en los estudios de H. Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Madrid, 1997; Juan J. Tamayo, Nuevo paradigma teológico, Madrid, 2003.

35. "Las fórmulas que usa la Iglesia para proponer los dogmas de fe expresan conceptos, que no están ligados a una determinada forma de cultura, ni a una determinada fase del progreso científico" (Pablo VI, "Mysterium fidei": AAS 57 (1965), 755. Remito a los excelentes estudios de R. Franco, "Libertad y servidumbre de la teología": Proyección 27 (1980), 193-207; "Teología y magisterio: dos modelos de relación": EE 59 (1984), 3-25.

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das en todo a la contingencia de lo humano. Pensar que puede haber verdades ahistóricas e inmutables es oponerse a toda la tra­dición filosófica actual, como ocurrió durante el antimodernismo, y esto llevaría a la pérdida de credibilidad de las pretensiones cog-nitivas del cristianismo.

Se puede hablar de una "protestantización" fáctica del catoli­cismo, en cuanto que cada vez valen menos los argumentos de autoridad (creer algo en base a quién lo dice) en favor de razona­mientos convincentes que defienden el porqué de determinadas propuestas hermenéuticas. También hay una "catolización" del protestantismo, en cuanto que se toma conciencia de que el canon de escritos inspirados es una creación eclesial y de que no hay acceso directo e inmediato a Jesús como personaje real e histórico, sino que hay que pasar por las narraciones que reflejan la fe sub­jetiva de las comunidades y autores de los escritos. La Iglesia es cronológicamente anterior y ontológicamente priotaria a la crea­ción de las escrituras, porque no hay escritos canónicos antes de que sean asumidos como tales por las comunidades cristianas.

El cristianismo es más que una religión del libro, el cual está inevitablemente abierto a la pluralidad de lecturas. De ahí, la nece­sidad de un magisterio pastoral que colabore con la enseñanza teo­lógica, buscando un equilibrio entre las necesidades prácticas ecle-siales y el inevitable avance del estudio teológico. Ese equilibrio, siempre precario y tenso, se dio en buena parte en la Patrística y el Medievo, ya que abundaban los teólogos obispos y viceversa, pero se ha ido perdiendo desde la Modernidad. El problema se agravó por el distanciamiento de la teología del pensamiento moderno, ya que la mayoría de sus fundadores vieron sus obras incluidas en el índice de libros prohibidos, por la reacción antimodernista y por la distancia creciente entre la jerarquía y los teólogos. La expansión del Magisterio, favorecida por la revolución tecnológica, ha deriva­do también en una "teología oficial" que hacía cada vez más difíci­les las teologías alternativas, siempre sospechosas de herejía, en cuanto que disentían de alguno de los puntos teólogos ya estable­cidos. El resultado ha sido la crisis de la ortodoxia oficial, cada vez más obsoleta y con más dificultades para responder a las críticas internas y externas, y sin poder ya apoyarse en la presión social o en las distintas formas de coerción política utilizadas en el pasado.

DIVERSIDAD DE CREENCIAS EN UNA SOCIEDAD PLURAL 3 9 5

En realidad, la crisis que generó la "nueva teología" en los años cincuenta, mostrando la importancia del devenir histórico y de la finitud y contingencia de cualquier afirmación dogmática, no se ha superado todavía. Si asumimos el devenir, la fragmentariedad y la pluralidad inevitable de la comprensión, se imposibilita el pensa­miento único, que sólo permite una interpretación, en cuyo nom­bre se rechaza cualquier disidencia doctrinal. El intento de supe­rar esta tensión, es decir, la inevitabilidad de la pluralidad herme­néutica, ha llevado a la creciente subordinación de la teología, en cuanto que es una reflexión crítica respecto de toda ideología y cre­encia, al poder doctrinal de la Jerarquía, con lo que se reduce a ser mera apologética y comentarista de las afirmaciones magisteriales. Frecuentemente impera la teología cortesana, al servicio aerifico de la autoridad, sobre todo cuando ésta hace su propia teología ofi­cial, eliminando la autonomía del quehacer teológico.

Lafont ha mostrado el monofisismo encubierto en la teología actual del magisterio36. Se publican documentos ocultando tanto sus autores como sus fuentes teológicas y se presentan como ver­dades de fe que se proclaman, a veces escudándose en la autoridad pontificia, sin resaltar su condición de elaboración teológica, condicionada y elaborada desde una determinada perspectiva. Se mezclan así la doctrina magisterial, la exposición teológica y la condena de errores doctrinales, buscando más la obediencia que la inteligencia de la fe. Se exponen autoritativamente puntos de vista teológicos, a veces sobre problemas recientes, y cualquier posición alternativa o simplemente crítica con algún punto, se ve como una desobediencia. Es una teología sin autor humano aparente y sin condicionamientos históricos, epocales y eclesiales, que va cre­ciendo cada vez más porque escasean los temas teológicos y los problemas ante los que se no ofrezca enseguida una postura ofi­cial. Esta imposición doctrinal, en nombre de la ortodoxia, conde­na a la mera erudicción repetitiva y a la esterilidad, ya que la cre­atividad se basa en libertad de pensamiento, que implica capaci­dad de disentir y de cuestionar. La misma irrupción de los laicos en el mundo de la teología, sobre todo en el contexto centroeuro-peo y norteamericano, hacen hoy más difíciles los intentos de blo-

36 G Lafont, Imaginer l'Eghse cathohque, París, 1995, 244-52

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quear nuevos caminos, tanto más necesarios cuanto más concien­cia hay del significado histórico de las doctrinas y de la radicalidad de los cambios sociales que hacen inaplicables muchos pronuncia­mientos tradicionales. Esta es una de las razones de la crisis teoló­gica actual, una vez que desaparecen las grandes figuras que hicie­ron posible el Concilio. Se impone frecuentemente un dualismo entre lo que los teólogos piensan y afirman en privado, y lo que enseñan en público, por miedo a las inevitables represalias de la autoridad competente. En este contexto es muy difícil que se pue­dan establecer puentes de diálogo con la sociedad y que surjan corrientes creativas y renovadoras.

Hay que asumir el hecho de que hay confesiones de fe y propo­siciones dogmáticas que han perdido significación, plausibilidad y coherencia a causa de los cambios epistemológicos y sociales, como ocurre con formulaciones tradicionales acerca de Dios y de la divinidad de Cristo, en los que la literalidad de las formulas genera ideas diferentes e incluso contradictorias con lo que se qui­so formular en un momento histórico dado. Detrás una formula­ción ortodoxa literal monoteísta pueden subsistir concepciones tri-teístas antitéticas con la pretensión inicial. Cuando hay nuevos paradigmas de comprensión resultan inviables viejas creencias ple­namente asumidas en otros momentos históricos. El problema no es que se modifique un punto concreto de las creencias sino que lo que cambia es la forma de entender lo que es revelación, inspira­ción, ortodoxia doctrinal y creencia de fe. De la misma forma que no se puede criticar la cosmovisión de Ptolomeo con argumentos de Newton, ya que ambos pertenecen a dos comprensiones globa­les totalmente diferentes, así también el problema hoy no es sim­plemente si hay que preservar determinadas creencias puntuales del pasado, sino cómo entender de forma diferente el significado de las doctrinas, los dogmas y el papel respectivo de la jerarquía y los teólogos en un nuevo paradigma cultural y cognitivo.

El descubrimiento de la historia, que plantea nuevos contextos y abre perspectivas y horizontes inéditos, afecta no sólo a la com­prensión y formulación de la fe (GS 62) sino que es condición intrínseca de ésta. De ahí la inevitabilidad de formulaciones plura­les de la fe y diversidad de compresiones contextúales (UR 17). El mismo concilio Vaticano II propone una jerarquía de verdades (UR

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11) como medio de integrar un limitado pluralismo en las concep­ciones de fe. No todo tiene el mismo valor y hay que discernir entre el peso que tienen determinadas creencias en el depósito de la fe y la mayor libertad a la hora de disentir de posiciones asumidas, en lugar de caer en una dinámica del todo o nada, que hace inviable cualquier desacuerdo teológico. Las proposiciones doctrinales son, en muchos casos, respuestas a problemas que con el paso del tiem­po pueden perder validez y también significación al cambiar el horizonte de comprensión, como ha ocurrido con el "fuera de la Iglesia no hay salvación".

Por otro lado, el Magisterio jerárquico tiene que aprender de la historia. Ésta nos enseña que muchos contenidos que han sido defendidos por la jerarquía, como los del Syllabus antimodernista, estaban equivocados y que han tenido que ser rectificados, fre­cuentemente sin reconocerlo oficialmente, simplemente dejando de utilizarlos. Si a esto se añade la larga lista de teólogos que han sido sancionados por la Jerarquía y a los que luego ha legitimado la historia posterior, hay que preguntarse qué es lo que está fallan­do en el Magisterio católico de los últimos dos siglos, que lleva a repetidas situaciones en las que se deteriora su credibilidad y auto­ridad moral. El teólogo y el intelectual son potencialmente disi­dentes, ya que no pueden menos de revisar, cuestionar e interpelar, porque el estudio y la participación en la cultura profana lleva con­sigo nuevas formas de ver la revelación y de interpretarla. El mie­do a lo nuevo y la dificultad para aprender son, por el contrario, traicioneros para el Magisterio jerárquico, que como todas las autoridades desconfía siempre de los intelectuales.

La corrección postmoderna a los grandes relatos lleva al diálo­go hermenéutico y la fusión de horizontes de comprensión. En una sociedad que pierde conciencia de la historia es importante prote­ger las raíces identitarias, velando por la tradición, pero éstas tie­nen que asumirse desde la perspectiva del cambio y evolución, para que el pasado no bloquee ni se convierta en cerrazón ante cualquier nueva búsqueda. Las nuevas significaciones de viejas verdades forma parte de la comprensión hermenéutica actual y la obsesión por conservar la identidad de los orígenes se hace dañina cuando aisla del contexto histórico y eclesial. La iglesia es identi­dad y cambio, y el núcleo de la fe puede transformarse progresiva-

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mente, sin que esto implique infidelidad, en cuanto que siempre estamos en un proceso de comprender mejor la revelación. La heterodoxia puede corresponder al deseo de renovar y dinamizar viejas tradiciones, y no simplemente a ser un rechazo de la orto­doxia oficial. Cuando se confunden ambas resulta imposible la evolución y una aplicación que atienda a los signos de los tiempos.

A esto no escapa la estrategia anti-disidentes actual, ya que se mantiene el esquema de unidad uniforme respecto del de comu­nión en la diversidad. En realidad se defiende un "tutiorismo del magisterio" (ignorando las variaciones que se han dado en la mis­ma doctrina oficial de la Iglesia de los dos últimos siglos). Se ape­la a que hay que velar por la fe de los fieles, a pesar de que, a veces, es la misma postura magisterial la que plantea problemas a la fe de la gente, como ocurre en lo referente a las doctrinas morales. La preocupación por "los débiles en la fe" es frecuentemente una estrategia para imponer doctrinas que no son asumidas por una gran parte de la teología y de la comunidad eclesial. Cuando no hay recepción de un pronunciamiento oficial, se recurre al argumento de la autoridad ante la incapacidad para argumentar y convencer. La vieja crítica a una teología abstracta, que ignora los problemas reales de la gente y responde a preguntas y preocupaciones que nadie se hace, sigue también siendo determinante en el contexto actual de preocupación por la ortodoxia17.

No hay que olvidar además que la sociedad de los medios de comunicación social ha llevado a una abolición progresiva de la delimitación entre el espacio público y el privado. Anteriormente era posible reservar para la especialización teológica un mayor espacio de libertad, sin que necesariamente repercutiera pastoral-mente en los fieles. Hoy cualquier postura asumida por un teólogo en un estudio especializado, fácilmente se comunica a la opinión pública, frecuentemente de forma poco matizada y sensacionalis-ta. Si ante esta nueva situación sociocultural se recurre a una res­tricción del campo de libertad en la investigación teológica y filo­sófica, que es lo que está ocurriendo, se cierra el camino a la reno­vación eclesial y al diálogo entre la fe y la cultura. Como por otro lado abundan personas poco preparadas en teología y que, sin

37 J Ratzmger, Introducción al cristianismo, Salamanca, 1971

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embargo, escriben sobre el cristianismo de forma sensacionalista y provocativa, como ocurre con novelas y presuntos libros que des­cubren apócrifos y documentos secretos del cristianismo, es inútil querer preservar a los fieles de la inseguridad y los conflictos deri­vados de nuevas aportaciones teológicas. Habría que preparar a los fieles para que supieran vivir en una época insegura, en la que el conflicto de interpretaciones es inevitable y enseñarlos a discernir por sí mismos y en unión con sus comunidades eclesiales. Esto supone también aceptar que el cristianismo es muy amplio y tiene muchas formas de pertenencia, de la misma forma que había un núcleo de discípulos junto a Jesús y muchos seguidores y simpati­zantes desde lejos. La pertenencia al cristianismo es hoy mucho más difusa y fragmentaria que en el pasado y no se puede caer en la dinámica de un todo o nada.

El pluralismo cultural y eclesial exige dejar mayor espacio a los teólogos e intelectuales cristianos, para que ellos mismos salgan al paso de las versiones distorsionadas del cristianismo y critiquen las heterodoxias teológicas, disensiones y novedades, en lugar de empeñar la autoridad del Magisterio que fácilmente puede abortar precipitadamente posturas que a la larga se revelan como correctas y contribuidoras a la renovación eclesial. La vieja estrategia de la exclusión y el anatema pierde hoy poder disuasorio por la pérdida de influencia y eficacia social de la jerarquía eclesiástica y por la inevitable democratización y laicización de la misma Iglesia en las sociedades postmodernas secularizadas38. Al contrario, la descalifi­cación jerárquica de una publicación es una de las formas más efi­caces de propaganda, y las consecuencias que se consiguen son contrarias a lo que se pretendía con la iniciativa. Y es que ha cam­biado el contexto sociocultural, que exige otra forma de arbitrar el pluralismo de cristianismos y creencias. La pérdida de poder social de la jerarquía redunda en una merma en los controles institucio­nales y las medidas impositivas erosionan, a la larga, a la autoridad.

La misma cultura científica en que vivimos favorece la expe­riencia compartida como referencia última para legitimar las cre­encias. La atención a lo particular, diferencial y específico es tam-

38 José Pérez Vilanño, "Formas complejas de vida religiosa", en J Pérez Vilanño, Religión y sociedad en España y los Estados Unidos, Madrid, 2003, 127-54.

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bien uno de los componentes de la sensibilidad actual postmoder-na. Por eso, fácilmente entra en crisis la fe tradicional y se produ­cen tensiones. En la Iglesia actual tiene hegemonía la pretensión de universalidad respecto a la valoración comunitarista del con­texto y el entorno. De ahí la tendencia abstracciomsta que redun­da en problemas crecientes de aplicación, como ocurre en las filo­sofías universalistas. Este es uno de los problemas que plantea un gobierno central, que quiere legislar a nivel doctrinal, sacramental e institucional para toda la Iglesia, sin apenas dejar espacio a la creatividad de cada comunidad y a la necesaria inculturación local. La glocalización, pensar universalmente y actuar localmente, pasa por la comunión en las diferencias, un mínimo común que deja espacio a experiencias y expresiones divergentes. Esto implica mayor apertura y tolerancia a nivel doctrinal y organizativo.

En una época de fragmentación cobra más importancia la orto­doxia en cuanto memoria colectiva que da identidad y generadora de cohesión. El problema, sin embargo, es cómo preservarla sin que se convierta en tradición fosilizada, que bloquea cualquier intento de renovación. La universalidad como unanimidad ha dejado paso a la fragmentación de creencias, a la diversidad de interpretaciones y a la concurrencia de ortodoxia oficial y hetero­doxias o disidencias parciales, que responden a distintas herme­néuticas de los escritos fundacionales. La Iglesia de los teólogos socava, en parte, a la del magisterio jerárquico, cuando hay falta de consenso entre ambas instancias. Se produce una selección de cre­encias a la luz del pluralismo interpretativo existente, en la que jue­ga un papel fundamental la recepción o no por parte del pueblo o de parte de él. Una norma puede ser legitima y, sin embargo, su no recepción por la totalidad de la Iglesia hace que pierda validez, sig­nificación y eficacia. Desde la perspectiva de la Iglesia piramidal sólo hay una contraposición entre autoridad y obediencia, mien­tras que en una eclesiología de comunión juega un gran papel el "sentido de los fieles" (sensus fidelium), su consenso libre respecto de las normas emitidas por la autoridad, la interacción entre jerar­quía y pueblo, marcada por la exigencia de prudencia por ambas partes en función de la comunión. La historia de los concilios, de la liturgia y de las doctrinas eclesiales muestra cómo el principio

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de recepción ha sido determinante y forma parte de los criterios con los que se puede enjuiciar una norma o doctrina39.

De ahí, las críticas de la "ortodoxia"tradicional al cristianismo a la carta, al bricolaje personal de las creencias, que refleja la plura­lidad y multiplicidad de pertenencias en las sociedades contempo­ráneas. Las iglesias no pueden ignorar los entornos socioculturales que hacen mviable la homogeneidad confesional en el contexto de las modernas sociedades pluralistas. Por otra parte hay que asumir también los costos de la disidencia y de la búsqueda de nuevos caminos, recordando que el mismo Jesús avisaba a los suyos de que serían entregados a las autoridades por los piadosos. La hostilidad de la autoridad a cualquier crítica o disidencia pertenece a la diná­mica misma de las instituciones, aunque sea un elemento indis­pensable de una eclesiología de comunión en la que se admite el discernimiento de todos ("hcet, salvo iuris communionis, diversum sentiré": S. Agustín)40. La predicción de conflictos y el anuncio de la incomprensión que encontrarían los seguidores de Jesús es parte del legado evangélico (Ju 15,18-21; 16,1-49) en una comunidad, la johanea, que tenía dificultades para que su mensaje fuera asumido por todos los cristianos.

No resulta coherente asumir los riesgos de la libertad, que lle­van a la búsqueda personal, y luego ante los inevitables conflictos

39 Hay una abundante bibliografía que estudia el tema de la recepción en la teo­logía católica Remito especialmente a Y Congar, "La reception comme rea-lité ecclésiologique" RevScphth 56 (1972), 369-403, "La recepción como realidad eclesiologica" Concúium 11 (1972), 77-86, "Le droit au desaccord" L'Anne canonique 25 (1981), 277-86, A Gnllmeier, "Konzil und Rezeption ThPh 45 (1970), 321-52, V Codma, "Verdades olvidadas sobre el magisterio eclesiástico" Teología y experiencia espiritual, Santander, 1977, 61 76, M Ganjo Guembe, "El concepto de 'recepción' y su enmarque en el seno de la eclesiología católica" Lumen 29 (1980), 311-31, H Vorgrimler, "Del sensus fidei al consensus fidelium" Concihum 200 (1985), 9-19, C Barthe, "Droit au desaccord et regle de foi" Cathohca 3 (1987), 24-36, J Kerkhoff, "Le peuple de Dieu est-il lnfallllble, L'importance du sensus fidelium dans l'Eghse post-conciliare" FZPhTh 35 (1988), 3-19, J Zizioulas, "II problema teológico della recezione" Studt Ecumenwi 3 (1985), 197-208, L M Fernandez de Trocomz "Recurso al sensus fidei en la teologiaq católica de 1950 a 1960" Scriptonum Victonense 27 (1980), 142-83, 28 (1981), 39-75, "La teología sobre el sensus hdei de 1960 a 1970" Scnptonum Victonense 29 (1982), 133-179, 31 (1984), 3-54, A Antón, El misterio de la iglesia II, Madrid, 1987, 1050-55, 1035-1172

40 PL 43,141-42 (De Baptismo 111,3,5)

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4 0 2 I I CRIS NANISMO I N UNA SOC II DAD I Al( A

que se suscitan romper con facilidad con la comunidad eclesial de pertenencia, ya que la vinculación a la Iglesia debería estar por encima del conflicto puntual con las autoridades. De ahí los peli­gros de endurecimiento por ambas partes, que transformarían la ortodoxia en anti-heterodoxia, como ocurre en los grupos funda-mentalistas, y las heterodoxias en anti-ortodoxia, que pueden ser tan dogmáticas como sus opuestos. La anti-ortodoxia, como la anti-heterodoxia, pone más el acento en combatir al otro, que en presentar la propia postura. Hay más propensión a criticar al otro que en desarrollar los propios contenidos de forma positiva y dia­logante, para que puedan ser comprendidos y asumidos. De ahí la tendencia a combatir a las personas y no sólo a las doctrinas, en contra de los avisos del mismo Juan XXIII41, y de la legitimación incluso de la mentira, para demonizar al adversario.

La controversia lleva a que el fin legitime los medios, contra los principios básicos de la moral, y frecuentemente va acompañada por el secretismo que es una de las marcas de los autoritarismo. Destruir sin construir lleva a un progresismo irresponsable, muy acorde con la situación cultural actual, y la incapacidad para la pluralidad marca las ortodoxias fanatizantes. La exasperación de posturas lleva a una retroalimentación de una ortodoxia absoluti-zada y un heterodoxia no menos rígida, generándose con frecuen­cia un enfrentamiento de dos dogmatismos de signo contrario. Sólo saliendo de esta bipolaridad, que hoy existe en el seno del

41 Juan XXIII, Pacem in terris, n° 158 "Pero es justo que siempre se distinga entre el que yerra y el error, aunque se trate de hombres que no conocen la verdad o la conocen sólo a medias, ya en el orden religioso, ya en el oiden de la moral practica, puesto que el que yerra no poi ello esta despojado de su condición de hombre, ni ha perdido su dignidad de persona y merece siem pre la consideración que se denva de este hecho", n° 159 "Se ha de distinguir también cuidadosamente entre las teorías filosóficas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del hombre, y las iniciativas de orden económico, social, cultural o político, por más que tales iniciativas hayan sido originadas e inspiradas en tales teorías filosóficas, porque las doctrinas, una vez elabo­radas y definidas, ya no cambian, mientras que tales iniciativas, al encon­trarse en situaciones históricas continuamente variables, están forzosamen­te sujetas a los mismos cambios Ademas, ¿quien puede negar que, en la medida en que estas iniciativas sean conformes a los dictados de la recta razón e interpretes de las justas aspiraciones del hombre, puedan tener ele­mentos buenos y merecedores de aprobación'"

DIVI RS1DAD Db. CREENCIAS l-N UNA SOCIEDAD PLURAL 403

catolicismo, se pueden desideologizar los conflictos y abrirse al ecumenismo interno. En la medida en que esto se logre se podrá presentar la convivencia cristiana, dentro de una pluralidad real, como un ejemplo y testimonio a la sociedad, enseñando como afrontar los conflictos.

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1 LA BIBLIA COMO PA1 ABRA DE DIOS Introducción genei.il a la Sagrada Escritura, por Valerio Mannuca (6J edición)

2 SENTIDO CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO, por Pierre Grelot (2a edición)

3 BREVE DICCIONARIO DE HISTORIA DE LA IGLESIA, por Paul Chnstophe

4 EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS VOLUMEN I, por Joseph Moingt

5 EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS VOLUMEN II, por Joseph Moingt

6 EL DESEO Y LA TERNURA, por Ench Fuchs

7 EL PENTATEUCO Estudio metodológico, por R N Whybray

8 EL PROCESO DE JESÚS La Historia, por Simón Légasse

9 DIOS EN LA ESCRITURA, por Jacques Bnend

10 EL PROCESO DE JESÚS (II) La Pasión en los Cuatro Evangelios, por Simón Légasse

11 ¿ES NECESARIO AUN HABLAR DE «RESURRECCIÓN»'' Los datos bíblicos, por Mane-Émile Boismard

12 TEOLOGÍA FEMINISTA, por Ann Loades (Ed )

13 PSICOLOGÍA PASTORAL Introducción a la praxis de la pastoral curativa, por Isidor Baumgartner

14 NUEVA HISTORIA DE ISRAEL, por J Alberto Soggm (2a edición)

15 MANUAL DE HISTORIA DE LAS RELIGIONES, por Carlos Díaz (5a edición)

16 VIDA AUTENTICA DE JESUCRISTO VOLUMEN I, por Rene Laurentin

17 VIDA AUTÉNTICA DE JESUCRISTO VOLUMEN II, por Rene Laurentin

18 EL DEMONIO ¿SÍMBOLO O REALIDAD'', por Rene Laurentin

19 ¿QUE ES TEOLOGÍA'' Una aproximación a su identidad y a su método, por Raúl Berzosa (2a edición)

20 CONSIDERACIONES MONÁSTICAS SOBRE CRISTO EN LA EDAD MEDIA, por Jean Leclercq, o s b

21 TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO VOLUMEN I, por Horst Dietnch Preuss

22 TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO VOLUMEN II, por Horst Dietnch Preuss

23 EL REINO DE DIOS Por la vida y la dignidad de los seres humanos, por José María Castillo (5a edición)

24 TEOLOGÍA FUNDAMENTAL Temas y propuestas para el nuevo milenio, por César Izquierdo (Ed)

25 SER LAICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO Claves teológico-espintuales a la luz del Vaticano II y Christifideles Laici, por Raúl Berzosa

26 NUEVA MORAL FUNDAMENTAL El hogar teológico de la Ética, por Marciano Vidal (2a edición)

27 EL MODERNISMO Los hechos, las ideas, los personajes, por Maunho Guaseo

28 LA SAGRADA FAMILIA EN LA BIBLIA, por Nuria Calduch-Benages

29 DIOS Y NUESTRA FELICIDAD, por José Ma Castillo

30 A LA SOMBRA DE TUS ALAS Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, por Norbert Lohfink

31 DICCIONARIO DEL NUEVO TESTAMENTO, por Xavier Léon-Dufour

32 Y DESPUÉS DEL FIN, ¿QUE"7 Del fin del mundo, la consumación, la reencarnación y la resurrección, por Medard Kehl

33 EL MATRIMONIO. ENTRE El IDEAL CRISTIANO Y LA FRAGILIDAD HUMANA. Teología, moral y pastoral, por Marciano Vidal

34 RELIGIONES PERSONALISTAS Y RELIGIONES TRANSPERSONALISTAS, por Carlos Díaz

35 LA HISTORIA DE ISRAEL, por John Bnght

36 FRAGILIDAD EN ESPERANZA Enfoques de antropología, por Juan Masía Clavel S J

37 ¿QUÉ ES LA BIBLIA'', por John Barton

38 AMOR DE HOMBRE, DIOS ENAMORADO, por Xabier Pikaza

39 LOS SACRAMENTOS Señas de identidad de los Cristianos, por Luis Nos Muro

40 ENCICLOPEDIA DE LA EUCARISTÍA, por Maunce Brouard, s s s (Dir)

41 ADONDE NOS LLEVA NUESTRO ANHELO La mística en el siglo XXi, por Wilhgis Jager

42 UNA LECTURA CREYENTE DE ATAPUERCA La fe cristiana ante las teorías de la evolu­ción, por Raúl Berzosa

43 LAS ELECCIONES PAPALES Dos mil años de historia, por Ambrogio M Piazzoni

44 LA PREGUNTA POR DIOS Entre la metafísica, el nihilismo y la religión, por Juan A Estrada

45 DECIR EL CREDO, por Carlos Díaz

46 LA SEXUALIDAD SEGÚN JUAN PABLO II, por Yves Semen

47 LA ÉTICA DE CRISTO, por José M Castillo

48 PABLO APÓSTOL Ensayo de biografía crítica, por Simón Légasse

49 EL CRISTIANISMO EN UNA SOCIEDAD LAICA, por Juan Antonio Estrada