El creador de hombres

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EL CREADOR DE HOMBRES

Jean-Louis Dubut de Laforest

Yvelin RamBaud

Traducción.- José M. Ramos González

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Dedico humildemente las páginas de este sucinto estudio sobre La Fecundación y

la Generación artificiales a la inmortal memoria de

CLAUDE BERNARD

que bajo su envoltura orgánica fue, durante su evolución terrestre, el más sincero de los

hombres y el más perfecto de los sabios.

Su discípulo lleno de gratitud

GEORGES BARRAL

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PREFACIO

El 30 de junio de 1876, en una de las más hermosas mañanas del verano que

comenzaba, tuve el honor de conducir a Claude Bernard al Jardín Botánico. Había

elegido como tema de su curso anual en el Museo de Historia Natural, la unidad de la

vida. Concentrado en su tema, caminaba pensativo, apoyado en mi brazo. «La vida, dijo

de pronto, la vida, ¡qué problema insondable! Sin embargo, para el que no confunde las

leyes fisiológicas universales con los principios de la filosofía humana, ya es posible

entrever algunas luces que conducirán al descubrimiento de la verdad. Me gustaría

terminar mi carrera mediante una obra sintética sobre los Orígenes de la vida. Tal sería

el título de esa obra. ¿Tendré fuerzas para realizarla? No lo creo. Me siento débil. Mi

cerebro es vigoroso, pero mi fuerza se va. Si me es querida, como dice Molière, no es

por las satisfacciones que me da; pero yo le pido que se mantenga hasta el final de mi

tarea. Fue un alquimista de la Edad Media quien dividió por primera vez la vida en tres

reinos. Esta distinción debe desparecer. La unidad vital existe por todas partes.

Independiente, armónica, pero una, tal como se encuentra la manifestación de la vida

entre los animales y los vegetales. Mi ilustre colega, Sr. Boussingault, pretende que el

sol es la única fuente de la vitalidad. Yo no lo creo. La disminución y la desaparición de

la radiación solar no conducirán a la supresión de la vida en la superficie del globo. Las

fuerzas vitales no le están sometidas. Habrá un cambio en su modus vivendi, eso es

todo, y estas continuarán desarrollándose sin el sol, pues cada ser tiene las suyas propias

en sí mismo. La unidad existe en la respiración, la nutrición, la reproducción, en todas

las funciones. El mecanismo es múltiple, pero la vida comienza por ser simple; se

complica más adelante. Se caracteriza con la célula que se desprende del protoplasma,

materia prima universal. La forma celular debe ser estudiada en las regiones más

elevadas de la ciencia. Se vive y se muere por la célula. La vida reside pues en el

protoplasma y en la célula. Uno la mantiene, la otra produce todas sus manifestaciones.

Pero entre los seres pluricelulares, ¿de qué modo se transmite la vida, de qué manera se

operan la fecundación, la concepción, la generación, entre los protistas, los

monocelulares y los multicelulares, como el hombre? ¡Cuánto hay que decir y hacer

comprender al público! Si los novelistas quisieran instruirse, abandonar por un instante

las descripciones puramente ficticias y beber en las fuentes de la fisiología, cuántos

estudios curiosos podrían proporcionar a los lectores ávidos de lo desconocido…»

No sé si estos fueron, propiamente hablando, los términos empleados por Claude

Bernard. Pero he vivido bastante en su intimidad para certificar que ese era el fondo de

su pensamiento. Además, las líneas que he transcrito, en sustancia, ese día, sobre el

Cuaderno de notas experimentales del Laboratorio de Bioquímica, me han permitido

reconstituir esta confidencia tal como la acaban ustedes de leer, y cual me fue hecha.

Durante algún tiempo recorrimos los senderos del Jardín Botánico. Claude

Bernard estaba allí, cuando nos separamos ante las escalinatas de entrada del pabellón

reservado al Anfiteatro de los cursos de anatomía comparada. En frente, hay un banco,

sombreado en primavera por las lilas en flor y que me es muy querido, porque a menudo

ese maestro incomparable se sentaba allí, antes o después de sus lecciones. En ese

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momento, al dejarme, me dijo: «Si tiene usted amigos entre los poetas y los escritores,

añadió, dígales que no perderían nada viniendo a escucharme.»

Comuniqué a algunos de ellos esta gloriosa sugerencia, y no me sorprendió

recibir, una de estas pasadas mañanas, la visita de los Sres. Yveling RamBaud y Dubut

de Laforest, trayéndome el manuscrito de su Creador de hombres.

No me siento abrumado por presentar al público esta obra que abre una nueva vía

en la novela moderna, y que consagra el voto de un sabio de talento. Su interés reside

sobre uno de los más interesantes problemas de la fisiología humana. Digo, entiéndanlo

bien, digo fisiología humana. En efecto, la fecundación artificial se ejecuta desde hace

tiempo por las manos del hombre, entre individuos de la especie bovina, entre los peces,

entre los insectos, entre las flores. Téngase en cuenta que también fue un investigador

de talento quien fijó las reglas para aplicar este modo de reproducción a la piscicultura,

y del mismo modo que aumentaba nuestro tesoro científico, creía nuestra riqueza

alimentaria.

Un médico distinguido, el Sr. Daniel Hooibrenk, hace veinte años

aproximadamente, demostró que era posible multiplicar la producción de cereales,

favoreciendo mecánicamente la dispersión y el contacto del polen sobre los ovarios. El

proceso ha sido ensayado hace poco con gran éxito. Entre el hombre solamente, por un

sentimiento de pudibundez incomprensible, ese procedimiento ha sido reprobado hasta

ahora. Incluso han llegado a afirmar su imposibilidad, en el ámbito legal y moral.

Antes de hacer un resumen histórico sobre las tentativas de la fecundación

artificial humana, debemos declarar que la novela que van a leer, muy ciertamente con

un vivo interés, es, desde todos los puntos de vista, una obra notable. Se trata

precisamente de la obra de los Sres Yveling RamBaud y Dubut de Laforest. El primero

tiene tras él todo un pasado literario brillante. Ya ha encantado a una línea de lectoras,

aumentando a cada nueva publicación sus adeptos y sus admiradores. Es sobre todo su

carácter psíquico, si tomo como referencia a ese melancólico Bossue, la mejor

característica de la obra de este escritor que está en la plenitud de su talento. El segundo

es un temperamento realista que se encuentra a la búsqueda de lo desconocido

patológico en la especie humana, y que traduce las sensaciones que estudia en un estilo

colorista, pero puro. La Srta. Tántalo, su última obra, desprende un espíritu escrutador,

tal vez inquieto, pero, con toda seguridad, distinguido y muy literario.

La colaboración de esos dos autores debía favorecer las cualidades de cada uno de

ellos. Desde este punto de vista, El Creador de Hombres es un obra prefecta. Toca una

de las cuestiones más delicadas, incluso escabrosas, y, sin embargo, se puede leer de

principio a fin, sin verse herido, en cuanto que esta novela trata un tema fisiológico

intimo. Lectores y lectoras emprenderán su lectura sin ser abrumados por los términos

técnicos, eso de lo que muchos novelistas abusan hoy en día. La frase está alerta, es

precisa, clara y casta. Es una obra de estilista, de moralista, de legislador. Incluso la

religión, que para tantas personas aún es una necesidad, desempeña en la obra un rol

igual al de la medicina, de la filosofía y de la ley.

No es en absoluto una novela médica. Las que se han escrito son aburridas y

carecen al final de lo que proponen al principio. Son demasiado científicas para el lector

común, e insuficientes para el médico. Tampoco es una novela fantástica, compuesta

sobre un dato o una variedad científica, a semejanza del Hombre de la oreja rota, o La

nariz de un notario, o El caso de M. Guerin, esos brillos de espíritu y de pluma de un

maestro en el arte de escribir, el Sr. Edmond About, que ocupa un lugar destacado en la

Academia francesa. Incluso es menos que una novela como las que escribe Julio Verne,

donde la imaginación disputa a la veracidad. No, no es nada de eso. Es realmente una

tentativa nueva y muy viva. Es la novela de la vida real, en absoluta melodramática,

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pero severa, interesante, sana, austera como la propia ciencia que purifica todo lo que

toca. Es una obra muy moderna, una toma de posesión sobre el campo tan vasto de las

investigaciones de la fisiología.

La acción ha sido localizada en Alemania, por una especie de susceptibilidad de

la que el lector captara la intención, y que ha permitido a los autores libertad de acción.

Pero debemos restituir, a los sabios de raza latina, a los de Italia y Francia, el honor de

este descubrimiento biológico capital. Algunos han querido ver en la solución de este

problema de orden natural la realización del dogma de la Inmaculada Concepción. Los

fisiólogos de la escuela de Claude Bernard, en un caso de experimentación artificial, no

consideran a la mujer que se ha prestado al experimento, más que un instrumento

científico.

Es cierto que la fecundación artificial de la mujer es posible. Ha sido realmente

logrado. Fisiológicamente, es tan fácil como la lograda sobre los batracios, los peces, la

hiena, el jumento y la vaca. Desde el punto de vista social, el objetivo del matrimonio es

la reproducción. Si algún obstáculo físico se opone a la fecundación, no hay nada de

anormal ni monstruosos en la intervención medica para la aplicación regular de las más

sencillas indicaciones de la naturaleza. Como modo de tratamiento de la esterilidad, la

fecundación artificial debe ser preferida a los medios quirúrgicos o a las maniobras

inconfesables de los charlatanes. Sobre cien mujeres, esta práctica es necesaria para una

media del cinco por ciento, o sea cincuenta de cada mil, es decir que es indispensable

para una cifra de seiscientas mil mujeres, sobre la población femenina adulta de Francia.

Fue don Pinchon, monje de la abadía de Réame, quien indicó el primero, hacia

1164, la manera de fecundar artificialmente los huevos de los peces. El documento más

antiguo conocido sobre este aspecto, se debe a Jacobi, miembro de la Academia de las

ciencias de Berlin (1764). Fue reproducido, en 1773, por Duhamel du Monceau y citado

por Spallanzani en 1787. Pero fue este célebre naturalista italiano quien,

científicamente, demostró, en 1780, como pueden ejecutarse las fecundaciones

artificiales, tomando prestada de la naturaleza su forma de operar. Demostró, mediante

variados experimentos, que el desarrollo del embrión puede hacerse, con los elementos

de los padres, sin su colaboración activa. Logró incluso fecundar huevos de gusano de

seda, tomados en el momento de la puesta y separados de los machos, mojándolos con

el licor fecundante de éstos. En 1782, Rossi, profesor en Pisa, repitió con éxito todas las

pruebas de Sapallanzani.

Prevost y J.B. Dumas, en 1824, confirmaron estos resultados proporcionándoles

más precisión todavía. En 1837, J. Shaw, Boccius, en 1841, Remy y Gelius, desde 1842

hasta 1848, repitieron todas esa tentativas y acrecentaron el campo de las

investigaciones. En 1856, Coste aportó al fin el contingente decisivo de sus admirables

trabajos. Fue él quien estableció experimentalmente, de un modo definitivo, las

auténticas bases de esta parte de la fisiología. Únicamente, no hay que tratar de aplicar

este descubrimiento en los seres que no tienen afinidad entre ellos. No se obtendrán más

que resultados negativos tratando de fecundar animales de especies diferentes. La

naturaleza es antipática a los monstruos. Repudia incluso todos los género de mulos

haciéndolos infecundos. En 1865, Charles Robin, en presencia de Edmond About,

emprende unos trabajos, en un pequeño arroyo de Alsacia, para demostrar

experimentalmente que los sapos macho no se acoplan con las ranas y viceversa.

Contribuyó a destruir resta creencia popular que, si fuese justa, daría un desmentido a

las leyes naturales que nunca se equivocan. Demostró, al contrario, que la fecundación

artificial, se obtiene más fácilmente de los híbridos entre las especies de una misma

familia, como los salmónidos, por ejemplo.

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Fue en Saverne, junto a esa casa descrita con una tristeza tan sobrecogedora por

Edmond About en su libro titualdo de Pontoise a Estambul, donde esta prueba

experimental fue realizada. Debemos conservar el recuerdo de ese hecho, a doble título

del descubrimiento de Charles Robin, que es el más profundo de los fisiólogos vivos, y

al que debemos glorificar hoy, y del desgarrador cuadro inspirado por un verdadero

patriota. Es una admirable página, orgullosa y elocuente reivindicación que consagra la

memoria de una tierra, tan diferentemente inmortalizada por la ciencia, la literatura y los

acontecimientos políticos.

«No os diré nada de Alemania, y solo pido permiso para guardar para mi solo, o

para mis hijo y para mí, los sentimientos que he experimentado ante los nuevos fuertes

de Estrasburgo, escribe Edmond About. El martes por la mañana, hacia la diez, hemos

pasado por Saverne, y en un pliegue de los Vosgos, detrás de una cortina de grandes

árboles que yo planté, vi una casa que me es querida y dolorosa entre todas. Allí viví

doce años en la dicha y la paz; allí escribí la mitad de mis libros; allí vi nacer a mis

cuatro primeros hijos. Desde el año terrible, esta propiedad, pagada con mi trabajo, ha

sido repartida entre Bismarck y yo. Yo soy el dueño, pues siempre me he negado a

venderla, pero el gran canciller me prohíbe volver a poner allí los pies, en virtud de la

ley del más fuerte. En ella he entrado por última vez en el otoño de 1872. Los

gendarmes prusianos vinieron a buscarme; me llevaron a prisión para hacerme saber que

era un crimen ser francés en Alsacia. La casa ríe allí bajo su manto de viña virgen y de

glicina, y yo lloraría tal vez un poco si estuviese solo. Pero henos aquí en los

desfiladeros de la montaña; pasamos bajo los seis túneles, cada uno de los cuales podía

detener al enemigo durante un mes y que nuestros generales no han hecho saltar por

olvido. Nuestras rocas de gres rojo jamás me han parecido tan orgullosas; nunca

nuestros bosques de hayas y de pinos han sido tan bellos. El color oscuro de los

resinosos forma aquí y allá una mancha oscura sobre los follajes uniformemente

dorados por el otoño. ¡Qué bello y buen país hemos perdido! ¡Pensadlo de vez en

cuando, vosotros que lleváis el nombre de franceses! Yo tengo el alma envenenada.»

Las turbadoras líneas que se acaban de leer no constituyen una digresión en

nuestro estudio. Todo se mantiene y se encadena en este mundo. En el umbral de esta

curiosa obra del Creador de Hombres, no es inútil advertir al lector sobre los varaderos

sentimientos de los autores que estarían desesperados de ser acusados de haber escrito

un libro a la gloria de Alemania. El doctor Knauss es un adepto y ferviente admirador

de la ciencia francesa. Él declara, en repetidas ocasiones, en el transcurso del relato, que

es a Francia de quien se han tomado prestados los principios que él quiere aplicar, y sin

cesar, rinde homenaje a los descubrimientos que vienen de la orilla francesa del Rin.

En efecto, las primeras observaciones de fecundación artificial de la mujer,

realmente auténticas, datan de 1861, y son debidas al doctor Girault. Publicó una docena

de obras, de las cuales una se remonta a 1838. Todas las operaciones de este eminente

médico, efectuadas sobre dos mujeres, fueron seguidas de embarazos.

Marion Sims, en 1866 en New-York, Gigon padre, en Paris en 1867, Gigon hijo

en 1871, el doctor Pajot en 1877; luego los Rres. de Sinéty, Lutaud, Courty, Pouchet,

Esutache, en Francia, Gaillard Thomas, en América, han informado también de

numerosos hechos de fecundación artificial, y han sido los propagadores de este

precioso método.

En agosto de 1883, ocurrió en Burdeos un hecho interesante que zanjó la cuestión

desde el punto de vista de la ciencia y de la medicina legal. Un médico de esa ciudad,

habiendo intentado esta operación sobre una dama casada, y no pudiendo recibir sus

honorarios, se había dirigido a la justicia para pleitear, lo que es contrario a todos los

usos del cuerpo médico. Al número de motivos jurídicos adelantados para el juicio, el

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tribunal creyó su deber añadir a sus conclusiones una apreciación científica moral y

social, así redactada:

–Teniendo en cuenta que la mujer A… se ha sometido a una operación conocida

bajo el nombre de fecundación artificial, la cual parece, por lo demás, no haber

producido ningún resultado, y no haber siquiera sido practicada con todas las

precauciones y en las condiciones ordinarias indicadas por la ciencia;

Pero, sin tener que averiguar cual es desde el punto de vista científico, el valor del

proceso empleado por L…, el tribunal no puede ver en el empleo de este procedimiento

una causa lícita de obligación; proceso que no consiste, en efecto, en suprimir, bien en

la mujer, bien en el hombre, las causas de esterilidad de manera a hacerlas aptas para la

generación, sino que para su cumplimiento directo en lo que tiene de más íntimo, ser un

intermediario entre el marido y la mujer, usando medios artificiales que reprueba la ley

natural, y que podrían incluso, en caso de abuso, crear un varadero peligro social;

Importa a la dignidad del matrimonio que semejantes procedimientos no sean

trasportados del dominio de la ciencia al de la práctica, por lo que la justicia no sanciona

obligaciones fundadas en su empleo;

Teniendo en cuenta… etc., se deniega al doctor L… su demanda…

Esta decisión, que condena hechos científicos, ha sido objeto de justas críticas por

parte de la Sociedad de medicina legal de Francia, que está compuesta por todas las

personalidades del mundo sabio. Los jueces, en efecto, que son la mayoría del tiempo

excelentes jurisconsultos, pero pobres fisiólogos, desconocen por completo la operación

que han creído deber reprobar tan severamente.

El doctor Leblond, encargado de redactor el informe sobre esta cuestión, ha

demostrado que la operación no supone de ningún modo un peligro social, como los

jueces han supuesto, que, por el contrario, permite la extensión de la familia siguiendo

leyes fisiológicas perfectamente aceptables y no repugnan en nada a nuestra conciencia.

Sin duda, el médico que no teme usar publicidad engañosa para atraer a la clientela de

mujeres estériles, no merece en nada la simpatía, pero cuando la operación está

practicada por un hombre honorable, con todas las reservas que la situación comporta,

no se ve como la moral podría encontrarse ofendida. Cuando los medios quirúrgicos han

fracasado, y la esterilidad persiste, se está autorizado a favorecer la fecundación por

otros medios que la ciencia enseña. La fecundación toma entonces el nombre de

fecundación artificial. Esta expresión pude chocar de entrada, pero se la acepta sin

dificultad desde que designa a una fecundación natural con ayuda de ciertos artificios.

El procedimiento preconizado hoy, ha sido indicado por el doctor Pajot, que es un

maestro sin igual en obstetricia, y uno de las glorias más eminentes de la Facultad de

medicina de Paris. Es sencillo, discreto, decente; no hiere en nada el pudor de la mujer,

la dignidad del marido, y no puedo llevar el menor reproche en su consideración de

médico.

En su notable informe, el doctor Leblond termina diciendo que, lejos de condenar

como el tribunal de Burdeos parece desearlo la fecundación artificial, hay que alentarla,

pues tiende a perpetuar la especie, y proporciona a la familia alegría que no habría

podido disfrutarla sin ella.

Las conclusiones del doctor Leblond han sido adoptadas por todos los miembros

presentes, entre los cuales podemos citar a los Sres. Brouardel, Chaudé, Charpentier,

Gallard, Lutaud, etc.

Debemos añadir que en el magnífico Diccionario enciclopédico de las ciencia

médicas, publicado en la editorial G. Masson y Asselin, bajo la alta dirección del

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eminente doctor A. Dechambre, este tema ha sido tratado con una amplitud magistral

por Charles Robin. Es un trabajo para leer de principio a fin. No se encontrará en

ninguna parte tanta profundidad, claridad y sentido común, pues los tratados de

fisiología, incluso los más reputados, no han sabido situarse al nivel de la ciencia en este

tema.

Existe otro punto de vista que interesa al pensador. ¿Cuál es la influencia de la

fecundación artificial sobre la concepción y sobre la generación? En una palabra, ¿el

padre imprime su marca creadora sobre el desarrollo del embrión en un caso de

concepción mecánica?

La afirmación ha sido absolutamente verificada. La fecundación artificial no quita

absolutamente nada al carácter primordial impuesto por el hombre a su futuro

descendiente. Se puede apliar el deseo que Moliere articula por la boca de Mascarille,

en l’Etourdi:

… Que los cielos prósperos

Nos den hijos de los que seamos los padres!

La generación es, sin duda alguna, la más importante de las funciones de la

fisiología. Es por ella sola, según Platón, que los humanos son inmortales, dejando hijos

de sus hijos después de ellos. Es evidente que el aparato de la generación ejerce una

influencia considerable sobre todo el organismo. Algunos sabios la localizan en el

primer rango. Van Helmont ha dicho: Es solo por la matriz que la mujer es lo que es

(Propter solum uterum, mulier est id quod est). Férnél, médico de Enrique II, rey de

Francia, escribió en 1555: El hombre está por completo en su semilla (Totus homo

semen est). ¿Pero la influencia de los acontecimientos no puede hacerse sentir sobre el

desarrollo de la concepción? Se ha constatado que la acción patogénica de los trastornos

políticos o sociales siempre ha sido muy marcada, desde el origen embrionario, sobre

las futuras cualidades físicas e intelectuales del ser en formación. Los trastornos de

evolución tan numerosos observados, por ejemplo, entre los niños nacidos en los

últimos meses de 1871, y la mortalidad excepcional observada en esos sujetos, les ha

hecho ser designados bajo el nombre de hijos del asedio,1 convertido como sinónimo de

niños mal formados y abocados a un destino fatal.

El Sr. Legrand du Saulle, uno de nuestros médicos alienistas más distinguidos, ha

tenido la idea de verificar científicamente esta opinión popular. Sobre 92 niños

concebidos durante el asedio de Paris, encontró 64 anomalías físicas, intelectuales o

afectivas. Los otros 28 sujetos eran en general pequeños y delicados. Sobre estos 64

sujetos, 35 presentaban malformaciones físicas y trastornos de nutrición, 21 eran

retrasados, imbéciles o idiotas, 8 estaban afectados de vesania. Una notas

proporcionadas por los doctores Bourneville y Ladreit de la Charrière, vienen a apoyar

los estudios personales de Legrand du Saulle.

Ch. Féré ha hecho interesantes investigaciones sobre lo que él llama las familias

neuropáticas. Seria curioso examinar con él, tras haber hecho la parte de la herencia

mórbida, el rol que representa en la génesis de estos trastornos de desarrollo, la

inanición, el alcoholismo y el estado psíquico considerados aisladamente. Convendría

especificar en que momento han actuado esas causas. ¿Es en el momento de la

concepción, es durante la gestación y en qué época? Es de presumir que cada

malformación no puede ser producida más que en un punto determinado de la evolución

del embrión. Existen ciertamente instantes precisos y solemnes, podríamos añadir,

1 Durante la guerra contra el imperio prusiano, Paris estuvo sitiada por el ejército alemán desde el 19 de

septiembre de 1870 al 28 de enero de 1871, (Nota del T.)

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donde los generadores han estado sometidos a una influencia especial que han llevado a

los sujetos trastornos característicos.

Ch. Féré relaciona un caso importante al respecto. Se le presentó una chiquilla de

doce años, bastante bien conformada, con un cráneo regular. Pero fue operada de un

labio leporino lateral izquierdo, presentaba un tic de los párpados, hablaba con

dificultad, y tenía seis años cuando comenzó a hacerse comprender. Leía muy mal y

apenas escribía; era somnolienta y taciturna; experimentaba accesos vertiginosos. Toda

la familia era normal y sobria. Tres hijos nacidos antes que esta joven, nunca habían

experimentado trastornos nerviosos y no tenían deformidad alguna. Pero el padre, que

era un abogado distinguido, consideraba que la concepción de esta hija tuvo lugar el 2

de mayo de 1871, hacia las siete de la mañana, y, una media hora después, un grupo de

guardias nacionales hizo irrupción en su apartamento para hacer un registro. Su esposa,

extremadamente asustada, fue presa inmediatamente de vómitos, y necesitó varios días

para recuperarse de su emoción. La pareja pudo entonces abandonar Paris, y el

embarazo se desarrolló sin ningún acontecimiento particular.

En este hecho, ni la inanición, ni el alcoholismo, ni los antecedentes nerviosos

pueden ser puestos en causa, y el estado psíquico parece ser solamente el acusado. La

emoción sentida por la madre tuvo una influencia perjudicial sobre el desarrollo de esta

hija de la comuna, por emplear la expresión tan justa como espiritual de M. Ch. Féré, de

quien tomamos todos los detalles de este caso.

La influencia psíquica, aunque ya indicada por los antiguos, es la menos conocida

y la más interesante de estudiar. En el momento preciso de la concepción, ella es sobre

todo muy grande. La megalantropogenesis, o el arte de crear niños de talento, no sería

entonces una doctrina tan vana como se ha creído. La operación de la fecundación

artificial, rodeada de todas las precauciones necesarias, ejecutada en el silencio y en la

paz del campo, lejos de las emociones y del ruido de las capitales, puede producir

seguramente concepciones normales. Pero se ha objetado que las fuertes pasiones

afectivas son capaces por si solas, de dar a los productos de la generación las mas bellas

cualidades físicas y morales. Ved los hijos del amor, se dice. Entre aquellos que han

destacado en la humanidad, la mayor parte estaban dotados de todas las gracias de una

forma perfecta y fueron espíritus superiores

Ya han pasado los tiempos en los que los alquimistas se agotaban en obtener,

mediante la combinación de diversas sustancias en fermentación, introducidas en un

cuerno, a una temperatura previa, un pequeño animal minúsculo, o un pequeño hombre

llamado homunculus. La creación de un ser a partir de algunas piezas es absurdo, se

trate de un hombre, de un molusco, de un caballo o de un pez, de un roble o de un

champiñón, de un vibrión o de un pájaro. Hay una serie de etapas que recorrer en la

formación de los seres, sean cuales sean las dos teorías, que están al orden del día, que

se adopten.

La primera, llamada preformación de los gérmenes, admite que un germen

contiene no solamente al completo todo el ser futuro, sino todos los seres que saldrán de

él en las siguientes generaciones. Tomad una bellota. Contiene, no solamente un roble

minúsculo que no tiene más que crecer, sino todos los robles y todas las bellotas que

nacerán de ese roble a partir de ese momento.

La segunda teoría, llamada epigénesis, pretende que el germen, siguiendo las

condiciones del medio en el que está situado, siguiendo las cualidades hereditarias que

posee de sus generadores, se enriquecerá de perfeccionamiento mayor o menor, o se

empobrecerá si los antepasados han sufrido malformaciones. Que el embrión sea

humano, animal, vegetal, que en el momento del nacimiento produzca un hombrecito,

un pequeño ser organizado, una pequeña planta, que no tienen, tanto los unos como los

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otros, más que desarrollarse en el medio exterior más favorable posible. Pero antes de

nacer han pasado por una fase, al principio, de la cual un sabio no prevenido podría

difícilmente decir si un embrión humano de dos meses, de una longitud ordinaria de

ocho milímetros y medio, es el embrión de un perro de seis semanas, o de un pollo de

ocho días. Todo se parece, el cerebro, los ojos, las patas. Un huevo humano de

veinticuatro horas es semejante al de una ameba, de una mónada, de un molusco.

Sin embargo se nos preguntará ¿dónde introducir el amor, es decir ese sentimiento

afectivo, esa pasión del corazón, esa simpatía intelectual, que lleva a ciertos individuos

a buscarse más que otros, y que constituye un tejido de sensaciones psíquicas antes de

convertirse en una sensación material? Hay un matiz adorable y misterioso que separa

una pareja de amantes de un par de amigos. En este matiz reside el amor. Esta pasión,

que siempre llega al límite brutal y necesario, existe entre los animales esclavos del

celo, fatalidad orgánica y periódica, la mejor señal distintiva, a decir de Beaumarchais,

de los animales y del hombre, que no está a él sometido y puede dedicarse al amor en

todo tiempo.

Existe seguramente también, entre muchos animales, un sentimiento de elección

que conlleva una preferencia de ciertos machos hacia ciertas hembras. Obsérvese entre

las yeguas, a un semental al que se le presenta una potranca aún inmaculada, una joven

yegua o bien un jumento multípara. Estudiad al toro al que se le lleva una frágil becerra

o una vaca lechera de imponentes formas, veréis que el macho no se conduce de la

misma manera con todas las hembras. Pone de su parte delicadezas, medidas, coquetería

en sus acercamientos. Hace avances, acaricia a la hembra antes de ejecutarse. Sobre este

punto, muchos animales son superiores a algunos hombres, que dan cumplimiento de

este acto sagrado con una rudeza humillante.

Es presumible, pues observaciones han sido emprendidas en este sentido, que el

estado moral de los dos cooperadores, en ese instante solmene, tanto como el desarrollo

de las fuerzas, influyen en las cualidades intelectuales y físicas del futuro producto.

¿La fecundación artificial, operación completamente mecánica, es capaz de

proporcionar sujetos bien dotados moralmente? Por la perfección de las formas, no

parece dudoso. El hijo así concebido debe poseer, si el germen está completo, todas las

cualidades esculturales de una raza no degenerada. En cuanto a los instintos que se

desarrollen en él, en cuanto a las cualidades de su inteligencia, en cuanto a las

aspiraciones de su corazón, puede ocurrir que haya en toda su organización moral e

intelectual un desorden que pueden gestar a un maníaco, un neurópata o un alucinado.

Sin embargo, nosotros nada sabemos de eso. Un próximo libro seguirá las

vicisitudes del hijo del Creador de Hombres. Veremos si por no haber nacido en medio

de las ternuras y los abrazos de sus generadores, debe inevitablemente portar en él los

signos de una concepción fisiológica carente de amor.

Michelet quería, para llegar a un intercambio perfecto de la vida, que la pasión

pudiese mezclarse en ella. Deseaba ver el amor sufrir, llorar, impacientarse,

desesperarse, antes de caer en todos los éxtasis de la satisfacción de los deseos.

Pretendía que no se hace nada notable sin estar sobrexcitado. ¿No es eso lo que hoy

llamamos la preparación?¿ El intercambio absoluto de la vida, la transhumanización,

decía, debe ser el matrimonio. Pero la mezcla fatal de la sangre sería impía, si no se

juntase la libre mezcla del corazón. Él quería que los amantes creasen un fondo de ideas

comunes, una lengua especial, completamente pasional, produciéndoles el deseo de

comunicarse sin cesar. El amor, según ese gran pensador, debe tener un lenguaje mudo;

en una comunicación tacita, excluyendo todo placer egoísta, debe implicar el concurso

permanente de dos voluntades. Michelet estipulaba para la mujer tres cosas:

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1º Ningún embarazo sin su consentimiento expreso. Solo ella debe saber si puede

aceptar una probabilidad de muerte. Si esta enferma, agotada, su marido debe evitarla

durante las reglas y los seis días que siguen, según la opinión emitida por Coste, en una

Memoria celebrada por la Academia de la ciencia.

2º Respeto del amor, no hacer a la mujer un instrumento pasivo. Ningún placer, si

no es compartido.

3º Nada de relaciones fortuitas. La ventaja del matrimonio es poder disponer de

todo el tiempo.

En un tercer volumen estudiaremos, en colaboración también con Yveling

RamBaud, la concepción bajo este aspecto psicológico. Para fijar bien la filiación de

nuestras ideas, lo titularemos El nieto del Creador de Hombres.

Sea como sea, puede decirse que las malformaciones físicas o morales están sobre

todo producidas porque el órgano que esta golpeado esta afectado en camino. Depende

pues del hombre que profundice, poco a poco, en los misterios de la creación, de

estudiar bien todas las necesidades de un desarrollo normal, y de evitar las sacudidas

capaces de causar monstruosidades en los seres vivos. Dadme materia y movimiento, y

os haré un mundo, decía Descartes con audacia, queriendo expresar con eso que el

universo es un todo donde la materia está regida por las leyes de la mecánica. Añadid a

eso un conocimiento experimentado por las reglas de la fisiología y acciones

psicoquímicas, y el hombre pronto descubrirá los orígenes de la vida, porque la eterna

naturaleza es de una implacable lógica, y jamás engaña a aquellos que la aman lo

bastante para violar sus secretos.

GEORGES BARRAL.

Laboratorio de Bioquímica

Abril de 1884.

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17

EL CREADOR DE HOMBRES

I

En los primeros días de marzo de 1867, un oficial del séquito del rey de Baviera,

en la estación de Munich, acompañaba al conde y la condesa de Alhenberg que

regresaban de las fiestas dadas en la corte en homenaje a Richard Wagner. Los criados

en librea azul y plata, abrían la portezuela de un compartimento reservado, y el oficial

saludaba a los ilustres personajes, cuando la atención de la condesa Hélène de

Alhenberg se vio atraída por las idas y venidas de un viajero de actitudes indecisas, un

poco desordenadas.

Era un viejo músico que, desde hacía algunos minutos, buscaba en vano un lugar

libre en un vagón. Apoyado sobre su hombro derecho llevaba un niño, y en su mano

izquierda sostenía un violín.

En un momento, cargado como estaba, quiso izarse sobre un escalón de un

compartimento. Esfuerzo inútil, pues debía dejar uno de sus fardos.

Su duda fue grande. Consideró durante un largo rato su violín, un auténtico y

maravilloso Stradivarius; pero una nube pasó sobre sus ojos. El hombre recordó que era

padre, y el artista fue vencido. Con el estuche del violín depositado sobre el andén de la

estación, el niño, por una especie de adivinación, se echó a sonreír. Se hubiese dicho

que sus grandes ojos azules se iluminaban con uno de esos brillos misteriosos que solo

tienen los ojos de los niños.

Los empleados de la estación cerraban ya ruidosamente las portezuelas, y el

músico, obligado a renunciar a su viaje, imploraba algunos minutos de espera. La

condesa le hizo una señal de que se aproximase, tras haber murmurado algunas palabras

al oído de su esposo.

El conde, cómodamente extendido sobre su sillón, se preparaba a encender su

gran pipa de porcelana. Escuchó la petición de su esposa y sacudió la cabeza con un

gesto de impaciencia:

–¡Siempre los niños…! Hazlos subir, si eso te resulta agradable… Eres libre…

Y se hundió en su rincón, sin siquiera arrojar una mirada a aquel viajero que

abandonaba a su querido hijo en brazos de la condesa tendidos hacia él.

El recién llegado se inclinó respetuosamente, excusándose por ser objeto de tantas

molestias y tomó lugar frente al conde.

El tren comenzó su marcha.

–¿Es usted músico? – preguntó bruscamente el conde Rodolphe.

–Sí, señor. Yo estaba en las fiestas dadas por su Majestad.

–Nuestro Wagner es un artista admirable.

–Yo tengo tanto o más mérito en apreciarlo, señor, puesto que no soy alemán.

–En efecto, habría debido pensarlo al escuchar su pronunciación. ¿Es usted

francés, tal vez?

–He nacido en Francia… Mi madre era alemana, pero mi padre nació en París, sus

padres eran franceses.

–¿Lleva usted mucho tiempo en Baviera?

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18

–Vivo en Spire desde hace quince años.

–¿Y es usted el padre de este niño? – preguntó la condesa acariciando al pequeño,

al que ella acababa de colocar sobre sus rodillas.

–Señora, mi pequeño Raymond es la alegría de nuestro hogar. Es el más joven de

cuatro hijos. También será el más afortunado, pues el rey ha aceptado ser su padrino. He

ido a buscarlo al campo a casa de una de sus tías, que lo ha cuidado toda la jornada de

ayer. Su madre nos espera en Ratisbonne.

–La madre debe ser muy feliz – suspiró la condesa.

–¡Oh! sí, señora; ella ama a sus hijos con toda su alma.

–¡Estoy segura de que así es!

–Sí, señora – dijo el buen hombre reafirmando su respuesta.

–Sin embargo, usted señor, ha tenido una duda culpable al subir al vagón… No

estaba seguro de abandonar su violín o al pequeño… ¡Un hijo es algo sagrado!

–Me he equivocado, señora. A veces el arte nos vuelve crueles. ¡Pobre querido

mío!

–Se hubiese dicho que él comprendía sus dudas. Se ha puesto a sonreír cuando ha

visto la preferencia que usted le deparaba… ¿Tiene usted apego a su violín?

–Mi Stradivarius, señora, no tienen parangón en Europa; gracias a él me he

ganado la vida fácilmente. Pero, lo reconozco,– añadió sonriendo, – todos los

Stradivarius del mundo no valen lo que mi hijo.

–No hay gran artista sin corazón – murmuró muy bajo ella.

El conde y el músico hablaron del futuro reservado al wagnerismo, y la condesa

se puso a jugar con aquel al que llamaba ya ¡su hijo! Le contó dulcemente una de esas

leyendas del Bosque Negro, donde tantas cosas bellas surgían a los ojos deslumbrados

de los pequeños auditorios.

Era la historia del gran Melgador, un gigante vestido de oro fino y de purpura, que

poesía unos jardines magníficos y todos los juguetes con los que no sabía que hacer.

Los niños que le servían eran tan dulces como ángeles; también el buen gigante nunca

volvía de un viaje sin hacerles espléndidos regalos. Este Melgador vivía en una montaña

alta donde los pájaros del Paraíso acudían a cantar por millares. Un día, un niño

indiscreto, a punto estuvo de causar la muerte del gigante al pedirle que tomase una

golondrina en el país lejano hacia el que dirigía sus pasos. Melgador no había podido

negarse, pero en el momento en el que el débil pajarillo fue su presa, un monstruo, que

estaba oculto en una torre elevada, se precipitó sobre él y casi lo ciega con sus garras…

El gigante salvó su vida gracias a su fuerza sobrehumana. A su regreso, entregó al niño

el pajarillo que este había deseado. Pero todo el tiempo en el que la golondrina estuvo

enjaulada, las risas desaparecieron de la casa como por encanto; los pájaros no querían

ya cantar en los bosques; todo era triste. Fue el niño indiscreto quien liberó a la

golondrina, y de inmediato la alegría sonora regresó a la montaña.

A medida que la condesa hablaba, su bello y pálido rostro se iluminaba con una

belleza inefable, y su mirada arrojaba dulces claridades. Su frente calma y reposada, la

hacía parecerse a una de esas mandonas que se ven en las telas del Perugin, y como las

mandonas, sus ojos de jade parecían perseguir muy lejos un sueño inacabado.

Estaba vestida con un vestido gris subido; a su sombrero, de color oscuro, se ataba

una cinta de encajes. En el extremo delicado y tierno de sus orejas estaban fijados dos

diamantes, sin círculo, parecidos a las perlas de rocío que brillan sobre los pétalos de las

flores. La línea adquiría sobre su rostro contornos de una extrema finura; las manos,

pequeñas y nerviosas, estaban protegidas por guantes de piel del Tirol; la nariz, delgada

y de una estructura perfecta, tenía una forma completamente mística, y al móvil rubor

de las impresiones sentidas, las narinas temblaban don dulces estremecimientos.

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19

A los cuarenta años, la condesa Hélène todavía conservaba todo el frescor de la

juventud; sus labios eran húmedos de un rojo intenso; sus ojos velados por etéreas

languideces; y sin embargo, al observar detenidamente sus rasgos, se descubría una

dolorosa ensoñación; la boca, que parecía sonriente, mostraba un rictus nerviosos, los

ojos se sometían a variaciones repentinas de color y adquirían una especie de brillo

rojos oscuro. Luego la mirada regresaba a su dulzura acostumbrada; los labios

expulsaban su amargura.

En cuanto al conde Rodolphe, se parecía un poco a ese gigante Melgador con el

que la condesa entretenía al niño. Su elevada estatura, su cuello de toro, su barba

llameante como la cerveza dorada, sugerían uno de esos reyes legendarios de las

montañas del Tirol. Tenía brillos salvajes en sus ojos, y, se veía obligado a atemperar su

rudeza delante de su compañera.

Todo en él dejaba traslucir fuerza. Todo revelaba gracia.

Desde hacia algunos instantes, el niño, que al principio había escuchado a la dama

con las manos juntas, se había cansado de las epopeyas de Melgador. Se extendió sobre

los cojines del vagón, se desprendió de las caricias de la condesa, y luego regresó a su

protectora retorciendo los pequeños dedos rosas de sus pies, pues se había quitados los

zapatos y los calcetines. Gritos continuos, risas sonoras, balanceos, tonterías que la

madre eventual soportaba en una especie de éxtasis muda.

–¡Llámame mamá!, le había pedido ella dulcemente.

El niño al principio dudó; pero, poco a poco, se sintió atraído hacia ella por un

encanto casi mágico y gritó: «¡Mamá, mamá!». Ella le abría sus brazos de una manera

inconsciente y él se precipitaba allí para volver a zafarse, saltando sobre los cojines,

jugando con mano febril con los calcetines que cubrían antes sus tiernos pies. La

condesa, pletórica de benevolencia, lo llamaba para calzarlo, con delicadezas infinitas,

que le valieron un gentil agradecimiento.

Entonces, la condesa Hélène detuvo bruscamente sus caricias y pareció absorbida

en una dolorosa meditación.

–Hélène, ese niño te cansará – gruño el conde.

–Voy a tomarle conmigo– murmuró tímidamente el artista.

–No, no, ¡Es un buen niño!

–Siempre los niños. ¡Querida, eres insoportable!

La condesa Hélène aceptó con resignación el brusco reproche de su marido: fue

recompensado por el crío que se quedó tranquilo y se dejó contar una nueva historia

maravillosa hasta llegar a la estación de Ratisbonne.

–Madrecita. ¡Cuéntame otro cuento bonito!

–¡Oh, querido!

El músico acababa de levantarse, y, antes de descender del vagón, agradecía con

efusión al conde y a su esposa que lo hubiesen ayudado tan amablemente.

–¿Podría saber el nombre de las personas que me han hecho el honor de

recibirme? Me llamo Paul Menin – dijo él, inclinándose.

El conde entregó una tarjeta en la que el músico leyó los títulos de sus nobles

interlocutores.

Y como toda persona tímida, avergonzada de haberse encontrado en tan grande

compañía, el artista se apeó apresuradamente. Fue la propia condesa quien tomó en

brazos al niño para entregarlo a su padre. En el andén de la estación se encontraba la

madre, una fornida wurtemburguesa que llevaba un bebé en brazos. Se adelantó hacia

de Raymond y lo cubrió de besos ruidosos y precipitados.

–¿No has tenido frío, querido?... Déjame darte mi bufanda…

De pronto, la condesa prorrumpió en sollozos. El conde estaba exasperado.

Page 20: El creador de hombres

20

–La vista de ese pequeño ser te vuelve loca. Héléne, fíjate en que estado de

exaltación ridícula te pones. ¡Contrólate, te lo suplico!

–Tienes razón, será más fuerte de aquí adelante.

Ella enjugó sus ojos húmedos de lágrimas y arrastró rápidamente a su marido

hacia el pesado carruaje donde unos mozos iban colocando los maletas, depositadas

sobre el andén, pues ellos también bajaban en la misma estación.

Desde que hubieron tomado asiento, los caballos, dos vigorosos alezanos, se

pusieron en camino.

………

Jamás unión alguna había sido menos compatible que la del conde y de la condesa

de Alhenberg.

Él, propietario de un gran condado, el heredero de los de Alhenberg que, por

familia, tocaba en primer grado a muchos príncipes de Alemania, se había prendado

violentamente de la hija mayor del barón de Leskern. Adoraba a su esposa, pero no

podía sustraerse a una preocupación mortal pensado que su apellido iba a desaparecer,

por falta de descendencia. También, desde hacía varios años, a fin de disipar las

preocupaciones que invadían su espíritu, se había dedicado por completo a la caza. –

Pasaba semanas enteras en las montañas, persiguiendo ciervos y jabalís: de ahí, esa

especie de actitud salvaje que había adquirido en medio de los bosques, escuchando el

ruido del trueno, precursor de la tormenta, o los aullidos de las bestias del bosque; de

ahí, esos repentinos momentos de brutalidad que aparecían brillando en sus ojos que

solo una mirada de su compañera lograba apagar.

Estaba dotado de una fuerza de centauro, y se decía en el país que cuando era

estudiante en la Universidad iba a medir sus fuerzas con forzudos profesionales.

Levantaba pesos considerables con musculosos brazos; en su vivienda había instalado

todo un gimnasio. Gracias a esos ejercicios, no había perdido nada de la intensidad de

su juventud. Tiraba de maravilla a pistola, manejaba el sable o la espada de combate a

la perfección. Se le temía en la corte, pues no le gustaban demasiado las bromas. Se

recordaba con terror que, en un duelo, había cortado la mitad del cuerpo a uno de sus

camaradas que se había permitió bromear a su costa.

Por el contrario, la vida de la condesa pasaba en el castillo entre la caridad y las

oraciones. A insistencia de su marido, Hélène se había decidido a acudir a las fiestas

reales, pese a preferir con mucho la existencia calma y apacible de su hogar.

El coche circulaba levantando polvo. Entraban en pleno Tirol bávaro, y ya se

percibía la ciudad de Spire, enterrada en el valle, edificada en pendiente y

despareciendo, por así decir, entre la vegetación. A la entrada, una puerta baja; más

adelante y sobrepasadas por campanarios, las casas iluminadas de frescos con temas

religiosos. Aquí, la Asunción: Jesús ascendiendo a los cielos en un nimbo dorado; allá,

un descenso de la cruz; una llegada de los reyes Magos yendo a saludar al Redentor; en

una esquina de una calle que llevaba a la iglesia, un Pedro el eremita predicando la

cruzada ante la muchedumbre prosternada… Todavía estaban cerradas las ventanas y en

los nichos de las fachadas blancas, vírgenes sedentes, Cristos de marfil, santos rodeados

de ramas de boj bendecidas y de pequeñas guirnaldas de rosas, escenas navideñas

encastradas en cajas de cristal; por todas partes emblemas, temas religiosos, exvotos

destacando sobre las paredes, semejantes a ángeles de la guarda. Ante el balcón de un

palacete, se mostraba una gran pintura representando a los doce apóstoles rodeando a

Jesús en el momento de la traición de Judas. El pintor no había copiado la cena de

Leonardo, pues todos sus personajes tenían vida propia: se citaba este cuadro como la

Page 21: El creador de hombres

21

obra maestra de un ilustre húngaro, el único que hubiese podido reproducir los tonos del

gran Rafael. Las casas parecían otras tantas páginas de un misal.

Los viajeros pusieron pie en tierra ante el albergue El Sol de oro, que desparecía

también entre una confusión de imágenes santas. Se desengancharon los caballos.

Cuatro horas después, el conde y la condesa, bien envueltos en sus abrigos, se

instalaban de nuevo en el coche.

Apenas hacía algunos minutos que estaban en marcha, cuando los caballos se

detuvieron bruscamente.

Un cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia.

El conde se apeó y quitó el sombrero, mientras la condesa se arrodillaba en la

calesa murmurando una oración. Las personas que se estacionaban a ambos lados del

camino para unirse al desfile, informaron al conde que se enterraba a un capitán bávaro

muerto durante la guerra de 1866. El capitán había fallecido en una batalla donde los

muertos fueron tan numerosos que los enterraron amontonados en fosas comunes. La

madre había hecho numerosas gestiones para recuperar el cuerpo de su hijo; después de

más de seis meses se habían registrado los suelos, exhumado cantidad de cadáveres, y, a

base de coraje y tesón, la valiente mujer había logrado reconocer al hijo amado, gracias

a un brazalete de plata que él siempre llevaba en su brazo.

El rey había querido estar presente en esta ceremonia y un ayuda de campo abría

la marcha. El cortejo avanzaba a paso lento y el ataúd desparecía bajo las coronas de

laureles y flores; los oficiales, con el sable al puño, formaban la guardia.

Se hubiese dicho que un duelo general pesaba sobre todos, cuando apareció la

madre del muerto. En medio de los redobles del tambor, cantos religiosos, sones de los

clarines, repiques de las campanas de la catedral, gritos agudos de pequeñas flautas, los

choques de las armaduras, el deslumbrar de los estandartes, el estallido que arrojaban al

pálido sol de marzo, los cascos y bayonetas, ella caminaba sola, con la cabeza alta,

conservando todavía a esta hora suprema, en una mirada de doloroso orgullo, la

inmensa satisfacción del sacrificio hecho a la patria victoriosa… Sin embargo, se

olvidaban todos los dolores par saludar a esta mujer sublime en su rigidez, que

caminaba en sufrimiento, como antaño su hijo había caminado hacia la muerte.

En un momento, ella pasó al lado del coche; el conde se inclinó… La condesa ya

no rezaba; se había levantado muda por un resorte espantoso y llevaba las manos a su

corazón bajo el peso de una incomprensible angustia… Se sintió casi a punto de

desfallecer, pero se levantó de nuevo y una risa nerviosa, una de esas risas que producen

un estremecimiento y que no tienen nada de humano, se produjo.

El cortejo se detuvo: la muchedumbre estaba aterrorizada; los sacerdotes miraron

y sacudieron tristemente la cabeza… Una palabra apareció sobre todos los labios:

«Loca.»

El cortejo reanudó su marcha.

¿Loca? No. La condesa tenía toda su razón íntegra. Pero era presa de una sorda

cólera que desde varios años minaba su corazón. En toda esta puerta en escena de

muerte, una única cosa la había impactado: la visión de una madre llorando a su hijo.

Envidaba las lágrimas de la patriota y permanecía allí, inmóvil, amenazadora, con la

mirada ensangrentada, sacudida por los estertores de la risa.

El conde la miraba lleno de espanto:

–Hélène… Hélène…

–Ya estoy tranquila.

Los caballos retomaron su camino.

Page 22: El creador de hombres

22

–¡Qué singular mujer eres! – dijo el conde – Hace algunas horas, en la estación,

has llorado ante la alegría de una madre abrazando a su pequeño, y ahora, ríes mirando a

otra madre que llora a su hijo.

–Sí, rio de odio ante esas mujeres que son madres. Insulto sus goces tanto como a

sus dolores, porque estos dolores y esas alegrías no me están permitidas.

–Comprendo que lamentes que nuestra casa no haya sido bendecida, que Dios no

te haya dada al pequeño ser tan deseado, pero, una vez más…

–No, no lo entiendes… No puedes comprenderlo… Me gustaría poder conocer esa

angustia sublime de llorar a un hijo después de haberlo adorado. ¿Qué me importa el

mundo? No tengo ni esperanza, ni temor. No vivo…

–Me afliges mucho hablando de ese modo…

–Perdón.. perdón., amigo mío.. Sufro. No me hagas casa si a veces ideas

inexplicables, sin razón, turban mi alma. ¡Soy tan desgraciada! Sufro… ¡Ser madre…!

¡Amar…! ¡Llorar…! He aquí lo que mi corazón necesita. Ten piedad de mi desdicha.

Ellos tienen razón: «¡Estoy loca!».

Ese deseo de la maternidad la invadía por completo. Al principio, hubiese querido

luchar contra su tristeza, conservando aún algunas luces de esperanza; pero, ahora, los

años pasaban inclementes y ella envidiaba a las demás la dicha que ya no podía esperar

para sí.

Se dirigía a Dios, y el recogimiento de la oración lograba a veces expulsar sus

desesperanzas; era un combate continuo con su razón. Sin embargo, la desdichada mujer

salía a menudo victoriosa de la lucha. Allá, en el castillo de Alhenberg, donde iba a ser

tan feliz y descansar de las fiestas que no había buscado, trataba de ser buena con los

niños pequeños; Todo el afecto que desbordaba de su corazón, lo proyectaba

principalmente sobre sus sobrinos. Poco a poco, se había habituado a considerar a los

hijos de su hermana como suyos propios, y esas ilusiones no eran más que un mediocre

medio de dulcificar sus imperiosos celos. La bondad trataba de imponerse.

¡Hoy había sido vencida y se avergonzaba de su debilidad! Tomaba las manos de

su marido, prometiendo no dejarse caer más en esas odiosas manifestaciones; y, su

rostro tranquilo y reposado, retomando su placidez de cera, parecía testimoniar que esas

promesas no caerían en saco roto.

–Sé bien,– decía el conde,– que el amor materno no puede recaer sobre los hijos

de los demás. Es una ley natural… Pero, Hélène, la religión debería proporcionarte

consuelo.

–Sí, tendré valor.

–Tu sobrina Betly se casará, tú lo sabes, con el joven adscrito a la embajada, al

que daremos nuestro apellido. Nuestro sobrino, su hermano, promete ser un hombre

notable; es uno de los individuos más brillantes de la Universidad. De algún modo, tú

has educado a los hijos de Olympe.

–Ellos también son hijos míos. Verás Rodolphe, como estas crisis nerviosas no

volverán a surgir. Seré fuerte a partir de ahora.

–Si supieses que penoso me resulta verte sufrir.

En los ojos de la joven mujer brillaban lágrimas de consuelo:

–Es bueno – dijo,– sacrificarse por los demás.

Su vida, en efecto, no era más que un continuo sacrificio.

La condesa Hélène y su hermana la Sra. Olympe Güntzer no tenían entre ellas

ningún punto en común. Tanto la primera era tranquila y dulce, como la otra era vivaz y

alegre.

Page 23: El creador de hombres

23

Alta, con el rostro un poco iluminado, los cabellos rubios ardientes, labios riendo

al viento, de inteligencia mediocre, absolutamente carnal, tal era la hermana de la

condesa.

El Sr. Wilhelm Güntzer, antiguo consejero real, era un hombre grueso, sonrosado,

ventrudo, siempre rasurado, muy feliz de tener cuatro hijos y sin inquietudes aparentes

de saber que si él era realmente el padre. Era un egoísta, que alejaba de sí cualquier tipo

de preocupación.

En cada ocasión, se burlaba del conde:

–¿Cómo un joven, como usted, un Hércules que derribaría un buey de un

puñetazo, es incapaz de hacer hijos? Pues el incapaz, es usted, ¡querido!, Pero, míreme a

mí. Mi cabeza ya es canosa, y me faltan varios dientes, y a pesar de todo…

Reía muy fuerte, brincando en su pantalón que remontaba por encima de las

tobillos debido a la amplitud de su vientre, y el conde Rodolphe no lograba irritarse ante

este tipo tan grotesco.

Olympe también se divertía con la situación de su hermana. Y como desde hacía

tiempo ella había arrojado sus gorros de virtud muy por encima de las aspas de los

molinos, no dudaba en emplear frases de doble sentido para instar a Hélène a engañar a

su marido; pero como las alusiones demasiado atrevidas y las conversaciones en exceso

ligeras, hacían pasar sobre el rostro de su hermana un rubor de vergüenza, esto hacía

aumentar las intemperancias de la mujer del consejero. Por añadidura, los Guntzer

poseían una fortuna modesta y esperaban para sus hijos la sucesión del conde. El mayor

de los Guntzer estaba en la Universidad, gracias a la generosidad de los aristócratas, y

se había prometido una dote a la Señorita Betly, que debía casarse próximamente con el

vizconde Henri de Vermond, un joven adscrito a la embajada francesa en Berlín.

La bondad del conde Rodolphe no se detenía ahí: a ruego de su esposa, había sido

levantado un convento sufragado por él, donde los hijos del pueblo de Alhenberg

recibían una excelente instrucción de forma gratuita. El priorato estaba situado a lo lejos

en la llanura, y a la caída de la tarde, la dulce condesa escuchaba el repique de

campanas que le indicaba la hora de la oración.

Los Guntzer, el Reverendo Padre Petrus Steeg, director del priorato, el médico del

pueblo, Frédéric Schoffheim, eran los únicos recibidos en el castillo, que tomaba otro

aspecto diferente en el momento de las cazas organizadas por Su Alteza el gran duque

Jacques, príncipe reinante de Salmfels.

Ese último acudía muy a menudo a Alhenberg, escoltado con sus gentes y sus

perros, para luchar con valor y destreza al lado de su viejo amigo el conde Rodolphe.

Se daban entonces festines suntuosos, a los cuales se invitaban a lodos los grandes

del país; se levantaban mesas en la sala de las Masacres. Esas noches el conde vaciaba

su gran vaso de plata, y a veces ocurría que sobrepasaba la sexta línea trazada por un

antepasado en la legendaria copa.

Ese vaso, como aquel que Offenbach evoca en la Grande-Duchese de Gérolsteine,

tenía una historia. Había sido donado al bisabuelo del conde por el rey de Baviera, y un

gran artistas había cincelado en alto relieve las armas de los d’Ahlhenberg. El señor de

costumbres salvajes tenía en mucha estima esta herencia, que al regreso de las cazas

siempre designaba con esta palabra de bebedor: ¡el dedal!

El dedal tenía la capacidad de un litro en la sexta línea.

………..

La caleta seguía por una ruta sombría. Ya se perdían las torres del castillo de

Alhenberg en el declive de la tarde. Esa masa enorme, grisácea, parecía un corte

Page 24: El creador de hombres

24

gigantesco en la inmensidad del cielo. En la llanura, el campo dormido, los pueblos

dispersos aquí y allá, y muy a lo lejos, los amplios bosques, testigos silenciosos de las

proezas del amo.

La condesa se regocijaba recordando al conde sus pasadas explosiones. Su

delicada naturaleza no le permitía tomar parte en ellas, pero le gustaban los sonidos de

las trompas, y se sentía emocionada al recuerdo de los cánticos que despertaban el

campo a la caída del día. Cuando la llamada de los cazadores se escuahba en los

caminos, ella llegaba a la entrada del castillo, y, como las grandes damas de antaño,

saludaba a su señor. Este sentía entonces desaparecer las llamas que incendiaban su

rostro sudoroso y descansaba en el brazo de su esposa:

–Si supieras cuanto temo por ti cuando se té perdido en medio de la montaña.

–Querida, eres mi vida; te amo con toda mi alma. Debes perdonar mis bárbaras

costumbres que no me permitan tener contigo todas las delicadas atenciones que te

mereces.

Ella lo escuchaba agradeciéndole sus buenas palabras y, a esas horas benditas, la

alegría cantaba un poco en su corazón.

Page 25: El creador de hombres

25

II

A su llegada al castillo, los viajeros fueron informados de que el doctor Karl

Knauss, un amigo del conde, los esperaba en el salón.

El conde presentó el visitante a su mujer con una especie de respecto

considerable. El doctor tendría unos cincuenta años, pero aún poseía todo el vigor de la

juventud. Su barba rubia y rizada, su cabellera sedosa, sus dientes blancos, su frente

poderosa a la que las arrugas no habían todavía surcado, revelaban a un hombre de

naturaleza laboriosa, leal y enérgico.

Era de elevada estatura, de una elegancia de buena raza; en sus grandes ojos

azules, de un azul tranquilo, se dejaban traslucir de vez en cuando las intensas luces del

pensamiento.

El padre del conde y el del doctor habían sido compañeros de infancia; y

naturalmente, los jóvenes, que estudiaban en la misma universidad, se habían hecho

grandes amigos.

El doctor había recorrido Europa, manteniéndose al corriente de todos los nuevos

descubrimientos, aplicándolos y publicando obras especializadas. Venía al Tirol bávaro

a descansar y estudiar, al mismo tiempo, la flora del país; quería aumentar un herbario,

comenzado hacía ya tiempo.

La sala de las Masacres, en la cual se encontraban el doctor Knauss y sus

anfitriones, era una de las maravillas de Baviera. El techo, de un aspecto severo, estaba

atravesado por vigas de viejo roble chapadas en oro; en las cuatro esquinas, unas

quimeras, y entre los espacios dejados entre las vigas, unas magníficas pinturas. Eran

figuras mitológicas, toda una teogonía bizarra. Allí aparecía Venus indolentemente

acostada, con la cabeza apoyada sobre la palma de su mano; más lejos, aparecía Acteón.

Las paredes, hasta el techo, se perdían bajo los muebles de madera, y los

numerosos retratos de los antepasados, apenas dejaban ver las tapicerías antiguas. La

sala poseía amplias ventanas cubiertas con poderosos cortinajes. Al fondo y frente a la

puerta de la entrada, una inmensa chimenea de granito vomitaba una enorme llama de

haya y abedul. Bajo el panel, dos lanceros de hierro forjado, atados mediante dos

cadenas. En el fondo de la chimenea una placa de hierro negro donde estaban grabadas

las armas de la familia de Alhenberg.

Los asientos eran de cuero de Cordoue. Gracias a las intensas luces que

proyectaba un lustre de cobre holandés, la sala de las Masacres tenía rincones de sombra

de un poder asombroso y chorros de luz irisada parecidos a los que producen los vitrales

de las catedrales.

La jornada del doctor Knauss había transcurrido realizando un examen atento de

los retratos colgado de las paredes, y, en ese examen de los antepasados, había

encontrado ciertos puntos de semejanza con su amigo Rodolphe. Pensaba en ese

momento que ahí se producía una nueva prueba de los fenómenos de atavismo, sobre

los que él había realizado curiosos estudios.

–Es una estancia formidable, –pensó, saliendo de su ensimismamiento.

–Nada ha cambiado para mí – murmuró el conde… – Nos horroriza el arte

contemporáneo.

–Se es tan feliz viviendo con los viejos recuerdos… – continúo la condesa Hélène.

–Puesto que la casa te gusta, mi querido Knauss, espero que te quedes una buena

temporada.

Page 26: El creador de hombres

26

–Estaba seguro de encontrar en ti una generosa hospitalidad. Pero no he venido

solo por ti. No sé mentir. Mi colección de plantas ha sido decisiva en la decisión de mi

viaje.

–Nosotros poseemos una flora soberbia –dijo la condesa.

–Muy variada – continúo el conde Rodolphe – Lamento no ser un hombre de

ciencia, no podré servirte de guía. Con la caza busco otra cosa distinta a las violetas o

las digitales.

–Estoy seguro de que eres un gran cazador…

–Es preferible ser un gran sabio. ¿Sabes, mi querido Knauss, que los camaradas de

la escuela hablaban de ti con un legítimo orgullo? El apellido de Knauss hace su camino

a través de Europa. ¿Pregunta a mi esposa si yo exagero tus méritos? En Munich, en el

baile de la corte, tu nombre ha sido pronunciado. Se hablaba de ti simplemente como un

hombre que es el orgullo de Baviera. Me gustaría haberte visto allí…

–No me gustan demasiado las fiestas, – dijo sonriendo tristemente el doctor.

–Aquí todo es silencio, podrás trabajar a tus anchas. La biblioteca es toda tuya.

–Rodolphe, abusaré de tu hospitalidad; me darás un rincón un poco aislado en tu

regia casa. Una habitación modesta donde pueda trabajar por la noche, sin que mi

sombra al pasar ante una ventana, provoque miedo a las buenas mujeres del país.

–Estarás en el apartamento azul, – dijo la condesa – en el pabellón.

–Hélène tiene razón, allí vivirás tranquilo como un príncipe de la ciencia que eres.

Conozco tus gustos; los in-folios te servirán de chambelanes. Voy a llevarte allí, ya te

enviarán las maletas.

La condesa se retiró. Sin embargo, ellos quedaron solos.

Los dos amigos rememoraron sus tiempos en la Universidad. En la época en la

que Karl Knauss era estudiante, se le auguraba un ilustre futuro. Incluso un profesor

entusiasta había dicho un día que él estaba en la piel de un Fausto. Para el conde

Rodolphe, ¡cuántos bellos sueños, cuántas bellas visiones arrancadas a los efluvios del

Rhin! Knauss, él nunca había degustado los divertimientos de la juventud: ignoraba las

emociones que comunicaron a Henri Heine las amarguras de su intermezzo, y varias

veces se le había sorprendido sumido en meditaciones profundas, mientras que las pipas

de los demás humeaban en las tabernas, y la cerveza corría en arroyos espumosos.

–Cuanto difieren nuestras existencias – suspiraba el conde – He pasado mi

juventud en la montaña, al aire libre. Mis perros, mis picadores, la bestia que se

persigue, el jaleo que hay que hacer para remover los bosque, ¡esa es mi vida! Por la

noche, el descanso junto a una compañera que me ama y a la que adoro. Para ti, el

estudio perseverante, ardiente, la persecución de algo desconocido de otro modo difícil

de cazar, el trabajo de todas las ho ras, y a pesar de todo, conservas una eterna juventud.

Realmente eres un Fausto… Pero, ¿y Marguerithe?...

El doctor apenas le escuchaba. Su apuesta mirada parecía perderse en la bóveda

de la sala y allí permanecía, con las manos cruzadas, la espalda curvada, absorbido por

completo en su sueño.

–¡Espantoso investigador, tú meditas un crimen!

–No. Pensaba en ti y en tu dicha. No quisiera apenarte, pero debo hablar

seriamente contigo..

–Habla a corazón abierto y disculpa mi brutalidad. Tal vez tengas problemas de

dinero. Sé que la ciencia no reporta mucho. Habla con confianza, Knauss, yo soy rico,

afortunadamente…

–Gracias, pero no se trata de mí, sino de ti. Cuando has regresado de Munich,

esperaba besar a tus hijos. Este castillo, a pesar de su magnificencia, me parece triste.

No está poblado de esos gritos de los pequeños críos a los que se aman…

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27

–¡Por desgracia! – murmuró el conde.

–Ese es un gran vacío, ¿eh? ¿Ves como eres tú quien debe lamentarse?

–¿Por qué despiertas en mí ese dolor constante? La fortuna, de la que te hablaba

hace un instante, no significa nada para nosotros. Y, déjame decírtelo: desde que he

comprendido que Dios se alejaba de mi hogar, esta alegría sin la que las demás alegrías

son tan poca cosa, me he sentido otra persona diferente. Antaño, era mejor, más

amante… Hoy sé que mi vida es inútil y que necesito cazar, incluso beber para

evadirme.

–¿Y tu esposa?

–Es más infeliz que yo. ¿Pero no has visto desde el primer momento que esta

amargura que pesa sobre sus labios proviene de la ausencia del ser que habríamos

adorado? La idea de la maternidad la persigue y la obsesiona hasta tal punto, que muy a

menudo permanece largas horas sin hablar. Aun hoy he temido seriamente por su razón.

Una madre acariciaba a su hijo: ella se ha puesto a llorar. Otra madre conducía el ataúd

de su hijo: ¡ha sido presa de un acceso de risa enloquecedor! Y cada vez que unos niños

se presentan ante ella, se ve obligada a contenerse mucho para no cometer alguna

locura.

–Pobre mujer…

–Compadécete de mí también. Somos muy desdichados. Nuestros bienes irán a

parar a nuestros sobrinos. Pero no son nuestros hijos. Aunque los queremos, no nos es

posible amarlos como si nos perteneciesen.

–Sin embargo tiene tipo para ser una auténtica madre.

–No le digas eso, Knauss, vas a despertar su tristeza.

–¡Oh!, no – dijo ella dulcemente – he pasado más de una hora regañándome a mí

misma, y ahora me siento con bastante fortaleza para no envidiar la dicha de las demás.

A la condesa se la veía hermosa hablando de este modo. Su mano, que se extendía

graciosamente hacia el conde, parecía un solemne juramento..

Un criado anunció que la cena estaba lista.

–He advertido a mi hermana que estaba un poco indispuesta y que deseaba

descansar; vendrá mañana.

–Nuestra hermana Olympe. Ya te he hablado de ella, Kanuss…

–¿Sus parientes viven en la encantadora villa que está bajo el castillo?

–Sí, desde que el consejero se ha retirado, viven casi completamente con nosotros.

Son unas personas muy originales.

–Rodolphe, no seas despreciable.

–Perdón.

Knauss se inclinó al oído del conde:

–Hablaré contigo esta noche.

Se hicieron mil proyectos de excursiones, encontraron ridícula a la familia del

consejero, y, una vez servido el té, los dos amigos encendieron unos cigarros tras la

retirada de la condesa.

–Y bien, mi querido doctor, soy todo oídos.

Knauss pareció vacilar algunos instantes antes de hablar. Tomó la mano del

conde, la estrechó entre las suyas y pronunció estas palabras:

–¿Te sientes lo bastante fuerte para depositar toda la confianza en un hombre al

que querías como a un hermano y que no has visto desde hace veinte años?

–Sí.

–Pues bien. Tu mujer está enferma, ¿verdad? Ha tenido que luchar consigo

misma, el instinto de la maternidad la tortura. ¿Crees, o más bien temes, que su

atormentada naturaleza resulte impotente para salir victoriosa de este combate?

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–Lo temo.

–¡En nombre de la ciencia yo declaro que serás padre!...

–¿Knauss?...

–Escucha: Hace un instante me decías que has recorrido Africa. Yo también he

realizado ese viaje y he observado ciertos árboles que tienen la propiedad de fecundarse

entre ellos. Quiero hablarte de las palmeras. En una determinada época del año pasa por

el aire una polvareda intangible que se desprende de las antenas de algunos de ellos; el

viento que arrastra esta fina materia, la transporta a los árboles vecinos del la misma

naturaleza, pero de sexo femenino. Esa esencia soberana porta en ella el germen de la

vida; es el polen que va a fecundar las flores. Pues bien, la ciencia se ha preguntado si lo

que pasa en el reino vegetal no podría tener su aplicación en el reino animal. La

cuestión ha sido resuelta afirmativamente.

El doctor estaba de pie. Se hubiese dicho que se había operado en su persona una

transformación completa. Su palabra emitía unas vibraciones que retumbaban en el

corazón de su auditor… Continúo lentamente:

–La experiencia de la que te hablo data de cerca de un siglo; son los franceses los

que han hecho el primer descubrimiento, pero su espíritu ligero no les ha permitido

continuar con la aplicación de una manera seria. El asunto es extraño y puede

sorprender a los espíritus más prudentes. Pero tú sabes quién soy yo… Me parece que

me tomas por un bromista. ¿No dices nada?

–Knauss, te quiero con todo mi corazón y debo hablarte con entera franqueza.

Tengo miedo de que estés loco…

–¿Loco? Puedo asegurarte que estoy en posesión de toda mi razón… Esta idea

profunda en la que me ves inmerso, no tiene más que un objetivo: tu felicidad. ¿Y me

dices que soy un demente?

–He sido un poco vehemente. Pero, en realidad, lo que acabas de confiarme es tan

raro…

–Oh, no abordaba esta conversación sin prever las legítimas susceptibilidades que

despertaría en ti. Sé mejor que nadie que la ciencia debe ser discreta, y te declaro muy

sinceramente que si no me hubiese visto afectado por el relato de las emociones sentidas

por tu esposa, no me habría atrevido a contártelo.

–Mi primera respuesta no ha sido adecuada. Ahora, me siento mejor preparado

para escucharte.

–Entonces, razona conmigo. Te muestro un hecho que se produce en el mundo

natural, y del que seguramente te has percatado cien veces. El polen es para la flor de la

palmera, lo que el germen de la vida es para el hombre. ¡Oh! no me aventuro a la ligera.

Si fueses fisiólogo, podría entrar contigo en detalles técnicos, darte pruebas irrefutables

de que lo que se denomina la impotencia creadora es muy a menudo un error; que hay

en el mecanismo de los seres ciertas imperfecciones primordiales que solo son la causa

de que algunas mujeres, demasiado numerosas, por desgracia, no puedan tener hijos.

–He aquí un médico, Frédéric Schoffheim…

–Tanto mejor; él me ayudará a convencerte.

–Pero, ¿la ley me concedería la paternidad de un hijo así procreado?

–La ley está con nosotros por su absoluto mutismo. Yo trataría la cuestión con tu

cuñado el consejero.

–La religión, que prohíbe…

–Me has hablado del sacerdote del pueblo; yo lograré persuadirle. Queda por

convencer a la que sería la feliz madre y que, por desgracia, tal vez ser resista a lo que

yo llama la resurrección de su ser. La mujer es sensible, delicada, fácil de impresionar.

–Yo la convenceré.

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29

–¿Tú? – dijo el doctor.

–Sí; te llamo hermano y te digo: Karl, te pertenezco en cuerpo y alma. Soy un

ignorante, pero no sé que claridad me deslumbra en estos momentos. Knauss creo en ti

como en Dios. Tenía el presagio de que nos traías esperanzas. Sí, cuando antes te vi ante

mí, con la mirada inflamada, me he sentido presa de una especie de turbación. Jamás

hombre alguno me ha parecido tan grande…

–Deberemos luchar.

–Te ayudaré con todas mis fuerzas.

–¡La grandeza de la tarea no te asusta!

–Te bendigo.

–Ya me lo agradecerás cuando un pequeño ser, fruto de tu carne, pueda sonreírte.

¿Estás entonces convencido?

–¡Sí!

–¿Me juras que ocurra lo que ocurra, que sean cuales sean los legítimos rechazos

de tu esposa, o la tenacidad de los adversarios que podamos encontrarnos, me apoyarás?

–¡Te lo juro!

–¿Tu mano?

–¡Oh, gran hombre!...

–Necesito aún que me hagas una promesa. Cuando haya realizado el sueño de tu

vida, no quiero que mi secreto muera contigo, y necesitaré un testigo para afirmar en

todo lo alto la verdad.

–Ahí estaré.

–Rodolphe, aquella a quien debes ahora confiarte, es la compañera a la que has

prometido la felicidad. Debes secar sus lágrimas; que la alegría reine en su corazón, y

necesitarás de toda la delicadeza de tus sentimientos para persuadirla. Sé que eres bueno

y que bajo una apariencia un poco ruda eres el mejor y el más generoso de los hombres.

Ningún otro como tú tiene el derecho de abordar esta cuestión. Rodolphe, habla a tu

compañera, háblale como el amigo de su corazón, como el confidente de sus gozos y

sus penas, como el testigo de sus éxtasis mudos y de los desgarramientos de su alma,

¡como el único hombre en el que ella debe creer en este mundo! Haz uso de esas dulces

palabras que convierten; hazle entrever el radiante porvenir. Tal vez llore… Déjala

llorar. Hazle comprender que esta jornada es una jornada dichosa, y puesto que ella cree

en Dios, dile, si hace falta, que es Dios quien me envía.

–Knauss, déjame abrazarte, déjame decirte que creo en ti, que en mi alma herida

vienes a traer esperanza. En nombre de mis antepasados que nos miran, te saludo como

una providencia bendita. ¡El apellido de los condes de Alhenberg no morirá!

¡Tendremos hijos para la patria!...

Se separaron.

El doctor se dirigió al pabellón situado a la derecha del jardín del castillo, que se

le había preparado. Abrió su amplio ventanal; y, a pesar del frío un poco intenso, pasó

una parte de la noche mirando el cielo lleno de estrellas, escuchando los misteriosos

ruidos de los bosques que se dormían, los aleteos de los pájaros nocturnos atravesando

el aire, y, sumiéndose de vez en cuando en una dulce ensoñación. Jamás había conocido

esas embriagueces. ¿Su idea?... Era un trueno retumbando a través del mundo, ¡era la

cosa más grande del siglo!

Cuando Rodolphe entró en la habitación de su esposa, la condesa Hélène leía un

libro de oraciones. Las sábanas de la cama de ébano castamente recogidas hasta el

cuello, solo dejaban percibir la cabeza, que, esta vez, menos cubierta de lo ordinario,

descansaba sobre la almohada que formaban sus cabellos.

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30

Dejó el libro sobre una mesita de marquetería situada a su lado, extendió su manta

bordada de oro e hizo una señal a su marido para que sentase.

–Es mi supremo consuelo – dijo ella, mostrando el libro de oraciones. – Una

mujer que reza, es como un pájaro que canta: se olvida de sus tristezas. La oración hace

mucho bien…

–Eres muy buena, estás muy bella… Te quiero.

La condesa le tomó las manos:

–¿Estás temblando? ¿Cómo estás tan pálido?...

–Una seria conversación con mi amigo Knauss me ha impactado profundamente.

–¿Qué te ha podido contar para que estés tan triste?

–¿Triste? No, no triste, Hélène, estoy muy alegre. Estoy lleno de esperanza.

–¿Qué quieres decir?

–Hélène, mi Hélène adorada, tus lágrimas van a cesar. Recuperarás la dicha

desaparecida.

–¿Es eso cierto?

–Déjame reflexionar antes de hablar. ¡Lo que he de decirte es tan extraño! Las

ideas se entremezclan en mi cabeza. Mi querida esposa, es mi amor por ti lo que me

hace ser así. Ya no me verás más furioso. Mis cóleras pasadas me hacen enrojecer.

Hélène, es tu Rodolphe de antaño que te adora y que te suplica que creas en él. El

hombre que has conocido esta noche es la causa de mi alegría.

Rodolphe se acercó dulcemente a su cama y comenzó a contarle susconversación

con el doctor Knauss. Ponía en sus palabras las entonaciones más delicadas y él, el

cazador brutal, el señor que destrozaba con sus nerviosas espuelas los caballos más

indómitos, se volvía muy pequeño. Ella lo escuchaba sin comprenderlo.

Entonces, él volvía a comenzar de nuevo su relato. Esa vida pasada al aire libre lo

inspiraba; encontraba admirables palabras y las decía con voz enervante… Debía

expresarse con más claridad. Eso le era imposible. Las comparaciones más castas le

repugnaban, y permanecía largos minutos sin hablar hasta que se sentía impregnado de

imágenes que acudían a su espíritu llenas de frescura y de poseía…

De pronto, la condesa tuvo un sobresalto; un repentino rubor ensombreció su

rostro:

–¿Has perdido la razón?… ¡El hombre que está en esta casa es un insensato! Te lo

ruego, Rodolphe, ¡vuelve en ti! Es tu esposa quien te habla, que siempre te ha respetado

y con la que no tienes del derecho de utilizar semejante lenguaje.

–Entiéndeme…

–No, no. No puedo permitir que continúes así. No me has acostumbrado a

escuchar semejantes confidencias. ¡No intentes hacerme daño! Vamos, Rodolphe,

retírate; esta situación me resulta lamentable.

–Hélène… mi Hélène…

–Si es necesario, el Sr. Knauss abandonará esta casa. Se lo haré comprender yo

misma. ¡Ah! me muero de vergüenza.

–Solo una palabra…

–Rodolphe…

–En el nombre del Dios en que creemos…

–¡No insistas más! Sabes bien que estoy enferma. Que las emociones de esta

jornada terrible me han destrozado… Tu has quedado mucho tiempo charlando con el

doctor. Estaba preocupada.

–Me estaba revelando nuestra felicidad.

–Mañana verás que todas esas locas ideas habrán desparecido de tu mente. Tu

apellido ha sido siempre respetado; eres el amo y tienes el deber…

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–¡Si alguien te ofendiese, juro por Dios que lo destrozaría de un puñetazo!

El gigante tuvo un gesto terrible, pero se dulcificó enseguida ante el aire asustado

de su compañera:

–¡Me retiro!

–Sabía que eras bueno.

En lugar de dirigirse a su habitación, el conde volvió a bajar tristemente la gran

escalera de piedra que llevaba al parque y se acercó al pabellón al que se había retirado

el doctor.

Karl Knauss estaba trabajando y sus párpados se velaban con esas rojeces que las

veladas provocan en los ojos de los pensadores y que Mignard ha plasmado tan bien en

un retrato célebre de Moliere.

Cuando el conde se acercó, él se levantó:

–Sabía que vendrías.

–Está todo perdido.

–¡No!

–El estado nervioso de mi esposa…

–Ya me lo esperaba.

–Podía provocar una de sus crisis que la dejan sin habla durante varias horas.

–Has hecho bien en no insistir. ¿Lo sabe todo?

–Lo sabe todo.

–Está bien.

–Yo desespero…

–No: hay que seguir manteniendo la esperanza. Venceremos.

–Knauss… Karl… amigo mío…

–Ten confianza: ¡serás padre!

Se despidieron a las primeras refulgencias del día, y el conde pareció recuperar su

desaparecida alegría.

–Espera, – dijo el doctor Knauss. –Sería demasiado fácil hacer bien si no se

experimentase algún contratiempo. ¡Ya es mucho contar con un aliado como tú!

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III

La señora Guntzer era completamente opuesta a su hermana. Y si su marido se

burlaba del gigante incapaz de dar hijos a la patria, ella también disfrutaba mofándose

de los virtuosos escrúpulos de su hermana mayor. Pero, como la pareja vivía de la

generosidad de los aristócratas, ya que el retiro del consejero era mínimo y la dote de su

esposa había sido casi nula, se callaban su odio.

La víspera habían sabido que un amigo del conde estaba en Alhenberg; pero la

hora tardía, a la que los invitados de la corte había regresado de viaje, no les había

permitido acudir al castillo.

La mujer del consejero había sido invitada a las fiestas de Munich, pero como

aborrecía a Wagner y a su música, se había abstenido de aparecer por allí,

prometiéndose tomar revancha deslumbrante al comienzo del próximo invierno.

Plena de impudor, la gruesa dama encontraba a su marido ridículo, y aconsejaba

habitualmente a Hélèna que la emulase tomando un amante. Esta sentía un profundo

rechazo y se negaba a escuchar semejantes proposiciones; sin embargo, se decía en la

vergüenza de su alma que su hermana Olympe jamás había sido culpable, y se negaba a

creer los excéntricos relatos en los que la mujer del consejero se erigía en heroína de

amor.

El Sr. Wilhelm Guntzer pasaba sus jornadas en compañía del Sr. Schoffheim, el

médico del pueblo, un viejo obstinado que negaba de forma absoluta todos los

progresos de la ciencia.

Desde que se había retirado, el consejero se ocupaba de su colección de monedas;

iba al pueblo vecino a comprar, a precio de oro, antiguas medallas que disponía a

continuación en grandes estuches verdes especialmente diseñados para ello.

No creía en la mala conducta de la consejera, pues afirmaba que las mujeres

francas, pero un poco ligeras en sus palabras, nunca llegan a cometer actos reprensibles.

¡Una experiencia judicial de treinta años le había enseñado todo eso! Adoraba a sus

cuatro hijos, sobre todo a su mayor Enguerrand, que estudiaba derecho en la

universidad. Su último hijo, de apenas una decena de años, demostraba un vigor poco

común, y lo mostraba con orgullo como siendo el resultado de una vida bien ordenada y

de una juventud honesta.

En cuanto a su hija Betly, era alta, rubia, muy bonita, adoraba las poesías de

Schiller y esperaba con impaciencia mal contenidoa el regreso de su novio Sr. de

Vermond.

Tenía por madrina a la condesa Hélène, a la cual debía su elegancia y la esperanza

de casarse con el joven que había conocido en las aguas termales de Spa. Por lo demás,

los Guntzer compartían su ambición y eran felices de contar en su familia con uno de

los más destacados apellidos de Francia.

El matrimonio había sido acordado, la dote prometida, y la Srta. Betly se veía ya

reinando en París, adulada y viviendo en el tumulto de las fiestas.

Wilhelm Guntzer mentía cuando se glorificaba de llevar una conducta ejemplar.

Desde hacía varias años, se había aficionado a la bebida tratando de competir con su

cuñado; no era con la fuerza como podía vencer al noble, y tras haber vaciado varias

veces su copa, rodaba bajo la mesa como algo muerto que su adversario rechazaba con

el pie.

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Por la mañana regresaba a la villa llena de los efluvios de la embriaguez: entonces

su esposa evitaba hablarle durante jornadas enteras.

El viejo médico, Sr. Frédéric Schoffheim reía de todo esto, bebía poco y dejaba

creer que la naturaleza generosa del consejero lo autorizaba a librarse a la orgía. Solo tal

vez, la condesa Hélène se permitía justos reproches que el antiguo magistrado

escuchaba oscilando la cabeza y pensado para sí:

–Una mujer ha nacido para hacer hijos y no para dar consejos; mi cuñada es

incapaz de cumplir; en cuanto a su defensa, me burlo más que de mi primer par de

tirantes.

En el fondo, él no esperaba más que una ocasión favorable para tomar una

revancha escandalosa contra el «Gigante bebedor», y aprovechaba de buen grado los

placeres que le creaba su afición numismática para ir de vez en cuando a la ciudad, a

casa de una amante a la que adoraba.

Eran aproximadamente las doce: La Sra. Guntzer había ido, en compañía de su

hija, a ver a su hermana y regresaba a la villa en el momento en que el Sr. Schoffheim

llamaba a la campana del portal que accedía al jardín.

–¡Doctor, una buena noticia!

–Señora…

El Sr. Schoffeim retiró el calote de seda que cubría su frente. Algo, flaco, los

cabellos pegados a las tienes, la cabeza desmesuradamente alargada en el occipital, la

nariz puntiaguda, de mirada un poco estrábica, miembros enjutos, desemparejados,

perdidos en un chaleco gris, un rostro blanquecino, del color de los viejos marfiles, tal

era el personaje que tenía la tarea de tratar a los enfermos del pueblo.

Se vanagloriaba de pertenecer a la antigua escuela, profesaba un soberano

desprecio por los innovadores y como protesta enérgica, continuaba realizando sangrías

en los brazos que rodeaba a continuación de vendas rojas enrolladas en el fondo de sus

bolsillos. Vivía como un viejo avaro con una gobernante que se ocupaba ella misma de

inscribir a las visitas y a veces de expedir las recetas.

El doctor Schoffheim estrechó la mano del consejero que introducía un Seleuco de

plata en una cajita.

–¡Ah! Schoffheim, he hecho un gran hallazgo.

–Veamos.

El médico tomó la moneda, pareció examinarla atentamente, y, sin decir palabra,

la devolvió al coleccionista.

–¿Y bien?

–La efigie apenas se advierte.

–¿Apenas se advierte?... ¡Mire esto! Mire hombre, mire, Frédéric!

Y con cierta irritación, Wilhelm le puso la moneda bajo las narices con tal

intensidad que las gafas de oro del médico oscilaron.

–Es buena… es buena… Me doy cuenta…

Y volvió a colocar sus gafas.

–¡Qué idiota!

–¡Guntzer, no me insulte! Señora, ¿me decía usted que tenía una buena noticia

que darme?

–Así es – dijo Olympe, mirándose en el espejo que se encontraba encima de la

chimenea del salón – ya no me acordaba. Se trata de uno de sus colegas, un gran médico

que ha llegado al castillo.

–Un gran médico – exclamó Guntzer – le pediré una consulta para mí…

–Papá, no eres amable con el Sr. Schoffheim – murmuró Betly.

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–¡Oh!, perdón, mi viejo camarada. Pero las reuniones de médicos no están

prohibidas por la ley, ¿verdad, mi bravo, mi excelente Schoffheim?

–Desde luego. ¿Y quién es ese genio?

–El doctor Knauss.

–No he oído hablar de él – dijo el consejero que se econtraba muy ocupado ante

su colección.

–No lo conozco – dijo el médico – Espere… Knauss… Kelnauss… Kynausss…

No, este deber ser joven!

–Tiene cincuenta años – continuó la Sra. Guntzer – mi cuñado dice que es un

hombre que impresionará a Europa!

–¿Por qué no el mundo entero? – exclamó Schoffheim.

–Creo que Rodolphe dijo « el mundo entero » y…

–Algún atontado – interrumpió el médico. – En fin, ya veremos. Todas las

novedades llaman la atención.

–Además, – añadió la mujer del consejero – el Sr. Knauss tiene una colección.

–¿Colección?... – dijo Wilhelm Guntzer.

–… de plantas…

–Entonces es un imbécil. Lo apoyaría contra Schoffheim si hubiese podido darme

la Julia de oro que busco desde hace tres años.

El médico de pronto quedó perplejo y pensó:

–Ese Knauss viene sin duda a quietarme la clientela. No lo permitiré. Soy

conocido en toda la región… Hace veinte años que trabajo aquí y que he salvado de la

muerte a cientos de personas. ¿Acaso va a ser sacrificada toda una vida de abnegación?

Ya lo veremos.

–No tema – dijo la Sra. Guntzer, adivinando los pensamientos del viejo médico –

el amigo del conde se ocupa muy poco de medicina. En este momento trabaja en un

gran proyecto.

–Alguna compilación, sin duda. ¡Oh! yo los conozco muy bien, a esos

trabajadores… ladrones que exhuman antiguas pergaminos y que hurtan en las

enciclopedias.

–¡Mira que eres despreciable!

El consejero levantó los ojos hacia el techo:

–No es precisamente entre los médicos donde hay que buscar modelos de

fraternidad. No hay profesión en la que los celos sean más manifiestamente

escandalosos…

–¿Y los abogados? – vociferó el médico.

–No te has atrevido a decir «los jueces».

–Sí… ¿y los jueces?...

–No son mejores.

–Valen menos.

–¿Ahora tienes espíritu corporativo? ¡Menuda veleta!

–No me molestará mantener algunas palabras con este ilustre colega.

–Te va a vapulear.

–Tal vez… ¿Y va a estar mucho tiempo en Alhenberg, señora?

–¿El doctor Knauss?... Va a permanecer en el castillo varios meses. Se ha

instalado en el pabellón. Usted tendrá todo el tiempo del mundo para discutir con él.

–¡Oh! ¡si no es educado, la discusión quedará zanjada de inmediato!

–Es un hombre de la sociedad más refinada. Le he dicho que tenía cincuenta años,

pero no aparenta más de treinta.

–¡El sistema de Ninon de l’Enclos!

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–Verá usted que no presume…

–¡Qué lástima! ¿Y realmente, señora, está usted segura de que ese Knauss no tiene

intención de ejercer la medicina?

–Se lo aseguro.

–No puede uno fiarse de esos aventureros. Yo no soy rico… Necesito mi clientela

para vivir.

–Viejo avaro – murmuró el consejero.

–Tu puedes hablar fácilmente, tienes un buen retiro, rentas.

–¿Quieres echar una partida de tute?

–Sí… lo prefiero a una discusión.

Los dos hombres se pusieron a jugar mientras la madre y la hija leían una carta

que acababan de traer: esta carta era del Sr. de Vermont.

Apenas habían comenzado la lectura, cuando las damas se levantaron para recibir

la visita del director del priorato de Alhenberg.

El reverendo padre Pétrus Steeg llevaba bajo el brazo un volumen de La Historia

Universal de Bossuet. Pertenecía a la categoría de los sacerdotes galicanos. Allí, en el

monasterio que la generosidad del conde mantenía, vivía con sus colegas de una renta

anual gracias al castillo. Casi todo su tiempo, lo pasaba en el estudio.

Al principio, su familia lo había destinado a la Escuela militar a causa de sus

actitudes científicas; pero, arrastrado por una irresistible vocación, había entrado en el

seminario para recibir las órdenes, y después de esa época se había conformado con

dirigir una modesta escuela de pueblo.

El padre Pétrus Steeg era el confesor de la condesa Hélène, y gracias a su firmeza,

la autoridad de su lenguaje y a su persuasiva dulzura, la pobre mujer no había maldecido

su vida. La claridad de su mirada, viendo a la cara, la rectitud de los rasgos inspiraban

confianza en este sacerdote de cabellos grises. Las líneas de su rostro, rigurosamente

marcadas, y la firmeza de los contornos indicaban una fuerza que provenía de lo alto,

que se imponía, que golpeaba y tomaba su poder en una voluntad sumisa a las

contradicciones humanas.

En su despacho, los libros de ciencia, las revistas cosmopolitas, los mapamundis y

los alambiques, se mezclaban con los crucifijos y los cuadros religiosos. Pensaba de

buen grado que la iglesia puede acomodarse a las ideas modernas y a veces soñaba con

la conciliación perfecta de la ciencia y el dogma.

Se le había ofrecido la dirección de una gran escuela eclesiástica, pero no quería

otra cosa que la continuación de la vida apacible y laboriosa que se había hecho en

Alhenberg, en el fondo del valle.

La condesa encontraba en sus conversaciones la calma necesaria para su espíritu;

y como ella era la bendita providencia de las familias más pobres del condado, rogaba al

reverendo que la ayudase con sus limosnas.

–Usted ha gastado su fortuna en hacer el bien… Ayúdeme ahora a continuar sus

buenas obras – le decía ella a menudo.

Ninguna de las ciencias humanas le resultaba indiferente; el padre Steeg mantenía

largas discusiones jurídicas y médicas con el consejero y el Sr. Schoffheim. Sin

embargo, con este último, la disertaciones presentaban poco interés; hombre de buen

talante, indulgente en exceso, el reverendo nunca dejaba entrever su impaciencia, salvo

a declarar con una gran calma lo que él creía ser la verdad.

–¡Ah! mi reverendo, va a tener un interlocutor digno de usted… tal vez un

adversario… que conoce todas las lenguas de la tierra – dijo la Sra. Guntzer.

–Y que las habla todas con la misma – añadió el consejero – que nunca evitaba la

ocasión de soltar alguna pulla.

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–¿Y esa persona es el doctor Knauss? – preguntó el reverendo.

–¿Lo conoce?

–He leído algunos artículos que ha publicado en los Anales de Poggendorff… Es

un hombre de gran mérito. Me ha alegrado mucho conocerlo esta mañana en el castillo.

–¿Así que es un gran hombre? – continuó el médico.

–Un gran sabio, señor Schoffheim.

–¿Y no viene a ejercer la medicina?

–Creo que ha dicho que no.

–Es que…

El reverendo volvió a tomar la palabra:

–El doctor Knauss será una de las glorias de Alemania…

–Apuesto que no tiene religión – exclamó Schoffheim.

–No lo sé…

–¿No lo sabe? En realidad, reverendo, es usted demasiado indulgente. ¿Y si ese

hombre es un impío, un ateo?...

–No voy a hacer un juicio temerario.

–Esta noche veremos al hombre – quiso concluir la Sra. Guntzer.

–Y yo juzgaré al sabio – respondió el médico.

–Cenamos todos en el castillo – suspiró suavemente el consejero… –El famoso

ciervo que caza mi cuñado está a punto y disfruto conociéndolo, tanto o más que al

célebre doctor.

–Célebrrrrre doctor – repitió con sorna Schoffheim.

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39

IV

Al despertar, el conde Rodolphe se había sentido presa de un remordimiento par la

confianza con la cual había aceptado la singular revelación del doctor. La repugnancia

de su esposa, sus indignadas protestas, se mantenían presentes en su espíritu. Y él, que

hacia apenas algunas horas saludaba a su amigo como un redentor, se sentía invadido

por una gran duda. Se preguntaba si Knauss tendría razón y si debía confiar en él. Y

además, admitiendo incluso que la nueva idea se fundamentase en bases seguras y que

la condesa consintiese en la experiencia, empujada par el instinto de maternidad, ¿no

sería personalmente el hazmerreir de todos su vecinos? Veía reflejadas las burlas en los

rostros de sus amigos. Temía el ridículo. Su apellido siempre había sido respetado. No

quería desacreditarlo; también se sentía bastante fuerte para luchar contra Knauss y su

sistema, gracias al concurso que no dejarían de prestarle el doctor Schoffheim, el

consejero y el reverendo.

Al lado de estos tres hombres, no dudada en poder confundir al doctor. En un

momento, empujado por el miedo, acudió a su espíritu que había sido engañado y que

su viejo amigo había querido burlarse de él. Pero expulso enseguida esta idea y

concluyó pensando que el sistema de Knauss se debía a una organización mal

equilibrada y que se haría de él una buena y pronta justicia.

Encontró al doctor en lo alto de la terraza que dominaba el valle de Alhenberg.

Knauss ya había dado un paseo por los alrededores del pueblo y regresaba al castillo,

ahíto por completo del aire libre.

–Mi querido conde, tu dominio es magnífico. Ahora comprendo porque huyes de

la estancia en las ciudades y porque pones en práctica el precepto de Shakespeare.

–¿Qué precepto?

–«Erigid vuestros hogares a los campos, lejos del mundanal ruido; elegid una

compañera dulce y sencilla, y, al mismo tiempo que vuestro corazón, vuestras

aspiraciones serán satisfechas.»

–¿Y el poeta inglés no habla de los hijos?

El doctor sonrió:

–No en este pasaje… Ya vez, Rodolphe, que estoy muy contento de ser tu

historiógrafo. Encontraremos la segunda parte cuando llegue la hora.

Karl Knauss tomó al conde por el brazo y continúo hablándole de los pintorescos

lugares que maravillaban su vista.

–¡Pareces triste!

–No…

–Vamos, Rodolphe, ¿qué te ocurre?

–Te aseguro… no…

–Se sincero; a menudo la noche es mala consejera. ¿Has reflexionado y ya no

crees en mi?

–¡Bien! imitaré tu franqueza: sí, me han invadido unas dudas terribles… Si tu

experiencia no tiene éxito habrás sido el responsable de nuestra desgracia. Tú me

quieres demasiado, Knauss, para no comprender mis terrores y mis angustias.

–¿Y esa es la única razón que te hace hablar de ese modo?

–Jamás me he ocupado de la ciencia, y antes de que aborde de nuevo esta terrible

cuestión con la condesa, desearía que expusieses tu sistema ante mis amigos, tu colega,

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el Sr. Schoffheim, el padre Steeg, quién, tú lo sabes, es un hombre de gran valor, y mi

cuñado, el consejero…

–He conocido al reverendo; me ha parecido un hombre notable; pero tal vez el

carácter del que está investido…

–No, el reverendo sabrá imponerse a sus escrúpulos por lo mucho que nos quiere.

–¿Y cuándo podré ver a esos caballeros?

–Hoy mismo, vienen todos a cenar al castillo.

–Entonces, estoy listo, ¡hombre de poca fe!

–¿Ya no me quieres?

–No. No me hago ninguna ilusión sobre las decepciones que me esperan.

Felizmente tengo confianza absoluta en el éxito de la obra que persigo.

Por la noche se reunieron en el castillo.

La condesa Hélène acababa de leer en los ojos de su marido la súbita revolución

que se había operado en él. A la cercanía de su esposa, Rodolphe había sentido como

una especie de prohibición y de molestia, y, sin que ella lo exigiese, se había apresurado

a decirle que él había cometido un gran error al contarle las palabras del doctor.

En ese momento, la Sra. Guntzer hablaba con entusiasmo de su futuro yerno,

Henri de Vermond, que había escrito una carta repleta de afectuosos sentimientos. Solo

los franceses, decía ella, eran capaces de esas delicadezas.

El consejero afirmaba alegremente que sería el reverendo quien bendijera a los

novios y esperaba que el doctor estuviese en la fiesta.

Solamente el Sr. Schoffheim permanecía taciturno. Desde el comienzo de la

velada, había observado la fisonomía de Knauss, y trataba de hacerle el horóscopo.

La Srta. Guntzer se puso al piano, tocó una polonesa de Chopin mientras tomaban

el té.

Y como se hacia tarde, las damas se retiraron ante las grandes pipas de porcelana

que los hombres se disponían a encender.

El conde esperaba con impaciencia que llegase la hora de abordar la cuestión que

tanto le preocupaba. Tras haber consultado con la mirada al doctor Knauss, dejó caer

estas palabras con una indiferencia perfectamente preparada:

–Mi querido doctor, soy muy feliz que la ocasión me permita pedirte algunas

explicaciones sobre el extraño tema del que me has hablado…. Caballeros, se trata de la

puesta en práctica de un descubrimiento que debe revolucionar el mundo.

–Alguna buena historia – gruñó en voz baja Schoffheim.

–Le escuchamos, señor doctor – dijo alegremente el consejero.

–De entrada, caballeros, pido a nuestro reverendo que me disculpe la singularidad

del sistema que voy a exponerles – dijo Knauss.

–¿Una historia picante?... – preguntó Guntzer.

–No, señor consejero, un asunto serio, muy serio incluso – contestó Knauss.

–¡Oh!...¡oh!... muy bien…

El padre Steeg se había inclinado ante la alusión que le había dirigido el doctor.

–Caballero, aunque no tengo el honor de conocerle más que desde esta mañana,

estoy seguro que nada en su lenguaje herirá los oídos de un sacerdote.

–Y de un sabio – añadió el conde.

–Mi colega, el señor Schoffheim, me será de una gran utilidad para dar crédito a

los hechos que trataré de demostrar… Evitaré, tanto como me sea posible, emplear

términos científicos.

–¡No somos asnos! – exclamó el consejero.

Karl Knauss no tomó en consideración la interrupción y continúo:

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–Ayer, cuando he llegado a este hogar, esperaba encontrar niños alegres. He visto

a una mujer desesperada porque todavía no era madre, y me he preguntado si no había

un medio de secar sus lágrimas. He dicho a mi amigo, el conde Rodolphe: ¡Usted va a

ser padre!

–Diablos – dijo el consejero.

–¿Y cómo es eso?– preguntó Schoffheim.

–De una manera artificial.

–¡Oh! muy bonito… muy bonito… ¿Y usted se ha atrevido a decir eso?

–Sí, mi querido colega… Yo mismo he esperado hasta tener pruebas irrefutables.

–Estoy ardiendo en deseos de ver el asunto.

–Lo verá. ¿Quiere escucharme hasta el final? No hablaré mucho sobre la teoría de

la generación, pero tal vez sea útil decirles algunas palabras sobre los diferentes

sistemas que han prevalecido en la ciencia, y que un médico de Paris ha presentado de

una manera muy clara a la Sociedad médica del Panteón. Hipócrates dijo que existe un

humor fecundador tanto en la hembra como en el macho; que este humor proviene de

todas las partes del cuerpo, se concentra en el cerebro y desciende por la espina dorsal

hasta los órganos especiales. Esas simientes, por su mezcla, dan nacimiento al embrión.

Según Aristóteles, la hembra proporciona el principio orgánico de la generación, y es su

propia sangre lo que lo constituye. En cuanto al macho, no proporciona ningún material

al nuevo ser; lo que emana de él no es más que una especie de espíritu inmaterial…

–Eso es muy interesante – murmuró el padre Steeg.

Schoffheim se alzó de hombros.

–Caballeros, temía que les aburriese con esta historia… No soy más que un

divulgador… Les agradezco su benevolente atención.

Dicho esto, con la más grande clama, Knauss retomó el curso de su exposición.

–Harvey piensa que el licor fecundador del macho deja escapar un principio sutil

que se expande por una especie de absorción en todo el cuerpo de la hembra y que le da

solo la facultad de concebir un nuevo ser. Más tarde, y a consecuencia de los trabajos de

Haller, de Swammerdam y de Spallanzani, se ha reconocido que la mayoría de los seres

organizados, plantas o animales, tiene un huevo por origen. La ciencia estaba allí

cuando el gran Leuvenhoeck, armado de su microscopio, percibió cuerpos animados en

la simiente del macho, y llegó a concluir que el germen del ser preexiste en dicha

simiente, y que en el acto de la reproducción, esos gérmenes van a detenerse en el

ovario de la hembra donde comienzan a crecer. Hoy, todos los naturalistas han

reconocido la exactitud de la teoría de Leuvenhoeck… se han obtenido resultados

prácticos; se ha dado nacimiento a animales sin que la hembra haya tenido el menor

contacto con el macho, y se ha preguntado si los mismos resultados no podrían ser

obtenidos en la especie humana…

–Eso jamás lo creeré – exclamó Schoffheim…

–Pues bien, mi querido colega, concluyo afirmando que la hembra puede ser

fecundada artificialmente y que no hay ningún peligro en intentar una experiencia.

–Vamos… vamos – replicó el médico – ¿Ya lo ha experimentado?

–No.

–¿Y afirma usted el éxito?

–Lo aseguro. Y ahora, caballeros, les pregunto que si, teniendo la certeza de

conseguir éxito en mi proyecto, ¿no debo intentar hacer feliz a una esposa amada y

bendita por todos? Rodolphe, tu esposa jamás se curará nunca. La idea de la maternidad

la obsesiona y la mata. Yo me presento ante ti, ante tus amigos que se inclinan ante tu

respetado apellido, y te digo: puedo hacerte padre…

El reverendo Steeg se levantó:

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–Mis pocos conocimientos médicos, señor doctor, no me permiten discutir con

usted el sistema que nos ha expuesto de un modo tan claro, pero debo recordarle que las

leyes de la Iglesia se oponen a que una mujer cristiana se preste a sus experiencias. Sea

cual sea el deseo que una esposa tenga de ser madre, le está prohibido recurrir a medios

reprobables. ¡Oh! sé que todo es casto en su pensamiento; pero aún soy sacerdote y

tengo alguna autoridad sobre la condesa, por lo que me opondré a la realización de su

proyecto.

–Muy bien – dijo el consejero.

–Me temía sus objeciones, reverendo; permítame responder a ellas. Mejor que

nadie, usted conoce el estado de salud de la condesa; ella ha debido acudir a usted en

muchas ocasiones anegada en lágrimas; seguro que ha escuchado sus palabras de

consuelo. Ha intentado parecer aceptar sus pruebas con resignación… Esta mañana,

cuando yo le contaba las dolorosas peripecias de su viaje, usted me ha dicho –

perdóneme Rodolphe – que esta mujer era muy desdichada y que una crisis podía

resultarle fatal…

–Así es.

–¿Y usted, sacerdote inteligente del que su Iglesia se honra con justicia, afirma en

nombre de esa misma Iglesia que no está permitido a la Ciencia actuar para devolver la

salud, la vida, el afecto de los suyos a una mujer que se muere?...

–Un sacerdote es como un soldado: no conoce más que su deber.

–Mi reverendo, le suplico que reflexione… Le he observado mientras exponía mi

sistema y su espíritu me ha parecido intensamente impresionado. El conde es su amigo.

Ayer, él estaba lleno de esperanza y ahora todo estaría perdido… Vengo aquí en nombre

de la Ciencia y la Ciencia quedaría derrotada. No, usted no haría eso…

–¿Y la ley? – exclamó el consejero cuyas ambiciones relativas a la sucesión del

conde acababan de despertarse.

–¿La ley?... ¿Qué puede hacer?

–Asimilar este acto monstruoso al adulterio, y condenar a los autores…

–Señor consejero, usted sabe perfectamente que lo que dice no es posible.

Evidentemente el legislador no ha podido prever el caso que nos ocupa; pero, desafío a

todos los jurisconsultos que encuentren algún artículo en el que nuestras leyes hagan esa

asimilación de la que usted nos ha hablado. Un hijo procreado artificialmente será tan

legítimo como usted y yo.

El consejero y el Sr. Schoffheim ahogaron una risa.

El conde tomó las manos del doctor Knauss:

–Ya ves, no debemos pensar más en ello.

Karl Knauss no lo escuchaba.

–Señor consejero, he consultado a los jurisconsultos más celebres y tengo la

certeza de que nada en nuestras leyes…

–¿Cómo se demostrará la paternidad del hombre, de que él es realmente el autor

de la obra? – preguntó el médico que desde hacía algunos instantes había guardado

silencio… – Se podrá cambiar «ese elemento de vida» del que usted hablaba hace un

instante…

–Mi querido colega, no es usted quien debería formular esa hipótesis. Hay una

cuestión de honor…

–Que es inútil levantar puesto que yo niego su sistema.

–Reflexione.

–No, no… ¡eso es de dementes!

–Usted no quiere ser cortés… Y ya no me escucha ni razona. Han tenido lugar

experiencias en Francia, en Royat y otros lados, pero los franceses no han insistido en

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43

esas experiencias coronadas por otra parte con éxito. Somos nosotros, los alemanes, a

quienes nos pertenece ahora vencer por la ciencia…

–La moral lo marcará con un estigma – vociferó el consejero – Dios no querrá que

se dedique a ejecutar semejante proyecto, que lleve el deshonor…

Knauss se levantó ante su interlocutor:

–Míreme, señor, y dígame si algo en mi mirada hace sospechar mis intenciones.

El Sr. Guntzer se plegó bajo la mirada del doctor.

–Wilhelm, – dijo el conde – te equivocas al hablar de una manera inconveniente a

mi huésped. Comienzas a irritarme terriblemente…. Ten cuidado…

El doctor sacudía tristemente la cabeza:

–¿No lo ven? ¿No comprenden? ¿La ley?... dicen ustedes. ¿La religión? ¿La

moral? ¿Y creen abrumarme con esas grandes palabras, e incluso uno de ustedes me

dirige el reproche más sangrante? ¡Que a esta casa amiga quiero intentar traer una

mácula!... Y he aquí el resultado de una vida enteramente consagrada al estudio… Para

unos estoy loco; para otros soy un criminal. Pero me levanto y les digo: Usted,

sacerdote, en nombre del Dios en que cree, retrase su prohibición; usted, médico, si su

existencia calma y alejada de los debates científicos no le ha permitido mantenerlo al

corriente de nuestros trabajos y nuestras luchas, prometa interrogarme de nuevo y

durante algunos días vivir mi vida y mis esperanzas: asumiré sus protestas. Usted,

magistrado, le daré pruebas evidentes de que la ley no condena en absoluto mis

proyectos… ¿La moral, se dice, está contra mí? Pero, ¿qué idea más moral, Rodolphe,

que darte una alegría que deseas con toda tu alma, y hacer de esta casa desolada un

risueño domicilio? Al igual que el polvo de oro que se eleva de las palmeras fecunda los

pistilos estremecidos de las flores, darás vida a un pequeño ser que te querrá: es la

propia naturaleza que se ha desvelado a la ciencia, confiándole sus misteriosos procesos,

¡y se atreve a decir que mi obra esta manchada de inmoralidad!... ¿Qué mas casto,

reverendo, que esta paternidad que se procrea sin deseo carnal, que hace que la madre

geste como las otras madres y que nada venga a turbar su recuerdo? ¿No es ese el

dogma de la Inmaculada Concepción llevada a la práctica?

Estaba radiante hablando de ese modo; sus grande ojos azules se inundaban de

claridad; el conde sentía gruesas lágrimas quemar su rostro; el reverendo estaba

absolutamente turbado; el médico y el consejero, derrotados por esas cálidas palabras,

guardaban silencio.

Knauss continuó hablando en una especie de éxtasis:

–La mujer está ahí completamente desconsolada; la dicha de las madres le hace

daño y se ríe de sus dolores… Usted puede dar un pequeño a esta desesperada, hacerla

mujer extirpando el odio que la tortura, y escucharle decir: «Lo que usted quiere hacer

está mal»… ¡Oh! llevaré, pese a ustedes, la luz a sus cerebros oscurecidos y en sus

almas turbadas. Vean, el mundo se va, las naciones se agotan, los tronos se desmoronan;

la vida humana está amenazada. Un gran cambio se opera; la Ciencia soberana aparece

como un regenerador. Es un trueno que retumba a través del mundo. En el nombre de la

Ciencia, yo digo a aquellos que lloran: «Escuchad la voz alegre de la esperanza.»

El conde Rodolphe tomó las manos de Knauss y las estrechó con fuerza, mientras

el sacerdote permanecía, con la frente curvada, bajo el impacto de las más violentas

impresiones. El consejero, salido de su estupor, se confabulaba con el médico, que aún

afirmaba que el doctor estaba loco y que él iba a ayudar a su amigo a desembarazarse de

semejante huésped.

El doctor Knauss se acercó a Schoffheim.

–Querido colega… sea lo bastante bueno para autorizarme a enviarle algunas

obras que lo convencerán, estoy seguro de ello…

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–No leeré nada.

–Hace mal, hablando de ese modo.

–¡No, no, esto no es serio!

–¿Esto no es serio? ¡Las experiencias y las pruebas experimentales no son serias!

¿Y usted se dice médico? Al escucharle hablar con esa increíble ligereza no le tomaría,

señor, por un alemán…

El consejero se había vuelto de una palidez lívida:

–¡No necesita, señor, emplear la violencia!

–Señor…

–Una vez más, Wilhelm, te ruego que te calles – exclamó el conde con terrible

voz.

Solo, el R.P. Pétrus Steeg permanecía aislado, absorbido en una profunda

meditación. Su mano tembló cuando presionó la del doctor.

–Gracias,… en nombre de la ciencia, gracias… reverendo, su benevolencia me

mantendrá en mis pruebas, – le dijo Knauss.

–Usted tiene un alma elevada, señor doctor. No juzgo sus proyectos, soy

sacerdote.

Esta vez, el conde Rodolphe estaba convencido. La palabra del doctor le había

convertido de tal modo que él perdía, por así decirlo, el sentimiento de lo real. Su voz

estaba alterada: de vez en cuando su pecho se hinchaba. Cuando penetró en la

habitación de su esposa, lo asaltó un temor terrible a no poder hablar.

La condesa se había dormido. La miró con un respeto mezclado de dulzura, y se

apartó para no turbar su sueño, gracias a la temblorosa luz que se moría en la copa

suspendida en el techo.

Estaba bella, con esa belleza radiante que proporciona una existencia sin

reproches; su boca roja, sobre la cual la sonrisa se acababa de despertar, llamaba a los

besos. El se arrojo sin decir palabra, y sus labios se confundieron en una caricia.

–Eres hermosa…

–Querido Rodolphe, tus ojos están mojados por las lágrimas; tu voz tiembla.

–Te quiero.

–Te quiero.

Se alejó; y luego, de repente, bajo los efluvios amorosos que enchían su corazón,

se puso a sollozar como un niño.

–¿Por qué lloras?

–Hélène… mi Hélène…

Rodolphe se arrodilló junto a la cama de su esposa y tomó sus manos entre las

suyas.

–¡Knauss es decididamente un gran hombre! ¡Oh! si lo hubieses escuchado,

Hélène… serás madre.

–Me habías jurado…

–Estaba loco. No sabía. Te lo suplico, escúchame. ¿Tienes confianza en tu

marido, en el hombre que te adora?

La condesa lo vio tan trastornado que no se atrevió a rechazarlo.

–Sí – dijo ella con un gran suspiro.

–Pues bien, no está permitido dudar: serás madre. Sí, tendrás un hijo, que rodeará

tu cuello con sus pequeños brazos. No quiero que llores más. Es necesario que esa

sonrisa obligue a desaparecer tu amargura. Creerás en la ciencia como yo creo, yo que

jamás te he engañado.

–Rodolphe…

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–Sabes bien que no hay tesoro en el mundo más querido que tú. Tú eres mi vida.

Allá, cuando yo huía a través de la montaña, perdido bajo los grandes bosques o bajo el

cielo radiante, era tu rostro que se aparecía en mis horas atormentadas. Es tu voz que

murmuraba a mi oído dulces palabras. Y a veces soñaba con la felicidad. Me decía que

Dios es bueno; que tendría piedad de nosotros.

--La religión me maldeciría…

–¿La religión?... Su hubieses visto que turbación reinaba en el rostro del sacerdote

al que tanto queremos. ¡Oh! estoy seguro que apoyará nuestros deseos. Solo, en medio

de personas que tienen razones para impedirte ser madre, él ha guardado silencio.

–¿Y Wilhelm?

–Sabes perfectamente que nuestra fortuna debía recaer un día en sus hijos.

–Lo hemos prometido.

–Se les dará dotes. ¿No somos bastante ricos? Háblame, Hélène, quiero dormir

esta noche pensando en nuestra dicha.

–No… no… es imposible.

–Te lo ruego de rodillas.

–No puedo.

–¿Hélène?...

–Amigo mío, no quiero tu desgracia. Hablaré con el reverendo que tiene toda mi

confianza. Ahora, prométeme no preguntarme más sobre este tema antes de que haya

visto al padre Steeg.

–Te lo prometo.

–¡Gracias!

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V

Yéndose del castillo, el consejero y Schoffheim estaban indignados por las locuras

del cotro. No creían ni una sola palabra de las ideas emitidas por Knauss, y se burlaban

del conde, un gran tarugo, como le llamaban.

–Yo soy científico, – había dicho Frédéric Schoffheim, y no creo ni en mentiras ni

en alucinaciones.

Por la mañana, el consejero contó el asunto a la Sra. Guntzer, que se tronchó de

risa. Al principio no comprendió nada; hubo que entrar en los detalles más íntimos y

llamar a las cosas por su nombre.

–Mi hermana, que no puede soportar las bromas… Esto será divertido…

–No será tan divertido – dijo el consejero inquieto de repente – si el experimento

resulta exitoso.

–Vaya, es cierto; no había pensado en ello… ¿La dote?

–Es cierto que la dote prometida a Betly jamás sería pagada y tal vez tendríamos

que buscar otro domicilio.

–¡Oh! sé bien que son dos egoístas y que si se interesan por nuestros hijos, es

porque no tienen a nadie quien cuidar.

–Y el día en que la condesa sea madre…

–¡Estaríamos perdidos!

–¡Bah! no nos demos cabezazos contra la pared. Yo conozco a tu hermana, e

incluso admitiendo que se convenciese de un feliz resultado, su pudor se revolvería con

la idea de prestarse de ese modo a un experimento tan ridículo.

–En efecto, Héléne jamás se decidirá a ello.

–Sin embargo, Olympe, todo esto merece reflexión. El reverendo al principio

estaba de acuerdo con nosotros, pero ese Knauss es tan osado, que es capaz de obtener

su neutralidad. Tan solo Schomffheim y yo hemos protestado enérgicamente.

–No… no… Wilhelm, eso no es posible – gruño la Sra. Guntzer. – ¿Crees que

Rodolphe ya ha hablado con su esposa de esta historia?

–Estoy seguro. Nos ha despedido sollozando.

–¡Imbécil! Mañana iré a ver a mi hermana y sabré lo que piensa de esta broma.

–Es necesario, a cualquier precio, despedir a ese doctor.

–Knauss partirá. Y yo haré que deje Alhenberg antes de la boda de nuestra hija.

Mientras esta conversación tenía lugar en la habitación de la Sra. Guntzer, Herni

de Vermond, que acababa de llegar a la villa, se paseaba seriamente con la Srta. Betly

por el parque del castillo.

Vermond pertenecía a una de las más antiguas familias de Francia, pero su

patrimonio estaba lejos de ser considerable. Un buen día, él se había dicho que sus

funciones le autorizaban a buscar un brillante matrimonio y había aprovechado su

estancia en las aguas de Kissingen para hacerse presentar a la familia Guntzer y al

conde de Alhenberg. Fue en Spa donde se hizo novio de la Srta. Guntzer.

Cuando anunció que su matrimonio estaba más o menos acordado con una

extranjera, se produjo una indignación general: sus amigos más íntimos afirmaron que

tal conducta era indecente!

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Vermond no quiso entrar en razones. Se había sentido atraído hacia la joven por

una especie de afinidad misteriosa, y habían intercambiado entre ellos unas solemnes

promesas.

Su apuesto rostro tenía esa palidez marmórea que se añade a la majestad de las

estatuas de la antigua Italia; sus ojos negros y profundos, su talla esbelta, sus cabellos

sedosos, las delicadas articulaciones de sus manos, su voz que, por su dulzura,

contrastaba intensamente con las estridencias vocales de los jóvenes de Baviera, habían

conquistado el corazón de Betly. Él había sabido engatusar al conde tomando parte en

sus cacerías. Hábil tirador, había dado pruebas espléndidas de su destreza y energía en

varias circunstancias; conversador amable, dotado de un espíritu alegre, en las reuniones

del castillo él se ganaba a sus anfitriones y también sabía encantar al espíritu de la

condesa por el relato de los tiernos cuidados con los que rodeaba a su madre.

El consejero, que encontraba en él a un gentil compañero, repleto de anécdotas,

conociendo a fondo su París, admirablemente informado sobre todo, manifestaba bien

alto que ese era el yerno de sus sueños. Vermond, un poco vanidoso, hablaba con

altivez de su familia; en su opinión, el Imperio tendría una corta duración, y sabía

perfectamente que el regreso de la casa real de Francia no se haría esperar.

La familia Guntzer – como era de esperar – no había hablado de la conversación

que había tenido lugar la víspera en la sala de las Masacres.

Los dos novios acababan de tomar asiento en un banco que dominaba una fina y

frágil estatua de Falconnet cubierta de musgo.

Charlaron durante mucho tiempo en voz baja, luego se levantaron y se apoyaron

contgra el zócalo de mármol. La joven estaba muy pensativa.

–¿Sabes, Betly, que estás encantadora, y que escuchando todas las emociones de

tu alma, estas tienen un eco en la mía?...

–Lo siento muy intensamente… Creo que mi corazón se acerca más al de mi tía

que al de mi madre… ¿Parezco una francesa?

–Tienes la gracia de nuestras compatriotas, ,pero hay en ti, Betly, un ecanto

indefinible que no he encontrado en ninguna parte.

–¿En realidad es lo que piensas?

–¡Oh! ¿Por qué dudar de mi palabra?... No vivo más que por ti…

–Amado mío…

–¡Betly!...

–Eres noble y generoso. Te quiero…

La joven tomó una flor en el ojal de su blusa y la entregó a su novio.

–Las flores se marchitan.

–Pero el amor es eterno.

–Sí… El amor es eterno y no hay nada tan tristee como los juramentos de adiós de

dos novios que se despiden.

Henri habló entonces de Francia y de la alegría que sus padres tendrían al

recibirla. El castillo estaba triste; ella sería como una golondrina que anunci9a la

primavera. Tan solo, tal vez, el tío se mostraría demasiado reservado; tratarían de verlo

lo menos posible.

–¿Tu tío odia a los extranjeros?

–¡Sí, pero hará examen de conciencia tan pronto te conozca!

En ese momento se oyó un roce de vestido en un sendero lateral: La Sra. Guntzer

apareció con un vestido despampanante.

–Que serios estás, queridos niños – dijo, tomando lugar en el banco de piedra.

–Madre, hablábamos de Francia…

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–Aún… pero, señor de Vermond, esas no son conversaciones de enamorados…

Hay mucho otros temas más interesantes… Cuando usted sea mi yerno, tendrá la

obligación de alegrar un poco a mi querida Betly. Todavía sueña demasiado. ¿Has visto

a tu tía, querida?

–No, mamá, hemos estado hablando mucho rato… ¿estará indispuesta?

–Creo que no se encuentra muy bien… Ya sabes de lo que padece. Quiero que

vayas a verla lo antes posible…

–La condesa es tan buena, – dijo Henri.

–Mi hermana es una mujer excelente; pero usted ya sabe – añadió cínicamente –

los parientes sucesorios suelen ser un poco aduladores!

Betly levantó la cabeza:

–Esa razón no me motivaría para actuar.

–¡Eh! qué orgullosa te has vuelto…. señorita… hablar así a tu madre…

–¡Señora!

–Es cierto. Siempre lo olvido… Supongamos que no he dicho nada y aconseja a

Betly que vaya a ver a su madrina…

–Obedeceré con gusto, madre.

La Sra. Guntzer los invitó a ir a ver una nueva fuente que el conde había hecho

instalar en el parque.

–Venid… nos divertiremos mucho – dijo riendo – Hay un doctor, un amigo del

conde, que está chiflado. Un soñador, un loco.

–¿El doctor Knauss?... – preguntó Vermond – me parece haber oído hablar de él

en Berlín. Es un hombre de una gran reputación.

–En cualquier caso, no es agradable – concluyó la Sra. Guntzer.– Tiene la cabeza

de un ministro protestante. Es glacial.

Un poco más lejos, el consejero y Schoffheim discutían acaloradamente.

–¿Así que crees que mi dignidad de magistrado me autoriza a soportar un vecino

semejante tras haber escuchado la perorata de ayer?

–Hay que instar a tu cuñado a que lo despida.

–Se negará.

–¡Oh! tal vez si insistimos todos…

–Tú no lo conoces. El deseo de ser padre le hará pasar por encima de todos los

obstáculos. Aunque tengo una idea, la de denunciar a Knauss a la policía como un loco

peligroso.

–Se reirá en tus narices.

–¿Qué podemos hacer entonces?

–Esperar… Nunca llegarán a vencer la resistencia de la condesa.

–¿Sabes en lo que pienso?... Ese Knauss es un díscolo; ¡apostaría a que quiere

seducir a mi cuñada!...

–¡Oh!...

–Sí, creo tener pruebas contundentes; en la mesa observaba a Hélène con una

mirada extraña. Que tenga cuidado; mi querido cuñado no se anda con miramientos: le

mataría como a un perro…

–No me daría pena.

–¿Y el padre Steeg que habría debido apoyarnos? Guarda un silencio desleal.

¿Quién sabe, además, si él no forma también parte de un complot? Schoffheim, tenemos

que estar expectantes…

–Sí, amigo mío.

–Tú sabes, mi viejo Frédéric, que yo siempre he sido muy bueno contigo y que

cuando llegaste a Alhenberg, pobre como un Job…

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50

–No soy rico.

–Fue gracias a mí…

–Fue solo el conde…

–¿Pero quién te lo presentó?

–¿Y quién te alimentó a ti?

–Bueno, no hablemos de eso.

–Sí, hablemos.

–No… En fin, ¿crees que si el famoso experimento se llevase a cabo, tendría

éxito?

El médico sacudió la cabeza.

–¿Estás seguro de que no tenemos nada que temer al respecto?

–Completamente seguro.

–Dejemos correr los acontecimientos entonces… Antes de dos meses, el conde

enseñará la puerta a tu colega con todos los honores debidos a su infamia.

–Lo denunciaré a él y a su ciencia en el Diario de medicina.

Los dos interlocutores llegaron a un lugar del parrque donde trabajaban

numerosos obreros bajo la dirección del doctor Knauss. La Sra. Guntzer, Betly y Henri

de Vermont examinaban las profundas zanjas destinadas a contener las tuberías de

plomo, y el doctor sentía un especial placer dando todas las explicaciones que le eran

solicitadas.

–No soy más que un ingeniero provisional, – decía riendo, – pero quiero instalar

aquí una cascada que sea una de las maravillas de la comarca.

Schoffheim y Guntzer se mezclaron en la conversación.

……..

La condesa Hélène todavía estaba bajo el peso de violentas emociones que había

experimentado con motivo de la última conversación con su marido; había pasado todo

el día en su apartamento. Por la mañana, fue presa de una especie de debilitamiento

moral y pidió que se la dejase sola.

Rodolphe, visiblemente preocupado, había almorzado con Knauss, y este

consolaba a su amigo afirmando que las reflexiones de su esposa eran un buen augurio.

–Ya ha pasado la primera crisis, y esa es la peor. No apresuremos nada. Esta

naturaleza sensible necesita más descanso. La precipitación comprometería todo.

Tranquilizado por esas buena palabras, el conde sentía poco a poco penetrar en su

espíritu la esperanza, y escuchaba con una religiosa atención al doctor que pasaba

revista a los argumentos emitidos contra su doctrina por su auditores de la noche

anterior.

–Tu cuñado tiene razones personales para luchar contra mí; en cuanto al Sr.

Schoffheim, es indigno de ejercer su profesión: no sabe nada, absolutamente nada. El

único de tus amigos que ha mantenido una actitud correcta, es el padre Steeg…

–¿Crees que ya haya escuchado hablar de las experiencia realizadas en Royat?

–Estoy prácticamente seguro de ello.

…….

Desde su ventana, la condesa Hélène pudo darse cuenta de que nadie percibiría la

gestión que iba a emprender. Siguió el camino que conducía al monasterio y se dirigió a

la capilla.

El reverendo acudió allí casi de inmediato. Vestía un sobrepelliz blanco, se

arrodilló algunos instantes sobre los escalones del altar y, tras un breve instante de

recogimiento, se reunió con la Sra. de Alhenberg en el confesionario, donde ella

acababa de acercarse. El sacerdote se dispuso a escucharla.

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51

Jamás penitente alguna había estado tan conmovida; jamás su voz había sido tan

temblorosa.

El reverendo se apiadó de su turbación:

–Sabía que vendrías, hija mía, y en las graves circunstancias que te traen,

agradezco a Dios que me ha confiado la tarea de dirigir tu conciencia. Vienes a mí con

el alma confusa; la conversación de ayer me ha alterado profundamente a mí también, y

no me siento lo bastante fuerte en este momento para darte los consejos que necesitas.

Déjame pensar, hija mía. Aquél al que adoramos tendría piedad de su humilde siervo y

me inspirará en mi deber… Ahora, pregunta a tu conciencia, dime tus temores, reza

luego al Señor con todas las fuerzas de tu alma. Yo ordenaré a nuestros queridos

hermanos que unan sus oraciones a las nuestras, y dentro de algunos días te comunicaré

mi respuesta.

Ella se confesó. Cuando el sacerdote se retiró tras haberle dado la absolución, ella

se dirigió a las tumbas de la familia de Alhenberg, situadas en la cripta de la capilla, y

quedó allí profundamente absorbida hasta el momento en que una sirvienta, llena de

inquietud, fue a tomarla por el brazo para llevarla al castillo.

Tras la cena, la condesa se retiró temprano. Habían intentando alejar toda

conversación de lo que pudiese relacionarse con el tema tan grave que preocupaba a los

dueños del castillo.

Los Guntzer pasaban la velada en su casa poniendo en ridículo los sueños del gran

doctor. Schoffheim estaba allí, y esa era una lucha de epigramas sobre los pretendidos

sabios. El consejero se mostró muy irritado de que no se les hubiese invitado a pasar su

velada en la residencia de su cuñado.

–¿Qué le vamos a hacer? – decía la Sra. Guntzer – Si nuestros parientes prefieren

a los extranjeros, deberemos aguantarnos…

El Sr. Guntzer respondía:

–Tengo el deber…

–Me haces reir con palabras altisonantes.

–¡Pero es nuestra desgracia… nuestra ruina!

–¡Guntzer!

–Es así, – murmuró él mirando a Henri y Betly que disponían unos cuadernos de

música sobre el piano.

–Vamos, Betly, un pequeño romance francés. Eso nos devolverá la alegría.

–Es asombroso, – dijo el consejero,– que el padre Steeg no haya venido esta

noche.

–Tal vez esté en el castillo.

–No – interrumpió con prontitud la Sra. Guntzer; – he mandado preguntar a mi

doncella. Mi hermana está acostada; el conde y el doctor están solos en la sala de las

Masacres.

–¡Tengo una idea!– exclamó Guntzer – ¿Y si Schoffheim y yo nos presentamos

allí para sorprenderlos?

–Perfecto – dijo Olympe.

–No nos recibirán – murmuró el médico.

–Arriesguémonos.

–Id – insistió la Sra. Guntzer – y averiguad los secretos de los conspiradores.

Nosotros os esperaremos escuchando un poco de música.

Algunos instantes después, Guntzer llamaba a la gran puerta del castillo.

Un criado acudió a abrir.

–¿El Señor conde?

–Los caballeros se han acostado, señor consejero.

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–¡Ah!

–Incluso, hace un instante, yo estaba en el parque… el pabellón ocupado por el

doctor estaba iluminado. Me he acercado y el Sr. Knauss me ha dicho que no me

preocupase, que estaba realizando experimentos. Fíjese, justo en este momento…

Mire…

Las altas ventanas del pabellón se iluminaban con colores rosas y violáceos. Y

luego, las llamas desaparecían para reaparecer repentinamente bajo nuevos colores.

–Siempre me ha dado miedo el fuego – añadió el criado. – He advertido al Sr.

conde que se alzó de hombros.

El Sr. Schoffheim se volvió hacia el consejero:

–Está claro que está loco.

–No lo dudaba.

–Es para no volver a poner más los pies en esta casa.

El criado, un poco charlatán, continuaba:

–Las buenas gentes del pueblo han venido a avisarnos a las primeras llamaradas:

creían que se trataba de un incendio. El Sr. conde tal vez se equivoque manteniendo en

el castillo a este caballero. Me he tomado la libertad de indicar al señor conde que sería

más prudente para nosotros que él trabajase durante el día; el Sr. conde me ha

respondido que tenía necesidad de una noche muy oscura para hacer sus experimentos.

Olía a azufre. ¡Me he salvado!....

El consejero y el médico atravesaron el parque y se dirigieron hacia el pabellón.

Los experimentos debían haber terminado, pues, a la claridad de una lámpara, pudieron

percibir a Knauss sentado en su mesa.

El doctor, al escuchar ruido, se asomó a la ventana y reconoció a esos cabellos que

lo saludaban con la mano:

–Mi querido colega, acaba de experimentar los husos del doctor Adler. Ensayos

soberbios que darán lugar a las bengalas luminosas destinadas al ejército. Se podrá

iluminar desde muy lejos las posiciones del enemigo.

–¡Ah!...

–¿Si usted quiere observar la potencia de mis instrumentos?

–Gracias… Estamos un poco cansados.

–Buenas noches… buenas noches…

–Se las da de doctor Fausto, – dijo Schoffheim.

–¡Cretino!–dijo el consejero – Conozco a todos esos trabajadores nocturnos.

Fuman en pipa y quedan embobados con las estrellas. He aquí uno que dentro de unos

minutos va a soplar la lámpara y a roncar como un lirón.

–Querido, hace demasiado frío para eternizarnos aquí a la intemperie.

–Daría cien mil florines para que este animal incendiase el castillo.

–Eres cruel… Encontraremos otro modo de echarlo. Voy a escribir a uno de mis

amigos para tener información sobre su vida privada. No es posible que este hombre

tenga una existencia ordinaria.

–¡Caramba!

El Sr. Schoffheim se despidió del consejero para ganar su domicilio, situado en lo

alto del pueblo, y el Sr. Guntzer, cuyos miembros estaban ateridos de frío, estuvo de un

humor de perros el resto de la velada.

–¿Se han negado a recibiros? – preguntó la Sra. Guntzer.

–¡Ya estaban acostados!

–¿Acostados antes de las once? ¿Cómo es posible?

–Sin embargo, es así; y si hubieses salido por el parque, habrías podido advertir

los fuegos artificiales del doctor.

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–¿En el pabellón? ¿Es por eso por lo que Catherine gritaba tan fuerte?– dijo

Betly.–Parece que todo el pueblo se reunió ante las ventanas del Sr. Knauss.

–¿Pero, es cierto que ese tal Señor Knauss es un loco?– preguntó Vermond.

–Es un loco.

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VI

Desde su conversación con el padre Steeg, la condesa Hélène se había sentido

aliviada; esperaba con ansiedad la respuesta del sacerdote, en el que había puesto toda

su confianza desde hacia mucho tiempo.

El doctor Knauss iba por el campo en compañía del conde, y cada tarde

regresaban juntos con una amplia muestra de plantas que crecían a los pies de las

montañas o en el fondo de los acantilados. El herbario de Knauss sería maravilloso.

Sus conquistas procedían de todos los puntos del globo, y sus múltiples

corresponsales le aportaban cada día nuevos tesoros. Una única parte del mundo todavía

guardaba sus secretos. Era allá, en África Central, donde esperaba dirigir sus

exploraciones una vez finalizase su tarea en el castillo.

El conde no había comprendido inicialmente el inmenso interés que se desprende

de la composición de una flora, pero como a cada descubrimiento Knauss había hablado

extensamente de las virtudes de las plantas y las flores, el aristócrata había sentido poco

a poco los goces entusiastas y a las vez un tanto infantiles del sabio.

Los Guntzer habían ya expulsado sus negras ideas; se habían convencido de que

la condesa no se decidiría jamás a prestarse al escándalo que se le preparaba y

regresaban al castillo tan alegres y despreocupados como en el pasado.

El adjunto de embajada acababa de partir para Francia.

Una mañana se produjo un gran movimiento en el patio del castillo; las puertas se

abrieron de par en par y el conde de Alhenberg se precipitó a recibir al visitante; era su

amigo Su Alteza Real el Gran Duque, Príncipe regente, Jacques de Sachs.

El Gran Duque era un vividor, que llevaba una vida alegre en París.

Era arrogante y orgulloso. No deseaba nada, salvo que nuevas bodas de Canaán,

transformasen el agua de los pozos en vino del Rin o en cerveza rubia. Para enfrentarse

a los protestantes, se había convertido al catolicismo.

Su físico: una talla bien proporcionada, un rostro ardiente, patillas rubias y

extendidas en bucles sedosos, un fino bigotillo recubriendo unos dientes blancos y

desmesuradamente largos. De ordinario una risa sonora, a propósito de nada, iluminaba

su faz purpura y sacudía su cuerpo hasta los músculos salientes que un traje de

terciopelo marrón marcaban. En la caza, con calzado y pantalón ceñidos de tal modo

que la pierna, desde el tobillo al muslo, parecía desnuda. La mano era amplia,

sombreada de pelillos rubios, que hacían decir que el duque, inmensamente rico, tenía

reflejos de oro hasta en sus manos.

Aún así, era muy generoso, enemigo de la etiqueta, hablando alto, expresándose

casi siempre en francés, riendo alto y bebiendo hasta hacer caer a sus acompañantes.

Se añadía en el país que el Gran Duque había galanteado antaño con la Sra.

Guntzer, pero nada concreto había venido a fortificar este aserto.

Lo que había de cierto, es que Su Alteza aprovechaba todas las ocasiones para

beber con su amigo Rodolphe y que compartía la alegría del conde con motivo de los

desfallecimientos por la bebida de Wilhelm Guntzer. Durante las veladas invernales, los

criados temblaban ante estos tres hombres, que pasaban su tiempo entre libaciones.

–No es borracho quién quiere – decía el Gran Duque.

Y tras cada palabra, se producían nuevos brindis hasta que el consejero, golpeado

en la lucha, pidiese favor para retirarse.

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Una vez entrado en el salón, Su Alteza golpeó el hombro del conde:

–¡Eh! mi querido Rodolphe, ¿cómo tú tan serio? Por Santiago, se diría que has

probado el misal del reverendo padre Pétrus Steeg! ¿Qué ocurre en de Alhenberg? El

consejero es tan divertido, que incluso has cambiado tu figura? Ya me contarás todo

eso… Vengo a invitarte a una batida, donde los bichos van a bailar un vals infernal.

Estará con nosotros mi primo, el príncipe de Ress… Se trata de mantener nuestra

reputación.

–Señor, podéis contar conmigo.

–Entonces, muy temprano, quiero una hecatombe en nuestras montañas.

Debemos hacer que nuestros amigos no se atrevan a hablarnos más de sus hazañas!

Pero, a propósito, como preguntaba sobre tu administración por ciertos rumores que me

han llegado, se me ha afirmado que das asilo a un pobre médico que ha perdido la

cabeza.

–Puedo afirmarle, señor, que el doctor Karl Knauss tiene incólume toda su razón.

Por añadidura, vos habéis debido oír hablar de él en la corte.

–Creo, en efecto, que ese nombre no me resulta desconocido. ¿Y cómo el Sr.

Knauss ha sido golpeado de demencia?

–Vuestra Alteza ha sido engañado. Solicito el honor de presentaros a Karl Knauss,

uno de los grandes hombres de Alemania.

–¿Y dónde está ese ilustre compatriota?

–Pertmitidle terminar la clasificación de algunas plantas de su herbario…

–¡Ah! ¡ah!... es un coleccionista, como Guntzer. Plantas en lugar de monedas;

muy bien… muy bien… lo veo desde aquí: es bajito, con un gorro de punta. Sí… sí…

será muy curioso verle. Sin duda ha sido para distraer a la condesa por lo que lo has

hecho venir aquí. A veces la duquesa se aburre… me lo has de prestar… no lo

estropearemos!

Se anunció la presencia del doctor Knauss.

Se presentó con la cabeza sin cubrir, la mirada llena de seguridad. Venía de

encontrarse con la condesa en el parque; una singular fuerza de observación le había

hecho comprender que debía esperar.

De entrada, el Gran Duque Jacques lo consideró con compasión; pero, poco a

poco, ante sus límpidos ojos, el Príncipe cambió de actitud e interrogó a Knauss con ese

interés cortés de los grandes señores.

–Se dice, caballero, que es usted un trabajador infatigable… un sabio digno de ese

nombre. Si tuviese alguna vez necesidad de mi apoyo moral o financiero, estaría

encantado de ayudarlo en su tarea.

–Señor, jamás he solicitado nada de nadie. Hay bastantes infortunios que socorrer

en el mundo de la ciencia…

–Es un hermoso y orgulloso lenguaje, señor. No me esperaba encontrar un hombre

como usted. A menudo se confunden los príncipes y hacen de los letrados y los sabios

parásitos ridículos. Algunas veces peor aún. Les concedemos dádivas y luego les damos

la espalda. Su actitud, tan digna, me hace comprender que…

–Señor…

–Sí, mi amigo el conde de Alhenberg me decía, hace un instante, que usted se

ocupa de la clasificación de las plantas que crecen en nuestras montañas y que compone

en este momento un herbario destinado a la Universidad de Leipzig. Pues bien, ¿sabe

usted cuantas peticiones de financiación he recibido por quienes se decían

coleccionistas que merodean por estas tierras? Adivínalo, mi querido Rodolphe.

–No lo sé, señor, – respondió el conde.

–Doscientas treinta y seis al mes.

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–Y habéis accedido a todas las solicitudes, estoy seguro de ello, – dijo Knauss.

–Absolutamente a todas… Es usted el único que me ha pedido nada.

……….

El Príncipe pasó la jornada en el castillo. Tras muchas vacilaciones, el conde le

había hecho partícpe de la experiencia que deseaba intentar con el doctor.

Su Alteza reía a mandíbula batiente.

–¿Es cierto, señor, eso de que usted puede dar herederos a los tronos?

–Así es, señor.

–Por Santiago, es la broma más fuerte de la que he sido objeto… Esa experiencia

es desde luego mejor que la que intentó el rey de Grecia al que una dama francesa había

enviado una receta prometiendo no procrear más que varones. El descubrimiento

produjo un éxito prodigioso de alegría. ¿Fabricar niños? ¡Ah! es demasiado bueno… Ha

estado inmenso, señor, ha estado inmenso!

–Señor, creo en la realización de los proyectos de Knauss, – murmuró el conde.

–¿Pero acaso esta es una casa de alienados? Los que me informaron tenían

razón…

Knauss no se contrarió por el tono jocoso del Gran Duque y expuso su sistema

con una simplicidad pasmosa.

Luego añadió:

–Hace un instante, me ofrecíais vuestra bolsa, señor, pues bien, no pido más que

un favor a Vuestra Alteza, es esperar el resultado de mi experimento, siempre y cuando

ella nos permita que tenga lugar. Señor, vos tenéis un trono, vuestro hermano mayor se

ha casado con una reina extranjera; si morís sin hijos, la corona irá a otro país… Os

suplico no juzgarme como a un insensato…

–Insensato no, pero presuntuoso tal vez.

–¡Oh!, señor…

–Además soy difícil de convencer. Un consejo, señor: usted es profesor en la

Universidad, se ocupa en este momento de la clasificación de las plantas, creame,

permanezca haciendo eso. Soy bastante buen católico para reconocer que la ciencia

humana tiene unos límites; que el respeto por la inteligencia del prójimo es un deber, y

tal vez usted ha sobrepasado los límites y ese deber embarcando al conde en algo tan

monstruoso.

Knauss palideció; sonrío tristemente y se retiró.

–Espero, Rodolphe, que te desprendas de semejante huésped.

–Señor, yo creo en su ciencia.

–Eres sencillamente admirable. Si yo fuese despreciable, te haría famoso en la

corte. Pero me guardaré el asunto para mí conformándome con mostrar mi desacuerdo

muy sinceramente.

El Gran Duque abandonó el castillo; y como la condesa Hélène había pedido que

le sirviesen en su apartamento, el conde y el doctor Knauss cenaron solos.

–Has debido quedar muy afligido por la actitud del Príncipe.

–No… ¡Me lo esperaba todo!

–Es un excelente hombre, brusco, gritón, pero lo has visto rebelde a las

innovaciones. Si Dios quiere, algún día lo convenceremos.

–Querido Rodolphe, tu confianza me resulta preciosa y me mantiene. Solo, en

medio de los ignorantes o de los envidiosos, tú crees en mí. ¡Gracias!

–No es gran mérito eso. Soy el único aquí que conozco completamente a Knauss y

su valía. Antes de un año, tal vez, aquellos que se burlan se sentirán muy pequeños ante

ti. ¿Y el padre Steeg no escribe?

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58

–Escribirá.

–¿Contra tu sistema?

–Sí.

–Entonces…

–El sacerdote y el sabio mantienen en él en este momento una lucha terrible.

–Debe apurarse. Hélène no puede permanecer en esta espera.

–Lo hará pronto.

El consejero y Schoffheim hacían su entrada en el salón. Sus rostros se habían

dulcificado; Schoffheim, que ya conocía la conversación entre el Gran Duque y Knauss,

sonreía maliciosamente.

–Vamos, mi ilustre colega, las bromas de Su Alteza no deben hacerle perder el

valor. Es usted muy trabajador y hay tantos temas prácticos sobre los que su inteligencia

puede resultar tan util.

–En verdad, – dijo Wilhelm Guntzer – el príncipe no sabe mantener en absoluto la

compostura.

–Ni siquiera cuando te emborracha, – dijo el conde frunciendo las cejas.

–Rodolphe… Veo que estás enojado.

–¡Eh! sí, al final, estoy harto de todas las ideas absurdas que te permites emitir

sobre cosas de las que no sabes absolutamente nada.

–Mi querido Rodolphe, –interrumpió el docto Knauss – el Gran Duque y estos

caballeros tienen razón en dudar: hay que esperar.

–¿Esperar?– exclamó Guntzer– pero yo te creía curado para siempre.

–Propongo una partida de tute – dijo Schoffheim a fin de cortar la conversación,

que amenazaba con volverse contra su aliado.

Un criado trajo una baraja, se sirvió cerveza y los hombres se pusieron a jugar. A

partir de ese momento, el consejero hizo gala de una amabilidad perfecta y el médico

imitó su prudente conducta.

La condesa Hélène había hecho mandar acudir a su ahijada y esta se confesaba al

corazón de su madrina.

–Querida tía, es a ti a quien debo todo lo que soy. Me parece que tú eres mi

verdadera madre. ¡Eres tan buena!

–¿Quieres a tu novio?

–Lo amo… Sí, lo amo, y hasta tal punto, que si tengo que renunciar a la esperanza

de convertirme en su esposa, estoy segura de que moriría.

La condesa atrajo a la joven hacia sus brazos:

–No, mi Betly, no, no morirás. Tú te convertirás en una damita francesa; tu

alejamiento no te hará olvidar ni a tu familia, ni a tu patria. Ven cerca de mí… más

cerca todavía… Cuando estás así tranquila, me kparece que soy tu madre. Vivirás en ese

hermoso país de Francia. Serás decente y amante, tendrás hijos! Esa es la felicidad.

–Tus buenos consejos, querida tía, estarán siempre presentes en mi espíritu. Y

cuando regresemos a Alemania, verás que me he acordado de ellos.

Hablando de ese modo, la joven se inclinó alegremente sobre el seno de la

condesa, ignorante, la pobre niña, de que la tortura del ama de su madrina era rabiosa.

En efecto, la condesa Hélène entablaba una lucha horrible. Si en una especie de

éxtasis mudo, ella se imaginaba que Betly era su hija, de pronto, la realidad se levantaba

ante ella; el instinto la sacudía brutalmente y se sentía estremecer como a la aparición de

un espectro. La fuerza se iba de su alma…

–Tía… ¿estás llorando?...

–Me digo que tú eres buena y no debes pensar más que en tu futuro.

–Cada noche, pido a Dios que te de toda la dicha de la que eres digna.

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–¡Querida pequeña!

… Un ruido de voces se elevaba de la sala de Masacres.

La partida de tute había terminado, los vasos habías sido llenados y vaciados

varias veces; el consejero, medio ebrio, había intentado una pulla que terminaba con

estas palabras:

–Sr. doctor, la condesa es demasiada devota… su infame proyecto no llegará a

realizarse…

El conde, blanco de cólera, había agarrado a su cuñado por la garganta.

–¡Miserable…. pide perdón o te estrangulo!

–¿Me tuteas?

–Te desprecio.

El doctor Knauss y el Sr. Schoffheim intentaron en vano interponerse. El coloso

estaba aterrador en su ira.

–¡Pide perdón!

–Nu…nunca.

–¡Pide perdón! Ya estoy harto de tus estupideces. Es mi herencia lo que hace que

nos ofendas. ¡Tú no quieres que sea padre! Tú no quieres que mi mujer recobre la salud!

Tus hijos, tus bastardos, no tendrán nada de mí, ¡nada! ¡nada!

Guntzer estaba sofocado.

Gracias a la energía de Knauss, el conde había soltado al consejero y este,

desfallecido, cayó al suelo.

El Sr.Schoffheim gritaba:

–Esto es una infamia! ¡un crimen!

–A partir de ahora, señor, le prohíbo franquear mi puerta.

–Está bien… usted…

–Cállese; si continúa hablando le voy a frotar las orejas.

–Caballeros… caballeros… Se lo suplico – decía el doctor Knauss.

La puerta se abrió y la condesa Hélène, alejando con un gesto a los criados que

habían sido atraídos por los gritos, apareció.

–¿Rodolphe?...

Ella juntaba las manos:

–¡Oh! esto es espantoso; ¿quieres que me dé algo?

Betly estaba arrodillada al lado de su padre:

–Papá, respóndeme… Es tu hija quien te habla.

El conde Rodolphe trataba de excusarse:

–Hélène, si supieses…

–No quiero saber nada.

El consejero abrió los ojos que hasta el momento había mantenido cerrados por el

espanto.

–¡Miserable! ¡Bestia feroz! ¡Cobarde!

Su hija lo arrastró dulcemente y el Sr. Schoffheim salió con ellos.

Rodolphe estaba junto a su esposa:

–Ya he tenido bastante con todas esas infamias que han entrado en nuestra casa y

que insultan a mi huésped!

–Jamás debí venir aquí – murmuraba Knauss.

El conde continuaba:

–Ocurra lo que ocurra, los Guntzer jamás tendrán algo de mí.

–Me haces la más infeliz de las mujeres – dijo débilmente la condesa.

–¿Pero tú no sabes el motivo por el que estuve a punto de cometer un crimen? Se

atreven a sospechar de ti, la más virtuosa, la más santa.

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El doctor Knauss se retiró; el conde y la condesa permaneceron aún algunos

instante más.

–¿Me prometes no volver a tener esos accesos de espantosa cólera?

–Sí, querida esposa…

–Y si Dios quiere que sea madre, ¿respondes de mantener los antiguos

compromisos con mi hermana?

El conde pareció reflexionar: Héléne permanecía a la espera; en un momento sus

miradas se cruzaron, y la fuerza brutal se inclinó ante la debilidad.

Knauss se sintió invadido por una profunda tristeza. La violenta escena a la que

acababa de asistir, le sugería las reflexiones más penosas y se preguntaba sin en el

propio interés de la dicha de su amigo, él no debía renunciar a sus proyectos. Los odios

de familia, los epigramas sangrantes, las infames sospechas, todos esto tomaba forma y

se hacia espantoso.

Estuvo pensando en ello varias horas bajo el peso de una angustia que no podía

comprender. Una voz le decía que la casa estaba tranquila y que él había acudido a

aportar el trastorno; volvía a ver a la pobre Betly arrodillada a los pies de su padre;

pensaba en Schoffheim al que acababa de quitarle sus mejores clientes, en los hijos del

consejero a los que iba a privar de la fortuna de su tío…

Quiso huir; una fuerza fatal lo obligó a permancer allí. Levantó su frente llena de

nubes oscuras y contempló el magnífico espectáculo que se ofrecía a su mirada. Allá,

landas silenciosas, misteriosas, el inmenso bosque, el río movido por el viento; encima

de él, un cielo sembrado de estrellas y de una claridad tan extraordinaria que jamás lo

había visto así. Tuvo una especie de revelación. En medio de la bóveda deslumbrante de

luces, todos los bienhechores de la humanidad parecían levantarse en una apoteosis

sublime: Sócrates bebiendo la cicuta; Galileo llevado a prisión; Cristo muriendo en la

cruz; Salomón de Caus tildado de loco… Era una incesante sucesión de los grandes

mártires de la ciencia y la verdad…

Una poderosa voz como el trueno le gritó que él sería grande entre los grandes;

que su obra sería imperecedera… ¡Ah! podía sufrir, podía llorar de rabia y sentir su

corazón sangrar que él se mantendría en pie contra todos por mantener sus ideas…¡Su

idea!... ¡La regeneración del mundo!

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61

VII

Por fin llego esa carta tan impacientemente esperada. La condesa la abrió

temblando. La escritura parecía incrustada en varios lugares; aquí, las letras estaban

sueltas, confusas, como si la pluma hubiese tenido dudas y su inspirador

desfallecimientos súbitos. En ciertos pasajes, la distancia ordinaria que separaba las

líneas no había sido observada; se hubiese dicho que el pensador se había reservado

desarrollar una serie de ideas y que el tiempo o la fuerza le habían faltado.

De pie, la honesta mujer leyó lo que sigue:

EN NOMBRE DEL PADRE DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.

Mi querida hija,

En cumplimiento de la promesa que te hice ante el tribunal de la penitencia, me

siento invadido por una aprensión terrible: me pregunto aún si el carácter del que estoy revestido no me prohíbe, de una manera tácita, dar mi opinión sobre la cuestión a la que

se me ha sometido.

Sí, me siento violento acordándome que has venido a mí bajo el peso de tus alarmas y de tus terrores y que más que nadie tú eres digna de benevolencia y piedad. Si

me decido a hablar, es que la grandeza del tema merece toda la atención de los hombres,

de esos eres tan débiles que, sin el auxilio de Dios, no son nada.

El divino Maestro, instituyendo el matrimonio, ha querido que el ser que él ha creado pueda perpetuarse; pero, en su sabiduría, la Iglesia ha trazado unas reglas

imprescriptibles, que no son más que el comentario necesario de las ordenes de Dios.

«Creced y multiplicaos», tal es la palabra del Señor, que los libros santos explican añadiendo que no está permitido en el matrimonio recurrir a maniobras culpables.

Pero, de entrada, lo confieso, la Iglesia no ha podido prever el caso tan extraño que

nos ocupa. Se entiende por maniobra culpable el único deseo del placer sometido a

excitaciones contranatura… ¿Es posible confundir en una misma prohibición dos manifestaciones, una de la cual, sensual en su totalidad, no tiene otro objetivo que el

placer, y aquella otra que se presenta ante mostros bajo las castas formas de un sacrificio

hecho al instinto loable de la maternidad? Un hombre ha venido a sembrar unas crueles incertidumbres en nuestras almas. Un

hombre ha traído con él una revolución. Es la esperanza desplegada ante miles de

criaturas desesperadas; es el honor de los hogares, la redención de los tronos, que las agitaciones políticas amenazan y alteran. Y yo, sacerdote, servidor de Dios, ¿me podría

levantar contra esta obra grandiosa? Pero mi obligación está ahí.

Te hablo en nombre de la Santa Iglesia, mi querida hija, y te suplico que recuerdes

que eres cristiana. No serías realmente hija de Jesús salvo a condición de permanecer siendo fuerte contra ti misma, y afrontar sin terror las pruebas que Dios te envía. Nada es

más grande que mantener, por así decirlo, tu voluntad entre sus manos, que medir tus

deseos y, por decir todo, controlar tu corazón, someter tus instintos, incluso los más sublimes, al yugo de su ley.

El nacimiento, que te ha elevado por encima de otras mujeres, te proporciona

motivos más grandes aún de agradecimiento y de respeto hacia Aquel que ha hecho de ti lo que eres. El azar no ha sido para nada temporal en tu fortuna, y si Dios te ha marcado

con el signo de su grandeza, es que Él tenía objetivos que no nos pertenece a nosotros

prejuzgar. ¿Qué has hecho, mi querida hija, para ser preferida al resto de las mujeres que

viven de oprobio y de amargura y que, a cada instante de su vida, sienten la desesperanza

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invadir su alma? ¿Acaso esas desdichadas criaturas, que el espíritu del mal se obstina en

perseguir con su odio, no son como tú, obra de sus manos y, como tú, no han sido

redimidas por la sangre del Redentor?... Tú has salido del mismo lodo, condesa de Alhenberg, y la sangre de la que desciendes y la gloria que a los ojos de los hombres te ha

dado entre todas una unión ilustre, fluye de la misma fuente envenenada que ha infectado

al ser humano… Si Dios te ha preferido a tantas desposadas que gimen en la oscuridad y en la

indigencia, si te ha elegido para colmarte de beneficios, si ha reunido sobre ti y tus bienes,

los honores, los títulos, las distinciones y todas las ventajas de la tierra, si el Señor se ha

ocupado de ti, mientras parece olvidar tantas almas oscuras de las que los días son días de dolor y miseria, es, una vez más, por que tenía unas intenciones cuya profundidad solo

Él solo puede medir.

Hija mía, mira a tu alrededor… Conozco tu actividad benéfica hacia aquellos que te rodean, pero procura ver más lejos, lleva tu mirada más allá de las fronteras que tu

caridad no puede sobrepasar, y contempla a millares de criaturas que sufren y lloran,

madres entre sus brazos tratan de calentar los cuerpos ateridos de sus hijos. Su leche esta agotada, y esas madres ven morir a sus pequeños. Los brazos se levantan hacia el cielo e

imploran la piedad del Señor. ¡Mira, son numerosos aquellos que desesperan! ¿Qué tienes

tú a los ojos de Dios más que esos infortunados que deja en la miseria? Y sin embargo, te

ha elevado y a ellos los humilla; te ha elegido y a ellos los rechaza; es para ellos un amo duro y severo, y para ti un padre liberal y magnífico, y porque Él ha juzgado que debía

negarte una alegría, ¿tratarías de luchar contra su decisión? ¡Oh! mi querida hija, eso no

es posible. Tú, cuya alma es tan pura, ten el coraje de medir la inmensidad de la nada y la

fragilidad de las cosas de este mundo. ¡No hay que intentar ser Dios! Si el Hacedor del

mundo te ha dado mucho, es que a cambio de sus dones espera muchos sacrificios…

No, no se debe comprometer la eternidad por quimeras. Desde luego, el respeto filial, el amor al hogar, la ambición de una conducta honesta, todos esos grandes

sentimientos del alma no deben tener más que un objetivo: la eternidad.

Pero si Dios no quiere que tengas la dicha de ser madre, es que Él ha deseado, tal vez, que tú seas el apoyo de débiles y desheredados. Se ha descargado sobre ti el cuidado

de los humildes y los pequeños, y mejor que nadie has acometido tus deberes. Ese rasgo

de distinción que Dios te ha dado ha sido tan bien cumplido que incluso a esta hora tú me apareces como un ministro de su bondad y su Providencia. Eres la madre de todos los

dolores, y el divino Maestro no quiere aminorar tu misión, restringiendo, sobre un único

objeto, toda la extensión de tu amor.

Y sin embargo, hablándote así, mi querida hija, el sacerdote tiene terribles dudas; ¡el filósofo que hay en mí se revuelve! Es el hombre que sufre en el sacerdote. Tu vida,

llena de humildad, se me aparece toda entera… Veo tus lágrimas… Escucho tus sollozos

ante las madres. Sonríes a los hijos de las demás y podrías tal vez sonreír a los tuyos propios! Y yo estoy ahí, ante tus angustias, impotente y roto. La idea me turba y me hace

temblar. Siento sacudidas espantosas, y llorando reprimo el grito de que la ley es

implacable. Siento que soy cruel; tu frente palidece; tus labios se crispan; vas a llorar, tal vez, a llorar de rabia, tú, cuya existencia transcurre en socorrer a los infortunados y secar

sus lágrimas.

Sí, creo en la obra del gran Knauss. ¿Qué veo? ¿Qué he dicho? ¿Qué turbación se

presenta a mis ojos?... ¡La vida dada a la humanidad contra las leyes divinas! ¡El hombre de pie ante Dios! ¡Locuras! El Amo del mundo está ahí para decir a aquel que ha creado a

su imagen: «¿Qué quimera es el hombre? ¿Qué novedad, que caos, que tema de

contradicción? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbres y errores, gloria y deshecho del universo; si se vanagloria, yo lo

rebajo; si se rebaja, yo lo vanaglorio, y hasta lo que se percibe es un monstruo

incomprensible». ¡El hombre levantándose ante Dios! ¡Oh, miseria humana! ¿Qué es el

espíritu, qué son los bellos discursos, las vastos pensamientos que no se remiten al Creador de todas las cosas? Todo lo que no tiene a Dios por objeto pertenece al domino

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de la muerte. Y yo pido a este sabio que turba mi alma: ¿en nombre de quien viene hablar

a la humanidad? ¿Tal vez quiere equiparar su estatura con la de Dios? El hombre, el

filósofo más grande, el rey más poderoso, son como granos de arena perdidos en el Océano inmenso. ¡Solo Dios! ¡nada más que Dios! Su sabiduría tiene secretos ocultos

detrás de su voluntad, y yo le suplico en su bondad, en su condescendida de padre, disipar

la turbación que me invade y apaciguar las rebeliones de mi alma… Aquel que te habla con el corazón, se acuerda en este momento que es él quien ha

consagrado tu unión. En esa capilla, donde has venido a rezar, te vuelvo a ver aún en tu

vestido virginal. Te decía entonces que el matrimonio es algo santo… ¡por desgracia! ¡yo

decía también que tu casa sería bendecida! La vida es una lucha hasta la muerte. Hay que estar fuerte para el combate. ¡Malditos sean aquellos que quieren intentar ser Dios! Yo

lanzo el anatema… Y en estas notas dictadas según mi conciencia, me siento casi

desfallecer… Ya no sé nada… Ya no veo nada… Hay en mí ser afinidades misteriosas que se encuentran y se estrechan. Inclinaciones que se contradicen. Quisiera saber y una

voz me grita: «Hay que sufrir…»

Hay que sufrir, mi querida hija. Como dice uno de los príncipes de la Iglesia: Dios cuenta las horas de vuestras pruebas; no permitirá que el dolor os tiente más allá de lo que

podáis soportar. Aprended a sufrir; sabiéndolo, se aprende todo. ¿Qué sabe aquel que no

ha sido nunca tentado? No conoce ni la bondad de Dios, ni su propia debilidad.

¡Ah! ¿Por qué es necesario que te hable con este serio lenguaje? ¿Por qué yo no tengo ni lo fuerza, ni el valor de indicarte lo justo y lo honesto de la vida? Aún a esta hora

entreveo claridades sublimes, y me pregunto si el hombre que te quiere dar la dicha no es

un enviado de Dios. ¿Por qué la ciencia no habría de ser tocada por la gracia? El soberano Amo, en sus tesoros de bondad infinita, se manifiesta cuando le place, y sus obras

siempre son dignas de él.

Tu eres una santa mujer, y nosotros, cuya misión es consolar, ¿rehusaríamos secar

la fuente de tus lágrimas? Tu serías la única a la cual estas admirables palabras no habrían sido dirigidas: «A ti, que sufres, enjuga tus lágrimas, la fuente va por fin a secarse. Nadie,

en tempos de la siega, no se irá, por la noche, con las manos vacías y el alma tiste.». ¿Y

qué? nosotros te diríamos: «he aquí la dicha» ¿y nosotros te cerraríamos el camino? ¿Tendríamos la crueldad de asistir impasibles ante tus angustias y tus terrores? Hija mía,

no tengo fuerzas para concluir… Creo en Dios; tengo fe en tu conciencia. Reza, reza con

fervor, y que la Providencia te ilumine. Tu hermano en Jesucristo.

PETRUS STEEG.

P.D.- Harías bien en destruir esta carta después de haberla leído. El filósofo ha querido resistirse al sacerdote; solo es el sacerdote quien debe ocupar tu recuerdo.

La condesa quemó la carta en el fuego de la chimenea de su habitación y miró,

vacilante, durante largo rato las chispas que se transportaban sus esperanzas.

Mandó llamar al doctor y le hizo partícipe de la respuesta del reverendo.

–Es un progresista, señora, un hombre de ciencia, un hombre de una profunda

honestidad, pero es sacerdote. No podía ir más lejos…

–Me siento completamente confundida.

–El conde espera con la mayor de las impaciencias su determinación. Piense,

señora, que usted puede dar la dicha a un hombre que la ama y cuya vida está

consagrada a usted. Es usted buena, cariñosa; el amor materno la hará todavía mejor.

Piensa: un pequeño estará ahí para acariciarla; sus alegrías y sus risas le encantarán.

Sera otro usted misma que la hará olvidar la tristeza de horas pasadas. Usted es pura, es

casta, nadie se atrevería a dudar. Su corazón desborda amor. Mire la imagen que esta ahí

ante usted parece invitarla a la esperanza…

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Desfalleciente, la condesa se puso de rodillas ante una imagen representando a la

Virgen. Knauss la miraba y le pareció de repente que el rostro de Hélène se iluminaba

con una alegría hasta entonces desconocida… Tranquila, resignada, dejó caer estas

palabras:

–Ahora quiero ver a mi marido y mañana, en el nombre de la Virgen, señor,

recuerde que una mujer honesta acude a usted. Ahora déjeme, necesito recuperar

fuerzas, necesito descansar.

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VIII

El castillo de Alhenberg había cambiado de aspecto, y todos los corazones

desbordaban esperanza. El consejero se entregaba a toda su ira, y juraba a sus grandes

dioses perpetrar una gran venganza por la brutalidad de su cuñado; su fiel amigo, el Sr.

Schoffheim, había prometido ser un buen aliado desde que el doctor lo había suplantado

en el castillo. Los dos conspiradores ponían verdes a la condesa y al que pretendían que

era su amante. En cuanto al sacerdote, esperaba con confianza, persuadido de que la

voluntad de Dios iba finalmente a manifestarse.

Por una discreción muy comprensible, – desde el día en que la condesa se había

resignado a la experiencia – Knauss pasaba su tiempo en las montañas; a veces también,

se dirigía al priorato de Alhenberg y mantenía largas conversaciones con el reverendo.

–La religión, – decía el padre Steeg, – no es enemigo de la ciencia.

–Para rezar, hay que creer, – decía el doctor.

El reverendo era un hombre de grandes conocimientos. Su padre le había dejado

una considerable fortuna: dividió sus bienes en dos partes: dedicó la primera a dotar

establecimientos de beneficencia; en cuanto a la segunda, se la reservó para comprar

libros e instrumentos científicos.

………….

Podían ser las tres de la tarde cuando el doctor Knauss golpeó la puerta del

priorato.

Un hermano introdujo al visitante en el despacho del reverendo. El padre Steeg

indicó al doctor un amplio y profundo sillón del siglo XVI, en cuyo alto respaldo, sin

duda se habría apoyado en su residencia más de un noble de cabeza cana.

Frente a una inmensa ventana de vitrales iluminados, enmarcados en plomo, se

desplegaba una mesa desmesuradamente grande que, ella también, decía que sus

recuerdos se remontaban muy lejos en el pasado; sus maderas gastadas por los

numerosos rozamientos atestiguaban las generaciones de hombres que allí se habían

acodado, pensativos y laboriosos. A la derecha de la ventana, un oratorio de madera

negro, muy sencillo, coronado con un crucifijo de cobre; a la izquierda una vitrina

donde brillaban, limpiados por un novicio cuidadoso, unos microscopios, lupas de

disección, una decena de elementos de Bunsen, la gran bobina de Rumkorff. Al lado de

la colección de instrumentos de craneometría, fichas de Broca, goniómetros destinados

a medir el ángulo facial, todos los instrumentos antropológicos debidos a Charles

Robin, Bertillon, Dally, Topinard, etc.

Por toda la sala y hasta el techo, en unos estantes de madera, se amontonaban

gruesos misales enriquecidos con preciosas miniaturas, manuscritos góticos en revoltijo

producto de las ensoñaciones monacales; luego, la obra moderna al completo, desde la

colección enciclopédica del siglo XVIII hasta la novela contemporánea, desde Pascal

hasta Honore de Balzac, desde Buffon hasta Claude Bernard.

En el estante más bajo de la biblioteca, reían con su mueca eterna una centena de

cráneos humanos; unos, los más blancos, los mejor conservados – los más jóvenes, por

así decirlo – presentaban una caja ósea francamente ancha, un levantamiento inteligente

de los huesos frontales, un aminoramiento de la cara como aplastada bajo la parte

superior; los otros, por el contrario, amarillos, sucios, con el ángulo facial agudo, de

pesada y prominente mandíbula y frente retrasada, aún lejos de esos museos de hombres

prehistóricos.

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Luego, al lado de un último cráneo humano difícilmente reconocible si no hubiese

llevado esta etiqueta aparente «Homo», se perdían en la sombra de los estantes los más

alejados de la luz, la serie ancestral del hombre según Darwin: cabezas cada vez más

alargadas, cada vez más bestiales, tipos de animales vivos o restos fósiles de monstruos

antediluvianos.

Mientras los pálidos rayos del sol que caían desde lo alto de las ventanas se

reflejaban en el cobre del crucifijo, y hacían brillar los microscopios y el marfil de las

osamentas situadas en primer plano, la serie ancestral parecía perderse en la sombra de

la biblioteca, como si el hombre que hubiese llevado a cabo la clasificación de estos

testigos de la ciencia hubiese tenido repentinos temores.

–Qué bien debe trabajar en este silencio, – dijo Knauss – ¡Debe estar tranquilo

para pensar bien!

–Y para rezar, mí querido doctor.

–Para rezar, si usted quiere; pero, confiese, reverendo, ¿de qué le vale una fe tan

ardiente para no verse confundido en sus fervores católicos por la muda presencia de los

ancestros que aquí se encuentran? – añadió Knauss, indicando con el dedo la hilera

gesticulantes de cráneos.

–Mi querido doctor, los huesos de los primeros hombres, mis antepasados y los

suyos, no están aquí en absoluto… Lo lamento como sabio y como creyente…

–¡Ah!, reverendo, no diga una cosa semejante, el creyente podría arrepentirse.

–Estoy seguro de lo contrario. Quisiera poder tomar en mi mano esta cabeza

moldeada con el légamo de la tierra… La elevaría frente a usted, ante los materialistas y

evolucionistas y diría: Observad esta amplia capacidad cerebral, medid este ángulo

facial, considerad la dimensión de los pómulos, – en una palabra, dad la vuelta a este

cráneo por todos lados y ¿os atreveríais a mantener que estamos ante un cráneo

simiesco? He aquí la caja craneal que ha contenido un cerebro humano, y digo más, un

cerebro reflexivo, ponderado, perfecto, ideal, la obra primera del divino obrero.

–Sí, usted es sacerdote y se ve obligado a creer en la creación según la Biblia.

–El estudio, tanto como la religión, ha fortalecido mis creencias.

–¿El estudio?... pero entonces, ¿por qué esas pruebas acumuladas de la lenta

evolución humana? ¿Por qué esos fragmentos de costilla de halitherium, portando

manifiestas huellas de entrañas, situando al hombre contemporáneo en la era del

mioceno y, en consecuencia, atribuyéndole una antigüedad de veinte mil años? ¿Por qué

esta colección de sílex tallados y afilados, a medida que los rudimentos de la

civilización aparecen?

Knauss avanzó hacia la biblioteca y señaló unos sílex:

–Fíjese, reverendo, aquí tenemos unos sílex que desde luego han sido

manipulados por la manos del hombre cuaternario; los reconozco por su forma alargada.

Tal vez hayan servido a nuestro antepasado antediluviano para defenderse contra el

elephans primigenius, el gigantesco mamut… Aquí – si no me equivoco – tenemos un

molde de la mandíbula de la cueva de Naulette, la más antigua conocida; vea a que

rostro simiesco debía pertenecer… Advierto las osamentas un poco más recientes del

hombre de la gruta de Cromagnon; ese antepasado ya porta la impronta de una

perfección evidente… «La bestia se convierte en ángel»; y, sin embargo, como entre los

grandes monos, la forma del húmero está perforada, las tibias están lateralmente

aplastadas en forma de lama de sable. Aquí tenemos unos cráneos que han pertenecido

al final de la edad de piedra; si se les juzga por la longitud más considerable de la frente

y por el aplastamiento del vertex, ¿no constituyen claramente la cadena que une los

primeros antropoides con el hombre actual, que une la bestialidad con la inteligencia?

–Dios ha creado al hombre a su imagen: inteligente.

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67

–¿Inteligente?... Pero, reverendo, ¿usted no ha medido esos cráneos? ¿No ha

quedado impactado por el agrandamiento progresivo, a través de los siglos, de la

capacidad cerebral? ¿Inteligente?... Un cerebro que pesa seis o setecientos gramos,

infinitamente menos desarrollado, en consecuencia, que el de las razas más salvajes, los

menos favorecidos por el azar. Apenas el instinto encontraba lugar en esos cerebros

estrechos de salvajes desnudos, cubiertos de pelos, y que pasaban su vida luchando

contra animales extinguidos, en medio de gigantescos helechos plantados en suelos

templados.

–¡Eh! doctor, precisamente para combatir esas atrevidas deducciones, esas

peligrosas hipótesis, para demostrar que el hombre desciende del hombre, no del animal

o más lejos aún del simio, yo he reunido aquí las que se dicen ser pruebas de una

evolución lenta entre los seres. Yo pretendo que, religión aparte, la explicación dada por

los libros sagrados sobre la creación del mundo es más razonable, aunque muy

misteriosa todavía, que la doctrina de la evolución.

–Entonces, puesto que el Génesis lo ha decidido, ¿la tierra tiene cuarenta siglos de

edad; ni más ni menos?

–No digo eso, y convengo sin pesar que el hombre se remonta más allá en la

noche de los tiempos. ¿La Biblia contradice mis teorías cuando expresa la palabra

hebrea que los traductores han tomado por la palabra años? Suponga que la traducción

sea inexacta; que hay que leer épocas en lugar de años; y la Biblia no está en

contradicción con la geología…

–Sí, pero ¿la religión está de acuerdo con la anatomía, cuando deja creer que el

hombre de antaño era semejante al hombre actual; cuando obliga a los católicos a

alzarse de hombros al nombre de Darwin, cuando niega la doctrina de la evolución de

los seres?

–¿Acaso no es combatida hoy por la mayoría de los sabios, y los menos

religiosos?

–¡Ah!, permitidme, reverendo, la opinión del más grande de los hombres me

resulta indiferente, y, la razón en esta materia es difícil que permanezca imparcial,

cuando se es juez y parte en su propia causa… El orgullo que – usted lo enseña todos

los días a sus alumnos – es uno de los rasgos más característicos de la naturaleza

humana, ha prevalecido en muchos espíritus sobre el testimonio frío de la razón. Como

esos emperadores romanos que, embriagados de poder absoluto, acababan por renegar

de su cualidad de hombres para creerse semidioses, el rey de nuestro planeta se place en

imaginar que el vil animal sometido a sus caprichos no sabría tener nada en común con

su propia naturaleza. La proximidad del mono lo incomoda y lo humilla; á el no le basta

ser el rey de los animales, quiere que un abismo insondable le separe de sus sujetos. Y

he aquí por qué, dando la espalda a la tierra, va gustoso a refugiar su majestad

amenazada en la densa nebulosa del Génesis. Pero la anatomía, semejante a ese esclavo

que seguía el carro del triunfador repitiendo memento te hominen esse, la anatomía

viene a sacudir brutalmente al hombre; ella rompe el espejo embaucador de su ingenua

fatuidad, y le recuerda que la realidad visible y tangible se vincula a la animalidad.

–La anatomía… la anatomía… Ya veo venir a los doctores. Pues bien, ¿qué

prueba esta anatomía? ¿qué la mandíbula de la cueva de la Naulette es una mandíbula

humana? Lo acepto: ¿Qué esta mandíbula humana muy imperfecta tiene ciertas

semejanzas con el maxilar de un mono? Lo admito. Pero, doctor, suponga que en veinte

mil años, nuestros descendientes descubren como única prueba de nuestra existencia

pasada el cráneo de un fueguino, uno de esos habitantes de la tierra de fuego, tan

salvajes y tan reacios a todo tipo de civilización; – o incluso la mandíbula de un

australiano que se parece a la de un gorila – ¿tendrán derecho a concluir, por

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comparación con las cajas óseas del momento, que el cerebro humano se ha

desarrollado considerablemente?

–Reconozco que desde la edad de piedra, desde hace veinte mil años, algunas

poblaciones no han progresado; dese hace dos mil siglos tal vez erran en sus soledades

matándose y devorándose entre sí como bestias salvajes… Para mi, las considero como

el tipo característico de nuestros antepasado desparecidos, y esos seres confirman mis

creencias evolucionistas… Es muy difícil admitir su hipótesis y concebir que, por un

azar singular, todos los cráneos antiguos descubiertos hayan pertenecido a seres

imperfectos, sobre todo cuando un sabio francés ha medido pacientemente todos los

cráneos contenidos en las catacumbas de París, y de ese modo ha podido constatar que

desde el siglo VIII, la capacidad craneal ha aumentado sensiblemente.

–Resultados pendientes de verificar. Y además, mi querido doctor, que el hombre

descienda de los primates, hijos ellos mismos de los marsupiales, de los reptiles; luego

más allá, de los peces, de aquellos a los invertebrados por una línea de formas

ancestrales análogas al anfioxo y finalmente del anfioxo a los cuerpos unicelulares, no

quedará por menos que admirar la fuerza creadora de esta primera mónada.

–Es el azar, una reunión de fuerzas.

–Es Dios.

–Esta fuerza sería entonces manifiestamente injusta. Prefiero creerla inconsciente.

–¡Dios es grande!

Mientras el padre Steeg y el doctor Knauss intercambiaban sus impresiones, el

conde y su esposa, llenos de gratitud hacia su bienhechor, hacían mil proyectos de

futuro.

En cuanto a Knauss, continuaba sus preparativos en el apartamento que le estaba

reservado.

Una noche tuvo lugar la experiencia. La condesa se prestó a ella en medio de las

más intensas aprensiones y alarmas, combatidas por su avidez de maternidad. Según las

leyes de la fisiología, ella se hizo rápidamente, en las condiciones de temperatura

requerida, con la austera pureza que la ciencia aporta en todas sus tentativas.

Algunas semanas más tarde la condesa sintió germinar la vida en su seno.

¡Cuántos gritos de alegría!

Rodolphe abrazaba a su amigo:

–Eres grande entre los grandes… Te quiero como a un hermano.

El padre Steeg acudió al castillo, y él también tocó a Knauss en su corazón

murmurando:

–Es usted el enviado de Dios.

–Es gracias a usted, reverendo, que festejamos la victoria. ¡Gracias! ¡Gracias!

La familia Guntzer estaba aterrada. Y el consejero, que antes pasaba su tiempo

completando su famosa colección de monedas, había llegado a hartarse de los tolomeos

y los rodas, enviando a todos los diablos a los anticuaros bávaros que le ofrecían nuevos

tesoros. Wilhelm Guntzer era todo odio.

Betly venía de estar con su tía, y esta le aseguraba, en términos emotivos, que

nada había cambiado en las intenciones del tío Rodolphe, y que se casaría con su novio.

La joven, muy alegre, había ido a llevar las buenas nuevas de su madrina a sus padres.

El consejero la acogió del modo más duro.

–No tenemos necesidad de su apoyo… Te prohíbo que vuelvas a poner los pies en

esa casa deshonrada.

Betly abrió sus grandes ojos.

–¿No lo entiendes? No necesitas entenderlo.

–Mi tía es tan afectuosa.

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–Te digo que no la volverás a ver más… te prohíbo que le dirijas la palabra.

Y como la joven imploraba a su madre con una mirada suplicante, esta, cuya vida

había estado marcada por una serie de vergüenzas, tomó naturalmente la actitud de una

mujer mojigata:

–Tu padre tiene razón. Es de las cosas que no hay que explicar a las jovencitas….

A partir de ahora no tendremos nada en común con el castillo, e incluso si encontramos

otro lugar donde alejarnos de aquí…

Wilhelm Guntzer la interrumpió:

–Amiga mía, no hay que precipitarse.

En el momento en que Betly se retiraba para responder a una carta de su novio,

Schoffheim entró como una borrasca:

–¿Cómo puede tolerar esto?

–Tú eres bueno, Frédéric. Hay que tolerar lo que no se puede impedir.

–Pero nosotros podemos levantar la máscara de los infames, mostrar a ese

imbécil que ha sido engañado… que lo está hasta la médula.

–No es tan fácil– murmuró la Sra. Guntzer.

–Tengo una idea – dijo el médico.

–Veamos…

–Nuestro deber es enviar una carta sin firmar al conde. Tengo los detalles. He

sorprendido a los enamorados en el parque y me esperaba perfectamente el resultado.

–¿Entonces, la experiencia de Knauss es una siniestra broma? – preguntó el

consejero.

–¡Es la más odiosa de las mentiras!

Y para convencer a sus auditores, Schoffheim hizo algunas revelaciones que la

Sra. Guntzer escuchó con avidez. Algunas condiciones de temperatura necesaria a la

operación no habían podido producirse. Al fallar la experiencia, el doctor había

empleado el sistema ordinario durmiendo a la condesa…

El médico se embriagaba hablando. Jamás había sido presa de semejante rabia.

–Encerrarán a Knauss en una casa de salud – dijo Guntzer.

–En un manicomio – vociferaba Schoffheim.

–A mi fe,– dijo el consejero – amigo doctor, estás aún más furioso que nosotros.

–Porque vosotros no veis como yo toda la impudicia de ese estafador, todas las

estrategias de su infernal espíritu.

–¿Acaso continua ejerciendo la medicina gratuitita para los pobres? – preguntó

con malicia la mujer del consejero.

–¡Eh!, señora, yo me burlo de su medicina… Puede hacer lo que quiera: matar a

las personas, si eso le place. Lo que no le permito, yo, médico, es burlarse de la opinión

pública. Me vengaré… ¡Y no está lejos el día en el que el conde sorprenda a su esposa

en flagrante delito de adulterio!

–Mataría a mi hermana. No quiero – dijo vivamente la Sra. Guntzer.

–Nosotros nos arreglaremos de modo que su violencia se dirija solamente contra

Knauss. Estaremos al acecho.

–Pero necesitamos pruebas – objetó el consejero.

–¿Pruebas? Las tengo. Ayer noche, yo regresaba de Ratisbonne, y bordeaba el

parque del lado de los molinos; el conde no aún no había regresado de cazar. Los vi a

los dos sentados en un banco, al lado de la estatua de Diana cazadora… ¿No me haréis

creer que estaban allí para contemplar la luna?

–No hay nada peor que el agua estancada – murmuró el consejero. – ¡Es hora de

que hagamos comprender a este hombre de los bosques, celoso como el tigre que es,

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que todo el mundo se burla de él, y que a partir de ahora no tiene nada que evidiar a los

diez ciervos que persigue!

–¿Pero el medio? – preguntó la Sra. Guntzer.

–Una carta anónima, dije – exclamó el médico.

–El conde no la creería, y el procedimiento es infame.

Schoffheim hizo un gesto de impaciencia:

–Nosotros le relataremos los hechos tan palpables que se verá obligado a rendirse

ante la evidencia.

–Y el señor sabio pasará a ser un villano en un cuarto de hora.

–Le molerá los huesos – murmuró el consejero, que se acordaba de las

brutalidades del conde.

Y añadió con aire ostentoso:

–Tengo que conservar el honor de mi familia.

–El médico estaba radiante de ver que por fin iba a arrojar por tierra al hombre

que ahora enrojecía llamándole colega.

–Bonita experiencia… Ese Knauss, conocía ya a la condesa, ¿verdad?

–No, – respondió la Sra. Guntzer – jamás lo había visto.

–En fin, había oído hablar de ella. Sabía que era bella, y ha encontrado un medio

ingenioso de obtener sus favores. Vedlo así: un marido bastante estúpido para entregar

por propia voluntad su esposa a las caricias de un seductor. Y fue Rodolphe quien ha

preparado la entrevista. ¡Triple ceguera! El Gran Duque no ha sito tan simple…

–Yo,– dijo el consejero, – jamás hubiese permitido a mi esposa…¿Tú no habría

tolerado eso, Olympe?

–Jamás.

–Y tu hermana aún se permitía hacer observaciones sobre lo que ella llama tu

inconsciencia y ligereza. Es para morirse de risa… o de vergüenza.

–No la escuchaba.

–Hacías bien. ¡Tu hermana es una miserable!

–¡Oh!– dijo con alegría la Sra. Guntzer – no hay que exagerar. El conde en un

bobo: a todo pecado, misericordia…

–Es espantoso lo que dices, Olympe.

–Vamos, vamos, Wilhelm, no te lo tomes así. Tu conducta no siempre es digna de

ejemplo…

–¿Cómo te atreves, delante de Schoffheim?

–Yo soy de la familia… – dijo dulcemente Schoffheim.

–Reserva tus objeciones, Olympe.

–Si no querías correr ningún riesgo, no te casaras – concluyó la rubia alemana…

Wilhelm estaba exasperado. Levantaba las manos al cielo.

–Te lo ruego, por el honor de esta casa.

–Vamos, vamos, Wilhelm, no te enfades por hacerte pagar un poco caras tus

locuras. ¿Crees que no tengo yo también mi pequeña policía secreta? Hay en alguna

parte una actriz de teatro a la que daré noticias.

–¿Tú sueñas?

–Está bien. Dejémoslo así.

–Vamos, vamos – dijo Schoffheim – no discutamos… Tenemos un enemigo

terrible que combatir, y para esa tarea debemos unir todas nuestras fuerzas.

Olympe estaba sentada. Según una costumbre familiar, golpeaba violentamente

sobre su rodilla con la mano.

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–De una vez por todas quiero decir la verdad. Basta ya de mentiras. Creo en la

absoluta inocencia de Hélène. Mi hermana vale más que yo y que vosotros juntos: sin

ella, estaríamos tirados en un pajar, señor consejero.

–Olympe, Olympe.

–Sí, en un pajar… Ni tú ni yo somos ricos. Tu retiro irrisorio nunca nos permitiría

llevar nuestro tren de vida y poder conceder dotes a nuestros hijos. Es el conde

Rodolphe quien nos alimenta y quien te alimenta también a ti, señor Schoffheim. Es el

hombre del bosque, como usted lo llama, quien tiene piedad de nosotros y de usted.

–¡Señora Guntzer!

–Déjese de Señora Guntzer: cuando usted ha llegado aquí, todos sabíamos que

usted no era doctor. Se le ha tolerado…

–Esto es espantoso…

–Todo lo espantoso que usted quiera; pero cierto, absolutamente cierto.

–Señora, no puedo tolerar…

–Sí… usted tolere. Y si se le invitase mañana al castillo, nos plantaría sin dudar.

Una palabra aún… No quiero que se haga daño a mi hermana. Diviértase con el conde,

es asunto suyo. Yo vigilaré este juego, y si va demasiado lejos…

Uno de los dos hombres estaba rojo de cólera, el otro blanco. Olympe los miraba

con desprecio.

–Mi hermana es la hija mayor del barón de Leskern, y quiero que se la respete.

¿Está claro, verdad? Ahora, envíe todas las cartas anónimas que quiera; no me opongo a

ello. Que se expulse al doctor, que se le mate, si se quiere. No tengo ninguna objeción…

Pero le prohíbo atacar a Hélène.

Dicho esto, la Sra. Guntzer salió del salón riendo a carcajadas, dejando a su

marido y al Sr. Schoffheim estupefactos.

La hermana de la condesa era de esa catadura. Pronunciaba frases más que ligeras,

sonreía ante conversaciones indignas de una mujer, y se burlaba del puritanismo

alemán; pero, en el fondo, había en ella un cierto reconocimiento y respeto absoluto

hacia su hermana mayor.

Olympe odiaba profundamente al conde, que jamás la había tomado en serio, y

aunque temiendo una crisis violenta por la salud de su hermana, se regocijaba

permitiendo este acto vergonzoso, del cual, llegada la ocasión, haría recaer la

responsabilidad sobre el Sr. Schoffheim.

El médico levantó la cabeza:

–¿Y bien?

–¿Qué quieres, querido, lo cierto es que la condesa le toca bastante de cerca.

–Esa no es una razón.

–Actuaremos solos

–Tu mujer nos denunciará.

–¿Ella? No la conoces. Mientras no amenacemos a Hélène. Ella odia a Rodolphe

aún más de lo que le odiamos nosotros.

–Tengo ganas de abandonar toda esta historia.

–Mi pequeño Schoffheim…

–¡Eh! no me abandonarás, tú también.

–¿Abandonarte? ¡Oh! Schoffheim, tengo el corazón muy ulcerado, Frédéric…

–Bien… decidamos entonces.

–Soy todo tuyo.

El amigo del consejero pasó sus manos por la frente, y una sonrisa de chacal

contrajo sus labios:

–La condesa quedará exenta.

Page 72: El creador de hombres

72

–Bueno…. Ahora la explicación.,

–Esta es: Voy a escribir una carta en la que será dicho que la Sra. de Alhenberg ha

sido violada por el doctor. Añadiré que varios testigos dignos de crédito han escuchado

hacerle recriminaciones muy vivas a Knauss; decirle, por ejemplo, que había abusado de

ella de un modo infame empleando cloroformo.

–Esa no es mala idea.

–Enviará al hijo a todos los diablos.

–Comenzando por el doctor.

–¡Frédéric, eres un ángel!

–O un demonio – dijo la Sra. Guntzer que acababa de regresar al salón.

La esposa del consejero tomó asiento sobre un canapé, entre los dos hombres, y

tendió la mano a Schoffheim. Este dudó en tomar la mano que le era ofrecida.

–¿Usted me quiere?

–¿Será usted más indulgente en el futuro?

El médico le dio un pesado apretón de manos, esbozando una mueca que tenía

pretensiones de galantería.

–¿Veamos el plan de la conspiración?

Fue el consejero quien, en esta ocasión, tomó la palabra y expuso la idea de su

amigo Schoffheim.

–Así pues, estamos seguros del éxito – exclamó el médico que, por un momento,

hacía callar su odios contra su interlocutora. Esto va a ser una verdadera fiesta familiar.

El consejero estaba radiante:

–Me gustaría estar en los primeros palcos para ver la escena. Es necesario que la

carta sea entregada al conde, en secreto.

–Tengo el asunto en mente – dijo la Sra. Guntzer – El pequeño Krantz se

encargará del recado. ¡Es un niño que promete!

–Morir en prisión – interrumpió el consejero.

–Un pequeño canalla de una perversidad extraordinaria.

–Lo único que le pedimos – dijo Schoffheim,– es que sea hábil.

Guntzer y Schoffheim dieron sus instrucciones al pequeño Krantz, mientras la

Sra. Guntzer y su hija charlaban juntas en la habitación de Betly.

Betlly estaba pálida. La prohibición brutal de su padre para volver a ver a la

condesa le había golpeado hasta tal punto que, al salir del salón se llevó las manos a su

corazón y se sintió próxima al desfallecimiento. Se decía que le resultaría difícil actuar

según los deseos de sus padres; e, hija respetuosa, creía no tener fuerzas para obedecer.

Era gracias a su tía que había podido recibir una educación conveniente y una solida

instrucción. Su madre jamás había tenido tiempo de escucharla; también, cuando recibía

noticias de su novio, cuando su alma desbordaba de alegría, se apresuraba a ir a llevar

las nuevas a su madrina.

Los recuerdos de su infancia regresaban en oleadas a su memoria. Antaño, su

padre la maltrataba; su madre no se preocupaba en absoluto de ella; el tío Rodolphe

pasaba indiferente; solo, la tía Hélène se molestaba con mucho esmero en secar los ojos

llenos de lágrimas de la chiquilla y mecerla en sus rodillas hasta que la sonrisa se

expandía sobre sus labios.

Cuando se hizo mayor, la joven fue aún mimada por aquella que querían hacer de

ella una mujer modelo. La condesa y Betly pasaban sus jornadas entre serias lecturas, y,

aun, a esta hora dolorosa, donde ella era novia, llena de espereza y cerca de la

realización de su sueño, atribuía a su tía las dulces sensaciones que ella experimentaba,

y que no eran debidas a su novio.

Page 73: El creador de hombres

73

Tampoco podía impedir encontrar un poco pueriles a sus padres que pensaban que

su matrimonio podría romperse por la falta de dote.

¿Su dote?... La pobre niña jamás se había preocupado. ¿Acaso el Sr. de Vermond

la esposaría por su fortuna? ¡Creía en lo contrario! Casados, siempre tendrían de que

vivir, y además ella trabajaría. Esto tal vez no fuese posible para la esposa de un adjunto

de embajada, pero su tía le había enseñado que nada es más sagrado que el trabajo. Su

hermano mayor estaría en una buena situación como abogado; y, en cuanto a los dos

más jóvenes, que ella educaba con un cuidado casi maternal, el cadete iría a la Escuela

militar y la condesa tomaría a su cargo al más pequeño.

Pero no ver a su tía era para ella algo imposible. Torturaba su mente para saber

que gran falta había podido cometer la condesa. No encontraba ninguna. Su madrina

nunca había sido más afectuosa – y ayer aún, en el castillo, – el reverendo decía que la

condesa merecía su felicidad y que no había mujer más digna que ella para llevar el

nombre de madre. El padre Steeg siempre le había indicado la vida de su madrina como

un ejemplo a seguir.

La jovencita pensaba así, sentada en una silla de su habitación. Sus cabellos

dorados cayendo en trenzas muertas a lo largo de su esbelto cuerpo, sus grandes ojos

azules completamente bañados de inocencia, su tez de una maravillosa transparencia, la

pureza y lealtad de su mirada, la dulzura de su carácter, la elevación de sus

sentimientos, la benevolencia y el perdón por así decir, suspendidos en sus labios, la

hacían ser querida en el pueblo. Las buenas mujeres contaban que al verla tan dulce y

tan bella, no se podía impedir creer que no fuese la auténtica hija de la condesa.

Por añadidura, debido a una frecuentación asidua, ella había tomado el timbre de

voz de su madrina, sus modales graciosos y esa envoltura misteriosa que la rodeaba

como un aura.

Hacia algunos instantes que Betly miraba a su madre sumida por completo en la

lectura de una novela.

–Mamá, ¿tú no quieres que sea infeliz? – dijo – Autorízame a ir a ver a la tía

Hélène.

–¡Eh! ve al diablo si quieres.

–Perdón, mamá, y… gracias, – añadió Betly con voz melindrosa.

La jovencita se levantó y rodeó con sus brazos el cuello de su madre. Esta no se

atrevió a rechazarla:

–He sido un poco brusca. Estamos muy molestos desde hace algunos días. Es

posible que tu boda…

–Estoy segura del Sr. de Vermond.

–¿Estás segura? ¡Pobrecita niña!

……

Knauss había pasado la mayor parte de la jornada con la condesa, dándole todo

tipo de explicaciones sobre las flores que crecían en los invernaderos.

Hélène lo escuchaba con una inocente admiración.

Él hablaba, y bajo el encanto de su palabra, ella parecía vivir en una vida nueva:

se dejaba ir en una especie de embriaguez celestial. Y él, con el corazón lleno de

esperanza, olvidaba las luchas pasadas y no pensaba más que en su obra.

Una noche que el doctor trabajaba en su despacho, llamaron violentamente a la

puerta.

El conde Rodolphe se presentó con una carta en la mano.

–¿Qué ocurre?

–Toma, lee tú mismo, Karl.

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74

Knauss tomó la carta. Allí se le acusaba de mantener relaciones ilícitas con la

condesa, de incluso haber usado la violencia para obtener sus favores; se decía tener

pruebas.

Leyó hasta el límite sin que sus labios traicionaron el menor movimiento; sus ojos

permanecieron tranquilos; y fue con la mayor frialdad que pronunció estas palabras:

–Quizás me equivocaba manteniendo que el cerebro va desarrollándose. El ser

humano tiene necesidad de crecer!

Dicho eso, devolvió la carta al conde.

–¿Reconoces a los infames?

–Ni siquiera lo intento.

–Pero yo no quiero que se te acuse! ¡Los destrozaré a todos! Guntzer…

Schoffheim… Y Olympe que no vale más que ellos. Esto es demasiado fuerte y han ido

muy lejos. Voy a ir a a su casa con el látigo.

Su voz se volvía atronadora, su rostro adoptaba una tonalidad púrpura.

–Te lo suplico – decía el doctor con calma absoluta – ignora a esos miserables.

Pero de pronto Knauss cambió de actitud:

–¡Que sospechen de mi, todavía pase! ¡Pero de ella!

–¡Ah! convienes conmigo en que son unos miserables. Lo que no sabes tal vez es

que la esposa de Guntzer es una casquivana de la peor especie y que todo el mundo aquí

sonríe por piedad delante de su marido, ese Wilhelm, ese monstruo ampuloso y

grotesco. Desde hace mucho tiempo quería expulsarlos de mi casa. Pero Hélène con su

bondad me lo ha impedido. Ahora, mi decisión es formal. Se irán…

–No,–dijo Knauss: -- debemos esperar aún. De entrada tu tienes el deber de evitar

todo tipo de emociones a tu esposa; y hay otra razón: somos sospechosos por personas

abominables. Una partida brusca daría que hablar en la región. Tu esposa estaría

atormentada; tal vez se opusiese a esta marcha. Debemos evitar que llore…

–Knauss, querido benefactor.

–Continuaremos con la obra comenzada. Las serpientes usarán sus colmillos, yo

cumpliré con mi deber que es vigilar a la que debe ser madre. Todavía quedan algunas

semanas: quiero estar ahí, atento, supervisando todos los fenómenos que puedan

producirse.

–Qué buen corazón tienes, Karl…

–Trabajo para ti; pero la amistad entre dos también conlleva algo de egoísmo. Una

vez tu dicha satisfecha, te tocará a ti alentarme para intentar nuevas luchas. Pues, ya lo

sabes, mi secreto no debe morir conmigo. Voy más allá que la balada alemana: « La

patria de la ciencia, es el mundo entero.»

–Querido doctor, me siento ínfimo a tu lado. Te quiero y te admiro…

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75

IX

Eran los últimos días de mayo. El aire se llenaba de esos mil ruidos que anuncian

las fiestas de la naturaleza, se hubiese dicho que los árboles poseían un follaje más

hermoso que los años anteriores, que las praderas tenían un verdor más brillante y los

bosques eran todavía más frondosos. Los insectos zumbaban entre los rayos del sol; la

vida estaba por todas partes, desde las vibraciones de las hierbas, hasta las canciones

misteriosas que se perdían entre los musgos y mezclaban su murmullo a la embriaguez

vital de todos los seres.

La condesa sentía estremecerse su corazón de amor maternal. Ella, cuya vida

había transcurrido en el recogimiento y la tristeza, ahora nacía al goce en el mismo

momento en que la naturaleza resucitaba. Su alma se elevaba hacia lo alto, y además,

llevaba todo su pensamiento sobre el hombre al que debía toda su dicha.

¡Oh! las madres podían venir ahora con sus bebés sonrosados; ella ya no lloraría.

Todo su ser parecía transfigurado; buscaba las risas de los niños; se decía que el mundo

era bueno, y, llena de gratitud, saludaba el deslúmbrate porvenir que se abría ante ella.

Varias cartas anónimas habían sido dirigidas al conde que había tomado la

decisión de ignorarlas y despreciarlas; su felicidad le bastaba, y cada infamia cometida

contra Knauss lo hacía aún más querido.

Fue en esa época cuando tuvo lugar la segunda visita del Gran Duque Jacques. Se

le comunicó la famosa noticia; él se negaba a creerla. Fue la Sra. Guntzer, su amor de

antaño, quien se encargó de darle los detalles al respecto. Escuchando esta historia, la

Alteza Real reía con grandes carcajadas, incluso más de lo que había reído cuando

Knauss le había expuesto sus teorías sobre la generación artificial.

–Mi pobre conde – dijo tomando las manos de su anfitrión.

–Ved, señor, estoy feliz!

–¿Feliz?

–¿Os han dado la noticia? ¡Voy a ser padre!

–¿Y crees en esas insensateces?

–Señor–exclamó el conde levantándose vivamente de su asiento.

–Tranquilízate, por favor.

–Vuestra Alteza olvida.

–Ten calma. Por Santiago, sé que la condesa en una mujer digna, que es incapaz

de pensar en nada malo. Pero, ¿quién te dice que Knauss con ciertas estratagemas…

opio.. qué se yo?...

–Os lo ruego, señor.

–Querido conde, voy a ser más serio que lo que suelo ser. Solamente la amistad

que te profeso es lo que me determina a hablarte con toda franqueza. Rodolphe, circulan

en el condado extraños rumores, escandalosos. No creo en las habladurías de los

mendigos; pero, ¿conoces bien al hombre al que das cobijo bajo tu techo?

–Lo conozco y lo quiero como a un hermano.

–Todo eso no me dice nada… Tengo un miedo terrible a que hayas sido

engañado. Los de Alhenberg me son bastante sagrados para que tenga alguna

preocupación respecto de su reputación y su honor.

–Mi reputación y mi honor me siguen solos allá donde vaya. – dijo Rodolphe con

dignidad.

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76

–Como gustes, amigo mío, pero no debe ocultarte que sin el país se te considera

con alguna piedad, en la corte…

–Si es necesario, Señor, no volveré a ir más a la corte. Soy sabedor de todos los

odios que hay contra el hombre que está aquí; al doctor Knauss esos odios le preocupan

poco. En cuanto al ridículo con el que me amenazáis, los jóvenes oficiales con

monóculo en el ojo, deben saber que no siempre estoy de buen humor, y que no me

costará en absoluto corregir a todo aquel que intente bromear a mis expensas.

–Entonces, no hablemos más. Si te encuentras dichoso así… A tú salud, mi

querido amigo.

El Gran Duque hizo una pirueta sobre sí mismo que le impidió observar la

profunda irritación que invadía el rostro del conde. En efecto, Rodolphe tuvo que hacer

uso de toda la disciplina y el respeto innatos en un corazón alemán, para soportar como

había hecho, las insinuaciones de su soberano. Pero se decía que había que poner

término a todas estas infamias. Su odio era terrible contra los Guntzer y Schoffheim;

esos caballeros podían estar seguros de que la renta del castillo para ayudar a los

indigentes había sido suprimida para siempre, y la dote prometida a sus hijos jamás

sería pagada! El conde se había comprometido en una época en la que creía que no

tendría herederos, ahora que tenía la certeza de ser padre, consideraba absolutamente

injusto privar a su hijo de una parte de su patrimonio.

El Príncipe, que durante algunos minutos había guardado silencio, retomó la

palabra:

–Rodolphe, tal vez me haya equivocado tratando de meterme en asuntos que solo

a ti afectan; quiero que comprendas el motivo que ha guiado mi actitud. En realidad, no

creía del todo en esta historia que circula por la región; simplemente me había dicho que

me haría feliz a mí también que tuvieras la dicha de ser padre de una manera

completamente natural. Escucha: lo que me sorprende más en todo esto, es que el

reverendo haya dado su consentimiento.

–El Padre Steeg ha dejado a la condesa elegir libremente según su voluntad.

–Sin embargo, la Iglesia es formal sobre este punto.

En ese momento, entraba el reverendo padre Steeg. Estaba serio, con una seriedad

sencilla que contrastaba singularmente con la que trataba de darse de ordinario el

cómico Sr. Schoffheim. En su mano llevaba un libro encuadernado en merino negro.

El respeto del que estaba rodeado el director del priorato de Alhenberg era tan

profundo que la fisonomía del Príncipe adquirió una seria expresión:

–Mi reverendo, estoy muy contento de veros y charlar con vos algunos instantes.

Desde mi última visita, ha ocurrido aquí un acontecimiento extraordinario.

–Un evento muy feliz, señor.

El Gran Duque observó al padre Steeg con una especie de asombro respetuoso.

Sabía cuanto se merecía el director del priorato su reputación de sabio, y cuan grande y

sincera era su fe religiosa. El gran señor católico que, ante el conde, un hombre como él,

un ignorante como él, había despertado su altivez, se sintió desfallecer ante el sacerdote.

–Mi querido conde – dijo el Gran Duque – ¿tendría la gentileza de dejarme a solas

algunos instantes con el reverendo? Quisiera hablarle.

El conde Rodolphe estaba encantado con la decisión del Príncipe. Sabía lo que

había influido el sacerdote en la determinación de la condesa, y se decía que tal vez los

argumentos del teólogo darían buena cuenta de las ironías de su soberano. Hubiese

querido que el doctor Knauss estuviese con ellos, pero su amigo había partido de

excursión a la montaña y no sabía exactamente a que hora estaría de regreso. Fue

entonces con la mayor satisfación que el conde accedió al deseo expresado por Su

Alteza.

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77

El Gran Duque, desde que su anfitrión hubo abandonado el salón, comenzó:

–Querido reverendo, hace más de treinta años que vivís en Alhenberg y que por

todas partes hay unanimidad en alabar vuestra piedad y vuestra ciencia. Pues bien, tengo

absoluta confianza en vos y os ruego que me digáis lealmente lo que pensáis de la

presencia del Sr. Knauss en esta casa.

–¡El Sr. Knauss es un sabio y un hombre honesto!

–Se dice que es un ateo.

–Un día u otro, Señor, el sabio comprenderá que hay algo por encima de la

ciencia…

–¿Y realmente vos pensáis que no hay nada de reprobable en su pretendida

experiencia?

–No hay nada de reprobable.

–La Iglesia, en el sacramento del matrimonio, prohíbe de una manera formal toda

maniobra culpable.

–Así es, Señor.

–¡Y vos os habéis opuesto con todas vuestras fuerzas a la ejecución de semejante

obra!

–Yo he actuado según mi conciencia – respondió fríamente Steeg.

–¡Oh! perdón, reverendo, pero todo lo que pasa aquí me confunde. El conde es tan

poco sabio como yo. Tenía necesidad de alguien en quien poder creer. ¿Vuestras

entrevistas con ese tal Knauss os han demostrado que estaba en posesión de la verdad?

–Mis conversaciones con el doctor me han hecho comprender que era uno de los

hombres que la Providencia elige a veces para llevar a cabo grandes obras.

–Esto es de locos. Pero el Sr. Schoffheim, al que acabo ve dejar hace un instante,

no cree una palabra de todo esto. Dice que la condesa ha sido culpable o víctima, o bien

que el embarazo es simulado.

–El Sr. Schoffheim se equivoca.

–Mi hermano, el Rey, no tiene herederos, su corona irá un día a parar a manos

extranjeras… si yo os pidiese un consejo, si rogase a mi cuñada a intentar la

experiencia, ¿qué haríais vos?

–Le pediría que reflexionase.

–Pero, reverendo, sois vos quien ha invitado a la condesa a plegarse a las súplicas

de su marido.

–Vuestra Alteza ha sido engañado. Yo no he dado ninguna opinión formal, mi

deber de sacerdote…

–La sucesión de un trono, reverendo, es, desde todos los puntos de vista, más

importante que la de un condado.

–Lo que las lágrimas de una mujer piadosa no han podido hacer, los poderosos del

mundo tratarían en vano de intentarlo.

–En resumen, ¿vos creéis en la ciencia de Knauss?

–Sí creo.

–La religión…

–Tal vez debería prohibir… Guardo silencio.

–¿Y si la Reina recurriese a vuestras luces?

–Respondería a Su Majestad lo que ya he dicho a la condesa: Actúe según su

conciencia.

–Esa no es una conclusión.

–Me sería imposible decir más.

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78

–Sin embargo, desde el punto de vista de los intereses de vuestra comunidad, el

nacimiento de un Alhenberg puede tener resultados perjudiciales… ¡El conde sirve una

renta al priorato!

–Esos intereses materiales, Señor, no significan nada para mí.

–Todavía hay otras razones, reverendo: si la extraña idea de Knauss se dispersa

por el mundo, la corte de Roma no puede quedar impasible. Su Santidad no podrá

disimular su sorpresa al ver que un sacerdote no se haya opuesto formalmente a las

violaciones de las leyes de la Iglesia.

–Yo curvaré la cabeza ante el fallo de Su Santidad.

–Yo hago como Guntzer. Me es imposible admitirlo. En una palabra, tengo malos

pensamientos.

–El Sr. Guntzer se equivoca, se equivoca gravemente, al dejarse dominar por

intereses personales. Mejor que nadie, yo estoy dispuesto a afirmar la pureza de la

condesa.

–¡Oh! yo no la pongo en duda un solo instante, reverendo, y si debiese acusar a

alguien sería al doctor. ¿Qué queréis vos? una mujer es una mujer, – nosotros lo

sabemos – yo no tendría tanta confianza.

–Señor, Dios prohíbe hacer juicios temerarios…

–Pero, reverendo…

–Esta prohibición, Señor, se aplica también a los príncipes de la tierra como a la

masa del pueblo. Pido perdón a Vuestra Alteza por utilizar este grave lenguaje.

Ante la reserva del padre Steeg, el Príncipe no consideró apropiado llevar más

lejos sus investigaciones. En su opinión, todas esas personas habían perdido la razón.

Ahora, quería ver a Knauss para darse cuenta del grado que podía alcanzar la locura

humana.

Rodolphe había regresado al salón y pudo leer sobre la fisonomía del Gran Duque

Jacques que su conversación con el reverendo no había disminuido en nada sus

veleidades sarcásticas.

–¿Cuándo debe regresar el doctor, mi querido conde?

–Estará de regreso para cenar, Señor.

–Mi reverendo, nos acompañáis esta noche? – preguntó de Alhenberg.

–Os rogaría me excuséis, señor conde; mi deber me llama a la cabecera de un

enfermo que vive bastante lejos en el campo… Me pondré en camino tras una cena

frugal.

Y como se escuchaban las campanas del priorato anunciando la comida de la

noche, el reverendo se despidió del Gran Duque y de su anfitrión.

En efecto, el padre Steeg debía ir a dar la extremaunción a uno de sus

parroquianos, pero, sin esta circunstancia, él también hubiese igualmente rechazado la

invitación del conde, siendo consciente de que las libertades de lenguaje del príncipe se

repetirían ante el doctor: tenía demasiado respeto por el gran sabio para escuchar con

sangre fría las burlas que le serían proferidas.

Desde hacia algunos días, la familia Guntzer guardaba un prudente silencio.

Por la mañana, el consejero había ido a ver al Gran Duque, y mientras el conde

hablaba con el reverendo que, él también, había ido a presentar sus respetos a la Alteza

Real, este había descrito un cuadro lleno de frivolidades respecto del experimento del

doctor Knauss.

–¡Ah!, Señor, esto es demasiado. Juzgad vos los ultrajes de ese impostor.

Con motivo de la visita hecha por el Gran Duque a la Sra. Guntzer, las bromas

habían continuado a cada cual mayor.

–Eso me interesa – decía la Sra. Guntzer.

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–¿Y usted cree en la aventura, señora?

–¡Ehh!... ¡Los hombres son tan perversos!

E indiferente a la presencia del consejero que había «Schhh» a cada instante, el

Príncipe y la esposa del consejero habían flirteado más de una hora sirviéndose de frases

con doble sentido y de las comparaciones más rabelaisianas.

–Su hermana no ha tenido mal gusto. El doctor es un hombre bien apuesto.

–¡Esta Hélène!

–Desconfiad del agua estancada – murmuraba siempre el consejero.

–¡Le confieso – decía Su Alteza – que la carta donde ese pobre conde me participa

su dicha es una pura obra maestra!

–He tratado de abrir los ojos a Rodolphe, – respondía el consejero – pero el muy

bruto se ha arrojado sobre mí… ¡Me hubiese estrangulado!

–En fin, qué le vamos a hacer – continuó Olympe, – es una manera original de

tener hijos. En cuanto a mí, el bueno y viejo sistema me parece más sencillo. Tal vez

vulgar, común, pero al alcance de todo el mundo.

Wilhelm Guntzer permaneció indiferente a la mirada que intercambiaban en ese

momento su compañera y su real visitante, y tomó la palabra:

–¡Ah! Señor, vos harías un gran favor a nuestra familia si pudieseis convencer a

mi cuñado del ridículo papel que se le hace representar. Seguramente esto acabará en

una desgracia…

–¿Qué desgracia?

–¡Eh! ¡caramba! Rodolphe sorprenderá a su esposa en conversación ilícita con

Knauss; ¡y estallará la bomba!

–Se nota que usted ha conocido su vigor, mi pobre Wilhelm – dijo el Príncipe.

–La fuerza es para los caballos… – dijo Wilhelm con acritud. – Un luchador de

feria…

–Eso no impide que nuestro cuñado sea un hombre muy fuerte – murmuró la Sra.

Guntzer.

El Gran Duque que había fruncido las cejas ante la cólera del consejero se

apaciguó escuchando el grito de admiración de su esposa que le recordaba los alegres

momentos del pasado. En el momento en que salió de la casa de los Guntzer para

regresar al castillo, se daba aires de dueño soberano pensando en que él confundiría

fácilmente al atrevido mistificador.

Todo lo que había podido decir el reverendo modificaba poco sus ideas

establecidas previamente. Para él, Knauss era un alegre vividor que se había servido de

un medio muy original para poseer a una mujer muy gentil. El conde Rodolphe le daba

pena; el reverendo era un visionario; la condesa una alucinada. Se vanagloriaba de ser el

único en ver claro en este asunto, reconociendo además que solo él podía ser imparcial;

Schoffheim y Guntzer tenían intereses personales en la cuestión.

–Se prometía acabar con esta broma y de apresurar su desenlace haciendo

comprender al doctor que estaba representando un peligroso rol: de entrada, se

mostraría buen príncipe hacia un sabio que después de todo honraba con su estima, y

por una familia de la que siempre había sido un amigo devoto.

Desde hacía algún tiempo, el doctor Knauss había tomado una habitación en la

casa de un guardia forestal, y acababa de permanecer allí dos o tres días sin aparecer por

Alhenberg. Ciertos escrúpulos le hacían comprender que su presencia podía ser irritante

para la condesa; y como é deseaba por encima de todo ver estrecharse los lazos de

afecto del conde y de su esposa, las horas pasadas en las magníficas montañas del Tirol

no le parecían largas. Las burlas de las que había sido objeto por parte del Sr.

Schoffheim y del consejero le habían hecho desear varias veces abandonar Alhenberg:

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quedaba allí porque pensaba que todavía podría ser útil a sus amigos. Además,

Rodolphe había puesto todo su empeño en hacerle comprender que desapreciaba las

calumnias de esos envidiosos, y que deseaba que su estancia se prolongase el mayor

tiempo posible en el castillo.

Otro sentimiento se mezclaba al deseo tan legítimo que mantenía a Knauss junto a

sus anfitriones. Sabía que el Gran Duque había anunciado su llegada a Alhenberg y

esperaba que el conde intentaría convencerle, como había convenido con Rodolphe, que

algún día podría dar un heredero a la corona de S…

De entrada, Knauss había sido acogido bastante fríamente por los habitantes del

pueblo de Alhenberg: se había mostrado a ese hombre que recorría el país con un bastón

en la mano, una caja de hierro en la cintura; se lo había mirado con una especie de

piedad timorata. Poco a poco, los sentimientos de la población se modificaron. El Sr.

Schoffheim no inspiraba ninguna confianza y las personas que tenían en sus hogares

algún enfermo, solicitaban la asistencia de Knauss. Él había querido negarse a tratarlos,

temiendo perjudicar al colega que lo colmaba de ultrajes; pero pronto fue imposible

resistirse a los desdichados que le suplicaban que les escuchara.

En los caminos sombríos que se extienden desde T. a la pequeña ciudad de H., al

pie de las montañas plantadas de árboles resinosos que coronan el valle verde de

Alhenberg, se veía aquí y allá madres que llevaban a sus hijos en brazos para

presentarlos al médico, como antaño las mujeres al Nazareno.

El doctor Knauss se negaba a cobrar; iba preferentemente a las casas más pobres,

y, una vez curados, sobre esos mismos caminos donde los sollozos se habían hecho ir,

vibraban con las risas tranquilizadoras. Familias consoladas se le aproximaban a su

paso; los hombres le saludaban con respeto; sobre los labios rojos de los niños aparecían

sonrisas de ángeles cuando esos labios pronunciaban su nombre.

Varias veces, el conde Rodolphe había sido testigo de esas conmovedoras escenas

y él mismo había quedado profundamente emocionado.

–Knauss, no debes dejar el país – le decía – me gustaría que te quedases. Haré que

te construyan una casa sobre esta montaña que tanto te gusta. Doblemente retenido por

la tranquilidad del campo y por la alegría de nuestro hogar, encontrarás aquí el reposo

necesario a tu obra.

Karl Knauss lo escuchaba y luego muy dulcemente le tomaba del brazo:

–Te he prometido permanecer aquí hasta el feliz día en el que pueda saludarte con

el nombre de padre. Pero, lo que te pido por favor es que continúes despreciando los

insultos sin tratar de vengarte. No quiero que mi presencia sea motivo de tristeza.

El conde lo miraba con una especie de recogimiento:

–Eres grande, eres bueno, me haces mejor!

Cuando se advirtió al doctor de la llegada del Gran Duque, no pudo reprimir un

movimiento de satisfacción. La condesa estaba indispuesta y no se presentó a cenar.

Se sentaron en la mesa. Al final de la comida, el Príncipe se mostró muy buen

humor con el relato que hizo de sus cacerías por Noruega.

En un momento, se inclinó hacia el conde y le dijo unas palabras al oído. Este

hizo una señal de aquiescencia y el real invitado, que tenía la costumbre de pensar en

voz alta, murmuró:

–Pues bien, quiero hablar de nuevo al doctor. Mi querido señor, le estaría muy

agradecido que me permitiese pasar con usted una hora en su despacho. El conde se

quedará con su esposa. Nosotros vamos a charlar seriamente, muy seriamente, si usted

lo quiere.

El doctor se sintió penetrado por la alegría. El tono con el que estas palabras

acababan de ser pronunciadas eran para el doctor un indicio seguro de que el Príncipe se

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interesaba finalmente por su experiencia y que tal vez le fuese solicitado que se dirigiese

próximamente a la corte de S.

Agradecía infinitamente al Gran Duque que hubiese esperado a que estuviesen

solos para pedirle explicaciones. De ese modo tendría mayor libertad para convencerle.

Sí, se sentía sinceramente contento, él, al que Schoffheim y Guntzer continuaban

colmando con sus calumnias, y fue con una exquisita deferencia que hizo los honores al

Gran Duque en su laboratorio. No había traido más que los instrumentos necesarios para

sus experimentos eléctricos; pero se atrevía a esperar que Su Alteza lo honrase con una

visita a Leipzig, donde había hecho instalar un magnífico despacho.

El Príncipe había tomado asiento sobre un sillón y escuchaba a Knauss con aire

distraído. De pronto, sus largos dientes se mostraron, y con una flema muy germánica,

articuló estas palabras con una gran sonrisa:

–Mi querido señor, confiéselo, usted es un gran bromista.

Un rayo caído al lado de Knauss no le hubiese producido una conmoción más

intensa. Sus ojos extraviados estaban fijos en su interlocutor.

–¿Y bien? ¿He dado en el clavo, verdad?

Esta vez, se reveló tanto dolor en el rostro contraído del doctor que el Príncipe se

arrepintió de haber ido tan lejos y añadió, creyendo atenuar su lenguaje:

–Un bromista o un alucinado. La moda está en la locura. La neurosis nos

mortifica.

Entonces Knauss se levantó:

–Señor, habéis sido demasiado cruel conmigo. No me queda más que retirarme.

Vuestra Alteza es dueño aquí, señor…

–No, señor, quédese. Escúcheme… Voy a ser serio ahora.

Se acomodó sobre el respaldo de su sillón.

–Señor Knauss, mi amigo el conde Rodolphe de Alhenberg es un imbécil.

Knauss tuvo un sobresalto.

Su Alteza continuó:

–De dos cosas, una: o usted ha intentado realmente su experiencia, y la condesa

simula un embarazo, porque es imposible que una mujer quede encinta de esta manera,

o usted ha… Ya me comprende… ¿no es así?

–¡Tened cuidado, señor! Sabed que me obligais a olvidar quien sois vos y que mi

paciencia está al límite…

–Cálmese, señor, cálmese. La tormenta ha pasado ya y llegamos a la calma. Le

doy un consejo, o mejor aún, le planteo un dilema: si la condesa no está encinta, el

conde lo echará a la calle como un impostor; si ella tiene un hijo, llegará un día en el

que él sospechará algo, y esta vez usted desaparecerá por la ventana.

–Yo no temo eso, he cumplido con un deber.

–Sí, ya sé, mi preceptor, el abad Schwartz, me ha enseñado todo eso. Es la moral

que se encuentra en todos los libros… Pero, la filosofía no tiene nada que ver aquí.

Usted parece ser un hombre sincero, como usted dice; además es usted un gran sabio,

eso es indiscutible, y yo soy demasiado buen patriota para no reconocer sus meritos. Es

precisamente por esas razones que quiero evitar prolongar una comedia que acabaría

mediante un drama horrible. De Alhenberg es violento. Algunas veces, incluso un loco

furioso! No quisiera por nada del mundo que ocurriese una desgracia en este castillo.

–¿Así pues, Señor, vos no creéis en mi experimento? Vos que sois, a justo título,

uno de los protectores del trabajo y la inteligencia, vos habéis dicho: « Este hombre es

un miserable o un insensato!...» ¿Y una tarea de treinta años, una vida usada con

penurias, todos eso no ha podido convenceros? ¡Ah! señor, vos me destrozáis. ¿Qué

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82

queréis… que mi idea convenza a las masas ignorantes cuando los poderosos se ríen de

mí?

–¡Eh! señor, no quiero parecer peor de lo que soy. Usted ha hecho

descubrimientos admirables, lo sé. Gracias a usted, Alemania mantendrá por mucho

tiempo un buen lugar en la ciencia. Es por eso que me he dicho: – El genio tiene sus

cuestas abajo – Hay que detenerlo sobre esta pendiente fatal… Aquél que tanto ha

hecho, hará más todavía.

–¿Y vos no me creéis? – dijo el doctor con infinita tristeza.

–No, no creo en la locura que le obsesiona. Es usted la víctima inconsciente de

una idea irrealizable; de una idea que le traerá desgracia. Y he aquí por lo que he

venido, a instarle a que huya de esta casa.

–¿No tenéis otro motivo, señor?

El Príncipe tuvo un gesto altivo.

–Creo que me está interrogando, señor. Está bien. Que todo lo que nos hemos

dicho sea letra muerta. He ido demasiado lejos, pero pensaba que un sabio de su valor

estaba muy por encima de las debilidades que asedian a los ignorantes… Así pues,

permanezca aquí hasta el día en que su ciencia se haga humo y en el que un hombre

furioso lo degollará.

–Mi deber me obliga a supervisar mi obra.

–¿Su deber? ¿Su obra? ¡Por Santiago, es admirable! Pero lo que me causa más

asombro de todo esto, es que usted ha encontrado el medio de convencer al conde. Esto

es sublime. Si yo lo decidiese a partir, sería él quien le rogaría que se quedase. ¡Ah!

señor, es usted muy fuerte. ¡Incluso ese desdichado reverendo lo admira!

–Un día, me haréis justicia – respondió simplemente Knauss.

El Gran Duque se sintió, de repente, abrumado.

En el fondo era bueno, ese díscolo, ese corredor de montañas; pero cuando se le

metía una idea en la cabeza, difícilmente la abandonaba. Había esperado que el doctor le

confesaría sus relaciones con la condesa y que él lo convencería para partir, y hete aquí

que ante la fría tenacidad de ese hombre, no sabía ya que pensar. En realidad, se

preguntaba si realmente, como le había dicho el padre Steeg, no tenía en su presencia a

un ser sobrenatural que iba a asombrar al mundo!

Esta idea tuvo una corta duración. Las imágenes más cómicas y las más

depravadas pronto regresaron a su espíritu, y se paseo por la habitación, dejando a

Knauss sumido en sus tristes reflexiones.

Casi de inmediato dio rienda suelta a una risa nerviosa y casi enfermiza que no

podía controlar; luego, interrumpiéndose:

–Señor Knauss, me apena reír así. Sufro al ver que se pronuncia su nombre en el

pueblo con una especie de piedad. Usted pierde, poco a poco, la confianza de los

enfermos que trata gratuitamente. ¡Oh! sé bien que va a responderme que todos los

inventores han sido tratados de locos. Lo que le pido yo, es que analice su situación. Su

experimento está hecho, dice usted. Entonces, ¿por qué permanece aquí?

--Si partiese, Señor, tal vez la madre muera. He estudiado esa delicada naturaleza,

y algunas afinidades misteriosas que no puedo comprender se han establecido entre ella

y yo. Es la resultante de fenómenos psicológicos, cuyo alcance no podemos medir. La

mujer que se ha prestado a mi experiencia para ser madre de una manera científica, no

ha podido impedir sentir ciertas impresiones muy intensas. Se ha habituado a verme, a

considerarme como el hombre que debe seguir a cada instante y conjurar, si es posible,

los trastornos y desórdenes que amenazarían su organismo, tan frágil. Me quedaré.

–Es usted dueño de hacerlo, señor.

–Knauss quedó solo.

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Entonces una vez más tuvo miedo de sí mismo y de su obra. Sí, como su

interlocutor acababa de decirle, el conde llegaría a sospechar de él. Pero no, ese no era

posible. Después de todo, no había razones para preocuparse de la ignorancia de un

Príncipe como de la estupidez de un consejero o de un médico. Ninguno de ellos sabía

lo que decía; había que ignorarlos. Eso es todo.

El conde y la condesa charlaban en el instante en que se producía la entrevista

entre Knauss y el Gran Duque.

–La hermosa Duquesa estaría muy feliz de escuchar un día llamarla «mamá» –

dijo la condesa Hélène.

–Dudo que nuestro doctor logre convencer a Su Alteza. Olympe ya le ha dicho

demasiado.

–Sin embargo sería una gran alegría para sus súbditos.

–No tengo confianza.

–¡Qué cambio para nosotros, querido Rodolphe!

–Desde luego. Antes me dejaba arrastrar a vivir lejos de ti; ahora, querida amada,

tan solo me siento feliz cuando estoy a tu lado. Hélène, has sufrido mucho!

–Sí…

–Parecía que vivieses en un mundo desconocido.

–Te quiero; siempre te he querido.

–¡Oh! ya lo sé, querida mía; y yo te bendigo. Tus miradas jamás han tenido esos

triunfales brillos que hacen que estés más bella.

–Me gusta oírte hablar así. Mira Rodolphe, tu mujer es una egoísta; tiene miedo

de ser abandonada. ¿Tú piensan en mí, verdad? ¿Pero crees que tu imagen no está

presente en mi espíritu? Vuelvo a verte en el pasado lejano. Estabas soberbio, sobre tu

hermoso caballo de Lorraine, cuando venías a hacerme la corte. Me parecías entonces

como esos caballeros de antaño que se batían por su dama. ¿Acaso no eres mi señor y

dueño?...

El Gran Duque venia a reunirse con el conde Rodolphe en el momento en el que

dejaba a su esposa.

–¿Sabe, mi querido conde, que a pesar de todo, su doctor Knauss me inspira

simpatía?

–¿Y ha logrado convenceros, Señor?

–Esa ya es otra cuestión.

–¿Entonces todavía dudáis?

–Más que nunca.

–Pero vos sois poco generoso hacia mí, o hacia él.

–Todo esto es simulado.

–¡Señor!

–No me quitará esa idea del espíritu.

–Mi esposa, señor, jamás se hubiese prestado a semejante subterfugio.

El príncipe dio otro curso a la conversación, llevándola a un terreno alegre.

Pasaron una gran parte de la noche bebiendo y fumando, y al final de la mañana,

cuando el Gran Duque se despedía de su anfitrión, murmuró estas palabras con una

alegría cómica:

–Prefiero creer en la malignidad de las mujeres honestas que en el engaño de los

hombres a los que estimo.

Y aparte añadió:

–¡Inocente!

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85

X

Karl Knauss jamás había amado. Su juventud transcurrió entre los trabajos de la

Universidad y el comercio demasiado asiduo de libros.

Y él, el gran doctor que hasta ahora se había burlado del amor, como Fausto con

su congénere, que veía en todos los deseos y en todas las aspiraciones una banalidad

evidente, se sentía ahora atado por unas obsesiones que no podía comprender. Algunas

veces eran como bocanadas hasta entonces desconocidas que calentaban su cerebro.

Quería resistir, se dedicaba a trabajar con una creciente febrilidad; pero la pluma se

escapaba de sus manos y caía por completo en una especie de indefinible lasitud.

Se repetía entonces que el estudio tiene goces exclusivos y que un auténtico sabio

no tiene nada que ver en los goces de los demás hombres. A pesar suyo, seguía con una

atención apasionada los progresos del embarazo de Hélène y cuando la belleza radiante

de esta mujer le parecía en todo su esplendor, se sentía obligado a decirse que su obra

era admirable y que no se podían tener pensamientos indignos sobre ella.

Los hombres podían ser débiles; él no se reconocía ese derecho.

Luego la pasión lo invadía, loca, insensata. Era como un huracán de armonía que

transportaba todos su ser hacia un maravilloso ideal. En medio de estos espantos,

encontraba aún el medio de racionalizar sus sentidos y de plegarlos a su voluntad. Sí,

amaba a la condesa, pero con un amor particular, como se ama a una hermana que sin

embargo se quisiera amar de otro modo.

La ciencia había tenido razón con la carne.

Semejante revolución se producía también en el corazón de la condesa. Aquella

que pronto debía ser madre tenía miedo de amar al hombre al que ella había entregado

su cuerpo, con motivo de la fría experiencia. Su misticismo la extraviaba hasta tal punto

que a veces su sentimiento se convertía en odio, decidía a expulsar de su corazón aquel

que no tenía derecho. Trataba en vano de leer en los ojos del doctor la razón de su

turbación y su extravío.

La pobre mujer se equivocaba también. Lo que sentía por Knauss no era más que

la amistad por un hermano y eso no era el amor que inspira un amante deseado. Había

en su afecto algo indefinible que tenia a la vez agradecimiento, devoción y respeto, un

sentimiento complejo y tan nuevo como la situación que él había creado.

Hélène pensaba que la oración alejaría de su espíritu esa turbación que ella creía

malévola, y la oración, purificando su deseo, lo hacía más intenso; pensaba que la

ausencia de Knauss la liberaría de sus incomprensibles terrores, y, cuando el doctor

permanecía solamente dos días sin aparecer a su mesa, ella caía en inquietudes terribles.

Entonces, si su dignidad de esposa se revolvía, cansada de la lucha, permanecía allí en

una especie de turbación que ella no se explicaba y por así decir extraviada de todas las

cosas de este mundo.

Todavía buscaba; la persona de Knauss no era la del hermano que se quiere, ni la

del amante que se desea; en toras ocasiones, en sus impulsos religiosos, la figura de

Jesús materializada estaba casi siempre presente en su pensamiento: Knauss era Jesús

para ella. Para ella, era un hombre que participaba del ser humano y de Dios. Cuanto

más lo observaba, cuanto más lo escuchaba hablar, mas se anclaba esta idea en su

espíritu. Cuando Knauss, que tenía miedo por su razón, trataba de volver dulcemente a

la realidad, sus ojos decían como un reproche y un secreto deseo de retornar a su sueño.

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El reverendo padre Steeg la sorprendía así en sus mudas contemplaciones, y su

dulce voz hablaba:

–Sé que tu agradecimiento por el doctor debe ser eterno; hija mía, solo Dios es

grande y es hacia Él a quien debes elevar tus miradas. ¡Oh! no ignoro todo lo que tu

amor tiene de puro y santo, pero recuerda que los hombres, incluso los más ilustres, no

son aquí más que instrumentos de la Providencia.

Por la noche, Knauss y la condesa se paseaban juntos cuando el parque se llenaba

de sombras y de silencio y los árboles habían cesado de estremecerse; y jamás amor

alguno había sido más casto ni agradecimiento más intenso. Gracias a su energía, el

experimentador se había sentido absolutamente honesto y devoto; gracias a la limpieza

de su alma, Hélène había recuperado todo su poder.

Eran también a las horas del sol que ellos se encontraban bajo las camomilas

llenas de fragancias. El aire tibio y embalsamado penetraba en las sombras; la hojarasca

expandía unos sonoros rumores y los pájaros cantaban con trinos sobreagudos en las

altas ramas sus canciones de amor. A lo lejos los bosques reverdecían; la vida se

desplegaba cada hora que pasaba; se hubiese dicho que la madre naturaleza estaba a

punto de llegar a su apogeo en el mismo momento del parto de la joven madre. El

embarazo avanzaba; las plantas estaban más vivas; las rosas más floridas; los limoneros

más olorosos; las praderas más magníficamente soleadas… ¡La naturaleza festejaba la

maternidad!

En ese momento, la condesa acababa de aparecer en el parque. Knauss

interrumpió su paseo y, ambos, sin decir palabra, tomaron asiento sobre uno de los

bancos que se encontraban frente a unos macizos de verbenas y geranios.

–¡Qué bueno es Dios – dijo ella – al crear tan bellas flores!

–… Y almas honestas también – respondió Knauss.

–Pero, ¿por qué hay personas despreciables en el mundo?

–Prefiero creer en la ignorancia que en la maldad. Ya hace mucho tiempo que

habría olvidado todos los odios si no hubiesen tenido la osadía de atacarla a usted.

–Yo perdono – murmuró Hélène levantando los ojos… – ¿Y quién no merece

perdón cuando la vida se ve tan radiante? ¡Ah! doctor, si usted supiese todo lo que he

sufrido durante estos últimos años. ¡Cuántas veces he tenido que ocultar mis lágrimas a

mi marido! Si el dolor era demasiado profundo, me encaminaba lentamente hasta la

capilla que puede usted ver allá. Permanecía sola en la iglesia, sumida en mis doloroso

éxtasis, pidiendo a la Virgen que me diese fuerzas para sufrir. Quería rezar, pero no

podía. Algunas veces, Rodolphe acudía a la capilla, me tomaba entre sus brazos y yo me

dejaba conducir como una inocente.

–Sí, ha debido sufrir mucho.

Ella se levantó vivamente:

–¿Sabe usted que nunca su nombre ha desaparecido de mi memoria y que yo lo

quiero y lo bendigo como a un ser sagrado?

–Es usted muy buena, señora.

–Su imagen está siempre presente en mi espíritu y muy a menudo, me siento

invadida por un sentimiento que no puedo definir. Usted me ha aparecido, me ha dado

la felicidad. ¡Oh! cuando un pequeño ser me sonría, le enseñaré a pronunciar su nombre

al mismo tiempo que el de su padre.

–Señora, cuando usted me habla de ese modo, ya no pienso en las tristezas del

presente ni en las calumnias de aquellos que no comprenden nada. ¡Me digo que mi

vida no habrá sido vana! Soy feliz. Y viéndola tranquila y relajada, llena de esperanza e

inocencia, me siento pagado más allá de toda medida, por mis trabajos y mis vigilias.

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–Pues bien, señor Knauss, si usted quiere hacerme aún más feliz, concédame lo

que hasta el momento no me he atrevido a pedirle… venga conmigo a la capilla para dar

gracias a Dios…

–No soy enemigo de ninguna religión, pero no soy creyente.

–¿Entonces no puedo hacer nada por usted? – murmuró ella, bajando los ojos –

¡Reconozca a Dios, dígale al amo del mundo que esta idea grandiosa que va a dar la

dicha a tantas mujeres desesperadas, es Él, Él, el único maestro que le ha inspirado!

–El Dios en el que usted cree, señora, no debe tener en cuenta las oraciones

excepto cuando estas sean sinceras.

–Tiene usted razón. Hay que esperar…

Varias semanas transcurrieron así, y los primeros accidentes del embarazo

obligaron a la condesa a guardar cama. La enferma incluso tuvo un poco de fiebre;

Knauss se instaló a su cabecera. Una noches en la que dos hermanas de la caridad de

San Luís de Wurtzburgo, cuyo convento estaba situado a algunas leguas de Alhenberg,

pasaban la noche velándola, la enferma fue presa de una especie de delirio: murmuraba

palabras incoherentes, decía que tenía horror de sí misma y pedía perdón con gritos tan

desgarradores que el conde acudió lleno de pavor.

Ella esta allí, medio dormida, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la pared

donde un gran Cristo de marfil extendía sus largos brazos. Ella parecía suplicarle que

alejase de su espíritu las visiones que acababan de acosarla.

Las monjas se miraban entre ellas en un taciturno estupor y Rodolphe la

contemplaba, inmóvil y destrozado.

–¿Te encuentras mal, Hélène?

La enferma no escuchó. Él repitió dulcemente su pregunta tomándole las manos…

Ella pareció despertar de una pesadilla.

–Tu frente está empapada. Tus ojos están anegados en lágrimas.

–¿Dónde está el doctor? – dijo ella bruscamente.

–¿Knauss? ¿Por qué? Estás mejor.

–El doctor…

Rodolphe la observó con una visible inquietud, pero como sus grandes ojos

negros no habían perdido nada de su limpidez, como su frente conservaba su gracia y su

inocencia, el hombre pareció también luchar contra sí mismo y expulsó de su espíritu un

mal pensamiento.

–Voy a avisar a Knauss.

El doctor se presentó, y, por discreción, el conde y las hermanas de la caridad se

retiraron a la habitación contigua.

--Estoy muy pálida, señor.

–La encuentro un poco agitada.

–He tenido un mal sueño.

–Debe usted combatir las ideas negras que la invaden, señora; una mujer que va a

ser madre ya no se pertenece.

–Tiene usted razón – dijo ella con un gran suspiro – Permanezca un rato más…

allí, en aquel sillón… cerca de mí…

Knauss se sentó. Ella no habló más.

Con la cabeza apoyada sobre su brazo derecha, ella lo miraba con sus ojos llenos

de brillo:

–¿Por qué mi mira así? ¿Qué extraña mirada? En verdad, parece encontrarse

enferma…

Ella continuó mirándole: Knauss sentía las lágrimas mojar sus ojos.

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–Se pondrá enferma, señora.

–Ya ha acabado ahora…

Y añadió, tomando su crucifijo:

–Soy feliz.

Esta escena se explica por una especie de manifestación que se había producido en

el corazón de la condesa. Víctima de la fiebre había concebido una duda horrible: había

querido juzgar por sí misma la honestidad de Knauss. Si ese hombre la había engañado:

¡él no podría aguantar su mirada!

Una de las religiosas contó la entrevista del doctor y la condesa. Los Guntzer la

interpretaron a su modo.

El conde Rodolphe fue sabedor de la nueva infamia.

–Quisiera llevarlos a los tribunales – decía.

–¿Por qué? – respondía el doctor Knauss.

–Sin embargo quiero que todas esas calumnias acaben. Si es necesario tendré que

actuar.

–Espera, Rodolphe… yo hablaré a tu cuñado, él comprenderá.

–Tal vez me sea a mí más fácil hacerle comprender que a ti – exclamaba de

Alhenberg – Que Schoffheim y Guntzer tengan cuidado. Quieren hacer de mí un

carnero, pero todavía tengo algo de tigre en la sangre. ¡Si un buen día, mi ira se desata,

están perdidos!

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XI

Pasados algunos días, el doctor Knauss se encontró con el Sr. Guntzer que

regresaba de pasar la jornada en casa de unos vecinos. La noche caía.

A la entrada del pueblo y detrás del gran muro que rodeaba el parque del castillo,

el consejero había visto al doctor y daba un giro para evitarlo.

Knauss lo había llamado en vano una primera vez; gritó más fuerte.

–¡Señor Guntzer! – ¡Señor Guntzer!

La voz era un tanto irritada. Wilhelm Guntzer se detuvo, apenas saludó, respiró

hondo y asentando sus peñas piernas gruesas:

–¿Señor?

El doctor lo miró fijamente.

–¿Sabe usted, señor consejero, que para ser un antiguo magistrado, desempeña un

papel muy vil?

–No voy a tener en cuenta eso…

–Sí, va usted a escucharme. Y no juzgará tras haberme escuchado… Le pregunto

sí, sí o no, usted cree en las infames calumnias que difunde contra mi.

–Pero yo no he dicho nada. Usted se equivoca, doctor, le aseguro… Le han

informado mal. Nunca me ha gustado hablar mal de mi prójimo.

–Y sin embargo, esas cartas anónimas que han llegado cada día a reafirmar el

desprecio que profesamos por usted, esas cartas ridículas y odiosas, es usted quien las

ha escrito o dictado.

–¡Jamás!

–¡Usted miente, señor!

El doctor se acercó más al consejero; el grueso Guntzer reculó afectando un aire

indiferente.

Knauss se apiadó del hombre.

–Es usted grotesco.

–Señor…

–Sí, grotesco, muy grotesco.

Mientras hablaba, el doctor tomó del brazo al consejero; este trató en vano de

desprenderse.

–Si hubiese querido vengarme de usted, me resultaría muy fácil. Se lo que usted

vale. También conozco su impudicia, sus instintos de borracho. Es cuando usted está

ebrio de cerveza y de tabaco que pergeña sus mejores calumnias. ¿Y decir que ha hecho

justicia durante treinta años y que se ha sentado solemnemente en un sillón para

sentenciar sobre la honestidad de los hombres? ¡Ah! señor, es usted digno de

compasión!

–¡Si usted no me suelta de inmediato, miserable loco, gritaré!

–Grite, grite – dijo Knauss arrastrándolo en medio del camino.

El cuerpo del consejero, zarandeado minuto a minuto, obedecía al vigoroso brazo

que lo agarraba y ya no trataba de resistirse.

–Me hace daño.

–No… caminemos como dos buenos amigos felices de encontrarse depsúes de

una larga ausencia. Vamos, camine con naturalidad.

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Algunos transeúntes retrasados observaban de lejos, con sorpresa, a esos dos

hombres que los sabían enemigos declarados y que desde hacía algunos instantes

parecían charlar del modo más fraterno.

–Si no me preocupase mi dignidad…– decía el consejero.

–Está bien, amigo mío, si ya está más tranquilo entonces vamos a poder

conversar.

–¡Usted no tiene ningún respeto ni por mi edad ni por mi condición!

–Respeto su edad… pero no nos perdamos en cumplidos. Debe usted disculparme

si procedo por la vía de la interrogación; quiero abreviar. ¿Considera, sí o no, a su

amigo Schoffheim un sabio digno de confianza?

–No tengo que responder.

El doctor Knauss le apretó el brazo, el consejero emitió un grito ahogado.

–Quiero que me responda.

–Schoffheim es un imbécil.

–¿Su cuñada es una mujer decente?

–¿Y yo que sé?

–Sí, usted lo sabe.

–Es posible, pero no comprendo…

–Comprenderá.

Habían llegado a un macizo de árboles que dominaba un túmulo de césped muy

próximo al castillo.

–Tengo que regresar a mi casa.

–Dentro de algunos minutos, será libre. Se está muy bien aquí. ¿Quiere sentarse,

señor consejero?

Wilhelm Guntzer pareció feliz de descansar y librarse así del férreo puño que lo

había tomado con tanta fuerza.

Respiró ruidosamente, cruzó sus pequeñas piernas, y retomó su aire solemne:

–En efecto, señor, creo que me está sometiendo a un interrogatorio.

–El « creo » está muy bien traído. No, mi querido consejero, no. Debe perdonarme

si he empleado un modo de ser un poco diferente de nuestros hábitos ordinarios. Henos

aquí transformados en buenos camaradas… charlemos… ¿Usted cree en mis

experimentos, señor? Un día de expansión usted lo ha confesado al reverendo.

–Sí.

–Pero lo que le ha decidido a calumniarme, es que tenía miedo de que el conde,

una vez padre de familia, no cumpliese exactamente todos los compromisos que había

adquirido hacia usted… ¿no es así?

Guntzer tuvo el mismo movimiento de orgullo que el del Gran Duque.

–¿Usted me está preguntando, señor?

–Si.

–No respondo.

–Tengo una muy buena proposición que hacerle.

–¡Ah! ¿en serio? – dijo el consejero irónicamente.

–¿Qué diría usted si yo le doy cien veces más de lo que usted pierde en la

sucesión que se le escapa?

–¿Usted se burla de mí?

–No…

–¿Habla en serio?

–Muy seriamente.

–En efecto, usted ya no ríe; ¿quiere comprar mi silencio?

–No, no su silencio, más bien otra cosa. Su… ya me comprende…

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91

–¡No me insulte!

–Yo soy rico… muy rico… Mis experimentos van a proporcionarme algún día un

nombre deslumbrante. Usted puede seguir negándome. Yo acudo a usted.

–Yo no estoy en venta.

–Si usted consiente en decir a su cuñado que lo ha engañado, que usted es el autor

de las cartas anónimas, yo le daré cien mil florines.

–¿Cien mil?...

–Cien mil florines. ¿Cúanto le había prometido a su hija?

–No tengo que responder a sus impertinencias.

–Así pues, yo doblo la dote. Ahora, reflexione bien: no le pido que mienta… si

realmente usted no cree…

–Sí, creo. El reverendo me lo ha explicado todo.

–Y él no me ha difamado, ¿verdad?

–Ha sido Schoffheim. Es un hombre débil, viejo.

–¿Entonces, está dispuesto a afirmar ante su cuñado, que usted ha sido el principal

autor de todas esas mentiras y que el único móvil que lo inspiraba era el temor de ver su

sucesión perdida?

–Hablaré con dos condiciones: la primera, es que usted me prometa por escrito la

suma convenida, antes incluso de que haya abierto la boca; la segunda, es que deberá

guardar el secreto inviolable de nuestro acuerdo, sobre todo ante mi mujer. Tengo

pasiones. Los ancianos son débiles… Para hacer olvidar mis arrugas, tengo necesidad

de más dinero que los jóvenes. Hablaré…

–Pero hable ya – magistrado indigno, – exclamó una voz que partía del macizo de

árboles, cerca del cual los dos interlocutores estaban sentados.

Era el conde Rodolphe que, desde lo alto de una de las terrazas del castillo, al

percibir a los paseantes, había tenido la curiosidad de seguir un camino paralelo para

seguir la entrevista.

–¡Traidor! – gritó Guntzer levantándose.

–¡Miserable!...

–Caballeros, – intervino el doctor, pacificador – ¿Estabas ahí, Rodolphe?...

–No me venga con que no lo sabía! – vociferó el consejero.

El conde arrojó a su cuñado una mirada terrible:

–¡Este es el pago por mi hospitalidad! Esta bien, Wilhelm… Qué razón tenía

cuando decía que mantenía un nido de serpientes…

–¡Rodolphe!

–¡Cállate!

El doctor Knauss tomó en sus bolsillos algunas cartas anónimas salvadas del

fuego, que le habían sido confiadas por el conde. Las hizo pasar lentamente bajo los

ojos del consejero, pálido de vergüenza, y luego las rompió añadiendo:

–Ahora, aquí solamente hay personas decentes.

Y, a pesar de la resistencia del conde, quiso que los dos cuñados se estrechasen las

manos.

Se dirigieron los tres juntos al castillo, y el conde Rodolphe, por el camino,

prometió sinceramente – de lo feliz que estaba – dotar a la hija de Guntzer y continuar

sirviendo la pensión del joven estudiante en la universidad.

A partir de ese momento, la más grande alegría pareció reinar en Alhenberg.

El propio Frédéric Schoffheim, al ver que quedaba solo contra todos, ahogó su

rabia y pareció reconocer la ciencia de Knauss.

–¡Qué hombre! – decía la Sra. Guntzer, feliz de regresar al castillo.

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92

–¡Knauss es el Anticristo! – decía el consejero, que encontraba de nuevo su jovial

humor de antaño.

La condesa Hélène había acogido a los suyos con el más intenso cariño y bendecía

al hombre providencial que había dado buena cuenta de sus mentiras o de sus errores.

La vida ahora se presentaba ante ella llena de esperanza, y Betly, que acababa de pasar

sus veladas con ella, no disimulaba la alegría de ver que todos los odios se habían

desvanecido.

Ya se hablaba de la fiesta que sería dada en el castillo con ocasión del nacimiento

del heredero de los Alhenberg.

También se hablaba del matrimonio convenido, retrasado únicamente por causas

independientes de la voluntad del joven Henri de Vermond.

Tan solo el reverendo padre Steeg, conservaba sus dudas sobre las buenas

apariencias de la familia Guntzer, a la que sabía profundamente vindicativa.

Fue en esta época feliz, cuando la condesa Hélène comenzó a escribir sus

impresiones. A veces, por la noche, cuando su marido, el doctor Knauss, el padre Steeg,

Guntzer y el médico jugaban su partida de cartas en la gran sala de las Masacres, y

cuando su hermana y sobrina se habían retirado a su villa, ella tomaba la pluma y

anotaba al dictado de su memoria, las reflexiones de la jornada.

Había llamado a estas confidencias hechas en el papel: Diario de una madre, con

la intención de adelantarse a la hora en que la naturaleza le diese por fin el nombre que

había sido para ella, fuente de tantas sonrisas amargas y tantas lágrimas.

25 de julio de 187…

«Dios es bueno; todas mis tristezas han pasado. Sufría tanto viendo que mi familia

envidiaba mi felicidad. Tal vez fuese mi culpa. En efecto, desde el primer mes de mi

embarazo mi carácter se volvió irritable. Más tarde, mil ideas extrañas atravesaron mi

espíritu. He tenido un apetito desordenado y ganas de alimentos insólitos. Aún río de

ese deseo loco que me empujaba a comer yeso… o hilo… ¿Qué sé yo que más cosas?

Cuanto meses han transcurrido y me parece que todos los síntomas desagradables

comienzan a disminuir. A pesar de algunos sofocos y sensaciones de molestia, pienso

que estoy muy bien y el doctor Knauss sigue mis progresos. ¿Knauss?... Escribiendo

este nombre me siento invadida de un sentimiento que no puedo definir. A veces,

cuando estamos solos, el doctor me mira con ojos que no parecen pertenecer a un ser

humano. Hay algo incisivo en su mirado y, al mismo tiempo, paternal. Cuando supo que

había sido presa de debilidad yendo a visitar los trabajos del parque, cuya ejecución

supervisaba él mismo, ha llegado a mi lado temblando; su sola presencia me ha dado

valor. Esta mañana aún, antes de partir a sus excursiones habituales, me ha preguntado

durante mucho rato sobre mi estado de salud. Es muy severo con la higiene, pero tiene

tanta dulzura! Antaño, los cuidados de un médico me producían horror; cuando el Sr.

Schoffheim, al que conocemos desde hace tantos años, se acercaba a mí, no podía evitar

un temor instintivo. El contacto de la mano de otro hombre que no fuese mi marido, me

hacía temblar. Con el doctor Knauss no experimento los mismos sentimientos; no me

parece que sea un médico el que me habla; me parece más grande que todos los doctores

de la tierra. Lo que me causa el mayor placer, es la profunda amistad de la que le rodea

mi marido. Se quieren como dos hermanos deben quererse…»

1 de agosto.

…« Ciertamente, los sentimientos que experimento son extraños. Tengo como un

vago temor de no amar a mi marido tanto como antes. Y, sin embargo, Rodolphe tiene

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por mi un afecto y me procura más atenciones que nunca… Me equivoco al pensar así;

pero me parece que el doctor fuese un día a abandonar esta casa, toda mi alegría y toda

mi esperanza se irían con él… Sí, volvería a caer en esas incomprensibles tristezas que

me invadían por completo. ¿Es este el lenguaje de una mujer decente y de una esposa

cristiana? ¿Por qué, a cada instante de la jornada, tengo como una secreta necesidad de

saber que él no está demasiado alejado de mi y que, si tuviese necesidad de su auxilio,

él acudiría a mi llamada? Sin embargo no estoy enferma… No es al sabio, al que deseo

contemplar durante largas horas, es al hombre, es al enviado de Dios que hace que mi

corazón muerto resucite a la esperanza! Mi pensamiento es puro… Y hiciese mal, si un

culpable deseo hubiese mancillado mi vida, no desearía que mi marido estuviese a mi

lado. La presencia de Rodolphe no me molesta; estoy incluso mejor en su compañía

para abrir mi corazón. Quier que mi marido sea el testigo de las palabras de

agradecimiento que murmuro y que mezcle sus deseos a los que yo tengo para el

hombre que nos procura la felicidad. El doctor Knauss me escucha con benevolencia

como si fuese su hija y yo no le hablo más que con respeto… Por la noche, murmuro su

nombre y a veces lo pronuncio durante mis oraciones. Esta especie de veneración que se

impone me ha turbado y he creído deber participársela a mi confesor; el reverendo no

ven en todo esto nada que pueda ser considerado malo; me ha dicho que es un justo

homenaje que debo rendir a ese gran hombre: y mejor que nadie él comprende el amor

inmenso que el reconocimiento me inspira… Pero, en el tribunal de la penitencia, el

padre Steeg me recomienda no olvidar que nada ocurre en este mundo sin la voluntad de

Dios y que, bendita entre todas las mujeres, debo rezar aún con más fervor y humildad.

Cuando regreso de la capilla, estoy tranquila, me siento descansada… Luego dulces

sueños me abrazan. Veo un pequeño que me tiende los brazos; es igualito al Jesús que

está ante mi. La vida se me presenta radiante… Quiero hacer el bien a todos los que

sufren. Mil ideas generosas que dormían en mi corazón se despiertan y me mecen con

dulce embriaguez. Consuelo a los desdichados y sonrío al futuro».

7 de agosto.

…«A las ocho de la mañana, mi marido ha entrado en mi habitación:

–Querida, Knauss y yo nos vamos dos días; el doctor quiere visitar la gruta de

Loffen donde, según parece, crecen unas plantas completamente desconocidas. Hasta

pronto, mi Hélène. Estás sonriente cuando te dejo; quiero encontrar esa misma sonrisa a

mi regreso…

Rodolphe me ha besado en la frente y se ha dirigido hacia el pabellón del doctor.

Desde lo alto de mi ventana, les he visto partir. Uno y otro han vuelto sus ojos hacia mi

habitación, pero he podido verlos sin que se dieran cuenta…. Con los brazos desnudos,

han tomado el camino del castañal. Caminaban lentamente ante el alba brumosa, y,

gracias a mi buena vista, he podido incluso seguir sus sombras hasta lo alto de la cota

real. El sol horadaba las nubes y rodeaba a ambos con su magnífica claridad. Cuanto

más se alejaban, más me parecía que sus cuerpos se fundían en uno solo… Cuando han

desaparecido detrás de la colina, me he imaginado que un único hombre había ocupado

mi espíritu… De repente, me he puesto a sonreír; había agitado el pañuelo que tenía en

la mano como si los dos seres a los que amo pudiesen aún saludarme. Estaban lejos…

lejos… muy lejos. Me he sentado al borde de mi cama y allí he quedado durante mucho

tiempo rememorando el pasado.»

10 de agosto

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94

… « ¡Han regresado! Y su presencia ha reanimado mi alegría, que comenzaba a

apagarse. ¡Qué débil es el ser humano! ¡Cuánta necesidad de sostén tienen las mujeres!

Los síntomas del embarazo, que yo creía ya desaparecidos, han vuelto a manifestarse.

En la mesa, deseo comer grosellas blancas, que he visto en las encrucijadas del vergel;

el propio doctor fue a recogerlas. Ha traído frutos de color topacio, y he podido

satisfacer mi capricho… Mi hijo tiene que ser muy guapo. Esos dos hombres están

vigilantes, y mi brazo nunca tiene que buscar en quien apoyarse. Estoy emocionada,

más de lo que me podría imaginar, por tantas atenciones. El doctor me observa con una

atención absolutamente paternal, y este hombre, para el que la ciencia no tiene secretos,

encuentra en su alma unos sentimientos de una pureza exquisita. No, no hay mujer en el

mundo que pueda ser más amada de lo que soy yo. También me vuelvo mejor… Antes,

cuando Betly, mi querida sobrina, me hacia su confidente, la escuchaba con poca

atención; incluso me violentaba al seguir su conversación; hoy le soy totalmente devota;

sus menores penas tienen un eco en mi alama, y comparto sus alegrías. Me ha contado

que Henri de Vermond, su novio, debía aún quedar varios meses en Francia y que la

boda tendría lugar en la próxima primavera, cuando yo esté completamente

restablecida… Fritz Guntzer, mi sobrino, que será un distinguido abogado, me ha

escrito una carta llena de afecto. ¡Oh! sí, todo el mundo me cuida… está conmigo… Mi

hermana, que, en los primeros tiempos en los que venía al castillo, disimulaba sus

sonrisas irónicas y me molestaba con cuestiones que no podía comprender, ahora está

más seria; esas cosas que ella había frivolizado, por amor a mí, las respeta. Me ha

costado convencerla de mi inocencia, pero Olympe es buena, y ha acabado por decir:

«Hélène, eres la única mujer en el mundo que ha podido actuar como tú lo has hecho,

sin que se pueda sospechar de ti ». Ella no me había acostumbrado a ese noble lenguaje,

ella, cuya vida ha pasado en la despreocupación. Yo no le debo más que gratitud por

haberme respetado… Me hubiese resultado demasiado penoso ser que sospechase de

mí»…

12 de agosto

« Durante la noche he tenido un mal sueño. Me ha parecido que una voz interior

me reprochaba haber establecido un paralelismo entre mi marido y el querido doctor.

¡Ah! Mi razón debe ser muy débil para que se siente constantemente abrumada por tales

alucinaciones. Decididamente, la vida es una lucha cruel. Por desgracia, a esta hora, en

la que todo descansa, me parece que unos brillos terribles iluminan los ojos de

Rodolphe y que mi marido está celoso de aquel que me vela. Estoy loca. Quiero arrojar

de mí esas ideas, que menguan mi valor y que hielan mi corazón. ¡Oh! se acaba, se

acaba. La virgen María está conmigo. Ella sabe que no he pecado. Ella arrojará al

espíritu del mal que me obsesiona, que me atormenta de este modo tan horrible. ¿Qué

trastorno espantoso me sobrecoge? El rostro del doctor está ahí, ante mí. Me sonríe. No,

una vez más, es un sueño! Soy el juguete de una alucinación. Voy a ponerme a rezar.

Señor, ten piedad, Señor, soy una mujer decente; Dios mío, Dios mío, vuestra humilde

servidora os suplica que la miréis! Santa Virgen María, yo os imploro…La voluntad

aborta en mi alma. Necesito mucho valor para vencer »…

13 de agosto.

…« Dios ha escuchado mis plegarias. Ya estoy más tranquila. Rodolphe ha

pasado toda la jornada en mi cuarto; hemos charlado ampliamente de todo, y me ha

hecho muy bien tenerlo junto a mí. ¡Mi querido Rodolphe! Cada día descubro en él

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95

nuevas cualidades; es el mejor y el más generoso de los esposos. Ha expulsado de sí sus

malditas cóleras, y sus ojos, antes tan espantosos, tienen brillos dulces y resignados,

como conviene cuando se proyectan en la compañera amada. ¿Mi marido?... Le

pertenezco por completo. Lo amo… No siento más que amor por él».

16 de agosto.

…«Todo me encanta; todo me embriaga. Ayer fue la fiesta de la Virgen. Los

cantos religiosos nunca me habían parecido tan bellos; nunca me había sentido tan feliz

de vivir y de rezar. Mi alma desborda gratitud y amor. La velada fue soberbia; a mis

instancias, el doctor nos ha acompañado a la cruz de misión, donde los geranios abren

sus blancos cálices. Me he arrodillado sobre los escalones. Mi marido y el Sr. Knauss se

mantenían descubiertos respetuosamente. Rodolphe tal vez pensaba en una oración,

pero el doctor parecía distraído; varias veces me he vuelto para mirarle; él permanecía

indiferente y contemplaba con mirada inconsciente las sombras de los pinos del bosque

¡Oh! deseo con todo mi corazón que este hombre, que vela por mi salud de forma tan

solícita, sea por fin tocado por la gracia. Es imposible que sea de otro modo… Soy yo

quien ha de realizar ese milagro. Ya le he hablado de la vida de beatitud que espera a los

corazones buenos. Al principio, pareció sonreír con mi inocencia, y luego, como ha

visto que yo expresaba una sincera convicción, me ha escuchado con mucho respeto.

Debería decidierse un día u otro a venir con nosotros a la iglesia. Gracias a él, mi

marido ha cambiado; antes mi marido pasaba sus jornadas en la montaña; me dejaba

sola, muy sola; ahora parece feliz a mi lado… Nunca lo he amado tanto… Como se ha

tenido que desesperar… Que despreciable e injusta he sido con él. Me avergüenzo de mi

conducta; y a veces, recordando la madre en duelo ante la que proferí aquella malvada

risa, me pongo a verter lágrimas. ¡Cómo mi miró esa pobre mujer, y como su mirada me

impactó bajo su piedad dolorosa! Para ella yo era una inocente o una maldita. ¿Maldita?

… No… Dios ha sido clemente, ha tenido piedad de mí. Pero, ¿qué podremos hacer por

aquel que ha aportado la dicha al hogar? El Sr. Knauss quiere partir, dice, cuando haya

contemplado su obra. Pero, yo no quiero que se vaya… ¿Acaso puedo olvidarlo?... ¿Es

que todos los instantes de mi vida no deben estar poblados por su imagen? Yo lo

quiero… Si, lo quiero como una esposa cristiana puede querer a otro hombre que no sea

su marido. Solo es el corazón maternal el que habla, el corazón de la madre

sucumbiendo bajo los cálidos efluvios de la gratitud.

…«Esta mañana, hemos ido juntos hasta el fondo del parque, al lado del río,

donde las clemátides embalsaman el aire, y donde los pájaros cantan tan dulces

canciones. Mi brazo se apoyaba en su brazo; descendimos lentamente el sendero. Los

árboles formaban encima de nosotros una bóveda que el azul del cielo atravesaba por

minúsculos claros. Estaba serio, pero su frente parecía gozar de una alegría celestial. Me

ha hablado durante mucho tiempo y con un encanto hasta entonces desconocido… El

frio experimentador se volvía poeta, a su pesar. Me hubiese gustado que Rodolphe

estuviese allí para escucharlo cuando describía el cuadro tan exquisito de dos seres que

se aman. Su voz tenía temblores y ondulaciones; era como una armonía misteriosa que

me atraía poco a poco. Mi cuñado, Wilhelm Guntzer, dice a veces que los hombres de

ciencia no saben amar, que ignoran por completo todas las impresiones del corazón y

que la experimentación brutal da siempre cuenta de las veleidades de la sentimentalidad.

Guntzer se equivoca… Si Knauss amase a una mujer, no habría en el mundo criatura

rodeada de más cuidado y afecto. ¡Y cómo se lo devolvería ella! Lo que nos produce

placer, a nosotros desheredados del poder, es sentirnos pequeños al lado de esos

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gigantes a los que llamamos sabios. Ellos se presentan ante nuestro espíritu en una

especie de nimbo.

«Nosotros los aumentamos aun más; ¡los rodeamos de todo lo que nos parece

noble y generoso! ¿Su vida?... ¡pero si es la nuestra! Todas sus aspiraciones tienen un

eco en nuestro espíritu. Combatimos juntos; nos rodeamos de sus triunfos. Nos

comprenden, y entonces se ponen a nuestra altura para que podamos comprenderlos

mejor aún. A su vez, ellos viven de nuestra vida, desarrollando amplias ideas que los

transportan más allá de los límites asignados a nuestro entendimiento; se interesan en

las batallas de la existencia, en nuestras emociones de mujer, en nuestras aspiraciones

repentinas, como también en nuestros desfallecimientos a todas horas. Los sabios se

vuelven hombres, hombres amantes, y nada de lo que nos afecta les es ajeno. Sí, deben

amar aun de una manera completamente inmaterial, esos hombres en cuya imaginación

pueden germinar cosas tan grandes, y que la fría razón, la experimentación práctica

viene constantemente a turbar. ¡Tienen necesidad más que los demás de ser amados,

esos grandes hombres cuyos nombres resonarán en los siglos futuros! ¡Y benditas sean

las mujeres que pueden poseer a tales héroes!... ¿Qué digo?... El reconocimiento me

pierde. Exagero mis sentimientos. El doctor no tiene en mi alma más lugar al que tiene

derecho. Estoy muy segura de esto: jamás un pensamiento culpable ha atravesado su

espíritu. Él me quiere y me respeta. Yo lo quiero y lo admiro. Rodolphe, por lo demás,

no actúa con él de un modo diferente al mío. Él solo le habla con un afecto respetuoso.

Y todos aquellos que antes criticaban al doctor, se sienten humildes ante él. El

reverendo, que no había atrevido a pronunciarse en la cuestión tan grave de la que debía

depender mi felicidad, dice ahora, más que nunca, que el Sr. Knauss es el enviado de

Dios. El reverendo padre Steeg también merece todo mi reconocimiento. Me han

contado que, en una conferencia que había tenido lugar en Munich, él había defendido

al doctor contra los ataques del clero. Tiene un gran mérito el actuar así, pues se dice

que la corte de Roma se ha interesado intensamente en los relatos del pueblo y que el

Santo Padre ha pedido recibir al reverendo. Desde luego, mi confesor tenía toda mi

confianza y si él me hubiese prohibido escuchar las súplicas de mi marido, no creo que

hubiese podido hacer otra cosa. Él conocía mis sufrimientos… Sabia tal vez que me

sentía volver loca… Ha tenido piedad de mi debilidad…»

20 de agosto.

…« Ayer ha llegado a Alhenber Su Alteza. Se ha sorprendido gratamente al ver

que nos habíamos reconciliado con los Guntzer y me ha parecido que conversaba

afectuosamente con el Sr. Knauss. Sería una gran alegría si llamasen al doctor a la corte

de S. y si su cuñada la Reina Marie pudiese ser madre. Tal vez la Reina jamás se atreva

a hacer lo que yo he hecho. Cuanto más alto se está en el escalafón social, más temores

y prejuicios se tienen… Sin embargo yo los he vencido. Rodolphe me ha regañado un

poco ayer por la noche, cuando el doctor se ha retirado. Me ha reprochado no ser tan

amable con él como lo era antes. Mi marido no sabía como decírmelo y ha aprovechado

un pretexto banal. El doctor había traído un magnífico ramo de flores salvajes que

crecen en las más altas montañas, flores que se pueden dejar en el apartamenteo sin

temor a que exhalen un perfume peligroso. Yo había puesto los ramos en un pequeño

jarrón, a mi lado, sobre mi mesa de costura, y cuando me he dispuesto a regresar al

salón, Rodolphe me ha dicho:

–Hélène, no eres justas haciendo tan poco caso del regalo de nuestro amigo;

Knauss ha estado a punto de romperse el cuello cien veces para reunir todos esos

Page 97: El creador de hombres

97

brillantes colores. En verdad, querida esposa, da la impresión de que desprecias su

ramo.»

–No, no… –he dicho compungida – Olvidaba…

–Pero, Héléne, no debemos olvidar. Y déjame decirte que el doctor se ha dado

cuenta de una cierta frialdad.

–¿El Sr. Knauss te ha dicho eso?

–No… Yo lo he adivinado…

–Me he equivocado… – respondí.

–¿Me prometes, verdad, mi Hélène, no causar pesar a nuestra amigo?

–Claro que sí. He pecado sin intención.

–Yo sabía perfectamente que no actuabas con malicia, mamaíta.

Tomé el jarrón donde las flores todavía conservaban su esplendor soberbio, y

Rodolphe pareció alegre cuando vio que lo depositaba al pie de la Virgen.

–Todo revela en ti una alma delicada – me dijo besándome.

Estaba acostada. Mi marido estaba a mi lado... Hemos hablado del Sr. Knauss:

–Hay hombres a los que no se puede recompensar. Había pensado dar a Karl la

tierra de Brughem.

–La rechazaría – he respondido.

–No creo que la rechazase.

–Creo que el Sr. Knauss es muy rico…

–Y además vive con tan poca cosa.

–¡Tengo una idea!

–Veamos – dijo Rodolphe.

–¿Y si le construimos un observatorio encima de la gruta?

–Pero Karl quiere irse después del parto.

–¿Irse?... – he dicho, contrariada.

–Sí.

–Entonces, no podemos hacer nada por él.

–¡Lástima!

–Lo queremos tanto.

–Eso es lo que más le gusta.

… Me he dormido mientras los ojos de Rodolphe me envolvían con ternura…»

….

….

Desde hacía algunos días, una especie de revolución interior había alterado el

espíritu de Knauss. Algunas preocupaciones, algunos deseos de acercamiento con la

condesa Hélène, se habían hecho realidad, a su pesar. Tenía miedo de amar a esa mujer,

y hacía todo lo posible para convencerse de que no era así. Algunas ideas le producían

como vértigos: comprendía que para salir de esta nueva crisis, necesitaba toda su

energía.

La condesa no era la única en sufrir este tipo de invasión casi material, aunque

plena de castidad todavía, como ella expresaba, por las noche, en esas notas escritas en

su Diario.

Knauss se decía que ese niño que iba a venir al mundo, era suyo, y a cada hora

luchaba consigo mismo:

–La ciencia está por encima del amor.

–Los sentimientos no existen; nuestra organización no comporta más que

sensaciones.

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98

–¿Acaso un matemático puede enamorarse de una fórmula, un físico de un

aparato, un arquitecto de sus planos?... No.

–El experimentador, en un caso de generación artificial, debe considerar a la

mujer que se ha prestado a la experiencia, como un instrumento científico.

–Uno no se enamora de un instrumento de laboratorio.

Todas esas reflexiones se presentaban ante sí; trataba de traducirlas en fórmulas

frías; pero algo, cuyo misterio no comprendía, venía a turbarlo en medio de sus análisis

y sus lecturas. Y cuando en sus veladas atormentadas, la imagen de la condesa se le

aparecía en todo el esplendor de su belleza, se planteaba grandes problemas, cubría

páginas enteras de fórmulas y ecuaciones, y de ese modo llegaba a quedar absorbido por

el trabajo.

Poco a poco, iban menguando sus ardores: dejaba sus cifras y sus hipótesis, y

todos sus sentimientos de afecto se volcaban en el niño que vería la luz del día dentro de

algunos meses. A ese desconocido, a ese fruto de la experimentación, ¡tenía todo el

derecho a amarlo! ¿Qué eran las invenciones, incluso las más espectaculares, al lado de

la vida que él había dado? ¡La creación humana! ¿Haber creado un ser vivo? ¡Haber

hecho que un ser que jamás había vivido, hubiese llegado a vivir! Sí, él tenía el derecho

a estar enamorado de su obra, pero no debía alentar la exaltación de la condesa; por el

contrario, debía proteger esa alma débil contra las aspiraciones de su corazón… Esta

tarea era el digno corolario de su obra maestra: Knauss no fallaría.

Y, dado que el gran sabio conocía de una manera maravillosa todos los resortes

del cuerpo humano, todos los juegos y todas las correspondencias que la pretendida

alma humana, en la cual él no creía, eludía para los simples, las constataciones

científicas; puesto que todo en el ser le parecía la resultante de fuerzas puramente

fisiológicas, no le resultaba más difícil dominar sus sensaciones que tomar un germen

destinado fatalmente a la muerte para darle la existencia y hacerle capaz de razonar.

¡Singular cosa, la máquina humana! Por un lado, una mujer que lucha con lo que

ella cree ser una perturbación moral, y que pide a la religión que la mantenga en ese

combate terrible; por la otra, un hombre que se da cuenta muy fríamente de lo que el

cree que son solamente sensaciones fisiológicas, y que, para combatirlas, apela a su

voluntad… Aquí, la energía nerviosa sacudida, coronada por una sentimentalidad

poblada por visiones extáticas; allá, la fuerza cerebral implacable, matemática. Inercia y

potencia.

Y ambos ignorando que están invadidos por un algo que no se conoce, una fuerza

misteriosa, natural también, que sostiene a los creyentes y emerge ante las voluntades

enérgicas, una quimera, si se quiere, un empuje fisiológico aún, un arrastre mecánico, si

se prefiere, pero un algo que tiene gran importancia tanto en el examen psicológico,

como en el estudio experimental que hemos sometido a nuestros criterio, un algo que es

de todos los tiempos, un algo con el cual los experimentadores deben contar, porque

puede modificar de una manera ostensible el orden natural de una vida bien regulada, y

que se manifiesta en todos los individuos: ¡el amor!

La condesa Hélène bajaba de su apartamento, en el momento en que Knauss

regresaba de su paseo cotidiano. Se encontraron en el vestíbulo que precedía a la sala de

las Masacres. Ella lo saludó graciosamente, le tendió una mano tan blanca como la cera,

dejando caer esas palabras con toda naturalidad:

–Sr. Knauss, Rodolphe y yo hemos hablado mucho de usted; no nos abandonará.

Mi vida se iría con usted.

La esposa cristiana se había desprendido de sus ardores místicos; el

experimentador había domado la naturaleza; la limpidez de la mirada que cruzaba sus

miradas, les hizo comprender que ambos habían salido victoriosos de la lucha.

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….

….

20 de septiembre.

…« Tuve que interrumpir mi diario, pues el doctor me había aconsejado reposo

absoluto. Hoy estoy mejor. Dentro de tres meses seré madre. Habrá en el mundo un

pequeño ser que me tenderá los brazos, que no podrá llorar sin que yo llore con él y al

que enseñaré a sonreír.

…¿Ser madre? Todo mi yo se levanta ante esta palabra sagrada. Esta mañana, me

he dirigido a la capilla y he rezado con fervor. Una sola cosa me ha apenado, el aire de

curiosidad con el me miraban las gentes del pueblo. He visto algunas buenas mujeres

señalarme cuando me acercaba. Todo lo que ha pasado debe parecer muy raro, pero

nuestros vecinos saben que soy una mujer decente y que me gusta hacer el bien.

¿Ser madre? Escribiendo estas palabras, mis facultades se intensifican. Me

gustaría secar todas las lágrimas y aliviar todos los sufrimientos. He informado al

reverendo de mi intención de fundar una guardería en Alhenberg. Las madres pobres

vendrán a dejar a sus hijos; allí habría buenas nodrizas.

El otro día, ha venido aquí una joven que vive en la corte; le he comentado mi

vivo deseo de ser la nodriza de mi hijo. Ella se ha sorprendido:

–Eso es imposible. Eso supone abandonar las relaciones mundanas…

–Las relaciones sociales no son comparables a los goces que me esperan –

respondí.

Ella ha sonreído y me ha dicho que yo era digna de pertenecer a la nacionalidad

inglesa porque, según parece, solamente en Inglaterra las madres ricas dan el pecho a

sus bebés. Desde este punto de vista, soy una hija de Albión. No comprendo como una

mujer puede separarse de su hijo y lo confíe a manos extrañas, cuando Dios nos da la

fuerza para educarlo y alimentarlo. Le hacen falta tantos cuidados a esos pequeños. Y

luego, ¡qué dicha más grande que el de velar al lado de la cuna, de ver dormir a ese

querubín, de quedarse ahí, atenta, espiando su sueño!...»

25 de septiembre.

« Hoy he pasado la mayor parte de la jornada con el doctor. Mi marido ha tenido

que ir a la corte de S. para asistir a una cacería organizada por el Gran Duque Jacques.

He visto partir a Rodolphe con cierta tristeza. Tengo miedo de que se encuentre con

personas mal dispuestas hacia nosotros!

Mi hermana Olympe me ha dicho que no había rumor que no llegase a la corte de

lo que había sucedido aquí, y que yo misma no estaba al abrigo de comentarios

maledicentes. El Sr. Knauss me ha visto triste y me ha preguntado la causa de mi pesar;

le he hecho partícipe de mis temores respecto del viaje de mi marido y me ha parecido

que él también estaba preocupado. ¿Qué ocurriría, Dios mío, si ante él se permitiesen

alusiones hirientes? Más hubiese valido que rechazase la invitación, pero la pasión de la

caza lo posee de tal modo que no hubiese escuchado mis ruegos. ¡Oh! le he hecho

prometer que conserve la calma. Le he recordado que ahora ya no se pertenece…

En fin, ¡que Dios proteja a Rodolphe! El doctor y yo no hemos hablado más que

de él; el reverendo padre Steeg ha venido al castillo esta tarde y la conversación ha sido

de lo más animada.

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…Ya es tarde, pero el doctor todavía no se ha acostado. Puedo ver la luz en sus

ventanas. ¡Qué trabajador infatigable! Tengo miedo de que su vista se agote; él me

responde que el día que no sea capaz de pensar y de escribir, su fin no estará lejos. Toda

una noche de trabajo, y a pesar de ello, al día siguiente alegre! ¿Alegre?... Me equivoco.

Hay en él una especie de melancolía, en cuya causa no puedo ahondar. Tal vez sea el

deseo de dejarnos y se siente retenido por su promesa formal de esperar mi parto!

¿Tendrá razones imperiossas para irse? Le preguntaré; si es así, tomaré la iniciativa. Me

costará mucho verlo abandonar esta casa, seguramente lloraré, pero no tengo derecho a

aceptar el sacrificio de su trabajo y de sus esperanzas. En verdad, todavía a esta hora,

tengo malos presentimientos; ¿ y si los amigos de Rodolphe van a ponerlo en ridículo?

No, no, me equivoco. Mi Rodolphe va a regresar muy contento, y a partir de ahora, haré

todo lo posible por tenerlo cerca de mí. Ese gran marido, es casi un niño, y su cólera

desaparece tan pronto rodeo su cuello nervioso con mis brazos de esposa amante y

fiel…»

…….

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XII

Daban las cinco de la madrugada en el castillo; y como el consejero no había

regresado aún, la Sra. Guntzer iba y venía como una posesa, arrojando miradas irritadas

de izquierda y derecha al camino de T…. para ver si advertía el cabriolé de su marido.

Desde que se había reconciliado con su cuñado, Wilhelm Guntzer se entregaba a

sus francachelas; no pasaba semana que no se dirigiese a la ciudad vecina para

distraerse un poco, como él decía en su irónico lenguaje. Guntzer había ido a T. en

compañía de dos militares retirados. Los camaradas habían pasado una noche infernal

con una pequeña actriz austríaca que estaba de gira en el teatro de la ciudad. Una

verdadera orgía. Guntzer, al no tener enfrente esta vez al conde Rodolphe, había hecho

sucumbir antes a los bebedores; y, cuando había visto brillar las primeras luces de la

mañana, había recordado vagamente que era un serio magistrado honorario; lo

introdujeron en su vehículo, y, con las bridas en la mano, había partido.

En ese momento, los vapores de la orgía le cantaban en el cerebro dulces

canciones; indolentemente tumbado en su coche, dejaba al caballo ir a su paso. Ante sus

ojos nublados por la embriaguez y el sueño, pasaban los cuadros más pintorescos del

mundo; a la derecha, y más allá del torrente cuyo tumulto escuchaba, las masas

profundas de los bosques de Alhenbert; sobre la vertiente izquierda, las arboledas de

Breughen y a lo lejos, en la bruma azulada horadada aquí y allá por los primeros fuegos

de la aurora, las verdes cimas medio perdidas en un decorado de verdor y de dulce luz.

Parecía despertarse. Las siluetas de los árboles tomaban a sus ojos formas

exquisitas. Encontraba poesía hasta en el ruido de los cascabeles y en los crujidos del

coche sobre el pavimento de la ruta; se decía que había sido muy estúpido preocuparse

por ese maldito doctor; que la vida sería muy agradable en tanto hubiera vino añejo y

cerveza rubia. Y como su bella amiga no había sido demasiado arisca, se decía a sí

mismo que era un vigoroso hombre de complexión diferente a la de su cuñado; se decía

todas estas cosas bajo una risa espesa, gesticulante, tratando de levantarse, pero cayendo

a continuación en el rincón del coche, ebrio de bebida y de fatiga.

El caballo que lo llevaba a trote lento, tenía conciencia de su misión; de vez en

cuando levantaba sus hocicos en el aire y retomaba su monótono tren, salvando los

obstáculos que encontraba en el camino. Iba suavemente, muy lentamente, como un

animal de tiro; su pelaje era gris; sus cascos rojos de tierra; sus crines casi blancas y

enmarañadas. Pobre animal: comprendía muy bien su rol; sabía mejor que su dueño que

no era más que un humilde jumento campesino, una antigualla de pueblo al lado de los

purasangres del conde de Alhenberg.

El consejero mantenía aún las bridas. El sol le picaba en los ojos, y pasaba a

menudo una mano torpemente sobre su rostro rubicundo… Ese juego lo fatigaba; no

lograba más que elevar su brazo a la altura de su boca y se le hacía imposible secar las

grandes gotas de sudor que perlaban su frente. Hizo un nuevo esfuerzo, murmuró

algunas palabras y, muy cansado, volvió a adormecerse.

El cabriolé rodaba ahora en la llanura, sobre un camino pedregoso plantado de

magníficos árboles; la bella naturaleza era indiferente al grueso hombre, cuyos

ronquidos se mezclaban con los silbidos del viento fresco y los mil ruidos de las

praderas soleadas. El animal se detuvo para pastar la hierba de una cuneta; el durmiente

no se despertó; el jumento, satisfecho, retomó su marcha indolente y triste.

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Wilhelm Guntzer estaba completamente ebrio; en su espíritu se producía una

especie de monólogo, resultado de la conversación que había tenido con su amigo

Gustave-Adolphe, el más grande bebedor de Baviera; y luego fragmentos de frases

mediante los cuales parecía responder a un interlocutor invisible.

Gustave-Adolphe había dicho:

–Amigo, ¿cuáles son los síntomas de la borrachera?

Y Guntzer respondía:

–Son siete: El círculo de hierro; los hemisferios de Magdeburgo; el collar de la

reina, los eslabones; la bofetada de cobre; los puntos; las campanillas.

Luego venían las definiciones:

El círculo de hierro, producto de un ligero alcoholismo, se explicaba solo: un

dolor en la frente, como el preámbulo de una migraña.

Los hemisferios eran más graves: una presión de las sienes;

El collar de la reina: un ahogamiento del cuello; una opresión terrible en la

garganta; así llamado porque se pretendía que una reina de la antigüedad lo había

padecido.

Los eslabones: una especie de alucinación que hacía creer al borracho que su

cabeza estaba compuesta de eslabones disjuntos tratando de reunirse.

La bofetada de cobre: un atroz dolor en la nuca.

Los puntos: Un picor del cráneo, como si agujas imantadas se levantasen al modo

de espinas de un erizo dispuesto en bola.

Las campanillas: una trepidación del tímpano; un ruido de campanas invadía todo

el cerebro y anunciaba el delirium tremens.

Guntzer se debatía como un poseso, pensando que experimentaba a la vez los siete

dolores que Gustave-Adolphe había descrito.

De vez en cuando, el durmiente volvía la cabeza y sus labios largos, violáceos,

parecían abrirse bajo un involuntario esfuerzo:

–¡Bruto! Sí, soy un bruto, sucio como Baco. Voy… ¡Ah!

Y volvía a caer.

El sol horizontal, que atravesaba las altas ramas e iluminaba la fachada del castillo

de Alhenberg, se velaba poco a poco bajo nubes de oro, y una pequeña y fina lluvia

comenzaba a caer cuando apareció el vehículo de Guntzer sobre la pequeña cota que

dominaba el valle.

El jardinero acudió a ayudar a su amo. Guntzer no se movía; el hombre lo creyó

muerto y emitió un grito. Wilhelm pareció salir de un sueño; se frotó los ojos; su esposa

estaba ante él. Lo bajaron del cabriolé con dificultad, y la Sra. Olympe, tras haberlo

recriminado intensamente, le obligó a apoyarse en ella.

Abrigados bajo un inmenso paraguas de algodón rojo que se había ido a buscar a

la casa, iban los dos del brazo. Frente a ellos destacaba un árbol magnífico que se

inclinaba bajo el peso de la fruta…

–¡Ah! ¡Qué bonitas son las manzanas, qué bonitas son! – dijo la señora Guntzer.

–Olym… Olympe… pe. hoy estás encan…can…tadora…–murmuró el

consejero.

Y dando traspiés, tomó sobre las ramas a ras de tierra un fruto cuya piel era tan

roja como las mejillas de su esposa.

La Sra. Olympe la mordió, olvidándose de su rabia.

El fruto, no maduro, estaba horriblemente ácido. Ella lo rechazó enseguida,

tirándolo en el camino.

–¡Está horrible!– dijo.

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103

Si la manzana del Paraíso – pensó ella– hubiese sido tan amarga, Eva hubiese

tenido una excusa.

Durante ese tiempo, cubría a su marido con sus ojos llenos de desprecio.

El consejero la miró con atención. Jamás le había parecido tan bella: su pecho

oscilaba bajo su bata de percal y la carne desbordante, de una blancura lechosa,

amenazaba con hacer romper el tisú; sus brazos tenían contornos maravilloso; sus labios

húmedos eran más apetitosos que la manzana que había mordido con tanto desagrado;

todo en ella rebosaba salud y robustez.

Él emitió una gran carcajada y siguió a su compañera que lo arrastró hasta su

habitación.

Aunque estaban aún en primavera, la sirviente había encendido un fuego

destinado a secar las ropas de Guntzer.

Wilhelm se dejó caer adormecido sobre un canapé. Entonces, la señora Olympe,

con un auténtico afecto de esposa, se arrodilló ante el grueso borracho y se dispuso a

quitarle el traje.

Fue todo un trabajo hacer pasarle los brazos a través de las mangas que la lluvia

había encogido; a cada instante las manos caían inertes, pesadas, a cada lado del cuerpo.

En el momento en que le quitaba los zapatos de hebillas de plata, emitió un grito y

retrocedió espantada; luego, recuperándose, levantó el bajo del pantalón; y en ambos

lados se produjo la misma aparición: unas medias rosas, medias de seda rodeaban las

piernas de su marido; como los pies eran demasiado grandes para entrar en las medias,

se había replegado el tisú en el interior del zapato; era como un vendaje encima del cual

se dibujaban unas ligas magníficas, unas ligas azul claro con broches de vieja plata

cincelada, ¡unas ligas de princesa el día de su boda!

–¡Señor, señor, esto es infame!

Wilhelm dormitaba:

–Te ruego que me respondas – gritó la señora Guntzer sacudiéndolo bruscamente.

Él abrió los ojos:

–Eres tú, Olympe… ¿Qué hora es?

–¿De dónde vienes?

–¿De dónde vengo?... ¡Ah!...

–Sí…

–De T.

–¡Desgraciado, has pasado la noche en casa de una perdida! Tú, un antiguo

magistrado! ¡un consejero del rey! Pero mira, mira – dijo arrancandole las medias y

arrojándoselas a los ojos.

–Vaya, unas medias rosas.

–Sí, monstruo horrible. Adivino toda la historia. Estabas borracho y se han

burlado de ti!

–No… Olympe…

–¿No? ¿Y ese pie? – preguntó ella tomando la media.

–Vaya, es cierto; ¡canalla! Fue ese gran imbécil de Schwartz.

Permaneció consternado, levantando de vez en cuando sus ojos enrojecidos hacia

su esposa y llevándolos a continuación sobre sus pies descalzos.

–Soy ridículo…

–Al fin lo reconoces… Y mientras tu esposa se levanta para ir a alcanzarte y se

muere de preocupación, tú ensucias tu nombre con una cortesana.

–Olympe, perdón, no lo volveré a hacer… La culpa es del capitán Schwartz.

–El Sr. Schwartz no es mejor que tú. ¡Acuéstate y duerme la mona!

Un criado ayudó a meter al consejero en la cama.

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104

Wilhelm Guntzer durmió hasta el mediodía, tomó un baño y se encontró

completamente restablecido cuando se puso su pijama e introdujo sus pies en unas

zapatillas que le pertenecían. La Sra. Guntzer estaba ahora de buen humor y, como

Betly había ido al castillo llamada por su tía Hélène, los dos esposos se comunicaron

sus impresiones, tras el almuerzo.

–¡Ah!, querida,– dijo el consejero – si supieses todo lo que se dice en T? Ponen

bonita a tu hermana.

–Tú sabes que Héléne es una mujer decente.

–Caramba: habrá hecho un hijo sin darse cuenta.

–A decir verdad, para no sacarlos de quicio, yo simulo creer en la honestidad de

Knauss.

–Nuestro interés personal está en juego. Las cartas anónimas no logran devolver

la razón a ese loco de Rodolphe, por lo que hemos hecho bien en adoptar otra táctica.

–¡Hay que esperar a que el marido adivine por sí mismo que ha sido

horriblemente engañado!

–¿Continúan con su pequeño paseo, los enamorados?

–Ayer estaban solos en el parque.

–Hay un medio de llegar al objetivo que perseguimos. Emborrachar a Knauss y

hacerle hablar. Así le devolveré su propia moneda.

–Eres de una simplicidad…

–Es decir que el doctor ha actuado como un traidor.

–Y tú como un idiota.

–Me vengaré, me vengaré. El problema es que ese hombre está muy sobrio. Si se

pudiese mezclar en su brebaje…

–¿Quieres envenenarlo?

–Quisiera hacerle probar alguna sustancia que le indujese a hablar. La idea es de

Schoffheim.

–Tonterías

–¿Cómo?...

–Mi pobre Wilhelm, las plantas que producen el efecto que pretendes no existen

más que en la imaginación calenturienta del Sr. Schoffheim…

–Luego, qué hacer?

–Esperar.

–Yo había pensado en pagar a algunos bribones para zurrar a esa víbora.

–Acabarías en prisión.

–¿Eso quiere decir que estamos obligados a asistir, sin decir nada, a todo lo que

pasa?

–El futuro de nuestros hijos…

–Yo contaba con el Gran Duque.

–No hay nada que esperar por ese lado.

–¡Ah!, el padre Steeg ha tenido una bonita actitud para ser reverendo…

–¿Y que queráis que hiciese?

–¡Que impidiese a la condesa entregarse a ese hombre!

–Mi buen Wilhelm, el Sr. Knauss es más fuerte que todos vosotros. Vendría y os

compraría sin que pudieseis daros cuenta.

–¡Y decir que es ese tipo dice ser orgullo del reino! ¡Hay que avergonzarse de ser

bávaro!

–Esperemos al final, te lo repito.

–¡El final! ¡El final! Seremos desheredados…

–Vamos, Wilhelm, un poco de valor.

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–Es my fácil decir «un poco de valor» cuando se ha intentado lo imposible,

cuando después de treinta años de leales servicios en la magistratura, uno se ve siendo el

juguete de una especie de loco!

Betly entraba en ese momento llevando una carta en la mano…

–Mamá, mamá.

–¿Qué ocurre?

–¡Oh! ¡es espantoso!

La joven se sentó muy pálida sobre una silla y se fundió en lágrimas:

–Pero habla pues – exclamó Guntzer.

–Y bien, que hay de extraordinario – continuo la Sra. Guntzer–… Os escribís

regularmente cada quince días.

–Tengo miedo a que ya no me quiera.

La Sra. Guntzer tomó la carta y la ojeo rápidamente.

–No, exageras, mi Betly. El Sr. de Vermond está retenido en Francia por

circunstancias familiares. No faltará a su palabra. Es un aristócrata.

–¡Le había anunciado con dicha que pronto mi tía Hélène iba a ser madre!

–¡Ah! caramba – dijo Wilhelem, –esa sí que es buena. El francés habrá deducido

que la sucesión se nos escapaba y nos abandona.

Y olvidando la presencia de su hija, gritó, loco de rabia:

–Ese Knauss, ¡lo mataré!

–¿El Sr. Knauss? – murmuró Betly – ¿Acaso nos habría denigrado ante mi novio?

Eso es imposible. El doctor siempre me habla con la mayor deferencia. Tú te equivocas,

papá. Te lo aseguro… te equivocas…

La Sra. Guntzer devolvió la misiva a su hija:

–No llores, Betly, arreglaremos este asunto.

–Es fácil de decir – gruño el consejero.

–Señor Guntzer…

–Está bien…

El consejero posó sus gafas sobre la nariz y se puso a leer un periódico.

Betly tomo la palabra:

–En el momento en que salía del castillo, cuando el cartero me ha entregado esta

carta, me he apresurado a comunicarla a mi madrina…

–¿Y qué piensa de esto la tía Hélène?

–Me ha dicho que me equivocaba al preocuparme. Sin embargo, madre, esta frase

me produce inquietud…

–Veamos, la he leído muy rápido…

La joven entregó la carta y leyó lo que sigue por encima del hombro de su madre:

«… Puedes estar segura, mi querida amiga, que no te olvidaré jamás. Si, por

desgracia, razones de un interés superior te impidiesen convertirte en mi esposa,

siempre conservaré el más sincero y el mas profundo recuerdo de tu tierna amistad…»

–¿Y bien? esto está muy bien… ¿Dónde ves tú que quiere romper con nosotros?

Continúa.

«… Un tío, el marqués de Saint-Pierre, muy testarudo, ya te lo he dicho, que,

como sabes, vive en provincias, ha venido a Paris en compañía de uno de sus amigos.

Esos caballeros han dicho a mi padre que consideraban mi matrimonio con una

extranjera como algo imposible. Mi querida Betly, mi bella y dulce novia, yo creía que

el amor estaba por encima de todo y de todos… Sufro horriblemente …»

La Sra. Guntzer interrumpió la lectura:

–¿Sufre? ¡Entonces, regresará!

–Mamá…

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–¡Te digo que volverá!

Betly salía del salón consolada a medias.

El ruido del timbre la sobresaltó.

–¡Ah! – dijo el consejero –aquí está Schoffheim.

El médico entró. Desde hacía algunos meses, su rostro de viejo marfil se había

alterado, su piel apergaminada tomaba aquí y allá tintes de un rojo oscuro. El odio que

cobijaba en su alma le hacía perder el apetito.

–¿Y bien, mi querido doctor?

–Nada nuevo.

–Hemos luchado…

–Y no contentos – dijo la Sr. Olympe.

–He hablado de tu idea de mezclar algo en el brebaje de Knauss. Parece que es

imposible Pregunta a mi esposa.

–¡Wilhelm!

Schoffheim sonrió.

–Creo que la partida todavía está perdida.

–¿Cómo es eso?

–El conde debe ir a la corte con Su Alteza. He visto a nuestros amigos, y sé que se

le prepara una acogida glacial.

–¡Eh! ¡eh! eso no está tan mal – dijo Guntzer.

Olympe sacudió la cabeza:

–Rodolphe se burlará de la corte como se ha burlado de nosotros.

La Sra. Guntzer dejó el salón alzándose de hombros en señal de piedad, y los dos

conspiradores se pusieron a beber durante el resto de la jornada. El consejero, ebrio la

víspera, fue llevado por la noche a su cama medio muerto.

Schoffheim – el excelente Frédéric – se retiró titubante, y como por los caminos,

encontró con el doctor Knauss, hizo una especie de saludo en voz baja a su colega, no

deseando en nada ser declarado responsable de lo que pasase.

A cada paso, el médico murmuraba:

–¡Qué revancha, amigos míos! El día del castigo, pagará cara su plaza.

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XIII

Schoffheim no se había equivocado. En la corte de S. algunas miradas

curiosamente intercambiadas no habían escapado al conde de Alhenberg. Al principio,

Rodolphe se había reído con las preguntas bizarras de sus amigos, bromas anodinas que

la situación inspiraba; pero poco a poco, durante el viaje de S. a Alheberg, su naturaleza

sospechosa se había puesto alerta. Si bien no ponía en duda la fidelidad de su esposa,

recordaba la primera nota anónima, y, no estaba lejos de admitir que Knauss la había

dormido en el momento del experimento. ¿Por qué, por discreción, él no había asistido?

Decididamente debió contenerse para permanecer frío y tranquilo ante las

alusiones y los subentendido de los familiares de la casa del Gran Duque.

Cuando llegó a su domicilio, su rostro estaba atravesado por esos colores intensos

y siniestros de antaño: permaneció un instante acodado sobre la mesa, y pareció

reflexionar profundamente. De vez en cuando, ese coloso pasaba sobre su frente una

mano ardiente. Casi a su pesar, se levantaba de su asiento, daba algunos pasos por la

habitación para volverse a sentar de inmediato: parecía sonreír a una especie de

murmullo lejano. Volvía a ver a la alegre compañía que acababa de dejar; se acordaba,

palabra por palabra, de las conversaciones de la víspera. Los jóvenes habían esperado la

marcha de las princesas, y uno de ellos se había permitido decir que en París existía un

personaje ilustre en la ciencia que se llamaba « el hijo de la jeringuilla »… Él había

tratado de sonreir, pero se había vuelto completamente pálido, y el bromista se había

hecho muy pequeño ante sus ojos llameantes.

No había respondido; pero ante su movimiento de impaciencia, todos los labios

callaron. Entonces un secretario de la embajada de Austria había tratado de arreglar todo

recordando el éxito de las experiencias de Viena.

Sí, en ese momento, Rodolphe volvía a ver la mesa real donde el champán

burbujeaba en sus finas copas de cristal; escuchaba las risas de aquellos a los que el vino

los colmaba de alegría y de franqueza. El secretario de embajada que había apoyado a

Knauss, parecía decir que eso era por pura complacencia, y el Gran Duque Jacques

parecía ser de su opinión.

Él era el amo en Alhenberg; él lo demostraría.

El conde llamó e hizo pedir, por una doncella, si la condesa podía recibirlo. La

repustas no se hizo esperar: Hélène estaba feliz de volver a ver a su marido.

Subiendo la gran escalera que conducía al apartamento de su mujer, trató de

suavizar el rictus de su rostro: le resultó imposible.

La condesa lo recibió tendiéndole los brazos. El no se atrevió a rechazar esa

caricia, pero la fisonomía conservó toda su dureza.

–¿Qué pálido se te ve! – dijo ella.

La miró tristemente; luego, sin transición, brutalmente:

–El Sr. Knauss debe abandonar esta casa.

–El Sr. Knauss… que…

–No quiero hacer más el ridículo, ya he tenido bastante.

Ella se volvió de una palidez marmórea y sus ojos se fijaban sobre él como sobre

la aparición de un espectro; juntó las manos con un gesto de plegaria y quedó allí, con la

boca abierta y la mirada completamente turbada.

–¿Por qué quieres que se marche?

El conde no respondió.

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–Te lo suplico, háblame. ¿Ya no creerás?... ¿No supondrás? ¡Es odioso! Yo soy tu

esposa, llevo tu apellido. ¿No querrás matarme, verdad? ¡Una emoción así, en este

momento, sería terrible para nuestro hijo! Yo te amo. ¡No me prohíbas quererlo a él! Tu

eres bueno, Rodolphe. Es tu amigo. ¿Pero no comprendes que tu silencio es un insulto?

–No te canses así.

–¡Ah! Sabía que encontrarías una razón. Tenía un mal presentimiento. Tus amigos

de la corte seguro que han proferido palabras ligeras – ¿se acabó, no es así, se acabó?

Ella lo rodeó cariñosamente con sus brazos:

–Yo siempre te he amado, Hélène.

Entonces, él le tomó las manos y le confió las burlas latentes, las ironías, todo

aquello de lo que él había sido víctima. Su honor, la reputación de su esposa, todo lo

impelía a apresurar la partida del doctor. Él hablaba así, y por momentos su voz se

volvía estridente. Al final añadió:

–¿Cuál es tu opinión, Hélène?

Ella levantó los ojos hacia él, animosa y pura:

–¿Tú no quieres que me muera, verdad?

–Hélène…

–Si quieres tenerme, si quieres tener la alegría de ser padre, el doctor Knauss debe

quedar aquí. ¿Por qué? no puedo explicarlo. Necesito verlo… hablarle…

–Pero entonces, es cierto lo que dicen. Yo soy un marido ridículo. ¡Knauss ha sido

infame!

–Señor…

–Esto es para volverse loco. Hay en todo esto un misterio. Este hombre tiene

sobre ti un poder diabólico y ultrajante para mí. Debe marchar.

–¡No se irá! – respondió la condesa con energía.

La cólera alcanzó a su marido hasta tal grado que a punto estuvo de precipitarse

sobre ella. Sus ojos estaban inflamados de ira:

–Tened cuidado, señora…

–Soy la condesa de Alhenberg – dijo con una altivez desdeñosa – ¡no soy

sospechosa!

Con un gesto, ella le indicó la puerta. Él salió vacilante, avergonzado, curvándose

bajo la mirada de su mujer.

Transcurrieron algunos días así.

La condesa raramente salía del castillo; el doctor Knauss comenzaba a darse

cuenta del aire preocupado de su amigo. Knauss fue a conversar con el reverendo. El

padre Steeg enseguida adivinó la tempestad que se desataba en el cerebro de Rodolphe,

pero no quiso afligir al doctor.

–El conde tiene un carácter muy especial – dijo – Lo conozco desde hace muchos

años; tengo sobre él cierta ascendencia. Le hablaré…

El padre Steeg mantuvo, en efecto, una amplia conversación con el conde, ,pero

no logró arrancarle el secreto.

El señor arisco, había vuelto a beber en compañía de Schoffheim y de su cuñado;

y, mientras el doctor trabajaba en su pabellón, los tres se dedicaban a espantosas

competiciones de embriaguez.

Los dos amigos tenían mucho cuidado en no irritar a su anfitrión; y, si a veces el

conde daba rienda suelta a su indignación contra los cortesanos, el médico juntaba las

manos:

–Está usted equivocado, mi querido conde, insultando a aquellos que no saben

nada. Nosotros también estábamos engañados. No me cuesta nada declararlo a pesar de

mi cualidad de médico.

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El consejero añadía:

–Escucha, Rodolphe, hay que perdonar a los ignorantes. Hay que dejar pasar el

tiempo. Cuando un bonito bebé te llame «papá», te reirás de los imbéciles y los celosos!

Esas palabras alcanzaban su objetivo: exasperar a Rodolphe. Algunas veces, él

pretextaba un viaje, afirmando que permanecería varios días ausente de su condado;

pero, regresaba bruscamente para sorprender la horrible incertidumbre que le torturaba a

cada momento de su vida.

Knauss parecía no estar en absoluto preocupado del espionaje al que le sometía el

conde; veía a Hélène casi todos los días y continuaban prescribiendo las medidas que él

creía necesarias para la enferma. El gran libro en el que trabajaba estaba casi terminado.

Se trataba de un estudio muy completo sobre la Generación artificial en la especie

humana. La obra aparecería en primer lugar en alemán y sería traducida al inglés y al

francés. La obra era ingente y suponía todo un consuelo para su autor por todas sus

noches en vela y sus trabajos.

A menudo, acudía al priorato. Encontraba un placer enorme conversando con el

padre Steeg. Había tomado en consideración todas las objeciones de la Iglesia contra la

idea que constituía el objetivo de su vida. Su obra exponía los principios de la teoría de

la generación, y se desarrollaba mediante consideraciones filosóficas, tanto desde el

punto de vista legal como el punto de vista religioso: el aspecto social también abarcaba

un importante lugar.

La ciencia tiene su orgullo, él más legítimo de todos. También, ansiaba Knauss

alcanzar la gloria.

Había querido también dejar una amplia parte a las susceptibilidades naturales de

la mujer, y no se hacía ninguna ilusión sobre las luchas terribles que su proceso

suscitaría en algunas familias.

La condesa Hélène le había servido de referencia. Todas las fases por las que la

enferma había pasado eran reproducidas con una atención escrupulosa. Pero como

destinaba su libro a la divulgación, se había esforzado en suprimir casi todos los

términos médicos para permitir a los menos avezados en el tema, seguirle paso a paso

en su tesis.

Desde luego, esperaba críticas violentas que no dejarían de producirse. Para dar

más crédito a sus afirmaciones, para suprimir toda personalidad ruidosa, consentía en

hacer un sacrificio que hubiese sido penoso para más de un trabajador: no firmaría su

obra. Le parecía que actuando de ese modo, las diversas opiniones podrán producirse

más fácilmente.

Respetuoso de la verdad, declaraba en voz alta, en el prologo, que la primera idea

pertenecía a un francés que era el auténtico innovador, que las experiencias más

numerosas habían tenido lugar de entrada en Francia y que él no era más que un apóstol.

… Una noche, el conde Rodolphe, espoleado por la embriaguez, había quedado

solo en el salón. Hablaba muy alto ante el espejo y gesticulaba como un demente. En un

momento se irritó tan fuerte que rompió entre sus dedos un vaso de Bohemia. La vista

de la sangre lo exasperó todavía más, vendó la mano con su pañuelo y llamó.

Apareció un criado.

–Advierte al doctor que tengo que hablar con él aquí.

El criado se inclinó.

Algunos instantes después, el doctor Knauss se presentaba:

–Me han dicho que me esperabas.

–Sí. Quería hablarte, pedirte un auténtico favor…

Hablando así, su voz estaba alterada y, a su pesar, presentó al doctor su mano

rodeada de la tela sangrante.

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–¿Estás herido?

Y como Knauss vio a sus pies los trozos de cristal, dijo:

–¡Dame tu mano!...

–No vale la pena.

–Como me hablas, Rodolphe… A mí, tu amigo. ¿Me ocultas algo?

–Es cierto.

Y sin transición, como si se desprendiese de un pesado fardo, arrojó esta frase:

–¡Quería decirte que tu presencia aquí me deshonra y ya es hora de que te vayas!

Knauss lo miró aterrorizado, inmóvil.

–Rodolphe, estás borracho…

–Borracho o no, he dicho.

–¿Has reflexionado bien las palabras que acabas de pronunciar?

–Sí.

–¿Y no lo lamentas?

–No lamento nada.

–¿Entonces es esta la recompensa que me reservabas?

–Nada de frases, te lo suplico. Quiero que abandones esta casa. Te irás…

–¡Desdichado!

–Partirás…

–No.

–¿Cómo? ¿Osarías desafiarme?

–Cumpliré con mi deber hasta el final, si yo me alejase ahora, tu esposa tal vez

muera, y yo quiero proseguir mi obra.

–¿Tu obra?

–Sí, mi obra. ¿Te atreverás a ponerme en la puerta por tus criados?

–¿Pero no sabes, insensato, que me invaden inquietudes terribles… que si me has

engañado, y si el hijo que mi esposa lleva en su seno no fuese mío, la aplastaría a ella y

a su fruto?

–¡Cobarde!

–Knauss, se prudente.

–No tengo ningún temor; ocurra lo que ocurra, tus palabras han destrozado mi

corazón; ¡lamento haber venido!

–¿Por qué te niegas a partir? No tienes nada que hacer aquí.

–¡Voy a decirte por qué!

Entonces, con los dientes apretados, el conde continuó:

–Pero es que tu amas a mi esposa y no puedes volver a verla ni a escucharla.

El doctor, tomado de improviso, dudó al principio durante algunos segundos.

Conocía bien al conde, pero estaba tan poco preparado para este argumento, después de

haberlo visto durante largos meses mantener todos los asaltos del que él era la causa, –

que, a pesar de todo – le creía determinado a arrojar lejos todas las insinuaciones de las

que su esposa y él podrían ser objeto. ¿Acaso no había dado ya pruebas evidentes,

cuando se había tratado de las intrigas subterráneas de los Guntzer y Schoffheim?

Con esta facultad que poseía de recuperarse muy pronto, tomó partido, y con voz

tranquila respondió:

–Basta: iré a vivir, si es necesario, al albergue que está cerca, pero en cuanto a

marcharme antes del parto, jamás. No tengo que darte explicaciones. Tu mirada de

bestia feroz no me asusta, ¡lo sabes bien! Yo era tan feliz de haber traído la alegría a tu

hogar. Has hecho bien en despertarme bruscamente.

Había tanta voluntad y al mismo tiempo amargura, en las palabras de Knauss, que

el conde pareció turbado.

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–He ido demasiado lejos.

–No. Has dicho lo que pensabas. Ahora me doy cuenta. Nos has hecho espiar a tu

esposa y a mí. Te habrán contado, sin duda, que la condesa de Alhenberg era una

infame, que yo era el cómplice de su adulterio. En otras ocasiones serían los chismes de

todos los días, entonces tú te alzabas de hombros! Ahora has reflexionado. Te has

convertido en mi espía. ¡Ah! está bien, lo que has hecho es digno de un alemán. Si

pudieran verte tus antepasados, tendrían motivos para enorgullecerse en sus tumbas. Tú

eres un gran señor. Pues bien, no te han engañado, amo a tu esposa…

–¡Knauss!...– gritó el conde agarrándole el brazo.

–Puedes destrozarme, yo quiero a tu bella y dulce compañera… Si mi amor es

puro, inmaterial, ¿qué te importa? ¿Acaso eres digno de comprenderme, corredor de

montaña, cuyo corazón esta lleno de lodo? Continúa con tu odioso sistema. Entrégame a

la justicia, destrózame, forzudo de feria, tu crueldad jamás mitigará mi asco.

El conde había soltado el brazo de Knauss:

–¿Te burlas?...

–Sí, me burlo y sobre todo desprecio… pero permanezco en mi puesto a pesar de

todo, y me rio de tu alta estatura, señor gigante. Me pareces más pequeño que el pobre

chico al que atendí ayer. ¡Si el alma existe, la tuya no vale más que los huesos de ese

niño! Ella está enferma… No tenemos remedios. ¡Y yo voy a hacerte padre! ¡Que

hazmerreir! ¡qué angustia, mi amo! Ahora tengo miedo por ese niño que vendrá al

mundo; pero si su madre muriese, yo vendría a arrancártelo.

–Loco…

–¡Oh! ahora puedes tratarme de loco: parece ser la moda en este país. Dentro de

algunos meses, habrás olvidado a Knauss y su historia. Se creará alguna leyenda

divertida. Se reirán y todo estará dicho. ¡Continua bebiendo y que el vino del Rin te

conceda bonitos sueños!

El conde quedó abrumado, ebrio de sangre y de alcohol; cayó como la bestia que

es abatida por el carnicero.

… En ese momento se escuchó la campana del priorato. Los monjes se levantaban

para ir a la capilla. Knauss se paseó febrilmente por el parque al claro de la luna,

escuchando el croar de las ranas que ahogaban, a su aproximación, en el río, los gritos

lúgubres y los aleteos de los pájaros nocturnos. Se sentó sobre una piedra y, mirando las

temblorosas estrellas que morían en el cielo, de repente se horrorizó de la ciencia.

Luego, bruscamente, sus ojos se iluminaron; regresó poco a poco a la realidad. Se

representó la naturaleza humana como una máquina imperfecta que no tiene

responsabilidad de su mecanismo y sus resortes. Se sintió muy grande al lado del coloso

que dormía el suelo de los brutos…

Y, de pie ante la majestad del cielo, murmuró estas palabras:

–Marcharé; ese es mi deber.

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113

XIV

Los habitantes del pueblo de Alhenberg se preocupan con mucho interés de la

situación de la condesa Hélène: uno pretendían que todos los rumores que corrían eran

falsos y que el conde sería padre como todos los padres; otros, pensando en el largo

espacio transcurrido desde el matrimonio de los señores, afirmaban que el embarazo era

simulado: apoyaban sus argumentaciones en base a que el rostro de la dama no estaba lo

suficientemente desfigurado por el embarazo, y añadían que dentro de algunos meses

tomarían en un hospicio vecino a un niño varón para hacerle heredero de Alhenberg;

algunos todavía repetían muy convencidos, que el conde había sido engañado por el

doctor Knauss, y que seguramente un día se destaparía un espantoso escándalo. A decir

verdad, estos últimos eran los menos numerosos, y sus hipótesis se basaban en

circunstancias exteriores. Se planteaba una sola cuestión: ¿Por qué las ventanas del

doctor y las de la condesa eran las únicas del castillo iluminadas una parte de la noche?

Las gentes del pueblo eran unánimes en reconocer que el doctor Knauss, antaño

tan afable con ellos, ahora pasaba indiferente ante los saludos de todos. Incluso a

menudo, se le veía por los caminos deteniéndose en los senderos sembrados de

clemátides recoger flores y romperlas con mano febril.

En cuanto a la condesa, jamás había sido más compasiva. Las buenas gentes la

veranaban como a una santa. Cuando veía madres llevando a sus hijos en brazos, en

medio del camino polvoriento, hacía detener sus caballos para tomar a los niños un

instante y acariciarlos a gusto. Decía que se estaba acostumbrando para más adelante.

En las conversaciones del pueblo, los padres de familia afirmaban que la condesa

no había podido ser culpable.

Sin embargo, se la veía a menudo pasar del brazo del doctor, ir lejos, muy lejos

para perderse en la sombra y en el verdor. Unos curiosos los habían seguido, y se sabía

que permanecían allí, sin hablar, largas horas, y que sus miradas se sumían en una

especie de éxtasis… Bruscamente, los paseos habían cesado; el doctor parecía huir de la

condesa. Varias veces, unos vecinos habían escuchado a la condesa llamar a Knauss en

el momento en que este se disponía a partir para la montaña. Knauss simulaba no haber

escuchado. Se deslizaba discretamente detrás de los muros oscuros, tomaba los caminos

que salían del castillo, y cuando se encontraba solo en medio del campo, era presa de

una excitación febril que le arrancaba sollozos.

Los comentarios se disparaban, y se acababa por confesar que había en todo esto

un raro misterio. Pero, ahora, nadie se atrevía a sospechar de la condesa; incluso, para

los más simples del pueblo, las mujeres adúlteras están marcadas con un estigma fatal.

Fue entonces, cuando los más instruidos del pueblo se atrevieron a hablar del

experimento del doctor Knauss. Fueron lejos en sus acusaciones, y luego se produjeron

vacilaciones. ¿Y si el asunto era real? ¿La condesa sería una bendita? ¿El doctor un

enviado de Dios? Quién sabe. Lo que le daba crédito era la veneración con la que el

Reverendo Padre Steeg, tan justamente estimado en Alhenberg, rodeaba al Sr. Knauss.

¿Un enviado de Dios? Pero el doctor nunca iba a la iglesia. No era comprensible,

y como el espíritu de las pobres gentes tiene necesidad de recibir satisfacción, se creó

una leyenda.

La condesa estaba tocada por la gracia: ella concebiría como la Virgen María. Era

una nueva Inmaculada Concepción. Se la había visto rezar, y una noche un ángel se le

había aparecido, revelándole que sería madre. ¡Era un milagro, un gran milagro! Se

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114

añadió a la palabra «Virgen» una expresión que no puede traducirse más que por la

palabra «loca», pero que, en el lenguaje místico, significa más bien turbada,

atormentada.

Ella iba a ser madre, pero era virgen para los creyentes, al no ser la concepción

debida al contacto inmediato del hombre. Así pues, el experimento del doctor Knauss,

que desde el principio había parecido monstruoso, tomaba ahora, incluso a los ojos de

los despreciables, una forma absoluta de castidad y misterio. El parto tendría lugar sin

dolores, sin mancilla.

La Virgen aparecía como una manifestación soberana del poder de Dios. Todo lo

que se pudiese decir desde el punto de vista científico, en relación con el experimento

del doctor, quedaba sin efecto ante la robusta fe de algunos habitantes del pueblo de

Alhenberg; y si, en la conversación, los viejos de barbas frondosas, realizaban alusiones

fuera de lugar, las buenas mujeres hacían justicia de inmediato. Ya se enseñaba a los

niños a venerar a la condesa como a una de esas mujeres predestinadas, señaladas con el

dedo de Dios: aún no estaba en sus oraciones, ni se la consideraba todavía como una

santa, propiamente dicha; pero, sin reflexión, sin premeditación de ninguna clase, de un

modo absolutamente instintivo, los hombres la saludaban con más respeto que antes y

las mujeres se santiguaban a su paso como ante algo sagrado.

Y como las cosechas eran más abundantes, las granjas estaban más abastecidas,

las transacciones comerciales más fáciles, los celosos católicos de esa parte del Tirol

bávaro – tanto por creencias religiosas, como por mentalidad pueblerina – atribuyeron

todas sus alegrías y todas sus esperanzas a la persona tocada por la gracia divina, ¡a la

virgen!

Esperaban ver acontecimientos extraordinarios en el momento del nacimiento del

niño, y se preparaban a celebrar el parto de la condesa con festejos públicos. Unas

jovencitas, vestidas de blanco, debían dirigirse al castillo y saludarla como antaño

Gabriel saludó a la madre de Cristo.

La exaltación popular fue tal que se enseñó a los niños a balbucear una oración en

la que se invocaba el nombre de la condesa Hélène.

El consejero se divertía mucho con todo eso, y cuando por la noche, ebrio de

alcohol, escuchaba a las gentes conversar sobre el misterio, se dedicaba a pellizcar a las

jóvenes y les decía, en su lenguaje de borrachín, que él también era virgen y que había

que adorarlo. El grueso Guntzer, incluso llegaba a prometer dar una prueba de lo que

decía a las muchachas de Alhenberg…

El Reverendo Padre Steeg trataba en vano de que el padre de Betly recuperase la

cordura. Él le representaba en elocuentes términos, la existencia tan honesta de la

condesa y le decía que había que tener piedad del descarrío religioso de las buenas

gentes del pueblo; no era con ironía como devolverlas a la realidad.

–Entonces, francamente, mi reverendo, ¿cree usted en el milagro?

–Yo creo en la ciencia y en la bondad de Dios.

–Pero, reverendo, entre los señores de la corte, hay sabios: el químico Kern, el

profesor von Adler, los doctores Fuchs, Fischer, Schultz… Y bien… toda esa retahíla de

hombres distinguidos se burla del doctor Knauss y de su ciencia.

–La condesa es una mujer decente…

–No digo que no; pero pudo haber sido engañada…

–El doctor Knauss está por encima de las pasiones humanas.

–¡Oh!, mi reverendo, como dice usted eso: « por encima de las pasiones humanas

»… Nadie, no, nadie. La carne es débil.

–Los sacerdotes, señor, que han hecho voto de castidad tiene la gracia para

apoyarlos.

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115

–Pero el doctor no puede tener la gracia; no cree ni en Dios ni en el diablo.

–Tiene voluntad.

–¿Y usted respondería de su virtud?

–Sí.

–Pues bien, voy a decirle una cosa: ¡Usted y Knauss son unos iluminados!…

–Señor Guntzer…

–Sí, ¡unos iluminados!

El sacerdote miró al hombre y no respondió.

… El conde Rodolphe se libraba cada vez más a la orgía. Todos los

razonamientos, todas las súplicas chocaban contra esa naturaleza salvaje. Volvía a ser el

duro cazador de la montaña, el gran bebedor que ponía su gloria en vaciar la copa de los

antepasados. Los malos instintos lo acosaban por completo; se le veía jurando contra los

criados, martirizando los caballos, fustigando a sus lacayos, arrastrando a los furtivos

sorprendidos al acecho por sus guardas, en definitiva, feroz. Su mirada había recuperado

los salvajes brillos del animal herido; la voz se había vuelto seca y aguda, el gesto

brusco y brutal, el caminar altivo, era imperioso con todos. Cuando entraba en sus

cuadras con el bastón en la mano, los palafreneros temblaban, y todos esos antiguos

muchachos endurecidos que él había ido a recoger en los barrios pobres de Munich,

habrían tenido menos miedo del fuego que de la llegada de su amo.

Los Guntzer estaban radiantes. Ahora comprendían que el conde jamás amaría al

hijo que vendría al mundo y que, a partir de ahora, podrían esconder su odio y su

despecho.

Sin embargo, de vez en cuando, el salvaje Alhenberg daba un giro sobre sí mismo;

le volvían a asaltar las dudas; el gigante se hacía humilde:

–Knauss, he sido excesivamente violento. Tienes que perdonarme.

–No tengo ninguna razón para hacerlo; eres débil como todos los hombres. Hoy,

lamentas tus acusaciones; mañana volverás a caer en las mismas faltas. Tu amistad me

consolaba de las calumnias; ahora, fíjate, lo mejor es esperar el acontecimiento.

… Una mañana, se produjo una gran emoción en el castillo; ¡las campanas

repicaron en el priorato! El conde acudió radiante al pabellón del doctor:

–¡Un niño! ¡Oh! ¡Knauss! ¡un hijo!

¡Había olvidado todo!

Quiso tomarle las manos para besarlas, pero Knauss las retiró suavemente.

Durante varias semanas, nada pareció haber cambiado en la vida del sabio. Asistió

al bautismo del niño, prodigó sus cuidados a la madre y retomó sus trabajos cotidianos.

El Reverendo Padre Steeg llevó al Sr. Knauss aparte:

–Mi querido doctor, necesita descansar. Los editores esperarán por su libro si hace

falta, pero no se fatigue de ese modo.

–¿Descanso? – adoptaba un aire asombrado. – Tan pronto tenga esta obra

terminada, comenzaré de inmediato otra y será así hasta que mi cerebro esté ocupado.

¡La inacción es la muerte!

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117

XV

¡Era madre!

La condesa tuvo uno de esas revelaciones misteriosas que modifican y depuran al

individuo. Las cosas a las que hasta ese momento no había prestado más que miradas

distraídas, tomaban a sus ojos formas grandiosas.

Había llegado el invierno. Todo era alegría, embriaguez vital, una transformación

de todo su ser: los bosques deshojados jamás habían tenido ese silencio, las flores de los

invernaderos nunca habían sido tan bellas, las risas de los niños jamás parecieron tan

sonoras. ¡Para ella, la vida estaba por todas partes!

Por desgracia, en medio de esos transportes, todavía la invadían angustias terribles

cuando las burlas de su hermana no hacían más que aumentar.

Escribió algunas páginas de su diario diciéndose que esta vez, al menos, no

usurpaba el dulce nombre de madre.

22 de diciembre.

…« He encontrado las hojas escritas cuando todavía no era madre y he vertido

lágrimas al recuerdo de las horas benditas en las que mi corazón se estremecía de

esperanzas. ¿Por qué estas tristezas incomprensibles vienen a asolar mis pensamientos?

Mi hermana me ha caudado dolor y comienzo a convencerme de que Olympe nunca

será seria. Tan pronto he dado a luz, la he escuchado decir a una vieja amiga, que había

venido a visitarme:

–¡Oh! quiero ver si el niño está hecho como los demás.

Yo estaba casi adormecida, pero me llegó como un murmullo lejano de palabras y

de confidencias sofocadas. Sentía que las mujeres miraban a mi hijo con ojos

sorprendidos. Todas esas palabras pronunciadas en voz baja, yo las escuchaba; todas

esas sonrisas equívocas, las veía. ¡Mi pequeño Fritz ha sido objeto de un examen cruel!

El Sr. Knauss estaba de pie junto a mi cama. Y mientas el Sr. Schoffheim hablaba en

voz alta, y reía muy fuerte en la sala contigua con mi cuñado, yo dirigía mi mirada hacia

el doctor. Él, que de ordinario es tan tranquilo, se paseaba lleno de fiebre, y pasaba una

mano irritada por su frente. En dos ocasiones, ha dudado para ir al encuentro de esos

caballeros e imponerles silencio, pero ha leído sobre mis labios un ruego mudo y se ha

contenido por amor hacia mí. Cuando Rodolphe ha llegado a la habitación, el Sr.

Knauss ha salido muy serio. Me estrechó la mano y no arrojó siquiera una mirada a mi

marido. He suplicado a Rodolphe que le hable. Me ha dicho que el Sr. Knauss estaba

demasiado absorto en su obra y que no había que alterar su silencio y su frialdad. Todos

los sabios están, según parece, sometidos a estos aislamientos intelectuales».

25 de diciembre

…« Quería ir a la capilla, pero el doctor se ha opuesto; debo esperar aún algunos

días antes de salir. Como me gustaría, en estas fiestas de Navidad, agradecer a la Virgen

y ver al divino Jesús en su belén! Mi Fritz es tan bonito como el hijo de María: está ahí,

tranquilo y descansando en su camita de encajes y se diría que su boca llama a los

besos. Jamás me ha parecido tan guapo. Sin embargo, algo me atormenta… El doctor

Page 118: El creador de hombres

118

está sombrío, huye de la presencia de Rodolphe. He preguntado a mi marido en varias

ocasiones, y él ha tratado de llevar la conversación a otro tema. ¡Cómo se cambia! Voy

a besar a Fritz para consolarme… Se despierta, sus deditos rosados se mueven, su

cabeza rubia se vuelve hacia mí. ¡Oh! que guapo es mi adorado Fritz! Esta mañana, me

encontraba un poco indispuesta y he rogado a Adolphe que avisara al Sr. Knauss.

Cuando el doctor entró en mi habitación, pude observar la palidez de su rostro. Hemos

quedado solos. Quiso ver si yo tenía fiebre y su mano me pareció más ardiente que la

mía.

–¿Se encuentra mal? – le dije.

–No, señora, trabajo.

–Usted decía que el trabajo era un placer…

–Eso depende de las horas y las disposiciones.

–Descanse…

–¡No puedo!

–Vamos… vamos… ¿no me está ocultando algo? –añadí.

–Se lo juro.

–No jure; iba a decir…

–Señora…

–Quiero que me lo diga.

Trató de sonreir.

–En realidad, se diría que soy yo quien está enfermo – me dijo.

–Tal vez. Si es así, quiero curarle.

–Usted sería un buen médico.

–No lo sé, pero soy curiosa como todas las mujeres.

En ese momento sus ojos se han vuelto sombríos: he tenido miedo de haber

hablado de más y me he detenido bruscamente en mi interrogatorio.

La nodriza entró. El Sr. Knauss besó a mi Fritz:

–Me gustan tanto los niños.

–¿Es bonito mi hijo?

–¡Es extraordinario!

–Dice eso con un tono doloroso…

–Se equivoca…

–No. Hace varios días, lo observo. Parece que tiene algo clavado en el corazón

que lo tortura y que no quiere decir. Es que me arrogo el derecho de interesarme por sus

penas.

–Soy feliz, señora, de escucharla habar así… Mire usted, los sabios se creen más

fuertes de lo que realmente son. El frío análisis no les basta siempre en las batallas de la

vida.

El niño reposaba sobre mis rodillas: él lo ha acariciado. Me pareció que una

sonrisa de alegría iluminaba los ojos azules del querido ángel! Fritz miraba al gran

hombre con las miradas que tiene para las imágenes de los santos que su nodriza le

enseña.

Esa noche, Rodolphe ha venido a verme. Hablando del Sr. Knauss, mi marido me

ha contado llorando que él era la única causa de la tristeza de nuestro bienhechor. Se

avergonzó de sus odiosas sospechas.»

27 de diciembre

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119

…«¡Qué hombre extraordinario es el padre Steeg! Me ha dicho que había corrido

el rumor de que los monjes del monasterio temían no recibir más la renta anual del

castillo.

–Usted sabe perfectamente, reverendo, que el conde Rodolphe jamás faltará a su

palabra.

–Estoy seguro de ello, señora.

–Por lo demás, ese dinero no lo aproveche demasiado; sírvase de él para vestir a

los niños pobres que vienen a la escuela.

–Cumpliremos con nuestro deber.

–¿El Sr. Knauss lo quiere mucho, verdad?

–El Sr. Knauss es la ciencia y el honor reunidos en un solo hombre.

–Que lástima que no tenga religión.

El reverendo no respondió y yo cambié de tema.

–¿Ha visto a los Guntzer?

–He pasado la velada de ayer en la villa.

–¿Un poco parece que nos quieren?

–Me parece que desconfían de mí. Ese Sr. Schoffheim se empecina en representar

un vil papel.

–De ahí procede sin duda la tristeza de mi marido.

–Sin embargo, el conde Rodolphe debería estar feliz…

–No lo está… Si sonríe, es con esfuerzo mal disimulado.

–Sus parientes actúan mal.

–MI hermana…

–La Sra. Guntzer me había prometido cesar con todas sus bromas. Su carácter

ligero no le permite apreciar sanamente las cosas, y a veces incluso olvida que habla

delante de su hija.

–Pobre Betly… Está muy preocupada al no recibir noticias de Francia.

–El Sr. Henri de Vermond tendrá sus compromisos.

–Nosotros tendremos los nuestros también».

30 de diciembre.

…«Fritz ha pasado una mala noche, y me he visto obligada a llamar al Sr. Knauss.

En vano le presentaba mi pecho. El pobrecillo no podía mamar. Se retorcía en

convulsiones atroces y de su pecho oprimido salían gritos desgarradores. Sus ojos se

volvían hacia lo alto. Creía que iba a entregar el alma. Yo estaba loca de dolor.

Rodolphe, de pie en medio de la habitación, no podía ni llorar, ni hablar. El Sr. Knauss

preparó una poción calmante; el niño no podía despegar sus labios crispados; a fuerza

de dulzura, hemos podido introducir en su boca una cucharilla de brebaje. El efecto, a

Dios gracias, no se hizo esperar. Poco a poco, los ojitos azules se han cerrado, y desde

que los párpados se relajaron, las mejillas demasiado coloreados han retomado su color

ordinario. El doctor quería pasar la noche a su lado; yo me he opuesto. He manifestado

el deseo de quedar sola con la nodriza que cuida a mi hijo. A las primeras luces del día,

se ha despertado y se ha punto a sonreir tan graciosamente, que he olvidado mis

angustias de la víspera.

Mi hermana y Betly han venido hoy; Olympe ha sido muy buena conmigo, y mi

sobrina ha parecido un poco menos inquieta por no recibir noticias de su novio. En su

presencia, el Sr. Knauss ha auscultado a mi hijo y ha terminado su examen diciendo que

su pecho estaba en perfecto estado y que estaba admirablemente constituido.

Page 120: El creador de hombres

120

Parece que fuera hace un frío terrible; he dado órdenes de que se distribuyan

víveres entre mis pobres. A pesar del mal tiempo, Rodolphe ha ido a cazar en compañía

de un lord, uno de sus amigos, un descendiente de lord Cecil. El marqués de S. se ha

interesado mucho con la exposición tan clara que el Sr. Knauss le ha hecho sobre sus

estudios y experimentos. Lo ha invitado a pasar algunos días en su casa de Richemond;

el doctor no ha rechazado de entrada, pero me ha parecido que no aceptará la invitación.

El inglés se ha divertido mucho con la ignorancia del Sr. Schoffheim y de la nuestro

Gran Duque; en el momento de levantarse de la mesa, ha dicho al Sr. Knauss, con esa

flema tan típica de las costumbres inglesas:

–¿Conoce usted el museo Tussaud2?

–Sí, milord.

–Pues bien, palabra de gentleman, ¡usted figurará en él algún día!»

El doctor ha replicado:

–Esperarán a que haya muerto…

–No del todo, señor doctor, hay lugar para los vivos; tranquilícese, no se le pondrá

en el cuarto de los horrores.

Guntzer emitió una frase muy digna de él:

–Y nos costará un chelín más caro verle que aquí.»

1 de enero de 1872

…«¡Qué alegría he experimentado hoy! Rodolphe me había parecido un poco

menos preocupado que de ordinario; y como me decía que haría todo lo posible para

hacerme feliz, le he rogado que no se opusiese a la realización de un proyecto que he

ideado.

–¿Qué quieres? – me dijo dulcemente.

–Llevar al doctor a la iglesia.

–¡Ah! querida, si lograses convertir al Sr. Knauss, habrás hecho un milagro tan

grande como el que él ha operado sobre ti.

–¿Me dejas libre de actuar a mi guisa?

–Absolutamente libre.

A mis instancias, el doctor ha consentido en compartir nuestra comida, lo que no

hacía desde hacía mucho tiempo, ocupado como estaba, según decía, corrigiendo las

pruebas de la traducción inglesa de su libro. Le he dicho que había hecho un voto

cuando cedi a su ruego la víspera del experimento.

–¿Quiere usted que la acompañe a la iglesia?

–Sí. Hoy es año nuevo. Deseo que venga con Rodolphe a la capilla. Se lo ruego.

–Acepto.

Hemos montado en la berlina. Yo estaba muy cansada. El doctor me tendió la

mano para ayudarme a apearme. Hemos tomado asiento en los sillones de la tribuna. Me

he sentado entre mi marido y el Sr. Knauss. Oficiaba el reverendo padre Steeg; nuestro

digno sacerdote llamó a las bendiciones del Altísimo sobre mi querido hijo. La

asistencia era muy numerosa. Comulgué y cuando regresaba de la mesa santa, arrojé

una mirada turbada sobre los dos hombres, que se apartaban para hacerme sitio. Mi

alma ha ido más lejos, ha subido hasta Dios.

Las buenas gentes del pueblo se han descubierto respetuosamente a nuestra salida

de la iglesia. El Sr. Knauss siempre permanecía triste.

–¿Quiere usted cuestionarse la ciencia? – dijo lentamente.

2 El museo de cera más famoso del mundo es el museo de Madame Tussaud de Londres. (Nota del T.)

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121

Al principio, no había comprendido muy bien; pero, buscando el sentido de sus

palabras, me he sentido apenada.

–¿Usted no lo quiere, al menos?

–No, señora, no.

Rodolphe trataba de distraerle:

–Te digo que acabarás siendo monje.

–Tal vez, – dijo él sonriendo por complacencia.

A lo largo del camino los carámbanos de nieve helada, que se habían colgado de

las ramas de los sauces, emitían en su caída un alegre crepitar. Los pálidos rayos del sol

daban la ilusión de un poco de tibieza.

Por la noche, el Sr. Knauss me ha dicho:

–Si usted está feliz, yo estoy satisfecho conmigo mismo.

2 de enero.

…«Cuanto más reflexiono, más comprendo el respeto del que es digno el Sr.

Knauss. En la mesa, cuando Rodolphe le recordó su promesa formal de quedar mucho

tiempo con nosotros, él sacudió tristemente la cabeza:

–Saben bien que debo emprender un largo viaje.

–Pero puedes esperar al verano.

–El verano…

Ha repetido esas palabras de un modo inconsciente y con un tono de amargura que

me ha entristecido. Su mirada se perdía en el pecho.

–¡Vamos doctor, procure estar menos triste!

Esas palabras han bastado para darle un semblante de alegría. Pero no me siento

tranquila. Este hombre oculta algún proyecto tenebroso. A veces, su mirada posee

extraños fulgores… Tengo miedo...»

….

…Knauss se sentía invadido por una incomprensible angustia.

La madre descansaba, apoyando sobre su corazón a su pequeño. Estaba radiante.

Y él, él no era más que un experimentador dichoso. La ciencia, nada más que la ciencia!

Era el siglo de la exactitud: él decía que esta cercano el tiempo en el que la

experimentación se erigiría de pie, en el que todos los sistemas filosóficos, inútiles y

engorrosos desaparecerían para siempre en un eterno olvido.

Knauss se decía todo eso para no pensar en la revolución que alteraba todo su ser.

Sí, sentía que la maldad lo comenzaba a embargar. Por la noche, acodado ante su

gigantesca tarea, añadía a los tal vez y a los ¿quien sabe?, una expresión más

decepcionante todavía: ¿Para qué?

En realidad no valía la pena haber sufrido tantos oprobios; no valía la pena haber

dado su vida para recoger semejante cosecha. El hombre – un amigo desde los veinte

años, que lo había acogido con tanta alegría – parecía huirle. ¡Estaba de más en esa

casa!

Se consideraba un sabio muy distinguido: se le concederían medallas, honores; su

experimento iba a generar mucho debate; se vendería un millón de ejemplares de su

libro. Reía de esas ridículas fruslerías que constituyen la gloria humana: le bastaba con

la fraternal amistad del conde. Ya no la tenía.

Page 122: El creador de hombres

122

Pero el hombre aún luchaba, se encerraba jornadas enteras, diciéndose a sí mismo

que su apellido iba a llenar el universo; que sería llamado a los más humildes hogares

tanto como a los palacios de los soberanos. Se decía que tenía una fe robusta en el

futuro…

Todos esos razonamientos se esfumaban. Ya no quedaba nada, nada más que la

fría realidad. Ante sus ojos, aquel hombre al que había dado la felicidad, tal vez lo

maldecía! Tenía que partir. Tenía que despedirse de esa casa nefasta. Tenía que dejar

correr su vida como una hoja muerta al viento frío del invierno.

Page 123: El creador de hombres

123

XVI

La familia Guntzer estaba muy preocupada. Todo a su alrededor se desmoronaba.

El Sr. Henri de Vermond acababa de escribir, comunicando que el compromiso de

matrimonio estaba roto.

El consejero lamentaba intensamente la paz tácita establecida con su cuñado, y

apelaba de nuevo a su imaginación para encontrar una venganza brillante. El padre

Steeg trataba en vano de calmarle.

–Betly tal vez muera. En cualquier caso, es la ruina.

–Darán la dote.

–¡Jamás! Rodolphe ha sido muy claro al respecto. Es un hombre que no tiene

palabra.

–Pero la condesa…

–¿La condesa? Ella no es mejor que él. Su hijo la ha vuelto loca.

–¡Es tan feliz por ser madre!

–Me río yo de su felicidad.

–Señor consejero, si sigue asi va usted a enfermar…

Guntzer miró al sacerdote con irritación:

–¿Quiere que le diga a usted por fin, señor reverendo, que es usted, solo usted, el

causante de lo que ocurre?

–¡Señor Guntzer!...

–Sí, señor! La condesa jamás se habría prestado a deshonrarse sin su autorización.

–¡Usted miente, señor!

Pero de inmediato, el rostro del sacerdote, que había adquirido una expresión de

enojo, se volvió más tranquilo y lleno de humildad.

–Perdón, pero usted me ha llevado al límite: he actuado honorablemente y

siguiendo mi conciencia.

El sacerdote se retiró.

Wilhelm Guntzer estaba fuera de sí. Se le acababa de informar de la carta en la

que Henri de Vermond declaraba que sus parientes se negaban consentir la unión que él

había soñado… «Su tío había echado por tierra la buena voluntad de su padre… No

podía ser el causante de la desesperación familiar…»

–¡Todos esos franceses son unos canallas!– gritaba Guntzer…

Betly llegó completamente desesperada. Estaba decidida, según decía, a refugiarse

en un convento para terminar allí sus días.

–¡Miserable Knauss! Ten por seguro que le meteré una bala en la cabeza – dijo

Guntzer al ver las lágrimas de su hija.

–¡Padre!

–Déjame.

La Sra. Guntzer hablaba con el Sr. Schoffheim. Esta vez se ponía de su parte:

–¡Los periódicos! ¡no nos queda más que eso!–vociferó el médico.

–¿Los periódicos? – repitió el consejero.

–¡Un buen artículo donde se cuente toda la historia!

… Algunos días después, no había otro comentario en el pueblo de Alhenberg que

los graves ultrajes que un periódico ilustrado acababa de publicar sobre el experimento

del doctor Knauss; gracias al envío de una fotografía, el ilustrador había reproducido

fielmente el rostro de la condesa Hélène.

Page 124: El creador de hombres

124

Esa misma noche, los Guntzer y el Sr. Schoffheim reían a mandíbula batiente. El

consejero medio ebrio tenía sobre sus rodillas la gran página ilustrada que anunciaba en

cabecera: «¡El experimento del doctor Knauss!»

–¡Qué cara ha debido poner el querido conde!– murmuraba el consejero.

–Debe haber recibido algún ejemplar.

–… expedido desde Leipsiz. Así no tendrá pruebas contra nosotros…

La Sra. Olympe estaba radiante:

–¡Esos grabados son innobles!

Luego tuvo un gesto de disgusto. Llevó un ejemplar a su habitación y se tomó su

tiempo para mirar las imágenes.

En la habitación contigua, Betly lloraba cálidas lágrimas. De pronto escuchó una

carcajada que partía de la habitación de su madre. Abrió la puerta:

–¡Mamá!

–¡Ah! eres tú, Betly. Te creía acostada – dijo la Sra. Guntzer disimulando los

periódicos. –Esto no es para las jovencitas…

Betly, con los ojos rojos, regresó a su habitación. Tuvo una vaga idea de que la

extraordinaria alegría de su madre no presagiaba nada bueno, y se prometió ir al día

siguiente al castillo para ver a la condesa.

El conde Rodolphe se disponía a partir de caza cuando le fue entregado un

paquete de periódicos. Hizo saltar las cintas que cubrían las hojas y arrojó una mirada

distraída sobre los grabados que se presentaban a su vista. De pronto, creyó tener una

alucinación. Se acercó más de cerca a la ventana del corredorf donde se encontraba y,

de inmediato, se volvió horrorosamente pálido. Corrió como un loco a la sala de las

Masacres, y allí se sintió desfallecer. A su pesar, sus ojos se dirigieron al retrato de su

padre. El conde de Alhenberg estaba allí ante él, con la cabeza erguida, la mirada

orgullosa, en su uniforme de guardia real! El gigante se vino abajo y luego, en una

especie de recuperación, dijo:

–Creo que me estoy volviendo loco.

Se fue llevando los periódicos hasta la habitación de su esposa.

Hélène tenía a su hijo sobre las rodillas.

–Lee – dijo con una ironía repleta de cólera.

–¡Oh! ¡esto es una infamia!

Ella se tomó la cabeza entre las manos y el pequeño Fritz, al no ver el rostro de su

madre, se puso a llorar.

–Infame, sí, pero ya es suficiente. El doctor tiene que dejar la casa…

–Sí, ¡debe partir!

–Por fin eres de mi opinión. Ya era hora.

El conde atravesó rápidamente un sendero del parque cuando encontró a Knauss

que venía a su encuentro.

–¡Esto es culpa de mi cuñado que sigue haciendo de las suyas!

–¿Guntzer?...

–Somos el hazmerreir de la gente.

–¿Y eso te enoja?

–Sí.

–¿Y la condesa?

–Mi esposa dice que va siendo hora de que te vayas.

–¡Ah! ¿tu esposa ha dicho eso? Estaba dispuesto a irme…

–Los Guntzer y Schoffheim recibirán pronto noticias mías, te lo prometo.

–Sí, me iré, – continuó el doctor.

Page 125: El creador de hombres

125

En un momento, la mirada de Knauss se iluminó; su alta talla se levantó en una

especie de espanto que hizo estremecer al descendiente de los de Alhenberg. El doctor

estrechó la mano del conce:

–¿Eres un hombre decente?

–Desde luego…

–¿Y ahora todavía, te contienes para no escupirme en la cara un insulto?

–¿Karl?

–Sí. Me he equivocado al maltratarte en una cierta época; eres un hombre igual a

los demás. Eso no es culpa tuya, si se te ha educado así.

Emitió una risa estridente y añadió moviendo la cabeza:

–Sí, me he equivocado tratando de hacerte feliz! El desdichado, hoy, ya no eres tú,

sino tu hijo, al que he creado!

Se tranquilizó:

–Vamos, Rodolphe, sé toda la historia. Dame esos periódicos…

El conde vacilaba.

Knauss tomó él mismo el paquete que su interlocutor disimulaba mal bajo su

brazo:

–Es divertido, muy divertido; ¡esta es la mentalidad alemana! ¡Pobres gentes!

Pasó algunas hojas:

–Una mujer embarazada. ¡El rostro de la madre! No lo sabía. ¡Ah! esto es una

cobardía.

Le faltaba la voz. Rodolphe levantó la mano:

–Destrozaré a Guntzer y a Schoffheim… ¡lo juro por Dios!...

–Tranquilízate, Rodolphe, la condesa nada tiene que ver con estas ignominias.

Y añadió tristemente:

–Esto es lo que hacen de una santa mujer, la ciencia y los sabios. Decididamente

la vida debería transcurrir en una inmensa carcajada. Si tuviese un hijo, me gustaría que

fuese perro o caballo. ¡Qué inmunda farsa es el trabajo!

El reverendo, que acudió por la tarde al castillo, sentía la cólera invadir su alma:

–Es vergonzoso– decía.

–¿Vergonzoso? Pero, mi reverendo, es la vida – añadió Knauss.

…..

El cielo era negro; el viento silbaba a través de las sonoras ramas, y Knauss

arrojaba sobre las hojas dispersas ante él los pensamientos abrumadores que lo

obsesionaban… «Amo a esta mujer; debería ser así. Amo a este niño que he creado…

Odio a este hombre que no me ha comprendido. Se da la vida a un ser y se quiere

prohibir amar su obra. El pintor está enamorado de su cuadro: el escultor de su mármol.

La tela está muerta. El mármol está muerto. Mi obra está viva. Eso es creerse igual a

Dios. ¡Eh!, no, no soy más que un pigmeo. Estoy enamorado de mi obra. ¡Qué

irrisorio!...»

En ese momento emitió una violenta carcajada.

La tormenta se había desencadenado. Las ráfagas entraban por bocanadas por la

ventana entreabierta, gimientes, agudas, lúgubres como los aullidos de los lobos

hambrientos que se apresuraban en la montaña. Se oyó el trueno.

La luz se apagó poco a poco; y, bajo el tumultuoso estrépito del trueno, a la

claridad de los rayos, él continuó escribiendo: «La naturaleza me comprende. Esta

tormenta invernal es admirable. Me gustaría que un rayo destrozase esta casa. ¡Pobre

filósofo! He aquí tu obra. He aquí el fruto de tus noches en vela. Si Dios existe, debe

estar burlándose de mí. ¡Lo único que quiero es morir!»

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Se puso de pie ante la ventana, con la cara vuelta hacia el parque. Los rayos le

azotaban el rostro; la lluvia lo inundaba. Permanecía allí, insensible, petrificado bajo el

peso de una incomprensible angustia.

«–Esta es mi noche de Valpurgis… Goethe que intentó el homonculus, Goethe

moribundo pidiendo luz. ¡Qué locura! Si tuviese la desdicha de querer seguir viviendo,

me retiraría a un lugar tan lejano y tan profundo, que necesitaría realizar un gran

esfuerzo de memoria para recordar el nombre de mi madre y la claridad del día».

Se tomó la mano:

–Vamos, Knauss, viejo loco; ¡ya es suficiente!

Su lámpara tomó intensidad, se miró en el espejo situado sobre la pared opuesta a

la ventana:

–¡Cómo he sufrido!; mi frente se ha arrugado en estas noches de dolor… Temo

por mi razón…

Y como sus ojos se encontraron las páginas que acababa de escribir, las volvió a

leer:

–Pero, es un loco el que ha escrito esto.

Arrugó el papel y lo quemó en la lámpara.

Hecho esto, se tumbó vestido sobre su cama…

… Por la mañana, había recuperado su calma. Bajó al salón, y, muy fríamente

anunció su partida a Rodolphe.

–Te dejo por mucho tiempo…

Por educación, se insistió en que se quedara. Fue inútil.

–Voy a preparar mi equipaje.

Cuando se dirigía al pabellón, el conde Rodolphe quiso acompañarle.

–No, déjame, dos nunca acaban pronto.

–¿Te reunirás luego con nosotros en el parque?

–Dentro de media hora estaré contigo.

Héléne se paseaba seriamente del brazo de su marido:

–Tengo un mal presentimiento…

–Es demasiado tarde ya.

–Es cierto – murmuró ella inclinando la cabeza, – demasiado tarde. Al menos, ¿tú

quieres a tu amigo?

–Lo quiero y lo estimo.

–Deberías habérselo dicho, eso lo hubiese consolado. ¿Y si se muere en el viaje?

–¿Él?... Tiene una salud de hierro.

–Ha terminado su libro, nos ha dicho. Creo que se propone ir a París.

–Rodolphe, ¿y si le damos el retrato de Fritz?

–Tienes razón, Hélène, toma el marco pequeño rodeado de zafiros y esmeraldas

que contiene mi retrato y el tuyo, y coloca en él la fotografía de nuestro hijo. Tú misma

se lo regalarás.

Knauss sabía que el pequeño Fritz descansaba en la habitación de la condesa.

Arrojó una mirada a su ventana; el conde y su mujer se habían alejado demasiado para

percibirlo. Tan pronto descendió la escalera del pabellón, atravesó rápidamente la parte

del parque que llevaba al apartamento de Hélène y abrió suavemente la puerta de una

habitación.

El niño estaba dormido. La mujer que lo vigilaba se sorprendió al ver al doctor.

Este le hizo una señal con la mano de que no se preocupara; levantó dulcemente las

cortinas de muselina rosa de la cuna, y besó a Frizt en varias ocasiones.

La mujer, muda, creía que el Sr. Knauss se había vuelto loco.

–¡Señor, señor, va a despertarlo!

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Él no respondió, e hizo ademán de alejarse de la cuna, pero regresó una vez más,

besó de nuevo al bebé y salió suavemente, asegurándose de cerrar la puerta sin hacer

chirriar los goznes.

De regreso a su apartamento, preparó una pistola que depositó sobre la mesa, y

luego reflexionó con la cabeza entre sus manos. De vez en cuando, un gran sollozo salía

de su pecho: suspiraba al recuerdo de los años pasados. Se decía que pronto todo habría

acabado; y, con gesto completamente tranquilo, tomó su arma, comenzó a jugar

despacio con el gatillo y la acercaba a su sien derecha. No tenía miedo. Su rostro no

dejaba traslucir ningún estremecimiento. Despreciaba la muerte como despreciaba la

vida. Se mataría cerca del espejo para darse el placer de verse morir. Y, con la atención

que ponía en sus análisis y en sus experimentos, media el lugar en el que el cañón del

revólver debía situarse. El disparo saldría por encima del ojo derecho y al lado de la

sien. El cerebro se dispersaría sobre el suelo en un haz calculado matemáticamente.

¡Era soberbio poder matarse así, tras haber dado a la vida a un ser! Dios jamás

había hecho tanto. El séptimo día, el creador había descansado; Knauss hacía lo mismo.

Era para él su séptimo día.

De pronto, por la ventana abierta, un pobre pajarillo se refugió en la habitación.

Kanuss río con maldad.

–Aquí tenemos un gorrión curioso que quiere asistir al experimento.

El pájaro, helado de frío, revoloteó, perdido, chocando contra los ángulos del

techo. Describía interminables círculos, y por último fue a impactar contra un clavo que

sostenía una armadura de guerra cayendo muerto.

El doctor, sonriendo, contempló el cadáver.

Luego tomó la pluma y escribió apresuradamente, deteniéndose de vez en cuando

para mirar la ventana. Se mataría tan pronto hubiese firmado la carta, sin siquiera darse

tiempo para releerla.

Mi querido Rodolphe,

Tu bienhechor ya no está. Pero no quiero que mi muerte venga a arrojar un duelo

sobre la feliz existencia que te he dispuesto. No podías ser bueno; otro, como tú,

hubiese actuado como lo has hecho; eres un hombre, esa es tu excusa.

Antes de acabar con mi vida, quiero exponerte las razones que motivan el acto que

preparo. De entrada, debes saber que estoy frio y tranquilo, como siempre me has

conocido; que mi pulso late con regularidad, y aunque tengo el corazón destrozado, la

cabeza es libre. Desde hace veinte años, he trabajado en una idea que creía destinada a

proporcionar la felicidad de mis semejantes; me he equivocado. Si dando la vida a tu

hogar, tu amistad fraterna, a la cual tenía derecho, me ha fallado, ¿qué ocurriría con los

demás?

Sí, voy a matarme. Alguien dirá que hubiese podido ir de país en país arrastrando

mi dolor y aturdirme en medio de los placeres y las goces de todo tipo. Siempre he sido

un pésimo esclavo de las distracciones. Prefiero mucho más el consuelo seguro que me

espera. Incluso la gloria, con la cual había soñado, se me presenta ahora como una

fruslería irrisoria, y me digo que los grandes castaños de tu condado, deshojados por el

invierno, se burlan de sus pasadas floraciones.

Rodolphe, sobre mi mesa se encuentra el cuerpo de un pájaro muerto. En mis

experimentos he matado a muchos pequeños seres inofensivos; ahora voy a ser mi

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propio experimentador, con la diferencia, para mi desventaja, que mi muerte no será de

ninguna utilidad práctica. No valgo ni un gorrión.

Dejo la vida porque creo que el hombre es un ser malvado.

Lutero dijo que el espíritu humano es como un campesino borracho a caballo:

cuando se le levanta de un lado, se cae del otro. Lutero no sabía lo que decía; debía

haber hablado del corazón humano.

Sí, es del corazón de donde procede todo el mal. También tengo la certeza de que

se haría un inmenso favor a la humanidad extirpando los sentimenteros, para dejar plaza

solamente a las sensaciones. La materia cerebral no sufriría en absoluto; el espíritu,

desprendido de las impresionabilidades ordinarais, sería más libre y más intenso; se

eliminarían por fin todas esas divagaciones sobre el reconocimiento y los sentimientos

innatos que son materia de naderías, y no hacen avanzar ni un paso la marcha de la

ciencia. No, no hay nada innato en nosotros; en el sentido de la palabra idea se mezcla

siempre un desarrollo adquirido por la experiencia. Las ideas son el resultado de los

objetos que las excitan, de las comparaciones que las unen y del lenguaje que facilita

esa combinación. No conocemos el rojo y el azul mas que por la experiencia.

La filosofía especulativa ha tenido ya su tiempo; este es el siglo de la exactitud.

Idealismo, realismo, naturalismo, no son más que palabras y formulas, solo la

experimentación es algo y quiere decir algo.

Mi pobre Rodolphe, no quisiera abrumarte demasiado con este lenguaje tan serio,

pero observa la analogía que existe ente lo que los sabios llaman la experimentación

fisiológica, y lo que las maestros de la filosofía denominan la experiencia moral,

psicológica. El primer experimentador busca, analiza, tantea y llega fatalmente a la

verdad; el otro, por el contrario, trabaja sin ver; quiere disecar sin instrumentos,

¡insentato!, y permanece siendo el miserable juguete de una máquina imperfecta. ¿En

realidad, mi rol no se resume en estas palabras? Como experimentador fisiológico, salgo

victorioso de la lucha, como experimentador moral, sucumbo.

¿Me he equivocado al creer solamente en las sensaciones, y no tener en cuenta los

sentimientos? ¿Por qué estas preguntas? Si los sentimientos no existen, es inútil

preocuparse; pero, si, por el contrario, tienen un lugar en la organización de nuestro ser,

grito bien alto que hay que expulsarlos. El sabio no puede realmente ser digno de ese

nombre más que a condición de ser fuerte consigo mismo. Me creía un gigante en mi

laboratorio, y cuando el hombre débil que está en mí se ha mostrado, el gigante se ha

sentido desfallecer.

Dime, Rodolphe, si no soy el juguete de una alucinación, si realmente la envoltura

humana contiene un corazón moral, es hora de tomar medidas. No se podrá creer en el

avance de la ciencia hasta que el análisis se haya apoderado de todas las modos de

observación, tanto en el ámbito psicológico como en el orden puramente fisiológico;

que no haya nada oculto en lo que se llama el ser humano, y que el escalpelo pueda

acceder a todos sus repliegues; que esa expresión de misterio indefinible haga sonreír de

piedad, y que para aquellos que tiene la curiosidad de ver, el corazón sea, también,

como un cadáver entre las manos del embalsamador de muertos.».

Todas estas cosas ocurrirán algún día; el siglo XIX es el de la exactitud; El XX

será el de la realidad. No tengo valor para esperar. Acabo de destruir mi herbario. El

libro que había escrito sobre la Generación artificial en la especie humana, lo he

quemado. Una vez más me he dicho: «¿Para que?» Haría inducido en otro el deseo de

continuar una tarea ingrata.

Yo mismo tengo vergüenza de reflexionar tanto y retardar así la hora de la

liberación y del reposo eterno. Pero, en este momento supremo, el recuero de tu virtuosa

compañía, tan injustamente sospechada, se presenta ante mi espíritu, y esas palabras de

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nuestro viejo poeta Walhter que acuden a mi memoria, me parecen personificar a

aquella que solo bendecirá mi nombre. Palabras que pueden consolarte de los

razonamientos del experimentador: «Las mujeres puras son admirablemente amables y

dulces; no hay nada más suave que ellas, ni sobre la tierra, ni sobre los aires; su belleza

sobrepasa la de las flores nacientes que el roció de la primavera hace brillar al sol. La

alegría regresa al corazón, y todo sentimiento de tristeza desparece, cuando se ve una

dulce sonrisa errar sobre sus labios rojos».

Y ahora, Rodolphe, quiero dormir sobre estas bellas palabras. Voy a morir con la

cabeza alta, la mirada fija en el futuro desconocido. Una sola palabra aún. Cuando el

pequeño ser que te he dado te agradezca la vida con una sonrisa, lleva tus ojos hacia tu

compañera, diciéndote que es la más amante de las esposas y la mas digna de las

madres. Tú eres padre, tu esposa es pura. ¡Os digo adiós!

KNAUSS.

….

El castillo de Alhenberg se sobresaltó con la detonación, y el conde Rodolphe se

dirigió a grandes pasos hacia el pabellón.

Pero ya era tarde: el doctor Karl Knauss acababa de expirar.

FIN

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Este libro se terminó de traducir y digitalizar en Pontevedra, el 26 de diciembre de

2016.