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EL COSTUMBRISMO Y LO NOVELÍSTICO EN LOS «PRONÓSTICOS» DE TORRES: ANÁLlSIS Y ANTOLOGÍA * RUSSELL P. SEBOLD Los Pronósticos de Torres son desde un punto de vista muy conocidos, pues uno de los detalles más pintorescos y repetidos de todo el folklore relativo a Diego es el hecho de que fue astrólogo, el célebre Piscator de Salamanca; mas, por lo que respecta a los mismos textos de sus almanaques, tan populares y de circulación tan extensa en el XVIII, pocos escritos torresianos hay que sean hoy peor conocidos. Los pronósticos meteorológicos contenidos en los almanaques de Villarroel, es evidente que carecen en absoluto de interés y ya se omitieron cuando se hizo una antología del Piscator en los tomos IX y X de la edición de las Obras completas que se imprimió al cuidado del autor (Salamanca, Imprentas de Pedro Ortiz Gómez y Antonio Villargordo, 1752); los pronósticos de sucesos políticos, en los que la prosa alterna con versos detestables, se incluyeron en dicha antología, pero no tienen ya sino el interés anecdótico de meras curiosidades históricas; y aun las dedicatorias y los prólogos de los almanaques, que son algo más interesantes para los especialistas en la obra de Torres y la literatura dieciochesca, poseen escaso valor literario. En cambio, la «Introducción», que sigue al Prólogo de cada Pronóstico y cuyo tema suele dar origen al título general del respectivo almanaque, manifiesta, en la mayoría de los casos, una intención y contenido marcadamente literarios, a la par que una técnica sorprendentemente moderna. Dichas «Introducciones» toman la forma de aventuras más o menos autobiográficas, presentadas como cuadros costumbristas o trozos de novela, que se apoyan en la observación inmediata y descripción detallista de la realidad (material y psicológica), en la narración y en el diálogo. El contenido costumbrista de las «Introducciones» se descubre ya desde los títulos de los almanaques, como el lector podrá apreciar por los siguientes ejemplos: Las brujas del campo de Barahona, Los * La versión inicial de este trabajo fue incluida en Novela y autobiografía en la "Vida" de Torres Villarroel, Barcelona, Ariel, 1975.

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EL COSTUMBRISMO Y LO NOVELÍSTICOEN LOS «PRONÓSTICOS» DE TORRES:

ANÁLlSIS Y ANTOLOGÍA *

RUSSELL P. SEBOLD

Los Pronósticos de Torres son desde un punto de vista muy conocidos, pues unode los detalles más pintorescos y repetidos de todo el folklore relativo a Diego es elhecho de que fue astrólogo, el célebre Piscator de Salamanca; mas, por lo que respecta alos mismos textos de sus almanaques, tan populares y de circulación tan extensa en elXVIII, pocos escritos torresianos hay que sean hoy peor conocidos. Los pronósticosmeteorológicos contenidos en los almanaques de Villarroel, es evidente que carecen enabsoluto de interés y ya se omitieron cuando se hizo una antología del Piscator en lostomos IX y X de la edición de las Obras completas que se imprimió al cuidado del autor(Salamanca, Imprentas de Pedro Ortiz Gómez y Antonio Villargordo, 1752); lospronósticos de sucesos políticos, en los que la prosa alterna con versos detestables, seincluyeron en dicha antología, pero no tienen ya sino el interés anecdótico de merascuriosidades históricas; y aun las dedicatorias y los prólogos de los almanaques, que sonalgo más interesantes para los especialistas en la obra de Torres y la literaturadieciochesca, poseen escaso valor literario. En cambio, la «Introducción», que sigue alPrólogo de cada Pronóstico y cuyo tema suele dar origen al título general del respectivoalmanaque, manifiesta, en la mayoría de los casos, una intención y contenidomarcadamente literarios, a la par que una técnica sorprendentemente moderna.

Dichas «Introducciones» toman la forma de aventuras más o menosautobiográficas, presentadas como cuadros costumbristas o trozos de novela, que seapoyan en la observación inmediata y descripción detallista de la realidad (material ypsicológica), en la narración y en el diálogo. El contenido costumbrista de las«Introducciones» se descubre ya desde los títulos de los almanaques, como el lectorpodrá apreciar por los siguientes ejemplos: Las brujas del campo de Barahona, Los

*La versión inicial de este trabajo fue incluida en Novela y autobiografía en la "Vida" de Torres

Villarroel, Barcelona, Ariel, 1975.

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ciegos de Madrid, Los sopones de Salamanca, El mesón de Santarén, El altillo de SanBIas, etc., para citar algunos de los no incluidos en nuestra selección.

Doy a continuación una breve antología de trozos representativos de estos pococonocidos escritos de Villarroel; porque, además de su encanto intrínseco, constituyenun valioso documento literario con el que se confirma la notable disposición de Diegopara la novelística que ya !hemos observado en su «novela certificada», tanto más,cuanto que las presentes selecciones revelan la misma evolución desde la deformaciónbosquiano-barroca de lo descrito en las décadas de 1720 y 1730 hasta la minuciosaimitación realista de lo observado en las de 1740 y 1750, que se acusa en la obra totaldel Piscator. Desde luego he escogido para el presente propósito los trozos máscostumbristas o novelísticos de los Pronósticos de todas las décadas; pero el lector verá,no obstante, en las primeras selecciones y aun en alguna posterior cierta tendencia aesos exagerados trastrueques de facciones y miembros, comparaciones zoológicas,conceptos ultraquevedescos y goce en lo repulsivo que caracterizan a las «pinturas»torresianas en las Visiones (es decir, aquello que, en el segundo de los trozos copiadosabajo, el mismo Torres llama su «natural inclinación a estas visiones»). Antes de pasar alos textos de las «Introducciones» a los Pronósticos, hacen falta otras varias reflexionespara subrayar su sentido histórico-literario.

En estas líneas uso los términos costumbrista y novelístico casi como sinónimospor entender entre ellos la misma clase de relación evolutiva que suele tenerse en cuentaal hablar del parentesco entre el costumbrismo decimonónico y la novela realista delochocientos. Pues, por paradójico que pueda parecer, lo más novelístico de una novelapara el lector de nuestros días no es en modo alguno lo que tenga de novela, o sea merarelación de un suceso fingido, según se entendía este término antes de innovarse lastécnicas que historiamos en parte en este pequeño libro. La novela-relación-de-suceso-fingido se hace novelística en elsentido moderno sólo en la medida en que se integre enla totalidad de un medio físico-humano inmediatamente experimentado por figuras concuya experiencia la nuestra tenga algo en común. Quiere decirse que el aspecto de trozode vida, de instantánea, es en cierto sentido para nosotros lo más novelístico de lanovela, y sin los nuevos procedimientos descriptivos nacidos de las teoríasdieciochescas del conocimiento no habría sido posible esta dimensión de la novelamoderna.

El «costumbrismo» de las Visiones es ingenioso y admirable en su línea, y nocabe duda que es el fundamento principal de la gran originalidad de la primera obramaestra torresiana; pero forzosamente tiene que considerarse como primitivo respectodel de los últimos Pronósticos y el de la Vida. A diferencia del Quevedo de los Sueñosque pasa revista a los condenados en los infiernos, el Torres de las Visiones eso sípresenta sus pecadores en el Madrid de todos los días. Mas apenas describe este mediofísico, no traza ninguna relación orgánica entre el personaje y su medio; y al mismotiempo la deformación onírica priva de toda objetividad incluso a esos personajes cuyosmodelos reales es posible identificar. En fin, el costumbrismo de las Visiones, si es lícitollamarlo así siguiendo el ejemplo de Correa Calderón en su útil antología de losCostumbristas españoles de los siglos XVII a XX (Madrid, 1950), se limita a «laspinturas de los mascarones que pongo en la primera entrada de las visitas» (ed. RussellP. Sebold, p. 13), y la parte restante de cada visita no suele ya ser imitativa, sino que lasmás veces es solamente un análisis moralizador dialogado del tipo humano retratado alprincipio.

Por el contrario, el cuadro de costumbres de la típica «Introducción» dePronóstico no es ya una mera descripción de personaje aislada en medio de un diálogo

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moralizante; pues en las «Introducciones» a los almanaques torresianos el cuadro abrazala totalidad del escrito, todo su contenido: personajes secundarios, trajes, paisajes,edificios, habitaciones, muebles, costumbres, usos, sucesos, etc., con todo lo cual lafigura del Piscator como personaje central se halla articulado en íntima relación físico-psicológica. La observación del detalle es minuciosa; el concepto de la realidad ynuestro conocimiento de ella, así como el del trasunto literario de esa realidad, sonpuramente baconianos: la totalidad del cuadro solo se consigue inductivamentereuniendo uno tras otro los infinitos pequeños atributos que sean observables en losobjetos que se hayan de describir. De ahí la sorprendente objetividad y «actualidad» decuadros torresianos como La boda de aldeanos, El coche de la diligencia y Aventurasde la abadía del duque de Alba; objetividad y actualidad quizá a veces mayores inclusoque las de esos pasajes descriptivos de la Vida que se concibieron de acuerdo con elmismo método baconiano.

Aparece sobre todo en los últimos cuadros costumbristas de los Pronósticos elmismo estilo descriptivo sin figuras retóricas, abierto, lineal, enumerativo, casi de listaque hemos analizado en la Vida; cuya forma escueta, según hemos dicho en la primeraparte de este libro, parece obedecer a la práctica ya muy moderna de nuestro escritor deprepararse para las descripciones apuntando en listas, ya mentales, ya escritas, losrasgos que no quería dejar de incluir. Se revela por ciertas alusiones del mismo Torres asus notas, que la apuntación fue, junto con la observación detenida, el procedimientoprincipal con el que se logró el realismo objetivo, casi fotográfico, de La boda dealdeanos y de Aventuras de la abadía del duque de Alba. En el primero de estoscuadros, para describir el refajo de la novia, Diego se refiere a sus apuntes, pues hacenotar que dicha prenda no tiene más adornos que «una bigotera de bayetón azul, a quienllama 'irma' el vocabulario de su rusticidad»; y en el segundo surge una nuevareferencia a las apuntaciones del autor cuando este y sus compañeros llegan «a la grancasa, cuyo patio estaba lleno de varios mozotes, unos vestidos rústicamente a la usanzadel país, otros ... » (los subrayados son míos).

Precisamente tales alusiones son una de varias clases de pruebas documentalesque me han permitido afirmar, en mi estudio sobre el Fray Gerundio de Campazas, queel padre Isla empleó ya el procedimiento novelístico de la apuntación normalmenteatribuido por primera vez a los novelistas del siglo XIX: al describir la casa del niñoGerundico, el novelista jesuita –varios años después de escribir Torres los pasajescitados– menciona unos «cobertizos, que llaman tenadas los naturales», así como un«estante, que se llamaba vasar en el vocabulario del país»; y la madre del niño saluda aun distinguido forastero «haciéndole una reverencia a la usanza del país» (ed. Russell P.Sebold, Clásicos Castellanos, Madrid, 1960-1964, 1, 65, 66; IV, 60).

Quizá el testimonio más elocuente de la enorme objetividad que se alcanzó con lasnuevas técnicas baconiana y lockeana para la descripción novelística sea el de la noviaen La boda de aldeanos. Son relativamente pocos los personajes femeninos queaparecen en las obras de Torres, y son aún más contadas las ocasiones en que Diegodescribe a una muchacha fresca y encantadora. La inclinación de la sátira torresiana alpicarismo escatológico, el barroquismo y la seudoascética no se presta a la descripcióndesinteresada de tales tipos femeninos. En las Visiones, por ejemplo, se describe a unajoven especialmente agraciada con exagerados conceptos astronómicos, lo cual priva ala figura de la inmediatez de la experiencia; pues se la pinta como «una muchacha dediez y nueve a veinte años... rubia como el sol, y tan alba como si se hubiera jabelgadoel rostro con auroras. Era un tarazón del cielo y un pedazo del primer móvil; veníaarrullando las estrellas de sus ojos en el epiciclo de sus pestañas», 'etc. (ed. cit., pp. 162-

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163). En cambio, en La boda de aldeanos, la novia, una «tierna labradora, que veníaasentada sobre un borrico poltrón y perezoso» es una figura que todos tenemos laimpresión de haber encontrado por alguno de los caminos de España; es otro ejemplarde ese frecuente pero delicioso tipo femenino al que pertenece también la «graciositaaldeana» que con tanta naturalidad y tan grata sorpresa del lector irrumpe en el análisisteórico del problema de estética que Feijoo –observador baconiano aún más sistemáticode la realidad española– trata en El no sé qué.

Con la influencia baconiana (y posteriormente la lockeana y sensualista engeneral) desaparecen no solamente las largas descripciones satíricas tan llenas de chistesbarrocos como alejadas de la realidad, sino también esas otras descripciones breves,características de las primitivas relaciones novelescas, que se basaban en patrones yestereotipos literarios de sello «cartesiano», esto es, en ideas preconcebidas universalesde lugares, cosas y personas más bien que en la misma realidad. Con la llegada del XVIII

y las nuevas influencias filosóficas los escritores de signo naturalista van poco a pocoreemplazando a los de tendencia idealista en todos los géneros literarios, para decirlocon los términos que usaría Jovellanos al hacer a fines de la misma centuria la que esquizá la más importante observación estética relativa a todas las artes europeas, según secultivaron por entonces (BAE, LXXXVII, 365-382).

La descripción torresiana de cierto galopín hambrón que «marchó espoleandopedernales por toda la calle de Horta1eza» (en Los pobres del hospicio de Madrid), nosorprendería a nadie hallarla en una de las novelas madrileñas de Galdós. Con El cochede la diligencia Villarroel se anticipa a Larra, que tiene un artículo de costumbrestitulado La diligencia; y entre las figuras que pueblan la sala de espera en este artículodel escritor decimonónico (una «robusta e impávida matrona», «un militar que va solo»,«un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetesensogados, de petacas, de gorros de dormir, de chismes de encender», etc.), no chocaríaa nadie ver sentados otros tipos como los pasajeros en realidad igualmente burgueses ymodernos con quienes viaja nuestro Piscator diecioohesco: un canónigo viejo, pornombre don Braulio Foronda, «que era hombre de buena pasta, sesudo y muy buengramático», «una viuda vizcaína, llamada doña Dorotea Ventabarri, que iba a pretenderel sueldo de su marido, que fue un artillero alemán que murió de un hartazgo», etc.Sobre todo este último personaje tiene algo de la ejemplaridad vulgar de esos librerosdesconocidos e hijas de dramaturgos adocenados que de repente aparecen en lasautobiografías realistas y novelísticas del setecientos, y a la vez la figura de doñaDorotea Ventabarri, viuda de militar venida a menos, tiene algo de muy galdosiano.Casi parece del Pérez de Ayala de la descripción humanoide de las casas de la plaza y elmercado público de Pilares en Tigre Juan, la descripción torresiana, entre fantaseada yrealista, de la aldea de Marchagaz en Los bobos de Coria: «Yacen aplastadas contraunos pelados nuégados y sumidas entre otros pedregales barbudos, a una legua dedistancia de la meñique ciudad de Coria, seis o siete casillas corcovadas, barrigonas ytartamudas de cimientos, cuyo apiñado burujón es conocido en aquellos contornos porel nombre de Marchagaz», etc.

Esa relación psicológica entre ambiente y personaje por la cual cada uno pareceextensión del otro, rasgo esencial de la novela moderna, que ya hemos observado enforma rudimentaria en la Vida de Torres, no se ha de buscar desde luego en los diversostipos que Diego va describiendo en las aventuras narradas en sus Pronósticos; pues sindejar de ser muy convincentes en el papel secundario que se les asigna, estos, como lainmensa mayoría de los personajes de los cuadros de costumbres ochocentistas, formanparte de los ambientes «experimentados» por el observador e intérprete de la realidad,

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esto es, el autor. Sin embargo, ese autobiografismo original de Torres por el cual, segúnhemos notado, se deleita, en la Vida, en relacionar su carácter y estado de ánimo con losíntimos y menudos detalles de las casas que habita, las calles por donde pasa, etc. –tendencia nada característica aun de otros autobiógrafos «novelísticos», según ha hechover Shumaker– lleva también en las «Introducciones» a los Pronósticos a unaarticulación orgánica, expresiva entre la psique del autor y su circunstancia.

Según verá el lector, al principio de la mayoría de los «cuadros» de Diego, comoal comienzo de buena parte de los artículos de Larra, se coloca una descripción por lacual se relacionan la actividad y el estado de ánimo del autor en ese momento con lascircunstancias físico-humanas de que se halla rodeado. Veamos dos ejemplos queparecen especialmente modernos. Solo, deprimido y no pudiendo conciliar el sueño porel calor de su cuarto en una ardiente noche de agosto, Torres sale al balcón a dialogarcon la oscuridad estival: «Tireme suspirando a una silla; y cansado de estar conmigo,agarré un antojo [ant., anteojo] ... para ver si los cuartos principales del éter son másfrescos que los de la tierra, y si la compañía de los astros es más puta que la de loshombres» (primera selección). Diego se sienta una mañana de julio en la Librería delRey o Biblioteca de Palacio a descansar y considerar pasivamente los libros a todos1ados: «Desplomado entre los pies de la mesa y los brazos de la silla, incliné los ojoshacia la hermosa muchedumbre de cuerpos que adornan aquella gran alma pero sinpermitir a la consideración que contemplase en más asunto que dar al mío el sosiegoque por entonces me pedía» (La Librería del Rey y los corbatones).

Según avanzara el siglo, irían haciéndose cada vez más frecuentes semejantesdescripciones analíticas del lazo psicológico entre el hombre y su medio, que seposibilitaron no únicamente por el hábito de la observación minuciosa que se introdujocon las filosofías baconiana y sensualista, sino a la vez por el nuevo estímulopsicológico de tener todos los cinco sentidos –y así el alma según el conceptodieciochesco– constantemente ligados con el mundo material en el acto de laobservación. En el Fray Gerundio, después de recibir una repasata de cierto graveeclesiástico, el pedantesco frailecillo «quedó en la sala sentado en una silla, el cododerecho sobre el brazo de ella, la cabeza reclinada sobre la mano, los ojos clavados en latierra, y lanzando profundos suspiros de lo más íntimo de su corazón» (ed. Sebold, III,171). En el tomo I de El Eusebio (1786-1788) de Pedro Montengón, se lee, por ejemplo:«Eusebio ... se arrimó a una silla en cuyo brazo iba subiendo y bajando el dedo índicepor la concavidad del entalle de la madera, teniendo los ojos fijos en Enrique Myden,como pidiéndole que desaprobase la oferta del cestero». Tal detalle se encuentra hoy encualquier novela folletinesca, pero hay que tratar de ver estos primeros ejemplos con losojos de quienes vivían en el XVIII para poder apreciar la enorme innovación queconstituían.

Pero pese a la importancia del nuevo concepto de la realidad y sobre todo de suaprehensión para el nacimiento de las nuevas técnicas novelísticas, no fue menosimportante la disposición del escritor, y en los Pronósticos de Torres se hacen posiblesdescripciones tan objetivas del enlace de su personalidad con su medio merced en partetambién a esa capacidad de novelista de desdoblarse para hablar de sí «as if I wasspeaking of another body» que hemos visto en su Vida. Si bien el Torres novelista de suVida lleva veinte o treinta vidas diferentes, ya diez años antes, en el Pronóstico de 1733,al desdoblarse en semejante autocontemplación, Diego escribe: «Miraba mi tristísimafigura y admirábame de ver las mamarrachadas, disfraces y metamorfosis que anda ha-ciendo conmigo la fortuna».

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Aparte de su interés como confirmación de la aptitud de Torres para la novelística,las «Introducciones» estudiadas aquí son un documento importante para la historia delcostumbrismo. Las obras periódicas del XVIII están llenas de indispensablesantecedentes de Mesonero y Larra. Algunos ejemplos se han puesto al alcance del lectoren la indicada antología de Correa Calderón. José Escobar ha estudiado algunos antece-dentes dieciochescos de Larra en su valioso libro Los orígenes de la obra de Larra(Madrid, «El Soto», 1973); y un alumno mío está haciendo la tesis doctoral sobre larelación entre la técnica costumbrista de Cadalso en las Cartas marruecas y la de Larraen sus artículos. Mas existen pocos escritos dieciochescos que en su concepto del«cuadro» descriptivo, narrativo y dialogado se acerquen más a los del siglo deMesonero, Estébanez Calderón y Larra, que las «Introducciones» a los Pronósticos deVillarroel. Clifford M. Montgomery, en su libro Early costumbrista writers in Spain,1750-1830 (Filadelfia, 1931), fecha el primer cuadro «moderno» en 1750; pero sihubiésemos de tomar en cuenta los textos que siguen, habría que fijar tal fecha algo mástemprano.

Las selecciones que se reproducen en forma suficientemente completa para que sepueda apreciar el conjunto del cuadro llevan sus títulos; las otras no los llevan; pero seindica al final de cada trozo su fuente exacta en la edición de las Obras completasmencionada arriba. Para la comodidad del lector, he modernizado la ortografía y lapuntuación, teniendo cuidado, sin embargo, de conservar esas grafías que representan,ya diferencias entre la pronunciación del siglo XVIII y la del XX, ya formas regionalessalmantinas.

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ANTOLOGÍA

De par en par la bragueta del pescuezo, arrepelados los hombros, molidas lasmangas, maduro un faldón y pasado el otro, sin que de esto se sienta mi camisa porqueestá hecha a todo trapo, aunque algunas veces ha hecho la deshilada y me ha dejado encero con sobrada impaciencia de mis lomos, arrollada la ropa hasta las trancas, desnudo,sofocado y desenvuelto estaba yo sobre la cama una de las noches ardientes de agosto,sin poderme valer con la vehemencia del calor, desayunado de pulgas, cenado dechinches y comido de piojos, que en esta desenvoltura algo había de tener de buenacrianza; y aburrido de tirar rascaduras a un lado, arañas a otro y cachetes a todas partes,salté al suelo, di dos manotadas a los faldones para varear el tamo y las chinches, y entretan mala fruta se desgajaron de mi camisa algunas hojas, dejando al árbol tan seco ychupado, que ya no volverá a barbar hasta el lino nuevo. Me envainé en los calzones, yhechos chancletas los zapatos, entre nadador y astrólogo, sayón y fantasma, cogiendo alpaso un bonete para abrigar el seso, me salí a un balcón a buscar algún alivio en elambiente. Tiréme suspirando a una silla; y cansado de estar conmigo, agarré un antojode los que a cada hora tiene mi preñada profesión, para ver si los cuartos principales deléter son más frescos que los de la tierra, y si la compañía de los astros es más puta quela de los hombres (Pronóstico de 1728, OC, IX, 69-70).

EL MUNDI NOVI

Hediendo a puto, apestando a juncia de nalgatorios, con sus regüeldos de vino,trastornado en la colambre de los vientres y arrebañándose a las tetas unos calzones degrana de Molina, que se le escurrían a los zancajos, venía por la calle del Lobo unextranjero, cuya patria no pude averiguar porque es tan secreta, que ni aun ni él mismola quiso tomar en la boca. Era un viejo que frisaba con los cincuenta años; estatura de afolio, calvo desde las comisuras hasta el colodrillo, tanto, que la cabeza me parecióestribo de carmelita o suelo de cantimplora de cobre; sin más pelo que dos arracadas depiojos, que se le columbraban desde las sienes y corrían hasta la boca del estómago;ojos azules, aturdido de miraduras y tan espantado de semblante, como si lo acabaran dehacer cornudo en su presencia.

Cosido a par de sí estaba un mozo como de veinte años, machucado de narices,hundido de ojos y una cara más sucia que manos de comadrón, liado en un sayo enterizode terciopelo de La Coruña, almidonado de grasa con sus gargajazos de pringue detraseros. Venía amarrado a una lonja de camino, tienda de mano o covachuela portátilcon que comercian los peruleros de rosarios, medallas, hebillas y botones en la Puertadel Sol. Confieso que la natural inclinación a estas visiones me forzó a informarme deestas con especial cuidado. Hui a un portal porque no me royesen la seriedad los quellaman políticos; y vi que el mozo asentó el almario en una piedra, y con unas vocesentre aullido de perro y solfa de marrano entonaron las rabiosas palabras de este dúo:

Vengan señori La ButifarraAl Mundi novi Lo malo casati,En esta parti Tuti le enferni,La Forneira Y tutti li diable

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Llegaron esportilleros a manadas, las criadas de servicio a envoltorios y lostruhanes a gruesas. Yo, por no ajar lo catedrático y por excusarles a los reverendosdoctores de mi claustro una pesadumbre y un par de consejos a mi liviandad, le quité ami genio el deleite de mezclarse en 1a tropa de los bribones; y como soy cristiano, queme estuve sumido en el meadero del portal sin que nadie me pudiese ver ni oler. Acabópues de enseñar su mundi novi; y temiendo yo otra avenida de ociosos y otro nublado depícaros, salí del escondite y le rogué al viejo, que parecía el señor de los cubos, que seviniese conmigo a mi posada, que deseaba reconocer despacio su arquetón; puespresumía encontrar en su tienda una tela de buen gusto con que abrigar el pronóstico delaño de 1730, que estaba ya a la boca de la fantasía, si sale o no sale (Pronóstico de1730. OC, IX, 102-103).

DELIRIOS ASTROLÓGICOS

Tragado de una berrenda, empedrada de costras, pingajos y cazcarrias, más suciaque los ojos de los médicos, sumido de cabeza en un gorrete, que fue cobertera de untiñoso, y tumbado en un jergón cerril de los que tiene en sus salas este hospital, adondeme han traído mis males por mantas, como si no hubiera bastantes en Castilla, estaba youna noche esperando el huésped remolón de una terciana, que se metió de hoz y de cozen mi mesenterio, y está comiendo de mis carnes sin advertir que ya no tengo substanciapara criar cachorros a mis costillas. Miraba mi tristísima figura y admirábame de ver lasmamarrachadas, disfraces y metamorfosis que anda haciendo conmigo la fortuna. Unasveces estaba más triste que canónigo rico al son de las canales de marzo, porque meveía sorbido en la ballena de una alcoba jaspeada a tizonazos de sebo y carbón, rodeadode tarazones de bacines, platos de unción, mendrugos de emplastos y otros preámbulosdel morir y alabarderos del agonizar. Y para hacerme más desabrida la habitación, medibujaba la memoria las ricas piezas, los blancos retretes y los dulces regalos con queme recibieron para su huésped las primeras familias de la España.

Otras veces estaba más suspenso que labrador en día de Corpus a vista de losgigantones y tarasquillo, de verme tan huérfano, que sólo asistía a mi cabecera unmuchacho capón de cabello, salpicado de postillas, diviesos y juanetes, engullido enunos calzones de márraga que le hacían roscas en el suelo, rodeado en un coleto debadanillas de castrón, el que tenía ceñido al cuerpo con un cordel de azote. Parecíapasante de verdugo, oficial de ladrón o prólogo de ahorcados. Hacíaseme másintolerable esta soledad; porque me acordaba de las festivas demostraciones y delnumeroso séquito de alegres voces con que me festejaron en los más lugares de laEspaña adonde me condujo mi destino, mi precisión o esparcimiento. Algunos ratosestaba más desesperado que yerno pobre que ve a su suegra rica convaleciente de untabardillo considerando en las sabrosas camas y mullidos sillones en que habíarecostado mi humanidad, y sentía de muerte los muerdos que tiraba a mis tristes lomosla dura tarima y pedernal jergón; porque los tenía tan heridos como si hubiera dado elnalgatorio a una estacada o a una disciplina de sangre. No dejé de reírme alguna vez deverme tan ridículo y tan desarrapado, y daba mil gracias a Dios porque en aquellaborrasca quiso que se salvase mi paciencia, mi ingenio y mi filosofía.

Robado de la fuerza de estas consideraciones me cogieron los esperezos de laterciana, que entre los médicos se llaman horripilaciones; crucificábame la bocasiempre que me la desgarraban los bostezos. Arrebujeme en la manta; y para tapar unagatera que tenía en una de sus puntas, puse el muchacho a los pies, que fue lo mismoque si me hubiera echado encima un envoltorio de sebo, porque desataba pringue por

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todas sus coyunturas. Enroscados el rapaz y yo, a pocos instantes empezó a sonar la cajade los dientes con tal ruido, que podía despertar a un noviciado porque más parecíamatraca de frailes que dentadura de cristiano. En fin, espantóse el frío con losremoquetes del calor febril, ca1deáronse un poco las partes espermáticas que por acállamamos extremos, desarrugué mi humanidad, sacudíme del muchacho y cuandoempezaba lo más activo de la fermentación se volatizaron a la sesera algunos vapores,hálitos y foligines tan revoltosos, que dieron con mi espíritu en un furioso delirio.Amontonóse el juicio, y quedó el celebro en poder de los disparates. Salté de la camasin más cobertera sobre mi cuerpo que una camisa con más ojos que un cribo y con másmanchas que la piel de un tigre; porque había llevado muchos jabones, había dos mesesque no entraba en colada, era más corta que ingenio de navarro, y aunque he gastadosiempre poca camisa, esta era tan meñique que no me tapaba las tetas, en fin, camisa deastrólogo, muy parecida a la Luna en los cuartos menguantes. Al estruendo y gritería delos movimientos impetuosos del delirio, acudió una vieja, un galopín de cirugía y unconvaleciente que acababa de tomar el mercurio. Intentaron cogerme, y yo di enmenudear puñadas sobre ellos, tan fuertes, que a la vieja le levanté una pantorrilla en unojo y le abrí dos mataduras en el cogote, al platicante lo derribé una quijada, y al pobregálico lo estrellé en medio de la sala, donde quedó hecho una tortilla. Ú1timamentevolvieron a mí; y abrazados la vieja, el platicante y yo, fuimos a os tombos, como diceel portugués, hasta mi tarima, y con una soga me liaron contra sus tablas, adonde quedéentre amenazas de aspado y apariencias de difunto. Sobrevino a esta inquietud unprofundísimo sueño, y entre delirante y dormido comencé a lanzar de mi boca desatinosy despropósitos; y entre la barahúnda de disparates salieron liadas algunas conjeturasastrológicas y algunos coplones, que en ellos estoy muy versado. (Pronóstico de 1733,OC, IX, 149-152).

Guiado de la moribunda luz de unos retamos, que a par de una pajiza chozaalumbraba a sorbos y ardía a trompicones, llegué yo después de acostado el sol, una delas tardes del octubre, deseoso de encontrar alguna persona que me volviese al carril,que me hizo perder la terrible cólera de una furiosa tempestad. Apenas conocí en ladistancia alguna proporción para ser oído, rompí mis ansias en las tres voces de Hola,pastor, amigo, que son regularmente el chilindrón legítimo de los descaminados.Asomó perezosamente a la rotura de la breve cabaña un viejo sostenido de un acebuche,con un rostro orejón abofeteado de las injurias del aire y tan herido de las coces de losaños como si hubieran pasado por encima de su cara con zapatos de hierro; los ojos erandos mataduras; la boca una sima emboscada entre matorrales de cerdas, sin máspoblación que un colmillo mohoso, que hacía la vida solitaria en ella como su dueño enaquellos montes, y tan pelmazo y zancajoso de palabras, que me pareció quepronunciaba con una porra en vez de lengua. Su vestido era un gabán de cabra ceñidocon una coyunda de ternera entrada en días, unos talegos de esparto indiciados decalzones, pantorrillas de oveja, abarcas de cochino, y sobre todo un capisayo o burel depajas de centeno con su capirote de la misma cotanza. Pareciome el racional monstruoun niazo portátil, o un solar andante de los del reino de Galicia. Golpeando, pues, con elcachiporro de su lengua las inocentes palabras de un portugués dulcemente retórico ydándome señales de piadosa inclinación y no común crianza, me dijo:

-¿Qué ma ventura ha votado a Vossa Mercé, Senhor Fidalgo, a estes matos oupicotos?

Respondile en un idioma criollo, lenguaje mestizo de español y lusitano, queciego y aturdido de la pasada tormenta, sin saber a dónde, cómo ni cuándo había dejado

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la vereda que pisaba, roguele me permitiese esconder de las destemplanzas de la nocheen su choza, y que le pagaría con mil gracias y algún dinero el hospedaje (Pronóstico de1734, OC, IX, 166-167).

LOS POBRES DEL HOSPICIO DE MADRID

Sobre una mula sarnosa, plagada de desollones y vejigas, cubierta de ronchas,esparavanes y de todas las lacras y lacerias que se pegan con el contagio de los al-quileres, entraba yo por la Puerta de Foncarral, engullido hasta las cejas en una capadescolorida, en cuyo ralo tejido habían impreso los años el desventurado chilindrón delas tres erres de rota, raída y remendada. Estudiaba en esconder el rostro; pues aunqueno tengo mucha vergüenza, sentía que me viesen por Madrid tan raído los que solo meconocieron un poco de desgarrado; y por más que porfiaba en ocultarme, se salía sin milicencia por las escalabraduras del capote locutorio el pizpierno de mis narices, por elque pudiera conocerme el que no fuese ciego o hubiese visto mi figura vaciada en elmascarón de mis almanaques. Traía en mis ancas y sobre los cuadriles del esqueletomular a un galopín hambreón entre discípulo y sirviente, avutardado de sentidos,lagañoso de alma y modorro de movimientos y acciones. Era filósofo tullido, médicoperlático y astrólogo paralítico que venía a que le tocasen a la reliquia del protomedicatoy a pagar la licencia de revolver mondongos, descuadernar saludes y repartir agonías,boqueadas y sepulturas. Desmontose cerca del hospicio, tiró de las bragas hacia loszangarrones; porque se las había arrebañado hasta las ingles el perezoso movimiento dela mula guadaña, y marchó espoleando pedernales por toda la calle de Hortaleza.

Yo proseguí mi camino en la mula cecial que se movía con tanta pereza, quegoteaba de hora en hora un paso, tanto, que creí que se le olvidaba volver por el pie quedejaba atrás. Continuaba también en las diligencias de taparme, ya aplastando la gorrahasta los ojos, ya escondiendo las narices en la pechera de la casaca, que era de la edadgeneración y vida que la capa; y cuando iba fatigado con esta brega, me puso en mayorcongoja una voz tan desapaciblemente desabrida, que me pareció salía de las agallas dealgún condenado. Tembló toda mi carnadura al oír repetido dos o tres veces eldesventurado apellido de Torres, Torres. Salté de la mula estafermo con el propósito dehuir a una iglesia, persuadido a que sería algún escribano que venía a notificarme otrodestierro cuando me tropecé con un viejarrón calvo, pilongo, pajizo, con dos horriblesbotefones de barbas berrendas en cada carrillo, juanetudo, los ojos retirados en losúltimos rincones de las cuencas, tragado en un ropón del venerable hospicio, rosario,muleta y todos los apatuscos de padre del yermo, tanto, que para ver en su figura unaviva imagen de la melancolía de los anacoretas sólo faltaba que no se llamase el padrefray Hilarión. Repasé su secarón y agonizante bulto; y menos turbado vi que era el beatoLuis de Matallana, a quien había conocido en el siglo sastre, hablando con malacrianza,gente muy parecida a los astrólogos en lo que mienten y desemejantes por lo que hurtan.

Preguntóme qué destino me volvía otra vez a Madrid. Respondile que venía ahacer el pronóstico y dar disposiciones para su impresión. Oír mi respuesta y cubrirmede maldiciones, todo fue uno.

–Mal hayas tú –decía– y mala venta te dé Dios a ti y a tus pronósticos. Tú hasarrojado por Madrid esta maldita sementera, y has hecho más larga la generación de losalmanaqueros que la de los holgazanes, los presumidos y los vagamundos. No haysacristán piltrafoso, ni sopón hambriento que no se haya echado a la ganga de losalmanaques, y nos tienen comidos de embustes como de piojos.

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A1borotóse el gallinero de la pobretería con la entrada de Torres, y no quedó cojo,manco ni tuerto que no viniese renqueando a cumplimentar al bienvenido. Arremo-linados todos sobre mí, como una manada de grajos a un borrico muerto, empezaron amolestarme con impertinentes preguntas. Entró a la sazón tocando en la copa delsombrero y bailando un viejecillo culirrastrero, aparrado como un trompico, tanbullicioso, que traía los miembros en gresca y algarabía, calvo a manchones, rojo demofletes y tan risueño y arrufianado de semblante, que podía arrancarle las carcajadas aun difunto. Esparciose todo el avispero de podridos que me tenía rodeado; y haciendo elvejete mil momos, gestos, brincos y figuras en torno de mí, me saludó (Pronóstico de1736, OC, IX, 188-192).

LA ROMERÍA A SANTIAGO

Tartajoso de andadura, balbuciente de portante, molido y desalumbrado, llegué yoentre dos luces al melancólico soportal de un héctico casarón mal entretejido conparches de retamas, unturas de tochos, emplastos de jaramugos, enjuagatorio de maíz yotros confortantes, pistos y remiendos de pajas y tallones de los que producen sus ari-deces la marásmica altura del cebrero. Yo creí haber encontrado algún alivio contra lasinjurias de mi desabrida jornada en el cubierto de aquella obscura y desgreñadahabitación, y me vi hundido hasta los corvejones y embadurnado hasta los lomos decagalutas destetadas, cagajones desleídos, boñigas infusas y otros puches y almíbaresdel estiércol que arrojan los brutos con quien se acuestan y acompañan las rudas gentesde aquellos miserables y desterrados zangarrones del mundo. A fuerza de pujamientos yvaivenes y estribando sobre el bordón mi fatigada humanidad, procuraba desarraigarmedel pegajoso baturrillo. Dejándome por las costas los zapatos, las medias y algunospiltrafones de las zancas, pude trepar hasta el medio del pestilente y pantanoso portalón.Nadando a remo tendido, llegué a asirme del esquinazo de una vigueta carcomida, quehacía oficios de pesebre, salpicada a trechos de unos rodanchos que parecían ahujerosde letrina; y tirándome de bruces sobre una de sus cavidades, quedé como muchachoque plantan en el burro con las piernas colgadas y el trasero al aire, y en esta postura seacabó de escurrir lo más suelto del hediondo arrope en que estuve sorbido hasta lasgorjas. Di, pues, un rehurto al cuerpo; y asentado sobre una de las hoyadas de la viga,empecé a llorar la mala noche que me esperaba porque por fuerza había de ser vigilantegaleote en aquella galera de bazofia, y más cuando me vi rodeado de bueyes, cabras,cochinos y gallegas, que todo es uno para lo de la limpieza y la civilidad. Reparado unpoco empecé a reconocer los entresijos del pastelón y vi que en uno de sus cornejalesestaba tendido sobre un hormiguero de castañas, chirivías, nabos, repollos y otrasverdolagas, simientes y raíces de las que inquietan la ventosidad y la lujuria un gallegónahíto de cuerpo, trompetero de mofletes, barrigón de ojos, barbado de aguijones y tanabochornado de vista, que vomitaba Fontiñanes y Esquivias con cada guiñada.

Era gordo de badajo, con un buen besugo por lengua, embotado de pronunciación,y un cencerro boyuno por boca. Tenía una cabellera de lombrices, pero tan rabona queno le pasaba de la nuca, dejándole a la vergüenza un par de orejas ramplonas, tangrandes como dos botijos portugueses. Descubría unos trancones de brazos y piernas tanrudos y espesos de pelambre, que me pareció estar revuelto en la piel de un oso. Todosu ropaje se reducía a unos calzoncillos de estopa cruda, almidonados de puchos devino, berretes de tabaco y algunos regüeldos de nalgatorio. A par de sí estaban dosgallegas priorales macizas, barrigudas y frisonas, pero tan grasientas como si estuvieranformadas de chorizos y morcones. Tenían dos pescuezos cagalares, tripones, peludos y

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rodeados de pringue, y las cabezas entretalladas entre un harnero de telas, mayores queel bandujo de una vaca y tan poltronas y esponjadas, que podían servir sus cojinetes deasiento al gigante Malambruno. Estaban una y otra en paños menores y sin camisa y tanabigarradas de refajo, que por todas partes descubrían las costras de los muslos yalgunos asomos de los ijares y la reñonada. Cubrían, finalmente, el dormitorio de lasliendres con unos almohadones de lino berrendo, guarnecidos con perigallos de guita yparamentos de cañamazo.

Por las señales del gallego presumí que era algún sucesor del potentísimo Meco,aquel berraco racional a quien atribuyen los historiadores tacaños la población de aquelpotroso y enfermizo pedazo de la tierra. Informado pues de una de las rollizas trongas,me dijo que aquel era un mercenario de los que andan en aquellas feligresías a ojeo debodas, a espera de bautizos, a caza de pecados y a montería de mortorios. Quisepreguntar cuál era la causa de estar en aquel traje y aquel sitio, pero no dejó salir lapregunta de mis labios el rumor y gritería de una tropa de peregrinos que a fuerza dejuramentos y empujones bregaban por desatarse del pegajoso pisto en que estuve yoanegado hasta el gollete. Llegaron ansiosos a la orilla de la vigueta, y besaron su suciosuelo con la misma ansia que los infelices náufragos besan la amada madre después dehaber padecido las congojas de una tempestuosa tormenta. Repararon en mí que estabaenjugándome del diluvio que me había cogido en aquel golfo, y uno de los peregrinosque era un sollastre rojo y jorobado me dijo:

–Ha, señor astrólogo, ¿por qué no previno usted la mala noche que había depasar?

–No es tiempo de zumbas, seor Ramajo –dijo otro de los compañeros–; lo queimporta es ver cómo hemos de desempotrarnos de este cenagal en que estamos en-gullidos.

Levantóse a esta sazón el botarga del gallego, y enarbolando la pala de un horno, ylos peregrinos sus bordones, anduvieron a salga la parida con el lodo hasta que lohicieron recular contra la pajiza puerta del mal aparejado cobertizo. Desentretallados losmíseros galeotes de la corma de la piscina, acudieron las tarascas gallegas y con algunosmanizos de pajas los acabaron de mondar de la peste, llevándose de camino entre losdientes de la escoba algunas zurrapas de los zaragüelles y las ropillas. Extendieron amanotadas algunos tallos del maíz y otras piltrafas y farrapos del pajar; y colgando delos garfios de los bordones las esclavinas y las talegas, se tiraron sobre el mal mullidojergón los peregrinos, las gallegas y el monigote, arremolinándose todos como unaescuadra de marranos. Yo me encuaderné en el mazorcón; y después de haber dejado enla espina a unos besugos y haber arrancado a raíz el último trago de las calabazas,dijeron que sobremesa se había de hacer el pronóstico (Pronóstico de 1738, OC, IX,218-221).

LA LIBRERÍA DEL REY Y LOS CORBATONES

Yo me tendí una de las mañanas del julio sobre un sillón de los que rodean losbufetes de la gran Librería del Rey, a orearme de los bochornos que sacan a la caramuchos cumplimientos cortesanos, de algunas rociadas que me dio el sol en los hocicosy de otros turbiones que suelen agarrar a un hombre que tiene en Madrid amigos,contrarios y negocios. Desplomado entre los pies de la mesa y los brazos de la silla,incliné los ojos hada la hermosa muchedumbre de cuerpos que adornan aquella granalma pero sin permitir a la consideración que contemplase en más asunto que dar al míoel sosiego que por entonces me pedía. Entre ocioso, fatigado y divertido estuve un breverato hasta que me espantó el recreo y la quietud un hombrecillo bullicioso, compuesto

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de monerías y ademanes, acongojado de bragadura, sorbido de asentaderas, lucio decanillas, empalagoso de camisón, follajudo de cuadriles, enarbolado de faldones, tanhueco como si trajese por bajo un par de ganapanes: figurilla tarasca, embodriada decartafolios, trapos y ballenas. Venía amarrado a un espadín venial con sus arranques deceática, y se asombraba con un peluquinillo melindroso y arremangado de orejas, perotan empapado en harina que me pareció que acababa de bañarle en una tahona.

Estaba a par de sí un hidalgote cagalar, rollizo de costillares, pantorrilludo,panarra de facciones y bastaje de a folio. Era un mochiflón de los que luego que se vense les conoce ser gente de la que envía la naturaleza a nacer a los cagarrones de Asturiaso a alguno de los andrajos de tierra que por permisión de Dios se mantienen en lospedregales de Vizcaya, Galicia y la Montaña. Anegábase el villanchón hidalgo en unacasaca follona, derrengada de horcajadura, escurridiza desde los ijares a los corvejones,aplastada de pliegues a lo de monje benito, botones de a seis en libra, que con cada unose le podía abollar el testuz a un gigante, y tan caudalosa de mangas, que no podíanhacer pie en ellas las uñas de las manos, porque se las cubría más de diez dedos. Traíaembuchetada la cabeza en un cairel lanar, cabellera de cabrío tan desparramada deboquete, que se le registraba a la redonda de ella todo el testuz dejándole escuetas unpar de orejas ramplonas y abaciales, algo mayores que dos zapatillas de carruco.Veníanse desgarriadas por los gañanes, en ademán de carlancas, cuatro varas demusolina de Santiago, que se le derretían hasta el ombligo con un roscón tan holgado enlas gorjas, que le cabía la cabeza a entrar y salir por el aro sin tocar en barras. Erahombre añejo, mamarracho, antigualla, salvaje revenido, y finalmente corbatón redondoy legítimo de todos cuatro costados. Un cuarto de hora estuvo encarado hacia a mí, re-lamiéndose los labios y ordeñando la corbata; y después de algunos regüeldos yavenidas de convers,ación que se le venían a la boca, prorrumpió en esta cortesanaexpresión: .

-Seó Torres, yo vengo de ver los corrales de la comedia, la leonera, el avestruz delRetiro y otros animales y avechuchos en que se emboban los forasteros que vienen aeste lugarazo; pero ninguna cosa me ha dado tanto gusto como conocer la persona delseó astrólogo. ¡Válgame Dios, y lo que me huelgo de haberle conocido! (Pronóstico de1742, OC, IX, 272-273).

LA BODA DE ALDEANOS

Sin más pensamiento ni más deleite que asustar con mi escopeta los pocos conejosque se emboscan en el espe1uzado monte de los Perales, andaba yo una mañana, ya cer-ca del medio día, cuando me arrancó de la gustosa solicitud un rumor confuso,balbuciente y revuelto de una irregular mezcolanza de solfas y berridos. Pareme un pocoy percibí que a un mismo tiempo hervían a borbotones en el aire rebuznos de personas,voces de borricos, pedorreras de tamboril, relinchaduras de gaita y otras entonaciones,aúllos y bramidos, cuya disonante armonía jamás había tocado a mis orejas. Empecé adiscurrir sobre la causa y naturaleza de tan repentino y desentonado graznadero, y apocas consultas con mi discurso atiné en toda la condición y motivo del bullaje; porqueel sitio, el día, el tropel y lo sonoro de la algazara, que a cada instante la percibía conmenos confusión, me hicieron acertar que era el rústico y atropellado acompañamientode alguna boda entre los villanos vecinos de aquel descarriado monte. A breve tiempo loexaminé todo con el tacto de los ojos; porque vi que asomaba por entre los lacios roblesy las desfarrapadas encinas una 1ucia tropa de aldeanos, unos montados en rocines,otros en yeguas, algunos en jumentos y no pocos sobre sus abarcas y zapatos.

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La primera figura que se descubrió a mis ojos fue la de una tierna labradora, quevenía asentada sobre un borrico poltrón y perezoso. Su semblante era tan blanco, tanbello y tan dichosamente robusto, que hasta los rigores del sol y las injurias del aire quepueblan de arrugas a las caras y se entretienen en borrar la frescura de los rostros habíansobrepuesto claridad, pureza y delicados matices en el suyo. Embolsaba el corazónagradable de su pulido cuerpo en un tosco, amusco y estrecho refajo de garrobillas, sinmás guarnici6n ni ribetes que una bigotera de bayetón azul, a quien llama irma elvocabulario de su rusticidad. Desde el fresquísimo roscón de su garganta se le escurríanhasta las honduras de sus caudalosos pechos dos chorros de menudo coral, cuatro ristrasde transparentes abalorios y seis sartales de gabanzas tan redondas y rubicundas comosus mejillas. Descansaba la vistosa pesadumbre del floridísimo petral sobre los bordesde un sayuelo de Segovia, ribeteado por las cantoneras con aseo, prolijidad y economía.Descubrió mi atenci6n maliciosa y su inocente descuido por los ribetones de la albardalos pies, que eran pequeños, pero anegados en la vasta profundidad de unos zapatonespapales, rellenos de rajas, chirlos y picaduras del sacabocados, ceñidos al empeine conunos listones de algod6n bermejo y tan ahítos de suela, que podía cada uno apostárselasen lo solar a toda la Montaña. Era, finalmente, su traje rústico y antiguo; la ropa fea,ruda y desabrida; pero ella hermosa a pesar de los sayales, las vejeces y lasdestemplanzas.

Venía a par de sí escaramuceando en una empinada y rolliza yegua un mozote decorta edad, de arrogante estatura, tostado de tez, reguileteado de guedejas, tan sano ytan risueño, que brotaba salud y alegría por todas sus coyunturas. Estaba vestido conuna anguarina talar de paño de Chinchón con sus vueltas de estameña verde, botones decabeza de turco, jubón de cordellate guarnecido de puntas negras en ala de pavo, calzablanca y sombrero frisón con sus cintas guindadas a lo jerónimo, tan cumplidas que leasombraban el cogote. Revuelto entre otra caterva de gentes y borricos apareció sobreun orejudo garañón el señor cura, muy repotente de fernandina, erguido de persona,enfaldado de sotana y tan descocado y retozón de miraduras, que me pareció que estabacasi tan contento como los novios. En el medio de otro desmembrado escuadrón decharros y charras, que venían espoliando los tomillos y los cantuesos, se dejó ver eltamborilero, que era un vejete lagañoso, calvo, torcido, anquiabierto, estriñido denarices, enjuto de boca, ensuciado de barbas y tan hidrópico de mofletes, que al fruncirlos bezos y al empujar el aire por las rendijas de la flauta quedaba hecho un botijónmamarracho de los que al delinear el cielo pone por vientos la pintura. Al bajodesconcierto del tambor y al desentonado tiple de la flauta y de varios panderillos ysonajeros que traían algunas mozuelas de la tropa, cantaban a dos coros en raros metrosy ridículas consonancias muchas coplas compuestas con el arte de su simplicidad y suignorancia. Pude percibir las siguientes, que por repetidas y pesadas se me asentaron enla memoria:

Mil años se empreencon gusto cumpridolos dos maridados,Josefa y Dionisio.

Bendecidla, padredel cuerpo polido.Hija, con Dios vaitey con tu marido

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Graznando estas y otras simples cantaletas, llegó la inocente y alegre procesión a unapradera cercana al sitio donde me asaltó lo impensado de su tropel. Pusieron pie entierra los que venían montados, apearon sus caballerías, sacudieron su ropa; y estiradosde gollete, huecos, pomposos y regodeándose con sus aprehensiones y sus charras,volvieron a marchar con pasos de cofradía, continuando el regocijo, los cantares y lasabrosa bulla. Emparejé con el primer montón de personas; y saludando a las másdistinguidas, recibieron con agradables demostraciones mis bien intencionadasenhorabuenas. El padre de la novia, que era un ricote macizo, redondo, lanudo, con unpar de guedejas como los vellones de cabra, repleto de gorja, harto de carrilleras,apelmazado de corpanchón, curtido de los soles, robusto contra todas las inclemencias ymás tratable que lo que permitía su ropa y su figura, me dijo que ya que no habíanlogrado la casualidad de encontrarme a los desposorios, que acababan de celebrar en laErmita de Nuestra Señora de la Peña, que los acompañase a comer, que su buen ánimo,el gusto de todos y lo moderado de la mesa me haría forzosamente buen provecho.Acepté agradecido; y encuadernándome en la cuadrilla, llegamos todos a la casa delmonte, adonde nos salió a recibir otro bellísimo y aseado destacamento de sencillas ycasaderas zagalas. Rodeáronse todas de los novios y en torno de ellos cantaron ybailaron las dos coplillas que se siguen:

Abre las puertas, madre,del alto castillo,para que entre Jusefacon el su Dionisio.

Entre norabuenaEl mozo garridoa ser el buen yernodel tío Francisco.

Después de las inexcusables cabezadas, rústicas ceremonias y molestas acataduras,entramos a ocupar las primeras mesas los novios, padres y padrinos, el señor cura;cuatro hidalgos mochos, ejecutorias de escalera abajo, botargas de la nobleza,hambreones perdurables y garrapatas de los convites; un par de sopistas entre escolaresy vagamundos, y yo, tal cual como me quieran difinir. Seguíanse después en la restantecapacidad los renteros, los montaraces, los aperadores y labrantines, y al rabo de todosla garullada de los cabreros, los rabadanes, los encerradores y los guardianes de lasvacas, las ovejas y los cochinos, hablando con mala crianza, y con perdón del que me valeyendo. Estaban desparramados a trechos sobre las mesas hasta catorce bernegalescomo medias tinajas, y dentro de cada uno dos vasos de plata con los que se entraban achapuzo por el vino. Finalmente, se sirvió y cubrió la mesa con prontitud, con gusto yabundancia de carnes de todas castas, de algunos peces de los charcos vecinos, y porpostre se aparecieron el arroz, el queso y las aceitunas, que son el chilindrón legítimo delos bodrios y las comilonas. Al medio de la comida empezó la gente a parlar acarcajadas, a reír a borbotones y a verter el vino y el contento por todas sus coyunturas.El padre beneficiado, que tomó más zumbona la conversación, después de haber dichomil motes a los feligreses, algunas indecencias a los novios y muchas majaderías a losdemás comensales, remató sobre mí con la furia de sus afortunadas necedades.Descargó la arenga que tienen estudiada contra la astrología los apodadores majaderos,y concluyó diciendo que si quería disponer de sobremesa la composición delalmanaque, que en el corro había quien me pudiese ayudar con coplas, juicios y demás

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pataratas con que se llenan los cuatro pliegos de papel. Acepté luego; y uno de losescolares, que era un mozalbete enfermizo, pilongo y flaco, me dijo:

–Pues a su lado de usted, señor Torres, tiene quien le puede asistir y desempeñar enun todo.

Volví la cara y vi a par de mí, como escondido detrás de mis costillas, a unviejecillo como una perinola, bullicioso, arregazado de narices, hundido de boca,barbado a pelotones y pellizcos, sumido en un coleto de novilla y rodeado de un cintóndesde los lomos hasta los sobacos, todo cubierto de tachuelas, hebillas y corchetes deestaño, que son los diamantes y las esmeraldas que se han podido escapar de la codiciade las cortes y las ciudades. Su gesto manifestaba un natural burlón, marrullero, cazurroy silencioso, porque había estado oyendo con gran paciencia y con una risa entripada losdisparates del cura y los gritos de los demás, sin haber deplegado su boca.

–El tío Antonio –dijo el cura– es el Calderón de estos oteros y el Sarrabal de estascampiñas; porque las loas, danzas habladas y comedias que se ofrecen por acá, él lashace; y en lo perteneciente a los tiempos, sus carestías o abundancias, a él leconsultamos, porque como montaraz viejo y curtido en el campo conoce losmovimientos de las estrellas y mudanzas de los aires con estupenda práctica.

–Yo soy un pobre charro –acudió el marrajo montaraz– que apenas conozco elcristus, pero ello en fin haremos lo que sus mercedes mandaren.

Sacó el segundo escolar un tintero de cuerno, y el cura algunos sobrescritos decartas y otros remiendos de papel, y en ellos se escribió el pronóstico en esta forma...

(Pronóstico de 1743, OC, IX, 286-291).

EL COCHE DE LA DILIGENCIA

Un galopín de caballeriza romo, tuerto, denegrido, estercolado el rostro demojicones de materia, verrugas de podre y privadas de costras, tan desfarrapado ygritón, que parecía ayudante de verdugo y peón de pregonero, venía la otra mañana porla calle de Segovia aporreando a maldiciones, latigazos y gritos a cuatro esqueletos dedos pares de mulas asmáticas en la tercera especie y tísicas hasta la cuarta generación.Percibí que arreaban a pistos, tragalladas y empujones estos cementerios andantes a uncoche cojo, desvencido, sostenido sobre dos piernas de palo, cubierto desde loszangarrones del pesebrón hasta la calavera del tejadillo de embadurnaduras, parches ypegotes, más amuscos, turrados y llenos de grasa y de boceras que los casquetes de lostiñosos. El raro pellejo con que se cubrían los carcomidos costillares y chupados huesosde este espantoso armatroste, estaba salpicado de grietas, rajaduras y desollones, y deunas llagas tan penetrantes hacia los cuatro costados, que por cada una de ellas sepodían apagar todas las hogueras y candilones del infierno.

Luego que vi, a sobrada cercanía, el ensabanado fantasmón, las mulas en pena y elinfernal cochero, quise huir como de cosa del otro mundo; pero me cortaron los pasos ylos propósitos los gritos y los llamamientos de otros penitentes que venían embuchadosen el hediondo vientre de aquel descomunal calavernario. Llegué a la puertecilla, y vique los que estaban dentro eran dos canónigos mollares, bien surtidos de mofletes yapelmazados de carnadura; y a la trasera, estrellada contra el más anciano, una viejecillacecial, enjuta, repodrida y con la cara tan escarabajeada de arrugas y palotes, que me pa-reció un proceso de letra antigua. El canónigo más viejo, que era el conocido que yotenía en el coche, era tan recargado de carrilleras, que se le descolgaban hasta la gorjaen ademán de dos bandujos de vaca; los ojos sumidos entre las dos panzas de losjuanetes y la carniza de los párpados, de manera que no se le alcanzaban a distinguir

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más que dos ojetes tan menudos como dos chispas. La boca se le desgarraba en rectitudhasta el colodrillo, de manera que a cada resuello enseñaba todos los arrabales de lasmuelas.

Este, pues, que se llamaba don Braulio Foronda, tomando la voz de la madamaanatomía y la del compañero, que era otro peñasco de carne, cebón de la humanidad,algo más enjuto de papadas, pero tan monstruoso de calvaria, que retenía en su cavidadun buen esportón de sesos, me dijo que entrase a ocupar el asiento que llevaban vacío enaquel coche, que era el de la diligencia, y que los acompañase a Balsaín, adonde losconducían unos deseos de su estimación y su comodidad.

-Yo no puedo consentir en semejante precepto –le respondí–; porque en las Cortessolo tienen lugar y buen viso los duques y los pretendientes, y yo no soy ni uno ni otro,sino es un filósofo porcallón, descamisado y desnudo de la política, las ceremonias ycivilidades con que se comercia en tan serios concursos. Pretensión, empleo ni motivopara aparecerme allá, por ahora tampoco lo tengo gracias a Dios. Conque suplico austedes no me hagan la burla de llevarme a representar el papel de ocioso, fantasma,entrometido, charlatán, bufón y petardista; que a todos estos oficios y tropezones va ex-puesto el hombre que se entromete en los laberintos y honduras de palaciego, notocándole por parte alguna vivir ni encuadernarse en la compañía de los que con justascausas siguen las aventuras de la Corte.

-No valen excusas –acudió la vieja con un aullido entre maúllo de gato ychirriadero de urraca; y agarrándome el sombrero para obligarme a entrar, lo escondióbajo de sus asquerosos faldamentos.

Por ahorrar réplicas y conversación entré dentro, y al punto empezó el tiro de lashécticas pescadas a arrastrar a trompicones y salpicaduras al maldito tumbón. El canó-nigo viejo, que era hombre de buena pasta, sesudo y muy buen gramático, me informóque la vieja era una viuda vizcaína, llamada doña Dorotea Ventabarri, que iba apretender el sueldo de su marido, que fue un artillero alemán que murió de un hartazgo.Ponderóme su sangre, y que era una hidalga rancia que en sus tiempos fue celebrada pormujer de muchas sales, y que aún repiqueteaba las castañetas y el arpa de una orden conbastante primor, y que cantaba el Eurídice divina, el Dongolondón y el Padre Manero yotras tonadillas graciosas. El compañero, me dijo que era un capellán de presentación,muy buen cristiano, aficionado a escrupuloso, pero muy asistente a las horas del comery al recogimiento de su casa; y que su nombre era don Fabián Mondragón. Con esteinforme, destroncado a ratos con las noticias impertinentes de sus pleitos y pretensiones,llegamos al Puente Verde; y deseoso yo de que no me encajasen todas las historias yaventuras de sus ideas, les dije que ya que teníamos ociosidad para un día, seriaconveniente para desterrarla y divertimos que hiciésemos entre los cuatro el Pronósticodel año de 1744, que estaba ya encima de nosotros, y yo no había dado palotada en suformación. Ofrecí hacer los cálculos, y les rogué que ellos hiciesen algunas coplillascon que manifestar o esconder los sucesos naturales, áulicos, políticos y militares.

-¡Linda cosa! ¡Admirable! Yo estoy prontísima –saltó la vieja, sacando el hablapor entre dos dientes almendrucos, solitarios, pajizos y tan repletos de sarro y de roña,que podían apestar a una barriada.

Don Fabián y don Braulio se ofrecieron gustosos a lo mismo; y antes que se lesenfriasen los propósitos, empecé yo a formar el juicio de la primera estación en estaforma (Pronóstico de 1744,OC, IX, 300-303).

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LOS MAYORALES DEL GANADO DE LA MESTA

Hocicados sobre el sarnoso borde de una caldera y engullendo a lo moruno uncochifrito de cortaduras de marrano y piltrafas de oveja rancia encontré una mañana delagosto en las ventas de Meco a cuatro mayorales lanudos, que por la escultura ypelambre de las anguarinas, lo caudaloso de las gorgueras y lo abigarrado de lasbotargas conocí al momento que eran regidores vejigueros de las cercanías de Soria ohidalgos ramplones de aquella nobilísima y aldeana ciudad. Detrás de ellos, a oportunadistancia estaba un mozote de treinta años tan hosco y ceñudo como un jabalí, engullidohasta los corvejones en un zurrón de pellejas; y con unas pantorrillas de carnero y susalbarcas de cochino cumplía los restantes cabos de su brutal y emmarañada vestidura.Era relleno de lomos, atosigado de humanidad, rabilargo de carrilleras y cubierto lodemás del rostro de un cortezón amusco y más rebutido de grasa que el coleto de unmaragato. Tenía la gorra, que era una plasta de paño de Chinchón, entretallada entre laspiernas y guindado de la una mano un cangilón de la Alcarria, y en la otra una aceiterade Medellín, que en el castellano puro es un cuerno, por el que andaba escanciando elvino a los comensales de la caldera. Hiciéronme una salutación burda y un convite zainoy espantadizo con palabras trémulas y balbucientes, producidas de las sospechas de laaceptación; pero yo con un agradecimiento ahíto y una cortesanía muy repleta les quitétodo el susto, de modo que prosiguieron tragando a sus anchuras el turbio bodrio deldenegrido calderón. Tomó el búcaro de Jarama para beber un viejecillo anquiseco, lacio,con un hocico como un punzón y una cuarta de longaniza por pescuezo; y para acabarde emborracharse, que esto llaman hacer la razón, dijo en tono de brindis, entre otrasmuchas, esta salvajada:

-A que Dios nos dé más trigo y más corderos que este año, y a que mueran todoslos pronosticadores y almanaqueros que digan lo contrario (Pronóstico de 1745, OC, X,5-6).

LOS NIÑOS DE LA DOCTRINA

Sumergido en la profunda noche de una melancólica idea, se postró mihumanidad, rindiendo parias al susto y jurando obediencias a los médicos. Sorprendidode un vapor hipocondríaco que me ocupó el cerebro, caí enfermo en el mes de junio, sinser bastantes todos los auxilios de la Medicina a sosegar el interior tumulto. Quedé enbreve tiempo hecho una longaniza, magro, anquiseco, pelón y con todas las aparienciasde punzón de sastre o bayoneta calada. Con mucha anticipación procuré examinar miconciencia y prepararme para la jornada; porque aunque tan bribón, me preció de cris-tiano viejo, sin ceder a nadie en este punto, hallando todo mi consuelo en la asistencia ycaritativos consejos de los reverendos padres capuchinos, a quienes venero con toda mialma. Agravándose el accidente, reconocí asustados los semblantes de mi casa,moqueando el negro, temblando el inválido, arqueando las cejas los amigos y muyasistentes y cuidadosos a los médicos. Pero quiso la providencia divina mejorar lashoras para que dure este estorbo más en el mundo.

Convaleciente de este fiero golpe, restauradas algunas de las perdidas fuerzas,estaba una mañana de septiembre en familiar conversación con mis hermanas,zambullido en mi bata, más asquerosa que pecado sucio, con las manos más llenas deroña que ardides de hombre chico, tirado sobre los sitiales como registro de breviario,quejándome de la cabeza como petimetra cuando le preguntan cómo está, con el dedohacia el desván de los sesos como manecilla de margen, y molestando a todos con lanarrativa de mis males cual hidalgo pobre con la de su ejecutoria, cuando de repente se

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oyó una grande gritería y algazara de muchachos que subiendo por la escalera yatropellando al criado que intentaba detenerles, dieron con sus cuerpos en la sala y, sinmás salutación que brincos y respingos, empezaron a colgarse de mis débiles brazos,repitiéndome en cada empujón una puñalada. Fue tanto el alboroto, que primero que suspalabras me informaron los ojos quiénes eran; pues advertí que los cuatro traían unosropones con más rabos que chirrión de marea, cubiertos de virolones de cera y con másplastas que letrina de convento, unas valonas oriundas de los jirones, huérfanas delienzo y hambrientas de limpieza, reparé que menudeaban en meter por el cuello 1osdedos en forma de compás, y vi todo aquel negro campo hecho una dehesa deExtremadura pastada de piojos que, por no tener qué comer, se iban convirtiendo ya encamaleones. Chirlota, que así se llamaba el capataz, todo era encaramarse para darme unbeso en los bigotes; pero yo procuré defender la doncellez de mi cara con la diligenciade levantarla hacia el cielo, porque temí que a la primera estocada de sus narices meencajase de espaldas en la otra vida. Era el tal avechucho lampiño de cejas, manco deojos, héctico de carrillos, judío de narices, sumido de hombros y tan corcovado comofacistol de coro. Para sosegar esta endiablada furia, empecé a decirles:

–Muchachos o demonios, ¿qué queréis por esta tierra o cuál es el fin de vuestravenida?

Respondió por todos Chirlota y dijo:–Ya sabe vuestra merced, señor don Diego, que somos los niños de la Doctrina,

que en Madrid nos empleamos en ser arrieros de muertos, y con esto ganamos lacomida. (Pronóstico de 1746, OC, X, 17-19).

LOS BOBOS DE CORIA

Yacen aplastadas contra unos pelados nuégados y sumidas entre otros pedregalesbarbudos, a una legua de distancia de la meñique ciudad de Coria, seis o siete casillascorcovadas, barrigonas y tartamudas de cimientos, cuyo apiñado burujón es conocido enaquellos contornos por el nombre de Marchagaz. Son los materiales que componen suspigmeos frontispicios mendrugos de peñascos, trozos de encinas y cascotes de enebro,empinados todos a puros puñetes de lodazal, pero sin más reglas ni otro nivel queaquella visual borracha que entre los matemáticos bribones se dice a ojo de buencubero. Sobre unas piltrafas de tierra que está repartida a sopapos en los sucios suelosde estas chozas, estaba yo (era víspera de San Juan, que ¡no se me olvidará en toda mivida!) tendido, abochornado y padeciendo intolerables angustias y terribles fatigas,ocasionadas ya de los hurgonazos que me daba el sol en los hocicos metiéndose por lasgateras de la techumbre, que era de varizos de alcornoque y de otra metralla demontanera, ya de las dentelladas de los tábanos, ya de los sofiones de los mosquitos, yade los galopes de las pulgas y, lo peor de todo, de los berridos de dos muchachosprietos, mollejones y blandujos, de hechura de farinatos metidos en escabeche depringue, mocos y lagañas, que el uno pedía caca y el otro mama, con tanta fuerza comosi los arrancaran las asaduras.

Andaba el sueño a escondidas de la incomodidad, a hurto de la molestia, y en losintervalos de las congojas, haciendo sus zambullidas a las pestañas, sus asaltos al juicioy sus arremetimientos a la razón; y ello fue que a pesar de tantos y tan importunosenemigos me pilló en su poder y me puso vivamente muerto en el ataúd de unasabrosísima modorra. Inalterable a las correrías y tarascadas de los avechuchos queestaban haciendo refectorio de mis carnes, insensible a los chamuscones y las oleadasdel sol, sordo a la desconcertada ronquera de los dos niños cebones, sochantres depocilga, y en fin poseído de una apoplejía regalada y de un dulcísimo letargo, estuve por

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más de seis horas, y hubiera durado más tiempo el feliz accidente a no haberme roto sucontinuación otra brutal e impensada gritería, que condujo sin duda alguna mi desgraciaal finibus terrae de aquel miserable caserío. Abrí los ojos y vi arrimados (¡Jesús milveces, nuevamente tiemblo al acordarme!) contra la puerta de la caballeriza y sostenidossobre unos acebuches de diez cuartas de longitud a tres hombrones motilados, negros,ceñudos y cetrinos, y tan zainos de miraduras que consentí en que tenían determinado elmodo de ponerme en tajadas, o discurrido otro cruel y extravagante medio con quequitarme la vida. Era su traje tan áspero como sus gestos: gorras de alto borde en figurade barcos, retraídas hacia la cogotera, zapatos de vaca en crudo hilvanados con correas,polainas frisonas de terliz de Algarrobillas y jubones de Cabeza del Buey, ceñidos alcuerpo con una coyunda de Moscovia en ademán de petralera, de donde estabaguindado un gran cuerno de Medellín, que lo habían encaramado desde aceitera a frascode pólvora.

Incorporeme aturdido, medroso y con la deliberación de huir; y al revolverme paraplantarme recto, vi a mis espaldas otro salvaje de la misma catadura, derribado tambiénsobre otro garrote de a folio, que tenía tan unido al pecho que me pareció que lo estabadando de mamar. Era este bruto algo más gordo y más tinto que los tres compañerosaloques; cariboyuno, desparramado de costillares, chato de testuz, hidrópico de bezos,balbuciente, con un gran morcón trujillano por lengua. Este, pues, sin darme tiempo apreguntarle quién era o qué quería, enarboló el (Dios nos libre) garrote, y con unosmugidos arrebujados entre buchos de pringue y espumarajos de cochambre, me atronólas orejas queriendo decir, salvajada más o menos, los siguientes despropósitos:

-Ahora verá el seor parlique, chacharón, presumido de discreto, quiénes son losbobos de Coria (Pronóstico de 1750, OC, X, 76-78).

AVENTURAS EN LA ABADíA DEL DUQUE DE ALBA

Lazarillo de mi caballo, solo, con la imaginación en babia, sin bulla en la fantasíay sin más deseos en el alma que llegar con prontitud donde pudiese tender mi cuerpo,iba yo una de las tardes del noviembre rompiendo a trompicones y cruzando a traspieseslas broncas montañas de Lagunilla; y al tomar una de sus revueltas, me suspendieron lospasos y la atención unos gritos arrebujados de arres, demonios, porvidas y otrossornavirones y esparavanes de juramentos y blasfemias. Pareme un breve rato; y curiosode examinar a raíz aquel infernal ruido, me deslicé con precipitación por un atajo hacialas honduras de un caozo donde me pareció que salían los reniegos y las maldiciones.Con efecto, no me engañé; porque vi a su margen un arrierote verdinegro, tan enjutocomo si estuviera hecho de raíces de álamo negrillo, espeluznado con algunas hocicadasde tiñoso y piquetes de calvo, que estaba imprimiendo garrotazos y puntillones sobre losraídos cuadriles de un mulo romo, que se estaba meciendo con la carga en el cenagalmás profundo que se descubría en los desguazaderos y escondites de aquel erguido ycavernoso monte.

Solté las riendas a mi caballo, puse la capa en tierra y, entrando casi a chapuzo porel lodo, me agarré de los esfuerzos posibles para aliviar la pesadumbre del amo y de labestia. Asido de la cola del mulo, zamarreándole a uno y otro lado, sosteniendo a vecesla carga sobre mis costillas y menudeándole el socorro de los garrotazos y juramentos,logramos poner en pie aquella anatomía moribunda, a quien sólo le faltaba paraesqueleto arremangarle el chupado pergamino de su corambre correosa. Sosegóse elenfurecido arriero, diome muchas gracias, yo quité de mis piernas las húmedas botaspara que se oreasen sobre el arzón de mi rocín, tomé sus riendas y mi capa yempezamos a caminar por las espesuras de aquel confuso y empinado puerto. Goteaba

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el mulo de hora en hora un paso, y la carga y la flaqueza lo tanganeaban de modo quecada movimiento era una amenaza de ir a hacer noche a otro pantano; pero micompatriota le rociaba los lomos con el garrote y los por vidas, y con esta ayuda sesostenía y soltaba de cuando en cuando alguna chorretada de andadura.

Preguntéle hacia dónde caminaba, y me dijo que a una corta población que distabade allí media legua llamada la Abadía del Duque, y que en aquel mulo secarón llevabaalgunos víveres y provisiones para unos caballeros que se divertían cazando poraquellos valles y montañas; y añadió que no podía revelarme quiénes ni de dónde eran,porque tenían prevenidos y amenazados a todos los sirvientes y habitantes para que aninguna persona diesen señas de sus apellidos, estado y condiciones.

–Lo que yo aseguro a vuestra merced –prosiguió– es que esta noche la pasará bienregalado, porque son todos muy holgones y muy amigos de la bulla y la alegría; y unode ellos, que es el más rico y el que mantiene toda la gurullada que a mi parecer pasa detreinta comilones, ha mandado que a cualquiera pasajero que llegue al mesón se loenvíen a casa, y allí lo rellenan y regalan hasta tutiplén. Pasan algunas noches bailandocon las aldeanas extremeñas; otras con la conversación de la caza, zumbándose los unosa los otros ya sobre las mentiras que vienen reatadas con esta afición, ya sobre loserrores de los tiros, y otras noches hacen coplas de repente, y anda el disparatón quecanta misterio, y la carcajada que retumba por esos montes y vericuetos.

–Horrible gasto – dije; y, sin dejarme continuar la oración, acudió el arriero:–Ahí, señor, allí verá usted los perniles a tercios, las pollas a gruesas, los lomos y

piernas de carnero a quintales; y por cualquier lado que vuestra merced tire se tropezarácon los tarros de dulce tan altos como púlpitos, y con los rimeros de chocolate, debizcochos y otras golosinas tan erguidos que, aunque usted no es enano, le han desobrepujar por encima de la cabeza. Las fuentes, cucharones, chocolateras y escudillasde plata por allí andan rodando como si fueran de alcornoque; y al fin, allí se hunde, setraga y se destroza tanto, que con lo que se pierde en una cena pudiera mantenerse unaño todo un concejo, aunque fuera mucho mayor que el de Garrobillas. Gustosamenteembobado con las relaciones del arriero, llegamos a la ermita del lugar, donde nosdespedimos. Él guió a su mulo hacia el palacio y yo mi rocín al mesón; y al apartarnos,dijo:

–No paren más los malos años en mi tierra que lo que vuestra merced ha de duraren la posada.

Quitando estaba en el portal del mesón los correones de mi maleta, cuando seechó sobre mí un hombre tinaja, abigarrado de miraduras, frenético de ojos, con lascarrilleras desparramadas hacia los oídos, a los que rodeaban un par de orejas tanramplonas y duras como dos zapatos de carruco. La boca era de una gruta, y entre lamaleza de los dientes se le descubrían dos zanjas por donde podían correr a sus anchosel Duero y el Pisuerga; sus bigotes estaban a trechos salpicados de un pelambre lacio ycetrino, y al extremo del rostro un escobajo en ademán de hisopo, con unas cerdasfrisonas, que parecía barba de puerro recién arrancado de la tierra. Traía metido elcorpanchón cuba en una ropilleja de paño burdo, ceñida a los lomos con un petral deMoscovia en el que tenía hincado un gran cuerno de Medellín, que se le enroscaba enlos ijares. Díjome en un tono cascarón y desabrido que dejase sobre el rocín a mimaleta, porque aquella noche y las que yo quisiese había de ser huésped en el palacio,que así era la voluntad del señor que entonces le habitaba.

–Y también la mía –respondí-– y así guíe vuestra merced donde gustare.Por un empedrado, cuyos antepechos eran dos filas de copudos chopos, íbamos

marchando; y en la mitad de la calzada se nos apareció otro hombre más alto, entrececial y atún; carrilleras macizas con algunos resoplidos de trompetero, ojos garzos,

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ruines, burlones y más vecinos de la cogotera que de las pestañas, cubierto el rostro deun espeso matorral de pelote bermejo, tinto, blanco y de todos colores, como gargajo desastre. Era muy regazado de boca, y en los arrabales de la dentadura otro portillo máspierniabierto que el del gordo que me acompañaba. Tenía enroscado en la gorja unpañal de terliz bien surtido de grasa y sobaquina, y al cuerpo una jaqueta rabona delimiste de Villanueva, con sus polainas uniformes, tan caudalosas que le cubrían hasta labragadura. Este, pues, encarándose con el panzota que iba a mi lado, le dijo estasmismas palabras:

–Vamos, y no gaste usted tanta sorna, seó Juan de la Verza, el de las calzas pajizasde las perdices.

Yo no sé qué oculta maldición contenían estas voces que al oírlas el gordo,empezó a echar diablos desleídos y furias desatadas por la boca. Procuré apaciguarlo; yel tal señor, que tenía entre un aire mohíno, jándalo y soldadesco, unas estupendastrazas de truhán y zumbón, le sosegó también con risa, pidiéndole la mano en señal deamistad. A mí me saludó a lo zaino; y hechas las paces, proseguimos los tres trepando lacalzada. Por el camino me preguntaron mi nombre; y yo, que jamás lo he negado ni amis enemigos, se lo declaré abiertamente, añadiéndoles el apellido, con las señas de serel artífice de los calendarios, para que no les quedase la menor duda en el conocimientode mi persona.

Llegamos finalmente a la gran casa, cuyo patio estaba lleno de varios mozotes,unos vestidos rústicamente a la usanza del país, otros con trajes más corteses, y los máspuestos a la chamberga, con jaquetillas cortas y mangas perdidas a lo toreador. Unperillán de estos, que estaba arrimado a un poste, engullido en un casacón de lienzocrudo, con una gorra encarnada en la cabeza a lo morisco, sin hablar palabra, cogió larienda de mi caballo y lo guió a la caballeriza. El gordiflón, que era un troneradesaforado, que no le faltaba para loco más que el capirote, trepó delante las escalerasdel palacio, y con furiosos gritos iba diciendo:

–Señor, señor, gran noche, que habemos cazado al Piscator de Salamanca, a quienteníamos gana de conocer y de pillar por estos andurriales.

Salió a esta sazón a los corredores de la casa un caballero mozo, vestido de pañoverde de un estambre delicado, pero tan roto, que por los jirones y mordeduras seasomaban muchos chisguetes del aforro y otras escurriduras de los lienzos másinteriores. Era de estatura entre grande y plebeya; ojos grandes, violentos y coninclinación a salirse del casco a reñir con la luz, porque le entrapaba o escondía losobjetos el rostro gravemente apacible, aunque con ciertas motas y salpicaduras deseveridad; los labios bien puros y coloridos, por entre los cuales se le divisaba unadentadura tan estregada y bruñida, que podía desafiar a reluciente al carámbano de roca.Detrás de este salió un mancebito que frisaría en los diez y ocho años, de la mismaestatura aunque con arranques de ser más empinado.

Era el zagal hermoso la estatua más pulida y más bien perfilada que ha dado almundo la industria y la habilidad de la naturaleza; y parecía estar copiado por elcaballero roto, porque en el aire y proporción de los miembros guardaban unaprodigiosa uniformidad. Saludáronme con agrado piadoso; y por algunos impersonalesque me mezclaban en las expresiones, malicié que eran sujetos de superior crianza.Mandáronme entrar en un salón, en donde había una chimenea bien alumbrada, y suhogar rodeado de sabuesos, ventores y otras castas de perros que unos dormían, otrosroncaban, y todos estaban tendidos saboreándose con el amor de la hoguera. Losángulos de la gran sala estaban ocupados de escopetas, cuchillos de monte, cuernos,bolsas, redes y otros instrumentos de caza, y en medio una mesa con dos tinteros y todo

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recado de escribir. Mandáronme sentar al fuego; y el señor roto, que tenía un imperiosonoramente respetable en la voz, me dijo:

–Nos alegramos mucho de conocerle; y ya que tenemos el gusto de verle aquí estanoche, le hemos de entretener en hacer versos, que estos señores que nos acompañan loshacen magníficos; y usted podrá entre tanto disponer los cálculos de su almanac yaprovechar nuestras musas en los huecos de las estaciones y las lunas, que aunque ahoranos falta mucho tiempo para llegar al año que viene, nada le puede embarazar teneranticipada la obra.

Hice una profunda reverencia, y respondí que estaba pronto a obedecer susórdenes y muy agradecido a la honra que me querían hacer en aguantar mis disparates.El mancebo hermoso, a quien la gracia y la alegría le rebosaba en el semblante, empezóa ponerme graciosísimos argumentos sobre muchas de las siguidillas de mispronósticos, que tenía en su memoria. Yo le desataba las dificultades con nuevosembustes, de los que se reía y se mofaba con donaire chistoso y cortesano.

Cuando estábamos en esta conversación, vimos que entraba por la puerta del salónun rentero pantuflo, que traía a cuestas un envoltorio meñique, tan tragado entre suslomos, que apenas se percibía su figura; y solo por los chambariles que se le recolgabandel espinazo conocimos que era persona, pues el cuerpo y la cabeza venía encharcada ysumida en la carnaza de los costillares del anchísimo gañán. Yo estuve creyendo que eraalgún niño que lo traían para que lo azotasen por alguna travesura, hasta que vi que,arrimándose a una silla, descolgó sobre su asiento a un viejecito embalsamado, hechocecina, y tan menudo que me pareció tenía en polvos las facciones y los miembros; losojos, como si se los hubieran puesto con unas pinzas, y tan chiquitos que se podíanrevolcar en el ahujero de un abolorio; la nariz era un granito más pequeño que los queproduce la sarna perruna; los labios en cuenda, y tan repulgados que le dejaban por bocaun silbato, tan estrecho de círculo que para darle de comer sería preciso ponerle lassopas en un punzón. Levantáronse a su presencia el caballero roto y el galán joven; yhaciéndole un profundo acatamiento y yo a su imitación una reverencia respetuosa, nosmandó asentar y, en tono de venir informado de que era yo el huésped reciente de lacasa, dijo:

–Ya tienen vuestras mercedes en el seó don Diego muchos motivos para suhuelga. Diviértanse, que yo les oiré con mucho gusto.

Comunicole el señor de los jirones la idea de la diversión, que era la de hacer lascoplas del pronóstico, y le rogó que tomase asunto, pues nada valdrían losentretenimientos sin su erudita concurrencia. Ofreció el viejecito señor hacer algúnverso, y levantándose de la silla dijo que se hiciese luego lo que se había de hacer tarde.Dio a este tiempo un grito el bello joven, diciendo:

–Ei, señores, Alberto, padre cura.Y al punto se colaron por la puerta hasta otra media docena de hombrones, y entre

ellos el gordo y su enemigo el jándalo, que se habían empelotado segunda vez sobre lode Juan de la Verza y las patas bermejas de las perdices. Fueron requeridos por el rotoseñor que arrimasen la mesa hacia la lumbre, y que cada uno hiciese los versos que yomandase, pues hasta que se sirviese la cena se había de gastar la noche en esta diversión.(Pronóstico de 1751, OC, X, 91-98).

[Edición digital del texto original. Este estudio fue incluido en Novela yautobiografía en la "Vida" de Torres Villarroel, Barcelona, Ariel, 1975.]