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Colección Literatura© Iván Arroyave© FUNDACIÓN ARTE & CIENCIAEditor literario: Ángel Galeano H.Calle 80 No.72-A-411 B.52 Ap.506Teléfono (+57) (+4) 4375682 Medellín [email protected]://fundarteyciencia.wordpress.com/ISBN 978-958-9458-17-4. Para la edición impresaHecho el depósito legal.Reservados todos los derechos

Segunda edición aumentada 2011 Primera en -e-Book 2011Medellín, Colombia

Diseño: Saúl ÁlvarezComposición: FUNDACIÓN ARTE & CIENCIAMedellín, Colombia

Se autoriza su reproducción con fines no comerciales, citando el título y autor, y enviando un ejemplar de la reproducción a la dirección del Editor.

Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia

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Índice

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Otra vez estaba ahí, a mi lado. Yo llevaba varios días durmiendo mal por su causa, estaba exhausto. Él aparecía a cualquier hora del día o de la noche, pero no me sentía capaz de abandonarlo a su suerte en ésta, la peor de sus encrucijadas. Siempre fue más que mi hermano. Nacimos con apenas dos años de diferencia, él es el menor pero nunca lo ha parecido, somos como una misma persona. De algún modo adaptamos nuestros juegos uno al otro: yo me atrasé un poco en mis aficiones, él se adelantó en las suyas y por eso siempre quisimos lo mismo. De las travesuras juntos pasamos luego a las salidas en que éramos inseparables: Teníamos los mismos gustos musicales, íbamos a los mismos lugares y estábamos siempre acompañados por las mismas per-sonas. Ha sido extraordinario, hasta enfermizo, nos han dicho muchas personas. Nos enamoramos casi al tiempo por primera vez, y por primera vez lloramos por amor poco tiempo después. Yo era un jovencito de apenas 17 años cuando me abandonó mi

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primera novia, y él también echó a su querida casi al mismo tiempo, sin ninguna razón real. Después nos reiríamos de su extraña decisión, coincidiendo en que lo había hecho porque no soportaba verme sufriendo solo. Nos propusimos lograr nuestra independencia emocional, que cada quien hiciera su propio ca-mino, pero nunca fue posible del todo. Un año después de mi matrimonio él decidió casarse también, los tres hijos de cada uno tienen casi la misma edad y han vivido siempre como her-manos. A ellos mismos les costó trabajo saber cuál era su propia casa, ante la amorosa exasperación de nuestras esposas que se quedaron con las ganas de tener un hogar independiente: se ca-saron con un par de siameses, apenas separados por el cuerpo.Ahora, en medio de esta insoportable situación, sólo sé que él tiene que superarlo, que tiene que dar el paso decisivo. Nunca lo he visto más acobardado. Viene y me cuenta de su contra-riedad, parece inagotable en el hablar en circunloquio y yo, a pesar de mi natural impaciencia, no me canso de escuchar sus locos argumentos redundados, multiplicados, reproducidos has-ta el cansancio. No sé cómo lo he soportado, jamás he dejado de poner atención en cada una de sus palabras. Pero no puedo compartir su obstinación. Le hago saber cada vez de forma más fehaciente que no tiene otra oportunidad, que tiene que romper con todo, sin más.Vino otra vez en plena noche, ya sabía lo que me esperaba. Sa-limos sin hacer ruido para no despertar a mi esposa que ya no tolera esta situación, a tal punto que me amenazó ayer con irse de casa, con o sin hijos, si yo no tenía el valor de superar esto. ¡Pero si no soy yo!, le repetía impaciente, es él que no me deja, ni se deja a sí mismo en paz. Pero ella no lo entiende, está con-vencida de que me he vuelto loco, de que estoy desatendiendo

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los asuntos de mi casa y mi trabajo por algo ajeno a mi entendi-miento. “No puedes hacer más, déjalo solo, que se haga cargo de su propio destino”. Pero no puedo, él nunca ha tenido un destino propio, ni yo tampoco.“¿Cómo sigue?”, me pregunta él cuando nos sentamos en la sala, refiriéndose a mi esposa, a la que siempre quiso fraternal-mente porque ha visto lo feliz que ha hecho mi existencia. Pero no le respondo, es demasiado. Esta mañana le había advertido, aconsejado por ella, rayano en la irritación, que no quería verlo más en mi casa, que me dejara en paz, que siguiera adelante con su ventura, que no tenía nada más que buscar en mí. Lo dije sin creer en lo que estaba diciendo, sé que eso no es posible, no con él. Y parece que él leyera mi mente porque no se excitó en lo más mínimo, me dejó hablar y luego continuó su inagotable divagación. Y yo lo seguía, y estoy dispuesto a secundarlo hasta el fin del universo, maldita sea. Hasta que en algún momento dijo algo que me sacó de todo comedimiento:– Me lastima en lo más profundo… –se interrumpió de pronto en su circunloquio– ¿Qué? –le repliqué creyendo que iba a caer en otra de sus can-tinelas, pero atento a su relato– Hoy fui con ella (desde ese día se refería así a su esposa, dis-tante, abstraído). Te juro que traté de hablarle, pero no tuvo la menor atención conmigo, ni una mirada, ni menos un gesto de cariño. No lo entiendo, ya aquello pasó, es algo superado, ade-más no fue mi culpa, se lo expliqué muchas veces.¡Pero si fue todo culpa suya! Salió como una cuba a conducir y, claro, lo hizo como un loco por una vía concurrida en plena no-che y lloviendo. Se lo había dicho, pero la porfía en su presunta inocencia no fue lo que más me alarmó al escucharle.

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– ¿De qué crees que estás hablando?, ¡por Dios! –alcancé a ob-jetarle– ¿Es que ya has perdido el más mínimo sentido de la realidad?Se quedó mirándome. Ni la increpación de la mañana lo había afectado, pero esta vez lo vi de verdad contrariado.– ¿O sea que también tú…? ¿Éstas acaso de acuerdo con ella, me culpan de lo sucedido, no pueden perdonarme? ¿Acaso qué se ha perdido? Un auto, lo reconozco, pero eso se puede recupe-rar, tenemos la vida por delante…No pude soportarlo, exploté, le interrumpí de repente como nun-ca lo había hecho antes:– ¿Cuál vida?, ¿cuál vida?, ¿cuál vida? –No sé cuántas veces lo grité, enajenado. No le vi la cara, no vi cuando mi esposa salió del cuarto a buscarme al escucharme tan fuera de mí– ¡Estás muerto!, ¡muerto! –Me solazaba en mis reiteraciones, vengati-vo, sin poder parar– nos dejaste solos a todos, a mí, a nuestra madre, a tu familia, solos, solos…Y entonces alcancé a verlo entre las nubes de mis lágrimas, ya desvaneciéndose, con las mismas heridas que vi en su cadáver todavía cálido cuando lo abracé desesperado por última vez; siempre le había visto aparecérseme esos días con sus mismas ropas, pero impecable. La expresión de su cara también se puso desencajada e incrédula, no quería marcharse de seguro, pero tal vez se había hecho consciente de su fatalidad y eso lo arrastraba al más allá. Hubiera querido retenerlo pero era demasiado tarde. Nunca me perdonaré haberlo dejado ir así.Mis hijos, al salir de sus cuartos alarmados por el escándalo y sin entender nada, corrieron a abrazarme, mientras yo estaba tendido en el sofá en el que antes estaba su imagen, su espectro. Nada más cálido he sentido en mi existencia, el abrazo de la

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vida para paliar el horror de la muerte definitiva que se consu-maba. Mi esposa me miraba desde el arco que daba entrada a la sala, llorando, pero sosegada, sabía que todo terminaba por fin, aunque sin haber estado segura de que lo pasado esos días no era más que una manifestación de mi ánimo perturbado por el dolor o un asunto oculto a los ojos de los hombres. Ella nunca lo avis-tó, nadie más me confesó luego haberlo percibido, y yo mismo no sé ahora si de veras le vi o es que quise tanto recuperarlo que maquiné toda esta fantasía.

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El sobresalto de la muerte fue horrendo. Lo fusilaron. Se des-plomó. Un instante después estaba de nuevo en el triste calabo-zo de madera de los condenados y faltaba sólo un rato para que lo balearan otra vez. Tomó su cabeza entre las manos llorando como un niño. No sabía ya cómo salir de esto.Después de morir muchas veces, los plomos le habían impac-tado en miles de sitios distintos: unas veces los proyectiles se alojaban en su cuerpo, otras lo atravesaban de lado a lado en línea recta, en ocasiones incluso hacían extravagantes trayecto-rias, chocaban con sus huesos y se desviaban o perdían su fuer-za donde sus carnes eran más duras y se incrustaban. Era muy doloroso, sentía reventar sus órganos y aflojar sus músculos tras los fogonazos. En ocasiones, por accidente, su rostro recibía el latigazo de una bala y giraba como en una rabiosa bofetada mientras sus mandíbulas se rompían en astillas, e incluso una

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Si soy el eco y no el grito,No soy real...

Kraken

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que otra vez su cerebro era impactado y no podía sentir cómo se desplomaba, lo que resultaba ser un descanso ya que su última mirada era casi siempre testigo de su caída al suelo, angustiado, agonizante, hecho una miseria, sus manos atadas tratando de cumplir con la orden refleja de detener la caída.Un grito desasosegado surgía de la empalizada donde estaba preso:– ¡Guardiaaaaaaa…! – llamó el prisionero, mortificadoNadie contestó.Afuera había dos hombres que daban la espalda a su celda de madera. Los volvía a ver con sus bayonetas cruzadas al fren-te en interminable posición de firmes, inmóviles, harapientos. No sabía en qué endemoniado lugar estaba, no se había tomado la molestia de preguntarlo. Sólo había notado que ni él ni sus centinelas vestían uniforme. Si eran soldados rivales en alguna guerra, era ésta una disputa de miserables, si él era sólo un civil inculpado en alguna causa a la pena capital, lo ignoraba; ni si-quiera sabía su propio nombre. Lo había preguntado mil veces en las pasadas ejecuciones y nadie le respondía. Era la consigna. Los que le custodiaban y le daban término a la sentencia eran un pelotón de sujetos acostumbrados, más que a escuchar ór-denes, a obedecerlas. Dejaban ver a las claras que no tenían la menor autoridad para dirigirse al recluso. Peor aún, parecía que, en efecto, no tenían idea de nada. Eran su propia creación, eran su sueño, no podía pretender que supieran más que él mismo.El condenado descubrió que estaba soñando en una de sus mar-chas al lugar de su tormento, cuando, impaciente por escapar de ese ciclo infinito de fusilamientos, miró hacia arriba como para evadirse y en vez de la bóveda celeste vio sus propios pen-samientos y recuerdos, pero sin poder alcanzarlos: no sabía ni

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quién era en la vida real, ni en su ficción, no sabía nada de sí mismo. Una y otra vez intentaba recordarlo pero su memoria estaba fuera de su alcance. Lo que más le impresionó al descu-brirlo fue haberse demorado tanto en mirar al firmamento: había desfilado ya decenas de veces cuando por fin se le ocurrió llevar la mirada allí. “¡¿Cómo no me di cuenta antes?!”. El desolado rehén no miraba hacia arriba ni en sus quimeras, nunca intenta-ba escapar hacia el cielo.“¿Pero es que puede ser eso?”, pensó, “¿estaré atrapado en mi propio letargo?”. Tras reflexionar de manera prolongada durante las esperas en su rudimentaria mazmorra, el reo calculó que la única forma de salir de ahí era evitar que lo ajusticiaran o. al menos, aplazar el trance un poco. Después de todo, llegó a la conclusión de que la razón por la que estaba atrapado en tan trágica rutina era porque había entrado en una especie de espiral onírica, tal vez debido a que no era capaz de imaginar nada dis-tinto, de fantasear con otro disparate que este mismo por el que estaba discurriendo. Si lograba cambiar el curso de su ficción tal vez pasaría una de dos cosas: o bien seguiría delirando y en uno de esos vericuetos de sus extravíos recobraría los recuerdos y pensamientos propios, que era lo que más extrañaba en estos terribles momentos, o tal vez –y eso sería hermoso– encontraría el modo de lanzarse de un solo salto al mundo real y despertar.Tras pensar que podía huir de su pesadilla estorbando su asesi-nato, el patibulario creyó que lo que venía iba a ser lo más fácil, pues hasta entonces, hasta el instante que reflexionó así, sólo había desfilado silencioso y pasivo hacia su suplicio, no muy consciente de que tal vez podría cambiar el curso de las cosas. Pero cuando el cautivo empezó a intentar huir de su sentencia nada cambió, ni nadie le escuchó. Ahora que estaba en su triste

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encierro sabía que pronto vendrían por él. Un personaje al que los otros llamaban con respeto “Capitán” se acercaría, con un atuendo un poco más marcial que el de los otros, y los dos guar-dias le harían el habitual saludo militar. Ahí comenzaría todo de nuevo. Varias veces les había preguntado tratando de son-sacarlos: “Díganme quién soy yo, ¿cómo me llamo?, por favor respondan, ¿de qué se me acusa?, ¿por qué van a matarme?”. Sollozaba, gemía, gritaba, pero todo eso no llevaba a nada, la or-den de fuego se cumplía sin miramientos y reaparecía de forma irremediable en su celda. No pocas veces ese mismo comandan-te de la ejecución –un hombre digno y honesto sin duda, buen mozo y de estatura más baja que los reclutas que le cuidaban– le había reprendido con palabras de vigoroso talante:– Compórtese usted como un varón de verdad, ni a una mujer he visto implorando de esa manera. Su propio fin le espera, ante eso no hay atenuante. De qué vale terminar como un cobarde cuando lo único que quedará de usted será su nombre y su ho-nor…No había manera de hacer entender al oficial que el pobre con-victo no tenía ni nombre, ni honor, ni nada; ni aún un mísero recuerdo le acompañaría a esa muerte verdadera que no acaba-ba con una vida que no tenía, porque todo era un ensueño. El prisionero, mientras marchaba al cadalso, se sentía en realidad próximo a la extinción, no sólo por el espantoso dolor físico que experimentaba, sino también porque avizoraba lo mismo que cualquier desahuciado que se dirige hacia lo inevitable, que en este caso no era dejar de vivir sino algo tal vez peor: seguir viviendo este desvarío.El condenado en camino al patíbulo miraba hacia arriba y quería huir.

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Tampoco una actitud honorable lo salvaría del suplicio, lo in-tentó al principio, aunque no fuera de forma deliberada, cuando marchaba taciturno, con aparente indiferencia, hacia la fatali-dad. Luego de esas primeras veces siempre imploraba:– Capitán, por favor, escúcheme usted, no me mate, se lo ruego, deme un día más, aunque sea unas horas…– Sólo cumplo con mi deber, cumpla usted con su destino.– Carguen, apunten, ¡Fuego!– ¡Nooooooo…!Los rifles tronaban. Mucho sufrimiento. El presidio…O en otras ocasiones trataba de convencerles siendo sincero:– Ustedes no existen, escuchen, todos son mi creación, los estoy soñando, no me disparen, se los ordeno…Al escucharlo todos creían que la cobardía le hacía desvariar, lo cual les ganaba su desprecio y eso hacía todo peor: le mal-trataban, le daban culatazos con el dorso de las vetustas armas. Ya no conducían a un semejante a la matanza: era sólo un tipo trastornado por el pavor. Le contestaban desafiantes “si somos tu creación, haz que desaparezcamos”. Nadie entendía la angus-tia del condenado.También había tratado de huir del calabozo donde estaba en-cerrado que era un lamentable enrejado en madera muy fácil de vulnerar, pero cuando se evadía le era siempre imposible moverse hacia algún sitio distinto que no fuera el camino del suplicio. El espacio en que transitaba este terrible delirio estaba circunscrito a ese pedregoso sendero tapizado de hierba rese-ca. Cuando intentaba dirigirse en otro sentido las piernas se le atascaban y le era imposible desplegarse con libertad y aun si se arrastraba hacia donde podía, dos soldados eran más que su-ficientes para inmovilizarlo a los pocos pasos sin tener siquiera

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la esperanza de que le dieran un tiro por la espalda en la huida, algo que o bien le hubiera sacado de su sueño o al menos le hubiera acortado los ciclos de muerte. Cuando esto ocurría, él volvía a su rudimentaria mazmorra atado de pies y manos y sólo le desataban para marchar, o en otras ocasiones le arrastraban.– Capitán, deme aunque sea una hora más, tenga piedad, se lo ruego…– No es un acto de piedad sino de sevicia alargar el martirio de un hombre, tenga usted valor ante lo ineludible.– Carguen, apunten, ¡Fuego!– ¡Nooooooo…!También pasó que se negara a caminar lo cual hacía que se exal-taran los ánimos de los milicianos, que le degradaban y le insul-taban. Si no accedía a ponerse de pie frente al pelotón se le ataba a una empalizada para dejarlo en posición.– … ¡Fuego!El penado no tenía ya fuerzas de nada. Había pasado por cente-nares de fusilamientos, que en tiempo objetivo, en tiempo de la gente despierta, eran interminables horas de tormento, de morir dolorosamente tantas veces. Estaba extenuado de esta pesadi-lla.– Guardia, por favor déme agua. Tengo sed.Hasta ahora no había notado que sufría de las mismas necesida-des de cualquier ser despierto. Cada vez descubría cosas nuevas, como la fisonomía y el carácter de sus victimarios, que se iba haciendo más nítida. Así ocurría también con las cosas que le rodeaban, que se iban definiendo; el clima era sin duda tórrido, el aire húmedo, pero en los momentos que transcurrían hacía frío, tal vez porque era de madrugada. Veía a través del cercado, a la distancia, unas palmas y unos árboles que no distinguía.

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A un tipo de su siglo no le era útil en lo más mínimo saber de plantas, pero aquí hubiera sido conveniente conocer cosas como esa o saber de insignias militares y a qué época pertenecían las armas. Se había propuesto que si podía recordar esos detalles averiguaría al respecto para saber a dónde había llegado. Raro propósito.El combatiente entró al calabozo y ajustó la puerta tras de sí. Llevaba en la mano un recipiente de barro cocido en forma de taza, sin orejas. Sirvió agua de su propia cantimplora y la dejó en manos del preso. Al disponerse a salir éste preguntó:– Guardia, dígame algo. He perdido la memoria, tal vez sea el terror a la agonía. Necesito saber cómo me llamo, cuénteme por qué me van a matar.– Lo siento –decía el famélico y harapiento lancero sin poder ocultar una mirada de lástima al desdichado–. Además de que no se me permite hablarle no tengo la menor idea de su asunto. Comprenda, yo sólo cumplo órdenes.Esa mirada ya la había visto antes. Era la misma con la que ese muchacho dejaba a su rehén frente al pelotón de verdugos antes de marcharse. Se notaba claro que no era un guerreador innato, que no era un ser hecho a la milicia, que no le gustaba la cruel-dad. Tras justificarse de modo tan amigable como se lo permitía la prudencia, el guarda salió de la celda y colocó el cerrojo de madera desde afuera.El recluso lloró un rato con desconsuelo y enfado. Luego se acercó a los resquicios en la madera y llamó al mismo mozo, quien volvió a acercarse y sin decir palabra esperó a lo que tu-viera que decirle, sin entrar y sin abrir la puerta.– Guardia, ¿sabe usted su propio nombre?, ¿conoce a sus padres o recuerda a algún pariente?, ¿para cuál ejército combate? Con-

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teste, por favor –decía el prisionero, con un tono ya extraviado.– Lo siento, no puedo hablar –respondió a su vez el otro ya im-paciente y se alejó hasta su puesto.– Usted no existe –gritó el hombre recluido –y por eso no re-cuerda nada. Confiéselo, usted es parte de mi maldita alucina-ción. Déjeme ir, ¡se lo ordeno!El centinela ni siquiera se dio vuelta, el inculpado no pudo ver qué cara hizo el muchacho al escucharle. Todo quedó en se-pulcral silencio, una barrera de mutismo separaba a todos los personajes de la escena, e instantes después sólo se escuchaban unos sollozos provenientes del enrejado que a nadie importaron, ni a él mismo, tan extenuado estaba de todo esto.Un rato después había, como siempre, dos veladores esperando a su oficial y un sentenciado esperando la muerte, llorando entre unos maderos. Como en todas las ocasiones anteriores llegó el oficial y entre los tres condujeron al alterado cautivo al patíbulo. Esta vez no se cruzaron ni una palabra hasta que el reo fue deja-do por su escolta de pie ante los que lo iban a fusilar.– Capitán –dijo el condenado con visible desespero, dispuesto a jugarse otra vez la última carta con otra nueva idea– quiero expresarle mi última voluntad.El comandante se acercó condescendiente:– No creo que pueda ofrecerle mayor cosa, ya ve usted las con-diciones en que están mis soldados.– No es nada de eso. Necesito confesarme, capitán.– Imposible, no hay sacerdotes, y no puedo esperar a que llegue uno, no sabría ni a quién pedir algo así en este momento.– No me niegue ese sagrado derecho, capitán. Espere hasta ma-ñana para confesarme, si no ha llegado nadie, entonces haga conmigo lo que le parezca.

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La expresión del oficial iba perdiendo la nitidez lograda hasta ahora. Su voz sonó como salida de una tumba para responder implacable mientras se daba vuelta para tomar su posición.– Imposible.– Entonces déjeme orar un poco, capitán, déjeme hacer peniten-cia, por favor...– Lo siento, no puedo discutir. Esta ejecución debe hacerse de inmediato.– ¿No lo ve, capitán? ¿Por qué tanta premura? ¿Por qué negar a su prisionero el más sagrado derecho? ¿Acaso no entiende lo que pasa?– Carguen…– ¿Quién le dio semejante orden, capitán?, Míreme, ¡usted es mi creación, es parte de mi sueño!…–… Apunten…– Capitán, escúcheme, por favor, deme un rato para poder des-pertar de esta pesadilla…El capitán se sintió desvanecer. Comprendió todo cuando vio que no había cielo. Cayó en cuenta de que no tenía pasado ni fu-turo, de que lo que decía el condenado era verdad, de que dejaría de existir en el mismo instante que pronunciara la palabra que se le estaba deslizando por los labios…–… Fuego!Tronaron las armas. Las balas perforaron la piel en distintas par-tes. El cuerpo se desplomó en una angustia y un dolor inmensu-rables. Se ahogó un gemido de agobio.El condenado está de nuevo en el calabozo.

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El bisbiseo de las letanías inunda mi ánimo. Arriman a mi con-ciencia violentos raptos de aflicción y desprecio. Vislumbro la muerte por culpa de los impíos balbuceos. Una falaz imagen es-culpida que exhibe opulencia y compasión mira impávida unos ojos que fingen misericordia e irradian codicia. El olvido se re-crudece, la auténtica revelación infunde escepticismo y es cam-biada por otra más preciada; hay desdén y miedo. La repetición de fórmulas agoreras oculta ese mordiente temor a la verdad. Allí corean millones de reiteraciones que juntas no alcanzan la fuerza de una sola acción, ni siquiera de un buen sentimiento. Entonces la voluntad se debilita, se pierden los bríos, como los compases de un quimérico decrescendo: allí pulsan las cuerdas, allí soplan los vientos, la mano que dirige voltea la palma ca-denciosa hacia abajo, pianíssimo, dun, dun, hacia el vacío del no–ser, hacia la perdición.

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Las plegarias se siguen cantando hasta la exasperación. El mundo podría romperse en mil pedazos pero nada detendría la monotonía de las jaculatorias. Entretanto, la efigie de cerámica sigue observando imperturbable, aunque parece asombrada del ritual, ¿qué pasará allí abajo? Piensa que no está en aquel lugar, que otro fetiche le relevó de sus dignidades sacras, se apropia de sus siervos, se solaza en sus dominios. Se marcha furiosa pero su calco sigue ahí recibiendo adulaciones y rogativas.La luz alumbra la impenetrable oscuridad, pero a su vez las tinie-blas inundan el débil resplandor. Los que no ven dan afugiosos pataleos de desesperación, pero no aciertan. Las almas siguen hundiéndose en el cenagal de su indolencia. No importa qué tan furibunda sea su asechanza, mejor harían dejándose en paz de una maldita vez, entonces todo quedaría despejado y podrían caminar. Pero no lo hacen, persisten en el placer de su ceguera, prefieren no ver. E implorar.¡Ah, si existiera aunque fuera un solo vislumbre veraz! Pero todos los dioses verdaderos han muerto, o han sido enterrados vivos. Han creado un nuevo panteón donde reinan entes profa-nos y varios consagrados que suplantan al supuesto Único. Y los artificios siguen retumbando contra unas murallas que les hacen eco, para volverles presa fácil de su voraz apetito de ig-nominias.¡Hala, hala! Haz algo antes de que se vayan todos al infierno. Ve esas muecas de indiferencia esculpidas como en roca mientras se disgregan sin saberlo. ¡Ay de todos! Y en esta encrucijada, lo peor es mirar esa figurilla de barro que empieza a tomar vida. ¿Ves esa leve sonrisa en su comisura al ver que todo se desmo-rona?

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Otra vez esto. Estábamos haciendo la ronda cuando de repente los proyectiles nos silbaban en los oídos. En medio de esta selva cualquier disparo significa emboscada, a menos que a algún im-bécil del piquete se le ocurra soltar un tiro, lo que ya no significa una encerrona adversaria, pero casi, porque el ruido atrae más los enemigos que el dulce a los enjambres de bichos silvestres.Ya soy un combatiente lo bastante experimentado como para responder de inmediato a esta situación y lo que hay que hacer es buscar un sitio adecuado para refugiarse. Pero la maldita suer-te quiso que quedara con pantano hasta el pecho en el sitio que quedé atrincherado. Cualquiera dirá que es una tontería pensar en semejante fruslería cuando lo más importante es salvar la vida, pero no es tan sencilla la circunstancia; aquí no es como en casa. En la húmeda manigua no hay placer más grande que estar seco. Uno se la pasa horas y horas tendiendo unas medias

En batallas

En el campo: Conflictos, la miseria y yoAtemorizados por las balasSonidos de metralla que caen y caenDe ambos lados.Y ahora en brazos crecerá mi hijoLleno de odio, lleno de odioAlucinando con PatriaOdiando la fe, odiando la fe.

Metralla (Balística), La Pestilencia

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al poco de sol que se filtra del dosel de los árboles y resulta que no se secan, no importa el esfuerzo que uno haga. Los pies entonces se llenan de hongos y el escozor resulta irritante. La única forma de tener calcetines limpios es que sean nuevos y en la dotación tenés dos pares: En menos de dos días ya no hay medias secas y eso en un tormento que nadie que no esté aquí lo alcanza a imaginar.Pero, ¿qué pasa? ¡Alonso, no se quede ahí, venga acá, resguár-dese!¿Qué es esa expresión de terror en tu cara? ¡Hijos de puta! ¡Lo mataron! No puede ser, hombre, no alcanzó a conocer a la niña, faltaban sólo nueve días para el permiso que le había dado el comandante. ¡Malparidos! Estaba contando los días, por Dios, esto no puede estar pasando. ¿Por qué se quedó tan a la vista? No puedo entender cómo quedó tan expuesto. Y justo tenía que ser a él, que iba a ser papá por primera vez, Dios. Voy a matar a todos esos hijueputas. No voy a soltar el gatillo hasta que no vea caer a alguno, así se me desgarre el hombro con los culatazos del fusil.¿A quién engaño? Para lo que se alcanza a ver tengo claro que no hay riesgo de darle a nadie. Los enemigos deben estar muy bien parapetados, al fin de cuentas fueron ellos los que nos ata-caron. Uno a veces no se explica cómo es que le da a alguno, es que no se ven, uno sabe por dónde están, pero no como para hacer fuego a un blanco exacto, y menos yo que soy bastante miope. Cuando he acertado a un contendiente en batalla ha sido casi que un golpe de suerte, de los que no les deseo nunca a mis enemigos.¿Qué pasa? Parece que hubieran concentrado todo el fuego en torno mío, no veo sino fogonazos. Dios mío, quedé separado,

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En Batallas

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los compañeros no deben saber siquiera dónde estoy. Alonso y yo quedamos apartados, ¡ahora cómo salgo de ésta!Padre santo, ayúdame. Tengo que salir de aquí, no quiero ima-ginarme a mi mamá si no me logro evadir. ¿Cómo me pudo pasar esto? Venía distraído hace rato, carajo, me desvié sin dar-me cuenta. Se me están acercando. Aquí hay un boquete en la defensa de ellos o al menos eso parece, porque no hay fuego en esta zona. Listo, me toca aventurarme por esta cañada, que sea lo que Dios quiera.Qué aturdimiento, tanto fulgor… Qué paz. Me están dando la mano, son dos enemigos, no entiendo nada, no hay más tiros. ¿Llegó la paz? ¿Por fin? Qué alegría, pero cómo ha podido ser semejante cosa tan de repente. Hay todo un campamento de ellos, y aquí también hay amigos. Somos todos jóvenes en la flor de la vida, tenemos otra oportunidad, vamos a pasarla bien, voy a mi casa. No puedo creerlo, nunca he sido tan feliz. Venga un abrazo, compadre, ya no hay más enemigos. Olvidemos lo pa-sado, por fin tenemos un porvenir, casa, familia, hijos, amigos, trabajo... ¿Para qué estuvimos todo ese tiempo aquí dándonos plomo? Todo eso me importa un bledo frente a lo que viene…¡Pero si es Alonso! No puedo creerlo, nada me falta ya. Alonso, vení, un abrazo, viejo, ¿dónde te hirieron? Qué desgarradura tan fea, pero al menos estás en pie, creí que estabas muerto. ¿Lo estás?¿Entonces yo...?

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Gerardo era un dedicado diseñador de software que trabajaba desde su casa y salía muy de vez en cuando a entregar los tra-bajos terminados a sus clientes o a visitar a alguien. Aquella mañana debía prepararse para atender un almuerzo de negocios. Desde su solitario apartamento en los suburbios, en el que se la pasaba trabajando aislado del mundo, acostumbraba en las primeras horas de la mañana leer las noticias del día en la inter-net conectándose al diario local. Allí estaba el titular en grandes caracteres:

Avión se estrella en cerro de la ciudad… A las 11.34 de la mañana de ayer, un avión Fokker de la

aerolínea Airfly sufrió un aparatoso accidente al chocar con el Cerro Pico Alto en el occidente de la ciudad. Al parecer, la aeronave se desestabilizó por un extraño fenó-meno atmosférico y fue a dar a la colina, en el sitio donde

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se encuentra el barrio de invasión La Providencia, en el que varias personas resultaron muertas, heridas y grave-mente afectadas pues algunos ranchos quedaron destrui-dos con sus ocupantes adentro. La tragedia no ha dejado sobrevivientes entre los ocupantes de la aeronave y, entre éstos y las personas que estaban en el sitio de la caída, se contabilizan hasta ahora 62 muertos y decenas de heridos según las autoridades…

Gerardo leía la reseña y se espantaba ante la calamidad ocurrida en la tarde anterior en su propia ciudad, sin que él mismo se hubiera dado cuenta. La noticia, sin ninguna lógica, le puso por un momento fuera de sí. Buscó entonces las páginas web donde sabía que podía hallar una explicación más detallada del caso, pero no encontró ni una pista, a pesar de que había pasado casi un día desde el accidente. Se sorprendió al darse cuenta que llevaba una hora consultando sitios especializados en el tema para aclarar un hecho que concitaría al menos algún revuelo en el mundo de la aviación, sin que apareciera ningún dato para robustecer la pesquisa. Total, dejó el asunto a un lado y siguió en lo suyo.Un par de horas después, tras haber trabajado un buen rato, tomó su auto y se encaminó a la cita. Miró la hora, temiendo retrasarse. Once y media, todo iba bien. Puso música suave en la radio y siguió su camino. Vio cómo en el norte de la ciudad retumbaba de manera inesperada, justo en ese momento, una tempestad. Vio un avión mediano que pasaba justo por sobre su cabeza que parecía venir del lugar de la tormenta y temió por él: Aún tenía fresca la desagradable sensación que le produjo la noticia del siniestro.

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No pudo creerlo cuando vio que el avión se dirigía, desequili-brado e inseguro, hacia el cerro que había sido lugar de la te-rrible catástrofe y palideció cuando vio el terrible resplandor y la ruidosa explosión del golpe. El Fokker se había estrellado mientras él presenciaba el desastre. Apenas en ese momento cayó en cuenta de que era imposible que desde su casa no hu-biera podido escuchar el impacto del accidente de la víspera y se percató, con el ánimo enajenado, de que, por alguna insólita razón, el espacio virtual había trastocado los planos del tiempo y había abierto una extensión web del día posterior de ocurrido el hecho.Observaba a su alrededor la expresión atónita de los circunstan-tes ante el insuceso y, creyéndose ya un desquiciado, se quedó suspenso en el mismo lugar donde había presenciado lo inve-rosímil, mientras veía a la distancia como se levantaba una co-lumna de negro hollín desde el centro de la rúbea conflagración en un costado de la ciudad, como una herida de fuego abierta en una extremidad de la urbe.Se bajó de su auto en pleno estupor y caminó sin ningún propó-sito en dirección a la devastación, como si quisiera llegar paso a paso hasta allá, mientras su entendimiento se le nublaba por el inverosímil acaecimiento de la impensada profecía. “¿Por qué yo…?”. Era tan fuerte el desconcierto que le abrumaba que, por momentos, especulaba para sus adentros que todo era una qui-mera recién urdida por su mente, ofuscada con el pavor del insu-ceso, pero que jamás había visto esa noticia en la mañana.Pasaron varios minutos durante los cuales no reparó que a su alrededor se formaba un tumulto de personas sobrecogidas por la impresión, incluso algunas histéricas, que revoloteaban dan-do al entorno usualmente calmo un aspecto algo estrafalario. Se

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sentó en el muro de un antejardín, aún atónito. Pasados muchos minutos la ciudad a su alrededor iba recobrando la normalidad mientras que su propio ánimo se apaciguaba. Cuando se levan-taba sonó su teléfono móvil, lo abrió, miró la pantalla. Era su única hermana. Cuando contestó sintió los sollozos de ella y una terrible barahúnda de fondo:– Aló –contestó inquieto–. ¿Qué pasa?– Papá... Gerardo –decía ella entre lamentos ahogados–. Nues-tro padre venía en el avión que se estrelló, ¿sabías algo de esto?, no lo puedo creer, hay que ir a buscarlo, tal vez viva aún…Todo fue confusión, la cabeza le daba vueltas a Gerardo.– Gerardo, ven por mí –siguió su hermana–. Estoy en el aero-puerto, iba a recibirlo.– Ya voy –dijo Gerardo, trastornado, sin moverse de donde es-taba, y colgó.

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Pasé años invocando a un espectro misterioso de la antigüedad. El fantasma había sido muy esquivo y llevaba varios siglos sin responder a las llamadas de sus prosélitos. Encontré el rastro de esa divinidad perdida cuando, obsesionado con hallar vestigios que me pudieran conectar con el más allá, profané el humil-de panteón de mis antepasados y encontré una estatuilla muy antigua labrada en arcilla y con una inscripción vasta e incom-prensible que tras años de escudriñar pude interpretar como un ideograma con feroces indicaciones para alcanzar a un dios sin nombre.El caso es que me fue necesario hacerle innumerables sacrificios humanos. Para lograrlo me agazapaba como un pordiosero para poder atrapar a mis presas. No me fue difícil ya que la obsesión que me llenaba todo mi ser me había alejado tanto del mun-do que ya no tenía ni trabajo, ni instrucción, ni familia. Ya ni siquiera me acordaba de haberlos tenido alguna vez. Entonces

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mis harapos, mi suciedad, mi languidez y el hambre, me daban el aspecto que requería para cumplir mis fines.Ni pensar en que dudé alguna vez de mis convicciones. Desde que comencé esta extraña lucha sabía que el destino iba en opo-sición al de las demás personas, pero siempre ha sido tan clara la idea de que era eso a lo que me tenían predestinado los hados, que jamás titubeé, ni por un segundo. Cierto que la brutalidad y el maltrato que sufrí de niño, tan comunes en aquella época, me hicieron mucho más fácil huir, y una vez lo hice nunca miré para atrás. De hecho, jamás nadie supo más de mí, ni yo volví a saber de esos a los que otras personas llamarían su familia.He ejecutado mis crímenes de las maneras más pérfidas, tanto que no las voy a describir para no perturbar el buen ánimo de los que estén interesados en mi historia. Yo sólo vivía para matar gente sin dejarme atrapar, tendía la red como una araña y al caer una presa bebía de su sangre –mientras aún estuviera agonizan-te– para hacer una oración arcana e inescrutable que descifré en aquel grabado. Cuando las gentes empezaban a sospechar de los extraños eventos viajaba muy lejos y retomaba mi actividad en otra parte.Una noche, durante una de mis huidas después de haber dejado en una aldea dos familias llorando su difunto, pasé cerca de una cabaña de unos campesinos. Parecía ser el hogar de gentes muy humildes que cultivaban su parcela y pagaban a un propietario. Eso fue hace muchísimo tiempo y en una tierra muy lejana. Te-nía hambre y entonces toqué para pedir comida, ya que en esa época las gentes eran muy bondadosas. Nadie abrió y me decidí a empujar la puerta, que estaba sin seguro alguno; me tomé el atrevimiento porque era obvio que no había nadie alrededor a muchas horas de camino y me sentía incapaz de resistir más sin

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reposar y sin tomar alimento. Llamé cuando estaba adentro y busqué en todos los rincones de la morada para darme cuenta de que no había nadie, pero encontré servido, de modo inexpli-cable, un plato de comida recién preparada, como si estuviera dispuesto sólo para mí. Sin recapacitar en el enigma me senté a gusto a darme mi banquete hasta que quedé harto. Contando con que los dueños del lugar bien podrían haberme invitado a dor-mir si supieran de mi presencia me quedé pasando la noche en un jergón de la estancia, abrigado y plácido como pocas veces me era dado hacerlo.Al día siguiente me levanté tarde sin que nadie hubiera per-turbado mi dulce reposo. Cuando me incorporé no descubrí a nadie tampoco, pero encontré de nuevo alimentos tibios gene-rosamente servidos. La única explicación posible que ideé a tan extraña situación era que los dueños del lugar hubieran llegado muy tarde, me hubieran descubierto yaciendo y, en vez de ver algo malo en encontrar un pordiosero tan satisfecho en su propia casa, les hubiera parecido de lo más natural volver a sus queha-ceres sin despertarme y dejándome algo antes de salir. Me quedé por pura gratitud esperando poder darles los parabienes por tan misericordiosa actuación. Ni por un momento hubiera tomado la vida de ninguno de los de la casa; si algo he tenido yo por principio es no hacer daño a un anfitrión, bueno o malo, porque sólo un perro rabioso lastima la mano que le da de comer.Pasaron horas en que nadie llegaba y la molicie fue apoderán-dose de mi ánimo. La conducta errante es muy dura y a veces un poco de equilibrio es un deleite al que es difícil resistirse por arraigada que sea la convicción nómada que gobierna el ánimo de los que trasegamos con este género de vida. Resulta pues que me quedé dormido en la estancia, en plena tarde, y al des-

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pertar ya había caído el ocaso. La vivienda seguía vacía pero, para mi sorpresa, la mesa estaba por tercera vez servida. Mi desconcierto fue grande, y mi satisfacción no fue menor, pero empecé a sentir que algo misterioso estaba ocurriendo; no digo que haya sentido miedo, esa es una emoción que me ha resulta-do desconocida en mi larga vida, pero sí me puse algo inquieto. Comí, bebí y tras un rato de desvelo traté de conciliar el sueño sin ningún éxito. El exceso de inactividad estaba dando como resultado una manifestación que se da muy fácil en mi ánimo, y es el aburrimiento, mi peor enemigo, como diría siglos después un alegre libertino. Me di cuenta entonces de que no sería capaz de resistir más en este recinto y que tendría que seguir buscando aventuras por doquier, como era mi costumbre, por lo que decidí irme apenas rayara el alba.Pasé la noche entera en vela y los fantasmas de mis víctimas se agolparon en mi cabeza, cosa que nunca había ocurrido hasta entonces. Varias veces me caí del lecho aguijoneado por apari-ciones que parecían tomar vida, escuchaba gritos, amenazas e imprecaciones contra mi salvaje conducta. Un pandemonio que me decidió, sin más, a evadirme de allí a pesar de que la noche era cerrada, de que no sabía dónde estaba y de que me exponía a las fieras en el descampado. Me levanté entonces y cuando intenté ir a la salida me dio un terrible mareo que dio conmigo en tierra. Traté de arrastrarme pero sentí una voz de ultratumba que me decía:– ¿Qué buscas en mí? No te dejaré seguir adelante.La horrenda voz se me representó en un venerable anciano que salió de no-sé-dónde y se sentó en el suelo, a mi lado.– Déjame en paz. Tus víctimas han perturbado mi sosiego y no quiero que esto continúe.

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No fui capaz de responder nada a mi espíritu mentor. Por fin lo había hallado, después de tantos años de buscarlo, pero me re-chazaba. Parecía leer mis pensamientos cuando me objetó:– Ya tienes lo que querías, he renunciado por tu culpa a la eter-nidad de mi consunción. No tienes que buscar más, pero si in-sistes en salir de aquí a seguir en tus andanzas, ten presente que afuera de la cabaña han pasado ya seiscientos años desde que tú entraste. El mundo que conocías ha desaparecido, lo hice para que abandones de una vez por todas tus búsquedas hieráticas. Este cosmos al que te expones no me venera, nadie me recuer-da, no hay nada de lo que buscaste siempre. Si me invocas de nuevo al ofrecerme una víctima te devolveré los lamentos de todos los que has inmolado para que compartas mi desvelo. Y ten presente que, como castigo a lo que me has hecho, tú nunca tendrás reposo, te condeno a seguir viviendo hasta que el último ser humano camine sobre la tierra.Perdí el conocimiento y desperté en el mismo andurrial, pero el paisaje estaba en extremo transfigurado. Ya no había la misma vegetación y además se alcanzaban a ver casitas aisladas que antes no se divisaban, y cuya construcción me pareció extraña. De la estancia en el que fui huésped no quedaba ni rastro, yo es-taba recostado en el césped. Me levanté y empecé a deambular en cualquier sentido, todo me daba igual ya. La gente que me topaba al caminar vestía raro y me empezaron a hablar en un lenguaje extraño que demoré unos meses en aprender y que se parecía en algunos matices al que yo solía utilizar.Veo que ríen señores, pero desde que esto ocurrió han pasado más de doscientos años. Estoy muy aburrido de mi vagabundeo. No he vuelto a matar a nadie excepto por necesidad, pero jamás he sentado cabeza en ninguna parte ni me he relacionado en

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intimidad con nadie. He aprendido muchas lenguas y he dado la vuelta al mundo no sé cuántas veces, pero nunca he vuelto al lugar donde nací, ni al de la enigmática cabaña donde perdí la mortalidad. Hay algo que me horroriza de volver a estos lugares exclusivos para mí.¿Cómo se siente no morir? Les voy a contestar, aunque sé que este corro de vagabundos se niega a tomarme en serio. No estoy delirando, no estoy loco, déjenme en paz. Ustedes alguna vez van a salir de esta prisión, ustedes alguna vez van a morir, al menos les queda esa maldita esperanza. ¡Yo no! No se imagina lo qué es el terror, nunca lo han sentido, no tienen que alucinar con un encierro eterno. Váyanse al demonio, cuando no quede nada de ustedes yo seguiré aquí, enjaulado. Odio todo. ¡Los odio!…

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La neblina parecía querer traspasar los cristales, así estaba de densa. Yo permanecí horas detrás de los enormes ventanales mi-rando desolado esa masa de aire fría, blanca e inicua que me no me dejaba viajar.Era como de no creer, que me puse en pie tan temprano para abordar el primer vuelo y largarme de aquí y terminar pasando el día en este horrible aeropuerto en la mitad de ninguna parte, abandonado, esperando la noticia incierta de que a alguna hora, hoy o quién sabe cuándo, iba a salir el siguiente viaje. Se nece-sitaba tener la certeza de que los aviones pudieran levantarse sin estrellarse con los cerros que coronaban esas hermosas cordille-ras orientales, que estorbaban cualquier posibilidad de monoto-nía al paisaje, pero que, igual que entrecortaban la mirada hacia el infinito, podían entrometerse a nuestro viaje a casa de manera fatal. Se observaban al frente unos pequeños aviones, alguno de

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I can’t remember anythingCan’t tell if this is true or dreamDeep down inside I feel to screamThis terrible silence stops me

One, Metallica

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los cuales me iba a llevar por los aires, sometidos por supuesto a la intemperancia de la atmósfera, tan frágiles se veían. Pero lo fastidioso es que ni siquiera puestos en tierra se avistaban bien los aparatos, la bruma era como el vapor de la leche bullendo en una cabaña en pleno invierno y casi se tragaba todo lo que se divisaba fuera de la edificación, incluidos los aeroplanos.Varias familias y grupos de conocidos y de enamorados conver-saban con apagada animación, logrando aumentar mi premura de estar en el único sitio donde están los míos. Sentí entonces que los lugares no existen. Los lugares, a la larga, son gente: gente ausente o presente, gente amada o desconocida...Al rato me vi dando vueltas por la monótona construcción, bus-cando un libro, una revista o un periódico para pasar las horas. No hubo manera de encontrar una lectura que me hiciera com-pañía y así el tiempo se me iba convirtiendo cada vez más en un pesado fardo. Sólo me quedaba caminar sin motivo por los pasillos para atenuar la espera y de vez en cuando ir a preguntar a la recepcionista de la taquilla de la aerolínea, una y otra vez, si por fin me iba a informar a qué hora saldría el avión. La leve actividad física me resultaba provechosa y con ella mi mente entraba a ratos en estado de vigilia y encontraba pensamientos sobre los cuales discurrir, pero cuando el cuerpo me reclamaba reposo y sentía el deseo natural de holgazanear en cualquier si-llón, la misma actividad me aumentaba la ansiedad producien-do una situación de inmisericorde tedio. Mantenerme alerta en un espacio cerrado en el que nada ocurría, a la larga se me iba haciendo desesperante y entonces apremiaba al sueño, que no siempre jugaba como aliado.Fue por eso que quise hacer una siesta aún sin que el cuerpo lo pidiera, entonces me senté en una mesa recién dejada por otros

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que jugaban a no dejarse matar del hastío, y me recosté. La som-nolencia no vino a mí como lo hubiera deseado y al fin desistí. Levanté de pronto mi cabeza. Alguien estaba al frente y eso al principio no me alteró, a pesar de no haberme percatado antes de que se hubiera sentado al frente mío. Mientras yo levantaba la vista para mirarlo, él hacía lo propio. Nuestros ojos se cruza-ron y él sonrió inconmovible y vi algo que todavía me hiela los huesos al recordarlo: eran como mis ojos, era todo idéntico a mí, era yo mismo, hasta con la misma ropa, pero el maldito se em-pezó a sonreír con insolencia y su mirada era desafiante, y la mía espantada. No era yo, no era mi reflejo en un espejo, era algo así como mi doble. Fue aterrador, jamás vi algo tan espantoso.– No te vas a salvar esta vez –me dijo con voz tétrica.El silencio del entorno se hizo más riguroso. No era capaz de mascullar un simple vocablo y sentí un brutal dolor de cabe-za. Las palpitaciones de mis arterias cerebrales sonaban nítidas, acompasadas, como la percusión de la orquesta en un perfec-to adagio marcando dos notas por compás. Mi vista no estaba nublada sino más bien muy brillante, los colores eran vívidos, sobre todo el blanco. El blanco de la pared que enmarcaba el fondo de la escena lo llenaba todo. ¡Oh, Dios!, qué visión espe-luznante. El blanco se imponía cada vez y unos ojos idénticos a los míos me miraban con execración.Miré alrededor a la espera de la reacción de los circunstantes, pero para mi asombro nadie pareció inquietarse ante la siniestra visión. La coreografía de la incesante monotonía seguía inexo-rable. Miré a mi equivalente y luego desvié la vista hacia la mesa de al lado. Un anciano, cuya mirada se encontró con la mía, me replicó con el particular rictus de indiferencia que ni era de seriedad, ni era sonrisa, sino el gesto de quien se topa a

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alguien sin querer. Indudablemente vio también a mi comensal, porque le hizo la misma expresión de apatía y siguió tomando su café y leyendo, con patente ansia de matar el tiempo, un pe-riódico que dejaba ver a las claras que no era del día.– Tranquilo –me dijo–. A nadie le importa, sólo a vos.– No me importa –le pregunté incómodo por su acritud, y luego, rectificando mi intención agregué– ¿Qué pasa?No respondió nada. Mi turbación no me permitía ir más allá, pero estaba retornando a la calma, mi respiración iba recuperan-do su ritmo normal, mi cabeza se quedó en su habitual silencio y el blanco dejó de resultarme tan penetrante.Unos minutos después yo estaba con la mirada clavada en el piso y sin querer levantar la vista. La curiosidad fue más que saciada por la imagen de mi semejante y entonces sólo quise rehuir cualquier contacto con la realidad. No era que tuviera miedo de verlo, ya no importaba mucho. Lo que me dio pavor fue la idea de volver a sentir lo mismo. Con lentitud levanté la mirada y no lo vi. Alcancé a imaginar que lo ocurrido había sido un delirio y me tranquilicé un poco. Pero casi de inmediato lo observé al fondo, reclinado sobre una baranda que se situaba delante de los ventanales. Al advertirme se dio vuelta y caminó despacio hacia mí. No era así como me imaginaba a mí mismo, creo que siempre hago todo de afán y me la paso aprisa, pero mi igual caminaba lento e inexpresivo, mirando hacia ninguna parte, hasta que se sentó en el mismo sitio de antes.– Hace frío –me dijo.– ¿Qué? –pregunté aún contrariado.– Que hace frío, la fosca no baja, se acerca el mediodía y la neblina no parece sino que se va a poner peor. ¿Cómo creés que vas a salir?

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– ¿Y qué importa?– Que tengo todo el tiempo del mundo– No veo porqué –respondí más resuelto– Puedo irme al hotel, o tomar una ruta por tierra...– ¿Por qué no lo has hecho?– No sé –dije. Y es que no entendía nada. Éramos todos una can-tidad de imbéciles mirando por la ventana una bruma que casi se dejaba cortar, como si no hubiera más remedio que esperar. – Me voy –agregué, pero ni siquiera me levanté de la silla.– No te vas a mover, y en parte es porque no tenés un cobre.– Espero mi vuelo entonces, ¿qué importa? –en mi turbación me multiplicaba en circunloquio.– ¿Vuelo? –dijo sonriendo con insolencia–. El clima está in-misericorde. Pero incluso es posible que el tiempo no discurra siquiera.No quise responder, no iba a dar pie a mi propio exterminio. Pero, curioso, miré mi reloj y, en efecto, marcaba una hora muy atrasada. ¿Realmente se refería a algo tan trivial? A pesar de mi azoramiento, un reloj parado no era nada excepcional.– ¿Qué hago entonces? –pregunté–. Era la primera vez en la vida que le hablaba a algo como un espectro.Nada respondió. Era tangible que iba tras de mí, que estaba pendiente de mi menor error. Pero yo estaba dispuesto a per-manecer alerta todo el tiempo que fuera necesario sin dejarme vencer. Estaba librando una guerra a muerte conmigo mismo. La ofuscación se iba adueñando de mí, ya no como temor, sino como un desasosiego frente a lo que me esperaba. Me enfrenté a la situación con coraje y me hice compañero del que tanto me amedrentaba. Tomamos café, hablamos de cosas frívolas, fui-mos mil veces donde la pobre secretaria de la ventanilla a que

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nos dijera otra vez, con mal fingida impaciencia, que el viaje no iba a salir aún y que estaban esperando órdenes a ver si se cancelaba el vuelo o se dejaba para más tarde.Con todo, la compañía de mi semejante tuvo incluso un buen propósito, ya que me vi al menos ocupado sin importar tanto la inflexible espera. Cuando quise entrar al baño vacilé desconfia-do si dejar mi equipaje de mano con él, pero mi doble, advir-tiendo mis divagaciones, me hizo notar con su expresión que era una gran estupidez tenerme miedo a mí mismo para algo tan intrascendente, tomó la maleta sin preguntarme nada y fue a sentarse a unos pasos de allí mientras yo entraba al lavamanos.Unas dos o tres horas después del mediodía, el desespero de todos se iba haciendo evidente. Mucha gente estaba abandonan-do el terminal, la mayoría de ellos hablando con acento local y haciendo planes para regresar a casa para volar al otro día o cuando las condiciones se les dieran. Por cierto que los que as-pirábamos a regresar al hogar al final del viaje teníamos una per-cepción distinta de las cosas y queríamos ante todo que saliera el avión. Pero las esperanzas sucumbían a medida que pasaban las horas.Al rato resolví comer algo a pesar de la ansiedad e invité a mi igual al restaurante. No tuvo apetito y tan sólo accedió a acom-pañarme tomando una taza del café del que por estos lados lla-mamos tinto. Ya más despabilado por la vianda noté algo: el otro no tomaba ni un sorbo de su bebida. También me di cuenta de que todos los relojes se paraban por donde él pasaba, y no sólo el mío y que el televisor del restaurante se descompuso tan pronto llegamos (lo que a la larga fue un alivio para mí que no soporto la furibunda vocinglería de un receptor, como se usa por acá). Reí con impudicia para mis adentros pensando que era

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como estar con Drácula, que no se ve en los espejos, mientras a mi igual nadie lo notaba como lo que era, y encima descompo-nía los aparatos a su paso. Pero de esa especulación resultó algo demoledor, escalofriante: busqué su reflejo en una vitrina por la que pasamos caminando al frente y solo vi mi propia imagen.Cada vez me sentí menos lúcido frente a lo que estaba ocurrien-do. Y no es que haya estado tranquilo durante todo ese rato. Cada vez que miraba en el otro expresiones de la cara y movi-mientos del cuerpo que conocía sin haber visto, mi aturdimiento era más grande. Lo que pasaba en mi interior era más bien la natural conformación de cualquier persona ante lo inevitable. Primero se experimenta una sensación intensa que no se puede ocultar –ya sea rabia, dolor o miedo– y luego ésta se maneja lo mejor que se puede y se sigue viviendo.Estábamos sentados él y yo muriéndonos de aburrimiento y sin tener ya de qué hablar. Anocheció. Podía estar seguro de que el vuelo estaba cancelado desde mucho antes y la recepcionista se quedó esperando que fuera a preguntárselo. No valía la pena el esfuerzo.A medida que pasaban las horas todo el mundo se había ido del precario aeropuerto que no tenía itinerario nocturno. Por lo que yo alcanzaba a notar sólo los empleados del lugar pasaban por los corredores alumbrando con linternas el sitio más anodino del mundo: un aeródromo del que no salió ni llegó un solo vuelo en todo el día. Ya en la noche, cosa curiosa, no vi niebla, sino una cerrada y densa oscuridad. Cuando ya no alcanzaba a avistar ni siquiera a mi acompañante, éste me dijo con cinismo:– ¿Por qué no te has ido? Ya todos se marcharon.Era cierto. No quedaban ni siquiera los dependientes a cargo del lugar y hasta entonces no me percaté de ello. Los últimos salie-

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ron tras hacer una minuciosa inspección con sus linternas, en la que al parecer no nos vieron, aunque estábamos más que a la vista, en el zaguán más amplio, visible y concurrido del lugar.Sin embargo, yo no estaba apesadumbrado por no haber salido a tiempo. Era claro que las puertas estaban cerradas y con alar-mas para no permitir el ingreso de nadie pero, total, pude haber pedido ayuda a los de la ronda para salir. Noté entonces que la última pregunta de mi interlocutor cargaba toda la mordacidad del mundo, como muchas de las cosas que me dijo desde que apareció. Le temí lo suficiente en ese momento como para no replicarle. Yo estaba en clara desventaja y él sólo estaba espe-rando la oportunidad para dar su golpe. No era posible ver su cara en las tinieblas, ni conocer su expresión. La noche era ce-rrada y lóbrega.Pasaron algunas horas en las que me resistí con denuedo al poder del sueño. A veces daba cabezazos debido al cansancio y sentía cómo mi par se acercaba ávido y sigiloso hacia mí. Era como una hiena esperando el momento propicio para atacar. ¿Por qué no huí? Cosa rara, en ese momento sólo le temí a no estar con él y eso me retuvo. Había algo abstruso que inmovilizaba. La ser-piente puso su veneno en la presa para dejarla inerme y esperaba paciente para devorar.Cuando al fin me dormí, ya exhausto, no pude resistirle aunque lo sentí arrimárseme. Advertí su respiración cada vez más in-mediata, sus movimientos quedos, su emocionado sobresalto. Cuando estuvo lo bastante cerca allegó su mano hacia mí y la metió en mi pecho como un viejo y avezado sacerdote azteca lo hubiera hecho con su más indefensa víctima. Desfalleciente de dolor le abracé con mis manos en actitud defensiva mientras ahogaba un quejido, pero él sin amedrentarse tomó mi corazón

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palpitante entre sus manos y se marchó sosteniéndolo en alto en ademán triunfal. A expensas del más intenso dolor que nadie haya sentido jamás me quedé indefenso, tirado en las sillas que me hicieron de cama. Sentí mi tibia sangre que me emparamaba todo y no tuve fuerzas de más. Caí en un profundo letargo del que tan sólo desperté, tarde ya, al otro día.Cuando me acerqué a la taquilla donde la recepcionista esperaba a los pasajeros vi que ella me miraba curiosa. Ya eran más de las nueve, el terminal estaba lleno y lo que menos podía esperarse era que un pasajero se despertara en plena sala de espera con la misma ropa del día anterior. Cuando me puse al frente, la seño-rita, reconociéndome enseguida, se desparramó en su discurso sin dejarme decir palabra:– Buenos días señor. Acaba Ud. de perder su vuelo. Lo siento mucho. Hasta mañana no vuelve a salir otro, y eso si el buen tiempo lo permite. Todos los puestos iban ocupados. Su acom-pañante tenía su reserva en regla y se marchó dejándole razón de que se verían otra vez en casa.

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– Vengo a pedir perdón.– Oficina de al lado.Hacía por lo menos dos horas que Frank venía zigzagueando por la galería sin encontrar una respuesta definitiva. Salió enton-ces de nuevo al corredor y miró con desazón a ambos flancos. No alcanzaba a ver la puerta por la que había ingresado, a pesar de que el zaguán que transitó para llegar hasta ahí era perfec-tamente recto. Tampoco alcanzaba a ver el fondo del pasaje al otro extremo.Estaba Frank en un larguísimo corredor lleno de puertas a lado y lado, una cada diez pasos más o menos. Todas ellas eran idén-ticas entre sí, con dos alas en batiente, y bastante altas, como de unos cuatro metros. Estaban pintadas en un color rojo chillón a pesar de que las paredes eran de un suave verde olivo, en una mezcla que no hacía ningún buen efecto al gusto. Para un mayor desarreglo visual, el zócalo era de madera cruda, estilo que sin

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duda se vería bastante bien fuera de esa miscelánea. El grabado de la baldosa, a su vez, era de un monótono granito viejo y pasa-do de moda, del que se usaba de manera casi inevitable en todas las edificaciones de oficinas públicas hace algún tiempo, y te-nían el dudoso brillo, más que de una limpieza y mantenimiento que no recibía, de las pisadas de los sacrificados visitantes que llevaban varias décadas transitando la embrollada maraña de trámites a la que estaban condenados en ese lugar.Frank pasó a la puerta de al lado mientras pensaba en su desa-zón.

Frank había odiado a muerte a un hombre. Su mujer amaba a ese hombre y él lo había descubierto de la manera más inesperada cuando recibió en su buzón de correo un mensaje enviado a un destinatario errado y sin ningún nombre que delatara a quién iba dirigido. El mensaje, que provenía de su querida, estaba lleno de apremios idílicos, lo que evidenciaba a las claras que no iba di-rigido a él. “Te quiero ver pronto” remataba el mensaje y Frank se formó una terrible sospecha.Frank era un tipo en apariencia expansivo y jovial, pero su es-píritu era receloso y se guardaba muy bien de tomar decisiones apresuradas cuando las circunstancias demandaban sensatez. Al hallar la evidencia no se desesperó y no hizo un espectáculo de celos e injurias, ni siquiera perdió el sueño esa noche o le hizo cambiar su rutina al día siguiente. Pero no todo era paz en él, más bien era como un dulce cauce de agua que esconde co-rrientes turbulentas bajo la superficie. La cabeza le daba vueltas con lo que estaba pasando y preguntándose qué era lo que más

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convenía hacer. Sintió de inmediato el rechazo y la furia, que es el momento donde usualmente se tiende a develar la ira y a to-mar determinaciones drásticas. Luego sintió dolor en su orgullo viril y empezó a representarse en su interior, con angustia, a su rival.Ni una mueca de disgusto notó Adelaida en la mañana mientras estos pensamientos discurrían en la mente del compañero. Tal vez un leve apocamiento que no le alarmó en lo más mínimo, pues él estaba pasando por uno de esos rutinarios momentos difíciles en la oficina.

Frank llegó a la puerta de al lado:– Vengo a pedir perdón.– Oficina del frente.Aunque desde afuera las oficinas se parecían bastante unas a otras, adentro no era así. Algunas de ellas tenían al ingresar una o dos filas de burócratas a lado y lado, en modestos pupitres lle-nos de papeles. Uno de ellos levantaba la cabeza, le miraba con indiferencia y respondía. Tenían todos un atuendo parecido pero casi se podía saber en qué lustro habían ingresado a trabajar aquí, pues conservaban la moda justo de lo que podría llamar-se “su tiempo”. El funcionario suele ser persona que al entrar a su trabajo cae en una especie de letargo que le hace ignorar que afuera pasa algo. Y al salir ya debería estar jubilado, según imagina. No así los jefes que son gente que está en constante cambio por lo que conservan algo más de fantasía, y a los cuales siempre se les ve –independiente de la edad– más juveniles, lo-zanos y diestros en cosas del mundo que sus subalternos.

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Y en efecto había unas oficinas de quienes parecían ser los jefes, ya que un tabique ocultaba a un dependiente que en ningún caso alcanzaba a ver, de una desabrida secretaria que estaba en la antesala enviándole a la oficina del frente o a la de al lado, cada que él preguntaba.

A la larga el asunto no sería tan difícil de elucidar y Frank pro-curó tomarlo con calma. Trataba de ver entretanto algo en Ade-laida que la hiciera sospechosa de su culpa, pero jamás, ni si-quiera cuando él ya tenía toda la evidencia para estar seguro de los hechos, vio que ella cambiara en algo frente a la mustia vida que él sabía prodigarle.Un día en que la pareja atendía un asunto casero en el que solía ser el horario de oficina de ambos, Adelaida recibió una llama-da comprometedora por lo que decidió desviar la atención en un lenguaje críptico bastante bien calculado que Frank sin duda no hubiera acechado de no ser por la preocupación que llevaba clavada en el ánimo. En la noche, mientras su mujer dormía, el marido hurgó en la memoria del teléfono móvil y encontró que la persona que había llamado a esa hora figuraba como Hada. Se limitó a anotar el número y, de nuevo sin que se perturbara el descanso nocturno ni la rutina diaria, esperó hasta el otro día que hubiera un buen momento para llamar.Al día siguiente, durante la hora del almuerzo, Frank llamó des-de un teléfono público para no ser identificado. Al otro lado de la línea le contestó una voz masculina, incluso muy grave, y Frank, sin perder los bríos que ya le flaqueaban, preguntó por

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cualquier nombre para que al final su antagonista le respondiera con ingenuidad que llamaba a un número equivocado.Ya con la suerte echada Frank no hizo más que buscar las lla-madas de Hada a hurtadillas todas las noches, tratando de hallar cualquier indicio que lo llevara al fondo del asunto. Para más pesar, era raro el día en que Hada no aparecía al menos una o dos veces, sólo dentro de las llamadas más recientes. Frank no-taba que estaba pasando algo muy intenso y tuvo miedo. Se vio a sí mismo solo y sin Adelaida y el hecho de pensarlo lo dejaba sin fuerzas, así de grande era la confianza que había depositado en ella y así era de importante la presencia de ella como cimien-to para sus designios.Así transcurrieron varios días en la vida de Frank. Adelaida es-taba tan inmersa en su pasión prohibida que jamás reparó con sensibilidad en la situación de su querido. De vez en cuando sí le preguntaba sobre las razones de su humor taciturno, pero en cuanto él le replicaba con los consabidos problemas de oficina ella se daba por satisfecha, acababa creyendo apegada la excusa del marido y se iba a vivir con alegría otro día de su enmarañada vida.

Carlos era un buen tipo que con facilidad lograba el afecto de los amigos, el interés de quienes lo conocían y la atracción de las mujeres. A ellas les daba a degustar un espejismo de lo que querían sin prodigarles nada. Era un buen desbarrancadero para una hembra suicida: bien parecido, soltero, treintañero, lo bas-tante rico para aparentar un futuro holgado y muy solvente a la hora de acariciar con palabras o con las manos o con todo

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su cuerpo si se daba la ocasión. Pero dentro de sus conquistas Adelaida, por ser casada, era una excepción.Se habían conocido en un curso universitario corto, de esos que están hechos a la medida de jóvenes ejecutivos fracasados. Ella jamás pudo ocultar su interés por el tipo hasta el punto que arrancó de sus compañeros uno que otro comentario malévolo en la cafetería de la universidad en la que compartieron unas cuantas semanas de clases. Carlos le contaba a Adelaida en los ratos que pasaban juntos todo acerca de sus aventuras, y lo hacía con absoluto cinismo, no por alejarla, como podría pensarse, sino para evitar atraerse un amorío que a la larga resultara per-turbador. Siempre obraba así en situaciones como ésta, en las que le parecía conveniente dejar todo claro de una vez. Actuar así le redundaba en un doble éxito: alejar a quienes pretendían de él lo que no iba a querer dar y garantizarse la tolerancia y hasta la complicidad de sus amantes.A Adelaida, como a muchas otras, la franqueza de Carlos le re-sultó como echarle cebo al candil y encendió de tal modo una pasión impensada para ella, que no pudo contenerse frente a lo que se le presentó. Fue así que Adelaida sucumbió a la aventura por primera vez en su vida de pareja, con un ardor que estaba condenado a pasar pronto, y a dejar sólo el vago recuerdo sin dolor ni pesar que queda de un perfecto romance fugaz.Adelaida tuvo la absurda ocurrencia de colocar el nombre de clave de Hada en el listado de teléfonos, pero sólo lo hizo por la época en que la relación empezó a hacerse prohibida. En rea-lidad bien podría haber dejado un nombre masculino, pero le daba gusto velar su pasión frente a su soporífero amado y por otra parte sentía que había algo mágico en su galán y también en el mote que le aplicó.

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Parecía una eternidad la que llevaba Frank yendo de una puerta a otra. Tal vez eran horas las que estaban pasando y empezaba a sentir los pies cansados. Un frío sudor corría por su cuello hasta su espalda pero cada que iba a llevar su mano allí para limpiarlo, tenía que hablar a un nuevo burócrata.Fue así que lo recibió otro de estos especímenes en el despacho del frente. Era un tipo regordete (había muchos así), con un ho-rrible traje verde combinado con una camisa a rayas pasada de moda y una corbata que no le hacía juego a nada. Se notaba so-focado, pero con una forma de bochorno de esas que no se quita, que permanece siempre con su sudor pegajoso en la expresión y en la cara de ciertas personas. Con la indiferente cordialidad que se usa en estas situaciones, el funcionario, tras escuchar la frase ritual de “Vengo a pedir perdón”, envió a Frank a la puerta de al lado, advirtiéndole, sin que Frank lo pidiera, que ya su peregrinación estaba por terminar. Frank quedó contrariado por la aclaración, salió de nuevo al corredor y miró de nuevo los rótulos en las puertas: “coordinador de resultados”, “consejero titular”, “supervisor agregado”, “director encargado”, “visitador administrativo”, “subsecretario privado”…– Todos esos títulos parecen tan importantes –pensó Frank–.– ¿Por qué nadie me ayuda?

Carlos no tuvo suerte esa noche. Había invitado a Adelaida a salir con la firme intención de pasar un rato con ella en un sitio

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privado. A ninguno de los dos les gustaba mucho dejarse ver en la calle ya que ambos tenían una reputación que cuidar y por lo regular se veían ya a punto de confinarse y sin dar rodeos innecesarios. Pero el amor es mal consejero y el frívolo enamo-ramiento aún peor, de modo que esa noche, al no poder dar fin a sus deseos, por aquel obstáculo cíclico, decidieron de todas maneras verse y charlar un rato.Por su parte ocurría que Frank en el fondo lo que hacía era bus-car a Hada para no hallarlo. Si algo temía Frank desde que con-firmó sus sospechas era tener que hacer algo. Pero lo impensable ocurrió esa noche aborrecible en que estaba paseando por sitios inusuales tratando de disiparse e incluso de no llegar a casa. En un café de un parque bastante poco concurrido alcanzó a avistar a Adelaida. Ella estaba sonriente, bella como no la veía hacía tiempo ya, con un brillo en sus ojos que él había olvidado por completo y la acompañaba un hombre que se veía de soslayo. La pareja fue lo bastante precavida como para no tener ningún gesto de cariño evidente, pero provocaban fugaces roces con sus manos que de juro tenían una intención cautivadora. A Frank no se le escapaba esto, ni nada de lo que expresaban esas dos figuras radiantes y locuaces con sus gestos.Luego de un rato, la pareja proscrita se fue del lugar y cada cual tomó su camino a casa por aparte. Para Frank era claro que se daban un contenido y apasionado hasta luego para poderse ver otro día. No se equivocaba ni por un ápice. Quedó desorientado y suspenso sin tener fuerzas ni deseos de nada, y todo ocurría sin llamar la atención de nadie en el boulevard desierto.

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Unos minutos después Frank arrancó su auto de nuevo tomando un camino incierto, mientras estaba encendido de rabia y frus-tración. Ya no quedaba nada por hacer con su vida, hoy mismo hablaría con Adelaida para marcharse.Le pareció curioso verse a sí mismo haciendo cuentas de cuánto dinero necesitaría para vivir solo y las estrecheces económicas que pasaría tan pronto se le terminara la vida de pareja. ¡No se le podía ocurrir pensar algo más baladí para un momento de tanto dramatismo! Pero lo pensó y trató de dejar ciertos cabos atados antes de derrumbarse en su desesperación y pensar que no había nada que valiera la pena en la vida y que mejor sería si todo se acabara de una vez. La ocasión se le dio de manera increíble cuando descubrió que se estaba cometiendo un crimen en un paraje desierto, en plena calle. Un ladrón armado golpeaba a un indefenso transeúnte que al parecer había opuesto resistencia para entregar sus pertenencias. La adrenalina en el cuerpo de Frank por todo lo ocurrido y la desidia que estaba sintiendo en ese preciso instante resultaron ser un peligroso estimulante para él y lo indujeron a cometer la mayor insensatez posible, y fue así que intervino en defensa del desdichado: arrojó el auto en mitad de la escena, arrolló al agresor y un arma de fuego salió volando de la mano del criminal que quedó inconsciente o muerto en el piso. Frank se apeó del coche haciendo involuntarios ademanes de macho indómito, recobró el arma perdida para evitar cual-quier sorpresa y fue en busca de aquel hombre a quien defendió sin conocer en un arrebato de intrepidez. Más le hubiera valido, pensó, emplear tanta energía en contra del Hada maldita que le arrancó la paz de su hogar. Se prometió, envalentonado, ir de in-

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mediato tras Adelaida para sacar a su amante de cualquier sitio donde estuviera y darle su merecido. Y sentía, como si ya fuera su cómplice instrumento de venganza, al frío y asesino fierro que tenía apretado en su mano.

Frank entró por fin a una oficina más portentosa que las demás. Dio gracias a Dios porque esto fuera a terminar ya. No alcanzó a leer el letrero de la entrada pero vio de paso que era un título breve, lo cual le alegró porque los cargos sin subtítulos suelen ser los más importantes: “presidente”, “director”, “gerente”.Una secretaria lo recibió y lo sentó en un cómodo sillón sin que Frank alcanzara a decir la frase estereotipada con que describía el motivo de su visita. Entró la secretaria a la oficina principal haciendo cara de circunstancia y habló sin prisas con el titular de la dependencia. Frank estaba tan cansado que cabeceaba del sueño sentado en la antesala; sentía las voces adentro del gabi-nete hablando casi en sordina, como una retahíla de su propio subconsciente, y arrebataba al discurso palabras entrecortadas sin poder llevar el hilo de la conversación: “culpa”, “dolor”, “sorpresa”…Un rato después, cuando Frank parecía casi condenado a que-darse dormido salió la secretaria y, de nuevo sin darle ocasión de decir palabra, le indicó con sequedad:– Pase.Frank entró temblando de miedo sin entender por qué. El jefe lo estaba esperando detrás de su escritorio, pero de pie. Frank no se atrevía a mirar a la cara a su notable interlocutor y se sentó sin pedir permiso y sin esperar a que se lo ofrecieran. El autócrata

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entonces le pidió con aspereza que pasara al siguiente aposento, al que se llegaba después de atravesar una contrapuerta. Frank se levantó entendiendo que no le era dado quedarse ahí apol-tronado y se deslizó, cabizbajo y timorato, todavía sin mirar al preboste, hasta pasar a la siguiente estancia, que, cosa curiosa, era bastante más larga que las otras que había visitado, hasta que dio alcance al fondo a una gran puerta que el director le pre-sentaba abierta. Cuando traspasaba el límite del recinto, Frank sintió un vacío abismal: había sido arrojado a la nada. La caída le generó una plácida sensación de terror.Frank sólo se dio cuenta de que había sido lanzado al Infierno cuando recordó la palabra que había alcanzado a leer en el aviso de la entrada:– “Dios”.Al sentir la caída, Frank despertó sobresaltado de su terrible pe-sadilla.

Frank fue en busca del herido que soportaba en cuclillas el dolor de la paliza recibida, sin levantar siquiera la cabeza. Le pregun-tó si estaba muy lastimado y si se podía levantar. El otro jadeaba y le pidió que le ayudara a reponerse. Mientras se incorporaba, el fulano le agradeció a Frank salvarle la vida con una sonrisa adolorida y sincera.Frank quedó estupefacto cuando vio en sus narices la cara del que estaba vigilando hacía sólo un rato: ¡Acababa de salvar la vida del amante de su querida! Sintió entonces el frío del hie-rro en su mano, e, irreflexivo, levantó el arma, apuntó al pecho de su sorprendido rival y, por primera vez en su vida, disparó.

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La pistola soltó tres tiros antes de que Frank soltara aterrado el gatillo.¡Frank había matado! Al despertarse al otro día después de aquel turbulento sueño, Frank recordó lo que en su pesadilla le estaba vedado. La noche anterior, tras disparar, trató de ocultar el arma en su cinto con la impericia de un malhechor bisoño y se quemó con su cañón ardiente. Arrojó entonces el artefacto en el piso de su coche y salió conduciendo con la extraña sensación de que no hubiera pasado nada. Era tanta la exacerbación de los sentidos que el paroxismo se parecía más a la indiferencia o al acabamiento que al reprise.Frank llegó a casa y vio el parachoques delantero del abollado por el golpe a aquel pobre diablo. Lo limpió sin pensar en nada, tomó el arma ya tibia y la colocó en un cielo raso donde tan sólo un murciélago lo hallaría, a menos que la policía viniera tras de su pista si alguien hubiera llegado a verlo, en cuyo caso estaba perdido. Tras reflexionar que el Hada no se merecía tan nefasta suerte, que su conducta no era grave ni había hecho mal a nadie amando a su empalagada compañera, Frank se acostó al lado de ella, que llevaba rato durmiendo plácida, y tras un breve insom-nio logró a su vez conciliar el sueño, exhausto.Frank se sacudió de la referida pesadilla cuando el día era ya claro, y se sintió extraño al notar que no sentía remordimiento por lo hecho, ni miedo de ser descubierto, ni nada. Su compa-ñera se había levantado antes y no estaba a su lado. Un instante después, entró ella en la habitación con los ojos llorosos:– Anoche mataron a un compañero de la universidad, voy a su sepelio –le dijo Adelaida– ¿Cómo fue eso? –dijo aterrado Frank, como si apenas en este momento cayera en cuenta de la tragedia que había producido

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por culpa de una acción impulsiva y temeraria. Tuvo miedo por un momento de que lo atraparan y también sintió remordimiento viendo en la cara de la amante el rictus de dolor mal disimulado; pensó en la madre del desdichado, en la amada que tal vez tenía, en todos los que le querían, y él mismo les había despojado a todos de su compañía… por nada.– Fue a guardar su auto –contaba Adelaida con toda ingenui-dad– entre el parqueadero y la casa hay unos pasos y en el ca-mino, frente a un lote baldío, lo golpearon y lo abalearon, nadie sabe por qué, ni siquiera le robaron…– ¿Y estaba solo? –preguntó Frank de forma deliberada pero con disimulo, con la imaginación puesta en el malhechor arrollado con su auto o cualquier otro potencial testigo.– Solo, solo… –sollozaba entrecortada– Nadie vio nada, solo se sintieron unos tiros y un auto que partió sin ninguna prisa, pero que nadie alcanzó a observar. ¿No es horrible? Ya no se puede ni vivir aquí –y el sollozo se convirtió en llanto como el agua contenida que rompe la presa y la vuelve pedazos.– ¿Quieres que te acompañe? –respondió Frank ya sosegado y con total desfachatez al darse cuenta que el bandido había huido y que nadie había visto nada, y con la chocante sensación de haber saldado cuentas con su amada.– La verdad –dijo Adelaida conteniendo el llanto– preferiría ir sola. Además tú tienes que ir al trabajo, ¿no?

Frank se adormiló de inmediato de manera casi demente y tras un breve pestañeo, despertó. Vio de nuevo a Adelaida tendida a su lado, inerme. Se extrañó al sentirse a sí mismo lleno de so-

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bresalto y temor, como que hubiera perdido la tranquilidad pas-mosa con la que había afrontado su crimen en un principio. Fue casi corriendo a mirar su auto y tras buscar todo desesperado, no pudo ver el golpe de la noche pasada. Luego, con la misma prisa, se encaramó en un taburete para mirar el compinche cielo raso y no encontró el arma donde la había dejado. Estaba todo perturbado cuando su mujer lo encontró en tan ridícula situa-ción:– ¿Qué estás haciendo ahí? –le preguntó Adelaida con lánguida indiferencia, viéndolo como se miraría al más raro extraterres-tre.Frank no se tomó la molestia de responder, sólo la avistó con incredulidad y rabia.– ¿Te pasa algo? –insistió Adelaida– te ves cansado, como si no hubieras dormido suficiente. ¿Necesitas acostarte un rato más?– No, sólo que tuve una noche larga y difícil, no te alcanzas a imaginar –respondió Frank con aspereza y fueron a tomar su desayuno antes de salir a trabajar.

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Andrés subió a su auto y echó marcha atrás. Cuando puso curso al frente, justo antes de arrancar, una sombra emergió por un costado. Al principio no lo advirtió, pero se percató de lo que so-brevenía cuando vio el tubo de un arma apuntando a su cara. Por un momento esa honda cavidad metálica por donde bien podría salir su muerte, se le volvió todo un cosmos, fue escalofrian-te. Escuchó que una voz grave le ordenaba bajarse del coche dirigiéndole groseros oprobios que lograron encenderle la ira. Andrés entonces, al tiempo que con hipocresía pedía compasión con la mirada, deslizó el brazo derecho bajo el izquierdo simu-lando abrir la puerta para apearse, mientras tocaba suavemente con el índice una clavija para hacer rodar hasta su mano una pistola calibre 22 que su padre le había legado antes de morir, cuando aún él era un niño, para librarlo de todo mal. Con la des-treza de un tirador hecho en muchas horas de polígono, Andrés

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puso en un instante una marca de sangre en la frente de quien amenazaba con quitarle la vida. El malhechor cayó al suelo y él se quedó pasmado de lo que había hecho, mientras contemplaba aturdido el pequeño instrumento homicida que cabía en su mu-ñeca abierta.Apenas unos segundos después había un piquete de uniforma-dos alrededor del auto y procedieron a sacar a Andrés a la fuerza dirigiéndole voces y agravios. Uno de ellos, a la vez que miraba ofuscado e incrédulo el cuerpo inerme del ladrón en el suelo, hablaba con ánimo azorado por el radioteléfono con alguien a quien llamaba en tono marcial “Mi Capitán”: Decía en voz alta y escandalizado que habían matado al Teniente. Entre tanto le hacían una violenta requisa, Andrés veía de soslayo cómo uno de los agentes ponía una bolsita con un raro polvo blanco en la guantera, de lo cual vislumbró de inmediato que lo iban a inculpar por narcotráfico, una acusación de la que muy pocos inocentes se salvaban en aquellos días.El fallido atraco fue presentado durante el largo y tedioso pro-ceso judicial, con pruebas técnicas e irrefutables testimonios, como una diligente requisa de un intachable oficial antinarcóti-cos encubierto de civil, quien a su vez fue asesinado con sevicia por un desalmado traficante de estupefacientes. La condena de Andrés figuró en las telenoticias de la noche como un logro más de las autoridades contra el temible flagelo. Ha cumplido 10 de 13 años de condena, y cada día se ha preguntado cómo ese instante de temeridad y pundonor pudo destruir toda su vida de manera tan letal. Habría preferido mil veces ser la víctima para poder, al menos, ser dueño de su destino, y no el cabal victima-rio que fue.

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El Dr. Olegario Gallón Pinedo vociferó en el recinto del parla-mento con una energía que incluso para él era exuberante. Mu-chos callaron, aunque no tanto por respeto o expectativa como por el aturdimiento que producía su vozarrón con el caracterís-tico vibratto tan impopular en las clases altas, pero que por su melodramatismo era tan bien acogido en otros niveles sociales. Su potente baladro resonaba siempre de manera nítida en los espacios cerrados, a los que prefería como tribuna, que los que eran abiertos y con micrófono, ya que su voz no tenía buena acústica en los aparatos magnetofónicos. Él mismo ya había re-parado en ello y por esa razón prefería por mucho las pequeñas reuniones con sus copartidarios al aire libre o en casas y salones, donde no tuviera que depender de parlantes ni nada parecido. Incluso en las grandes reuniones parecía tímido, pero no era eso, era la conciencia de que ese no era el lugar para hacer su papel de la manera que disfrutaba hacerlo.

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Eso sí, la convicción puesta en su discurso resultaba emotiva y convincente. Pero Gallón no se engañaba creyendo que su dis-curso iba a ser atendido por los demás parlamentarios, que co-nocían bien su astucia. A pesar de acompañar cada cierto tiempo una oración con una frase ritual como “honorables asambleís-tas” él sabía bien que en realidad estaba hablando a la cámara del noticiario que estaba al frente, a los periodistas amigos de su partido que le darían mucha resonancia a su denuncia y, sobre todo, al público incauto que lo vería como un gran conductor, un hombre valiente dispuesto a poner en la picota a los que se lo merecían.Y en qué época. Gallón Pinedo estaba por terminar el período para el que fue elegido pues se iban aproximando las eleccio-nes generales y muchos candidatos estaban siendo desde ya de-signados por los diferentes movimientos. Ciertas condiciones le hacían favorable el escenario para la acusación: Tenía como enemigo una víctima vulnerable, sacaría provecho del galima-tías en un futuro cercano al desacreditar al rival político dejando un nicho de votos para su gente, lograría un escándalo en plena época electoral justo cuando puede capitalizarse mejor...A decir verdad lo de inculpar no era el tema predilecto del ho-norable congresista, pero la oportunidad se apareció de mane-ra que hasta para él resultó sorpresiva, y la empleó para saldar unas cuentas pendientes con sus adversarios. El caso es que un proveedor de un gobierno provincial había dejado de forma in-genua un documento en que se evidenciaba a las claras el lucro fraudulento compartido con los servidores públicos por la ob-tención de un jugoso contrato. ¡Lo que es la impericia de un contable inexperto! Y, para su suerte, ésta era la jurisdicción en que Olegario tenía su principal fortín electoral, pero que había

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perdido por unos pocos votos en las anteriores elecciones y esta-ba siendo administrada por el grupo contrario. La empresa com-petidora de quienes al final resultaron favorecidos por el contra-to estaba por cierto muy adolorida por perder tan buen arreglo y tenía la firme intención de recuperarlo para el siguiente período de gobierno, y eso no sería posible si el mismo corrillo seguía al frente. Por ello allegaron al Dr. Olegario el comprometedor documento que revelaba el desfalco, con un pormenorizado y elaborado análisis técnico hecho por sus propios peritos, que no dejaba dudas del dolo en la transacción. Pero había más que eso de por medio para interesar con tanto fervor a Gallón Pinedo en la acusación. En el mismo sobre se contenía también un cheque bastante agradable a modo de una desinteresada contribución a la próxima campaña que bien podía contabilizarse con toda legalidad y que manifestaba el compromiso tácito de que en el siguiente gobierno sería este generoso asociado el próximo fa-vorecido del convenio.La opinión pública se indignaría sin duda con la delación, y el espacio en que saldría Olegario Gallón Pinedo en el programa de noticias de la noche había sido asegurado ya con un colabora-dor, periodista y directivo del canal privado de TV más popular del país, cuyo noticiario persistía como el de más rating gracias a su entretenida información sobre farándula y deportes que es lo que atrae con más vigor a una clase media indolente que ja-más puso reparos en la sectaria parcialización de la informa-ción recibida día a día por este medio. Este directivo era viejo acólito de Gallón Pinedo y nunca ocultaba a la vista de todos la amistad que le unía a él, sin que nadie del común tuviera idea, por supuesto, de los excelentes puestos de trabajo dados a sus más cercanos parientes, incluido su sobrina predilecta, damita

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de pocos alcances que, incapaz de lograrse un buen puesto en la empresa privada como siempre había soñado, era hacía diez años funcionaria diplomática en el tema de exportaciones con lo que había dado felizmente varias vueltas al mundo sin lograr, embrollada en su incompetencia, algo útil por su país.En ese momento, en cambio, se debatían en el congreso va-rias normas fundamentales para la vida de las personas, como una prerrogativa de impuestos a una gran industria que mante-nía muy bien aceitados los engranajes del poder con prebendas nada despreciables. Pero lo que ningún parlamentario quería de-jar traslucir era que esa exención a la larga obligaría a gravar en unos meses los productos que la gente normal más utiliza. Eso no saldría en las noticias, también estaba ya arreglado que ese debate sería de poco perfil. Pero este escándalo sí, porque tenía buenos y poderosos impulsores y prometía alto rating.A todas estas, y a pesar de la favorable opinión de la mayoría de las personas del común acerca de Gallón Pinedo, nadie del medio político creía en su intención moralizadora: ni los de la colectividad perjudicada, ni los dirigentes neutrales, ni siquiera los propios copartidarios del Dr. Olegario. Los acusados sabían que les estaban jugando sucio, que los otros conocían desde siempre el negocio y que a cambio de no gozarlo habían reci-bido una modesta participación burocrática como suele hacerse en estos casos, pero nada de eso puede decirse cuando se está en la picota pública. Por su parte los copartidarios se alegraban del favor que se les hacía y en particular aquéllos que iban a quedar al frente del gobierno provincial no cabían en sí del entusiasmo por el escándalo, pero sabían que este empujón tendría su pre-cio en plata y en puestos, siendo Olegario Gallón un lidiador bastante agresivo en esos temas, y eso les moderaba mucho su

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alegría. Y los políticos parias, que no jugaban el juego y que se hacían despreciables por esto incluso ante el dictamen de la gente de a pie, confirmaban su opinión acerca de la corrupción que siempre habían censurado, pero sabían que no podían con-tar con Gallón en nada distinto que en aplastar los rivales en común, porque el estado general de las cosas del Estado seguiría igual con este alboroto y con todos los que se aguijaran desde los partidos ancestrales, sólo que en este caso Olegario habría aplastado a otros contrincantes más y se hacía más fuerte con ello.Pero Olegario Gallón Pinedo no era tan estúpido como para ser más hostil con sus contrincantes que con sus pretendidos cola-boradores. En general era un consagrado traidor, y esa era su gran fortaleza. Era tanta la fama que tenía de ser un peligroso copartidario que uno de sus aliados no pudo dejar de bromear al representante contiguo en voz baja en el auditorio, mientras el protagonista hacía el portentoso discurso: “Al menos esta vez atacó a un rival”. En realidad Gallón Pinedo no se había hecho demoliendo contrincantes, sino como un peligroso escalador que destrozaba compañeros como un salvaje león lo hace con su presa. Ese no es el tipo de prestigio que ayuda a conseguir amigos o confidentes, pero sí es muy útil a la hora de obtener el respetuoso temor de los más cercanos, que si bien en más de una ocasión quisieran haber podido dar con su cabeza en el suelo, se cuidaban muy bien de dar el más leve paso en falso que les ganara a este hombre de adversario.

Este era Olegario Gallón Pinedo en acción antes del accidente:

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Un hombre público de gran prestigio. Tanto que a pesar de no tener un origen de cuna tan noble como para poder aspirar a las más altas dignidades, su energía y audacia lo ponían en si-tuación de ser mencionado como presidenciable en unos pocos años. Su capacidad de trabajar 18 horas diarias, incluso los días de habitual descanso, sorprendía a todos, incluso a sus más en-conados detractores. Y no era hombre de sentarse en una ofici-na: Nada de eso. Antes más bien parecía privilegiado con el don de la ubicuidad: Estaba en todo, las reuniones de gremios profe-sionales y demás grupos de interés eran su hábitat, hacía política en los suburbios con un conocimiento detallado de los aconte-cimientos de cada pequeña localidad sumado a una memoria prodigiosa que le permitía dirigirse a cada líder barrial por su nombre y hablarle de sus problemas sin que nadie se lo tuviera que recordar. Era también Gallón Pinedo algo así como el amo y señor de una enorme cooperativa que agrupaba suficientes votos como para aspirar al poder sin necesidad de nada más. Se había hecho parlamentario hacía 15 años, y antes había sido intenden-te y diputado en su provincia. Y como si fuera poco ejercía hace algunos años como laico comprometido de una reaccionaria y acaudalada orden religiosa.De su formación hay que reconocer que Gallón era un insigne jurista, académico de notable nivel y conferencista internacional en el tema de derecho tributario, en el que hasta los más adver-sos le reconocían como una terminante autoridad y fuente de consulta insalvable.Hombre pragmático hasta el extremo, el Dr. Gallón Pinedo no se enredaba en su vida real con esos prejuicios estorbosos de que estaba llena su habitual oratoria, como los principios y los valores, que en él eran mutables como la piel del camaleón: No

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importaba qué punto de vista asumía en determinada situación siempre que resultara en su propio beneficio, instrucción apren-dida de su labor como abogado litigante en sus años mozos.Respecto a su actividad política sólo cabría decir que no había intriga que desconociera y que no azuzara en uno u otro senti-do, con un perfecto cálculo de lo que le convenía en cada caso, se podría decir que de manera infalible. Olegario Gallón, por otra parte, nunca escuchaba a nadie sin buscar el trasfondo y la intención de lo que le querían decir, siempre partiendo de la presunción de hipocresía en el otro: Por cierto que no podía ver más que indecencia en todos los que le rodeaban y tal vez tuviera razón en ello.Gallón era además un cabecilla que nunca se engañaba frente a los líderes locales, que siempre trataban de embromarlo mag-nificando el precario poder electoral que tenían: Cuando veía a uno de estos especímenes les podía contar en la cara los votos que cada uno era capaz de recoger. Tenía también la rara virtud de adivinar los pasos de sus copartidarios, y nunca se le fragua-ba un complot sin que él descubriera quién le estaba jugando sucio para aplastar al belicoso como a un gusano. Era tan capaz de fomentar desconfianza mutua y de hacer que las personas se mantuvieran de enemigos entre sí, que asustaba, y nadie de los correligionarios podía cometer el menor error sin que Gallón lo crucificara. “Divide et impera” era su aforismo latino prefe-rido y se lo recitaba de ordinario hasta de manera involuntaria. No dispensaba tampoco una palabra más de las que convenía y siempre decía al respecto en su círculo de íntimos “soy dueño de lo que callo y esclavo de lo que digo”. Pero eso a su vez signifi-caba que le encantaba que los demás se soltaran de la lengua y si alguien cometía la menor impertinencia o hacía un comentario

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comprometedor, Gallón Pinedo no tenía reparos en guardar el asunto en la memoria para poderlo utilizar en el momento justo en perjuicio del impertinente o de quien fuera necesario hosti-gar. Lo cual a su vez no impedía que su sobresaliente memoria no fallara de vez en cuando, con toda intención por supuesto, para modificar los hechos o palabras reales a sus conveniencias siempre que de ello resultara una maquinación rentable.Aparecía el Dr. Olegario Gallón Pinedo en radio y TV hablando de lo divino y lo humano con la compostura de un estudioso y la oratoria de un Demóstenes, intercalando en sus exposiciones gracejos y expresiones populares que hacían muy agradable y didáctico su lúcido discurso. Y tenía por sobre todo un manejo aventajado de los medios: siempre figuraba en los momentos clave en que requería un poco de popularidad o cuando podía dejar sembrado el veneno para una causa concluyente, repitien-do los consabidos clichés: “servir a la comunidad”, “legislar en función de los más necesitados”, “trabajo desinteresado”... Ha-bía inventado un truco que hasta los más perversos políticos admiraron y copiaron, que era hablar en contra de una norma impopular ante las cámaras para ganar notoriedad y luego votar positivo por ella, si a ello se avenía su provecho. Así lo hizo con aquélla exención tributaria: En la víspera de la votación de-finitiva hizo ante los medios un alud de críticas que superaban incluso a las de la oposición. El patriarca de la industria afectada lo llamó alarmado al móvil tras verlo en TV, a lo que Olegario respondió con sequedad: – Hemos llegado a un acuerdo respecto a mi voto y Ud. sabe que cuenta con él y con el de todo el movimiento que dirijo. Pero yo no hago transacciones con mis convicciones y opino lo que corresponde según mi propia conciencia...

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Semejante despropósito ético no tenía nada de ilícito a la vista de estos dos mercaderes, de tal manera que se entendieron y el asunto quedó cerrado. Aún mejor: Sabían bien que una vez la ley nueva fuera aprobada decaía el interés de la generalidad y a nadie importaba quien había votado a favor o en contra, o si a alguno le importaba, resultaba muy oneroso para alguien de la calle comparar la votación con las declaraciones previas. Y lo que nadie creería, es que la opinión pública jamás se percataba de esta ingeniosa maniobra.Tampoco a ningún periodista le interesaba arriesgarse a incul-parlo ante los medios, sabiendo el encarnizamiento con que asumía sus persecuciones políticas: Todo el mundo sabía que Olegario Gallón Pinedo no olvidaba una ofensa durante años, y jamás había desaprovechado la oportunidad de cobrar vengan-za, con creces, por el menor perjuicio recibido.Y es que el Dr. Olegario no era el sujeto que con semejantes vir-tudes no fuera capaz de cautivar. Antes todo lo contrario, la opi-nión pública consideraba que era un personaje muy agradable y solía tener índices de favorabilidad bastante aceptables en las encuestas, a la vez que la mayoría de sus más cercanos gregarios casi lo divinizaban, sobre todo aquellos que se habían lucrado de recompensas como puestos de trabajo o raciones de los bene-ficios que con tanta generosidad da el Estado. Estos seguidores lo trataban en público y en privado y con la más profunda con-vicción de “ponderado dirigente”, “avezado estadista”, “precla-ro conductor” y todas esas expresiones que pierden todo sentido enfrente de lo que encarnan.Por lo demás, al Dr. Gallón le importaba un bledo su familia y la compraba con dinero; pero a pesar de que sus hijos crecieron bajo la sombra de su madre y repudiando al que los menospre-

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ciaba, ocurrió que cuando el espíritu inquieto y altivo de los tres jóvenes se aplacó al terminar la adolescencia no quisieron nada distinto que ser igual de pujantes, ricos y poderosos que el padre, así de cautivados estaban por las cosas mundanas que tan a manos llenas les había prodigado el progenitor sin darles absolutamente nada más.

Este era el Dr. Olegario Gallón Pinedo de antes del accidente, un hombre destinado a ser mucho más que un miembro de una ban-cada en un discreto cuerpo colegiado que legislaba a un paisito desposeído por sus dirigentes y sin ningún futuro. Pero el día de este discurso, al retirarse del sagrado aposento de la demo-cracia, engreído de su poder, vio la muerte. Fue en un doloroso accidente de tránsito. Estaba transando los despojos del escán-dalo con un colega del gobierno, hablando por su móvil en la parte trasera del auto, y adelante iban su escolta y su conductor conversando. Parece que un taxista agotado de su dura jornada cometió una imprudencia y provocó una horrible colisión.Todos los de su auto salieron mal librados. El confiable escolta no traía cinturón de seguridad (pues cuando se está rodeado de los altos dignatarios no hay que cumplir con la Ley, como es bien sabido) y salió lanzado a través del parabrisas a varios me-tros del auto con tan mala suerte que tuvo que seguir viviendo aun varios años después del impacto, por supuesto sin mover un solo músculo debajo del cuello, y para sucumbir inmovilizado en una cama, algo que para algunos puede resultar tolerable, pero no para un adicto a la acción que siempre creyó con deleite que acabaría sus días en una mortífera y embriagadora balacera.

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El conductor, por su parte, corrió con la mejor suerte ya que quien lleva el timón siempre es el menos sorprendido por el golpe. Aferrado al volante evitó la suerte de su compañero y sólo se hizo unos cuantos destrozos contra el manubrio, el techo y la silla y salió del hospital pocas semanas después hecho una mar de cicatrices y tullimientos y con la definitiva pérdida de confianza del jefe, lo que lo aislaría de por vida a esa vecindad con el poder de la que gozó hasta ese día, privilegio que en un simple menestral es una bendición irrepetible.Pero para Olegario la experiencia fue pavorosa. Mientras el ca-rro daba tumbos al aire la Parca se le presentó para arrebatarle la vida. Como hombre aguerrido y combativo que era, Gallón luchó para no perder la pelea, pero la malvada Muerte no se conmovió y, antes que pugnar en una rencilla fácil, se burló de su víctima con total desparpajo y con una mueca despiadada, le dijo: – ¿Vamos a demorar esto? Total, algún día voy a volver y lo sabes. Nunca vas a olvidar a lo que estás condenado, eso será tu castigo. Ya nos veremos...Luego de esto siguieron varias semanas de pungente agonía. Los médicos no entendían cómo había sobrevivido este individuo a tantas heridas y fracturas. Entretanto, la pérdida de la conciencia y los medicamentos le evitaban a Olegario enfrentarse a la reali-dad física de su dolorosa recuperación, estaba sobreviniendo un cataclismo en su interior. En sus delirios repasaba cada momen-to de su agitada existencia y, ya dentro de sí, sin tener nadie ante quien envanecerse, se sentía solo en sus dominios. Percibía la vacuidad de sus beligerancias al estar constreñido a permanecer confinado en su mundo interior: Allí casi todo lo que había al-canzado carecía de sentido, no trascendía. A pesar de estar ador-

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mecido por el letargo del coma, cada instante estaba consciente de sí mismo y eso ahondaba aún más el vacío de su ser.Olegario logró salir de su desvarío con lentitud. Hacía contactos pasajeros con la realidad, pero el entumecimiento del cuerpo y los punzantes dolores que le acompañarían para siempre no le dejaban en paz. Casi siempre hablaba incoherencias y el con-tacto con el mundo exterior se le hacía denso, incomprensible. Su familia le resultaba ajena, y de la misma manera se sentían ellos hacia él, tan enorme era la distancia que habían interpues-to entre todos, y eso hacía más difícil el acople a las nuevas circunstancias. Los asuntos de forma eran lo único que mante-nía ocupados a los que le rodeaban. Grandes debates se hacían sobre la sucesión de su fortuna en caso de que muriera y en la medida en que esa posibilidad se hacía más distante ya el asun-to que predominaba era quién heredaría su patrimonio político si ya no pudiera ejercer su poder y cómo harían sus secuaces para conservar sus prerrogativas, cómo sería la nueva escala jerárquica del partido y de qué manera se las arreglarían todos para tener una buena tajada de la situación que se presentara, fuera cual fuera. Nadie en ningún momento consideró necesario proceder en algún sentido en función de la persona de Olegario. Y eso hacía que él permaneciera más aislado mientras duró el adormecimiento.

Olegario volvió en sí y empezó una larga etapa de renacimien-to. Verse inhabilitado para actos tan elementales como comer y defecar era algo sombrío, pero la sensación de impotencia se amainaba con una circunstancia en superficie desfavorable y

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era que los de su círculo más íntimo no se sentían nada inclina-dos a atenderle personalmente por lo que contrataban personas que estuvieran de modo permanente a su cuidado. Así se evitaba al menos tener que refrenar su orgullo frente a las personas que le rodeaban de ordinario.En todos estos días Gallón Pinedo recordaba lo que le había su-cedido con la Parca sin referírselo a nadie. Tampoco tenía nadie en quien confiar por lo que su discreción necesitó de muy poco esfuerzo. Cuando se repuso del golpe para volver a las lidias patrióticas que le obsesionaban, siempre tenía en mente su en-cuentro con los hados y se sentía perturbado por lo que podía significar. No era que se sintiera apesadumbrado o que sufriera por ver mal empleada su vida, Gallón bajo ninguna circunstan-cia hubiera llegado a semejante conclusión. Lo que sentía era un pánico interior paralizante.En principio nadie se atrevió a hacerlo a un lado y todos corrie-ron a obedecerle por puro miedo. Pero a medida que pasaban las semanas y persistía su actitud titubeante, los enemigos le fueron perdiendo el respeto y le daban sacudidas cada vez más fuer-tes que a él parecían importarle un bledo. El grupo entonces se desperdigó, cada quien quiso hacerse cargo de su parcela elec-toral, recompusieron en un turbulento común acuerdo las filas y sobrevino un cataclismo en las elecciones generales. “Divide et impera” había advertido siempre en su interior el patriarca y el apotegma se cumplió en contra suya. El tiempo para unas nuevas elecciones era largo, y todos lo sintieron más dilatado por la ausencia de poder. Eso les dio pie para reflexionar que así fuera una figura ceremonial, Gallón Pinedo debería estar de nuevo al frente de todo. Él asumió el papel de dirigente de facto de una bancada diezmada por la derrota con un desinterés que

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para todos era un proceder inconcebible en él y que interpreta-ron, como legos que eran en el tema humano, como una conse-cuencia de un golpe mal dado en la cabeza durante el accidente.A medida que pasaban los meses la apatía inicial de Olegario iba dando pie a una reflexión sobre los hechos. Aunque el miedo interior de haber visto a la Muerte frente a frente había sido vívi-do y tan aflictivo como para mantenerlo medroso tanto tiempo, su fortaleza interior le hacía ver el episodio como un delirio y la idea de que eso jamás había ocurrido en realidad fue apode-rándose de él de manera incendiaria. Al principio, sintiéndose liberado de su miedo, se limitó a observar a los de su entor-no. Primero le pareció una mascarada ese juego perverso de la política en el que había estado lidiando durante tanto tiempo, pero también se sentía algo humillado en el papel de pusilá-nime. Cuando trató de hacer repulsa para hacer un papel más decoroso como cabeza de su equipo notó que las medias tintas no le serían de ninguna utilidad para ejercer su mando y esa chocante situación le revivió el espíritu sagaz y enérgico que lo caracterizaba. Fueron tantos los arrestos con los que se reavivó que en poco tiempo había hecho una purga prodigiosa entre su gente. Muchos de los que habían sido sus más fieles aliados ha-bían mostrado el cobre en su decaimiento y pagaron el precio por ello; los más prudentes durante la desgracia tomaron por la vicisitud un papel predominante y los más taimados se quedaron en su sitio. Luego de eso empezó a hacer alianzas en la asam-blea legisladora, creó bloques en contra de los que le habían derrotado haciéndole oposición y recuperó bastante del terreno perdido. Acto seguido retomó su trabajo de filigrana para acre-centar su poder hasta que esa episódica figura protocolaria que fue, terminara siendo olvidada por todos.

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Las cosas habían vuelto por su cauce y poco después la opor-tunidad de una suculenta componenda se le vino encima sola. En una importante entidad pública de nivel nacional, CORPO-NAL, que estaba todavía bajo el dominio de su gente, había un gigantesco proceso judicial en que se le pedía al Estado una indemnización por incumplimiento cuyo monto hacía poner los pelos de punta hasta al menos interesado en el tema. La codi-cia le avivó el fuego a Olegario, pero él era un tipo contenido cuando las cosas se ponían muy a pedir de boca y nunca se conformaba con migajas. Cauto y sabedor de las aguas en que nadaba permaneció hermético hasta que el asunto reventó solo: Le llegó una deslumbrante invitación a una cena al mejor res-taurante, en el más costoso hotel del país, ubicado en una her-mosa ciudad costera a la que llegó en un avión privado fletado por su anfitrión, que era, como puede suponerse, la multinacio-nal demandante.El agradable cuarteto que estaba reunido para decidir el futuro de esta apetecible porción del erario de los contribuyentes es-taba conformado, además del Dr. Olegario Gallón Pinedo, por dos altos ejecutivos de la multinacional, ambos foráneos, uno a cargo de los países de la región y otro encargado de éste en particular. Como acompañante, los sátrapas habían invitado a un compañero de clase dirigente y viejo asociado de Gallón en varios asuntos. El sujeto había trabajado en un cargo bastan-te digno de la corporación durante su juventud y ahora estaba dedicado a sus negocios particulares, lo cual no obstaba para que, como viejo amigo de la firma y del parlamentario, oficiara

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como especie de conciliador amigable entre la partes por una cantidad nada despreciable, pero, en justicia, modesta.En fin, durante la deliciosa cena se trataron los temas más tri-viales del mundo y nadie hubiera osado estropear los deliciosos platos y el exclusivo vino hablando de negocios. A veces ocurría que mientras jugaba al golf con sus 14 palos o cuando servían la mesa con diecisiete piezas, Olegario se ponía a recordar su pa-sado humilde de tardes de sábado en que jugaba fútbol la tarde entera para luego pasarla entre cervezas y amigos en la esquina del barrio. Pensar en semejante ascenso le enorgullecía por so-bre todo, aunque en el fondo no podía dejar de sentir un pedacito huero dentro de sí.Una vez terminada la cena, todos subieron a un espléndido bar giratorio que se ponía por encima del sector más elegante de la ciudad, en un extremo de la tierra firme, de tal manera que la mayoría de la maravillosa panorámica era el mar nocturno y las luces de unos cuantos buques a cierta distancia que le daban un aspecto encantador a la noche, hasta para el observador más in-dolente o el alma más mezquina. Allí, entre deliciosas bebidas, empezó el tira y afloja con la demanda. Gallón Pinedo replicó a los primeros lances anteponiendo que él era un servidor público dedicado y que no podía permitir que por ningún motivo el era-rio de la nación saliera mal librado con la reclamación y como líder nacional estaba en la lamentable obligación de decirles que él haría todo lo que estuviera de su parte para proteger a su país. Todos los circunstantes se tragaron la balada con resignación pues sabían bien que así era él y que había que aguantarle su estilo mercenario y ladino. Olegario empezó entonces a dar los nombres de los eminentes abogados que pensaban contratar en CORPONAL para defenderse de la demanda, y entonces ahí sí

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el asunto les pareció muy en serio a los ejecutivos de la con-traparte que, aunque hablaban apenas pasable el idioma y no conocían del todo las leyes, sí estaban muy bien informados por sus estafetas que el caso demandado era difícil y embrollado y que si un buen abogado se les plantaba al frente las cosas se iban a poner feas, e incluso de ganar tendrían un proceso tan largo y difícil que no valdría la pena. Gallón tomó un trago de su ver-mut, mientras atisbaba con sorna y disimulo los asustados ojos de sus interlocutores.La situación se había vuelto embarazosa y los manager que traían entre manos el asunto se dieron cuenta que Olegario Ga-llón ya había calculado sacar del negocio una tajada más grande de los que ellos iban a ofrecer. Pidieron entonces permiso para ir al baño y, una vez allí, llamaron desde su móvil a un teléfono sa-telital que estaba reservado para asuntos egregios. Hablaron en legua extraña con el Todopoderoso de su compañía quien aceptó de mala gana una cifra echando maldiciones contra ese cochi-no país donde concertar las cosas estaba resultando tan caro y mascullando la idea de sacar sus agencias de allí lo que era una amenaza velada al ostentoso puesto de trabajo de estos dos re-gidores coloniales. Luego de la llamada y mientras tenían sus héticos miembros disparando al orinal, los patricios definían los términos del negocio propuesto antes de salir otra vez a escena, buscando ante todo que no hubiera que llegar a la cifra máxima permitida para evitar conflictos dolorosos con su eximio jefe.Mientras todo esto ocurría en el señorial retrete, Olegario en la mesa se sinceraba a medias con su camarada, explicándole sin que aquél se lo pidiera que su resistencia a colaborar no era para menos, al fin de cuentas el asunto era arriesgado, políticamen-te costoso y al parecer muy vigilado. Aclaró que, en caso de

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decidirse a colaborarles, tendría que hacerles aportes a muchas personas, y mencionó a algunos magnificando su importancia.Volvieron los comensales ausentes y se desencadenó la contien-da otra vez, ya en términos más claros. Los empresarios dieron a entender un porcentaje que estarían dispuestos a invertir en Olegario para el bien de la patria explicándoles a los circuns-tantes lo difícil que era ganar la demanda para CORPONAL Distribuyeron unos informes elaborados por sus abogados don-de la evidencia de incumplimiento por parte de Estado figuraba ampliada, sin duda con la intención de que los dos nacionales la filtraran a la prensa para que los periodistas dieran el caso de forma inadvertida como perdido.Después de un apasionante tira y afloje las partes concertaron una cifra bastante menor a la autorizada en aquella conspicua llamada pero, como plus, los empresarios se comprometieron en el nombramiento del hijo mayor de Gallón Pinedo, recién graduado de la universidad, en un cargo notorio de la multina-cional. Así empezaba la carrera de quien figuraría en las páginas sociales de los periódicos provinciales como un joven y pro-metedor ejecutivo, sin mencionar su sublime parentesco para sorprender a la incauta opinión pública con lo que parecería ser la meteórica carrera de un muchacho muy talentoso.Una vez todos estuvieron de acuerdo en los términos conveni-dos, Olegario argumentó, para distensión de los tres comensales, que siendo así las cosas, era mejor no poner a sus funcionarios a dar una lucha inútil, que lo mejor para los interesados era que el juez resolviera pronto la situación y que él pondría todo de su parte para que todo resultara de la mejor manera para el bien de la Patria. Brindaron, volvieron a los temas fútiles por algo más de una hora y luego cada cual marchó a su habitación.

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Olegario llegó a su cuarto, tomó un sedante que obraba en me-dia hora, pues hacía años ya que el sueño no le llegaba de ma-nera natural, y asió la Biblia para leer unos fragmentos antes de aletargarse. Contra lo que pudiera pensarse esa religiosidad no le venía desde cuando había visto a la muerte, sino desde cuan-do los pecados carnales se le habían vuelto difíciles de cumplir: Entonces le llegó la hora del arrepentimiento y desencadena-ría su mojigatería en una sexofobia encarnizada bajo una rígida doctrina que veía al sexo por placer como una imperdonable perversión, a la homosexualidad como aberración ilegítima y a ambas conductas, más que como pecados, como crímenes con-tra la humanidad, como si el buen sexo fuera contagioso. Por cierto que no había en esta escala de valores lugar para censurar la ambición desmedida (eso se llama “liberalismo económico”), la envidia, la vileza, la adulación, la intriga (“comunicación”), el nepotismo (“amor filial”), la simonía, la plutocracia (“cordial amistad”). No preocupaba demasiado a esta secta la pobreza, la marginación, el olvido. No, lo terrible era el sexo. Por supuesto que esta perspectiva exasperaba a sus jóvenes hijos y a los gru-pos liberales del país que veían en él al legislador más retrogra-do y aborrecible.Pero había más de este santo varón: Dentro de unos años, una vez consolidada su fortuna, agotada su carrera y llegado el tiem-po del retiro, Olegario Gallón Pinedo pensaba dar otro paso a la beatitud y la Vida Eterna abandonando la codicia y dedicándose a ser el más consagrado y caritativo mariano de toda la Obra de Dios. Después, claro.

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De llegada a la capital, Olegario Gallón se dedicaría a tejer la red para ganarse la comisión pactada. Como muestra de bue-na voluntad hizo nombrar como defensor del Estado en el caso CORPONAL al más pánfilo abogado de entre sus condiscípu-los, asegurándose de antemano que estuviera dispuesto a cola-borar con su fracaso en el proceso por una comisión más bien exigua. A cambio de pasar por alto de manera indolente que el Estado perdiera la demanda, Gallón Pinedo y su gente empeza-ron a recibir los dispendios de manera tan puntual como lo había acordado frente al mar. En una lejana y lujosa oficina celebraban mientras tanto el paso favorable de los eventos y prometían más inversión y más negocios en ese maravilloso país.Ya la energía de Olegario Gallón estaba entonces bien dispuesta para dedicarse a un nuevo asunto, esta vez relacionado con uno de sus más lucrativos negocios de las últimas épocas. Resulta que conociendo su poder e influencia un pool internacional de inversionistas de capital de corto plazo lo invitaron a él, junto a otros altos dignatarios del país, a asociarse a sus negocios. Dado que siempre hay sujetos de mala fe interesados en sabotear la libre empresa y el carácter emprendedor de su gente, un parla-mentario opositor había puesto a consideración de la Comisión de Asuntos Económicos del Parlamento un proyecto de Ley destinado a regular los capitales golondrina, como hace años se venía haciendo en los países ricos donde son tan cuidadosos de no dejar empobrecer a sus gentes, que no se dejan engañar tan fácil a la hora de defender sus bolsillos.El asunto se venía esperando hacía rato y ya el Olegario con sus socios había adelantado algunas gestiones ante los miembros de esta comisión para que tal cosa no fuera a suceder. Pero la cues-tión requería prisa y resolución: Si este proyecto no era hundido

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a las primeras, la oposición tendría oportunidad de impactar a los medios con el trasfondo de la medida, y ahí sí ni siquiera la amistad que lo unía con los jefes de los periodistas sería capaz de atajar la bola de nieve.Ya hacía días los interesados habían acordado trabajar en tres frentes: convencer por cualquier medio a los miembros de la comisión que hundieran el proyecto sin dar lugar a su análisis, minimizar la resonancia del proyecto o si se daba el caso des-prestigiarlo buscando errores de forma, fondo o procedimiento (en lo cual había un grupo de abogados muy lúcidos asesorando a las varias sociedades interesadas) y atacar a sus impulsores con todas las armas legítimas o no para distraer su atención del asunto. Estaba Olegario en esas gestiones cuando camino al ca-pitolio contestó una breve entrevista a una periodista de poca monta a quien dio esquinazo enseguida del modo más elegan-te y saludó con la efusividad de siempre a algunos colegas a quienes, ser socios, amigos y compinches no les obstaba para odiarse a muerte.Al entrar al recinto a tomar asiento, Olegario vio contrariado que su curul estaba ocupada. Claro que no le pareció de buen gusto la bufonada y fue a poner las cosas en orden. Como tenía pres-bicia y miopía, Gallón Pinedo ni de lejos ni de cerca veía bien, así que se arrimó al puesto y ya muy próximo vio con conster-nación que la que estaba allí sentada era la Parca, mirándolo con desprecio, pero con total severidad. El hombre se propuso ir a su encuentro, objetar algo al engendro, suplicar, pero ella le apuntó con el dedo y algo insustancial cayó sobre él. Olegario se plantó impávido entonces, no se amilanó siquiera. Había descubierto, mirándola a los ojos fijamente, que si la enfrentaba otra vez ella perdería todo su poder, y se quedó de pie, desafiante, mientras

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ella le invitaba a acompañarla, ya cavilosa, desandando los pa-sos, mientras nuestro héroe permaneció impasible y se limitó a mostrar a su rival, alzando la mano en gesto mesiánico, que toda la humanidad estaba a su disposición, menos él, invencible, poderoso, sereno, fuerte. Gallón se acercó entonces a su puesto ya vacío y se sentó mostrando una indefinible sonrisa de triunfo total, ante la mirada sorprendida de quienes le habían visto le-vantar la mano como un prócer mientras miraba al vacío.Las notas necrológicas que habían preparado desde meses atrás los medios para dar la noticia del trágico fallecimiento del gran estadista, siguieron empolvándose. Allí se hacían, por supuesto, grandes encomios de este hombre que dedicó su vida al prove-cho de su patria, siempre al servicio de los más necesitados.

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‘El condenado” editado por la Fun-dación Arte & Ciencia se terminó de diseñar para su aplicación como libro electrónico en febrero de 2011

en Medellín, Colombia

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