El Caso Simon y La Supremacia Constitucional

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EL CASO SIMON Y LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONALPor Gregorio Badeni

(Del Suplemento de Jurisprudencia Penal de LA LEY, dirigido por los Dres. Lino Palacio

y Miguel Ángel Almeyra)

I

La sentencia dictada por la Corte Suprema de Justicia en el caso “Simón”, unida a los fundamentos expuestos por los votos de la mayoría en los casos “Arancibia Clavel”, “Espósito” y “Lariz de Iriondo”, genera una serie de interrogantes. ¿Cuál es el ordenamiento jurídico vigente en la Argentina?; ¿la Constitución federal está subordinada a los tratados internacionales sobre derechos humanos, a la Convención de Viena, a los principios del derecho internacional y la costumbre internacional?; ¿cuáles son los delitos de lesa humanidad y cuál es su tipificación legal?; ¿es aplicable el principio constitucional de legalidad respecto de tales delitos?; ¿subsiste el principio de la irretroactividad de la ley penal y de ultractividad de aquella que es más benigna?; ¿son susceptibles de ser desconocidos los derechos adquiridos en materia penal?; ¿la garantía legal de la prescripción, puede ser dejada sin efecto retroactivamente?; ¿la garantía del juez natural y de la defensa en juicio pueden ser desconocidas?; ¿el principio de cosa juzgada en materia penal, puede ceder por la aplicación retroactiva de una norma jurídica?; ¿la Corte Suprema de Justicia dejó de ser el tribunal supremo de la Nación?; ¿las garantías constitucionales del art. 18 de la Ley Fundamental son relativas pudiendo ceder frente a las normas resultantes del derecho y la costumbre internacional?; ¿la doctrina expuesta por la Corte Suprema de Justicia, en los casos ya citados, está convalidando una interpretación inconstitucional de esa Ley Fundamental y de las reformas introducidas en 1994?

Son cuestiones sumamente delicadas en función de la idea personalista que emana de la Constitución y que pueden ser proyectadas a otras áreas del derecho positivo, además del derecho penal. Su consideración en detalle, supera ampliamente el objeto de este ensayo, aunque no la formulación de ciertas consideraciones generales.

Como punto de inicio, cabe atender a las razones que motivaron la sanción de la ley 24.309 declarando la necesidad de la reforma constitucional, y a los fundamentos expuestos en la Convención Reformadora de 1994 sobre los tratados internacionales, en general, y los tratados internacionales sobre derechos humanos en particular.

II

En el llamado Pacto de Olivos del 14 de noviembre de 1993, concertado entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín obrando en representación de los partidos Justicialista y Unión Cívica Radical, se destacó la coincidencia “en impulsar un proyecto de reforma constitucional sin introducir modificación alguna a las declaraciones, derechos y garantías de la primera parte de la Constitución Nacional”.

En las cuatro cláusulas que componen ese Pacto, se describieron los contenidos de esa eventual reforma, incluyendo “la integración latinoamericana y continental”. No hay referencia alguna a las cuestiones que motivan los interrogantes expuestos.

El 13 de diciembre de 1993, aquellas personalidades celebraron los “Acuerdos para la Reforma Constitucional”. Tras ratificar los objetivos del “Pacto de Olivos”, renovaron “la intención de ambas fuerzas políticas de impulsar una reforma parcial de la Constitución Nacional que, sin introducir modificación alguna en las declaraciones, derechos y garantías de su primera parte, permita alcanzar los objetivos de modernización institucional” expuestos en la concertación del 14 de noviembre. En su capítulo I incluía el núcleo de coincidencias básicas, destacando que, si ellas no eran incluidas en su totalidad en el texto constitucional, ello importaba el rechazo de todas las reformas propuestas y la consecuente subsistencia de la normativa constitucional vigente (cap. III-A).

Entre los temas habilitados al margen del núcleo de coincidencias básicas, se enunció “institutos para la integración y jerarquía de los tratados internacionales” por incisos nuevos que debían ser incorporados al entonces art. 67 de la Ley Fundamental1 que regula las potestades del Congreso (cap. II-I).

En el cap. III-C se estableció que “La declaración de necesidad de la reforma establecerá la nulidad absoluta de todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de los términos del presente acuerdo”.

Como se advierte, tampoco hay referencia alguna a las cuestiones objeto de aquellos interrogantes.

Mediante la ley Nº 24.309, publicada el 31 de diciembre de 1993, el Congreso ejerció la función preconstituyente que regula el art. 30 de la Ley Fundamental. Los legisladores que avalaron su sanción, se ajustaron fielmente a las instrucciones impartidas por los ex presidentes Carlos Menem y Raúl Alfonsín.

Se reprodujo y amplió el núcleo de coincidencias básicas (art. 2-A), reiterando que ellos debían ser votados afirmativamente en su totalidad ya que, caso contrario, se tendrían por rechazadas las reformas propuestas,

1 Actual art. 75.

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incluyendo las que estaban fuera del núcleo de coincidencias básicas, y que subsistiría el texto constitucional vigente (art. 5º).

En principio, la cláusula cerrojo del art. 5º era inconstitucional porque el Congreso, al ejercer su facultad preconstituyente, se atribuyó una función constituyente propia de la Convención Reformadora sobre el contenido que debía tener la eventual reforma constitucional. La actuación de una Convención Reformadora se debe ceñir al articulado de la Constitución cuya modificación fue declarada necesaria por el Congreso, pero en modo alguno al contenido que el Congreso pretende atribuir a la reforma. Tal vicio fue subsanado por la Convención al incorporar, a su reglamento interno el texto legal. Por ende, no fue una imposición del Congreso sino una “sugerencia” aceptada por la Convención en ejercicio de sus potestades exclusivas2.

Al margen del núcleo de coincidencias básicas, el art. 3º de la ley habilitó a la Convención para, mediante la incorporación de nuevos incisos al art. 67 de la Constitución, se procediera a implementar institutos “para la integración y jerarquía de los tratados internacionales” (art. 3-I).

Asimismo, la ley dispuso que “serán nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en los arts. 2º y 3º de la presente ley de declaración” (art. 6º), y que la “Convención Constituyente no podrá introducir modificación alguna a las declaraciones, derechos y garantías contenidos en el capítulo único de la primera parte de la Constitución Nacional” (art. 7º).

Conforme a la ley 24.309 que declaró la necesidad de la reforma constitucional, ejerciendo el Congreso su función preconstituyente en el marco del art. 30 de la Ley Fundamental, la Convención quedó únicamente habilitada para otorgar nuevas potestades al órgano legislativo destinadas a regular “la integración y jerarquía de los tratados internacionales”. Pero, claro está, respetando la absoluta intangibilidad de los arts. 1 a 35 de la Constitución y teniendo en cuenta que la interpretación de una ley declarativa de reforma es esencialmente restrictiva.

A esta primera aproximación, y como corolario, resulta la prohibición impuesta de manera expresa por la ley para introducir alguna modificación, alteración o agregado que cambiara el texto, el significado y consecuente interpretación de los arts. 1º, 18, 24, 27, 28, 30, 31 y 33 de la Ley Fundamental, entre otros. Esa prohibición también alcanzó a su Preámbulo y al art. 108 que no fueron incluidos en la ley 24.309.

Conforme al resultado del ejercicio de la función preconstituyente, la Convención reformadora no estaba habilitada, a título de ejemplo, para permitir que alguien pudiera ser penado sin juicio previo; o que el juzgamiento de un hecho se base sobre la tipificación delictiva asignada por una ley posterior a su producción; o que se desconozca el derecho de defensa en juicio; o que la ley penal sea retroactiva; o que los delitos puedan ser tipificados por normas que no sean leyes; o que una persona puede ser obligada a hacer lo que no manda la ley o privada de lo que ella no prohíbe; que los principios, garantías y derechos reconocidos por la Constitución no pueden ser alterados por las normas reglamentarias; que los tratados internacionales puedan celebrarse al margen de los principios de derecho público establecidos en la Constitución; que la Constitución se puede reformar por un procedimiento diferente al impuesto por su art. 30; que se puedan incorporar derechos o garantías prescindiendo del principio de soberanía y de la forma republicana de gobierno; que la Constitución no es la ley fundamental o que está equiparada a otras normas dictadas al margen del mecanismo de su art. 30; o que la Corte Suprema de Justicia no es el máximo tribunal Judicial; o que los tratados puedan desconocer la supremacía constitucional.

Al ser dispuesta la intangibilidad de los arts 27, 30 y 31 de la Ley Fundamental, la referencia legal sobre “la integración y jerarquía de los tratados internacionales”, solamente permitía establecer la relación jerárquica entre los tratados internacionales y las leyes, pero no con la Constitución. Asimismo, al limitarse la relación con los tratados internacionales, quedaba excluida toda consideración de los principios del derecho internacional y de la costumbre internacional, a menos que ellos fueran receptados por una ley ordinaria o por una ley aprobatoria de un tratado internacional que hiciera referencia a tales normas, aunque sin poder subordinar la Constitución a ellos.

III

Estos principios fueron avalados en el curso de los debates suscitados en la Convención Reformadora de 19943.

El despacho de la mayoría, correspondiente al actual art. 75, inc. 22, de la Constitución, establecía que los tratados internacionales aprobados por el Congreso tenían jerarquía superior a las leyes. Se determinaba el orden jerárquico que la Convención estaba habilitada para fijar. Luego se añadían los tratados internacionales sobre derechos humanos que registra el texto vigente y se añadía “en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías reconocidos por esta Constitución”. No figuraba la referencia a que “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución”4.

2 Fallos C.S. 317:711, caso “Romero Feris”.3 “Obra de la Convención Nacional Constituyente 1994”, Centro de Estudios Constitucionales y Políticos del Ministerio de Justicia de la Nación, Bs. As. 1995.4 Ob. cit., T. V., pág. 5177.

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Los miembros informantes del despacho de mayoría fueron Juan Pablo Cafiero y Rodolfo Barra. El primero destacó que se le otorgaba jerarquía supralegal a los tratados internacionales y que se aceptaba la competencia de las instancias internacionales de control establecidas en los tratados sobre derechos humanos “y la jurisdicción de los tribunales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, mención, esta última, que colisionaba con el art. 108 de la Constitución. Añadió que, si bien un sector de la doctrina era partidario de imponer la supremacía del derecho internacional sobre la Constitución, la propuesta del dictamen de mayoría no aceptaba ese criterio propiciando la supremacía de los tratados “en los que Argentina sea o se haga parte”, sin aclarar si esa supremacía se concretaba sólo ante las leyes o si también se extendía a la Ley Fundamental, solución esta última inviable a la luz del art. 27 de la Constitución5.

Barra, tras destacar que todos los tratados tienen jerarquía supralegal pero infraconstitucional, sostuvo que algunos de ellos son elevados “al rango constitucional”. Añadió que, al tener “jerarquía constitucional”, están en “pie de igualdad con la Constitución Nacional”, pero que no la integran estrictamente, sino que la complementan. Que no se niega el carácter supremo de la Constitución porque los tratados no son normas de la Constitución ni se incorporan a ella6.

Con respecto a la cláusula “en las condiciones de su vigencia”, ella significa que los tratados se incorporan al derecho argentino “con las reservas y declaraciones interpretativas si las hubiese. Estas reservas y declaraciones interpretativas integran el tratado, a los efectos, tanto del derecho interno como del compromiso internacional que nuestro país asume”. “En las condiciones de su vigencia” no significa en las condiciones en que fue redactado el tratado, sino “sólo en los términos de la ley que los aprueba y sólo en los términos de las reservas y declaraciones interpretativas que se introducen en el momento de realizarse el depósito por parte del Poder Ejecutivo, los tratados tienen validez para nosotros”7.

En cuanto al carácter “complementario” que la Constitución le atribuye a los tratados, Barra señaló que su inserción obedeció al propósito de aseverar que ellos no pueden modificar los arts. 1 a 35 de la Ley Fundamental porque, caso contrario, se estaría vulnerando el art. 7º de la ley 24.309 que “fulmina de nulidad absoluta cualquier modificación que se quiera introducir a la Primera Parte de la Constitución Nacional”. Añadió que, conforme a este principio, los derechos que consagran los tratados no colisionan con los preceptos constitucionales sino que los “complementan, explicitan o perfeccionan”. Si en algún caso concreto se llegara a presentar una contradicción, “no existirá la complementariedad exigida ahora por el constituyente. Por lo tanto, estos derechos no estarán perfeccionados, con lo que no podrán aplicarse”. Si el juez “no puede alcanzar un sentido integrador de las normas en juego habrá de primar aquella que figura en la parte dogmática de nuestra Constitución, en armonía con el mencionado art. 7º de la ley 24.309”.

Citando el art. 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Barra destacaba que las normas de ella no pueden limitar los derechos tal como están enunciados en la Constitución y que, “la palabra complementario tiene mucha importancia, porque en la relación de complementación; lo complementario debe servir a lo complementado, es accesorio a ello”8.

Cafiero compartió ese significado al expresar que “acompañamos con la palabra complementario la idea de una interpretación donde quede claro que la tutela más favorable al derecho a la persona es la interpretación válida”9.

En igual sentido se pronunció el convencional Alberto García Lema: “Tal complementariedad importa que no puede desconocerse, suprimirse o mortificarse un derecho contenido en la Primera Parte de la Constitución, sino que deberá integrárselo, armonizárselo, con los derechos contenidos en los tratados internacionales” otorgando, carácter explícito, a los derechos implícitos del art. 33 de la Ley Fundamental10.

Para disipar toda duda, los convencionales Cafiero y García Lema propusieron agregar, al dictamen de la mayoría, la expresión “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución”. Agregado que fue aprobado por el bloque de la Unión Cívica Radical, a través de Miguel Ortiz Pellegrini: “nos parecen correctas las modificaciones que se han propuesto, porque ya nadie podrá decir que nos hemos extralimitado o que, de alguna manera, hemos usado nuestras atribuciones fuera del estricto marco de la ley que nos trajo aquí, es decir, la 24.309”11.

La supremacía de la Constitución frente a los tratados internacionales de derechos humanos y el derecho internacional fue sostenida por el convencional Barra destacando que la supremacía sobre el derecho interno que impone la Convención de Viena encuentra su límite en el texto de la Constitución12. Otro tanto el convencional Ernesto Maeder al señalar que el contenido de los tratados internacionales debe ser considerado “como parte de los derechos y garantías no enumerados, previstos en el art. 33, siempre que no afecten otros ya consagrados y en concordancia con lo establecido en el art. 27”, sin perjuicio de algunas críticas puntuales al

5 Ob. cit., T. V., pág. 5180.6 Ob. cit., T. V., pág. 5184 y 5193.7 Ob. cit., T. V., pág. 5184 y 5325.8 Ob.cit., T. V. pág.5184, 5185 y 5193.9 Ob.cit., T. V, pág. 5197.10 Ob. cit. T. V, pág. 5290.11 Ob. cit. T. V, pág. 5302 y 5303.12 Ob.cit., T. V, pág. 5193.

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texto proyectado13.

En similar línea de pensamiento, el convencional Humberto Quiroga Lavié dijo: “lo que hace la nueva norma de la Constitución es afirmar claramente la supremacía de la Constitución por encima de todo el resto del ordenamiento jurídico colocando a las normas de los tratados internacionales sobre derechos humanos por encima del resto del ordenamiento jurídico, es decir, de los tratados que no son de derechos humanos y del resto del ordenamiento jurídico, respetando el art. 30 de la declaración de necesidad de la reforma, que habilita precisamente este tema. Se está salvaguardando de esta manera la supremacía de la Constitución Nacional en relación con el resto del ordenamiento y se está respetando el art. 27 también, que obliga al Congreso de la Nación a ratificar los tratados respetando los principios de derecho público de la Constitución”14.

Como algunos convencionales habían interpretado de manera crítica que la reforma propiciaba otorgar a los tratados internacionales un rango supraconstitucional, María Martino de Rubeo declaró: “Pienso que en ningún momento el texto alude a ello, sino que marca claramente dos niveles. Un primer nivel es el de supralegal, donde creo que radica la confusión del señor convencional Vásquez, porque no es supraconstitucional, y es a lo que se refería el convencional Quiroga Lavié hace unos instantes. O sea que está por encima de las leyes, pero no superior a la Constitución. En esa medida consagramos esta jerarquía constitucional superior a las leyes en los tratados y también en los concordatos”15.

Por su parte, el convencional Horacio Rosatti, aclaró que “con la reforma que ahora se propone tenemos muy clara cual es la ubicación constitucional de los tratados internacionales. Sabemos que están por sobre la ley y, más aún, sabemos que en las condiciones de su vigencia los tratados sobre derechos humanos -cuya prolija descripción se realiza en la cláusula propuesta- tienen jerarquía constitucional y sólo podrán ser denunciados en su caso por el Poder Ejecutivo Nacional, previa aprobación de las dos terceras partes del total de los miembros de cada cámara”16. Procedimiento que difiere del contemplado por el art. 30 para la reforma constitucional porque, precisamente, los tratados no forman parte de la Constitución sino que la complementan reglamentando su contenido con una intensidad mayor a la que puede provenir de las leyes que sanciona el Congreso.

Resulta importante destacar que la Convención no aprobó una propuesta formulada por la convencional María Lucero consistente en incorporar, al texto del art. 75, inc. 22, de la Constitución y a continuación de su párrafo segundo, lo siguiente: “En relación a los tratados internacionales de derechos humanos, los delitos de lesa humanidad no podrán ser objeto de indulto, conmutación de penas ni amnistía. Las acciones a su respecto, serán imprescriptibles”17.

Los debates concretados en el seno de la Convención Reformadora de 1994, y en particular los fundamentos expuestos para aprobar el despacho de la mayoría, son elementos fundamentales que nos permiten aproximarnos a la interpretación auténtica que corresponde asignar al art. 75, inc. 22, de la Constitución18. En numerosas oportunidades, la Corte Suprema de Justicia estableció que las opiniones expuestas por los miembros informantes en los órganos legislativos -o constituyentes- durante la consideración de los proyectos normativos, son fuentes auténticas de interpretación para precisar su significado y alcance, correspondiendo dar pleno efecto a la intención del legislador que emana de la letra o espíritu de la norma19. A ello se agrega, en nuestro caso concreto, el marco establecido por la ley 24.309 para el funcionamiento de la Convención que condiciona la validez de sus decisiones. Especialmente, sus arts. 6º y 7º. El primero prescribe la nulidad absoluta de todas las modificaciones que realice la Convención apartándose de las competencias establecidas en la ley, y el segundo que la Convención no puede introducir modificaciones en los arts. 1 a 35 de la Constitución, ya sea de manera directa o elíptica.

Sistematizando las opiniones expuestas en la Convención, y ajustándolas a los límites dispuestos por la ley 24.309, arribamos a las conclusiones siguientes:

1) Los tratados internacionales sobre derechos humanos, a igual que cualquier otro tratado, tienen jerarquía superior a las leyes. Esta decisión no altera al art. 31 de la Constitución, porque el derecho federal prosigue teniendo preeminencia sobre el derecho provincial.

2) Los tratados internacionales sobre derechos humanos no integran la Constitución sino que la complementan y que, lo complementario, es accesorio de lo complementado. Ellos pueden incluir nuevos derechos y garantías en la medida que emanan del art. 33 de la Constitución y siempre que no alteren los derechos y garantías expresamente enunciados en la Ley Fundamental reduciendo su magnitud y efectos. Esto es así porque, caso contrario se estará violando el art. 7º de la ley 24.309 y la supremacía de la Constitución.

3) Como no se modificó, ni se podía modificar, el art. 27 de la Constitución, la validez de todos los tratados internacionales y condición para quedar incorporados al derecho interno, está supeditada a su adecuación a la Ley Fundamental.

13 Ob.cit., T. V, pág.5223.14 Ob.cit., T. V, pág. 5245.15 Ob.cit., T. V, pág. 5246.16 Ob.cit., T. V, pág. 5282.17 Ob.cit., T. V, pág. 5234.18 Segundo V. Linares Quintana, “Tratado de Interpretación Constitucional”, pág. 147, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1998.19 Fallos C.S. 111:330 y 388; 114:28 y 298; 115:174; 150:151; 210:540.

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4) Los tratados internacionales, cualquiera sea su categoría, tienen carácter supralegal e infraconstitu-cional.

5) Los tratados internacionales rigen en las condiciones de su vigencia. Esas condiciones son las establecidas por las leyes del Congreso que disponen su aprobación, y se expresan en las reservas y declaraciones interpretativas, así como también en su concordancia con el art. 27 de la Ley Fundamental. Estas limitaciones se aplican a los tratados internacionales sobre derechos humanos porque, precisamente, la referencia a las condiciones de su vigencia alude explícitamente a ellas”.

6) La jerarquía constitucional atribuida a los tratados internacionales sobre derechos humanos significa que son, en principio, normas operativas que reglamentan los derechos y garantías constitucionales y que deben ser aplicados siempre que, tales derechos y garantías, no disfruten de una tutela superior proveniente del derecho interno.

7) Los tratados internacionales sobre derechos humanos no pueden desconocer los derechos y garantías expuestos en la primera parte de la Constitución (conf. art. 7º ley 24.309), ni asignarles una protección inferior a la resultante de las leyes reglamentarias que sanciona el Congreso, con total prescindencia de las personas beneficiadas, en salvaguarda del principio de igualdad (art. 16 C.N.).

8) Es inadmisible que los llamados delitos de lesa humanidad no puedan ser objeto de indultos, conmutaciones de penas o amnistías. Son potestades intransferibles que la Constitución le otorga al órgano ejecutivo y al Congreso, y cuya prohibición por un tratado internacional estará vulnerando el art. 27 de la Ley Fundamental (art. 7º ley 24.309). Solamente, por imperio del art. 36 de la Constitución, es inviable el indulto y la conmutación de penas cuando se trata de delitos, concretados en actos de fuerza, contra el orden institucional y el sistema democrático interrumpiendo la plena vigencia de la Ley Fundamental. En cuanto a la imprescriptibilidad de la acción penal correspondiente a tales delitos, impuesta por un tratado internacional, sería admisible siempre que no tenga efectos retroactivos. Sin embargo, siendo la prescripción una garantía, la supresión de ella debería ser impuesta por una ley del Congreso (art. 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos), a menos que se entienda que la ley aprobatoria del tratado importa, implícitamente, la derogación de la ley anterior que la consagró en el orden interno. Sobre el particular, recordemos que la Convención Reformadora desestimó la propuesta de incluir, en el art. 75, inc. 22, la cláusula que decía: “En relación a los tratados internacionales de derechos humanos, los delitos de lesa humanidad no podrán ser objeto de indulto, conmutación de penas ni amnistía. Las acciones a su respecto, serán imprescriptibles”.

9) Los tratados internacionales sobre derechos humanos no pueden desconocer o limitar las garantías del art. 18 de la Constitución (art. 7º ley 24.309). Tampoco es viable, por aplicación del art. 108 de la Constitución, que las sentencias de la Corte Suprema de Justicia puedan ser revisadas por otro tribunal (conf. art. 27 CN y art 7º ley 24.309).

10) La Convención Reformadora de 1994 no aceptó que los principios del derecho internacional y la costumbre internacional tengan vigencia supraconstitucional. Tampoco supralegal a menos que, respetando el principio de legalidad (art. 18 CN), se opere la mutación de ellos por su incorporación a un tratado internacional aprobado por el Congreso.

IV

Con el restablecimiento del orden institucional, aunque no constitucional20 en 1973, fue sancionada la ley de amnistía 20.508. Dispuso la amnistía general respecto de los hechos delictivos ejecutados hasta el 25 de mayo de ese año, respondiendo a móviles políticos, sociales, gremiales y estudiantiles, cualquiera fuera el bien jurídico lesionado y el modo de comisión. La amnistía se extendió, principalmente, a los integrantes de diversas agrupaciones terroristas, cuya actuación fue elogiada por el entonces Presidente de la República, varios de sus ministros incluyendo al actual Procurador General de la Nación y la casi totalidad de los legisladores. Fue, en cierto modo, una ley de autoamnistía aunque nadie cuestionó su validez.

Esa amnistía no obtuvo los resultados esperados. Muchos de los integrantes de aquellos grupos, a los cuales se añadieron nuevos adherentes, prosiguieron desarrollando su actividad terrorista con el objeto de conquistar el poder político al margen de la legalidad. Su acción fue contrarrestada por las Fuerzas Armadas y de seguridad cumpliendo las órdenes impartidas por el órgano ejecutivo que presidieron, sucesivamente, Juan Domingo Perón y Estela Martínez de Perón, y tras el derrocamiento de esta última en 1976, por el régimen de facto que imperó hasta 1983.

Se desencadenó la llamada “guerra sucia”. Más que sucia inhumana por sus características y acciones desplegadas por ambos bandos en el seno de una sociedad esencialmente pacífica. La violencia armada que desataron los grupos terroristas y su represión se tradujo en múltiples y aberrantes violaciones de los derechos humanos perpetrados por ambos bandos de modo sistemático y organizado. Algunas de ellas imprevisibles, incontrolables e incomprensibles para sus protagonistas. Todos sabemos cómo comienza la violencia, o si se quiere, el crimen de la guerra que describiera Juan Bautista Alberdi, pero nunca sabremos cuál será su curso y cómo concluirá. Los ciudadanos no permanecieron ajenos a esa contienda. Muchos de ellos, en forma activa o pasiva, volcaron sus preferencias por alguno de los bandos, lo que acarreó una tenue ruptura en la sociedad,

20 La conformación del nuevo gobierno se basó sobre la inconstitucional reforma de la Ley Fundamental realizada en 1972 por el gobierno de facto con el entusiasta consentimiento de los partidos políticos mayoritarios.

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cuya expansión se evitó con la restauración de la legalidad constitucional en diciembre de 1983 y la sensatez que primó en los sectores de la dirigencia política, que comprendieron la lección resultante de 1973.

Esa sensatez, y la necesidad de restablecer la unidad nacional, determinaron la sanción por el Congreso de las leyes 23.492, el 23 de diciembre de 1986, y 23.521 el 4 de junio de 1987.

La primera, conocida como “ley de punto final”, dispuso la extinción de las acciones penales contra los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad, como también de los miembros de los grupos terroristas, siempre que no hubieran sido citados a prestar declaración indagatoria o no lo fueran dentro de los 60 días de promulgada la ley. Pero, esa extinción, no abarcaba ciertos delitos como la sustitución del estado civil y la sustracción y ocultamiento de menores.

La segunda, “ley de obediencia debida”, complementó a la anterior estableciendo que no eran punibles los delitos cometidos por los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad cumpliendo órdenes de sus superiores, a menos que jerárquicamente tuvieran capacidad legal para generar la cadena de órdenes o participar en su elaboración, y así lo hubieran hecho. La impunibilidad no comprendía los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil, y la apropiación extorsiva de inmuebles.

Al margen de la técnica legislativa imperfecta de estas normas, mediante ellas el Congreso sancionó una real amnistía que, como tal, no podía ser revisada judicialmente en cuanto a las razones políticas que motivaron su emisión21. Así lo entendió la Corte Suprema de Justicia en varios pronunciamientos dictados a partir del caso “Camps”22. En ellos, el juez Enrique Petracchi sostuvo que tales leyes importaban una amnistía encubierta, tesis que como alternativa aceptó el juez Carlos Fayt, destacando que el Congreso, ante el grave conflicto que afrontaba la sociedad, había decidido restaurar la paz social encauzando la voluntad popular en medidas que clausuraran los enfrentamientos, para alcanzar la meta de unión que merecían los ciudadanos.

En modo alguno el Congreso había justificado las conductas alcanzadas por las leyes, sino que se limitó a obviar las consecuencias penales de ellas ejerciendo la facultad que le confiere el art. 75, inc. 20, de la Constitución y en función del interés general.

Tampoco lo hizo la Corte Suprema de Justicia, ciñendo su actuación a la centenaria doctrina judicial en materia de amnistía.

Cuando el Alto Tribunal declaró la constitucionalidad de aquellas leyes, no existía impedimento alguno para ello que pudiera emanar de la Ley Fundamental ni de los tratados internacionales sobre derechos humanos vigentes en el momento de la comisión de los hechos delictivos. Su aplicación había cerrado, definitivamente y con los efectos de la cosa juzgada, los procesos iniciados extinguiendo las acciones y las penas, tal como lo hizo la ley de amnistía 20.508 de 1973. En todos los casos, la aplicación de las normas trajo aparejado un derecho adquirido que no podía ser desconocido por una ley posterior23.

A más de once años de haber sido sancionadas esas normas, en 1998 el Congreso por la ley 24.952 dispuso la derogación de ellas. La validez de la ley es incuestionable porque el Congreso está habilitado para derogar sus propios productos legislativos, pero esa derogación, no tuvo ni podía tener efectos retroactivos vulnerando los derechos adquiridos por quienes fueron beneficiados por ellas. Tal solución está impuesta por el art. 18 de la Constitución que veda asignar carácter retroactivo a las normas jurídicas y, especialmente, en materia penal.

A pesar de que las leyes 23.492 y 23.521 contaban con una partida de defunción, en 2003 el Congreso decidió exhumarlas con la ley 25.779 declarando la nulidad de ambas. Se puede poner fin a la existencia de una ley, pero resulta inadmisible disponer que no existió una ley que tuvo real existencia; que fue sancionada por un gobierno constitucional; que fue aprobada por el Congreso sin que mediara vicio alguno; que fue promulgada por el Poder Ejecutivo; que fue publicada en el Boletín Oficial; que fue aplicada por los jueces; y que, finalmente, fue declarada constitucional por la Corte Suprema de Justicia mediante varias sentencias firmes con autoridad de cosa juzgada. El Congreso puede modificar o derogar sus productos legislativos, pero no declarar la nulidad de ellos a fin de retrotraer las relaciones jurídicas con su secuela de absoluta inseguridad jurídica y desconociendo elementales garantías de la Ley Fundamental.

En este marco, y sin olvidar los antecedentes constitucionales, las normas de la Constitución y los efectos producidos por las sentencias de la Corte Suprema que declararon la validez de las leyes 23.492 y 23.521, mientras tuvieron plena vigencia, se inserta el pronunciamiento dictado por el Alto Tribunal en el caso “Simón”.

V

21 Estas normas, a diferencia de la ley 20.508, no configuraron autoamnistías. Provinieron de un gobierno posterior carente de toda vinculación con el régimen de facto que rigió hasta 1983. Fueron iniciativas emanadas del Presidente de la República y sancionadas por los legisladores elegidos por el pueblo y las provincias.22 La constitucionalidad de las normas fue reiterada en los casos “Jofré” (Fallos C.S. 311:80), “Menéndez” (Fallos C.S. 311:715 y 1095), “Mastinu” (Fallos C.S. 311:728), “Riveros” (Fallos C.S. 311:734, 739 y 742), “Sánchez” (Fallos C.S. 311:743), “Aguero” (Fallos C.S. 311:816), “Barroso” (Fallos C.S. 311:840), “Feced” (Fallos C.S. 311:890), “Jáuregui” (Fallos C.S. 311:896, “Suarez Mason” (Fallos C.S. 311:1042), “Trimarco” (Fallos C.S. 311:1085), “Mantaras” (Fallos C.S. 311:1114), “Rios” (Fallos C.S. 312:111) de 1987 a 1989. En varias oportunidades se negó otorgar los beneficios de la obediencia debida a quienes no estaban comprendidos en la amnistía. Se pronunciaron por la constitucionalidad de las leyes los procuradores Juan Octavio Gauna, Andrés D'Alessio y Jaime Malamud Goti, y los jueces José Caballero, Augusto Belluscio, Carlos Fayt y Enrique Petracchi. Solamente votó en disidencia el juez Jorge Bacqué.23 Germán Bidart Campos, “Manual de la Constitución Reformada”, T. III, pág. 128, Ediar, Bs. As. 2001. Sostenía que la derogación de una ley de amnistía no puede retroactivamente privar de los derechos adquiridos a quienes se beneficiaron con ella.

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Una primera cuestión a abordar es la validez de la ley 25.779 que declaró la nulidad de las leyes 23.492 y 23.521.

Para el juez Lorenzetti, si bien es meritorio el efecto declarativo de esa norma y el anhelo puesto de manifiesto por el Estado para cumplir disposiciones internacionales, en principio no es admisible que el Congreso nulifique una ley. El órgano legislativo no puede privar retroactivamente de sus efectos a una ley. Solamente lo puede hacer el Poder Judicial declarando la inconstitucionalidad, no ya de una ley derogada, sino de sus efectos. Sin embargo, el contenido de la ley 25.779 no hace más que reflejar normas de derecho internacional que, de todas maneras, serían aplicadas por la Corte sobre la base de la resolución dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos” del 14 de marzo de 2001. Aplicando la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que estaba vigente al tiempo de la sanción de las leyes 23.492 y 23.521, había declarado la inaplicabilidad de una autoamnistía y de las disposiciones referentes a la prescripción de los delitos que abarcaba.

El juez Zaffaroni entendió que el Congreso no está habilitado para anular las leyes penales que sancionó. Su invalidez sólo puede ser proclamada por el Poder Judicial. Pero, esa inhabilitación no es relevante para que los jueces dispongan la inconstitucionalidad de las leyes que se pretendieron nulificar mediante la aplicación de los principios del derecho internacional.

En cambio, la jueza Highton de Nolasco expresó que debía consagrarse la validez constitucional de la ley 25.779 porque procuraba descalificar los vicios insanables que presentaban las leyes 23.492 y 23.521 al colisionar con el derecho internacional de los derechos humanos. Y que, esa colisión, conforme al precedente de “Barrios Altos”, determinaba que la Corte debía declarar la inconstitucionalidad de los efectos de aquellas leyes, negar el principio de cosa juzgada y el de la ultractividad de la ley penal más benigna.

Similar criterio adoptó el juez Petracchi al señalar que la declaración de inconstitucionalidad de la ley 25.779 por usurpar atribuciones del Poder Judicial es viable desde una perspectiva formalista, pero como esa ley establece lo que los jueces deben decidir conforme al derecho internacional, sería incongruente y constituiría un formalismo vacío declarar la inconstitucionalidad de la norma para luego resolver el caso tal como ella lo establece.

Los jueces citados declararon expresamente la constitucionalidad de la ley 25.779. También lo hizo el juez Maqueda por entender que la nulidad dispuesta por ella respondía a las imposiciones de la Constitución y del derecho internacional. En cambio, no se pronunciaron expresamente sobre este tema los jueces Boggiano y Argibay.

Si, con la salvedad de los jueces Maqueda y Highton de Nolasco, los restantes magistrados reconocieron que la ley 25.779 fue sancionada al margen de la distribución de competencias establecida en la Ley Fundamental, ¿cómo es posible avalar su validez con prescindencia de la Constitución? Se podrían invocar las normas del derecho internacional para fundamentar la sentencia de la Corte, pero en modo alguno los preceptos de la ley 25.779 con su preocupante secuela de inseguridad jurídica que permitiría, en lo sucesivo, citar este precedente de la Corte para sancionar leyes de nulidad sobre otros ámbitos de las relaciones sociales.

VI

La argumentación sustancial desarrollada por la mayoría para disponer la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, así como también la invalidez de sus efectos, se basó sobre la primacía que se debía acordar a las normas del derecho internacional para resolver el caso. Ya sea por revestir supremacía sobre la Constitución, o a través de un proceso interpretativo de integración.

Para el juez Lorenzetti los delitos imputados en la causa eran “crímenes contra la humanidad”. Categoría que engloba a aquellos que afectan a las personas como integrantes de la humanidad, “contrariando a la concepción humana más elemental y compartida por todos los países civilizados”24 que son cometidos por la acción gubernamental “o por un grupo con capacidad de ejercer un dominio y ejecución análogos”. Sin perjuicio de ello, reconoció que el derecho de gentes “es todavía impreciso”.

Para el juez Maqueda se tratan de crímenes “de tal atrocidad que no pueden ser admitidos”, y cuya fuente son las convenciones internacionales, la costumbre internacional, los principios generales del derecho “reconocidos por las naciones civilizadas” y “las decisiones judiciales de los publicistas más altamente cualificados de varias naciones”.

La jueza Argibay sostuvo que son crímenes contra la humanidad, y que “considero que el criterio más ajustado al desarrollo y estado actual del derecho internacional es el que caracteriza a un delito como de lesa humanidad cuando las acciones correspondientes provienen de una acción o programa gubernamental”, o de grupos con cierto dominio territorial con poder análogo al gubernamental.

En el caso “Arancibia Clavel”, resuelto por la Corte el 24 de agosto de 2004, la mayoría citó como casos de delitos de lesa humanidad al genocidio, la tortura, desaparición forzada de personas, el homicidio y cualquier otro tipo de actos dirigidos a perseguir y exterminar opositores políticos. Sin embargo, el art. II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, lo tipifica como delito internacional perpetrado con la

24 La referencia a países civilizados, también efectuada por el juez Maqueda, ¿significa que en los países no civilizados no rigen estos principios, considerando que no están alcanzados por la “costumbre internacional”? Por otra parte, ¿a qué civilización se refieren?, ¿acaso será la “occidental y cristiana”?

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intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. Pero, por imposición de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se excluyó toda referencia a “un grupo político”.

Podemos aceptar que, en las “naciones civilizadas” existe una suerte de consenso sobre los delitos de lesa humanidad. Son acciones u omisiones aberrantes, de suma gravedad, que lesionan la esencia de la dignidad humana. Esa relativa precisión, se diluye en la costumbre internacional cuando corresponde tipificar a las conductas delictivas. Es cierto que, casi todas ellas, están previstas en las legislaciones penales de los Estados, pero no necesariamente como delitos de lesa humanidad. Así, la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad establece en su art. 1, inc. b), que son los definidos por el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg del 8 de agosto de 1945 (asesinato, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil por motivos políticos, raciales o religiosos), la política de apartheid y el delito de genocidio. Pero también es cierto que esa definición es sumamente imprecisa sin adecuarse al principio de legalidad imperante en materia penal, tal como lo exige el art. 18 de la Constitución25.

Esa incertidumbre acarrea inseguridad jurídica determinando que, a falta de tipificación legal, ella pueda ser fijada por los jueces arrogándose potestades legisferantes que son de incumbencia exclusiva del órgano legislativo.

A esa incertidumbre obedeció la reserva formulada al art. 15, inc. 2º, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La norma establece, en su inc. 1º, que nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional, y que tampoco se impondrán penas más graves que las vigentes en el momento de la comisión del delito, debiendo beneficiarse al delincuente con la pena más leve que, eventualmente, imponga la ley con posterioridad.

Sin embargo, conforme al inc. 2º, tales principios no se aplicarán cuando se trate de delitos reconocidos por la comunidad internacional. Cuando ese pacto fue aprobado por la ley 23.313, publicada el 13 de mayo de 1986, en su art. 4º se estableció la siguiente reserva: “El Gobierno Argentino manifiesta que la aplicación del apartado segundo del art. 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, deberá estar sujeta al principio establecido en el art. 18 de nuestra Constitución Nacional”. Es decir al principio de legalidad que impone la precisa tipificación de los delitos por una ley previa.

Para la mayoría en el caso “Simón”, no se había violado el principio de legalidad. Entre otros argumentos, porque los delitos imputados tenían previsión legal en el Código Penal, lo cual es cierto aunque no como delitos de lesa humanidad y sin perjuicio de que algunos de ellos no estaban comprendidos por las leyes 23.492 y 23.521 (sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil). También que los jueces debían ajustarse al principio de legalidad resultante de los tratados internacionales y, en particular, de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad aprobada en 1995 (ley 24.584) y a la cual se le otorgó jerarquía constitucional por ley 25.778 publicada el 3 de septiembre de 2003. Otro tanto porque, conforme a la doctrina establecida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”, por aplicación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, determinando la inviabilidad de la amnistía, el principio de cosa juzgada, la prescripción y el principio de irretroactividad de las leyes penales.

VII

¿Por qué no era procedente la amnistía? Entre otras razones, la mayoría sostuvo que, conforme a la costumbre internacional, los delitos de lesa humanidad no debían ser amnistiados porque ella está sujeta a un límite moral; porque la Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíbe la amnistía conforme a la interpretación acordada en el caso “Barrios Altos”; porque era violatoria del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes que obliga a los Estados a promover el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y las libertades fundamentales; porque en el Informe 28/92 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró que las leyes 23.492 y 23.521 eran incompatibles con los arts. 1º, 8º y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; que el Comité de Derechos Humanos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos declaró que las leyes de punto final y obediencia debida se oponían al Pacto al negar a las víctimas de las violaciones de derechos humanos al acceso jurisdiccional y que debían ser perseguibles con toda la retroactividad necesaria para el enjuiciamiento de sus autores; porque el Comité contra la Tortura emitió un pronunciamiento similar; que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en el Informe 133/99 referente a Chile, manifestó que los crímenes contra la humanidad no pueden quedar impunes, facultando a cualquier Estado para disponer el procesamiento y condena de sus autores.

Si la Corte Suprema de Justicia, en varias oportunidades, declaró la validez de las leyes de punto final y obediencia debida; si ellas produjeron y agotaron sus efectos, ¿por qué no es aplicable el principio de cosa juzgada? Para el juez Petracchi tal consecuencia resulta del informe 28/92 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Recomendó a la Argentina privar de todos sus efectos a esas leyes. Como el juez

25 Horacio García Belsunce, “Reflexiones jurídicas en torno de la doctrina de la Corte Suprema en el caso Arancibia Clavel”, pág. 7, Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Bs. As. 2004. Destaca el autor que “con referencia al derecho penal la única fuente la constituye la ley, en virtud del principio nullum crimen nulla poena sine lege contenido en el artículo 18 de la CN”.

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Petracchi había avalado, en su momento, la constitucionalidad de tales normas, justificando el cambio de su postura señaló que: “desde ese momento hasta el presente, el derecho argentino ha sufrido modificaciones fundamentales que imponen la revisión de lo resuelto en esa ocasión. Así, la progresiva evolución del derecho internacional de los derechos humanos -con el rango establecido por el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional- ya no autoriza al Estado a tomar decisiones sobre la base de ponderaciones de esas características26, cuya consecuencia sea la renuncia a la persecución penal de delitos de lesa humanidad, en pos de una convivencia social pacífica apoyada en el olvido de hechos de esa naturaleza”. La argumentación del juez Petracchi no nos resulta jurídicamente convincente. ¿Cuándo advirtió esa modificación que se estaría operando en el derecho argentino? Aparentemente, no fue con el citado Informe 28/92 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos porque, de ser así, cómo se explica que no se pronunció por la inconstitucionalidad de la ley 23.521 cuando votó en el caso “Cano” (Fallos C.S. 315:2988 del 22 de diciembre de 1992), en el caso “Amaya” (Fallos C.S. 316:609 del 6 de abril de 1993 donde también votó el juez Boggiano) y en el caso “Cano” (Fallos C.S. 316:2171 del 28 de septiembre de 1993) donde se resolvió “rechazar el recurso ordinario interpuesto por aplicación de la ley 23.521, con costas”.

¿Por qué ciertos delitos son imprescriptibles? La mayoría entendió que es una de las características que presentan los delitos de lesa humanidad, consagrada por varias convenciones internacionales y la costumbre internacional; porque así lo decidió la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”; porque la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos “Trujillo” (27-2-02) y “Velásquez” (29-7-88) dispuso que en el delito de “desaparición forzada” la prescripción comienza desde el día que cesa la ejecución del delito, y que el plazo de prescripción no corre mientras se mantenga la incertidumbre sobre la suerte de la víctima (voto del juez Boggiano); porque el agotamiento del interés público en la persecución penal, que sirve de fundamento a la extinción de la acción por prescripción, depende de la pérdida de toda utilidad en la aplicación de la pena que el autor del delito merece por ley (voto de la jueza Argibay) ¿Cuál será esa utilidad pública respecto del pasado? ¿Se extiende a la ley 20.508?

¿Por qué no tiene vigencia el principio de irretroactividad de la ley penal? Porque así lo establece la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad y otro tanto los principios del derecho internacional y la costumbre internacional. Respuesta que no se compadece con el texto de la Ley Fundamental porque, si bien la prescripción no tiene naturaleza constitucional, su imposición legal impide desconocerla con efecto retroactivo (art. 18 CN).

VIII

Al decidir el caso “Simón”, con la salvedad expuesta por el juez Carlos Fayt en su disidencia, los ministros de la Corte se basaron sobre normas de derecho internacional, contenidas en las convenciones internacionales, los principios generales del derecho internacional y hasta la costumbre internacional.

Comparativamente, las referencias al derecho internacional y a las decisiones de tribunales u organismos internacionales como fundamento de la sentencia, superaron holgadamente a las citas de nuestro texto constitucional, con la salvedad de su art. 118. La lectura de la sentencia genera la percepción de que existiría en el ánimo de los jueces una decisión predeterminada cuya base de sustento no se hallaba en la Ley Fundamental. Tal circunstancia explica la omisión de toda alusión a los debates suscitados en la Convención Reformadora de 1994 sobre los alcances del art. 75, inc. 22, de la Constitución, así como también a ciertas cláusulas de los tratados internacionales cuya aplicación conduce a resultados distintos a los adoptados por la mayoría.

Sus argumentos, como lo admite el juez Petracchi, avalarían la existencia de un nuevo derecho argentino resultante de las profundas modificaciones que se habrían operado en la jerarquía de los valores jurídicos. Ya no se trata de adecuar el derecho que emana de la Constitución Nacional mediante una interpretación dinámica o progresista que respeta su esencia, sino de introducir preceptos ajenos a nuestras más caras tradiciones jurídicas provocando un proceso de mutación: subordinar la Ley Fundamental al derecho internacional. No solamente en materia de derechos humanos. También restringiendo ciertas potestades políticas de los órganos legislativo y ejecutivo, propias de la soberanía del poder, y subordinando la actuación de la jefatura de nuestro Poder Judicial a las decisiones de los tribunales internacionales aunque ellas colisionen con las declaraciones, derechos y garantías consagradas en los arts. 1 a 35 de la Constitución, y cuya absoluta intangibilidad fue ordenada por la ley que declaró la necesidad de la reforma constitucional en 1993 y por la propia Convención Reformadora en 1994. Esta última, dispuso que los tratados internacionales tenían un rango supralegal pero no supraconstitucional.

La Constitución establece, expresamente, la supremacía de ella sobre los tratados (art. 27) y, si bien la interpretación de estos últimos debe ser “integradora”, ella no puede traducirse en una alteración de la letra y espíritu de la Ley Fundamental.

26 Esas características, sobre las cuales se basó el juez Petracchi en el caso “Camps” para declarar la constitucionalidad de las leyes, fueron según lo expresa: “a pesar de las deficiencias de la técnica legislativa utilizada, la ratio legis era evidente: amnistiar los graves hechos delictivos cometidos durante el anterior régimen militar, en el entendimiento de que, frente al grave conflicto de intereses que la sociedad argentina enfrentaba en ese momento, la amnistía aparecía como la única vía posible para preservar la paz social. La conservación de la armonía sociopolítica era valorada por el legislador como un bien jurídico sustancialmente más valioso que la continuación de la persecución penal de los beneficiarios de la ley”.

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Esa alteración es fruto de una premisa: el art. 27 de la Convención de Viena establece que un Estado no puede invocar las disposiciones de su derecho interno para justificar el incumplimiento de un tratado. Consecuentemente, y merced muchas veces a una interpretación literal, se proyectan las cláusulas genéricas de los tratados a casos particulares con prescindencia de las normas constitucionales. En vez de adecuar los tratados a la Constitución, se aspira a adecuar esta última a las normas internacionales llegando al extremo de desconocerla cuando aquella integración resulta inviable.

Pero al margen del art. 27, correspondería tener en cuenta otras cláusulas de la Convención de Viena. Su art. 24 establece que “un tratado entrará en vigor de la manera y en la fecha que en él se disponga o que acuerden los Estados negociadores”. Para la Argentina, en principio, un tratado entra en vigencia cuando es aprobado por el Congreso y ratificado internacionalmente por el órgano ejecutivo.

El art. 28 dispone, como principio general, que las normas de un tratado no obligan a una parte respecto de actos o hechos producidos con anterioridad a su entrada en vigencia para un Estado ni respecto de ninguna situación que en esa fecha haya dejado de existir.

El art. 46 establece que un Estado no puede dejar de cumplir un tratado alegando que su aprobación vulneró disposiciones de su derecho interno “concerniente a la competencia para celebrar tratados”. Pero sí lo puede hacer cuando esas violaciones afectan “a una norma de importancia fundamental de su derecho interno”, como es su Ley Fundamental.

Estos principios deberían ser objeto de análisis, no solamente considerando la Resolución 2.131 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 21 de diciembre de 1965, según la cual “cada Estado goza de los derechos inherentes a la plena soberanía”, sino también el comportamiento internacional de las “naciones más civilizadas”. Este aspecto, con aguda claridad desprovista de toda consideración dogmática fue expuesto por el juez Fayt. Con referencia al art. 27 de la Constitución, nos recuerda la autorizada opinión de Joaquín V. González: “Un tratado no puede alterar la supremacía de la Constitución Nacional, cambiar la forma de gobierno, suprimir una provincia o incorporar otras nuevas, limitar atribuciones expresamente conferidas a los poderes de gobierno, desintegrar social o políticamente al territorio; restringir los derechos civiles, políticos y sociales reconocidos por la Constitución a todos los habitantes del país, ni las prerrogativas acordadas a los extranjeros ni suprimir o disminuir en forma alguna las garantías constitucionales ... En cuanto la Constitución Nacional sea lo que es, el art. 27 tiene para la Nación significado singular en el derecho internacional” para luego agregar, el juez Fayt, que “Se trata de una norma de inestimable valor para la soberanía de un país, en particular, frente al estado de las relaciones actuales entre los integrantes de la comunidad internacional. Esa interpretación preserva -ante las marcadas asimetrías económicas y sociales que pueden presentar los Estados signatarios de un mismo Tratado- el avance de los más poderosos sobre los asuntos internos de los más débiles; en suma, aventa la desnaturalización de las bases mismas del Derecho Internacional contemporáneo, pues procura evitar que detrás de un aparente humanismo jurídico se permitan ejercicios coloniales de extensión de soberanía”.

Al tiempo de ser sancionadas las leyes de punto final y obediencia debida, estaban en vigencia la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio y la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes aunque, ésta última, es posterior a la ley de punto final. En cambio, la Convención sobre Desaparición forzada de Personas y la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, son de fecha posterior y fueron receptadas, conforme al art. 75, inc. 22, de la Constitución, el 29 de mayo de 1997 y el 3 de septiembre de 2003.

El primero de estos documentos, en su art. 9º, establece que “Nadie puede ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse fueran delictivas según el derecho aplicable. Tampoco se puede imponer pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”.

Impone el principio de legalidad, de ultractividad y de retroactividad de la ley penal más benigna, añadiendo que la garantía nunca puede ser suspendida (art. 27, inc. 2º). No contiene cláusula alguna que, conforme al principio de legalidad, impida la amnistía, desconocer el principio de cosa juzgada, la prescripción de la acción penal o que permita la aplicación retroactiva de las normas jurídicas en materia penal.

La Convención referente al genocidio tampoco contiene cláusula alguna que impida reconocer las garantías citadas en el párrafo anterior. Dispone que los Estados se comprometen a prevenir y sancionar este delito, calificado como de derecho internacional (art. I), aunque excluye su comisión cuando se perpetra con la intención de destruir a un grupo político.

El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece los principios de cosa juzgada y non bis in ídem (art. 14, inc. 7º) con referencia a “toda” persona. El art. 15 (inc. 1º) dispone la irretroactividad, en materia penal, del derecho nacional e internacional, la ultractividad y retroactividad de la ley penal más benigna. En cuanto a su inc. 2º, si bien establece que aquellas garantías no son aplicables cuando se trate de delitos “según los principios generales de derecho reconocidos por la comunidad internacional”, la ley aprobatoria 23.313, publicada el 13 de mayo de 1986, formuló una expresa reserva: la aplicación del inc. 2º quedaba sujeta al principio establecido en el art. 18 de la Constitución. De manera que los delitos reconocidos por la comunidad internacional deben estar tipificados por ley, como tales, antes de la comisión del hecho; nada impide su amnistía, la vigencia del principio de cosa juzgada y la prescripción.

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La Convención sobre Desaparición Forzada de Personas, es posterior a la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida, así como también de las sentencias de la Corte Suprema que declararon la validez constitucional de ambas. Su cláusula referente a la imprescriptibilidad de los delitos (art. VII) es válida aunque, por aplicación del art. 18 de la Ley Fundamental no puede tener efectos retroactivos, así como tampoco su carácter de delito continuado o permanente si así no estaba caracterizado en el derecho local.

La Convención referente a la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, también es de fecha posterior, de modo que, conforme al art. 18 de la Constitución no se puede aplicar de manera retroactiva. Si bien impone a los Estados el deber de abolir la prescripción de la acción penal o de la pena, esa abolición no podría tener efectos retroactivos. La inaplicabilidad de esa Convención al caso concreto fue detenidamente descripta en el voto del juez Fayt aplicando el principio de legalidad y el esquema impuesto por el art. 18 de la Constitución.

El principio de supremacía de la Constitución, tal como lo establece el art. 27 de la Ley Fundamental, y como fue aceptado por la ley 24.309 y la Convención Reformadora de 1994, impedía desconocer, en el caso “Simón”, la validez de la amnistía, el principio de cosa juzgada, la prescripción y el principio de irretroactividad de las leyes penales.

Consideramos que, a tal fin, en modo alguno configuraba un impedimento la doctrina establecida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”. Como bien lo destaca el juez Fayt, el Tribunal internacional descalificó la validez de dos leyes de autoamnistía dictadas en Perú. Pero, en modo alguno, se puede atribuir ese carácter a las leyes de punto final y obediencia debida27 porque fueron debidamente sancionadas por un gobierno constitucional, precedido por un amplio y profundo debate, no para evitar la punición de los delitos perpetrados por sus integrantes, sino de un gobierno de facto anterior que nada tuvo en común con el presidido por Raúl Alfonsín en orden a las políticas gubernamentales y a la ponderación de los derechos humanos.

Por otra parte, hipótesis que no compartimos, si bien las decisiones de un tribunal internacional y en función de los compromisos asumidos por la Argentina, deben ser acatadas por el Estado, ¿cómo se compadece tal solución con el art. 27 de la Ley Fundamental cuando esas decisiones desconocen garantías expresamente consagradas en el texto de aquélla?28; ¿se puede cercenar extraconstitucionalmente la facultad política del Congreso para sancionar leyes de amnistía?; ¿se puede desconocer la autoridad de cosa juzgada de las sentencias de la Corte Suprema de Justicia dictadas en el curso de un proceso democrático constitucional?; ¿cómo aceptar esa solución cuando aquellas decisiones imponen el juzgamiento de personas que tienen derechos adquiridos y que están privadas de ejercer su derecho de defensa ante ese Tribunal internacional? No olvidemos que las secuelas de una decisión de ese Tribunal, como en el caso concreto, se aplican a personas físicas que no tuvieron oportunidad alguna de ejercer su derecho de defensa ante el mismo. Con ello, ¿no se viola el art. 18 de la Constitución y las garantías judiciales expuestas en el art. 8º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos?

Asimismo, si tan vinculante es la decisión de un Tribunal internacional, ¿por qué la Corte Suprema no admitió la prohibición de la censura previa en el caso “Asociación de Teleradiodifusoras Argentinas” resuelto el 7 de junio del corriente año? Acaso, ¿no son vinculantes para el Alto Tribunal los principios expuestos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva 5/85 y en el caso “Olmedo Bustos”, resuelto el 5 de febrero de 2001, sobre la absoluta prohibición de la censura, tenga o no carácter preventivo?

¿Es, o no, la Corte Suprema de Justicia el tribunal superior de la Nación? Aparentemente, habría perdido esa cualidad por imperio del derecho internacional reconociendo, como tribunal de alzada a su respecto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero, esa conclusión, ¿se compadece con los arts. 1º, 27 y 108 de la Constitución Nacional?. Entendemos que no, así como tampoco con los términos de la ley declarativa de la necesidad de la reforma constitucional de 1994 y los fundamentos expuestos en el seno de la Convención Reformadora.

IX

En los votos de los jueces Lorenzetti, Maqueda y Boggiano, a igual que en los votos de los jueces Zaffaroni y Highton de Nolasco en el caso “Arancibia Clavel”, se afirmó que la Constitución reconoce el derecho de gentes en su art. 118, imponiendo su supremacía en el ámbito de cualquier jurisdicción sobre las cláusulas del art. 18 de la Ley Fundamental. Si la Constitución establece ciertas garantías en su art. 18 y luego, en el art. 118 reconoce las normas del ius cogens referentes a la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, éstas últimas constituirían una excepción para el funcionamiento de aquellas garantías.

El texto del art. 118 no figuraba en el Proyecto de Constitución de Alberdi y fue establecido en 1853. Es materia opinable si su fuente es el art. III, sección 2, apartado 3, de la Constitución de los Estados Unidos de América, o la Constitución de Venezuela de 1811, o el pensamiento de Gorostiaga, o los principios que inspiraron un tratado entre la Confederación Argentina y Gran Bretaña sobre el tráfico de esclavos. Pero lo cierto, es que, tal

27 Sí fueron leyes de autoamnistía la 20.508 y 22.924, esta última derogada por la ley 23.040. En el caso “Lami Dozo” (Fallos C.S. 306:911) el juez Fayt, en su disidencia se pronunció por la inconstitucionalidad de la ley 22.924 por ser de autoamnistía aunque, para reforzar sus argumentos, destacó que esa ley había sido declarada “inconstitucional y nula” por la ley 23.040.28 Las opiniones o recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, citadas por la mayoría, no tienen carácter vinculante porque, tal como lo destaca el juez Fayt, es un organismo internacional de carácter político y no jurisdiccional.

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como lo destaca el juez Fayt y como lo hizo el ex ministro Belluscio en “Arancibia Clavel”, es una norma de naturaleza procesal29.

Comentando esta disposición, Quiroga Lavié destaca que, a diferencia de la Constitución de los Estados Unidos, en el art 118 “se ha incluido la limitación de que, para que corresponda la jurisdicción de los Tribunales de la Nación, en el caso de los delitos cometidos fuera de sus límites territoriales, el delito debe ser contra el derecho de gentes. Ello significa que si sólo se viola el derecho nacional fuera de su territorio, para que puedan conocer los tribunales argentinos tiene que haber violación del derecho internacional. Esta limitación ha sido sabiamente omitida en la Constitución de los Estados Unidos porque marca un monismo jurídico que, en última instancia, viene a consagrar la dependencia de nuestra autonomía como nación, de los centros de poder generadores del derecho internacional, el cual es hoy, más que el derecho de gentes fundamentado por Hugo Grotio como un derecho natural por encima de los intereses de potencias o sectores, un derecho nacido de la puja de los intereses materiales que operan sobre las fuentes de producción jurídica internacional”, concluyendo que es conveniente suprimir toda referencia al derecho de gentes30.

El art. 118 de la Constitución, en su parte final, establece que la actuación de los juicios por jurados se hará en la provincia donde se hubiere cometido el delito. Pero, si éste se comete fuera de los límites de la Nación contra el derecho de gentes, el Congreso por una ley especial determinará el lugar en que haya de seguirse el juicio.

Comentando esta cláusula, Joaquín V. González enseñaba que “sólo el Congreso puede determinar el lugar; o sea el fuero de la causa por un delito cometido en alta mar o a bordo de buques argentinos, o que en alguna forma interesen a la soberanía de la Nación”31.

Conforme a este criterio, el juzgamiento de los delitos internacionales, que estén tipificados legalmente conforme al art. 18 de la Constitución, si ellos se producen fuera de los límites de la Nación, se hará en el lugar que fije el Congreso dentro del territorio de la República, y siempre que afecten la soberanía local. Tal es lo que acontece cuando los efectos de ese delito internacional se proyectan sobre los valores tutelados por la legislación nacional ocasionando un perjuicio para ellos. Esto significa que los delitos de lesa humanidad cometidos fuera de los límites de la Nación y que no afectan su poder soberano, aunque estén tipificados legalmente, quedan al margen de la jurisdicción nacional.

Los delitos de lesa humanidad, debidamente tipificados por la legislación nacional, que se cometan en el territorio del país, deben ser juzgados por los jueces locales. Si se cometen en el extranjero, el juzgamiento por los jueces locales, si así lo dispone la ley nacional, está condicionado a que afecten la soberanía de la Nación lesionando valores o bienes institucionales32. Pero siempre, por ley del Congreso, se deben prever los requisitos sustanciales y formales, y la pena correspondiente que le permitan al juez determinar la conducta delictiva en sus aspectos objetivos y subjetivos, y en cierta medida también su razonabilidad conforme a los preceptos constitucionales.

Es claro que la norma solamente se refiere a cuestiones procesales, “en definitiva, la mención en la Constitución del derecho de gentes se efectúa sólo para determinar la forma en que se juzgarán los delitos cometidos en el exterior contra esos preceptos; pero de ningún modo -mas allá de su indiscutible valor- se le confiere jerarquía constitucional -menos aún- preeminencia sobre la Ley Fundamental” (voto del juez Fayt). Porque ello no resulta del texto originario de la Constitución ni de la ley declarativa de la necesidad de su reforma concretada en 1994.

El art. 18 de la Constitución no contiene excepciones al principio de legalidad, así como tampoco el art. 118, de modo que no existe un fundamento relativamente sólido y coherente de interpretación para sostener que ésta última cláusula permite soslayar el principio de legalidad y las garantías de ese art. 18 de la Ley Fundamental, así como tampoco a su art. 27 en orden a la supremacía de la Ley Fundamental sobre los tratados internacionales de cualquier naturaleza.

En cuanto a la invocación de la costumbre internacional, compartimos la opinión de García Belsunce que la costumbre no puede crear delitos o penas. Con cita de Germán Bidart Campos, destaca que “los delitos contra el derecho de gentes, tanto cometidos en territorio argentino como fuera de él, necesitan contar con incriminación propia en la ley penal interna o en un tratado internacional que esté incorporado al derecho argentino y que contenga el tipo penal. No bastaría, pues, la sola alusión incriminatoria en el derecho internacional universalmente aceptado o el reproche del Estado por los principios generales del derecho reconocido por la comunidad internacional”33.

Si bien la costumbre, en sus tres variantes, es una fuente importante del derecho, su ámbito de gravitación se reduce sensiblemente en materia constitucional. La presencia de una Constitución rígida, como la nuestra, que reserva el ejercicio de la función constituyente a un órgano representativo del pueblo, y que desconoce la validez de toda reforma constitucional efectuada al margen del procedimiento estatuido por ella, descalifica a la costumbre contra legem y también a la praeter legem cuando su contenido no se compadece con una interpretación teleológica, semántica, sistemática y dinámica del articulado de la Ley Fundamental. A la primera

29 Conf. Joaquín V. González, “Manual de la Constitución Argentina”, pág. 628, Ed. Estrada, Bs. As. 1983.30 Humberto Quiroga Lavié, “Propuesta para la Reforma de la Constitución Argentina”, T. III, pág. 1192, Ed. Universitaria San Luis, San Luis 1992.31 Ob. cit., pág. 628.32 Antonio Boggiano, “Derecho Internacional”, pág. 38, Ed. La Ley, Bs. As. 1997.33 Horacio García Belsunce, ob.cit., págs. 10 a 20.

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porque configura una abierta violación de los preceptos constitucionales. A la segunda porque su validez está condicionada a que se identifique con la interpretación constitucional que, como tal, no desemboca en la creación de nuevas normas constitucionales o en la modificación de las existentes.

Aceptar que la costumbre internacional contra legem o praeter legem, en las condiciones citadas, es fuente del derecho constitucional y modificatoria de la Constitución, importa avalar la perversión constitucional34. Perversión, motivada a menudo por el deseo de imponer una ideología política o la alteración de los valores constitucionales. Bien destaca Friedrich que “esto no se debe a que las violaciones sean el resultado de una interpretación incorrecta o de una mala interpretación, sino a que tanto la perversión como la violación de una norma constituyen un desafío a su pretendida universalidad, constituyen excepciones, y todas las excepciones debilitan a una norma ... En un orden político altamente desarrollado es, sin embargo, muy importante que todo cambio de envergadura en las normas sea llevado a cabo por la autoridad concreta que hace las normas según el sistema35 que, en el caso de las normas constitucionales no es el juez ni la costumbre internacional.

Esa perversión, y consecuente corrupción del orden constitucional que advertimos en la sentencia dictada en el caso “Simón”, no hacen más que servir de acicate para erradicarlas bregando por la plena vigencia de la Constitución para todos los sectores de la sociedad.

Es que, al margen de varias cuestiones jurídicas y fácticas que contienen los votos de los jueces que conformaron la mayoría, cuyo análisis superaría holgadamente el objeto de este ensayo, como bien enseña el maestro Linares Quintana, “estamos profundamente convencidos de que el apartamiento de la norma constitucional de manera alguna pueda significar la derrota del gobierno de las leyes, así como la comisión de delitos no comporta el fracaso del Código Penal. Y si uno y otros, por desgracia frecuentes fenómenos sociales, resultan signos inocultables de la imperfección humana, son, a la vez, también valederos testimonios de la eterna, dura y reconfortante lucha de individuos y de pueblos, en el ininterrumpido devenir de la historia, por la verdad que ilumina, la libertad que dignifica y la justicia que da a cada uno lo suyo”36, no conforme a las apetencias ideológicas o aspiraciones individuales ejercidas desde un transitorio ejercicio del poder, sino a la luz del documento jurídico bajo cuyo amparo se organizó la Nación Argentina y que los detentadores de ese poder juraron cumplir con lealtad y buena fe.

34 Segundo V. Linares Quintana, “Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional”, T. 2, pág. 482, Plus Ultra, Bs. As. 1987.35 Carl Friedrich, “El hombre y el gobierno”, pág. 304, Ed. Tecnos, Madrid 1968.36 Segundo V. Linares Quintana, “Tratado de Interpretación Constitucional”, pág. 792, ob.cit.