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Angelina Muñiz-Huberman

El canto del peregrino: hacia una poética del exilio

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

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Angelina Muñiz-Huberman

El canto del peregrino: hacia una poética del exilio

Presentación La publicación de El canto del peregrino. Hacia una poética del exilio, de Angelina Muñiz, constituye un verdadero honor para nuestro Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL). En efecto, tras los Recuerdos y reflexiones del exilio, de Adolfo Sánchez Vázquez, la colección Sinaia prolonga su singladura con este número 3, que aparece en coedición entre l'Associació Cop d'Idees-GEXEL y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Angelina Muñiz es una escritora que pertenece a esos «Hijos del exilio» a quienes la autora dedica el capítulo cuarto del presente libro, a esos niños de «un exilio heredado» que «fueron educados como si el retorno a España hubiera de ser inminente y como si vivieran en una realidad ajena a la mexicana», que crecieron «en la esperanza de la justicia» y que quisieron contribuir con su obra literaria a «la conservación de una posición ético-estética». Una escritora de esa segunda generación exiliada en México, generación hispanomexicana -según Arturo Souto Alabarce- o generación postexílica -según la propia Angelina Muñiz- que, por su formación intelectual y por la trayectoria de su vida y de su obra, aborda con conocimiento de causa la complejidad de una poética del exilio: la lengua como patria, la militancia de la memoria, la libertad de la imaginación creadora o el retorno como tema recurrente y específico. El canto del peregrino es un texto escrito con rigor y claridad donde, con sabiduría de síntesis, se aúnan claridad literaria y profundidad filosófica, un texto que, desde la Biblia a nuestro [6] siglo XX, recorre la historia de la cultura universal para indagar en la condición del exilio y su poética. Estructurado en cinco capítulos, aunque la autora no se olvide del primer exilio -el exilio bíblico, decretado por Dios, con la expulsión del hombre del paraíso-, ni se olvide tampoco del exilio histórico -decretado por hombres contra hombres o pueblos- ni se olvide tampoco del exilio como estética de nuestra modernidad a través de sus escritores más representativos (Jabès, Brodsky, Joyce, Kozer, Cioran, Kristeva, Gombrowicz, Milosz), son ante todo dos hitos históricos españoles los que ocupan preferentemente su atención: la expulsión de los judíos en 1492 y la de los republicanos en 1939. Así, en el primer caso Angelina Muñiz analiza desde las formas poéticas que acompañan la realidad y la invención del exilio según la interpretación cabalista de los textos bíblicos (la imagen de la shejiná, la simbología del shabat o la doctrina del guilgul) hasta la impronta del exilio en la obra de autores como Antonio Enríquez -cuyo poema «Dejé mi albergue» resulta para la autora «tan contemporáneo que muy bien podría haber

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sido escrito por un poeta del exilio español de 1939, tres siglos después»- o como Juan Luis Vives, cuya memoria de su Valencia natal será constante en su obra. Por otra parte, sin olvidar tampoco el «inxilio o exilio interior» de los escritores que permanecieron en la España franquista, Angelina Muñiz aborda en páginas memorables la poética de nuestro exilio republicano de 1939 a través de la vida y obra no sólo de María Zambrano -autora con la que observa obvias afinidades poéticas e intelectuales y de la que afirma que «quizá sea quien más se acercó a la esencia del exilio»- sino también de Enrique Díez-Canedo, cuyo poema «El desterrado» analiza en profundidad. La obra literaria de Angelina Muñiz es, desde 1960 hasta hoy, tan extensa como apasionante. La «ex-centricidad» de la evolución literaria exílica de la autora de Morada interior -«mis técnicas oblicuas y paradójicas me llevaron a escribir de Santa Teresa como un yo moderno que hubiera estado en la guerra civil [7] española y fuese atea»- o de Dulcinea encantada -«una niña de las que salieron a Rusia durante la guerra civil española y que, más tarde, al llegar a México pierde la identidad, no reconoce a sus padres, enloquece y escribe novelas mentales que nunca pasarán al papel»- ha ido conquistando, de una manera lenta pero gradual, a un público lector que, tanto en América como en España, crece y va a seguir creciendo hasta constituir esa inmensa minoría que sabe crear todo escritor de culto. Porque narrativa, poesía o ensayo, la lengua literaria de Angelina Muñiz acierta a conjugar ética y estética, calidad y claridad, belleza y reflexión. Por ello invito al placer de su lectura, al placer de leer El canto del peregrino, unas páginas -breves pero intensas- que estoy seguro de que no sólo van a interesar sino también a «encantar». Porque, como escribe Angelina Muñiz de María Zambrano, «la lectura de cada página es el placer de la belleza de la idea» y, claro está, también de su expresión poética. Finalmente, quiero agradecer públicamente a Angelina Muñiz su generosa complicidad, así como la ayuda solidaria en el proceso de preparación del libro tanto de Sílvia Jofresa -autora del estudio introductorio- como de los compañeros del Comité de Publicaciones del GEXEL (Juan Escalona, Eduard Fermín, Claudia Ortego y Juan Rodríguez) y, muy especialmente, la de Josep Mengual, coordinador de esta edición, que se integra en el proyecto de investigación sobre el exilio literario en el que trabaja el GEXEL gracias a la financiación del Ministerio de Educación y Cultura (PB96-1198). A todos ellos, así como a las autoridades académicas de la UNAM, mi reconocimiento y gratitud. MANUEL AZNAR SOLER Director del GEXEL [8] [9] Estudio introductorio La herencia de un exilio La literatura de Angelina Muñiz es un canto de peregrino. Sus obras son fruto de la semilla del exilio, ya que éste se asume como condición de vida. Las circunstancias personales de la autora ayudan a reafirmar esta visión de la existencia. Hija de padres

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republicanos, Angelina Muñiz nació ya en el camino del exilio, en Hyères (Francia), el 29 de diciembre de 1936. Sus primeros años los pasó en Caimito del Guayabal (Cuba) hasta que en marzo de 1942 la familia se acomodó definitivamente en México. Afincaron sus vidas, pero no su ser. Estas vivencias de destierro van a provocar un problema de identidad en Angelina Muñiz. Sin posibilidad de solución, como declara en distintas ocasiones, opta por instalarse en la propia condición de exilio. Este sentimiento es compartido por los componentes de la llamada «generación hispanomexicana» o «segunda generación del exilio», es decir, los hijos de los republicanos españoles. Los miembros de esta generación viven en el vacío que queda entre el lugar donde están, México, y aquel al que se les ha dicho que pertenecen, España. En otras palabras, permanecen en la [10] tensión provocada por el dualismo de su identidad. En estas circunstancias, es sumamente complejo hallar unas raíces, ya que han quedado escindidas entre las dos tierras. Así expresa Angelina Muñiz su sentir al respecto: «Quizás el no hallar unas raíces definidas me ha impulsado a buscarlas. Mas no es fácil, en Europa me llaman 'la mexicana', y aquí en México, soy la 'española'». Aunque sea imposible solucionar este problema de identidad, cada uno intenta adoptar la postura que más comodidad le ofrece. La autora se define en la indefinición: «si a estas alturas no lo hemos resuelto, ya no lo resolveremos. Somos así: ambiguos, indefinidos». El exilio se convierte en una condición. En palabras de Tomás Segovia, «el exilio es más uno de estos marcos o claves, que un aspecto o tema -mucho menos un episodio- de mi vida. El verdadero exiliado vive el exilio no como un episodio de su vida, sino como su condición». Cuando se es exiliado, se es para siempre. No se puede regresar del exilio. Incluso si alguna vez se regresa al lugar de donde uno se fue, se siente nostalgia del sitio donde se ha vivido. Como dice Mario Benedetti, «junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria». Intensificando este sentir, los miembros de la «generación hispanomexicana» acaban siendo incluso exiliados del exilio. En palabras de José de la Colina, «digo que soy del exilio como se es de un país. Al morirse [11] Franco, hasta del exilio me sentí exiliado». Ante la imposibilidad existencial de sentirse de ninguna parte, el único punto de referencia es el que ofrece la lengua. La palabra se convierte en la única tierra del exiliado, el único lugar donde puede construirse una identidad. Tal sentimiento de pertinencia se ve intensificado por el peculiar hecho de que la memoria que poseen ha sido fruto de un relato. Su exilio les fue dejado en herencia mediante la palabra. La mayoría de los miembros de esta generación poseen sólo vagos recuerdos de la península o, incluso como Angelina Muñiz, no la llegaron ni a conocer. Eduardo Mateo Gambarte comenta cómo es una generación que padece la historia y no la realiza. En otras palabras, es una generación acostumbrada a que el pasado les sea contado. Escuchar los relatos es su forma de vivir la historia. Su recuerdo, pues, va a estar constituido por la narración. España sólo la pudieron vivir en la melancolía que segregan los sueños, nacidos de los recuerdos que los mayores les explicaron. Los miembros de esta generación «heredaron la nostalgia de algo que casi no conocían, hasta el punto de que la 'España republicana' llegó a significar una especie de paraíso perdido». Un paraíso al que sólo

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acceden mediante el recuerdo y que no pretenden rescatar de ninguna otra forma, como observa José Pascual Buxó: «lo que les caracteriza es la conciencia de algo que saben perdido y que sin embargo no intentan rescatar, que se conforman con añorar una patria demasiado literaria o, cuando mucho, con hurgar en su minúscula pasión amorosa». [12] Angelina Muñiz describe la situación de esta generación en su novela Morada interior. Viven una historia que no es la de ellos, sino la que se les ha contado, lo cual les hace vivir sin realidad propia, sin relatos propios: «Vivieron al aire, sin tierra en la que apoyar los pies. Se les habló mucho -excesivamente- de lo que era España y se les prometió el regreso. Hubieran podido hacer otra cruzada y recuperar la Santa República. Pero como en el aire no se puede caminar, parecían marionetas de hilos desgastados que se retorcían sin sentido queriendo inventar una historia que nunca se habría de escribir. Porque eso era lo más lamentable, querían representar una historia que no existía para ellos. Les habían dicho que el aire era lo más saludable y que lo construido en el aire era de lo más sólido posible. Poco a poco, según crecían, los hilos fueron reventando y los tristes niños-marionetas cayeron y fueron quedando en las posturas más grotescas y desquiciadas. Como nadie les había enseñado a hablar -solamente podían repetir lo que oían-, quedaron en el más absoluto de los silencios. / Los niños de 1936 son mudos». Viven, pues, vueltos hacia una añorada imagen de España, construida con la palabra de sus padres y con la de los escritores de la tradición española. José Pascual Buxó así lo expresa: «Hemos aprendido a España, primero, en los recuerdos de nuestros padres y, después, en los libros, en Unamuno y en Machado, en Lorca y en Hernández, en Juan Ramón y en Jorge Guillén, y siempre en nuestros clásicos, en su voluntad de imperio, en su desastrada honra y en su orgullosa mendicidad. Todo cuanto sabemos de España [13] es sentimental y libresco, así que lo ignoramos todo». En las plataformas de publicación creadas en su juventud, hay un regusto de pasado español. Clavileño y Segrel indican ya con los títulos su situación en la tradición española. Presencia se inició entre experimentos cosmopolitas, pero pronto derivó, en palabras de Roberto Ruiz, hacia la discusión de la decadencia peninsular y hacia la conmemoración luctuosa del dieciocho de julio. Su escritura se inicia reflejando tales vivencias, ya que sus textos literarios no muestran conocimiento alguno de la realidad mexicana que les envuelve y, en cambio, evidencian claramente las influencias de sus lecturas de escritores clásicos españoles. Angelina Muñiz, tras haber iniciado su educación en la escuela mexicana, escoge cursar el bachillerato en la Academia Hispanomexicana. Allí, por primera vez, convive con profesores españoles exiliados y conoce a los autores de la segunda generación que ya desarrollaban su vocación de escritores, como Luis Rius, Inocencio Burgos, Juan Espinasa, José de la Colina, José Pascual Buxó, Enrique de Rivas o Ramón Xirau. La afinidad que rápidamente siente hacia ellos le hace incorporarse a sus charlas. Si el ambiente familiar ya propiciaba su aislamiento del ambiente mexicano, con esta nueva situación académica, la circunstancia se acentúa. Asistiendo a las tertulias, la autora se impregna de sus obsesiones vitales y literarias: «Estábamos siempre con la obsesión del retorno. Lo que yo aprendía de ellos era la literatura española del Siglo de Oro y el Romancero, que va a ser después mi temática. Estábamos viviendo en un ambiente bastante desconectado de la vida mexicana. Yo me desconecté de los amigos mexicanos e ingresé a esta edad [a los dieciséis años] en el círculo del exilio español». Pero Angelina Muñiz no sólo busca fragmentos de su identidad

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en la tradición literaria [14] española, sino también en la judía. De niña, su madre le confesó que era de origen judío y que su familia había conservado esta tradición, aunque ya estaba muy diluida, desde tiempos inmemoriales. Su memoria, pues, también va a quedar repleta de relatos del pueblo escogido por Yahvé. Muchos de los cursos que ha impartido y de sus investigaciones sobre literatura reflejan este interés por el mundo hebreo. El género poético fue el más socorrido por los miembros de esta generación. Se han aducido algunas causas circunstanciales, como la cercanía y el prestigio de la generación del 27 y la mayor facilidad para publicar poesía que cuento o novela. Pero, sin desechar estas razones expuestas, puede alegarse un motivo más profundo. Se ha dicho que el exilio genera poesía porque es la expresión de un mundo interior, el cual no requiere el apoyo de un contexto. Es más difícil crear novela o teatro, necesitados de una realidad que describir. Federico Patán comenta que «la prosa nace con la experiencia de la vida» y, como añade Eduardo Mateo Gambarte, esta generación tuvo durante mucho tiempo la experiencia de prestado. Sin conocer la realidad mexicana, el marco narrativo podría ser bien el de la propia literatura, bien el del mundo interior. O ambos, como sucede en la obra de Angelina Muñiz. En esta isla que es el exilio, sólo cabe indagar en el breve territorio de uno mismo, aunque plagado de profundas cuevas, de palabras. Con el tiempo, estos escritores de la segunda [15] generación derivaron a zonas más abstractas, como el ensayo especulativo, la crítica literaria y artística. Esta memoria constituida de relatos ajenos acaba instalándose definitivamente en el sentimiento de ausencia, porque es el que ha moldeado y prefigurado las vidas de los miembros de la segunda generación. Al vivir desde la niñez en la situación de exilio, se acomodan en la propia añoranza de lo perdido. La identidad la otorga el sentimiento de pérdida, no aquella tierra de la que no poseen ni recuerdos propios. Dice Tomás Segovia: «El exilio debería, por lo menos, enseñarnos que la añoranza por un país perdido, seguramente legítima, no pasa de ser una nostalgia sentimental, si no comprende al mismo tiempo, que la pérdida es más nuestra que lo perdido; que la restauración de lo perdido sería una negación de nuestra vida, más radical aún que su ausencia, porque es esa propia vida la que hizo lo perdido». España acaba siendo sólo la forma de llamar el vacío. Van a crear su España a través de la palabra, alimentada por otras palabras. Como describe Angelina Muñiz en su novela Dulcinea encantada (1992), donde tendría que estar el recuerdo de España hay un vacío: «Nunca me has mencionado, Dulcinea, qué recuerdas de España. De antes que te embarcaran a Rusia. Porque algo debes recordar. O ¿no quieres recordar? / La verdad es que nunca he querido esforzarme por recordar esos años. Es un gran hueco negro que no recuerdo. / ¿No recuerdas?» [DE: 109]. Respecto a ese tiempo, sólo puede inventar: «Podría inventar, pero no recordar» [DE: 110]. Toda la memoria se sostiene con la realidad que construye la palabra. Como decía Vossler, «la palabra es el hecho fundamental, se convierte en el espacio de espera, donde los hombres despojados de su tierra crean un nuevo hogar». El exilio provoca que [16] se busquen nuevas fronteras, al haber perdido las que ofrecía el espacio natal. La palabra ofrece esta nueva delimitación. A través de ella se busca la verdad que fracasó y provocó el exilio. La realidad de la palabra suplanta la realidad añorada y, de esta forma, consigue alejar el exilio. Escribir, pues, es la única forma de mitigarlo, al ir en busca del paraíso perdido. Al final, la única realidad vivida es la realidad creada sobre el papel.

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La palabra, a su vez, también acaba exiliándose. Los hispanomexicanos, al no sentirse de ninguna parte, se pueden sentir de todas al mismo tiempo, por lo que practican una escritura que, con el paso del tiempo, huye cada vez más de localismos, en busca de esa universalidad en la que participan sentimentalmente. Entre dos usos en el habla, se busca trascenderlos en la escritura. Los miembros de esta generación, en palabras de Angelina Muñiz, «teníamos dos lenguajes hasta en la vida cotidiana. En casa, en el exilio (en los colegios, añadiríamos), se utilizaba el de España; en el mercado, en la calle, se tenía que utilizar el lenguaje mexicano. Esto nos hizo crearnos un lenguaje neutro que sirviera para todo. Aun así, en el momento que estamos con españoles empezamos a hablar como españoles. Esta esquizofrenia la tienes que llevar hasta el lenguaje. Por eso sería interesante analizar el estilo de nuestra generación, porque todos, creo yo, hemos procurado usar un lenguaje más universal que pueda funcionar en cualquier parte, más que muy mexicano o el español actual, que no lo conocemos porque no vivimos en España». Desvinculada de toda tierra, la palabra es, por sí misma, un espacio donde hallar la identidad. Con el paso de los años, sólo va a quedar la lengua como fundamento de la íntima realidad del escritor. Tomás Segovia señala cómo el poeta «es el que pertenece a la Palabra, y no al revés», siendo su vida «una suma de exilios: de la patria, de la familia, del amor, etc.». Igualmente, [17] Angelina Muñiz encuentra en la palabra su referencia y su credo: «Habiendo perdido la tierra propia me aferré a la tierra de las palabras. Que se me convirtió en sagrada». No queda otra tierra, como lo plasman los peregrinos de la obra de Angelina Muñiz o los nómadas de la poesía de Tomás Segovia. EXILIO CONSTANTE, EXILIO CAMBIANTE Exilio y palabra, pues, configuran la identidad de Angelina Muñiz. Ambos forman parte de su ser. Para la autora, vitalmente, el exilio lo abarca todo: «El exilio como centro de la vida es todo: una idea, un concepto, algo abstracto o algo concreto». Todos los exilios forman parte de su obra, porque reflejan una situación del ser humano, la de la imposibilidad de abarcarlo todo: «El exilio es mi tema central. Se relaciona con toda mi obra: desde el exilio bíblico hasta el exilio de 1492 de los judíos de España, desde el mío propio en 1939 y cualquier otra situación de exilio que siempre existe en todas las personas. Uno no puede estar integrado a todo por más que quiera». Además, su particular suma de varios exilios favorece que «se convierta en un tema obsesivo que permea a los otros». La escritura es su otra constante, su necesidad básica: «Lo que deseo y necesito es escribir. Lo demás es secundario» [JE: 41]. Al tener las raíces en el aire, únicamente en la palabra encuentra tierra firme. El relato es el espacio que Angelina Muñiz escoge como tierra propia, porque le permite crear su propio mundo, ya que de la realidad exterior todos nos sentimos exiliados. [18] Ya desde niña tenía clara su vocación de escritora. En el ámbito familiar se vivió con división de pareceres su gusto por la escritura. Su padre censuraba la actividad de Angelina Muñiz, mientras que su madre la defendía. Tal escisión familiar provocó que sus textos no salieran a la luz pública, hasta que el que iba a ser su marido, Alberto Huberman, la animó

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a ello. En la década de los sesenta empieza a publicar sus primeros relatos y reseñas en la prensa mexicana, recogidos posteriormente en Primicias (1990). En estas creaciones iniciales, la autora reconoce ya la presencia de algunas de sus obsesiones y rasgos estilísticos esenciales [P: 9]. La soledad une a la mayoría de los personajes de estos relatos, provocada por su sentimiento de extrañeza y de vacío hacia la realidad que les envuelve. En otras palabras, a pesar de estar en un supuesto ambiente cotidiano y familiar, se sienten exiliados. Algunos de estos personajes ya recurren a la escritura como punto de apoyo. La narradora de «Yo odio» odia a toda la gente porque se siente incomprendida, como si el idioma que hablaran ellas y los demás no fuera el mismo. Envuelta de personas, siente el silencio y la soledad. Ante la incomprensión del resto del mundo, escribir se convierte en una forma de diálogo: «¿a quién entonces hablar? ¿A esta hoja de papel, perdida entre tantas otras de este diario de odio?» [P: 64]. En «Carta a Robert» el personaje también está solo: «Sola frente al papel en que escribo. Blanco y blanco ante mí: hojas, papeles, palabras» [P: 88]. El sentimiento de exilio de este personaje llega por su honda conciencia del paso del tiempo: «Yo nunca puedo estar en un lugar. Pienso que el tiempo corre, que dejaré de estar ahí, lo mismo que antes no estaba» [P: 88]. Escribir parece el único consuelo, mientras espera que el tiempo corra y llegue la muerte que ya «viene por los caminos» [P: 89]; porque, como dice la moribunda de «Otra muerte», «la realidad es que sólo cuenta la tierra [19] fiel, aquella que aguarda al final del camino» [P: 95]. El resto es ficción sobre el vacío. El exilio, pues, está presente ya desde sus primeros textos. Pero reiteración no implica anquilosamiento. Se debe cambiar para sobrevivir. Como parte del fluir de la vida, la visión del exilio va evolucionando con el paso de los años, así como la escritura que la acompaña. La autora, al igual que sus personajes, utiliza la palabra como espejo en el que observarse. Moldeándose recíprocamente las dos imágenes, fluye el cambio. Así pues, este sentir de soledad y exilio que ya aparece en sus primeros relatos va a provocar una decantación hacia, en palabras de la autora, «una actitud neomística». El mundo no comprobable se va a ofrecer como respuesta a la confusión contemporánea [JE: 34]. Sentirse de ninguna parte incentiva una búsqueda de respuestas en la trascendencia. Quizá más allá existan las claves para ordenar el caos aquí. Pero este más allá empieza, no fuera, sino en senderos que se pierden en el interior del ser humano. Sin embargo, esta vivencia metafísica de exilio no se vierte, inicialmente, en una literatura donde se cuenten directamente las circunstancias concretas que la provocaron. En sus primeras novelas, pensadas como trilogía, el exilio es un motivo central para generar la ficción. Pero no es la constante que lleva a la autora a unificar las tres obras. La temática que las relaciona es el hecho de enmarcar el desarraigo en mundos alejados cronológicamente: «Morada interior, Tierra adentro y La guerra del Unicornio los pensé como una trilogía. Aunque la última debió ser la primera. La idea era recuperar ese mundo que yo amo tanto en la literatura. La mística por un lado, la épica y la idea de la salida de España de los judíos. Así termina una etapa». Igualmente, [20] las tres desarrollan tramas situadas en España. Pueden considerarse como novelas históricas, anunciando el género que se desarrolló con posterioridad en la literatura mexicana [JE: 35]. Estos textos iniciales,

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a pesar de no tratar directamente las circunstancias del exilio republicano, emanan un hondo dolor provocado por el destierro. Morada interior (1972) recrea la situación de exilio de Santa Teresa, motivada por su oculto origen judío. Por sentimiento afín, Angelina Muñiz reconoce este exilio interior del personaje histórico y decide recrearlo a la mediada de sus obsesiones: «Se me ocurrió volver a interpretar la vida de Santa Teresa. Ella pertenece a una familia de judíos conversos, eso la lleva a crear un exilio interior. Mi propia situación de exilio me lleva a intuir situaciones de exilio». La Santa Teresa de Morada interior, al haberse estado negando el secreto, vive escindida de su auténtica identidad. Pero la palabra le hace enfrentarse a ello. A través de la escritura de un diario, va emergiendo la intimidad que el personaje ha intentado relegar al olvido. En proceso paralelo, la autora utiliza la ficción literaria para aproximarse a su propio sentir de exilio. En el fondo, a pesar de la distancia temporal con el personaje místico, está tratando el sentimiento contemporáneo de desarraigo. Santa Teresa se le convirtió «en un yo contemporáneo: sin raíces: sin fe: en busca de identidad: en el exilio y en la separación: en el centro de un erotismo silencioso» [JE: 34]. Esta contemporaneidad es aprovechada por la autora para incorporar referencias a exilios que le son muy cercanos y reflexionar sobre ellos. Como ella misma afirma, «Santa Teresa como personaje me permitió seguir buscando». Angelina Muñiz, mediante la recreación literaria, reconduce la situación histórica hasta su sentir contemporáneo. En diversas ocasiones, rompe con el discurso temporal e inserta referencias al holocausto judío y al [21] exilio republicano de 1939. Todos los sentimientos de exilio acaban convergiendo en un mismo vacío. Con la siguiente novela, Tierra adentro (1977), vuelve a escoger un exilio alejado en el tiempo. También es un peregrinaje, ya no solamente interior, sino por distintas tierras. Toma como referente la novela picaresca del Siglo de Oro para crear un personaje cuya vida podría parecer la de un pícaro, pero cuyos ideales no lo son. La autora pretende «exponer la idea del exilio por intermedio de un personaje judío que debe abandonar España antes que ser forzado a cambiar su religión» [JE: 35]. El personaje judío inicia una huida de la España del siglo XVI, peregrinando hacia Tierra Santa. Al mismo tiempo, es un viaje hacia el interior de sí mismo. Se espera, al final de este doble peregrinaje, encontrar tanto la tierra como el saber donde ubicarse. Igual que sus personajes, Angelina Muñiz parece pretender, a través de la palabra creadora, este mismo viaje hacia la profundidad de sí misma, donde, despojado, sólo existe el exilio. Finalmente, en la tercera novela de esta trilogía, La guerra del Unicornio, trata el tema de la guerra de forma alegórica, con lo que pretende superar la herida provocada por el conflicto bélico y el exilio: «La guerra del Unicornio conjugó muchas cosas. Quería hacer una novela de aventuras y de caballería, como un cuento de hadas. Al mismo tiempo quería escribir algo sobre la guerra civil y el exilio. [...] Busqué libros de historia y describí una de las batallas: la del Ebro. No podía escribir directamente una novela sobre la guerra, lo único que quedaba era alegorizar y esos personajes me lo permitieron; además de que representaban la historia medieval de España sin negar la existencia del pueblo árabe, judío y cristiano. De hecho son los tres que van a pelear aliados. Quería sacarme la espina de la guerra». Mediante la literatura, recrea el suceso e inventa una comunión [22] que es precisamente la que no existió y provocó la guerra fratricida. A través de la recreación

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literaria, pues, se busca un progreso interior que permita afrontar, cada vez más desnudamente, la memoria. La poesía le permitió dar el paso para tratar directamente su situación de exilio. En palabras de la autora, «todas mis primeras novelas están situadas en la Edad Media y en el Renacimiento. A partir del libro de poemas [Vilano al viento] pude pasar al mundo contemporáneo y a tratar del exilio. Porque nunca podía escribir una novela sobre el exilio ni un cuento ni nada. En el momento de enfrentarme no podía. No se me da mucho la literatura realista, en lo mío entra mucho lo mágico. Todo lo hice alegórico: La guerra del Unicornio es la guerra civil española. La poesía me permitió salir de esto. A partir de ahí puedo enfrentarme con más naturalidad». Esta problemática la comparte el resto de miembros de esta generación. El libro de poemas que sigue a la trilogía inicial, Vilano al viento (1982), describe ya directamente las vivencias de exilio. Con estilo depurado, toca el núcleo de la condición de desarraigo: «El exilio / Siempre el exilio / En el centro / el exilio». Pero el centro nunca se alcanza y, por ello, la autora debe continuar adentrándose en el exilio. En la búsqueda a través de la literatura, Angelina Muñiz se refleja en ella. En las primeras obras infiltra su sentir en personajes situados en ambientes lejanos. Con el paso del tiempo, las circunstancias de los seres creados también se vuelven cercanas y sus vivencias tienen mucho de la autora. El exilio, cada vez más, ha sido una realidad que se ha podido mirar cara a cara, porque el transcurso de los años va permitiendo analizar las circunstancias con mayor objetividad. Acompañando a esta aproximación de las vivencias literarias y personales, el dolor se va [23] suavizando y sus obras empiezan a destilar ironía. La poeticidad va dando paso al humor, producto de cierto distanciamiento ante sus obsesiones. En un inicio, sólo el tono poético permitía afrontarlas; progresivamente, va aumentando la frecuencia de imágenes más directas a través de un lenguaje que se despoja de vestiduras. En una introspección que no cesa, el exilio puede desnudarse cada vez más ante el espejo de la palabra. Por ejemplo, su novela Dulcinea encantada es la novela del exilio que desde su época universitaria había querido escribir, aunque a lo largo de treinta años ha sufrido tantas recreaciones, tantas espirales, que el resultado final es irreconocible. Con el paso del tiempo, el significado de exilio se va interiorizando y, como el resto de vivencias y sentires, acaba recreándose y respondiendo a una exclusiva realidad subjetiva que, claro está, tiene lazos con la exterior, para no acabar en la locura de, por ejemplo, Dulcinea, protagonista de Dulcinea encantada. Así explica Angelina Muñiz la evolución de su concepto de exilio: «Yo seguí escribiendo porque [el exilio] era algo no resuelto, ni siquiera en este libro [Vilano al viento] lo está. Es algo que ya no me preocupa como antes, pero es una marca que siempre estará. Este exilio puede ser totalmente sui generis, quizá no sea 'el exilio' sino mi exilio subjetivo, aunque tiene de ambos porque no está creado en el aire». Finalmente, el destierro se convierte en una parte más del ser, pero, lejos de sentirse de forma negativa y dolorosa, da libertad: «Si bien el exilio es obsesivo, tampoco se me convirtió en una carga negativa. Me acompaña y me acompañará siempre. Es tan parte mía que ya no se me desprende, a la manera de miembro del cuerpo. Pero no me abruma, ni provoca mis lamentos, ni me paraliza. Antes bien, todo lo contrario. Se me ha encarnado en nuevas formas, en nuevos rumbos, [24] en grandes espacios abiertos, en carencia de límites y fronteras. En libertad y hasta en anarquía» [JE: 11]. Todo ello, evidentemente, expresado

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a través de la palabra, espejo de la memoria constantemente recreada. Pero como las obsesiones no desaparecen, debe continuar recreando y despojando la palabra para alcanzar esa expresión justa que todo lo clarifique, como intenta el buen cabalista. HACIA EL NOMBRE EXACTO DEL SABER Encontrar la palabra justa significaría hallar la palabra que compendie todo el conocimiento, perdido tras la mítica expulsión del paraíso. Tras este vocablo divino, van los cabalistas. La Cábala ha ejercido una gran influencia en el pensamiento de la escritora o, más bien, este método de contemplación religiosa confluye con su óptica vital. Si por la condición de exilio la autora se instalaba en la lengua, su obsesión por el judaísmo la lleva a descubrir este sistema místico en el que, precisamente, la palabra es el eje central. De este interés de la autora por el tema cabalístico, ha surgido, entre otras publicaciones, el ensayo Las raíces y las ramas. Fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea (1993). En él define la Cábala como «un método de contemplación religiosa y de análisis semántico. Es un sistema teosófico que aspira a conocer a la Divinidad directamente (prescindiendo de la revelación) por medios lingüísticos. Se basa en la comprensión de las emanaciones de Dios o intermediarios divinos, para lo cual emplea ciertas técnicas que le permiten interpretar las letras del alfabeto hebreo, con fines de contemplación mística» [RR: 14]. Así pues, según dicha tradición, la palabra esconde la esencia divina. En el libro cabalístico Zohar se comenta cómo el ser humano olvidó el conocimiento tras cometer el pecado original. Después de pasar la penitencia sólo pudo acceder a una breve [25] parte del secreto existencial. Por tanto, cuando se alcance la verdad que ha quedado oculta, finalizará el exilio. Recuperar el nombre exacto de Dios va a significar el reencuentro con la plenitud olvidada. La escritura de Angelina Muñiz sigue estas directrices cabalísticas, en las que el lenguaje tiene que buscar el acoplamiento perfecto con el universo que intenta describir. La estética se convierte en ética. Ser escritora «es un oficio de tal responsabilidad y de tal sentido ético, que la única comparación posible [que] se me ocurre es con la del cabalista que reescribe los textos sagrados con la mayor perfección, porque equivocar una letra sería destruir el universo. Por lo tanto, mi estética es una ética del lenguaje. Procuro escoger la palabra precisa, la que significa exactamente lo requerido y desdeño modas y actitudes circunstanciales. Me dirijo al meollo y aparto la corteza» [JE: 32]. En otras palabras, Angelina Muñiz rechaza cualquier imposición lingüística a favor de su personal búsqueda a través del lenguaje. Rompe con el lenguaje convencional al pretender rescatar la íntima verdad subjetiva. Su estilo, pues, es una transgresión de la palabra dada. La palabra, desde sus mismos orígenes, ha conducido al engaño y a la coacción. Ha negado la verdad al ser humano y le ha limitado la libertad. El relato «En el principio, el verbo» cuenta cómo los primeros sonidos nacen para poder diferenciar lo bueno [26] y lo malo, «con lo cual acaban de perder la libertad el hombre y la mujer. Ya dividieron las cosas. Ya pueden calificar el mundo a su alrededor. Ya nació el error, la equivocación, la diferencia, la pretensión, lo permitido, lo prohibido, lo subjetivo y lo cruel» [MP: 56]. Con

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los primeros sonidos, se origina la limitación impuesta a la vida. Luego viene el uso convencional que va desgastando los sentidos, y hay vivencias que quedan en el ámbito de lo inefable «porque hay palabras que estorban. Palabras que se han desgastado. Palabras que ya no suenan. Palabras que, sin embargo, aún significan, lejos, muy lejos», como se dice en otro relato, «Huerto cerrado, huerto sellado», que da título al libro en el que se incluye [HC, HS: 79]. La escritura de Angelina Muñiz pretende ir acercándose, de nuevo, al significado. Para ello «sólo queda volver a las palabras más sencillas, a la depuración total del lenguaje, a la absoluta humildad del amor de cada día» [HC, HS: 79]. Su literatura evoluciona hacia la sencillez, desnudándose de retóricas que camuflan el pálpito interior. La autora entiende esta evolución como un proceso místico. Su prosa se ha hecho «más desnuda. Eso sería la búsqueda mística en el lenguaje. De las tres vías, ésta sería la purgativa, ir sacando. Sacar lo que estorba. Después lo iluminativo. Por lo tanto, el lenguaje se tiene que ir desnudando. A veces uno está muy enamorado del lenguaje, lo cargas de adjetivos. Y luego es doloroso irlo dejando en la esencia. Dejar la frase cada vez más desnuda. Realmente, es ahí donde veo el trabajo que yo he hecho. Sí hay una aspiración a la desnudez. Por eso, ahora lo que estoy escribiendo en este momento no tiene metáforas, ni casi empleo adjetivos. Ni verbos. No conjugados, en infinitivo». Busca la recuperación del sentido perdido, pero siempre desde la visión más personal e intransferible. Pretende encontrar aquel valor expresivo que considera su verdad. [27] La escritura es la forma de ordenar el caos creado por el exilio: «[...] estoy tratando de equilibrar el caos que me rodea por medio de la expresión literaria; de los paisajes, de lo poético». Pero este orden personal no implica terminar con la libertad, ya que no impone un determinismo categórico, sino que sólo es una forma para poder entenderse: «Sí necesito crear un orden, si no, no se puede vivir. Pero no un orden estático. Pensaría en términos cabalísticos, donde tenemos que decir uno, dos, tres, para poder entendernos. Pero no quiere decir que el dos está en lugar inferior al uno. [...] Me sucede lo mismo con las palabras. A veces yo pongo un punto. Si voy a utilizar otro adjetivo no quiero que se vea que el segundo vale menos que el primero. Pero tenemos que hacerlo, porque si no sería el caos. Si no se lleva el orden sintáctico, también sería el caos». En otras palabras, estipula un cierto orden, inherente al propio lenguaje, pero a partir de él actúa con libertad total para poder conseguir la expresividad deseada. Con ella se alcanzaría también la libertad de ese escondido mundo interior, que está más allá de esquemas éticos o morales impuestos. Angelina Muñiz recoge la tradición tanto lingüística como literaria y la subvierte para mostrar lo que quedó latente. Mediante la palabra, pretende revolver los mundos internos y mostrar, más allá de censuras morales, el auténtico fluir vital. Con la transgresión, se ilumina: «Escribir es un absorbente gozo de los sentidos y del alma: de la memoria y del tiempo. [...] Es un volver y revolver mundos internos que de la oscuridad emergen a la claridad. Es un regalo y un cincelamiento de la palabra viva que transforma el impulso del pecado en impulso lumínico» [JE: 33]. Este mundo en libertad es el ofrecido al lector. [28]

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MEMORIA E INDIVIDUALIDAD: LA TRADICIÓN RECREADA Intentando capturar la esencia a través de la escritura, va saliendo de su mano texto tras texto. En cada uno de ellos intenta una mayor depuración, un mayor acercamiento a la cumbre de su personal escala del conocimiento. Su particular ascensión hacia el saber va a partir de los caminos ya trazados. Para el exiliado la invocación de la memoria es fundamental, porque en ella están las claves de su identidad: los recuerdos que han de recomponerse para obtener el sentido de uno mismo. Su memoria es como la isla simbólica en la que se encuentra «El hombre desasido» [MP]. La guerra ha roto su pertenencia a una historia. Sin este vínculo deja de ser por no poder definirse en relación a nada. Sólo le queda la obsesiva memoria de lo pasado, que siempre da vueltas en torno a lo mismo: «¿Qué hace en esa isla en la que cree estar? En el promontorio. Al pie del faro. Pues ha perdido la historia y la relación. La historia en el transcurso de hacerse. No es parte de nada: le rodea el agua por todos lados: puede ser un cuadrado o un círculo. La relación que ha perdido es la del eslabón de la cadena: un eslabón arrancado no significa. / ¿Qué le queda? La obsesiva circulante memoria: lo pasado y lo muerto» [MP: 63]. Como la memoria de nuestra autora ha sido formada a través de la palabra, los relatos se convierten, ya no sólo en un material más para su recreación literaria, sino en su punto de partida esencial para elaborar sus propios relatos. Pero la marcada individualidad que otorga el exilio provoca una mirada rebelde hacia la tradición. Se debe desordenar, alterar, según los propios criterios de orden. Hay que recrear el mundo que ha quedado destruido por el exilio, pero, con los referentes externos perdidos, sólo se puede contar con aquellos surgidos de uno mismo. Únicamente tomando este camino estrictamente subjetivo se podrá progresar en esta vuelta hacia el olvido, hacia el origen, donde la memoria ya no tiene sentido. [29] Cábala significa tradición. Es acercarse al conocimiento a partir de la sabiduría que aporta el pasado heredado. Como se ha dicho, la Cábala interesa a Angelina Muñiz como método de búsqueda existencial a través de la palabra. Pero probablemente el interés disminuiría si no concediera un infinito margen de libertad, si no hubiera un inmenso espacio para la imaginación y la interpretación. La doctrina de la Cábala enseña a leer lo que queda más allá del discurso escrito: «Enseña a leer no sólo lo escrito, sino aquello que está en los espacios en blanco: de ahí que abra el camino a la imaginación, al misticismo y al simbolismo» [LF: 17]. Como dice en su poema «Los cabalistas», «la página no dice lo que dice / sino lo que hay más allá de lo que dice» [OC: 18]. El Zohar avisa de la subjetividad de la imagen divina: «La forma bajo la que Dios se nos manifiesta es subjetiva, depende del atributo que haga valer y de las criaturas a las que se revele». Para cada lector corresponde una verdad, una exclusiva interpretación. Y Angelina Muñiz, como una lectora más, extrae su propia verdad de los textos sagrados, su propia lectura. En su ensayo sobre la Cábala hace referencia a cómo el Zohar comenta que cada palabra de la Torá tiene muchas interpretaciones, iluminadas por la luz divina. Cada individuo alcanza su íntima explicación, «cada hombre posee su propio y único acceso a la Revelación», porque «La Torá es un libro abierto en el que el aire hace volar letras y palabras» [RR: 20-21]. Cada cabalista podrá combinar y volver a combinar las letras, las palabras, en busca de su nombre perfecto.

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La interpretación de las Escrituras puede basarse en distintos niveles de textualidad, aunque quedarse en el literal significa estar muy alejado de la esencia. Igualmente, los textos de la [30] autora tienen distintos niveles. Quiere mantener un diálogo con el lector, creándole la misma tensión que presentan sus personajes en la búsqueda constante del saber. Este diálogo se origina en la intertextualidad. Las obras de Angelina Muñiz hablan con otros textos provenientes de distintas tradiciones. Para conseguir desvelar las referencias, unas veces más implícitas, otras no tan escondidas, el lector necesita un conocimiento previo. Como cabalista, el lector tiene que estar preparado para recibir la revelación escondida en el relato, debe saber profundizar en él y extraer los sentidos ocultos por tener referentes de otros textos. Conocer para poder descubrir, para poder leer en los espacios en blanco. Comenta Angelina en relación a La guerra del Unicornio: «Como trataba de imitar el lenguaje medieval, sobre todo el romancero, hice muchas partes como versificadas irregularmente como es el romancero: siete, ocho, nueve sílabas. Pero lo puse seguido. Sin embargo, lo que aparecía como verso, eran ideas matrices. Yo lo que hago es pedirle mucho al lector. Quiero establecer un diálogo con el lector porque le estoy dando muchas posibilidades, pienso yo». Sin embargo, tal sugestión no imposibilita la lectura a un nivel más superficial y «se puede leer como una historia». Si el lector puede dialogar, significa que va a aportar su parte creativa. Como los cabalistas, va a aprovechar los espacios en blanco para escribir lo que su imaginación le dicta. En este acto creador nace el placer de la lectura: «El lector es capaz de completar la obra literaria agregando e imaginando, lo que el autor omitió, y se despierta en el lector la parte creativa, para convertir la lectura en un placer». No hay dogmatismo que se imponga sobre la interpretación del texto. Es un espacio de libertad al que el lector se aproxima. [31] Cada lectura que uno haga es una realidad más en el abanico de las versiones y recreaciones. La versión que el sujeto decida dar a las historias va a ser la realidad en la que se instale. Sin existir la palabra justa que remita al concepto perfecto, todos los vocablos ofrecen sentidos nuevos a cada lectura, como comenta Angelina Muñiz: «No hay texto definitivo, todos son sólo interpretaciones y nuevas lecturas». En uno de los relatos contados en Las confidentes (1997), las dos mujeres discuten acerca de su final. Cada una lo interpreta de manera distinta según sus preferencias. Igualmente, queda en las manos del oyente escoger el desenlace que más le guste. Comenta la relatora: «lo dejo abierto al gusto del oyente» [C: 53]. Las interpretaciones pueden resultar radicalmente opuestas, según el punto de vista del que se parta, como sucede en la «Historia 13» de estas dos narradoras infatigables: «-Ésta será una historia de duelos y quebrantos. / -Es decir, de humor» [C: 133]. La interpretación escogida va a ser la verdad de uno. La realidad está en la historia en sí. La realidad consiste en dar la propia interpretación y versión a cada una de las historias, como bien sabe Dulcinea [DE], personaje que vive exclusivamente en su realidad creada: «No importa que sea verdadera o inventada: el hecho está en contar la historia: la realidad está en imaginar. En alfabetizar y en enumerar. Para eso sirven las historias. Para que, desde el momento en que Dulcinea las oiga, empiece a interpretarlas y a convertirlas en otras historias. Para que todo encaje perfectamente. Para que los cabos sueltos se anuden. Para que los misterios se esclarezca[n]. Para que las incongruencias sean ley de racionalidad» [DE: 128]. Se multiplican las versiones y la realidad se quiebra en fragmentos. No hay un referente objetivable en el espacio abierto por

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el exilio, sino tantas verdades como miradas. Cuando el oyente o lector se cree una versión, [32] queda incorporada a su realidad particular. En «El telón del sueño» [HC, HS] la gente siente miedo de un presunto asesino y crea rumores en torno a él. Dicen que ha empezado a matar de nuevo y esta afirmación, al ser creída, se convierte en realidad para los relatores y oyentes: «Tienen miedo y todos hablan de él. / El criminal ha empezado a matar de nuevo. Eso dicen» [HC, HS: 72]. El narrador utiliza como fuente de información la historia explicada: «Tal vez haya matado a varias niñas, pero yo no lo sé, ni tampoco lo he visto. Dicen» [HC, HS: 72]. El rumor acaba siendo realidad, confirmándoselo al lector las intenciones que tiene el personaje de matar a una niña. Cada lector u oyente realiza su particular reescritura de la historia, su exclusiva forma de revivirla, como Angelina Muñiz podría considerar que hizo «El iluminador de Alexandre» [SE], copista que iría modificando la historia de Alexandre según los devaneos de sus pensamientos. El resultado de su recreación se convierte en una nueva realidad sobre los hechos y podría ser una de las historias, una de las versiones, que nosotros leemos. Gundisalvus, el nombre de este iluminador de manuscritos, es precisamente la forma latinizada de Gonzalo, resultando una alusión a Gonzalo de Berceo, posible autor del Libro de Alexandre. El relato de la autora es, por tanto, una recreación de una probable recreación efectuada ya por el clérigo en el siglo XIII. Si cada lectura provoca una interpretación exclusiva, Angelina Muñiz ha formado su personal visión de los textos de la tradición y, partiendo de esta íntima verdad que le revelan, realiza su propia versión. Niega el camino pero no la tradición: se cuenta con ella para recrearla, como hicieron los místicos con el Cantar de los Cantares o la lírica tradicional. No importa si es literatura o historia, porque todo pasa por el mismo filtro de la interpretación subjetiva. Así pues, la Biblia, textos clásicos, [33] obras del Medievo o del Siglo de Oro español, aspectos de la tradición judía, personajes históricos o literarios, son todos ellos la base para las propias creaciones de la autora. Su lectura de los textos es transgresora, ya que se salta los códigos establecidos y busca lo que está más allá de la aparente tranquilidad cotidiana. A través de su palabra quiere sacar a la luz los sentires que las personas tememos. «Transmutaciones» es precisamente el subtítulo que da a De magias y prodigios. El deseo transforma a los personajes y les hace cambiar el comportamiento adoptado en la tradición de la cual provienen, para intentar hallar lo inhallable. En esta obra, el único paradigma que parece seguir la autora es el de la libertad. Angelina Muñiz quiere mostrar la parte oculta del mundo interior de las gentes: «Me interesa profundizar en esas relaciones que la gente tiene miedo de mencionar. Esto es lo que yo llamo transgredir. Todos los temores que llevamos dentro, que no queremos decir, que no queremos reconocer». Con su palabra, abre en canal a los personajes y deja que el lector sienta el latir escondido. Quiere que éste se vea desde la naturaleza humana, sin la óptica de la moral convencional: [34] «Yo veo como varias facetas en lo que escribo. Una es ésa: sacar todo lo negro de dentro, pero de una forma que no sea hiriente, que puede ser tremenda, pero verla con naturalidad. Sería eso: ¿Por qué no ver el incesto con naturalidad? ¿Por qué no desear la muerte del padre con naturalidad? En vez de escandalizarse o considerarla con complejo de culpa». En sus relatos expone a la vista del lector sentimientos que, considera, han

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seguido una corriente subterránea a lo largo de la tradición. Por citar algunos ejemplos, en «Yocasta confiesa» [HC, HS] el personaje muestra ser consciente de que Edipo es su hijo. Santa Teresa [MI] mezcla la mística con un fuerte deseo carnal hacia su primo. O la Giulietta creada en «Mercucio» [MP], a diferencia de la de Shakespeare, desprecia su boda con Romeo. En esta historia las dos familias se han reconciliado para conseguir la tranquilidad. Giulietta odia la mediocridad a la que se ha llegado, al desvanecerse la pasión de la tragedia shakespeariana. Pretende desmoronar este mundo armónico y falto de intensidad. Impondrá el dolor y la muerte como forma de rebelarse contra los pactos, la ausencia de pasiones: «Giulietta escapará. No soporta los contratos, ni la compraventa. Quiere que de los cuerpos fluya sangre. Infligir dolor. Desgarrar la carne. Arrancarse de sí y de los demás. La afilada hoja de cuchillo. El delicado veneno. El filtro enloquecedor» [MP: 13]. Giulietta y Mercucio saben que cuando mantengan relaciones sexuales van a alterar el orden impuesto y engañoso. Rompen con la etiqueta que se les ha colgado y con la que se les ha limitado su ser: «Y cada uno lo sabía. Mercucio ya no sería el alquimista aclamado ni Giulietta la esposa requerida. En sí conjugarían el fin de los tiempos. La caída del engaño. No más actuar conforme a buenas reglas. La primera revuelta y el primer corte. Todo orden trastocado. Toda ley subvertida» [MP: 14-15]. Los personajes se [35] rebelan contra las imposiciones e intentan corresponder a las inquietudes de su mundo interior. En «El peregrino de Randa» [MP] presenta, según su lectura de la historia, el auténtico sentir de Ramón Llull. En el relato se constatan las distintas versiones sobre la vida del religioso. Esta sucesión de relatos tiñe de ambigüedad la historia, la cual acaba siendo aquello que se cuenta: «Su vida que después habrá de dictar a los monjes y que la leyenda transformará. Que se multiplicará en versiones, que se agregará y quitará, que se cambiará y se revolverá. Por ahora recuerda su primera conversión o lo que se contó que fue su primera conversión. Que muy bien pudo haber sido. O no haber sido» [MP: 25]. En relación con su actitud más esencial, la versión que nos ha llegado desde la tradición es la de que Llull «se embarcó en una cruzada individual al juzgarse llamado a lograr la conversión de los moros cristianos» [RR: 127]. Sin embargo, este relato revela cómo el impulso esencial del personaje no es llegar a convertir infieles, sino escribir. Al octavo día de permanecer en Randa descubre su misión existencial: la escritura. No tiene que dedicar su vida a convertir, sino a plasmar en grafías su mundo interior: «Y fue en el octavo día cuando supo cuál habría de ser su obra. Doblar el arco del silencio. No empeñarse en aberrante lucha por convertir a los infieles, como dijeron los demás. Sino en trasladar el mundo que le bullía por dentro a esos signos y símbolos que tuvo que memorizar bien. Escribir tantos y tantos libros de maravillas e ingenios, de artes mayores y árboles ejemplificales, de encantos y conjuros, de ciencias y saberes» [MP: 27]. La escritura sigue un impulso divino o surgido del interior de uno mismo, lo cual, para Angelina Muñiz, viene a ser lo mismo. Este Llull, en afinidad con la autora, también convierte la escritura en su eje vital. Porque, a través de la palabra, los personajes de la autora igualmente buscan acercarse a la verdad de sí mismos, olvidada por los rincones de la memoria. [36]

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LA MEMORIA DE LOS PERSONAJES CREADOS Pegando recuerdos Buscan en su mundo interior, a través de la palabra, las palabras olvidadas, las palabras heredadas: las palabras, en definitiva, de la memoria. En el pasado quedó la imagen plena del conocimiento. Por ello, se recurre una y otra vez a los recuerdos, incentivada tal búsqueda interior por la melancolía. El exilio provoca este mal crónico. Uno de sus síntomas es el constante intento de recuperar el paraíso del que uno fue expulsado. En melancolía perpetua, los personajes buscan ese no sé qué que les falta. La narradora de «Añoranza» [HC, HS] siente la aparición de «un deseo que nunca hemos satisfecho y que ignoramos de qué modo satisfacer, y que nos aterra morir sin conocer» [HC, HS: 83]; en él reconoce una terrible añoranza: «Es entonces la añoranza la que nos invade: más terrible porque no nos dice qué debemos añorar» [HC, HS: 83]. Cuando estamos a punto de penetrar su secreto, se desvanece: «Pero cuando más segura la creemos tener, cuando estamos a punto de penetrarla y deshacer el enigma, se desvanece, sin dejar rastro, ni concreto ni imaginario» [HC, HS: 84]. Y empieza de nuevo la búsqueda de ese no sé qué indefinible que estuvo a punto de revelarse. Este sentir de ausencia es la causa por la cual el infante Arnaldos [HC, HS] decide embarcarse para descubrir la canción del marinero. El personaje siente que le falta algo indefinible y que, a pesar de rozarlo, nunca llega a descubrir: «Su melancolía nada se la podía curar y sus pérdidas nunca las habría de recobrar. Si iba de caza era para huir al bosque y para olvidar, siempre en busca de algo y nunca sabiendo lo que es. Al despertar, cada mañana, se creía a punto de descubrirlo, pero el motivo se le iba desvaneciendo según avanzaba el día» [HC, HS: 57]. El infante Arnaldos es un exiliado, a pesar de vivir en las tierras donde ha crecido: «Se sentía como en tierra extraña; añoraba [37] otros bosques y otros lagos. Nada le era familiar, a pesar de haberse criado en esas tierras» [HC, HS: 57]. Intentando encontrar un orden para sus pensamientos revueltos, acude a la escritura. Así descubre que vive prisionero y que no ve lo que hay detrás de todas las cosas. Ha perdido algo que no consigue recuperar mediante el recuerdo: «Hay un hueco, hay un vacío en ti. Te falta algo. Algo perdiste, porque no es que no lo vieras, sino la sensación de que lo has perdido. Estás desgarrado, separado, lejos. Vives queriendo recordar un sueño que sabes que soñaste» [HC, HS: 59]. Y buscará el recuerdo en el canto del marinero, al decidir ir al encuentro del misterio escondido en su propia memoria: «Vives esperando una mañana de San Juan en que habrás de ver una galera que a tierras querrá llegar. En la que un marinero vendrá diciendo un cantar sólo para quienes con él se van» [HC, HS: 59]. El personaje de Dulcinea encantada está tan cercano al sentir del personaje de la lírica tradicional, que se compara con él. Empujada por la melancolía, se adentra en los mares de su imaginación, tras la canción que oye en su interior: «El caso es, como el infante Arnaldos, embarcarse para oír la canción que nadie sabe oír. / Pero que Dulcinea oye por dentro» [DE: 177]. Como Don Quijote, esta Dulcinea también está afectada por el humor negro. Podemos comprender perfectamente al personaje del romancero o a Don Quijote porque su sentir es totalmente contemporáneo, como señala Angelina Muñiz: «Hoy la melancolía nos aqueja: es también enfermedad nuestra: propia de este momento y de esta

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vida urbana. Soñamos otros lugares y otros horizontes. Somos exiliados perpetuos: no nos consideramos de aquí ni de ahora. Vagamos sin rumbo. A la deriva. Confusos. Equivocados». [38] Para alcanzar este otro ausente en nuestra realidad cotidiana, se intenta saltar las barreras impuestas y llegar a ese distante espacio de reencuentro. El melancólico transgrede. Transgredir permite alcanzar la revelación de lo oculto. Angelina Muñiz comenta cómo las palabras del melancólico Walter Benjamin «revierten una nueva moral y una nueva libertad». El autor «desenredó el hilo de Ariadna y el laberinto se convirtió en el recoveco de la creación. El hilo que se escapaba unía en el mismo trance revelación y transgresión. La medida estaba en sus manos y la variación sería para el acto final. (Es indudable que Walter Benjamin, como buen melancólico, era hereje.)». Los personajes de la autora, empujados por su melancolía, intentan romper las barreras de la realidad en la que viven y descubrir lo que hay más allá de los límites conocidos. Esta ansiedad crónica revierte al individuo hacia una vida interior. Sintiendo que ha perdido algo, busca incesantemente el recuerdo por su mente, mientras el cuerpo se rinde a la pasividad. Los personajes de Angelina Muñiz bucean en los espacios inexplorados de su memoria. Los recuerdos se recrean continuamente buscando el acceso al conocimiento perdido. El paraíso queda restringido al ámbito subjetivo. Permanece enterrado en las profundidades de la memoria. Todo lo que la conforma debe ser reivindicado, porque cada imagen que aparece en ella tiene su espacio en el mundo personal. Lo que es creído por el individuo adquiere el grado de realidad desde su óptica vital. Para su particular visión, tan real puede ser el fruto de su ficción como un recuerdo de infancia. Vivencias pasadas, relatos leídos o escuchados, sueños e invenciones conforman, sin distinciones, el conglomerado de la memoria. Incluso acaba recayendo sobre ellos el auténtico peso vital. [39] La protagonista de «Somniario» [SE] es escritora de sueños, una realidad que constituye el eje central de su vida: «He aquí que yo, Gala Bretón de los Herreros, sueño todas las noches. Sí. Sueño. Y apunto mis sueños. En libretas especiales. Que algún día serán un libro grueso. Serán mi obra. Mis confesiones. Mi motivo de vida. Porque de día muero y sólo renazco de noche» [SE: 91]. Vive su auténtica existencia por la noche, de la mano de la palabra que relata su realidad onírica. Esta vivencia revela la esencia escondida detrás de las apariencias cotidianas, la verdadera vida del ser humano. La protagonista vive auténticamente cuando escribe sus sueños y, mediante su palabra escrita, puede convertir en realidad los hechos que acontecen en los relatos: «Yo, Gala Bretón de los Herreros, aprovecho las noches para vivir mi verdadera vida. Para realizar los hechos que cuentan. Para encender la vela, para beber agua del vaso, para afilar la punta de los lápices y rasparla en las hojas blancas de la libreta» [SE: 97]. Para este personaje, encontrando una vez más un paralelismo con la autora, la palabra también es el fundamento para crear su mundo, su realidad de sueños. Debido a los vacíos provocados por el olvido, la imaginación, cuando recuerda, complementa los espacios que quedan en blanco. También sucede que, al gusto del pensante, se borran aquellos recuerdos desagradables y se sustituyen por otros que sean más de su agrado. Así pues, la recreación también forma parte de las historias del recuerdo. Son todos ellos los fragmentos que irán configurando el espacio perdido, a medida que se

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vuelvan a poseer mediante la rememoración. El cabalista que imagina la «Ciudad de Oro Amurallada» [SE], al haber borrado su dolorosa infancia, reescribe de nuevo su historia en la memoria. Como judío, sufrió la persecución y la pérdida de los seres queridos y, por lo tanto, de los orígenes. Tuvo que ocultar su identidad. Con las raíces rotas, se inventó la historia personal que hubiera deseado que fuese. Se creó a través del relato, de la escritura: «Aprendí a deslizarme: a introducirme: a sumergirme. Desde entonces. [40] A no ser yo. A inventarme cada día. A nacer cada sol. A escribir mi vida en cualquier trozo de papel: no mi vida de pasos contados, de alimentos escasos, de vestimentas grotescas: sino mi vida imaginada: tal y como debería haber sido: la vida que cada niño cree que es la suya al nacer y que luego le es demostrada su aberración» [SE: 87]. Y recordar, como evidencian los propios personajes, es relatar: el relato es el mecanismo de la mente para ir rescatando las vivencias olvidadas. A Dulcinea «el arte de la memoria se le convierte en el arte de escribir» [DE: 141. Buscar la palabra es el intento de recuperar el paraíso perdido. La literatura se origina con el mito, que intenta referir los orígenes de todo lo existente, rescatando el momento en el que no se conocía el tiempo. Tras el mito, se suceden todas las narraciones. Los personajes de Angelina Muñiz cuentan sus historias, ya sea en su propia mente, ya buscando un oyente o lector. Desde su más radical mundo subjetivo, toda experiencia presente en la memoria es materia de escritura y los relatos resultantes sólo podrán confirmarse desde su íntima verdad. Escritores de su propia memoria, los personajes de Angelina Muñiz escriben relatos (sobre papel o en la propia mente), escriben su realidad. En este relato de la mente se confunden todas sus experiencias, incesantemente reelaboradas. Esta recreación continua de los recuerdos permite ampliar el conocimiento sobre la propia realidad. El movimiento del recordar, pues, es en espiral: este repaso por la memoria cada vez se aproxima más a la imagen total de uno mismo, perdida en las brumas del recuerdo. Con la palabra, se reconstruye un edén que [41] está esparcido, como espejo roto, por los rincones del ser. Tirar del hilo de las historias es la forma de ir despertando los recuerdos, aletargados en las profundidades de la memoria. Dulcinea encantada dedica exclusivamente su vida a la creación y recreación de su historia. Se rebela contra la historia heredada del exilio. No cree en la realidad de esta palabra y, por ello, su memoria está conformada por ficciones que el personaje intenta reconstruir, para obtener la imagen de su identidad. Se apodera de los recuerdos mediante la recreación, amoldándolos con este proceso a la imagen deseada. Como expresión de su voluntad de ruptura total con la realidad exterior, ha dejado de hablar y su escritura sólo se va a ver reflejada en su mente, ya que sus novelas sólo se desarrollan en ella, disponiendo así de la libertad total para poder ser reescritas. Igual que Dulcinea recrea su infancia en una de sus novelas mentales, Angelina Muñiz utiliza sus recuerdos infantiles como material literario. El tema de la infancia está presente ya desde los primeros relatos, como una obsesión más, provocada por la pérdida del paraíso en el que uno vivía de niño. La narradora de «Retrospección» [HC, HS], que podríamos identificar con la voz de Angelina Muñiz, rescata del olvido sus recuerdos de infancia, porque este tiempo forma parte del edén perdido. Rememora sus días paradisiacos en la isla de Cuba, donde gozó de la naturaleza y la soledad, sintiéndose integrada en el cosmos.

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Luego viene el auténtico exilio para ella (no fue, pues, abandonar España), cuando debe dejar este espacio perfecto. Empieza a vivir en la idea constante de retorno y sólo queda «llenar y llenar páginas» como forma de recuperar ese espacio a través de la palabra. Años después, Angelina Muñiz dedica una novela entera a la recreación literaria de esos primeros años, como bien indica el subtítulo: Castillos en la tierra. (Seudomemorias) [42] (1995). La memoria no cesa de ser recreada, en busca de la revelación que nunca llega, de la imagen total. Parece, pues, una labor imposible conseguir ordenar los fragmentos de la memoria y llegar al paraíso del conocimiento. La memoria de Dulcinea encantada es una recreación continua, en la que, entre tantas versiones, no puede reconocerse la verdad. Al haber perdido la fe en el relato, no consigue tampoco acabar de creerse sus realidades creadas y siente cómo se le deshacen los recuerdos. De tanto remover los recuerdos para intentar ordenarlos, acaban por desintegrarse: «Estos objetos los muevo y remuevo, acomodo y desacomodo. Salen del cajón de mi memoria y se me desgranan entre los dedos. Me deleito con ellos y no me decido a tirarlos. Carecen de forma y se están desintegrando» [DE: 187]. La ambigüedad y la duda no permiten que la verdad sea revelada. Cuando la mente está a punto de esclarecerse, llega la oscuridad más absoluta. En el momento que parece darse la culminación de un sentir o pensamiento, sin transición alguna aparece su contrario. La búsqueda acaba siendo un infinito proceso cíclico donde, como mínimo en una primera impresión, al final sólo se consigue regresar al punto de partida. Vuelta tras vuelta por el interior de uno mismo, sólo se llega a la disolución en la nada. La desintegración de la memoria, sus huecos insuperables ya hacen intuir el último saber. El propio proceso cíclico de la memoria para llegar a una verdad parece ser la única certeza alcanzable. Viviendo en las palabras Entre vueltas y revueltas, la memoria acaba intuyendo que ésta es la única realidad por descubrir: recorrer el círculo es recorrer la verdad. A través de la experiencia de su pensamiento cíclico los personajes se van preparando para recibir la iluminación final: saber que el término del trayecto (por la memoria, por [43] la vida) sólo consiste en la vuelta al principio. En el exilio sólo existe el exilio; dando vueltas y revueltas únicamente se alcanza la certeza del círculo en torno a su centro. Tras deshojar todas «Las capas de cebolla» [SE] de la memoria, no queda nada. La revelación esperada es que no hay revelación. Al final, como al principio, únicamente permanece la palabra. La buscada palabra perfecta, síntesis de la totalidad, es el silencio de la muerte. Al cabalista de «En el nombre del Nombre» [HC, HS] la Palabra se le va a revelar cuando cruce el último río, que es decir cuando llegue a la muerte. En el término de la trayectoria vital de Abraham, la palabra revelada se expande por todo el interior de su cuerpo. Se adapta a la forma de sus miembros, como lo hace en el cuerpo de cada individuo, por ser exclusiva cada revelación: «Mientras, la palabra ha sonado, sabe que está ahí, da vueltas y revueltas dentro de él: como la sangre se distribuye por todo el cuerpo, y le va llenando y llenando. Le nutre, le alimenta, le da vida. No tiene forma, se adapta al receptáculo. Circula

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libre, es perfecta, es tersa. Es única» [HC, HS: 20]. No pueden ponerse límites, en este caso lingüísticos, a la libertad. Tras la revelación sólo es posible el silencio, expresión de la intransmisible plenitud buscada: «Ya no habla Abraham. Ya no escribe. La Palabra ha eliminado las palabras. El Nombre es. La revelación no puede ser transmitida. El silencio todo lo llena y alcanza su forma exacta» [HC, HS: 20]. Esta exactitud tan perfecta del silencio sólo se puede dar con la muerte. El personaje ha seguido las doctrinas cabalísticas. El Zohar, respetando las enseñanzas bíblicas, expone cómo el espíritu alcanzará la visión del misterio a la hora de la muerte: «Tal como nos enseña la tradición, en la hora de la muerte, el espíritu del hombre aumenta hasta tal punto que ve cosas que nunca pudo ver, según lo dicho: Aumentas su espíritu y fallecen, y vuelven al polvo de la tierra (Salmos, 104.29). Y, además, está escrito: Ningún hombre podrá verme sin morir (Éxodo, 33.20). Así que el hombre no puede ver lo sobrenatural durante su vida, pero sí en [44] la hora de su muerte». La palabra justa es pronunciada silenciosamente por la muerte. La vida ha sido tan sólo un relato de ficciones sobre la nada. Todo empieza y termina en el Verbo. Como dice un proverbio bíblico, vida y muerte dependen de la lengua (Proverbios, 18.21); el lenguaje nos hace y deshace. Si nada existe, está en las manos del individuo construir su propia realidad, la novela que decida vivir. Una novela que va a explicarse y que sobrevivirá en el recuerdo de quien la oiga o lea. Los personajes de Angelina Muñiz escogen continuar hablando, contando, para mantener vivo el sonido de su existencia y conseguir su perduración en la memoria del oyente. Por tanto, sobrevivir es legar la palabra pronunciada, el relato de la memoria recreada, que es la verdadera imagen que uno tiene de sí mismo. Los personajes de Las confidentes (1997) vierten experiencias propias en los personajes de sus historias o, dicho de otro modo, los personajes son fabulaciones del ser de sus autoras. En un mundo donde la subjetividad ha roto las distinciones entre la realidad y la ficción, lo único importante es contar historias de las que uno se sienta partícipe. Mediante el legado de las narraciones, la relatora busca eternizar la vida de su memoria: «Quieres que yo sea la heredera: la custodia: la que repite las palabras y los sucesos en cadena interminable. A mis hijos. Y mis hijos a sus hijos. Y los suyos a los de ellos» [C: 12]. Sus historias pervivirán después de su muerte, como dice la oyente: «Y aún después de muerta quedarán tus cuentos» [C: 12]. Como bien sabe Paula, el personaje de la «Historia 5» de las confidentes, lo único realmente importante es conseguir legar su memoria a los hijos. Así pues, a pesar de la creación de un mundo interior donde uno sienta su libertad, se necesita del otro para constatar la propia existencia, para entregarla como herencia. Queda únicamente el contar y recontar nuestra memoria, para que los otros [45] se acuerden de que hemos existido. Igualmente, mediante su literatura, Angelina Muñiz pretende que el lector herede su morada interior. EL ESPEJO DE LAS HISTORIAS CREADAS

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Tras la imposible palabra justa, Angelina Muñiz busca acercarse a su silencio. Para ello recrea una vez tras otra las tradiciones que le han llegado. Su literatura es el resultado de la íntima interpretación realizada sobre la herencia: leer, o escuchar, para después asimilar las palabras al estilo de cada uno. No solamente recrea las tradiciones culturales que conoce y que la forman, sino la íntima tradición, la de su propia vida, moldeada con todos los elementos que conforman la memoria. Así pues, la autora se apropió de recuerdos ajenos, como sucede con el relato que le hicieron sus padres del viaje a Cuba, cuando ella sólo tenía dos años. Se apodera de esos recuerdos transformándolos: «Cuando recuerdas algo distinto a lo que tus padres recuerdan ese recuerdo es tuyo». La visión de las cosas es su visión subjetiva, como sucede con el recuerdo infantil de Mérida en su llegada a México: «El recuerdo que tengo es el de los hombres vestidos como en las películas de África, con pantalones cortos, chaquetas de exploradores y casco blanco. Yo no sé si es real, pero es mi visión de Mérida». La recreación, pues, también afecta a su propia biografía, la cual se introduce en sus ficciones como cualquier otra historia. Las palabras de una de las confidentes [C] podríamos aplicarlas perfectamente al quehacer literario de Angelina Muñiz. El personaje está entre sus relatos, adjudicando a sus propios personajes [46] fragmentos de su identidad y viviendo en ellos todo aquello que hubiera deseado. Contar cuentos es una forma de enfrentarse a la muerte, ya que el individuo a través de ellos roza el absoluto anhelado: «Tú no te has dado cuenta, pero entre todas esas antiguas historias me puse yo. Me intercalé en los relatos y usurpé nombres. Atribuí a héroes y heroínas mis pensares y sentires. Lo que yo no había hecho se lo adjudiqué a ellos. Mi unicidad se me multiplicó. No quise ser una sola persona, sino todas las del universo. No vivir una sola vida, sino todas las vidas. La inconformidad con la muerte me llevó a ambicionar el pasado, el presente y el futuro, y ser la humanidad entera. Abarcar el tiempo para siempre: desde los orígenes hasta el fin. Por eso, te contaba cuentos» [C: 12]. El oír historias también hace participar de esta totalidad, impregnándose de la identidad que las sustenta. La oyente acaba confundiéndose con la relatora: «Después de oír tus historias ya no fui la misma. / Perdí también el punto de vista y el horizonte me señalaba a ti o a mí indistintamente. Podía ser yo por dentro o contemplarme como una extraña. Y lo mismo me pasaba contigo. No sabía si eras tú o yo» [C: 13]. Sin personalidades diferenciadas, las dos confidentes son una. Estas palabras nos pueden hacer pensar en la vivencia personal de la autora. Con tantas historias del exilio contadas por los mayores, Angelina Muñiz asumió todas las vidas relatadas. También podemos imaginar que se acostumbró a escuchar, por lo que continuó usurpando y transformando todo tipo de historias que le iban siendo contadas. Los relatos de las confidentes, progresivamente, van aumentando el grado de implicación y el tono confidencial. La última historia, la quince, relata la realidad sentida como más íntima, la del sueño, recuperando los orígenes míticos de la narración: «Será otra historia salida de un sueño. De un sueño que se sueña o se desea. De un principio ideal. De cómo empezar, ya no a contar, sino a escribir historias. Será, por eso, nuestra última historia» [C: 151]. Es el deseado sueño del principio recuperado, [47] por ello va a ser la última historia, porque con el fin se vuelve al inicio, completando el ciclo. El final va a ser el inicio de la escritura, del proceso de creación. Esta historia, titulada «El campanero de Stepenholmer», se sitúa en un rincón solitario de una isla, recordándonos la isla en la que se

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halla el hombre desasido a causa del exilio. El personaje se refugia en una cabaña, en lo alto de un acantilado, para leer y escribir. En este relato se reflexiona sobre el proceso de creación literaria. El personaje, para construir su obra, elige un centro, que le servirá de partida y de regreso: «Para empezar esta mi obra difícil hay que ir desbrozando el camino. Partiré de un hecho central, pivote de todo lo demás. Bien establecido el eje, podré retroceder en los tiempos y en los lugares. O podré anunciar un tiempo consecutivo para más adelante. Pero siempre regresaré al centro, que será la irradiación equidistante del círculo» [C: 155]. Este centro puede ser, con toda probabilidad, el exilio. La acción partirá de un momento extremadamente doloroso y, con el paso del tiempo, se va a ir mitigando: «Elijo la acción pivote: un momento de extrema tragedia: que irá suavizándose por el peso de lo cotidiano y por la erosión del sarcasmo» [C: 155]. Como ya se ha apuntado al inicio de este estudio introductorio, así ha sucedido en la evolución literaria de Angelina Muñiz, ya que la condición de exilio primero provocó un sentir trágico, expresado con lirismo y, a la vez, con crudeza no exenta de dolor. Con el tiempo, las aristas se han ido puliendo, lo cual ha provocado una forma de tratamiento más directa e, incluso, con ciertos tonos de humor e ironía. Así se puede comprobar, por ejemplo, en este mismo relato objeto de comentario, haciéndose extensible a toda la novela de Las confidentes. A través de su obra creativa, ha ido profundizando en sí misma, como el personaje de «El campanero de Stepenholmer». Este personaje, mediante el proceso de escritura, actúa igual que un cirujano, porque ésta es como un bisturí que permite acceder al interior del cuerpo humano. La operación debe hacerse [48] con el mínimo dolor. Se trata de alcanzar las entrañas pero sin provocar sufrimiento; hurgar en uno mismo sin perder la serenidad. También adora la objetividad: «Por eso, me estudio a mí: como a cualquier otro personaje» [C: 155]. Podemos pensar que Angelina Muñiz se sirve de este personaje para observarse a sí misma. Y observarse a sí es observar las palabras mediante las cuales se profundiza, buscando su sentido último: «Por eso, también he logrado la observación tranquila de cada palabra: extendida sobre la mesa de operaciones: clavada con alfileres: desglosada hasta su último significado» [C: 155]. Igual que las confidentes, siente como deber el tener que contar su propia historia. Es un deber, a través de la palabra, conocer, es decir, conocerse y llegar al sentido último condensado en sí misma. Y en esos parajes solitarios va a recibir la revelación del conocimiento a través de una perfecta creación humana, el campanario de Stepenholmer. Finalizado el relato, puede haber llegado el momento para las confidentes de fijar la oralidad. Puede que decidan imitar al personaje de su última historia, que el lector siente tan próximo a la autora. Iniciarán el proceso de escritura que Angelina Muñiz ya ha efectuado en el momento de crear Las confidentes. Los personajes, como espejo de la autora, actuarán en imitación, siempre transformada, de sus pasos creativos. Y Angelina Muñiz, como ellas, también volverá a iniciar el relato cada vez que termine uno. La autora quedaría reflejada en este último relato de las confidentes. En relación con el posible aspecto autobiográfico de esta «Historia 15», Angelina Muñiz comenta que «es la historia que redondea las anteriores porque se llega al punto clave de la creación. Las anteriores han ido preparando las maneras de abordar cada relato y la última pretende alcanzar 'el misterio de los misterios'. Es cuando la narradora se dispone a escribir y explica los pasos. Sería como decirles a las confidentes que después de haber contado sus historias de manera oral,

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ahora pueden pasar al papel y escribirlas. [49] Así que es, precisamente, la única 'autobiográfica' de todas. Aunque, claro, eso no me pasó. O, mejor dicho, sí me pasó, en el más real de los reinos: es decir, fue un sueño, sin quitarle ni agregarle nada». La narradora se confunde con la voz de la autora, recreando, una vez más, los aspectos más vívidos de su memoria: los que tocan a los sueños, a la imaginación. La literatura parte de la experiencia del autor, la cual es moldeada por el proceso creativo. La autobiografía siempre está metamorfoseada en su obra literaria: «Es una transmutación, claro, pues siempre el escritor está tomando de su vida, pero convirtiéndolo en otra cosa. En una experiencia que es la experiencia literaria. Porque si fuera nada más la vida, hasta cierto punto sería aburrido. Entonces se trata de esta vida puesta en posibilidades de ser otras vidas, otras experiencias literarias». En las obras de Angelina Muñiz encontramos, una vez tras otra, elementos autobiográficos recreados, empezando por el nombre. Muchos de los nombres de sus personajes presentan similitudes fonéticas con el nombre de la autora, como Idolina, Amarantina o Alberina, en señal de esta transmutación de sí misma en el texto literario. El nombre como expresión de la esencia que es, refleja ya la metamorfosis. Un largo viaje en barco, una infancia en Cuba, el traslado posterior a México, la muerte de un hermano, personajes exiliados deseando el retorno, íntimos sentires y pensares que parecen espejo del mundo interior de la autora... son algunos ejemplos de los rasgos autobiográficos que aparecen en sus historias, aunque transformados por la inventiva. En proceso inverso, su propio mundo de ficción sirve de referente, porque en la «Historia 15» hallamos aspectos que ya aparecen en su obra anterior. En el relato más [50] autobiográfico de todos encontramos elementos que remiten a sus narraciones ficticias, porque sus invenciones forman igualmente parte de su memoria y de sus constantes preocupaciones. Sus textos son vueltas por sus íntimas obsesiones, pero, en cada giro, hay algún aspecto nuevo que permite el movimiento en espiral en torno a la memoria. Angelina Muñiz recrea todas sus obsesiones, utilizando todos sus saberes en función de su búsqueda esencial. Poco importa si las historias tienen un trasfondo autobiográfico. En recreación continua, todo puede ser un recuerdo. Lo que sí importa es la confesión de un mundo personal que está más allá de circunstancias concretas, un mundo de sentimientos desplegados tras una búsqueda de la verdad subjetiva: «El arte de escribir lo veo como un juego. Escribir es ir quitando tabúes. Yo quería que mis primeras novelas no fueran autobiográficas. Poco a poco fui entrando en los recuerdos personales. Dulcinea encantada no es autobiográfica sino confesional. Da lo mismo si esas cosas me pasaron o no. Lo importante es la confesión. No tener miedo a despojarte». Así pues, no siempre aparecen claves anecdóticas y circunstanciales de su vida personal. La autobiografía muchas veces está presente en el proceso interno de los personajes hacia el conocimiento. Podríamos decir que siempre se plasma una especie de autobiografía espiritual, porque su literatura va trasluciendo sus preocupaciones y aprendizajes vitales. Aunque, claro está, también transmutado. En esta parcela inventada podemos hallar lo más interesante. Lo apócrifo podría resultar lo más verdadero. En lo que puede parecer menos autobiográfico, está lo más personal. Angelina Muñiz recrea en sus personajes una autobiografía de sentires. Como el verdadero ser de Antonio Machado fueron sus dos creaciones [51] apócrifas, el verdadero sentir de la autora se refracta en sus creaciones. Los «yos» creados alcanzan las profundidades del ser

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del autor. Las palabras que Angelina Muñiz dirige a Antonio Machado podrían aplicarse a su propio quehacer literario: «Por qué no crear una seudonimia que le amplíe el yo, que extienda sus múltiples personalidades, no para ocultarse sino para revelar todas las reconditeces de lo malo y lo bueno, de lo hermoso y lo grotesco, de lo grande y lo pequeño. A veces lo apócrifo puede ser lo verdadero». En la obra de la escritora no encontramos estos personajes que son ficticios y parecen reales, sino personajes ficticios que hacen que nos planteemos qué trasfondo de realidad autobiográfica tienen. Para el caso, viene a ser lo mismo. Realidad y ficción, en el mundo personal, se funden en una misma dimensión. En definitiva, la literatura permite expandir el yo hacia sus recovecos más ocultos, sentidos como los más reales. Permite ir hacia ese otro yo siempre anhelado. El exilio instiga este sentimiento de poder haber sido otro. En uno de sus relatos primerizos, «La trasposición» (1964), una narradora muy identificada con la autora dice: «Yo siempre me he creído otra mujer de la que soy. La duda que me acompaña a todas partes es si soy yo o si pude haber sido otra y me preocupo por tratar de adivinar qué hubiera pensado si hubiera sido otra. Por ejemplo, pude no haber llegado a México y quedarme en España y vivir la guerra civil» [P: 103], y fabula en torno al hombre que hubiera amado allí y que tan real siente desde México. La obra literaria de Angelina Muñiz resultaría una recreación continuada de todos los yos deseados, un dar vueltas en torno a unas mismas obsesiones que, como vemos, estaban ya en sus primeros textos. Pero el círculo siempre se convierte en espiral por afán de progresar. Su novela publicada en 1998, El mercader de Tudela, [52] nos recuerda una de sus obras iniciales, Tierra adentro, ya que los personajes de ambas novelas inician un peregrinaje en busca de una tierra y de un saber. Pero sólo es un paralelismo muy parcial, porque a pesar de reconocerse las recurrencias de la autora, también queda clara su evolución. Así como los personajes expresan su mundo interior mediante la palabra, intentando verse reflejados en ella, a su vez estas creaciones sirven de espejo para la autora. Escribir es hablar con todos los yos, deseados, inventados, para intentar alcanzar, a través de la dialéctica constante, el centro. La búsqueda del misterio de este yo es la causa de tantas recreaciones, de su lenguaje en experimentación continua, porque atrapar la expresión justa será revelar la imagen total de uno mismo, descubrir el secreto de la existencia. Tras él, va cambiando la palabra, intentando acoplarse a la respuesta deseada. Su literatura es la recreación continua, en torno a una vida, a una memoria, buscando en ella el acceso al conocimiento. Buscando, como cabalista, la palabra justa que lo exprese. Entre vueltas y revueltas, al final regresamos al principio. Sin haber concluido en nada, únicamente queda la realidad ofrecida por la palabra, la tierra de los relatos. Porque la búsqueda, esencial, imprescindible para la vida, no tiene ningún punto de llegada. Sólo existe el pasar una y otra vez sobre las mismas preguntas, recreando y recreando las dudas y las hipotéticas respuestas. Siempre acompañadas, placentera y amorosamente, por la palabra: sólo queda el relato en el fluir vital de la existencia que, como espiral de sonidos, se irá acercando a la palabra absoluta y silenciosa de la muerte. Y es el sonido de su palabra el que Angelina Muñiz puede dejar en herencia, para que nosotros, lectores, lo mantengamos vivo en la recreación continua de nuestra memoria y, digamos, como Santa Teresa al final de Morada interior: «Y vuelta a empezar». Para continuar peregrinando por los caminos de la palabra. [53]

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PERDURANDO EL CANTO DEL EXILIO El canto del peregrino habla de la palabra del exiliado y es, a su vez, sonido de desarraigo. Una vez más, Angelina Muñiz recrea y reflexiona sobre la condición de exilio, ahora bajo género ensayístico. Como se ha ido evidenciando en este estudio introductorio, sus ensayos y artículos continúan siendo expresión de sus obsesiones. Este ensayo, recopilación de varias conferencias, se inicia con una reflexión sobre los frutos literarios del exilio desde sus propios orígenes míticos. Todas las ideas expuestas a partir de este momento nos resultan ya familiares, porque las reconocemos en el proceso creativo de la autora y en las actitudes de los personajes de su mundo literario. En el primer capítulo, «Reflexiones sobre el exilio», plantea cómo el exilio, ya desde el propio exilio bíblico, corta su relación con la realidad y empieza a ser un asunto de ficción, porque la única forma de recuperar el todo perdido es haciendo uso de la memoria, de la subjetividad. En este intento de reintegrarse al paraíso perdido, nace el relato que lo recuerda. Nace, en definitiva, la literatura. La descripción bíblica del paraíso es ya palabra poética. Mediante la palabra se busca despertar ese conocimiento que, como condena, ha quedado olvidado en las profundidades de uno mismo. Los exiliados históricos no se diferencian mucho de la condición mítica. La memoria se les confunde con los procesos recreativos e imaginativos, cuando intentan recuperar ese espacio del que fueron alejados. La realidad original se ha perdido y, por ello, la realidad que les envuelve deja de otorgar seguridad. El único apoyo es la lengua. A través de ella, el escritor exiliado se va creando su propio mundo, el único espacio donde rescatar su identidad perdida. La imagen creída es la imagen creada en una memoria que confunde todas las vivencias. La nostalgia estimula el proceso rememorativo y ayuda a fijar sus resultados. [54] Fruto de esta condición, surge una literatura que se sitúa en el intimismo, buscando ese espacio subjetivo que tan bien conoce el escritor exiliado, que tan bien conoce Angelina Muñiz. Con la realidad exterior destruida, sólo es posible la construcción de un mundo interior fuerte. Como reflejo del sentir del escritor, los personajes creados, enajenados de la realidad que les envuelve, se dedican a construir y destruir los mundos tan sólo habitados por ellos. A través de la palabra, intenta alcanzar un orden que fue quebrantado cuando todo se alteró con el destierro. Angelina Muñiz repasa la obra y la visión de distintos exiliados, como James Joyce, Czeslaw Milosz o, dentro del exilio republicano español, María Zambrano, Enrique Díez-Canedo, Federico Patán y Roberto Ruiz, por citar algunos ejemplos. En relación con María Zambrano comenta cómo escribir no es otra cosa que imitar al dios creado y al dios creador, bajo el deseo de conseguir la trascendencia hacia el eterno absoluto. Por ello, mística y poesía son inseparables. Para acercarse a su unión, María Zambrano busca el despertar del conocimiento a través del sueño, donde queda escondido lo que la vigilia ocultó. El sueño, dice Angelina Muñiz, por su condición de atemporalidad

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se configura como el núcleo de la creación literaria. Un acto creativo en el que la palabra debe ir despojándose de accesorios, hasta alcanzar en su desnudez la revelación. Como comenta la autora, esa palabra reveladora es la que obsesiona a María Zambrano. Y, añadiríamos, a ella misma. Pero la revelación no tiene sonido: Job la alcanza cuando recurre al silencio y se tapa la boca con la mano. Escribir se convierte en un acto de expresión de la memoria, intentando llenar un espacio y un tiempo que no valen, para recuperar el verdadero paraíso del que uno fue alejado con el exilio. Esta memoria se convierte en un deber para el exiliado, quien debe transmitir su tradición y, además, dejar huella de su paso en la memoria de los otros. Podríamos decir que la amalgama de los dos aspectos provoca, como la escritora observa en Enrique Díez-Canedo, [55] una tradición recreada. De esta forma, preservándose la memoria, se deja señal de la singularidad del escritor. La lejanía, el desprendimiento, posibilitan la libertad en el manejo de la tradición, de la propia memoria. La palabra se libera. Precisamente esta memoria es la que reciben los hispanomexicanos, generación de la que habla la autora y a la que, al mismo tiempo, pertenece. Acostumbrados a configurarse una visión de la realidad a través del relato, acaban hallando una identidad en el quehacer de la escritura. En la literatura de Federico Patán, la lengua se entrelaza con la manera de ser de los personajes y es reflejo vital de ellos. La palabra forma parte de la búsqueda de una verdad inefable que, a veces, los personajes están a punto de desvelar. Desde la condición de exilio, lo que acaba fascinando es precisamente lo que queda al otro lado de la frontera y aún está por descubrir. En el caso de los escritores citados, vemos cómo todos van hacia lo oculto a través de la palabra creadora. Igualmente, Angelina Muñiz, apoyándose en los comentarios sobre la obra de otros exiliados, busca su propio acceso a lo desconocido: descubrir, en definitiva, el conocimiento al que fuimos relegados tras la expulsión del paraíso. Este breve comentario es tan sólo un esbozo de algunas de las ideas expuestas en el ensayo, el cual, dando vueltas en torno a ellas, va siguiendo las espirales infinitas que se abren con la reflexión sobre la condición de exilio. Repasándolas una y otra vez, Angelina Muñiz abre puertas y más puertas. Como dice en su relato «El hombre desasido» [MP], el exilio «es el vacío prolongado. Ni tiempo. Ni espacio. Es el hueco que no sangra. Es la puerta que da a otra puerta que da a otra puerta que da a otra puerta que da a otra puerta que da a otra puerta que da a otra puerta que da a otra puerta. Que da a otra puerta. Que da a otra. Que da a. Que da. Que. Qu. Q» [MP: 66]. No hay punto de llegada, no hay conclusiones definitivas. En vueltas infinitas, al final sólo se puede llegar al principio. Cierra el ensayo con un breve epílogo, donde explica su puerta al exilio, es decir, [56] el inicio de la introspección y retrospección sin final. Es el origen de su palabra creadora, la cual ha originado todas las páginas precedentes del ensayo. Nos recuerda el papel desempeñado por el último relato de su novela Las confidentes, semilla de todas las historias precedentes. El último fragmento del ensayo es precisamente el punto de partida, como si anunciara que el tema no queda cerrado y que hay en germen otra posible recreación más: «Hallé la patria y la identidad en el cultivo de la lengua y en la creación artística. Donde no hay límites ni fronteras. El exilio se me ha encarnado para poder disfrutar de absoluta libertad y recrearme en todas las locuras que se me ocurran, todos los

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experimentos que quiera, todas las confesiones-confusiones, iluminaciones, desviaciones, horrores, bellezas que me inundan». El fin es sólo el inicio. Podríamos afirmar que Angelina Muñiz a través de este ensayo, como a través de su obra de ficción, busca ordenar lo que, a su modo de ver, no puede ser ordenado. Reflexiona sobre una poética del exilio que, como muy bien sabe la autora, se pierde en lo inefable, en el centro sin centro del exilio, al que estamos condenados mientras la vida dure. Pero, sin otra cosa que hacer, no hay más remedio que continuar dando vueltas y más vueltas en torno a ello, hasta que la muerte silencie el canto del peregrino, quien, por fin, se reencontrará con la tierra perdida. SÍLVIA JOFRESA MARQUÈS [57] Obra publicada de Angelina Muñiz Narrativa Morada interior, México, Joaquín Mortiz (Serie del Volador), 1972. [MI] Tierra adentro, México, Joaquín Mortiz (Serie del Volador), 1977. La guerra del Unicornio, México, Artífice, 1987. Huerto cerrado, huerto sellado, México, Oasis (El Nido del Ave Roc, 9), 1985 (traducción al inglés: Enclosed Garden, Pittsburgh, Latin American Literary Review Press, 1988). [HC, HS] De magias y prodigios, México, Fondo de Cultura Económica (Letras Mexicanas), 1987 (reimpresión: 1996). [MP] Primicias, México, Universidad Autónoma Metropolitana (Media Tinta, 4), 1990 (publicado conjuntamente con El libro de Míriam). [P] Serpientes y escaleras, México, Universidad Nacional Autónoma de México (Textos de Difusión Cultural, Serie Rayuela), 1991. [SE] Dulcinea encantada, México, Joaquín Mortiz (Novelistas Contemporáneos), 1992 (traducción al francés: Dulcinée, París, UNESCO [Oeuvres represéntatives] et Indigo et côté-femmes, 1995; traducción de Florence Baillon y prólogo de Fernando Ainsa). [DE] [58] Narrativa relativa. Antología personal, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Tercera Serie de Lecturas Mexicanas, 63), 1992 (introducción de Pura López Colomé). Castillos en la tierra. (Seudomemorias), México, El Equilibrista y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Hora Actual), 1995. Las confidentes, México, Tusquets, 1997. [C] El mercader de Tudela, México, Fondo de Cultura Económica (Letras Mexicanas), 1998. Autobiografía AM-H. El juego de escribir, México, Universidad Nacional Autónoma de México y Corunda (De Cuerpo Entero), 1991. [JE]

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Poesía Vilano al viento, México, Universidad Nacional Autónoma de México (Cuadernos de Poesía), 1982. [V] El libro de Míriam, México, Universidad Autónoma Metropolitana (Media Tinta, 4), 1990 (publicado conjuntamente con Primicias). El ojo de la creación, México, Universidad Nacional Autónoma de México (El Ala del Tigre), 1992. [OC] La memoria del aire, México, Facultad de Filosofía y Letras y Dirección General de Publicaciones de la UNAM (Colección Especial), 1995. El trazo y el vuelo, Salta, Biblioteca de Textos Universitarios (Cuadernos de la Gaviota Blanca), 1997 (poemas-tintas ilustrados por Lucinda Urrusti). La sal en el rostro, México, Universidad Autónoma Metropolitana (Molinos de viento), 1998. Conato de extranjería, México, Trilce (Tristán Lecoq), 1999. [59] Ensayo La lengua florida. Antología sefardí, México, Fondo de Cultura Económica (Lengua y Estudios Literarios), 1989 (1.ª reimpresión: 1992; 2.ª reimpresión: 1997). [LF] Las raíces y las ramas. Fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea, México, Fondo de Cultura Económica (Lengua y Estudios Literarios), 1993. [RR] [60] [61] El canto del peregrino. Hacia una poética del exilio [62] [63] A María Jesús Figa López-Palop [64] [65] I.- Reflexiones sobre el exilio Introducción Una gran parte de la literatura y del pensamiento más originales y de ruptura del siglo XX se ha forjado bajo las alas del exilio. Guerras, persecuciones, intransigencias, intolerancias han obligado a individuos, grupos, colectividades, a abandonar sus lugares de origen y continuar con sus vidas en otros nuevos. Lo que en el pasado fue fenómeno aislado o minoritario (salvo algunas excepciones que mencionaré), se convirtió en nuestro siglo en una constante pareja a los cambios sociales y políticos propios de la modernidad. Por lo tanto, lleva implícita la pregunta de si un hecho tan frecuente no habría de modificar las formas culturales y artísticas de quienes lo padecen. En este sentido, podemos entender «la

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inmensidad del exilio», en palabras de María Zambrano, porque no hay horizonte que lo contenga. Si hacemos un repaso histórico desde el más antiguo de los exilios, nos encontramos con el de orden bíblico. Esa primera salida del paraíso a la tierra en que se labra y gana el pan con el sudor de la frente, no es sino la primera imagen que irá repitiendo el hombre en el curso de su desarrollo. El exilio es forma histórica vigente desde la antigüedad hasta nuestros días. El exilio es forma literaria, es forma imaginada y es forma de la memoria. Es evidente que parte de una realidad, pero de inmediato corta su relación con lo real y pasa a ser asunto [66] de ficción. La única manera de sobrevivir para el exiliado es haciendo uso y práctica de los procesos mentales internos. Los primeros exiliados, Adán y Eva, crearon el modelo del paraíso perdido. Aquello que no podía ser comprobado se convirtió en ficción, en símbolo, en metáfora. La primera expresión literaria es la que narra la ruptura de la unidad: el hombre que abandona su condición divina no se repone de la separación y si acepta la muerte es porque anhela la reintegración en el todo abarcador. Partir al exilio es partir a la muerte. Quien abandona el claustro materno inicia, en ese momento, su propia muerte: el viaje de tumba en tumba. Inicia la ficción de la vida. Semejante ficción sólo podía darse en la expresión literaria. En la descripción bíblica el paraíso contiene todos los elementos de la palabra poética. Es, por eso, la clave de la poética del exilio. La capacidad nominativa del lenguaje divino y la simbolización en la naturaleza (piedra, planta, animal, hombre) inauguran el género de la manifestación artística: inauguran el abismo o, mejor aún, el vínculo entre la realidad y la imaginación. El Árbol de la Vida y de la Muerte, el Árbol del Bien y del Mal son la columna perpetua del hombre. Adán y Eva, y con ellos todos los exiliados de la historia, cuentan con la memoria como recurso para mantener y detener el ámbito desaparecido. Uno de los imperativos bíblicos es el de la memoria. Palabra esta que aparece mencionada no menos de ciento sesenta y nueve veces, referida tanto a Dios como al pueblo de Israel. Un pueblo que sufre el exilio a lo largo de su historia depende de manera poderosa de su memoria. Es uno de los modos de su continuidad. Si la memoria quiere ser trasmitida debe contar, a su vez, con la capacidad relatora. Quien relata, conserva. Quien relata, inventa. Llega un momento en que el exiliado inventa nada más. El primer exilio bíblico posee, sin embargo, una marcada diferencia con los exilios siguientes. Será el único de orden divino: [67] definitivo e irreversible. La tragedia radica en la pérdida de la inmortalidad y en el olvido del conocimiento. Sólo por medio del sueño y de la memoria podrá el hombre atisbar el mundo perfecto que ha perdido. A partir de entonces, el hombre reinicia el aprendizaje y el laborioso esfuerzo de la comprensión. El conocimiento se convierte en reconocimiento. La imagen platónica en la caverna debe ser recobrada.

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El primer exilio ocurre en una dimensión atemporal: mientras el hombre pertenecía al ámbito divino era inmortal y no conocía el tiempo ni sentía la necesidad de medirlo. Cuando es expulsado del paraíso adquiere la mortalidad y la capacidad procreadora, que dan lugar al concepto de tiempo. Surgen, así, las genealogías y se establece el orden cronológico. El segundo exilio es de orden temporal, decretado por hombres contra hombres. Es el exilio histórico. El exilio que condena a la separación del ámbito geográfico propio, de lo familiar, de lo conocido, de lo terreno. El hombre que luchaba en su entorno y que hacía su aprendizaje, pierde esta realidad y, desposeído, sale en busca de otro ambiente, de otra familiaridad, de nuevo aprendizaje y de nueva tierra. Se ve obligado a recomenzar el ciclo, a recorrer lo ya recorrido, a principiar lo ya principiado. De igual modo, fuerza la memoria, reescribe la historia y reincide en la experiencia. En ambos casos, el hombre se interroga y trata de explicar y de entender el sentido del exilio. Tres procesos mentales: el imaginativo, el recreativo y el memorativo pasan a ser el sustrato indispensable a partir del cual se forja la calidad de exiliado. Para el escritor toda experiencia, vivida o imaginada, se convierte en experiencia literaria. El exilio, por su razón intrínseca [68] de reconcentrar conocimiento y de extender la memoria, ofrece la particularidad no de un mundo reducido, como pudiera parecer a simple vista, sino de un mundo ampliado, tanto en el campo emotivo como en el reflexivo. El exilio se trasforma en un estado de ánimo tan profundo y poderoso como lo pueda ser cualquier otro de los afectos por todos conocidos: el amor, el odio, la pasión. Desarrolla características positivas y negativas. Tiende a la soledad, al idealismo, al enaltecimiento, aunque también a la mezquindad o a la exaltación de falsos valores. Gusta de crear un mito a su alrededor y de poetizar su situación. Grandes exiliados han tratado el tema con agudeza y han advertido de sus peligros: Emil M. Cioran, Vladimir Nabokov, Milan Kundera, Joseph Brodsky y, en el caso del exilio español de 1939, María Zambrano. El exilio desarrolla, poco a poco, una poética. El escritor, como recreador de mundos fingidos, cuenta, en el caso del exilio, con versiones de los acontecimientos humanos a partir de una óptica exclusiva y fuera de foco, lo cual puede dificultar la comprensión de su realidad. Una realidad que se apoya frágilmente en una visión subjetiva de un momento histórico y político específicos. Los exilios de la modernidad poseen matices distintos a los de los exilios clásicos: bíblico, místico, cabalista, al ser dictados por hombres contra hombres o pueblos. Los de nuestra época han ido acompañados de expresiones de propaganda, de ideologías y de medios masivos de comunicación. Por lo tanto, el fenómeno empieza a volverse común. Existe una serie de elementos coincidentes en el mundo de los exilios. Los que más llaman la atención son el de la memoria, la identidad y la integración en el país huésped, así como el estado de la nostalgia. La integración, con las dificultades o facilidades en cada caso específico, muestra diversas vías de solución. Si a veces se habla de inadaptación o de ambigüedad, podemos atisbar de inmediato el proceso de invención del escritor que utiliza como fuente de trabajo su capacidad mental de [69] crear ficciones. Aquí, el exilio sería

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una mera ficción mantenida por recursos poéticos, que ha llegado a ser creída y aceptada como realidad. A esto se agrega el poder reforzador de la memoria que ayuda a fijar la imagen y la ficción. Estos elementos unidos a la nostalgia evitan la pérdida de la identidad y caracterizan la poética del exilio. Según se ha desarrollado la historia del siglo XX, las guerras y las persecuciones de todo tipo han singularizado la cultura y sus manifestaciones artísticas. El Guernica de Picasso sería un signo iconográfico ad hoc. Las literaturas de los distintos exilios van unidas a modalidades especiales. Emil M. Cioran, exiliado de Rumania en Francia, examina el fenómeno como la posibilidad de un esfuerzo, por un lado, o de una justificación para caer en el lamento y en la mediocridad, por el otro. Vladimir Nabokov, que de su Rusia natal deambula de país en país para, finalmente, establecerse en los Estados Unidos, elige personajes en situaciones marginales para su obra de creación. En sus lecciones universitarias y ensayos se centra en autores que realizan su obra en circunstancias de vacío y soledad: Cervantes, Kafka, Flaubert. Milan Kundera es un autor inmerso en la melancolía de los hechos cotidianos y en la pérdida del pasado inmediato, que reconstruye las raíces en la creación de su arte. Joseph Brodsky realiza su obra poética en torno a un concepto de exilio que le permite transformar la ruptura con el origen en una figura de fusión entre lo perdido y lo encontrado: entre lo ruso y lo europeo, y después lo norteamericano. En el caso de los escritores de la segunda generación del exilio español, más propiamente llamados los hispanomexicanos, su nombre indica ese deseo de trascender fusionando. El tiempo es otro de los factores que deja su marca. El escritor exiliado no puede evitar el deseo de atrapar el tiempo trascurrido y de preservarlo en su vitalidad. De convertirse en un agudo observador del nuevo entorno como contraste con su lugar de [70] origen. De nuevo, se centra en imagen, memoria y ficción como un todo inseparable. Nostalgia y exilio van de la mano. La sensación de pérdida y de dificultad de ajuste propician un amplio margen de rasgos estilísticos. Lo primero que sufre una revaloración es la realidad. La realidad deja de ser terreno firme, puesto que la original se ha perdido. Ante la necesidad de crear un mundo de la nada, el acto se equipara con el pronunciamiento de la lengua paralelo al Génesis y a la creación nominativa de Adán. Es por eso que la lengua es la primera preocupación del escritor exiliado. Si se instala en un lugar de lengua extraña, o bien se empeña en conservar la suya de la forma más pura, o bien, aprende la nueva también de la manera más correcta. En ambos casos, el culto es hacia la lengua como sinónimo de una tierra firme y de una seña de identidad. Tal es el caso de la literatura chicana, escrita por mexiconorteamericanos. La lengua se convierte en un equilibrio de tensiones en busca de la palabra precisa y de la oración redondeada. Recibe la vara mágica del encantamiento y es, en sí, refugio y fuente de placer. Los escritores exiliados gustan de crear, antes que nada, una atmósfera o un lugar delimitado y conocido en el cual colocar a sus personajes. Por eso, abundan en

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descripciones detalladas y enfoques de cámara lenta. Propenden al intimismo porque el mundo que mejor conocen es el suyo interno. Desarrollan la observación, la reflexión, el estudio de las pasiones humanas, porque se han visto acosados y es su manera de defensa. Así, sus personajes viven en la inseguridad o el cinismo, en la ambigüedad o la rebeldía, construyendo y destruyendo mundos sólo por ellos habitados. En cuanto salen de ese mundo su enfrentamiento con el exterior es un absurdo incomprensible en donde las leyes parecen hechas por locos. También Don Quijote piensa que los demás son los insensatos. La intuición del fin de los tiempos es otro rasgo de la poética del exilio. Todo escritor que pierde su tierra de origen penetra en [71] el campo apocalíptico: el paraíso ha sido sellado: las fuerzas del mal han dado lugar a la destrucción, la monstruosidad, lo grotesco, lo incongruente, lo desorbitado y lo anómalo. Su obsesión será hallar un rincón de orden en el caos circundante. Los exilios históricos El símil del paraíso perdido es ya conocido y se sobrentiende. Dentro de la cultura hispánica y como punto de partida, me interesa poner de relieve un exilio no tan tratado: la expulsión de los judíos de España en 1492, porque crea una literatura y un ideario peculiares. Luego, iré avanzando en el tiempo hasta llegar a nuestros días. El término de éxodo aparece por primera vez en la literatura bíblica. Se aplica a la historia de un pueblo que es el más antiguo en padecer un exilio cuando ya está arraigado a la tierra de sus orígenes. El pueblo judío es el pueblo que adquiere por primera vez la conciencia de expulsión y de apego a la propia identidad. A partir de ese momento, muchas de las características perviven hasta nuestros días. Algunas de las formas poéticas que acompañan la realidad y la invención del exilio aparecen desde las raíces bíblicas. Me detendré únicamente en aquellas formas que desarrollan de manera más original dicha idea. La shejiná La interpretación cabalista de los textos bíblicos se enfrenta al dilema de explicar la causa del exilio. Para ello se vale de varios símiles y de la construcción de un mundo metafórico. Una de las imágenes más amplias es la que gira en torno al concepto de la morada de Dios o shejiná en hebreo. Este concepto debe [72] ser entendido en términos simbólicos. Los atributos y descripciones implican un proceso de codificación que permite interpretar de manera rápida y concentrada la numerosa serie de valores que pueden ser incorporados. Cada fragmento o versículo del texto bíblico está determinado por una unidad literaria básica. Aunque las historias se combinen en grupos y se repitan con variantes, estos grupos constituyen con frecuencia una sección o ciclo. Las unidades literarias se agrupan en varios niveles composicionales. «Así es necesario valorar primero

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los datos literarios de los niveles más elevados (el paso de 'historias' a 'libro') e integrarlos, después, en el nivel inmediato superior, que está regido por otra red de significados y otras reglas de juego. De este modo, podemos trabajar, paso a paso, sobre la estructura jerárquica del texto, alternando continuamente análisis e integración». Este sistema, empleado por Fokkelman en su estudio sobre el Éxodo, es casi un procedimiento cabalístico, en donde cada frase, cada palabra, cada letra, deben ser desentrañadas. El concepto de shejiná o presencia divina en el mundo aparece desde la expulsión del paraíso, en el momento en el que la pareja primigenia corta su relación directa e inmediata con Dios. Su vínculo con la divinidad se reduce a una especie de sombra o espíritu santo que es la shejiná. En la tradición popular la shejiná es una parte de Dios mismo que se desprende y acompaña al pueblo de Israel en sus exilios históricos. Sin embargo, no es ni una separación ni una hipóstasis. Pero si no se sabe retener esa sutil emanación divina, se cae en el pecado de olvido, lo más grave que le pueda ocurrir al exiliado. La shejiná, como aspecto de la divinidad, encarna el principio femenino. En la narrativa cabalista representa a la madre, la esposa o la hija, que son enviadas al destierro por el rey. En otras versiones se destaca su manifestación lunar, donde el símil de las [73] distintas fases, así como la contracción y dilatación, se equiparan a la vida en el exilio. La idea de pecado y exilio da lugar a una serie de cantos, rezos, salmos, relatos, cuyos nexos metafóricos se establecen con la idea de pérdida del Paraíso o de la Tierra Prometida, del mismo modo en que la shejiná se separó de Dios. El día que ocurra la reintegración (regreso al Paraíso o a la Tierra), la shejiná se unirá de nuevo con Dios. Dentro del judaísmo la simbología del día sábado o shabat se relaciona con el exilio. En el rezo sabático, el concepto de shejiná es parte del ceremonial de la recepción del séptimo día: el día que irradia luz para el resto de la semana, ya que los demás días son también un sinónimo de exilio. Los recursos poéticos que se utilizan son la imagen simbólica del matrimonio del rey y la reina o unión entre la shejiná y el shabat. El sábado se convierte en la novia a la que se le cantan salmos especiales. Estos salmos deben entonarse con los ojos cerrados, ya que la shejiná se describe en uno de los textos del Zohar como: «Una doncella que no tiene ojos y cuyo cuerpo se oculta y, sin embargo, se revela: se revela en la mañana y se oculta durante el día: ataviada de adornos que no existen». Una hermosa doncella que no tiene ojos porque los ha perdido de tanto llorar en el exilio. Esta doncella o shejiná se identifica durante el sábado con la Torá o Libro Sagrado y con la tradición metaforizante del Cantar de los Cantares. Mejor aún, el sábado es la novia del creyente. Entre los himnos sabáticos que aluden a la imagen críptica de la shejiná se encuentra el llamado Lejá dodi («Ven, amado mío»). Se trata de un himno tardío que aparece en el siglo XVI en Safed, como consecuencia de la expulsión de los judíos de España en 1492: [74] Ven, amado mío, al encuentro de tu novia; el shabat aparece, salgamos a recibirlo.

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La recepción del sábado (kabalat shabat) comprende la idea de reunión, de reintegración de la shejiná con Dios, de matrimonio sagrado. Pero, sobre todo, borra por unas horas la noción de exilio y el hombre vuelve a ser parte de la divinidad. Por unas horas, la meditación, la lectura de la Torá y de la Cábala serán la bendición, el puente que una al hombre con la esencia divina. En el sábado, el rezo y el pensamiento recobran el paraíso perdido. Se cumple así, el ciclo del exilio: el hombre absorbe la presencia de Dios y ese día es el día místico por excelencia. Las velas nocturnas Otro modo de acortar el exilio es el de las vigilias nocturnas, dedicadas al estudio sagrado y a la recuperación de la shejiná en su aspecto de novia de Dios. El rito consiste en dividir la noche en tres guardias o velas en las que se entonan himnos y cánticos que deploran el exilio terrestre y el exilio divino. El ceremonial adquiere su forma definitiva con los cabalistas del círculo de Gerona, a mediados del siglo XIII. Dentro de la fase nocturna, el símbolo de la shejiná se traslada a la Luna que, en la etapa menguante, pierde parte de su unidad, desciende de las alturas y sin luz propia vaga en el gran cosmos. El símil inmediato corresponde a la situación del hombre sin tierra que vive en oscuridad y en vacío. Alrededor de las fases lunares se establecen determinadas prácticas que unen al hombre con la naturaleza y con la esencia divina. Los símiles con el exilio son aprovechados de inmediato y el consuelo que proporcionan provee al hombre desamparado de una esperanza o una razón para acopiar fuerzas. De [75] igual modo, la presencia del elemento femenino lunar es un apoyo mítico relevante. La tradición de las velas nocturnas proviene del libro del Éxodo, 14, 24: «Y aconteció a la vela de la mañana que Yavé miró al campo de los egipcios desde la columna de fuego y nube». Para los cabalistas la división en velas propicia la meditación y el misticismo. La noche se divide en tres partes, cada una llamada ashmoret o guardia. La primera se extiende hasta las diez de la noche, la segunda hasta las dos de la madrugada y la tercera hasta la salida del sol. De este modo, el reino de la luna o exilio, mantenía despierto por lo menos a un cabalista durante la noche. Fuera de Jerusalén, el cabalista tomaba el papel del guardián del Templo. Como la shejiná se manifiesta en cada vela, el hombre devoto cuida al pueblo en el exilio. La trasmigración o guilgul La imagen del horror del exilio desarrolló la doctrina de la metempsicosis o guilgul, que adquirió gran popularidad a partir de la expulsión de los judíos de España en 1492. Se elabora una concepción poética en la que el alma exiliada atraviesa por distintos estados, desde su marginación hasta su desnudez. Se describen los azares del pueblo expulsado: la falta de una tierra o de un hogar se convierte en la falta de Dios y, por

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consiguiente, en la pérdida de la espiritualidad y de la moralidad. La Ley se vuelve imprescindible para recuperar el orden y destruir la fuerza negativa del exilio. La idea del guilgul o trasmigración del alma se desarrolla intensamente con las teorías cabalistas de Isaac Luria durante el siglo XVI. La realidad del exilio, junto con la traslación del cuerpo, conduce a la idea de que también el alma se desplaza. A partir de la Caída, el alma exiliada busca un plano de elevación para volver [76] a incorporarse en el alma de Adán, que encarna todas las almas de la humanidad. Antonio Enríquez En la literatura española del siglo XVII hay un autor de sumo interés en este terreno. Antonio Enríquez Gómez, también llamado Enrique Enríquez de Paz, elabora parte de su obra de acuerdo con temas del exilio y de los antiguos cabalistas medievales. Antonio Enríquez, segoviano, de familia de conversos portugueses, es perseguido por la Inquisición por su relación con judaizantes. Escapa de España y llega a Francia donde obtiene un puesto en la corte de Luis XIII. Después se refugia en Amsterdam, acogido por la comunidad sefardí. Al enterarse de que había sido quemado en efigie en Sevilla, exclama: «Ahí me las den todas». Su estilo irónico le permite burlarse de la escolástica, censurar la Inquisición y seguir el patrón de la novela picaresca para criticar, entre otras cosas, la limpieza de sangre y el sentido del honor. En su Vida de don Gregorio Guadaña, que forma parte del libro El siglo pitagórico, utiliza el asunto de los viajes de un alma en diferentes cuerpos que corresponden a distintos estados sociales. Junto a la crítica de la sociedad es notoria la influencia de teorías herméticas, neoplatónicas y, tal vez, cabalistas. El tema del exilio aparece en su obra tanto como metáfora irónica como lamento lírico. Uno de sus poemas sobre la salida de España es tan contemporáneo que muy bien podría haber sido escrito por un poeta del exilio español de 1939, tres siglos después: [77] Dejé mi albergue Dejé mi albergue, tierno y regalado, y dejé con mi alma mi albedrío, pues todo en tierra ajena me ha faltado. Hablaba el idioma siempre grave, adornado de nobles oradores, 5 siendo su acento para mí süave. Eran mis penas, por mi bien, menores; que la patria, ¡divina compañía!, siempre vuelve los males en favores.

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Ave mi patria fue, ¿mas quién dijera 10 que el nido de mi alma le faltara, y que las alas de mi amor perdiera? Si pérdida tan grande se alcanzara con suspiros, con lágrimas y penas, con mi sangre otra vez la conquistara. 15 Mas, ¡ay de mí!, que en la extranjera llama aún no soy mariposa, que muriendo goza la luz de lo que adora y ama. El mesianismo El mesianismo es un fenómeno profundamente ligado a la idea del exilio. Al revivirse la sensación de fin de los tiempos y principio [78] de una era nueva, el Mesías es el intermediario que propicia la salvación. Ante la pérdida de la estabilidad y del asentamiento que durante siglos había gozado la comunidad hispanohebrea, los místicos e iluminados surgen con el tinte del mesianismo y ofrecen al pueblo la recuperación de la fe y la posibilidad de llenar el vacío. La materia apocalíptica es equiparada con un proceso cosmológico que recuperara espacios del alma divina y del alma individual. De nuevo, el hombre separado puede aspirar a una unión de esencias y a una integración de pasado y futuro, aunque en un presente incierto y peligroso. Al mismo tiempo, recobra y define con precisión el sentido de responsabilidad y de dignidad, borrando la seña ignominiosa del exilio. Concebido de esta manera, el exilio forma parte del proceso de la creación, lo que constituye la originalidad del pensamiento cabalista. Si el exilio sobrepasa la idea de ser una prueba o un castigo, se convierte, entonces, en una misión que cumplir. El propósito de esta misión es liberar el alma humana de sus ataduras terrenas, elevarla a la luz divina e integrarla en el todo cósmico. Abarca, además, la idea de redención, pues el pueblo desterrado y lanzado en todas direcciones aspira al perfeccionamiento del alma entre cada uno de los seres. La idea del mesianismo se traslada de un solo ser (el Mesías) al pueblo de Israel en su totalidad. Cada hombre debe salvarse a sí y a su prójimo. El exilio se trasforma en un rayo de luz que muestra las fuentes ocultas de la sustancia vital de la creación. El mesianismo se reforzó por la expulsión de los judíos de España a finales del siglo XV. El movimiento cabalista recogió la inquietud de los hispanohebreos de que se acercaba el fin de los tiempos y de que advendría la salvación. El hecho de la expulsión se consideraba como la primera muestra de que era inminente [79] la llegada del Mesías y de que una catástrofe de tal magnitud sólo podría ser de índole apocalíptica, con su consecuente redención. Que la expulsión de España recayera en la misma fecha de la destrucción del segundo Templo de Jerusalén, el 9 del mes de av, acentuaba aún más el sentido de la catástrofe. Ésta podría ser la explicación del auge de los movimientos mesiánicos en las comunidades sefardíes entre 1492 y 1540, aproximadamente. El cabalista

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Abraham ben Eliezer ha-Leví, afirmó, según sus estudios, que la redención había empezado en 1492 y que terminaría en 1531. Más tarde, en la Nueva España, Luis de Carvajal el Mozo, habría de incorporarse a estos movimientos y se consideró un visionario o profeta, una especie de Mesías que soñaba con seres celestiales. Isaac Luria El cabalista Isaac Luria (1534-1572) concibió en la Academia de Safed nuevas ideas sobre el exilio y el mesianismo. Para Luria el exilio era una marca no sólo del pueblo de Israel, sino del Universo en su totalidad y hasta de Dios mismo. Su filosofía se basa en tres conceptos primordiales: la contracción o tsimtsum, la ruptura o shevirá y la reparación o tikún. Para que Dios creara el Universo debió apartarse o contraerse, es decir, se exilió de Sí mismo en un infinito reconcentrado. Luego, entregó las emanaciones divinas (sefirot) en recipientes que sufrieron una ruptura por la potencia de su propia luz. Y, finalmente, hubo una corrección armónica de la ruptura. Los tres conceptos enlazan la idea de exilio, ruptura y salvación. Es así como Isaac Luria propone una filosofía mítica del exilio, del fin de los tiempos y de la redención. Su vitalidad y la enorme influencia que ejerció, proveyó de consuelo y esperanza a varias generaciones. [80] Exilio y lengua La experiencia del exilio se refleja en el lenguaje, desde épocas antiguas hasta nuestros días y esto nos lleva hacia la creación de una poética. El idioma propio, entre los otros idiomas de las tierras extrañas, sufre, de igual modo, desplazamiento y se preserva en formas de una lenta evolución o de una reservada idealización. Esto fue lo que ocurrió con el idioma español (ladino) que llevaron consigo al exilio los judíos sefardíes. Circunstancia idéntica con cualquier exilio moderno. El lenguaje pasa a ser, entonces, la esencia del Universo, como lo había sido en el Génesis por su calidad nominativa. Para los escritores de nuestro siglo será la esencia de su poética. Para ciertos cabalistas, el exilio lingüístico es de otro orden y está relacionado con el misticismo. A partir de uno de los principios fundamentales del estudio de la Cábala, la búsqueda del verdadero nombre de Dios y la interpretación del tetragrámaton (las cuatro letras hebreas de la raíz divina), se expone la teoría de que dicho tetragrámaton también ha sido desgarrado por el exilio. Natán de Gaza (1644-1680), profeta y colaborador de Shabetai Tsevi, quien se proclamó Mesías, explica cómo las cuatro letras de Yavé (YHVH) han sido divididas al partir el pueblo al exilio. Las dos primeras, YH (yod, hei) son la esencia de Dios, y las dos siguientes, VH (vav, hei) representan la emanación divina maljut (el reino) o la shejiná. Al desprenderse ésta última, no queda sino redimir el exilio para recobrar el nombre de Dios. Es decir, la recuperación de la unidad lingüística. Esta división será borrada en la época mesiánica, cuando, de nuevo, la palabra divina sea única y el tetragrámaton simbolice la

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unión perfecta e indisoluble de Dios y su shejiná para nunca más separarse. En otras palabras, cuando se consuma el matrimonio alquímico o hieros gamos. El exilio como forma lingüística desarrolla textos en los que la condición imaginativa se pone a prueba y por su carácter relator [81] impulsa la manifestación literaria: imagen, metáfora y símbolo son sus alambiques sublimadores. La conservación de la lengua española por los judíos sefardíes es un fenómeno único en su especie. Es una constancia de identidad: es la forma de ser reconocido y de establecer un hogar en cualquier parte del mundo: el hogar del idioma que, en tierra extraña, proporciona el calor de compartir una profunda manera de ser, de existir, de vivir. Los cantos, los poemas, la literatura, la filosofía, la ética y el habla cotidiana, todo se expresa de la misma manera. El ritual y el vestido, el ritmo y el modo de andar, todo responde a los sonidos de la lengua materna. Lengua que, en el exilio, es consuelo único. Un antiguo poema sefardí expresa la unión amorosa entre lengua y exilio: A ti lengua santa, a ti te adoro, mas ke toda plata, mas ke todo oro. Tu sos la más linda 5 de todo lenguaje, a ti dan las ciencias todo el avantage. Kon ti nos rogamos al Dio de la altura, 10 Padron del Universo i de la natura. Si mi puevlo santo el fue kaptivado con ti mi kerida 15 el fue konsolado. [82] Saltando a un poeta contemporáneo, Joseph Brodsky, su experiencia del exilio no será de orden místico, sino más bien metafísico, pero el poder verbal de su poesía provendrá, asimismo, de la pérdida o separación de la unidad lingüística, aunada al deseo de recuperar una figura que logre la fusión armónica. Juan Luis Vives: el palacio de la memoria Juan Luis Vives (1492-1540), filósofo y figura cumbre del humanismo español, es precursor de la filosofía empírica y de la sicología de la observación. Perseguido por la Inquisición, escapa a Flandes y luego a Inglaterra. Fue profesor en Lovaina y en Oxford. Nunca más regresa a España, pero el recuerdo de su Valencia natal será fuente de recuerdo

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constante. La nostalgia por la patria perdida hace presa de él, a pesar de que, por su judaísmo, la mayor parte de su familia fue muerta por la Inquisición. El cultivo de la memoria es constante en su literatura, ya sea en obras como el Tratado del alma, o en textos más ligeros, como los Diálogos para estudiantes de latín. Al describir el proceso memorativo se vale de la imagen de un palacio: En el palacio de la memoria hay determinados miradores para otear el sitio de las cosas desde el cual nos viene a la mente lo que en él sabemos que ha pasado o se halla. Sin el ejercicio de la memoria a que obliga la distancia, tal vez Vives no hubiera dedicado ese capítulo tan vívido al proceder, paso por paso, de sus mecanismos. Tal vez no la hubiera colocado en la perfección estética de un palacio ni se hubiera [83] preocupado por rescatar los recuerdos de infancia, sinónimo de la época en que desconocía el destierro. Los ojos vueltos a la infancia son la esperanza del paraíso recobrado por medio de la palabra: Siendo yo niño, hallándome en Valencia, calenturiento y postrado en cama, como hubiese comido cerezas con el paladar estragado, muchos años después, siempre que comía esta fruta, no solamente me acordaba de la fiebre, sino que me parecía sufrirla en aquel momento. También en los Diálogos es Vives niño quien recorre, a trechos, las páginas. Se esmera por recordar el camino a la escuela y menciona una por una cada calle y quienes habitaban en ellas: Pasad esta plaza de Villarrasa, después seguid el callejón, luego la plaza del Señor de Bétera; allí torced a la derecha, luego a la izquierda y preguntad, que la escuela está cerca. ¿Acaso habláis del zapatero remendón de junto a la Taberna Verde? ¿O del pregonero de la calle del Gigante, el que alquila caballos? Iremos por la calle de la Taberna del Gallo, que quiero ver la casa donde nació mi amigo Vives, la que, según tengo oído, está bajando la calle a lo último y a mano izquierda. Sólo quien está fuera de su tierra apuntala y afirma la memoria, de manera tan emotiva, en un afán de recrear la imagen por medio de la ficción. [84] Otros casos de exilio Otros casos, por todos conocidos, de autores o de situaciones en el exilio son los de Ovidio, Dante, Jonathan Swift, Jean Jacques Rousseau, Madame de Staël, Lord Byron, Victor Hugo, Blanco-White, Dostoievski, D. H. Lawrence, James Joyce, Miguel de Unamuno, Thomas Mann y muchos más. Situaciones como la expulsión del paraíso, la

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caída de Lucifer, el viaje de los Argonautas, la Odisea, la diáspora judía, el exilio de los republicanos españoles. La definición más simple de exiliado es la de aquel que vive en un lugar y añora o recuerda la realidad de otro lugar. Esta situación ambigua suele tener una primera consecuencia lingüística, que es la referente al idioma, ya mencionada. Si el idioma es totalmente diferente al original, ocurre una expresión doble de los hechos que obliga al escritor a escoger el nuevo idioma o a permanecer en el original. Se expone a que su obra no sea conocida o a sufrir el proceso de traducción en cuanto es escrita, como sucedió con Isaac Bashevis Singer o con Elie Wiessel. Aunque también hay escritores que adoptan directamente la nueva lengua. El fenómeno ha alcanzado tal representatividad en nuestros días que muchos críticos y estudiosos de la literatura lo han analizado: Julia Kristeva, Harry Levin, Michael Seidel, George Steiner, David M. Bethea, María Zambrano. Un caso significativo es el de Erich Auerbach, cuya espléndida síntesis de la literatura europea, Mímesis, sólo fue posible gracias a la distancia y nostalgia que proporciona el exilio. Hay un texto latino, el Didascalicón, de Hugo de Saint-Victor (1096-1141), que explica la evolución del hombre en su tierra natal, en tierra ajena y aquel que considera el mundo entero como un exilio: perfectus vero cui mundus totus exilium est. Es decir, la perfección se alcanza cuando el hombre considera el mundo entero como exilio, penetrando en la dimensión metafísica. [85] El inxilio o exilio interior ocurre cuando el aislamiento es en el país de origen y la condena es la de no poder hablar o escribir por razones impuestas, ya sean políticas o religiosas. Pushkin, Dostoievski, Pasternak lo sufrieron en carne propia. El caso más antiguo en la historia rusa es el de un príncipe, Andrei Kurbsky, quien decide salir al exilio en el año de 1564, cuando no soporta la política de Iván el Terrible. Se traslada a Lituania y en el exilio decide cambiar su vida y dedicarse a escribir. Los escritores que permanecieron en la España franquista y que no aceptaban la doctrina oficial supieron lo que era el inxilio. Situación más dolorosa aún la de quienes en la propia patria son extraños, perseguidos y señalados. Pero el exilio interior puede ser voluntario, como resultado de un profundo deseo de aislamiento para mejor reconcentrar las fuerzas creadoras. Misterioso escritor oculto que, a la manera del nistar o sabio místico judío que alumbra las generaciones, no quiere que conozcamos su nombre. No podemos hablar de él, pero sabemos que existe. Es el escritor en potencia que todos llevamos dentro. El que hemos suprimido. Al que habría que despertar de su sueño, sacudir y mandar al mundo. Que no sabemos cuál sea mayor exilio, si el vivido como tal o el deseado en el fuero interno. Exilio inescrutable. Exilio incomprobable. Exilio sin exilio. Y aún hay otros inxilios más. El del apartamiento escogido: la montaña, el mar, el campo, el claustro. ¿Podría serlo también el de una habitación revestida de corcho para que no se filtre sonido alguno de la casa, de la calle, de la ciudad y un escritor enfermo que no

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se levante de su lecho mientras escribe página tras página dictadas por su memoria prodigiosa? Y aún existe otra salida doble, que sería la del exilio entre los exiliados. Joseph Brodsky se considera dentro de esta categoría: para él el exilio es una creación en la que asume sobre sí toda responsabilidad: si su poesía es buena o mala se deberá [86] a él y no a su condición de exiliado. Brodsky se crea a sí mismo y, a su vez, es creado por lo que escribe. Podríamos decir que su voluntad poética proviene ex nihilo. Y, por tratarse de un caso extremo, sirve para dar luz al resto de los escritores exiliados. II.- Exilio y modernidad Decálogo del exilio Es en la modernidad cuando podremos pensar que el exilio se dirige hacia la creación de una poética. En algunos autores será más consciente que en otros, en algunos más se diluirá, pero en todos los casos subyacerá de manera más o menos explícita. El exilio nace de dos fuerzas rectoras: el movimiento y la ruptura. Es un constante caminar después de que las fronteras se han cruzado, de que las amarras se han cortado y los mares se han navegado. Es una condena a no permanecer en quietud. A escuchar el sonido de los recipientes rotos. A aprender a construir una nueva vida con los fragmentos salvados. A alcanzar, por fin, la armonía de la dispersión. Movimiento y ruptura anhelan sus contrarios y de la tensión de ambos ocurre el pequeño momento de sosiego necesario para la creación poética. Lo que el exilio subraya es la movilidad como signo vital: la trasformación como capacidad de desechar sucesivas máscaras y disfraces. No hay duda de que es una exposición: una vertiente de una situación dolorosa que no se puede negar ante los demás. Es un vaciamiento y una desnudez imperativos. Es, por lo tanto, el obsesivo deseo de la reconstrucción y de la crisálida. Es la misteriosa [88] germinación del grano bajo la tierra, como la describía Yehudá ha-Leví, poeta hispanohebreo del siglo XII. En realidad, el exilio es un asombro constante en un recogimiento absoluto. Es una situación intermedia en progreso. Un tránsito obligado a lo desconocido. Es la conciencia de la temporalidad. Se erige sobre fragilidades que al reconocerse como tales adquieren la fortaleza del castillo que se defiende. La sensación de debilidad debe ser apuntalada por un mundo interno poderoso, un lenguaje bien definido, una estructura perfectamente calculada. Cuando todo se ha derrumbado externamente la necesidad de la reconstrucción es insoslayable. No se puede vivir en las ruinas. Si el escritor trasciende la etapa de las ruinas, su obra adquiere una mayor profundidad y su propósito es claro en cuanto a qué tipo de realidades estéticas quiere desarrollar. En primer lugar, organizará unas estructuras válidas para distintos ámbitos: escribirá para sí, para los otros exiliados y para quienes no son exiliados. Aspirará a una

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universalidad convincente. Trasvasará su situación personal en términos de equivalencias. Los nacionalismos se trasmutarán en alegorías. Las diferencias en calas de la pasión. La distancia en medidas de soledad. Una por una, con la precisión de un experto cirujano, desprenderá las capas de piel para ir descubriendo el centro de todas las cosas. Con la nuez en la mano, alimento frugal, cascará su superficie en busca del seco y sustancioso fruto. Llegar al meollo será su propósito. Heredero de la antigua melancolía envolverá en tules el dolor que se trasparenta. Se recogerá. Rehuirá. Se esconderá. En segundo lugar, no se engañará con falsas promesas, por más que de algo deba vivir. Si quiere la esperanza, aprenderá que el mayor de los tormentos es la esperanza, y habrá de inventarla cada día sin creer que es asible. La imaginación volará a falta de una realidad en la palma de la mano. En tercer lugar, abordará cada variante de la emoción, del humor, de la racionalidad hasta tocar fondo y crear de ahí, como acto de prestidigitación, una ilusión de un nuevo mundo. [89] En cuarto lugar, ir y venir por las arenas del conocimiento como si fuera un desierto que escondiera oculta vida en flor. En quinto lugar, hallar el código del lenguaje: crear la ruptura, la expresión denodada, la metáfora nunca antes oída. En sexto lugar, romper con la mitificación del exilio. Luchar con el propio concepto que ha circunscrito su vida y crear un devastador exilio en el exilio. En séptimo lugar, creer en la fuerza de lo callado: del silencio poblado de voces que sólo escucha quien quiere escuchar. En octavo lugar, luego de la duda y la debilidad, adquirir la certeza de que no hay otro camino: el exilio es el exilio. En noveno lugar, si el exilio es el exilio no habrá modo de darle más vueltas. Ésos son los pasos que señalan el camino. En décimo lugar, el exilio que es el exilio no es otra cosa sino la poesía alcanzada. Luego de haber ascendido al Sinaí de la desolación, se desciende con una tabla en la mano: el decálogo ha sido grabado. El exilio tiene su ley. Edmond Jabès El decálogo nos lleva a la metafísica del exilio y a su expositor, Edmond Jabès (filósofo judeoegipcio, exiliado en París) en cuyo Libro de las preguntas anota:

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«Haznos, mediante una imagen, ver el exilio», le pidieron. Y dibujó una isla. Y explicó: «La palabra es una isla. El libro es un océano poblado de islas. El libro es un cielo acribillado a estrellas. La isla, la estrella son figuras del exilio. El océano, el cielo son exilio en el exilio y también ley de exilio. [90] El exilio está en la ley; pues la ley es libro en la palabra». De este modo, el exilio queda codificado: no es una situación transitoria. O puesto de otra manera: es una situación tan transitoria como la vida misma. Y, como la vida, necesita sus reglas. Unas reglas que llamamos reglas pero que abarcan todas las situaciones transitorias. Reglas abiertas a su paradoja. El exilio camina, entonces, unido a la palabra. La palabra singular: isla: entre las palabras. La palabra inasible que se vacía de contenido para alcanzar la absoluta libertad de significado. La palabra-molde de todas las palabras. La palabra original: matriz: de la que se deriva la existencia de la poesía. Una vez que se comprende el exilio como el vaciamiento de significados, la búsqueda poética se trasciende a sí y es ella, exilio. Más que en ningún caso, el poeta exiliado es el que debe crear un lenguaje de la nada. Joseph Brodsky La conciencia del exilio poético rige la obra de Joseph Brodsky. Condenado en su patria, la Unión Soviética, en 1964 a trabajos forzados se convierte en exiliado a partir de 1972. Años después obtiene el Premio Nobel. Sin embargo, el término de exilio [91] debe ser matizado en su caso. Una primera y sencilla explicación sería que la fuerza verbal de su poesía proviene de la compensación por la pérdida de la patria. Si bien esto es verdad, el propio Brodsky quiere trascender la primera etapa del exilio y llegar a su sentido profundo: En un primer aspecto, «exilio» abarca, si acaso, el momento preciso de la salida, de la expulsión. Lo que sigue es, a la vez, demasiado cómodo y demasiado autónomo para ser llamado así, ya que sugiere vívidamente una pena abarcadora. Brodsky se niega a darle un contenido político al término y prefiere, en cambio, la variante metafísica. Sólo así podrá llegar a la esencia poética. En esto coincide con otros escritores también exiliados: Vladimir Nabokov y Czeslaw Milosz, cuyas visiones poéticas del universo han sido puestas a prueba. En lo que difiere de ellos es en que carece de la memoria de una época feliz o paradisiaca, al ser exiliado en su propio país. Su caso extremo hará posible una obra de suma originalidad e incomparable con otras.

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Su asidero será el terreno poético por él escogido, como referencia a la cual volver y en la cual apoyarse. Y ahí el campo es libre para escoger a sus poetas-guías: Ana Ajmátova, Mandelstam y, dando un salto a Occidente, John Donne y W. H. Auden. Todos ellos, poetas de abismos no hollados. En cuanto a su propia obra, separa la experiencia de la creación, para así poder llegar a la creación de la experiencia: Porque, en general, las relaciones entre la realidad y la obra de arte son mucho más tenues de lo que la crítica quiere que creamos. Podemos sobrevivir al bombardeo de Hiroshima o pasar veinticinco años en un [92] campo de concentración y no producir nada, mientras que una sola sesión nocturna puede dar nacimiento a un poema inmortal. Si el intercambio entre la experiencia y el arte hubiera sido tan estrecho como nos han hecho pensar desde Aristóteles, tendríamos hoy en las manos un arte -en términos de calidad tanto como de cantidad- mucho más grande del que tenemos. Lo que nos dice Brodsky es que la verdadera y única experiencia es la poética: que ésta modela a la experiencia real y que, por lo tanto, el exilio no es sino una invención. Ahondando más, Brodsky llega a afirmar que la biografía, la conducta, los tipos sicológicos, la semiótica, dicen muy poco acerca del discurso poético. Que este último siempre escapará a las definiciones y a cualquier pretensión de encasillamiento: El pensamiento poético, también llamado metafórico, es, de hecho, pensamiento sintético. Como tal, contiene análisis, pero no puede ser reducido a análisis. El análisis no es la forma del conocimiento única ni final... En el caso del poeta es por intermedio de la síntesis intuitiva, es decir, cuando el poeta -de acuerdo al poeta- roba a diestra y a siniestra sin siquiera experimentar sentimiento de culpa. En el minucioso estudio sobre la obra de Joseph Brodsky, llevado a cabo por David M. Bethea, se concluye que la creación del exilio no es sólo el destino histórico, la enajenación, los límites lingüísticos, la distancia, la soledad, la melancolía, sino el paso más allá de las restricciones en donde el poeta se crea a sí mismo y, a su vez, es creado por lo que escribe. Una especie de reflexión en el espejo escogido. [93] Si bien ésta es una posición extrema habrá de coincidir con la posición de algunos de los escritores de la generación hispanomexicana, como veremos más adelante. El poeta ruso-norteamericano elabora los términos de su escritura según ciertas características. La primera que llama la atención es la de una poderosa intertextualidad que permite la integración de culturas múltiples: la rusa, la occidental, la judía, la cristiana, en fin, la tradición y la modernidad. A este amalgamiento, el crítico David M. Bethea lo llama el palimpsesto del exilio. La cita de uno de los poemas de Brodsky, «Diciembre en Florencia», es crucial. Se trata del primer poema escrito en el exilio, por lo que la condensación verbal es mucho más tensa y emotiva, y alude a más de una situación. Sobre

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todo, el verso final aspira a describir el imposible punto de reunión entre el antiguo exiliado de la ciudad, Dante, y el recién llegado a tierras del exilio, Brodsky: Hay ciudades que uno no volverá a ver. El sol choca contra las ventanas congeladas como si fueran espejos lisos. Pero aun así no entra, ni por todo el oro del mundo. Hay siempre seis puentes que atraviesan el perezoso río. Hay lugares donde los labios tocaron los labios por la primera vez, o la pluma presionó el papel con fervor real. Hay arcadas, columnarios, ídolos de hierro que empañan tus lentes. Allí, las multitudes del tranvía, densas, a empellones hablan en la lengua de un hombre que partió de ese lugar. En ese momento, Brodsky encuentra su propia regla según palabras de una entrevista: «Tal vez el exilio sea la condición natural del poeta». Otro término acuñado por Bethea para la obra de escritores exiliados es el de «crisálida». En el caso de Brodsky, la crisálida [94] es su lenguaje, sus palabras sobre el papel, su orfandad en el exilio físico y metafísico. La pequeña membrana o ala de mariposa que lo separa de la oscuridad y de la nada. El vuelo que divide la vida de la muerte. James Joyce Leer a James Joyce es reflexionar en torno al sentido del exilio. Desde la decisión de abandonar su Irlanda natal hasta la concepción de sus últimas obras, el proceso y maduración del exilio se manifiesta en un ascenso de situaciones esenciales. Primero, el exilio pasa por las etapas memorativa y nostálgica: cuando el lenguaje nace de las asociaciones de la tradición. Repetir la palabra en su peso y los diálogos en su naturalidad. Recordar el habla de la infancia, las canciones de amor de la adolescencia y juventud. Luego, el exilio es una realidad del escritor: la estancia en Roma (1907) le obliga a repasar su imagen de Irlanda: a depurar su relación amor-odio. Es ahí donde empieza a escribir el relato de «Los muertos» que formará parte del libro Dublineses. Su propósito será el de integrar varias historias, propias y oídas, que reflejen un breve instante iluminado de la vida irlandesa, donde la distancia de la separación no se advierta. Según Richard Ellmann, biógrafo de James Joyce, «Los muertos» es su primer canto al exilio. El relato se desarrolla durante una cena de Navidad, con lo cual el tono nostálgico se instala desde el principio. El arreglo de la mesa, los platillos, la hospitalidad, los personajes que recuerdan a la propia familia del autor, las tías solteras, el cantante ronco, evocan un tiempo pasado. Una aparente situación [95] idílica que se desliza hacia el momento de la epifanía del exilio. El lenguaje del autor rebusca en la memoria una canción tan asociativa y melancólica que sirva para el relato y para su intrínseca añoranza. A esto le agrega el

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desconcierto de una confesión amorosa y de un amante muerto. En la condensación de unas cuantas líneas ocurre la revelación literaria. Así, los muertos no son los que han partido al exilio sino los que han quedado en la patria perdida de las sombras. Y, con un toque de ambigüedad, los muertos son todos, por poseer únicamente la memoria y la nostalgia: Su alma se había acercado a esa región donde moran las vastas huestes de los muertos. Estaba consciente de su existencia voluble y aleteante, pero no podía aprehenderla. Su propia identidad se desvanecía en un impalpable mundo gris. El mismo sólido mundo en el que estos muertos habían sido criados y en el que habían vivido alguna vez, se estaba disolviendo y consumiendo. El concepto de exilio se enlaza, aquí, con el descenso al Hades o ínferos, como dirá María Zambrano. Es el imposible viaje de Orfeo hacia lo irrescatable. El pasado o la tierra perdida no se reencuentran y la historia de Joyce del amante muerto, que confiesa una mujer a su marido, es un paralelo de la irrealidad del exilio, del dolor de la pérdida y del súbito reconocimiento del paso del tiempo. Ante tal descenso, sólo queda sumergirse en el sueño en silencio. El recurso de James Joyce cuando no regresa más a Irlanda es revisitarla en su imaginación. Son sus personajes los que se situarán y vivirán en ella. Mantendrá viva la imagen en el esfuerzo de hacerlos recorrer lugares para él negados. Y la recreación, a [96] la distancia, de un paisaje, de una ciudad, de una calle, adquiere el tono brumoso de los sueños, pero, al mismo tiempo, el deseo pleno de dolor de la precisión. Cada detalle se recordará en un ajustado deleite de la memoria ejercitada hasta lo imposible. Tal es la compensación del exilio: el lugar donde se puede escoger, eliminar y retocar. El exilio, en un grado más, puede ser el destino, el camino iniciático de los seres elegidos, para bien o para mal. Stephen Dedalus, en el Retrato del artista adolescente, se despide de su tierra natal con estas palabras: 26 de abril. Madre me ordena mi ropa de segunda mano recién comprada. Me dice que reza ahora para que aprenda, en mi propia vida y lejos del hogar y los amigos, qué es el corazón y qué es lo que siente. Amén. Que así sea. ¡Oh vida, bienvenida! Salgo al encuentro, por enésima vez, de la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi alma la conciencia increada de mi raza. El protagonista parte ligero de equipaje hacia lo desconocido, dispuesto a aprender y a asumir el papel de representante de su país. Siente sobre sí el peso de la tradición y una nueva responsabilidad que ejercerá solamente a la distancia. En la obra de teatro Exiliados, Joyce entremezcla los recuerdos de Irlanda, los personajes por él conocidos, las obsesiones en torno a su salida, el peligro del regreso. En Ulises, la elección del título es de inmediato la referencia al personaje errabundo y a la nostalgia del retorno. Que el personaje principal sea judío, Leopoldo Bloom, es otro refuerzo más a la idea del éxodo, al desarraigo y a la lucha por encontrar algún tipo de tierra firme bajo los pies. La ruptura del lenguaje: [97] sus posibilidades extensivas y

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restrictivas: los vaivenes entre lo prosaico y lo poético: lo cruel y lo sentimental: lo cómico y lo dramático: el amor y el sexo en todas sus trasformaciones, no son sino un canto desmedido al hombre sin tierra, sin cosmos, sin Dios. El hombre como la manifestación de la plenitud del exilio: esto es: el exilio que todo lo llena. Es tal vez, por eso, la obra más representativa de este siglo nuestro. Si hay un autor con mayor conciencia de lo que es una poética del exilio podríamos aventurar el nombre de James Joyce. José Kozer José Kozer es un poeta cubano que reside en Nueva York. Poesía y conciencia poética se maravillan ante la adquisición del exilio traspuesto. Exilio no evidente, sino de fondo, que permea cualquier situación cotidiana o mística inmediata. Exilio traspuesto. Doloroso exilio, no evidente, salvo en la palabra quebrada, obstinada. Para empezar, Kozer insiste en usar la lengua de origen, no la extraña. Y como lengua propia la dice y la desdice. Como propia la hace sonar en un altar, pero también la arroja a un rincón. Lo que cuenta es el eco: el poderoso eco de la voz perdida. Es, entonces, la palabra poética la encargada de rescatar los elementos del exilio, entendido el exilio en sus términos más amplios. Acude, por principio, José Kozer a la preservación de la lengua en tierra extraña, a borrar el olvido mediante el poema de cada día. Fija, así, las fronteras entre el mundo externo y el interno. Crea una isla de sonidos que le ganan terreno al mar. La batalla es con la letra, con la sílaba, con la arena. Después, en un segundo paso, convierte la oración en una decoración, cuyas partes convencionales se trasforman en partes plenas de movimiento, intercambiables, fichas de un dominó derrumbado. [98] Y, sin embargo, con el orden del número de juego que busca su complemento: Epitafio Suplantó el error de la insularidad con la variable opulencia del lenguaje. Dos, tres palabras (hilván) la mano a la garganta. Resonaron sus bruces en la habitación: sílabas y hormigas. Una vez que la oración-desoración se descompone en una nueva recomposición, las palabras clave son islas apenas unidas por un hilván. La fragilidad de los elementos sólo puede acarrear su fin o muerte: la palabra se concentra al máximo: «resonaron sus bruces», en lugar del sonido al caer de bruces. El fin, es el fin reducido: «sílabas y hormigas».

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Otro paso dado, tercero en orden, es el de la equiparación entre situación existencial y metáfora en exilio. La ruptura ocurre en el mundo real y en el metafórico: no se pueden separar una ruptura de la otra y, entre sí, el anhelo es enmendar las resquebrajaduras. Como en la corriente cabalística luriana, la única redención es la de reparar la ruptura de los recipientes. La armonía cósmica sólo se logra por el concepto redentor: la potente luz no se derramará inútilmente aunque quede de ello una cicatriz. Es así, como la herida del exilio se regenera. En el poema «Periferia» (La garza sin sombras), las metáforas han sido rotas: [99] Periferia Íbamos de brote en brote y nos alimentamos de las excrecencias de la oruga, ovillos y el filamento de la seda fueron nuestra alimentación: tiernos retoños, piñones que se perdían en los bolsillos y el amarillo más vetusto de las ciudades, nos alimentaron. Se trata de una experiencia periférica, soslayada, en la que el alimento es lo inconcebible, lo frágil, lo diminuto. Las metáforas son vulnerables, tangenciales, con el nostálgico dolor de una periferia, de un exilio de la ciudad. Un triste abandono que se recupera en imágenes guardadas de la infancia perdida: donde todo sucede al margen del centro y de la materialidad. La corrección de la ruptura, la redención, aparece en la armonía final, cuando el mundo recurre a la imagen materna: ...Y la ciudad se hizo muy pequeña y nosotros crecimos grandes y desprovistos, nuestras madres riendo a la altura de los muebles. El exilio sigue un suave cauce metafísico cuando descubre la revelación, el equivalente laico a una experiencia mística, siempre [100] al margen, en entredicho. Del judaísmo a las revelaciones de otras maneras de religión, José Kozer escoge el leve intenso momento en que la luz todo lo invade, no importa sobre qué: un jarrón, una piel, un pájaro del amanecer, el dedo del abuelo que señala el versículo sagrado. O bien es la nieve, preámbulo del ángel que pasa. Leve intenso momento en que acaece la comunión: Pietà ¿Nevó? ¿Qué tierra es ésta qué canteras blancas los accidentes del terreno? ¿Labran? Su fiebre, un arrecife: encima, el arcángel de alas policromadas

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(debajo) pausado en su dirección el manto de la noche. El curso de la mística acopla su paso al curso del exilio. El ímpetu asceta se desprende de sus vestiduras. José Kozer nombra uno de sus libros: Carece de causa. El abandonado, el extranjero, el eremita, todos ellos carecen de causa. Es decir, de tanta causa, carecen de ella. Es el vaciamiento que todo lo llena. La palabra, una por una, que adquiere infinita carga semántica. Impostergable encrucijada de significados. En realidad, el poeta también «carece de causa». El libro de poesía, Carece de causa, es el proceso de la unión mística otorgado a los hechos cotidianos. Las partes que abarca son las del ritual: un ritual que se aferra a la terrenalidad que se ha escapado y que sólo queda recordar. La sacralización es el olvido. Las partes son: Introitus, Dies irae, Offertorium, Miserere, Graduale, Communio. Así principia el camino místico entre [101] las palabras exiliadas. Entre la humildad de lo cotidiano religioso, en su sentido primigenio de «religado». De nuevo, el afán de unir las pérdidas es lo que marca la poesía del exilio. Judaísmo y cristianismo se mezclan: o más bien el exilio del judaísmo en medio del cristianismo: Indicios, del inscrito El dedo de mi abuelo Isaac o Ismael o rey ahora sin nombre o de nombre Katz o de nombre Lev o corazón de Judá (señala) la palabra donde se detuvo la recta maraña de las palabras, rey extranjero: el dedo, sobre la boca del hormiguero. Las múltiples evocaciones son un compendio de historia del pueblo de Israel: del abuelo y el dedo índice que marca la lectura de la Biblia (por algo el poema se llama «Indicios, del inscrito»), a las genealogías, al rey David, a la extranjería. Un poema de la parte Communio, lleva el mejor de los títulos: «Uno de los modos de resarcir las formas». Y las formas no son sino el lenguaje lejano, la tierra perdida, la infancia áurea, la presencia del pequeño mundo judeoeuropeo en el clima tropical de la isla de Cuba. Qué de formas esparcidas, qué de ambientes encontrados, qué de idiomas, señas, temperaturas: la nieve en la memoria y el ciclón ganado. Todo ello redimido por un verso, en donde «blasona estearinas de lis, / flor hebrea». O por otro: [102] El sobresalto es una ventolera ciclón del '44 ya se armó. Pero, sobre todo, el final es la recuperación y comunión del idioma de la isla: Da por mí yo he vuelto, somos turba de la flor saqueada: masticadora, ni tú ni la flora padecemos: ya se alteró déjalo hablar es viento huracanado por

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él reconozco la pubertad de las palabras cierra tapia solavaya el viento. La poesía de José Kozer reúne las experiencias de los múltiples exilios en rupturas, fragmentos y restituciones: el mundo no termina si se rehace por medio de la palabra heredada y de la poesía en tránsito. Leer y releer las señas sagradas es la posibilidad de volver a crear el mundo. Dos retratos sicológicos: Cioran y Kristeva También se ha escrito del exiliado como sujeto sicológico y sociológico. Emil M. Cioran y Julia Kristeva hablan por carne propia. Cioran, con su lenguaje extremo y su atractivo cinismo, define al exilio como una situación ventajosa: Es equivocado hacerse del exiliado la imagen del que abdica, se retira y se oculta, resignado a sus miserias, a su condición de desecho. Al observarlo, se descubre en él un ambicioso, un decepcionado agresivo, un amargado que, además, es un conquistador. Cuanto más desposeídos [103] estamos, más se exacerban nuestros apetitos y nuestras ilusiones. Incluso discierno alguna relación entre la desdicha y la megalomanía. El que lo ha perdido todo conserva, como último recurso, la esperanza de la gloria o del escándalo literario. Cioran, centrado en el ejercicio crítico, elige la desmitificación del exilio. Acusa al desterrado de aprovechar su situación solitaria y sus pasiones ocultas. De abusar y explotar su marginación: de señalarse como centro de la desgracia. De ser un iluso o un desesperado. Cada exiliado defiende un terreno por él dado a luz. Para Cioran, la defensa del terreno literario es la defensa de la prosa. Avisa sobre el peligro del predominio de la poesía entre los exiliados, género que «brota, es directa, o completamente fabricada; privilegio de los trogloditas y de los refinados, sólo florece más allá o más acá, pero siempre al margen de la civilización». En cambio, la prosa es deliberada y construida; exige rigor, «un genio reflexivo y una lengua cristalizada». En pocas palabras, para Emil M. Cioran, «crear una literatura es crear una prosa». De este modo, Cioran mismo adopta la posición del exiliado escandaloso, aunque se encierre en su soledad y niegue el exhibicionismo. En lo que sí acierta es en que la primera manifestación del exiliado, la espontánea o la «brotante», la que surge con abundancia, es la poética. Y esto lo veremos, con gran claridad, en el caso del exilio español de 1939, tanto en su primera como segunda generaciones. Cioran advierte de los peligros del exilio, en primer lugar, el de la autocomplacencia o falta de maduración en el concepto mismo y aferramiento a una situación que, a lo largo de los años, es difícil de mantener si no se trasciende y no da lugar a una nueva forma de la

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imaginación. A quien se duerme sobre sus laureles, [104] en palabras de Cioran: «Le espera una decadencia honrosa. Falta de diversidad, de inquietudes originales, su inspiración se seca». Éste sería el caso extremo en que una poética del exilio dejaría de serlo. Julia Kristeva mantiene otra posición. En su libro Extranjeros ante nosotros mismos, revisa los términos extranjero y exiliado, sociológica, sicológica y literariamente, a lo largo de los tiempos. Parte de la idea de que el extranjero habita en nuestro interior. Lo define como: «la cara oculta de nuestra identidad, el espacio que arruina nuestra morada, el tiempo en el que comprensión y afinidad se van a pique». En las sociedades primitivas el extranjero era el enemigo, el ser diferente del que había que cuidarse o al que había que destruir. Con el advenimiento de la religión y la ética, la situación cambia y es aceptado si se asimila al grupo. La aceptación o rechazo del extranjero varía según las épocas. Con el surgimiento del nacionalismo, en los siglos XIX y XX, el extranjero se encuentra en desventaja. Ha perdido el espacio, el tiempo y el origen del amor. Adquiere la transitoriedad y la movilidad. Siempre en otra parte, no pertenece a ninguna. Es un triste soñador enamorado del paraíso perdido y de las ausencias. Puede llegar a convertirse en un descreído, en un ironista, en un cínico, como defensa contra el medio. Su pasión más profunda es la soledad, porque ha sido empujado a ella, pero, sobre todo, porque llega a amarla desesperadamente. El extranjero carece de ataduras, salvo las que pueda tener con su grupo, y es libre y esclavo a la vez. Está dentro y fuera. Es un huérfano auténtico: sin padres a su lado: con padres en el recuerdo. El cordón umbilical se ha roto de una vez y por todas. Para Julia Kristeva, dentro de la corriente sicoanalítica, el énfasis [105] radica en la posibilidad de curar el señalamiento del exiliado. Por eso, concluye que si aceptamos que la extranjería vive en nuestro interior, no la perseguiremos en el exterior. «El extranjero está dentro de mí, por lo tanto, todos somos extranjeros. Si soy extranjero no hay extranjeros». En contraposición al análisis del extranjero según Julia Kristeva, me parece que el caso del exiliado es diferente. Generalmente ha sido expulsado de su país por una poderosa razón política, religiosa, ideológica. Tiene un sustento tras de él: es una víctima de la incomprensión y siente que la justicia está de su lado. A donde llega es bien recibido, por lo menos por un sector simpatizante, y se le considera un defensor de sus principios. Los peligros en los que puede caer, ya han sido mencionados. Otra manera de ver el exilio: Witold Gombrowicz Si hay una manera específica de sufrir el exilio y de poseer ciertas cualidades o defectos generales, hay también el sello extrapolado de la individualidad. En este caso, es interesante observar la estética que desarrolla el escritor polaco Witold Gombrowicz.

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Witold Gombrowicz (1904-1969) vivió veinticinco años como exiliado en Argentina, a partir de 1939. El origen de su exilio es fuera de lo común. Había llegado como escritor triunfante después del éxito de su novela Ferdydurke e invitado de honor del recién estrenado trasatlántico Boleslaw Chrobry. A los pocos días, Hitler invade Polonia y empieza la Segunda Guerra Mundial. El capitán del barco recibe órdenes de regresar de inmediato y Gombrowicz se ve obligado a obedecerle. El barco empezaba a soltar amarras, cuando se aparece corriendo, con una maleta en cada mano, el mismo Gombrowicz y de un arriesgado salto regresa a tierra firme. Casi fue una imitación de lo mismo que [106] hizo Lord Jim, personaje de otro autor polaco, Joseph Conrad. Y al igual que el personaje, cambió su destino. De este modo, Witold Gombrowicz eligió el exilio, la soledad y la creación de una obra que escapa a cualquier convencionalismo. Trans-Atlantyk, suma de veinticinco años de destierro, no sólo representa la separación de su país natal, sino de la lengua moderna. Si bien se negó a escribir en otra lengua que no fuera la suya, trasladó su expresión a un género propio de la literatura polaca del siglo XVIII. Empleó una forma narrativa tradicional conocida como gaweda, especie de cuento barroco oral perteneciente a la hidalguía caracterizado por hipérboles mordaces y efusivas, así como inversiones sintácticas. La novela fue publicada en París en 1953 por una imprenta de exiliados polacos y debido a las dificultades del estilo no había sido traducida sino hasta recientemente, al inglés. Tiempo después de haberla escrito, Gombrowicz hacía esta confesión: Trans-Atlantyk fue una locura desde cualquier punto de vista. Pensar que escribí algo así, justo cuando me encontraba aislado en el continente americano, sin un centavo, abandonado de Dios y los hombres. En mi situación, lo adecuado hubiera sido escribir algo rápido que pudiera ser traducido y publicado en lenguas extranjeras. O, si prefería escribir algo para los polacos, que no ofendiera su orgullo nacional. Pero me atreví, ¡en el colmo de la irresponsabilidad!, a urdir una novela inaccesible a los extranjeros por sus dificultades lingüísticas y que era una deliberada provocación a los emigrados polacos, mis únicos posibles lectores. Es decir, Gombrowicz se aísla aún más en su exilio por la búsqueda de un estilo único. Y si bien parece un suicidio literario, [107] de lo que se trata es de una afirmación desesperada de la identidad individual. El crítico John Bayley afirma: «Gombrowicz, igual que Joyce, siempre poseyó, en cierto sentido, el temperamento del exiliado, que se nutre y depende, paradójicamente, de su idea de la patria... Ambos escritores se burlan sin piedad de la imagen de 'lo irlandés' y 'lo polaco', veneradas por sus compatriotas...». En la literatura española contemporánea, el caso de Juan Goytisolo y sus años de exilio se manifiesta de forma parecida: la historia de España deja de ser sagrada. En la novela Juan sin tierra, cuyo título es significativo, se expresa lo siguiente:

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...el exilio te ha convertido en un ser distinto, que nada tiene que ver con el que conocieron: su ley ya no es tu ley: su fuero ya no es tu fuero: nadie te espera en Ítaca: anónimo como cualquier forastero, visitarás tu propia mansión y te ladrarán los perros. Es decir, hay una fluctuación entre imagen ideal e imagen crítica, orden y caos, abandono y pertenencia, que se manifiesta por formas extremas de la poética. Czeslaw Milosz Después de medio siglo de exilio, Czeslaw Milosz fue invitado a regresar a su Lituania natal. Mucho de lo que vio, de lo que encontró o ya no encontró, de la memoria destruida, de la presencia atrapada, del tiempo que fluye, fue la materia de su libro, De cara al río. [108] Czeslaw Milosz, ganador del Premio Nobel en 1980, es un poeta testigo que cree en la poesía no porque sea la salvación ni porque pueda cambiar nada, sino porque comunicar es menos inhumano que el silencio. O porque el silencio se atenúa con la poesía. O porque son otros sus silencios. Si bien el exilio (¿negación del silencio?) fue parte conformadora de su poesía no lo es en su aspecto nostálgico, sino como detonante, como golpe arrítmico que desató la creatividad. Medio siglo fuera de su patria le llevó a reflexionar sobre la pérdida del idioma nativo y la necesidad de ser traducido (¿antisilencio?). Sabe que su poesía siempre estará en tránsito: de un lugar a otro: de un idioma a otro. Por eso, regresar a su tierra y escribir lo que vio habría de convertirse en una necesidad más de la imaginación. Anticipaba las calles, las casas, el paisaje, ¿pero encontraría a un solo sobreviviente? No estaba seguro. Más bien lo que encontró fue la exacta medida del exilio: resquicios aún no explorados de la memoria que todo lo guarda para la ocasión precisa. Formas del olvido que se manifiestan en un reconocimiento soterrado. El poeta se pregunta si acaso la separación no fue un pecado y con quién habría de confesarse. Mas si el pecado fue de los demás no le interesa planteárselo. Tal vez, el pecado consistió en el regreso a una ciudad que ya no era la suya. Milosz niega la sensación de pérdida y acepta, en cambio, al retornar a Vilna, la inevitabilidad de todas las cosas. Quisiera apartar la nostalgia o un llanto a destiempo, pero la nostalgia aparece ahí donde no puede borrarse: en el centro de la naturaleza. El poeta había querido ser naturalista y su ambición de juventud era ser guardabosques. Ahora alcanza la verdadera comunión: Era una pradera a la orilla del río, lozana, antes de la cosecha del heno, en un día inmaculado de sol de junio. La busqué, la encontré, la reconocí. [109] Allí crecieron hierbas y flores familiares en mi infancia. Con los ojos entornados absorbí la luminiscencia. Y el olor se me almacenaba, cesando todo conocimiento.

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De repente, me sentí desaparecer y llorar de gozo. Tal vez, el regreso es el perdón: el perdón que otorga el exiliado a quienes dañaron y desgarraron para siempre su vida. Que también perdonar porta su aureola. A Milosz no le interesa recriminar: prefiere la introspección de los diversos lugares mentales y su pertenencia interna. El exilio redime y da fuerzas. El regreso temporal a Vilna es la síntesis de la memoria amada. El puente de medio siglo se establece cuando se le revela que la ciudad y él envejecieron del mismo modo, a pesar de la separación: Este lugar y yo, aunque distantes, año tras año, al mismo tiempo, estábamos perdiendo hojas. Estábamos cubiertos de nieve, estábamos decayendo. Y de nuevo nos hemos reunido en nuestra común edad avanzada. Pero el regreso no puede lavar la sangre del dolor. Cuando se es exiliado se es para siempre. Se adquiere la cualidad de la levedad. El silencio recuperado es no hablar de la vida antigua: no mencionar que se pertenecía a ese lugar, ahora, habitado por extraños: No le dije a nadie que ese barrio me era familiar. ¿Por qué habría de hacerlo? Como si se materializara [110] un cazador con su lanza, en busca de algo que una vez había conocido. La manera que encuentra Czeslaw Milosz de recuperar el pasado y a los muertos es por su presencia. Pero esa presencia le parece vana: «Sería más decoroso no vivir» (p. 20), antes que caminar por la ciudad que no ha guardado el paso de los amigos perdidos. El poeta se arrepiente de vivir y su único consuelo ante el vacío es prestarle sus ojos a los desaparecidos. La luz y las lilas en flor que ellos ya no verán son doblemente visibles para él. Sus piernas torpes valen más porque sustituyen a las de los otros. Sus pulmones respiran y su corazón palpita por ellos. Poco a poco siente que da vida a los demás y que es una maraña de órganos y sensaciones que pertenecen a todos. Logra la comunión con los muertos: Cuando lo que me separaba de ellos desaparece y de un ramo de lilas cae una lluvia de gotas que resbala por mi cara y las suyas al mismo tiempo. El retorno de Milosz no es órfico. No se trae nada de regreso y no importa si vuelve la cabeza o no, porque tampoco hay nada. Es una maldición provocada por los hombres en la que ni siquiera existe la esperanza: Orfeo pudo haber rescatado a Eurídice si hubiera tenido voluntad. La voluntad del poeta es un gesto imaginario: encarnar en sí las almas desvanecidas: dibujar el sueño de lo perecedero.

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Tal es el fin ilusionado de todas las cosas: tal es la devastación de toda tiranía. Ahí donde se borra al individuo por el peso de una maquinaria estatal y dogmática, el precio es la obliteración, el desengaño, la agobiante igualdad del miedo. [111] Es fácil negar la historia, desvirtuarla, inclusive no escribirla. Lo que siente Czeslaw Milosz al regresar a su país es la muerte de la historia, esparcida sin orden ni concierto. Es la inutilidad del acto humano, es la caída no de monumentos ni de muros, sino del misterioso y oculto engarce de la pasión y del amor por la vida. Milosz comprende, por fin, que cualquier ideología es tan aberrante como la pretensión de ordenar la naturaleza, de cambiar el signo del tiempo, de impedir que el río corra hacia la mar. Aquello que no puede ser ordenado nunca entrará en ley alguna. Si el hombre se rige por leyes, la primera es la de su libertad incondicional. La segunda es la sencilla alegría de dormir en paz. Leyes difíciles sí, pero que no opacan ni desdeñan y exaltan, en cambio, el rigor de una ética de la bondad. Lo que el poeta encuentra, después de cincuenta años de ausencia obligada, es el vacío de la incredulidad, de la desideología, de la fe en el acto humano. Una tristeza que ha desbordado los corazones. Un desconcierto. Un crimen que ni siquiera sabe cómo pagarse. Por su parte, se conformaría con hallar la palabra que pudiera borrar el dolor y en la que la vida abrazara también a los muertos. Tal vez sea en el derrumbe del marxismo donde la más profunda melancolía del exilio se resintió. Milosz luchó por no caer en el patrón lastimero del exilio, pero no pudo evitar, con su retorno temporal a la patria perdida, conocer el mayor descenso al abismo de la futilidad y entonces, sí, cerrar para siempre la puerta del exilio. El exilio como estética de la modernidad Existe el problema de la valoración estética de la obra del exiliado. Quisiera insistir en la claridad de juicio necesaria para que puedan ser separados los terrenos de la obra literaria en sí [112] y el de las causas del destierro. Con frecuencia se confunden fronteras y se aplican criterios extraliterarios a la obra de arte, siendo ésta alabada o denigrada según el carácter de la expulsión del exiliado. Pareciera que, también en este caso, las ataduras se hacen y deshacen según la fuente del exilio y que el tema de la singularidad, la diferencia y la universalidad acompañan al autor en su constante desarraigo y movilidad. Época de fragmentación y de ruptura de moldes, el siglo XX descubre en la tradición el centro de la innovación. De ciertas parcelas de la historia del arte, vistas al microscopio, o mejor aún, en espejos distorsionantes, las imágenes cambian los puntos de vista y utilizan partes del olvido para resaltar una nueva óptica, un nuevo lenguaje, una nueva escala musical.

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Nuestro siglo, siglo de caminantes sobre todo, de desplazados, de perseguidos, de señalados, elige el exilio o bien el exilio interno como medio exacerbante de la tensión pasional. Un caso al margen será el del exilio imaginario o exilio heredado, representado por la generación hispanomexicana de 1939. En otras artes, Picasso, Paul Klee, Kandinsky, Stravinsky ponen a prueba una expresión desplazada del trazo o del sonido esperado. Aspiran a encontrar la línea o la flecha en movimiento, o la integración-desintegración de los sonidos en aparente desorden. Aspiran, sobre todo, a la recuperación del paraíso perdido: la imagen de frente y de perfil al mismo tiempo: el sonido que es, a la vez, melodía y acompañamiento. Manifestaciones, todas ellas, de realidades fracturadas, obliteradas primero y más tarde expuestas, con el desenfado de quien viene de otro mundo. De quien, toda atadura perdida, se arriesga hasta las últimas consecuencias. Exilio es exilio también de la divinidad, y el arte se centra en su propia soberbia. Es exilio del amor, que sólo se realiza en los extremos: grandes entregas o migajas y situaciones marginales. [113] El exilio en el arte es la imposibilidad de haber sido fiel a los orígenes, a los estilos, a los géneros. Es, pues, una venganza contra sí y contra el destino. Es ya no creer en la historia. Empezar desde cero. Sentirse tan abatido que sea lo mismo que sentirse en el cenit. Casi, casi, es alcanzar la fórmula mágica de los filósofos del hermetismo, según la Tabla de Esmeralda: lo de arriba es como lo de abajo y lo de abajo es como lo de arriba. [114] [115] III.- El exilio español de 1939 Mucho se ha escrito y mucho se seguirá escribiendo sobre el exilio español de 1939. Escogeré algunos aspectos, algunos autores, algunos momentos derivados de esa gran rama de la historia española que siguió viviendo en tierras mexicanas. De la primera generación, me centraré en la obra de María Zambrano, por su manera entre poética, filosófica y mística de abarcar el problema. Luego, aunque menos estudiada, la obra del poeta Enrique Díez-Canedo ofrece, en su última etapa, aspectos de una peculiar reflexión. Por último, la segunda generación o la de los hispanomexicanos es interesante porque en ella afloran mejor los rasgos del exilio y adquieren un matiz crítico. María Zambrano: castillo de razones y sueño de la inocencia

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Dos imágenes de María Zambrano: «castillo de razones» y «sueño de la inocencia», hacen crecer las dos ramas de su árbol de la sabiduría: pensamiento y poética. El castillo se forma de [116] cámaras y pasadizos por la arquitectura de la razón. Del sueño y de la inocencia se deriva la creación poética. Así es como se erige la obra de María Zambrano. Con pilares de piedra, mosaicos de sueño y una primera visión de todas las cosas. Inserta, dentro de la reflexión filosófica, la pasión de la poesía. O en la poesía, la serenidad de la filosofía. Su lenguaje convierte el método en un ritmo metafórico. De tal modo, que la lectura de cada página es el placer de la belleza de la idea. Su juicio crítico, siempre entre lo humano y lo divino, como podría ser el título general que abarcase su obra, posee la magia del hallazgo creativo. Después de todo, escribir no es otra cosa sino imitar al dios creado y al dios creador. De la confesión, género que mucho atrae a María Zambrano, a veces podemos ir sobrehilando algunos de sus rasgos vitales. Algo podemos imaginar de su permanencia en México. Algo nos dice ella, apenas esbozado, con cierto pudor que se adivina. El exilio español, después de la guerra civil, remueve la mente en busca de explicaciones, de respuestas a porqués, de reflexiones con el tinte de la emoción, de lamentos, de palabra que se desbarata. El exilio lleva en sí la idea de fin de los tiempos, de justicia violada, de apocalipsis cercano. Quien piensa, quien escribe, centra sus obsesiones en una pregunta hacia la trascendencia, hacia el eterno absoluto. El exilio tiene otra dimensión que no es ni la religiosa ni la política. Esta dimensión es la que agrega María Zambrano: la histórico-filosófica o bien la mística. Que, en poesía, tuvo su derivación intuitiva tal vez en el llanto de León Felipe. Si el exilio se vive como una experiencia que propicia la meditación y el análisis, como un ajustar cuentas, como una búsqueda de causas, como una interrogante más de las irresolutas del hombre, el despojo de lo anecdótico y el eje de la esencia conducen a esta posición que es la elegida por María Zambrano. Y a ello, no poco contribuye su estancia en México. [117] Efectivamente, las primeras conferencias que pronuncia en la Casa de España a poco de arribar, reúnen sus reflexiones en torno a Pensamiento y poesía en la vida española. La guerra, la dispersión, la distancia, la apartan de sus temas universales para concentrarse, en cambio, en las «peculiaridades extremas del pensar español, es decir, de la función real y efectiva del pensamiento en la vida española». Así, bajo la ley de que el conocimiento es una forma del amor y una forma de actuar, emprende una labor exegética de temas hispánicos. La gran diferencia entre España y el resto de Europa radica en la especial forma de desarrollo de pensamiento y poesía. Si bien los grandes sistemas filosóficos están ausentes en la cultura española porque su método conceptual es otro, en cambio el discurso literario, ya sea narrativo o poético, suple esa carencia y propone una visión del mundo más fresca y original, con sus exclusivos patrones y perspectivas. Si la filosofía surge de dos contrarios: la admiración y la violencia, la primera por la relación del hombre con las cosas y la segunda por la manera como violenta y desvela las cosas: «¿No será tal vez que el pensamiento español no sea hijo de la violencia sino únicamente de la admiración, o que haya intervenido la violencia en forma más débil que en el pensamiento clásico ejemplar, o que en lugar de la violencia haya intervenido quizá, algún ingrediente distinto: algo que confiera a nuestro modesto y humilde pensamiento su manera de ser específica?», se pregunta María Zambrano. Y si el pensamiento español se ha desarraigado de la violencia y de la voluntad, será un pensamiento no absoluto, no unitario; sino libre, disperso,

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anárquico. Por lo tanto, la manera de satisfacer la necesidad de conocimiento se obtendrá por el desarrollo de otras formas genéricas, tales como la novela y la poesía, donde no se establecen ni dogmas [118] ni métodos. Este acercamiento al vivir y al pensar está entreverado con la preferencia por el llamado realismo o materialismo español. Las raíces que rastrea María Zambrano llegan hasta el contexto religioso más antiguo, incluso precristiano, o bien a la propensión heterodoxa y a la falta de asimilación de la tradición griega. Coincidiría, relativamente, con la teoría que, en ese tiempo, venía ya elaborando Américo Castro y que habría de publicar casi en simultaneidad, también en México. Con la aclaración de que este último destacaría la influencia del pensamiento semita sobre la cultura hispánica. Lo interesante de subrayar en ambos casos es la búsqueda de raíces en fuentes no utilizadas hasta ese momento. Por este camino, María Zambrano se interna en el análisis del irreductible e inasible realismo que caracteriza a la cultura española. Ante la dificultad de establecer alguna fórmula o algún tipo de teoría, acude al término de «lo otro», es decir, todo aquello que no puede ser incluido en un sistema. Y no sólo no incluido en ningún sistema, sino imposible de ser atrapado, porque nos encontraríamos ante un hueco o un vacío. En palabras suyas: «No hay fórmula, no hay sistema que compendie el realismo, nuestro arisco e indómito realismo y nos permita traerlo como un cadáver a la sala de disección del pensamiento; nos hemos de contentar, si es que la fortuna nos ayuda, con evocarlo». Otro paso más en este análisis que ha de establecerse con el mayor de los cuidados, porque la materia se compone y descompone según reglas que no son reglas, es el de ir vislumbrando ciertos motivos, ciertas constantes. Este realismo tan peculiar que se introduce en todas las formas literarias y artísticas, que suple al conocimiento sistemático, que se atreve a permear la mística y la lírica, y que le hace decir a Santa Teresa que Dios está entre las ollas. Que se deja dibujar en los bufones de Velázquez [119] o en los sueños desbordados de Goya. Que aparece en el ritmo del habla y en su sonoridad rotunda, en el tono del canto punteado, en su melancolía o en su desgarramiento, en lo que se mueve y en lo que está quieto. En suma, una esencia, y como tal inaprehensible aunque inamovible. Y, sin embargo, tan cercana que la sabemos y sentimos en su espontaneidad y en su inmediatez. Nos arrolla con una presencia que todo lo penetra, que todo lo exige en términos de integridad. Y su lenguaje es un lenguaje de veraz descripción de cosas y seres: «palabra dura, compacta y trasparente, vivo cristal de roca de nuestro idioma». Es decir, una esencia tan enteramente establecida tiene que llevar aparejada consigo una forma de conocimiento. El realismo es, entonces, esa forma de conocimiento: «una manera de mirar al mundo admirándose, sin pretender reducirle en nada». Que, en otras palabras, no es sino la manera de amar. Y quien ama ni explica, ni se plantea la libertad. Amar todo lo abarca y es en sí un absoluto. Por lo que, si se me permite una digresión, un libro como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust sería excepcional en la literatura española, como podría ser el caso de La Regenta de Leopoldo Alas. El amor en su forma absoluta no puede ser vivido como objeto de análisis racional. El amor (el terrenal y el místico) es un todo abarcador, imbuido de la presencia del mundo y de sus criaturas prodigiosas. Por el amor todo puede ser consagrado, hasta lo más pequeño y despreciable, como aquellas golosas y familiares moscas que a Antonio Machado le evocaban todas las cosas.

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Este carácter de amor tan cercano, tan palpable, otorga al conocimiento su rasgo de saber popular. En el pensamiento español no hay manera de separar el más alto saber del saber popular. Góngora cultivaba su poesía culta frente a los romancillos del pueblo, al igual que Sor Juana Inés de la Cruz, en herencia. [120] O Lope de Vega y San Juan de la Cruz tornaban la forma del villancico y otros cantares a lo divino. Aun Ortega y Gasset, maestro de María Zambrano, sobrepasa su formación neokantiana y crea la base de su filosofía sobre la «razón vital» o «razón histórica», de tan marcado sello hispánico. En otras palabras, el centro de la creación está afincado en la tierra y en la realidad. Lo sagrado se concibe como percepción sensorial. Si bien se exalta la naturaleza, ésta es suficiente per se: no se convierte en doctrina del panteísmo porque el punto de atracción radica en las cosas o en la vida misma. De este modo, hemos llegado, según María Zambrano en su análisis de 1939, a la gran diferencia que existe entre la cultura española y la del resto de Europa. El racionalismo derivado de la herencia griega no le afecta, porque el mundo es una instancia que no ha sido reducida y es un lugar para vivir inmerso en él, mas nunca será una instancia racional. Lo que conduce a un sentimiento fundamental de la vida española: el de la melancolía. Pero tampoco se tratará de una melancolía dubitativa o paralizante, sino de «una forma de sentir la vida, de sentirla ante todo como tiempo irreversible». Si la muerte es el término de la temporalidad, se tratará de agotar la vida en el gozo del instante por el instante o en su totalidad abarcadora. Tal el pícaro o don Juan; tal el místico. «Problemas vivientes, no teóricas delimitaciones», como dice María Zambrano. La conclusión no se deja esperar. Frente al conocimiento teórico y racional, el español propone otro conocimiento: el poético. Aunque esto, sabemos hoy que puede ser matizado. Las divisiones no son tan acusadas. El pensar, más que el pensamiento, hay que ir recogiéndolo en las formas literarias en las que se ha volcado, de manera dispersa y ametódica, pero de manera fiel. «Es siempre sin abstracción, es siempre sin fundamentación, [121] sin principios, como nuestra más honda verdad se revela. No por la pura razón, sino por la razón poética». Por ese «castillo» que eleva razones de la sinrazón. Luego de estas primeras conferencias, recién llegada a la ciudad de México, María Zambrano se traslada, en el cálido otoño de 1939, según nos describe, a la ciudad de Morelia. Ahí, alterna sus clases en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo con la elaboración de otro libro cuyo título, Filosofía y poesía, responde a la búsqueda de esencias que la acucia. En esos lejanos días, en soledad, María Zambrano escribe con el placer y la rebeldía que emanan de sus palabras. Ante la ventana abierta, dibujada por Ramón Gaya, que le muestra el paisaje michoacano, ofrece su pensamiento, su pensar más bien, como una retribución, como una fe recuperada. Como un orden que se instaura, luego del caos y de la guerra. En el exilio. Como una necesidad de volver a conocer la medida del mundo y la armonía de la creación. Ella misma explica la génesis del libro, desde las páginas iniciales que van imprimiéndose, casi sin medios, en una imprenta que sólo podía tirar unos cuantos pliegos. Luego, el primer capítulo aparece en la revista Taller, dirigida por Octavio Paz. Hasta que el libro va conformándose y creciendo, al amparo de un «ángel invisible e implacable», que le exige a la autora seguir adelante.

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Esta obra, escrita en tierra mexicana y con el dolor constante del exilio y de la lejanía de España, responde al esfuerzo de crear algo palpable ante la realidad que se le escapa. Diluye, de este modo, la melancolía en la reflexión y en la voluntad de escribir. Su tristeza debió ser tan notoria, que se cuenta que Alfonso Reyes, con su fina sensibilidad, le dijo un día que el mundo [122] entero lloraba por ella. Y ella siguió adelante y se enfrascó en el estudio de los límites, si es que los hay, de la poesía y de la filosofía, de la poesía y de la ética, de la poesía y de la mística, de la poesía y de la metafísica. Para María Zambrano, el tema es obsesivo, tan obsesivo como lo pueda ser cualquier intento de dividir al hombre para mejor comprenderlo. El hombre que no debe ser dividido y que nunca debió separar pensamiento de poesía. Ante dos métodos que, cada uno por su parte, son insuficientes, el sueño perfecto sería integrar en uno al filósofo y al poeta. Tal es la labor de María Zambrano no sólo en su teoría, sino, lo más importante, en su praxis. La polémica es una polémica clásica. Arranca de Platón, cuya filosofía decide desprenderse de la carga órfica y pitagórica, a pesar de lo cercana que le es, apartando, paradójicamente, el predominio de la poesía. Escoge la filosofía como centro de la razón y condena a la poesía por ficticia y carente de ética. A los poetas los envía extramuros y les otorga una aureola maldita que llega hasta nuestros días. Y, sin embargo, debió ser una operación dolorosa la de amputar la poesía: hay señas de ese dolor en muchos de los diálogos platónicos. Una vez que la filosofía vence al sustentarse en el logos y en la verdad, la poesía se queda con la multiplicidad y la heterogeneidad. Iris Murdoch, una figura afín a la escritora española, como ella formada en la filosofía, pero atraída por la expresión literaria, en un breve libro que se refiere a la expulsión de los poetas de la ideal república platónica, afirma que el arte proporciona mayor conocimiento que la filosofía. Tesis ya sustentada por nuestra autora. Nos encontramos, pues, en esa otra capacidad de conocer que ha tenido que ser recuperada para la poesía por la mancha de nacimiento que le fue atribuida. En un libro posterior, El hombre [123] y lo divino, María Zambrano analiza aún más el porqué de la condenación de los poetas y de los pitagóricos al triunfo de la razón aristotélica. Lo que marcó de manera definitiva la cultura occidental, a excepción de la española. Esta otra manera de conocimiento, poética y matemático-musical, propia del pitagorismo y del orfismo, recobra su verdadero lugar en el momento en que desplaza al racionalismo. La oposición entre filosofía y poesía se marca artificialmente. Los campos quedan establecidos: la filosofía es clara, verdadera, compacta, unitaria. La poesía es múltiple, ama todas las cosas, es irreductible, posee su propio vuelo. En estos primeros pasos, los dos logoi fueron divergentes, y como el poético no pretende polemizar ni está en su ser la definición, fue avasallado por el filosófico. «No es polémica la poesía, pero puede desesperarse y confundirse bajo el imperio de la fría claridad del logos filosófico, y aun sentir tentaciones de cobijarse en su recinto. Recinto que nunca ha podido contenerla ni definirla. Y al sentir el filósofo que se le escapaba, la confinó. Vagabunda, errante, la poesía pasó largos siglos. Y hoy mismo, apena y angustia el contemplar su limitada fecundidad, porque la poesía nació para ser la sal de la tierra».

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La relación entre poesía y ética también parte del concepto platónico, al otorgarle un grave pecado: el de la mentira, porque finge lo que no hay y finge lo que no es. En cambio, la filosofía, ajustada a la razón, no puede engañar. La poesía traiciona a la palabra al usarla en los sentidos que la filosofía rechaza: cae en el delirio, en la embriaguez, en la locura y se lanza al infierno. Ante la belleza y la muerte, el filósofo y el poeta actúan de manera diferente. Mientras que el primero desdeña las apariencias por perecederas y obtiene el consuelo por la razón, el segundo se aferra a ellas y las convierte en la obsesión a la que nunca renunciará. Afirma María Zambrano: «El filósofo quiere poseer la palabra, convertirse [124] en su dueño. El poeta es su esclavo; se consagra y se consume en ella». Pero lo que le cuesta trabajo a María Zambrano es tener que reconocer la injusta condena de Platón a los poetas, de la que ni siquiera Homero se salva. Y termina su exposición con una paradoja al asentar que, ciertamente, la poesía es inmoral, tan inmoral como lo pueda ser la carne misma. De este modo, declara la terrenalidad de la poesía y el don que proviene más allá de la justicia: su eterna generosidad. ¿Cómo se unen la mística y la poesía? Pues por la encarnación de la palabra. Peligro grande para los griegos que, aunque no repudiaban la carne como lo iban a hacer siglos después los cristianos, sí la consideraban la tumba o la cárcel del alma. En el esfuerzo por liberar el alma para que recobre su integridad divina, la teoría de Platón muestra su aspecto poético, por más que quiera separarse de él. Por la mística, Platón recuperará la poesía, pues, como lo expresa María Zambrano, aunque Platón abandonó a la poesía, la poesía no lo abandonó a él. El término del amor surge en un contexto de redención. Pero surge también como una categoría social e intelectual, de la que habrá de derivarse la lírica de Occidente. En el caso de España, las fuentes no sólo provienen de la línea platónica o neoplatónica, sino que, además, se incorpora la erótica semita, tanto árabe como hebrea. El amor como ausencia, que es el amor místico, del Cantar de los Cantares a San Juan de la Cruz, se desvela en la búsqueda y en la distancia. La poesía, por su conocimiento del amor, por no temerle y hundirse en él, de nuevo gana otra batalla contra la filosofía. «Con más fuerza que el pensamiento, ha sabido, hasta ahora, sacar su virtud de su flaqueza; su existencia de su contradicción, de su pecado». El camino del platonismo, que se alejó de la poesía por preferir la razón, pero que aspiraba a la unidad y que no se conformaba [125] con la mera filosofía, se detuvo en el recodo teológico y encontró la mística. Y claro que aquí surge una cuestión difícil de dirimir, pues toda poesía es, a fin de cuentas, una mística; y toda mística es inseparable de la poesía. Por lo tanto, el camino platónico desembocó en un callejón sin salida. Callejón sin salida puede ser, pero que permitió elevar la vista a los caminos del cielo. Luego, a lo largo de los siglos, la poesía entró en su fase metafísica, expuesta en obras que, como la Divina Comedia, unen felizmente poesía, religión y filosofía. El paso siguiente, sin embargo, es el del hombre que se libera y se centra en sí mismo. En el Renacimiento, se descubre la metafísica de la creación, en cuanto que el acto creador es un acto estético. Se vuelve extraña y lejana la idea del arte entre sombras y fantasmas, y surge el arte como revelador, como emanación de lo absoluto. El Romanticismo permite, de nuevo, la reconciliación entre las dos disciplinas, pero casi como un abrazo de muerte.

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Después, Baudelaire en la poesía y Kierkegaard en la filosofía aportan la precisión y recobran la mesura. Sobre todo, han tomado conciencia de cada una de sus disciplinas. El poeta teoriza. Baudelaire afirma: «La inspiración es trabajar todos los días». El sueño se vuelve consciente y el delirio preciso. Ha habido un giro de ciento ochenta grados del poeta griego, catalogado como irracional y fuera de la ética, al poeta moderno que analiza y crea su ética y teoría propias, sin la intervención del filósofo. Si la filosofía representa el sentido verdadero de la historia, la poesía expresa lo que el hombre es, sin que le haya sucedido nada. La pregunta, como algo que caracteriza a María Zambrano, es: «¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió en su alejamiento y en su duda, para fijar lúcidamente y para todos su sueño?». [126] Y de esta palabra, el sueño, o más bien, El sueño creador, María Zambrano elabora otro libro. Otro libro también publicado por vez primera en México. En el que los castillos aparecen y tienen un significado no sólo de lugar alto, de símbolo de montaña, sino de espejismo, de irrealidad, como ocurre en la obra de Kafka. Donde el sueño es un despertar, un descubrir lo que la vigilia deja oculto: «la oscura raíz de la sustancia». El sueño es, en definitiva, «un despertar trascendente». Pero además, se revela como una investigación sobre la estructura del tiempo en la vida del hombre. El sueño, por su atemporalidad, es el núcleo del proceso de la creación literaria; elabora un argumento y pone en marcha lo que parecería mera imagen inmóvil. Es, desde luego, un anhelo de libertad, un llamado a la palabra creadora, a la fuente de la inocencia. Así, castillos y sueños van conformando el estilo de María Zambrano que, a veces, se vuelve mimético de los autores que estudia y resulta difícil de separar sus propias palabras de cadencias poéticas que le son cercanas. Pero en esto reside, también, el hechizo de su palabra, la gracia de su expresión. Si me he detenido en estas obras publicadas en el exilio, ha sido porque en ellas se encuentran las vías principales que sustentan el pensamiento de nuestra autora: el problema de España, los temas fronterizos entre filosofía y poesía, la reflexión del conocimiento literario. Pero sobre todo, porque el paréntesis mexicano en su vagar de país en país propició la situación de ajuste de cuentas que conlleva todo exilio. Como escribir es un acto de claridad y de liberación, sus más profundas preocupaciones salieron a la luz y encontraron modo de expresión. [127] El exilio es un fenómeno consustancial con el ser humano. Desde el primer exilio, que lo fue de carácter divino (la expulsión del Edén) hasta los que le siguieron, de carácter histórico, han sido la piedra de toque de pueblos y personas. Se ha considerado un castigo más refinadamente cruel que la prisión o la muerte. Ha acentuado la temporalidad del hombre al negarle un espacio propio. Adán y Eva adquieren la muerte al perder el paraíso. Quien sale al exilio, sale en busca de una muerte sin tierra. La condena es el eterno vagabundeo y la conciencia precisa del paso del tiempo. A la vez, adquiere una esperanza inviolable: el anhelo del retorno. De lo que se trata, entonces, es de llenar el tiempo, un tiempo que no vale, en un espacio ajeno, para recuperar el verdadero tiempo y el verdadero espacio. Y he aquí que la manera perfecta de llenar ese tiempo y ese espacio es por la preservación de la memoria. Y quienes son especialistas en esto, el poeta y el filósofo, se dan la mano.

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En el caso del exilio español, filosofía y poesía fueron las ramas encargadas de hallar algún sustento, alguna explicación. Abundaron los pensadores, los ensayistas y los poetas, más que los autores de otros géneros literarios. Tal vez porque el camino tuvo que rehacerse, porque hubo que acudir a las disciplinas básicas para encontrarle algún sentido al sinsentido. Se partió de cero para repetir el orden del mundo. Es uno de los sentires del exiliado la idea de recrear la vida, del ciclo que se vuelve a empezar, de la rueda de la fortuna incesante. Debe probar ante sí y ante los demás que lo desconocen su propio valor, su propio signo vital. Cada día que pasa rehace su identidad. Es un solitario señalado, un Caín inocente. Y, sin embargo, aunque Emil M. Cioran acierte en su estudio de los exiliados y ponga de relieve su deseo de admiración y de causar lástima, considero que hay otra circunstancia más que debe ser tenida en cuenta. El estado de exilio es un estado privilegiado que pone a prueba lo mejor de cada mente: exacerba la reflexión y la imaginación. El exiliado se sabe sobreviviente [128] y como tal debe cumplir con ciertas obligaciones: una de ellas es recoger y transmitir su tradición, su historia, y otra es dejar huella de su paso. Se convierte en un ejemplo de lo que María Zambrano llama el vencido que vence. Y vence con la mejor arma: la inteligencia, la lucidez, la lejanía. Poco a poco se despoja de la pasión y le seducen la serenidad y la armonía que sólo un trance extremo procuran. Podríamos decir que el exiliado es un aprendiz de Job que se ampara bajo su sombra. Por algo María Zambrano lo escoge como el símbolo de lo que habrá de perdurar cuando llegue el momento, al igual que las simientes del extraño pájaro abandonadas en la arena que luego habrán de crecer y elevar su vuelo sobre los demás seres, cum tempus fuerit. La apuesta del exiliado es con Job y con el tiempo. El concepto de exilio ha sufrido modificaciones a lo largo de la obra de María Zambrano. En Delirio y destino, escrito hacia 1950, aunque publicado en 1989, la conciencia del exilio empieza a separarse como una nueva forma de ser. Pero es en Los bienaventurados (1990), y cerca ya de la muerte, cuando el concepto se matiza aún más. Las palabras son eco de la cadencia mística y reflejo de la vía de la depuración. El exiliado ya no es el exiliado en esta tierra. Es el exiliado que llega a trascender. Es decir, el que forma parte de los bienaventurados. Que ha sido visitado por un rayo iluminador y que ha aprendido a vivir el abandono. Para escalar la cima de la sabiduría y conocer cuál es el sentido de su vida. Desplazado y despojado continúa desprendiéndose de cada una de las capas de la incongruencia y de la insensatez. Aspira a un recóndito momento de plenitud. Goza con la soledad que se ha impuesto y su espacio ideal sería una isla. No elabora utopías porque las ha perdido. En el silencio es donde mejor resuena su memoria. Por pasos, como es la actividad primera que ejecuta el exiliado en su imparable deambular, María Zambrano describe el camino del destierro. La primera señal es la de una revelación: el sueño del hombre en la historia. Sólo el exiliado hace historia, [129] inaugura la historia, desde los padres primeros hasta el más reciente heredero. Se recrea en el nacimiento del ser: el ser que es historia fuera de la matriz. Rompimiento doloroso del cual nadie se repone. Principio de toda narración: érase que se era.

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El exilio es el punto final con el pasado: el congelamiento de una forma de la conjugación verbal: es el espejo de la mortalidad reflejada a su alrededor. Mas nunca será la pérdida de la memoria: el pasado es una negación, no un olvido. Y la condena es, precisamente, conservar la memoria. El paliativo, desarrollar el principio de la esperanza y proyectarlo hacia otra forma verbal inexistente: la del futuro, donde cabe cualquier sueño de la inocencia. Es decir, todo exilio repite la pérdida del paraíso y exacerba la conciencia de un presente desconocido. Sobre todo, expone una herida incicatrizable: la identidad ha sido perdida. En el término mismo, exiliado, está cancelado el concepto de nacionalidad, de patria. Ha perdido su identidad y no ha encontrado una nueva: llegue a donde llegue quedará fuera de lugar. Su ser es un ser expuesto a la vista de los demás. En palabras de María Zambrano: «El exiliado es el que más se asemeja al desconocido, el que llega, a fuerza de apurar su condición, a ser ese desconocido que hay en todo hombre y al que el poeta y el artista no logran sino muy raramente llegar a descubrir». Carece de geografía, de sociedad, de política y hasta de ontología. O, más bien, acomoda en el interior de su ser todo lo perdido como una posesión inviolable, la única permitida. En el mejor de los casos, lo trasmuta por medio del lenguaje simbólico. Para Luis Cernuda, muere la vida en ajeno rincón. Pero también podría decirse que quien nada tiene lo tiene todo. Puesto que los extremos son intercambiables. Y puesto que aparece [130] la dimensión mística. Ante la debilidad y el desamparo, restan, sin embargo, las grandes extensiones, físicas y síquicas. El firmamento, el desierto, la inmensidad, el alma desolada. Nada hay mayor que estas proporciones. ¿Quiénes habrían de ser «los bienaventurados» sino los exiliados? Sólo a María Zambrano podía ocurrírsele. De la desgracia, obtener la prueba de fe. De la dimensión terrena, saltar a la divina. Y, sin embargo, no trazar el círculo: dios-hombre-dios, sino habitar la espiral, que no encierra, que no constriñe, que semeja alas para el vuelo. Los bienaventurados son como los «pájaros impensables» que ama María Zambrano. Los pájaros de la madrugada que anuncian la revelación. El exilio no es la pequeña y temporal salida. El exilio es la pérdida del universo y de lo sagrado. Se acompaña de la sensación de abandono, esa sensación de abandono que hizo cubrirse al pueblo judío bajo la shejiná: la sombra de la divinidad que ofrece la redención. Un abandono total. No la pérdida del refugiado que es acogido y tolerado con mayor o menor simpatía, pero al que se le ofrece, después de todo, un refugio. No la condena del desterrado, que se siente injusta, inmerecida, violenta. Un algo más. Una revelación. Un borde que si se cruza es irreversible. Un paso del que no hay posibilidad de retroceso. Irremediable. Un filo entre la vida y la muerte. «Sostenerse en ese filo es la primera exigencia que al exiliado se le presenta como ineludible». La condición de exiliado hay que saber ganársela. No es fácil querer entrar en el reino de los bienaventurados. Tal vez sea un atrevimiento. Entrar en el lugar de nadie. Pensar que no se tiene un lugar en el mundo y que el sufrimiento redime. ¿Por qué? [131] «Haberlo dejado de ser todo para seguir manteniéndose en el punto sin apoyo ninguno, el perderse en

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el fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en un solo instante, sobrenadándolas todas». El escritor exiliado sobrenada las historias si quiere sobrevivir. Elige los amplios espacios sin fin, mares, horizontes inexistentes, desiertos. Niega la vista y prefiere el oído. Ha limpiado el paisaje y se queda con el solo sonido del viento. Prefiere las voces, que las voces hablan desde dentro. Puebla las páginas escritas con sonidos interiores, en silencio. Camina y camina y no siempre alcanzará el lugar del exilio. Para María Zambrano el exilio es el lugar del misticismo: donde se encuentra el espacio de sí mismo pero despojado del yo. Cuando el alma se funde con el infinito. Es, pues, camino de bienaventurados. El universo de María Zambrano es un universo abierto, es decir, sobrepasa límites y medidas, circunscripciones y todo intento de enclaustramiento. Su obra ha ido puliéndose como diamante cada vez más perfecto, con más aristas, con más brillos. Ha logrado fundir en un metal de estilo los varios elementos de lo inefable, como lo son la filosofía poético-mística. Concepto y palabra no pueden disociarse de una manifestación hallada o fundida con precisión. La expresión ha ido despojándose en un afán de ascetismo cumplido. Hay cierto franciscanismo en este su amor de una por una cada palabra, una por una en respeto, desde la más sencilla hasta la más complicada. Todas ellas humildes y hermanas palabras. Humildad y hermandad sólo por el exilio encarnadas. Las imágenes en las que vuela el alma de María Zambrano son los castillos interiores en los que la vida ya es sueño. [132] María Zambrano y el Libro de Job ¿Por qué se ocuparía María Zambrano de la historia de Job? ¿Qué misterio, qué aliento oculto intuyó? ¿Qué pensamiento fugaz se le desató? ¿Cómo se encadenaron las palabras en orden de construcción y de exégesis? Mucho debió significarle la compleja historia de un hombre como Job debatiéndose entre lo humano y lo divino, lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Horas de reflexión para crear uno de los ensayos más profundos, más crípticos, más piadosos también. Examina María Zambrano la forma literaria elegida para narrar esta historia y se le asemeja una forma dramática. Tal vez, tenga en mente un auto sacramental a la manera de Calderón de la Barca. Tal vez, le atraiga el poder convocante del teatro: «vean, oigan, escuchen, he aquí una historia maravillosa». Pero, seguramente, no dejó de pensar que podría ser una «novela metafísica», como la juzga André Chouraqui o un poema esotérico o un enigmático canto para iniciados y, desde luego y ante todo, un libro de sabiduría. Como sabiduría, en el camino radiante que va y viene entre lo filosófico y lo ético, en el centro del problema ontológico del bien y del mal.

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La historia de Job es una historia difícil de clasificar, con mucha tela de donde cortar. Por lo que se convierte en el interés de María Zambrano. Job no es un héroe, ni un sacerdote, ni un rey. Es un hombre simplemente, y de ahí la fascinación de su relato. Si a María Zambrano le atrae la claridad y la luminosidad, por eso mismo, la espiritualidad oculta es también un polo de su preferencia. Orfeo y los pitagóricos, el mundo doliente de Antígona, [133] Job el paciente y Job el impaciente. Para todos ellos se vuelca su pensamiento en un afán de comprender la palabra más allá de lo que ha elegido significar. Porque hay textos crípticos se vuelve necesaria la clarificación. Porque la palabra se ha envuelto en un nuevo orden creado especialmente para la historia que habrá de narrarse, esa misma palabra deberá desnudarse hasta exponer el meollo. Así como Job pierde sus riquezas, sus vestimentas y la piel se le pega al hueso, así la palabra debe tocar fondo y ser nervio puro. Sólo al latigazo del nervio expuesto puede compararse ese sentido único de la palabra reveladora. Y esa palabra reveladora es la que obsesiona a María Zambrano. ¿Cuál es el sentido de la vida de Job? Job el paciente o el justo es el objeto de una apuesta entre Dios y el Diablo: ¿cuánto podrá aguantar Job sin maldecir a su creador? Y Job padece y aguanta, hasta que se decide a preguntarle a Dios por su grandeza. Y es ahora Dios, a la defensiva, quien le da una lección de los términos originales, del paso del caos al orden, de las tinieblas a la luz, de los elementos, de la escala del ser. Job ha repetido en su vida el tránsito del paraíso: su edad de bonanza ha sido interrumpida por el ansia de conocimiento, por la duda que implanta la raíz diabólica del mal. Pero él ha sido ajeno: no ha desobedecido ni se ha sentido tentado, como lo fuera Adán. La decisión le ha sido impuesta: Satán le dice a Dios que si Job es un hombre justo se debe a que no ha conocido el sufrimiento ni la desdicha. Dios le contesta que aun en situación adversa, Job mantendrá su pacto de fidelidad con la divinidad. Así, un reto, un juego, una apuesta ponen en entredicho la felicidad del ser humano. Pero lo que se pone en juego también es la grandeza de Dios: si ese hombre condenado injustamente no corta su relación humano-divina, su triunfo será infinitamente el triunfo de Dios. [134] El patrón está trazado: aun la rebeldía de Job no hará sino probar el orden perfecto de las dignidades divinas: bondad, sabiduría, poder, gloria, justicia, voluntad. Para María Zambrano el drama de Job es un drama de la voluntad. O mejor aún de las voluntades divina y humana. «El arcano que a Job se le presenta insondable es lo que en la teología y aun fuera de ella, dentro del pensamiento occidental, se nombra voluntad». Pero

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voluntad divina también, si puede llamársele así, a ese insistir y a ese arriesgar el máximo sobre la persona de Job, siempre y cuando se respete su vida. ¿Y si Job hubiera flaqueado? De la tensión de voluntades surge la grandeza tanto divina como humana. Job es el espejo de la voluntad de Dios y no puede flaquear, porque sería la imagen de Dios la que se desvanecería. Tal vez, la oculta fortaleza de Job era la chispa divina que mantenía el fuego de su persistencia. Lo que Satán no tomó en cuenta es que las pérdidas de Job no apagaron, sino que inflamaron esa oculta chispa divina. Hecho que Dios, en cambio, conocía en su omnisciencia. Pareciera que se tratase de un constante fluctuar entre luz y oscuridad, conocimiento e ignorancia, pero que la paradoja se basara en ese saber y no saber, incluidas las presencias y las intuiciones del lector y del autor del Libro de Job. La técnica narrativa es de una sutileza contemporánea. O mejor dicho, como si el libro pudiera saltarse las ataduras de tiempo y espacio. Y eso es lo que le atrae a María Zambrano: un caso que se pierde en las épocas míticas, pero perfectamente aplicable en la nuestra. ¿Comprensible también? Sí, comprensible también. María Zambrano equipara ese deseo de ver y oír a la divinidad con la ceguera y el silencio que sufre el hombre moderno. De ahí que dos extremos pudieran tocarse. [135] El juego o «sueño de voces» abarca no sólo la de Job y Dios, la de Job y sus amigos, la de Job y su mujer, sino las suyas propias: las «voces de su razonamiento discursivo». Job se convierte en su propio dialogante, en su escucha, en su ser otro: se ve y se ve otro: sujeto y objeto al mismo tiempo: inmanencia y trascendencia fusionadas. Es pues, el Libro de Job un libro de sabiduría y de revelación. Para María Zambrano de triple revelación: «La del Dios omnipotente y hacedor, Señor del hombre, y la revelación del hombre. Mas queda la tercera en que se conjugan las dos: la revelación del Señor de la palabra presentándose tan cabalmente como autor, que a los oídos de los hombres a quienes una semejante directa revelación les es impensable que les llegue, les suene en los confines de una justificación». Aquí es donde se comprende la cercanía, la mezcla, quizá la dificultad de separar el entretejido de hombre y divinidad. La unión de las voluntades, del deseo de ejercer la más alta comprensión. Job no quiebra su fortaleza: en la soledad, desarrolla la memoria, invoca la nada: no haber nacido. No invoca la muerte, como dice María Zambrano, sino el des-nacimiento: «¿Por qué no morí yo desde la matriz, o fui traspasado en saliendo del vientre?». En realidad, lo que pide Job es el vacío, el abismo de su ser, no ocupar el lugar del hombre. Y éste es Job el justo. Pero cuando se vuelva Job el sabio evolucionará y habrá de necesitar el diálogo con Dios. Luego de este diálogo y de la revelación de la palabra vendrá, por fin, la comprensión última de las cosas. El lugar preciso de cada objeto y de cada sujeto. La naturaleza será recreada de nuevo por medio de la palabra de Dios para beneficio

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de Job. El lenguaje críptico es el propio de la divinidad y [136] éste es el libro, dentro de los incluidos en el corpus bíblico, donde aparecen animales misteriosos cargados de simbolismo. Animales que intrigan a María Zambrano, uno de los cuales, el extraño pájaro (avestruz), de difícil traducción, dará pie a su teoría del misticismo jobiano. Pero también aparecen el unicornio (toro salvaje), el behemot (hipopótamo), el leviatán (cocodrilo), como fuerzas apocalípticas. Y entre esos simbolismos de los animales extraños, María Zambrano recuerda a un autor judío en la tradición de la parábola y el apocalipsis, de lo humano en metamorfosis animal y de la soledad y la impotencia ante la autoridad todopoderosa. Kafka, indudablemente, conoce y vive a Job. Lo padece en sí y lo trasforma en el José K. de El proceso: «No pregunta ni preguntará nunca a lo largo de la paciente obra; no reclama a esos grises burócratas como él, que se han deslizado en su cámara en la intimidad de su despertar al día, según hace Job a su Señor que es el mismo Hacedor de todas las cosas y su propio autor». Coincidencia de María Zambrano con la ensayista y poetisa Margarete Susman, quien en un estudio sobre Job encuentra un correlato natural en la obra de Franz Kafka donde la presencia oculta de un dios omnipotente es la base del diálogo implícito humano-divino en torno a padecimiento, culpa, justicia, castigo. Mas nuestra autora, en su visión de claridades, aspira en este ensayo a darle alas a Job, a permitirle un vuelo liberador y por eso lo titula «El Libro de Job y el pájaro». El extraño pájaro, junto a los otros animales emblemáticos, manifiesta la grandeza de Dios, en los capítulos finales del texto bíblico. De ellos, el escogido es el avestruz, cuya cita textual es: [137] ¿Diste tú hermosas alas al pavo real, o alas y plumas al avestruz? El cual desampara en la tierra sus huevos, y sobre el polvo los calienta. Y olvídase de que los pisará el pie, y que los quebrará bestia del campo. Esta imagen de la semilla abandonada y de la pérdida que puede sufrir, obsesiona a María Zambrano. Revierte los términos al padre engendrador, al dios todopoderoso, que se permite abandonar su criatura a todos los males y peligros del mundo. El símil con Job es inmediato: también él ha sido abandonado en el instante de la creación. La pregunta latente que nadie se atreve a hacer, incluyendo a María Zambrano, es la de: ¿cuál es el sentido de la creación? Éste es el arcano que inunda a Job. Ésta es la medida de la humildad, de la pequeñez que se aferra al polvo del que se nace y al polvo al que se reintegrará. La creación toda y los animales como emblemas divinos vuelven a ser enumerados para que Job no olvide su lugar preciso. Para que recuerde el orden que le corresponde y la fragilidad de la que pende su vida. Dios se exalta a sí, recalcando las fuerzas en las que se manifiesta y su carácter poético se expresa en los misteriosos animales que rodearán al hombre. Poco le queda a Job por hacer o por comprender. La solución, para María Zambrano, ocurre cuando Job acepta su propio ser, «un ser creado como los otros, el animal, la planta, los astros, en el lugar que es ahora la tierra

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desconocida. El 'ser así' entre el nacimiento y la muerte, en la incertidumbre de su suerte en medio de un universo de arcanos». El secreto del misterioso pájaro o, más bien, de su misteriosa actitud es otra de las pruebas para que Job entienda. Si Job no descifra el mensaje oculto seguirá sin comprender. [138] Mas no se trata de comprender, sino de acceder a la revelación. Y la revelación se da cuando, por fin, Job recurre al silencio y tapa su boca con la mano: el arcano no necesita de palabras. El ave misteriosa tampoco necesita explicar el abandono de sus crías y, en cambio, se ríe porque sabe que prosperarán. En esta equivalencia que hace María Zambrano entre Job y el embrión de pájaro, en su aparente abandono, la risa divina es la prueba de que el sentido de la creación puede conllevar en sí una ironía que escapa a la comprensión humana. Si así fuera, llegaría el momento en que Job podría levantar sus alas y volar, volver a nacer en una nueva creación que cumpliría la profecía de un mundo perfecto por venir: Y después de esto vivió Job ciento y cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación. Murió, pues, Job, viejo y lleno de días. Aunque, tal vez, nos quedaría una duda que nace de esta historia: ¿era necesaria una segunda creación del mundo, para reafirmar a Dios? Así parece. Si el hombre se debate entre el bien y el mal sin llegar a la explicación última, la necesidad de múltiples creaciones y recreaciones será el ejemplo vivo del puente de unión entre lo humano y las fuerzas de la divinidad. Job, un hombre simple, que no era ni rey, ni sacerdote, ni héroe, sino un exiliado de Dios y de los hombres, forma parte del reino de los bienaventurados que tanto amó María Zambrano: «Desde el fondo de la soledad y aún más de la desdicha, si es dado que una ventana se abra, se puede, asomándose a ella, ver, pues que andan lejos e intangibles, a los bienaventurados». [139] Enrique Díez-Canedo, el americano de España La historia de la crítica iberoamericana contemporánea no puede dejar de lado el nombre de una de las personalidades más interesantes de la primera mitad del siglo XX, Enrique Díez-Canedo (1879-1944). Su constante ejercicio periodístico dio a conocer al público lector, tanto de España como de Iberoamérica, la obra de autores del presente y del pasado dentro del ámbito internacional. Su labor consistió en difundir los valores culturales existentes y en exponer un tipo de crítica novedosa y moderna. En algunos aspectos se acerca a los conceptos teóricos de la

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literatura comparada y, en este terreno, se adelanta a la labor de críticos posteriores. Establece bases para temas de investigación futura. A la par de su labor crítica, destaca la de traducción, convirtiéndose así en el difusor de la cultura europea dentro de España e Iberoamérica. Su antología de poesía francesa fue lectura obligada para los poetas contemporáneos. Muchos de ellos conocieron por su intermedio la obra de los románticos, los parnasianos, los simbolistas, los vanguardistas. Según José Emilio Pacheco: «Sin la antología de Díez-Canedo otra hubiera sido la poesía en castellano del siglo XX». Entre los autores que tradujo en cuidadas y hermosas versiones destacan Lamartine, De Vigny, Victor Hugo, De Mussett, Aloysius Bertrand, Desbordes-Valmore, Gautier, Baudelaire, De Banville, Sully Prudhomme, Catulle Mendès, Efrhaïm Mikhael, Edmond Rostand, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Maeterlink, Francis Jammes, Péguy, Gide, Claudel, Valéry, Duhamel, Saint-John Perse, Pierre Drieu La Rochelle, Max Jacob, Apollinaire, André Breton, Tristan Tzara, Louis Aragon y muchos más. [140] No sólo se preocupó por la fidelidad y belleza de las traducciones sino por elaborar una teoría de la traducción, a lo largo de sus diversos artículos y libros. En este caso, también utilizó procedimientos del comparatismo o literatura comparada. Le interesó contraponer traducciones de un mismo autor en diversas lenguas para observar el proceso del arte de traducir. Insiste no sólo en la fidelidad, la originalidad y la estética sino en que «toda traducción es, al mismo tiempo y quizá ante todo, obra de crítica». Dos de sus ensayos más importantes sobre este tema son: «Traductores españoles de poesía extranjera» y «La traducción como arte y como práctica». En este último, analiza y ejemplifica las dificultades del arte de traducir, el método a seguir, la elección, la legislación en la materia y, el problema más espinoso: la existencia en toda obra literaria de una parte no traducible que suele corresponder a su esencia. Sin embargo, cree firmemente en la traducción: «Traducir equivale a entregar». Revoluciona la crítica moderna incorporando técnicas que recibió por la influencia del historiador de la literatura comparada Eugène-Melchior Viconte de Vogüé. Su conocimiento de la literatura rusa y de las versiones al francés lo sitúan como experto en hallar los aciertos y los errores de las traducciones. Sigue el desarrollo de la literatura rusa gracias a la introducción que de ella hace Vogüé y la presenta al público hispanohablante. Combina elementos de otras artes -la música, la pintura- para mejor entender el fenómeno literario y correlacionarlo con un todo histórico. Sus estudios de crítica de arte se refirieron tanto a pintores del pasado como a los contemporáneos. [141] Su crítica teatral recoge la historia del teatro español de 1914 a 1936 y es indispensable consulta para quien quiera conocer el desarrollo del drama de esa época desde el punto de vista del espectador que reseña las primeras representaciones. Analiza las raíces del teatro español desde sus más antiguos orígenes: el auto de Los tres reyes magos, los autores del Siglo de Oro, el teatro romántico y el teatro del siglo XX. Las obras de García Lorca son reseñadas en sus noches de estreno. Merece ser mencionada, como capítulo aparte, la relación de Díez-Canedo con Iberoamérica, así como el significado e importancia de sus últimos años en tierras mexicanas. El que fuera llamado «el americano de España» por Alfonso Reyes, colaboró

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entre 1938 y 1944 en los principales periódicos y revistas de México. Su labor docente, en esa misma época, fue primordial para la educación de jóvenes universitarios. Además, fue autor de varios libros de una depurada poesía de alto valor dentro del primer posmodernismo, según la literatura española de entre guerras. En 1907, había publicado sus primeras colaboraciones en la Revista latina y en la Revista crítica de Madrid. Pero ya antes había logrado su primer éxito como poeta de calidad al ser el ganador del certamen literario convocado por El Liberal en 1903, con el poema: «Oración de los débiles al comenzar el año nuevo». A partir de entonces, su actividad poética será constante y paralela a la de crítico y traductor, si bien con un número de libros más limitado. En 1906 publica su primer libro de poesía: Versos de las horas y en 1907, La visita del sol. Empieza a darse a conocer como traductor al publicar Del cercado ajeno, que consiste en cincuenta y nueve versiones poéticas del francés, del italiano, del portugués y del inglés. Entre 1909 y 1911, permanece en Francia como secretario del ministro del Ecuador y de esa fecha datan sus relaciones con [142] los integrantes del Mercure de France y de la Nouvelle Révue Française. Continúa su producción poética con La sombra del ensueño e Imágenes, en 1910. En el periódico El Sol comienza a publicar artículos literarios al lado de autores como Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, Emilia Pardo Bazán, Enrique de Mesa, Ramón Pérez de Ayala, Francisco A. de Icaza y otros más. En 1924, publica Algunos versos. Se relaciona con la Institución Libre de Enseñanza, cuyos postulados se resumen en: educación para todos, secularización de la vida, tolerancia y respeto, desarrollo de las ciencias y humanidades y, sobre todo, de la conciencia individual. Díez-Canedo ocupa un lugar prominente en la Institución y aporta su trabajo como profesor, poeta y crítico literario. De esta fecha data su amistad con Manuel Azaña, con Juan Ramón Jiménez y con Alfonso Reyes, que continuará por el resto de su vida. Es colaborador de las editoriales Espasa-Calpe y Calleja, así como de las revistas Índice, La Pluma, Revista de Occidente, entre otras. El año de 1927 es muy importante en la vida de Enrique Díez-Canedo porque viaja por primera vez al continente americano. Durante su recorrido por Chile, Brasil, Uruguay, Argentina, Ecuador, Panamá y Puerto Rico dará conferencias y participará en reuniones con escritores que no habrán de olvidar sus enseñanzas y sobre quienes ejercerá su influencia, como hombre erudito y, a la vez, de extrema sencillez. A partir de entonces, se siente ligado a la vida y la cultura iberoamericanas y los lazos que establece se irán estrechando aún más con el correr del tiempo. A su regreso a España escribe los Epigramas americanos. En 1931 vuelve al continente americano e imparte una serie de conferencias en la Universidad de Columbia en Nueva York y en la Universidad Nacional Autónoma de México. Después marcha a Uruguay como ministro de la República [143] Española en ese país, en donde permanece hasta 1934. Dos años más tarde ocupa otro cargo diplomático en Argentina.

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En 1935 ingresa en la Academia Española de la Lengua con el discurso «Unidad y diversidad de las letras hispánicas», donde ahonda en su idea de establecer semejanzas y diferencias en el gran tronco de la hispanidad: ¡Diversidad de América, pareja en su ser físico y en su expresión literaria! Diversidad que es, por encima de todo, aspiración a la personalidad propia y distinta, nunca lograda a expensas de la profunda unidad. Diversidad correspondiente a la diversidad de España misma, tan varia en su área reducida, cortada por las cadenas montañosas, acariciada por tres mares que le marcan diversos caminos. Diversidad en que influye, acaso, la procedencia peninsular de los primitivos grupos dominantes. Diversidad que hoy trata de hacerse más honda por los cultores de la modalidad criolla, no distinta de lo hispano, en esencia, o de un indianismo que busca las fuentes precolombinas, saltando por el dominio español, como si tomara partido por unos átomos de sangre a costa de otros; como si el español quisiera olvidarse del romano para volver al tartesio. Como de toda lucha, puede salir de ésta la más noble fecundidad. [...] Todo ello para enriquecimiento mayor del tesoro literario común. Durante la guerra civil regresó a España, pero en 1938 recibe una invitación del gobierno de México, la cual acepta, y arriba a tierras mexicanas en fecha famosa: 12 de octubre. En los años de exilio, compartió la creación literaria y crítica con la cátedra. Impartió la materia de poesía moderna en la Facultad de Filosofía y Letras y, entre sus alumnos, destacaron los que habrían de ser famosos hombres de letras: José Luis Martínez y [144] Xavier Villaurrutia. Desarrolló una labor primordial como conferenciante y fue colaborador de los periódicos y revistas más importantes de la época. Su labor como impulsor de la industria editorial mexicana fue muy valiosa. Aquejado de un mal cardiaco se fue a vivir a Cuernavaca y el 6 de junio de 1944 falleció, el mismo día en que se terminaba de imprimir su último libro: Letras de América. Enrique González Martínez pronunció la oración fúnebre: «De no ser en su España -en su España ya victoriosa y purificada-, era en México donde debía morir. [...] Las letras españolas lo lloran y glorifican; las mexicanas dejan hoy sobre su tumba el homenaje más cordial y la admiración más justa y debida». El «americano de España» había demostrado su interés por las literaturas hispanoamericana y lusobrasileña desde los comienzos de su carrera como crítico. Este interés le permitió enlazar vínculos entre los dos continentes y aun ampliarlos hasta un tercer continente, el asiático, representado por las islas Filipinas. Por eso, cuando pronunció su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, el tema ya era materia conocida gracias a su interés. A esto se aunó el hecho de que escritores mexicanos o de otros países, exiliados en España a principios de siglo, con quienes trabó profunda amistad, como Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, le llevaran a conocer y comprender muchas de las características de los pueblos americanos. Su propensión a desarrollar estudios dentro del campo de la literatura comparada encontró un terreno fértil para analizar problemas de índole teórica, de búsqueda de fuentes, influencias, analogías, movimientos.

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Se preocupó, junto con algunos de los escritores de la generación del 98, por los límites y definiciones de raíces comunes y de identidades nacionales. De este modo, afirmaba el amplio panorama de la cultura española e iberoamericana en general; y destacaba, en particular, las especificidades de cada caso: la unidad y la diversidad de las letras. [145] Como un proceso vivo de flujo y reflujo de las corrientes literarias, Díez-Canedo acuñó el término de «influencia de retorno», que se refiere al movimiento de la periferia al centro con la consiguiente fecundación de nuevas ideas americanas en el viejo continente. Tal sería el caso de Rubén Darío. Asimismo, Díez-Canedo compartió el estudio de temas y autores del pasado con intelectuales hispanoamericanos, dando como resultado la revaloración de la poesía gongorina, por ejemplo, y del barroco en las artes. Cuando, a su vez, fue el turno del exilio para Díez-Canedo, pudo continuar con su vasta obra, ya madura, en tierra mexicana y al amparo de figuras tales como Alfonso Reyes. Quedando saldada, de este modo, la deuda. Sus estudios sobre temas americanos están recogidos en Letras de América y a lo largo de los volúmenes de las Conversaciones literarias. Con su amplitud característica no olvidó países, asuntos, géneros ni movimientos. Estudió e introdujo, en muchos casos, para el público español autores como José Martí, Amado Nervo, Santos Chocano, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, Andrés Eloy Blanco, Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges y muchos más. Rubén Darío fue uno de sus autores preferidos y al que le dedicó varios ensayos. La gran cantidad de notas que había recopilado sobre este poeta indican que pensaba en un futuro libro que, desgraciadamente, no llegó a ser escrito. Enrique Díez-Canedo, por la gran variedad de intereses que tenía, no olvidó el estudio de las literaturas peninsulares en otros idiomas. De este modo, restituyó la importancia de otras lenguas romances que se hablan en España y que habían sido dejadas de lado con frecuencia. «Nada más desconocido, en efecto, que la literatura portuguesa para un español», escribía en 1919. [146] Se ocupa de difundir y analizar las traducciones de Eça de Queiroz. A raíz de unas conferencias que impartió Leonardo Coimbra en la Residencia de Estudiantes, en el Ateneo y en la Universidad, repasa los principales autores de la literatura portuguesa. De Anthero de Quental anota que «su tragedia está en un afán de eternidad incompatible con su concepto de la vida, forjado en las ideas de su tiempo». De Camilo Castello-Branco destaca su novela Amor de perdición, ya ensalzada por Miguel de Unamuno. Considera a Teixeira de Pascoaes uno de los máximos poetas. Las literaturas gallega y catalana ocuparon buen espacio en sus estudios. Sus traducciones de poetas catalanes son ejemplo de excelencia. Entre sus artículos escribe sobre las letras catalanas y su importancia desde Ausiàs March hasta Piferrer y Cabanyes, Balmes y Quadrado, Pi i Margall. La relación de la literatura y otras artes fue asunto que destacó Díez-Canedo en sus ensayos. Con frecuencia compara o enlaza movimientos literarios con pictóricos o musicales. Destacó la importancia de movimientos pictóricos de vanguardia, como el cubismo y su relación con la poesía. La influencia de Velázquez y Goya en los novelistas. La relación de tópicos musicales con el fluir de la poesía o de la prosa, como en el caso de

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Marcel Proust. Los estudios musicológicos y las nuevas ideas musicales de la época, según la obra de Adolfo Salazar. Las artes plásticas y arquitectónicas medievales y su simbolismo tampoco escaparon a la sensibilidad de nuestro autor. «El simbolismo del claustro de Silos» es uno de sus más bellos ensayos en donde logra reunir su estilo poético-descriptivo del paisaje en vivo con la historia y el significado de los símbolos cristianos tallados en las antiguas piedras del monasterio del siglo XI. «Luego se sale de la historia y se entra en una soledad campestre, y [147] de pronto, entre el haz de casas acogidas a su amparo, sin llamativa silueta, sin moles imponentes, sin soberbia ninguna, aparece el monasterio». El ensayo se vuelve vívido cuando describe a Ramiro de Pinedo, fraile de palabra fluida y sonrisa insinuante, experto en arte cristiano que habrá de dar las explicaciones de las figuras, animales, árboles, monstruos, quimeras, de las tallas y esculturas. «El más bello claustro románico español se anima y espiritualiza en estas interpretaciones. La piedra no es ya filigrana de arte, trabajada a veces con la técnica precisa y exigente del metal y otras con el valor decorativo de los tejidos coptos o persas. Así le nacen alas». Obra poética: tradición y modernidad Es siempre caso de interés el que un crítico y estudioso de la literatura, de tanto amarla, se convierta, a su vez, en creador. Que de vivir a diario inmerso en ella, saque fuerzas para darle nueva forma y expresión. Que de observarla -amante celoso- en sus mínimos movimientos, en sus brotes primerizos o en sus destellos de madurez, a lo largo del tiempo y del espacio, quede tan prendado que, a la manera de tributo, le ofrezca también frutos de su cosecha, esencias de su saber y sentir. Éste fue el caso de Enrique Díez-Canedo, más conocido como crítico, más amado como poeta. Su obra poética incluye los siguientes títulos: Versos de las horas (1906), La visita del sol (1907), La sombra del ensueño (1910), Algunos versos (1924), Epigramas americanos (1928), El desterrado (1940). En 1944 se publicó Jardinillos de Navidad y Año Nuevo, y en 1945, Epigramas americanos (segunda serie), en [148] donde se reunieron poesías ya publicadas y otras inéditas, en edición preparada por sus hijos. Como ya ha sido mencionado, es importante destacar su labor como traductor de poesía (del inglés, francés, alemán, italiano, portugués, catalán), no sólo por la belleza de sus versiones, sino por su labor de difusión. Entre dichas traducciones se cuentan: La buena canción (Verlaine), Fábulas (La Fontaine), Poemas en prosa (Baudelaire), Hojas de hierba (Whitman), Las nueve musas (Claudel), Del toque de alba al toque de oración (Francis Jammes). A pesar de que Díez-Canedo cultivó estilos de diversos movimientos, desde el modernismo hasta el noventayochismo, es en su obra de carácter intimista en donde mejor refleja su actitud poética. Parece como si volcara en la poesía la verdadera esencia de su quehacer literario y de su propia vida. Podríamos considerar su poesía como su diario, como la anotación de la experiencia, del recuerdo, de la emoción, del deseo, del instante vital que va moldeando su posición humana ante el cosmos. Toman forma, se desenvuelven y crecen el niño, el hombre, el poeta, el desterrado.

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Para Díez-Canedo, la tradición es un elemento vivo y primordial que se integra de modo armónico y mesurado en el momento actual. En su «Oración de los débiles al comenzar el año», poema que obtuviera el segundo premio en el concurso literario de El Liberal, en 1903, partiendo de la invocación divina hace presentes las preocupaciones de dolor y sufrimiento en el hombre, dejando entrever la luz de la verdad, «la luz inmortal, Señor, luz de los cielos, / fuente de amor, y causa de la vida». Así, podemos entender la integración perfecta entre tradición y modernidad, meollo de la poesía de Enrique Díez-Canedo. A partir de una tradición literaria asimilada y amada el poeta incorpora su criterio de selección, de combinación y de innovación. De selección, por los tópicos que escoge dentro de la tradición [149] poética española y universal. De combinación, por la manera como los plasma dentro de su poesía. Y de innovación, por el enfoque o adecuación de asuntos clásicos revertidos en una situación actual o moderna, personal o intimista; o bien, por el juego de estructuras, lenguaje e imágenes. El propio Díez-Canedo expresó, en su discurso de recepción ante la Academia de la Lengua Española, que: Nadie renuncia a su propia tradición por la ajena; pero nadie hipoteca tampoco su propia, humilde personalidad, a la de los antepasados gloriosos. Es, por lo tanto, irremediable incorporar la tradición, pero lograr originalidad es igual de imperativo. Enrique Díez-Canedo aplica su teoría literaria dentro de su obra poética, de una manera depurada y plena de refinamiento. En uno de sus romances, «El peine, la esclava y las rosas», se representan los tres criterios arriba mencionados. Los elementos de la tradición: el verso octosílabo, el diálogo, las peticiones difíciles por parte de la amada, el ponerse a prueba del que ama, el lenguaje arcaizante (formas del subjuntivo, diminutivos), los símbolos del peine y el cabello, se entrelazan con elementos ajenos al romancero español -los seres fantásticos, el hada, el dragón, la princesa oriental, el opio-, que corresponden a la parte innovadora u original, con marcado sabor modernista. En otro caso, puede ocurrir que el asunto provenga de la tradición europea (por ejemplo, de los romances carolingios) y la forma corresponda a otra época histórica. Esto es lo que ocurre con el soneto titulado «Roncesvalles», donde el tema medieval se traslada a una estructura de preferencia renacentista. La tradición puede provenir no sólo de fuentes librescas, sino también del gusto por lo castizo y por el costumbrismo. A estos [150] rasgos populares se le puede agregar un tono reflexivo o meditativo. Esto es lo que sucede con poemas como «El merendero». También puede ocurrir que lo tradicional se refiera al mundo de las artes y que se aspire a la fusión entre poesía, música y pintura, como son los casos de los poemas: «Caprichos goyescos», «Fra Angélico», «Velázquez», «Watteau». Este último, auténtico ejemplo de armónica comunión de las artes, donde imagen y ritmo, tonalidades suaves y realidad idealizada se condensan en un mínimo espacio con un máximo de perspectivismo.

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En la obra poética de Enrique Díez-Canedo el tono personal tiene cabida en la forma de consejos a su hijo pequeño. El poema «Letras» combina tradición, cuento, folclore, relación padre-hijo con un tono autobiográfico y filosófico: Ya sabrás, ya sabrás, cuando la vida te lleve por sus áridos caminos, que unas letras, AMOR, lo inician todo, que todo para en unas letras: MUERTE. El desterrado La idea del éxodo, de hondas raíces bíblicas, se vuelve presente en la obra de Díez-Canedo en su poema final, «El desterrado», referido a la situación histórica del exilio español después de la guerra civil de 1936-1939. En este poema, el autor alcanza la verdadera concentración artística de toda una vida aunada a la extrema amarga experiencia del destierro. Creación y ética fundamentan un nuevo proceso en su desarrollo poético. La búsqueda quedó atrás y ahora el hallazgo es el del ser perenne. Nace la nostalgia de la tierra ausente y el amor por la nueva tierra. El presentimiento de la muerte no impide, sin embargo, que la palabra final «germen» [151] sea una promesa de resurrección y, a la vez, una negación del horror al vacío del barroco. Como en Yehudá ha-Leví, se cierra el círculo del exilio con una herencia que fructificará. En Díez-Canedo el exilio como arte poética proviene de un enfrentamiento entre el todo y la nada. El todo pierde su valor real y la nada es el poder imaginativo, memorativo y origen de la creación. La posesión del exiliado es el propio exilio. La poesía colinda con la mística y sólo por el proceso interno de vaciamiento se logra la verdadera ascesis del alma: «Todo lo llevas contigo, / tú que nada tienes». Este proceso ascético une exilio y lengua al ir desnudando también ésta, hasta lograr la mínima expresión y el máximo significado. La evolución de la poesía es hacia la madurez exílica. La palabra dolorosamente interna se vierte al exterior en un vuelo de mariposa que ya no necesita de sonido, de aire, ni de color. La crisálida ha sido trascendida. Quien menos tiene es quien más tiene. Todo y nada, posesión y desposesión, tierra circunscrita y universo carecen de realidad. Hay entonces que buscar cuál es la realidad. La realidad es la del exilio que luego de la luz iluminadora, de la ruptura para siempre de los recipientes, sólo le queda reflejarse en el equilibrio precario de la poderosa y sencilla palabra. En el último poema de Díez-Canedo ni siquiera el espejo podría reflejar una imagen equívoca: el espejo también ha sido roto porque es una engañosa inversión de la imagen. Ni imagen ni metáfora aparecerán en el poema. La poesía tendrá que valer por su absoluto desprendimiento, por la encarnación del silencio: es decir, el silencio en la propia carne: el eco revertido o la falta de eco. La prueba que se pone a sí mismo Díez-Canedo es la más severa en el camino iniciático. El exilio es la última prueba, ya casi [152] dándose la mano con la muerte, la gran

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reveladora. El descenso órfico no promete la salida del Hades. No existe ya la necesidad de la tentación: la cabeza está vuelta: no se anhela la salida. De ahí que todo pueda apostarse a la misma carta: lo que ofrece el poeta es la mano desnuda y limpia con su firma por última vez. En el viaje final, el poeta no tiene nada que perder: los reveses son la gracia alcanzada, el sustento trasmutado: Lo que no te han de quitar los reveses porque es tuyo y sólo tuyo, porque es íntimo y perenne, y es raíz, es tallo, es hoja, flor y fruto, aroma y jugo, todo a la vez, para siempre. La vuelta es al origen de todas las cosas, a la palabra primigenia: al único verdadero ser de la creación. Entonces, en ese no regreso final, el recuerdo no tiene necesidad de permanecer. La memoria, que es el pilar del exilio, puede darse el lujo de ser borrada: en el camino que emprende el poeta ya no es necesaria. Y si la memoria puede ser borrada, la esperanza deja de ser tormento. Imagen, memoria y ficción, sustento del exilio, en la poesía de Díez-Canedo pueden ser eliminadas por el intenso acercamiento al final. El concepto del exilio ya no es tal concepto: se ha convertido en la realidad última. La muerte es tan presente que rige en su impávida sabiduría. El poeta lo sabe y, por eso, el exilio está asumido en él y puede borrar en el último instante toda la historia, toda la memoria y toda la imaginación. [153] En el poema «El desterrado» el paso es definitivo: se asume la muerte propia en plenitud de creación. No sólo no importan las pérdidas, sino que se desconoce la existencia de ellas: lo ganado es algo tan propio que es el ser mismo del destierro: nada se pierde: lo pasado y lo abolido, se halla, vivo y presente, se hace materia en tu cuerpo, carne en tu carne se vuelve, carne de la carne tuya, ser del ser que eres. El exilio encarnado se viste de bienes que no existen, a la manera de la antigua doncella del Zohar. Adorna su desnudez con lo invisible y el tiempo adquirido ya no se mide por horas. Es decir, gana la trasparencia y la des-medida. Aun la palabra eternidad es poca y pareciera ignorar la armonía: «no hay una urdimbre quebrada / ni un matiz más débil...». La purificación ha despojado la vida y la palabra del exilio. Sólo entonces, se puede comprender su imposibilidad. El exilio no existe. En todo caso es un espejismo. Un vano

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artificio de la fragilidad histórica. El ciclo de la vida es un ciclo natural que no se detiene por el exilio. Es el ciclo de la muerte el que fecunda y el que promete el eterno retorno: Nadie podrá desterrarte de estos continentes que son carne y tierra tuya: don sin trueque, conquista sin despojo, [154] prenda de vida sin muerte. Nadie podrá desterrarte; tierra fuiste, tierra fértil, y serás tierra, y más tierra cuando te entierren. No desterrado, enterrado, serás tierra, polvo y germen. [155] IV.- Hijos del exilio Los hispanomexicanos El exilio español de 1939 a México, luego de la derrota de la República por el franquismo, marcó una relación muy profunda en el quehacer íntimo de dos pueblos: México y España. Dio comienzo a la tradición mexicana de refugio para exiliados posteriores, guatemaltecos, chilenos, argentinos, uruguayos. Por lo que México se convirtió en un crisol de la unidad y la diversidad de la labor literaria contemporánea. En la primera etapa del exilio, fue también importante la llegada de algunos grupos a otros países del continente americano, como Santo Domingo, Haití, Panamá, Argentina, Uruguay. En cuanto a la segunda generación, esto es, los hijos de exiliados que llegaron de niños o adolescentes, es interesante presentar cuáles son sus características como escritores. Mencionaré algunos ejemplos de México y de algún otro país americano, como Fernando Ainsa, de Uruguay. El exilio español republicano derivó, en sus elementos más jóvenes, en una pérdida de nacionalidad. Dio lugar a una generación ambigua que no encontró su acomodo dentro de la sociedad mexicana. Careció de bases definidas para resolver su conflicto y se enfrentó a un medio que si bien en algunas épocas fuera más o menos tolerante, en otras, de acentuado nacionalismo, fue si no rechazada, por lo menos, marginada. Al paso [156] del tiempo, cuando esta generación empezaba a producir los primeros frutos maduros, se enfrentó a otro fenómeno, el del llamado «boom» latinoamericano con ideales diferentes a los suyos, que también impidió su reconocimiento. El término de hispanomexicana aplicado a esta generación de escritores, fue acuñado por uno de sus integrantes e historiador de la misma, Arturo Souto. Término más acertado

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que el de «nepantla» o el de «fronterizos», puesto que no es excluyente ni intermedio, sino abarcador de las dos nacionalidades que los une y caracteriza. Los hispanomexicanos, nacidos alrededor de 1936, para dar una fecha simbólica, fueron resolviendo su problema de adaptación al medio de una manera individual y subjetiva. Encontraron su lugar en las diferentes profesiones existentes, la mayor parte dentro del medio universitario. En cuanto al habla, una de las maneras de ser identificado de inmediato, en algunos casos se perdieron o se quisieron cambiar los rasgos característicos de la pronunciación, mientras que en otros, quien más quien menos, aún conservan restos de su origen lingüístico. La asistencia de la mayor parte de este grupo a escuelas diferentes a las del medio (escuelas fundadas por padres y profesores con miras a la continuación del sistema educativo español), señaló, desde el principio, la desviación formal que recibió dicho grupo. Esos niños fueron educados como si el retorno a España hubiera de ser inminente y como si vivieran en una realidad ajena a la mexicana. Esta educación de invernadero los caracterizó y marcó con una fuerte dosis de idealismo. Como generación creyeron con toda firmeza en las promesas de sus mayores. No fueron rebeldes ni se sintieron oprimidos. La falla radicaba en su falta de raíces y en su imposibilidad de aceptar los hechos históricos. Pero, sobre todo, en haber adquirido una situación excepcional en la que los caracteres del exilio fueron trasmitidos de padres a hijos. Como si la genética funcionara aquí en sentido cultural y social, y no sólo biológico. El exilio, por tratarse de una [157] etapa temporal dentro de la temporalidad del hombre, no tiene por qué ser heredado. Lo que no fue el caso de la generación hispanomexicana. Características de la generación hispanomexicana Para establecer el contexto en que surge esta generación será necesario hacer un poco de historia. La generación, como grupo, está bien definida (a pesar de las diferencias individuales) y parte de unos antecedentes comunes generales. Está formada por hijos de exiliados españoles que llegaron a México a raíz de la guerra civil española de 1936-1939. La mayor parte nace en España, salvo Jomí García Ascot en Túnez y Angelina Muñiz-Huberman en Francia. Las fechas de nacimiento son entre 1924 (Ramón Xirau) y 1937 (Federico Patán). La vía de salida es la misma: de España a Francia, a América (con estancias temporales en Santo Domingo o en Cuba) y, finalmente, a México. Este signo itinerante los une en el aprendizaje de otras lenguas, sobre todo el francés y, espiritualmente, en la capacidad de adaptación, de observación de costumbres y en la inquietud viajera. Algunos de ellos harán estudios de posgrado en los Estados Unidos y se convertirán en profesores universitarios. La mayoría ha permanecido en México, aunque varios se han establecido en el extranjero (Estados Unidos, Italia, Francia) o bien, tardíamente, han regresado a España. Ha sido también una generación que ha perdido prematuramente a muchos de sus integrantes.

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Las bases educativas fueron similares. Dependiendo de las edades, varios estudiaron los primeros años en Francia y luego se incorporaron a las escuelas mexicanas. Asistieron a alguno de los tres colegios recién fundados: el Instituto Luis Vives, el Colegio Madrid o la Academia Hispano-Mexicana, cuyos lineamientos educativos provenían de la Institución Libre de Enseñanza de España. [158] Su educación pertenece más al ámbito europeo que al mexicano, lo que los aísla del medio mexicano. Cuando acuden a la Facultad de Filosofía y Letras el grupo empieza a definirse y a conformarse como tal. Fundan, entonces, las primeras revistas: Hoja, Segrel, Clavileño, Ideas de México, Presencia. En ellas participan Manuel Durán, Tomás Segovia, Carlos Blanco, José Miguel García Ascot, Francisco González Aramburu, Arturo Souto, Luis Rius, Inocencio Burgos, Ramón Xirau, Enrique de Rivas, entre otros. Los narradores son menos y publicaron más tarde. Algunos nombres son Arturo Souto, Roberto Ruiz, José de la Colina, Francisca Perujo, Federico Patán, Angelina Muñiz-Huberman. Estos tres últimos agregan a su obra, poesía y ensayo. Los comienzos de la generación hispanomexicana son de índole nostálgica. Se nutrió de los recuerdos y las memorias de los padres y los profesores. Todos ellos fueron excelentes escuchas que recogían con fervor las historias que oían de sus mayores. Reunirse alrededor de la mesa después de la comida o en los días de campo, sentados en el suelo con un pedazo de tortilla de patatas en la mano, era buen pretexto para oír cómo había sido ganada la batalla del Ebro o cuándo sería el ansiado retorno a España. Los jóvenes crecían en la forja de ideales y en la esperanza de la justicia. Las tradiciones y los valores literarios dieron como resultado la idealización de España. El paso siguiente fue el de erigirse en escritores para, de este modo, contribuir ellos también en la conservación de una posición ético-estética. Leían, más que nada, a los poetas exiliados a los cuales conocían en persona y de quienes recibían aliento y apoyo. Otras lecturas favoritas eran las de los autores de la generación del 98 y del 27. Se nutrían de los clásicos del Siglo de Oro y de la literatura medieval. Leían también a los poetas mexicanos, sobre todo al grupo de los Contemporáneos. Muy jóvenes se convirtieron en la esperanza de la emigración. Pronto, los poetas empezaron a publicar; los narradores les siguieron después. [159] Como signo vecino de la melancolía sus mundos se iban interiorizando. A su alrededor se sentía el vacío: no se incorporaban a la comunidad de escritores mexicanos. Una especie de capullo los protegía y los apartaba. Octavio Paz ya hacía notar estos rasgos en el prólogo a La paloma azul de Manuel Durán, donde los consideraba «víctimas de un doble equívoco», al no incluírseles ni en la literatura mexicana ni en la española. Mientras que, Arturo Souto, años después y con un criterio más positivo, afirmaba: «Lo que más sorprende, sin embargo, es que no se haya visto sino el aspecto negativo del problema. Porque esta dualidad tiene también un indudable lado de luz, es decir, la conciencia y aceptación de una realidad, una realidad quizá más rica por su doble perspectiva». El problema de la escasa difusión que recibió esta generación en sus comienzos fue una marca de Caín: alejados, no se les tomaba en cuenta en historias de la literatura o antologías ni de México ni de España. El silencio se acentuaba. Quienes siguieron escribiendo en esas condiciones fue por un auténtico acto de convicción interna o de extrema valentía. Nuevos quijotes en tierras de incomprensión. Quienes abandonaron la escritura, aún hoy es un punto de dolor.

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Dualismos. Introspecciones. Melancolías. Derrota, cinismo o desilusión. Fueron algunos de los rasgos de esta generación en sus comienzos. Se conservó la imagen tradicional del exiliado en desgracia, triste, apartado, con una aureola de respeto y de medio tono. Carente de esos rasgos que Emile M. Cioran descubre en el exiliado: ambición, agresividad, deseo de conquista, afán de escándalo. No. Más bien se trató de una generación obediente y, en ocasiones, hasta indolente, en su primera etapa. La rebeldía habría de venir más adelante. Sin tierra, sin raíces, trasplantados a temprana [160] edad, viviendo de ilusiones, con la imagen del retorno siempre presente, no estuvo a la altura del legado que se le entregaba. Se refugió en una casa pequeña, asfixiante, sin ventanas. Pareciera que la historia se hubiera detenido y que nada nuevo habría de suceder. Fue, en sus comienzos, una generación recitativa, una generación en canon. Max Aub se alarmó en la década de los años cincuenta por el porvenir de los incipientes escritores: «Estos jóvenes lo ven todo negro [...]; flacos, templados, desfallecidos, acobardados». Y, por desgracia, así fue el destino de algunos de ellos. Incluso la muerte, su enamorada, los señaló. Son muchos los nombres de los desaparecidos antes de tiempo, con una obra en camino. Inocencio Burgos, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Jomí García Ascot, Pedro Miret. Vida interna. Meditación. Rincones y anacronismos. Búsqueda de lo universal. Lo que es válido para cualquier alma desasosegada. Bálsamos para extrañas dolencias. La magia del lenguaje poético. El ritmo y el peso de la palabra. El sonido separado en vocales y en consonantes. Lo que no se dice y que queda balbuceando entre los espacios en blanco de letra a letra. Grupo de escritores que, según avanza el tiempo, se empeñan en la patria del lenguaje. En la recolección y trasmisión de la memoria. Que, por fin, hallan nacionalidad en el quehacer de la escritura rigurosa, amplia, plena de imaginación y de sabiduría. Libre, ante todo. El lado luminoso, como dice Arturo Souto, puede ser alcanzado y ellos lo alcanzan en la madurez. Escritores místicos, si por mística entendiéramos ese eterno afán de aspirar a lo inefable, a la luz interna del alma, al silencio en la comunión del ser en el todo. O, incluso, en el desnudamiento, en la negación, en el grito exasperado. [161] Sobre los hispanomexicanos En la primavera de 1980, se ocupan en España por primera vez de la generación hispanomexicana como tal. La revista Peñalabra dirigida por el santanderino Aurelio García Cantalapiedra la introduce al público español. El prólogo está escrito por Francisco Giner de los Ríos y el epílogo por Francisca Perujo. Los autores incluidos son: Ramón Xirau, Manuel Durán, Carlos Blanco Aguinaga, Jomí García Ascot, Tomás Segovia, Luis Rius,

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César Rodríguez Chicharro, Enrique de Rivas, José Pascual Buxó, Gerardo Deniz, Francisca Perujo, Angelina Muñiz, Federico Patán. En 1984, Santos Sanz Villanueva incluye a estos autores en su Historia de la literatura española actual. Y en 1989, Eduardo Mateo Gambarte presenta su tesis doctoral en la Universidad de Zaragoza: Los niños trasterrados en México, que hasta la fecha es el estudio más completo. A su vez, existen estudios particulares de cada uno de los integrantes, que ya son considerados también dentro de la literatura mexicana. Así que, aunque tardío, empieza el reconocimiento. El tiempo corrige sus errores. El peso de la balanza se invierte: de no ser considerados, ahora lo son tanto en España como en México. Los que se murieron por el camino se murieron de tristeza. Sintieron el dolor de saberse buenos escritores, excelentes escritores y de no haber sido reconocidos. Alguno de ellos ha llegado a decir: «¿Para qué escribir?». Han deshojado libros en silencio y nadie se ha enterado. Para seguir adelante la convicción ha tenido que ser muy fuerte. La soledad los ha curtido y, por eso, sus obras son extraños frutos de un invernadero sólo por ellos habitado. Todo lo apostaron a un arte de entrega, a una seriedad de oficio. Ni la vanidad ni la fama los tentó, aunque, tal vez, sí lo hubieran querido. Desarrollaron una personalidad tan fuerte que tuvo que reflejarse forzosamente en sus escritos. No siguieron las modas del momento. No por orgullo. No por llamar la atención. [162] Sino por fidelidad a un arte que sólo pudo darse por esas condiciones únicas que creó el exilio español en México. Una generación como la hispanomexicana no se ha dado en ningún otro país al que llegaran refugiados de la guerra civil española. Y esto es algo sobre lo que hay que detenerse a pensar. Esto es algo más profundo de lo que podemos imaginar. Esa profundidad puede haber sido la que se ha querido evitar. Ese espejo de aguas que refleja la imagen de lo que no ha sucedido, pero que pudiera suceder y que, por ello, es apartada. Nadie quiere ponerse en lugar del doliente, del apátrida, del incompleto. El exilio matizado La obra narrativa de Federico Patán responde a una sutil matización del exilio. La ficción envuelve a la realidad de una manera cómoda, por medio de sorpresas naturales, de lenguaje tranquilo y sugerente, de añoranzas obsesivas, de misterios equilibrados. Hasta que, de pronto, salta, sin perder armonía, la desolación, el engaño, la muerte. Una frase a medias o una oración final pueden representar la trasgresión irreversible, la exhibición del artificio o la confirmación de lo anormal como norma. El procedimiento narrativo comienza a partir de una situación cotidiana que, poco a poco, en un ritmo lento y detallado, se trasforma en un peligro, en una amenaza, en un algo indefinible. Sin embargo, no hay tensión, no hay suspenso, o más bien, son de índole matizada, capaces de provocar el deseo de continuar en la lectura hasta completarla. Los personajes se mueven en mundos sólo por ellos comprendidos. Es difícil su relación con los demás y nunca se propone una solución a sus conflictos o dilemas. Lo definitivo o

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lo categórico no tiene cabida pues viven en la transitoriedad. Sus vidas trascurren en una fragmentación temporal. Así como el tiempo en el exilio tiene su propia medida establecida por dos abismos [163] imposibles de salvar: el pasado y el futuro, así los personajes se centran en el momento presente casi inasible. El pasado constituye una medida perdida que se desconoce. El futuro no puede ni siquiera adivinarse o preverse. Entonces, los personajes se reducen al instante mismo que es vivido. Pero ese instante abarca en sí la progresión del tiempo y va creando, según se desarrolla la historia, su propio pasado y su propio futuro. La transitoriedad no se pierde de vista. Se trata de personajes leves, a la manera de Milan Kundera, cuya razón de ser es su inseguridad y su falta de una ley sustancial. Son, por lo tanto, personajes totalmente contemporáneos, reflejo del sentir general ante el desconcierto ético de la segunda mitad del siglo XX. Personajes que han recibido una herencia fragmentada y carecen de la clave que arme las piezas del rompecabezas. Personajes que se debaten en intentos de llegar a ser, de llegar a obtener algo tangible en la vida. Muchas veces son dependientes de una figura femenina, la madre, la esposa o la amada. Pero aunque ocurran pequeñas rebeliones, no se llega a cortar lazos. Existe una oculta gravedad, un secreto, un misterio en las actuaciones y esto ayuda al tono nostálgico. No se trata de personajes derrotados, sino de personajes en encrucijada, a punto de hallar una verdad inefable, cuyas vidas son interrumpidas porque desaparecen o se hunden aún más en su misterio. En ocasiones, una atmósfera difuminada los confunde con la niebla y toman rumbo por un camino desconocido, no sabemos si hacia la muerte o el fin de los tiempos. El lenguaje es parte de ese ambiente indefinido. Se entrelaza con la manera de ser de los personajes y es reflejo vital de ellos. Puede referirse a una extraña situación entre vida y muerte en donde se alteren los términos y, por ejemplo, lo suave y trasparente ser sinónimo de lo rugoso y opaco. Los juegos de luces están siempre presentes por el uso de palabras que matizan la oscuridad, el amanecer, las tinieblas, la penumbra. [164] El lenguaje, en su afán por abarcar hablas incluyentes de varias culturas (en el caso de Federico Patán, española, mexicana e inglesa), propende a ser universal y abierto. De inmediato, es un lenguaje con una marca acentuada de individualismo, diferente del de los escritores nativos del país. Asimismo, la amplitud de lecturas, que suele ser bagaje espiritual del exilio, fortalece la intertextualidad de una manera que podríamos llamar natural. El escritor exiliado no siempre se siente en libertad de exponer su verdad íntima y recurre a alusiones, circunloquios o señas de reconocimiento para un posible lector, también exiliado. Frente a los otros escritores que no necesitan acudir a esos recursos, cuida su lenguaje y el mensaje que propicia. Por eso, la intertextualidad ocurre normalmente. Tal vez por ese freno que siente el escritor exiliado, sea frecuente que deje de escribir ante un medio diferente (si no hostil), que no lo acoge. Sólo en el caso de que descubra

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nuevas vías de expresión (que, claro, nunca serán de índole nacionalista), podrá sobrevivir. Pero también, aquí, se enfrentará a la soledad de un estilo, asunto e intereses que, en general, no coincidirán con los del resto de los escritores. El vacío del exilio se deja sentir en el vacío de la comunidad literaria. Como, además, su público natural es muy reducido (el del resto de los exiliados), es difícil su sobrevivencia. La obra narrativa de Federico Patán gira en torno de un eje sutil, apenas advertido, pero poderoso: su pertenencia a la familia del exilio. Es el suyo un mundo literario pleno de referencias nostálgicas, de realidades trasmutadas, de elipsis, de fidelidades, de misterios, de amor por el lenguaje, de agudas observaciones, de experiencias singulares. En suma, un mundo apátrida. [165] El exilio exaltado Lo inatrapable, lo exuberante, lo escandaloso, lo fuera de todo límite: lo exiliado, en una palabra: ése es el tono poético de Gerardo Deniz (seudónimo de Juan Almela). Su poesía es de la que, en el abismo mismo (así como rima), rompe la barrera de la cordura. De quien todo lo ha perdido y todo lo gana. Rupturas, intertextos violados, lenguaje hecho trizas. Poeta marginado durante mucho tiempo, como ha ocurrido con los hijos del exilio, ahora ya reconocido. En plena madurez y sin punto alguno de referencia, más que lo que él retuerce, ironiza, quiebra y burla. Pero las constantes aparecen: parte de la creación, para descrearla con las palabras: fórmula misma del gólem que descrea invirtiendo. «Érase un vasto bosque reflejado en aguas poco pluviales; / y si no le pusimos Edén / fue por evitar otro convencionalismo». Su juego con las palabras y su burla de las artes poéticas lo conduce a mezclar lo antiguo con lo moderno con un resultado de gozosa trasgresión que se asemeja al estilo de Gombrowicz: «Oh damas fermosas / con sendos pares de escabeches contiguos». Poesía tan libre como la imaginación y el humor. Momento en que se borra el exilio y sólo queda su huella fósil. La forma poética se vale de una arqueología irónica que permite toda excavación filológica. Los caminos son cada vez más amplios: las direcciones no son sólo las caminadas, sino las ahondadas y las elevadas, a derecha e izquierda. Semillas arrojadas a la rosa de los vientos florecen en nueva exuberancia. ¿Se habrá trascendido el exilio? [166] [167] V.- Narrativa y poesía del exilio La narrativa Michael Seidel, en su libro El exilio y la imaginación narrativa, describe al exiliado como la persona que vive en un lugar y recuerda o proyecta la realidad de otro. Esto quiere decir que, para el escritor, el exilio no es sólo un tema literario sino una estructura

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imaginativa de orden primordial. Es, pues, una poderosa experiencia que pone a prueba la memoria y la capacidad literaria, pero que también es una metáfora propiciante para la narrativa en general. En este último sentido, los entrecruzamientos del exilio que modulan las nociones de diferencia y las nociones de lejanía, originan la acción narrativa y proveen su perspectiva. Si llevamos las cosas a una situación extrema, el mundo literario de por sí, es una situación exílica. Los grandes escritores condenados al exilio obtuvieron de éste no la parte negativa paralizante, sino la artística imaginativa. Ovidio, Dante, Madame de Staël, Victor Hugo, Thomas Mann, Hermann Broch, Bertolt Brecht, o en el caso de México, Alfonso Reyes, por nombrar sólo algunos, convirtieron su experiencia del destierro en una experiencia que acentuaba el poder de la creación. La separación se trasformó en deseo, la perspectiva en testimonio, la enajenación en un nuevo ser. El aislamiento los obligó [168] a poblar su soledad con páginas y páginas de descripciones, de personajes, de reflexiones que van llenando su tiempo y sus vacíos. Es notorio el caso de Ovidio, que desde su destierro a orillas del mar Negro, escribe copiosas obras y matiza los aspectos de la vida en exilio con intensidad dolorosa. El desarrollo de la capacidad imaginativa es una compensación para las pérdidas del exilio, llena medidas temporales y espaciales que desembocan en una ganancia artística. En una obra de Vladimir Nabokov, un personaje en el destierro afirma que un día verá tras de la ventana el otoño ruso. Y más bien, lo que Nabokov quiere decir es que él, como escritor, puede ver el otoño ruso si así se lo propone, al describirlo en su obra y, claro, hacérnoslo ver a nosotros también. Es, pues, una recuperación imaginaria que deja de ser personal para trascender a todo lector. Pero que insiste en la instantaneidad, porque el exiliado se considera siempre en una situación pasajera, aunque lo sea definitiva. Al mismo tiempo la imagen añorada se multiplica infinitas veces, puesto que la lectura y relectura (ya sea del autor o de los lectores) es inagotable. El proceso narrativo consiste en fijar una imagen querida dentro del juego instantaneidad-definitividad. Para el exiliado su verdadero territorio se encuentra en la agudización del recuerdo y la memoria, mientras que la imaginación le permite el regreso al hogar. El escritor exiliado, por la lejanía, adquiere una mayor sensación de libertad para manejar los temas, los paisajes, los personajes. Después de todo, la perspectiva, el no estar dentro de los problemas mismos, el aislamiento de la nueva sociedad a la que llega, inducen un desprendimiento y un atrevimiento que, lo más seguro, es que no pudieran darse en su patria de origen. El refrán de «no hay mal que por bien no venga» sigue cumpliéndose. Esta libertad inherente le permite explorar otros aspectos de la posibilidad narrativa. Desarrolla el humor, la ironía o bien la crítica. La aventura del exilio, como la llama Seidel, da lugar a «una alegoría de las propiedades narrativas». [169] Se insiste mucho en la capacidad memorativa del exiliado, como su sustento primordial, pero la contraparte, el olvido, es igual de importante como proceso de equilibrio entre el dolor y el placer. Muchas veces lo no contado, lo oculto, lo indecible, son recursos poderosos para acentuar lo explícito y detallado. El escritor se encuentra entre tensiones opuestas que lo inclinan de un extremo al otro.

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La narrativa del exilio español en México en su primera etapa, es decir, escrita por quienes ya eran escritores en España o empezaban a serlo, no es, precisamente, la más representativa. En general, su apego a los hechos históricos recién vividos la obligaba a permanecer en el campo de un falso realismo y de una engañosa testimonialidad. Para recurrir a otro refrán: «los árboles impedían ver el bosque». En cambio, para la segunda generación, la del «postexilio», las cosas fueron más claras y los recursos narrativos más amplios y elaborados: dobles distancias dan dobles o múltiples visiones. La búsqueda artística se establece como prioridad. El «salto del exilio» de Conrad y de Gombrowicz ya puede darse. Así pues, precisamente con la generación postexílica será cuando aparezcan los verdaderos rasgos definitorios. Además, el fenómeno ya no es privativo de México, sino que lo comparte con otros países hispanoamericanos o con los Estados Unidos y hasta con Europa, donde esta generación postexílica sigue en su vagabundeo y empieza, apenas, a ser reconocida. La primera generación de narradores del exilio Por ser la generación más antigua es de la que más se ha escrito, aunque ni en abundancia ni en profundidad. Al leer La novela del exilio español de Joaquina Rodríguez Plaza vemos que el [170] número de narradores no es pequeño. Que de ellos pocos sean conocidos, es otro problema. Los temas y obsesiones que aparecen en estas primeras novelas del exilio son los ya mencionados: el testimonio, la herencia, los recuerdos, la crítica. Los matices serán más o menos interesantes dependiendo de la actitud profesional u ocasional del narrador. «Así los escritores profesionales del exilio conservaron el valor del dominio del lenguaje, el énfasis en su poder mágico, el sentido del matiz, la libertad expresiva y, en algunos casos (Aub, Bartra, Sender), la pérdida del miedo para inaugurar nuevas estructuras». Esta pérdida del miedo y la ruptura de fronteras es la que se relaciona con el sentido del exilio. Todo lo demás serán simples deseos de dejar constancia y poca visión hacia una trascendencia o una intuición del acto revelador. Si la mirada es simplemente hacia atrás el panorama se borra. Por algo, en los antiguos mitos quien mira hacia atrás le invade la parálisis y pierde lo ganado. Si es hacia dentro, la imaginación suple lo faltante. El paisaje exterior se vuelve interior y lo que quedó a las espaldas es fuente de recreación. Una línea divisoria presente en la narrativa es la de lo familiar y lo extraño, lo conocido y lo desconocido, el uno y lo otro. Las primeras novelas del exilio español se detienen más en lo conocido y en lo recién vivido: evocaciones de la vida en España, testimonios de la guerra, nostalgias. Frente al desconocido medio mexicano y su dificultad para aprehenderlo, frente al rechazo y a la lucha por la sobrevivencia de los primeros años, resulta un consuelo y una fuente de apoyo recordar los mejores tiempos idos. [171]

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La generación postexílica Sólo cuando se dé el paso hacia lo desconocido se empleará la capacidad alegórica y se entrará de lleno en el reino de la imaginación: la metáfora será violada. La generación postexílica se encargará de dar ese paso, pues para ella ya no existe ni el compromiso ni la esperanza y todo se ha perdido. Todo se ha perdido en su sentido positivo: porque el que todo lo ha perdido es capaz del riesgo y de la ganancia. Es una muerte renovada y renovadora. Un acto de sacrificio, pero también un acto de redención. Roberto Ruiz da ese paso entre sus novelas El último oasis y Paraíso cerrado, cielo abierto. La primera más tradicional, la segunda, alegórica y experimental. La primera aún apegada al recuerdo de la guerra y al valor del testimonio. La segunda en el libre campo de la invención y la fantasía, rotas ya las ataduras y liberado el espíritu de la melancolía. Cuando el reino de la trasgresión es lo que cuenta. Cuando el punto de vista no es el propio sino el del otro. Lo desconocido, el más allá, lo recóndito se exhiben como la fuente de la vida. Lo familiar ya no interesa, ha quedado atrás. Lo que fascina es el otro lado de la frontera: aquello a lo que siempre se enfrenta el sin tierra. En Paraíso cerrado, cielo abierto, Roberto Ruiz utiliza la alegoría para disminuir hasta el mínimo la capacidad de tierra: su novela sucede en una isla. Una isla nada paradisiaca ni utópica, una isla de prisioneros y carceleros: es decir, de exiliados. Una isla mental de juegos entre el bien y el mal, la esperanza y la desesperanza, el comienzo de los tiempos y la condena apocalíptica. La prosa se desarrolla de manera intermitente, irónica, con una condensación centrada en lo esencial, en lo imprescindible. La estructura es libre, sin trabas, fluye según su propio ritmo y necesidad. Si se trata de recuperar la idea del paraíso perdido éste ya ha sido encontrado: pero es una prisión en una isla: doble llave a doble encierro. La apertura única es la del cielo. [172] Así, la salida, el exilio, es sinónimo de muerte y el ciclo se completa. Al invertir lo extraño y hacerlo familiar se cumple el deseo del exiliado. Disociar es crear una nueva sociedad. Fernando Ainsa, enamorado de las islas y las utopías, encuentra la relación entre isla y exilio: «Imagino un derivado lingüístico del término isla en la palabra exilio que nos ha acompañado estos últimos años, es decir, ex-isla, aquella isla que poseímos alguna vez y que ya no tenemos más. Como quien dice: 'paraíso perdido', Edén del que hemos sido expulsados y que evocamos en la distancia». La imaginación exílica se apacigua ganando terreno, como compensación por lo perdido. De este modo, la metáfora, a la manera de destino narrativo, acumula material utilizando todo lo que encuentra a su alcance: historia, leyenda, mito, literatura, experiencia propia, escuchada o inventada. De los múltiples exilios del pueblo judío, el babilónico representa el acopio de la máxima energía para poder redactar el Talmud. Y mientras se llevaba a cabo la gran obra regidora de la vida y del sentido del judaísmo, los salmos recogían la nostalgia por la tierra perdida: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aún llorábamos, acordándonos de Sión» (Salmo 137). Pareciera que ese terreno ganado a la escritura acentuara la tensión del exilio: «el arco y la flecha del exilio», como lo llama Dante.

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Otro modo de extremar la metáfora es concebir el exilio no como la representación de extensión de territorio y anhelo de regreso, sino «la extensión como el regreso», es decir, ocupar de nuevo un espacio imaginativo y quedarse en él. Que el regreso o el hogar sea ese espacio imaginativo. [173] Cuando el espacio imaginativo se convierte en el lugar virtual, el olvido del mundo exterior deja de afectar y la incertidumbre del exilio se resuelve simbólicamente. Se crea una nueva matriz acogedora y hay una recuperación del paraíso. La narrativa se permea de elementos alegóricos y el acceso a las que parecían puertas cerradas se abre. El título de Roberto Ruiz, Paraíso cerrado, cielo abierto, es clarísimo con respecto a la imaginativa del exilio. Otro tema propio del exilio es el del descenso a los infiernos. Si se ha perdido el paraíso, resta el otro mundo, el desconocido, el irreversible, el condenatorio. El terreno que ocupa el infierno es un terreno fértil para la imaginación. El exiliado, en su obsesión de poseer terreno, mientras menos delimitado, más propicio para la creación metafórica, mientras más terrible, más bello. Siempre elevará su mano hacia lo inalcanzable. A eso es a lo que se ha acostumbrado. El descenso al abismo del exilio es también una metáfora del proceso creativo en sí. Sólo quien se atreve a perderlo todo y en-sí-mismarse puede renacer de sus cenizas. La muerte no es sino el camino de regreso a nueva fuente de vida. Y de amor por lo que ha quedado atrás. El abismo es también un reconocimiento de la duplicidad del exilio. La vida en otra parte no cancela la anterior. La voz del narrador en exilio tiene más de un matiz: combina la propia con la ajena: tanto si describe la tierra abandonada como si describe la habitada. En los dos casos, su punto de vista será el de alguien alienado, alguien fuera de lugar, alguien que no encuentra acomodo. En una de mis novelas, Dulcinea encantada, se encarna la locura de las múltiples voces del exilio, así como la extraterritorialidad, al colocar la acción dentro de un automóvil que viaja por el periférico de la ciudad. La integración de la voz propia con la ajena y sus numerosas variantes en una sola, junto con la imposibilidad de atrapar un pedazo de tierra (porque el automóvil rueda sin parar), es el colmo de una situación exílica. [174] Exilio y literatura forman un entretejido de metáforas que oscilan entre lo mimético y lo alegórico, lo presente y lo ausente, la nostalgia y la realidad, el olvido y la memoria, la ironía y la melancolía. Es, en suma, un compendio de concentraciones tamizado por una experiencia única de apartamiento y de pregunta sin respuesta. Es el silencio de la palabra escrita. El canto del peregrino

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Y ya que exilio es tantas cosas: un salto, una isla, un destierro, ¿por qué no agregarle otra más? Seguir en su búsqueda de raíces, esta vez etimológicas, y encontrarnos con exultar y exultación, que en latín es lanzamiento, destierro, pero también trasportarse de gozo. Y bien, exultación es casi una dimensión mística de alegría. ¿Por qué no, entonces, aplicársela al exilio, a juzgar por los frutos de su peregrinaje? ¿Qué es el exilio? Un salto afuera. Un no pertenecer al espacio. Un acto temporal. Una búsqueda de márgenes, límites, una tierra nueva. Un acto de fe y un acto de exultación. Experto en sintetizar el pensamiento, el exiliado reflexiona sobre la mortalidad al considerar que ha perdido el estado paradisiaco. Se enfrenta a un nuevo aprendizaje y, lo más grave, a una fragmentación de la identidad. Se empeña en afirmar el pasado en la continuidad y en el momento presente. Convierte el presente en una acumulación rememorativa de hechos y datos ya vividos. Desarrolla y ejerce la exégesis a cada golpe de manecilla del reloj. Por un lado, se ve envuelto en una visión de índole apocalíptica al proclamar el fin de los tiempos. Por otro, una fuerte dosis de mesianismo [175] le da fuerzas para esperar tiempos mejores y el reino de la justicia. Se debate entre invención y memoria, poesía y soledad. Como forma poética, el exilio vuela en alas tan leves que nunca habrán de rozar la tierra. Se eleva a expresiones cercanas a una experiencia de desprendimiento casi místico. Ofrece la compensación de la palabra artística porque la palabra histórica ha sido traicionada. Y ésa es su relación con la soledad: recuperar un mundo lingüístico para la pureza y la verdad. Si el equilibrio del mundo ha sido roto y el hombre retorna a la calidad de nómada, lo que ansía encontrar frente a sí es una medida que le devuelva la pausa de las horas: una rima interior, como dice Paul Celan, que le descubra «la lengua, la palabra, el lugar natal, la balanza[del] exilio». El exilio, inseparable de la intimidad y del consuelo del lenguaje, propicia y desata la poesía. La poesía hace posible el adentramiento en el ser desprendido. Se convierte en una vía de conocimiento y de redención. Trata de restaurar las piezas maltratadas y de encontrar el sentido del todo. El poeta en el exilio se ve obligado a recrear su mundo instaurando orden en el caos. Un caos que empieza por él y que se extiende a su ámbito circundante. Carecer de patria es carecer de ser: «Yo fui, no soy, y mi verdad es ésta», dice Luis Rius. Se sitúa en un pasado incapaz de ligarlo al presente. Su soledad es no poder avanzar en el tiempo. Y es también su caos. Para poner orden, la medida poética -el ritmo, la imagen, la forma establecida- es la que se invoca. Es la que da seguridad. La pérdida del paraíso sólo puede sustituirse por un rigor y un hallazgo de palabras eslabonadas en un nuevo mundo naciente. [176] El nuevo mundo naciente repite el orden de la creación divina. El lenguaje es un don preestablecido que permitirá la renominación de cada objeto, planta, animal o ser. Mar y tierra, luz y tinieblas enmarcan la creación y deslindan el uso y el significado de la palabra.

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La palabra suena -en paráfrasis de Pedro Garfias- y ese sonido es signo de una presencia, de una existencia. El poeta en el exilio se reconoce por el sonido, por el eco: y ésa es su realidad. Ha cambiado vista por oído: ya no verá a su gente ni a su paisaje: el sonido de la poesía que va creando es lo único que puede recuperar: la cadencia que le une a sus pérdidas. Una vez aceptado e incorporado el sonido, acude a la memoria para no dejar escapar la fuente de su vida. Traslada la imagen interna a la imagen poética, y, de este modo, mitiga su dolor. Un entrecruzamiento de palabra, realidad histórica, trasmutación emocional, cotidianidad, va forjando el nuevo mundo de sensaciones. El paisaje perdido y recreado se aferra a valores nostálgico-semánticos que evocan y dan vida de nuevo. Para Ramón Xirau ese paisaje es un: «Sueño de los naranjos / cerca del tiempo incierto, / nacen y crecen, viven, / árbol de luz, las playas». El sonido ha tomado el lugar de los ojos. No ver ya no es importante. La visión se borra: queda su musicalidad: la palabra puede repetirse todas las veces que se quiera. La soledad, la falta del entorno amado, se puebla de voces y de cantos. Cantos de peregrino. La memoria se extiende hacia su representación palpable: la prueba es el poema. El poema no puede ser destruido: ni aun rompiendo el papel. El poema, para ser repetido, sólo requiere de la memoria. Como si círculos concéntricos se tocaran entre sí. Es entonces cuando la realidad poética suplanta a cualquier otra realidad y su fuerza es mayor. El exilio se diluye y se aleja. [177] Leer a los poetas del exilio es ir tejiendo una historia de más hondas percepciones que cualquier otra historia. «El domingo en la tarde nos damos cuenta / de que tarde o temprano / nos vamos a morir», dice Jomí García Ascot con sencillas palabras que no pueden ser otras y que son la verdadera y profunda historia. Internarse por la poesía del exilio es un aprendizaje. Es una poesía de caminos, de retornos, de ires y venires. «El mundo es sabio en el camino», afirma Ramón Xirau. Mundo que no describe casas, porque el peregrino no vive en casas. «Quien no tiene casa / no tiene muro». Mundo, entonces, de espacios abiertos, sin fronteras, sin límites. O bien, mundo interno, no restringido, de heridas abiertas. Por el camino del exilio se aprende que todas las rutas del mundo llegan al centro del alma. El cuerpo irradia un peso de luminosidades: una trasparencia y un acto de intangibilidad. Lo que no se toca es lo que más hiere. Vivir en soledad es vivir en nostalgia. El diario tráfago se apuntala por los recuerdos: el «diluvio de pájaros» inunda la memoria. «Y pienso en otras horas / de otros años lejanos», escribe Luis Rius. Abre la ventana de su cuarto para contemplar imágenes sobrepuestas: las otras, las abandonadas, y éstas, las recogidas. Un proceso de conversión en el cual pasado y presente se funden por medio de la imagen atemporal: la expresión poética sirve para eso: para saltar barreras.

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La soledad, la poesía, el exilio son fuerzas poderosas: si se han originado de una derrota se trasforman en una batalla ganada. [178] Batalla ganada desde la luz y en la luz. Los que parecen signos melancólicos son signos de una nostalgia redimida. El exilio lleva en sí su propia redención. Su propio gozo. Exilio-exultación. Su propia medida de paz finalmente alcanzada. «Pido / un puño de cenizas», dice José Pascual Buxó, para atrapar, así, el fragmentado fin de todas las cosas. Y todas las cosas quedan sobre el papel y se convierten luego en un libro. De todos los poetas del exilio puede hacerse un solo y único libro: el mismo libro: el libro mismo. El peregrino camina de tierra en tierra. Adquiere el hábito de no parar. Cansa estar en el mismo lugar. La condena debe ser eterna para que fructifique. Sin exilio, ¿cuál sería la razón del canto o la razón de escribir? Aunque hay quienes han dicho: ¿para qué otro canto-libro más? Pues, simplemente, porque cada versículo debe ser repetido y variado, como versículo de mandato divino. El pan de cada día y el verso de cada día. Es ésa la soledad: la soledad del campo que está siendo arado: la soledad de la lluvia que hace crecer la semilla. La soledad, claro, poblada. «Aquí el cielo es bajo y pesa demasiado», para Francisca Perujo y para los demás también. La naturaleza en soledad. Los colores del otoño que ocultan un algo último. El misterio de la creación que se renueva. La promesa bajo tierra. El peregrino pisa las crujientes hojas amarillentas. Pasos, huellas, marcas, es lo que se va dejando por el camino del exilio. Voces, cantos, ecos. Un no olvidar. Un presente continuo. Una sombra de árbol tan larga como la vida. Un amor y una fidelidad. Para María Zambrano, el exiliado es el vencido que vence, un aprendiz de Job que se ampara bajo su sombra. Que pertenece al grupo de «los bienaventurados», como ella los llama. Que se despoja de la terrenalidad y vislumbra la trascendencia. «Que ha sido visitado por un rayo iluminador [179] y que ha aprendido a vivir el abandono. Para escalar la cima de la sabiduría y conocer cuál es el sentido de su vida, desplazado y despojado, continúa desprendiéndose de cada una de las capas de la incongruencia y de la insensatez. Aspira a un recóndito momento de plenitud. Goza con la soledad que se ha impuesto y su espacio ideal sería una isla. No elabora utopías porque las ha perdido. En el silencio es donde mejor resuena su memoria». La batalla del poeta en el exilio es con el tiempo. Gusta de guardarlo, de atesorarlo, de crear un ambiguo juego en el que el pasado se vuelve presente y es, a la vez, futuro. Quizá no sepa con certeza en dónde está el trascurrir de su vida. Tiene dificultades para continuar en la historia. Piensa que la ha perdido y que sólo podrá recuperarla por la escritura. Por eso, escribir es una angustia por atrapar el momento entre ser y no ser, entre sueño y vigilia. Entre invento y realidad. La imaginación es el arma más poderosa que posee. Tal vez la única. Exhibe, del derecho y del revés, cada uno de los recuerdos que ha ido acumulando. Provee múltiples exégesis y vuelve a contar las mismas historias con otras palabras. No pone fin a la creación. Abre y cierra cajas de Pandora sin darle importancia. Las sorpresas han dejado de serlo dentro del espacio de la imaginación.

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Poseer el matiz de exiliado ofrece al poeta una visión más del entorno, unas claves sólo por él disfrutadas: desde la exaltación y el cinismo, como expone Emile M. Cioran, la negatividad, los falsos valores, los pretextos y la comodidad, hasta depuradas actitudes de alma en ascenso. Coloca en tensión extrema la ética y le es fácil resbalar por la pendiente del llanto y la autocomplacencia. Existe una frágil línea divisoria entre la autenticidad [180] y la irrisión. La vida de exiliado no puede mantenerse impunemente. Tampoco la poesía del exilio. Llega un momento en que el exiliado abandona su calidad deambulante y necesita detenerse. Un alto en el camino. Años y años de vivir en países lejanos es adquirir nuevas patrias. Nuevas perspectivas históricas y nuevas poéticas. Poesía sin cambio y sin riesgo no es poesía. Los temas del exilio se desgastan, se empequeñecen y pierden su sentido. La nostalgia se une a la muerte, que todo lo iguala. La muerte de los poetas y de la poesía del exilio llega naturalmente. Quien quiera sobrevivir deberá cambiar y seguir el curso de la vida. Después de todo, el exiliado es un experto en sobrevivencia, en adaptación, en ingenio, en duplicidad. Lo mismo el poeta, que es quien señala la novedad de los tiempos. Así, una nueva soledad acompaña al que fuera exiliado. Ha perdido, también, la tierra de nadie y sólo le resta añorar la añoranza. Por los caminos trillados, si acepta que fue considerable su cosecha, podrá recostarse a la sombra de esos árboles que tuvo que inventar para que la poesía no dejara de ser. Si algo se ganó en el exilio fue la presencia de la poesía: su eterno reclamo de canto en canto, de eco en eco: incesante ola de mar guardada en el laberinto del caracol. Dulcinea en el exilio ¿Llegaremos algún día a comprender la palabra exilio? ¿A vivirla? ¿A encarnarla? Creo que no. Apenas bordeamos su sombra. [181] Apenas recogemos, gota a gota, su destilación. Ni siquiera escribiendo de corrido todos los vocablos de todas las lenguas, podríamos abarcarlo. Mucho menos leyendo en los espacios en blanco entre letra y letra. Aunque tal vez allí esté su sentido. Historia, política, arte, ideologías, datos, cifras, palabras: nada lo explica. Sólo rozamos levemente la superficie para, entonces, sentirnos abrumados. Es, pues, exilio, una palabra despojada. Desolada. Que fue y que ya no es. Palabra más vocálica que consonántica. Difícil de enraizar. Con una equis de encrucijada y una ele envolvente que del origen parte y al origen regresa, como uróboro condenado. Equis de lo extraño, de lo extranjero. De lo erigido y de lo derrumbado.

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Exilio, suave palabra fluctuante, líquida. Que corre en todas las lenguas sin recipiente que la contenga. Palabra que en sí es exilio. Palabra-esencia. Palabra revelada. Palabra-escuela-de-eterno-aprendizaje que construye un arte poética. Su vuelo y su trazo conducen al vacío, a la nada. Una nada abarcadora, acaso insignia del todo. El escritor del exilio, sin más tierra a la que aferrarse que la de la palabra, borda en torno a ella su desesperanza. En completa comunión puede, entonces, utilizarla en cualquier grado de tensión. Aunque lo ignore inaugura una relación de amor místico. De amor más allá de cualquier frontera. Seguramente, un amor peligroso y obsesivo. La imagen de Dulcinea deja de ser un ideal para convertirse en la más plena realidad. Una imagen que tampoco se revierte en Aldonza Lorenzo. Una imagen de otra índole: innominada. Tal vez, el exilio proporcione la medida exacta de la realidad y todo lo demás haya sido engañosa envoltura. Podemos haber estado equivocados radicalmente. Si el exilio vive de la memoria, faceta la más temible de todas, la menos veraz, aunque la más cultivada, convierte el sentido de las cosas en una trasparencia de subjetividades. Su apoyo fundamental [182] es la incomprobabilidad. De ahí que dé rienda suelta a la imaginación y a la fantasía. Si el exilio se matiza con la melancolía, el terreno de lo etéreo se acentúa aún más. Pero la melancolía puede llegar a ser tan concreta que funda sus bases en una crítica de la racionalidad. Y, otra vez, podríamos estar equivocados y el signo de la melancolía ser revalorizado positivamente. Dulcinea no provocaría el llanto sino la despiadada visión del entorno. La voluntad, cuya pérdida se le atribuye al exilio, se gana, contrariamente, si la única posibilidad para salir adelante es su pleno ejercicio. Su plena conciencia. En ese momento, Dulcinea adquiere su razón de ser. A pesar del mito empeñado en disminuir los poderes del alma. ¿Quién puede entender el exilio? Por dentro y por fuera refleja dimensiones empañadas por cristales opacos. Quienes se desgastan en exaltarlo o se disminuyen en denigrarlo sólo demuestran que no pueden quedar indiferentes. Ideologías de signos opuestos se lanzan a la rebatiña y es trofeo o es despojo. Vivido desde dentro puede ser carta de triunfo o baza perdida. Si el entendimiento rige el exilio habrá de reflejar luz del saber y recreación del pensar. Un filo delgado, como de navaja, separa tenues poderes y el arriba y el abajo son difíciles de discernir. Dulcinea, en cambio, ha embotado flamígera espada de tanto cortar por lo sano. ¿Diríamos, entonces, que el exilio ha clausurado sus propias puertas? ¿Hasta cuándo es válido el término?

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Pienso que una interpretación metahistórica sería la elegida, por no decir metafísica. Y aquí entra, de nuevo, Dulcinea, como la extensión de un propósito que aunara fuerzas rescatadas del espíritu y de la materia. El dilema del exilio es poder armonizar una deleznable realidad y una entrañable ausencia. Regimiento de amor en perpetuo choque. A la manera del místico, empecinado ante la ausencia de Dios. [183] La sinonimia en torno al exilio es dilatada. Su propia sílaba inicial es la clave: el haber dejado de ser, la carencia, la anulación, la nada. Lo que resta es la reconstrucción de la quimera. Iluso documento de existencia como la carta que recibe Dulcinea otorgándole razón de ser. Y, sin embargo, el documento queda. No es otra la ficción. En ese juego de «exes» (ex...) y «metas» (metahistoria, metafísica), el peligro es el del paso final y su reconocimiento absurdo. En mi novela Dulcinea encantada, la protagonista declara: Ah, Dulcinea, se te olvida algo. No, no se me olvida. Mi terrible conflicto, mi verdadero conflicto, es que ya ni siquiera soy exiliada. Claro, ya no lo soy. ¿Cómo sigo llamándome exiliada? Si desde el día en que murió Franco (otra pasividad más: Franco tuvo que morir de muerte natural) pudiste regresar a tu tierra de promisión. Entonces, quítate ese marbete de exiliada. Y qué soy: ¿ex-exiliada? Confórmate con no ser nada. Tienes pavor a carecer de nación. Te falta el apoyo de una tierra. Nunca se había visto un exilio heredado, un exilio condenado. Porque tus padres sí eran exiliados y sí tenían razón para pensar en España. Su crueldad fue trasmitirte su fracaso y su desengaño. Querer que tú siguieras defendiendo su inestabilidad y su vacío. Se te pidió vivir del aire y así quedaste: airada. Tu única tierra será la del día de tu muerte. Es indudable que el sello apocalíptico del exilio marca la vida y la literatura. Silencio y voces rebotan en un muro sin eco. Puede, entonces, tomar forma la desdichada manera de Emil M. Cioran, quien «centrado en el ejercicio crítico, elige la desmitificación del exilio y acusa al desterrado de aprovechar su situación solitaria y sus pasiones ocultas. De abusar y explotar su marginación: de señalarse como balanza de la desgracia». [184] Dentro de los géneros literarios, Cioran prefiere la prosa y acusa a la poesía de ser un peligro. Indudablemente que cae presa de sus propias palabras y adopta la posición extrema del escándalo. Crear una literatura es crear una prosa, asevera, y reniega de la proliferación de poetas exiliados. Su posición es desamorosa y Dulcinea la acepta como el extremo de la antipoética. Es comprensible en un mundo que ha perdido la guía. Y guía es también una de las palabras claves del exilio: desde la de Maimónides hasta la de María Zambrano, ambas escritas en el exilio. Ambas propuestas como un afán de esclarecimiento. Y si Dulcinea se hubiera decidido por tomar la pluma y escribir, hubiera sido la suya una guía del orden y la perfección, pero al no hacerlo se quedó en una tentativa. A lo más que pudo llegar fue a una confesión interna que nadie escuchó. La perplejidad es un rasgo del exilio como bien lo comprendió Maimónides y lo asumió María Zambrano. Así, guía y confesión son géneros afines en cuanto que intentan un

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rescate y un apaciguamiento. Un dar a los demás lo que no se tiene para sí. Que de reflexionar sobre el destino humano algo aprovechará el mismo reflexionador. Dulcinea se quedaría en la confesión como exposición de un interno mundo en caos que debe, de nuevo, ser edificado. En ese sentido, el exilio es un deambular por las vías del misticismo: la purgativa, la iluminativa y la unitiva. En mi libro, Dulcinea se esfuerza por dar sus primeros pasos en el exilio: se desentraña: accede a la revelación: se eleva al cielo. Pero como Dulcinea tiene una doble y hasta múltiple personalidad (así la describió Cervantes: con distintos nombres y actitudes: encantada y desencantada), fluctúa entre los extremos y deja de tomarse en serio para ser su propia burla. Una burla desgarrada, pero burla al fin. La historia del exilio podría trazarse a partir de una arqueología de lo grotesco, entendido lo grotesco como un desdoblamiento [185] del amor desmedido que no ha podido ser, tal la imposible vida de Don Quijote y Dulcinea. Cito de mi novela: ¿Puede un arqueólogo reconstruir? No, creo que no. Pega las piezas. Las fisuras quedan. Podría volver a salirse el agua por ahí. Pero yo ni siquiera encuentro las piezas. Ni siquiera puedo dar la apariencia de un ser remendado. Soy un ser despedazado. La cabeza se me escapa hacia lo alto. El corazón lo he perdido. Un pie se apoya en la tierra y el otro vacila en el aire. Los brazos, desarmónicos. Los ojos, dando vueltas. La cámara lenta en velocidades dispares. No encuentro la unidad: sólo el silencio me consuela. Caen las uñas y la sombra de las pestañas. Imagen goyesca que refleja el exilio en desequilibrio. La tenue línea entre cordura y locura ha dejado de existir: los planos se confunden, se entremezclan. La única vida posible es la del desarraigo mental, la de la locura naturalizada. La elección de Dulcinea es comprensible. Cuando los demás niegan la razón y la justicia, sólo permanece una fórmula: la de la razón de la sinrazón. Para ser exiliado hay que elegir esa categoría. El exilio se caracteriza por la falta de forma, por la inclusión en un mundo ambiguo y resbaladizo. Difícil de atrapar desde fuera, imposible de abandonar desde dentro. El exilio es también una traición. Traición al huésped que ha abierto sus puertas. Sí: le queda agradecido, mas no lo suficiente. Su pleno y verdadero amor ha quedado en la ausencia. Sólo puede ofrecer mínima retribución que apenas esconde un ansia de transitoriedad. Piensa en una condena temporal y en obtener el perdón por fin. Bastaría el más trivial gesto de amor de quien lo ha expulsado para regresar con los brazos abiertos y sin volver la cabeza. Incapaz de integrarse deambula en las márgenes. Se engaña también si cree que el regreso será la panacea. No cuenta con el paso del tiempo: con el cambio de los otros y con el suyo, sobre [186] todo. De ahí que las traiciones irradien desde múltiples puntos. Traiciones, infidelidades y, sin embargo, en el fondo un acucioso estatismo, que sólo se salva por la obsesión revolvente. Si el movimiento ha cesado, la vida interna se intensifica en recovecos y altitudes.

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De los escritores, de los pensadores, quizá María Zambrano sea quien más se acercó a la esencia del exilio. Supo de su peso, de su valor ético, de su imprescindible estética. Signo de los tiempos y marca indeleble. Bienaventuranza, según la denominación de María Zambrano. «No ser nada», he ahí su definición. En el poema, «Delirio del in crédulo», concentra aún más la fuerza expresiva al afirmar: «Perdido en mí mismo no puedo buscar nada / no llego hasta la Nada». Esa nada categórica vislumbrada desde la oquedad cuya única esperanza sería un fino rayo de luz que la negara. Pero las hipótesis se acumulan y el exilio sigue su marcha. Tampoco María Zambrano acierta. La fórmula no puede ser hallada. Lo más seguro es que no exista. Poco a poco, la nada se puebla. Poco a poco, Dulcinea se acerca más a la irrepresentación. El movimiento toca principio y fin. Terreno que se eleva, por ley de gravedad, regresa al terreno. El ansiado estatismo es ubicuo. Cuando se comprende que Dulcinea no es ni Dulcinea ni Aldonza Lorenzo ni cualquier otro nombre, sino el vaciamiento del ser, la incapacidad de pronunciar, el ocultamiento de los más temibles poderes: su silencio: entonces, tal vez, podría iniciarse el camino de retorno. [187] Epílogo La puerta del exilio Cuando comprendí que el exilio era mi casa, abrí la puerta y me instalé. Me instalé cómodamente. Con todo tipo de subterfugios, alternancias, pretextos, soledades, elecciones, fidelidades, anarquías, mis libros favoritos, mi peculiar manera de escribir, mi gata prodigiosa, muchas hojas de papel, plantas en el balcón, un comedero para los colibríes y otro para los petirrojos, mi florido huerto de amor, el aire, la memoria, las comas, los espacios en blanco y los dos puntos. Me instalé y me puse a hacer historias: historias: de mi exilio particular. Hija de refugiados españoles de la guerra civil de 1936, llegué a México y me vi envuelta en un mundo del cual no pude salir: pero en el que fui labrando túneles, pasadizos, ventanales, escalas, y grandes y poderosas puertas. Todo ello, umbrales del entrar y el salir. Del abrir y cerrar. Aperturas para volar, lanzarme al espacio o caminar a ciegas. Los exiliados no conocen casas. Sino puertas. Fronteras. Equipaje liviano. Papeles que pierden la validez. Tránsitos. Silencios. Simulaciones. Lenguajes. Muchos tipos de lenguajes. Técnicas de sobrevivir. [188] Yo soy una sobreviviente. Aprendí a sobrevivir desde niña. La verdad es que todo me sorprendía. Cambios de países. De gente. Abandonos. Pérdida del paisaje. Nuevas

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adquisiciones. En el fondo, me divertía. Lo que pudo ser tragedia, se convirtió para mí en el poder de observación del mundo. Mis primeras escuelas de aprendizaje fueron Cuba y México (luego de haber nacido en Hyères, de padres españoles). Viví rodeada de gente que venía huyendo de la guerra y de las persecuciones. Desde niña pensé que algún día escribiría sus historias. Lo cual no fue fácil. Para poder llegar a esas historias tuve que hacer un largo rodeo. Cuando empecé a publicar en 1960, aún me era muy cercano el problema. Así que me valí de técnicas oblicuas. Escogí (sin darme cuenta en ese momento) temas y personajes alejados de la realidad literaria mexicana que me permitieran ahondar en mundos sin fronteras y en situaciones universales. Cuando la moda literaria era la literatura nacionalista, se me ocurrió que, en México, país en el que todo es posible, surgieran alquimistas, cabalistas, caballeros medievales. Me atrajo la mística: una mística de ruptura y de índole herética, en donde las vías iluminativas eran mis procesos de intro y retrospección. En época en que se creía en una narrativa de corte tradicional, creé mi propia forma de relato que se saltaba cánones establecidos. Mis libros son encrucijadas de novela, cuento, poesía y ensayo. Por lo que, en un principio, fue difícil que se aceptaran mis innovaciones. Después se consideró que abrí camino. Los efectos del exilio se hicieron notorios. Mis técnicas oblicuas y paradójicas me llevaron a escribir de Santa Teresa como un yo moderno que hubiera estado en la guerra civil española y fuese atea. O a alegorizar la misma guerra como un relato medieval en el que pelean los Caballeros de Gules y los Caballeros de Sable. O a referirme al exilio de 1939 como a la salida de los judíos de España en 1492. O a convertir a Dulcinea en una niña de las que salieron a Rusia durante la guerra [189] civil española y que, más tarde, al llegar a México pierde la identidad, no reconoce a sus padres, enloquece y escribe novelas mentales que nunca pasarán al papel. En fin, eran las vueltas de tuerca del exilio. Lo que ahora pienso es que todos estos procedimientos fueron necesarios en mi evolución literaria exílica. Necesitaba inventarme una senda por la cual transitar. La marginación ya no importaba y la ex-centricidad fue la tabla de salvación. La liberación y el desnudamiento fueron naturales. Hallé la patria y la identidad en el cultivo de la lengua y en la creación artística. Donde no hay límites ni fronteras. El exilio se me ha encarnado para poder disfrutar de absoluta libertad y recrearme en todas las locuras que se me ocurran, todos los experimentos que quiera, todas las confesiones-confusiones, iluminaciones, desviaciones, horrores, bellezas que me inundan.

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