El cangrejo ermitaño

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El cangrejo ermitaño Un día, hace ya muchos años, nació en nuestras playas un cangrejito que no tenía caparazón y los demás seres que habitaban junto a él se burlaban de su aspecto. Las simbocas y las jaibas, que eran más robustas y bravas, le daban fuertes horquetazos en su cuerpo desnudo y le decían: “¡Quita de aquí pelao!... ¡Fuera de aquí, cabeza de mate!... y le hacían miles de mofas. Pero a quienes más les temía nuestro cangrejito, era a las gaviotas y a las garzas, ya que ellas le tenían una gran apetencia, porque al verlo sin caparazón les parecía más delicioso. Por esta razón el animalito sufría mucho y casi no podía salir a pasear libremente por la playa o jugar con las olas. Un día decidió refundirse en lo más apartado del mar y no conversar con nadie, por lo que los demás vecinos empezaron a llamarle cangrejo ermitaño; más siempre sentía el deseo de dar una vuelta por la playa, para lo que esperaba que ésta estuviera solitaria. En cierta ocasión en la que se encontraba correteando alegremente, lo divisó una gaviota. Nuestro cangrejito se vio perdido y corrió sin saber dónde ocultarse. Felizmente chocó con la concha vacía de un caracol, allí se refugió; la gaviota no pudo comérselo. Estuvo largo tiempo oculto en la concha del caracol y una vez que vio alejarse a la gaviota, se trasladó hacia el agua con la concha de caracol a cuestas, por temor a que volviera la gaviota, al principio sus movimientos fueron torpes y lentos, más poco a poco se fue acostumbrando y decidió que esa concha le serviría, a partir de ese día de carapacho o casa. - ¡Creo que esta concha de caracol puede protegerme de mis enemigos! se dijo feliz nuestro querido cangrejito. Pero pasó el tiempo y el cangrejo creció. La concha del caracol le quedaba muy estrecha y se dijo: -¡Oh! ¿y ahora qué hago?... ¡Mi hogar cada día me resulta más estrecho!... ¡No puedo moverme!... -Así estuvo con el problema hasta que se encontró con otra concha más grande, y decidió trasladarse hacía ese nuevo hogar, más amplio. - ¡Ahora ya puedo salir a pasear! ¡Creo que estoy algo protegido! Se dijo el cangrejito. Más aun así, no se sentía muy seguro y como ya había aprendido a pensar, dijo: -Así como encontré por casualidad esta concha, también puedo encontrar otra cosa que me sirva para defenderme mejor. Un buen día, mientras paseaba por unas rocas marinas, se encontró con una anémona que estaba comiendo unos trozos de pescado. -¡Buenos días, señora anémona! La saludó cortésmente el cangrejo ermitaño. -¡Buenos días! Contestó molesta la anémona. ¿Por qué está usted molesta? Preguntó sorprendido nuestro cangrejo-; Si la veo que está usted almorzando, debería estar más bien alegre. - Si usted supiera, señor cangrejo, ¡Cómo sufro de estar todo el día aquí sin poder moverme a ningún lado! Dijo tristemente la pobre anémona- Si ahora estoy comiendo es porque tuve la suerte de que hace un rato un tiburón estuvo comiendo un pescado aquí cerca y entonces quedaron estos restos. Pero usted tiene suerte, señora anémona Replicó el cangrejo. Nadie puede hacerle daño, ni las gaviotas ni los peces más grandes ni las jaibas ni las simbocas. A mí varias veces me han ofendido.

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El cangrejo ermitaño

Un día, hace ya muchos años, nació en nuestras playas un cangrejito que no tenía caparazón y los demás seres que habitaban junto a él se burlaban de su aspecto. Las simbocas y las jaibas, que eran más robustas y bravas, le daban fuertes horquetazos en su cuerpo desnudo y le decían: “¡Quita de aquí pelao!... ¡Fuera de aquí, cabeza de mate!... y le hacían miles de mofas.

Pero a quienes más les temía nuestro cangrejito, era a las gaviotas y a las garzas, ya que ellas le tenían una gran apetencia, porque al verlo sin caparazón les parecía más delicioso. Por esta razón el animalito sufría mucho y casi no podía salir a pasear libremente por la playa o jugar con las olas.

Un día decidió refundirse en lo más apartado del mar y no conversar con nadie, por lo que los demás vecinos empezaron a llamarle cangrejo ermitaño; más siempre sentía el deseo de dar una vuelta por la playa, para lo que esperaba que ésta estuviera solitaria. En cierta ocasión en la que se encontraba correteando alegremente, lo divisó una gaviota. Nuestro cangrejito se vio perdido y corrió sin saber dónde ocultarse. Felizmente chocó con la concha vacía de un caracol, allí se refugió; la gaviota no pudo comérselo. Estuvo largo tiempo oculto en la concha del caracol y una vez que vio alejarse a la gaviota, se trasladó hacia el agua con la concha de caracol a cuestas, por temor a que volviera la gaviota, al principio sus movimientos fueron torpes y lentos, más poco a poco se fue acostumbrando y decidió que esa concha le serviría, a partir de ese día de carapacho o casa.

- ¡Creo que esta concha de caracol puede protegerme de mis enemigos! –se dijo feliz nuestro querido cangrejito. Pero pasó el tiempo y el cangrejo creció. La concha del caracol le quedaba muy estrecha y se dijo: -¡Oh! ¿y ahora qué hago?... ¡Mi hogar cada día me resulta más estrecho!... ¡No puedo moverme!... -Así estuvo con el problema hasta que se encontró con otra concha más grande, y decidió trasladarse hacía ese nuevo hogar, más amplio.

- ¡Ahora ya puedo salir a pasear! ¡Creo que estoy algo protegido! –Se dijo el cangrejito. Más aun así, no se sentía muy seguro y como ya había aprendido a pensar, dijo: -Así como encontré por casualidad esta concha, también puedo encontrar otra cosa que me sirva para defenderme mejor.

Un buen día, mientras paseaba por unas rocas marinas, se encontró con una anémona que estaba comiendo unos trozos de pescado. -¡Buenos días, señora anémona! –La saludó cortésmente el cangrejo ermitaño. -¡Buenos días! –Contestó molesta la anémona.

¿Por qué está usted molesta? –Preguntó sorprendido nuestro cangrejo-; Si la veo que está usted almorzando, debería estar más bien alegre.

- Si usted supiera, señor cangrejo, ¡Cómo sufro de estar todo el día aquí sin poder moverme a ningún lado! Dijo tristemente la pobre anémona- Si ahora estoy comiendo es porque tuve la suerte de que hace un rato un tiburón estuvo comiendo un pescado aquí cerca y entonces quedaron estos restos.

Pero usted tiene suerte, señora anémona –Replicó el cangrejo. Nadie puede hacerle daño, ni las gaviotas ni los peces más grandes ni las jaibas ni las simbocas. A mí varias veces me han ofendido.

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-Bueno, en eso tiene razón, señor cangrejo- pero lamentablemente de aquí no puedo moverme.

- Yo en cambio puedo moverme de un lugar a otro pero ando con temor hacia mis enemigos. Si yo tuviera sus defensas. ¡Otro sería el destino de mi vida! Exclamó con tristeza el cangrejo.

A la anémona se le ocurrió una idea, y le dijo a nuestro amigo:

¿Qué tal, mí estimado cangrejo, si usted con sus tenazas me coloca encima de su casa y me traslada por diferentes lugares? De esta manera puedo conseguir mejor mis alimentos y a usted lo defiendo de sus enemigos. Así nadie se atreverá a molestarlo.

Sin pensarlo dos veces el cangrejo aceptó la propuesta y acto seguido levantó a la anémona con sus fuertes tenazas y la colocó en la parte superior de su concha. Desde aquel día, estos dos seres –antes infelices– vivieron ayudándose mutuamente. Nuestro cangrejo jamás tuvo miedo de pasear por los fondos marinos y nuestra anémona jamás tuvo que sufrir para conseguir sus alimentos.

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El ceibo del diablo

Quienes viajan a Uña de Gato, centro poblado del distrito de Papayal, en la provincia de Zarumilla, podrán darse cuenta que en el camino a dicho lugar, hay una quebrada donde sobresale un frondoso ceibo, planta cuya bellota (contiene lana) es utilizada para la elaboración de colchones, lana que es muy cotizada en la industria.

A este hermoso árbol, le llaman el “ceibo del diablo”. Cuentan nuestros relatantes, que en dicho lugar, a las doce de la noche aparece un personaje endemoniado que se lleva al infierno a todo mortal que pase por dicho lugar a esa hora.

Don Sixto Núñez y don Pedro Cedillo, vecinos de dicho lugar (ya fallecidos) contaban que este último se le había enfermado un familiar y tenía que venir a Zarumilla a caballo y si tenía suerte en ésta, tomar carro para viajar a Tumbes en busca de un médico. La sola idea de pasar por el “ceibo del diablo” le ponía la carne de gallina, pero tanto era la urgencia que se olvidó de venirse a caballo y lo hizo a pie, con su escapulario del Señor de los Milagros en el pecho y su escopeta en mano, se dirigió a cumplir su misión. Al llegar a la quebrada donde queda el “ceibo del diablo” escuchó voces, veía luces de linterna, cuál no sería su asombro al ver que era un grupo de hombres con una serie de bultos que se los entregaban a otros y recibían dinero a la vez. Dice nuestro relatante, que don Pedro pensó que se trataba de aquellos mortales que realizan negocio con el diablo, se encomendó a Dios y cogió su escopeta, luego hizo tres disparos al aire, al tiempo que vio que dichas personas comenzaron a correr y él también hizo lo mismo y no paró hasta que se dejó caer de cansancio cerca de Zarumilla, donde unos amigos lo recordaron y lo ayudaron a ponerse de pie. Los cierto es que, nuestro amigo se enteró que los contrabandista desafiando al demonio del “ceibo del diablo” realizaban sus negocios ilícitos en dicho lugar.

Sin embargo, los vecinos de los poblados cercanos a Uña de Gato, afirman que son muchas las personas que han sido víctimas de este maleficio y la credibilidad popular no ha podido arrancar de sus creencias el respeto que tiene por el “ceibo del diablo” y son muy pocos o casi nadie los que se han atrevido a pasar a las doce de la noche por este lugar, y los que lo hacen de día no dejan de mostrar respeto al pasar por dicho lugar.

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La muñeca llorona

La quebrada del “Nieto”, situada entre el barrio de Pampa Grande y la “Loma del Zorro” (Barrio El Milagro), siempre ha sido objeto de conversaciones entre los vecinos, sobre apariciones, asaltos, y sobre todo de brujerías. Cuentan que nadie podía pasar a las doce de la noche por ese lugar, porque seguro salía al encuentro la “chancha bruja”, “el diablo lo silbaba” o “veía a la lechuza que conversaba sobre los techos de los asustados vecinos”. Asimismo, los abuelos de aquella época, así como se acostaban a dormir en las primeras horas de la noche, también se levantaban temprano (de madrugada); relatan que treinta años atrás, “la quebrada del Nieto” era utilizada por los contrabandistas de alimentos básicos, como camino obligado para trasladar a lomo de mula dichos alimentos, los que luego eran vendidos a mejor precio en el Ecuador, pero antes de esto cuentan nuestros relatantes que los pasaban en canoas por el rio Tumbes, por el lado llamado “Las Peñas”.

Pero, unos de los sucesos más comentados por los vecinos, es el de la “Muñeca Llorona”.

Se trata de que, al centro de la quebrada (por donde pasa la carretera a San Juan) a eso de la doce de la noche, ya se encontraba tendida una enorme muñeca de trapo, y todo el que lograba transitar por ese lugar a la hora señalada, se tropezaba con la muñeca, que al ser tocada lloraba como una niña, quedando el pobre mortal hecho un costal de nervios deshechos.

Los abuelos, muy versados en relatos de brujería, dicen que era bruja que había desobedecido al demonio y condenaba a vivir en ese estado por mucho tiempo.

Lo cierto, es que todos los que sufrieron el susto de la muñeca llorona, cuentan que tenía que darle de puntapiés para que los dejara pasar. Al poco tiempo, murió una anciana que vivía nada menos que cerca de la “quebrada del Nieto “y los que lograban verla, dicen que tenía la cabeza amarrada, verla dicen que tenía la cabeza amarrada, pues, un valentón trasnochado le había destrozado la cabeza, llegando a la conclusión que era la muñeca llorona, que desde ese momento no volvió a fastidiar a los inocentes trasnochadores y todos cantaron la cumanana siguiente: “Mi querido trasnochador, no te preocupes por parrandear

tranquilo la quebrada has de pasar, porque la muñeca el diablo se la llevó a pasear”.

LOS GALLOS Y EL ÁGUILA

En medio del campo, había una gran casa que tenía un gallinero. Allí, vivían muchas gallinas,

pollitos y dos gallos. Los dos gallos siempre estaban peleándose, porque ambos querían ser el

jefe del gallinero. Un día, los gallos decidieron enfrentarse en una pelea para ver cuál de ellos

sería el gobernante de todas las gallinas y pollitos. Sería como un rey, amado y respetado por

todas las aves del gallinero.

Los gallos se prepararon mucho para el duelo: hicieron ejercicios físicos, y practicaron saltos,

aleteos, picotazos y otras maneras de luchar. Hasta que llegó el día esperado. Se oían los

cacareos nerviosos de las gallinas. Los gallos lucharon por un rato valientemente hasta que uno

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de ellos, demasiado adolorido y cansado, se dio por vencido y abandonó la pelea. Resignado, el

gallo perdedor se retiró y se ocultó detrás de un árbol, avergonzado por la derrota.

El gallo vencedor, orgulloso por su gran victoria, se subió en una roca grande que había en el

gallinero y se puso a cantar, gritando con tal estruendo que alborotó a todos los animales de la

granja. Se sentía un gallo de acero. Las gallinas miraban al gallo encima de la roca y cacareaban

de emoción y admiración.

Tanta bulla y alboroto atrajeron la atención de un águila que volaba sobre la granja. Cuando el

águila vio al gallo en lo alto de la roca, no tardó en caerle encima y atraparlo. El águila

desapareció en el cielo llevándose al gallo vencedor como su comida.

Al ver que habían perdido a su jefe, las gallinas y los

pollitos corrieron hacia el árbol en el que se había

ocultado el gallo derrotado. Cuando lo encontraron, lo

cargaron y cacarearon de alegría al saber que tendría

nuevo gobernante. Desde entonces, el gallo que había

perdido la pelea se quedó feliz con todo el gallinero. Del

gallo vencedor no se tuvo más noticia, y con el tiempo

todos los pollitos y gallinas se olvidaron de él.

El águila y los gallos de Esopo -

Adaptación