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LA ANEXION DE AUSTRIA A ALEMANIA. Simultáneamente y paralelo al curso de los acontecimientos de la guerra civil española se producían en diversos lugares de Europa otros hechos de la más alta significación para la evolución futura. Para Hitler, la intervención en la guerra española no significa sino una maniobra de diversión. Su auténtico objetivo era otro. Entre 1933 y 1937 se había preparado para sentar las bases de las futuras conquistas nazis. El rearme alemán estaba prácticamente terminado; ante los países orientales europeos Francia había perdido influencia y toda confianza como aliada cuando Hitler reocupó Renania y emprendió en su frontera occidental las sólidas fortificaciones de la Línea Sigfrido. La aventura italiana de Etiopía, la ocupación de la zona renana y la tragedia española, demostraban la división y la gran debilidad de las democracias occidentales. La actitud de las democracias occidentales tenía su explicación, en cierto modo: la repugnancia y el temor que inspiraban la guerra, la sensación de que el tratado de Versalles había significado una injusticia hacia Alemania y una opinión por entero errónea con respecto a Hitler que esgrimían los órganos de opinión del gran capitalismo industrial (Comité des Forges) y sus agentes Tardieu y Laval, sumamente activos frente a la pasividad de Herriot, Daladier y Blunt radicales y socialistas, todos además a remolque de Inglaterra. Se imaginaban que haciendo concesiones al Führer, éste se convertiría en un ser razonable y sus aspiraciones quedarían así satisfechas. El primer defensor de esta fatal política de appeasement o apaciguamiento en Londres era Neville Chamberlain. Primer Ministro de la Gran Bretaña, después de Baldwin, era especialista en asuntos de política interior, pero no poseía cualidades, altura ni experiencia para tratar los problemas internacionales. A pesar de ello intervino activamente en asuntos de política exterior. Chamberlain, y con él los demás partidarios del apaciguamiento”, temían ante todo a la Unión Soviética y al comunismo internacional, y para ello —como para muchos europeos— los rusos representaban un peligro mayor y mucho más grave que el III Reich, que consideraban un “baluarte contra el bolchevismo”. Por eso veían de mala gana una posible colaboración de los occidentales con los rusos como éstos pedían y los frentes populares clamaban para detener la expansión alemana. No faltaban quienes confiaban con innegable placer e ingenuidad en que “Hitler la emprendería con el Este”, es decir, con el comunismo, y, por su 1

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LA ANEXION DE AUSTRIA A ALEMANIA.Simultáneamente y paralelo al curso de los acontecimientos de la guerra civil española se

producían en diversos lugares de Europa otros hechos de la más alta significación para la evolución futura. Para Hitler, la intervención en la guerra española no significa sino una maniobra de diversión. Su auténtico objetivo era otro. Entre 1933 y 1937 se había preparado para sentar las bases de las futuras conquistas nazis. El rearme alemán estaba prácticamente terminado; ante los países orientales europeos Francia había perdido influencia y toda confianza como aliada cuando Hitler reocupó Renania y emprendió en su frontera occidental las sólidas fortificaciones de la Línea Sigfrido. La aventura italiana de Etiopía, la ocupación de la zona renana y la tragedia española, demostraban la división y la gran debilidad de las democracias occidentales.

La actitud de las democracias occidentales tenía su explicación, en cierto modo: la repugnancia y el temor que inspiraban la guerra, la sensación de que el tratado de Versalles había significado una injusticia hacia Alemania y una opinión por entero errónea con respecto a Hitler que esgrimían los órganos de opinión del gran capitalismo industrial (Comité des Forges) y sus agentes Tardieu y Laval, sumamente activos frente a la pasividad de Herriot, Daladier y Blunt radicales y socialistas, todos además a remolque de Inglaterra. Se imaginaban que haciendo concesiones al Führer, éste se convertiría en un ser razonable y sus aspiraciones quedarían así satisfechas.

El primer defensor de esta fatal política de appeasement o apaciguamiento en Londres era Neville Chamberlain. Primer Ministro de la Gran Bretaña, después de Baldwin, era especia-lista en asuntos de política interior, pero no poseía cualidades, altura ni experiencia para tratar los problemas internacionales. A pesar de ello intervino activamente en asuntos de política exterior.

Chamberlain, y con él los demás partidarios del apaciguamiento”, temían ante todo a la Unión Soviética y al comunismo internacional, y para ello —como para muchos europeos— los rusos representaban un peligro mayor y mucho más grave que el III Reich, que consideraban un “baluarte contra el bolchevismo”. Por eso veían de mala gana una posible colaboración de los occidentales con los rusos como éstos pedían y los frentes populares clamaban para detener la expansión alemana. No faltaban quienes confiaban con innegable placer e ingenuidad en que “Hitler la emprendería con el Este”, es decir, con el comunismo, y, por su parte, el Fiíhrer explotaba hábilmente aquel estado de ánimo; tal era su más ruidoso “slogan” propagandístico: Alemania —proclamaba de continuo— sólo se propone corregir determinadas injusticias, las más escandalosas, del tratado de Versalles, y aplicar el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. A cada “golpe de mano” que perpetraba, siguiendo sistemáticamente su plan, Hitler se deshacía en discursos pacifistas, proponiendo nuevos acuerdos para tranquilizar a los países vecinos, inquietos ante su voracidad. A continuación, esas mismas naciones caían bajo sus garras, con la complicidad de su ex-aliado y vecinos, como veremos.

Desde que comenzó a actuar el régimen nacionalsocialista se tuvo la seguridad de que Hitler deseaba anexarse a su país natal, Austria. El programa nazi no lo ocultaba en modo alguno, como tampoco el Mein Kampf. El nacionalismo hitleriano se proponía incorporar al Gran Reich a todos los “hermanos de sangre germana”; por lo demás, la anexión austríaca constituiría el primer paso para la conquista alemana del Este y del Sudeste. Austria podía suministrar soldados para numerosas divisiones, minera! para muchos cañones, y, sobre todo, proporcionar al Fuhrer un “puente tendido” sobre sus objetivos danubianos.

El golpe de Estado de los nazis austríacos, en julio de 1934, que costara la vida al canciller Dollfuss, fracasó por preparación insuficiente. Hitler procuró zafarse de aquel punto muerto mediante una retirada estratégica, bastante burda, que las democracias le facilitaron. Mussolini se hizo el enfadado y hasta movilizó tropas; en cuanto a los franceses (Laval) e

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ingleses, se alegraron de este enfrentamiento entre consortes, aunque tampoco sacaron ventajas de ello: Alemania e Italia reforzaron su amistad, ya que Austria era zona de discusión pero “sólo entre ambos”. En julio de 1936, Hitler firmaba con Austria un pacto encaminado a restablecer relaciones más amistosas entre ambos países, según aseguraba formalmente el Führer: en él, Alemania reconocía la total independencia de Austria, y ésta, por su parte, se proclamaba “Estado alemán”, adoptando con respecto a Alemania una política inspirada en la “hermandad de raza”. Cada gobierno se comprometía solemnemente a no inmiscuirse en los asuntos internos del otro.

Las cláusulas del citado pacto fueron redactadas con estudiada oscuridad, para que pudieran ser sometidas luego a las más diversas interpretaciones. Los austríacos se aferraban a la garantía de su independencia, y la debilidad de Mussolini, su antiguo protector, sólo servía para incitarles a firmar el pacto propuesto por Alemania. El pacto facilitaba la actividad, al principio clandestina, de los nazis austríacos, que pronto actuaron a banderas desplegadas, obstaculizando al gobierno con turbios manejos y provocaciones constantes, ataques a comunistas, luego a judíos, después a socialistas, y pronto a católicos motejados también de comunistas y judíos, cuya eficacia ya se había probado en la propia Alemania. La policía austríaca descubrió el 25 de enero de 1938 los planes detallados de un inminente golpe de Estado. Ya era tarde para evitarlo.

El descubrimiento inquietó al canciller federal austríaco, Schuschnigg, quien pudo creer que una entrevista con el Führer ayudaría a aclarar la situación. Y en efecto, ésta ya no podía quedar más clara cuando, celebrada la reunión, Schuschnigg abandonó Berchtesgaden. El dictador alemán habló durante dos horas seguidas, abrumando con injurias y sarcasmos al infeliz canciller austríaco, profiriendo las peores amenazas y asegurándole que el Führer efectuaría su entrada en Viena “como una tempestad en primavera”, para barrer el régimen que osaba oponerse a los nacionalsocialistas austríacos. Tras las amenazas vinieron las exigencias; participación de los nazis austríacos en el gobierno de Viena, amnistía para los nazis detenidos por sus crímenes y asesinatos, y ampliación de los intercambios económicos entre Austria y Alemania. Como contrapartida de sus exigencias, Hitler renovó promesas que no cumplía: ratificación del tratado de julio de 1936, reconociendo la independencia austríaca, y promesa de que Alemania no se inmiscuiría en los asuntos internos de Austria. No era preciso que lo hicieran los nazis de Berlín, le bastaba con los de Viena.

Los austríacos se indignaron; pero nada más podían hacer. Las “reivindicaciones” iban acompañadas de amenazas, cuyo sentido no podía llamar a engaño. Austria era impotente y su única solución era someterse y aceptar. Desde aquel instante, los nazis austríacos emprendieron una nueva campaña de agitación, más violenta todavía.

Schuschnigg intentó un último e ineficaz esfuerzo. Preparó para el 13 de marzo un plebiscito en el que preguntaba: “¿Vota a favor de una Austria federal, libre, independiente, alemana y cristiana?”. Aquella grandiosa manifestación nacional era también un patético llamamiento de un país débil a las “grandes potencias” europeas. Hitler montó en cólera. Era de esperar que del 70 al 80% de los austríacos, respondería con un “sí” rotundo. No cabía réplica más democrática a los planes hitlerianos. Pero entonces, todo el mundo se reía de la cobardía de las democracias

Dos días antes, el 11 de marzo, la frontera austro-alemana había sido cerrada. Alemania concentró sus más potentes fuerzas militares, dispuesta a invadir Austria. Acto seguido, Hitler ordenó a los nazis austríacos que presentaran a Schuschnigg un ultimátum exigiendo la suspensión del plebiscito y éste cedió; luego, otro ultimátum: Schuschnigg debía entregar el poder al nazi Arthur Seyss-lnquart. El canciller austríaco cedió también, pero el presidente federal, Miklas, se negó a doblegarse. Nuevo ultimátum desde Berlín: si Miklas mantenía su actitud, las tropas alemanas iniciarían su marcha y atravesarían la frontera el día 13, a las siete y media de la mañana. Simultáneamente. Seyss-Inquart recibía las últimas instrucciones:

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apenas hubiera aceptado el poder” debía proclamar que su objetivo primordial consistía en restablccer el orden y la paz en Austria —donde precisamente todo permanecía en calma— y luego solicitar la ayuda militar de Alemania para “impedir derramamientos de sangre”.

Las fuerzas alemanas entraron en Austria durante la noche del 12 de marzo de 1938, sin hallar resistencia. Con las tropas de ocupación llegaba el primer representante del gobierno alemán, Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo y de las SS. Hitler era ya dueño de Austria, y no tardó en aplicar el consabido sistema nazi: sólo en la ciudad de Viena fueron asesinadas, torturadas y detenidas 67.000 personas y la oleada de terror inundó pronto Austria entera, llenando las cárceles y los campos de concentración apresuradamente construidos, mientras las SS aplastaban la menor posibilidad de resistencia, que no la hubo, ahogándola en sangre y torturas antes de que pudiera producirse.

El domingo 13 de mano, el mismo día en que debía haberse celebrado el referéndum de Schuschnigg, proclamaba Seyss-Inquart el tristemente famoso Anschluss o unión con Alemania: Austria se integraba en el Reich germano con la denominación medieval de Ostmark o Marca del Este, y Seyss-lnquart quedaba, por supuesto, como gobernador del nuevo territorio alemán. Pocas semanas más tarde, se celebraba en Austria una parodia de referéndum, al estilo nazi, sin voto secreto. Las cifras del resultado fueron proporcionadas por las propias autoridades: el 99,73% de los electores aprobaron el “retorno al Reich” y Hitler pudo llevar a cabo su entrada triunfal en Viena. Las potencias occidentales se indignaron ante lo sucedido, pero, acobardadas, consideraron que, en último término, “los austríacos también eran alemanes”. El espectáculo se repetiría pronto en Checoslovaquia.

Error tan flagrante en lo referente a la propia Austria, no lo era menos en cuanto a sus consecuencias externas. El diputado Winston Churchill lo señalaba con dureza en la Cámara de los Comunes, dos días después: “No cabe exagerar la gravedad de los acontecimientos del 12 de marzo de 1938. Europa se halla ante un programa de agresión cuidadosamente preparado y calculado al minuto, que se viene ejecutando etapa tras etapa. Sólo nos queda una posible elección, con respecto a nosotros y a las demás naciones: o nos sometemos como ha hecho Austria, o adoptamos —mientras todavía haya tiempo— las medidas eficaces para alejar el peligro; y si es imposible alejarlo, para acabar con él. Si seguimos permitiendo que se produzcan los hechos consumados, ¿cuántos recursos vamos a desperdiciar, y cuántos aún nos quedan utilizables para nuestra seguridad y el mantenimiento de la paz? ¿Cuántos amigos vamos a perder? ¿Cuántos posibles aliados veremos caer, uno tras otro, en el abismo?”.

Como de costumbre, durante la crisis austríaca Hitler había tranquilizado a los demás países inquietos. Checoslovaquia recibió en particular toda clase de promesas, garantías y seguridades de que lo ocurrido en Austria no se produciría en otros lugares, y mucho menos en el país checo, ya que Alemania prometía, una vez más, respetar los tratados concertados con ella. Pero con la ocupación de Austria, Checoslovaquia quedaba cercada: Polonia y Hungría sólo se preocupaban de unir a las futuras reclamaciones de Alemania las suyas propias para mayor sarcasmo.

Sin embargo, ya en 1937 Hitler había decidido borrar el Estado checo del mapa, para lo cual pretextaría que trataba de aplicar el principio de la autodeterminación nacional en favor de una minoría germánica oprimida por grupos mayoritarios, lo mismo que el caso de los asalariados nazis austríacos. Para ello, procedió en dos etapas. En esta ocasión, el pretexto del Führer estribó en los sudetes, personas de lengua alemana de los territorios fronterizos de Checoslovaquia, que jamás fueron ciudadanos alemanes, pues antes de la Primera Guerra Mundial pertenecieron, como todo el país checo, al imperio austro-húngaro. En 1918-1919, Austria propuso inútilmente quedarse con las regiones cuyos ciudadanos de lengua alemana estuvieran en mayoría. El tratado de Versalles adjudicó la región de los sudetes a Checoslovaquia, porque las zonas sudetes de Bohemia y Moravia quedaban geográficamente muy separadas de Austria, y porque aquella frontera montañosa, llamada el “baluarte de

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Bohemia”, tenía suma importancia estratégica para el recién creado Estado checo. La minoría alemana comprendía durante la década 1930-1940 unos tres millones y medio de personas, es decir, el 22% de la población de Checoslovaquia en aquella época.

Eran inevitables las fricciones entre los alemanes sudetes, antiguos súbditos de la monarquía habsburguesa, y las nuevas autoridades checas, aunque no cabe duda de que era la minoría mejor tratada de cuantas existían entonces en Europa. Todo permitía suponer que se desarrollaría armoniosamente en el seno de la joven nación checoslovaca, como una comunidad sin conflictos. Por desgracia, la victoria hitleriana en Alemania provocó la aparición de una formación pronazi, dirigida por Konrad Heinlein, que pronto demostró ser dócil instrumento del Fiihrer, desde luego, éste se encargaba de apoyar económicamente al partido nazi de los sudetes.

A los quince días de la ocupación de Austria y de la renovación solemne de las promesas hechas a Checoslovaquia, el 18 de marzo de 1939, Hitler llamaba a Heinlein a Alemania para transmitirle sus instrucciones. En lo sucesivo, Heinlein debía considerarse como el representante del Führer en el país de los sudetes, y acosar al gobierno de Praga con reivindicaciones continuadas y crecientes, y tan extremistas como inaceptables. Hitler había decidido actuar y acabar lo antes posible con esta nueva etapa. Dos o tres semanas después de confirmar sus promesas y ofrecer garantías a Checoslovaquia, el Estado Mayor alemán recibía orden de preparar un plan de operaciones militares. Con todo, Hitler deseaba provocar una situación política especial que le permitiera aplastar a Checoslovaquia por las armas, aunque sin excesivas complicaciones internacionales.

Pocas podía temer, en efecto, en Europa; respecto al propio país alemán menos aún. En su sangrienta aventura, Hitler fue seguido con escalofriante unanimidad por los alemanes enfebrecidos; sometidos los posibles jefes de la oposición liberal y socialista, el pueblo aclamaba, como fiel comparsa año tras año, victoria tras victoria: hasta la derrota. La lección es digna de estudio y meditación.

La primera crisis estalló en mayo de 1938, al fomentar Heinlein unos disturbios de los sudetes con su milicia política, imitación de las SA y de las SS. Los checos decretaron la movilización parcial, los ingleses formularon a Berlín enérgicas advertencias y Francia se declaró dispuesta a hacer honor a sus compromisos y asistir a Checoslovaquia ante cualquier agresión. Rusia ofreció su ayuda aérea inmediata y militar si se le facilitaba paso e incluso incondicionalmente ofreció 300 aviones, oferta que Benes rechazó. Después de una de sus acostumbradas e histéricas crisis de cólera, Hitler se limitó a ordenar que se activaran los preparativos de la Wehrmacht, y los trabajos de fortificación en la frontera occidental; decidió aniquilar a Checoslovaquia en aquel mismo otoño y al propio tiempo ofreció seguridades al embajador checo en la capital germana, por lo que su país no tenía motivo alguno para movilizarse.

No por ello abandonó Heinlein sus actividades subversivas, mientras se desencadenaba una ofensiva propagandística contra los países occidentales.

El recuerdo de la sangría que supuso para Francia la guerra de 1914-1918 creaba un clima muy poco bélico en este país. Además, su influencia en la Europa oriental era un tanto artificiosa y poco menos que imposible de mantener con una Alemania y una Rusia recuperadas. Francia lo comprendió así a partir de 1930 y emprendió la construcción de una potente línea fortificada en su frontera oriental, que se denominó Línea Maginot, nombre del entonces ministro de Defensa. Francia depositaba su única confianza en aquella tan costosa como inútil fortificación para una eventual guerra defensiva con Alemania, mientras que sólo en los círculos especializados empezaba a pronunciarse el nombre de un coronel, Charles de Gaulle, que propugnaba, en vano, una defensa activa, apoyada en cuerpos blindados y motorizados.

Polonia y Rumania habían obtenido extensos territorios en 1919, gracias tan sólo a la

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impotencia de alemanes, rusos y austríacos en aquella época; de ahí el temor que les infundían los soviéticos, parte de cuyo país detentaban. Temor que en los círculos dirigentes era aún mayor al que sentían hacia los alemanes. El coronel Beck, dictador de hecho en Polonia, era un ejemplo típico; otros con menos escrúpulos aún, venales y ambiciosos como Antonescu el rumano, tampoco faltaban. Todo ello dificultaba las tentativas occidentales en favor de una alianza que contase con la colaboración rusa, única condición eficaz, como se demostrará después, para frenar el impulso hitleriano. Éstas fueron las razones principales de la tendencia aislacionista que influyó en la política francesa a partir de 1933, siendo numerosos los que deseaban el abandono de la idea francesa—más o menos ficticia—de seguirse considerando como una gran potencia.

Además, terminada la guerra, los occidentales habían limitado sus armamentos, en especial la aviación, por su errónea creencia de hallarse libres de cualquier agresión. Los alemanes, entretanto, concentraban sus esfuerzos en la aviación de bombardeo, en el armamento pesado y en los tanques, “prefiriendo los cañones a la mantequilla”. El temor de un ataque “estilo Guernica” sobre Londres y París se convirtió en la pesadilla de los políticos occidentales.

Los británicos, en quienes los políticos franceses descansaban, también dudaban de la gravedad de la situación en el Este y el Sudeste europeos. Chamberlain hablaba de Checoslovaquia como de “un país lejano del que no sabemos nada”. Además, a algunos ingleses les remordía la conciencia pensando en el tratado de Versalles, prestaban atención a los “argumentos” de Berlín acerca del derecho de los pueblos a su autodeterminación y aprobaban en cierto modo el “retorno al seno del Reich” de pueblos como los austríacos, los sudetes y otras minorías de lengua germánica.

Hitler reanudó sus actividades contra Checoslovaquia durante el verano y el otoño de 1938 y los nazis sudetes abrumaron a Praga con inaceptables reivindicaciones. El crecimiento de los “micronacionalismos” en los Estados con minorías étnicas fue entonces el detonante de una conspiración de apetitos imperialistas que invocaban hipócritamente el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.

En el camino de las contemporizaciones, Londres y París acabaron presionando al presidente checo Benes, sugiriéndole que formulara concesiones. En septiembre, Heinlein exigía ya claramente la anexión de los sudetes al Reich, mientras que Hitler proclamaba que aquella zona era “su última reivindicación territorial en Europa”.

Los checos se negaron a ello rotundamente; el territorio de los sudetes les proporcionaba una frontera de fácil defensa, en la que, además, habían instalado sólidas fortificaciones y su pérdida dejaría a Checoslovaquia en insostenible posición estratégica ante la agresión de la Alemania hitleriana. Pero las potencias occidentales insistían torpemente con análoga energía para convencer a Praga a que cediese. A los setenta años de edad, y tomando el avión por vez primera en su vida, Neville Chamberlain voló tres veces consecutivas —el 15, el 22 y el 29 de septiembre de 1938— para entrevistarse con Hitler en Berchtesgaden, en Bad Godesberg y, por fin, en Munich, tratando de hallar una solución de compromiso para el caso checoslovaco.

En cada una de estas ocasiones, el Führer se mostraba más intransigente, mientras la cohesión y la decisión de los occidentales perdían terreno; por consiguiente, él acentuaba sus exigencias. A su vez, también británicos y franceses presionaban de continuo a sus amigos checoslovacos para que capitularan.

Tras aquella “guerra de nervios” que se prolongó durante semanas y meses, la claudicación llegó al cabo con la firma de los célebres acuerdos de Munich, el 29 de septiembre de 1938. La iniciativa provino del Duce italiano, siempre atraído por estas ocasiones de mediación gananciosa. Hitler y Mussolini recibieron en Munich a Chamberlain y al presidente del Consejo francés, Edouard Daladier. Los checos no estaban representados en la conferencia,

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como tampoco los rusos. Los acuerdos finales eran firmados en la madrugada del 30 de septiembre: Checoslovaquia debía ceder a Alemania cuatro zonas nacionales en las que las personas de lengua alemana eran numéricamente mayoritarias y cuyas fronteras definitivas serían fijadas por una comisión internacional. En noviembre, la citada comisión ofrecía a Hitler prácticamente todo cuanto había venido exigiendo: una minoría checa de 700 000 personas era integrada al Reich, mientras unos 500.000 sudetes quedaban todavía —sólo provisionalmente— dentro de las fronteras de Checoslovaquia, donde se necesitaban para la ulterior operación.

Checoslovaquia se convertía en un país amputado, paralizado e indefenso. El más fiel aliado de Francia en el Este, una nación que poseía un ejército moderno de 21 divisiones, con poderosos sistemas defensivos y considerable industria bélica, quedaba anulado “fuera de juego” antes de que se disparara un solo cañonazo. El acuerdo de Munich tenía todo el aspecto de un pacto antisoviético, por lo que convenció a los rusos de que las democracias no podían ni deseaban contener la expansión hitleriana; en opinión de Moscú, dejaban las manos libres para proseguir su expansión hacia el Este, como único medio de conjurar su marcha hacia el Oeste. Nadie se recataba en proclamarlo, y el propio Hitler lo repetía.

Al día siguiente del acuerdo de Munich, Chamberlain se reunió otra vez a solas con Hitler. Después de una charla inútil acerca del desarme, trataron de la guerra civil española, que oportunamente le servía a Hitler para distraer a Francia e Inglaterra, mientras él manejaba a su antojo la Europa central; una guerra que provocaba recelos entre Italia y las potencias occidentales y promovía la comunidad de armas ítalo-alemana. En aquel septiembre de 1938 se hallaba en un momento decisivo la batalla del Ebro, que, mes y medio más tarde, quebrantaría la resistencia republicana.

Con todo, el objeto principal de la visita de Chamberlain era el de proponer a Hitler que ambos redactaran una declaración conjunta que demostrase su “deseo de mejorar las relaciones anglo-alemanas y conseguir así una mayor estabilidad europea”. En el borrador presentado por Chamberlain se aludía al propósito de que ambos pueblos “no luchasen jamás entre si”. El dictador alemán accedió gustoso a firmar tal propuesta.

Esta iniciativa unilateral de Chamberlain sorprendió a los franceses, e incluso los mortificó. Ambas potencias no seguían una línea común de acción con respecto a la agresividad de los regímenes totalitarios, lo que debilitaba aún más su posición. Consecuencia también de Munich fue el acuerdo franco-germánico. Las negociaciones duraron todo el mes de noviembre; el 6 de diciembre de 1938 el ministro Ribbentrop firmaba en París una declaración en que se hablaba de la “consolidación de la situación europea y del mantenimiento de la paz general”, documento que no comprometía a Hitler en modo alguno y que tampoco sirvió de gran cosa. Fue, en cambio, un precedente de aquellos tantos acuerdos “de no agresión”, tan del gusto de Hitler, y de los que hacía caso omiso.

Pero no terminaron aquí las repercusiones del mal paso de Munich. Los países de la Europa oriental se sintieron inquietos y desconcertados al producirse el más famoso pacto de no agresión, el germano-ruso de 1939. Rusia pactó con Alemania como diez meses antes que hicieran exactamente lo mismo Francia e Inglaterra. Por otra parte, Chamberlain quiso negociar también otro acuerdo con Italia y acudió a Roma el 7 de enero de 1939, acompañado de Halifax, para entrevistarse con Mussolini. Se hallaba en su agonía la guerra civil española y las potencias occidentales deseaban su liquidación a cualquier precio. En noviembre de 1938 ya habían sido retiradas del bando republicano las Brigadas Internacionales, mientras que 34.000 italianos y alemanes seguían luchando en España.

El día 24 de diciembre de 1938 comenzó la ofensiva de Cataluña; el 10 de febrero terminaba, tras mes y medio de lucha, dicha campaña, y el 1 de abril la guerra civil española se definía. Dos días después, Hitler empezaría los preparativos para la invasión de Polonia.

Firmados los acuerdos de Munich, el presidente Benes abandonó su país. En otro tiempo

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pudo escribir: “Cabe la serena y absoluta certeza de que las minorías no constituirán ya un peligro para la Europa central”. Pero la faz del mundo cambió desde entonces. Quizá cometió un error al ceder: si hubiera defendido sus líneas fortificadas, acaso la Francia de Mandel y de Reynaud hubiera acudido en su socorro, y la Gran Bretaña secundara también a Francia; pero ante la actitud de ambas potencias, Benes tenía perfecto derecho a preguntarse dónde estaban las auténticas naciones francesa e inglesa: si las que le incitaban a ceder a cualquier precio o aquellas que tenían que ayudarle a la resistencia.

De uno u otro modo, Chamberlain y Daladier obtuvieron triunfal recibimiento al regresar a Londres y París, respectivamente. La prensa, venal o acobardada, dijo que acababan de salvar la paz y que habían obtenido una evidente victoria diplomática. Lo cierto fue que las potencias occidentales sufrieron en Munich la más espantosa de las derrotas imaginables. El propio Chamberlain no podía disimularlo, ni siquiera cuando, ante la multitud, agitaba el documento firmado por Hitler, declarando que contenía “la paz de nuestra generación”.

Antes de un año, la Segunda Guerra Mundial entraba en la escena.

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Los meses que siguieron al pacto de Munich fueron pródigos en acontecimientos. Las democracias trataban de demostrar que habían salvado la paz. Hitler interpretaba el acuerdo como una tácita autorización para seguir su camino “en paz”, ocupando posiciones a toda marcha, mientras actuaba el tranquilo de Chamberlain en una opinión mundial lenta en darse cuenta del peligro que le acechaba. En Londres y en París se celebraban conversaciones en las que la diplomacia secreta jugaba al equívoco, sin atreverse a declarar la verdadera marcha de aquellos tratos ni a los parlamentarios ni a la opinión.

Por un lado, las conversaciones entre Italia e Inglaterra (7 de enero de 1939) pretendían reforzar la amistad y la paz entre ambas partes en el Mediterráneo. Los ingleses hacían concesiones, convencidos como estaban de que a última hora Mussolini les sería útil, ya para mejorar otro pacto de Munich, o bien para separarle en benévola neutralidad de Hitler, dada la escasa combatividad italiana y la falta de preparación de la península, cuyas amplias costas quedaban a merced de la flota inglesa.

Por otro lado, en París se negociaban acuerdos complementarios entre Francia y Alemania, que darían un pacto de no agresión en el cual quedarían establecidos los límites de la expansión alemana hacia el Este y una conferencia mundial para una nueva redistribución de las colonias. Más vagamente, la idea del ataque alemán a Rusia, respetando los Balcanes. A la vez, y a petición rusa, se iniciaban unas complicadas negociaciones entre franceses y rusos, con negociadores políticos de un lado, que pronto llegaron a un acuerdo de principio, y por otro militares, que no aceptaron la propuesta rusa de autorizar a sus tropas a actuar en Polonia como país aliado.Todas estas conversaciones seguían un camino sinuoso y secreto, y así pasaron los últimos meses de 1938.

En España, la guerra tomaba un rumbo decisivo y se acercaba rápidamente al final. La ofensiva de Cataluña, iniciada el 24 de diciembre de 1938, daba como resultado la ocupación de Barcelona el 26 de enero y de toda Cataluña dos semanas después (10 de febrero de 1939).

El 5 de marzo, el coronel Casado se sublevaba en Madrid y formaba una junta de defensa “anticomunista” que quiso inútilmente negociar la paz. Terminó toda resistencia, siendo ocupado el resto del país por las fuerzas nacionales el día 1 de abril de 1939.

El fin de la guerra de España contribuyó a aumentar aquel doble ambiente de paz confortable e inerme en las democracias y de cínico triunfalismo en Alemania y sobre todo en Italia. Aquellos éxitos tan fáciles y baratos excitaron el ardor belicoso de los “arditi” mussolinianos, que esta vez se lanzaron también a su propia campaña de anexión: había

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llegado la ocasión de imitar al Führer y conquistar Albania. Mientras, éste ocupaba Checoslovaquia.

Si al regresar Chamberlain a Londres creía que había logrado calmar los propósitos del Führer, gracias a la política de appeasement por él preconizada, y merced a los acuerdos de Munich, pronto hubo de desengañarse. Hitler se percataba de la debilidad de las potencias occidentales y prosiguió implacable sus planes de conquistar, provocar, amenazar, exigir y recibir en bandeja lo que anhelaba. Mussolini le ayudaba celosamente, ya que también el Duce necesitaba anexiones: la Costa Azul francesa, Córcega, Túnez, etc. Creía Mussolini ingenuamente que su leal apoyo a Hitler y su cada vez mayor sumisión movería a su aliado del Eje, antes discípulo y hoy maestro, a apoyarle igualmente. En aquel crítico momento, lo más interesante para Hitler era tranquilizar a Francia y hundir una cuña entre franceses e ingleses; ciertos círculos franceses cayeron en la trampa, sin comprender que Hitler sólo deseaba una paz momentánea en el Oeste para terminar la tarea inacabada en el Este.

Hitler no había renunciado a su idea de apoderarse de Checoslovaquia entera. Munich sólo significaba para él una satisfacción a medias, mero compromiso que no suponía sino una primera etapa en su camino. Aspiraba a las valiosas fábricas de arnamentos Skoda y, además, la anexión de Checoslovaquia proporcionaría a Alemania una excelente base de partida para su agresión a Polonia. Recordando su triunfal entrada en Viena, el Führer anhelaba un nuevo espectáculo, esta vez en Praga, pero las concesiones franco-británicas de Munich le habían retrasado semejante placer; por ello, la segunda fase de la operación debía comenzar sin tardanza.

El nuevo caballo de Troya sería esta vez el movimiento separatista eslovaco. En el seno de Checoslovaquia, los eslovacos eran más atrasados que los checos y se sentían molestos por ello, considerándose oprimidos. Los eslovacos católicos y separatistas, a las órdenes del sacerdote Josef Tiso, no vacilaron en solicitar apoyo a Hitler, y el nuevo “caso” tenía análogo aspecto que el de los sudetes. Una oleada de motines y una auténtica guerra de nervios dirigida desde Berlín reaparecía en la Europa central. Las reivindicaciones eslovacas se hacían cada vez más apremiantes, hasta que el 14 de marzo de 1939 los eslovacos proclamaron su “independencia”. El nuevo presidente de Checoslovaquia Emil Hacha, fue llamado por Hitler a Berlín y al día siguiente, 15 de marzo, Hacha firmaba el comunicado dictado por el Füher, en el que ambos declaraban la necesidad de mantener el orden en Checoslovaquia, por lo que el presidente checo entregaba con absoluta confianza la suerte de su país. Aquella misma tarde Hitler entraba en Praga, al día siguiente se declaraba a Bohemia y Moravia protectorado alemán y el éx ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Von Neurath, era nombrado “proteçtor”. El jefe de las SS, Heydrich, le sucedería en 1941.

En cuanto a Eslovaquia, ocupada también por la Wehrmacht, quedaba en una situación de seudoindependencia bajo monseñor Tiso, y a Hungría se le permitía apoderarse de lo poco que quedaba libre de aquel país: las comarcas de la Ucrania Subcarpática o Rutenia en marzo de 1939. El Estado checoslovaco había dejado de existir. Pero no era sólo la Hungría de Horthy la que tomaba su parte en el botín. Polonia, la futura víctima nazi, también aprovechaba la ocasión para anexarse dos pequeños pueblos checos en gesto apaciguador hacia Alemania. Otros golpes de Estado seguirían inmediatamente a la entrada en Praga, efectuada el 15 de marzo de 1939.

Ocho días después, el 23 de marzo, Hitler emplearía idénticos métodos para forzar al gobierno de Lituania a cederle Memel y su territorio contiguo, poblado por 145.000 habitantes, de los que 59.000 eran de lengua lituana. El Führer utilizaba, sin rebozo, su argumento clásico: la inmensa mayoría de la población era de origen germánico, hablaba alemán y se manifestaba a favor del nacionalsocialismo. Aunque Hitler había prometido a

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las potencias occidentales no reivindicar la ciudad de Memel, no reparó en tan pequeño detalle, como no había reparado en su promesa de respetar la independencia de Che-coslovaquia después de incorporarse los sudetes.Para completar la fiebre de anexiones que se había desencadenado, Mussolini se apoderó a

su vez de Albania, a la entrada del Adriático, el 6 de abril de 1939; ocho días después, en una farsa de Asamblea Constituyente, compuesta por miembros aterrorizados o comprados, decidía la unión de Albania a Italia en la persona del rey Víctor Manuel III. De este modo, el Duce era recompensado por sus buenos y leales servicios al Eje. De todas formas, aún vaciló bastante antes de aceptar al Pacto de Acero, con el que Hitler pretendía consolidar el Eje, ya que imponía a ambos países contratantes obligaciones sumamente graves y amplias en caso de guerra.

Mussolini se iba convirtiendo cada vez más en vasallo del Führer, el humillante pacto en cuestión, en cuyas negociaciones se puso de manifiesto la enorme diferencia en la capacidad bélica de ambos países, fue firmado el 22 de mayo de 1939. Al día siguiente, Hitler reunió a sus generales y les anunció que consideraba inevitable la guerra: “Sólo nos queda una cosa por hacer: atacar a Polonia en la primera ocasión”.

Entretanto, se desarrollaban otros acontecimientos en los países occidentales. La entrada triunfal de Hitler en Praga había producido tanta impresión en la Gran Bretaña que esta nueva agresión desprestigió por completo la funesta política de appeasement: era ya demasiado evidente que las concesiones y sacrificios más extremos no moderaban el apetito imperialista del Fuhrer, para quien los tratados sólo tenían vigencia en el momento de firmarlos. Chamberlain lamentaba con amargura las palabras pronunciadas a su regreso de Munich y cambió la orientación de su política.

El 12 de mayo de 1939, Inglaterra quedaba ligada a Turquía, inquieta ante la invasión y subsiguiente anexión de Albania, antiguo vasallo del Imperio otomano, mediante un acuerdo anglo-turco de ayuda y asistencia mutuas, por el que se cedía a los turcos el llamado sandjak o comarca de Alexandretta. Paralelamente, Chamberlain emprendió negociaciones con france-ses, polacos y rusos, con objeto de impedir nuevas anexiones en el Este y Sudeste. En el curso de las semanas siguientes al golpe de haga, Londres asumió onerosas responsabilidades, cambiando radicalmente de signo la política extranjera tradicional de la Gran Bretaña. El 31 de marzo de 1939, los ingleses garantizaban la independencia e integridad de Polonia, y luego ampliaron dicha garantía a Rumania y Grecia con fecha 13 de abril. La Cámara de los Comunes restablecía el 28 de abril de 1939 el servicio militar en tiempo de paz.

El dictador de Alemania llegaba a un punto en el que ya no podía seguir explotando en beneficio propio el pretexto de la autodeterminación de los pueblos. Hitler entraba en su ‘Fase napoleónica” y comenzaba a someter a las naciones extranjeras. Y Mussolini había empezado a seguir sus pasos.Las democracias habían llegado tarde para efectuar la inversión de su política extranjera. La anexión de Checoslovaquia aniquiló todo el sistema francés de alianzas en el Este, y la debilidad demostrada por las potencias occidentales hizo cundir el pánico entre los países de la Europa oriental. La traición de Munich, claramente antisoviética, y las múltiples y continuadas tentativas de “apaciguamiento” exacerbaron el recelo de los rusos, quienes consideraban que los occidentales no eran capaces de detener a Hitler porque, además, no lo deseaban. Únicamente buscaban orientar al Führer hacia las fronteras de Rusia, facilitándole el camino.

De hecho, Gran Bretaña y Francia se hallaron súbitamente en situación desesperada, y aunque brindaban por doquier garantías, no podían garantizar nada ni a nadie frente a Hitler. Incluso, suponiendo que hubieran aceptado la alianza soviética, a la que se opuso Polonia, los regímenes de los países más directamente amenazados no manifestaban el más mínimo entusiasmo ante la idea de una ayuda militar soviética. Los dictadores de Polonia, Rumania y

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los países del Este temían la alianza rusa más que la invasión hitleriana. Era evidente que la URSS se proponía recuperar los territorios rusos que ocupaban Polonia y Rumania (la Besarabia), zonas que reivindicaba desde que terminó la Primera Guerra Mundial. Algunas de las naciones amenazadas, como por ejemplo los Estados del Báltico, incluso se oponían a una garantía occidental que les perjudicada a los ojos del Führer. El mariscal polaco Smigly-Rydz pronunció una famosa frase para justificar la negativa: “Con los alemanes perderemos la libertad; con los soviéticos, el alma”.

Por otra parte, pocos éxitos lograría contra la Línea Sigfrido una Francia entregada a una actitud puramente defensiva, pasiva más bien, desde el comienzo, y sin aquel ejército checo que debía paralizar a treinta divisiones alemanas. Por si fuera poco, no podía decirse que aquel cúmulo de dificultades aguijoneara a los occidentales a despertar su ingenio o a mover su voluntad. Chamberlain y otros dirigentes conservadores, tanto en la Gran Bretaña como en Francia, mantenían su enemistad hacia los soviéticos, y el obcecado Primer Ministro británico no abandonaba la esperanza de concertar con Hitler un acuerdo satisfactorio, de una o de otra forma. Estaban convencidos de que Hitler sólo aspiraba a continuar hacia el Este, por lo que terminaría chocando con Rusia.

La diplomacia occidental fluctuaba, y la política extranjera de las naciones orientales europeas era aún más incierta. El ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, coronel Beck, oscilaba entre dos posibilidades: el acuerdo con Alemania, que le proponía Hitler, constante en sus tácticas de enmascaramiento y maquiavelismo, y la colaboración con los occidentales. Ahora bien, para que resultara eficaz semejante coalición, debía comprender forzosamente a la URSS. Tanto Varsovia como Londres y París sobrevaloraban la capacidad militar polaca y, por ello, no comprendían la necesidad de la ayuda rusa.

El conflicto entre Alemania y Polonia se hacía inevitable: Polonia, Estado típicamente eslavo, constituía una traba para la expansión hacia el Este soñada por Hitler. Desde 1919, Alemania formulaba reclamaciones de índole fronteriza a costa de Polonia, país que comprendía una minoría germana de 700.000 a 800.000 individuos y, en opinión de los alemanes, las fronteras de la Alta Silesia también constituían otra flagrante injusticia. Además, la cuestión de Dantzig y el corredor polaco venían produciendo numerosas fricciones entre Varsovia y Berlín; en el año 1919, Dantzig se convirtió en un Estado libre bajo control de la Sociedad de Naciones, pero Alemania lo reivindicaba por estimar que su población era casi exclusivamente de lengua alemana.

Durante todo el verano de 1939 prosiguieron las negociaciones entre los occidentales y la Unión Soviética, por una parte, y los países amenazados por Hitler en el Este europeo, por otra. Hitler proseguía a la vez su habitual guerra de nervios, protestando con la vehemencia de costumbre y afirmando que “la minoría alemana de Dantzig estaba siendo intolerablemente maltratada”. Ahora bien, el Führer se enfrentaba entonces con una situación nueva: existían ya escasas posibilidades de un nuevo “Munich polaco”, y los occidentales empezaban a demostrar decisión y firmeza insólitas al ofrecer a Polonia garantías formales y, aun cuando muy vacilante, recordando a Munich, la URSS entraba también en el juego diplomático. Era cada vez más improbable que Hitler pudiese ya arrancar más concesiones a las democracias; para éstas, ceder suponía perder el escaso prestigio que aún pudiera quedarles y entregar inerme toda la Europa del sudeste a los dictadores. Pese a las vacilaciones de Chamberlain, las perspectivas no eran nada prometedoras en Occidente. Hitler lo sabía muy bien; la única cuestión que se planteaba era la de si cabía algún acuerdo con los rusos.

A primera vista, aquella esperanza pudiera parecer carente de sentido. Precisamente la principal y futura víctima de Adolfo Hitler, de acuerdo con sus manifestaciones —incluso lo decía en el Mein Kampf—, no era otra que la URSS, patria del comunismo. El Fuhrer había jurado luchar hasta su postrer suspiro contra el comunismo, que consideraba una plaga de la humanidad. Por su parte, los rusos reservaban sus más enérgicas invectivas contra el fascismo

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y el nazismo, y habían modificado toda su política exterior con el fin de cercar a Hitler e imposibilitarle cualquier agresión. Sin embargo, un pacto de no agresión, como el estipulado con Francia a raíz de Munich, no era en rigor imposible. Alemania no se atrevía a hacer la guerra en dos frentes, y el recuerdo de Munich pesaba mucho en Rusia, donde se temía un acuerdo antisoviético de las democracias con Hitler. Los militares soviéticos pedían ganar tiempo.

El primer síntoma externo se manifestó en un discurso pronunciado por Stalin el 10 de marzo de 1939, en vísperas de la entrada de Hitler en Praga. El dictador ruso formuló su acostumbrado ataque contra el fascismo, pero agregó algunas injurias dedicadas a las potencias occidentales, a las que “desenmascaraba por considerarlas dispuestas a arrastrar a la URSS a una guerra, dejándola sola, contra Alemania”. Los rusos —manifestaba Stalin— no debían intervenir sin razón suficiente en los conflictos de “los belicistas que tratan siempre de empujar a los demás a la guerra para que les saquen las castañas del fuego”. A esas manifestaciones del jefe soviético siguió un acuerdo económico ruso-alemán.

El primer discurso que pronunció Hitler no contenía ya los habituales ataques contra la URSS.

Desde luego, en estas manifestaciones públicas intencionadas no es fácil discernir el objetivo real. Ambos trataban por un lado de crear una cortina de humo que confundiera aún más a la opinión pública, mientras se desarrollaban las intrigas diplomáticas en curso. Por otro, en aquel juego entre tres, ambos trataban de amenazar al tercero con un probable acuer-do, para lograr una decisión. En todo caso, la URSS mantuvo abiertas las negociaciones con los occidentales, hasta que éstos se negaron terminantemente a permitir el paso de las tropas por Polonia, cosa que el alto mando soviético estimaba condición esencial.

El 3 de mayo de 1939, Stalin sustituyó de pronto a su ministro de Asuntos Exteriores, Máximo Litvinov, por Molotov; el primero había residido durante muchos años en los países occidentales; al regresar a Moscú, era el portavoz del principio de la seguridad colectiva, y, siendo de raza judía, era poco aconsejable que estuviera al frente de la delegación rusa que negociaría con los alemanes. Molotov, que no sentía simpatía alguna hacia Occidente, ni jamás mantuvo contactos con las potencias occidentales, era, además, una de las personalidades más afectas a Stalin. Este era ante todo un político realista. Un acuerdo con Alemania le parecía entonces lo suficientemente motivado, y probablemente beneficioso. Sintió siempre honda desconfianza con respecto a los occidentales, a causa de su constante política de debilidad: y cada vez mas antisoviéticos, como lo demostraban la guerra civil española y los acuerdos de Munich; tampoco olvidaba que fuerzas anglo-francesas combatieron contra el ejército rojo durante la guerra civil rusa. Stalin presentía que a Neville Chamberlain no le disgustaría una agresión hitleriana al Este, y si la URSS quedaba envuelta en el conflicto, debería afrontar el choque principal de la embestida alemana, porque los occidentales, mal equipados, se limitarían a mantener líneas defensivas. Así sucedió, en efecto, desde septiembre de 1939 hasta el ataque alemán de 1940. Por elemental e idéntica deducción lógica, Stalin prefería que Alemania y las potencias occidentales lucharan entre sí y ambos campos quedaran agotados; entonces sería el momento oportuno para que la URSS pusiera su peso específico en la balanza.

Por otra parte, y éste fue en rigor el hecho decisivo, los países y los gobiernos de los países amenazados por Hitler en el Este eran enemigos de Rusia. Si Alemania les declaraba la guerra, Rusia —actuando de acuerdo con el Führer— podría hacer avanzar hacia el Oeste la frontera trazada al terminar la Primera Guerra Mundial, recuperando parte o todos los territodos entonces perdidos. Doble ganancia de tiempo y de espacio. Stalin lo consiguió, y éste fue uno de los aciertos del gran político, si bien no fue seguido de la debida preparación del país y de su ejército.

Por su parte, Hitler tenía también razones para intentar un acercamiento, provisional por

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supuesto, con la Unión Soviética. Un acuerdo que le permitiría de nuevo dividir a sus adversarios para aniquilarlos después uno tras otro. La idea del Führer era simple: si la Unión Soviética se mantenía apartada de la alianza con los occidentales, éstos considerarían desesperada la situación y no se atreverían a correr el menor riesgo en ayuda de Polonia. Se resignarían a un nuevo Munich en un futuro inmediato, sobre todo cuando el ejército polaco quedara aniquilado por una ofensiva relámpago. Luego, si se presentaba la oportunidad, Alemania podría vencer sucesivamente a las demás potencias por separado. Siempre le quedaba su gran esperanza: el ataque a Rusia, que le convertiría en portaestandarte de la cultura occidental.

Las conversaciones entre rusos y franco-británicos seguían pero no avanzaban, por lo que, a finales de julio de 1939, Stalin aceptó la negociación que le ofrecía Alemania. En apariencia, se trataba de simples negociaciones comerciales, pero en realidad eran tanto políticas como económicas . Ambas partes temían que se descubriera su respectivo juego, y avanzaban tanteando con sumo cuidado el terreno, reservándose Stalin la posibilidad de un acuerdo con los occidentales hasta el último momento.

Hitler perdió al fin la paciencia: las lluvias de otoño le imponían la necesidad de invadir Polonia antes del 1 de septiembre, y estaba dispuesto a hacer concesiones a Moscú. A su juicio, tales concesiones no tenían la menor importancia, porque Alemania emprendería luego, en territorio de la URSS, las conquistas anunciadas en Mein Kampf y la “gran cruzada ger-mánica hacia el Este”, pudiendo entonces recuperar, con creces, cuantas concesiones hubiera efectuado. De momento, lo esencial para él era engañar a los franceses e ingleses. La carta del ataque por Hitler a Rusia era segura. Y cuando la jugara le daría el triunfo de ver a su lado a todo el mundo capitalista. En la mente simplista del “cabo del ejército prusiano”, aquella idea la tenía fija: ¿no le había dado Munich? Más resultado tendría si un día las democracias se hallaban aún más distanciadas de Rusia y de los comunistas para una “traición” tal como un pacto con Alemania.

Los franco-británicos trataban de persuadir a Varsovia de que tuvieran acceso en su territorio las tropas soviéticas en caso de agresión alemana, pero de nuevo recibían la negativa de Beck. Mientras, Stalin y Molotov recibían en el Kremlin a Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich alemán.

En la noche del 23 de agosto, Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo sobre las modalidades de un pacto de no agresión. El tratado comprendía dos planes: la primera fue publicada inmediatamente y sorprendió a toda Europa; la otra, secreta, sólo dejaría sentir su importancia de modo gradual y no fue divulgada hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

El acuerdo público preveía que ambos signatarios se abstendrían de cualquier acto de agresión entre sí y, en caso de guerra, ninguno ayudaría a los enemigos de la otra parte. El acuerdo secreto se refería a las “esferas de interés” o de influencia, que se fijaban para cada potencia y cuyos límites eran los ríos Narev, Vístula y San; el pacto reconocía, además, los intereses rusos en la antigua región rusa de Besarabia. Hitler tenía el campo libre para atacar a Polonia hasta la antigua línea fronteriza de Rusia. Sin duda que Hitler creía en aquel momento que la firma del pacto germano-soviético obligaría a las democracias a aceptar un nuevo y aún más humillante Munich, esta vez a expensas de los polacos, aunque no imaginaba la reacción de éstos. Pero el gabinete de Londres declaró que el pacto germano-soviético no ejercería la menor influencia en las relaciones entre la Gran Bretaña y Polonia —tales fueron sus palabras textuales—, y Francia confirmó asimismo que respetaría las obligaciones contraídas en el Este europeo.

Siguieron luego jornadas febriles, nuevas negociaciones y maniobras. Hitler trataba de arrastrar a las democracias a su anhelado “nuevo Munich” mediante amenazas y promesas, mientras provocaba hasta el paroxismo la guerra de nervios contra Polonia. Todo eran

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calumnias y falsedades, provocaciones y maniobras diplomáticas con el fin de crear una situación en la que Alemania pareciera tener un pretexto verosímil para declarar la guerra. Chamberlain propuso negociaciones, aunque sobre nuevas bases. Por su parte, Mussolini, que conocía bien la debilidad de Italia, manifestó a su colega del Pacto de Acero que Italia tendría que quedar al margen, al menos provisionalmente, en una eventual guerra europea. El Duce deseaba reemprender su papel de negociador. El presidente norteamericano, Roosevelt, llevó a cabo innumerables gestiones y cuanto estuvo a su alcance para impedir el estallido del conflicto, pero todo fue inútil. Después de su diplomática obra maestra en el Kremlin, Hitler no queda hacer la menor concesión.

El l de septiembre de 1939, a las 4.45 de la madrugada, la Wehrrnacht invadió Polonia. Los occidentales trataron aún de negociar y, al fracasar sus esfuerzos, enviaron un ultimátum a Hitler para que cesara en el acto las hostilidades y los alemanes evacuasen los territorios ocupados. El ultimátum inglés expiraba el 3 de septiembre a las 11 de la mañana, y el francés a las 5 de la tarde del mismo día. Pasaron las horas: Alemania estaba en guerra con las potencias occidentales, y con la ofensiva en Polonia se iniciaba la Segunda Guerra Mundial.

EL INICIO DE LA GUERRALA INVASIÓN A POLONIA

La Segunda Guerra Mundial significa un conflicto de escala más gigantesca aun que la primera, si bien no lo pareció aquel primer año. También duraría más tiempo, se propagaría a territorios más extensos y sería una contienda más dura e implacable. Esta vez no se trataba sólo de rectificaciones de fronteras o de problemas coloniales: era el propio destino de la civilización lo que estaba en juego.

Como ya sucediera en 1914-1918, los alemanes empezaron la lucha consiguiendo espectaculares victorias. La campaña de Polonia inauguró el sistema de Blitzkrieg o “guerra relámpago”,que sorprendió a los estrategas del mundo occidental. Aparecía una nueva forma de guerra móvil: la Wehrmacht operaba con una masa impresionante de carros y vehículos blindados, maniobrando en conjunto y en estrecho contacto con la aviación de asalto, equipada con los famosos “Stukas”, bombarderos en picado que apoyaban eficazmente a las tropas de tierra con ataques precisos y espectaculares. Las brechas abiertas de este modo en el frente enemigo eran inmediatamente aprovechadas y los blindados penetraban por ellas seguidos de la infantería motorizada; emprendían luego veloz carrera por los flancos hasta la retaguardia del grueso de la defensa enemiga, cercando las tropas adversarias, aniquilándolas o capturándolas.

Esta era, en esencia, la llamada “guerra relámpago”; al propio tiempo, otros bombarderos sembraban la confusión mediante incursiones por el cielo enemigo: aeródromos, vías de comunicación, zonas de concentración de tropas, ciudades, industrias, etc., todo ello hasta una enorme profundidad, muy a retaguardia del frente. Los metros y kilómetros de acción de antaño, se convertían en decenas y centenares de kilómetros. Esto requería, sin embargo, capacidad y espacio limitados por parte del adversario: de 300 kilómetros a 1.000, la superioridad de maniobra tenía toda su eficacia. Si detrás todavía quedaban energías, aprovisionamientos posibles y espacio de maniobra, el atacante corría el mismo riesgo, viendo convenidas sus “flechas” en “bolsas” cercadas a su vez. Tal cosa no podía suceder en Polonia, pero ocurrió en la segunda fase de la guerra, en Rusia.

En este caso concreto, Polonia era un país de grandes pero limitadas llanuras, apropiadas para las maniobras de los carros de combate, y esta nueva estrategia alemana pudo obtener desde el primer momento rotundo éxito.

A pesar de que el ejército polaco luchó con denuedo, con su equipo de armamento anticuado se veía impotente ante las fuerzas blindadas de la Wehrmacht. Por si fuera poco, los

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alemanes poseían una supremacía aérea total, condición indispensable y básica de la guerra moderna. La resistencia polaca quedó aniquilada en pocas semanas, quebrantada por una serie de cercos, bolsas masivas y batallas de destrucción radical. Varsovia cayó el 27 de septiembre.

El 17 de septiembre los rusos ocupaban la zona del país que les fuera atribuida en el pacto germano-soviético, declarando que no hacían la guerra a los polacos, sino que acudían por la necesidad de defender “su neutralidad” y para proteger a los rusos blancos y ucranianos oprimidos desde 1920 en la Polonia oriental.

Las democracias occidentales se alarmaron ante aquella derrota relámpago de una Polonia a la que fueron incapaces de socorrer. Apenas terminada la campaña polaca, Hitler formuló proposiciones de paz a ingleses y franceses, con fecha 6 de octubre de 1939. Al ser rechazadas, empezó lo que se denominaría dróle de guerre, “guerra extravagante”, contienda ciertamente original: los aliados no atacaron como si todavía no creyesen en la guerra real, o confiasen aún en un nuevo Munich que permitiera a los alemanes seguir hacia el Este.

Entretanto, Stalin consolidaba sus posiciones en la Europa Oriental. Había logrado situar la frontera con Polonia casi en sus límites de 1919 y cuando todavía se entablaban negociacio-nes acerca de la línea de demarcación entre las tropas rusas y las alemanas, consiguió incluir a Lituania en su esfera de influencia. A fines de septiembre y comienzos de octubre de 1939, los ministros de Asuntos Exteriores de los tres Estados bálticos fueron sucesivamente llamados a Moscú con el fin de invitarles a que firmaran con los rusos “pactos de asistencia mutua”. Esos textos conferían a los rusos derecho a estacionar tropas en Estonia, Letonia y Lituania, así como a la instalación de bases militares soviéticas. Las tres naciones pasaron a ser de hecho protectorados de la URSS y en verano de 1940 se unieron a ella. Su vida como países independientes había durado veinte años.

En Finlandia, la situación evolucionó de forma muy distinta. Desde la primavera de dicho año, los rusos le dedicaron particular atención, ofreciendo a los finlandeses su colaboración militar con objeto de consolidar la amistad y la seguridad mutua entre ambos; además, los soviéticos proponían alquilar por treinta años algunos islotes en el golfo de Finlandia para reforzar la defensa de Leningrado. Los finlandeses no demostraban excesivo entusiasmo ante tal perspectiva, hasta que, a mediados de octubre, concertados ya sus tratados con los Estados bálticos, la URSS reanudó con mayor vigor las negociaciones, cuyo objetivo seguía siendo la protección de Leningrado.

La frontera finlandesa en el istmo de Carelia se hallaba sólo a treinta kilómetros de la desembocadura del río Neva; por consiguiente, la artillería pesada podía bombardear el puerto y la ciudad de Leningrado desde el propio territorio finlandés, por lo que los rusos exigían que Finlandia cediera un territorio de 2.700 km cuadrados en el istmo de Carelia, ofreciendo, en compensación otra zona rusa de 5.500 km al norte del lago Ladoga, aparte de los adecuados subsidios para la construcción de ferrocarriles y la realización de grandes obras públicas en Finlandia. Además de lo antedicho, los soviéticos se proponían alquilar la península de Hangó, que cerraba por el Norte el acceso al golfo de Finlandia, constituyendo allí una base naval; se interesaban también por algunos islotes del citado golfo, y, por último, por una ligera rectificación fronteriza cerca del océano Ártico.

A pesar de los ofrecimientos soviéticos, el acuerdo no pudo realizarse y, tras algunos incidentes fronterizos, los rusos invadieron Finlandia el 30 de noviembre de 1939 y sus aviones bombardearon Helsinki. La invasión inquietó a los países escandinavos y sirvió a la prensa aliada para una gran campaña compartida por Alemania, hacia la que iban las simpatías del

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mariscal Mannerheim.El general Mannerheim disponía de hombres ejercitados que supieron aprovechar todos

los recursos del terreno, cubierto de bosques espesos y con escasas carreteras o senderos. Las columnas rusas avanzaban con dificultad bajo la espesa nieve y con un frío de cuarenta o cincuenta grados bajo cero. Las patrullas de esquiadores finlandeses aparecían en todas partes, acosando al enemigo y debilitándolo con ataques por sorpresa e interceptando sus líneas de comunicación; luego, se hacían invisibles y desaparecían. Esta guerrilla, generalizada, permitió a los finlandeses aniquilar algunas divisiones rusas en el transcurso del mes de diciembre. La derrota soviética fue especialmente sensible en la localidad de Suomossalmi y al terminar el año 1939 había fracasado el plan ruso de ruptura de la zona más estrecha de Finlandia.

En febrero, los rusos desencadenaron una nueva ofensiva, y mediante el empleo en gran escala de la artillería en el frente meridional, quebrantaron la resistencia finlandesa. El 12 de marzo de 1940 se firmaba un armisticio: Finlandia cedía todo el territorio de Viborg, Salla y la isla de los Pescadores en el océano Ártico; Hangó era cedido en alquiler a los rusos por treinta años y se instalaron allí, construyendo una base marítima, que eran las condiciones mínimas de la inicial oferta rusa.

La guerra ruso—finlandesa fue más política que militar. En plena calma aliados y alemanes, todos centraban su propaganda y su ayuda a Finlandia, forjándose de nuevo, con el espíritu de Munich, un clima general antisoviético que hacía renacer las esperanzas de un nuevo acuerdo entre las cuatro potencias de Munich. En sus dos ofensivas, los rusos tuvieron presente esta realidad y cuidaron mucho de evitar nuevos roces cuando al vencer en febrero llevaron a cabo el tratado de paz sin ocupar el territorio, cosa que hubieran podido hacer perfectamente, ni exigir más que las demandas iniciales.

Con anterioridad a estos acontecimientos, Hitler se había interesado por la Europa escandinava, como también los gobiernos de Londres y París. Desde septiembre de 1939, los estados mayores de los ejércitos alemán y británico habían elaborado sus planes respectivos para una operación en Noruega. El almirante germano Erich Raeder consideraba, en particular, el conjunto de la situación estratégica en el mar; la flota alemana se hallaba, como en 1914, prácticamente encerrada y Raeder pretendió romper el bloqueo naval para ampliar sus bases de operaciones y realizar una guerra submarina total, más la consabida lucha con navíos armados en corso.

En cambio, los occidentales trataban de “echar el cerrojo” a la flota alemana con la mayor rapidez posible; a tal efecto, necesitaban bases en el Norte europeo, que pennitieran a su aviación y a su marina el ataque a las líneas de comunicación alemanas, y cerrar una eventual trecha en el bloqueo. En efecto, gran parte de las importaciones alemanas de mineral de hierro sueco pasaban por el puerto noruego de Narvik, y para los transportes por vía marítima Alemania podía utilizar las aguas territoriales noruegas sin temor a la marina británica. Los aliados no podían tolerar que estando ellos empeñados en la lucha contra la amenaza nazi, vieran su bloqueo comprometido por el paso de navíos alemanes a través de aguas de soberanía noruega.

Todos estos problemas adquirieron urgente actualidad ante la ofensiva rusa contra Finlandia. Las potencias occidentales se proponían lograr doble efecto: ayudar a los finlandeses con mas eficacia de lo que ya hacían los alemanes, a la vez que perturbar las exportaciones de mineral sueco hacia Alemania: “La suspensión efectiva de las expediciones de mineral que se llevan a cabo de Noruega a Alemania constituye una de las operaciones ofensivas más importantes en esta guerra. Durante varios meses, no tendremos la posibilidad de adoptar ninguna otra medida que nos ofrezca tantas oportunidades para reducir las pérdidas y evitar las hecatombes que hay que prever cuando choquen los grandes ejércitos.

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Los pequeños países no deben atamos las manos cuando nosotros luchamos en defensa de sus derechos y de su libertad. La letra de la ley no debe, en una situación tan crítica, paralizar a quienes están encargados de proteger la ley y de aplicarla... Son los principios humanitarios, más bien que determinados principios de legalidad, los que deben guiamos en este caso”. Este argumento de Churchill era el esgrimido por los rusos en su guerra con Finlandia.

Por su parte, los alemanes se interesaban de modo creciente por Noruega. Un político noruego afecto a los nazis, Vidkun Quisling, soñaba con apoderarse a cualquier precio del gobierno de su patria, con la ayuda de Hitler. En diciembre de 1939, Quisling realizó una visita a Berlín para poner en guardia al Führer ante una eventual ocupación aliada de Noruega; en su opinión, el gobierno noruego se mostraba dispuesto a semejante operación militar, pero Alemania podría impedirlo si proporcionaba a Quisling la ayuda adecuada. Los planes aliados de una expedición a Finlandia, a través de Noruega y Suecia, se hicieron irrealizables ante la capitulación finlandesa. No por ello, Londres y París dejaron de llevar a cabo otros proyectos, como el de minar las aguas territoriales noruegas para obligar a los transpones alemanes a navegar en alta mar.

Invasión de Dinamarca y NoruegaDesde aquel momento, Hitler dispuso la invasión de Noruega. En la noche del 2 al 3 de

abril de 1940 los primeros navíos de guerra y de transporte zarparon de los puertos alemanes con órdenes de atacar durante la noche del 9 de aquel mismo mes. Mientras las unidades de la Kriegsmarine se dirigían rumbo al norte, la Royal Navy empezaba a minar las aguas jurisdiccionales noruegas en la madrugada del 8 de abril, iniciativa que formaba parte de un plan no conocido por Hitler.

Londres y París esperaban que la amenaza de dichas minas impulsaría a los alemanes a lanzarse contra Noruega. Un reducido contingente británico de tropas de tierra —una brigada y algunos batallones— se hallaban dispuestos para ocupar Narvik, Trondheim, Bergen y Stavanger, tan pronto como las fuerzas de la Wehrmacht hollasen suelo noruego. La operación británica no podía desde luego efectuarse sino de acuerdo con el gobierno de Oslo, puesto que un “cuerpo expedicionario” tan reducido tropezaría, en caso contrario, con las máximas dificultades.

Por su parte, Hitler ordenó a las unidades alemanas que se aferrasen al suelo de Noruega, y después mandó que ocuparan el país cualesquiera fuesen las circunstancias de la lucha. Con tal finalidad, el Führer había comprometido efectivos importantes: seis divisiones, mil doscientos aviones y casi toda la marina de guerra, además de numerosos buques de transporte. Con todo, el Estado Mayor alemán consideraba muy arriesgada la empresa, teniendo en cuenta la superioridad marítima de los aliados. Una ofensiva estratégica de tal naturaleza no se había intentado nunca; Hitler contaba con el efecto sorpresa y con la superioridad aérea nazi, y los hechos le dieron la razón contra el criterio de sus generales, que temían la superioridad naval británica.

La defensa noruega demostró ser poco eficaz. A partir del 9 de abril, los alemanes se fueron estableciendo en las posiciones fijadas de antemano, ocupando todo el litoral hasta Narvik. Hicieron fracasar la movilización decretada por Haakon VII, rey de Noruega, y se apoderaron de la mayoría de los almacenes y de los aeródromos del país escandinavo. La Luftwaffe era dueña del cielo. No obstante, Noruega siguió resistiendo durante dos meses, hasta el 7 de junio de 1940, en una lucha sin ayudas y sin esperanzas, ya que la acción de las potencias occidentales era insuficiente.

La superioridad naval aliada quedaba totalmente neutralizada por el dominio aéreo de los alemanes. Aunque la Kriegsmarinne experimentó graves pérdidas, Noruega quedó ocupada por entero y así permaneció hasta terminar la contienda: en poder de un ejército alemán y de una policía hitleriana para proteger a Quisling y a sus colaboracionistas. La familia real y el gobierno noruego se trasladaron a Inglaterra, alentando la lucha del pueblo contra los nazis.

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Simultáneamente a la ofensiva contra Noruega, los alemanes penetraron en Dinamarca. Los daneses se hallaban vencidos antes de batirse: acorralados en un territorio excesivamente reducido y vecino inmediato del Reich, capitularon a las pocas horas de lucha. Este país permaneció igualmente ocupado hasta el final de la guerra; conservó un gobierno propio y no padeció tanta hambre y miseria como los demás países ocupados, pero hubo de sufrir las consecuencias de su política pacifista, de su neutralidad y de su desarme.

El único país escandinavo que debido a su situación geográfica, sobre todo, no quedó complicado en la guerra fue Suecia. La situación geográfica sueca y sus recursos naturales le permitieron mantener su neutralidad hasta el fin. Con todo, durante el prima período de la guerra se observaron, por parte sueca, algunas flagrantes infracciones al estricto principio de la neutralidad, en beneficio de una Alemania aparentemente victoriosa; sin embargo, la mayoría de la opinión sueca reaccionó luego vigorosamente contra el nazismo.

LA SEGUNDA ETAPA DE LA GUERRANeutralizada Dinamarca y la península escandinava, Hitler volvió a ofrecer una paz

basada en la ratificación de sus conquistas y la satisfacción de sus aspiraciones coloniales; pura palabrería radiofónica que ya no podía engañar a nadie.

Aún se vivía en Francia e Inglaterra pensando inactivamente en la decisión de Hitler: ¿A quién atacaría? ¿A Rusia? Todavía no se había perdido la esperanza. Era la única constante de la política occidental y de tal ilusión se alimentaban sus planes defensivos. De ello y de la garantía de la Línea Maginot, fortificación con la que no habían contado checos, polacos, daneses ni noruegos.

Por el extremo norte, la Línea Maginot tenía un punto flaco, Bélgica neutral y empeñada en una política análoga a la de Benes, Beck o el rey de Dinamarca. Creía Leopoldo, rey de los belgas, que el escudo de la paz y de la neutralidad inerme podía protegerle contra la agresividad de Hitler. La experiencia de los demás no le enseñaba nada. A los holandeses tampoco.

Y allí fue donde el mando alemán decidió atacar para rebasar cómodamente la Línea Maginot por su extremo norte y a la vez colocar las audaces vanguardias de una ofensiva fulminante en el canal de la Mancha, frente a Inglaterra. El 10 de mayo fueron invadidos, sin mediar siquiera declaración de guerra por parte de Hitler, países como Bélgica, Holanda y Luxemburgo, que se unieron a Inglaterra y Francia en la lucha común.

Durante todo aquel fatal mes de mayo de 1940, los aliados sólo experimentaron derrotas. Holanda quedó literalmente inundada ante las oleadas de asalto germánicas, mientras indes-criptibles bombardeos masivos aterrorizaban la población civil.

Algunos puntos estratégicos fueron atacados por paracaidistas e infantería aerotransportada. El ejército neerlandés hubo de capitular el 14 de mayo, después de cuatro jornadas de desesperada lucha y la reina Guillermina y su gobierno pudieron, a duras penas, refugiarse en Inglaterra.

Pese a no haber sido destruidos algunos puentes importantes y a la caída de la posición clave fortificada de Eben Emael, las tropas belgas resistieron en la línea de cobertura del canal Alberto I, hasta la llegada de las formaciones anglo-francesas enviadas en su ayuda. Después de treinta y seis horas ininterrumpidas de combate, la unión de las fuerzas aliadas pudo efectuarse en la auténtica línea de defensa belga, “K. W.”, que se apoyaba en los ríos Escalda, Dyle y Mosa.

Sin embargo, a través de Luxemburgo y las Ardenas belgas, los alemanes asestaron, en dirección a la ciudad francesa de Sedan, su ataque decisivo al ejército francés. El grueso de las tropas alemanas pudo internarse en el país maniobrando con una masa enorme de carros de combate y un apoyo aéreo admirablemente organizado. Las puntas blindadas del avance alemán significaban una tremenda capacidad ofensiva, y en Sedan hallaron una resistencia

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relativamente débil. Poco entrenadas y mal equipadas, las tropas francesas no podían ni siquiera apoyarse en una sólida línea fortificada, ya que la famosa Línea Maginot, esperanza fundamental del Estado Mayor Central francés, no se prolongaba hasta Sedán. La frontera franco-belga aparecía militarmente al descubierto y la infantería francesa quedó desbordada y aniquilada no solamente por un material bélico muy superior, sino también por unos adversarios mucho mejor ejercitados en las técnicas de la guerra moderna.

Numerosas unidades eran cercadas una tras otra, los ataques relámpago alemanes aniquilaban a los franceses por sorpresa y el cuerpo expedicionario británico, relativamente débil en efectivos, demostró que también era incapaz de contener la embestida nazi. Las potencias occidentales parecía que se habían preparado sólo para el caso de que se repitiera lo ocurrido en 1914-1918, olvidando la eficacia de las fuerzas acorazadas y motorizadas, a pesar de haber sido ellas las que descubrieron los carros de asalto y quienes los mejoraron después. También olvidaron cuánto significaba su propia superioridad aérea durante la Primera Guerra Mundial.

No se trataba ya de una guerra de trincheras; los nuevos métodos alemanes, la estrategia de la blitzkrieg, garantizaban ventajas decisivas a la ofensiva ante la simple posición defensiva, es decir, exact~ente lo contrario de lo sucedido durante los años 1915-1917 en el frente occidental. Las excelentes fortificaciones subterráneas de la Línea Maginot fueron totalmente inútiles porque ningún ejército protegía sus flancos y su retaguardia.

La brecha de Sedán, conseguida por los alemanes el 15 de mayo, tuvo fatales consecuencias en el transcurso de la lucha por aquel “boquete” de ochenta kilómetros del frente francés se introdujeron siete cuerpos de ejército blindados alemanes, seguidos de la infantería motorizada. Semejante masa de maniobra aceleró su marcha hacia el Oeste y el Noroeste, hasta la costa, por San Quintín y Amiens, colocando a los efectivos anglo-franceses y belgas en el más grave peligro. Más tarde, en junio, nuevas columnas avanzarían desde Cambrai a la capital francesa y desde Reims hacia el sur de Verdún, envolviendo y atacando por retaguardia la Línea Maginot.

Durante las jornadas siguientes, los franceses lanzaron frenéticos contraataques para partir en dos la punta blindada alemana que amenazaba con atacar por el sur de Bélgica; fracasaron y pronto el hundimiento del frente era un hecho consumado. El 24 de mayo, bis alemanes llegaban a Boulogne y dos días más tarde a Calais. La situación de las tropas franco-inglesas en Bélgica era sumamente precaria, y todavía empeoró el día 28 de mayo, cuando el rey de los belgas Leopoldo III capituló para evitar sacrificios inútiles a sus soldados, encerrados en una posición insostenible y, entre otros motivos, por saber que se hallaban en peligro, además, tres millones de belgas concentrados en un reducido espacio. Aun así, casi todos los miembros del gobierno belga pudieron replegarse hacia Francia. El rey Leopoldo prefirió la jaula dorada deuna residencia forzada”, donde tuvo lugar su nuevo idilio con la “princesa de Réhty” y en la que enterró su reinado.

El 26 de mayo, el Almirantazgo británico iniciaba una gigantesca operación de salvamento, cuyo éxito final pudo lograrse merced a la resistencia del ejército belga, acorralado de espaldas al mar. Los ingleses movilizaron todo su tonelaje disponible, todo lo que fuese capaz de flotar: barcas de remos, embarcaciones de pesca, gabarras para el transporte de mercancías, botes de salvamento, yates de recreo; una flota incongruente navegó hacia Dunkerque y en un gesto de genial improvisación 900 embarcaciones de todos los tipos imaginables, bajo la protección de la Royal Navy y de la RAF, transportaron a Inglaterra al cuerpo expedicionario británico, unos 220.000 hombres, además de 118.000 soldados franceses y belgas. Por desgracia, las tropas aliadas, reembarcadas en las inverosímiles condiciones, tuvieron que abandonar en las playas francesas y belgas todo su equipo y su armamento pesado: casi todo el material moderno que poseía en aquellos momentos la Gran Bretaña.

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La evacuación se inició durante la noche del 26 de mayo y terminó el 8 de junio. Dos días más tarde, el grueso de las tropas alemanas emprendía una ofensiva al sur de la línea de resistencia aliada Amiens-Laon. El ala derecha germana consiguió pronto perforar el frente enemigo; tomó Ruán, logrando que se derrumbara todo el frente central de los franceses, e infligió a éstos gravísimas pérdidas en hombres y material: El camino de París quedaba abierto a la Wehrmacht y los alemanes ocuparon sin resistencia la capital francesa el 14 de junio de 1940.

El día 10 de junio, cuando ya estaba Francia vencida, Mussolini le declaró la guerra. Tenía miedo de llegar tarde. Toda resistencia organizada era ya imposible, y el general Weygand, sucesor de Gamelin en el alto mando francés, aconsejó un armisticio antes de que el ejército francés quedara literalmente aniquilado. Los políticos se entregaron entonces a febriles discusiones sobre si debía capitular toda Francia, o, por el contrario, continuar la lucha desde el África septentrional, apoyándose en la flota, las tropas coloniales y los contingentes que pudieran ser evacuados desde la metrópoli.

Las opiniones del gabinete aparecían divididas. Paul Reynaud, presidente del Consejo, pretendía continuar la lucha, mientras el mariscal Pétain, llamado a la vicepresidencia del gobierno para reanimar el espíritu de resistencia, recomendaba el cese de las hostilidades, apoyado por Weygand. Los pesimistas, en quienes ejercía notoria influencia Pierre Laval, lograron por fin imponer su punto de vista Reynaud se retiró y Pétain formó nuevo gobierno con el fin de concertar un armisticio con Alemania. Las negociaciones terminaron el 25 de junio de 1940 y tuvieron lugar en el mismo vagón-restaurante en que se firmara el armisticio germano-francés de la Primera Guerra.

En virtud de los términos del mismo, los alemanes ocuparían las tres quintas panes de Francia, en especial todo el litoral del océano Atlántico y del canal de la Mancha. El gobierno de Pétain se instalaría a su vez en Vichy, ciudad balnearia al sudeste de la zona libre. Tanto desde el punto de vista militar como político, la libertad de movimiento del régimen de Vichy quedaba muy restringida.

Aquel nuevo régimen francés adquirió un carácter autoritario y sometido a Hitler. Éste había concedido a Pétain una zona sin ocupación militar, con miras a evitar la formación de un gobierno francés en el exilio que bien pudiera establecerse en Argelia. En las cláusulas del armisticio estaba previsto, además, que se firmaría un tratado de paz franco-alemán, pero Hitler confiaba en imponer otro similar en Londres, y, como esto no ocurriera nunca, los franceses tuvieron que soportar cuatro años de vasallaje.

El mariscal Pétain asumió amplios poderes, pero a su carencia de dotes políticas se añadía inexperiencia y debilidad senil. Entre sus consejeros figuraba Laval, político que ya se distin-guiera en 1935-1936, durante la difícil situación creada en Europa con ocasión de la guerra ítalo-etíope. Su ambición personal y su sospechosa simpatía hacia Alemania explican su actitud colaboracionista. El almirante francés Darlan consiguió dejarle al margen del gobierno a finales de 1940, pero en abril de 1942 se hizo nuevamente cargo del poder gracias a la presión hitleriana. En lo sucesivo, su colaboración con los alemanes fue aún más estrecha, incluso en la lucha mantenida contra la Resistencia francesa.

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ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE

1. ¿EN QUÉ CONSISTIÓ LA POLÍTICA DE APACIGUAMIENTO?

2. EXPLICA LA RELACIÓN ENTRE LA ALEMANIA NAZI Y AUSTRIA

ENTRE EL GOLPE DE ESTADO DE 1934 AL PLEBSICITO DE 1938.

3. EXPLICA DE QUÉ MANERA ALEMANIA SE ANEXÓ

CHECOSLOVAQUIA.

4. ¿EN QUÉ CONSISTIERON Y QUÉ CONSECUENCIAS TUVIERON EL

PACTO DE MUNICH?

5. ANALIZA EL PACTO DE NO AGRESIÓN FIRMADO ENTRE

ALEMANIA Y RUSIA EN AGOSTO DE 1939.

6. ¿POR QUÉ ALEMANIA Y RUSIA DECIDEN ATACAR A POLONIA Y

CUÁL ES LA RESPUESTA DE FRANCIA E INGLATERRA, EN

SEPTIEMBRE DE 1939?.

7. EXPLICA LA INTERVENCIÓN SOVIÉTICA EN FINLANDIA.

8. EXPLICA LA OFENSIVA CONTRA NORUEGA Y DINAMARCA.

9. ¿POR QUÉ ALEMANIA DECIDIÓ INVADIR A BÉLGICA, HOLANDA

Y LUXEMBURGO.?

10.¿CUÁNDO LE DECLARA LA GUERRA ITALIA FRANCIA Y POR

QUÉ?

11. DESCRIBE QUÉ FUE LA “BATALLA AÉREA DE INGLATERRA”.

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La batalla aérea de Inglaterra.El hundimiento político y militar de Francia, a pesar de que todo —complicidad y

pasividad, vacilación e ineptitud— no presagiara otra cosa, constituyó una sorpresa. En aquel momento, muchos se hallaban convencidos de que Hitler había ganado ya la partida y tal era también la opinión del Führer, quien volvió a sondear al gobierno de la Gran Bretaña con una propuesta de paz, creyéndole incapaz de resistir. Y esto era precisamente lo que los ingleses habían decidido hacer: su nuevo Primer Mii~tro, Winston Churchill, les inspiró valor en las horas más sombrías.

Churchill había sido el mayor adversario de la política de apaciguamiento y no cesó de advertir con claridad el peligro que se cernía en Europa. El 3 de abril de 1940, pocos días antes de la invasión de Noruega, fue nombrado presidente del Comité de guerra británico, nuevo organismo compuesto por los ministros de Guerra, Marina y Aire: pero el gran estadista consideraba que, para ganar aquella contienda, los aliados debían cambiar por completo sus métodos y maneras, y no dirigir las campañas como hasta entonces, “por Consejos o, mejor dicho, por grupos de Consejos”.

El equipo de Neville Chamberlain dimitió al fin como consecuencia del fracaso militár británico en Noruega, y Churchill pasó a ser Primer Ministro el 10 de mayo de 1940, precisamente en el momento más difícil de la contienda. Mientras los alemanes invadían en tromba el Occidente europeo, Churchill pronunció su célebre discurso en el que declaró entre otras cosas: “No puedo ofreceros sino sangre, sudor y lágrimas”. Churchill simbolizó cumplidamente la resistencia británica, clamando en notables discursos su voluntad de combatir hasta el final: “Nos batiremos en Francia: lucharemos en los mares y en los aires, cada vez con mayor energía y confianza. Defenderemos nuestra patria a toda costa, sea cual fuere el precio: combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en las calles y en las casas. Nos batiremos en las colinas. No nos rendiremos jamás”.

Tras el derrumbamiento francés, la situación británica era desesperada desde muy diversos aspectos. El país disponía de escasas tropas ejercitadas en la guerra moderna. Apenas quedaban unos doscientos tanques y unas quinientas piezas de artillería de campaña. La Royal Navy hubo de multiplicar sus esfuerzos para poder cumplir todas las misiones que se le confiaban; habían perdido el apoyo de la flota francesa y en cambio la armada italiana colaboraba con la germana. Los submarinos y buques armados en corso de la Kriegsmanne disponían de bases en todo el litoral europeo, desde la frontera española hasta Murmansk en el océano Ártico.

“En esta época —escribió Winston Churchill en sus Memorias— mi principal preocupación era evitar el desembarco de los carros de combate enemigos. Puesto que yo me proponía desembarcar tanques en sus costas, idea que acariciaba cada vez con mayor insistencia, imaginaba que a los alemanes se les ocurriría otro tanto. Carecíamos, por así decirlo, de cañones y municiones antitanques: ni siquiera poseíamos artillería ordinaria de campaña. La triste situación a que quedamos reducidos ante tamaño peligro puede juzgarse a través de una anécdota. Visitaba un día nuestras playas de la bahía de Santa Magdalena, cerca de Dover, y el general del sector me informó que su brigada sólo disponía de tres cañones antitanques para defender cinco o seis kilómetros de una costa tan amenazada. Agregó que sólo poseía seis obuses por pieza, y me solicitó con tono desafiante si podía permitirles a sus hombres que disparasen una sola vez a título de ejercitación, con el fin de que, cuando menos, conocieran el funcionamiento de aquellos cañones. Hube de responderle que no nos podíamos permitir el lujo de llevar a cabo salvas de ejercicio, y que el disparo efectivo quedaba reservado para el instante supremo y disparando a tiro raso”.

Por fortuna, el adversario alemán tenía tremendos fallos y, en particular, el de la absoluta carencia de orientación en los planes de Hitler. Al Führer no se le ocurría cómo atravesar el canal de la Mancha, puesto que jamás creyó que esta operación fuera necesaria. El Estado

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Mayor germano recibió la orden de preparar los planes correspondientes pero no llegó a elaborarlos. Tenían que atravesar el Canal tantos soldados, y sobre un frente eventual tan amplio, que la flota de guerra alemana resultaba insuficiente para apoyar y garantizar el éxito de la operación frente a la experimentada Royal Navy.

Hitler cambió de táctica: correspondería a la Luftwaffe la misión de destruir a Inglaterra. La Luftwaffe debía conquistar el dominio del aire sobre las aguas del Canal, abriendo ruta a la flota invasora, al tiempo que aniquilaba las ciudades de la Gran Bretaña. Además, en opinión de Hitler, aquellos bombardeos masivos contra una población civil quizá bastaran para doblegar y rendir a los ingleses. La Luftwaffe disponía de unos 3.200 aviones y la Royal Air Force sólo contaba con 1.350 cazas para defenderse; luego, era evidente la superioridad aérea alemana, que parecía decisiva. De hecho, en algunos momentos de la batalla de Inglaterra la RAE pareció estar cerca del colapso y Churchill pudo declarar, más tarde, sin exageración alguna: “No hay, en la historia de las guerras, ningún otro ejemplo en que tan gran número de seres humanos debieron tanto a tan pocos”.

La “batalla aérea de Inglaterra” comenzó exactamente el 10 de julio de 1940. Al principio, las incursiones aéreas germanas eran un tanto limitadas, pero a partir del 2 de agosto la Luft-waffe inauguró la segunda fase de su acción mediante ataques masivos contra los aeródromos ingleses, las fábricas de material aeronáutico y, sobre todo, contra el poderoso y eficaz conjunto de la red inglesa de radar. La ofensiva alemana contra las instalaciones vitales de Inglaterra alcanzó su punto culminante a comienzos de septiembre hasta tal extremo que los aviadores titánicos sólo pudieron hacer frente a ella llegando al límite de sus esfuerzos.

Luego, los alemanes modificaron una vez más su estrategia, dirigiendo los principales “raids” contra la ciudad de Londres, con ataques encaminados a sembrar el terror, efectuados mediante oleadas sucesivas que sumaban hasta mil aviones, lanzados al amanecer. Tiempo después, en vista de las pérdidas experimentadas, la Luftwaffe volvió al sistema del bombardeo nocturno. Londres llegó a ser bombardeado durante cincuenta y siete noches consecutivas, se declararon diez mil incendios en la capital y un millón de viviendas resultaron afectadas o destruidas. Coventry, Liverpool, y otras grandes ciudades sufrieron igualmente los efectos del ataque aéreo: en conjunto, sobre Inglaterra cayeron 190.000 toneladas de bombas y hubo que lamentar unos 44.000 muertos y más de 50.000 heridos.

A pesar de ello, Hitler fracasó en sus propósitos y tuvo que ir retrasando la fecha de la invasión de Inglaterra y suspender la ofensiva aérea porque las pérdidas empezaban a resultarle ya demasiado onerosas: la Luftwaffe había perdido 1.733 aviones y la RAF, 915. Por vez primera el dictador alemán se veía contenido y rechazado. Pretendió evitar la guerra en dos frentes, atacando primero a uno y más tarde a otro; aun así fue vencido en todos los campos de lucha.

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