El Caá Jhen

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El Caá Jhen, Leyenda Guaraní El Caa Jhen o caá jhe-en; planta conocida en el Chaco, Formosa y Misiones. Sus hojas color verde oscuro sirven para endulzar las bebidas. Basta poner unas hojitas en cualquier infusión para que la misma adquiera un sabor delicioso. Nadie sabe desde cuando venían guerreando. La enemistad de aquellas dos tribus era tan antigua como la memoria de los indios más ancianos. Habían peleado sus padres, y los padres de sus padres. Que se tuviera noticia, en ninguna época habían dejado de pelear. De tal manera, la enemistad era a muerte y se había ido transmitiendo de generación en generación. -¡Nuestros enemigos deben desaparecer para siempre! -decían unos. -¡Nuestros enemigos deben desaparecer para siempre! - decían los otros.Y, como es natural, una vez ganaban unos y otra vez ganaban los otros. ¡Vaya manera de vivir! Después de cada encontronazo, los perdedores se internaban selva adentro y la tranquilidad duraba el tiempo que tardaban en rehacer sus fuerzas, preparar las armas y acumular nuevos deseos de venganza. Y así pasaron incontables lunas, sin que nadie pensara en otra cosa. Pero una cosa es el pensamiento de los hombres y otra la voluntad de los dioses. Y así fue como un día, Onagait, el espíritu supremo, se cansó de ver como perdían el tiempo en tanta guerra inútil y pensó en tomar medidas: -Algo debo hacer; estos tontos no escarmientan más. Sin embargo, no era simple arreglar tan complicado lío; ni siquiera para un dios. El odio envenena el corazón, crece, se enmaraña entre los seres como enredadera venenosa. Quita la alegría; destruye la risa. Aprieta hasta doler. Honda era la preocupación de Onagait: -No puedo castigarlos -decía- , ya bastante se han castigado ellos mismos. Otra debía ser la solución. Y otra fue. Un día, sin saber de donde ni como, apareció en la selva una desconocida. ¿De que tribu era? -No es de la nuestra -decían unos.

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El Caá Jhen, Leyenda Guaraní

El Caa Jhen o caá jhe-en; planta conocida en el Chaco, Formosa y Misiones. Sus hojas color verde oscuro sirven para endulzar las bebidas. Basta poner unas hojitas en cualquier infusión para que la misma adquiera un sabor delicioso.

Nadie sabe desde cuando venían guerreando. La enemistad de aquellas dos tribus era tan antigua como la memoria de los indios más ancianos. Habían peleado sus padres, y los padres de sus padres. Que se tuviera noticia, en ninguna época habían dejado de pelear. De tal manera, la enemistad era a muerte y se había ido transmitiendo de generación en generación. -¡Nuestros enemigos deben desaparecer para siempre! -decían unos.

-¡Nuestros enemigos deben desaparecer para siempre! - decían los otros.Y, como es natural, una vez ganaban unos y otra vez ganaban los otros. ¡Vaya manera de vivir! Después de cada encontronazo, los perdedores se internaban selva adentro y la tranquilidad duraba el tiempo que tardaban en rehacer sus fuerzas, preparar las armas y acumular nuevos deseos de venganza. Y así pasaron incontables lunas, sin que nadie pensara en otra cosa. Pero una cosa es el pensamiento de los hombres y otra la voluntad de los dioses. Y así fue como un día, Onagait, el espíritu supremo, se cansó de ver como perdían el tiempo en tanta guerra inútil y pensó en tomar medidas:

-Algo debo hacer; estos tontos no escarmientan más.

Sin embargo, no era simple arreglar tan complicado lío; ni siquiera para un dios. El odio envenena el corazón, crece, se enmaraña entre los seres como enredadera venenosa. Quita la alegría; destruye la risa. Aprieta hasta doler. Honda era la preocupación de Onagait: -No puedo castigarlos -decía- , ya bastante se han castigado ellos mismos.

Otra debía ser la solución. Y otra fue. Un día, sin saber de donde ni como, apareció en la selva una desconocida. ¿De que tribu era?

-No es de la nuestra -decían unos.

-No es de la nuestra -decían los otros.

¡Notable mujer aquella! Era tan hermosa que deslumbraba verla. Frente a ella se sentía una extraña sensación de tranquilidad. A su paso, majestuoso y suave, todo se transformaba: las flores tenían más color, el cielo era más azul, el aire acariciaba y la sonrisa hacía fuerzas por salir de las bocas apretadas. Y tenía que suceder. Las tribus rivales se dispusieron a pelear por ella.

-¡Debe quedarse con nosotros! -decían unos. -¡Debe quedarse con nosotros -decían los otros.

Pero la bella desconocida los detuvo, con la voz más dulce que jamás hubieran escuchado: -Soy la enviada de Onagait. No deben pelear por mí. Yo quiero estar con todos... ¡y tengo tantas cosas que contarles! Dulce era la voz, dulce la sonrisa, dulce la mirada. Había en ella tanta ternura, tanta luz, que los brazos se aflojaban. Las armas fueron cayendo una a una de las manos y ya nadie quiso

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escuchar sino su palabra. Desde entonces la vida cambió para todos. ¡Había tanto que hacer, tanto que aprender, tantas cosas lindas que descubrir! La desconocida iba de un lado para el otro, hablando y enseñando, incansable, todo aquello que Onagait había dispuesto. Y ya nadie pensó más en pelear. Era el tiempo feliz de la paz. Conocieron la alegría de la amistad; supieron de la risa y la sonrisa; del canto y el llanto compartido. La bella desconocida les había enseñado lo que era el amor. Un día la mensajera de Onagait enfermó gravemente. Cuando, ante el dolor de todos, desapareció para siempre, en su lugar creció el Caá Jhen, que hasta hoy les recuerda su dulce presencia.

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