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METTRAY Por José Aguilar Mettray, papá, Mettray. Cuando llevaba cuatro meses allí, me preguntaba si realmente las travesuras, los pequeños robos, mi impertinencia con las sirvientas… si yo merecía Mettray. Tantos años después, frente a tu recargado sepulcro, me gustaría que pudieras responder —aunque en realidad te prefiero así: silencioso para siempre— qué puede llevar a un padre a enviar a su hijo a un correccional, a su primer y definitivo exilio. Tú quizá habrías publicado ya trece o catorce novelas cuando las puertas de aquel lugar se cerraron a mi espalda, en 1876. Y sí, ya lo sé, allí no había muros, pero, permíteme que te corrija, solo es que no se veían: ésa era su solidez, su modernidad. Recuerdo que poco antes me leías (y a Valentine, y a Suzanne) «Los hijos del capitán Grant», entonces aún por publicar. Pero tú decidiste que tuviera una familia muy diferente. En Mettray sobreviví —¿lo hice?— entre niños inadaptados, pocos verdaderos criminales, la mayoría simples rebeldes contra la autoridad de sus padres cuando la hubo y si es que hubo padres. Niños que se mostraban «ingobernables» como le dijiste sobre mí al director de aquel lugar. Quizá te llamara la atención que allí, en el centro de aquella pesadilla, hubiera un navío, como en tantos de tus relatos. Una nave parecida a la que tú mismo tenías. Sí, quizá eso te ayudara a decidirte. Monsieur Demetz, el Gran Creador, el filántropo, el promotor de una Nueva Era penitenciaria en Francia, había decido colocar en mitad de la plaza de su revolucionaria prisión sin paredes, la réplica de un velero. Con sus mástiles y aparejos. Pero no pretendía alimentar la ilusión infantil por la aventura. Solo tenía la pragmática intención de entrenarnos para ser carne que alimentara a la gloriosa Armada francesa. Y, además de la nave varada, Demetz también dispuso establos, campos y huertos, muchos huertos, en una demencial pasión por la tierra que completó con, a la postre, su visión preferida: niños cavando en busca de piedras para pavimentar los caminos de su propia cárcel, perdón, del reformatorio. Demetz había muerto pocos años antes de que yo ingresara en aquel lugar que con tanta dedicación había creado y cuidado y cuya modernidad debió fascinarte. Tampoco veíamos mucho al director de entonces, sólo cuando formábamos en la plaza central, firmes junto a la vistosa capilla donde el Pére François nos amenazaba con un infierno por venir que, sin embargo, estaba ahí mismo, al otro lado de la puerta de su iglesia. Nos mostraban, orgullosos, a ilustres visitantes. Entonces yo no lo sabía, apenas había cumplido 15 años, ¿recuerdas?, pero, seguramente, se trataba de ministros, altos funcionarios de otros países, curioseando aquella rara semilla que aquel iluminado y su arquitecto, Blouet, habían sembrado en Francia. Quizá lo supieras todo, o tal vez no, pero, en cualquier caso, me voy a permitir contártelo aquí, al pie de tu ostentosa y macabra tumba de La Madelaine, de donde pareces resurgir como escultura de mármol, atlético, majestuoso. Me temo que sólo es un decorado, ficción: tu cuerpo

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METTRAYPor José Aguilar

Mettray, papá, Mettray. Cuando llevaba cuatro meses allí, me preguntaba si realmente las travesuras, los pequeños robos, mi impertinencia con las sirvientas… si yo merecía Mettray. Tantos años después, frente a tu recargado sepulcro, me gustaría que pudieras responder —aunque en realidad te prefiero así: silencioso para siempre— qué puede llevar a un padre a enviar a su hijo a un correccional, a su primer y definitivo exilio.

Tú quizá habrías publicado ya trece o catorce novelas cuando las puertas de aquel lugar se cerraron a mi espalda, en 1876. Y sí, ya lo sé, allí no había muros, pero, permíteme que te corrija, solo es que no se veían: ésa era su solidez, su modernidad. Recuerdo que poco antes me leías (y a Valentine, y a Suzanne) «Los hijos del capitán Grant», entonces aún por publicar. Pero tú decidiste que tuviera una familia muy diferente. En Mettray sobreviví —¿lo hice?— entre niños inadaptados, pocos verdaderos criminales, la mayoría simples rebeldes contra la autoridad de sus padres cuando la hubo y si es que hubo padres. Niños que se mostraban «ingobernables» como le dijiste sobre mí al director de aquel lugar.

Quizá te llamara la atención que allí, en el centro de aquella pesadilla, hubiera un navío, como en tantos de tus relatos. Una nave parecida a la que tú mismo tenías. Sí, quizá eso te ayudara a decidirte. Monsieur Demetz, el Gran Creador, el filántropo, el promotor de una Nueva Era penitenciaria en Francia, había decido colocar en mitad de la plaza de su revolucionaria prisión sin paredes, la réplica de un velero. Con sus mástiles y aparejos. Pero no pretendía alimentar la ilusión infantil por la aventura. Solo tenía la pragmática intención de entrenarnos para ser carne que alimentara a la gloriosa Armada francesa. Y, además de la nave varada, Demetz también dispuso establos, campos y huertos, muchos huertos, en una demencial pasión por la tierra que completó con, a la postre, su visión preferida: niños cavando en busca de piedras para pavimentar los caminos de su propia cárcel, perdón, del reformatorio.

Demetz había muerto pocos años antes de que yo ingresara en aquel lugar que con tanta dedicación había creado y cuidado y cuya modernidad debió fascinarte. Tampoco veíamos mucho al director de entonces, sólo cuando formábamos en la plaza central, firmes junto a la vistosa capilla donde el Pére François nos amenazaba con un infierno por venir que, sin embargo, estaba ahí mismo, al otro lado de la puerta de su iglesia. Nos mostraban, orgullosos, a ilustres visitantes. Entonces yo no lo sabía, apenas había cumplido 15 años, ¿recuerdas?, pero, seguramente, se trataba de ministros, altos funcionarios de otros países, curioseando aquella rara semilla que aquel iluminado y su arquitecto, Blouet, habían sembrado en Francia.

Quizá lo supieras todo, o tal vez no, pero, en cualquier caso, me voy a permitir contártelo aquí, al pie de tu ostentosa y macabra tumba de La Madelaine, de donde pareces resurgir como escultura de mármol, atlético, majestuoso. Me temo que sólo es un decorado, ficción: tu cuerpo debe estar ya absolutamente descompuesto por la humedad. Te describiré los detalles. Los mereces. Lo merezco.

En Mettray nos ordenaban por casas. Cada una la habitábamos más de cincuenta chicos de entre seis y veintiun años. Diez pabellones perfectamente idénticos a ambos lados de la plaza principal. En la planta baja, el lugar donde aprender oficios: carpintería, zapatería y alfarería eran las más «populares». Se trabajaba sin descanso y sin remuneración, probablemente en beneficio de la vestimenta, los viajes o el carruaje del director y su familia, ya que lo que no mejoraba nunca era la bazofia que comíamos. En el primer piso, el dormitorio de los más jóvenes, donde yo residía. Otro prodigio de organización. Para que pudiera servir de comedor durante el día, nos acostábamos en hamacas que teníamos que recoger al despuntar la mañana y así poder desplegar las mesas donde luego comeríamos y cenaríamos, esto último si había suerte. Mi hamaca colgaba de dos garfios demasiado cercanos, así que, por no dormir prácticamente plegado sobre mí mismo, me tumbaba en el suelo, sobre la ropa arrugada que servía de almohada, al acecho de las cucarachas y de alguna rata más hambrienta que yo mismo. En el piso inmediatamente superior, los mayores, los chicos de entre 16 y 21 años, disponían ya de camastros con viejos jergones. A veces se oían los ruidos que hacían cuando fornicaban. O los gritos de los más jóvenes, sistemáticamente sometidos a una violación en grupo a poco que se resistieran a los encantos de los designados como responsables, los chef de famille, o de sus asistentes, les sous chef. Yo temblaba pensando en lo que me iba a ocurrir si cumplía en aquel lugar los 16 y me destinaban al piso superior, si no me sacabas pronto de allí, del lugar al que me habías destinado para conseguir gobernarme, para educarme como Dios manda, con los hábitos de un varón francés que mereciera pertenecer a tu familia, que no te molestara mientras escribías, es decir, a toda hora, a cualquier hora. Siempre.

En Mettray, por el día, en cambio, mi edad era un problema. Los niños menores de 12 años permanecían la mayor parte del tiempo en la escuela, junto a la capilla, estudiando. Los mayores apenas teníamos una hora de clase y el resto del día lo pasábamos trabajando, siguiendo la máxima de Demetz: «Mejorar al hombre por la tierra y a la tierra por el hombre, bajo la mirada de Dios». La traducción local de

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esa bella frase consistía en trabajar sin descanso los huertos y los viñedos, atender los árboles frutales, desmenuzar los terrones, acarrear piedras y machacarlas en la cantera hasta obtener la grava y el cascajo con los que mejorar la inmensa finca. Arquitectura con la que honrar la memoria del reformador.

Algunos de los chicos, de mis compañeros de entonces, venían de un peregrinaje de prisiones que asustaría al villano más abyecto de tus novelas. Estaban entrenados en toda clase de engaños y formas de robar, intimidar y amenazar. La mayoría comenzaron como pilluelos hasta convertirse en los criminales de pelo en pecho que yo conocí. Y no huían de allí. ¡Gran éxito del correccional! Nadie huía a pesar de la ausencia de muros. ¿A dónde íbamos a escapar? ¿Dónde llegar desde ese círculo del infierno sino a otro todavía peor, más profundo? Yo tampoco pensé nunca en fugarme. Confiaba en tu palabra, en que volverías a los pocos meses. Pero esos meses se hicieron tan largos como las noches de terror, las jornadas de trabajo, los viajes con las espaldas cargadas con los sacos terreros. Cuando lo recuerdo, y lo recuerdo todavía casi diariamente, a mis cincuenta y un años, papá, a veces pienso que fue Dickens, al que tanto odiabas y a la vez admirabas en privado, el que te inspiró para mi exilio. Quizá querías que yo te contara lo que hay adentro, mucho más adentro y más allá de los libros del inglés, como tú le llamabas con desprecio, sólo porque eras incapaz de escribir con esa emoción, desde el interior de los personajes, con la simpatía necesaria por su dolor, por su sufrimiento. Ni por el mío, papá, ni por el mío.

Deseé morir, muchas veces, muchas noches, también de día, en la cantera, pero más aún deseé matarte, salir de allí para matarte y regresar de nuevo a Mettray convertido en un temible parricida. Como Mort. Sï, así le conocíamos aunque, en realidad, aquel asesino de su propio padre se llamaba Pierre. Mi guía, mi icono en Mettray, el chef de famille del pabellón 6, el hombre —no puedes seguir siendo un niño si has matado a tu padre— al que nadie tosía: ni los guardianes, ni el Père François con todas sus pueriles descripciones del fuego del infierno. No deja de tener su gracia que yo nunca me atreviera a hacerlo y que fuera Gastón, tu sobrino favorito, el que finalmente te disparara, aunque solo sirvió para dejarte cojo hasta el final de tus días. Pobre Gastón, vengándose en mi nombre. Ya sabes, no pude evitar reformarme en Mettray y aprender, entre otras cosas, el sutil arte de la manipulación. Gastón también pagó por mí, recluido para siempre en aquel oscuro manicomio donde lo enviaste nada más recuperarte de las heridas. Cuántos encierros en la familia. Y ahora tú, también finalmente encerrado, con ese estúpido epitafio-adivinanza que luce en tu lápida, preso para los siglos que no has de ver, los que te obstinabas en imaginar. Una imaginación que te sirvió para vender, no para amar.

Pero, en fin, los muertos debéis comprender, eternamente pacientes. Sólo quería desquitarme. Antes me fue imposible. Tú, con tu locuacidad imparable, lo interrumpías todo. Y ahora, y espero que te duela, papá, soy yo el que se encarga de tus manuscritos, de tus ediciones póstumas. No lo sabes, no podrás saberlo, pero vas a publicar todavía más de lo que creías, más de lo que nunca escribiste —lo que no es poco decir— si mi propia vida alcanza. Tus últimas obras serán mis obras, tus últimos verdaderos hijos serán ilegítimos, porque serán míos. Yo me acostaré con tu amada literatura y tendrás hijos tan similares, tan de tu propia sangre, que nadie los podrá distinguir. Una obra mestiza, incestuosa. Ingobernable. Se confundirá tu herencia, tu patrimonio. Tus críticas rivalizarán con las mías y tus ganancias en vida con las póstumas. Seré tú, por más que tu brazo nervudo hecho de ese mármol frío como tu alma se yerga ansioso por atraparme. El padre de Mort nunca volvió y tú nunca volverás, eso lo aprendí bien allí. Ahora tú sientes, espero que así sea, lo inexorable, lo que sucede en el piso de arriba, sin que puedas hacer nada. Lo que yo sentía en Mettray: que ya nadie te puede rescatar.

Porque mi padre nunca vino. No viniste a tiempo, papá Jules.

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La chica de la calleAndrea Hdez. Mingorance

La noche moribunda avanza lenta, mientras camino por un estrecho callejón tenuemente iluminado. Las pocas bombillas que funcionan parpadean a cada momento, dejando en sombras los misteriosos resquicios de aquel inmundo paisaje. El taconeo de mis botas resuena en la quietud de la oscuridad, anunciando mis pasos a las ratas y gatos callejeros, dueños del territorio que piso. Mis medias de rejilla presentan desgarrones, pero no me importa. Tampoco me importan los mechones de pelo que caen desordenadamente sobre mi cara, tapando la careta de maquillaje corrido que la adorna. Me cierro más la gabardina, aunque en realidad tampoco me molesta el frío que roe lentamente mis huesos. Lo único que deseo es que acabe la noche para poder comer algo caliente y acostarme en un mullido colchón, sola. Aunque eso signifique no volver a despertar.

El suelo está lleno de residuos que intento esquivar, como cada día. Los grises muros observan impasibles, con sus ojos de piedra que no dicen nada. Si pudiesen hablar gritarían todas las barbaridades cometidas de las que han sido testigos e, incluso, participes. Maldita ciudad, podrida, como el hedor que recorre todo el callejón.

De repente una extraña sensación me invade recorriendo todo mi cuerpo. Una mirada, una intensa mirada de unos ojos fríos como el hielo. Está delante de mí, mirándome fijamente. Solo es una silueta mal dibujada en la oscuridad del callejón pero hay algo que si puedo ver con claridad. Sus ojos de color azul casi grisáceo despiden un brillo artificial, demasiado racional para ser humano. Me paro. No voy a intentar huir, sería inútil, pero tampoco pienso dar un paso más cual mosca atraída por la luz.

De la nada surge un destello. Oscuridad y un disparo. Está muerto. Lo se antes de poder distinguir la silueta tirada en el suelo. Me acerco a él y le observo con compasión. No es más que un niño, un crío muerto por un disparo. Sus ojos azules ahora resultan más artificiales pero ante mis ojos se va apagando un breve destello de humanidad. Ciudad maldita, es tu culpa.

Me alejo del cadáver lentamente y sigo mi camino. Eso es lo que se supone que debo hacer: callar. De todas maneras, ya debería estar acostumbrada, así es la vida en esta ciudad. Pero no puedo evitar volver a pensar en el chico, era tan joven. Pero eso a la gente le da igual, desde muy pequeños los niños deciden entrar en alguna de las muchas mafias que cohabitan en la ciudad. Son entrenados para matar y para morir, supuestamente, por honor. Se auto engañan y creen que luchan por unos ideales que, en realidad, están vacíos. Las mafias controlan la ciudad, nadie escapa a sus redes. Prácticamente las únicas que no pertenecemos a ningún bando somos las chicas de la calle como nos llaman y por ello estamos a salvo, o eso creía hasta toparme con esos fríos ojos.

No pienso dejar que el miedo me inunde. Sobre mí, una de las farolas se funde con un chasquido, enseguida un tímido eco se expande por el ambiente. La brisa nocturna sopla levemente, llevándose a su paso unas hojas de periódico que, como todos, solo anuncian muertes y corrupción.

Aunque no oigo nada, siento detrás de mí una presencia, demasiado turbadora para ser un

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gato callejero. Me paro bruscamente pero no vuelvo la cabeza, dejo que él se acerque.

— ¿Quién eres?— pregunta a mi espalda, con una voz solemne

Por fin me atrevo a mirarle. Es un hombre de mediana edad, tiene pinta de policía, pero es imposible ya que la pasma abandonó hace tiempo la ciudad. El sombrero de media ala ensombrece su mirada, ya de por sí sombría. Lleva una pistola colgada en el cinturón y supongo que todavía está caliente.

— No soy nadie— respondo

El hombre me mira de arriba abajo y por un momento un brillo de lascivia surge en su mirada al resbalar su mirada por mis piernas. Trago saliva, intentando esconder las piernas sin éxito, mi jornada laboral ya ha acabado.

— Una chica de la calle…— dice él todavía contemplándome durante unos segundosAl fin, levanta la mirada y me mira, la lascivia da paso a la compasión— Solo eres una cría— comenta con tristeza—. Niña, corre, huye de esta maldita ciudad.

Dudo un instante, el callejón empieza a despertar con sed de sangre y se empieza a llenar de sombras y ruidos apenas perceptibles. Entonces me doy la vuelta y empiezo a correr.

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Ana HerreraClase XLMI abuelo

Recuerdo con emoción la primera vez que fuí a casa de mis abuelos. Desde el zaguán, un olor a fruta fresca invadía toda la casa. Dos cariñosos animales, perro y gato, se disputaban mis caricias para darme la bienvenida y una cotorra adiestrada por mi abuelo volaba de un lado a otro diciendo con voz cascada...”Ha venido María, ha venido María.” Todavía me parece sentir los brazos de mi abuelo rodeándome para subir al dormitorio, pues me había quedado dormida durante la cena... Y la gran ventana de mi cuarto por donde entraba una luz de plata, que yo no había visto nunca y que me llenaba de un bienestar y de una gran euforia. Entusiasmada pregunté al abuelo,

— ¿Qué es eso?— La Luna — me respondió con naturalidad.

No me conformé con su respuesta, me apoyé en la ventana y comencé a hablar al globo plateado que todo lo inundaba. Le conté que yo no había visto nunca la Luna, porque vivía en un altísimo y estrecho patio por donde no pasaba la luz. Aquella noche nació en mí un sentimiento nuevo y me sentía tan feliz, que cogí al gato por pareja y bailé sin parar hasta el amanecer.

Por la mañana, la Luna había desaparecido, pero delante de la ventana yo veía una bonita estampa navideña. En un riachuelo cercano, unas cuantas mujeres arrodilladas, lavaban la ropa, y muy cerca d e ellas, había muchas ovejitas desayunando en la hierba tranquilas y felices. Yo me sentía protagonista en aquellos lugares. Contenta, muy contenta. Todavía me esperaba el encuentro con la humilde Rosi, la borriquilla de mi abuelo, que con su trote alegre y su mirada dulzona, me invitaba a pasear acompañada del pequeño perro que no se separaba de nosotros, creyéndose nuestro auténtico guardián. Yo no hablaba, solo vivía plenamente. Supe entonces que un niño puede ser feliz en silencio. El paisaje que me rodeaba, la Luna, el trotecillo rítmico de la borrica, eran para mí un tesoro que acababa de descubrir.

Pero un día como si hubiera sido un corto sueño, todo aquello desapareció. Me encontré en el altísimo patio donde la luz no entraba y enfermé. Como los médicos no saben curar la nostalgia ni la tristeza, solo me

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recetó vitaminas. Afortunadamente mi abuelo que era el más inteligente de la familia, “me raptó” y volví con él al pueblo. Allí fui al colegio y me hice adulta entre todo lo que más quería. ¡Gracias abuelo!

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CLASE XL. DIARIO DE UN FIEL PERRO DE DIOS, por Mae

Ávila, uno de septiembre del año de la Encarnación de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y ochenta y ocho. Ha sido un largo viaje. El traqueteo del carro me ha hecho recordar que la vida es un camino de obstáculos que nos conducen a la perdición si el espíritu no está pronto. La llegada al pueblo estaba prevista para la hora sexta, pero un acontecimiento inesperado la retrasó hasta la nona, ¿pudo ser una señal? La aldea vestida de casas de adobe y paja era un hervidero de siervos, gente que no es dueña de su persona y que forma parte de la gleba, almas perdidas que necesitan de un guía constante que marque su senda. Los hombres vestían un faldón; siendo la única distinción entre ellos el forro que lo confeccionaba: conejo para los más pobres y gato para los más afortunados, todos de colores pardos. Las mujeres se cubrían con camisa y sobre ésta una túnica recogida en la cintura para facilitar el trabajo. Sus cabezas cubiertas con sombreros de ala ancha apenas dejaban ver su rostro. El hedor de la calle a excrementos de los animales que campaban a su gusto casi revuelve mi estómago, pero fortaleció mi espíritu. Sentí el deber de visitar a la bruja antes de retirarme al monasterio. La prisión, situada en el lado derecho de la iglesia era oscura y húmeda. Las escaleras que conducían hacia esa alma desdichada se presentaban angostas como el camino de la virtud y me hacían descender tortuosas, como los senderos del mundo. Cuando la vi, absorta en su catre, supe, sin ninguna duda, que había tenido trato carnal con el demonio. Su largo pelo rojo y lujuriosamente ensortijado, sus pechos erguidos e insinuantes, una diminuta cintura que presagiaba unas caderas redondas y pecaminosas me lo confirmaban. Su aspecto sano después de varios meses encerrada en la hedionda mazmorra infestada de insectos y ratas, alimentada a base de pan duro hongueado con agua sucia y con la única compañía de sus excrementos, sólo podía explicarse con su pacto demoníaco. Avisada de mi presencia, me miró. Unos ojos verdes consiguieron despertar mi condición de hombre. El sudor empapó mi torso manchándolo de pecado. Ya no cabía duda, estaba intentando embrujarme. En ese mismo instante hubiera aplicado el método adecuado para liberar su alma antes del auto de fe: la pera vaginal; pero el “Malleus Maleficarum”me obligaba a invitarla a confesar antes de someterla a cualquier pena y no podía ser condenada a muerte al menos que su propia declaración la llevara a ello. Huí despavorido de aquel lugar y como penitencia introduje en mis sandalias dos piedras que hicieron mi subida al monasterio una expiación que limpió mi blanca túnica del sudor del pecado. En dos horas llegué hasta la arquitectura al servicio de la gloria de Dios y del bien de las almas. El monje portero me recibió con un gesto respetuoso y algo asustado. Mientras me conducía a mi celda se presentaba ante mí el claustro. Algunos hermanos paseaban orando, meditando o charlando en el tiempo de recreación. El jardín engarzaba representando, simbólicamente, un pedazo del nuevo Edén que es la vida religiosa. La fuente, la vegetación, los capiteles historiados, todo me parecía un libro cargado de simbolismos, cuya iconografía deben aprender y releer una y otra vez en los largos años que esperan al siervo de Dios. Alrededor del claustro se disponían el resto de las estancias: refectorio, la cocina, el dormitorio, la biblioteca, los talleres, el locutorio y los graneros. Ni pinturas, ni esculturas, ni vidrieras o pavimentos de color. Nada que pudiera distraer la atención del monje. El hermano Anselmo paró ante la puerta de la celda que me cobijaría durante mi estancia y se despidió con una inclinación de cabeza. Un catre, un reclinatorio ante el crucifijo, una mesa con una vela, algo de papel y pluma, una silla y un pequeño ventanuco que iluminaba débilmente era todo lo que un monje necesita. Antes de acomodarme quise visitar la iglesia. Por muy pobres que sean el resto de las estancias

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que habitan los monjes, la iglesia debe ser lo más grandiosa que permitan las fuerzas de la comunidad. Es allí, en presencia del Rey, donde los siervos cantarán sus alabanzas siete veces al día como dice el salmo. Y fue en su templo, ante el oro, el rico ornamento del que sólo Dios es merecedor, donde pedí perdón por mis culpas. Me retiré a mi celda y decidí, como penitencia, que no acudiría al refectorio para la cena. Empleé el tiempo en oración y cilicios para escarmentar mi débil cuerpo y enaltecer mi alma.

Ávila, dos de septiembre del año de la Encarnación de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y ochenta y ocho. Acabo de vestir mi hábito: una amplia túnica ceñida por una correa de la que pende un rosario, un escapulario que cae hasta los tobillos, esclavina con amplio capillo, todo esto de color blanco. Y para salir, una amplia capa con esclavina negra. Una vestimenta inspirada por la Virgen María a un fraile. Blanco, como la castidad del monje y negro como su vida de penitencia. Hoy tampoco tomaré alimento para el cuerpo, pero no faltará el alimento del alma Soy un fiel perro de Dios... Un humilde monje que ha renunciado interior y exteriormente al mundo: Exteriormente, a las cosas mundanas; interiormente a las representaciones de tales cosas, hasta el punto de no admitir jamás los pensamientos de los cuidados terrenales. Soy un Dominico porque invoco a Dios con oración incesante, a fin de purificar mi espíritu de los numerosos e inoportunos pensamientos, y para que éste llegue a ser monje en sí mismo, sólo delante del verdadero Dios, sin acoger jamás los pensamientos que provienen del mal. Purificándome enteramente como conviene y permaneciendo puro ante Él y por Él. Soy Tomás de Torquemada. Mi reina ha puesto en mí su confianza y mi Dios su infinita sabiduría. Me encamino a cumplir una vez más la sagrada misión con la que la Divinidad ha marcado mi destino: Devolver un alma robada por Satanás a su hacedor. Que Dios ilumine mi entendimiento para mayor gloria suya y bien de mi espíritu.

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Caras de posguerra Rasta _ Clase XL

Aterrizo en Sarajevo en compañía de mi mochila y habiendo dicho a todo el mundo que me voy a París a ver a unos amigos. Es una manera rápida de evitar dar mil explicaciones para tranquilizar a los allegados con los destinos que escojo: La mentira. Podría calmarles diciendo que la Guerra de los Balcanes terminó hace más de quince años, aunque parezca que fue ayer, y realmente fue ayer aunque yo haya vivido ya el doble de los años que tenía por entonces. Podría hacerles leer guías turísticas que hablan de España de tal forma que a uno le entran ganas de irse zumbando a otra parte o bien salir a la calle con una recortada, por si acaso. Podría decirles tantas cosas que me agoto antes de empezar y directamente miento, y así yo me voy tan contento y ellos se quedan tranquilos imaginándome dando un paseo por los Campos Elíseos, que de campo no tienen nada y de interés, menos.

Alquilo un coche en el aeropuerto y el tipo que me atiende – aparte de mirarme sin pestañear - me quiere estafar aprovechando que mi inglés no es demasiado fluido y olvidando que el suyo tampoco lo es. Me pregunta cómo es que viajo solo, tan joven, y le contesto que treinta años no es ser «tan joven», respuesta que hace que abra los ojos aún más y me observe con algo que quiero identificar como incredulidad. Al final sé que me tima pero no sé hasta qué punto porque me falta vocabulario para discutir según qué temas, así que dejo de farfullar y voy a localizar mi coche. Conduzco por las calles de Sarajevo en busca de un hostal asequible a mi bolsillo, pese a que ya comienzo a sospechar que todos lo serán aunque yo no vaya muy sobrado de liquidez. Veo que no hay absolutamente nada de turismo y que la gente me mira con demasiado interés, y no sé si es porque llevo el único coche decente que transita sus aún perforadas calles o si tengo cara de guiri. Bajo el espejo y me miro: Me veo normal. Llevo una camiseta negra y unos tejanos, el pelo ni corto ni largo, desgreñado y moreno como cualquier musulmán y nada que, a mi modo de ver, llame la atención. Observo que Sarajevo es como un queso Gruyere demasiado roído y, mirando a su gente, veo que la pobreza reina en sus calles y que no ha habido dinero en década y media para remozar la metralla de sus fachadas.

Una vez aparcado el coche me doy cuenta de que la gente me sigue observando de forma singular al cruzarse conmigo, pero no con tanta sorpresa. Quizá es un coche demasiado nuevo al lado de decenas de tartanas, aunque también yendo a pie me siguen escudriñando con extrañeza, curiosidad o qué sé yo qué. Durante mi paseo veo que hay muchos nativos de mediana edad y mucha gente anciana, algunos tan viejos que parecen momias secas que caminan con ayuda de bastones también roídos, acordes con todo a mi alrededor. Por barrios más céntricos me cruzo con grupos de gente de mi edad, todos nativos, y ya sean musulmanes o católicos van siempre en grupo y gritan mucho, como gritan los niños pequeños o los recién adolescentes en plena exaltación hormonal. Al distinguirme entre la gente susurran entre ellos, se vuelven a mirar y algo parecido a la ansiedad me trenza la garganta y hace que busque mi reflejo en los escaparates, ansioso por saber qué es lo que les llama tanto la atención. Mi inverso me devuelve un gesto torcido. Entro en un hostal y me atiende un recepcionista de unos cuarenta y tantos años que se dirige a mí con amabilidad y en un inglés correcto y sin dejes serbocroatas imposibles. Me acomoda en una habitación limpia y sencilla y, al bajar, le pregunto dónde queda la Biblioteca Nacional y cuál es la calle donde se desencadenó la Primera Guerra Mundial. Samir – el recepcionista – me dice que él se dirige para allá a hacer unos recados y que me acompañará gustosamente si no me importa porque – añade – no le apetece que me mueva solo por ahí. Le miro sorprendido pensando que, si bien Sarajevo ha causado a mi llegada una sensación de inseguridad considerable, no creo que me ocurra nada yendo como voy, sin apenas nada encima más que mi ropa. Samir recoge una chaqueta y unos papeles y me sonríe, indicándome que le siga. De camino me enseña el lugar exacto donde asesinaron al Archiduque y a su mujer dando el pistoletazo de salida a la Gran Guerra y algo más allá me señala el edificio de la Biblioteca Nacional, contándome que en esos días hace exactamente quince años que los radicales serbios la bombardearon y quemaron. Miro hacia arriba y la mampostería abrasada y tan negra como la peor pesadilla parece que va a deshacerse sobre nosotros en cualquier momento, y yo intento imaginar qué sentirían los vecinos del otro lado del río Moldava

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ante las llamaradas y en mitad de los bombardeos. Se me anuda la boca del estómago y sé que no soy capaz de ponerme en el lugar de Samir por más imaginación que tenga, y sólo veo que Vjecnica sigue totalmente carbonizada y arruinada desde entonces y la visión de ello me deja paralizado. Le dejo hablar mientras decido si le pregunto o no a mi amigo bosnio cómo vivió él la guerra, y finalmente me animo viendo que me cuenta de todo un poco sin quemazón ni aparente trauma, incluso con una sonrisa. Calculo que cuando él vio arder la Biblioteca debía tener mi edad actual, y mientras tanto yo vivía mi adolescencia en una Barcelona recién estrenada gracias a sus Juegos Olímpicos. Calculo, de hecho, que en sus propios Juegos Olímpicos él debía tener unos veinte años y ni en sus peores pesadillas podía imaginar lo que le esperaba vivir pocos años más tarde… Y de repente me lanzo y pregunto.

Samir me mira como quien mira a un loco, o a un absoluto idiota, y yo me quiero morir de vergüenza aún sin entender lo que ocurre.

—Yo era un niño entonces y no recuerdo apenas nada… si quieres saber de la guerra pregúntale en el hostal a mi hermana mayor cuando vuelvas, pero no le preguntes demasiado que aún le duele. Y no vayas solo por ahí mucho rato, es tarde y eres muy… eres demasiado joven.

A Samir se le cae la sonrisa y se despide de mí con una uve doble en el entrecejo, dejándome totalmente confuso ante la Biblioteca. ¿Un niño? No puede ser. Si quiero definir «niño» a lo más que llego es a los catorce o quince años, en cuyo caso Samir tendría mi edad y eso no me parece posible. Pero claro, si no recuerda apenas nada no podía tener quince años, uno a los quince ya tiene uso de razón y memoria ¿entonces? ¿Cuándo empieza una persona a tener uso de razón? Creo que sobre los seis o siete años, con lo cual Samir debería tener menos de veintitrés años… ¡Es imposible!

Camino por las calles empedradas del centro mientras atardece, entre mezquitas y bares, entre sinagogas y fachadas perforadas, ventanas cerradas con tablones y herrumbre como todo recuerdo de clavos, entre rótulos torcidos y paredes atacadas con saña por viruela… completamente desorientado en todos los sentidos. No veo más que a viejos, y algún que otro bosnio de la edad de Samir, que ya no sé cuántos años suma. Oscurece en pocos minutos y dejo de ver grupos chillones de gente de mi edad y todo aquel con quien me cruzo me mira, ya sin excepción, con incredulidad y descaro, y me doy cuenta de que soy el personaje más joven – con diferencia – que transita sus calles. Tampoco veo ya a ninguna mujer por ninguna parte. Me siento a cenar en una terraza pero no soy capaz de deshacer la trenza entre píloro y cardias así que dejo que la comida se enfríe a la misma velocidad a la que se enfría mi alma. Disimulo con un libro entre las manos, más atento al exterior que a las inútiles líneas que danzan frente a mis ojos, mientras con la mano derecha paseo el tenedor por el plato, intentando distribuir torpemente la comida de forma que parezca que, al menos, cené la mitad. Voces graves y rotas se dirigen a mí aunque es evidente que no entiendo sus palabras, y sé que no me dicen nada bueno, nada hospitalario, pero yo no levanto la vista y por un momento pienso en el comedor de la casa de mis padres, en la seguridad, y en el tiempo que hacía que no me sentía tan pequeño. Y tan solo. Y sin previo aviso salta el diferencial de alarma y una orden desde mi médula me hace incorporar y hurgar mis bolsillos en busca de unos marcos convertibles, sin tiempo aún de saber su correspondencia en euros, y obligándome a dejar sobre la mesa la que supongo que es la cantidad necesaria como para pagar la cena de todos los comensales. Mientras me alejo despacio quiero correr y no lo hago porque sé que es una pésima idea, y pienso en que lo más parecido al comedor de la casa de mis padres en ese momento es mi habitación de hostal, con sus cuatro paredes, su suelo, su techo. Con su cerradura. Con su llave.

Por las calles, de vuelta, aprieto el paso porque los escasos transeúntes se siguen dirigiendo a mí, alguno me grita incluso desde la distancia de aceras paralelas y sospecho que estoy justamente en la «avenida de los francotiradores». No entiendo lo que ocurre pero sé que es algo terrible, y cuando me quiero dar cuenta estoy corriendo hacia el hostal, desbocado. Durante la carrera entreveo laderas atestadas de lápidas… bosques enteros de obeliscos blancos, perfectamente delimitados por una línea invisible de sus vecinas arboledas de cruces grises. Todo junto y sin mezclar, ocupando cada milímetro de tierra libre. Entro como una exhalación en el hostal y veo tras la mesa de recepción a una mujer que debe ser la hermana de Samir y le calculo unos sesenta años, aunque

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pienso que vaya usted a saber ya qué edad tiene en realidad y que quizá sea de mi quinta. Le pido la llave y la mujer me mira con ojos tiernos y me pregunta cómo es que viajo «solito», y dónde están mis padres. La miro con absoluto terror y no contesto, estarán en su salón… hablando de mi viaje a París. La trenza llega ya a la traquea y a las cuerdas vocales. Me encierro en mi habitación y, abrazado a la almohada, miro hacia la puerta mientras cuento las horas que quedan hasta que amanezca. Asustado como un crío de cuatro años pienso en lo bien que estaría yo a la mañana siguiente dando un paseo por los Campos Elíseos, aunque de campo no tengan nada y de interés, poco.

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La guarida

Por José Luis Rodríguez-Núñez

Uno de ellos descendió hacia la oscuridad espesa y maloliente. El aguacero se intensificaba y había creado un riachuelo de lodo en la pendiente. Una vez abajo, afirmó el pie en el suelo frío y mojado e indicó al resto de la tribu que bajara. Poco a poco, con precaución infinita, los otros cinco siguieron el rastro del explorador y se apiñaron a su alrededor. El manto negro que los envolvía se rajaba aquí y allá con tenues columnas de luz blanquecina, que se colaba por algunas grietas del techo y les permitía imaginar la amplitud de aquella guarida.

Avanzaron en fila india, vigilantes, desconfiados, hacia el fondo de aquel espacio ignoto. Por los restos de alguna hoguera apagada y alimentos enmohecidos supieron que, no hacía mucho tiempo, otro grupo humano había pasado por allí. Reforzaron su estado de alerta, deteniéndose de vez en cuando para husmear el ambiente. De pronto, el jefe hizo una señal enérgica y la partida se detuvo en seco.

Habían llegado probablemente al final del trayecto, pues una pared rugosa e irregular les cortaba el paso. El silencio y la humedad se habían intensificado y las pieles que los cubrían de arriba abajo se les pegaban a la epidermis sudada. Se comunicaban con leves gruñidos y gestos, con el fin de facilitar al jefe el fuego que había solicitado para analizar el muro.

La escasa y ondulante luz de la llama hizo aparecer ante ellos un mural de colores rojos, negros, ocres y de figuras de bestias y seres humanos, lo que provocó un cruce de miradas entre todos ellos. No podían imaginar que en aquel espacio sofocante la mano del hombre hubiese dibujado esas pinturas tan amenazadoras. El pequeño resplandor había hecho brillar asimismo la hoja de un par de cuchillos que dos de los individuos portaban en las manos.

En ese momento, el líder requirió silencio con un ademán brusco. Todos lo sintieron enseguida: por el fondo de la gruta algo se aproximaba. Al principio no fue más que un rumor indefinido, que fue creciendo rápidamente mientras hacía vibrar el suelo y las paredes. Quedaron inmóviles, tratando de identificar el bramido, mientras lo que fuera se acercaba más y más. Finalmente no albergaron la menor duda: se dirigía directamente hacia ellos.

Cuando la enorme serpiente iluminada cruzó a toda velocidad les permitió contemplar fugazmente la inmensidad de la sala. Una tras otra, las ventanas de los vagones proyectaban su luz contra el tabique decorado, descubriendo un atisbo de lo que podría ser una capilla sixtina de graffiti. En un abrir y cerrar de ojos, el metro había atravesado la vieja estación abandonada, alejándose con su traqueteo por el túnel interminable y cubriendo con su estrépito la llegada a la escena de otra tribu mucho más numerosa.

Las dos manadas se quedaron largo rato analizándose. Los recién llegados debían ser los dueños de aquella guarida. Su actitud hacia los intrusos era retadora y su familiaridad con el lugar más que evidente. También cubrían sus cuerpos de cuero y el tintineo de cadenas señalaba su hostilidad. Iban equipados de linternas, cuatro o cinco hojas afiladas y un bate de madera que blandía el gigante de casi dos metros que cerraba la retaguardia. El que debía ser el jefe se adelantó dos pasos acompañado del soniquete metálico y barritó con voz grave:

—¡Largo de aquí ahora mismo!Los advenedizos, ensordecidos y deslumbrados, dirigieron su mirada hacia su cabecilla, al

que se oía respirar agitado. Tenía el torso encogido, aferraba la navaja con la zurda y tensaba los músculos de la mandíbula, mientras evaluaba las posibilidades de su banda. Los contrarios los doblaban en número, tenían sed de sangre y a buen seguro conocían aquel antro palmo a palmo. Su mente ideaba un plan a mil por hora para sacarlos del atolladero, pues la posibilidad de fuga por donde habían llegado estaba cortada.

Sin embargo, el paso del metro y la iluminación indirecta de las linternas le habían permitido hacerse una idea más clara del lugar. Se hallaban al final de uno de los andenes y por allí la única vía de escape era el kilométrico túnel por donde acababa de circular el tren. Sus opciones por ese camino serían prácticamente nulas, pues a la falta de luz se uniría la certeza mortal de la bestia

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metálica. Pero comprendió que al otro lado, si lograban cruzar las vías y alcanzar el andén opuesto, debía haber otra escalera similar a la que habían utilizado para entrar. Sin demorar más su reflexión, ordenó a todos que le siguiesen.

El movimiento de huida pilló a sus contrincantes por sorpresa. Debían haber calculado un enfrentamiento desigual y ya se estarían regodeando ante una victoria sangrienta y segura, por lo que quedaron perplejos e inmóviles. Los intrusos aprovecharon el instante de duda para cruzar el carril de vías con toda la agilidad que les permitían sus pesadas cazadoras. Una vez al otro lado, el jefe buscó al final del andén la boca de acceso peatonal, que según sus cálculos se encontraría simétrica a la de enfrente.

Emprendió la carrera hacia allí, mientras uno de los perseguidores los iluminaba con una linterna, favoreciendo involuntariamente su objetivo. Otros dos se aprestaban ya a cruzar para interceptarles el paso. El último miembro de su columna tropezó con un viejo banco de madera tumbado sobre el piso de la estación y cayó, emitiendo un gemido de dolor y, sobre todo, de espanto. Sus compañeros se detuvieron un instante, calculando las posibilidades de auxiliarlo, cuando vieron que los enemigos ya le habían dado alcance. El jefe se giró y continuó la fuga. Comprendió que aquella pérdida era el precio que tenían que pagar por su imprudencia.

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El sarmiento, por Javier Jiménez (Ximens). Clase XL

Como un sarmiento arrancado de la cepa me sentí cuando a mis dieciochos años tuve que abandonar mi tronco, mis surcos, el agua y los minerales que me habían alimentado y protegido durante toda mi vida, para ir a la guerra, su guerra. Los fríos amaneceres con el sol barriendo las tinieblas y dibujando mis montes. El aroma de las jaras perfumando mi cuerpo, los cantos mudos de los pájaros, el balar de mis ovejas y el tacto suave de su lana. El sabor de la leche inmaculada entrando en mí, como savia camino de las hojas. La campana de la iglesia llamando a los oficios, el canto del ángelus y el repicar a muertos. El cencerro del macho, guiando a sus hembras y dándoles cobertura, seguridad. El zumbido de las abejas, acudiendo a los tomillos y almacenando su ámbar. El olor a tierra mojada, el sabor del tocino y el pan, regado por el vino seco de la bota. Y María. Aquel beso en los caños, como brisa del atardecer, suave y tímido, pluma acariciando mis labios. La voz del abuelo, trovador, contado las historias y aventuras de mil años de soledades, grave, dando a su clan las instrucciones y sabidurías de sus ancestros. La no Historia. Y María. Con la cesta de la ropa blanca oliendo a lavanda, con una mano en la cadera y la otra en el cesto. El polvo del heno en el comedero, la limpieza de las mulas, la suave cincha, el áspero serón. Y María. Su cuerpo en la era, la cabeza en la albarda, las estrellas en el cielo, y yo en la gloria. Las fugaces dando pinceladas efímeras en la pizarra. «Levántate ya que las cabrillas van altas». El brillo de sus ojos. El sonido de la lluvia bajo la manta y esperar a que escampe. Y María. Bailando como peonza hasta el amanecer, por la patrona. El queso ahumado con jaras, la leche recién cocida y las «burriagas». Y María. Sabor a pan recién horneado. Acariciar su piel, pasar la mano por la mies. Atardecer en los montes, mirar al cielo y ver mi rebaño de borras volando, «cielo aborregao, a los tres días calao».

─ ¡Escríbeme, María!Como gallo en corral ajeno, así me sentía yo en el cuartel. ¡A formar!, campos de

olivares. ¡Rompan filas!, aceitunas tras varea. ¡Descanso!, carta de María. ¡Derecha...ar!, el trigo sin segar. ¡Izquierda...ar!, las colmenas sin castrar. ¡Marchen...ar!, las viñas sin vendimiar. ¡Alto...ar!, las aceitunas sin coger. ¡Rompan...filas!, sin carta de María. ¡A sus órdenes mi sargento!, las tierras sin arar. ¡Paso ligero...ar!, los campos sin sembrar...

— ¡Dios! ¡Patria! ¡Franco!Como tambores están las barrigas, cuerpos hinchados, moscas entrando y

saliendo por todos los orificios, hormigas creando sendero, caras amoratadas que ya no volverán a mirar al sol. Hedor fétido de cadáveres mezclados con espigas que nadie vendrá a segar. Sangre regando terruños de vid rioja. En el cielo azul sobre mi cabeza, punto negros revoloteando en círculos cada vez más concéntricos. Y más allá, en lo alto, ¿Dónde estás, Dios?

— ¡Anda ligero a echar tierra a esos camaradas! —me dijo el cabo con la vista en los buitres—, que nos vienen a disputar la carroña.

Estos de esta orilla, y aquellos de la otra, ambos han luchado por su Patria, la misma y tan diferente. Río Ebro, río Ebro, que de rojo bajas teñido, lleva esos cuerpos que flotan a las madres que esperan en el delta del amor, dales la noticia cierta de que la guerra, con su guadaña, les ha segado la vida en flor, y distribuye los restos de sus hijos entre los cañaverales y las acequias, y en la próxima cosecha, entre los dorados trigos, trocitos de sus almas crecerán mirando a Dios.

Compañero que con tu guitarra cantabas al amor, que cartas a María me escribiste, que versos alumbraste para ella, yaces aquí a mis pies. Es tu silencio el que golpea mi alma, ese estar callado el que me habla. No volveré a oír tus canciones, pero retumbarán en mi corazón esas noches oscuras de invierno y aquellas otras estrelladas de verano. En tus montes, que son, seguro, como los míos, en un pueblo perdido, las campanas de la torre les anunciarán a ellos, a sus valles y sus campos, que como yo sembraste antes de

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venir, y a las espigas lozanas que crecen, que no te esperen, que tu mano no irá ya jamás a segarla. Y tres mujeres, tu madre, tu María y tu hermana, de luto, juntarán sus lágrimas.

Aquí te quedas, amigo, que nos batimos en retirada, aquí se queda tu guitarra, que quiso morir contigo, con la misma bala, para que nadie más, nunca, la tocara.

Cuando retorné me sentí como sarmiento injertado en la misma cepa tratando de prender en mi propia sangre, vivo por fuera y muerto por dentro. Con mi cabeza en tu regazo, María, veo pasar el agua de la garganta en su caminar al Tajo, con hojas muertas flotando.

— ¿En qué piensas, mi amor? —me preguntas, arando mi cabello con tus dedos.— En los montes... son los mismos pero los veo distintos.

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EVOCACIONES Mª José Mellado

Al introducir la llave en la cerradura multitud de recuerdos se juntaron en mi mente, y, como un enorme gentío que se abriera paso en un reducido cuello de embudo, todos pugnaban por ser el primero en aflorar. Contemplé a mi madre, sacando brillo a las rojas baldosas enceradas, llevaba en los pies unos paños a modo de zapatillas ─decía que era como bailar, y nos invitaba a que movernos con ella─; y vi a mis hermanas, en cuclillas, ocultándose detrás de las butacas azules de la salita cuando jugábamos al escondite… Pero la ráfaga de aire que sentí en la cara al abrirse la puerta me trasladó bruscamente al aquí y ahora. Olía a riguroso cerrado, a casa habitada por bacterias. De frente, el espejo del hall, inseparable pareja de su consola de mármol negro de media luna, me devolvió una imagen muy distinta a la de antaño ─de niña me asomaba tantas veces a él que, por un momento, dudé que me reconociera─. Las dos habitaciones a la izquierda del hall me recibieron en penumbra, subí las persianas y entorné las ventanas, recordando a mamá mientras lo hacía. El aire y los rayos de sol de aquella primaveral mañana purificarían la casa ─pensé─. También los sillones, estanterías y los muebles escondidos bajo pálidas sábanas despertarían del sueño. Desde una de las paredes me observaba, con su gesto severo de siempre, la tía Sebastiana.

Mis padres estrenaron el piso cuando se casaron, en el año 1955. Para ellos que de niños habían vivido la guerra civil española de 1936, en una ciudad asediada como Madrid, debió ser importante comenzar su vida de casados siendo propietarios de un piso. Era amplio y moderno para la época, aunque resultó pequeño, cuando a intervalos de unos veinte meses llegamos los seis hermanos. Yo fui la tercera. (En la España franquista, la mujer estaba obligada, por ley, a dejar el trabajo si se casaba. No existían métodos anticonceptivos ─o los pocos que existían eran pecado─, y pertenecer a una familia numerosa era algo habitual). Allí convivimos felices los seis, nuestros padres, una abuela cariñosa que diariamente nos visitaba, las chicas de servir que fueron desfilando y una costurera, que acudía puntual cada quince días. A medida que crecíamos era como si el piso encogiera y pronto llegó la mudanza a otro más amplio. Mientras lo contemplaba, posando la vista sobre sus ventanales y muros ya marchitos, sentí el desconcierto de recordarlo de un tamaño mayor del que realmente tenía.

Las enteladas paredes y los suelos de baldosa roja de nuevo arroparon mis recuerdos. No se porque durante unos instantes tuve la ilusión de ver aquel suelo rojo que ya sólo existía en mi memoria. Lo miré varias veces, con perplejidad. Ahora era de parqué. Eché un vistazo a mi reloj de pulsera, apenas eran las diez de la mañana, quedaba tiempo para llegar al notario. Sentía un cosquilleo en el estómago, una sed de revivir el pasado y avancé al encuentro del largísimo pasillo ─anacronismo de otros tiempos, en los que los arquitectos diseñaban casas sin un criterio de racionalizar el espacio─. Fue nuestro lugar favorito para jugar a la pelota, aunque por su pintoresca forma larga y estrecha, fuera una habitación tan peculiar. Al recorrerlo con la mirada reviví el día en que Pedro me empujó y volé sobre Mónica, que deambulaba en su andador. Una llave de ajuste se hundió en su ojo derecho, y estuvo a punto de perderlo. Difícil olvidar a aquella pequeña princesa de Éboli, con la blanca venda cubriéndole el ojo. En el silencio creí escuchar el habitual alboroto de entonces.

También era inconfundible el comedor que está al fondo del pasillo, justo al lado de la cocina, con sus oscuros muebles de marquetería de estilo clásico: mesa rectangular, con seis sillas, un aparador y una vitrina acristalada, repleta de copas y figuras de porcelana. Mamá los mandaba barnizar todos los años, hasta que se dio cuenta de que conservarlos era tarea imposible, y los rindió a sus pequeñas fieras. Ahora descansan amontonados en un rincón, con los achaques propios de su edad. De cuántas comidas y reuniones familiares, siempre animadas por papá, ─tan espontáneo, ocurrente, y afectuoso, especial para hacer felices a unos niños─ han sido callados testigos. La cocina aún conserva su fresquera, asomada a un patio interior, vestigio de tiempos en los que los frigoríficos no eran las perfectas máquinas de hoy. Hace muchos años perdió su antigua cocina de carbón, sucia y desangelada, que fue sustituida por una de gas, y vivió la evolución del mismo gas: butano, ciudad y natural.Los nuevos electrodomésticos, como lavadoras “automáticas” y lavavajillas, fueron encontrando en ella su pequeño hueco. Hoy muestra una imagen actual, aunque recuerdo cuanto sintió mamá desprenderse de sus antiguos muebles de formica marrones y blancos, estilo años setenta, que desterraron a los anteriores, metálicos. Era lugar de muchas tertulias y donde nosotras,

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colegialas, enseñamos a leer y escribir a Josefa, una muchacha que había venido de su pueblo sin tiempo que dedicar a esos menesteres. Se la veía tan feliz cuando le leíamos las cartas de sus padres. Nos quedábamos boquiabiertas contemplando las faltas de ortografía de aquellas cartas, sintiendo casi un miedo instintivo a aprenderlas y suspender en el colegio.

Faltaba la visita a los dormitorios, ya sin camas, espacios yermos tan distintos a los de mi recuerdo. En nuestra habitación la abuela, siempre tan tierna y chispeante, nos contaba cuentos e historias fantásticas, que escuchábamos ansiosos antes de dormir, después rezábamos, el beso de buenas noches y mañana será otro día. A veces, cuando no llegaba a las once de trabajar, era papá el maestro del ritual, y esas ocasiones, tan especiales, intentábamos alargarlas, guiados por la ilusión de que papá no se fuera nunca. El nos seguía tan bien el juego, que siempre venía mamá para dejar claro que ya era tarde, y todos, incluido papá, teníamos que dormir.

Tan ensimismada estaba, que hubiera permanecido sumida en mis recuerdos durante horas, pero el musical sonido del móvil interrumpió bruscamente mis pensamientos. Contesté, ojeando el reloj. Había perdido la noción del tiempo.─María, ¿dónde te has metido? Estábamos citados a las once, y son las once y diez. Ya estamos aquí todos los hermanos, sólo faltas tú, y el notario espera para leer el testamento de mamá. Tienes que venir a firmarlo. ─Lo siento, es que me he entretenido…─Hemos quedado en repartir el dinero, y poner en venta las propiedades. Espero que tú también estés de acuerdo. ─Me parece bien. Enseguida estoy allí.

Y salí de aquella casa, como nunca hubiera querido hacerlo, apresuradamente, sin espantar mis recuerdos, y aferrándome a las emociones que los mantenían vivos… Al cerrar la puerta me acordé de una estrofa de Borges, ─de su “Arte poética”─:

Mirar el río hecho de tiempo y aguaY recordar que el tiempo esotro río,Saber que nos perdemoscomo el ríoY que los rostros pasancomo el agua.

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Computencio Barrera. La construcción del escenario.

Hougomont.

Si pudiésemos entrever, por el intersticio lunar de tu calma, verías todos los siglos que

quisieras, a través de mis ojos —ojos escaldados, de reloj de arena. Ven, invítame a dejarte ahí, en el

salón de cortinajes espesos hechos con telas de casimires que arropan el siglo de las luces. Mira,

pega el oído al suelo, ¿escuchas? Son los ecos de una historia, aún retumban en nosotros. Aquí los

ingleses estuvieron implacables. Parapetados durante seis horas, resistiendo la lluvia de metralla

gris, la aniquilación de sonidos, que como fantasmas que se quedan a un palmo de exhalar, entre el

grito y la muerte, llenos de mierda por dentro, en una grandeza que no tiene nombre, ni palabra;

expirando estentóreamente en un acto en el que no existe final concreto.

Mira, en la tierra se escucha, pégate. Anda, pega el oído a las hierbas crisálidas, a la tierra

verdusca y dura. Se escucha un rumor como de pájaro lastimado, como de muerte intermitente, de

sombra de murmullo: es el río de la sangre inglesa, francesa, alemana; va haciendo mella,

cribándose hasta el fondo de la tierra misma, a fundirse furiosa con el núcleo materno y arcaico de

tu seno mismo.

El viento, oscuro, pálido, diezmado, va cabalgando como guadaña interminable. Ahí, Guillermo

se tiró contra el muro, sediento como animal pendejo, respirando miedo. Allá, en esos muros que si

los hueles, dan sabor como a doncella que baila en medio del prado hermosísimo… ¿Sientes? La

inmunidad del aura. Pero tócalo, anda. Mira el dolor de los seis tiradores del 1ero ligero, que fueron

acribillados por dos compañías hannoverianas. Se quedaron como ratones en la ratonera mientras

aquellos árboles cansinamente brillan como troneras, así tan tranquilos: luego de tres siglos: así

empezó Waterloo.

Hay algo en el aire, algo como un dolor muscular antiguo, un hueso roto como de mil siglos sin

atender. Quita el pie de ahí, rápido, quítalo, no vaya a ser que la maquinaria estúpida del tiempo,

nos juegue una mala pasada, y aparezca así sin ton ni son, el cuerpo del mayor Blackman, que se

dejó morir.

En el cielo hay una cicatriz gigante, como de mordaza inmaculada. Se oye un cristalazo

profundo de pólvora mojada y a medio estallar. Una pilastra con miedo, un seto franqueado. Dicen

que el cielo se abría cuando él pasaba. Sí, él: Él. Napoleón Bonaparte rompiendo la esfera del aire

comprimido que era Hougomont.

Puertas rotas como cabestrillos ajados, que pierden su dureza como huesos que cayeran en un

fondo negruzco y sin fondo. Pero sobre todo el crujido ¿lo oyes claro, te pega en la piel de los

oídos?

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Anda, déjame llevarte ahí, a través de mis páginas de batería disparando. A través de letras

anquilosadas que reposan en un olor de libros viejos, de capítulos sin leer. Déjame enseñarte que fue

Waterloo y si quieres, antes. Mucho antes de este discurso romántico victorhuguiano, que va

evidenciando poco de sí, anda, frota la lámpara y pide ser dueño de los tiempos. Pide, en la

indecencia lasciva de tu ambición, una cabeza enciclopédica. Anda, pide lo mismo que Napoleón: a

los ángeles más hermosos de Dios, para luego verlos morir, arrastrados por los demonios más

terribles del infierno. Y todo si pudiéramos ver, pero ¿podemos?

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CLASE XL.-<<Alcoba con vistas al Jardín>>.- Loli Pérez.-

Reza un refrán sobre las mujeres de mi pueblo: «Que la que no es puta, es coja».Por aquel entonces yo no era puta ni coja. Caminaba hacia aquel Jardín, donde las mujeres

de mi pueblo pasaban a ser una u otra cosa, según les fuera con Él. Me remangué la enagua. Intentaba que las alpargatas no se me quedaran clavadas y perdidas en el barro.

Unos arrieros, guiando una recua de mulas cargadas, se cruzaron conmigo .Me miraron de arriba abajo, cuchicheando entre ellos. ¿Alguno habría enviado a su mujer allí? Era posible, pero lo negaría hasta la muerte. Andaba lo más deprisa que me permitían mis pies; pronto amanecería y no quería cruzarme con los labriegos que llevaban la fruta y la leche recién ordeñada al pueblo a través de aquel camino que discurría con forma de serpiente, descabezada por la zanja del nuevo ferrocarril, dónde más de uno perdía pie. Aquella era la trampa. Allí te arrojaban si no dabas la talla.

Entre las mujeres de mi familia me eligieron a mí para pagar la deuda. Habíamos vendido la mula, los jamones de la matanza y casi no nos quedaba aceite ni grano para terminar el año. Mi esposo sentado frente a la chimenea, escondiendo la cabeza entre sus asperas manos, con la vista fija en las losas del suelo, asintió. Nosotros éramos los que teníamos menos que perder, según mi comadre. Llevábamos dos años de casados, no habíamos tenido descendencia y andábamos juntos, pero cada uno agazapado en su soledad. Aún me mantenía lozana y de todos era sabido que sólo había conocido a un varón: mi esposo y eso a Él, le complacía.

Desde que volvió de la Corte nos atenazaba con altos impuestos; Las familias al borde de la ruina y del hambre, enviaban a una de sus mujeres para que Él la gozara y quedar en paz por un tiempo. Él era la autoridad, Él tenía el poder, podía mandar a nuestros hombres a la cárcel, a la guerra, y tú solo podías ir allí y perder tu honra. Para después ser tildada de puta para el resto de tu vida o volver coja, pero siempre marcada.

Cuando llegué, me hicieron pasar a través del Jardín inmenso. Grandes árboles cobijaban infinidad de pájaros que, con sus trinos, atenuaron mi temor. El sonido del agua en las fuentes, el frescor de las sombras, el olor de las magnolias, de la higuera y la madreselva, hicieron que me calmara. Sentí que en un lugar tan bello no podría pasarme nada malo, incluso que podría morir allí con gusto. Una criada me llevó a la presencia de un hombre afrancesado, ayuda de cámara de Él, que me escudriñó de pies a cabeza. Sentí como su mirada me traspasaba y me pidió que me desnudara. Enrojecí de cólera y negué con la cabeza.— Mejor, llévala a bañar primero. Que la dejen toda sin vello y después la examine el doctor. Cuando esté lista la lleváis a “La Alcoba con vistas al Jardín”.

Respiré aliviada, pero el alivio no duró mucho. Después de un baño asistido por dos mujeres que me restregaron con un estropajo de esparto y jabón perfumado, me untaron de aceites aromáticos tras la tortura de arrancarme el vello. «Malditos afrancesados». Después me dejaron en una sala donde un caballero de pelo gris y andar lento vino hasta mi. Miró mi boca, igual que si examinara a una yegua para vender en la feria, con sus manos regordetas, palpó mis pechos y me tendió un camisón transparente. Me pidió que me tumbara en la cama, que abriera las piernas y hundió su dedo índice en mi sexo, sin importarle mi dolor ni mi vergüenza. Se lo pasó por la nariz como si se tratara de un puro habano y después de lavarse las manos con jabón en una jofaina, salió de la habitación sin decir nada.

Lloré en silencio, encogí las rodillas y las apreté fuertemente contra mi pecho. El Jardín me mintió: allí sí me podían hacer daño, mucho daño. Me había quedado dormida, cuando la criada entró. Me trajo una bandeja con un picatoste y un tazón de leche de cabra. Aunque me dolía el estómago vacío no quería comer, no quería estar allí.

—Anda niña, come algo, y te pones ese vestido, que el día va a ser largo. No sea que te desmayes y quita esa cara de gallina poniendo un huevo, que el señor no es tan malo como parlotean las malas lenguas.—

La miré incrédula pero un tanto aliviada. Quería, quería creerla pero no sabía lo que me esperaba y no me atrevía a preguntarle a aquella mujer corpulenta y de cara bonachona. Y comí. En mi casa apenas había bebido un tazón de malta aguado, no había para más.

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La mujer, me ayudó a ponerme un vestido escotado de raso rojo, con unas enaguas de encaje, medias blancas y unos zapatitos compañeros con un lazo zapatero, guantes blancos al codo y un chal. También me acomodó el pelo en un moño y me pintó la cara. La acompañé, temblando hasta el Jardín, que de nuevo me envolvió con sus sonidos, sus olores y su belleza. El paraíso debía ser algo parecido, pensé. Lo árboles formaban un túnel, con fuentes alineadas. Al fondo un cenador con forma de tazón, y la alberca redonda con una fuente en medio rodeada de parterres. El sonido del agua jugando y saltando en las fuentes calmó mi tembladera. Cuando llegó Él y me ofreció su brazo para pasear por el Jardín, me agarré con una naturalidad que me sorprendió. Lo acompañé a la ermita contigua al Jardín y nos arrodillamos frente al altar, a un lado del pasillo cubierto por lápidas con nombres de sus antepasados. Parecía un hombre devoto y lleno de refinamiento, pero en su mirada había algo extraviado. No podía calcular su edad, suspendida en el tiempo. Puede que rondara los sesenta, pero se mantenía fuerte, ágil. De manos finas, blancas y dedos largos, se notaba que la vida lo había tratado bien.Dejamos la ermita y me llevó a una sala dónde había una gran chimenea y una abigarrada biblioteca. Cogió un libro y me pidió que le leyera en el Jardín. Enrojecí, yo no sabía leer, así que abrí el libro por una página cualquiera y empecé a recitarle un poema que conocía: “La cautiva”.

—Sigue mujer, no calles aún.Seguí con “La canción del pirata”. Me las sabía de memoria. Me miró sorprendido, pero no

dijo nada. Mientras un pavo real hacía la rueda extendiendo sus hermosas plumas a nuestro alrededor.

Luego me empezó a encuerar pieza por pieza. Descalzó los zapatos y los olió; acarició la planta de mis pies con el mango de un látigo parecido al que usaban los cocheros; Lo puso en mis manos y quiso que lo blandiera a su lado. Yo no entendía nada. La noche anterior me acuciaron pesadillas dónde Él se precipitaba sobre mí, forzándome con brutalidad. Iba preparada para eso, no para lo que estaba ocurriendo, nunca entenderé porqué nuestra mente suele imaginar siempre lo más terrible.

Así pasamos un tiempo, dentro de la alcoba con vistas al Jardín. Me pedía hacer cosas extrañas para mí, cosas que jamás me atreveré a contar a nadie, que yo nunca hubiera podido imaginar que a un hombre le pudieran causar placer, a Él le extasiaban.

Quedé preñada. Cuando mi vientre empezó a engordar me repudió, pero me permitió quedarme hasta que nació mi niña. La tuve que abandonar cuando se destetó y Él me pidió que me marchara. Lloré, le imploré pero fué como golpearme la cabeza contra la pared, ya no le importaba nada, me miró con frialdad y me dió la espalda, eso sí con mucha finura. Quizá fuera mejor así, me moría de celos cada vez que veía llegar a una mujer nueva, envuelta en sus harapos de campesina como una oruga y luego verla transformaba en mariposa revoloteando por la inmensidad del Jardín.

Dentro de mi hatillo metió una bolsa con monedas y ordenó que me llevaran en carruaje hasta la estación del pueblo. Sentí que no podía volver a mi antigua casa, ni mucho menos con mi esposo, al que ya nunca podría volver a mirar a la cara. Yo ya no era yo, era una loca que buscaba una alcoba con vistas a un Jardín. Sentada en la estación, esperé el primer tren que me llevase lejos.

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María José Navarro. Clase XLFragmento del relato “Deshaciendo las olas”

El incansable vaivén de las olas y el abandono de sus dueños por circunstancias que, a mis nueve años, siempre imaginaba de lo más trágicas, habían derrocado las casas del otro lado del camino, sólo quedaban de ellas algunas cisternas bajo la tierra, convertidas ahora en pequeños hábitats llenos de lentejas de agua y ranas cantarinas, que al atardecer unían sus voces como si estuviésemos abonados a sus conciertos durante todo el verano y en primera fila.

Eso fue mucho antes de que el mar empezara a tragarse la costa, incitado por las leyes físicas y la mala gestión de los que en 1908 construyeron el inmenso puerto de la localidad vecina. Primero desapareció la pared de ladrillos que había sido los límites de la propiedad de una granja cercana, (tuvieron que pasar muchos años para que el mar nos devolviera aquellos ladrillos uno a uno, romos y desgastados), después, se llevó la granja entera, casi como quien no quiere la cosa. Más tarde, desaparecieron los caballones de arena, vestigios de los antiguos huertos de cuyos naranjos ahora inexistentes, mi madre había comido sus frutos de pequeña.

Impotentes vimos desaparecer con cada marea, un pedazo de la realidad que nos envolvía, y de todos estos secuestros del mar, el que más me entristeció fue el de la casita blanca del tío Benito al otro lado del camino frente a la nuestra. A él hacía años que se lo habían llevado a la fuerza a una residencia de ancianos, pero en mi mente infantil, preferí pensar que su amado mar se lo había tragado con la casa. El tío Benito era un anciano simpático, de esos que no dan miedo aunque les falten dientes, vayan encorvados y apenas se les vean los ojos escondidos por las arrugas de la cara. Todas las épocas de coger higos, le traía una cesta llena a mi madre, que mi hermana y yo nos cuidábamos mucho de comer, porque habíamos visto como cuidaba las brevas desde bien chicas y las empapaba en aceite de oliva para que no se llenaran de bichos, dato que nos hubiese pasado desapercibido, a no ser por el recipiente donde metía el aceite, un enorme orinal de aquellos de porcelana blanca, donde el buen hombre se aliviaba por las noches.La higuera resistió el embate del mar unos meses más. Pero un día se había ido también, haciendo un poco más grande el vacío de mi infancia.

La casa de mis abuelos, a este lado del camino, a unos cinco metros más lejos del caprichoso juego de las olas, logró salvar su estructura, aunque no faltaban momentos en los que las olas entraban en la terraza y los cangrejos desorientados amanecían entre los geranios y las margaritas de mi abuela.

Al otro lado de la casa, la parte que daba a las montañas, eran huertos de naranjos, dónde mis abuelos criaban toda clase de animales de corral, gallinas blancas, gallinas americanas, patos escandalosos, patos mudos, gallos altivos que nos despertaban cada madrugada, conejos de todos los colores, conejos de indias y pavos de engorde, que yo creía se convertirían en pavos reales cuando crecieran, pero nunca vi la elegancia de un pavo real paseándose por nuestro huerto, de mayores se convertían en una especie de pollos morrudos y gordos con ninguna o poca elegancia. Yo animaba todos los veranos a mis abuelos a que criaran por lo menos un caballo, aunque me hubiese conformado con un burrillo, pero ellos siempre me daban largas hasta que me hice adolescente y empecé a pensar en otras cosas.

Los naranjos eran como todos los naranjos, excepto aquellos ejemplares en los que mi abuelo había injertado otras cosas, variedades de otras naranjas, más dulces y sin piñones o limones, me parecía mágico que el mismo árbol diese limones y naranjas a la vez. Observé muchas veces injertar las pequeñas ramas con las manos rudas de mi abuelo y el eterno Celtas negro sin boquilla colgando de sus labios, yo le expiaba de reojo

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hasta que hacía un gesto de dolor y escupía el cigarro con una maldición de palabras prohibidas, entonces me entraba la risa porque siempre acababa quemándose, creo que esto me ayudó de mayor a no ser fumadora.

Había una zona llena de calabazas alargadas que crecían a pasos agigantados y que mi abuela cortaba primero en tiras gruesas, luego en más finas, hasta convertirlas en pequeños dados con certeros movimientos de su navaja. Mi hermana y yo corríamos con los dados a los corrales de los pavos y las gallinas y los lanzábamos como los caramelos en los bautizos hasta que ya no nos quedaban. El pozo, todo pintado de blanco, con dos pilares que surgían de su estructura redonda y se unían entre sí por una madera que los cruzaba, era como un miembro más de la familia, cuando se hacía de noche, lo tapábamos con una madera redonda igual que a mí me tapaban en la cama. Perdí más de un cubo de latón, de los que se columpiaban en lo alto de la polea roja, precipitándolos sin querer al fondo oscuro de sus aguas, entonces me daba por pensar que se convertían en la guarida de animales marinos y que algún día si se vaciaba toda el agua, también encontraríamos los tesoros que los piratas habían escondido en épocas pasadas.

A mí me gustaba recostarme en la mecedora junto a mi abuelo cuando por las tardes se sentaba a descansar en la terraza y balancearme sin tregua hasta que los mosquitos nos obligaban a entrar en la casa.

─Si pudiésemos ver más lejos, ─me decía─ podríamos ver África con sus elefantes, sus jirafas y sus inmensos árboles.

Yo me esforzaba todos los días en que mis ojos pudieran alcanzar la costa africana, al fin y al cabo, sólo había una vasta planicie de mar de por medio, pero nunca vislumbré un cuello largo, ni una trompa, ni la copa de ningún árbol, sólo conseguí escozor de ojos y que mi hermana, cuatro años siempre más de todo que yo, se me riera en la cara.

Alrededor del terreno que abarcaba la casita de mis abuelos y sus huertos, había unos árboles a los que mi abuela llamaba “gandules”, la única explicación que me dio del nombre era porque crecían a su aire y lo resistían todo; el salitre, la brisa del mar, el agua con jabón y el transcurso de los muchísimos años que llevaban allí plantados. Eran grandes, aunque no muy altos (más tarde supe que eran arbustos pero nunca he sabido su verdadero nombre), les gustaba retorcer sus ramas entrelazándolas en las copas, tenían muchas hojas de un verde oscuro y cuando era el momento, según la estación del año, hacían unas bolitas de color granate que después dejaban caer por todo el suelo. Aquellos árboles fueron el escenario de nuestros juegos y el lugar más privilegiado para nuestras cabañas de las que yo salía despavorida cada vez que una araña de culo gordo y patas peludas me subía por el brazo.

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Graciela Astesano.

Amore.

La lluvia había cesado, algunas nubes huían heridas por un rayo de sol y Chiara las miraba por la ventanilla del carruaje, recorría con sus ojos zarcos los bordes del camino, las charcas y el verde violento de las colinas aún mojadas y, a su izquierda, a lo lejos, un pequeño arco iris por allí por el lado del mar, en la hermosa bahía de su Nápoles natal. Presagiaba la tortura del transcurso del tiempo al lado del barón, ese hombre robusto y poderoso como un paquidermo; no era un cerdo, tampoco un elefante, sino más bien un augusto rinoceronte… el marido que su madre le había elegido y recordó sus palabras « las mujeres sólo parimos, no pensamos, ya no eres una niña y sigues con la cabeza llena de pájaros ».

El coche en el que viajaban era el más lujoso, una berlina de cuatro, con mullidos asientos de terciopelo granate, enmarcados en molduras de nogal estarcidas con orlas de oro, y visillos de encaje blanco holandés; iban precedidos por otro carruaje donde los adelantaban el secretario, el valet y Anita, su fiel dama de compañía, toda una cohorte de sirvientes.

Mantuvo la vista fija en su marido y lo vio sonreír con la concupiscencia de los viejos de cincuenta, inagotable, y se preguntaba cuándo se diluirá su lascivia; por suerte, recurría a la imagen de su adorable Pietro, a sus labios, a sus manos, a su todo… pero ¿por cuánto tiempo…? « Lo aprenderás a querer, una mujer con tu belleza… tienes que ayudar a la familia, desde la muerte de tu padre y nuestra estirpe… y Austria te gustaba ¿no? » Sí; claro que me gustaba, pero no con este marido…« una dama nunca se desposa con un mozo de cuadras… a los veinte yo ya tenía tres hijos »

Apreciaba el paisaje embarrada de melancolía y en su campo visual unos campesinos tratando de sacar a un buey empantanado, como ellos, avanzaban despacio por una depresión anegada y mientras oía el chasquido del látigo y el esfuerzo de las bestias; el barón apoyaba suavemente sus labios en el dorso de su mano enguantada y ella le sonreía… ayer tarde como relinchaban los potrillos y la dulce Anita desesperada sobornándolos con terrones de azúcar. « Ojala Dios te conceda hijos pronto, así no nos extrañarás » tienes razón madre, por eso llevo en mis entrañas un pedacito de Pietro que nos hará muy felices a los dos, eso, una mujer fecunda querías mi amor…

El barón contemplaba extasiado la extrema vivacidad de sus ojos, había algo infantil en ellos; la piel de armiño que rodeaba su escote exaltaba la belleza de su rostro angelical, tenía un encanto que la hacía diferente. Entonces le preguntó:

— ¿En qué piensas?—En nosotros amore, en nosotros…—Me gusta que me llames amore, cuando lo haces me siento único.—Y lo eres, amore mío.

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La vuelta de LázaroDe A. Cotta

Cuando Lázaro Domínguez llegó al pueblo, tras un largo viaje en autobús a través de carreteras casi siempre sin asfaltar, se encontró con una aglomeración de casas construidas en descenso hacía la playa, unas en torno a la torre de una iglesia en la parte superior del pueblo y otras alrededor a una torre almenada resto de un castillo, en la zona urbana más cercana ya a la arena. Ésta se extendía por la derecha hasta el inicio de un acantilado y una construcción artillera de costa. Hacia la parte de levante las construcciones limitaban con una ría, que cortaba por ese lado la playa, que luego continuaba recta hasta perderse a lo lejos.

Al bajar del autobús una pareja de la Guardia Civil abordó a Lázaro.—Su documentación, por favor.—Tenga.—De dónde viene usted.—De Sevilla.— ¿Vive usted allí?—Si, mi dirección es esa —dijo Lázaro señalando en el carné de identidad.—Cuando se aloje en el pueblo venga al Cuartel para notificarnos su lugar y tiempo de

estancia y otros extremos que se le requerirá. Le esperamos. Buenas tardes.—Buenas tardes.Al día siguiente de cumplir sesenta y un años Lázaro Domínguez recibió una llamada

telefónica absolutamente inesperada. Era del director de la oficina de correos de su barrio y le pedía disculpas en su nombre y en el de Correos porque había aparecido entre unas sacas antiguas una carta remitida a él por Don Lázaro Domínguez Cortes con fecha de matasellos de septiembre de 1945. Un cartero iba ya camino de su casa para entregársela en mano. Lázaro Domínguez Cortes era su padre, fallecido cuando él tenía diez años... Su padre le rogaba que en cuanto recibiera la carta fuese a la casa de la playa. Él había tenido alguna noticia de que desde el final de la guerra aquella casa había sido cuartel de la Guardia Civil hasta que construyeron uno nuevo, más amplio. Desde entonces era un edificio en ruina. Tres días más tarde había emprendido viaje

Aquella misma tarde se alojó en la fonda del pueblo, en la parte cercana a la iglesia, luego preguntó por el cuartel de la Guardia Civil y se encaminó hacia allá para cumplimentar lo que le habían indicado a la llegada. Era una construcción de pequeñas dimensiones, impropias de una casa cuartel, estaba en una calle próxima a la iglesia y cuando llegó ante aquel edificio sintió una desazón difusa en todo su cuerpo. Aquella imagen le traía recuerdos dormidos desde mucho tiempo atrás.

— ¿Dónde se aloja usted? —le preguntó el guardia desde detrás de un mostrador en una sala que olía a tricornios y capotes sudados.

—En la Fonda de los Hermanos, tres días.— ¿Tiene usted algún pariente o conocido en el pueblo? preguntó el guardia civil.No, no tengo ninguno.¿Motivo de su visita?Me han dicho que este es un bonito pueblo.Bien puede marcharse.Cuando salió del cuartel miró hacia atrás Recordó a sus padres y entonces vio su casa. La

casa donde había nacido, donde había jugado y corrido por aquellos patios, había subido escaleras y había abierto aquellas ventanas...

Al siguiente día muy temprano bajó a la playa y allí estaban los barcos de madera “Juanita de Inés”, “Los Tres Hermanos” “Los Camachos”…y sus tripulaciones que los empujaban para botarlos desplazándolos sobre parales untados de cebo, para hacerlos saltar sobre las olas rompientes. Después, a media mañana, volverían esos mismos botes después de haber pescado durante horas, con una pesca variopinta, para ser arrastrados a sus lugares señalados a base de hombros arrimados empujando a sus bordas. Luego llegaba el momento de descargar redes y artes,

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de dar “el pescado al guardia” para que no pusiera ninguna pega que podía acabar con la pesca incautada porque si y con hambre y tristeza para la gente marinera. Mientras la brisa seguiría halagando la piel o el levante quemaría los labios y la piel de la gente de la mar.

Legionarios castigados y presos de la guerra civil fueron construyendo nidos de ametralladoras y toda la costa y parte del interior fue poblado de erizos de alambradas y cañones esperando un enemigo que nunca llegó a aparecer en el horizonte.

A otros pescadores que volvieran del mar durante las primeras horas nocturnas les darían la voz de alto con los fusiles en las manos y tal vez serían detenidos o tiroteados si no se paraban en el acto o no oían las voces autoritarias. Lázaro recordó noches en que guardias civiles asustados detenían a su padre y a él mismo a punta de fusil apuntándoles indecisos.

En aquellos primeros meses de la desgracia, la mar no devolvió a muchos de los que estaban en las faenas de la pesca a pocas millas de la costa, y acabaron embarcados a punta de fusil en navíos de guerra bajo una bandera que no habían elegido. Muchos no volvieron a tierra firme y sus barcas de pesca nadie las volvió a ver.

Tu puedes matar a quien quiera y no te pasa nada. ¿Es verdad? Le había dicho un muchacho de su edad en el pueblo un día lejano paseando por una de aquellas calles que ahora transitaba.

No, yo no puedo hacer eso, me meterían en la cárcel.Otros que han venido antes lo han hecho.Lázaro no supo que contestar.Esos mataron a tu madre oyó la voz de su padre contestar a su espalda.Volvió la cabeza y vió a sus padres junto a él, Los tres se fundieron en un abrazo.El pueblo fue quedando muy lejos a medida que el autobús avanzaba hacia la Capital.

Mientras en las ruinas del antiguo cuartel de la Guardia Civil se oía un lejano regocijo subterráneo.

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Severino

Severino resta en babia en el frío silencio del edificio. Otra vez media noche, y en la quietud de los cerebros pensantes, de los avisperos de ideas caviladas y buenas expectativas afluyendo hacia futuros prósperos, medio Severino se deja ver sentado tras el mostrador con cara de cárcel. Su rostro está tallado por el mismo olor institucional que envuelve su camisa azul marino y sus pantalones de tergal. Ve pasar fugaces sombras por el rabillo del ojo: “...y por la noche se estudia mejor, pero joder tía, ahora da hasta miedo intentarlo” oye decir a una muchacha empapada en pachulí que excitada por la cafeína traspasa a un ritmo diurno la puerta de salida. Y es que la hostilidad se ha apoderado de los joviales aires universitarios. Los disturbios siguen hostigando el campus y el grupo de estudiantes revelados aún asedian la facultad de medicina. La chamusquina se puede oler impregnada en los muros de metacrilato que parapetan a Severino, y en la lejanía retumban todavía bisbiseos de consignas estudiantiles que se cuelan al abrir puerta. Pero bajo el insidioso acecho del reloj de pared Severino permanece sentado ajeno a la polémica, flemático, pensando que hacer y haciendo lo que piensa, y ni el periódico del día cargado de contenido interesante, que tumbado, sinuoso y sugerente le ofrece un puñal para matar el tiempo, le motiva lo suficiente.

Los estudiantes están esparcidos por todo el edificio, siguen sentados, aislados en su nube de miles de legajos mentales, empollando con la nariz entre los libros y aprendiendo con el aval de un puesto de trabajo pasable, entre crenchas que delimitan sus hemisferios, hombreras de gladiador y exceso en laca. A Severino le fastidia esa gente “¿qué se han creído con sus alegres obligaciones y su… juventud?” piensa, no sin gran esfuerzo. No es que los odie, pero preferiría que prolongasen su obcecada vocación a la lectura vendiendo libros descatalogados en barrios bajos. Pura envidia, pura rabia que rezuma del relieve de su piel seca. Son jóvenes, frenéticos, se permiten huir de sus obligaciones y volver y salir a fumar un cigarro fingiendo estrés con preocupaciones de segunda, y así discurren sus vidas mientras echan sorbos al café humeante que es la cúspide de su hedonismo encubierto por gruesos libros. Y Severino, con la parsimonia de un viejo funcionario sumido en la nocturnidad hace el ademán de levantarse, adosa sus brazos doblegados en la artificial madera, se impulsa hacia el techo arrancándose de su silla y se levanta al son de la aguja de ese reloj que cronometra su vida. “Bah!...” murmulla.

No se le ocurre nada ingenioso qué hacer y meditar ya no le motiva como cuando tenía un futuro con el que soñar, así que arranca y se decide por un paseo. Va transitando entre estantes de pino con el caminar renqueante, columpiándose en su propio paso lunar, izquierda y derecha y avanza, lento, sin alicientes en su incierto destino. Observa los números topográficos, las sílabas con las que se clasifican las enciclopedias y el bordado dorado de los ensayos filosóficos, y bajo ese danzar de auténtico rapero neoyorquino pero con la candidez de un anciano abatido por los años hormiguea entre billones de letras endosadas en libros de entrañas ambarinas. Pero para Severino, los libros ya sólo son objetos que la rutina ha desvirtuado, oquedades con masa. Los pasillos formados por bastidores repletos de ideas en fila son senderos de un desdeñable laberinto y esas rutas aborrecidas le suscitan el mismo entusiasmo que el de los sábados en el supermercado.

A veces parece que espera sentado la llegada de la muerte súbita o de alguno de sus tocayos más agónicos, y su sensación de nulidad es tal que llegado el ecuador de la tenue noche de biblioteca decide jugar un poco. Un juego que sólo es posible idear desde la más deprimente soledad. En el momento más inesperado apaga las luces de un sector con el maravilloso desconocimiento de no saber si en ese lugar hay algún estudiante absorbido ya por la penumbra, luego, sin prisa alguna, se dirige con su particular caminar y enmascarando su travesura con gran serenidad hacia el lugar del oscuro crimen, y si al llegar se encuentra con la indignación de algún trasnochador finge sorpresa, y luego arrepentimiento, y con un ritmo más comprometido vuelve hacia su lecho a solucionar el embrollo. Y luego, otra vez. Sin prisa, sin pausa. Pasear y jugar a ser dios convencido de que esa es su faena, es exactamente su faena. Y aunque pudiera llegar a convencerse, con gran credulidad, de que así era, nadie le podría arrebatar la felicidad de creer

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estar en un juego. Al fin y al cabo esa convicción es la que lo distingue del bolígrafo que siempre cuelga del bolsillo de su fiel camisa.

Sin embargo, el temor a que le confundan por un conserje chiflado y tremendamente aburrido le obliga a escrutar la cólera de sus víctimas, a dosificar con destreza sus trucos de luz cuando convenga y a esconderse largos ratos en el lavabo para no ser visto eternamente en su silla de la muerte. Todo un arte. Y así, de nuevo vuelve a postrarse en su silla, mirada al frente, nuca al frente, orejas al frente, impávido e inútil. El silencio le nubla la mente, anula sus sentidos y su áspera exhalación es el hilo melódico que siempre le acompaña.

Regresada la quietud, el reloj se retoza con Severino. Pero de repente, para asombro de ambos, un gran estallido de cristales irrumpe en la biblioteca y tras éste, un angelical contenedor en llamas entra escopeteado y reduce su marcha gradualmente hasta detenerse ante el mostrador de Severino y su reloj. Entre gritos desgarradores y ojos en órbita Severino se hunde en lágrimas, impertérrito ante ese montón de basura ardiendo muestra el mismo llanto de un beato implorando a su santo en la procesión. No son lágrimas de pánico ni de desesperación al toparse con la ardiente muerte, son las lágrimas de la redención acompañadas por una suave mueca de goce. Las consignas de los revelados pidiendo una educación digna y catalana se disipan en la noche pero hoy irán a dormir tarde: han bloqueado la única puerta de salida. Para Severino será, seguro, la noche más entretenida de su vida.

Arnau Margenet Ortega

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Lilia Armesto Frente al retrato de Mao Manuela trepó al colectivo llevando las monedas exactas para no esperar vueltos. Se sentó y de inmediato se le acercó una señora con un boleto, lo había olvidado en la máquina expendedora. Miró para todos lados por si alguien se estaba riendo de su ignorancia.—¿Qué puedo decir de ella?: Qué vive en un barrio antiguo de casas bajas poco transitado. Que ocupa un cuarto en casa de su madre, sin comodidades, sin estufa, sin aire, con una pequeña ventana que abre a un patio interno, donde tienden la ropa a secar. No le permitieron estudiar, porque de casarse, su futuro marido le exigiría esencialmente que sea buena y trabajadora— Manuela bajó del colectivo en el centro de la ciudad. De su brazo colgaba una bolsa tejida para hacer compras que contenía un par de ojotas, masitas y un yogur por si le daba hambre. Deslumbrada por los rascacielos donde se concentraban importantes oficinas, teatros y museos, iba decidida a realizar el paseo anhelado a pesar del calor agobiante. Vestía una solera de breteles finos, el sol de mediodía le tostaba la piel de los hombros, llevaba zapatos recién estrenados que le sacaron ampollas, fue a sentarse al banco de una plaza para calzar las ojotas. Un bebedero de mármol impulsaba un torrente de cristal tornasolado que caía a su alrededor formando un charco, se acercó al vertedero y dejó que se le empapara el rostro. Enfiló hacia un grupo de gente que apuraba el paso para cruzar en el semáforo. —Es probable que la mamá, le haya recomendado que cruce junto a otras personas— Se encaminó hacia una vereda donde había algunos árboles entre paredes de cemento, les quedaban algunas hojas sedientas, aferrándose con tenacidad a las sufrientes ramas envejecidas. Al llegar a la esquina se enfrentó con una mole gris de gruesas columnas, resistiendo el martirio motivado por la acción del tiempo y el descuido. Entró al museo, que de eso se trataba el edificio, subió tres escalones y se percató que calzaba las ojotas. —Nadie a la vista—. Apoyada en un escalón las cambió por los zapatos nuevos. Deslumbrada por la belleza y el tamaño del recinto, abriendo los brazos para sentir la frescura del aire acondicionado, los ojos trataban de adaptarse a la penumbra. A su derecha, una fila de magníficas estatuas acentuaba un toque de clasicismo. La detuvo el portero uniformado, que vestía saco y chaleco gris con botones plateados, y gorra con visera adornada de metal. Parecía un motor-man de tranvía de épocas lejanas; Manuela preguntó si había que pagar entrada. Él le contestó que una colaboración a voluntad. Abrió el monedero y extendió un billete de cinco pesos, que tenía de reserva para comprar helado — El tunante no le dio tiket y se guardó el dinero en el bolsillo— Manuela camina con dificultad, se quejó porque “le dolían los zapatos”—Así lo dijo —. El portero le ofreció una silla de ruedas para recorrer el museo. Pensó que se burlaba de ella; el funcionario insistió que la podía usar, y gratis.

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Al sentarse, exploró todos los mecanismos, palancas y botones, probó el freno y luego aceleró. La silla salió disparada marchando hacia atrás, atravesó una puerta “vaivén” y se detuvo contra la pared del baño de hombres. Un tipo de mediana edad, salió precipitadamente del closet, acomodándose los pantalones y le preguntó si se sentía bien. Avergonzada bajó la cabeza sin contestar. Dentro de un pasillo en penumbras, desorientada, corroboró que la silla contaba con un timbre que pulsaría en el caso de perderse. Se topó con una pared donde había un cartel que decía: No se permite el acceso al museo con comidas o bebidas. Recordó que llevaba la bolsa con masitas y se le hizo agua la boca, tenía hambre. —Es lo que imaginé, y también sé, que volverá al museo en otra oportunidad, con zapatos cómodos y un abrigo porque el lugar es frío y llevará el tejido de crochet, para no aburrirse ni perder el tiempo al divino botón— Estacionó frente al retrato de Mao Tsé Tung para comer un bocado sin que la viesen, buscó dentro de la bolsa la cucharita del yogur, y divagaba en como habría sido en esa época la vida de ese personaje… que si alguien le hubiese dicho cuando era niña que ese gordo amarillento fue su abuelo, ella lo hubiese creído. Algo parecido le había pasado al poco tiempo de fallecer su hermano, la llevaron a la iglesia, donde había bajorrelieves con imágenes de santos. El cura señalando a un ángel le dijo: Ese que está allí es tu hermano, podés darle un beso. Ella acercó los labios a la imagen y sintió que lo besaba. —Todavía le siguen pasando esas cosas— Volvió a mirar el retrato. —Por pudor no voy a traducir lo que largó en su primera impresión— Luego de observarlo un rato, dijo que tenía cara de melón. Una pareja que ingresó al salón se detuvo frente al cuadro de Mao. Manuela se apuró a guardar el envase de yogur. El hombre comentaba que fue uno de los principales líderes del comunismo. La mujer con tono amable y poca convicción decía, que pudo haber sido un campesino con buenas intenciones. —No digas pavadas, ratificó el señor, fue un dictador sanguinario, muy poderoso, cuando se proclamó presidente cometió las peores atrocidades en contra de sus adversarios. Manuela se sentía incómoda, le molestaba como se expresaban contra el viejo, no aguantó más y se interpuso en la conversación: ¿Usted cómo sabe que fue así? ¡Si no estuvo allí, no sabe nada! ¡Y me revienta que la gente hable ante un retrato que no puede defenderse. Pudieron llegar noticias de otros países a quien no le convenía el comunismo! Y estoy segura que fue muy bueno como abuelo. Manuela, visiblemente alterada se quitaba los “zapatos que le dolían” y calzó las ojotas de goma. El señor trataba de explicarse. Manuela desafiante pulsó el timbre llenando la sala con un ruido ensordecedor. A toda carrera acudieron los guardias de seguridad. La pareja quedó consternada al ver que se levantaba sin ningún esfuerzo de la silla de ruedas y se alejaba chancleteando con las ojotas mientras que de su bolsa tejida, caían a su paso gotas del yogur, que como blancas medallas, resaltaban la fisonomía del piso encerado del museo.

Lilia Armesto

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Miguel Alberto, Clase XL – La construcción del escenario (y 2).

Cine Reforma

—Aquí es.Le habían dicho: Armando, usted es el idóneo. Que necesitaban

sus servicios, que para un experimentado arquitecto como él sería fácil encaminar el proyecto. Píenselo: convertir el viejo cine Reforma en el Teatro de la ciudad. Contamos con su visión, sus diseños.

Cine Reforma. Las imágenes acudieron a su memoria acompañadas del brillo de los años y la distancia. Los enormes arcos de cantera, el neón del letrero a lo largo de la fachada tan propio de los sesenta cuando se inauguro, la taquilla de los boletos y su marquesina de hierro forjado y toldo violeta. Imágenes y sensaciones. Presencias. Ir al Reforma suponía un aquelarre de aromas y rostros sonrientes, el acontecimiento del fin de semana, del roce social y de la ropa nueva con que sus padres lo vestían, olor a perfumes, a palomitas de maíz, en las colas frente a la taquilla que desbordaban la banqueta los días de estreno. Imágenes que al descender del taxi que lo llevara frente al edificio se contraponen con la realidad. ¿Dónde está el letrero? (está, en partes: Cin Re a), ¿dónde los toldos, las marquesinas? Cierto que estuvo fuera cerca de diez años y en un lapso así suceden muchas cosas, que los tiempos exigen la funcionalidad y la gente prefiere los amplios cinemas de los centros comerciales a un solitario cine en una plazuela perdida entre complejos de oficinas. De acuerdo. Pero: ¿esto?

Vandalismo. Cine Reforma. Las puertas derribadas para robar lo que fuera posible y casi todo lo fue.

(¿Recuerdas las mañanas de sábado de matiné? Tu piel erizada ante Tarzán de los monos trenzado en el río con un gran cocodrilo, tus lágrimas por la muerte de Maya, la elefanta, la emoción de mundos fantásticos una vez apagadas las luces. Como dolían los ojos,

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terminada la magia, al salir al sol del mediodía. Padre esperaba afuera, o madre, te compraba un algodón de azúcar para luego contemplar juntos los carteles de anteriores funciones colgados de los arcos de cantera)

Cantera ausente o partida, los muros cubiertos de pintas y arte callejero.

(Y los juegos, también recuerdas los juegos con tus amigos y los no conocidos, la lucha libre de todos contra todos en el impulsivo ring de la alfombra que limitaban las primeras butacas y el borde inferior de la pantalla durante el intermedio, el escondite de las cortinas)

No hay alfombra, no hay butacas, no hay cortinas. No existen. Lo que hay es irrespirable desolación y basura.

—Anímese, arquitecto —insistieron para que volviera a la ciudad—, lo necesitamos. Ya otros han rechazado el proyecto. Dicen que no es realista. Al menos véalo usted.

Lo ve. Cine Reforma. Sitio de encuentro después del colegio, dedos a oscuras a por una mano vecina, cautos besos, hoy sólo recuerdo entre tanto abandono.

Armando se sienta en una banca de la plazuela y observa el casi letrero del edificio semiderruido: Cin Re a. Su mente agrega las letras que faltan.

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PASCUAL REBOLLO VALERO. Clase XL“EN EL OCTAVO PISO”

Nos costó Dios y ayuda subir los bultos por la maldita escalera del portal. Mucha leche de suelo de mármol, pared entarimada y espejos, y sin una puñetera rampa. Encima, el huevazos del conserje, mientras planchaba el culo en el chiscón, como si apestáramos, nos detuvo: “¡eh, vosotros!, esas cajas por el ascensor de servicio”. Otra vez a bajar cargados la escalera y a subir la otra escalera, ¡vaya mierda de curro!, siempre con la lengua fuera y tratando con gilipollas.

En el octavo piso nos abrió una rubia pija en bata, con un cigarrillo en la mano, la pechuga al aire y con voz cursi nos soltó “¿sois los del aire acondicionado?, ¡ya es hora que vengáis, que no hay quien soporte estos calores! ¡Qué barbaridad!”. Quería ver yo a esta tía donde mi Juli, fregando una escalera de vecinos, con escupitajos y meadas de perro, se iba a enterar cómo se ganan unos la habichuela, y otros a la sopa boba, como ella. Y el mamón de mi jefe, estirado como si se hubiera tragado un estoque, achuchándonos al Fernan y a mí: “¡venga coño! ¡más rápido, que estáis pasmados!, ¡ya tenía que estar el aire funcionando!”. ¡No te giba!, y, sobre todo cobrado, que es lo único que hace él. Nosotros, los canelos, echando el bofe, y el cabronazo, con un puro en la boca, se pone de cháchara con la tía de la casa, como si el trabajo se hiciera con la labia.

El dormitorio quería ser de película. El cabecero de terciopelo verdoso parecía de cagueta, llenaba toda la pared, era más ancho que la cama y las mesillas juntas y el piecero tenía unos salientes como la corona del rey de bastos. Si se revuelcan con la luz apagada, se llenan el cuerpo de cardenales. Prefiero el somier pelado con ruedas de mi casa. Allí la Juli y yo nos damos un revolcón a pierna suelta, y, luego, nos quedamos dormidos como Dios.

Quitamos las ventanas de corredera, y nos quedamos pasmados al jipiar la pared: tenía un enfoscado de chicha y nabo que se caía sólo al mirarlo y, debajo, un hormigón de mierda, como la cagada de un viejo. A los primeros golpes del taladro, se desmoronaba todo, ¡la madre que lo parió!, no había forma de hacer un agujero, ¡vaya putada! Hicimos más de veinte intentos, y nada. No había forma de meter un taco, ¡vaya hostia!. Mientras, el jefe y la pija no paraban de charlar, fumar y reírse. Y al Fernan y a mí nos caían chorros de sudor por la frente, nos cagamos en todo bicho viviente y no teníamos ni puta idea de cómo resolver aquel marrón, por más que mirábamos como búhos la pared. En una de las mil y polla posibilidades que contemplamos, vimos que unos vecinos tenían la unidad exterior sujeta en un pequeño saliente de la fachada, como un alero de división entre un piso y otro, y de ladrillo rojo, muy bueno para taladrar. Parecía el único sitio donde se podía sujetar el anclaje. Pero era muy arriesgado: para alcanzar a hacer los agujeros, había que sacar casi todo el cuerpo fuera. ¿Y nos íbamos a achantar por eso?, ¡qué cojones nos iban a decir a nosotros, que habíamos puesto el aire a medio barrio de Salamanca! No conocíamos el miedo, ¡hasta ahí podíamos llegar, copón! Dicho y hecho, manos a la obra. El cojonazos del jefe y la chorra de la tía seguían con sus risotadas, ahora estaban sentados en el borde de la cama, arrugando la colcha wateada, y bebiendo algo. Para una foto. Por encima de sus cabezas, en la pared, un cuadro grande de una cacería con caballos y muchos perros y uno más pequeño con las piezas que se habían cobrado: unas perdices con cartuchos vacíos. Una horterada.

Cogí el taladro y saqué casi todo el cuerpo por la ventana, la calle parecía una maqueta y los coches se movían como en un excalestric. Si me hubiera dado por medir la altura con una caída, ¡menudo hostión! Boca abajo, saqué todo el cuerpo fuera y sólo dejé dentro los pies. Me los agarró con fuerza el Fernan, y el mariconazo me tranquilizaba con sus bromas: “espero que te hayas duchado esta mañana, que si no, ya sabes que con el sudor se me escurren las manos”. Me hacía reír y yo, con la sangre en la cabeza, le replicaba: “mamón: saca la polla y hazle un nudo en mi tobillo, que, como me caiga, te inflo a hostias, ¡hijoputa!” Me sentía seguro, sabía que siempre se le ocurría alguna maniobra de seguridad. Ese día, levantando su muslo derecho en horizontal, le anudó la cinta de la persiana, ¡imposible

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caernos así! Qué grande era el Fernan, mi protector, siempre me advertía “que no se te ocurra caerte hoy, gilipichi, que luego me tiene toda la noche pringao en la funeraria, y me jodes la partida del mus, y si se retrasan en traer la caja no puedo ni echarle un polvo a la Loli”. Cuando me decía esas cosas, aunque fueran una chorrada, me sentía tan tranquilo en el aire, como si estuviera en tierra.

Mi gerifalte seguía sentado con la rubia en la cama, sin hacer ni puto caso al trabajo. Hablaba sin quitarle la mano del muslo, y ella le cogía el brazo y se caían de espaldas con grandes risotadas, ¡qué cachondos!. Conseguimos, por fin, sujetar los anclajes en la pared y, entre los dos, sacamos a duras penas, el compresor para apoyarlo en los soportes. ¡Pesaba un huevo el cabrón!. Pusimos una mano a cada lado de la máquina y con la otra nos sujetábamos en el marco de la ventana, lo fuimos deslizando poco a poco, pero cuando lo teníamos totalmente en vilo, como los hierros estaban más abajo de los que ponemos habitualmente, no alcanzábamos para sujetarlo, y empezó a moverse de un lado a otro, y, entre soltar la mano de la ventana para agarrarlo y caernos nosotros, lo lógico, soltamos la del compresor. ¡Cayó en picado!

Al estrellarse en el suelo debió de hacer un ruido del carajo, pero no me enteré. Desde que se nos escapó a toda pastilla, no recuerdo nada. sólo vi que se hacía más pequeño según bajaba, y que la tía de la casa se puso a chillar como si la degollaran. Después, en la ambulancia donde me llevaron para quitarme el soponcio, me dijeron que el compresor había caído encima de un peatón, que lo había dejado tieso, y que era el marido de la rubia, que volvía del trabajo. También, ¡manda huevos! la mala chorra de este tío. Por lo que le comentaba a mi jefe en la cama, parece ser que él no quería poner aire acondicionado, que consintió por darle un capricho a ella, y que él siempre decía que estos aparatos son malos para la salud. Lo comprobó muy bien.

Me encerraron en esta cárcel, y al Fernan lo llevaron a la de Ocaña, “para que no nos conchabásemos en las declaraciones”, dijeron. Llevo doce meses esperando que salga el juicio. Según me dijo el abogado, mi jefe se lió con la rubia y para evitar que le salpique la mierda del muerto, van a declarar que fue un accidente fortuito, que nosotros somos unos currantes dabuten y que, trabajando, somos muy legales. Dice que nos absolverán. Mientras tanto, aquí estoy pudriéndome de asco. Menos mal que voy a todos los talleres de reinserción que puedo, me quitan días de condena y, encima, aprendo la hostia. Entré aquí sin apenas saber leer y con las cuatro reglas y, ahora, me defiendo tanto, que soy capaz de leer un libro. Ya llevo tres, enteros. Los escritores, son la repera, el mogollón de cosas que se les ocurre. Me acuerdo mucho del Fernan, ¡qué bien lo pasábamos colgados como murciélagos! ¿Qué estará haciendo ahora? ¡Cómo me gustaría enseñarle a leer…!

Redacción presentada por el recluso nº 8731 Pedro Expósito, como trabajo para fin de curso en el taller de Lengua de la prisión de Alcálá-Meco, en Junio de 2009.

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Clase XL- La construcción del escenario

Relato en Mi menor

El día que compró el primer televisor no se pudo ver nada. Sólo nuestras siluetas inquietas revoloteando adelante de la pantalla como mariposas. Te matabas de risa y nos decías “chiquirriticas”, que era tu forma de confirmar nuestra inocencia. Tengan paciencia chiquirriticas todavía falta colocar la antena en la terraza. Entonces, para evitar que peregrinásemos sin parar por las escaleras esperando que se produzca el milagro de la imagen, nos sentaste en el rincón de tu falda oscura y amplia para contarnos la magia que vos habías experimentado, allá por el veinticinco, cuando te viniste a vivir a Rosario, con el abuelo del brazo y mamá en el vientre: el cine mudo. “No vayan a creer que era como el cine de hoy, nada más lejos. Era una pantalla de tela en donde una máquina del tamaño de una rueda, girada a mano por un señor, reflejaba la película” y tus manos dibujaban lo que ibas diciendo. “Nada, ni voz ni sonido. Sólo que a un costado, un viejo piano daba musicalidad a las escenas, según el gusto del pianista, claro está, a veces acertado y a veces tan fuera de tono que arrancaba carcajadas al llanto.” En tu recuerdo soltabas la risa fresca y contagiosa. “Luego de la escena y en un cartel con letras cursivas y firuletes, escribían los diálogos. Lo que no veías lo imaginabas. A veces pasaba que no había películas, entonces usaban la misma sala, de teatro. Ahí conocí a Libertad. Era vecina nuestra.Libertad Lamarque. Sí, la de voz de pito como dicen ustedes tres, y a Hugo del Carril. Era peronista como yo. ¿Y que tiene que ver, decís? Mirá si no iba a tener que ver, que gracias al general es que el cine argentino llegó a tener su época de oro. El creó leyes para proteger al cine y a los artistas. Los que eran peronistas, claro. Que se yo de los otros. Algunos se fueron del país de puro contreras que eran, por no dar el brazo a torcer, como Libertad que se fue a México. Bueno, pero Hugo era. Entonces actuaba en el teatro y en el cine Real que fue uno de los primeros, si la memoria no me falla. Lástima que el abuelo ya no esté. El sí que tenía la historia en la cabeza. Grabada la tenía. Y creía en Dios y en Santa Evita. Esa pasión lo hacía feliz. Así estuvo- y ponías los dedos pegaditos- así, a punto de salir a combatir en la revolución libertadora del 55, cuando los gorilas derrocaron a Perón. No vayan a creer que los gorilas son los que ven en el zoológico, no, nada que ver. Los gorilas son los que se oponían a la doctrina peronista, que era la justicia social. Nosotros espiábamos a la turba que se dirigía a la plaza por el tapial del patio. Sí, ese mismo, ven donde falta el revoque, fueron las balas que pasaban zumbando. Yo bajé a todos los santos del cielo, incluida a Evita que ya había fallecido.” Y sacabas el pañuelo que era una extensión del bolsillo del delantal y comenzabas a lagrimear y nosotras que sabíamos el amor que le tenías a esa desconocida que nos había regalado un juego completo de té y algún que otro chiche que ya no recuerdo, nos conmovíamos con tu tristeza. Mari, la del medio corría a la heladera a buscar agua de azar, que era el remedio que siempre nos dabas cuando por algún motivo llorábamos. Entonces vos enjugabas tus últimas lágrimas como despidiéndote del recuerdo y forzando una sonrisa volvías a la realidad preguntándonos ¿en qué estaba? Ah, si, en Libertad. Ustedes tienen que acordarse. La otra tarde por radio, antes de escuchar Los Pérez García, en el Glostora tango Club, cantó Madreselvas, desde tan chica y con esa garganta, parecía un jilguero cantando sobre el balcón del conventillo. E un ángelo decía doña Dominga. Cuando supimos que la llevaban al teatro, fuimos todas las vecinas.

Después el cine se fue mejorando, ya no hacía falta agregarle el piano, tenían sonido propio, aunque las imágenes seguían en blanco y negro, como las que vamos a ver hoy si Dios quiere y tu padre termina de colocar la antena antes que anochezca. Haber vivido eso y ahora estar juntas aquí con mis tres soles esperando en nuestros sillones cómodamente sentadas frente a esta pantalla pequeña….” Y se recostaba en la mecedora como hamacando los recuerdos. Papá iba bajando la escalera, nosotras saltamos de tu falda tronando la pregunta. Si, ya estaba. La imagen había entrado a los hogares.

Nora Avalle

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Clase XL. La construcción del escenario (y II)César Sención._

Abú.

En la misa celebrándose desde las 6 de la mañana la veneración a la Sagrada Imagen (tallada en madera), bendice el padre a los feligreses en el santuario, los que hacen la ofrenda y piden a la vez al Cristo, los milagros, vuelven a sus asientos sin disimular el desprecio que sienten por el párroco, quien alardea de conocer todos los rincones del corazón, se jacta de su formación y buenas costumbres. Para él no es un secreto estos rumores y otros que no se dicen en la iglesia: de que trata a la gente por su condición física y económica, de que mira por encima del hombro a los desposeídos y que le juega bromas pesadas a la gente; además, que lo visitan mujeres... y cuantas bufonadas religiosas más, que coartan las visitas al templo, reduciendo el número de devotos con los días; solo la muerte se llevó diez en este mes incluyendo el sacristán que por cuarenta lustres tocó la campana, aunque no dejó de sonar por eso, su tañer de hoy fue magistral, como no se había hecho sentir desde 1789; los solemnes golpes incitaron a curiosear, (sus mágicos avisos animaron a la gente), como no se ha animado antes en iglesia dominicana.

En la parroquia de Bayaguana a treinta y cinco kilómetros de la capital, a las 4 de la tarde, el padre Andrés concluye la misa, el templo está repleto, por motivo a celebrarse el día del cristo de los milagros, hoy sábado 28 de diciembre, concurren feligreses de toda la republica, a recibir unción y gracia; pero antes de acabar la misa, después de dar la hostia, el padre llamó a un niño de opaco rostro que generó poco atractivo entre la gente, no fue solo asco lo que sintieron, sino más bien asombro por el contraste entre la figura horripilante del niño, la impecabilidad del padre deslucía más al niño. El rozagante padre aprovechó este escenario para acabar las infamias en su contra, pintarse como simpático y generoso entre los miles de feligreses; presentó al niño Abú como el nuevo campanero, levantándolo al público por mucho tiempo. La lluvia de elogios por parte del padre cayeron sobre Abú como aguas de mayo llegando a exagerar al decir: “Las cualidades innatas de este niño lo darán a conocer como el sacristán de mayores meritos en la iglesia”. Hablaba como si se tratara de un prodigio; pero aun así, este pobre diablillo nada se le dibujó en el rostro. Se cuenta que nació tan feo, que sus padres esperaron mucho tiempo para ver como llamarlo, por temor de maltratar un nombre; pero al ver que su fachada agudizaba más sin ganas de parar, lo llamaron “Abú”. Lo aislaron, le negaron la alimentación, quizás con la intención de exterminarlo, cosa que a los once años estaba tan demacrado que parecía de seis. Pero los padres al ver que aun así sobrevivía lo abandonaron en esta parroquia a mejor suerte. Cosa de un día hace que llegó hambriento y con estos mismos harapos.

Milagroso gesto el del cura, tan noble y tan natural; arrancaron prolongados aplausos en la más de cien hileras de asientos y muchos miles de a pie, inspiró por momentos murmuraciones a las sensibilidades más extremas.

Y después del credo los feligreses aun absortos se daban las paces sin dejar de cuchichear de la aspereza del niño, (porque aquí las murmuraciones alivian y entretienen al igual que las oraciones), al frente, por la comisura de sus labios se les podía escuchar: “De seguro el abate Andrés obtendrá mucho provecho de esta situación”. Al pequeño se le ensombreció el rostro. Como al escuchar de las monjas a su izquierda: “Esta pobre criatura correrá la misma suerte que el jorobado de Víctor Hugo”. Abú se ensombreció aun más. Por último, escuchó del reducido coro de jóvenes a su derecha: “¿Podrá llegar al cielo una criatura tan despreciable y fea?”. La incertidumbre lo invadió por completo, Abú dio la espalda a la multitud y se aferró tan fuerte al hábito de su protector que las mugrientas manos como estampas se clavaron en la sotana del párroco. El cura lo abrazó mucho más fuerte y le dijo: “Puedes llorar si quieres hijo mío, pero deberías alegrarte, —santiguándolo —no olvides que tú tienes mejor corazón que todos ellos y es lo que a Dios le importa”.

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Sisinio Hernán Aguilar.Clase XL La construcción del escenario II

El megalómano

Era una fría mañana de abril cuando llegué al zaguán del internado. Me

acompañaba mi madre sin decir palabra. Avancé por el vestíbulo, y para

franquear una segunda puerta, había que tirar de una campanilla. Nos abrió

el portero, un joven con aspecto de recluta. Luego se nos acercó el director

para recibirnos. Era un cura alto, corpulento, de mirada altiva, de capa

negra. Tenía algo de enigmático por una cicatriz que le dividía la frente.

La casona tenía un patio con balcones interiores que daban a una fuente

bulliciosa rodeada de parcelas triangulares, donde sobresalían dos naranjos

y un ciprés. Las paredes de sus dos plantas se veían enlucidas; sus puertas y

verandas pintadas de verde hacían contraste con el blanco de sus columnas

macizas. Cualquiera podía advertir por la ausencia de aposentos en el ala

izquierda del corredor, que fue una casa colonial modificada no pocas veces

con el correr de los años, y por cuyo zaguán, ingresaron caballos y recuas en

tiempos lejanos del arrieraje.

Intercambié la última mirada con mi madre quien debía marcharse y

dejarme, mas el dolor de su despedida me contagió: no pude evitar la

lágrimas. El director intentó cubrirme con su capa pero yo rehusé y me

mantuve firme hasta que ella desapareciera.

Había sido una decisión mía ingresar de interno en este colegio, en parte,

porque supe por un amigo sobre los pormenores de sus ventajas. Las

pensiones no eran elevadas y logré convencer a mis padres. En realidad,

quería huir de la presión del entorno familiar y del colegio. Por momentos,

creía que había tomado una decisión apresurada, pero por otro lado, quería

vivir una nueva experiencia.

Tan pronto abrí mi equipaje y me señalaron mi armario para guardar mis

cosas personales; y vi la cama-litera que me habían asignado en el

dormitorio, vinieron a buscarme dos internos que traían instrumentos de

peluquería. Me condujeron -sin decir palabra- con un movimiento de

cabeza, a un sótano donde tomé asiento y me cortaron el pelo a rape. Me

pasé la mano y me pareció tener la cabeza más pequeña. No había espejos:

no había modo de saber cómo había quedado.

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Advertí inmediatamente después, que estaba rodeado de trípodes con los

respectivos lavatorios, jarras de agua, toallas y jabón; todos perfectamente

ordenados. Salí de allí, siempre acompañado por mis guías, y me esperaba

en el dormitorio sobre mi cama una muda completa: camiseta y chompa

negras de cuello cerrado, pantalones beige, zapatos negros y una correa de

cuero. Quedé perfectamente uniformado y listo para cuando me dieran la

próxima señal.

Hoy, que me encuentro en las inmediaciones del lugar donde estuvo

erigido mi colegio, no puedo dejar de sentir nostalgia al ver que fue

sepultado por el terremoto. Sólo puedo reconstruirlo en mi memoria. Fue

aquí, precisamente en estos metros cuadrados, donde me jugué mi destino.

Veo al director que me recibió: me obliga a aprender poesía, a recitar

semanalmente; me corrige con el látigo mis escapadas nocturnas; nos obliga

en el huerto, a beber de prisa la sangre caliente del toro recién degollado

para prevenirnos de la anemia. Fue aproximadamente a unos pasos de aquí,

donde un día el director perdió los papeles y agredió a un colega suyo. No

supe las razones; sólo corrían rumores entonces, pero fueron las viejas

verandas las que evitaron un desenlace fatal. Eran múltiples los pugilatos, y

nos esperaban pendientes a la vista los guantes de box. En el refectorio, se

premiaba a quienes sobresalían por sus actividades extracurriculares.

Recuerdo que logré presentar una pieza de teatro y publicar un periódico

mural para compensar mi bajo rendimiento en el deporte, es decir, en fútbol.

Aquí, donde se levantan estas viviendas, se encontraba la muralla y la tapia

por donde nos escapábamos por las noches, y volvíamos de madrugada

después de divertirnos en las fiestas. Aprendimos a fumar y a probar

alucinógenos exponiéndonos a los peligros de perder la memoria que

hubiera hecho hoy imposible contar esta historia.

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CLASE XL

MUERTE EN EL PALACIO FERNANDO ARRANZ

Después de semanas de recorrer las calles de aquella histórica ciudad, tenía ante sus ojos el monumento que necesitaba para el rodaje de la película que tenía en proyecto.La verja estaba cerrada y no había ningún sitio por el que entrar. Hizo sonar el claxón del coche y al rato apareció el jardinero.—Hola, soy fotógrafo y me gustaría poder hacer un reportaje sobre este edificio.—Caballero tendrá que pedir permiso a sus dueños.—¿Cómo podré contactar con ellos?Como si esa pregunta fuese la que le hacían cada día, el jardinero sacó del bolsillo una hoja de papel donde figuraba el nombre de un administrador y se la entregó.Álvaro vio que el hombre estaba acostumbrado a no dar más explicaciones de las necesarias, así que renunció ha intentar mediante una propina obtener el acceso al lugar.Ya en el hotel y después de varias llamadas consiguió contactar con el apoderado. El señor Gimeno, nombre que figuraba en la nota, no dudó en aceptar la visita y quedaron para el día siguiente en el palacio.Temprano llegó al pie de la verja y esperó. Pronto vio al jardinero del día anterior hablando con un caballero que se figuró era el administrador. La puerta de la verja se abrió para darle paso y avanzó por el jardín hacia la entrada.Habituado como estaba a las localizaciones para sus películas, Álvaro no dudó en presentarse al señor Gimeno como un director con gran experiencia en estos temas, por lo que le aseguró que sería muy cuidadoso con el mobiliario.El edificio era muy antiguo y el paso del tiempo dejaba ver las huellas de un acusado deterioro en parte de su fachada. Sin embargo, su trabajo consistía en dar realce a las imagenes, de manera tal, que esto no se pudiese detectar, salvo que así le conviniese.Después de numerosas fotos en el exterior, salvó la puerta y entró. Se quedó boquiabierto al contemplar la expléndida escalera de marmol que al fondo de una gran sala, ascendía al piso superior. El señor Gimeno había hecho encender las luces para la visita, por lo que la iluminación era perfecta. ¡Qué maravilla! Por un momento se sintió transportado a otra época. Le pareció ver bajar por las escaleras aquellas damas cuyos vestidos con sus salvainfantes cubrían practicamente la anchura de la misma.Llevado por la magia del momento, le pareció percibir el sonido de un minueto mientras que sus ojos contemplaban la hermosa visión de las hileras de damas y caballeros que danzaban al son de la orquesta en aquel salón. Mientras, otras personas colocadas en una especie de palcos, contemplaban el ir y venir por la pista de baile. A ambos lados de la sala se hallaban colocados unos espejos que llegaban hasta el techo dando una sensación de amplitud a la sala, a la vez que permitía desde todos los ángulos contemplar el suave desplazamiento de los bailarines.Con la cámara preparada comenzó su trabajo intentando recoger no sólo las imagenes sino el espiritu que se respiraba en aquellos tiempos. Traiciones, amoríos, crímenes y un sinfín de hechos que conformaban toda una época.Mentalmente Álvaro estaba incorporando las imágenes que veía a la historia que pretendía contar. Un noble con gran poder, que se veía enfrentado a una situación comprometida ya que en su palacio se había producido la muerte de la amante del Rey.Sin embargo ahora lo que procedía era obtener imágenes que luego valoraría para sugerir el emplazamiento de las acciones de su historia.Terminado el recorrido de las habitaciones de la planta baja, decidió que era el momento de entrar en la zona privada del palacio. Subió las escaleras y fue calibrando que sensaciones recibirían las personas que habían estado en aquel lugar.

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La primera puerta que abrió le introdujo de lleno en la biblioteca. La cámara fue tomando imagenes del lugar. En un momento dado, retuvo el aliento, ya que a través del objetivo vió de manera velada a un hombre y una mujer en actitud amorosa. Separó sus ojos de la cámara y comprobó que allí no había nadie más que él.Volvió a repetir la acción y nuevamente aparecieron ante si la pareja. Ahora ambos estaban desnudos y se acariciaban con vehemencia.Álvaro comenzó a sudar. No era superticioso, pero esto le había puesto nervioso. Continuó su trabajo y las imágenss desaparecieron. Fue recorriendo todo el pasillo y haciendo un minucioso trabajo. Finalmente entró en el dormitorio del noble. Una cama bajo un lujoso dosel, cuadros, tapices, llenaban suelos y paredes. Una habitación contigua contenía el vestidor y un servicio.Comenzó fotografiando la cama y nuevamente el objetivo puso a su vista a un noble con la dama que antes viera en la biblioteca. Álvaro sacudió la cabeza como si quisiera apartar de sí las imágenes.Estuvo un buen rato contemplando la escena sin hacer ninguna fotografía. Ya a punto de abandonar la habitación se fijó que en el lateral izquierdo de la habitación desde su posición, sobresalía de la pared un pequeño hilo de oro. La curiosidad le llevó hasta el. Pensó en su compromiso con el administrador, pero también, que debía empaparse de la historia que encerraba aquel palacio, para dar fuerza a su propia historia. Así que con cuidado estiró del hilo y ¡Oh sorpresa! se abrió un pequeño cajetin.Introdujo sus dedos en el agüjero y extrajo unos papeles junto a un medallón.Le pareció que aquellos papeles no habían sido leídos nunca por nadie, por lo que tenía que tomar una decisión rápida.O leerlos allí y exponerse a la llegada del administrador, o conseguir una segunda visita para poderlos colocar otra vez en su lugar, una vez leídos. Podrían no contener nada de importancia pero tal como estaban guardados indicaba la necesidad de ocultarlos a alguien. Así que decidió llevarse lo encontrado y poder así leerlos con tranquilidad.Fue en busca del administrador— Sr. Gimeno, necesitaría efectuar una segunda visita dentro de unos días. Podría concedermela.— Llame a mi despacho y quedaremos.— Muchas gracias por su atención.Se despìdió amablemente del apoderado y regresó directamente al hotel. Una vez en la habitación extrajo de la camisa los documentos encontrados. A medida que iba avanzó en la lectura la ansiedad se apoderó de él. El Rey se había enamorado de la mujer del Conde. Cada vez que se enteraba de que éste salía de caza o de viaje, se acercaba al palacio y mantenía relaciones amorosas con su amante.Hasta que un día, el noble durante una cacería cayó del caballo y regresó junto con los criados antes de tiempo a su palacio.Cuando llegó vió la silla de mano del Rey y se sorprendió. Entró y se fue directamente al dormitorio. Pero tal vez por el ruido que hicieron los criados para subirle, cuando llegó a la habitación se encontró a la esposa en la cama. Al acercarse vió a ésta herida de muerte con un puñal clavado en el pecho.Gritó con todas sus fuerzas. Pero antes de que llegaran los criados, al conde le atrajo su atención un objeto al borde de la cama. Era un medallón que él había visto en numerosas ocasiones colgado al cuello del Rey.Se sintió enfermo de rabia y dolor. Su esposa le traicionaba con el Rey al que él había jurado lealtad. Luego queriendo poner en evidencia al rey, envió emisarios a su palacio notificando la muerte de la amante. Sin embargo, la reacción del monarca fue hacer cumplir la justicia. El noble fue detenido por asesinato, ya que era su puñal el que estaba en el cuerpo de la víctima, juzgado y una vez dictada sentencia, ejecutado. Tal vez en previsión de lo que pudiese ocurrir, el conde ocultó el escrito y el medallón explicando lo sucedido en un artilugio oculto a la vista de todo el mundo. Ahora Álvaro, al cabo de doscientos cincuenta años tenía en sus manos la verdad de lo

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ocurrido. Al día siguiente fotocopió los documentos y fotografió el medallón para tener pruebas. Pero los originales debía ponerlos en su lugar. Pidió hora al Señor Gimeno y una vez colocados y fotografiado el lugar donde se escondían aquellas pruebas, regresó para modificar su historia. Ahora sería real.

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CLASE XL - LUVA

LA PLAZA

Dice mi madre, que toda esa tarde sintió que Carlos, que así se llamó mi hermano, se había mantenido quietecito, agazapado en su vientre, como escondido. Sí, agazapado y a la defensiva, insistía ella, cuando todavía creíamos que exageraba.Aquella misma mañana del 16 de junio de 1955, cerca de mediodía, mi madre dobló a la izquierda en la esquina. Hacía frío y el viento helado que barría las calles de tierra del suburbio en el que vivíamos, intentaba escabullirse dentro de las casas; buscaba el abrigo de las estufas de kerosén y del aroma del pan tostado y del dulce de leche que aún impregnaba las cocinas ya limpias de los cacharros del desayuno. Como dije, ella eligió ir en trolebús al centro de la ciudad y no en tren porque para llegar a la estación debía subir las escaleras del puente sobre las vías. Estaba embarazada de mi hermano menor. Llevaba puesto un tapado verde oliva, con solapas y puños de piel, seguramente algún resto que había quedado de alguna de sus clientas. Era modista y le gustaba lucir la ropa que se cosía cuando iba a la Capital, en este caso para un control en los consultorios que quedaban cerca de Plaza de Mayo y, después, a la tarde, cuando se encontrara con mi padre para volver juntos a casa. Él era conserje en la casa central del Banco de Londres, a una cuadra de la Plaza, de la Casa Rosada y de las palomas. A la misma hora en que ella llegaba a la parada del trolebús, clientes y empleados del banco del Banco se habían refugiado en el sótano porque los aviones de la fuerza aérea argentina bombardeaban la Casa Rosada en un intento de golpe de estado para derrocar al presidente Perón. Entre el infierno y el cielo, el gris humo se estremecía con los gritos de los transeúntes que huían despavoridos del ataque de aviones y que, unos momentos antes, ingenuamente, habían admirado las piruetas de los pilotos y se habían sentido orgullosos de esos hombres que tenían como misión custodiar el país. Los diferentes matices del fuego salpicaban árboles, carteles y vehículos que ardían y se deshacían sobre el cemento como dibujos mal trazados sobre papel gris. Cuando las bombas dejaron de caer, mi padre salió del refugio y caminó hasta la plaza. No quedaban palomas vivas y los cuerpos de los civiles muertos cubrían los baldosones. Bajó hacia Paseo Colón y vio un trolebús destrozado por las bombas. Después nos contó que el sonido que más lo espantó no fueron las explosiones sino el ulular de las sirenas de las ambulancias. Y, aunque los partes meteorológicos de aquel día describen un cielo despejado, él asegura que caía una llovizna que se sumaba al viento frío hasta calar los huesos.Por supuesto, el trolebús en el que viajaba ella, nunca había llegado a cruzar el Riachuelo que separa la provincia de la capital, pero eso él no lo sabía y la buscó, sin aliento, entre muertos y heridos, tropezando con árboles caídos y ramas humeantes. La buscó durante horas hasta que algún conocido lo tomó del brazo, lo subió a un auto y lo llevó hasta casa. Allí lo recuperamos mi madre y yo, que lo creíamos muerto, y nos abrazamos los tres bajo las luces de la sala, como en un final feliz. Con la cabeza contra su panza, sentí que mi hermano ya quería nacer. Ella explica que ese bombardeo marcó al hijo de por vida. Que le trazó el camino de la rebeldía y de la lucha por la justicia social, que, a partir de ese momento, su destino y, por supuesto, el de la familia quedó pegado a todo lo que aconteciera en esa plaza…

Recién 20 años después, cuando sucedió lo que sucedió, la comprendí: estábamos abrazados otra vez los tres unidos por otro espanto, tan profundo y desgarrador que no daba lugar a la esperanza del reencuentro: hombres del ejército, armados hasta los dientes, forzaron nuestra puerta y se llevaron, a golpes de culata y puntapiés a Carlos. Cuando mi padre intentó defenderlo, lo golpearon hasta dejarlo casi muerto.Mi madre volvió a la Plaza: a la génesis, casi deletreaba para fundamentar con mayor claridad

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que allí había comenzado todo y que, seguramente, allí mismo hallaría respuestas. Nunca las obtuvo pero se encontró con otras madres de otros hijos. Caminan la plaza muy juntas, con pasos mínimos y seguros; las cabezas cubiertas con pañuelos blancos y con las fotos de los hijos desaparecidos en alto: entre el cielo, el infierno.

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Eduardo Izaguirre Godoy

AV. ABANCAY

Adela atravesó a paso ligero el asfalto cuarteado de la Av. Abancay. Apenas desembocó en la pista vio al Enatru detenido en el cruce con Cuzco, tosiendo humo negro por detrás. No podía, no debía perderlo. Se ajustó las asas de la mochila y, sin abrirse el cierre de la casaca de jean, corrió. Cuando por fin el bus estuvo al alcance de la mano, se lanzó a la puerta trasera, aún abierta, y se colgó del primer tubo a la vista. No le importó golpearse contra la pared blanda hecha del resto de personas que abarrotaban el transporte, hasta casi sellarlo, ni sentirse sobrepasada por el potente hedor que se desprendía de entre los cuerpos y que circulaba por encima de sus cabezas, quemante, ofensivo. Y debido a esto quizás, a la falta de pureza en sus pulmones, o al aumento de la temperatura bajo sus ropas luego de que la puerta se cerrara, Adela demoró en descubrir que el Enatru no se movía.

Los tres carriles estancados se perdían en un horizonte turbio, ensombrecido. La claridad fría de la tarde se desvaneció y un apenas perceptible coro de voces graves se iba haciendo crispado y potente de minuto en minuto. Adela predijo entonces que llegaría tarde a su primera clase en meses. La UNI, en huelga por largo tiempo, reanudaba su rutina académica aquella tarde, y ella no podía creer su pésima suerte. En ese estado de paciencia agotada fue que advirtió una mirada insistente, empalagosa, incluso penetrante. Estaba preparada por las circunstancias, con el estímulo suficiente para descargar su ira en un manazo, cuando al establecer contacto visual con los ojos intrusos, reconoció a Manuel, quien reía gustoso a la mitad del pasadizo atestado. Semanas sin verlo y Adela comprobó que el efecto de esa sonrisa, atractiva, estimulante, se mantenía vigente. Algo avergonzada por el bochorno en sus mejillas y el sudor abrillantando el resto de su cara, admitió para sí que, después de todo, alguna compensación había, que la mala suerte era capaz de brindar matices.

Consciente de que el espacio entre ellos era imposible de superar, Manuel se esforzaba por crear gestos que pudiesen llegar con claridad hasta el estribo del bus, que no perdieran consistencia cuando traspasaran las pieles cicatrizadas y adustas de quienes ya no soportaban más la estática, el aire viciado, el aroma del vecino de al lado, de atrás, de adelante. Adela moría de la risa con tanta gesticulación, y se le ocurrió pensar si es que valía la pena ir a esas clases que, de seguro, ya había perdido; o si servía de algo el esfuerzo de continuar una carrera que no le iba a servir de mucho en un país devastado por sus propios líderes. Al paso que iban, llegar a terminar la década de los ochentas supondría una hazaña. Devolvió entonces la mirada, que de pronto había dejado caer en el piso de metal empapado de grasa densa y negra, hacia las renovadas muecas de Manuel y se olvidó del pequeño abismo en el que se estaba metiendo. Supuso que, de todos modos, las cosas ya no podrían empeorar más. Y creyó también que los gritos de protesta, que las arengas para mantener viva la lucha, junto a los disparos al aire o sabe dios en qué dirección, pasarían a su lado, por entre los vehículos atrapados en el alboroto, como un río manso guiado por su cauce, sin posibilidades de siquiera salpicarlos. Los policías, algunos blandiendo escudos y macanas, y otros con

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rifles, apoyados además por un rochabús con la potencia para mojar a más de una cuadra de distancia, descargaba bombas lacrimógenas en todas direcciones, haciendo retroceder a los huelguistas. Pronto, la nube ácida tomó la Av. Abancay.

Dentro del Enatru, los primeros efectos del gas instigaron a los desesperados pasajeros a exigir con gritos destemplados que el chofer reaccionara, que se moviera, que hiciera algo. De pronto, una de las ventanas se hizo añicos al contacto con un proyectil. Era una lacrimógena que, con su cola blanca de gas, desató, ahora sí, el pánico. El escozor, el lagrimeo perpetuo, el pecho sin aire, se apoderaron de Adela, quien, casi vencida, buscó la mirada juguetona de Manuel, en vano.

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CLASE XL LA CONSTRUCCION DEL ESCENARIO (Y II)

VICTOR HUGO PACHECO NAVA

EL PUEBLO.

El llamado pueblo era una ciudad pequeña a 60 kilómetros de Angostura. Se llegaba ahí por la carretera libre que en esos tiempos de lluvia hacían notorios los baches para los autos que solían visitarlo. La vegetación exuberante podría apreciarse en su inmediatez de nacimiento en el nuevo temporal cuando abríamos la ventanilla para refrescarnos en el viaje y al mismo tiempo me abandonaba cerrando los parpados y un envoltorio sugerente de brisa parecía flagelar el rostro transportándome en el instante a sitios desconocidos, mientras las ovejas; en manada, apacentaban a los lados del camino. Generalmente la camioneta seminueva corría a alta velocidad manejada por el tío Genaro que hacia labores de anfitrión en esos fines de semana zigzagueantes, cuando era llevado para visitar a su familia y escapar del ambiente citadino mientras enfilábamos hacia su casa. La plaza parecía situarse en el centro de la misma si se le observaba desde el ingente promontorio del Cerro Azul al cual acudía frecuentemente con Genaro para acompañarlo junto con el primo Francisco, el cual era su hijo menor. La campana del templo no podía apreciarse, a diferencia de la cruz que se distinguía en figura del caserío. Y en el centro del lugar, el olor de los guisados al paso de las marchantas que visitaban casi a diario el primer cuadro, para vender o adquirir los productos de primera necesidad, puestos de pan generoso y ropa de primera y segunda mano traída por lo regular de otras ciudades y ese pequeño mercado en la calle a través de la cardinalidad con la signal típica en cada esquina conteniendo los nombres de héroes patrios en el periodo de independencia. Ese día en particular me decidí por pasear a solas. Abandone la finca de Genaro con sigilo para no ser descubierto. La visión de alguien a los 12 años cuando el idilio subrepticio ante los lazos que me unían a esa comunidad semejaban un indisoluble rayo de luz trastocado en forma perenne, ese mediodía de sudor lacerante entre los peatones y sol ensimismado en los sombreros de los que se protegían del mismo. Los paramilitares del destacamento de Zona buscaban a los guerrilleros. Poco antes del percance, supe de oídas sobre unas incursiones de los insurgentes en la Sierra del Norte. Pero ahora los buscaban a ellos y el gesto adusto precipitó una tormenta de búsqueda en casas abiertas, con papeles tirados y muebles revueltos en el interior de los domicilios, con el afán de encontrar indicios subversivos, panfletos, la revista Vanguardia tan de moda en aquellos días por los grupos asiduos a la lucha política o una marejada que ninguna persona en el mundo responderia por el resto de sus vidas. Observe a ese otro hombre con el rostro abierto después de una golpiza, para otros era irreconocible quizás; era Tobías quien a sus 15 años asistía a la única preparatoria del lugar y nunca dieron ninguna explicación mientras lo subían a una de las camionetas entre empujones e insultos. Todo fue atestiguado en lontananza, en ese coincidente intento de ruptura simulada con mis improvisaciones al otro polo de la población. Nunca entendí bien durante mucho tiempo porque nunca volvió el muchacho al hogar de la vecina. Así como el, varios fueron sustraídos ora de sus labores o menesteres propios.Y al regresar, Genaro ya no estaba. Desde la entrada aborde con las pupilas hasta el patio, la chapa se encontró forzada, y los arboles con la agitación insomne de una cólera ensimismada que se mezclaba con el viento a cada paso. Entré exhalando prisa con la boca, expectante y aún con la culpa de no avisar horas atrás de la incursión a una libertad adolescente. Comprendí que se lo llevaron aquellos personajes vistos con

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anterioridad. Comencé a seguir un viaje horizontal de gotas y sangre en un mismo viaje y una vereda imaginaria por los muebles de la sala hacia los habitáculos contiguos. La cocina era un fantasma blanco, parecía intacto, a no ser por las puertas de la alacena en posición abierta y la frágil despensa en esos días finales de quincena (tal y como lo contó Genaro en una de esas platicas cortas) a la espera de cualquier intención innecesaria en esos momentos. Encontré a la Tía Emma con el rostro directo al cielo, seco de nubes y pájaros. Sin vida y apoyada en el corro de ladrillos, de lado a la noria junto a un naranjo cobijando sombra. Con la espalda perforada por una bala. Ellos, mis primos, se encontraban en la Primaria Municipal cuando ocurrió todo. Nunca atestiguaron el hallazgo. Supieron por los inquilinos próximos de aquella esquina que colindaba en los límites de la villa. Tampoco vieron fallecida a su propia madre. Salvo la cara apaciguada a través del cristal en el ataúd de un velorio sacudido por unas cuantas almas. Al día siguiente se los llevo el abuelo que vino de la capital, con el motivo subsecuente de no regresar jamás. Hasta hace poco me entere por suspicacias ajenas que Genaro era inocente. Perteneció a una asociación de izquierda sin registro, debido a las condiciones vividas en aquellas circunstancias. Tenía muy poco en esa militancia. Ningún esbozo de escritos parecidos a los que pasaron por las manos de muchos estudiantes, condiscípulos míos en los últimos semestres del bachillerato y en el transcurso de la carrera universitaria donde se hablaba de insurrección y fundamento por así decirlo. Suelo deslizarme hacia el pasado cuando enfilo a través de las rayas discontinuas en la autopista, al regresar de cualquier incursión relativa al trabajo. En las noches de lluvia como esta creo que podría andar por ahí charlando junto a un adolescente de cualquier cosa, con la risa más abierta de todos los amigos suscitados en la memoria. Quizás no haya muerto y regrese de cualquier esperanto convocado en una de las manifestaciones que pidieron su presencia viva entre otros tantos, hace unas semanas. Igual y 23 años no son demasiados.

Víctor Hugo pacheco nava.

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LA BAILADORA DE FANDANGO-José Avila Forero-

Una metrópoli con el precio del metro cuadrado de tierra más elevado del país. Con un Centro de convenciones en donde los magnates latinoamericanos se reúnen, beben whisky Escocés y apuestan grandes fortunas a la ruleta y a las maquinitas. Grandes avenidas, edificios y hoteles cinco estrellas. Planes turísticos con juguete sexual incluido. Kilómetros y kilómetros de playas con finas arenas en donde el Jet-set broncea sus nalgas blancas de hombres y mujeres nórdicos como ranas plataneras. En el submundo de esa opulenta metrópoli: un barrio de la periferia. Un arrabal olvidado con una carretera polvorienta que serpentea como culebra hasta que desemboca en calles habitadas por niños desnudos deambulando con sus barrigas llenas de lombrices. En la plaza mayor, los ancianos sentados en lo pretiles de las casas viendo pasar los vientos de los desharrapados. Hombres sin ocupación alguna, haciendo rechinar las fichas del juego de dominó sobre un tablero de madera sostenido por sus rodillas. En esas marginales distancias, Rosita: La bailadora de fandango. Calles bañadas por riachuelos de aguas turbias y los olores del pescado. Casas fabricadas con retales de madera y techos de cartón que permiten entrar las goteras por donde se filtra el agua que como cuchillos taladran la miseria en las noches. Paredes adornadas con fotos de la familia y estampas del panteón yoruba, deidades que ya ni se acuerdan de sus descendientes. Una alcoba de tierra pisada, sobre esteras de juncos en donde duermen amontonados unos sobre otros. Tirados sobre el piso, disfrutan del único placer que no gozan los adinerados: Mirar las estrellas mientras duermen. Vigilando la calle con su único ojo, la destartalada puerta de madera rústica, custodiada siempre por nerón, el perro flaco de la familia. La negramenta se alegra al ver salir desde el tumulto de los ranchos, el cuerpo de una mujer Caribe vestido por un faldón blanco y turbante multicolor sobre su cabeza. Hasta que los tambores rompen la tregua del silencio, en las fiestas de la virgen del socorro. Entonces, Rosita, aguijoneada por un extraño misterio, como si tuviera prisa, se une a la muchedumbre que acude a la cita de las antorchas y los tambores de aquellas danzas traídas por los antepasados venidos en los galeones negreros.En la noche, la calle ancha se ve de improviso, atiborrada de danzantes con antorchas encendidas. Rosita espera que el baile esté en su punto. Su cuerpo salta al ruedo y flota en el aire. En su mano un mechón de velas encendidas, la mano izquierda levantando la punta del faldón blanco con el parejo que gira a su alrededor y dan vueltas al amplio círculo de turistas venidos de todos los rincones del planeta. Poco a poco las demás parejas que bailan a su lado, se marginan voluntariamente del circulo y termina Rosita adornada en un batir de palmas como la reina del fandango.La negramenta suda sus fiestas animados por el fuego y el humo de los ancestros. Comen y beben hasta muy entrada la noche. De vez en cuando las parejas de enamorados se retiran hasta la zona de los manglares y regresan con nuevos bríos al baile. Del sumo de la caña que se destila en los alambiques caseros, brotan los

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vapores de licor para resistir el agite de las fiestas patronales, que duran hasta cuando la reina del fandango esté presente. Al otro día y terminada la fiesta, los alaridos de un avión, en el cielo de la ciudad amurallada. Son los representantes del mundo para la solución del medio ambiente y el cómo reparar los agujeros de la capa de ozono, en el círculo polar ártico. Entonces Rosita prepara su pollera colorá, para el siguiente espectáculo folclórico, rodeada de mármoles de Carrara, Loza y vajilla Española y pisos de cerámica italiana. Abajo, el hambre marginal hace crujir los estómagos de los desesperados danzantes.

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Elena R. Clase XL. La construcción del escenario II

SINESTESIA

Voy a morir. Voy a morir. Voy a morir. (…) Dios, no puedo pensar en otra cosa. ¿Cómo puede estar pasando esto a mí? Yo, el excelentísimo alcalde de Diezma, arrestado, apaleado, humillado, interrogado, todo para acabar acusándome de traidor. ¡Yo!, el más respetable ciudadano de este hermoso pueblo y de toda Andalucía, ¿condenado a morir? ¡Oh, cielos!, ¡que Dios se apiade de mí! Mi cabeza da vueltas, ¿dónde estoy? ¡Ah!, al menos empiezan a entrar los rayos del amanecer por entre los barrotes. ¿Cuánto tiempo debo de llevar encerrado en esta sombría y húmeda caja?, ¿tres días, cinco, diez?… ¡Alguien tiene que saber lo que me está pasando!... Pero si ni tan siquiera recuerdo cuántas horas llevo así, sentado inmóvil encima del camastro, mirando fijamente a través de esta diminuta ventana que se empeña en ofrecerme su oblonga monotonía. ¡Cuánto me aliviaría ver algún gorrión despistado descansando aunque sea un segundo en el alféizar! Y sin embargo, ni los moscardones se dignan a dar un poco de vida a esta lenta y progresiva mutación de las horas, revelada en la danza de las sombras sobre las mohosas y vetustas paredes. — En Diezma a 28 de noviembre de 1936, reunido el Consejo de Guerra de Plaza (…) el señor Villena como alcalde del Ayuntamiento de Diezma presidió una reunión constituida por una gestora marxista y miembros de las juventudes socialistas y libertarias, para adoptar medidas de oposición a las autoridades militares (…) Resultando que Fernando Villena Oliver, aparte de su actuación como alcalde marxista instigador, y teniendo antecedentes como elemento comunista libertario de acción, (…) fallamos que debemos condenar y condenamos al procesado como responsable de un delito de adhesión a la rebelión militar a la pena de muerte (…) 1

Recuerdo cuando me trasladaron de la cárcel al Consejo de Guerra, mi cuerpo ya apenas un saco de magulladuras y sangre reseca. Durante el trayecto en el coche militar, esposado, miraba las calles con la vana esperanza de ver alguna cara conocida, no sé, tal vez Granados, o incluso, ¡válgame Dios!, al mismo Gobernador Civil. Tal vez ellos podrían verme y de alguna manera me salvarían de este calvario… Pero sorprendentemente pensé en que todos ellos me habían abandonado, incluso el capitán de la Guardia Civil, aquél que me juró defender la Ley y el Estado en cuanto las cosas empezaron a complicarse. Y casi sin advertirlo, aquella insólita revelación empañó la escena que en ese momento presenciaba: las mujeres que llevaban a sus hijos al colegio, las casuales tertulias de las esquinas, el vinito de las cinco en la barra del bar, las cargas y descargas de los camiones... Y es que en aquel momento sabía con una certeza clarividente que las mujeres en realidad intentaban proteger a sus hijos de las esquinas que acechaban con mil ojos inquisidores, y en los bares las noticias cada vez más aciagas daban pasto al estupor y al desconcierto, mientras el miedo revoloteaba cual mosca por las sienes palpitantes y sudorosas. (…) « ¡Granados! Dios mío, ¿tú también?». No pude evitar gritar al ver su sombra esposada, pálida y cabizbaja, « ¡No puede ser!». Y violentamente me revolví al ver que el que en otro tiempo fue un afable y orgulloso hombre me dirigía ahora una hueca y desarmada mirada momentos antes de ser engullido por aquel negruzco y ruinoso edificio lleno de militares y metralletas. Inmediatamente recibí un culatazo en la cabeza por mi osadía, mientras otro de mis captores informaba a los guardias de mi destino. Dolorido y mareado como estaba, y con Granados ya desaparecido para siempre, me quedé mirando enajenado la fachada de la nueva sede del Gobierno Civil, o al menos eso leí en

1 Texto modificado de García Carrero, F. J. “La Guerra Civil en el Arroyo de la Luz. Consejos de guerra: ejecuciones por penas de muerte”. Disponible en: http://ab.dip-caceres.org/alcantara/alcantara_online/66/66_05.pdf. (Consultado el junio de 2009).

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el improvisado cartel de la entrada. Observé entonces que estaba situado en la calle más comercial y burguesa de Diezma, y que el edificio se diferenciaba de las demás casas contiguas por ser la más antigua y la más alta, pero también por su evidente estado de podredumbre y dejadez. Era fácil adivinar que en su época debió pertenecer a una familia acomodada, o al menos eso denotaba la rica profusión de bajorrelieves que decoraban la marmórea fachada. Absorto en mi peculiar evasión mental, lentamente guié la mirada por estas esculturas cuidadosamente cinceladas que representaban pequeños querubines y otros extraños seres antropomórficos. Estos engendros parecían realizar tareas de distintos oficios en alusión a las profesiones de los antiguos inquilinos. Lo curioso y desconcertante de aquellos relieves era que si se inspeccionaban más detalladamente se podía ver que el desgaste de la intemperie y la polución de los años los habían transformado en unas siniestras y grotescas deformidades: las inocentes sonrisas insólitamente se habían convertido en carcajadas endiabladas, las dulces miradas en gestos burlones, y las bocas cantoras en negros pozos de los que de repente pude oír exhalar agudos y punzantes alaridos de profunda angustia.2 ¡Sí!, ¡os juro por Dios que los oí! Y en verdad os digo que aún no me ha abandonado el horror que se apoderó de mí ante tal proliferación de aullidos lastimeros. Y sé con certeza, por más que intente negarlo, que aquello no se trató de ninguna alucinación causada por los repetidos golpes en la cabeza, ni tan siquiera por la reciente revelación del destino del pobre Granados. Pero poco tiempo duró aquel siniestro embrujo, ya que con otro culatazo en la espalda me llevaron dentro de aquella sollozante y quejumbrosa casa. (…) ¡Ah! ¡Por fin la brisa fresca y el sosiego envolvente de la noche de luna llena! Estoy sentado en la camioneta junto a Granados, que no se ha dignado a decirme ni una palabra. No me extraña, sé que me culpa de su desdichada situación. Al fin y al cabo, yo mismo ordené reunir a los concejales y a la Guardia Civil… ¡Pero no podíamos quedarnos de brazos cruzados cuando se estaba socavando la legitimidad de un gobierno recién elegido en las urnas, y…! Tiene razón, y ahora que entramos en el olivar, deseo abrazarle y pedirle que me perdone y que tenga coraje ante la muerte. ¡Coraje! ¡Dios mío, y ni tan siquiera un cura para confesarnos!… Y este otro, ¿quién será?…al menos me ha informado de que a esto lo llaman hacer el “paseo”, y que nosotros somos unos “paseados”. Unos “paseados”, ¡qué gracia! Y me río, y mis compañeros me miran sorprendidos, Granados, con cara de asco… « ¡“Paseado”!», le grito y trato de aferrarme a él, pero el guarda nos separa y me amenaza de muerte. « ¡Qué más da si ya estoy muerto!», y acto seguido suelto una histérica y reverberante carcajada. Frente a los olivares, sus sombras plateadas me recuerdan a tiempos lejanos, a los interminables juegos solariegos entre frutos podridos y moscas zumbonas. Rápidamente agarro la mano de mi querido amigo y la aprieto con fuerza, mi sonrisa y sus lágrimas… ¿Cómo algo tan trivial como una simple nube puede llegar a ensombrecer una noche como ésta?

2 Episodio inspirado en el Canto X del Purgatorio de la Divina Comedia de Dante Alighieri.

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