El Asadillo manchego
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Transcript of El Asadillo manchego
El asadillo manchego se inventó
PRECISAMENTE ASÍ
Si Joseph Rudyard Kipling
no hubiese nacido en los
exóticos territorios del
imperio de La Pérfida
Albión, sus relatos y sus
cuentos no tendrían como
protagonistas a los
escurridizos leopardos, las
tozudas ballenas o los
curiosos elefantes. No nos habría explicado que
“precisamente así” consiguió el elefante su
trompa, sus manchas el leopardo o las barbas que
le impiden tragar cosas grandes, la ballena,
avariciosa y tontorrona.
Si Joseph Rudyard Kipling hubiera nacido en un
sitio sencillo y corriente, como por ejemplo en las
tierras de La Mancha (ese lugar que casi todos
conocen de paso pero en el que casi nunca se
detienen), si hubiese nacido en donde lo que se
encuentra uno a la vuelta de cada esquina, es vino
aceite y algunas hortalizas, seguramente habría
contado otras historias. Seguramente ni siquiera
hubiera tenido un nombre anglosajón y
rimbombante.
Yo puedo imaginar fácilmente que se habría
llamado Pepe Rodríguez Quintanilla.
Precisamente un tal Señor Quintanilla me contó
cómo llegó a prepararse el “asadillo manchego”
esa comida que a algunos nos parece que existió
siempre porque nuestra abuela y nuestra madre
ya nos la hacían de pequeños y eso, siempre es una
patente de eternidad. Pero no. Hubo un tiempo
remoto en que no existía. Es difícil de imaginar,
pero en las noches de verano no se podía cenar
asadillo porque no se había inventado. Y fue
“Precisamente así” como ocurrió.
Ocurrió que se habían juntado siete amigos para
vendimiar la viña de la cuñada del primo hermano
de uno de ellos. Y eran siete porque ese número
debe ser importante ya que Nuestro Señor lo
utilizó para algo tan extraordinario como fabricar
el mundo. Así que, si siete días habían bastado
para fabricar este mundo tan grande que en él
cabe de todo, siete amigos bien podrían vendimiar
una viña, que, a fin de cuentas, solamente era de
una cuñada, más bien feucha aunque hacendosa y
cariñosa con las visitas.
Y cuando iban caminando por los senderos resecos
del otoño, cada uno miraba con glotonería mal
disimulada las alforjas que los demás llevaban al
hombro, imaginando en ellas circunspectas
longanizas y rollizos salchichones, alguna que otra
empanada y, no podrían faltar, chorizo y queso
fuerte.
Pero todo debía estar en las alforjas de los otros,
porque cada uno pensaba que solamente él llevaba
poca cosa.
Lucas, que era bajito y
regordete, fue el primero que
se decidió a hablar:
-- ¡Bueno! Yo traigo aquí unos
pimientos que servirán para
acompañar lo que traigáis
vosotros. Comeremos bien, ¿verdad? --
Martín contestó rápidamente con una voz fuerte
y destemplada que
acostumbraba a asustar a los
pájaros de las cercanías:
-- Pues yo traigo los tomates.
Y son de la huerta de mi tía Tranquilina, la que
vive en El Río, así que son buenos. ..
Millán, tímido como era
siempre, casi enrojeció
mientras confesaba:
-- Yo solamente traigo sal. Mi
madre dice que siempre es
necesaria ...
Julián, que era uno de esos mozos morenos que
están encantados de haberse
conocido, miró a los otros con
altanería y les soltó:
-- Lo verdaderamente importante
lo que traigo yo. Traigo aceite --
Vicente miró con parsimonia a cada uno de ellos y,
con una seriedad que no
parecía concordar con su
actitud habitual, dijo
desafiante:
-- ¡Pues yo tengo huevos!
Saturnino, como todos los demás, se paró en
medio del camino y se puso a reír, dando palmadas
en la espalda de sus amigos. Respondía con una
sonrisa pícara a las miradas inquisitivas de todos
los demás que creían adivinar el contenido de su
alforja. Su padre era un hombre panzudo que
recorría los pueblos de los alrededores, vestido
con una chambra de rayas grises, vendiendo
especias, al que todos llamaban con respeto,
porque viajaba mucho, “El Tío Cominero”
-- Si, dijo. ¡He traído cominos!
A estas alturas, todos habían perdido la
esperanza de la comilona que imaginaron. No
quedaba en su imaginación ni un mal rastro de los
sabrosos chorizos, los especiados salchichones ni
del queso curado que empapa la boca de sabor
espeso. Ni siquiera quedaba su amigo Domingo
como última esperanza. Era el más pequeño de
todos y no esperaban de él gran cosa en lo que se
refiere a viandas sabrosas.
Domingo, vivaracho, con los ojos muy abiertos y
las manos en los bolsillos del pantalón, miraba a
todos con desparpajo y cuando dejaron de reír
alborotados, cuando se hizo silencio, les dijo sin
inmutarse:
-- Pues yo no he traído nada pero si me dejáis
vuestras cosas seguramente se me ocurrirá
algo.—
Domingo Quintanilla, que luego, de mayor, fue
conocido como el Señor Quintanilla, tenía fama
entre sus amigos de ser ingenioso, rápido de
pensamiento, habilidoso con cualquier situación
inesperada y atrevido a la hora de tomar
decisiones. Es cierto que apenas había ido a la
escuela pero había sido suficiente para leer,
escribir y conocer las cuatro reglas. Con eso se
apañaba bien. Y como ayudaba a su padre
vendiendo ultramarinos por toda la comarca a
bordo de una tartana que arrastraba la mula
Capitana, completó su formación con el
desparpajo que proporciona el trato con clientes
resabiados y los viajes lentos en los que, muchas
veces, se encuentra alguien con quien hablar y de
quien aprender.
Como todos conocían de sobra sus cualidades
aceptaron encantados su proposición y decidieron
que se quedara en la casilla de la viña mientras
ellos iban haciendo el trabajo.
Y, precisamente así fue como ocurrieron las
cosas.
Domingo echó una ojeada por la casilla y localizó
el fogón. Y una sartén de esas que tienen patas
para poner sobre las ascuas. Y unos buenos
manojos de sarmientos.
Y se puso a pensar.
-- Los pimientos están buenos asados. Pues los
asaré sobre los sarmientos.
-- El tomate está bueno guisado. Pues lo guisaré
en la sartén.
Cuando esto se había hecho miró el resultado y no
le parecía nada brillante. Además, los huevos de
Vicente daban para poco. Habría que escalfarlos
en el tomate y el pimiento aunque a Vicente le
molestara.
--¡ A revolverlo todo ! – se dijo con decisión – Así
parecerá algo más abundante y apetitoso.
Utilizó la sal y los cominos para dar el toque de
sabor y miró satisfecho su obra. Se retiró dos
pasos de la sartén con patas y con las manos en
los bolsillos tarareó una canción. (Una canción que
veréis al final de este relato,. Aprendedla que
será útil para cocinar el asadillo)
¡Entonces fue cuando se dio cuenta de su olvido!
Tened esto muy presente porque es
importante.
Entonces se dio cuenta de que ¡había olvidado
utilizar el aceite!
El fuego ya estaba muerto pero no se preocupó y
decidido como de costumbre, vertió el aceite
crudo en el guiso y lo revolvió todo con
desenvoltura.
Y de esta manera es como se inventó el asadillo
manchego. Hay poca gente que lo sepa pero yo
tuve la suerte de conocer a Pepe Rodríguez
Quintanilla que me la contó.
Domingo Quintanilla, el que de mayor era conocido
como el Señor Quintanilla, nunca se casó y no se
sabe si porque era tímido con las mujeres o
porque tenía miedo de que le quitaran la
espontaneidad como Dalila quitó los cabellos a
Sansón. Pero si que se casó una hermana suya,
Josefina, que, en su momento y por derecho, tuvo
un hijo. Este es Pepe Rodríguez Quintanilla (a
quien de mayor también llamaban Señor
Quintanilla), que escuchó esta historia de su tío y
que me la contó una noche, después de cenar unas
chuletillas de cordero acompañadas de asadillo
manchego.
Solamente los allegados sabemos que el olvido del
aceite (ya os dije que debíais tenerlo presente) se
convirtió en lo esencial del guiso. El aceite crudo
es el que proporciona el aroma intenso que
siempre se recuerda.
Esta es la canción que tarareaba Domingo
Quintanilla mientras miraba complacido su obra,
por la que nunca pidió derechos de autor.
SEGUIDILLA MANCHEGA
El asadillo.
Con tomate y pimiento
el asadillo
Sabroso con aceite
y con cominos.
Cómelo frío
Enfríalo en el pozo,
cómelo frío
que es comida muy buena
para el estío.
Aunque es sencillo
¡Qué bueno está en el campo!
Aunque es sencillo
¡qué bueno está en el campo
el asadillo!
Y, por si acaso queréis cantarla, aquí está la música
Juan Dorado Vicente. Alcobendas 11 de marzo de 2009