El Arte del siglo XIX

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1 TEMA 13: ARTE DEL SIGLO XIX 1. Romanticismo y realismo 1.1. Romanticismo Con la caída de Napoleón y el inicio del periodo conocido como Restauración, que intenta borrar en Europa cualquier vestigio de la Revolución Francesa, un movimiento cultural, el Romanticismo, se convierte en bandera de las jóvenes generaciones que, a través del arte, siguen defendiendo los principios revolucionarios que en 1814 quedan momentáneamente soterrados. El Romanticismo se desarrolla paralelamente y en cierta oposición al Neoclasicismo durante la primera mitad del siglo XIX. Ambos movimientos exaltan el espíritu agitado de la época, pero el punto de partida fue distinto. Mientras los neoclásicos se inspiran en el mundo greco-latino y se identificaban con la razón, los románticos bucearon en el medievalismo y apelaron al sentimiento individual, a la pasión del artista, otorgando primacía a sus emociones. El Romanticismo es, ante todo, un grito de libertad, que defiende la representación subjetiva del paisaje, la exaltación del pueblo, el individualismo. Los pintores románticos van a ser duramente criticados por los academicistas, firmes partidarios de las directrices neoclásicas. En este entorno, el paisaje cobra relevancia especial. Los ingleses, como Turner (Lluvia, vapor y velocidad, pág. 302), representan una naturaleza tempestuosa de incendios y tormentas donde los efectos de la luz crean una atmósfera cambiante; y los alemanes, como Friedrich (Monje a la orilla del mar, pág. 300), optan por la quietud imaginaria de las cordilleras, acantilados y lagos nórdicos contemplados por silenciosos caminantes, vueltos de espaldas al espectador. Otros temas comunes a toda la pintura romántica europea van a ser las ruinas de las iglesias y los cementerios a la luz de la luna, que reflejan la obsesión por la muerte y sus fantasmas, la melancolía y la soledad. El Romanticismo en Francia: Delacroix La pintura romántica francesa rechaza las convenciones neoclásicas y saltando sobre ellas enlaza con los valores de la pintura barroca. Podemos destacar como signos característicos: La recuperación de la potencia sugestiva del color, en detrimento del dibujo neoclásico. En este sentido Goya se convierte en el ejemplo a seguir. Resucitan las luces vibrantes, los claroscuros marcados, que dan fuerza y dramatismo a las obras. Las composiciones dinámicas, con posiciones inestables y gestos dramáticos, que contrastan con las figuras quietas y estáticas del Neoclasicismo. El culto al paisaje, tanto aislado como sirviendo de marco para los grupos humanos. Se trata de paisajes luminosos o sombríos, con nubes eléctricas, oleajes furiosos, picos escarpados... Predominan los temas de las revoluciones políticas o los desastres que señalan un enfrentamiento fatalista con la naturaleza (como La balsa de la Medusa de Géricault, pág. 296,). También nos encontramos con temas exóticos inspirados en Oriente. Los máximos representantes del Romanticismo francés son Géricault y Delacroix. Eugène Delacroix (1798-1863) es sin duda el centro del movimiento romántico francés: bohemio, apasionado, seguro de sí mismo y partidario de la mancha de

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TEMA 13: ARTE DEL SIGLO XIX 1. Romanticismo y realismo 1.1. Romanticismo Con la caída de Napoleón y el inicio del periodo conocido como Restauración, que intenta borrar en Europa cualquier vestigio de la Revolución Francesa, un movimiento cultural, el Romanticismo, se convierte en bandera de las jóvenes generaciones que, a través del arte, siguen defendiendo los principios revolucionarios que en 1814 quedan momentáneamente soterrados. El Romanticismo se desarrolla paralelamente y en cierta oposición al Neoclasicismo durante la primera mitad del siglo XIX. Ambos movimientos exaltan el espíritu agitado de la época, pero el punto de partida fue distinto. Mientras los neoclásicos se inspiran en el mundo greco-latino y se identificaban con la razón, los románticos bucearon en el medievalismo y apelaron al sentimiento individual, a la pasión del artista, otorgando primacía a sus emociones. El Romanticismo es, ante todo, un grito de libertad, que defiende la representación subjetiva del paisaje, la exaltación del pueblo, el individualismo. Los pintores románticos van a ser duramente criticados por los academicistas, firmes partidarios de las directrices neoclásicas. En este entorno, el paisaje cobra relevancia especial. Los ingleses, como Turner (Lluvia, vapor y velocidad, pág. 302), representan una naturaleza tempestuosa de incendios y tormentas donde los efectos de la luz crean una atmósfera cambiante; y los alemanes, como Friedrich (Monje a la orilla del mar, pág. 300), optan por la quietud imaginaria de las cordilleras, acantilados y lagos nórdicos contemplados por silenciosos caminantes, vueltos de espaldas al espectador. Otros temas comunes a toda la pintura romántica europea van a ser las ruinas de las iglesias y los cementerios a la luz de la luna, que reflejan la obsesión por la muerte y sus fantasmas, la melancolía y la soledad. El Romanticismo en Francia: Delacroix La pintura romántica francesa rechaza las convenciones neoclásicas y saltando sobre ellas enlaza con los valores de la pintura barroca. Podemos destacar como signos característicos: � La recuperación de la potencia sugestiva del color, en detrimento del

dibujo neoclásico. En este sentido Goya se convierte en el ejemplo a seguir. � Resucitan las luces vibrantes, los claroscuros marcados, que dan fuerza y

dramatismo a las obras. � Las composiciones dinámicas, con posiciones inestables y gestos dramáticos,

que contrastan con las figuras quietas y estáticas del Neoclasicismo. � El culto al paisaje, tanto aislado como sirviendo de marco para los grupos

humanos. Se trata de paisajes luminosos o sombríos, con nubes eléctricas, oleajes furiosos, picos escarpados...

� Predominan los temas de las revoluciones políticas o los desastres que señalan un enfrentamiento fatalista con la naturaleza (como La balsa de la Medusa de Géricault, pág. 296,). También nos encontramos con temas exóticos inspirados en Oriente.

Los máximos representantes del Romanticismo francés son Géricault y Delacroix. Eugène Delacroix (1798-1863) es sin duda el centro del movimiento romántico francés: bohemio, apasionado, seguro de sí mismo y partidario de la mancha de

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color en detrimento de la rígida preceptiva del dibujo. Entre sus obras podemos destacar La matanza de Quíos, inspirada en la guerra de independencia griega frente a los turcos, y La Libertad guiando al pueblo (pág. 298), una obra patriótica que exalta la revolución parisina que llevó al poder a la burguesía liberal. A partir de 1832 se destaca una etapa de temática oriental y musulmana, tras un viaje realizado por el pintor a Marruecos. A este periodo corresponde su obra Mujeres de Argel. Desde el punto de vista técnico su paleta evoluciona constantemente, con el abandono progresivo de los colores terrosos y su sustitución por colores puros e intensos, para desembocar en una exaltación de los más potentes: amarillo, rojo, naranja, azul, verde... 1.2. Realismo: Courbet En las décadas centrales del siglo XIX, el Romanticismo deja paso a una corriente de interés por la realidad concreta. A este cambio contribuyen procesos diversos: � El positivismo filosófico de Comte, que considera como fuentes únicas de

conocimiento la observación y la experiencia. � La conciencia de los artistas de los terribles problemas sociales de la

industrialización: trabajo de niños y mujeres, horarios extenuantes, viviendas insalubres. Artistas como Dickens, en literatura, y Courbet, en pintura, consideran que su misión es denunciar esta situación.

� El desencanto por los fracasos revolucionarios de 1848 hace que el arte abandone los temas políticos para concentrarse en los temas sociales.

Los realistas reaccionan ante la excesiva idealización de románticos y neoclásicos, optando por reproducir íntegramente la realidad cotidiana. En su mayoría se trataba de personas afines a las ideas republicanas, entregados a la clase trabajadora. Por ello representan al hombre en sus tareas normales, en el trabajo o en el hogar. El enfoque directo supone un choque con las convenciones y con la concepción del arte como un ensalzamiento de la realidad. Entre los pintores realistas más importantes destacan Millet (El Angelus, pág. 268, y Las espigadoras, pág. 306)), que retrata a los campesinos en su vida cotidiana en unas obras que inspiran sencillez y calma, y Courbet. Gustave Courbet (1819-1877) será la cabeza visible del realismo en Francia. El proletariado ocupa la atención en sus cuadros: en Los picapedreros eleva a valor de símbolo la miserable existencia de estos trabajadores; en Las cribadoras de trigo reivindica al obrero rural; en Las muchachas al borde del Sena denuncia la situación marginal de las prostitutas... Otras obras suyas que despertaron fuertes polémicas fueron Un entierro en Ornans (pág. 304), donde representa a medio centenar de paisanos de su pueblo natal asistiendo al sepelio de un campesino en el cementerio, y El taller del pintor, que define como "una alegoría real de su taller". En el centro del lienzo, Courbet se autorretrata pintando un paisaje que le inspira su única musa, la Verdad, bajo la apariencia de una joven desnuda. A la derecha aparecen los admiradores de su pintura, con algunos retratos reales de sus amigos, y a la izquierda, el conjunto de la sociedad, explotadores y explotados. El público y la crítica rechazaron estos asuntos contemporáneos, calificados de "feos y vulgares", por romper con la idea tradicional de elegancia que debía presidir la temática de las obras artísticas. Courbet se defenderá proclamando que "No he querido copiar a los neoclásicos, ni imitar a los románticos; tampoco mi intención ha sido la de alcanzar la ociosa meta del arte por el arte ¡No! He querido (...) reflejar las costumbres, las ideas, el aspecto de mi época de acuerdo con mi

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apreciación; ser un pintor y también un hombre; en una palabra; hacer arte vivo, ése es mi objetivo." 2. Arquitectura del siglo XIX 2.1. Introducción: características de la arquitectura del siglo XIX El siglo XIX es un siglo contradictorio. Es un tiempo de gestación, de grandes cambios sociales, que imponen por primera vez grandes aglomeraciones urbanas, fruto del desarrollo industrial. Va a ser un tiempo de urbanismo, de revolución estética, de nuevos materiales y de nuevas dimensiones. Las construcciones realizadas a lo largo del siglo XIX seguirán dos grandes líneas de acción: la arquitectura-arte, guiada por las formas, y la arquitectura-ingeniería, regida por la técnica. En la variada trama de la arquitectura del siglo XIX influirán los siguientes factores: � El Romanticismo: el gótico, el mudéjar o el románico serán la fuente de

inspiración de ciertas concepciones arquitectónicas de este tiempo (Historicismos).

� El Colonialismo: desde las colonias llegará a las metrópolis europeas toda una cultura exótica, por la cual palacios, invernaderos, cafés, etc. adquirirán aires indios, árabes e incluso chinos.

� Las nuevas necesidades: nacen nuevos medios de transporte, como el ferrocarril, que exige estaciones, puentes, y en general, grandes obras públicas. Surgen las grandes exposiciones internacionales, con sus enormes instalaciones provisionales que implican un alto desarrollo de la técnica constructiva, principalmente del hierro.

� Los nuevos materiales: hasta el siglo XVIII no se obtiene un hierro lo suficientemente consistente como para utilizarlo en la construcción: el hierro colado. El vidrio cobra igualmente alta importancia gracias al desarrollo técnico que logra producir a principios del siglo XIX anchas planchas de vidrio, convirtiéndose éste en una verdadera piel traslúcida que sustituye al muro. El cemento no hará su aparición hasta finales de siglo, anticipando el valor constructivo y estructural de la arquitectura del siglo XX.

Será el Modernismo o Art Nouveau, a caballo entre ambos siglos, el que rompa definitivamente con los supuestos estéticos de la herencia clásica. El modernismo servirá de bisagra entre la abolición de los dogmas arquitectónicos anteriores y el despertar de la arquitectura contemporánea.

2.2. Los Historicismos

a) El Romanticismo Los arquitectos románticos de la primera mitad del siglo XIX revivieron simultáneamente varios estilos históricos: el neobizantino, el neorrománico, el neorrenacimiento, el neobarroco... Las excelencias estéticas del medievalismo y del orientalismo fueron divulgadas entre la sociedad burguesa por dos grandes ensayistas europeos: el restaurador francés Viollet-le-Duc, y el crítico británico Rushkin. Inglaterra se pone a la cabeza del movimiento neogótico: es la era del Gothic Revival. En este estilo se construye el nuevo Parlamento de Londres (pág. 271). También lo exótico, fruto de los contactos coloniales, tiene su sitio en Inglaterra, siendo su principal exponente el célebre Pabellón Real de Brighton (pág. 266), obra de Nash.

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Franceses y alemanes prestigian también el gótico en sus edificios religiosos, restaurando y completando catedrales inconclusas o edificando iglesias nuevas. En cambio, prefieren el neorrenacimiento o el neobarroco para sus obras civiles. Así lo acreditan los franceses en la homogénea red de viviendas que surcan las avenidas radiales y bulevares de París que, partiendo del Arco del Triunfo, en la Place de l´Étoile, conectan con el Museo del Louvre a través de los Campos Elíseos. En España será el neomudéjar el estilo que mejor defina el historicismo español, reflejándose en todo el territorio nacional a través de plazas de toros y estaciones de ferrocarril. El romanticismo impulsó también la arquitectura de jardines. El jardín romántico anglo-chino llegó a España con retraso pero halló aquí una calurosa acogida. Los jardines ven surgir en su interior fuentes, templetes, pabellones... Entre los más famosos destaca el Retiro de Madrid o los Jardines de Horta en Barcelona. Al lado de estos parques hay que mencionar los cementerios, que alcanzan ahora un gran desarrollo, trazándose en ellos calles y avenidas y construyéndose grandes mausoleos.

b) El Eclecticismo A lo largo de los años, la excentricidad y la opulencia irán invadiendo los estilos historicistas, que a veces se mezclarán llegando a crear una arquitectura ecléctica que producirá verdaderos pastiches o mezclas de estilos artísticos. Una de las obras más significativas de este eclecticismo es la Ópera de París, obra de Garnier (pág. 271), en la que se combinan estructuras clásicas con armadura de metal recubiertas de decoración. También en París se construye la iglesia del Sacré Coeur, obra de Abadie, imitando el estilo románico-bizantino. En Italia la obra más importante es el monumento a Víctor Manuel II, en Roma. En Alemania el edificio más representativo es el Reichstag (Parlamento) de Berlín. 2.3. Los edificios de hierro y cristal Los progresos siderúrgicos de la Revolución Industrial posibilitaron, en la segunda mitad del siglo XIX, la utilización del hierro en la construcción. Las vigas laminadas eran más ligeras, baratas y rápidas de montar. Por si fuera poco, este nuevo material permitía soluciones más atrevidas y funcionales que la albañilería tradicional, y su utilización se generalizó en las cubiertas de los edificios para prevenir incendios. Con el hierro se asoció el cristal, asociación que demostró su utilidad en la construcción de invernaderos, museos y salas de exposiciones. Las exposiciones universales se van a convertir en un motor para las nuevas posibilidades arquitectónicas. Además eran el exponente más claro del orgullo del país organizador; por ello los pabellones se construyen con los medios técnicos más avanzados. Para la exposición de Londres de 1851 se edificó el Palacio de Cristal de Paxton (pág. 273), con elementos prefabricados que podían montarse y desmontarse como un "mecano". Este palacio será el prototipo de los palacios de cristal europeos y todos los demás pabellones destinados a usos semejantes. El siguiente y definitivo paso lo dará la exposición de París de 1889. La Galería de las Máquinas sorprendió por sus dimensiones y la rapidez de su montaje y desmontaje. Mucho más controvertida fue la Torre Eiffel (pág. 272), construida por el ingeniero del mismo nombre, que se eleva más de 300 metros como prodigio de la técnica, indicando el futuro camino en vertical de la arquitectura. Criticada por la mayoría de sus contemporáneos, acabó por ser admitida como elemento insustituible del paisaje urbano parisino.

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La renovación de los medios técnicos también se acusa en España, donde se levantan mercados y estaciones de ferrocarril, destacando la Estación de Atocha, realizada por Alberto del Palacio. También podemos destacar el puente de Isabel II en Sevilla, más conocido como puente de Triana. La Escuela de Chicago En la segunda mitad del siglo XIX se produce en los EEUU un vigoroso impulso arquitectónico. El sentido práctico del norteamericano, la existencia de nuevas necesidades y el gran desarrollo de la técnica son los móviles de este movimiento. Es allí donde aparece el rascacielos, que Sullivan, uno de sus creadores, definió como "un producto conjunto del especulador, del ingeniero y del arquitecto". Los orígenes del rascacielos van unidos a un desgraciado siniestro: el incendio que en 1871 asoló Chicago. La reconstrucción de la ciudad iba a permitir erradicar los materiales de construcción inflamables y desarrollar la edificación en altura para resolver la masiva inmigración. El rascacielos solventaba ambos problemas y atendía la demanda de oficinas, almacenes y hoteles que exige una gran urbe industrial y mercantil. La carrera en altura se debía al alto precio que alcanzaban los solares, y la invención del ascensor vino en su ayuda. El progresismo de Chicago atrajo a las principales figuras de la arquitectura del periodo, lo que ha determinado la existencia de una verdadera escuela arquitectónica. Su fundador fue Richardson, aunque su discípulo Sullivan se convirtió en la figura más destacada de la escuela. Sus edificios se reducen a un armazón metálico, compuesto por pilares y vigas, que permiten abrir grandes ventanas apaisadas en el exterior. La distribución es siempre idéntica: locales comerciales en los bajos, oficinas en los pisos y servicios en la planta alta. Su obra más conocida son los Almacenes Carson (pág. 275). Sullivan es considerado pues el pionero del funcionalismo, ya que antepone la funcionalidad a la estética del edificio. 2.4. El Modernismo Con el nombre de Modernismo se denomina no sólo un estilo arquitectónico, sino toda una cultura artística que se desarrolla en el cruce de siglos, hacia 1900. Su período álgido está comprendido entre 1890 y 1910. Las causas, las fechas y los nombres serán diferentes en cada país europeo: el Art Nouveau en Bélgica; el Jugendstil en Alemania, la Secesión Vienesa en Austria, el Modern Style en Inglaterra y el Modernismo en España. Los artistas elaborarán sus propios lenguajes expresivos con una individualidad tan feroz que difícilmente se puede hallar un programa o un ideario común que defina el movimiento. Pero todos tendrán en común el ardiente deseo de crear nuevas formas, libres por fin del peso de la Historia, y con el bagaje de casi medio siglo de conquistas técnicas. En la estética modernista cuenta esencialmente la Naturaleza. Las flores toman parte activa, y el mundo de lo ondulante (la superficie rizada del mar, las plantas flotantes como los nenúfares, las serpientes, los lagartos...) suministra modelos habituales. A esto debe añadirse el color, la policromía cerámica, los mosaicos. Entre los materiales el hierro desempeña una misión esencial. El arquitecto entenderá la arquitectura en su totalidad, y proyectará el mobiliario, las lámparas y cualquier elemento que sea necesario. El edificio se entiende como un todo, fundiéndose a veces suelos, paredes y techos. Bélgica es la cuna del movimiento. Víctor Horta es el autor de su edificio más representativo: la casa Tassel de Bruselas (pág. 276), donde fija los fundamentos del nuevo estilo. Parece una casa inspirada en un árbol. La escalera está concebida como una estructura metálica, de forma sinuosa, cuya forma trepadora nos traslada a lo alto. Su efecto es como el de un exuberante invernadero, donde todo fluye,

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desde las columnas de hierro, que simulan troncos florecidos, a las tulipas de las lámparas, concebidas como vides desparramándose. Idéntica vibración vegetal transmite Horta a las restantes viviendas domésticas que construye, incluido su propio domicilio. En Francia la influencia belga será muy importante. Merece destacarse a Guimard, autor de varias estaciones de metro de París, cuyas bocas son fantásticas y exuberantes, elaboradas en hierro fundido con formas de clara inspiración orgánica. En España el catalán Antoni Gaudí (1852-1926) está considerado como la mente más creativa de toda la arquitectura contemporánea. Fue una mezcla de intelectual burgués, artesano medieval y bohemio modernista. Sus biógrafos destacan su afinidad política con el partido conservador de la Lliga Regionalista y sus creencias religiosas, que le llevaron a practicar su profesión como una misión apostólica. Gaudí nace en Reus, estudia arquitectura en Barcelona y en esta ciudad centrará la mayor parte de su trabajo. En su arte cabe reconocer varios periodos. En un principio sigue la senda del eclecticismo francés. El neomudéjar domina la siguiente etapa, caracterizada por el fuerte uso del color, especialmente en los azulejos (El Capricho en Santander y el Palacio Güell, en Barcelona, realizado para el que será el gran cliente de Gaudí, el empresario textil Eusebio Güell). El "medievalismo", es decir, el culto que había en Cataluña por la arquitectura medieval, sobre todo por la gótica, determina un periodo goticista, si bien la propensión hacia este estilo se mantuvo ya a lo largo de toda la vida del arquitecto. Pertenecen a este periodo obras como el Palacio episcopal de Astorga y la Casa de los Botines de León. Simultáneamente se manifiesta lo que será una de las constantes de su obra: el amor a la Naturaleza. Con la llegada del siglo XX Gaudí construye en el barcelonés Paseo de Gracia dos obras asombrosas para la burguesía catalana, que rompen con el esquema convencional de la vivienda de pisos: la Casa Batlló, cuya línea quebrada, estructura ósea y escamas del tejado recuerdan la espina dorsal de un dinosaurio, y con unos enormes antifaces en los balcones; y la Casa Milá (pág. 327), universalmente conocida como La Pedrera, donde la fantasía llega a límites insospechados. Esta última supone la incorporación de la montaña a la arquitectura. Una línea ondulada, como el remate de una cordillera, dibuja la cresta del tejado. La superficie de la fachada se anima con convexidades y concavidades. Y en los interiores, el visitante va de sorpresa en sorpresa, pues todas las habitaciones son diferentes. El Parque Güell de Barcelona (pág. 326) supone ya la madurez de Gaudí. Esta gran finca situada entonces a las afueras de Barcelona iba a ser convertida por Gaudí en una verdadera ciudad-jardín, con el terreno dividido en 60 parcelas. En él la arquitectura es tratada como un objeto pictórico, creando mosaicos con desperdicios de azulejería, adaptándose a la línea ondulada de la naturaleza. Incluso los pilares son inclinados, con lo que Gaudí demuestra que, además de un gran artista, fue un técnico soberbio. Su obra culmina en el templo de la Sagrada Familia (pág. 328), que ha quedado inconcluso. A esta obra consagró Gaudí media vida. Lo concibe dentro de un neogoticismo muy personal, pero lo colosal del proyecto lo hizo inviable: sólo se llegó a realizar una pequeña parte, la conocida fachada del Nacimiento, correspondiente al extremo de uno de los brazos del crucero. A pesar de ser sólo un fragmento del conjunto es impresionante en las soluciones técnicas, en su modelado naturalista y en sus dimensiones. A todo el conjunto, el cemento, la piedra, el hierro y los mosaicos cerámicos, le dan una riqueza plástica inaudita, rara

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vez contemplada en la historia de la arquitectura. Con este proyecto, Gaudí se nos muestra como uno de los más claros ejemplos de "arquitecto-artista-ingeniero" que ha conocido la arquitectura contemporánea. 3. Impresionismo El término impresionismo fue utilizado en 1874 por el crítico francés Leroy al comentar un paisaje de Monet, titulado Impresión: sol naciente. El calificativo contenía una carga despectiva y englobaba las 165 obras pertenecientes a 30 artistas rechazados en los certámenes oficiales, que habían inaugurado una exposición colectiva cuyo fracaso fue estrepitoso. "Esta pintura, a primera vista vaga y brutal, nos parece ser al mismo tiempo la afirmación de la ignorancia y la negación de lo bello y verdadero", escribe en su crítica Leroy, que llega mucho más allá al afirmar que "la impresión creada por los impresionistas es la que produce un mono cuando se apodera de una caja de colores". En realidad la preocupación por la luz que caracterizó a los pintores impresionistas había sido una constante de toda la pintura occidental desde el Renacimiento. La captación de la luz mediante toques cromáticos sueltos fue ambición de todos los grandes maestros (Velázquez, Rembrandt, Goya...), de los que se ha llegado a afirmar que tuvieron una fase "impresionista". Sin embargo son los paisajistas ingleses, Constable y Turner, los que constituyen por su preocupación luminosa y su captación del viento, la lluvia, el sol, el antecedente más directo. El estilo impresionista supuso una auténtica ruptura con la pintura tradicional, y es el punto de partida del arte pictórico del siglo XX. Se trata de un movimiento pictórico renovador, que busca una realidad en constante cambio, no permanente. Por ello buscan lo momentáneo y lo fugaz: la luz, los fenómenos atmosféricos, etc. Esta forma de pintar iba a chocar frontalmente con el arte oficial, que no compartía ni la temática, ni el color, ni la técnica impresionista.

a) La técnica impresionista No nos encontramos ante una escuela de artistas intuitivos, que trabajen deprisa, sino que por el contrario cada uno de ellos dedica un largo periodo a estudiar la técnica pictórica, que presenta las siguientes características: � Teoría de los colores: la existencia de colores primarios y complementarios es

conocida por los pintores impresionistas, que creen que debe ser el ojo del espectador y no el pincel el que funda los colores (por ejemplo utilizando pinceladas muy próximas de rojo y amarillo, el espectador, a cierta distancia, las ve como un todo naranja).

� Plasmación de la luz: los objetos sólo se ven en la medida en que la luz incide sobre ellos. Por ello hay que estudiar el color como una modalidad de la luz, y la pintura como un conjunto de tonalidades luminosas.

� Apariencias sucesivas: un mismo tema es pintado repetidas veces sin más cambios que matices de iluminación, de intensidad del sol o de espesor de la niebla. El cuadro es simplemente un efecto de luz. El modelo de este propósito es la serie de cinco vistas, en cinco momentos, de la Catedral de Rouan, de Monet.

� Coloración de las sombras: las sombras dejan de ser oscuras y se reducen a espacios coloreados con las tonalidades complementarias (por ejemplo luces amarillas, sombras violetas); en consecuencia desaparecen los contrastes de claroscuro, y el dibujo se extingue o reduce a leves trazos disueltos entre el color.

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� Pincelada suelta: para traducir mejor las vibraciones de la atmósfera prefieren la mancha pastosa y gruesa, aplicada a menudo directamente del tubo, cuyas posibilidades habían sido exhibidas por Goya. Todos coinciden en una técnica de toques yuxtapuestos de colores claros, aunque cada uno se singularice por su peculiar manera de aplicar el pincel: toques entrelazados en Monet, netos y puros en Cézanne, o largos y flameantes en Van Gogh. Se crea así una vibración de superficie pastosa que, de cerca, daba la sensación de que el cuadro estaba inacabado.

� Pintura al aire libre: los pintores huyen de los talleres al campo. Esta proyección hacia los lugares abiertos viene impuesta por la temática pero más todavía por el deseo de ver y reproducir los colores puros, tal como están en la naturaleza.

� Entre los temas destaca sin lugar a dudas el paisaje, aunque también se interesan por los recientes progresos, como los barcos de vapor o las estaciones de ferrocarril. Les entusiasma el mundo cotidiano de la vida moderna: las regatas, las carreras de caballos, la ópera y el ballet. Su temática es ajena al cuadro de historia oficial; para documentar los acontecimientos trascendentes ya había hecho aparición una nueva técnica: la fotografía.

b) Claude Monet (1840-1926)

Es el paisajista del grupo y el único que mantuvo fidelidad absoluta al movimiento impresionista. Llegó a ejecutar cerca de tres mil cuadros, la mayoría paisajes, marinas y escenas fluviales. Deseaba pintar lo intangible, lo impalpable, "quiero pintar el aire", decía por carta a un amigo. Su pintura busca los efectos cambiantes de la naturaleza, para lo cual no dudó en viajar por diferentes ambientes en toda Europa, desde Londres a los fiordos noruegos. Él es el autor del cuadro que, indirectamente, dio nombre a la escuela: Impresión, sol naciente (pág. 312). Hizo varias series de los mismos temas para comprobar los efectos cambiantes de la luz y el color en horas y estaciones diferentes (series de la Catedral de Ruán, pág. 313, y de los nenúfares sobre el agua o Ninfeas, donde las formas están disueltas en charcos de color). Tuvo una vejez problemática, pues fue perdiendo progresivamente la vista, pero no por ello dejó de pintar en su casa y en su jardín.

c) Auguste Renoir (1841-1919) Es el retratista con mayúsculas, su interés por la figura humana constituye su mayor contribución personal al Impresionismo. Nos ofrece una visión alegre de la vida, a través de la figura femenina juvenil. Tras un viaje a Italia, donde admira la pintura renacentista, se plantea seguir pintando en estilo impresionista pero teniendo en cuenta el dibujo, conflicto que dura varios años (período agrio, 1881-1885), para volver después a su impresionismo inicial. Entre sus obras podemos destacar Le moulin de la Galette (pág. 268) (famoso establecimiento del barrio de Montmartre muy frecuentado por la pequeña burguesía y los impresionistas), en el que la luz filtrada por las hojas de los árboles, el color aplicado con pinceladas vibrantes y la vida cotidiana se funden en una imagen instantánea, saturada de alegría y ganas de vivir. Otros de sus cuadros son retratos como el de Madame Charpentier y sus hijas, o muchachas dedicándose a tareas ociosas, como La lectora o El columpio. También pinta desnudos femeninos caracterizados por una fuerte sensualidad. Al final de su vida tenía las manos completamente destrozadas por la artritis, por lo que tenía que atarse los pinceles para no dejar de pintar.

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d) Edgar Degas (1843-1917) Es el más atípico de los impresionistas. Sólo excepcionalmente pintó al aire libre, y su concepción de la pintura se basaba en el dibujo. Su inclusión en el movimiento se debe a su pincelada y al uso de colores puros, además de su interés por captar el movimiento espontáneo de hombres y animales. Siente especial interés por la figura humana y su capacidad de contorsión. Quiso ser el cronista de la alta burguesía, a la que socialmente pertenecía como hijo de un banquero. Por ello pinta el ambiente de los hipódromos, el mundo del ballet y la danza... Este último le apasiona, y nos muestra los ensayos en la barra de las bailarinas, el descanso tras la lección, la ansiedad previa a una actuación atándose las zapatillas o arreglándose el vestido, y el saludo al público cuando concluye la función. El tema femenino le seduce y por ello fija su atención en la toilette: mujeres desnudas bañándose, peinándose o arreglándose ante el espejo, sorprendidas en su intimidad. La técnica y la composición de toda su producción es muy personal. Degas emplea el pastel y sus composiciones resultan instantáneas fotográficas, mostrando la deuda contraída hacia la cámara en sus encuadres y enfoques. Otros pintores impresionistas que nos han dejado obras importantes son Manet (El almuerzo campestre, pág. 310), uno de los patriarcas del movimiento; Sisley; o los maestros del puntillismo Seurat (Un domingo por la tarde en la isla de la Grande Jatte, pág. 269) y Signac. En España destaca la figura de Sorolla (Niños en la playa, pág 392), que en sus escenas de playa y pesca capta la vibración lumínica del cielo mediterráneo y sus brillos en las velas desplegadas, en las arenas y sobre todo en los cuerpos mojados de los niños que juegan en la orilla. 4. Escultura: Auguste Rodin (1840-1917) Aunque el Impresionismo es un movimiento fundamentalmente pictórico, también tuvo su plasmación en la escultura, pues algunos maestros supieron introducir juegos lumínicos mediante una renovación de las técnicas, como Rodin. Este artista estuvo sentimentalmente unido a los impresionistas. Reaccionó contra los modelos inmóviles que hacían los académicos. Centró su atención en la naturaleza y abandonó intencionadamente el acabado perfecto de la obra para dejar zonas pulidas junto con otras en bruto, por cuyos picos y grietas se quiebra la luz, creando un claroscuro pictórico. La personalidad de Rodin es una de las más grandes de la historia de la escultura y desborda los límites del Impresionismo. Dos son los viajes que definitivamente conforman su estilo: uno a Bélgica, donde descubre el Barroco flamenco, sobre todo a Rubens, y otro a Italia, donde queda seducido por la terribilitá de Miguel Ángel. Su arte rompe todos los cánones académicos, y mientras los críticos le defienden y conquista encargos oficiales, el público se burla de sus creaciones. En él se funden una técnica impresionista, que con la rugosidad de las superficies y la multiplicación de planos obtiene efectos de luz, la vida profunda y la fuerza colosalista de las figuras. Su trabajo más ambicioso fue Las puertas del Infierno, para cuya iconografía se inspiró en el infierno de La Divina Comedia, de Dante. En ellas aparecen figuras retorcidas y llameantes que van abultándose, desde el relieve plano al altorrelieve. Otras obras memorables son Los burgueses de Calais (pág. 267), cuyo deterioro de las anatomías anuncia las deformaciones del Expresionismo; el retrato de Balzac; El beso -una de sus pocas esculturas que gozó de aceptación popular-, y El pensador (pág. 284), donde es más que notable la influencia de Miguel Ángel. En su madurez su estilo derivará hacia las formas simbólicas, como La Catedral,

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reducida a dos manos en posición orante. El lenguaje escultórico del siglo XX tiene su punto de partida en este extraordinario creador. 5. Postimpresionismo: Cézanne, Gauguin y Van Gogh. El Postimpresionismo no es un movimiento colectivo como el Impresionismo, sino que agrupa a artistas que, partiendo de este estilo, recorren caminos individuales para alcanzar nuevas conquistas. El postimpresionismo supone, entre otras cosas, una recuperación de la importancia del dibujo y la preocupación por captar no sólo la luz, sino también la expresividad de las cosas y las personas sobre las que la luz incide. La síntesis que elaboran estos maestros abre de par en par las puertas de las vanguardias históricas del siglo XX: Cézanne preludia el Cubismo, Gauguin el movimiento Nabi, y Van Gogh, el Fauvismo y el Expresionismo.

a) Paul Cézanne (1839-1906)

Fue uno de los postimpresionistas más revolucionarios en su concepción de la pintura. Cézanne no vio reconocido en vida su genio, y desde 1885 hasta su muerte vivió retirado en la Provenza, solitario y desconocido. Su concepción pictórica no descansa exclusivamente en la mirada, como hacían los impresionistas. Cézanne busca en la naturaleza las formas esenciales, que para él son figuras geométricas: el prisma, la esfera, la pirámide... Pinta en función de las masas y los volúmenes, utilizando amplias manchas en lugar de pinceladas. Es pues el más importante precursor del Cubismo. La simplificación de la naturaleza en líneas perpendiculares y diagonales, donde la pincelada de color tiene volumen y peso, aparece en sus bañistas, jugadores de cartas, bodegones y paisajes. Esta geometrización llega a su grado de máxima racionalidad en La montaña de Santa Victoria. El mismo propósito de subrayar la forma mediante el color se detecta en los frutos de sus Naturalezas muertas y en sus cuadros con figuras como Los jugadores de cartas (pág. 314).

b) Paul Gauguin (1848-1903) Su existencia es una especie de novela de aventuras. Pasó la infancia en Perú, y la juventud en París, donde trabajó como marino mercante y corredor de bolsa. A mitad de su vida descubre su vocación pictórica y ya no se dedicará a otra cosa. Deja una vida confortable y a su mujer e hijos y recorre el norte de Francia buscando ambientes para pintar. Durante un tiempo convive con Van Gogh en Arlés, y finalmente se traslada a Tahití, donde pinta sus famosas series de mujeres tahitianas. La luz pierde en Gauguin su dominio absoluto en favor de una exaltación del color, principio en el que se basará años después el Fauvismo. La fascinación de sus cuadros radica en la calma de las zonas anchas de colores, como si realizara vidrieras, y en sus figuras grandes, contorneadas con líneas negras de manera nítida, cual tallas de madera. Al mismo tiempo renuncia a la perspectiva, suprime el modelado y las sombras y pinta con colores planos y brillantes. Entre sus obras podemos destacar, además de sus cuadros de mujeres tahitianas (Muchachas con flores de mango, pág. 316), el tema bíblico de La visión después del sermón, o su obra maestra ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?

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c) Vincent Van Gogh (1853-1890) Es el artista del siglo XIX que mayor entusiasmo provoca en nuestra sociedad actual. Fue un prodigio de potencia y fertilidad creadora. Vivió 37 años, pero únicamente los nueve últimos los pasó entregado a la pintura, dejando, al suicidarse, cerca de 900 cuadros. Sólo logró vender un lienzo en su vida; un siglo después, ha batido todos los récords en cuanto al precio pagado en la historia de las subastas de arte. Van Gogh era hijo de un pastor calvinista, y durante años trabajó como marchante de arte. Tras sufrir una serie de desengaños amorosos y ser despedido de su empleo, entra en una depresión que conocemos bien gracias a la correspondencia que mantuvo con su hermano Théo, su gran soporte moral y financiero hasta el final de su vida. Busca consuelo en la religión y decide convertirse en "evangelizador de los pobres", predicando la Biblia. Es ahora cuando comienza a pintar, cultivando una temática social, de homenaje a las clases más bajas, a base de tonos oscuros y grises, como aparece en Los comedores de patatas. En 1886 fija su residencia en París, donde conoce la obra de los impresionistas, quedando fascinado por su luz y vitalidad. Su estilo cambia hacia una pintura más luminosa, a la vez que alegra la temática de sus cuadros. En 1888 se traslada al sur de Francia, a Arlés. Plenamente entusiasmado con la luz de la Provenza pinta paisajes y figuras de formas serpenteantes, flamígeras, que traducen su fuego interior. Los cipreses llameantes, los suelos que parecen estremecidos por terremotos, los edificios de líneas retorcidas, constituyen los temas preferidos de su extensa obra: El café de Arlés, La habitación de Arlés, Noche estrellada (pág. 318), la Iglesia de Auvers... También realizó numerosos retratos y autorretratos, en los que ensayaba pigmentos y técnicas tomando como referencia su rostro, cada vez más degradado. La técnica es impresionista, pero sus pinceladas son mucho más gruesas y rápidas. La pintura le sirve a Van Gogh para desahogar su exaltada actividad mental. Llega incluso a pasar temporadas internado en el hospital psiquiátrico de Saint Rémy. En julio de 1890 se suicida con un disparo, en un lamentable ataque de locura. Algunos fundamentos de la pintura del siglo XX se encuentran apuntados en la obra de este genio holandés. No podemos dejar de citar entre la nómina de maestros postimpresionistas la figura de Toulouse-Lautrec, que retrató el ambiente de los cabarets como el Moulin Rouge (Jane Avril bailando en el Moulin Rouge, pág. 269) y el Moulin de la Galette, elevando el cartel a la categoría de obra de arte.