El Árbol de las Lágrimas

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Novela de ficción

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El árbol de las lágrimasMiguel Ángel Mendaro Johnson

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Título: El árbol de las lágrimas.Autor: Miguel Ángel Mendaro Johnson.

Copyright de la presente edición: © 2006 Miguel Ángel Mendaro Johnson.www.miguelangelmendaro.com

Diseño y realización de portada: Miguel Ángel Mendaro Johnson.© Fotografías de imagen portada e ilustraciones: Miguel Ángel Mendaro Johnson.

Depósito Legal: M001092-2007

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley. Prohibida su reproducción sin autorización. La infracción de los derechos mencionados puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

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Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres.

Tagore Rabindranath

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar.

Khalil Gibran

A perdonar sólo se aprende en la vida cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho.

Jacinto Benavente

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Palabras por escribir

Un sombrero azul oscuro tiempo atrás acompañó a una cabeza. Ahora, por la intemperie casi negro, llevaba unos años ubicado en lo alto de un árbol, bien abrazado por unas ramas, que no quisieron que cayese después de que lo trajera un viento generoso. Un viento entendido en los recovecos profundos de las almas; conocedor de sus cosquillas. Pensé, mientras miraba al árbol mecerse, que el alma debía de ser el viento en el instante que atraviesa un árbol. Sí, no era descabellado. Ni el árbol, ni el viento. ¡El instante! Del revés, el sombrero, era ahora el nido de unos pájaros vagos.

Detrás de él, un niño franqueó su robusta figura y a sus lapiceros mordidos en los extremos (era un pintor de lo más frenético.) Ese niño era Rubén, que llegó del colegio envuelto por una brisa primaveral. El chico sabía desde por la mañana que su madre tenía un regalo para él, ¡y no uno cualquiera! Sus seis años de corta vida llenaban su ser de una ilusión tan sumamente grande que no cabía ni en 2.414 adultos, lo cual hacía replantearse ciertas cosas, una de ellas inexcusable: de qué estamos llenos los adultos. Hacer cuentas ahora resultaría desalentador. El día pareció hacerse la noche más oscura y la tormenta que llevaba insinuándose un rato, pesando en el cielo, descargó igual que una ventisca encolerizada. Después de siete minutos la luz del sol volvió a lucir como si nada hubiera acontecido. Sentado en la silla de la cocina bajo un halógeno tembloroso, Rubén vio la fotografía de un niño enmarcada en madera de nogal y colgada de la pared por un grueso trozo de cordel. El rostro en blanco y negro, resplandecía gracias a todas aquellas historias que su madre había contado acerca de su padre. Acorralado por sus propios nervios, Rubén no pudo esperar más y, teniendo que dejar a un lado sus galletas de variopintas formas y el vaso de leche donde las ahogaba, comunicó a su madre de manera muy educada que iba siendo la hora de anunciar la esperada sorpresa. Salieron juntos al jardín. De la mano, felices. Rubén estaba tan inquieto que apenas percibió que el sol calentaba la hierba, las hortensias frescas por la lluvia, la mimosa y también los brotes precoces de las hojas de los árboles y que además, los polluelos de un dibujo anidados en un sombrero, piaban. Lo que Rubén buscó no tardó en revelarse entre el aroma de la lluvia. Pudo encontrarlo en el gran árbol. Ése por el que sentía predilección especial. Ése que desde hacía unos años había decidido llevar sombrero. Tan caballeroso para él que era el dirigente de todo su jardín: ÉSE. Distinguió que un columpio pendía de una de sus ramas más altas y anchas y después su corazón se agitó muy deprisa.

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Y se sentó después de varias intentonas gracias a que su madre le ayudara a subir. Sus pequeñas piernas colgaron sin tocar el césped y necesitó, como para todo en la vida, un primer empujón. Luego Rubén se balanceó adelante, atrás, queriendo ir cada vez más y más alto. Aunque apenas subió a ojos de un experto en columpios, él creyó rozar las nubes y las cosquillas sometieron su estómago inexperto. Después de varios balanceos, gritó hacia lo alto del árbol y también a lo lejos donde había un lago: — ¡Mira cuánto subo, mamá!

Mientras, su madre veía a su hijo arropada por la sombra del árbol, y una lágrima insostenible se deslizó por su rostro. En seguida la lágrima cayó en la hierba y se hundió, se hundió tan profundo que llegó al mismísimo corazón de la Tierra.

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Perspectiva de un viaje

Al parecer a Jonás se le había roto la brújula en un sueño. En él, se perdió con una soltura que llegó a asustarlo. Lo hizo por un camino pedregoso, hostil. Abrigado por brumas y multitud de personas carentes de rostro, rogó a alguno para que le guiara, a pesar de haber renunciado a ello en otras situaciones. Pero nadie lo hizo. Al menos, fue un sueño. Despierto, estaba Jonás ahora en cuclillas, en el suelo, encima de una alfombra verde de flecos largos a la orilla de unos rayos vertidos por un sol fatigado que tintaba de ocre a su viejo salón. Los treinta y nueve años se habían empeñado en dejarle y los cuarenta llamaban imperiosamente a su puerta. Por desgracia, no podía eludir el compromiso del tiempo por muy terco que se pusiera. Por ello, y por otras muchas cosas gruñía, mordiéndose la lengua, a dos cables liados que intentaba separar con ambas manos. — Mierda, ¿cómo es posible que lleguen a enredarse de esta forma?

Dioooooooos!— gritó con 220 voltios por un dios constituido de muchas <<oes. >>

El reloj seguía sonando <<tic, tac, ¡tic, tac!>> y la tarde se presentaba, sin lugar a dudas, nostálgica.

Entre grito y grito, Jonás vio que los dos cables que intentaba separar estaban ya tan enmarañados que hasta resultó ser toda una comparación hacia la vida y que ésta tiende al caos por sí sola, sin ayuda de ningún tipo. Justo ahí, con los cables enmarañados (uno de ellos se había enroscado por su pierna derecha apretándola como si se tratase de una de esas boas de los documentales) se dio cuenta de que iba a ser imposible el poder separarlos. Para su suerte, no era más que un desliz pasajero de esos que sufrimos todos de vez en cuando. Ató los cables con firme determinación y decidió que éstos vivirían para siempre juntos. <<Fastídiate, si la vida tiende al caos por naturaleza propia, ¡no voy a poner yo más de mi parte! ni una sola palabra más sobre esto… estoy… estoy realmente agotado>> reiteró para sus adentros. Instantáneamente cayó rendido mirando al techo, observando las motas de polvo danzar levantadas por él al tumbarse.

— Malditos cables— maldijo apenas sin voz. Tirado en el suelo y con respiración irregular, se le levantó un terrible dolor de cabeza. Pero es que después de una batalla con una boa de documental, ¡cualquiera cae rendido! Se incorporó. Una nota misteriosa, cuya autoría y caligrafía (incuestionablemente infantil) le era imposible identificar. Y continuaba en el mismo lugar donde la encontró:

Dijiste que me ayudarías.

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Un tren sale por la tarde de la vieja estación.

Todavía era temprano. Se puso de pie y acto seguido, fue derecho hacia una silla que había cerca de la ventana donde antes de ensañarse con los cables estuvo haciendo su maleta. De algún modo, Jonás supo que había decidido cumplir con el compromiso citado en la nota; un viaje repentino e inoportuno. Eso lo recordaba. Aquejado todavía de su dolor de cabeza, se sentó justo en el borde donde la silla terminaba e hizo un desmedido esfuerzo por cerrar la maleta. Refunfuñó a viva voz: << ¡Otro viaje! otra vez, otro de tantos y tantos…>> Si bien, para esa ocasión, el viaje en el que se embarcaba era precipitado. La pura verdad es que no quería hacerlo… no podía evitar preguntar: ¿quién solicitaba su ayuda? Por mucho que intentaba justificarlo se perdía y de vez en cuando oía una voz. Cerró la cremallera, teniendo que sentarse encima de la maleta para conseguirlo. Cerrada a cal y canto, comprendió que tenía que irse sin otra excusa que la de una voz pidiendo ayuda. Entre otras cosas, Jonás, desde que se despertó esa mañana, sufría mareos fortuitos que podían costarle la propia consciencia de la realidad. Por ello, tener que marcharse en semejante estado de salud y sin dar una sola explicación lógica cuando incluso él mismo no la tenía, era un asunto de difícil explicación. Sufrió un nuevo mareo viéndose obligado a caer de rodillas.

¿Por qué tenía que irse? ¿Cómo podía haber sucedido todo esto? No lo supo porque, tan pronto veía las cosas claras, la confusión más grande le invadía de los pies a la cabeza.

***

Se sentó en el extremo de la silla y se percató que todavía un cable seguía enredado en su pierna derecha: ¡Qué osado! — gritó. Tiró del cable con ira e insólitamente le dolió. En consecuencia siguió con sus manos el camino marcado por el cable y acabó justo en su ombligo: El cable entraba directo en su estómago. ¿Acaso la boa estaba devorándole vivo? Sólo la idea le producía un profundo temor.

Nervioso e inquieto, no supo qué hacer. Dominó un nuevo mareo. Miró su estómago. De inmediato dedujo que aquella situación la resolvería dando con el lugar donde moría el otro extremo del cable. De rodillas y con diligencia, rastreó el cable que se enmarañaba con otros hasta que dio con su fin: conectado a la pared. Visto por otros ojos, Jonás estaba enchufado a la corriente. A su casa. ¿Desde hacía cuánto y por qué lo llevaba pegado a sus entrañas? Vaciló con la idea de desenchufar el cable de la pared, sin embargo la posible y horripilante imagen de quedar <<desconectado>> del mundo le producía un infinito pavor. Quizás, si se desenchufaba, cabía la cauta posibilidad de que no volviera a ser consciente jamás. Resbaló despacio por la pared y se sentó en el suelo. Jugueteó con el cable entre los dedos, enredándolo. ¿Qué podía hacer? Se preguntaba. No había una solución y debía coger un tren en la vieja estación cuando llegara la tarde.

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***

Dejó a un lado la maraña de cables y caminó hasta la cocina deshaciendo una y otra vez sus pasos anteriores. Sacó la botella de leche y unos polvos que decían ser café. Mientras lo vertía todo en una taza, se puso de puntillas para alcanzar el azúcar y volvió a sentir un dolor agudo. El cable que penetraba en su ombligo estaba tan tenso que pareció que pronto cedería por alguno de los extremos. Tomó asiento en el suelo dejando que el cable se destensara poco a poco. El dolor le estaba dejando agotado.— ¿Qué hora será?— preguntó en voz baja. Giró su cabeza y dio con el reloj

de pared: Las dos. Cogió el cable y suspiró. De algún modo Jonás iba a tener que ingeniárselas para salir de semejante lío y acudir a su cita en la estación.

***

Encendió el televisor para evadirse de su realidad. Un acalorado debate político. Moisés, un amigo sólido de Jonás, vino a su mente. Recordó que él solía citar que la política era marujeo para quienes creen ser intelectuales. En completo silencio, dejó que el televisor se alejara. Dirigió su mirada a la estantería. Repasó, desde la distancia, todos sus libros. Maduró que quizás era un buen momento para leer <<El Principito>>: ¡Uno de sus libros favoritos! Sin duda, lo era porque fue el primero que situó en su biblioteca personal. Fue el origen, la base de su amor por los libros y la lectura. Dicho libro nunca lo entendió de niño y una vez creció le florecieron los significados, y eso, le fascinó de tal manera que quedó enamorado. Rememoró su infancia, esa que Saint-Exupéry tan bien retrató, esa que tanto añoraba. Decidió que metería el libro en su maleta. ¡Desde luego era una buena lectura para un viaje confuso!

***

Desvió su mirada lejos de la biblioteca. Y se levantó en busca de su taza de café, que no humeaba y se había quedado frío. El salón empezó a mecerse, como si la casa estuviera flotando en un mar embravecido. Jonás corrió a apoyarse en la pared y cerró lo ojos con fuerza. Empezó a sudar con prominencia y decidió tumbarse en el suelo sabiendo que todo era fruto de uno de sus mareos. Tales sensaciones estaban consumiéndole. Acaso, ¿iba a morir? Al mencionar la muerte, recordó cómo admitió de niño, que no todo era eterno. Que íbamos a morir. Morir, un verbo que todavía a su edad, abominaba conjugar:

Yo mueroTú mueresÉl muere…

Tal afirmación resulta tan rotunda que se ha convertido en una de las grandes verdades del Universo. Y no era tan sencillo aceptarlo. Unos lo sobrellevan, otros, no. <<Joder>> decía siempre enfrentado ante su propio reflejo del espejo <<es

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complicado de por sí… ¿cómo admitirlo? ¿Cómo convivir con eso?>> Es la recompensa a la eterna jaqueca. <<Moriremos, desde luego que lo haremos. >> Y la muerte le hizo recordar de nuevo a Moisés.— Allí se estará mejor que aquí — le dijo Moisés, después de tres cervezas, a

lo que Jonás contestó:— Desde luego. No te quepa duda, porque por aquí huele a Mierda. Y lo digo

con mayúscula (así lo decía cuando quería remarcarlo). ¿Me vas a decir que hay algo al otro lado? ¡No me seas simple!

Moisés, rifle en mano, objetó:— Bueno, a algunos nos anima a seguir. Y no tienes ningún derecho de

privarme a mí y a quienes quieran creerlo, de esa idea.— Lo que tú digas.— Es que…— ¿Qué?— A veces no entiendo por qué eres tan dramático y negativo— dijo sin tapujos

ni vergüenzas—. Me cuesta aceptar que puedas desenvolverte así por la vida.

— Sólo soy realista, amigo Moisés ¿qué tiene eso de malo? ¿Acaso mi actitud está prohibida?— y dio un trago a la espuma de su cerveza, para que fuera directo al cerebro—. Tengo veinte años. Tú veinti- uno. Para empezar espera a ver si llegamos a los cincuenta. Además, la vida no parece tener nada nuevo que demostrarnos. Bueno espera, tú… sí, tú llevarás al hombre de nuevo las tablas… pero ¿yo? ¿Debo acaso predicar por Nínive? ¡Por favor!— y levantó los brazos como si fuera un elegido.

— Anda, anda, deja de atormentarte a ti y a todos los aquí presentes y deja también de decir estupideces. Aparca tu realidad y… ¡bebe!, con este pedal seguro que incluso podemos hablar con dios. Eso te ayudaría a reconciliarte con las circunstancias y tu mundo negro. ¿Sabes que eres patético, Jonás?

— ¿Patético? ¿Quién quiere hablar con dios?— dejó su jarra de cerveza en el suelo—. Puede que yo lo sea, tanto como muchos otros mortales. Si bien ten en cuenta esto que te digo: para mí dios no es otra cosa que un fruto poco maduro de nuestros cerebros.

— Hazme un favor y elévame a tu punto de vista privilegiado… ¡te lo pido de rodillas!

Salió de su recuerdo. Esbozó media sonrisa. Podía recordar con humor a Moisés arrodillándose entre risas y súplicas. Y por ello se dio cuenta de que lo echaba en falta tanto como al hermano que nunca tuvo. Cerró su puño impotente, preso de una rabia apenas refrenable. <<Yo muero, tú mueres, tú mueres, tú mueres…>> y murió. Moisés murió una tarde de invierno tardío sin avisar, por un tabú de nombre impronunciable en aquellos que lo padecen, y eso fue un golpe durísimo. En especial, cuando en esos días de blanco y negro, cuando Moisés decía creer y tener fe, dejó a un Jonás solo, demostrándole entre otras cosas, que si existía un dios, apestaba igual que un fruto podrido.

***

Evitó recordar el día del funeral de Moisés. Al estar la muerte entre la biblioteca y la puerta en forma de verbo conjugado, quiso tirar del cable y retar así a su suerte.

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Pero por mucho que Jonás evitara recordar a la muerte, tuvo que volver a sus orígenes. De cómo se enteró de ésa verdad, la del verbo morir en todas sus formas, y cómo hizo para superarlo. Todo ello sucedió cuando vivía en la gran ciudad.

Allí nadie sonreía, reinaba el enfado. Una prueba de ello era su antiguo trabajo: Una mesa y una planta que lloraba por conocer la luz real y no la del halógeno (era la planta más triste del mundo.) Trabajó durante años para una sucursal de uno de esos bancos bárbaros que no pertenecen a nadie. Rellenó día tras día, durante años y años, miles de cartas delante del ordenador, hipnotizado por un centelleo inerte. Y no una carta cualquiera, un <<prototipo>> de carta, lo cual era peor, donde su única función era la de rellenar diferentes apellidos después de cada <<Estimado Señor…>> En verdad lo que más turbó a Jonás eran esas cartas firmadas por una tal <<Raquel Izquierdo>>, <<Jefa de particulares>> que poco o nada tenía que ver con él, con el cliente y casi seguro ni si quiera existía. <<Qué más da>> expuso, <<nadie lo va a averiguar, ¿me equivoco?>> Le asustaba el hecho de que nos desenvolvíamos como pez en el agua en un mundo donde la indeferencia ganaba terreno a pasos agigantados. Más muerto, más productivo para el dinero. Y eso era triste, era un patrón claro de hacia adónde íbamos: A una pérdida total de identidad y frío, mucho frío.

Todo esto culminó en un atasco, en un día lluvioso. Su jornada de trabajo había resultado nefasta: recibió cuatro broncas, tal vez injustificadas, por su jefa (no Raquel Izquierdo, jefa de particulares). Lo único que deseaba era llegar a su casa y desaparecer del mapa, y aunque recodar cualquier cable le ponía nervioso, por entonces deseaba desconectar el enchufe principal del cerebro. Empuñando con ambas manos el volante de su coche, Jonás mordió su labio inferior. Los coches no se movían, los gases se entremezclaban con el agua de las aceras creando un riachuelo de agua quemada. Y es que un policía había decidido detener el avance de los coches a pesar de que la luz verde del semáforo diera preferencia. Un pitido. Otro. Otro. Otro. Un poco de silencio. Dos pitidos más. Podía sentirse la crispación. Jonás trató de evadirse del contexto mirando a su derecha. Y unos metros más adelante, un gato estaba muerto, atropellado.Se apenó por el animalito. Lo que le punzó fue que nadie, mirasen el pobre cadáver. Indiferencia: ratificó que ocultamos la muerte para recordar que existe. Se dijo que por lo menos nos obligábamos adedicar una pequeña mirada, por discreta que fuera, darnos cuenta si era eso posible, de que había un bicho muerto, aunque se tratara de una apestosa rata, en el margen del asfalto. Pero no. Todos pitaban, farfullaban y maldecían al agente. Tuvo que obligarse a creer que eso no estaba pasando. Era imposible. No obstante por mucho que hiciese, era la evidencia de la realidad de nuestros días. Acabó por concluir que para cuando el dichoso policía les dejara circular, eso pasaría al olvido y nunca tendría que volver a recordarlo. Se sintió distinto, probablemente, al ser el único de los presentes que sentía pena por el animal. Pronto pasaría. Cerró los ojos y contó: — Uno…

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<< Ponte verde y catapúltame lejos de aquí, ¡por favor!>> — murmuró la razón. — Tres, cuatro… << ¿Existirá Raquel Izquierdo, Jefa de particulares?>> — Ocho, nueve… << ¡Yo firmo por ella!, ¡cuánta gente engañada!…>> — Diez…

Abrió los ojos. Nada había cambiado.

Y un escalofrío dejó petrificado a Jonás, que repito era el único que se percató de todo cuanto en esa avenida estaba sucediendo: El gato levantó un poco la cabeza. ¡Qué atrocidad! ¡No estaba muerto! Troceado como si estuviese expuesto en una charcutería, estaba todavía vivo. Jonás no comprendía cuál era la finalidad de hacer sufrir. La mujer que estaba detrás de él, con un voluminoso Mercedes, color beige humo tostado, pitaba con irrefutable satisfacción, como si el hacerlo la otorgara una ingente cantidad de poder. Tocaba el claxon sin parar, continua y machacona, y de tanto apretar pareció que al claxon le faltaba cada vez más aire. El ruido acabó resultando hasta gracioso. Jonás miró al agente implorando por su cordura: o pasaba ya o de ahí iba directo al loquero. En su subconsciente, el gato agonizante cobraba más y más fuerza hasta que silenció su voz interior que gritaba enloquecida, sólo para que no hiciera lo que estaba a punto de hacer. Aunque lo hizo. Detuvo el motor de su vehículo y salió. Justo ahí, no en otro momento cuando para entonces hubiera pasado de largo, el agente decidió dejar pasar a los coches. Acción que no llegaría a completarse porque el vehículo de Jonás entorpecía la fluidez del resto. Caminó hasta la escena del crimen y se arrodilló frente a lo que quedaba del gato. Tragó saliva e intentó deshacer el nudo de su garganta. No supo cómo plantaría cara a semejante situación. El animal maullaba, débilmente, cada vez más bajo, extinguiéndose.

— ¡Sube a tu coche, loco!— le gritaron a sus espaldas y a coro. — ¿Qué coño hace ese imbécil?— vociferó otra, con registro de soprano. — Maldito gilipollas…— sentenció un ca- mionero.

El gato, desde luego, no iba a sobrevivir. Sus conocimientos sobre medicina o primeros auxilios rozaban la nulidad, aunque no era necesario ser un erudito en el tema para saber que no tenía buen aspecto lo que veía. Instintivamente, Jonás dio al gato todo cuanto se le estaba negando en ese hostil entorno. Lo protegería a la par que se preguntaba en qué clase de ser se había convertido y hacia donde íbamos todos, si la indeferencia nació en el banco por culpa de las <<Raqueles Izquierdos>>, si era culpa del negocio montado por la imprevista muerte de sus padres, ¡o qué coño era! Desde luego no quería ser como el resto de los impolutos espectadores: Gente con prisa, demasiada prisa, por llegar a ninguna parte. Y de golpe y porrazo vinieron a su cabeza advirtiendo sus manos manchadas de sangre y agua sucia, el cariño incondicional de sus padres, la belleza de la niñez. Sentimientos enterrados. Sin saber de qué manera desenlazaría todo lo que un conductor empezó al arrollar a un animal y darse a la fuga, posó la cabeza del gato en la base de su mano, entre sus cinco dedos, en un ambiguo intento por reconfortarle. Le dominaba la necesidad de expresar que estaba a su lado, que él sí lo vio. Jonás era el calor y la vida, enfrentado ante el frío y la muerte en una batalla rodeada de lágrimas caídas del cielo. El gato miró entonces a Jonás, y ese fogonazo le

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aturdió, le fulminó, vio hasta donde puede llegar la crueldad humana. Jonás conocía al dedillo la definición de humano, nada más que un ser comprensivo, sensible a los infortunios ajenos. << ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Somos osados hasta para bautizarnos! ¡El cerdo, más que repulsivo, es humano y el humano, repulsivo, es un auténtico cerdo!>> Es posible si bien no cierto del todo que el animal quisiera saber quién estaba sujetándole, quién intentaba impedir que se alejara del mundo conocido. De ahí poco más aconteció. Sufrió una leve convulsión. Al poco de eso sintió el último hálito salir y enfriarse. El compás de todo corazón latiente, también:

Boom, boom Boom, boom Boooom, booo… al segundo siguiente, silencio.

Una parte muy importante de Jonás murió con el gato. Alguien tocó su espalda.

— Señor, disculpe… ¿Qué… qué… qué…q…q…q… demonios hace?— preguntó el policía, ahora tartamudo, que había dejado de dirigir el tráfico para ir a quitar el tapón que impedía el movimiento: Jonás.

Su precipitada acción estaba prolongando la pesada espera de muchos que ahora bajaban sus ventanillas para escuchar la reprimenda policial. Era marujeo puro y duro. Jonás no se percató del primer toque de atención pero sí del segundo que fue bastante más rotundo y al que tuvo que responder.

— Yo… yo lo único que intento es ayudar a este gato. ¿Es que usted no vio que estaba muriendo? ¿Por qué no hizo nada por él?

Sin vacilar, el policía respondió, aunque siempre formal:— No vi nada, señor. Ha… ha… ha… hace una montaña de un grano de

arena. ¿Usted no sabe que esto sucede a diario?— ¿El qué? ¿A diario? Vaya trabajo el suyo— el policía retorció su boca,

bastante sobrecogido sin acabar de concluir qué quiso decir Jonás con exactitud—. Bueno, ¿y me dice que lo que he hecho carece de sentido?

El policía ni se inmutó frente a tamaña pregunta. Jonás se dio cuenta de que no eran dos, sino tres. La mujer del Mercedes voluminoso, sin que nadie la invitara, se plantó entre ellos para formar parte del coloquio, igual que en esas tertulias televisivas repelentes. Era posible que hasta fuesen cuatro, o cinco, o veinte, porque la mujer mantenía una conversación con alguien al otro lado del hilo telefónico.

— Sí tía. Sí, sí, como lo oyes— decía a hurtadillas—. Qué fuerte todo. Ha parado y se ha bajado a coger los restos de un animal. Qué vulgar. ¿Puedes imaginarlo? ¡Apuesto a que no!

Turbado, Jonás vio a la mujer de mediana estatura, paraguas, vestimentas caras y maquillaje cual payaso de circo que no lograba ocultar lo que había detrás, abrirse paso. Se sentía como una atracción de feria.

— ¿Y usted no vio que el gato vivía?— preguntó en seguida Jonás a la mujer que presentaba, cual escudo antibalas, un perfume tan sumamente caro que con absoluta seguridad fundiría la bala antes de que la rozase.

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Horrorizada, llevó su mano al pecho, indignada de que un loco, ¡qué digo! un simple proletario le dirigiera unas vulgares palabras.

—Tía espera…— dijo llevándose la mano a la barbilla, y en tono muy bajo intentó acabar su frase—. Escucha, ¿eh? tú escucha que te vas a quedar a cuadros…

Entonces consumó su acción, deslizando el teléfono hacia abajo aunque sin colgar, y le miró con barbarie—. ¿Disculpe? ¿Es a mí a quien se dirige? A Jonás le daba pereza responder a tan amenazadora víbora y no supo por qué preguntó cuando ella llevaba veinte gatos colgados de su abrigo.

— Ese zorro estaba muerto, agente. Quiero que mi testimonio prevalezca— la perplejidad dio un pisotón al frente—. Es imposible que estuviera vivo. ¿Es que no lo ve? Por favor. Créame, mi marido es médico—. Explicó con aires de grandeza.

Lo que no supo, dada su condición de ignorante, fue su monumental metedura de pata, que dejó su supuesta clase cultural por los suelos. Después de citar la anécdota del zorro se dio la vuelta y fue camino de su burbuja, en forma de cara berlina, y, mientras andaba con enfatizada soltura, volvió a llevarse el teléfono a la oreja—. Un zorro, tía. Tal y como lo oyes. Un zorro enorme. Hablaré con los de sanidad, debe de haber una plaga o algo… Sin más ayer noche uno hurgaba cerca de mi basura, ¿sabes la cantidad de enfermedades que tienen? Por dios bendito…

Incluso el policía no supo bien qué comentar. Ese tipo de gente opinaba y lo que decía era cierto y punto, ¡no se hable más! A Jonás poco le faltó para echarse a reír, o a llorar, o ambas a la vez; todo era extraño. Una rica de manos limpias dictó sentencia de lo que vio y su palabra prevalecería sobre la suya: un simple creador de cartas a las órdenes de Raquel Izquierdo con las manos mancilladas de sangre e incluso con la ridícula teoría de que era un gato y no un zorro. No pudo culpar a nadie porque él, en un primer vistazo, también lo creyó muerto. Entonces el policía buscó en uno de sus bolsillos y sacó varios pañuelos para que Jonás se limpiara las manos. Después de un rápido encuentro de miradas, subió a su coche, arrancó y se fue. Con mucho dolor todavía recordaba que la vida en la urbe puede ser el sueño de muchos y desde luego la pesadilla de otros. El blanco lleva opuesto al negro, eso es inevitable. Contingencias como la del gato sucedían a diario y ricachonas parlanchinas que todo lo saben también expresaban sus opiniones sin más. Para Jonás, así pasó: lo que fue durante un tiempo un sueño, se truncó en pesadilla.

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Sentimientos escritos

El recuerdo de lo que sucedió con el gato y su anterior vida en la ciudad, le devolvieron vagas y distantes impresiones. Era un retortijón en alguna parte imprecisa del estómago que sólo un entendido acertaría a situar. Todavía continuaba apoyado en la ventana, perseverante, con un cable, observando reaparecer su vaho en el cristal, viendo avanzar el día. Ahora los rayos de sol no le daban de lleno en sus ojos y se escondían tímidamente entre las ramas de un cedro dando un respiro a las facciones retraídas de su rostro. Reparando en el paisaje que la ventana ofreció de forma humilde se topó con un frondoso árbol, el más alto, el más esbelto de todos. Después, sonrió. Lo que sucedió es que una vez acontecido lo del gato, o el zorro para la opulenta ricachona, Jonás había entrado en un conflicto profundo. La vida se le tornó con una apariencia un tanto desalentadora. Al día siguiente del atropello, por la mañana, volvió a su trabajo, muy, muy, muy disgustado. Entrar por esa puerta hermética que le retendría entre cuatro paredes durante nueve horas suponía un ritual mental para Jonás. Ya, una vez dentro del ambiente aséptico, encendió su ordenador y de inmediato abrió el archivo:

<<Cartas_Clientes.doc>>

El listado de clientes desfiló ante sus ojos y a ellos les tocaría recibir una carta de Raquel. Después de una mañana productiva —quizá algo más de quinientas cuarenta cartas— hizo una leve pausa para comer un sándwich de una de las máquinas expendedoras de la sala de tertulias. Solía tratar con Mónica, una chica joven, de pelo rizado y castaño, suntuosas curvas y rostro rotundo marcado por una amplia frente, que después de estudiar Derecho y Farmacia ni más ni menos, además de saber tocar el piano y alguna cosa más, acabó en un banco sonriendo a los clientes que cada día la acusaban de ladrona por robarles cuatro céntimos de algún lugar de sus cuentas, que ella, por mucho que se esforzara, no acertaba a situar y tampoco a justificar, mientras unos se enriquecían gracias al conformismo de otros. Para Jonás era una proeza sonreír mientras tus cazadores te muerden en la yugular. Allí estaba ella, tomando un refresco light acompañado de una ensalada en la que todo prácticamente sabía igual. Al poco de estar comiendo, cualquiera captaba que el tomate tendía hacia el pescado, el pepino a madera húmeda y el pimiento a felpudo. ¡Cosa de manipular la genética de los alimentos!

— ¿Sabes quién es Raquel Izquierdo?— preguntó Jonás mordisqueando el borde de su sándwich de jamón.

Era una pregunta estúpida, de esas para romper el hielo.— ¿Izquierdo?— reiteró con el tenedor en la boca, acto que a Jonás le pareció un tanto erótico, puesto que retozaba con él en la boca y su lengua jugaba al despiste.

Mónica, para esos menesteres era infalible y si Raquel existía, lo sabría. Después de revisar su base de datos, un preludio pudo verse en sus ojos:

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— No caigo. Si existe, debe de ser una de las jefas. Pero… Jefas, jefas. Ya me entiendes, sabes que aquí hay mucho jefecito. ¿Por qué te interesa?

— No, por nada… — ¡Espera!— gritó de sopetón, golpeando la mesa — ¿Raquel Izquierdo, verdad? Sí, sí, sí… es, es… ¡Es la jefa de clientes!

Los ojos de Jonás se abrieron del estrépito. — Aunque nunca la he visto. Creo que no trabaja para nuestra sucursal. Contó que la recordó por una revista de pequeña tirada en la que la entrevistaron. El cómo hizo para recordar semejante cosa, eran palabras mayores.

— Me paso el día creando cartas que se firman en su nombre, aunque la firma es digital; una pregunta: ¿no es eso un delito?— No lo sé. ¿Qué no lo es?— retó ella apelando a sus conocimientos de abogacía.

Enredaba con ventaja al simplón de Jonás, porque, aparte de haber estudiado esa carrera, no paraba de juguetear con el susodicho tenedor en la boca y eso le enloquecía. También una mueca en los gestos de aquella joven, no sabría describirlo, despertaba en su interior un gruñido vasto y salvaje. Aunque todo era una buena excusa, porque eso de tocar el piano, avivaba cierto sentimiento fetiche que jamás hubiera pensado que existiera. El caso es que hiciera lo que hiciese, esa chica hipnotizaba a Jonás. La circunstancia era que él, un hombre joven que siempre gozó de ese don de pasar desapercibido, se volvía torpe cuando la tenía a ella delante. Era capaz de hacer cosas de verdad absurdas. Flaqueaba como un cura al que la mujer más bella le confesase sus más íntimos pecados. Una vez finalizaron de comer, aún dispusieron de veinticinco minutos de tiempo libre. Sin saber qué hacer, deambularon hablando sobre cosas triviales hasta que Jonás sacó su hazaña del día anterior, animado por casi una desconocida.

— ¿De verdad, lo hiciste? ¿Saliste del coche a por ese gato? Eres…— ¿Un loco? ¡Así es como me hicieron sentir aparte de humillarme!— No, ¡no!, calla un segundo. Déjame terminar. Valiente. A eso lo llamo yo valentía.

A Jonás se le hinchó el pecho, hacía mucho que nadie le brindaba la oportunidad de nadar en elogios.

— Vaya…— …— ¿ …?

Silencio. Jonás abrió la boca para decir una palabra y un extraño gemido salió, como el de una tórtola en celo quizá, después volvió a intentar algo pero… Silencio. Mónica, muy hábil y conocedora de su timidez masculina y seductora se adelantó.

— Jamás hubiera pensado eso de ti. Es extraño…De verdad te lo digo. Apenas te conozco, aunque eso dice muchísimo de ti. Siempre tan callado, muchos dicen que de ti, no puede esperarse nada. ¡Qué equivocados están!— Qué sincera eres…— acertó a decir, ahora con su pecho deshinchado —. Lo que me jode es cómo hablan muchos sin saber.— Será por eso que dicen aquello de que nunca juzgues a las personas por sus apariencias ¿no? Mira, sin ir más lejos, ayer mismo me pasó. Fue tan surrealista que a veces pienso que vivimos en un sueño. Tuve una bronca con una mujer, ¿sabes? bien entradita en años que juzgándola por sus vestimentas creí que sería la menos problemática en kilómetros a la redonda. Cuál fue mi sorpresa que no sucedió así, me llamó inculta, hasta puta creí oír en alguna parte, por escribir mal su apellido en un formulario para una transferencia. Pidió

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hasta que Antonio, el superior en estos casos, se personara para que esto, nunca, y repitió nunca cuatro veces, se repitiera. No le importaba nada, sólo hablaba por el móvil. Bla, bla, y bla… y bla, bla, bla, bla— decía moviendo su mano—. Bueno, mejor dicho, tía, tía, tía… ¡Ah! Y se me había olvidado, su Mercedes mal aparcado, no dejaba pasar a un autobús metropolitano. La llamaron de todo menos guapa. ¡Tendrías que haber visto al tropel de viajeros insultándola por los huecos de las ventanillas!

Viendo el mágico vaivén de los labios de Mónica, Jonás recordó quién era esa bruja. Ese tipo de personas no duraban mucho tiempo archivadas en su memoria temporal, sin embargo, como sucedió el día anterior, no resultó difícil recordar a la zorra del gato. Lo que vino después ya no atinó a escucharlo puesto que se había sumido ante el hechizo de Mónica. Sin saber cómo, acabaron en donde estaba situada la mesa de Jonás.

— Aquí es donde trabajas…— dijo ella inspeccionando su mesa. Sagaz. Picada por la curiosidad—. Es igual que la mía, un segundín… espera, hay algo… algo que tú tienes que yo… ¡La planta!

Jonás giró sus ojos en su búsqueda.— Sí, la compré hace unos meses. Una de esas de interior… ya sabes.— Pues está tristemente triste… valga la redundancia— y después de toquetear uno de sus pendientes, rió, pero sin mirar a Jonás, para alterarle.— ¿Tú lo crees?— Sí… mira sus hojas, ¿la riegas?— Claro. No soy cruel. Me aburro tanto que hasta hablo con ella. ¿Qué te

parece? ¿Ridículo?

Ella le miró entonces con gesto saleroso. Era de esas personas que creían que hablar a las plantas no servía para nada, aunque Jonás no lo hacía para que creciera, ni mucho menos, simplemente le narraba sus temores y penas por puro tedio. A continuación Mónica estudió la estructura de sus hojas y averiguó de qué planta estaban hablando, profiriendo una respuesta con una seña que revelaba un poco de superioridad, aunque no molestó a Jonás en ningún momento ya que, cuando te enseñan con la intención de que aprendas, siempre es bien recibida.

— No es una planta— enunció puntillosa. Ahora Jonás estaba perdido, porque si no era una planta, no tenía ni la más remota idea de qué tenía encima de su mesa. Ella dijo a continuación: — Es un árbol. Lo que necesita es muy simple, luz natural y sentir aire puro, no viciado de esta sala de humanos pensando en dinero. Acabará sino como tú. O yo… o el resto de hombres. ¿Te imaginas?

Jonás exteriorizó que si quitaba la maceta con su planta, se quedaba solo. Solo de verdad.

— Es una postura un tanto egoísta… Estás pensando sólo en ti, amigo ¿me dejas que escriba lo que piensa el pobre árbol? No debe ser tarea fácil ser un árbol en una oficina bancaria cuando todos te toman por planta…— ¿Escribes también? No acabo de creerlo— preguntó estupefacto. Pianista, farmacéutica, abogada, escritora y sobre todo, sonriente. Lo tenía todo. ¡Todo!— De vez en cuando. Si el cuerpo me lo pide. Es una buena vía de escape. Deberías probarlo.— No, no, que va… uf— acabó con un largo resoplido y sus ojos fueron directos al techo.— Bueno, mañana te lo traeré, veremos qué puedo exprimir de una planta que quiere ser un árbol. ¡Es como el cuento del patito feo!

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***

Y Mónica, en contra de todo pronóstico, escribió una tarde a hurtadillas del jefe en la mesa de su trabajo, adelantándose a su anuncio y fecha de entrega.

El árbol de las lágrimas.

¿Cuál es el motivo para tu crueldad, por la que mis manos no pueden sentir el tacto del viento?

Shhh, shhh, shhh…

¿Qué te hice yo para negarme el sol, la luna, las estrellas…?¡Contéstame! ¿Es ésta nuestra cárcel definitiva? Déjame a solas, necesito llorar.

Shhh…

¿Cómo? ¿Eras tú el que lloraba? Perdona por no escuchar tus llantos de dolor. Dime: ¿Qué esperas de un árbol que se alimenta de tus lágrimas? No puedo crecer con tu tristeza como alimento. No… No… no me tortures. No concibo el origen, porque nunca sentí la luz fluir en mi interior.

Ya no puedo, no puedo, ¡no puedo…!

Shhhhhh, shhhhhh, shhhhhh,

¿Escuchas al silencio venir? ¡Escucha! Antes de que llegue, deja que forje las raíces en la tierra. Permite demostrarte que puedo ser fuerte, alto y firme. Por favor, atiende mi súplica, déjame ser árbol…

Leídas las palabras de Mónica, inspirada por un escaso matojo de hojas apagadas y sedientas de vida, dejó caer el papel sobre su mesa. La tarde acababa y Jonás había rellenado un récord de cartas, mientas tanto Mónica, marchó de la oficina bastante antes que él, dejando el escrito en un sobre cerrado. La pianista abogada y farmacéutica tuvo razón, el árbol tendría que ser árbol y él no tenía ningún derecho a condenarlo a morir. Y menos aún tratarlo como un ser que no era. Ésa era la verdad. Nos pasábamos la vida aparentando siempre lo que no somos y no lo haría con él. Más tarde pensó en el título que ella concedió a su escrito: El árbol de las lágrimas. Una baza más que elevaba su femenino intelecto. Y cayó en que a lo mejor el árbol del que estaba hablando y que en ningún momento pronunció su nombre podría ser un sauce llorón, aunque expresado con las artes de la poesía.

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Descálzate sobre la hierba

Salió de todas aquellas evocaciones vagas. Una a una, igual que si cerrase un álbum de fotografías. No había tiempo para nostalgias, por el momento. Intuía que la razón de sus mareos repentinos pudiera recaer en su clausura. Debía partir. La tarde estaba envejeciendo, y la cuestión volvió: ¿Por qué debo marchar? Una fuerza invisible le empujaba, le obligaba a irse. ¿Un sueño? Lo ignoraba. Mientras se dirigía hacia la puerta vio la nota que entre tanto recuerdo había casi llegado a olvidar. Y la voz de un niño sonó: ayúdame… — No sé si podré… un cable me ata a esta casa. Y me mareo a cada instante.— Sólo si lo deseas, podrás venir en mi ayuda, ¡te lo estoy suplicando!

Decidido, agarró el sombrero azul oscuro de su perchero y lo posó en su cabeza. Con la maleta a rastras de su brazo izquierdo, abrió la puerta de su casa. El cable se tensó igual que si le mandara detenerse. Con indeferencia, lo obvió. Y en el exterior soplaba una fresca brisa y el árbol que él plantó se balanceó emocionado. Se iba quien le dio la libertad, quien le brindó la oportunidad de ser. Nada más pisar el exterior el cable pareció ceder, como si creciera de tamaño. A la par su sombrero voló, y, bendita casualidad, fue a posarse a la vera del árbol. ¡Su árbol! El del escrito de Mónica. Jonás caminó entristecido hasta él. En el suelo lo agarró y se sentó durante un tiempo, esperando que la luz del día se consumiera casi por completo, dejando que la oscuridad sacase sus carboncillos y comenzara a trazar sombras alargadas y borrosas. A pesar del frío, Jonás se descalzó y se puso el sombrero de nuevo. Sintió la hierba en la planta de sus pies y como ésta se entremetía en sus dedos. <<Cuanta vida>>, dijo para sí. Y apreció el latir de las raíces del enorme árbol que plantó hace años. <<Es extraordinario… >> suspiró en el instante que las hojas susurraban. Una lágrima de difícil explicación cayó descarriada por su mejilla y fue absorbida por la hierba. Ahora su árbol, al sentir el agua procedente del alma de Jonás, supo que quien le dejó crecer, lloraba. Lloraba desconsolado. Y que en sus lloros había un adiós de algún modo definitivo y entre preguntas cruzadas, tuvo que ausentarse la explicación. No hizo mucho más, ambos detestaban las despedidas. Los últimos rayos de sol perforaron en su pecho iluminando rincones que llevaban décadas sin ver la luz. Después de volver a calzarse, sintió que un anhelado instante atravesaba una porción de su espíritu tullido por las circunstancias. En su maleta, cargaba la pena más grande de todas: no disponer de tiempo ni formas ni medios para despedirse de su Mónica, a la que había estado esperando toda la tarde. Y después un paso. Otro. El cable se alargaba, alargaba y alargaba... Ya estaba andando.

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***

Al fin recordó una conversación nacida de un sueño sin brújula:

— ¿Vendrás en mi ayuda?— le preguntó una voz infantil por el camino en el que estuvo.— Partiré. Pero estoy tan perdido.— Gracias, necesito que…— ¿Qué? — ¡Ayúdame a encontrar a mi hermano!— Te ayudaré…— No sé si recordarás esto cuando despiertes.— Claro que sí.— Por si acaso, te escribiré esta nota.

Mientras mordía su lengua, el niño escribió:

Dijiste que me ayudarías.Un tren sale por la tarde de la vieja estación.

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Blanco nieve: La última noche

Si bien Jonás emprendía un viaje inesperado, Mónica no conocía con exactitud dónde estaba él. Sentada y pegada igual que una ventosa al cristal de una ventana no muy grande, contempló la tarde invernal cambiar como un lienzo que muda colores dependiendo de la luz, refugiada en el interior de un quinto piso. Inmóvil y arropada por una manta adolecía unas heridas, somnolienta. El cielo estaba nublado, increíblemente dilatado delante de sus ojos. Nada se movió y sintió el preludio de una tormenta. No obstante, era nieve lo que se avecinaba, porque sólo las nubes níveas avanzan con un sigilo de lo más abrumador. No podía ocultar que echaba de menos a Jonás. No lograba ocultarlo. Era todo, todo para ella. Hacía casi un mes que no hablaba con él y un nudo la asfixiaba presionando en su garganta, ¡qué diablos! era como si alguien la estrangulara con sus manos. La pobre estaba siendo ahorcada a ojos de todos y nadie podía ayudarla. El destino de vez en cuando asestaba reveses inesperados. Sin embargo que Jonás optase por el silencio más cruel en uno de los momentos más dulces de sus vidas la dejó noqueada. El mutismo de las cuatro paredes hizo que a su cabeza brotara sin invitación el recuerdo de la última vez que disfrutó de su presencia. Una noche encantadora, además de ser la celebración eterna de su amor. Tendré que explicar que intentaban, desde bastante tiempo, tener un hijo de manera desesperada y que poco o nada les quedaba para que el tiempo no dejara disfrutar de tal privilegio. La imagen les estremecía. Sin embargo después de perseverar y ponerse tozudos en algo que, todo sea dicho, tampoco les costaba demasiado hacer, lo consiguieron. Logrado, ahora tenía que decírselo. Explicarle a Jonás que ella estaba en estado y que una niña o un niño, estaba en camino. <<Quizá dos, o tres>> dijo de forma inoportuna su fémina voz interior mientras ella pensaba cómo decírselo: << ¿Imaginas? ¡Deja de hacerlo!>> gritó sola en el salón. Jonás siempre reveló que soñaba con construir a sus futuros hijos un columpio largo en una de las ramas altas del árbol del poema, construido por él, por supuesto (igual que sus padres hicieron), con cuerdas robustas y un madero macizo, barnizado como asiento. Eso le haría el hombre más feliz en cientos de kilómetros a la redonda, incluso de aquí a la Luna. ¿Por qué? Porque así es como él recordaba su infancia. Y con sus hijos y Mónica vería su vida realizada y repleta de todo el sentido posible. Mónica siempre justificó que fue gracias al árbol que cada noche les regalaba una canción con el mecer de sus hojas.

Aún continuó en sus recuerdos, arropada por su manta en una quinta planta:

Muy nerviosa, Mónica continuó a la espera en el salón de su casa a la vera de un improvisado fuego hasta que Jonás llegara del trabajo. Miraba el árbol que sin percatarse, había crecido de manera descomunal en sólo doce años, cuando otros más mimados, necesitan treinta para mostrarse con todo su esplendor. Lo más

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factible es que agradeciera la oportunidad que Jonás le dio al decidir plantarle en el jardín de su casa después de pasearle en maceta de un lugar a otro hasta que decidieron al fin dónde vivir. Y también hasta que la maceta le quedó ridículamente pequeña. Por fin la silueta de Jonás se trazó entre unos arbustos de pinchos y una farola antigua. Mónica sufrió una discreta convulsión. Caminaba evasivo mirando el suelo y de vez en cuando alzaba la vista al cielo. Silbaba con nostalgia. Viéndole parecía un gran filósofo. De esos que filosofan sobre la vida. Después buscó en su pantalón y Mónica reaccionó al advertir de que aquello que Jonás buscaba en el bolsillo no era otra cosa que las llaves de la casa. Corrió hasta la puerta para anticiparse a él. Después de haber pasado una tarde entera ensayando cómo decírselo de forma sutil, imaginando el momento más oportuno, todo se estropeó ya que, justo al abrir la puerta, gritó entre lágrimas frente al rostro asombrado de Jonás:

— ¡Estoy embarazada! Y abrió sus brazos rodeándole sin tener Jonás palabra alguna por la sorpresa. Mónica pudo notar el nerviosismo de él por el latir de su corazón y los dos aguantaron veinte respiraciones sin decir nada, hasta que por fin, él reaccionó:

— ¿Embarazada?— Embarazadísima. Hasta las cejas…— dijo ella.

Jonás rió por el comentario y su aspecto le delató, expresando que no acababa de entender en el fondo qué quería decir Mónica con eso de estar embarazada hasta las cejas y volvieron a abrazarse.

Mónica salió unos segundos de su recuerdo y tocó su vientre, lugar donde la vida comenzaba a gestarse. Y volvió a inmortalizar a la perfección la reacción de Jonás:

— Es… es lo que queríamos… ¿No? No, no… no lo puedo creer— dijo él— al fin lo conseguimos. Tanto tiempo esperándolo y aquí está, de repente— decía en su oído—. ¿No crees que deberíamos celebrarlo?— Desde luego. Llévame a cenar, ¡a lo salvaje!, ¡a lo intrépido…! ¡A la aventura!— apuntó riendo a carcajada limpia haciendo gestos exagerados, y Jonás estalló también en risas. — ¡No rías tanto que no será bueno para el bebé!— Anda, no seas bobo, nada mejor que la risa para una buena gestación… ¡No digas gansadas!— y volvieron a abrazarse.

Envuelta por su manta, Mónica despertó de sus memorias con la cálida presencia de un Jonás borroso entre sus brazos. Pronto se llevó de nuevo la mano hasta su abdomen y no pudo evitar preocuparse. Casi prefirió continuar entre sus recuerdos a volver a la realidad. Allí aún tenía a Jonás. Fuera, la pesadez de las nubes descargaba ya en forma de enormes copos de nieve.

***

A la puerta llamó alguien. Estaría cansado después de subir las escaleras hasta el quinto piso en el que se hallaba Mónica, puesto que el ascensor estaba en

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revisión o roto, y mucha gente enfadada en consecuencia. Sólo uno de carga se usaba para los pacientes en camilla o silla de ruedas. El resto, debía utilizar las escaleras. Ese día se pusieron más de cien reclamaciones. Mónica giró su cabeza y se topó con la mirada amiga de Susana. Compañera suya de farmacia hacía más de quince años y amiga de esas que merece la pena tener, que además, fue pareja y, por falta de tiempo, esposa de Moisés, hasta que él murió. Susana no tardó demasiado en volver a encontrar pareja al poco de su muerte inesperada, y eso dolió mucho a Mónica y sobre todo a Jonás, sabiendo que eran grandes amigos. No estuvo ni un mes de luto y eso era intolerable para Jonás. Más tarde confesó que tenía pavor a estar sola. Era nadie sin alguien a su lado. Pero siempre insistió en la vaga excusa de que si Moisés resucitase, no dudaría en volver ciega hacia él. En cierta forma, Mónica y Jonás sentían pena en ése aspecto de la vida de Susana. Su mente era muy frágil y su personalidad ondeaba flácida como una bandera golpeada por el viento. Caminó aterrorizada hacia Mónica, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer y ni se le ocurrió mirar a su izquierda, para no ceder. En seguida, se abrazaron. No se dijo ninguna palabra, porque no las hay para determinadas situaciones. Había demasiado dolor por medio.

***

Agarró, Susana, otra silla y una manta pajiza. Se sentó a la izquierda de Mónica y se pusieron a contemplar como nevaba. Era un espectáculo portentoso. Ver como cada copo caía libre, hacia donde quería, hasta que el viento soplaba y los mecía a la derecha. Hacía mucho frío en esa planta. Y un ascensor roto motivaba muchos gritos abajo. Después de un buen rato de silencio, Mónica relató la noche que salieron a cenar en repuesta a lo que Susana preguntó:

— Salíamos para celebrar esto— y señaló su vientre, aunque sin sonrisa, lo cual era devastador. Que no pudiera sonreír cuando se estaba creando la vida en su interior era desgarrador.— Salisteis a cenar porque estabas embarazada, de acuerdo. No pasa nada por decir que estás embarazada…— Sí, lo sé, pero duele...— y Mónica miró la nieve—. Ni siquiera nos arreglamos. Salimos sin más a un restaurante italiano que hay al norte de la ciudad, donde están esos edificios exageradamente altos. Uno pertenece al banco para el que trabajábamos Jonás y yo, te habré contado esa historia mil veces. A veces soy asquerosamente repetitiva.— Sí, sí. Sé qué edificio es.— Cenamos, nos reímos… y a la vuelta hablábamos y…— el labio inferior de Mónica tiritaba tanto que las lágrimas emergieron igual que un grifo abierto.— No Mónica. No te culpes por favor…estas cosas… estas… estas cosas pasan. No te culpes, basta… basta… ¡basta!— ¡No quiero!— ¡No sigas!— ¡Sí! Fue error mío ¡coño! ¡Mío! ¡Mío! ¡Mío, joder! por un comentario absurdo…

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Sin remedio, sin que la nieve pudiera evitarlo, sus lágrimas se contagiaron con las de Mónica y es que, al igual que la risa, llorar a veces es contagioso. Los copos ahora no caían a la derecha, lo hacían a la izquierda. Luego subían para después caer. Bailando en la ventana.

***

Bien avanzada la tarde, la pesadez del tedioso sosiego y la hipnosis de la nevada pudieron con Susana y quedó dormida. Con una profundidad tan honda que sería la envidia de cualquier somnoliento. Mónica aún sentía la disputa y no podía quitarse de la cabeza esa noche. Volvía una y otra vez al mismo recuerdo. Desde el principio hasta el final, cada paso, cada instante, cada detalle. De nuevo, el puñal se clavó en su pecho y las manos agarraron su cuello para asfixiarla: La noche en el restaurante italiano había sido perfecta. Había días así, de esos en que todo sale redondo, perfecto, y te alientan a seguir durante cuarenta y cuatro días más. Mónica y Jonás no paraban de reír por cosas absurdas, que en otra ocasión no tendrían tanta gracia. Al salir del restaurante hablaron sobre lo caro que se había puesto todo y la cara dura que tenían los dueños por cobrar un plato que no vale ni una décima parte de lo servido. <<Qué peor que la ambición de la gente…>> Y como conformistas que eran, pagaron y salieron a su coche. Atrás quedó la etapa de querer cambiar el mundo. De camino a casa, circularon por una amplia avenida de dos sentidos. Un gran bulevar con muchos semáforos, todos verdes. La ciudad por la que conducía, se hallaba a una hora y tres cuartos del pueblecito en el que vivían y a doce o más de la ciudad donde acaeció el escalofriante suceso del gato y donde también se conocieron. A sesenta kilómetros por hora, pasaron el primero de los semáforos y todos los demás continuaron increíblemente, en verde. Justo al final de la avenida, pasado el penúltimo semáforo, deberían tomar un desvío que les llevaría directos y sin rodeos hasta la carretera comarcal que buscaban. El cartel estaba muy mal señalizado e inducía a confusión; y tuvieron que perderse seis veces hasta dar con el camino correcto. En el equipo de música sonaba una Sarah Mclachlan melancólica que tocaba el piano despacio. Su voz les envolvía en un cálido ambiente, digno de la mejor noche y del mejor momento. Jonás apenas entendía las letras en inglés, pero le gustaba tanto o más que a Mónica.

— Jonás. La melodía se interrumpió un segundo.

— Llevamos casi dieciséis años juntos… dieciséis…— Lo sé, y más que vienen por delante… ¿a qué viene eso ahora?— Y vamos a tener un hijo, ¡por fin!— Ve al grano.

Ella desvió la mirada hacia abajo y pareció deliberar sobre lo que quería decir, posiblemente un sentimiento difícil.

— Gracias por darme este regalo… Me has querido tanto que a veces he creído no estar a tu altura.

Jonás frunció el ceño, no del todo cómodo con eso que acaba de decir Mónica.— Anda, anda, calla, no te vayas a arrepentir de lo que dices.

A partir de ahí Mónica descubrió que los recuerdos, justo después de esas palabras de Jonás, se entrecortaban y costaba enlazarlos. Lo único que veía bien

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fue que Jonás cogió su mano y escuchó después un gritó procedente de sus vísceras.

—¡¡Cuidado!!¡¡¡Nooooooooooooooooooo!!!Escuchó el ruido de un frenazo brusco. En seguida un golpe seco como si la hubieran sacudido con un bate de béisbol en la nuca seguido de unas cuantas espirales. Fue muy rápido. De repente todo quedó estático. Olía a goma quemada y sus alrededores sabían a polvo y hierro. En un principio Mónica luchó por mantenerse cuerda, lúcida, a pesar de que no podía ver nada. Su cabeza daba vueltas. Más tarde escuchó dentro de su cabeza: <<no te hundas, no te hundas, no te hundas, no te hundas. >> Pero llegó la oscuridad. Y se hundió. Pasó un tiempo que no supo determinar y volvió en sí. Miró sus manos. Temblaban. Todo estaba borroso. Predominaba una sordina aguda. Un eterno Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii que perdía intensidad. Lo que más impactó a Mónica era el silencio, ese silencio tan peculiar y desconcertante. No supo muy bien qué pasó y la confusión jugaba con ella. Lejos oía la música, una canción hermosa. Eso la hizo recordar quién estaba cantando y qué podría haber pasado. Examinó el escenario: Lo poco que podía ver era la luna delantera destrozada. Hecha añicos. Miró a su derecha y su puerta estaba bien. Miró de inmediato a su izquierda y Jonás no estaba. Había desaparecido. Buscó y gritó con desesperación tratando de calmar unos nervios difícilmente contenibles.

— ¡Ayuda! ¡Socorroooo! ¡Ayúdenme, por el amor de dios!— gritó. La angustia mató de golpe a la confusión que jugaba con ella e impuso sus órdenes. Si no estaba en el coche, habría salido despedido por los aires. Recordó esas imágenes cruentas que muestran sobre accidentes de tráfico, que en un idílico supuesto siempre toca a otros, claro, y también vinieron a su mente los dummies con los que experimentan y que siempre acababan con la cabeza girada 180 grados. Intentó recordar si él se abrochó el cinturón pero nada. Nada, nada, nada podía esclarecerse. Otra imagen de esas pasó por su cabeza. Era consciente de que la angustia la había poseído de pies a cabeza y era imposible ordenar los pensamientos. Su boca sabía a sangre, tanto que le dio arcadas, y en uno de los movimientos consiguió ver por el retrovisor interior, que yacía en el suelo, que su cara estaba empapada de sangre y le faltaban algunos dientes. No obstante, si eso era lo único, no importaba, eso no era un problema, podía moverse y nada grave, quitando el interrogante del bebé y el de Jonás, pasaba. Se desabrochó el cinturón y se movió con libertad. La puerta derecha no se abrió después de varios intentos y la única opción fue salir por el lado del conductor, donde Jonás estuvo sentado. No había ventana. Peleó por salir. Una vez fuera, vio que los coches pasaban de largo, como si nada, y la gente miraba por las ventanas y se iban. No querían verse involucrados. En su estómago brincaban las incógnitas sobre el paradero de Jonás. << ¿Estará vivo? Por favor… por favor… te lo pido por favor…. >> repetía acelerada. <<Que esté bien… joder, nunca te pido nada. >> Fuera, unos veinte metros a la izquierda, yacía un cuerpo boca abajo. No se movía a excepción de algunos espasmos en la pierna derecha. A lo mejor era Jonás. Sí, era él. Reconoció sus zapatos y su camisa. Luego vio, unos metros por delante, al supuesto causante del accidente y a una persona socorriendo en solitario a su conductor, que deliraba en el suelo, en el exterior del coche y profería

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improperios de todo tipo. Mientras, los pasajeros del coche que iban con él habían quedado atascados entre los hierros de un vehículo que para más complicaciones, empezaba a arder. Se oyeron muchos gritos de ayuda y gemidos atroces. Demasiados. Pasados tres minutos, el fuego ahogó los llantos y todo quedó horrendamente estático y, el hombre que consiguió sacar al conductor miró a Mónica, evitando cotejar lo que acababa de ver con una mirada de espanto profundo.

— ¿Está bien?— gritó al verla dar tumbos como un zombi de película. — Sí. Creo que sí… ¿Ha llamado a una ambulancia? Dígame, ¿ha llamado? ¡Mi marido está malherido!

No contestó, el pobre hombre sólo había salido a pasear a su perro (que aullaba por pena) por las tranquilas aceras de la noche y le estaba costando horrores reaccionar, por el cambio de planes.

— ¡Eh! ¿Ha llamado una ambulancia?— preguntó con insistencia, un poco más fuerte. Podría parecer un zombi pero tenía cabeza, aún. Luego vomitó los macheroni al forno.— Sí, están en camino. No se preocupe.

Pero ella no podía no preocuparse. Jonás estaba boca abajo. Sin moverse. Sin reír, como hizo hace minutos. ¿Cómo podía no preocuparse? ¡El padre de su hijo! Caminó despacio hasta él. Se agachó. En un principio, no supo bien qué hacer. Escuchó alguna vez eso de: <<No toque a los heridos, déjelos como están, si les toca puede ser letal. >>

— Jonás. Jonás… Jonás…— suspiró tocándole la espalda con roces frágiles. Se atrevió a tocar su cuello. Se encontró con la vida. ¡Aún su corazón latía! A lo lejos, el ámbar y el azul tiñeron la noche y aplacaron el color de la sangre.

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Hogar improvisado

Se había dormido. Cuando despertó era ya muy tarde. Nevaba menos. Y las sombras la confun- dieron unos cuatro segundos, si bien pronto se situó. El reloj marcaba cerca de las tres. Susana miraba por la ventana y al tener la vista focalizada en la nada, Mónica sintió un poco de miedo a la hora de tocarla, por aquello de que a lo mejor se ponía a gritar. Sin embargo, cuando su mano se acercó hasta ella, Susana percibió su movimiento y se giró, adelantándose por intuición. Sonrió con una mueca un tanto forzada al ver a Mónica. El cansancio pesaba en las espaldas de ambas tanto como cien kilos de patatas.— ¿Has descansado?— No, no he podido. Duermo pero no descanso. No sé si me entiendes…— se

desperezó. Susana asintió su respuesta con la cabeza. Mónica dejó su manta en la silla y se acercó entre la penumbra hasta los pies de la cama en la que estaba Jonás intubado y abismalmente dormido.

Pip… Pip… Pip…

El respirador, continuaba a lo suyo. Estudió su cara con inseguridad, cada facción de su rostro pétreo. Sin todavía creer que tal cosa pudiera haberles sucedido.

— Si tú te vas, si tú me faltas, quiero que sepas que me iré contigo… No puedes hacerme esto.

Su pensamiento se manifestó en voz alta. Pensar en voz alta acarreaba consecuencias. — ¿Por qué dices eso, Mónica? — No lo comprendes— y rápidamente dijo un taco en voz baja, frívola.— ¿Ah, no? ¿Cómo osas? ¡Eres una estúpida egoísta! Piensa al menos en el

hijo de Jonás que llevas dentro de tus entrañas. ¿Es que no lo ves? Mónica no pudo contestar. Contra eso, no. Pero es que no podía pensar con claridad. Todo era confusión, una específica que te nublaba por completo. Y la impotencia crecía en ella como una cerilla que se enciende y se deposita de nuevo en una caja con más de quinientas cerillas más, esperando prender.— ¿Y qué sugieres que haga? ¿Eh? ¿Que me busque a otro como hiciste tú

con Moisés? Perdona, para mí, Jonás es mucho más que eso…— No tienes ningún derecho… ¿Y crees que es mejor hacer lo que haces tú?

¿Beber, beber y beber? Qué crees… ¿Qué no te he visto? Por favor… si la mayoría de estas últimas noches eres incapaz de hablar con claridad de lo borracha que estás. ¡Jonás se avergonzaría de tu comportamiento!

— ¡Basta!— ¡Y embarazada!— vociferó escandalizada.

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— ¡Que te calles, joder!— después del berrido la abofeteó con tal crueldad que el eco del tortazo en Susana volvió y arremetió contra ella.

Se prolongó una mirada intensa entre las dos. Una mezcla entre odio y búsqueda de esperanza y un atisbo de enajenación por parte de Mónica. Cuando fue a abrazarla para pedirla perdón, a modo de súplica, Susana para entonces bajaba despavorida por las escaleras a la altura del tercer piso y, seguramente, pondría una queja al llegar al recibidor del hospital. Bueno, dos, una por tener una amiga burra y otra más por un ascensor roto. Luego, Mónica, perdida en un océano de dudas, estimó que sus acciones tomaban forma de fortísima resaca y de pronto se rieron de ella.

Torpe. Ignorante. Inútil…

— Por favor, ¡¡¡¡ya basta mierda!!!!— chilló a la pared.

Pip… Pip… Pip…

Una pausa. Después: Pip… Pip… Pip…

Y ya no pudo más.

Mónica cogió una botellita de vodka (de esas de minibar) que guardaba en algún lugar del fondo de su bolso. Sabía muy bien cómo enmudecer esas voces y a la máquina. O al menos emborracharlas. Y bebió. Bebió tanto que quiso matarse, o acabar con la agonía de Jonás o encontrar al culpable de todo lo que a ellos les estaba pasando. La escena empezó a tornarse grotesca y es que, cuando uno no sabe beber, suceden cosas bochornosas: Mónica insultaba a cualquiera, habló sobre las injusticias que a diario acaecen, sobre la mierda de políticos que dicen, dicen y dicen; también mencionó el aborto y hasta bailó con el suero. Por suerte, Susana volvió y es que, como dije, hay amigas que merece la pena tener.

***

— ¿Qué estamos haciendo si puede saberse, eh?— preguntó Susana a Mónica en el instante justo en que ella abría los ojos, caída en el suelo, hacia un lado, mal tapada por una manta —. Te juro que a veces no entiendo nada.

— ¿Cómo dices?— ¿No recuerdas nada de nada?

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— Espera un…— su espalda crujió vengativa—. Oh, dios. Perdóname, perdóname, perdóname…— repitió tantas veces pudo dentro de una sola exhalación.

Susana enterneció su mirada.— No hace falta que… no hace falta que te disculpes… lo pasado en el pasado

queda.— ¿Cómo que no?, tengo que hacerlo… te fuiste y, si ya estaba mal la cosa,

cuando tú me dejaste aquí sola, rodeada de este terrible silencio, creí que ya nada tenía sentido. Quería morirme… ¡Morir!, por el amor de… mierda, no sé qué está pasando.

— ¿Crees que hemos llegado hasta este punto en nuestras vidas para morir de una forma tan ridícula? ¡Ni yo voy a ir a tu entierro, ni tú al mío! ¡Ya me ayudaste una vez a superar la herida de Moisés! Es ahora cuando a mí me toca trabajar.

Las dos rieron lo mejor que pudieron. Y de inmediato se abrazaron y fue un respiro, un poco de paz entre tanta anarquía.

— Asómate a la ventana, mira— inquirió Susana a Mónica, al rato. Se puso de pie. La ventana brillaba tanto como si el mismísimo sol hubiera bajado en persona desde los astros. ¡Qué honor y qué mal vestidas estaban! En el exterior, un enorme manto blanco lo cubría todo. Los coches ni siquiera podían circular, y quienes lo intentaban, resbalaban. Era un día muerto para el dinero de la ciudad, no obstante, un día para que la niñez doblegara a los más infelices. Muchos niños reían por las calles y eso era de verdad pegadizo, además de envidiable. Las dos se quedaron inmóviles, mudas, y le contaron a Jonás que había nevado tantísimo que la ciudad entera estaba paralizada.

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Una estación. Tres árboles. Un cartel. Un avión que nunca voló

Los rayos de sol calentaron tímidamente su espalda, aunque al oscurecer cada vez calentaban menos. Jonás sintió un leve alivio, puesto que sentir un poco de calor cuando sólo te envolvía frío, era gratificante. Además, en un tercio de su cuerpo la sensación de frío era tan grande que, sus manos, desnudas, estaban quemando. Mientras caminaba vio Jonás un cuervo y se acordó de Edgar Allan Poe y un fragmento del texto en el que imploraba a los libros para que dieran tregua a su dolor… ¡Oh, los libros! Decía Jonás entre paso y paso. Pero la pregunta seguía ahí, sin respuesta: ¿Quién me empuja? ¿Dónde voy y por qué? De nuevo se vio incapaz de recordar la conversación que tuvo en un sueño. Pensó, mientras soplaba un poco de calor en una de sus manos como si bufara una trompeta, que esa noche helaría de nuevo con certeza absoluta. Llevaba haciéndolo durante días y, envolviendo su cuello en una bufanda de olores sugerentes, recordó que el estanque del jardín sería ahora un enorme bloque de hielo donde en el fondo, cuatro peces de color, sino muertos, estarían apretujados maldiciéndole por ser una persona tan irresponsable. Al menos, o eso le dijeron o leyó en un libro, o una revista, los peces debían de tener una memoria ridícula, de tres segundos. —Casi como yo ahora— pensó. Si era cierto, ya no podrían recordar al patán que feliz los compró prometiéndoles una vida sin preocupaciones. Ilusos— murmuró Jonás—. Creer en la palabra de un hombre, ¡hace bastante que muchos desistieron! El vaho y las prolongadas exhalaciones de Jonás, resultado de su acelerado caminar, escoltaban su delgada y huesuda figura con el constante ruido creciente de sus pisadas. Siguió caminando. Clac, clac, clac, clac… En seguida se detuvo en su sombra, que se extendía casi cien metros o más por delante de él. Sus miembros eran exageradamente largos e izó la pierna derecha para jugar como no hacía desde que era pequeño, dramatizando los movimientos. Cerró los ojos e inspiró. Escuchó su respiración nítida y profunda y el pulso acelerado de su corazón y deseó sosegarse. Mónica iba y venía a ratos a su cabeza en forma de imágenes y voces confusas y le hablaba de nieve y que estaba perdida, como él. Lloraba tan lejos que parecía tenerla pegada a su oreja. Al abrir sus ojos y toparse de nuevo con su sombra, esta vez de doscientos metros, resonaron los ecos de la infancia junto a Moisés. Cuando eran pequeños y a duras penas concebían lo que suponía tener ocho años y pasaban tardes enteras jugando en los parques con indiferencia envidiable.

La madre de Moisés y la de Jonás eran íntimas amigas, y cuchicheaban entre ellas sobre vecinas cercanas, problemas familiares de difícil solución, ropa cara e inalcanzable y a pesar de estar casadas, de hombres, por supuesto.

Lo único importante para ellos dos era poder pasar tardes enteras imaginando ser los héroes de la película fantástica que vieron al mediodía, cazadores o luchadores con naves de rayos láser, que importaba. Cualquier cosa que

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mantuviera ocupada sus cabezas era motivo más que suficiente para que su planeta siguiera girando. Moisés tuvo una idea que maquinaba desde días atrás pero que no pudo contar a su amigo por motivos estratégicos. Era un alto secreto. Ambos se perdieron por los perímetros del parque con la excusa de que iban de caza oficial de babosas con un salero en la mano. El jardinero, que los tenía fichados como terroristas, siempre que les pillaba, les echaba la bronca por levantar todas y cada una de las piedras que adornaban y ofrecían cobijo a tales horrendos bichos. Jonás y Moisés tomaron asiento en el césped húmedo entre unos matorrales. Estaban empapados, porque había estado lloviendo durante toda la mañana. Sucios por el barro y el fango no les preocupaba lo más mínimo. Sí les preocupaba, por ejemplo, el plan secreto de Moisés. <<Construiremos un avión>> y Jonás abrió su boca, pasmado. ¿Un avión? Moisés comenzó a explicar cómo harían para construirlo, era una representación sencilla y la idea de surcar el cielo entre las nubes le hacía hablar como sólo puede hacerlo un soñador. Expuso que el fuselaje de su futura aeronave, donde los dos tomarían asiento, sería el monopatín o su coche viejo de pedales sepia al que había renunciado porque era para niños muy pequeños. Decidieron al final que sería el coche porque en el monopatín no había espacio para los dos y no viajarían cómodos, y además, dándole a los pedales cogerían velocidad para despegar. <<Caray>> incidió Jonás mirando el cielo y dos nubes. <<¿Y las alas? ¿Cómo haremos las alas?>> y Moisés reveló que para eso necesitarían dos o tres palos de escoba y sábanas o telas de cometa, lo cual era mejor para volar. Y la idea de levantarse del suelo les puso muy nerviosos a los dos y le preocupó a Jonás y mucho el lugar donde despegarían, porque debían de tener cuidado con árboles, casas y cables y hacía falta un espacio abierto. Para eso Moisés, que no estaba en modo alguno dispuesto a renunciar a su plan, también encontró una respuesta. Al día siguiente después de la noche más larga conocida desde los preludios de la humanidad, en el garaje de la casa de Jonás, tenían preparado el coche color sepia. Jonás había robado dos escobas y una fregona a su madre y Moisés, que no podía dejar solo ante el peligro a su amigo, también. Tenían un arsenal de sábanas tiradas y amontonadas en el suelo y se pusieron manos a la obra. Después de una tarde entera trabajando duro, los palos que al final se parecían en algo a unas alas, no encajaban en el vehículo. Las sábanas estaban cortadas y pegadas a los palos con celo y pegamento. Frustrados, no supieron cómo ensamblar las alas al coche, y al no encontrar solución y reprimiendo las ganas por volar que podían con ellos, decidieron que los dos serían el anclaje entre fuselaje y planos mientras despegaban sentados en el coche. <<No debemos soltar las alas, por si las moscas, llevaremos una cometa atrás que nos ayude. >> Daba igual que todo careciera de sentido. A esas edades nada les preocupaba que pudieran ser la mofa de cualquier ingeniero aeronáutico. Subieron una cuesta grande, asfaltada. Tomaron asiento en el coche con las alas endebles agarradas entre ambos por un mecanismo férreo que habían inventado. Miraron su avión, orgullosos. Respiraron y tomaron impulso con un intenso pedalear. El híbrido vehículo ganó velocidad. << ¡Pedalea más, más, más fuerte!>> berreaba Moisés. Justo a la mitad del camino las sábanas del extremo derecho se habían desprendido y ondeaban habiendo perdido su rigidez. Los palos unidos por celo aguantaron lo mejor que pudieron todos los golpes y tiraron de ellos hacia atrás, por la resistencia que ofrecían las sábanas, igual que un paracaídas.

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La cometa que debía dar apoyo extra iba tres metros detrás agarrada a un hilo a su vez atado al coche, golpeando el suelo de forma violenta, sin volar en realidad.

De pronto, el coche levantó un poco el morro raspando la parte trasera y, cuando parecía que iba a volar, volvió a posarse en el suelo con un golpe fortísimo. La cuesta llegaba a su fin e iban embalados sin ninguna perspectiva de levantar el vuelo ¡Daba lo mismo! Moisés tenía claro que lo harían, por el contrario Jonás, al ver que el golpe era inevitable, gritó e intentó frenar. Bloqueó los pedales y el coche frenó en seco, sin control. Una farola se cruzó en el camino y una de las alas se rompió. Entonces comenzaron un pronunciado derrape hacia la izquierda. Después, volcaron. Una vez parados, Moisés se enfadó, al conseguir salir del coche: <<¡Estábamos a punto de volar ! ¿Por qué frenaste?>> exclamó herido en ilusiones y con el labio superior raspado. Jonás lloraba en el suelo con la rodilla magullada y lleno de polvo. Pelearon enrabietados. Un ingeniero aeronáutico y dos pilotos impolutamente uniformados se partieron de risa por una ventana. Jonás, arrepentido, pidió perdón al ver que Moisés lloraba todavía sin consuelo, y entendió que era difícil comprobar y asimilar por uno mismo que hay sueños imposibles de realizar. Al hacerlo, él pareció condescender un poco en su rabia y se tranquilizó, le gustaba que su amigo se preocupara por él más allá de sus discrepancias tácticas. Jonás puso su mano en el hombro de Moisés, muy despacio. << ¿Seremos siempre amigos, a pesar de que el avión no haya volado por mi culpa?>> Él se dio la vuelta para responder, con sus ojos encharcados y con dos mocos líquidos saliendo como chorros de agua de su nariz. Antes de responder, sus madres aparecieron histéricas y chillando. Sus sábanas destrozadas, sus hijos malheridos, todas las vecinas y sus maridos mirando y criticando. Se sintieron un tanto avergonzadas y vejadas y, como adultas que eran, castigaron a sus hijos con azotes sin saber que la vida misma ya les había dado una de las lecciones más importantes. Después, cada uno estuvo encerrado en su casa durante dos semanas enteras y se les dijo que jamás volverían a verse (aunque no era más que una táctica adulta disuasoria), porque juntos eran un peligro público (así lo dispuso la comunidad de vecinos y el jardinero) y Jonás se sintió culpable, porque si no hubiera frenado, ahora volarían entre las nubes que él, en ese instante, veía prisionero desde su ventana.

***

Volvió a caminar con paso seguro a lo largo del sendero que le conduciría hasta la vieja estación. Una construcción sencilla sin demasiadas pretensiones, de ladrillo oscuro de la que poco más podía decirse. Bueno sí: Tres árboles altos, un cartel viejo, el tren que llegaría y el recuerdo reciente de un avión que nunca voló por su culpa. En su mano derecha su maleta comenzaba a incordiarle. ¿Pesaba tanto su equipaje? De pronto, echó un vistazo a sus alrededores. Luego el reloj. Y no lo encontró. Pero de algún modo sabía que tenía tiempo. Una mujer con una sombra más larga que la suya miró el suyo y se alertó muchísimo, adelantándole deprisa sin tan

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siquiera dedicar una mirada. Y es que cuando uno tiene prisa, de verdad la tiene. Algo le decía a Jonás que en ese tren comenzaba un viaje. Uno importante, de esos que te cambian y te marcan para siempre. El sendero cambió bruscamente hacia la derecha y una empinada subida vino después. Su sombra ya se ahogó. A su izquierda se levantaba una frondosa floresta y a la derecha una ladera caía hasta toparse con un arroyo de aguas transparentes donde al otro había un monasterio de piedra. Un poco de nieve yacía en los lugares más oscuros y fríos. Creyó conocer el camino sin embargo, se le escapó que hubiera allí un arroyo y un monasterio. Entre la copa de uno de los árboles, el tejado oscuro de pizarra de la vieja estación comenzó a perfilarse. Raudo y casi sin aliento, una escalera de piedra húmeda y con musgo en los laterales le llevaría hasta el andén de madera. Casi sin quererlo estaba allí, en lo alto, de pie con la maleta en el suelo viendo las vías brillantes del tren. En el margen izquierdo del trazado férreo, unos helechos. Miró el reloj, ¡no estaba otra vez! Y percibió que era un tic, una manía. No supo entonces si el tren llegaba o no con retraso. O quizá él. La mujer tampoco estaba por allí. Pensó si pudiera haberlo perdido, pero enterró esa idea porque no escuchó en ningún momento el ruido de la locomotora y, por lo escandalosa que era, era inevitable no oírla. Estuvo muy inmerso en sus recuerdos, sin embargo, aquél tren debía de ser el más ruidoso del mundo y él muy dejado para no escucharlo.

***

Descartó que lo hubiese perdido. Tomó asiento en el único banco de la estación y esperó, paciente, bien abrigado, escuchando su propia respiración y viendo a la luna crecer en tamaño y brillantez. Un poco de viento meció su melena, si bien, no la despeinó. A su mente tropezó otra vez la voz que le insinúo que debía hacer este viaje. Una voz que pedía ayuda en sus sueños.

— Por favor, mi hermano…— volvió a oír, con tono muy tranquilo, no obstante exageradamente triste.— ¿Por dónde buscaremos a tu hermano y donde estás tú? — inquirió Jonás sin poder ver nada de nada.— Lo sabrás en el viaje, el viaje, el viaje... dentro de poco el tren partirá.— ¿Y Mónica?— Duerme, duerme, duerme… ¡Ayúdame a encontrar a mi hermano!

***

El tren rompió la armonía cuando dos estrellas habían decidido empezar a brillar en el cielo. Una locomotora antigua tosía y frenaba y volvía a toser, igual que si llevara la carga de toda una vida. En seguida miró esas dos estrellas. Inspiró. Luego la luna, y espiró. Después el tren.

Gran parte de los vagones principales, todos ellos de madera pulida con amplias ventanas diseñadas para ver prodigiosos paisajes, estaban colmados de niños que miraban pegados a los cristales con ojos muy abiertos y por los del final, estaban

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los adultos, leyendo periódicos sobre política y asuntos grotescos. Casi con total certeza acorralados por los niños allí y excluidos. Jonás le extrañó y también le incomodó un poco que hubiera niños. Son en exceso escandalosos, y latosos, y muy fatigosos para un viaje y más todavía cuando están todos juntos. El alboroto es exponencial. Subió al último vagón y se sentó cerca de una mujer gruesa, bien vestida y perfumada. El tren reanudó su camino con su diferido toser. Cogió un periódico y ojeó un aviso:

Advertencia: El morbo nos obliga a tratar la política corrupta y las tragedias que hablan

del dolor ajeno. Eso sí, muy bien escrito.

Rió. Cerró el periódico y sacó su libro siguiendo el itinerario del que todavía él no era consciente.

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Sin palabras

Al abrir los ojos, Enrique se dio de bruces con una enfermera que le aseaba con una esponja. También con una pintura espantosa, de esas que nadie sabe qué hay del marco para adentro y sí del marco hacia fuera; qué acaba de querer expresar el pintor, que seguro tuvo un mal día y decidió torturar a sus críticos con la primera tontería que pasó por su cabeza, torcido el marco además 3,17 grados a la izquierda en la pared de enfrente. Un tanto confuso, Enrique puso el grito en el cielo más que nada por el desconcierto repentino y por aquello de no tener ni idea del lugar en el que se encontraba. Además, un cuadro le sacaba de quicio. Enrique era de esas personas que a pesar de su juventud creía dominar el mundo con su diploma como escudo. Era el tipo de gente que escribe la palabra <<guarro>> en la luna trasera de un coche, sólo para hacer la gracia a sus amigos y a continuación se limpia el dedo negro, en su pantalón blanco.

— ¿Qué… qué haces, tía? ¿Qué cojones tocas? ¿Dónde estoy? Su hermano mayor y también compañero de un piso de lujo que no merecían se acercó hasta él al escucharle despotricar, evidenciando su buena y costosa educación. La mirada de Rubén era fría como la nieve helada que yacía impoluta en el exterior y por las hinchadas aletas de su nariz descubrió que en sus entrañas se anidaba algo que le daba respeto. Nunca antes había visto esa mirada tan contradictoria en su hermano. Sereno por fuera e hirviente por dentro. Exactamente como un volcán.

— Relájate, por favor. Estás en un hospital… No le hizo ninguna gracia: — ¿Un hospital?— Sí, sólo es un hospital, hazme otro favor y no te humilles más de lo que ya lo

has hecho. ¿Podrás?— ¿Humillarme? ¿En el hospital? ¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? No, no, yo no

recuerdo… Ladeaba su cabeza de izquierda a derecha, con energía viendo si así, conseguía que se desprendieran las palabras que Rubén escupía en su rostro.

— Pues casi mejor que no recuerdes…— y se llevó Rubén la mano a la cabeza, como si Hiroshima hubiera detonado allí adentro.— Mierda ¡no me provoques Rubén!, no te andes por las ramas… explícate.

¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así conmigo? ¿Qué he hecho?— intentó incorporarse pero vio que su cuerpo no respondía a ninguno de sus mandatos y la enfermera, con ganas de dar órdenes, impuso que no se le ocurriera intentar mover ni el dedo gordo del pie.

— Te explicaré todo cuando te serenes. Sí, creo que sí. Y te aseguro que no vas a dar ni una orden más. Serás mi hermano pequeño, desde luego que sí, pero tu abuso de confianza…— enmudeció como si sintiera vergüenza, como si no fuera el momento adecuado para hablar.

Rubén le dio la espalda y fue gruñendo hasta la ventana, alejándose de Enrique con tanta indiferencia e igual proporción en rabia que quedó más hundido en el colchón. La enfermera decidió posponer su aseo para otro momento, quizá bien

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entrada la noche cuando durmiera sedado y la cuerda quedase destensada. Por algo se les llama momentos delicados. Lo único que Enrique veía era que su hermano Rubén no quería contar lo que pasó, el porqué de su yacer en una cama hospitalizado. Entonces tuvo que reordenar sus ideas con prudencia y desarchivó los últimos recuerdos. Aunque nada se entreveía con claridad más que fantasmas y sombras y sólo pudo hacerse un boceto de lo que probablemente sucedió y por muy malo que fuera el panorama, bajo su criterio, no entendía el fundamento de la furia de su hermano mayor Rubén. Pasadas unas horas, no mucho más tarde, a Enrique se le presentaron los motivos por los que estaba ahí y se asustó y casi prefirió no haberlos invocado. Luego dijo un insulto que surcó todo el hospital.

***

Los diálogos cobran una vital importancia en la comunicación. Unas veces funciona, otras por desgracia, no. En el caso de Rubén y su hermano Enrique, no progresaba hacia ningún lado. Como un barco a la deriva y, además, sin viento. Rubén se mostraba como una muralla de piedra. Él sabía la verdad, sobre todo lo que pasó, y le dolía, y sólo esperaba a que Enrique confesase. Después de muchas horas, por fin la tensión se resquebrajó.

— Deja de mirar por esa ventana… tenemos que hablar, hermano— dijo Enrique después de un suspiro y un poco de humildad.

Ceder de esa forma le impuso no hacerlo más durante toda esa conversación.— Vaya, así es como funciona ¿no?, es cuando y como tú digas. Muy bien, de acuerdo, como tú quieras, ¿vas a contarme qué pasó?— Choqué con otro coche, eso es todo. Un gilipollas de tantos que hay por esta puta ciudad de mierda, ¡ya sabes! ¿Cómo ha quedado mi coche?

Rubén no estaba dispuesto a tolerar la bravuconería de su hermano de diecinueve años (un gallo de corral en toda regla) y menos aún que preguntara antes por su coche que por las consecuencias nefastas causadas por su accidente.

— Entonces… ahora a los que conducen como dios manda se les llama gilipollas…— reiteró Rubén, recio.

Rubén no iba a sostener un diálogo con esa entonación, bajo las pautas que su hermano quería imponer y sin poder impedirlo, le increpó: — ¿Y cómo coño se les llama a los que se saltan los semáforos en rojo a 130 kilómetros por hora en una ciudad? ¿Cortitos de mente o simplemente auténticos cabrones que vienen de serie a este mundo? A Enrique se le vigorizaron sus facciones, su mandíbula apretaba fuerte y creó otro tabique, no tan grueso como el de su hermano Rubén, para defender tal acusación. Se había declarado la guerra y ambos batallones se preparaban. Ya no consistía en ceder terreno, su hermano Rubén cargó toda la artillería y ahora tocaba defenderse a vida o muerte.

— No sé qué estás diciendo… — dijo desabrido. Una vez estudió la mirada de Rubén con sumo detenimiento, viendo que persistía fija y dura, intuyó que la historia que él intentaba representar no iba bien encaminada y que perdía veracidad por momentos.— Bueno, ¿vas a creer su versión antes que la mía? ¿Eh? No serás capaz…

¿Y eso que dicen de la familia y la sangre? Tendría que darte vergüenza… Sonó media carcajada, incrédula.

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— Enrique, no sigas por ahí. No sirve de nada y menos conmigo. En otra situación puede, pero en ésta has dejado en coma a un futuro padre. Un hombre con tanta vida por delante…— Rubén se mordió el labio inferior preso de la ira, después, prosiguió: — Por poco causas un aborto y destrozas vidas enteras, ¡¡¡¡sus vidas!!!! ¿Es que no ves lo que HAS HECHO? ¡Joder!

Enrique extravió la mirada a otro lado y se topó con el cuadro inclinado. Dos manchas rojas y cuatro rayas horizontales. ¡Bingo! El artista donó su cuadro al hospital para que todos los pacientes lo vieran y se desquiciaran, porque en cualquier otro lugar, ni la mosca más aburrida del mundo hubiera reparado en él.— Vas a hacerme un favor ahora y te vas a callar— dijo Enrique tan frío que

incluso pareció dominar la realidad —. No quiero que nadie escuche eso que dices.

— De eso nada. ¡No des más órdenes! Jamás quise decir esto: eres un malcriado, siempre lo has sido. Si quieres intenta levantarte y ven a pegarme, ¡dime que me estoy equivocando! Verás que el que se equivoca eres tú. ¡Levanta pedazo de mierda!

— Vaya que si lo haré, cuando me recupere, mis colegas y yo te partiremos la jeta…, te vas a arrepentir de esto que me haces. ¡Soy tu hermano!

Rubén, de mala manera, acercó su rostro hasta el suyo. En el fondo, estaba aterrorizado de que su hermano, insisto, su hermano, quisiera partirle la cara. Tomaría fuerzas de donde no las había y le haría entender que hay cosas que tendrían que cambiar. Situó su presencia tan cerca de Enrique que éste pudo advertir su odio.

— No vas a mover nada de tu cuerpo que esté por debajo de tu cintura ¿sabes por qué? ¡Son las consecuencias de tu forma heroica de conducir! y lo mejor de todo: todavía desconocen si podrás mover algo por debajo de tu cuello por el resto de tu patética vida, hermanito. ¡Ah! Respecto a tus colegas: ¿Vendrán a partirme la cara?, lo dudo. ¡Están muertos!, casi tanto como tú. Creo que alguien quiere que te quedes en este mundo, porque si no, te juro que no lo comprendo.

Los ojos de Enrique se abrieron tanto que casi se salieron de sus cuencas.— Qué gilipollez es esa… ¿eh? ¡Repite eso! ¿Muertos? Eso no puede haber… ¡di!— incidió preso de la histeria.— ¿Es que no lo comprendes Enrique?— Rubén ya no supo cómo explicarle lo que había pasado y creyó que la humanidad estaba perdiendo los papeles, los documentos básicos sobre nuestro comportamiento —. Tu testosterona te ha dejado casi inválido y has matado a los otros tres gallitos de tu corral que iban en tu amado coche. La próxima vez, eh, ¡la próxima vez que decidas saltarte un semáforo a 130 por hora piénsatelo mejor, porque a partir de ahora, los únicos semáforos que pasarás serán en silla de ruedas!

La verdad empezó a subir por la garganta de Enrique como un ejército inmenso de soldados con antorchas y cubos de agua. La circunstancia empezó a adquirir un sabor agrio. Y cansado, Rubén dijo:— Si lo que querías era matarte haberte estrellado contra un muro de

hormigón, ¡una muerte rápida! pero no jugando con la vida de terceras personas.

Enrique no pudo sostener su llanto, un sollozo originado por la realidad que su hermano le acababa de presentar. Al estar Rubén todavía cerca, Enrique le escupió con todas sus ganas.— No podré partirte la cara, aunque sí manchártela del asco que me das, hijo

de puta.

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— Vaya— contestó limpiándose el escupitajo— creo que has olvidado que nacimos de la misma madre, ¡qué tremenda tu actitud!

Para entonces la tensión bailó un tango con el rencor y nubló por completo la habitación. Rubén, un tanto molesto, se alejó. Y no se dijo nada más. Por mucho tiempo.

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Diálogos auténticos, puros

Había terminado de leerse <<El Principito. >> Es un libro que se lee muy rápido si uno se lo propone. Jonás caminó deambulando por el pasillo con el libro cerrado, bajo su axila izquierda. Le gustaba el ruido que hacía el tren al traquetear sobre los raíles. Los adultos que con él viajaban estaban inmersos en la lectura del periódico que Jonás dejó en bajo su asiento; uno de los titulares hablaba de un terrible accidente de coche, otro hablaba de una guerra encubierta. Entre tosidos que pretendían aparentar importancia y teniendo que sufrir los comentarios irritantes sobre la elección de lectura por la que optó Jonás, un niño irrumpió en el placentero silencio en el que nadaban.

— Shhh…— dijo una mujer con un enorme sombrero de exóticas plumas clavado en su cabeza, que leía sobre asuntos de corazón. Y también ojeaba horóscopos, que dentro de lo que cabe, se había dicho por ahí que era la mentira menos gorda de todo el periódico.

Acuario: tu vida adquirirá, por fin, sentido. Sin embargo, cuida el amor, tu corazón se queja. En el trabajo todo irá bien, aunque ten mucho cuidado con el coche, las sombras acechan. Respecto al dinero: pide un crédito, ayuda a los bancos.

Todos los acuarios creyentes durante aquél día tuvieron cuidado (¿Qué podían hacer cuando te condicionan de antemano?) y veinte murieron en accidentes de coche (posiblemente los del titular), unos en el coche, otros atropellados, después de leer su horóscopo, claro. Y muchos, seguro, pidieron préstamos. Y Jonás recordó que él, por suerte, no era Acuario. Ni necesitaba un préstamo. Ni lo quería. ¡Perversos bancos! —gritó al recordar su antiguo trabajo. El niño no quitó el ojo a la señora que le había mandado callar, inspeccionando esas plumas tan grandes, de tonalidades cambiantes y exóticas de aves muertas que más tarde se comieron con exquisitas salsas con especias. La mujer iba ahora por Aries, probablemente su marido que viajaba junta a ella, monóculo en mano.

— Perdona— dijo al recapacitar, proponiendo una iniciativa. Al chaval no le gustaba que le mandaran callar y menos si no había hablado—. Todavía no he dicho nada… ¡no entiendo por qué tengo que callarme!— se defendió el niño de rubia melena y gesto taimado.— Pero lo harás, claro que lo harás. ¡Pronto comenzarás a hacer ese ruido tan insoportable que hacéis los críos! ¡Ya lo haces! Dios, me duele la cabeza sólo de pensarlo…

El niño echó un vistazo doliente a su cometa, decepcionado. En su mirada brilló una pregunta que sólo Jonás pudo entrever: ¿Por qué la hundían antes de que volara? ¡Sólo venía a pedir consejo!

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El tren se detuvo despacio, tosiendo, y no había parada ni estación alguna a la vista. A la derecha de éste (estribor, para que los navegantes me entiendan y se regocijen en sus conocimientos, claro), había un bosque con tantas especies de árboles, flores, bichos y plantas enormes que uno casi con absoluta seguridad se perdería en él adentrándose unos pocos pasos. A la izquierda —babor—, un desierto arenoso donde no había absolutamente nada hasta donde podía explayarse la vista, y casi con la misma seguridad que en el caso del bosque, si uno se alejaba demasiado, se perdería también. El trazado de las vías del tren separaba dos mundos opuestos que resultaba chocante a los ojos. Una persona llena de hollín en un ridículo uniforme se presentó en nombre del maquinista y su mecánico y comunicó, vagón por vagón, que estarían un tiempo parados por una avería de esas de etiqueta inoportuna. Jonás decidió que era el momento idóneo para bajar un rato a ver el desierto, acababa de leer un libro que lo describía y si había algo que quería hacer era ver y sentir uno. Y pensó mientras caminaba que infinidad de escritores, como en <<El Principito>> y otros tantos libros, recurren al desierto para contar sus historias. Tiene su razón, creyó Jonás: no hay nada. Y de la nada, habrá que exprimir en busca de algo. El niño rubio de antes ya se sentaba en la arena, no muy lejos de la figura de Jonás, hundiendo sus zapatos en ella, y volaba su cometa, soltando y soltando hilo. Jonás se sentó junto a él después de ver que el desierto podía ser un gran sitio para pensar. El sol acariciaba y quemaba el borde de las dunas naranjas y el viento cambiaba los granos de la arena de sitio, mudando a su antojo el paisaje. ¡Era una labor constante! El viento ordenaba y la arena obedecía. La cometa era vapuleada por las corrientes que estaban cargadas de briznas de arena y sal y mirando la cometa Jonás advirtió que en el cielo estaba la luna de siempre, la misma que se izó en la estación de tren y otras cuatro más y dijo: ¡qué raro!, sin embargo, no le dio más importancia. — Chaval, si sigues dejando que se aleje, el hilo se soltará del carrete y

perderás tu cometa. Para siempre— indicó como sólo la razón podría hacerlo.

— No me importa— contestó con serenidad plomiza.— Bien, bueno, vale, es tu cometa. Puedes hacer lo que quieras con ella,

aunque si me escucharas…— Sí. Es mi cometa. Quiero que llegue lo más lejos posible. ¿Sabes? Ella

quería volar por el bosque— y ondeaba su mano libre mientras se lo explicaba a Jonás que atendía desde la perspectiva de un adulto— pero yo la dije que no podría, porque el hilo se enredaría con las ramas de los árboles y no hay nada más fastidioso que un montón de hilo liado. Luego no hay quien lo deslíe.

A su cabeza vinieron los cables enredados y que todavía uno salía de su estómago. Y que la vida tiende al caos, también.

— Cierto. — Claro. Por eso vine al lado del desierto y con prudencia dejo que vuele por

encima del bosque.— Muy ingenioso. Chico listo.— ¿Imaginas?— ¿El qué?

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— Sentir las hojas bajo tus pies… ojalá fuese cometa un sólo segundo… ¿Y ese cable?

— Mira, sale de mi tripa y va hasta mi casa.— ¡Ahhhh…!

Nadie les había dado permiso, aún así, el resto salió. Unos niños jugaban en el bosque, entre los árboles y encima de ellos y otros también correteaban perdidos por el desierto, cayendo por las dunas a modo de toboganes espontáneos. Los adultos hablaban mucho detrás de los cristales. Se llevaban las manos hasta sus mentones en pose intelectual. Y criticaban a Jonás por salir del tren siendo él un adulto e incitar a los pequeños a que salieran. ¡Menuda imprudencia era esa! Imaginemos por un momento que un niño se pierde. No obstante, de lo que no estaban al corriente esos adultos, —pensó Jonás— es que no sería el primer perdido por esas tierras inhóspitas. Ellos siempre lo están, ¡no hay excepción! aunque lo finjan, un síntoma típico, por ejemplo, es que siempre intentan corregirle a uno, más todavía cuando no se les ha pedido su opinión, dejando tu postura en ridículo. — ¿Te gustó mi libro?— preguntó el niño evitando el reflejo del sol con un ojo

entrecerrado. Su pelo brillaba igual que la luz.— ¿Qué libro?— El libro que leías antes, es mío, gratos recuerdos conservo, aunque me

cueste recordar pasajes…— Vaya… perdona, pero en verdad es mío, yo lo compré hace unos cuantos

años… Si quieres te lo presto para…— En qué momento apareció el dinero para crear las propiedades… ¡Qué

lamentable!— Sí, en eso tienes toda la razón. — Jonás se sorprendió de las palabras

legítimas del mozo y enmudeció.— Entonces te repito e insisto en que si te gustó mi libro.— Pues sí. Es magnífico— expuso Jonás, siguiéndole la corriente.— Gracias. Lo cierto es que lo escribí casi sin quererlo. Por aquellos tiempos,

cuando era piloto de guerra… Y habló tanto como sólo un escritor habla sobre su libro.

***

Jonás reparó en curiosos aspectos de su viaje. Algo paradójico e insólito pasaba. ¿Cómo había tardado tanto en planteárselo? ¿Qué le pasaba? Tuvo que hacerlo mientras intentaba perseguir absorto las historias del niño:

1. ¡Estaba perdido! No sabía hacia dónde se dirigía en realidad su tren. Sólo que iba a algún lugar en busca de una voz para encontrar a un hermano perdido con un cable. Y esa sensación de confusión no le gustaba nada en absoluto.

2. Echaba cada vez más de menos a Mónica. ¡Mónica! 3. Hablaba con el autor de uno de sus libros favoritos: Que era un niño y

volaba una cometa y mantenía semejanzas increíbles con el propio protagonista de su novela.

4. Había cinco satélites en el cielo.

<<¿Dónde está la añorada lógica aquí?>> preguntó.

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Cogió un puñado de arena y la estudió hurgando en ella con su dedo. Estaba atiborrada de semillas, de todo tipo. Echó cuentas y habría billones de ellas sólo en la arena que lograba abarcar con su mirada. A lo lejos, como un espejismo, un naranjo había agarrado en la arena desértica en contra de toda lógica. Y hasta daba naranjas, de enorme tamaño. Olía tan bien que cerró los ojos y sintió una ráfaga de viento perforarle y en ella había salitre, naranjas o algo parecido al jazmín y dijo que a quién no le gustaría estar bajo cinco lunas y también poder contar con la presencia de un piloto de cometas.

***

Despojado de sus zapatos sintió el desierto entre las yemas de los dedos de sus pies correr como en un reloj de arena. Le gustó. Podía sentir armonía. Siguió escuchando al supuesto Antoine de Saint-Exupéry (el niño que, con acento francés, dijo ser el autor del libro). Muchas veces, cuando no le interesaba demasiado aquello que contaba, Jonás perdía el hilo y se iba hasta el jardín de su casa, y recordaba a su árbol y a Mónica, y también a alguien o algo más, que le hacía inmensamente feliz. Sin embargo muchos de los recuerdos, sobre todo los recientes, eran muy borrosos.

Y recordó a Mónica con tal claridad, como hasta ese momento nunca había conseguido.

— ¿Te das cuenta de que no estamos solos dentro de nuestro cuerpo?— preguntó Jonás a Mónica, un día, en una tarde de viento.— ¿Solos? A veces me asustas. No entiendo… Qué quieres decir… ¿que llevamos algún tipo de alien dentro? — y puede que pensara en la grotesca escena de la película.

Jonás sonrió como sólo él sabía hacer en determinadas circunstancias y quiso persuadirla.— No te líes tú sola. Escúchame…— Soy toda tuya. Intenta no liarme ¿va?— Haré lo que pueda.

A la sazón Jonás le habló de la razón. La describió como esa otra voz que suena dentro de nuestra cabeza y con la que incluso a veces llegamos a discutir en voz alta. <<Somos raritos los humanos>> justificó Jonás. Y a Mónica le hizo gracia la idea.

— Cállate y escúchame. Ya sabes. Mente en blanco, no dejes que diga ni una palabra durante el máximo tiempo posible, en cuanto lo haga, dime qué te dice.— Vale. Es fácil— respondió ella.

Mónica se quedó callada, con los ojos cerrados y concentrada. Esperando a que hablara pero evitando provocar para que lo hiciera. Pronto se quedó completamente en blanco. Al poco de esperar, se desternilló de risa.— ¿Qué? ¿Qué te ha dicho?— curioseó Jonás.— ¿Literalmente?— Sí.— Pues me ha dicho sin tapujos: ¿Qué haces? ¿Qué experimentas? ¡No le

escuches! Estallaron en risas los dos. La razón tenía miedo y así lo manifestó.

Antoine lloraba. Jonás no le estaba haciendo ningún caso y eso, en cualquier escritor y piloto de cometas que se precie, era casi un insulto.

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— ¡Lo lamento, Antoine, vuelvo contigo!

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9

De una segunda planta a La Calle Paraíso

Acababa de posar sus labios en la frente de Jonás: un desalentador beso de esperanza. Él no hizo nada, ni una mueca. Un punto más para su terrible desdicha. Y pasó toda la tarde mirándole absorta, qué pensaba si lo hacía, le contaba cosas, cosas como el estado del bebé, lo que harían cuando creciese: educación pública, privada, si le hablarían de dios, nombres que había pensado… lo típico. Pero era difícil mantener una conversación cuando no te contestan. También, la tarde anterior, estuvo hablando con el médico, aunque nada de lo que contó pudo entenderlo con nitidez. Desmedidos tecnicismos que no concordaban entre sí. <<Es posible que despierte…>> dijo un día, a una hora concreta. <<Aunque es posible que no lo haga nunca >> se contradijo después, a otra hora distinta. ¡Qué cosas tenían los médicos de aquél hospital! Mónica, tan buena y educada, y manejable en determinadas ocasiones, no vociferaba como otros pacientes que podían considerárseles bombas atómicas cuando el médico les explicaba su estado. —Jonás, la nieve no ha podido paralizar del todo a la ciudad. Ya se funde, y los coches y el dinero vuelven a funcionar…— contó, llevándose un té tibio hasta la comisura de su labio superior. Susana se había ido a comprar algunos chocolates y durante su tiempo de ausencia, Mónica decidió que tenía que hacer una visita. El ascensor estaba arreglado, el cartelito improvisado que pendía cerca del botón desapareció. Por lo visto, sólo estaba desequilibrado. Es lo que dijeron los técnicos: <<Había que resetearlo, cosas de la informática. >> Luego un médico dijo: <<tócate los cojones, ¡la era de la informática!>> Pulsó el botón número dos y toqueteó los símbolos de braille; después imaginó cómo sería eso de ser ciego y después reparó en que detrás llevaba un médico con traje verde y bata blanca, que auscultaba sus pechos a través de unos ojos marrones. Ellos bajaban aunque el ascensor dijera con voz femenina —y provocativa— que subían hacia unos pisos que en realidad no existían. La última planta del hospital era la sexta, y cuando llegaron a la segunda, el ascensor, con dignidad robótica, dijo: <<planta octava>>. ¿Quién decía a esa pobre mujer que se había equivocado y que estaban en la segunda? ¿Qué estudios se exigían para ser anunciadora de ascensores? El médico, con humor, miró a Mónica y dijo que continuaba hacia abajo, hasta la décima planta, claro. Ella intentó reír. Aunque no pudo. Paseó su cuerpo por la segunda planta, sin ignorar lo que buscaba. Al final lo encontró, si bien, ahora carecía de palabras precisas dado a que éstas se habían quedado arriba, en algún libro.

Habitación 227

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La puerta estaba abierta. Vio un cuadro. Por la tele sonaba una carrera de motociclismo, pero nadie decía nada. Mónica no pudo dar un paso más, nadie la vio y como si sus pies de cemento fueran, se quedó estancada. Cien demonios bailaban en su garganta, alrededor de una fogata y el humo la impedía respirar. Luego se mareó un poco. Cuando decidió dar el paso definitivo, alguien salió de la puerta, chocando casi de bruces. No era ninguna enfermera, era un chico joven, que quitándole las ojeras que le mortificaban vete a saber la razón, en otra ocasión, resultaría hasta atractivo. Él la miró. Dudó cinco veces y no pudo hacer mucho más. Era violencia incómoda (así lo describiría después Mónica con Susana.) Él reconoció quién era esa mujer, y el porqué de sus lágrimas.— Yo, yo… mi hermano. ¡Dios…!— y no dijo más.

Cuando quiso darse cuenta, Mónica le estaba dando la espalda. Y sus manos tiritaban. Volvió a entrar en el ascensor y en su interior, el mismo médico subía ahora como un ángel hasta los cielos. Ella no pudo hacer otra cosa que aferrarse al doctor, abrazándose con fuerza a sus hombros para que no la dejara caer al abismo. Y es que, tuvo que mostrase firme al mirar al joven, ¿era él quien chocó contra ellos? No, recordó que dijo: <<Mi hermano…>> Una vez dentro del ascensor y a salvo, ya las formas no importaron tanto y poco a poco sintió relajarse entre los brazos de un médico desconocido.

***

El médico condujo a Mónica hasta su habitación y se presentó entre las pausas de sus sollozos como un tal Javier de rubia melena. Era alto y menudo. Después de una hora, bastante más tranquila, Mónica no creyó lo que vieron sus ojos. A la vera de Jonás, sintió que en su bolsillo tenía un papel y al abrirlo estaba un número de teléfono apuntado y una nota que no venía a cuento. Típico comentario de un macho en celo que vio su oportunidad. ¡Había ligado! Cómo la mano de ese hombre había llegado a su bolsillo era algo que sólo un médico experimentado sabía hacer. En el exterior la nieve se derretía. Mónica resopló por eso de que la nieve no fuera capaz de aguantar para hacer feliz a las personas, detener los ríos de dinero y dejar el libre albedrío funcionar Cogió la mano de Jonás intuitivamente. Le gustaba sentirle caliente y palpitando.  Concebía que su relación con Jonás se hacía más fuerte. Inmortalizó cómo su relación se fortificó:

Después de que juntara doce palabras y las hiciera sonar bien unidas (aquello sobre la planta de Jonás) y pensar y repensar el nombre perfecto y titularlo como <<el árbol de las lágrimas>> jamás podría olvidar el cambio de expresión en los ojos de un Jonás que al día siguiente de ella haberlo escrito, había mudado hábitos.

Ella llegó a trabajar. Jonás se aproximó cerca de su mesa con la planta y su maceta en el brazo derecho, bien ceñida a su pecho.— Me voy de este banco apestoso—. Todos le miraron con horror y

cuchichearon—además con mi planta. Ahora las dudas de quienes le miraban se confirmaron: estaba como una regadera.

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— ¿Y qué harás?— Yo que sé, Mónica. Toda la vida esperando a ser algo y ahora resulta que

no soy nada. Tanto tiempo empleado, estudiando, gritando a los demás… y luego lo del gato, mi planta, bueno, mi árbol… tus palabras… ¿Es que no te das cuenta? ¿Para esto hemos luchado tanto en la vida? ¿Para acabar en este banco de nadie? Menuda decepción.

— Es lo que hay, Jonás…— No. Es lo que queremos. Más bien lo que nos merecemos. Mírate a ti, sin

ofenderte, estudiaste tanto para esas dos carreras ¿Cuánto? ¿Diez años? ¿Para qué? ¿Para esto?— Mónica torció la cabeza intentando ocultar que afirmaba, sin embargo su gesto denotaba menos de diez años, unos siete—. Y el piano… ¿recuerdas acaso cómo suena?

Mónica pensó un poco. Ese joven que parecía no tener nada que decir al mundo, sin más, era un visionario con una planta y una idea concisa de la vida.

— Bueno… entonces… ¿Es cierto que te vas? ¡No puedo creerte...!— ¿No me ves?— Sí, te veo, pero…— ¡Me largo!— Pues no sé qué decirte… me has dejado descolocada, ¿te vas por la

tontería que escribí de tu planta?, anda ya… ¿y si te sale mal tu utopía?, ¡me harás sentir culpable!

— Buah… Me voy por muchas cosas, ¿eh? No te atribuyas tú todo el mérito— sonrió— de todas formas, aquí tienes un contacto, por si alguna vez quieres saber de mí.

Mónica dobló la nota cerrada en cuatro pliegues y no la abrió. —Muy bien, Jonás, que tengas suerte en tu nueva vida— no supo decir otra cosa menos cortante—. Quiero que sepas que no acabo de entenderte y que uno no puede o no debe romper con todo de golpe. Pero si es lo que quieres… ¡Adelante!— Tú sigue aguantando con esa sonrisa ante un mundo que ya no sabe ser

feliz... Sea por lo que sea. — Y la frase <<sea por lo que sea>> se repitió hasta cuatro veces entre las paredes de su cabeza.

— Hasta pronto, Jonás.— Oye, si tienes tiempo, una cosa más. ¿Es un sauce llorón?— No.— ¿A no?— repitió Jonás decepcionado.— No, no lo es, ¿a qué se debe tu interés?— Como lo que escribiste se llamaba <<el árbol de las lágrimas>>, deduje… ya

me entiendes.— Qué gracioso eres, buena deducción la tuya.— ¿Qué árbol es? ¡No! ¡No! Espera… No quiero saberlo.— ¿Seguro, ya no?— No. Es un ÁRBOL, con mayúsculas. El ÁRBOL. Creo que tenemos una

manía incorregible de poner nombres a todas las cosas. Qué coñazo niña. Bueno, Mónica, mejor me callo, ahora sí que me voy. ¡Hasta luego, espero verte pronto!

Se dio la vuelta y acto seguido desapareció de su campo de visión. Mónica, postrada en su silla de plástico y encadenada al ordenador, creyó que un sentimiento importante se iba con Jonás. Una idea, puede, una locura, no obstante, era brillante. Abrió la nota.

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No todos los días te abren los ojos. Gracias de verdad (de las auténticas).

Y dentro del sobre había también una hoja de su árbol y la sonrisa de la nota se le dibujó en su cara, tan grande que apenas cabía en ella. Quiso salir detrás de él, sin pensarlo, gracias al impulso que la mella de la nota causó. Pero no lo hizo por un motivo muy simple: Cosas de la seriedad, la conciencia y el saber hacer. Un comportamiento social y de orgullo impedía que saliera detrás de ese joven insólito y querer emprender de cero una idea con él. No podía hacerlo, carecía de lógica. Además muchos hablaban a su alrededor y eso la cohibió todavía más. Por el contrario, hizo lo que la razón impuso. Lo hizo tan bien durante treinta y ocho días que casi, digo casi, olvidó a Jonás. Treinta y ocho días son muchos días. Ese último recuerdo a punto de morir, por suerte, gritó unas horas después del día treinta y ocho tan fuerte que hizo espabilar a Mónica. No todos los días, alguien te escribe una nota diciéndote que eres capaz de abrirle los ojos.

***

Día treinta y nueve. Agarró el teléfono móvil y llamó a Jonás. En su mano, la hoja del árbol que Jonás le regaló. Seis tonos, casi siete. Una voz cansada como si acabara de despertar sonó al otro lado, lejos. Mónica sintió un deseo inmediato de colgar, como si fuera una adolescente, aunque se lo pensó mejor, los años mandaban sobre ciertos comportamientos abstractos.— ¿Digaaaaaaaaaaaaaaa?— expresó Jonás con tono salado. Era su tercer

<<diga>> y estuvo a punto de colgar, viendo que nadie respondía.— ¿Jonás?— preguntó Mónica sin espacio para la duda. — Sí, soy yo. — Soy Mónica, ¿te… — ¡¡¡¡Mónica!!!!

La felicidad de Jonás por escuchar su voz armoniosa se hizo más que patente, y al parecer, no le importó mostrárselo como tal.

— Sí, soy yo. ¿Qué… qué tal todo? ¿Cómo te va?— A mí estupendamente, he cambiado algunas cosas elementales en mi vida. ¿Y a ti?— Bueno, como siempre…

Recordó su horrible mesa blanca con su ordenador, papeles, cartas, más papeles, más cartas, sellos y firmas y desvió el tema tan rápido como pudo antes de entrar en depresión.

— Te llamaba para agradecerte lo que pusiste en la nota. Es… es…— Es la pura verdad— completó él.— Vaya, es… es…pues… gracias.

Habían cambiado las tornas. Cuando Mónica era la que llevaba siempre las riendas, ahora, por el contrario, Jonás era el que espoleaba al caballo.— ¿Qué tal en el banco?— preguntó él, serio, después de una dilatada pausa

sin que supieran qué decir.— Bien. ¿Qué tal tu árbol?

La pregunta referente al árbol avivó la conversación y su tono, que pasó a locuaz y vivo.

— ¡Bueno! Creo que tendrías que verlo con tus propios ojos. Es increíble, de verdad. Jamás podría pensar yo que…

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Eso le sonó a Mónica a cita encubierta, pero había dejado escapar a Jonás una vez y esa le bastó, no quería volver a hacerlo. Bajo su criterio, sería el colmo de la estupidez.— Vale, vale… iré— concluyó Mónica, como si cediera ante una rogativa.

Jonás cortó abruptamente lo que estaba diciendo de su árbol y una anécdota que contó sobre el color de las hojas. Por su silencio parecía estar descolocado, pensativo.

— Si no te he invitado…— dijo al final Jonás, seco. Mónica quiso que las fauces de la Tierra se la tragaran de un bocado, ahora era el momento idóneo para colgar. Intentó salir del engorro.— ¿No dijiste que tendría que verlo con mis ojos?— Mujer, es una manera de hablar…— Vaya, pensé que…— Bueno… Ahora que lo dices, me parece una estupenda idea. ¡Tienes que

venir! No vas a reconocerlo cuando lo veas. Ya no es esa planta triste, no… Y continuó hablando con tanta naturalidad e inocencia de su árbol que despejó toda sucia intención por su parte de querer algo más y a la vez, Jonás alejó esa situación incómoda creada por un mal entendido.

— ¿Dónde vives más o menos? A continuación explicó con claridad la posición exacta de su nuevo hogar, y quedaron. A las siete y con luna feliz.

***

Dio siete vueltas, se perdió doce veces y al final encontró la calle. Una avenida discreta, viejas fachadas, olor a piedra húmeda, con mucha sombra a esa hora de la tarde. Fue caminando hasta el portal y llamó con insistencia: 5º B, 5º B, 5º B. Jonás no contestó y Mónica repasó que, una de dos, o el muy sinvergüenza le plantó o se había perdido del todo. Miró de nuevo el letrero de la calle y comprobó la dirección escrita en un trozo de papel: <<Calle Paraíso número 11. >> Todo estaba en orden, bien puesto, no se había equivocado. Una última vez pulsó el botón. Esperó. Pero intuyó que nadie contestaría así que decidió irse, entre decepcionada y enfadada, por creer en tonterías. Un giró de tacón y se marchaba.

— ¿Ya te vas?— preguntó una voz que reconoció a su derecha. Ella se giró y se topó con Jonás. Se había dejado un poco de barba y sus ojos estaban cambiadísimos.

El cielo oscurecía por el norte. Una tormenta de verano acechaba y algún que otro gruñido se oía como si las nubes estuvieran hambrientas, entre soplidos que despeinaban melenas a su antojo y que apaciguaban el bochorno caliente y húmedo que sufrían.

— Pensé que me había equivocado o que me habías plantado… No sé. Se dieron dos besos.— Qué cosas tienes— dijo Jonás.— ¿Y dónde estabas? Si puede saberse.— Al otro lado de la calle, allí— señaló— junto a esa cervecería. Te miraba

bajo ese toldo, el verde.— Qué mala idea tienes ¿no?— citó poniendo sus brazos en jarra bastante

risueña—. ¿Y por qué no viniste a mí si veías que te llamaba?— preguntó tratando de perfilar lo que él había visto, porque estuvo un buen rato en el

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portal maldiciendo y fulminando con su mirada a todo ser viviente con unos modales poco femeninos.

— No creo que quieras saber el por qué… No sé hasta qué punto tenemos confianza— dijo en voz baja, con cara de niño pequeño que guarda un secreto, una táctica que en realidad no era suya. Más tarde confesó que lo tomó prestado de Moisés y que además, Jonás lo hacía realmente mal.

Mónica se cruzó de brazos, haciéndose la resignada aunque no muy bien, todo hay que decirlo.— ¿Quieres saberlo de verdad?— Dilo. Estoy en ascuas.— Pues sólo quería ver cuántas veces llamabas a mi puerta. Cuánto eras

capaz de esperar.— ¿Por qué?, no…— Así sé cuantas ganas tienes de verme, no te enfades mujer…

Respiró aliviada, hasta le gustó su respuesta.— Pues qué cosas tienes tú… eres rarito. Te vas del banco con un árbol, te dejas barba, cambias de vida sin avisar… ¿Qué más?

Rieron y se oyó un trueno que se intuyó cerca.— Lloverá en breve, ¿una cerveza?— preguntó Jonás.

Ella asintió, era la solución para retener los sudores que no podía ocultar y se sentaron bajo el toldo verde de la terraza, no todo lo protegidos que hubieran deseado. Bebieron cerveza y Jonás habló de su nuevo trabajo, en un vivero, en la sección de plantas que querían ser árboles y del mismo modo colaboraba en un refugio de mascotas abandonadas, por lo del gato atropellado. En seguida se puso a llover. Luego granizó con saña. Y la tierra se mojó, el agua corría a raudales por las aceras y el granizo rebotaba en los techos de los coches y se dieron cuenta de que el olor a tierra mojada les gustaba a los dos. Era un buen comienzo.

***

La noche llegó sin que los dos pudieran darse cuenta, se habían desplegado las cortinas purpúreas y habían tantas estrellas por ahí arriba que nuestro mundo se veía como una diminuta pulga malhumorada. Muy enfadada. Más bien como la pulga de las pulgas que a su vez es parte de otras pulgas más grandes.

Hacía fresco y olía a tomillo y romero. Jonás hablaba con un agrado que Mónica echaba muchísimo de menos, podía hablar de lo que fuese sin sentirse incómoda en ningún momento, y disfrutaba oyendo palabras dignas de ser escritas. La tercera cerveza dejaba libre a la imaginación y un pianista de conservatorio contratado y muy bien vestido tocaba piezas de todo tipo, que aderezaban el dulce aroma que trajo la lluvia. Jonás tuvo una idea fugaz y no se la pensó. Se puso en pie y habló a escondidas con el músico. Mónica sintió un poco de miedo por si iba a hacer alguna ridiculez propia de la testosterona, que pudiera dejarla en una posición un tanto embarazosa. Y la profecía se cumplió, los jinetes del Apocalipsis aparecieron al galope. Jonás tomó asiento en la banqueta del piano sobreactuando y anunció con rostro serio, delante de todas y cada una de las personas que se emborrachaban en la terraza para evadir la realidad: <<Por ti Mónica, que me animaste a plantar un árbol, a dejar un banco, a creer en cosas que creía muertas y a querer aprender a tocar el piano, ¡como tú! Por la lluvia que nos hizo felices a todos. >>

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Ella rió y se llevó las manos a su cara, con gesto femenino ensayado y pasado durante siglos a través de generaciones. Jonás hizo el amago de tocar, se detuvo antes de hacerlo, y continuó hablando: << ¿sabes, Mónica? No sé tú, pero mi profesor de piano dice tantas cosas que no entiendo, yo dije que sólo quería tocar música y él insiste que para tocarla hay que saber teoría. ¡Tiene toda la razón! Aunque yo me resisto, no tengo otra dada mi innata torpeza, después de haber ensayado este momento cientos, qué digo, miles de veces, te confesaré que a día de hoy, soy incapaz de leer una partitura… ¡y ésta es la única canción que he conseguido tocar!>> Mónica, en ese preciso momento, sí que sintió pánico, porque para ella (que sabía tocar el piano) era bastante improbable que sin saber leer una partitura acertara a tocar una canción, pero Jonás, una vez más, tenía algo más que decir. Tocó y ¡vaya si lo hizo! La música era perfecta, cada <<mi bemol>> en su lugar, cada <<do sostenido mayor>> también. Todo bien enlazado, en su sitio, con su duración precisa. Hasta en los silencios, que de igual manera forman parte de la música, acertó. Al poco, Jonás abrió la boca ¡No fue para hablar! Lo hizo para cantar y ahí sí que Mónica tuvo un espasmo de vergüenza, por si saliera algún berreo. Fue entonces cuando quiso salir corriendo, pero las primeras palabras en italiano dejaron a Mónica sin habla y con todos sus vellos erizados. Cantó dejando mudos hasta a los grillos. <<Calle Paraíso hace honor a su nombre>>, anotó en su memoria. Al término de la canción todos aplaudieron con entusiasmo y muchos que le conocían estaban más sorprendidos que el propio Jonás, adoraban sus trivialidades, sus excentricidades. Se levantó con la expresión más orgullosa del mundo y saludó a su público.

***

— ¿Te ha gustado mi canción?— ¿Es tuya?— preguntó Mónica insegura, intentando entrever si consistía en

algún tipo de vacile, llevándose una aceituna rellena de anchoa a la boca.— Sí, es suya— respondió otra voz a la izquierda de Jonás y a la derecha de

Mónica. Los dos se giraron en busca de su origen

— La compuso hace unos días. Lo sé porque se enfadaba mucho cuando le llamaba e interrumpía su inspiración. Siempre decía algún comentario como: << Nadie molestaba a Vivaldi cuando se sentaba a componer, ¿cómo quieres que componga una pieza decente si no haces más que interrumpirme?>> y yo recuerdo que le respondí herido que él no era Vivaldi y que volviera a la tierra con nosotros. ¡Que le echábamos de menos! ¿Eres tú la Mónica de la que habla tanto éste?— E hizo el gesto infantil que Jonás tomó prestado.

Siguió hablando sin dejarla responder. Como joven con camisa de rayas y ojos tostados que presumía ser, daba una falsa impresión. Se detuvo en seco en una frase para coger aire y les miró con gracia con ambas manos dentro de sus bolsillos.— ¡Moisés, por fin te callas, petardo!— exclamó Jonás y se puso de pie,

empujando una silla hacia atrás—. Anda, siéntate y tómate una birra con nosotros.

— No rechazaré semejante oferta, como no subías estaba preocupándome. ¡Qué controlador soy! Me había hecho la idea de que Mónica te estaba

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violando, y me asusté a pesar de que la idea, de alguna forma, me excitaba. Compréndelo.

Al no estar habituada a beber, Mónica, ligeramente bebida y semiconsciente de que bajo el efecto justo del alcohol el mundo es un lugar maravilloso para vivir, miró cómo se sentaba el amigo de Jonás y se contentó de que alguien desconocido se uniera a la conversación y dijera una sarta de frases sin sentido que ahora borrachos, gozaban de toda la lógica del mundo. — Mónica, este es mi mejor amigo, Moisés. Es un incordio, aunque es como si

fuera mi hermano mayor.— Encantada. Me vas a disculpar, pero estoy un poco borracha.

Moisés se rió ante la sinceridad sublime de una completa desconocida y cuando la risa le permitió hablar, comentó:

— Espérame que en cinco minutos, te alcanzo—. Izó la mano y pidió al camarero, a la vez, cinco cervezas: tres para él y dos para sus amigos.

Cuando las trajeron se bebió las tres que pidió igual que una depuradora sedienta y con una velocidad de diez centilitros por cada dos segundos. Consiguió que sus ojos centellearan igual de alegres que los de Mónica y los de Jonás. Aquella noche Moisés confesó que le encantaba el aroma que deja la lluvia cuando se va. Los tres asintieron. Entre los tres empezó a forjarse un buen lazo de unión. Y perduraría hasta las confines del universo y todavía más lejos. En lo bueno y también, en lo malo. Y pasó esto: Moisés se fue para dejarles pues era ya tarde y tenía sueño y, en ese intervalo de despedidas, Jonás agarró a Mónica por los hombros, se acercó hasta sus labios y después de un roce suave entre ambos, por fin, ¡se besaron!

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Ideas en barbecho

Sí. Ideas en barbecho. Esas son las ideas que se quedan un tiempo mudas, en reposo, se asientan, son asimiladas y luego puede uno contar con ellas. Como la técnica ancestral de cultivo. Arando inmensos campos de trigo estaba Enrique en su cama. Otra cosa no podía hacer y el televisor evitaba toda posibilidad cercana a eso que llamamos pensamiento. El no poder mover nada en su cuerpo estaba torturándole. Y languideciendo en la cama, cuando no tenía otra y tocaba pensar, se daba cuenta que como ser humano, había perdido mucho en calidad. Pero él era un superhombre de esos que fabrican las sociedades modernas y desde siempre, al menos hasta donde alcanzaba su corta memoria, recordaba que debía portar una coraza de acero impenetrable. Cuanto más duro era uno, menos posibilidades tenía de fracasar ante los demás. Así era como Enrique se ganaba el respeto de sus amigos. ¡Era el líder de tres cadáveres! Consiguió el coche de sus sueños con sólo dieciocho años. Con el que volar por el asfalto, con el que demostrar que era un as del volante, que nadie era mejor que él. Rogó a su padre y también a su madre (aunque a ratos, porque ella no era más que una herramienta de acceso a su padre) que se lo compraran y ellos, en cierta parte ciegos, le compraron su ataúd con ruedas. Tan potente capaz de catapultarte por todas las dimensiones del hiperespacio. Qué ciegos estuvieron todos. Cuántos toques de atención les había dado el destino. El único que siempre se olió que eso podría suceder fue Rubén, al que nadie había escuchado y que ahora le tocaba recoger la basura. Llevaba dos días sin decir ni una sola palabra, si bien, esa tarde Rubén tenía hormigas en la boca y mucho que decir.

***

— Este mediodía ha estado por aquí la mujer embarazada de tu accidente. La que sobrevivió.

Enrique no dijo nada. Miraba el televisor, sin verla.— Me imagino que no te diste cuenta, porque no llegó ni siquiera a entrar, por miedo, puede. Yo no supe qué decir. ¿Entiendes lo que quiero decir? No sé si me comprendes. Me quedé en blanco.

Ni caso. En una de las secciones del telediario se habló sobre la siniestralidad en accidentes de coche que era proporcional a los despistes y que un avión civil había sido derribado por error por un misil de un ejército muy poderoso. Lo gracioso de ésa última noticia es que lo contaban como si fuera la cosa más normal del mundo, pero el mundo estaba loco, eso ya lo sabían unos cuantos, y a Enrique le mantenía, cuanto menos, ocupado. Rubén hablaba y hablaba, de vez en cuando hacía alguna pausa y volvía a hablar, aunque su hermano continuaba zambullido en el televisor.

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— Me vas a escuchar, quieras o no— asió el mando, harto, y apagó el televisor justo cuando el presentador comunicó que iban a dar los deportes, la parte favorita de Enrique.

Comenzó de una forma muy severa: dijo que no entendía porqué se mostraba con esa actitud, distante, como si todo aquello no fuera con él. También que había llamado a sus padres la noche anterior y que todavía no habían ido a visitarle.

— ¿Recuerdas a mamá y a papá?— preguntó. No dijo nada. Se mostraba igual de indiferente que una piedra, y cualquier otro a esas alturas ya habría saltado a su cuello, rabioso—. ¡Si hombre!, los que te compraron ese cochecito, esos dos que nos educaron, que se dejaron la piel para que fuésemos personas dignas en esta vida. Con ello no quiero decir que fuésemos médicos, no. Estarían contentos si, siendo incluso repartidores de pizzas, fuéramos simplemente buenas personas. Nos alejaron de lo malo y vas tú y lo jodes todo. Dime, ¿es por llevar la puta contraria? No dijo nada, otra vez, para variar.

— Yo creo que algo muy malo has tenido que hacer para que no quieran venir papá y mamá. No sé…— dijo con ironía.

Enrique volvió a llorar. — Eso, eso… siempre tan duro. Coraza de acero aunque estés relleno de mantequilla. Llora, por favor, llora. Quiero que llores hasta que te deshidrates. Al menos eso me hace ver que alguna vez fuiste una persona. Y Rubén le obligó a revivir su pasado, tan lejano como si fuera visto a través de un cristal empañado.

— Sí, sí. Yo tenía once años cuando mamá me dijo que tendría un hermano o una hermana. Era cuando vivíamos en Italia. No sabes cómo eso descolocó mi mundo. Era algo increíble, pero tú no lo entiendes. ¡Todo el mundo me felicitó en el colegio! Me paraban y me decían: enhorabuena Rubén, me han contado que vas a tener un hermano… y yo sonreía mucho. Muchísimo. Eras el motivo de mi orgullo. El orgullo más grande que se puede tener cuando apenas eras una uva. Luego naciste, y al verte en la cuna, conseguiste que incluso siendo yo un crío, con once años de mierda, entendiera ciertas maravillas de la vida, como el nacimiento. Y no puedo describirte lo que sentí cuando mamá te puso en mis brazos.

Era ahora Rubén a quien se le saltaban las lágrimas. Sin querer. Detuvo un rato su sermón y buscó un pañuelo con el que limpiarlas. — Eras todo para mí, joder— dijo ese taco porque, como hombre y macho social que era, no es fácil reconocer ciertos sentimientos y un taco entre lágrimas le haría sonar duro, aún—. Y yo estuve ahí siempre para ti, pero el tiempo te hizo crecer y tenías otras prioridades. Pensaste de repente y se te subió a la cabeza, creo. Viste que podrías ser libre, que tenías todo el poder del mundo… Enrique miraba al techo. Estaba acorralado por los ojos de su hermano y el cuadro.

— Sólo quiero que entiendas una cosa— acertó a decir Rubén, implacable— me da igual si quieres odiarme el resto de tu vida, si después de esto decides no volver a dirigirme la palabra. Si cuando te recuperes quieres empezar una vida en solitario, sin nosotros, a mí ciertamente, me da igual, casi lo prefiero, no me imagino mi vida con alguien que no es capaz de aceptar sus errores. Hazme un favor, algún día deberás aceptar que te equivocaste y que fue tu error y que fue tu falta de entereza lo que mató a tus amigos— paró a coger aire—. También que destrozaste a una familia. Será el primer paso para que

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puedas vivir en paz, porque hazme caso en esto que te digo, sé que tienes conciencia y ésta no te dejará vivir por el resto de tus días.

Entró la enfermera y Rubén salió de la habitación, cabizbajo, abandonando a su hermano con todas esas palabras venidas de atrás flotando por allí. Ideas en barbecho, pues. Aunque en su contra, Enrique notaba que su garganta se cerraba cada vez más, oprimiéndole e impidiéndole respirar con normalidad. La dosis necesaria de aire era cada vez menor y el ansia por respirar mayor, una contradicción que estaba pasando factura. Notaba que su corazón empezaba a latir de forma irregular y que sudores fríos emanaban de él y después las paredes se derritieron y las voces tuvieron eco. De pronto vio estrellas y sintió un dolor seco. La enfermera gritó y pidió ayuda angustiosamente, pero eso no lo escuchó Enrique. Rubén sí, que se detuvo brusco en el marco de la puerta con el puño de un extraño apretando su corazón e impidiendo que latiera. Un médico de pelos rubios le desplazó con tosquedad. Debían recuperar a Enrique que quería marcharse sin avisar y lo que es mucho peor, sin despedirse. Ese era el peor sabor de boca que le puede quedar a uno.

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La creación de un universo

El maquinista anunció con vanidosa compostura, que el tren reanudaría su marcha. Antoine había recogido todo el hilo de su cometa, anticipándose a tal anuncio. Después de sonreír de forma fugaz y apenas perceptible a Jonás, se fue directo al mismo vagón del que salió. El tercero contando desde la locomotora. Poco después todos los demás niños que gritaban contentos en el desierto y al otro lado, en el bosque, corrieron también hasta el mismo vagón y otros un poco mayores fueron al cuarto. Jonás, con sus botas en la mano, hizo lo mismo y apuntó su nariz hacia la zona importante, la de los adultos, el último vagón de todos: el décimo. Conforme andaba descalzo al último vagón, se arrepintió, ya que no quería aparentar ser importante y estaba harto de las críticas que seguro reprocharían cuando subiera. Y su sombrero salió volando y, llevado por el viento, se posó en el primer vagón del tren, el vagón donde se encontraban los críos, que le miraban boquiabiertos. — ¡Viene aquí! No entró. Hacerlo le propiciaría un dolor de cabeza gratuito. Escaló por uno de los laterales donde una escalerilla de bronce pendía abrazada a un barrote y tomó asiento, con sus piernas colgando, arriba, en el techo, sin importarle en absoluto qué dirían de él tanto los niños como los adultos. Agarró su sombrero y se lo puso bien ceñido, hasta que sus orejas se doblaron. Luego sacó un trozo de papel y dibujó la increíble vista que tenía ante sus ojos. El contraste eterno entre nada y todo.

Después guardó su dibujo en uno de los bolsillos de su chaqueta de pana y recapacitó que crear un universo no debía de ser una tarea demasiado compleja.

— Hola… dijo un chiquillo que se sentó cerca de él, rompiendo sus ideas sobre la confección de universos —fascículo cuarto—.

Giró su cabeza, al dar con él, lo estudió: No había visto a ese mozo antes, era nuevo. Jonás le repasó pausadamente y verificó que no se trataba de Antoine. Su cabellera era castaña y ningún pelo estaba donde debería por culpa de la marcha del tren que lo hacía cada vez más deprisa.

— ¿Y Antoine? ¿Sabes dónde está?— ¿Quién es ése? — Un niño de tu edad, rubio, con cometa.— ¿El rey Sol1?— Será… aunque nunca le oí referirse como tal.— Está jugando con Ana— Ahh… bueno. Pues si les ves, dile al rey Sol que aquí su cometa volaría

mejor que en ningún sitio ¿no crees?— y se chupó el dedo e hizo el típico gesto que haría cualquier idiota—. ¡Qué viento!

— Sí— contestó riendo.

1 Apodo atribuido a la infancia de Antoine de Saint-Exupéry.

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— Bueno, ¿y cómo te llamas tú, jovencito? Detesto los silencios incómodos, me causan cefaleas sólo por pensar que hago el ridículo, porque no sé qué decir y también qué pensarán de mí, ¿no serás otro escritor, verdad? — sacó su dibujo después de rebuscar en su bolsillo e intentar cambiar de tema— ¿te gusta…?— y se dio cuenta que al recurrir al nombre del chico todavía no lo sabía— mi nombre es Jonás, ¿qué haces por aquí arriba? ¡Es peligroso!, no me quiero imaginar lo que dirán esos del último vagón si ven que he dejado que subas hasta aquí.

Cada vez que el tren entraba en una curva pronunciada, el último vagón, al entrar más tarde en ésta, dejaba a la vista el primero y los adultos abrían sus bocas fingiendo preocuparse al ver a Jonás sentado en el techo con un niño.¡Qué imprudencia! ¡Qué temeridad! ¡Qué se creerá! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Pudo leer en sus bocas aisladas por el silencio de los cristales. El chico miraba afligido y un poco recatado a Jonás.— Mi nombre es Enrique, ¡estoy perdido! ¿Tú lo estás?— y sonrió con la

esperanza de que dijera un sí. Era el único de todos los niños que había confesado estar perdido y le daba vergüenza hacerlo. Y además, una traza de pena honda podía distinguirse entre sus pupilas.— No, no, bueno, ahora que lo dices… a lo mejor un poco perdido sí que estoy.

¿No ves? Estoy en el techo de un tren, contigo, en el lugar más raro del mundo. He hablado con uno de mis escritores favoritos, que es un niño además. ¡Qué quieres que te diga! ¡Dame la mano, somos los pasajeros perdidos del tren!

El chico rió: — Eres muy raro… ¿Podrías hacerme un favor?— Haré cuanto pueda, dime——y suspiró volviendo a guardar su dibujo en la

chaqueta de pana.— ¡Ah! Me he perdido y debo buscar a mi hermano, ¡se enfadará! Busquemos

un campo de trigo… ¡Cuánto me alegro de que cogieras este tren!

Jonás sintió como si se le hubiera cortado la digestión. Esa voz, esa frase. ¡Su hermano! ¡Su sueño! ¡Por él estaba haciendo este viaje! Inmediatamente después su sombrero voló... el sombrero azul oscuro que Mónica le regaló al poco de que se conocieran, el sombrero del que se rió y por el que tanto se enfadó porque no le gustó. Voló tan alto y lejos que se perdió de su vista y de la del niño. Y el comentario de Enrique se apagó por la pena de la pérdida de un sombrero. Como un grano de polen que el viento arranca de un árbol y se lo lleva a su antojo, a lo mejor para volar unos metros y caer en la tierra, o quizás miles de kilómetros. Sólo le importaba ahora dónde se posaría, si lo haría como los granos de polen en un desierto, sin oportunidad de crecer, o morir en el mar ahogado. Y luego dijo: ¡mierda! Buscó a Enrique, que no estaba por ninguna parte. En su lugar apareció Antoine de Saint- Exupéry que soltó su cometa y la miró volar.

— Hay que ver, todo es tan raro… mi sombrero se ha ido y con él, mi último recuerdo de Mónica. ¿Adónde irá a parar? Y ése chico…— No te preocupes por tu sombrero. ¡Tranquilo! Estará donde debe estar.— Oye, no te lo he dicho porque no se me presentó el momento, pero,

¡escribiste uno de los mejores libros que existen! Dibujó una sonrisa enorme que casi no cabía en su cara. — Gracias. Tengo entendido que a la gente ya no le gusta leer. ¿Puede ser

eso cierto?

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— Puede ser. Lo que sí es seguro es que cada vez estamos todos más perdidos…

— Qué triste es eso que me cuentas.— Y que lo digas.

Y otro niño más subió, si bien, no era Enrique, era otro mozo con ropas anchas y aspecto travieso ¡le era tan familiar! acompañado de una muchacha de hermosos bucles y tez como la harina más fina. Yacían auras familiares en el ambiente, flotando entre el polen que se arremolinaba entre ellos. Todos esperaron a que alguien dijera la primera palabra. Y durante un tiempo, todos se miraron y sólo se oyó el traqueteo del tren y el ruido del viento. Finalmente, el chico dijo con mueca torcida y ávida: <<Jonás, Jonás, Jonás… qué joven te veo y qué perdido estás. Has cambiado, ¡al fin…!>> Jonás se miró las manos y no eran como solían ser, ásperas y cansadas, no, hacía tanto que no las veía así que le parecían las manos de un completo desconocido. Cayó arrodillado y las lágrimas llegaron hasta la comisura de sus labios, más saladas que el agua del océano más misterioso, y levantó la mirada entre llantos a pesar de que no pudiera decir nada, y el mozo se acercó hasta él y le rodeó con sus pequeños brazos.

Jonás Jonás Jonás… tenía ganas de verte, ¡tengo tanto que explicarte…!

Y él sólo pudo responder: — Moisés…

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El Sol: Creador de vida

Cayó derribado en el pasillo más largo del mundo y se escuchó un gemido apagado. El grito más fuerte y hondo que puede crear la persona más dolida, no se oye, porque es el alma la que se pronuncia. Las piernas de Rubén flaquearon tanto que acabaron por ceder, teniendo que arrodillarse y apoyar sus manos en la pared y después, la arañó con unas uñas demasiado mordidas por culpa de Enrique. Terminó llorando, exasperado. Sus llantos eran como los de un niño recién traído a este mundo. Habían conseguido reanimar a Enrique que entró en parada y ahora estaba sedado con una máquina que ayudaba a que respirase de forma artificial. Poco faltó para colgarle una etiqueta en el dedo gordo del pie y sepultarle bajo toneladas de tierra húmeda. Una vez reanimado no estaban seguros de si despertaría y si lo hacía, la recuperación sería más compleja e improbable que antes. Por un instante, cuando creyó que su hermano se iba para siempre dejando el peor de los desastres adherido a sus pisadas, sintió rabia e impotencia por haber sido tan duro con él, y sentía un odio injustificado hacia todo cuanto le cercaba simplemente porque no entendía nada, ni por qué a veces la vida es tan puñeteramente injusta. Pero en el momento que el doctor de pelos rubios reveló que se había recuperado sintió un alivio temprano, como si le quitaran parte del lastre que le hundía hasta el fondo del lago más oscuro y vinieron a su cabeza sus padres, que aunque se resistían a ir jamás podrían perdonarse el no haber estado el día en que su hijo murió. Rubén estaba harto del aire viciado y estéril del hospital (y de sus paredes vacías) y necesitaba salir de ahí, era la primera vez que sentía un ansia tan voraz. Así lo hizo. Cogió el ascensor chiflado y se presentó en la planta principal atiborrada de personas con ganas de preguntar. Al salir por una puerta giratoria automática, notó que el sol le llenaba de inmediato de una manera vital, extraordinaria. Hacía frío, un frío considerable, aunque el sol calentaba lo justo. Echó mano de su paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Lo fumó muy rápido y se mareó. Y así se quedó: Parado. Dejando correr el segundero y el minutero. Todo daba igual, daba lo mismo. Hasta que una joven igual de cansada que él le pidió un cigarro y fumaron juntos, dejando que el sol hiciera su trabajo, que para algo estaba allí, en lo más alto.

***

Ella arrojó la colilla al suelo, con asco y desprecio, como si estuviera harta de fumar, como si llevara años sin hacerlo y sin más cayese en la tentación por un ataque temporal capaz de aplastar cualquier conciencia. La pisó bien fuerte, rabiosa, hasta que se cercioró de que estaba bien apagada o muerta y con ella también sus ganas. La entrada del hospital era un ir y venir de pacientes,

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familiares, enfermeros y médicos y locos, muchos locos. Una enfermera con ojeras y bolsas que ocupaban la mitad de su cara la reprendió y le dijo que para algo estaban las papeleras y sus ceniceros. Rubén ofreció otro cigarro y ella, culpándole a él en su cabeza, no se negó. Al encenderlo se quedó mirándole, estudiando sus vestimentas, sus gestos, su forma peculiar de mirar.

— Tienes los ojos hinchados, ¿has estado llorando? Perdona, menuda osadía— y en voz baja, aunque audible, continuó—. No, no lo pregunto. Lo afirmo: Has estado llorando.

Rubén ratificó con un único movimiento de cabeza. Firme y concluyente. Había estado llorando, no tenía nada que esconder. Tenía sus razones… ¿Para que ocultar el llanto? A lo mejor en otras circunstancias hubiera intentado hacerlo.

— ¿Puedo hacer cualquier cosa por ti? Negó con la cabeza y fumó, echó un leve vistazo superficial a la joven que hacía preguntas y levantó su mentón hacia el cielo cerrando sus párpados, dejando que el sol calentara su rostro. Luego, dijo con los ojos aún cerrados y soltando el humo:

— Todo es tan sencillo, tan asquerosamente sencillo… somos nosotros, que tenemos un empeño innato para complicarlo, ¿me equivoco?

Ella no respondió aunque estuviera de su parte, sólo esperaba que él continuara hablando. Quién sabe, si ella hablase, desviaría el hilo que él quería seguir y no quería hacerlo porque parecía que ése hombre joven llevaba tiempo sin desahogarse y que necesitaba ayuda imprevista de una completa desconocida. Su confesión empezó con que jamás pensaba que quitarse de en medio pudiera ser una solución, ni siquiera una opción a tener en cuenta, pero incidió en que todo carece de sentido. No le veía el sentido a nada. ¿Y qué puede hacerse cuando ni siquiera el sol que nos ilumina tiene sentido? — Qué dices, ¿suicidarte? ¿Piensas en suicidarte?— preguntó en cuanto se

percató de por donde iban los tiros.— Sí. Suicidarme.

No, no, no, no… Nunca. Has perdido el norte…— bajó la mirada, abatida, anonadada de que un extraño confesase delante de sus narices, sin pudor alguno, que quería hacerlo—. Es la postura más egoísta que existe. ¿No sabes el destrozo que dejarías detrás? Creo que no lo sabes, porque si no, no lo dirías. La ignorancia es muy atrevida… La persona que más quise optó por hacerlo y créeme, hubiera preferido morir yo a sentir lo que viene después. Todos, ¡escúchame! todos atravesamos momentos difíciles. No eres el único. ¿O es que te crees el centro del universo?— No me creo el centro del universo, ni mucho menos, aunque parece que me

ha tocado serlo. Y te confieso que espero que todo esto pase pronto… porque por mucho que tú me digas, por mucho que tú hagas, no tengo intención de cambiar de idea.

— Escucha, sea lo que sea, sientas lo que sientas, hagas lo que hagas, no importa lo que haya acontecido porque aunque no tenga solución, créeme, pasará.

— Claro que pasará, no te jode, todo pasa, aunque en esta ocasión no sé a qué precio. Bueno, ya está bien, no te aburriré más con mis penas ni mis teorías sobre el suicidio… dime, ¿qué te ha sucedido a ti para que puedas estar en un hospital con una postura así de optimista?

— Creo en las terceras oportunidades. No las segundas ¿eh? Las terceras, para que veas que cedo. He sufrido mucho, pero tenemos derecho a que nos den oportunidades.

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— Eso no responde a mi pregunta. ¿Viniste sólo a que te vacunaran? Claro, ahora entiendo tu positivismo… ¡Así cualquiera, no te jode!

— No, no. Resulta que en un accidente de coche casi matan al marido de mi mejor amiga, que para colmo está embarazada.

Las facciones de Rubén palidecieron.— Se saltaron un semáforo… — Disculpa, debo irme, ahora. Yo, yo, yo…— esa historia, Rubén, se la sabía

muy bien.— ¿Cómo?— Sí, sí, tengo que irme, tengo que…— ¿Estás bien? Espera, espera, ¡espera!—gritó. — No se te ocurra irte así. Sé

lo que vas ha hacer, no haberme contado que querías suicidarte, avisaré a un médico… ¡detente!

Rubén se detuvo con los ojos anegados.— ¿De verdad crees que todos gozamos de una tercera oportunidad? Ni

siquiera he usado mi segunda oportunidad contigo.— No veo por qué tendrías que hacerlo.— ¿Juras que me concederás esa segunda oportunidad?— Lo juro.— ¿Me escucharás?— ¿Qué? ¿Qué dices? Desde luego que te escucho…

Un segundo se multiplicó por treinta:— Mi hermano causó vuestro accidente. Mi hermano ha matado a tres chicos,

y casi al marido de tu amiga que vino a verme y no pudo hablar. Incluso ella y su futuro bebé han estado en peligro. Dime. ¿Podrás escucharme todavía?

La muchacha se quedó de piedra. Exánime. Dio dos pasos hacia atrás, confusa, impresionada y con miedo. Tanteó con su mano un objeto donde poder sentarse o apoyarse, algo sólido, como si se hubiera enfrentado cara a cara con el mismo diablo y su rostro, después de tantos y tantos años, resultara ser el de su madre.

— Me voy, veo que… qué más da—. Rubén entró en el ascensor y la dejó a solas.

***

Llegó cautivo de las lágrimas hasta la quinta planta y se detuvo ante el letrero inscrito en la puerta con una placa de plástico verdoso:

Habitación 533

No esperó y entró sin llamar. En el interior un hombre en una cama dormía boca arriba y su mujer al parecer había estado mirando por la ventana, seguramente sin pensar en nada o en mucho y se durmió, también. Inmediatamente, la joven que estuvo con Rubén fumando a la entrada del hospital, entró y caminó muy despacio hasta su espalda. Puso su mano en su hombro y suspiró tratando de dominar la situación de la mejor forma posible antes de que se produjera un intento de asesinato.

— No creo que sea el momento más propicio para esto, ya sabes, pedir segundas oportunidades, ahora no— susurró ella a su oído.

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Rubén se dio la vuelta y se encontró con los ojos más amables que unas circunstancias odiosas y atípicas podían ofrecer.— Sal antes de que se dé cuenta. Por favor… Te lo estoy pidiendo por favor.— Yo sólo quiero…— Ya lo sé, pero no es el momento. Te juré una segunda oportunidad. Por

favor, sal, habrá tiempo después, necesito preparar el terreno. Esto no va a ser nada fácil y lo sabes.

Obediente y sin hacer ruido al pisar, salió con ella. Lloraron un rato los dos sin razones o con demasiadas y cuando la cosa se tranquilizó, pudieron pasar hoja y Rubén habló de que su hermano era un desastre, desde siempre. Dijo que era todo cuanto podía decir, que era una mierda de disculpa... Aunque subrayó que su hermano Enrique no era mala persona, que aún había algo bueno dentro de él y que lo estaba buscando.— Tú no tienes la culpa de nada, absolutamente de nada, por eso hablo

contigo y porque he jurado darte una segunda oportunidad. Cuando me dejaste a solas abajo, tuve que pensar con rapidez. Tu hermano es quien debe pedir perdón, no tú.

— Sí, si lo sé, se lo dije antes de que… es que ha estado a punto de morir. He estado intentando hacerle entrar en razón. ¡Mierda!

— No sigas. Ahora vete. Su orden fue tan severa   que logró que Rubén accediera a marchar. Pero en la despedida había un claro <<hasta luego. >>

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<<Gracias>>

Dejó el libro apoyado en una mesita con una hoja de árbol seca marcando la página veintitrés. Cuando se sentía con ánimos y fuerzas, Mónica leía y lo hacía en voz alta, para Jonás. Entre tantos (Edgar Allan Poe o Tolstoi, amén de una lista infinita) acababa de leerle <<El Principito>>. ¡Esos libros eran sus joyas personales! Envejecían con los años, pero ganaban en poder. Y siempre que Jonás los leía, decía al acabarlos: <<gracias>> y se lo decía a su autor, no cabe duda. Por su esfuerzo, por su imaginación, por sangrar su alma para escribirlo, dejando una parte de su vida en él. ¡No era una tarea fácil esa de escribir un libro! Y le tarareaba en el oído también canciones y melodías que Jonás adoraba. La música: ¡otra manera de hablar para el alma! Una amiga de Mónica de nombre Esther y apellido impronunciable que asimismo trabajaba en una clínica privada arreglando cabezas enloquecidas por culpa del conjunto de voces humanas, expuso a Mónica que leer a una persona que está en coma o lo finge, no sirve de nada, y que invirtiera su tiempo en tareas de más provecho: Un puzzle o coser y alguna tontería más. No obstante, ella siguió la corriente a Esther que hablaba muy abajo dada su reducida estatura. Tenía el pelo largo y parecía un Hobbit de los de Tolkien. Claramente, Mónica no estaba de acuerdo en hacer puzzles y mucho menos en coser ¡jamás enhebró una aguja!, pero no poseía ni un ápice de voluntad para debatir nada, ni siquiera si existen fantasmas, ovnis, políticos sectarios y tampoco si la sociedad en la que se desenvolvía estaba construida con fines conspirativos siendo un montaje de intereses que beneficiaba a unos pocos y perjudicaba a demasiados. Por suerte, Esther se marchó y Mónica respiró en calma, por supuesto, con más ganas que nunca de leerle todos los libros del mundo a Jonás. Susana entró con una bolsa de plástico repleta de bultos pequeños y Mónica interpretó que había estado de compras y sintió vergüenza no queriendo confesar que había pasado casi toda la tarde dormida después de que se marchara Esther. Susana fue directa hasta la silla, dejó la bolsa en el suelo entre pasos torpes e inciertos y sacó unos chocolates. A continuación tomó asiento y miró a Mónica un par de veces por el rabillo del ojo. Ella forzó un gesto, decaído, y las dos comieron chocolate dejando que el dulce surtiera el efecto publicitario. — Has estado fumando, ¡qué pestazo!— rezongó Mónica. Estiró sus piernas y

mordió su chocolate.— No lo he podido evitar, cosa de los nervios. He estado abajo en la calle un

buen rato y un joven me ofreció tabaco, en el segundo cigarrillo…— ¿Segundo? ¿Dos? Menuda eres…— Sí dos, bueno, el caso es que he hablado con un joven que quería

suicidarse.— Vaya, lástima. ¡Pobre gente!— Traté de hacerle entrar en razón de la mejor forma que pude y creo que con

un poco de ayuda de nuestra parte…— Susana…— Qué.

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Explicó, sin querer ofenderla, que no la malinterpretara, no tenía ganas de escuchar los problemas de otros, bastante tenía con los suyos. Lo último que podría apetecerla era hablar de ése tipo de cosas, y se lo dijo de corazón.— Ah… bueno perdona. Yo no quería… bueno, no digo más.— Gracias. Menudo dolor de cabeza tengo encima ¿no tendrás una aspirina o

dos o tres?— dijo Mónica llevándose ambas manos para frotarse el rostro, Susana las pidió a la enfermera.

Las dos se sumergieron en un largo y grato silencio recordando al tiempo cosas diferentes pero que a su vez tenían relación. Los recuerdos de Mónica despegaron directos con rumbo fijo a una mañana de invierno, una de las más frías que nadie evocaba en años y bastantes siglos según algunas piedras abrigadas de musgo, llena de árboles desnudos que tiritaban bajo un sol que se escuchaba, pero no se veía.

Un sábado de descanso oficial se dilucidó como el día perfecto para buscar casa. Un hogar para los tres —a lo mejor cuatro, porque por lo visto, Moisés tenía una amiga especial— con un único inconveniente: que tuviera dos pisos y jardín. De ahí a un tiempo atrás, Jonás y Mónica lograron formalizarse como pareja en tres años complejos, donde dos por dos nunca fueron cuatro. En realidad, porque decidieron dar la espalda al banco sin dueño para el que trabajaron, y les costó y mucho volver a encontrar una ocupación que les llenara. Ya no existían trabajos que hicieran felices a la gente. En ese tiempo compartieron piso en la calle Paraíso número once con un Moisés cada vez menos bíblico que, al percatarse de que se iban de verdad cuando llevaban meses amenazando con que tenían que irse a una casa con jardín para plantar el árbol al que la maceta se le achicó, su vida perdía sentido de pronto y suplicó, tantas veces pudo, por un hueco, prometiendo que no sentirían su presencia, aceptaba incluso si querían darle de comer aparte, con cadena y todo. No consentía la convivencia a solas consigo mismo. Consideraba su ser como quebrantable e inconsistente a causa de su propia razón, que era de ideas macabras y catastrofistas, gustándole difundir ideas fáciles sobre una vida carente de sentido —pero esto sólo lo sabía Moisés, que aparentaba ser otro—. Además Jonás era su amigo del alma y gracias a él semejantes teorías se mantenían a raya. Entre los dos mantuvieron un equilibrio perfecto. La relación entre ella y Jonás llegó al punto de ser tan maciza que quienes veían tal prueba de amor, sentían envidia insana. Lo que irritaba al resto es que no eran una pareja odiosa y repelente. Asquerosa de esas que se besan y dicen un <<te quiero>> cada segundo. Ellos discutían día sí, día no. ¡Gritaban! Se odiaban al punto de querer lo peor para cada uno. Y en contra de toda predicción, esas broncas les hacían cada vez más fuertes. ¿Es que nadie sabía que un amor para siempre sólo dura un instante? ¿Y que para mantenerlo hay que llorar sangre? Jonás y Mónica sí lo sabían y las lenguas venenosas y bípedas no sabían ya dónde ni a quién morder. ¡Pobres! Dieron con una casa de lienzo antiguo, de óleo oscuro y gastado. Construida en ladrillo y una ampliación en madera que descendía cansada sin soberbia por el lado norte de la casa, a modo de porche vasto. Tenía un ático con terraza. Y un amplio jardín de naranjos y jazmines que caía cuesta abajo hasta romper en un acantilado nombrado por los labriegos como <<el alma de los cielos. >> El pueblo estaba lo suficientemente apartado de la ciudad que no se escuchaban los gritos ni las bocinas y los que en el pueblo vivían miraban con ojos raros a quienes vinieran

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de fuera, no querían ver su paz perturbada y la mayoría de veces, cuando venían gentes de ciudad, el pueblo se desmadraba. La casa que encontraron se anidaba lejos del pueblo. Rodeada de montañas y con un lago que hacía de espejo a las estrellas logrando que las noches más pacíficas se convirtieran en un espectáculo portentoso comprendiendo el significado del nombre del acantilado: el alma de los cielos… Dos semanas después estaban de mudanzas. Entre cajas repletas de bártulos adquiridos quien sabe por qué pretexto, lo primordial era el árbol. Jonás cavó un hoyo lo suficientemente profundo para que no se le viera de cintura para abajo. Dos mozos anchos de cuerpo contratados para la mudanza cargaron con amargura el árbol abrazados a su maceta y lo dejaron caer con una profunda queja igual en proporción al peso. <<Muy caro debe ser este árbol para transportarlo en preferente…>> y rieron en burla, como si hablaran con unos locos de la vida. Ellos hicieron oídos sordos y prepararon el transplante. Al sacar los casi cuatro metros de árbol de su tiesto vieron un molde de arena y barro con formidables raíces enmarañadas que no cabían en la maceta. Era un alivio ver que ahora, dispondría de todo el sitio a su antojo, estirándose bajo la tierra tanto como él quisiera. Y los tres se emocionaron, ¡vaya si lo hicieron! Tenían casa y plantaron el árbol que había cambiado sus vidas y que daba ahora las gracias. A partir de ahí las noches se convirtieron en conversaciones sobre astros reflejados.

Esas eran las memorias de Mónica: el día que conocieron el lago que ahora podía predecirse desde la ventana del hospital, entre unas montañas nevadas. Susana, languidecida en la silla como un animal que no entendiera su mecanismo, sentía que le pesaban los párpados. Ella recordaba a Moisés y en especial su último año de vida, porque en algo, el hombre con el que habló y fumó en la calle mantenía vagas semejanzas compartiendo rasgos y expresiones.

***

Susana conoció a Moisés justo antes de mudarse. Se habían enamorado muy deprisa y no querían separarse. Y conscientes de que las prisas no son buenas consejeras, querían gozar de más tiempo. Pero Moisés insistía en que él no dejaría nunca a su amigo Jonás y que quería ir con él a vivir a un pueblo en las afueras y le propuso a Susana que la solución era que se fuera con él. Ella aceptó porque después de todo, como farmacéutica que era, encontraría trabajo en alguna farmacia en cualquier pueblo cercano allí donde vivieran. Pronto ella conoció a Jonás, y todavía Susana recordaba el impacto visual del primer contacto, puesto que era una persona de amables y sosegadas formas. Sus ojos comprendían y a la vez discutían con el mundo que veía. Mantenía una sensatez interna asombrosa. Y a Mónica ya la conocía porque fueron amigas en la universidad. Sin embargo no todo fue alegría, los años pasaron. Y aunque la relación entre Susana y Moisés era casi perfecta y estaban dispuestos a casarse, una mirada triste empezaba a dominar en los ojos de Moisés. Todos lo notaron, pero dejaron al tiempo hacer su trabajo ¡Y lo hizo! Poco a poco esa pena que nunca contó acabó en tragedia. En una tarde de compras, Jonás, Mónica y Susana regresaron al hogar (Moisés dijo que no se encontraba bien y que le disculparan), al llegar, todavía recuerda a la perfección lo que pasó:

— ¿Moisés? — preguntó Susana mientras sacaban la comida de las bolsas.

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No obtuvo respuesta.— Estará dormido— dijo Jonás— ¿Moisés?— gritó él.

Tampoco. Entonces Susana fue por cada rincón de la casa, llamándole. Caminó por la oscuridad del salón y tampoco. Y al fin le encontró tumbado en el sofá del cuarto de estar. Dormía profundamente. Susana se acercó para despertarle y le tocó con suavidad pero no reaccionó y entonces fue a darle un beso en la frente, porque ese método nunca fallaba, y al posar sus labios sintió una electrizante punzada, estaba frío como el hielo. Y no dijo nada, se quedó quieta, corroborando sus intuiciones, sabiendo que Moisés se apagaba y gritaba ayuda callado y nada hicieron por él. Diez minutos estuvo mirándole y Jonás llegó al cuarto de estar.

— ¿Estabas dormido, eh?— y al ver el rostro pálido de Susana, de inmediato supo lo que pasaba y llamó a Mónica.

Los tres lloraron a su alrededor. Y se culparon en silencio porque todos percibieron ése cambio de actitud en Moisés y nada hicieron por ayudarle. Una nota decía:

Lo siento. No me soportaba más.

Pero Susana todo eso ya lo había superado. Una muerte de ese calibre acaba sobrellevándose. Y ahora ese último año lo encontró resumido en los ojos de un extraño: el fumador. Tenía la misma mirada que Moisés y hablaban de lo mismo. Susana sabía que hay un tipo de luz en los ojos de todo ser humano y que cuando ésta se apaga, la sentencia no se hace de rogar. La noche llegó y durmieron y pronto, otro día más vendría.

***

Era muy temprano y el sol todavía no había salido aunque el cielo aclaraba. Una voz irrumpió despertándola:— ¿Mónica?— Sí.— ¿Cómo estás? ¿Te importa si paso un rato contigo?— Ni mucho menos. ¿Quién es usted?— Soy la doctora Isabel Pollo— y se hizo un silencio embarazoso creado, con

seguridad, por ella misma—. Por favor, ¡no hagas bromas sobre mi apellido!—se anticipó— es una cruz que llevo conmigo de siempre.

— ¡No se preocupe! Haré cuanto esté en mi mano. ¿Qué quiere saber de mí? O mejor dicho… ¿Qué hay en mí para que venga antes del amanecer?

La doctora Pollo se abrió paso con un contoneo de modelo (oculto por su bata blanca) entre la esterilidad de la habitación y permaneció de pie con buen semblante observando a Mónica que estaba sentada y arropada por la misma manta de siempre. Ambas se estudiaron, y el aspecto limpio y descansado y carente de preocupaciones de la doctora Pollo dejaba a Mónica en una posición bastante lamentable.

— En realidad no quiero saber nada trascendental, sólo quiero saber un par de cosas para poder ayudarte. ¿Cómo lo llevas?

Mónica —que no sabía dónde estaba Susana— hizo un gesto extrañísimo y esperó a ver alguna mueca en la doctora para saber si hablaba en verdad o, por el

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contrario, estaba tomándole el pelo. ¿Era esa la pregunta más apropiada nada más conocer a un paciente? Mónica, irascible, no pudo creerlo:— Es por curiosidad, ¿cómo se sentiría si de un plumazo le quitan lo más

bonito en su vida? ¿Se lo ha parado a pensar?— Mi opinión sobre los acontecimientos ocurridos no importa, eres tú quien me

interesa. Por favor, prosigue.— No— expresó Mónica seria—. Si quiere una respuesta, haga una pregunta

más correcta, doctora Pollo. No está bien preguntar cómo sobrelleva uno una situación difícilmente <<sobrellevable>>. Más aún cuando se sale de un accidente que ha dejado tres muertos y a un marido en coma. La respuesta es evidente.

— Bien, cambiemos de tema. Veamos…— rebuscó entre sus papeles— ¿A qué partido político perteneces?

— Bendita pregunta, ¿y usted? ¿A qué viene eso? ¿Qué diagnosis, o lo que sea, trazará de mí si soy de izquierdas o de derechas o de ambas a la vez?

— Por favor Mónica, necesito tu colaboración, si me vas a responder cada vez con una pregunta, nunca terminaremos… ¿por qué estás en guerra contra mí?

— A lo mejor no estoy de humor. La doctora Pollo suspiró palabras sin forma.— La verdad es que estamos muy preocupados y queremos saber las secuelas

del accidente en tu salud mental. Lo creas o no, tu actitud en estos días puede condicionarte de por vida.

— No voy a llevar la contraria en eso— y clavó sus ojos en la doctora—. Nada más entrar me advirtió para que no me riera de su apellido y creo que usted quiere que lo haga. Lleva provocándome desde que ha entrado.

— Ni mucho menos, Mónica. Ahora, contesta por favor a la pregunta de antes, es un formulario básico, para saber si estás lúcida: ¿Cuál es el partido político al que perteneces?

— Usted lo ha querido— y tiró la manta al suelo y se puso de pie. La doctora Pollo vio con terror la forma que tuvo de levantarse y dio un paso atrás apoyando el cuaderno en su pecho— ¿Se hizo loquera porque se metían con usted cuando era niña? ¿La llamaban pollita o pollón o algo parecido? Creo que por eso se interesó en las mentes perturbadas de la gente. ¿Me equivoco? ¡Pobre mojigata, deprimida, acorralada por la crueldad de la gente!

Desde el trecho prudente por el que estaban separadas, Mónica —que había ganado el poco terreno perdido— vio que la doctora Pollo estrujaba el bolígrafo con cierta maldad.— Mi vida no importa y no viene al caso. La enferma, querida, eres tú.— Es usted muy aburrida, doctora Pollo.— ¿Qué es lo último que recuerdas del accidente?

Mónica tragó saliva.— Un golpe seco. Luego perdí el conocimiento y volví a recobrarlo. El tiempo

que pasó, no lo sabría precisar con exactitud.— ¿Qué viste?— El coche destrozado, a mi marido en el suelo y a tres chicos arder vivos.— ¿Murieron quemados delante de ti?— Sí. ¿No lo pone en ninguno de sus papeles?— No— y anotó a toda prisa una coletilla después de un párrafo escrito a

máquina.

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— Pues sí, se achicharraron vivos, y el olor de sus cuerpos ardiendo no lo olvidaré nunca. Y no sentí pena por ellos, y todavía no la siento. Y creo que no la sentiré jamás. ¿Va a decirme que me he convertido en un monstruo, doctora Pollo?

— No. Tus sentimientos son normales, dadas las circunstancias.— ¿Normales?— Sí.— Entonces este mundo está lleno de odio. ¡No hay más que echar cuentas de

las desgracias diarias!— Es posible. ¿Estás embarazada, verdad?— ¿No está ese dato trascendental en sus papeles?— Sí.— Entonces, ¿para qué pregunta?— Corroboraba. Necesitamos que te relajes; te vamos a aconsejar una

medicación, por el bien de tu bebé.— ¿Aconsejarme? Doctora, únicamente está usted en la sala conmigo, no veo

por qué utiliza el <<vamos>> ¿Lo hace para respaldarse y sonar más convincente? Tal fuera el caso: ¿Va a drogarme para cerrarme la boca y que distorsione la realidad? ¿Me mandan de viaje espacial? ¡Eso no es muy apropiado!

— Más o menos.— Si no le importa, doctora Pollo, prefiero no tomarlos. Lo que tenga que venir

vendrá y espero estar cuerda para poder enfrentarme a ello. La doctora Pollo, viendo que Mónica continuaba salvaguardando las distancias y se mantenía tratándola de usted, dejó de tutearla tan pronto se había dado cuenta y la habló desde la frialdad; al parecer su técnica para parecer <<colegas>> no había funcionado. La doctora estaba dispuesta a devolver a Mónica a la posición de partida, negada a tomar la medicación, preguntó:— ¿Y va a beber para solucionarlo?— Veo que sus papeles informan cuando le interesa. Eso fue un altercado, no

bebo ya, gracias a una amiga de verdad.— ¿Hace cuánto conoce a Jonás?— Dieciséis años.— ¿Cómo se conocieron?— Por un árbol.— Explíquese.— ¡Para qué! No creo que le interese mi historia absurda. Es típica de un

cuento de hadas. ¿Por qué ha dejado de tutearme? La doctora Pollo no contestó a esa pregunta. Parecía una principiante que no sabía guiar la conversación con su paciente hacia ningún lado productivo y el sudor emanaba por su frente.

— Le repito que necesito su colaboración y no puedo realizar un buen informe si usted me dice que conoció a Jonás gracias a un árbol. Usted misma lo ratifica: es absurdo. — De acuerdo. Pero es la verdad, digamos que por un árbol nuestro amor se

forjó. ¿Cuesta tanto creerlo?— No voy a insistir, veo que no quiere colaborar.— Usted es la doctora.

Las preguntas que la doctora Pollo iba a formular ahora eran sencillas y su única finalidad era la de ver si el paciente era consciente de su realidad:— ¿Dónde vive?

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— En las afueras de la ciudad.— ¿Cuál es la capital de Portugal?— Lisboa.— Diecinueve por cuatro.— Señora Pollo, esto roza lo esperpéntico.— ¡Diecinueve por cuatro!— Setenta y… seis.— Si se viera envuelta en un accidente de tráfico, no como víctima, sino como

espectadora: ¿Prestaría ayuda? Y si lo hiciera: ¿a quién ayudaría primero?— Usted tiene pocas luces. ¿Cómo se le ocurre preguntar eso?

La doctora Pollo hizo un gesto sobreactuado. — Ruego me disculpe, estaba leyendo las preguntas de forma estándar y no me percaté. Excúseme, qué bochorno, no sé en qué pensaba.

Pero había malicia en su entonación. De alguna forma, la doctora Pollo estaba resentida por las malas formas de Mónica y quiso vengarse:— No sea cínica, por favor. ¡Lo hizo adrede! Lo he visto en la manera en que

usas tus ojitos, doctora Pollo. — Accidentalmente la tuteó, acto que corrigió—. No trate de ocultarlo. ¿Sabe? Desearía que usted se viera implicada en el mismo accidente. Desearía que su marido, si es que lo tiene, estuviera en coma y tuviera que soportar la cantidad de gilipolleces que puede llegar a escuchar una en boca de personas como usted. Desearía que conviviera en el mismo hospital con el asesino y el causante de su dolor. Desearía que sintiera qué pasa cuando tienes un accidente de tráfico y la gente pasa de largo y sólo mira, ¡por morbo! por tener las manos limpias, por no implicarse. Desearía que sintiera lo que es que venga una doctora a decirla en sus narices que está loca. Ahora y mejor que nunca entiendo a Jonás y lo que le sucedió con el gato. ¿Sabe que ése día dejó de creer?

— Hablemos de ese gato…— ¿Algo más, doctora Pollo?— Si no quiere hablarme de ese gato, entonces, por el momento, no. Pero

volveré después para hablar, por la tarde. Necesito que hable más. Así no llegaremos a buen puerto.

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Cuéntame qué hago aquí

Empezó a caminar en círculos por el techo del tren ante la atónita mirada de su amigo.

— Necesito un espejo, Moisés. ¡Necesito verme!— Aquí tienes un balde de agua. Mírate.

Jonás se acercó hasta el borde y posó sus manos en los extremos del barreño de madera. El agua, inquieta por el tren, no ofrecía una imagen estable, pero lo que vio era el rostro agitado de quien le había dejado hacía décadas. Ojos vivos y esperanza… ¡hasta ilusión! Jonás parecía ahora un joven adolescente que perdía la cordura y se llenaba de inocencia. No obstante eso poco le importó, tenía que hablar con Moisés, ¡su amigo muerto! Y si era él de verdad, Jonás comprendió hasta el momento todo de golpe. Entendió por qué lloró tantísimo al despedirse de su árbol y por qué le costaba tanto recordar a Mónica. Ya no estaba en el mundo objetivo de los célebres intelectuales. Moisés tenía una pregunta que hacer:

— ¿Todo sigue igual que cuando me fui?— ¿Irte? No sé qué quieres decirme… ¿Hablas del día que moriste?— formuló

Jonás un tanto evasivo.— Claro, ¿los hombres y las mujeres siguen estando igual de locos?— Sí. Eso sigue siendo igual. No ha cambiado en absoluto. ¿Puedes

explicarme qué hago aquí? ¿Dónde estamos? ¿Qué pasa?— Todo a su debido tiempo, Jonás, no tengas prisa. ¡No la tengas! Antes

quiero contarte una cosita: Cada noche, escucho muchos árboles cantar en los bosques, entre las colinas, por los valles, en lo alto de las cumbres. Es una melodía de tonos simples, pero acompasada y a una voz en conjunto. Y tu árbol prevalece sobre las voces de todos los demás, canta diferente, contando historias e incitando a todos los demás árboles a que canten su melodía, ¿sabes por qué?

— No.— El día que decidiste hacer una acción simple como dar una segunda

oportunidad a una supuesta mala hierba para que creciera, hundiendo sus raíces en un jardín, para que estirara sus ramas hasta ambicionar tocar las estrellas, aquello ha dejado marca. ¡Una marca titánica! El eco de lo que hiciste, junto con lo del gato, viaja por los confines del universo.

— Eso es difícil de creer, Moisés. ¿Cómo puedes saberlo— El otro día estuve hablando con un ser de otro mundo. Tenía ojos como

estrellas que se enroscaban en galaxias de espiral y brazos largos— explicó Moisés—. Entre palabra y palabra comenzamos el siguiente diálogo de lo más curioso:

Dicho ser me habló, muy serio: — He venido desde muy lejos porque hemos sentido el gesto más piadoso y puro. Hacía al menos un fretesty (un fretesty equivale a mil millones de años en tiempo humano, explicó Moisés en un breve inciso en otra conversación que he obviado) que dimos por perdida la existencia del bien en el universo y a pesar de que hace poco sabíamos de vuestra existencia como seres autodestructivos, de repente, la esperanza resplandeció.— ¿Qué sentisteis?— le pregunté yo.— El respeto a la vida. La creencia pura en el bien…

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— La verdad es que no lo entiendo. Nuestra especie deja mucho que desear a cualquier biólogo que se digne a estudiarla.

— ¿No has visto cómo se contagian la risa y el llanto los bebés? — Sí.— Vosotros formasteis la risa que apagó el llanto. Por eso he venido a hablar

contigo. Debes cerrar el círculo que se rompió el día de tu muerte.— ¿Yo rompí qué?— Sí, tú. Creísteis en la vida. Protegisteis un árbol. Soñasteis… A pesar de que

tú en algún momento dejaras de hacerlo y rompieras la armonía y la fuerza de lo que se creó…

— ¿Qué debo hacer?— le pregunté.— Antes de responderte: ¿Qué podrías decirme de tu mundo en pocas

palabras? Yo recurrí a eso de que una imagen vale más que mil palabras y eché mano de un dibujo en el que retraté las penas y desgracias del mundo en el que me había tocado vivir y el que acabó conmigo, al pudrir mi alma, y se lo enseñé.

Al final, viendo mi dibujo, pareció entristecer. Después, me habló de ti, Jonás, y de que nos volveríamos a encontrar y que juntos, ¡tendríamos que hacer volar nuestro avión!

***

El tren subía por una ladera. Una ladera que más tarde se convirtió en una enorme y empinada montaña de rocas con formas para la fantasía. Jonás escuchaba con sus mejores oídos a Moisés, que cerraba los ojos para contar y figurarse sus historias valiéndose de sus mejores recursos. Cada vez estaban más altos. Ahora el tren, se enroscaba en círculos como una serpiente a un palo de ingentes proporciones, por la montaña rocosa que se había estrechado como un monumental tronco de árbol donde la cumbre no podía verse. Entre vuelta y vuelta, algunos abajo se marearon y vomitaron. — ¿Adónde va este tren?— Nos lleva a todos hacia donde tú en realidad decidas que debemos estar.— Yo no he decidido nada. Salí de casa, fui a la estación y luego perdí mi

sombrero. Además, los raíles del tren están anclados en hierro y no puedo cambiar el rumbo de las vías por mucho que me esfuerce.

— Esa decisión ya la tomaste. En lo alto de la montaña dejaremos el tren.— ¿Qué decisión dices que he tomado?

— ¿Vas a ayudar a Enrique?— Sí, desde luego que sí. No lo dudé cuando se me preguntó. Pero Moisés, no

quiero morir. Quiero volver con Mónica…— Lo harás.

El tren se detuvo bruscamente. Llegaron hasta la cima. En tan alta montaña, el mundo, abajo, se veía redondo, como una pelota diminuta, igual que si ellos se encontraran en lo alto de un palo que estuviera clavado en ella.

— Se supone que no podemos respirar aquí en el espacio. ¿No es eso lo que nos han dictado siempre?

Moisés rió.

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— Esperaremos un rato. Has visto abajo que hay infinidad de satélites. ¿Seis? ¿Siete? Ahora no recuerdo. Uno de ellos orbita muy cerca y su órbita cruza a cien metros de la cima de esta montaña sólo una vez cada cierto tiempo. Hoy es el momento. Así que cuando esté cercano a nosotros, tendremos que saltar con fuerza para desprendernos de este planeta y sentirnos atraídos por la gravedad del satélite. ¿Lo has entendido?

Jonás asintió con ceño fruncido, sin creerlo apenas. Y al poco, un ciclópeo satélite comenzó a acercarse hasta ellos. No era gris y de ceniza, era verde, amarillo y azul. Era un titán avanzando despacio. De pronto, se puso encima de sus cabezas y sintieron que algunos objetos caían hacia él. Entonces brincaron los dos. Escaparon de uno y fueron cazados por otro, cayendo en una playa con una barca de mástil y vela en la orilla.— ¿Y el resto?— No vendrán.— No me dio tiempo a despedirme de Antoine y su cometa. ¿Sabes que era el

autor del Principito? ¡Qué simpático!— Sí… Pero te apuesto algo…— ¿El qué?— No te diste cuenta de que en ese tren, iban cientos de personas

trascendentales en tu vida. Y no has reconocido a nadie. ¡A nadie! Tus abuelos, que jugaron en las dunas. Tus padres, que no se atrevieron a decirte nada porque eran bebés de chupete…

— ¡Oh!— ¿Cómo le va a Susana?— Bien… le va bien, Moisés, le va bien… ¿Qué quieres que te cuente?

¡Haberte quedado para saberlo!

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Enfermedad: Gastroenteritis. Causante: Pollo en mal estado. ¿Remedio?: Isabel

Estaba agotada de estar cansada y también de estar registrada en ese hospital y de mirar por la ventana. La nieve, era ahora agua. Había una nota escrita a mano en la parte trasera del envoltorio de una chocolatina en el extremo de la cama de Jonás que decía:

Mónica:

Voy a atender unos asuntos. Volveré mañana a verte. Siento no haberme despedido, pero necesitas dormir y descansar. Tu siempre buena amiga,

Susana.

Mónica todavía sufría la surrealista conversación que a horas tempranas del día tuvo con la doctora Pollo. ¿Qué se había creído esa joven? Apostaría lo que fuera a que esa niña era recién licenciada y había entrado en el hospital por la puerta de atrás. Una moza hermosa, eso no podía negarse, de repulsiva cortesía y perversidad que podía sentirse en la manera en que tocaba su pelo. ¿Cómo osó llamarla loca en sus narices? ¿Acaso no estamos todos un poco tarados? Mónica tuvo que replantearse unos minutos si en verdad su mente estaba traicionándola, pero no, lo veía todo muy claro, sólo había cambiado sus puntos de vista. No volvería a mencionar el tema y para cuando la doctora Pollo volviera, se limitaría a concederla todo cuanto ella deseara. Y así, esa tarde volvió a presentarse la doctora, aunque esta vez iba acompañada de un señor mayor y además, ella tenía un brillo distinto en el blanco de sus ojos.— Buenas tardes, Mónica.— Buenas tardes doctora.— Como dije, volvería. Esta vez he decidido que sea otro quien intervenga

mientras yo tomo notas, no crea que lo hago por desprecio, es porque usted me superó en la batalla esta mañana y yo no supe reaccionar.

— Como usted quiera. ¡Ahora que me había mentalizado en colaborar con usted!

— ¿De veras? Mónica asintió, fiel.

— Entonces prescindiré del doctor. El doctor Barba Gris intervino como si la doctora Pollo hubiera descrito a Mónica como si de un animal peligroso se tratara: — ¿Estás segura Isabel?

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— Sí, te lo ruego. Entonces, el doctor Barba Gris lo permitió sin pegas y salió con un gesto de sonrisa rápido a atender otros asuntos, y es que ese hospital, estaba a rebosar: un autobús de niños volcó, sin víctimas mortales pero con unos padres con una visión distinta sobre la vida.

— Le contestaré a la primera pregunta que me hizo esta mañana: ¿Cómo llevo el accidente?: Sinceramente, un tanto desorientada. Acaban de quitarme toda perspectiva de futuro. Ya no soy capaz de mirar hacia delante… Isabel. ¿No le molesta que la llame por su nombre, no?

La doctora Pollo, que Mónica sabía ahora que su nombre era Isabel, no pudo creer estar ante la misma Mónica con la que trató por la mañana. Cambió con firmeza y rotundidad, y el <<usted>> dejaba de usarlo y la llamaba por su nombre, que había cogido al vuelo cuando el doctor se despidió de ella. En cierta forma ella estaba calmada al haber dejado el Pollo oculto; como si fuera otra doctora la que trató con ella. Mónica era, desde luego, lista y ágil.— Mónica, si me permites también llamarte por tu nombre, ¡borremos esta

mañana! ¿qué te parece?— Una idea brillante. Enterremos las hachas.— Primero: no habrá tratamiento de ningún tipo si tú no lo deseas. Mi única

intención es sacar esas palabras de dentro que tanto cuesta tratar. Esas palabras que queman en el alma…

<<Palabras que queman en el alma>> pensó Mónica y respondió:— ¡Ah! ¡Deberías haber empezado así por la mañana! Hablando de almas: No pienso ser la única que deje su alma al desnudo. Debes saber, Isabel, que cederé a lo que quieras si tú también dejas tu alma al aire. ¿Aceptas mi pacto?

Isabel sostuvo su aliento, abstraída, mirando a Jonás, en su aspecto increíblemente tranquilo, luego rascó una de sus cejas con el extremo de su pluma. Parecía debatirse en la ética profesional y las teorías que había aprendido. Al final aceptó la idea de Mónica: dos preguntas formularía Isabel a Mónica a cambio de que Mónica pudiera hacer una a Isabel. — Mónica: ¿Quieres contarme ahora la historia del árbol?

Se dibujó una sonrisa triunfante en la cara de Mónica.— Desde luego. Jonás y yo nos conocimos cuando trabajábamos en el banco.

Él era el único de todos los que trabajaban allí que tenía en su mesa una plantita. Y para tenerla tuvo que discutir con algún que otro jefe porque al parecer iba contra las normas.

— ¿Por una planta solamente?— Sí. Y fíjate, Isabel: éramos miles de personas, todos con la misma mesa,

silla, ideas y hasta forma de vestir. — Qué aterradora estampa… Aunque aquí vamos todos con bata, ¡son gajes

del oficio!— Ya. Y un buen día me di cuenta que un joven tímido tenía una planta.

Conversé con él por puro fisgoneo y me preguntó que por qué su planta estaba triste.

— Déjame adivinarlo: ¿Una planta de exterior, verdad?— No. La examiné y enseguida caí en que era un árbol. — ¿Un árbol? ¡Ya comprendo!— Sí, y Jonás, sorprendido por nuestra sabrosa conversación y un altercado

que tuvo con un gato, poco después, tomó una decisión: se fue con su árbol. ¡Parecía un loco!

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— Un loco, desde luego… ¿Y qué hizo después? Porque debía empezar de cero ¿no?

— Sí. Decidió dedicar su nueva vida a trabajos que de verdad le llenaran y plantó su árbol en una maceta más grande y así sucesivamente.

— Y… ¿cómo acabasteis juntos?— Pues tonta de mí, le seguí con su utopía y acabamos enamorándonos,

comprando una casa por aquí cerca con unos amigos: Susana y Moisés, y plantando el árbol en el jardín. ¡Algún día, Isabel, te enseñaré el árbol y creerás lo que te estoy contando!

Tomó notas y después Isabel se levantó y se dirigió hasta la ventana. Perdió sus ojos en las ramas indefensas de los árboles que adornaban la entrada del hospital y no dijo nada, esperó su turno, la codiciada pregunta que ella debía responder a Mónica.

— Dime, Isabel: ¿tu vida, tiene sentido? Por mucho maquillaje que llevara la joven, por mucha fachada enladrillada que portara, se pudo ver que su mirada entristecía, pero no por pena, era por resignación.— Pues creo que como el resto de las personas: Me levanto todos los días y mi

meta es ir trabajar. Estar ocupada. Trato a diario con pacientes que precisan mi ayuda. A veces lo consigo, otras no. Y con ello gano dinero para vivir, punto.

— Comprendo. Es la lógica evidente: la regla que rige el mundo.— Sí. Cambiando de tema, esa historia que tanto cuentas sobre Jonás y un

gato… Elocuente, Mónica contó minuciosamente todo. Isabel abría doliente sus ojos sin pestañear y para pasmo de Mónica, una lágrima se manifestó por uno de sus ojos. ¡La había juzgado tan mal! El dolor estaba justo en el mismo sitio donde dolió a Jonás: No era que un animal fuera atropellado y yaciera muerto en un lateral de la calle. ¡Eso era ley de vida! Pero que nadie hiciera nada cuando estaba vivo hizo entender a Isabel que las personas estábamos condenadas: habíamos muerto por dentro hacía mucho, y ella se dio cuenta ahora, por la historia de Jonás, el gato, su árbol, Mónica y sus amigos. ¡Era hora de empezar a oler la lluvia!

***

— Tuve una falsa impresión de ti que me condicionó nada más verte— dijo Isabel, benévola—. Creí que eras soberbia y aborrezco eso en las personas. ¡No aguanto que me miren por encima del hombro! ¿Por qué haremos eso, las personas?

— Nos protegemos, cosas de los días de hoy. Es muy curioso. ¡Es exactamente la misma impresión que yo tuve sobre ti!— completó Mónica—. Es posible que al pensar ambas que éramos soberbias nos creáramos un escudo. Es imposible que de entrada nos hubiéramos caído bien…

Las dos estaban sentadas y vio Isabel un montón de libros apilados. — Vaya, cuantos libros, te gusta leer ¿no es así?— Bueno, nunca fui una gran lectora, Jonás por el contrario sí, y he rescatado

algunos de sus libros favoritos y se los leo en voz alta.— ¿Y qué libro le lees ahora?— El Principito.— Intenté leerlo de niña porque mis padres me lo compraron por Navidad,

¡pero no me gustó nada!

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— ¡Debes leerlo ahora que eres adulta! Toma, es de Jonás, pero seguro que te lo prestaría con mucho gusto.

Isabel lo cogió y lo dejó en su regazo y lanzó su cansancio en una larga espiración.— ¡Este trabajo me agota! No me permite ver la vida como tú y Jonás la veías

antes…— Si este accidente no se hubiera producido, me esforzaría en hacerte creer

que vale la pena.— ¡Claro que la merece! Día a día debo tratar las historias más espeluznantes.

Niños sentenciados por el cáncer: ¿Cómo puede permitirse eso? Es decir… ¿Cómo puede venir un niño y morir? ¡Es demoledor! ¡Pero la experiencia les hace más fuertes! Y lo superan.

— Es admirable.— Sí. También, el dolor de las familias de un ser querido asesinado, por

ejemplo. El otro día tuve que atender a un padre colérico que a punto estuvo de asesinar al conductor que atropelló a su niña y la mató. ¡El conductor ninguna culpa tuvo!

— ¿Qué sucedió?— La niña salió súbitamente entre unos coches aparcados y era imposible

evitar el atropello… Pero, ¿quién le hace entrar en razón al padre de que la culpa, en realidad, fue suya por imprudencia? ¿Y la vida del conductor que atropelló a la niña? ¡Lleva dos intentos de suicidio ni más ni menos!

— Ahora que entramos en terreno espinoso… te suplico que me cuentes detalles sobre el causante de nuestro accidente. Poco o nada sé de su vida.

— No sé si debo. No te lo aconsejo… ¡No es buena idea!— ¡Te lo ruego! — Fue un joven…— Eso ya lo sé. La policía me ha contado las causas. ¡El muy cabrón se saltó

un semáforo en rojo a más de cien kilómetros por hora! ¿Cómo íbamos a verle? ¡El nuestro estaba en verde y la visión en el cruce era prácticamente nula! Este tipo de detalles los sé todos, quiero que me cuentes si sufre, si lo que ha hecho no le deja vivir…

— Mónica…— entonces Isabel empezó a mentir, no podía decirle que Enrique estaba a la defensiva, con ataques de orgullo. ¡Que era un joven de las sociedades modernas de las que tanto hablaba Mónica! Y dijo la única verdad actual: —El chaval está ahora en coma. Entró hace unos días…

— Es justo— y desvió la mirada hasta el interruptor color amarillo de la luz— ¿Y su familia?

— Desconocemos por qué sus padres no se han dignado a aparecer. Por el momento, sólo está su hermano mayor.

— Le recuerdo: me topé con él un día frente a su puerta.— ¿Su puerta? ¿Te has vuelto loca? ¡No debes enfrentarte a ellos!— ¡Y por qué no! ¡Estoy en mi pleno derecho! ¿Cómo es él? ¿Sufre también?— Sí. He hablado con él y no tiene palabras por lo que su hermano ha

ocasionado. — Totalmente normal. Los animales deben estar enjaulados.— Tuvo que enfrentarse ante las miradas monstruosas de los familiares de los

tres chicos quemados. Al menos, obtuvo un gesto bastante amable por parte de una de las madres, que le dijo: <<tú no tienes culpa alguna, muchacho. Éstas son las consecuencias del comportamiento de nuestros niños malcriados que todo se lo permitimos, sé que mi hijo colaboraría a que el

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accidente se produjera ¡Iban drogados y borrachos!, era una cabra perdida desde hacía muchos años, pero reza para que tu hermano salga del coma. Vivir ahora con esa carga no se lo recomiendo ni a mi peor enemigo. >>— Después de relatarlo, Isabel, triste, dijo: — Mónica, ¿dónde, exactamente, quieres llegar con todo esto?

No contestó de inmediato.— ¿Tú podrías perdonar?— Desde mi postura, sí— respondió Isabel—. Desde la tuya, creo que no.

Imposible.— Lo sé. Dicen que perdonar es el gesto más hermoso dado a la humanidad.

Aceptar eso me hace sentir que ya no soy humana, que lo he perdido todo…— ¿Y si ellos te rogaran el perdón?— Si Jonás vive y no tiene secuelas, lo aceptaré si él así lo quiere. Si no sale

del coma, jamás. Y me temo que si no sale nunca tendré que enfrentarme a una vida llena de demonios. Traeré a un hijo al que deberé criar desde la amargura. Tú crees que si perdonara, ¿me sentiría mejor?

— Tranquila, Jonás saldrá del coma y perdonarás, así las aguas del río volverán a su cauce—. E Isabel tomó la mano de Mónica—. Cree esto que acabo de contarte.

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Segundo encuentro

Indiscutiblemente, Rubén estaba desesperado. Aunque ahora, en contra de todo presagio, se sintiera un poco mejor. Tenía una idea y un plan. Pero no era otra cosa que un sentimiento de culpa lo que debía enterrar. Bajó a una papelería y compró lo que para él no sería, en absoluto, una tontería, sino un regalo de corazón. Guardó los objetos en una bolsa y volvió derecho al hospital. Caminando por las aceras de la ciudad, reparó en las miradas de la gente: ¡Qué frío hacía esa mañana de invierno! Y se arropó más en su abrigo. Ya en la entrada fue directo al ascensor, donde una joven doctora esperaba en el interior a que él entrara y ya más cerca la reconoció, pero Rubén creyó prudente no subir, al ser la doctora Isabel Pollo (que portaba un libro bajo el brazo) quien sostenía la puerta y, si ella se diera cuenta de sus intenciones, no le dejaría, así que, esperó— ¿Todo bien?— preguntó ella con un guiño—. Claro, espero a alguien, subiré luego—. Ella asintió,  abrió el libro y leyó contenta. El ascensor, a los pocos minutos, volvió vacío. Rubén entró bolsita en mano y oprimió el botón de la quinta planta. Sentía como si dos manos enormes hubieran tomado su estómago y retorcieran sus vísceras al igual que una toalla empapada a la que se intenta exprimir para que caiga toda el agua. <<Ding: Está usted en el sótano. >> afirmó el ascensor. Las puertas, se abrieron. Buscó la habitación y cuando la encontró y quiso darse cuenta, caminando en sueños, estaba dentro de ella y una voz habló:

— Vaya, eres tú… ¿Y bien? Te escucho, pero sé breve y conciso. Por tu bien, utiliza las palabras correctas— dijo la mujer.

Pero las palabras desaparecieron de la boca de Rubén, que estaba seca y áspera. ¡Qué oportunas ellas!

— Estoy esperando una contestación… Todavía las palabras no consiguieron enderezarse y colocarse propiamente. Dio un paso al frente.— Quieto, miserable. No quiero sentir tu presencia. Más si no tienes nada que

decirme.— Lo siento— acertó al fin a decir—. Dentro de esta bolsa está mi perdón y

una nota. No dijo más, la depositó en el suelo, y marchó. No sin antes encontrarse a la doctora Isabel Pollo en el marco de la puerta que, atónita, se apresuró a decir:

— Buena tu táctica. Pero si ibas a hacer esto podrías habérmelo consultado primero… Rubén— dijo ella con tono enfadado envuelto en humildad.

Rubén desapareció y la habitación quedó como si fuera una cámara frigorífica. Mientras él se iba, las dos hablaron en voz baja, pero estaban discutiendo. ¿Había hecho lo correcto Rubén? ¿Qué secreto había en el interior de la bolsa?

***

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<< ¿Qué has hecho?¡¡Qué has hecho!!>> maldijo al entrar a la habitación de su hermano Enrique. << ¿Quién te crees para hacer lo que acabas de hacer? Con suerte la doctora Isabel Pollo intervendrá y alejará esa nota de las manos de Mónica, ¡no es otra cosa que veneno!>> Mantuvo su aliento a raya de pie mirando a su hermano. No pudo aguantar más la respiración y entre vaharadas, de pronto recordó que él fue quien ayudó a Enrique a dar los primeros pasos en su vida. ¡Qué emocionante fue aquello y cuánto lloró Rubén! El pequeño Enrique caminó un buen trecho con la risa más pura salida de sus pulmones. Ahora le veía apagado y quieto. Y no volvería a caminar, ¿por qué haces esto? Le preguntó Rubén. ¿En qué momento dejaste de ser esa criatura tan bella que fuiste? Y, como hizo cuando era un bebé,  sin pensarlo un segundo, se acercó hasta su rostro y besó su frente. <<Aún creo que puedes cambiar>> le dijo. <<Esperaré a que vuelvas y juntos cambiaremos lo que hiciste, pero por favor, si puedes oírme, debes cambiar tu actitud… cambia, por lo que más quieras>> Y una lágrima de Rubén cayó en el rostro de Enrique y tan pronto pudo, se la limpió.

***

Tiró la bolsa con fiereza contra la pared. Rebotó y cayó. Isabel intentó tranquilizarla, pero Mónica estaba fuera de sí, descontrolada. Lloraba y gruñía cual bestia enfurecida. Isabel no daba con las palabras para utilizar y poder tranquilizarla y si Mónica no condescendía mandaría que la sedaran. Su actitud era bastante comprometida y lo haría por el bien del resto de los pacientes y el suyo propio. Y en un gesto de impaciencia, Isabel dijo: —Me está encantando… el libro— entonces Mónica pareció caer rendida—. Es verdad que es una historia de lo más hermosa… Mónica continuó llorando.

— Te dejo a solas. Si quieres, pregunta por mí y aquí estaré. Y las horas pasaron con Mónica tirada en el suelo, junto a la bolsa que el mozo le subió. Seca y sin tener más lágrimas que llorar, acercó su mano hasta ella, pero tuvo miedo y la retiró. Hizo ocho o nueve intentos y al final cogió la bolsa. Se incorporó y quedó sentada en el suelo de moqueta con la bolsa entre sus piernas. Las agujas del reloj se marearon de dar vueltas. Y algunos mocos líquidos cayeron desde su nariz y sus ojos estaban rojos. Por fin, cogió el sobre donde dentro había una supuesta nota y lo abrió con cuidado y desgana:

Mónica:

No tengo derecho a esto. O sí. No lo sé. He buscado tu nombre. Y por ti soy incapaz de dormir cada noche. Por ti y por el bien de Jonás y tu bebé…

¡Qué poder tenían las palabras! Palabras que unidas hacían a sus manos temblar. Sopesó la idea de continuar. Lo hizo, era irremediable:

… ¿Quién soy yo? Rubén, el hermano mayor de Enrique, quien ha destrozado vuestras vidas. Y lo digo sin tapujos. Dicho esto, no quiero tu perdón, aunque sería el regalo más hermoso que podría darme la vida…

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Las lágrimas volvieron a encontrar una vía de escape. ¿Cómo asimilar que después de todo, ese joven llamado Rubén era una persona de cálido corazón? ¡La vida estaba sorprendiéndola cruelmente pero diciendo una gran verdad! Continuó leyendo:

… Os entrego mi vida, mi alma, cuanto queráis. Pero como sé que no la aceptaréis, te hago entrega de un regalo…

Mónica fue directa a la bolsa secando sus lágrimas con el extremo de su manga y la abrió. Dentro había una goma y un lapicero. Y, cómo no, no lo entendió y buscó la aclaración:

… Es un regalo desde el corazón. Una idea que tuve. No lo tomes como una falta de respeto. Es una goma de borrar y un lapicero, con el que desearía poder borrar lo escrito y reescribirlo… Por desgracia nuestra historia se escribió con tinta imborrable. Por ello el lápiz. Espero que lo aceptes con los brazos abiertos porque yo no puedo daros más.

Rubén

El hermano del causante de toda su desdicha, tenía el corazón más grande y fiel que el de todos los ciudadanos sumados a la vez. ¡Él no tenía ninguna culpa de sus desgracias! Y por mucho odio que sintiera… ¡Qué valor el suyo poniendo voz a su hermano pequeño!

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Campos dorados

Dejaron sus zapatos raídos para cualquiera que los ambicionara. ¡Son tan incómodos! Y caminaron, desde ahí, descalzos. Moisés y Jonás marcharon plácidamente por las arenas blancas de la playa; donde nunca antes, desde hacía muchísimo, nadie había andado, y hacerlo por donde nadie caminó daba una grata sensación. Hablando, jugando, corriendo, saltando estaban, y, la arena cálida, repleta de conchas y caracolas que guardaban susurros de mar, abrigaba con su playa las aguas azules y transparentes. La barca esperaba, varada en la arena, con su pequeño mástil y vela liada que caía torcido a la izquierda.— ¿Quieres, entonces, navegar?— ¡No lo dudes!— respondió Jonás—. ¡Naveguemos en busca de nuestra

verdad! Y como niños piratas o marineros tomaron la barcaza y la empujaron hasta el mar. Las olas no rompían con fuerza así que devolverla al agua fue tarea fácil. Subieron a ella y desplegaron la vela atando bien los cabos, como auténticos entendidos en las artes de la navegación. Ahora el viento les llevaba en silencio. Y el mar, de vez en cuando, decía alguna que otra verdad. Y ellos se limitaban a escucharlo y seguir hablando sobre sus cosas. Moisés, en cuanto tuvo oportunidad, le contó a Jonás que el océano que se extendía frente a ellos no era otra cosa que un océano de lágrimas. ¡Lágrimas! Todas las lágrimas recogidas por un vasto océano. Allí, según Moisés, iban a parar las tristezas y alegrías de toda la humanidad.

— Mi querido amigo Jonás…— dijo Moisés con exagerada reverencia de tiempos pasados.— ¡Mi querido amigo Moisés!— dijo copiando el mismo gesto—. ¿Dejas que

lleve un rato el timón?— ¡Desde luego!— ¿Dónde acabaremos?— En unos campos de trigo, al otro lado del mar… ¿recuerdas? ¡Es lo que dijo

Enrique! ¡Debes ayudarle a buscar a su hermano!— ¡Es verdad, lo olvidé!— Pero atiende a esto con toda tu atención: Aún no lo sabes todo.— Habla, marinero.— Como muy bien citaste, eres consciente que aquí donde estamos ahora, no

es el mundo en el que antes vivíamos. ¿Recuerdas nuestro avión? ¿Recuerdas la calle Paraíso? ¿Recuerdas tu árbol? ¿Y el alma de los cielos? ¿Recuerdas que esperas tener una hija o a lo mejor, un hijo?

— ¡Es verdad, olvidé al niño! ¡Mónica está embarazada, además, hasta las cejas! ¡Bendito seas Moisés!

— ¿Recuerdas más?— Mmmm, no.— Te pondré al corriente: Mónica y tu futuro niño, están bien, físicamente. Tú,

no. De hecho, amigo, estás bastante mal.— No me digas eso, Moisés… eso me hace entristecer. ¡Con lo feliz que

estaba!— ¡Es la verdad y creo que tienes que saberla!— Entonces… ¿me mentiste? ¿No volveré a ver a Mónica?— Te dije que la volverás a ver.

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— Pero por tu gesto, intuyo que moriré pronto. Moisés desvió la mirada a las aguas.— No es del todo así. Me temo que será una decisión tuya. ¡La cruda verdad

sobre las decisiones!— ¿Y en qué consiste?— Si decides darle una segunda oportunidad y con ella buscar al hermano de

Enrique, verás a Mónica pero… después, morirás. Aunque darás la lección que tanto necesitan los hombres y mujeres de hoy. Si por el contrario, quieres vivir, vivirás pues con Mónica y tu futuro retoño, pero en un mundo cada vez más triste y sombrío… ¿Es que no recuerdas por qué marchaste de la ciudad y levantamos nuestro hogar en un pueblo alejado?

— Dije desde el primer momento que buscaría a su hermano. Las consecuencias, las sé y las acepto.

— ¡Sabía que lo harías!, ¡Oh, Jonás! siempre has sido así. Pero no será un trabajo fácil, todavía no lo he dicho todo: ¿Sabes quién es Enrique, acaso?

— Un pobre niño…— Un pobre niño que busca a su hermano en las sombras de aquí. Quizá un

joven hombre en el mundo de Mónica.— ¿Y qué le sucede?— Está muy perdido, Jonás. Tan perdido como tú por aquí… — Y… ¿por qué?— Enrique representa todo cuanto tú puedas detestar. Es orgulloso. No

escucha y es soberbio… Es el reflejo de la peste que azota al hombre.— ¡Parece tan buena persona aquí! Bueno, si puedo cambiar eso y encontrar a

su hermano, ¡merecerá la pena! pero no veo por qué el que yo muera hará que la esperanza vuelva a las personas.

— Es muy sencillo: Enrique por muy poco os mató a Mónica, al bebé y a ti, que aún te debates entre la vida y la muerte, en un cruento accidente de coche. Si tú mueres por él, aunque nadie lo sepa, aunque nadie lo reconozca, las marcas quedarán en el viento y viajarán a través de las tierras de los hombres… ¿No sabes que la peste que azota el mundo no es otra que la del orgullo? ¿La de no perdonar? ¿La de no ceder ante otros puntos de vista? ¿Entiendes lo que sucedería si tú le salvas? ¡Concedes el perdón a la peor actitud jamás vista!

Jonás soltó el timón y la vela comenzó flácida a ondear.— Ya lo recuerdo, recuerdo el accidente— dijo rudo y serio —. Dar mi vida a

quien no se lo merece, no tiene sentido.— ¡Él se arrepentirá y le salvarás! Darás una lección que hace mucho se

perdió… Y te digo que en su debido momento, no podrás decir que no.— ¡Basta!

Y Moisés dio un respingó hacia atrás, Jonás había envejecido, lo menos, cincuenta años de golpe.

***

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Tenía sueño. Y Moisés le propuso dormir un poco. Jonás no opuso resistencia, se tumbó cual perro en proa y pronto se fue a otro lugar, más extraño que aquel.

Dio dos o tres rotaciones sobre su cuerpo para inspeccionar el espacio en el que estaba. Oscuridad, fango pestilente y heces se amontaban rodeando su presencia. Se trataba de una habitación hosca, con una rejilla superior, en el techo, como si fuera una alcantarilla, por la que entraba la luz del sol que era incapaz de iluminarlo todo. Pronto detectó una presencia que llevó su rostro y cuerpo hasta la luz para que Jonás le viera. Surgieron unas sandalias y unas piernas desnudas y flacas y después el rostro calvo y con gafas redondas de alguien que todos conocían. Era Gandhi: el político y pensador que fue capaz de derrotar a su rival proclamando la no violencia. Jonás era consciente de que estaba en un sueño. A la par con la otra realidad, la cual también podría tratarse de un sueño. Pero era Gandhi a quien tenía ante sí, y no iba a desaprovechar poder hablar con él:— ¿Gandhi tú? ¿Tú Gandhi?— y Jonás desvió con otra pregunta la simpleza

que acababa de decir por cosa de los nervios—. ¿Dónde estamos?— En una celda de castigo, en un país desbordante de odio.— Todos los países cargan un poco de odio.— Sí, pero éste en concreto es un peligro potencial.

Un preso de rasgos asiáticos fue introducido en la celda en la que estaban y torturado después con los peores artilugios que uno pueda imaginar. Jonás no pudo quitar los ojos del preso que berreaba de pavor, le culpaban de pasar información al enemigo: ¿Qué enemigo? Y Gandhi se interpuso en su campo de visión para que no viera más.— ¿En qué tiempo estamos? ¿Qué clase de tortura es esa tan atroz de épocas

medievales? Parecen tiempos de la Segunda Guerra Mundial…— Mi deber es hacerte ver la ceguera del mundo en el que nadáis. No estamos

en el pasado. Es vuestro presente— añadió Gandhi.— ¿Presente? ¿Y de qué enemigo habla?— De algunos países ricos de occidente.— Pero acaso ¿no serán ellos los torturadores?— Depende de cuáles sean los ojos que miren. Atiende a esto: Un país en

dictadura lleno de rencor a la cultura y países de occidente, en especial, uno.

Gandhi mostró con su mano una clase con niños. Todos en sus pupitres. Cuando el profesor preguntaba por el enemigo, ellos gritaban el nombre de un país y se cuadraban como soldados de guerra. Era espeluznante.— ¿Pero es posible que pase esto en nuestros días? ¡No son más que niños!— Se les impone ese odio desde pequeños. Así, una vez crecen, lucharán sin

cuestionar la causa. Salieron de la celda y entraron en otra, más grande, rodeada de alambres espinos con capacidad para más gente. Miles.— Esto es un campo de concentración.— Sí— respondió Gandhi que evitaba mirar la desgracia y las aberraciones

que era y es capaz de crear el hombre—. Aquí la locura de un hombre fue ejecutada. ¿No es ésta una atrocidad?

Jonás marchaba por el fango afligido por las barbaries del pasado. ¡Por suerte, del pasado! Era imposible tener unas palabras para lo que vieron y que Jonás sólo vio como testimonio en libros, archivos y películas. Y pronto pasaron y

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fueron a un poblado en el que se masacraba a niños, mujeres y familias con misiles de guerra.— ¿Esto, qué es?— La tortura de un pueblo al otro.— Eso es incuestionable… Pero, ¿quién causa ese odio?— Ambas partes. Y una responde por supremacía.— ¿Quiénes son?— El pueblo que murió a las órdenes de un loco, ahora ataca y tortura a otros

de la misma manera y con el mismo odio. ¿No ves lo que intento mostrarte?— Sí. Que no aprendemos— y agachó Jonás su cabeza, arrepentido, en

nombre de aquéllos que también se avergonzaran de lo que estaba sucediendo en lugares olvidados por la comodidad y abandonados al conformismo.

Caminaron por una ciudadela de tiendas de tela y remolinos de polvo.— ¿Crees acaso que la fe de cada religión pueda llegar al punto de cegar a los

fieles?— preguntó Jonás.— Desde luego. Cada religión se fundamenta en la verdad, el bien y el amor.

Pero no puede venir el hombre y ser mentiroso, torturar y decir que tiene a dios de su parte, poniéndole voz… Ahí se forja el odio. SEA LA RELIGIÓN QUE SEA.

— Son muchas las religiones y demasiadas las diferencias, imposible.— No lo es, amigo desconocido: yo siempre sostendré que soy hindú, cristiano,

musulmán, judío y budista.

***

Acurrucado en la proa de la barca, tiritando bien por miedo o bien por humedad, Jonás se despertó y meditaba en lo que le había pasado en su sueño y antes de él. Ya lo veía con innegable claridad. Pero sus pensamientos fueron interrumpidos.

— ¡Auxilio!— gritó una voz estridente a lo lejos. Jonás se puso de pie y, sin perder el equilibrio, escudriñó la mar y dio con alguien chapoteando entre el oleaje. ¿Era Moisés que se había caído cuando él no miraba? No, él también miraba boquiabierto. Sin pensarlo, Jonás se tiró a las aguas trasparentes. Se aproximó nadando hasta quien gritaba y constató que era un niño pequeño. Sin mirarle, le agarró, le tranquilizó y nadaron hasta la barca. Una vez los dos estaban a bordo, Moisés volvió a alegrarse al ver quién se mostraba delante de sus narices.

— Tienes buen aspecto de nuevo, Jonás. Eres quien debes ser. Y fue Jonás directo en busca de su reflejo a las aguas del mar. Y éste se lo devolvió: Era él, con sus casi cuarenta años reales, los mismos con los que dejó a Mónica. Volvió sus ojos a Moisés y luego al niño y gruñó:

— ¡No! ¡Tú otra vez! Y éste se levantó y le dio un abrazo fortísimo mientras jadeaba por el cansancio de las anteriores brazadas.  — ¡Gracias, creí que me ahogaría o que un tiburón me comería!— ¿Qué haces por aquí, Enrique?— preguntó Jonás, ahora como adulto—. Te

dije que permanecieras en el tren hasta que encontráramos a tu hermano.— Eso no es verdad.— Sí lo es.— ¡Que no!

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— ¡Que sí!— ¡No!— ¡Sí!— ¡Ya está bien!— interrumpió Moisés—. Pareces un crío, Jonás. ¡Los adultos

no siempre lleváis la razón! Lo que dice Enrique es la verdad.— Sentí que debía ir con vosotros ¡Mi hermano me regañará! Y salté un poco

más tarde de la montaña pero era tarde y caí en el mar, no en la arena como vosotros…— y rió mientras lo contaba, haciendo gestos y satisfecho de quitarle la razón a Jonás.

— Enrique, ahora que estamos aquí: ¿Y si no quiero ayudarte? ¿Y si no te lo mereces?

— ¿Cómo? ¡Yo sólo busco a mi hermano Rubén! ¡Por favor! ¡No he hecho nada malo! Tenemos muchas cosas que hacer y debe estar ahora enfadadísimo, porque me he perdido, ¡y no quiero imaginarme a mis padres si se lo cuenta! ¡Deben estar a punto de explotar! ¿Me ayudaréis a encontrarle?

Una pausa se produjo. Y Jonás, lleno de gracia y respeto, sonrió como tanto necesitaba el mundo enfermo que apestado estaba. — Querido Enrique: ¡En esta vida todo hay que ganárselo! ¿Lo crees tú así? El niño asintió.

— Entonces, amarra ese cabo y ¡vayamos en su busca! Moisés postró una mirada de eterna gratitud rodeada de rendición y admiración hacia Jonás. Sin duda alguna, era el capitán ejemplar…

***

Por ninguna parte se avistaba tierra. Enrique había subido hasta lo alto del mástil y aferrado a él cantaba una canción con notas decrecientes. Era el mar el lugar más precioso capaz de inspirar; pero también, capaz de llevarte hasta la locura más insana. Cuando la mar se agitaba nerviosa, era porque en aquella zona, la mayoría de las aguas estaban constituidas por lágrimas de tristeza, rabia e impotencia… ¡Pero siempre acababan por calmarse! Y si había una ventisca: era odio. De eso Jonás dedujo que la suma de toda el agua estaba formada por alegría y paz. Sin embargo Moisés pronto le previno que el mundo estaba volviéndose loco, ¡loco! y que las aguas de los océanos cada vez estaban más enfurecidas. Es posible que hasta la cordura se perdiera porque los peces empezaban a migrar hasta otros lugares.               Le narró que en otro viaje estuvo a la deriva y perdido durante tanto tiempo que casi se vuelve loco, y que durante meses, el mar quiso matarle. ¿Por qué el mar querría hacer eso?

— ¡Tierra!— gritó Enrique. Ambos miraron hasta donde apuntaba el chico con su dedo.

— Es allí. Veo los campos dorados… no estará a más de cinco millas— dijo Moisés.

Y Jonás puso rumbo a ellos. Enrique bajó como un mono trepador por el mástil, feliz.

— Señor… ¿Jonás?— convino el chico acercándose hasta la popa.— Dime.— Se me olvidó darte esto.

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De su pantalón, sacó un objeto arrugado y lo desdobló. Jonás lo reconoció al momento.— Su sombrero. — ¿Cómo…? Gra… gra… gra… gra…— ¿Gracias?— Sí.— ¡De nada!— y siguió cantando, con despreocupación envidiable.— Creo que tu amigo se ha ganado tu ayuda por mérito propio, ¿me equivoco,

Jonás? Totalmente sorprendido y en contra de sus ideas, no tuvo otra que esbozar una sonrisa, pero atónito, no la forzó, fue una sonrisa auténtica y esta vez, hizo algo que nunca en verdad, realizaría en el mundo real. Se agachó y rodeó con sus brazos adultos a Enrique.— Te agradezco esto que has hecho por mí sin que yo te lo pidiera. Te

prometo que encontraremos a tu hermano. Le daba lo mismo que ese chico se hubiera convertido en un monstruo tal y como contaba Moisés. ¿Cómo iba a negar a un niño tan feliz, de ojos vivaces, su ayuda?

***

Acercaron la barca a la orilla todo lo que pudieron, después se tiraron al agua y la arrastraron hasta vararla de nuevo. Una vez pisaron arena, tierra adentro crecían colinas de extensos campos de trigo dorado y algún que otro árbol se erguía en soledad. El trigo era de talla alta y pronto, entre el amarillo, vieron una cabeza asomar, reír, agacharse y correr.

— ¡Es él! ¡Mi hermano!— y gritó: — ¡Rubén! ¡He vuelto!— y corrió desesperado hasta los campos.

Cuando Enrique se introdujo de lleno en los trigales, apenas se le podía ver y el pobre brincaba para saber hacía donde iba. Su hermano, parecía divertirse huyendo de él, que reía y corría en zigzag, como si jugaran. Poco después, ni Jonás ni Moisés volvieron a verles. Su risas se perdieron entre la brisa. — Ya está. Y en un árbol lejano, perfilado en el horizonte, dos chavales lo escalaron y entre sus ramas, gritaban y les saludaban moviendo sus brazos. Se les oía lejos, pero pudieron escuchar lo que Enrique tuvo que decir: — ¡Siempre supe que me ayudarías! ¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias!— y rieron más. Entre risas y alegrías, una ráfaga de viento del mar hacia la tierra volvió a llevarse el sombrero de Jonás. — ¡No, no, no! ¡Otra vez, no! Sin pensarlo, corrió detrás alterado, pero volaba y volaba—. Moisés, ¡espérame! ¡En seguida vuelvo contigo! Corrió, corrió y corrió y, al fin, el sombrero se posó en las manos de alguien. Jonás supo quién era. En pie la miró incrédulo. Ella le miraba mecida por el viento y extendió su mano hasta él. Por fin sus caminos volvieron a cruzarse. Cuando Jonás sintió el tacto de la mano de Mónica sintió que se desvanecía

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¿Dónde has estado?

Eran cuarenta y cinco los días que Jonás llevaba hospitalizado. Mónica comenzó a tolerar la situación, más ahora que Isabel dibujaba para ella un futuro repleto de posibilidades y apoyaba sus pasos en Susana. Al final, Isabel resultó ser una gran amiga que había juzgado tan mal como Jonás, a su árbol. De madrugada, estuvo ante un cuaderno en blanco, lápiz y goma de borrar en mano, y nada escribió. De nada servía llevar de la mente hasta la mano esos pensamientos imperfectos. Después de haber pasado dos horas completas pensando en el regalo que Rubén hizo, vio que en el fondo, su gesto rebosaba de buenas intenciones. ¿Borrar lo escrito? Tarea difícil, sabiendo que lo estaba, como dijo Rubén en su carta, en tinta imborrable. Y su acción valerosa logró que Mónica cambiara sus puntos de vista. ¡Qué valor había mostrado! Le resultaba imposible ver a Rubén como un bárbaro cuando en verdad, no lo era. Palabra mayor, no obstante, era Enrique, a quien todavía no había conseguido apreciar lo suficiente. Susana había estado por la mañana pero tuvo que volver al trabajo, le confesó que ella ya había hablado con Rubén y que era una excelente persona. Cuando Mónica le contó el regalo que él le había hecho, Susana se emocionó. Harta, Mónica se fue a la cafetería y entre mesa y mesa se tuvo que encontrar precisamente con Rubén. ¿Cosas del destino? Al cabo de unos minutos y viendo ella que Rubén evitaba sus ojos y simulaba no haberla visto, se dirigió hasta él y se sentó en la misma mesa en que él estaba removiendo un café.— Mira— dijo ella. Sacó su cuadernillo del bolsillo del pantalón ante la

perplejidad de Rubén. Puso el cuaderno y lo abrió por la primera página.— Está en blanco…— explicó él muy bajo.— Claro. Estoy falta de ideas.— ¿Y?

Mónica volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó el lapicero y la goma de borrar. Le miró y al poco, se los acercó.

— Yo soy incapaz de escribir la nueva historia… ¿Podrías empezarla tú, por nosotros?

¿Nosotros? Y Rubén sonrió, incrédulo, cogiendo el lapicero y posándolo con suavidad sobre el papel virgen.

— Rubén— dijo ella mientras tanto: ¿Dónde querías que escribiera nuestra historia si sólo me regalaste una goma y un lápiz? ¡Era un regalo incompleto!

Poco pudo decir. Era verdad. A pesar de estar infinitamente agradecido por lo que Mónica estaba haciendo, aún se mostraba bastante afligido. Pero escribió, sin titubeo alguno: << La mañana era tan fría como todas las otras lo habían sido. Los hombres para mí eran cada vez menos hombres, las mujeres, también. El café intentaba cargar el calor que se iba de mi cuerpo. Y cuando ya nada tenía que esperar, ella irrumpió, me miró y me dejó escribir en su cuaderno las nuevas palabras que harían ver que todavía existe el bien en las personas…>> Mónica leyó. Al llegar al final sus ojos pasaron del cuaderno a Rubén. Ambos se miraron. — Aunque no tengas nada que perdonar…— Mónica yo— interrumpió apresuradamente Rubén.— Shhh…— siseó Mónica mandándole callar—. No puedo perdonarte porque

tú, no tienes culpa de nada.

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— O sí. Soy su hermano mayor, si hubiera puesto más empeño en no dejar descarrilar a mi hermano como persona, ¡nada de esto habría pasado!

— De nada sirven tus lamentos ahora Rubén, ni tus quejas, háblame de tu hermano.

— ¿Enrique? Pues que al pasar la adolescencia, perdí su rastro, el nuevo Enrique no tiene palabras para ser descrito, al menos en mi diccionario. Ahí se acabó, ni mis padres ni yo pudimos con él.

— ¿Por qué tus padres no han venido?— Vienen, por fin, esta tarde. Sólo porque Enrique está en coma.— Iba siendo hora ya. De nada sirve echar la vista al otro lado.— Creo que son incapaces de asimilar la realidad. ¿Puedo preguntarte una

cosa?— Sí.— Si, por un regalo del cielo, mi hermano saliera del coma, cambiara su actitud

y te pidiera perdón, ¿podrías concedérselo? Comprendo que no se lo des si no reconoce sus errores, es un animal ahora, pero si vuelve a ser el chaval que yo recuerdo, ¿podrías?

— No puedes pedirme un deseo imposible. No puedes…— Lo entiendo.— Gracias por entenderlo.— Gracias a ti por haber dado este paso, Mónica.

Entonces Mónica cogió la goma de borrar y deshizo las últimas palabras del escrito de Rubén que decían: <<y me dejó escribir en su cuaderno las nuevas palabras que harían ver que todavía existe el bien en las personas…>> y puso: << y me dejó escribir en su cuaderno las nuevas palabras que harían ver a todo aquel dispuesto, que todavía el bien prevalece y renace constantemente en algunas personas que dedican su vida a demostrarlo a los que lo ponen en duda…>>— ¿Para algo está la goma de borrar, no?— y después, en un acto de eterna

comprensión, se fundieron en un abrazo reconciliador ¡Qué bueno era poder borrar y reconstruir historias entre dos!

***

— Este es Jonás— dijo Mónica a Rubén mientras ella agarraba la mano del padre de su futuro hijo, en la habitación—. Contéstame tú ahora si puedo o no perdonar a tu hermano.

— Claro que puedes… es más, debes— pronunció con voz débil. Mónica chilló al reconocer la voz y a Rubén se le congeló el corazón. En la cama, Jonás intentaba abrir los ojos como si le hubieran puesto pegamento en ellos y hablaba con sequedad y a trompicones. Sus primeras palabras incoherentes, propias del delirio, decían que había estado en un tren, en un mar de lágrimas y que tenía sed además de que la arena y la sal hicieran que todo su cuerpo picara. Mónica sollozaba sin aliento y Rubén contenía el suyo hasta que finalmente, al entrar en razón, fue en busca de una enfermera que hizo llegar de inmediato a un médico. Después de un rato largo escuchando las alucinaciones de Jonás Mónica intentó serenarle.

— Jonás, lo importante es que has vuelto. ¡Has vuelto! Para pavor de los implicados, Jonás abrió los ojos y después de besar a su amada y preguntar por el estado de su futuro bebé, y ponerse contento al ver que

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muchos de sus libros favoritos estaban acompañándole, fue derecho en busca de Rubén.

— ¿Eres tú, entonces, el hermano de Enrique? Enfermeras, médicos y presentes quedaron pasmados. Se escucharon murmullos de estupor.— Eh… Sí. — Bien, lo supuse. Es buen chico Enrique. ¡Sí que sabe sonreír! ¡Salvó mi

sombrero!— Jonás, él…— se apresuró a decir Mónica.— Sí, él es el causante de nuestro accidente. ¿Y? Te he dicho que es un buen

chico a pesar de que antes fuera un monstruo. ¡Ya no lo es! ¿Te ha encontrado ya?

— ¿Cómo?— preguntó Rubén sin dar crédito a nada de lo que estaba escuchando.

El busca de uno de los médicos pitó fuerte: << ¡El paciente de la 227 ha despertado!>> gritó a destajo. Rubén lo asoció de inmediato y miró asustado a Jonás que le sonreía: — Vas, por fin, a encontrarte con el hermano que perdiste hace mucho… ¡Corre! La mitad de la plantilla salió con Rubén despavorida hacia el ascensor loco. — Mi querida Mónica, ¿cómo estás?— llevó su débil mano hasta su torturado

rostro y lo tocó con el mismo amor que en los primeros años.— Creí que jamás volverías…— No llores, por favor.— ¡Son lágrimas de alegría!— ¡Entonces llora, claro que sí! ¿Te he contado que mi sombrero voló? Y,

sabes que siempre lo sigo… y me llevó hasta ti. Y, ¡aquí estoy!— Has tenido sueños hermosos…— ¡No eran sueños…! Era otro mundo ¡estuve con Moisés!— ¿Nuestro Moisés?— Sí. Es un chaval. Le dejé en la arena y le dije que volvería enseguida…

Los médicos continuaron haciéndole pruebas y chequeos mientras los dos hablaban despreocupados. Todo, al parecer, estaba en orden y en su sitio. Ahora había mucho de qué hablar.

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La verdad de Jonás

El enfermero que estuvo presente cuando Enrique despertó, informó que salió del coma llorando. ¿Llorando? preguntó uno de los médicos con peor reputación del hospital, no por su profesionalidad, era por su carácter y como agravante su enorme estatura. Y tenía nombre y apellido, como todos: Don Miguel Toro, siendo Don imperativo, tanto dentro como fuera del centro. Y el enfermero no hizo más que insistir e insistir en ello remarcando el ímpetu y el dolor con el que lo estuvo haciendo. A regañadientes, con ceja arqueada, Don Miguel Toro lo admitió. Ahora Enrique tenía la mirada perdida en el cuadro torcido. Sus ojos estaban apagados mientras le hacían pruebas. Después no hizo otra cosa que preguntar por su hermano Rubén a bocajarro insistidas veces hasta que entró en la habitación. Los dos se miraron y en seguida Rubén vio los mismos ojos pero con luz distinta. ¡Oh! ¿Tendría, acaso, razón Jonás? No estaba seguro y debía comprobarlo:— ¿Qué tal?— preguntó empapado en lágrimas.— Tirando. Rubén… yo…— Dime.— Eh… yo…— Di.— Mierda, cómo cuesta decir algunas cosas. Yo… Lo siento. No sé en qué

estaba pensando. No…— Ya… shhhh… tranquilo, estoy aquí… y todo, todo irá bien. ¿Vale? ¡Todo irá

bien! Y Rubén le rodeó y Enrique pudo levantar uno de sus brazos. <<Movilidad en extremidad superior izquierda>> dijo una enfermera. Al sentir la mano en su espalda, Rubén sintió infinito agrado.

— Hueles a… campo… y… a mar… ¿Dónde has estado, golfo? Enrique rió.— Ha sido un largo viaje en tren y en barco. Todo se lo debo a Jonás. Él me

ayudó sacrificando su camino para que yo encontrara el mío…— Has dicho… ¿Jonás?

Asintió. Los médicos, inquietos y prudentes ante la dureza de Don Miguel Toro, estaban aterrados. Y hacían conexiones lo más objetivas posibles entre ambas historias y tomaban muchas notas a la vez lo más rápido que podían. ¿Por qué creen, si no, que la letra de los médicos es tan ilegible? Por costumbre y doctrina, siempre han debido hacerlo con agilidad. ¡Es demasiada la información que a uno puede escapársele si no es rápido! Y así pasó esto: Don Miguel Toro anotó unas recetas para que fueran entregadas de inmediato. Dónde tendría que entregarlo la enfermera lo ponía en el papel. Y voló por los pasillos del hospital.

***

Por el momento y hasta que Enrique se recuperara y por consejo de la doctora Isabel Pollo, el tema del accidente de coche no debía de pronunciarse. Un tabú temporal. Más tarde se enfrentarían a él con todas sus consecuencias.

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Rubén escuchó atento todas las historias que su hermano pequeño le contaba como si de un libro de aventuras se tratara.

— ¿Crees que eso que me cuentas pueda ser verdad?— Sea o no verdad, me ha hecho ver lo que fui. Y lo que debo ser a partir de

ahora.— Háblame más de Jonás…— Rubén…— dijo con ojos expectantes—. ¡Te hubiera encantado conocerle!

Tendré que decirte que yo era un niño y cuando caí desde lo alto de un planeta a otro, porque Jonás me prometió que me ayudaría a buscarte, lo hice en un gigantesco océano, y allí estuve flotando, escuchando el murmullo de un pez que quería comerse a Jonás y que me circundaba ¡tendrías que haber visto el tamaño de aquél pez, Rubén! Y me dijo que me usaría a mí de anzuelo para atraer a Jonás y me mentía diciéndome que jamás él me salvaría. Yo lloré mucho y evité creerle y después vi a una barca acercarse. ¡Era Jonás! ¡El pez tuvo razón! Yo lloré desesperado y le dije que no se acercara con gritos prolongados y largos, que era una trampa, ¡pero él ni se lo pensó! Se tiró y me salvó. Le vi después pasar debajo de nosotros pero el pez no hizo nada, por suerte.

Sentado en el extremo izquierdo de la cama de Enrique, Rubén atendía.— Esa historia que cuentas es difícil de creer que pudiera sucederte de verdad.— Lo sé, ¡pero era tan real!— Lo sorprendente es que hay ciertas similitudes… ¿Sabes quién es Jonás?— ¡Ya te lo he dicho! El hombre que me llevó hasta ti en los campos de trigo…— También el hombre del coche con el que chocaste e hiciste que entrara en

coma. Salió de él dos minutos antes que tú. A Enrique se le pareció hundir el mundo. ¡Existía en verdad ese tal Jonás! Que encima decidió salvarle cuando fue él mismo quien le mandó allí. Al menos, regresó y no se quedó en ese mundo… Y entre tanto barullo los padres de Enrique y Rubén aparecieron por el domicilio temporal de sus hijos. Trajeron con ellos un silencio glacial. No dijeron nada. Sus padres estaban rotos y el semblante que portaban era para enfrentarse contra el Enrique anterior al coma. Conocedor del contexto, Enrique hizo un esfuerzo descomunal ayudado por un Jonás valeroso e inexistente.

— Antes de cualquier acusación y de que digáis nada, quiero deciros unas cosas: la primera: necesito vuestro perdón y lamento lo que habéis tenido que vivir por mi culpa. Gracias por haber venido. Os necesito ahora más que nunca. La segunda: soy consciente de lo que he causado y sólo incumbe a mí el solucionarlo, daré cada gota de mi sangre hasta que me quede seco. Y la tercera: mi vida ahora, después de cumplir la condena que se me imponga, será de entrega total a las personas que me rodean. Fui un ser arrogante y despiadado y me arrepiento de corazón…— Además de un auténtico insensible y un tremendo gilipollas— dijo su padre,

con voz cohibida y rota.— Sí.— Al menos reconoces lo que has hecho.— SÍ.— Pues empecemos desde ese punto, Enrique.

La doctora Isabel entró en la habitación y se presentó. Sus padres la recibieron con gratitud y pronto ella les puso al día. Les contó todo cuanto sucedió y todo lo que se avecinaría después. Y volvieron al tabú interpuesto por la doctora hasta que la ventisca perdiera intensidad.

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La línea comprometida entre objetivo y subjetivo

La omnipresente, apodo con que llamaban a la doctora Isabel Pollo, tenía, en verdad, una buena explicación: ¡Estaba en todos lados a la vez! Pero como sólo es un atributo que puede otorgársele a dios, ella, al menos, lo intentaba, y en ocasiones hasta casi lo conseguía. Corría una leyenda por los pasillos del hospital que decía haberla visto en dos lados al mismo tiempo. Los pacientes así lo narraban: conmigo estuvo a las 14: 34— dijo uno—. Imposible, a esa hora estuvo conmigo— refutó el otro. Pero, ¿cómo poder creerles, si algunos tomaban pastillas capaces de hacerle a uno olvidar y creer que es pájaro?— Pude esbozar un sinfín de personalidades sobre ti –confesó la casi

omnipresente Isabel—. Hasta que comencé a escuchar las historias de Mónica, y si me lo permites, eres tal y como esperaba. ¡Cómo no acertar!

— ¿Qué te ha contado?— ¡Todo!— dijo en un respingo Isabel y Mónica se llevó la mano para cubrir

sus ojos fingiendo arrepentirse.— ¡Qué vergüenza entonces!— opinó Jonás desde la cama.

Mónica reía sentada a su lado. Desde que él se había despertado del coma estaba tan callada que en realidad no parecía ser ella, soldado que batalló contra tempestades inimaginables.

— Toma— dijo Isabel e hizo entrega del libro que Mónica le prestó—. Lo acabé hace tiempo, es que he llegado a leerlo tres veces.

Jonás vio la cubierta del libro. ¡El Principito! De pronto estaba en la arena del desierto junto a Antoine de Saint-Exupéry, con su cometa, callado como siempre.

— En mi tiempo de ausencia, durante el viaje que me trajo de vuelta hasta vosotros, he estado con el autor.

Isabel y Mónica se miraron, no pudiendo reprimir gestos de honda preocupación.— Cuéntame más cosas, todo, si lo recuerdas— dijo ahora Isabel desde su

posición de doctora, carpeta en mano.— El rey Sol volaba su cometa. Me contó los secretos para escribir un buen

libro, cosa que nunca me atreveré. Luego Gandhi…— ¿Gandhi?— Sí. Gandhi me habló de lo triste que la guerra le ponía y me mostró que

siguen estando ahí, aunque muchas encubiertas con papel de regalo, para que a nosotros no nos molesten. Pareció ponerse afligidísimo, todo cuanto luchó de por vida, tirado a la basura. Me dijo: Qué rápido olvidan…

— ¿Y a quién más conociste?— A mis padres y abuelos aunque eran niños y no les reconocí.— ¿Ahhhh sí?

Poco a poco, Jonás fue contando todas las particularidades de su viaje. Con quién estuvo, qué sentía, qué escuchó, y un largo etcétera… Isabel anotaba palabras sueltas y de sopetón, Jonás se detuvo al caer en la cuenta de dónde

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estaba y con quién hablaba. ¡Qué lento se había mostrado en reflejos! Tuvo que dejar a un lado su inocencia para que le infectaran del hedor de la incredulidad.— Isabel, no crees nada de lo que te cuento. ¿No es así?— Desde luego que sí.— Anda ya, soy plenamente consciente de que esto que te cuento se aleja de

todo concepto que pueda ser abarcado y comprendido por nuestra realidad, pero todo cuanto he dicho, es verdad. ¿Cuesta tanto creerlo?

— Sí. No voy a engañarte, Jonás. ¿Un tren? ¿El mar? ¿Gandhi? ¡Era un sueño! ¡No puedes decir que sea real!

— ¿Crees en dios?— preguntó él.— Sí—respondió sin un sólo pestañeo de duda.— Y ¿no es acaso él como un sueño? dime, ¿te cuesta creer en él?— Tengo mis días.— Todos tenemos esos días. Yo no creo en ese dios del que todos hablan. Y

todavía no sé si existe uno, la verdad, ¡pero te aseguro que Algo hay que nos guía!

— Imagino que sí.— Visto que no te interesa lo que te cuento, cuéntame los hechos sobre mi

caso y analicemos cuanto ha pasado de la forma más real, como a ti, al parecer, tanto te gusta. Hablemos de lo objetivo, doctora.

Echó mano Isabel de su carpeta y revolviendo hojas, dio con la que buscaba.— De acuerdo: Se han producido una serie de coincidencias sorprendentes aunque perfectamente justificables:

a) Nos has hablado de Rubén. Persona desconocida para ti.b) Nos has hablado de Enrique. Persona desconocida, también.c) Los has relacionado como hermanos.d) Identificas a Enrique como el causante de tu accidente.e) Ambos habéis salido del coma casi al tiempo.f) Habláis de contextos, situaciones y paisajes semejantes. Hecho

increíble.g) Enrique sostiene que le llevaste hasta su hermano y que por ello,

salió del coma.

Hasta ahora, las 13: 49, podemos justificar lo siguiente:

1. Los acontecimientos explicados en a, b, c y d  pueden haberse producido por la adquisición de información suelta cuando el sujeto.

2. Los acontecimientos explicados en e pueden haber sido fruto de la casualidad, cosas más raras se han visto y archivado.

3. Los acontecimientos descritos en f y g son, de momento, inexplicables. En éstos debemos insistir. Ni más ni menos porque nos es imposible explicar cómo dos pacientes relacionados por un suceso, aislados en plantas diferentes, que nunca se han conocido, puedan tener delirios semejantes. Aquí nos centramos en buscar la relación de quienes compartían habitación para ver si se les habló de las mismas historias y se les indujo así para que esto sucediera.

— Ni de trenes, ni barcos he hablado con Jonás— interrumpió Mónica, sin soltar ni un segundo la mano de Jonás.

— Pero le leíste libros, entre ellos <<El Principito>>: ¡Y nos habla de desiertos, niños y que conoció al mismísimo Antoine de Saint- Exupéry!

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— Nunca se ha probado que las personas que están en coma escuchen lo que se les dice, me lo contó una amiga — y recordó a Esther, la Hobbit — ¿No es verdad?

Jonás, callado, dejó a las dos discutiendo sobre qué era verdad y qué era o podía considerarse delirio.

— Lo viví. Y no voy a aceptar una sola discusión más. Si con ello debéis tratarme como a un loco, adelante, ¡loco seré! pero pronto se demostrará que lo que cuento es verdad. Queráis o no.

Mónica, que se había puesto en pie, se dejó caer en la silla como si su peso fuera el triple e Isabel se cruzó de brazos, con su carpeta ceñida al pecho, como siempre hacía cuando se sentía vencida por la situación.

— Navegando por un océano de lágrimas, Moisés me lo explicó todo. Y yo, tomé una decisión.

Pensando todavía que todo cuanto Jonás contaba formaba parte de un sueño, escucharon de pasada lo que les dijo. Les contó que se cruzó en su camino un niño pequeño, que pedía ayuda para encontrar a su hermano. Ese niño, era Enrique.— Enrique, planta segunda ¿en niño…?— Sí, era un niño.— Tomo nota.— Moisés me dijo que si salvaba a Enrique, después de volver con Mónica al

mundo real, aunque no precisó cuando, yo moriría. Pero el salvarle siendo yo consciente de que casi nos mata, y darle esa segunda oportunidad encontrando a su hermano, otorgaría a los hombres, mujeres, niños, ancianos, ¡nueva esperanza!

— ¿Y si no aceptabas?— Volvería, pero a nuestro mundo poco le queda como tal. ¡Hace tanto que

caminamos perdidos! ¿No es acaso necesario, salvar a las personas y también dar un mundo vivo a Mónica, a mi hijo y también, por qué no, a ti, Isabel?

— Es un regalo precioso… pero no es real. ¿Comprendes, Jonás?— Comprendo…— y se calló rendido ladeando su cabeza hacia Mónica

dejándose reposar en la almohada—. Loco estoy y loco estaré a vuestros ojos… quiero dormir, estoy cansado, enormemente cansado.

***

Igual que un niño, Jonás dormía. Isabel y Mónica estuvieron hablando cerca de una hora en el pasillo del hospital sin sacar nada en claro, pero Isabel, que amaba la objetividad, estuvo guardando información: ¡tenía un secreto! Y de un modo u otro intentaron parecer objetivas mientras hablaron con Jonás, de tal manera que Mónica calló y el trabajo restante lo hizo Isabel. Trataron de alejar toda postura extraña y subjetiva de la mente de Jonás, le necesitaban cuerdo: ¡Pero cuerdo estaba! Ahora la balanza se inclinaba hacia lo que Jonás contaba: ¡Esas fantasías de niño! ¡Tonterías de cuentos! ¿Eran reales, acaso? Isabel dio un paso en falso, pensativa.— Mónica.— Qué sucede Isabel.— No te he dicho todo: hemos encontrado arena… ¡Arena de playa! en la

cama de Jonás, y también en la de Enrique.

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— ¿Arena?— La misma de la que nos hablan los dos. O bien esto es una broma de muy

mal gusto, o nos enfrentamos a lo que Jonás cuenta y dice…Ni más ni menos que ha vuelto para erradicar la peste de la maldad y para que vivamos en un mundo mejor.

— ¿Te das cuenta de eso que afirmas? Aceptar eso, es aceptar que, como bien dijo, morirá.

— Y eso es lo extraño. Está sano. No hay nada anormal.— Entonces, querida Isabel, lo objetivo se impone a lo subjetivo. ¡No nos

dejemos llevar por aquello que no sucederá! Las puertas del ascensor se abrieron y Susana salió distraída. Caminó hasta las dos que se mantenían en pie en el pasillo fuera de la habitación de Jonás. — Cuanto ajetreo hay hoy en el hospital— dijo Susana y miró a la derecha a

Jonás y le vio dormido, igual que siempre—. Llevo un día de locos. No sé qué coño le pasa a la gente, pero no paro de vender antidepresivos…

— Por fin hay novedades— aclaró Mónica gesticulando.— ¿Qué ha pasado? Espera, tus ojos… ¡No!— ¡Sí!— gritó Mónica— ¡Por fin se ha despertado!— ¡Gracias a dios! ¿Y qué tal? ¿Cómo está?— Como siempre… igual que siempre. Es maravilloso, el mismo Jonás. ¡Más

vivo que nunca!

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La gran promesa

¡Cuántos amigos hizo Jonás en el hospital en dos semanas! Era el centro de atención de enfermeros, médicos, pacientes, los visitantes de los pacientes… gracias a sus historias y su positivismo acerca de la vida. Más bien, por cómo enfocaba la vida. Todavía en cama, aunque visiblemente recuperado, la gente hacía esfuerzos para colarse y escucharle. Se apelotonaban en el suelo, de pie e incluso desde fuera de la habitación. Había dejado Jonás atrás todos los problemas que, según él, no existían, decía que los creábamos nosotros. Verdad o no, le sirvió a él para pasar por un camino de ascuas sin sufrir una sola quemadura. Y prueba de aquello fue cuando un abogado se presentó para ver si le interesaba sacar una buena tajada y hacerse millonario a costa de las desgracias de otros: Jonás contestó que no le interesaba. ¿Por qué? Preguntó el abogado vestido de abogado. ¡Tiene todo el derecho a cobrar esa indemnización! Además de tener todas las garantías de ganar. No, insistió Jonás. No necesito ese dinero, intuyo que usted sí, pero yo no, así que gracias de todos modos por su interés. Pronto le darían el alta y podría volver a su hogar. Una mujer llamada Augusta ingresada por un amago de infarto creía a pies juntillas cuanto Jonás había descrito, preguntó en una tarde en la que había una gran cantidad de personas, si podría enseñarle el árbol del que tanto les hablaba.— Yo siempre quise hacer una locura como la que tú hiciste. Dejarme llevar

por el olor de la lluvia o el viento. Tonterías absurdas de esas…— señaló Augusta.

— Sí, sí. ¿Pero qué habrían pensado las personas de tu alrededor?— dijo un médico cruzado de brazos.

— ¡Que habría perdido el norte, sin lugar a dudas!— contestó Augusta.— ¡Seguro!— dijo un anciano y rieron todos.— Jonás, ¿nos invitarás a ver tu árbol entonces?— preguntó de nuevo

Augusta.— ¡Claro! Si Mónica no pone ninguna pega…

Y Mónica respondió: —Será una tarde encantadora. ¡Ya lo veréis! Haremos una merienda en el jardín. Otro doctor entró en la habitación, acompañado de Don Miguel Toro, los dos, serios. Y ordenó éste último que todo el mundo saliera: —Déjense de tonterías y hagan el favor de dejar libre la habitación, así no podemos trabajar. ¡Largo, ya están tardando señores! Y poco a poco la habitación fue quedándose vacía y sólo quedaron Mónica, Jonás, Susana, los dos médicos y la doctora Isabel Pollo. Los médicos eran muy desconcertantes a la hora de adivinar resultados en sus caras, pero Isabel mostraba en su rostro una verdad inquebrantable. Jonás supo qué dirían, pero Mónica, no, o evitaba el conocerlo.— Jonás— dijo rompiendo el témpano gélido de las circunstancias Don Miguel

Toro.— Voy a morir, ya lo sé.

Mónica cayó desvanecida contra el suelo golpeándose en la cabeza y Jonás rogó y suplicó para que la ayudaran.

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— ¿Cómo puedes mostrarte con esa jodida serenidad?— preguntó Don Miguel.

— No hables así—criticó una de las enfermeras que bajo sus órdenes estaba.— Es que no puedo comprenderlo. ¿Cómo lo haces?— Es una etapa de nuestra vida, así me lo hizo saber mi padre.— ¡Es la muerte, ni más ni menos!— ¿A usted le da miedo la muerte, doctor? ¡Si trata a diario con ella!— En realidad, si lo pienso bien, no. Sufrir, quizá.— Morir no hace triste a las personas.— ¿Ah? ¿no?— No. Es lo que la muerte causa a nuestro alrededor. A nivel común. La

muerte nos entristece a todos, porque mueren nuestros semejantes. ¡Y eso no hay quien lo comprenda!

Don Miguel Toro arqueó su ceja como siempre hacía y se limitó a no decir, por el momento, nada más. Mientras tanto, la misma enfermera que antes criticó a Don Miguel Toro y conocedora de las historias de Jonás, ayudaba a Isabel Pollo para abanicar a Mónica, aún sin conocimiento en el suelo. Era inevitable el llanto de ambas y cuando Mónica se despertó se topó con unas lágrimas cruentas cayendo por su rostro. ¿Jonás va a morir? Le preguntó a ella e Isabel afirmó una sola vez, sentenciando la pregunta. Se sentó a duras penas en la silla y miró a Jonás.— No me parece razonable ni justo: ¿Por qué aceptaste ese pacto? ¿Por qué

tu vida por la de Enrique?— Señora no entre en su juego… reprimió Don Miguel Toro.— Silencio— interpuso Isabel.— Ya te lo dije: la humanidad necesita volver a sus raíces. Oler la lluvia.

Escuchar el viento y si eso te parece absurdo, a lo mejor, ser un poco mejores con nuestros prójimos e incluso creer en el bien de los desconocidos y olvidarse un poco del dinero y de los problemas que tan a gusto creamos.

— Bobadas, Jonás, bobadas— dijo Mónica y salió de la habitación expresando casi en cólera: —Cuando quieras hablar sobre el mundo real y tu hijo y nuestras vidas, ¡házmelo saber y volveré!

Silencio. Y Don Miguel Toro habló rompiendo la orden de Isabel, apoyando a Mónica y tratando de que Jonás (el paciente más raro que tuvo) se prestara a la objetividad:— Lo que intentas probarnos no sucederá, Jonás. ¿Aún crees en ésas historias

de niño pequeño? Por el bien de tus últimos días, Peter Pan, vuelve al mundo con nosotros o morirás solo y triste.

— Vuelva a sus raíces, doctor. Verá qué bien se siente uno.

***

La noticia de que Jonás se moría corrió de boca en boca por todo el hospital igual que la pólvora. ¿Por qué? ¿Por qué tiene que pasar? ¡Él lo dijo y ha pasado! La gente no tenía palabras y pensaban ese tipo de cuestiones, preguntas absurdas que les perdían y les hacían estar tristes. Don Miguel Toro, cada vez que las escuchaba, establecía silencio y orden, el hospital necesitaba rigor y paz para el bien de los internos. Pero incluso así entraban a verle y cuando parecía que tenían millones de cosas que decirle, ideas, se quedaban mirándole y luego rompían a

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llorar. Pero Jonás les contestaba que aún les esperaba para que vieran su árbol ¡y que por favor no faltaran a la cita! Y entonces, alguna que otra sonrisa, podía dibujarse en ellos. ¡Qué fácil era hacer sonreír! Don Miguel Toro después de infinitas disputas decidió precintar la habitación de Jonás y no permitió ninguna entrada más. Ahora un guarda de seguridad custodiaba el acceso a su puerta. Jonás llevó su mano hasta el vientre de Mónica, en un paréntesis en el que estuvieron a solas.

— Estás un poco más gordita. Y ella hizo un gesto de derrota. — Tengo la sensación de que tendremos una niña. Pero ella no contestó.— Mónica, escucha, si dudas de lo que te he contado, entonces no puedes

culparme porque me vaya a morir, porque es una fantasía y como fantasía que es, esa decisión no tendrá lugar.

— El problema es que te creo. Y no me parece justo. Nos vas a dejar solos, sin ti, ¿Qué vamos ha hacer?

— Bueno, sabes que no me iré nunca…— y tocó su cara —sentirás mi presencia toda tu vida…

— Qué fáciles son tus palabras… ¿Y quién me garantiza que estarás? — Estaré.— Moisés te dijo entonces, que si te quedabas, el mundo seguiría su rumbo

actual y…— Sí, Mónica, todo lo terrible que puedas imaginar, ¡sucedería! El odio crece

alimentado por el rencor que se genera a diario entre todos. Hemos olvidado nuestra verdad, nuestro árbol ha perdido las raíces, ¿cómo hará para mantenerse en pie?

— Con tu acción, ¿todo esto que cuentas cambiará?— Sí. Pero será difícil y mucho deberán las personas poner de su parte. Las

verdades sobre el cambio irán como semillas con la esperanza de que el hombre las plante. Después con la lluvia…

— Comprendo. Y sobre el accidente: ¿Todo esto no habrá sucedido de forma fortuita?

— No lo sé. Sí me dijo Moisés que lo que hicimos con el árbol y nuestras vidas, dejó marca…

— ¿Quién me iba a decir a mí que cuando trabajaba bajo las órdenes de la codicia y te vi marchar con la planta bajo el brazo ibas a cambiar el curso del mundo?

— Yo no cambiaré nada. Serán las personas. ¡Ya verás! Y sin pedir permiso ni llamar a la puerta y esquivando el agarrón del guarda de seguridad, Augusta entró corriendo y se abrazó a Jonás y a Mónica, les miró, y después volvió a salir, corriendo con la misma energía con que entró. — Mira qué feliz has hecho a todo un hospital. Te admiran. — Y a ti también. — ¿Entonces me ves más gorda?— preguntó ella con un guiño poniéndose en pie. — Se te nota bastante… ¡Nuestro bebé! — ¿Crees que será un niño? — Sí. — ¿Qué nombre le pondremos si es una niña? — Adoro el nombre de tu madre.

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— ¿Y si es niño? — Rubén. — ¿Rubén? Mónica lo entendió de inmediato nada más acabar su pregunta. ¡Este Jonás y su infinita gratitud! — Esa bonita historia que me cuentas sobre Rubén y el lapicero y la goma de borrar… ¡Qué imaginativo! — La verdad es que ha hecho lo imposible por tratar de pedir perdón en nombre de su hermano. Ha hecho más por cambiar lo escrito que todo el orgullo de la ciudad en un año… se lo merece.

***

Isabel entró después de llamar a la puerta y haber conseguido el permiso necesario. Caminó y besó a Mónica y a Jonás. Les preguntó que cómo estaban y ellos dijeron media verdad. Les explicó Isabel lo mejor que pudo el mal que padecía Jonás y las causas. Poco o nada entendieron, sólo se quedaron con que poco a poco iría perdiendo el conocimiento hasta que tuviera un fallo general.

— Puedes morir aquí, pero imagino que no es así como quieres hacerlo. ¿O me estoy equivocando?

Se dibujó ilusión en la expresión de Jonás.— Quiero morir en mi casa. Mirando por la ventana a mi árbol, arropado por

Mónica, tú y Susana.— No habrá problema en eso.— Bien, pues entonces no se hable más de este tema, hasta que llegue.— Dicho y hecho— respondió Isabel.— Espera, tengo que pediros una cosa a las dos.— ¿Qué?— preguntaron al unísono.— Tu labor Isabel no será otra que ayudar a convencer a Mónica, el día en que

Enrique se acerque hasta ella para pedir perdón.— Eso jamás pasará. Nunca vendrá a verme— dijo Mónica.— Créeme que lo hará, para eso salvé su vida. Pero tú no quieres perdonarle,

Mónica. No quieres, por eso pido ayuda a Isabel para que te arme del valor necesario.

— Pides demasiado Jonás…— replicó Mónica—. Estoy cansada.— Te he contado lo que sucederá tras mi muerte y no depende de mí, todo

depende de las personas, y todo empezará en el momento en que tú aceptes su perdón, de corazón. ¿Oíste? Si no, habré muerto en vano.

— Yo la ayudaré— dijo Isabel. — Lo creas o no, Jonás, ya hemos hablado largo y tendido sobre esto.

Pero Mónica no pudo seguir el hilo y giró su cabeza a otro lado. Y Jonás dijo:— Bien. No hablemos más de esto. ¡Me hace estar triste!

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El camino acaba igual para todos

Tosió. Y la tos no trajo nada bueno con ella; lo hacía como el tren que cargaba con los vagones de su vida. Cada vez Jonás se cansaba más y más y le costaba mantener el tono de voz vivaz que siempre tuvo. Dejó el hospital firmando unos papales para acabar sus días en su casa y liberarles de responsabilidades, y esa tarde de recién entrada primavera, vendrían a verle muchas personas. Y Jonás quería estar presentable y haría, en contra de lo que Isabel y Mónica impusieron, un último esfuerzo por estar en el jardín. Entre otras cosas, Jonás no se separaba de una hoja de su árbol: Mónica, que coleccionaba los objetos que fueron relevantes en su vida, guardó la hoja del árbol que Jonás le regaló en un sobre con una nota cuando su árbol no era más que un pequeño palo. Y se la entregó a Jonás, protegida por un plástico duro, y él admiraba lo que Mónica hizo y paseaba la hoja en su mano de un lado a otro como si llevara, orgulloso, el más valioso de los tesoros. La gente comenzó a llegar desde el pueblo a pie y Jonás pidió a Isabel, Mónica y a Susana que le ayudaran a sentarse en la silla de ruedas. Estaba igual de expectante que un niño a la espera de abrir un regalo y, porqué no decirlo, emocionado de que tanta gente viniera a verle. Afuera, las personas se arremolinaban y esperaban la salida de Jonás. Empujado por Mónica, Jonás vio, nada más salir, a cientos de personas mirando su árbol con la boca abierta. Todos dieron con él a la primera y es que, lo describió tantas veces en sus historias que resultaba fácil dar con él. ¡Era el árbol más grande de todo su jardín! Un hecho sorprendente sucedió: Augusta se abrió con paso seguro caminando hasta él, llevaba un pequeño árbol en una maceta, ¡se parecía tanto a su planta del poema! — No es tarde, aún— dijo Augusta— para verle crecer… Seré mayor. Pero más vale tarde que nunca. Jonás asintió y dio las gracias a todos por venir a despedirse. Algunos no tuvieron valor para acercarse y decirle adiós. ¡Es que no era fácil! Y una de esas personas, que tan valiente fue en otros momentos y que en este momento no tenía las fuerzas necesarias, era Rubén. Callado se mantuvo bajo el árbol de Jonás, mirando el alma de los cielos. La gente fue marchándose. Pero Rubén se quedó bajo el árbol. Volvieron a meter a Jonás en casa y pudo vérsele tumbado en una cama cerca de una ventana que daba al jardín. Y la noche cayó y Rubén continuó ahí, como si sus pies se hubieran quedado atrapados en el barro. Pronto Susana salió y se reunió junto a él. Rubén no se percató de que venía hasta que le habló y sintió su presencia.

— Jonás y Mónica han insistido para que salga a verte. Quieren que te dé las gracias. El por qué imagínalo tú.

Rubén metió sus manos en el bolsillo y al recordar a Mónica preguntó:— ¿Sabéis ya si va a ser niño o niña?— No. Esperaremos al parto.

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Por mucho esfuerzo que Rubén hubiera hecho por mantener a raya sus sentimientos, explotó: — ¿Por qué tiene que morir, Susana? ¿Puedes decirme POR QUÉ?— y se abrazó a ella clavando sus uñas en su espalda. ¡Los dolores del alma se manifiestan así! Pero Susana no le contestó a la primera, sólo le abrazó, después dijo: viniste en busca de una segunda oportunidad y te llevas su gratitud. Callados los dos, bajo el susurro de la brisa nocturna, un gritó aterrador vino después y todas y cada una de las estrellas temblaron.

— ¡Susana!— gritó Mónica desde dentro de la casa. Y sólo a uno lo llaman así una o dos o hasta tres veces en la vida. Rubén y ella corrieron hasta la casa.

***

Era el final de Jonás:— Mónica— dijo él con respiración entrecortada.— Te escucho— contestó ella mientras acariciaba su frente sudorosa y fría,

teniendo como espectadores en la sombra y testigos de los acontecimientos a Susana, la doctora Isabel Pollo y a Rubén.

— Cuántas cosas nos han pasado… y… hemos hecho. — Sí.— Cuántas veces he imaginado este momento. ¿Sabes cuál era mi único

deseo cuando llegara?— Cuál.— Tener a alguien como tú sosteniendo mi mano. Así no duele… no duele…

¡Mónica! ya ha llegado la hora de volver con Moisés. ¡Debemos cruzar el mar de las lágrimas!

— Shhh… no alces la voz. Mónica endureció el semblante asumiendo lo que eso significaba. Fuera verdad, o fantasía.— ¿Estás preparado?— preguntó ella con la dureza de una piedra.

No hubo respuesta. Sin embargo, Jonás, extinguiéndose en sus adentros dijo sin palabras:— Siento no poder estar para la llegada de nuestro bebé a este mundo.

Parecía estar sumergido un delicioso sueño. Ellos creyeron que había muerto. Isabel les dijo que había perdido el conocimiento y que sólo tocaba esperar. Los cuatro, abatidos, aguardaron el desenlace.

***

Respiraba a las 5: 33 de la madrugada, pero cada vez más flojo y más lejos. Uno podía imaginarse al ver a Jonás así que uno forma parte del planeta Tierra y que en él hay ruido y que cuando uno se muere vuela, elevándose a nadar por el espacio, donde no hay más que silencio y tranquilidad y una vez se limpia de sus impurezas vuelve a caer porque forma parte del planeta y se transforma en otras cosas, para dar continuidad a la vida. Los párpados les pesaban a los cuatro al igual que el alma, con la que apenas podían por culpa de sus cuerpos mortales. Los grillos se cansaron de cantar.

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El sol salió e iluminó las praderas, la iglesia, el lago y los árboles y entró con su luz, poco a poco, en la habitación. Avanzaban los rayos por el suelo como si se hubiera vertido un cubo de agua, pero mucho más lento, hasta que los rayos tocaron sus cuerpos, y después de unos minutos, cuando empezaron a calentar, justo en ese instante, Jonás dejó de respirar. ¿Oh, era acaso así de simple? ¿Podía ser la crueldad así de sencilla, como un dulce beso, una bofetada de realidad? ¿Tenía todo aquello un doble significado? Verle de lado en la cama, sin vida, abrazado por los llantos de Mónica, con un rostro tranquilo, era toda una lección de vida. Mónica no se soltó de su mano hasta que empezó a notarla fría y fue consciente de su verdad. La de todos, también. Rubén lloraba con Isabel y con Susana. Pero eran gemidos silenciosos. Y a pesar de haber muerto, seguía, orgulloso, aferrado a su hoja.

***

Las cenizas de Jonás cayeron bajo su ÁRBOL. Otras se esparcieron por el acantilado y volaron por el lago. Otras se las llevaría el viento a su antojo adonde quisiera. Era complicado ver que una persona pudiera verse reducida a tan poco. Todas las ideas de una vida, todo el amor entregado…: poco y mucho a la vez. Sé que es paradójico, pero era poco, las cenizas y mucho, Jonás, al mismo tiempo Así lo quiso él y ellos no hicieron otra cosa que cumplir su voluntad.

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Y llegó el bebé y con él, el perdón

¡Tenía prisa por llegar al mundo! Y empujaba a pesar de que Mónica intentara frenar con todas sus fuerzas pero, el bebé quería salir. Además, ¡ya mismo! Y fue recibida Mónica por un hospital que muy bien la conocía. En sus tiempos de griterío y de odio y también de la mujer fuerte que había demostrado ser. <<Es primeriza y el bebé viene con tres semanas de antelación>> afirmó una enfermera. Cómo no, la casi omnipresente Isabel la acompañaba de la mano hasta la sala de partos y Susana susurraba alguna que otra palabra de ánimo. El ascensor, después de un buen tratamiento, había dejado de estar loco y su voz femenina fue eliminada. Muchos fueron lo que utilizaron las hojas de reclamaciones: ¿Cómo puede existir un ascensor loco en un hospital? A lo que alguien respondió: A locos baja y a locos sube. Y la locura es contagiosa… Empujaba, empujaba, empujaba y empujaba y encima el médico, el doctor Toro, decía que empujara más. Traer una vida al mundo era doloroso… Pero el dolor se mitigó cuando el llanto se dejó oír entre las paredes del quirófano  ¡Pero su llanto no duró ni un par de segundos! ¿Habría ido mal, acaso? El bebé se quedó callado y pensaron que estaba muerto y que no respiraba, sin embargo, no sucedió así. En brazos de la enfermera, silenciosamente tranquilo se quedó.— Es un niño, Mónica, es un niño…— Un niño…

Prudente, la enfermera preguntó: — ¿Le llamarás como…?— No. Jonás no, su nombre, por acuerdo de ambos, será Rubén.

Y todos los presentes que bien conocían la historia de Jonás, sin palabras se quedaron al relacionarlo con la verdad. Y del rostro impenetrable del enorme doctor Toro, cayeron lágrimas de orgullo que intentó disimular.

***

Más tarde en la habitación, Mónica, Isabel y Susana arropaban con calor al recién llegado.

— Hola, Rubén— dijo Mónica a su hijo.— Hola— contestó Rubén.

Y las tres se giraron. Era Rubén, que todavía permanecía viviendo en el hospital porque su hermano estaba en rehabilitación, en otro edificio.

— Me he enterado del parto y he venido enseguida.— ¡Ven a verle!— gritó con entusiasmo Mónica.

Se arrimó hasta la cuna y vio una cosa pequeña, de piernas arrugadas, tranquilo. — ¿Cómo se llama tu hijo? — Como tú. — ¿Qué? ¿Rubén? — ¡Claro! ¿Qué esperabas? ¡Tenemos tanto que escribir, coge el papel y anota! — Yo… pensé que le llamarías Jonás.

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— Lo acordamos Jonás y yo. Hiciste lo que nadie hubiera hecho en tu situación, y con tu gesto, esperamos tener un niño tan honrado como tú. Él sólo dijo gracias después de acariciar con delicadeza la piel suave del recién nacido.

***

Un año y Rubén era capaz de ponerse de pie con ayuda. Sus ojos no paraban de escudriñar y estudiarlo todo. Una cosa que asombraba a las personas era su capacidad de reír. Debía de tener un espacio muy grande, y ni los físicos ni los matemáticos eran capaces de justificar la risa con la proporción de su cuerpo. Era otoño y las hojas habían decidido esperar más que otros años y caían con desgana. Susana, Isabel y Mónica se encontraban tumbadas en el césped del jardín, hablando y riendo con Rubén y otro niño, de nombre Andrés, que cuidaba Susana, hijo de una de sus compañeras de trabajo. En la distancia, más o menos en la entrada de la casa, dos hombres, uno en silla de ruedas y el otro ayudándole y que reconocieron, les miraban. El de la silla de ruedas se adentró sólo por el camino que llevaba hasta el jardín y el otro hombre, Rubén, no se acercó.  De inmediato, las tres supieron quién era: Enrique. Cuanto Jonás contó estaba pasando. Isabel miró a Mónica con dureza y le dijo: recuerda que lo prometimos. Te dejamos a solas con él y haz lo que debes hacer. A solas la dejaron. Se fueron todos dentro de la casa, con los niños, Andrés lloró pero Rubén reía, y pronto su llanto se extinguió y la risa se contagió. Enrique avanzó con dificultad por la hierba pero logró llevar su silla de ruedas hasta Mónica, que esperaba de pie mirándole sin saber qué gesto poner y sin saliva en la boca. <<Recuerda que por él sucedió el accidente y que por él Jonás murió>> tuvo que recordarse. Le examinó bien y parecía haber ensayado ése momento millones de veces. Era mucho más joven de lo que nunca imaginó y su mirada caía triste y abatida.— Mónica…— ¿Sí? Está claro que esa soy yo. ¿Verdad?— No sé cómo empezar… Fue… fue todo por mi culpa.— Eso ya lo sé— respondió con rudeza.— Siento que Jonás muriera por mí… él decidió que…— Admites por lo menos que tú le mataste.— Sí. Y necesito que me perdones… fue un error lo que cometí.

Llegó el momento, pero a Mónica le resultaba imposible y se dio la vuelta, dando la espalda a Enrique. Lo hizo para ocultar su desdicha. E intentar también no dejar aflorar esa segunda oportunidad por la que él imploraba.

— Por favor, no me des la espalda, ¡no puedo con esta puta carga del demonio! Mónica se alejaba de él, siquiera miró, sin decir una sola palabra que justificara su comportamiento.

— Te lo ruego. ¡Te lo suplico! Se marchaba con paso fúnebre. Su silla de ruedas se atascó en un hoyo del jardín, impidiéndole avanzar. Entonces sucedió lo increíble. Enrique dejó caer su cuerpo al suelo y arrastró gracias a la fuerza de sus brazos, clavando las uñas, sus piernas inertes por el césped.

— No puedo irme… No me iré. Me equivo… me equivoqué.

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Ella avanzaba aún escuchándole. Y él iba tras ella. La imagen era, en cualquier otra situación, grotesca y deleznable y Mónica podría salir muy mal parada ante ojos ajenos a lo que estaba sucediendo. Pero no era consciente de que Enrique reptaba acariciando su sombra.

— ¡Detente! Y Mónica lo hizo, no por la orden en sí, había algo de sangre en sus palabras. Contuvo la respiración, cerró sus puños y se dio la vuelta. Se sorprendió sobremanera al ver a Enrique jadeando tirado en el césped. Aún así, no pudo. Un sentimiento de pavor la devoró. Corrió hasta la casa y subió las escaleras encerrándose en la habitación. Pasaron los minutos tirada en la cama, las horas, y las horas al sumarse llegaron a cumplir justo los dos días, cuarenta y ocho horas en las que Mónica estuvo encerrada en el aroma impregnado de las sábanas de Jonás. Enrique permaneció tirado en el césped, en el mismo lugar que le dejó. No permitió que nadie le ayudara: No se marcharía sin su perdón y si debía morir tirado en el jardín, lo haría. Fueron dos días eternos. Mónica, por fin, cedió por pena o por cansancio y fue a la cocina a por un vaso de agua para Enrique. Salió al jardín y el joven, debilitado, se puso boca arriba y la miró. Se agachó hasta él y le acercó el agua hasta la boca. Ella arriba, él abajo. Sin palabras, se miraron entre sollozos. ¿Era ahora acaso el momento perfecto para sacar la goma de borrar? ¡No era el caso de Rubén! Después de beber dos tragos dolorosos, por lo alto del cielo, Mónica vio una cosa volar. Venía traída por el viento con cierta aura mágica y se posó en lo alto del árbol de Jonás, en un baile. De rodillas, ella estudió el objeto y, al cerciorarse y sin sorprenderse, porque siempre supo que en Jonás estaba la verdad, Perdonó a Enrique y le ayudó a subir en la silla de ruedas. — Gracias por ayudarme, gracias por todo esto que has hecho— dijo Enrique agotado. Y Mónica giró su silla hasta el árbol y señaló con el dedo:

— Mira lo que acaba de traer el viento. Allá, en lo alto del árbol. Enrique siguió el dedo: Era el sombrero de Jonás.

— Me rogó que te perdonara. Dijo que fuiste un niño muy salado…, después de todo.— Sí, lo fui. Más tarde, un gilipollas más de los cientos de miles que hay por el mundo. Ahora he cambiado, Mónica… Lamento que esto haya tenido que suceder para que se me abrieran los ojos.

Aunque no se lo dijo a Enrique, Mónica pensó, apoyada en sus hombros: << No duele perdonar, no, hacerlo, hacerlo es la cura de todos mis males. >>

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El final, siempre un buen comienzo

Corrió tanto como sus piernas se lo consintieron. Lo hizo rápido y a punto estuvo de tropezar. Moisés aguardaba en la arena de la playa, bostezando aburrido, junto a la barca. Había hecho un detallado castillo de arena con altas torretas con sus pequeñas manos. Un último bostezo y vio a un niño correr derecho hasta él gritando entre brincos: — ¡Moisés! ¡Moisés! ¡Moisés! Y en el encuentro Jonás le tumbó contra la arena y cayeron rodando hasta donde el agua besaba la costa. Después se separaron y Moisés pudo agarrar un buen puño de arena mojada y tirársela a los ojos. Jonás gritó como si le hubieran derrotado. — ¿De qué huías? — Vienen los nativos de la isla. ¡Debemos partir de inmediato! — De acuerdo Capitán— dijo Moisés —. Antes, debo entregarle su sombrero. — Gracias marinero— y se lo puso. ¡Pero le quedaba tan grande!

Empujaron la barca hasta las aguas del mar e izaron velas. Su sombrero, volvió a volar. No obstante, esta vez, para siempre. Muy lejos. Y desde la arena, entre pisadas de un adulto que entró y las huellas de un niño que marchó, pudo verse a la barca alejarse mar adentro.

***

Un viaje terminó, pero otro estaba por comenzar. El cielo estaba nublado. Y un rayo de sol se dibujó abriéndose paso por las praderas una vez cruzado el mar de las lágrimas. Olía a tierra fresca, a germen de vida. La barca atrás quedó, varada en otra playa. Ahora los dos sintieron que la vida crecía dentro de ellos. Como si su corazón latiera pero lo hiciera de forma distinta. Y sus pies crecieron y se estiraron hasta lo más recóndito y perdieron su forma anterior. Fue entonces cuando salieron de donde estuvieron durmiendo, enfrentados ante la nueva luz. Sus brazos se desplegaban en infinitas prolongaciones. Las preguntas que siempre estuvieron con ellos, se esfumaron. Ya no había nada. Sólo paz. No había que cuestionar nada, únicamente disfrutar de la armonía y la tranquilidad… y allí estarían quietos durante años, y a lo mejor, siglos. Olvidaron sus nombres contenidos por el tiempo. Erguidos, el viento y la lluvia dieron la bienvenida oportuna y acariciaron todas las partes desnudas de sus cuerpos, meciéndolas, enriqueciendo sus almas. Y sintieron cosquillas.

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Palabras escritas

En algún lugar fugaz del pasado, una historia narra lo siguiente:

Al dejar caer el lapicero en la hierba, su amiga Laura, madre del revoltoso Moisés que brincaba descalzo sobre la hierba, aprovechó la pausa y le dijo a Sara, madre de Jonás, una frase que en verdad, no escuchó y que por tanto, no respondió al estar liada en sus quehaceres. Sara, mujer de delgada figura y modales exquisitos, estaba distraída tratando de ver cómo abordaría el dibujo frente a la blancura desconcertante del papel. Cogió el lápiz y retomó su obra. Hacía un pequeño retrato de Jonás para colgar en su casa en cualquier pared. Gritó a su hijo para que volviera a tomar asiento en la banqueta en la que posaba de modelo y volvió a insistir en que sonriera, y que para ello recordara cualquier cosa que le hiciera sentir felicidad. Moisés se burló de él pero su madre le dijo que él era el siguiente y entonces no dijo más.— Enseguida acabo, sólo necesito tus rasgos y el resto lo completo sin ti y

podrás irte a jugar— dijo. — Pero date prisa mamá— rebatió Jonás soliviantado— papá está a punto de

terminar de colgar el columpio al lado del río. Pero le resultó imposible. Jonás no ponía nada de su parte, no paraba de mirar al columpio. Optó por tomar una fotografía Polaroid, de esas instantáneas.

— ¡Sonríe! Y el flash saltó. La fotografía surgió al momento. Laura y Sara dejaron libres a sus hijos que bajaron ladera abajo entre volteretas hasta el riachuelo en el que el padre de Jonás colgaba un columpio de las ramas de un sauce junto a la vieja iglesia. Era bonito ver cómo disfrutaban las criaturas, ajenas a los problemas del mundo, bañándose y salpicándose. A falta de un retrato pintado a lápiz, una fotografía haría de sustituto. Sara soplaba y agitaba la fotografía en su mano. Pronto se intuyeron sus rasgos y apareció. Su expresión quedó bien reflejada: la de un niño despreocupado y de sonrisa pura. ¡Ese era Jonás!

— Tu hijo tiene unos ojos preciosos— dijo Laura—. ¿Qué crees que serán Moisés y Jonás cuando crezcan? ¿Nunca te lo has parado a pensar?— Algo importante, no te quepa duda. Son despiertos. Y despiertos llevarán las riendas…

El padre de Jonás reía tan dispuesto como lo hacían los dos niños mientras les empujaba en el columpio recién instalado. Después de toda una tarde jugando, habían colocado unos colchones para dormir aquella noche en el jardín de la casa de Jonás. Eran las ventajas del verano. Durante la cena, se produjo un suceso fuera de lo común. Jonás estaba bastante callado y triste y cuando se le preguntó, respondió:— ¿Por qué tenéis que morir?— Es parte de la vida, hijo— respondió su padre.— Pero eso hace a la gente estar triste… ¿Es por eso que tanta gente llora?

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— Sí, Jonás. Y Moisés gritó a pleno pulmón: — ¡Pues yo nunca moriré!— y se rió haciéndose parecer un hombre de acero. — Pues si es eso lo que hace triste a las personas…— calculó— ¡yo lo cambiaré!— dijo Jonás, y junto a Moisés, dejaron la mesa y marcharon al columpio de nuevo. Los padres se quedaron mirándoles, afligidos por el comentario de un chaval de seis años. — ¡Tiene trabajo, Jonás!— dijo Laura. Rieron los tres. Sara les enseñó la fotografía de Jonás acercándolo hasta la luz de la vela; había quedado realmente bien. Vieron en los ojos del muchacho un brillo, un halo especial.

— No puede cambiar lo imposible, claro que no, pero… esas ideas… si ayudarían… ¡Nuestro hijo hará algo importante por la personas!— exclamó su padre.

Y se quedaron en los ojos del retrato, embaucados por las ideas utópicas de un niño… imaginando su futuro y el de Moisés.

***

Fue en una tarde lluviosa, cuando los padres de Jonás, orgullosos, colgaron su retrato en alguna pared de la casa, para que nunca, ninguno de ellos, olvidara ese día. Porque olvidar es demasiado sencillo, y muchas personas lo han dado todo por el bien común, ¡pero las hemos olvidado con tal prontitud que volvemos una, y otra, y otra (y por extraño que parezca otra vez más) a perdernos!

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ÍNDICE

Palabras por escribir.

1. Perspectiva de un viaje.2. Sentimientos escritos.3. Descálzate sobre la hierba y siente el latir de la tierra.4. Blanco nieve: La última noche.5. Hogar improvisado.6. Una estación. Tres árboles. Un cartel. Un avión que nunca voló.7. Sin palabras.8. Diálogos auténticos y puros.9. De una segunda planta a la calle Paraíso.10. Ideas en barbecho.11.La creación de un universo.12.El Sol: Creador de vida.13.<<Gracias>>14.Cuéntame qué hago aquí.15.Enfermedad: Gastroenteritis. Causante: Pollo en mal estado. ¿Remedio?:

Isabel.16.Segundo encuentro.17.Campos dorados.18.¿Dónde has estado?19.La verdad de Jonás.20.La línea comprometida entre objetivo y subjetivo.21.La gran promesa.22.El camino acaba igual para todos.23.Y el bebé llegó y con él, el perdón.24.El final, siempre un buen comienzo.

Palabras escritas.