El amuleto de medusa robert masello

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En el siglo XVI, Benvenuto Cellinifue el maestro artesano de la Italiadel Renacimiento: orfebre, escultor,nigromante y creador de unamuleto tallado con esmero que ensu tiempo fue la preciada posesiónde papas y príncipes, reinas yconquistadores. Una obra deinimaginable poder… y peligro.David Franco es un joven yescéptico erudito que trabaja parala biblioteca Newberry de Chicago,tratando de recuperar una reliquialegendaria y dilucidar sus secretos.Pero su investigación pronto se

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convierte en una trepidanteaventura, una carrera contrarrelojdesde Chicago hasta los castillosfranceses y desde la RevoluciónFrancesa a los palacios romanos,buscando la respuesta a un enigmaque ha intrigado a la humanidaddesde el principio de los tiempos.Franco se verá atrapado en unalucha a vida o muerte, perseguidopor letales asesinos y por suspropios demonios, y enfrentado aun mal que desborda sus peorespesadillas.

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Robert Masello

El amuleto deMedusa

ePUB v1.0AlexAinhoa 28.01.13

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Título original: The Medusa Amulet© Robert Masello, 2011© de la traducción: Ester Molina Sánchez,2012Composición portada: Grupo Anaya

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.1

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A la memoria de mis padres,Tom y Sonia

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Prólogo

[De La chiave alla vita eterna «La llavea la vida eterna» impreso en Florencia,Italia, c. 1534. Atribuido a BenvenutoCellini. Regalo anónimo donado a lacolección permanente de la bibliotecade Newberry, 60 W. Walton Street,Chicago, Illinois].

Aventurarse en el Coliseo de nocheno está hecho para los débiles decorazón, y al seguir el ejemplo y laestela del doctor Strozzi me pregunté si

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no había hecho uso de mi fortunaimprudentemente. Aunque el viejo eraculto, no pude hacer otra cosa que mirarsu mano temblorosa al acercarse al granestadio centenario.

Abandonado desde bien atrás en eltiempo y con bastante necesidad de unareparación, estaba rodeado de corrales,establos y campos cercados quealbergaron en su tiempo a los leones ycocodrilos, toros y tigres, elefantes yleopardos, que se traían de todos losrincones del Imperio para enfrentarlosen la arena. Miles de ellos, ya se hadicho, eran masacrados en un solo díade espectáculo.

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Y hombres también, claro. Mientrasel doctor Strozzi pasaba con el farol pordelante de los cuarteles del LudusMagnus, donde se entrenaban losgladiadores, pude detectar el mismoaroma a sudor, piel y hierro.

Pero, como todo joven con talento ydiligencia, no permití que el miedo y lasuperstición me bloquearan el paso. A laespalda llevaba el saco de lona contodos los ingredientes necesarios para latarea profana que nos esperaba.Preparado para aquella noche, el doctorStrozzi, un hombre cuyas habilidades enla nigromancia eran famosas desdePalermo hasta Madrid, llevaba puesta la

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túnica de un difunto fraile franciscano, yyo, la ropa de un asesino ahorcado en uncruce de caminos a las afueras de laciudad.

—Para invocar a los muertos —mehabía informado el doctor Strozzi—, hayque ser grazioso en todos los sentidos.Tenemos que adoptar el olor de laputrefacción.

Con ese fin llevábamos sin bañarnosnueve días, y sin comer sal tampoco,porque era un conservante. Nuestracarne era de perro, el compañero deHécate, diosa de la oscuridad de la luna.Tampoco habíamos tenido ningúnencuentro carnal. Como yo le dije al

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doctor Strozzi en respuesta a suadvertencia sobre la materia, ¿quién ibaa aceptarme con tal moda?

Por respeto a los espíritus queesperábamos convocar aquella noche,entramos al Coliseo por la puerta delEmperador. Hacía ya mucho tiempo quehabían robado las abrazaderas debronce que mantenían el mármol en susitio, y saqueado el propio mármol porla cal viva que se sacaba de él. Comoartesano, sentí la pérdida de dicha obrahabilidosa. El mundo, como suelo decir,está lleno de bárbaros.

Con la amenaza de la pronta lluvia,no dudamos una vez dentro. Bajo la

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mirada de los dioses ancestrales, cuyasestatuas rotas dirigían su mirada hacianosotros desde cada columna, bajamoshasta el hipogeo, el laberinto de túneles,rampas y escaleras oculto hacía yatiempo por la tierra y el albero del suelode la arena. Ahora, el laberinto estabaexpuesto al aire libre, y justo en elcentro había una celda donde parte deltejado aún podía proporcionar algúncobijo de la tormenta que se avecinaba.De las paredes colgaban grilletesoxidados, y un poste de azotes me sirvióde gancho para colgar el saco.

Moviéndose siempre hacia laizquierda, ya que es la dirección de lo

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oculto, el anciano hechicero hizo uncírculo con tiza en la tierra y lo marcócon los símbolos de la tierra, el aire, elfuego y el agua; eso mantendría a losdemonios y espíritus alejados. Mientrasél hacía eso, yo preparaba el fuego conlas astillas que llevábamos en el saco.Cuando el doctor Strozzi terminó, medijo que alimentara las llamas con lashierbas que también había traído: mirto,salvia y asa fétida. La madera estabaempapada en alquitrán, y entre eso y elhedor de las hierbas pensé que iba aperder el sentido en cualquier momento.Me lloraban los ojos, me ardían losorificios nasales, y las chispas que

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saltaban del fuego amenazaron más deuna vez con quemar la túnica mugrientaque llevaba puesta.

Pero justo al emitir el doctor susconjuros y salpicar las gotas de lluvia enlas piedras que nos rodeaban, bajé lacabeza y realicé mis invocaciones. Apesar de su reputación, me temía que eldoctor no iba a tener éxito. Susintenciones eran impuras. Buscaba a losmuertos únicamente para preguntarles enqué lugar de la Tierra yacían ocultosgrandes tesoros, mientras que yo losbuscaba para comprender los entresijosdel genio y así poder alcanzar lainmortalidad. Y así ocurrió; cuando la

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noche se consumía y las súplicas deldoctor no daban resultado, las mías sí lohicieron… en forma de figura pálida,titilante como una fina vela, justo traslos límites de nuestro círculo.

El doctor Strozzi, al verlo, cayó alsuelo desvanecido, pero mi propiadeterminación no hizo más que versereforzada. Esa figura, con su enormenariz, barbilla afilada y ojos marcados,era el mismísimo espíritu que yo queríaconvocar. Era el espectro del mayorpoeta que el mundo ha conocido jamás,un florentino de nacimiento como yo —aunque él había negado serlo de carácter—; era Dante Alighieri.

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—Yo te honro —dije.—¿Y aun así me perturbas? ¿Es que

soy acaso tu perro?Busqué las palabras adecuadas para

explicarme, pero el espíritu simplementese apartó arrastrando la mortaja por laspiedras mojadas.

—Sé lo que buscas —dijo.Armado únicamente con la espada

que llevaba en el costado, salí delcírculo y lo seguí. Pero el camino sevolvió confuso en poco tiempo, y sentícómo me adentraba más en la tierra,bajo el mismo Coliseo, en otra regióndistinta. Allí, aunque no debería habernada de luz, había otro cielo con masas

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de nubes que parecían brasas de carbón,y una luna de color amarillo del tono deun diente picado. El espectro me llevóhasta tierra firme, pero que crujía bajomis botas como corteza de pan. Elviento traía voces que murmuraban y selamentaban, pero no vi a nadie más quea mi guía sigiloso. Al final de unmontículo se detuvo y, señalando con undelgado dedo hacia un hueco pantanoso,dijo:

—Allí. Coge el agua si puedes.Bajo un saliente rocoso vi una

charca verde rodeada por todos loslados de juncos que se mecían al son delcálido viento. Y aunque yo no llevaba

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ninguna taza ni ningún cuenco, pensé quelo que querría decir era que bebiera. Yasí descendí hasta estar entre los juncosque iban y venían mecidos por el viento.Cuando trataba de apartarlos, sedesvanecían, y cuando no hacía nada, seme pegaban a la ropa y me obstruían elcamino, así que amontoné unos bloquesde piedra. O eso creía que eran. Cuandolos inspeccioné de cerca me di cuenta deque, en algún momento, habían tenidoforma humana, ahora de piedra, con losbrazos aún elevados y la caradesfigurada del horror. Agarré confirmeza la empuñadura de mi espada; nohabía llegado tan lejos para volverme en

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aquel momento.Adentrándome en la charca, ahuequé

la mano para beber del agua, perocuando lo intentaba, parecía echarsepara atrás. Metí la mano más abajo y denuevo el agua retrocedió. «Entoncesmeto la cara sin más —pensé—, y bebolo que pueda». Pero mis labios fueronmenos que un palmo de la superficiecuando vi un rostro reflejado. Los ojosresplandecientes tenían forma dealmendras y el pelo estaba compuestopor serpientes que se retorcían. Las oíemitir su reconocible silbido y supe quela gorgona, cuya mirada puede convertira un hombre en piedra, estaba agazapada

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en el saliente que tenía encima.Desenvainé la espada y, observando laimagen en el agua, la vi saltar de laroca. Giré la espada y ensarté a lacriatura por el pecho escamoso.

Pero no fue un golpe mortal y,mientras apartaba la vista, le aguanté lacabeza debajo del agua. Las diminutasserpientes me mordían las manos y,cuando no pude aguantarlo más, lelevanté la cabeza lo suficiente comopara rebanarle el cuello como si de untocón de madera se tratara. Me quedécon ella en la mano como un melónrecién cortado.

Todavía hoy no sé decir cómo

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escapé de aquel lugar. Mi guía se habíaido pero mis botas, medio llenas delagua de la charca, retrocedieron sobresus pasos hasta el suelo del Coliseo.Ayuda divina sé que no hubo ninguna, noen un lugar como aquel. Volviendo alcírculo, eché los palos que quedaban enel fuego y dejé que el doctor Strozzidescansara tranquilo, con el bigoteondeando en el aire y moviendo lasextremidades en medio de un sueño.

Pasaron muchas horas hasta elamanecer durante las cuales estuvealerta, pero al romper el día, el doctorStrozzi se despertó frotándose los ojos ydijo:

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—Mis recuerdos están borrosos.—Los míos también —respondí.De hecho, me dolía la cabeza como

si me hubiera bebido un barril de vino.—¿Invocamos a los muertos?Dos cuervos se posaron graznando

en un charco de barro.—Y, ¿qué hay en la bolsa? —dijo

señalando al saco que se balanceaba enel poste de azotes.

Había goteado agua del fondo, y elcésped de debajo se había marchitado yhabía muerto.

Cuando de nuevo no contesté, eldoctor dijo:

—Cualquiera que sea el premio,

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prometo que recibirás tu parte.Pero aquel no era un tesoro que se

pudiera dividir como las monedas y,cuando Strozzi vio que no estaba por lalabor, se entretuvo inteligentemente conotras cosas. El trofeo era mío y ningúnhombre me lo arrebataría jamás.

[Traducido por David L. Franco,doctor director de Adquisiciones.Colecciones de la biblioteca Newberry,Chicago, Illinois. Todos los derechosreservados].

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Capítulo 1

ChicagoPresente

Mientras los invitados iban tomandoasiento, David Franco sintió esa oleadade ansiedad que notaba cada vez quetenía que dar algún tipo de discurso.Había leído en algún sitio que uno delos miedos más comunes resultabahablar en público, pero eso no le era demucha ayuda en aquel momento. Echó unvistazo a sus notas por enésima vez, sedijo a sí mismo que no había nada por loque estar nervioso y se volvió a ajustar

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la corbata.La sala —el salón de exposiciones

de la biblioteca Newberry— la habíandecorado con mucho gusto para elevento. Había vitrinas iluminadas conlos manuscritos más insólitos de lacolección de la biblioteca, y un conjuntoclásico con instrumentos antiguosacababa de parar de tocar. Al fondo delsalón había un atril con monitor sobreuna tarima.

—Que empiece la función —lesusurró al oído la doctora Armbruster.

Era la maternal administradora jefe;iba vestida con sus típicas falda ychaqueta grises, pero las había animado

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para la ocasión con un broche en formade libro abierto decorado con estrás. Sedirigió con diligencia hacia el atril y diola bienvenida a todos al evento.

—Y gracias, especialmente —añadió—, por haber venido en un día tanfrío.

Se oyó un murmullo deagradecimiento seguido de algún queotro carraspeo y el ruido de las sillas alsentarse las treinta o cuarenta personaspresentes. La mayoría eran de medianaedad o mayores, adinerados y amantesde los libros de éxito y amigos de labiblioteca. Los hombres tenían, casitodos, el pelo canoso y llevaban

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pajarita, trajes de tweed y pantalones defranela; sus esposas llevaban perlas ybolsos de Ferragamo. Aquel era eldinero del viejo Chicago, de la CostaDorada y de los barrios residenciales delas afueras, en la orilla norte, junto conalgún que otro académico del noroeste yLoyola. Los profesores eran los quellevaban pantalones y chaquetas de panaarrugados. Después serían los primerosen atacar el bufé; David había aprendidoa no interponerse nunca entre unprofesor de universidad y una albóndigasueca.

—Y en nombre de la Newberry —decía la doctora Armbruster—, uno de

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los emblemas de Chicago desde 1883,quiero agradecerles a todos su apoyoconstante. Sin su generosidad, no sé quéharíamos. Como saben, somos unainstitución privada y dependemos denuestros amigos y colegas para mantenerla biblioteca en todos los sentidos,desde la adquisición de material nuevohasta, bueno, simplemente pagar lafactura de la luz.

Un anciano bromista de la primerafila levantó un talonario y se oyeronunas risas educadas.

—Puede guardar eso por el momento—dijo la doctora Armbruster—, peroténgalo a mano.

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David cambiaba el peso de un pie alotro esperando nervioso su momento.

—Sé que la mayoría de ustedesconoce a David Franco, que no es solonuestro miembro más joven, sinotambién el más diligente. Licenciadosumma cum laude por la Universidad deAmhrest, David consiguió una becaFulbright para Italia, donde estudió elarte y la literatura renacentistas en laVilla I Tatti. Hace poco, ha completadoel doctorado en nuestra Universidad deChicago, y todo esto —dijo volviéndosea David— antes de, ¿qué edad?¿Treinta?

Muy ruborizado, David dijo:

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—No exactamente, cumplí treinta yuno el viernes pasado.

—Oh, vaya, en ese caso —dijo ladoctora Armbruster volviéndose denuevo a la audiencia— debería darseprisa.

Hubo una gran oleada de risas.—Pero como pueden ver —

prosiguió—, cuando recibimos, comoregalo anónimo, la copia 1534 de laDivina comedia de Dante, impresa enFlorencia, supimos que había una únicapersona a la que entregársela. David hasupervisado la restauración física —noimaginarían nunca cómo estaba lacubierta cuando lo adquirimos— y

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también ha introducido el texto completoy las numerosas ilustraciones en nuestroarchivo digital. De esta manera, estaránaccesibles para estudiosos einvestigadores de todo el mundo. Hoynos va a enseñar algunas de lasimágenes más bellas e intrigantes dellibro y creo que también —dijo mirandoa David de modo alentador— nos haráun breve recorrido por la imaginería dela naturaleza en el poema.

David asintió y el estómago le dioun vuelco repentino cuando la doctoraArmbruster se apartó del micrófono.

—David, es todo tuyo.Se produjo un aplauso comedido

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mientras David subía un poco elmicrófono, desplegaba sus papelessobre el atril, le daba un sorbo al vasode agua que habían puesto para él y diolas gracias a todos, otra vez, por habervenido. Le salió la voz tensa y elevada.Luego dijo algo sobre el frío que hacíaafuera, antes de recordar que su jefa yalo había comentado. Miró la sala llenade caras expectantes, se aclaró lagarganta y decidió dejar la charlita e irdirectamente a su discurso.

Al hacerlo, las luces se apagaron y,a su derecha, se desplegó una pantalla.

—Dante, como deben saber, titulóoriginalmente su libro La comedia de

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Dante Alighieri, un florentino denacimiento pero no de carácter. Eltí tulo Divina comedia vino después,cuando el libro se empezó a consideraruna obra maestra. Es una obra que puedeser abordada de mil maneras distintas, yasí se ha hecho durante siglos —dijo,ganando fuerza en la voz una vez enterreno firme y conocido—. Pero hoynos vamos a centrar en la imaginería delpoema relacionada con la naturaleza. Yesta edición florentina donadarecientemente a la colección Newberry,y que creo que la mayoría habrá podidover en la vitrina central, es una formaespecialmente acertada de hacerlo.

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Tocó un botón en el panelelectrónico del atril y la primera imagen—un grabado de un tupido bosque conuna figura solitaria con la cabezainclinada adentrándose en un senderoangosto— apareció en la pantalla. «Amitad del camino de la vida, en unaselva oscura me encontraba porque miruta había extraviado». Levantó lamirada y dijo:

—Con la posible excepción de Elcochecito leré, no hay otro verso másfamoso y más fácil de identificar queeste. Y se darán cuenta de que, justoaquí, al comienzo del poema épico quesigue, tenemos una visión del mundo

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natural tanto realista —Dante pasó unanoche horrible en aquel bosque— comometafórica.

Mirando al grabado, explicó conmás detalle algunas de suscaracterísticas más notables, incluyendolos animales que animaban el borde: unleopardo moteado, un león y un lobo quemerodeaba con las fauces abiertas.

—Al verse ante estas criaturas,Dante pone pies en polvorosa y correhasta que se topa con una figura, que porsupuesto resulta ser el poeta romanoVirgilio, y le ofrece ser su guía: «Y hede llevarte por lugar eterno, donde oirásel aullar desesperado, verás, dolientes,

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las antiguas sombras, gritando todas lasegunda muerte».

Apareció otra imagen en la pantalla,de un río amplio, Aqueronte, con lamuchedumbre de los muertos apiñadosen las orillas y, en primer plano, unCaronte envuelto en ropajes señalandocon un dedo huesudo hacia una granbarca. Era una imagen especialmentebuena y David vio varias cabezasasintiendo con interés y un levemurmullo de comentarios. Ya se habíaimaginado que ocurriría. Aquellaedición de la Divina comedia era una delas más impactantes que había visto yhabía convertido en su misión particular

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descifrar quién fue el ilustrador. Laspáginas del título del libro habíansufrido tantos daños por el agua y elhumo que no se podía identificar ningúnnombre. El libro también debía de habersido tratado de manera intensa por elmoho y muchas de las ilustracionestenían manchas imposibles de borrar decolor verde y azul y el tamaño de lagoma de un lápiz.

Pero para David, aquellasimperfecciones y signos de la edadhacían que los libros y manuscritos queestudiaba fueran aún más valiosos yenigmáticos. El simple hecho de queaquel libro, de casi quinientos años de

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antigüedad, hubiera pasado por tantasmanos desconocidas y tantos lugaresdistintos sencillamente le daba un airede misterio y grandeza. Cuando losostenía en las manos, se sentíaconectado a esa cadena de lectores delos que no había constancia y que yahabían pasado antes las mismaspáginas… quizás en un palazzo de laToscana, una buhardilla de París o enuna casa solariega de Inglaterra. Todo loque sabía del origen del libro era quefue donado a la Newberry por uncoleccionista local que queríaasegurarse de que fuera correctamenterestaurado y estudiado, y que sus tesoros

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se pusieran al alcance de todos. Davidse había sentido honrado de que se leconfiara tal tarea.

A medida que hablaba, se sentía nosolo más relajado, sino también muyentusiasmado por la oportunidad decompartir algunos de losdescubrimientos que había hecho sobrela metodología que Dante habíaempleado en el uso de la imaginería dela naturaleza. El poeta, a menudo,incluía animales en los textos, perotambién hacía un uso regular del sol (unplaneta, según el sistema ptolemaico deltiempo) y las estrellas, el mar, las hojasde los árboles o la nieve. Aunque la sala

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estaba muy poco iluminada, David seesforzaba por mantener el contactovisual con la audiencia mientrasaclaraba estos puntos y, en mitad detodo esto, se fijó en una mujer vestidaentera de negro, con un gorrito negro yun velo sobre la cara, que entró en lasala y se sentó cerca de la puerta. Elvelo fue lo que le llamó la atención.¿Quién seguía llevando ese tipo decosas, ni siquiera de luto? Por unmomento, perdió el hilo de lo que estabadiciendo y tuvo que bajar la cabeza paraechar un vistazo a las notas y recordarpor dónde iba.

—El significado que Dante le

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concede a estos elementos naturalescambia según pasamos del «Infierno» al«Purgatorio» y al «Paraíso».

Prosiguió con su tesis, perodesviaba la mirada de vez en cuando ala misteriosa mujer del fondo y, poralguna razón, se le ocurrió que podía serquien había donado el libro, y queestaba allí para ver qué había sido de él.A medida que iban pasando lasimágenes en la pantalla que tenía a suderecha, David se encontrócomentándolas como si estuvierahablando, principalmente, para la señoraoculta bajo el velo. Estabacompletamente quieta, con las manos

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juntas sobre el regazo y las piernasenfundadas en medias negras, y a Davidle resultaba imposible imaginarse nadasobre ella… en concreto, su edad. Habíamomentos en los que pensaba que teníaunos veinte años, y que iba vestida parauna fiesta de disfraces siniestros, y otrasveces en las que sospechaba que era unamujer más madura, sentada de maneraremilgada en el borde de la silla.

Cuando hubo enseñado la últimailustración —un torbellino de hojas quecontenían las profecías de la sibila deCumas— y dado por terminada laconferencia con la invocación final deDante al amor, «aquel que mueve el sol

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y las estrellas», estaba decidido apresentarse. Pero cuando se encendieronlas luces de la sala, un montón de manosse levantaron para hacer preguntas.

—¿Cómo lo hará para determinar elilustrador de este volumen? ¿Tiene yaalguna pista?

—¿Fue Florencia un foco depublicaciones tan prominente como lofueron Pisa o Venecia?

Y de un académico del fondo:—¿Qué tiene que decir del

comentario de Ruskin acerca del fluir deconciencia fundamental de la falaciapatética en lo que a la Comediarespecta?

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David hizo todo lo que pudo parasortear las preguntas, pero también sabíaque había estado hablando durante unahora y que la mayoría de la audienciaestaría deseando levantarse, estirarse ybeber algo más. En el vestíbulo quehabía justo al salir de la sala deexposiciones, veía a los camareros concorbata negra sosteniendo bandejasplateadas con copas de champán.Llegaba el olor de los aperitivoscalientes por la calefacción central.

Cuando, finalmente, bajó de latarima, algunos miembros de laaudiencia le estrecharon la mano, variosde los caballeros más mayores le dieron

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una palmada en la espalda y la doctoraArmbruster le dedicó una sonrisaradiante. Sabía que la doctora esperabaque lo bordara y tenía la sensación deque lo había hecho. Aparte de laansiedad del principio, no se habíasaltado nada.

Pero lo que realmente quería hacerera encontrar a la mujer de negro, queparecía haber salido ya de la sala deexposiciones. En el vestíbulo habíanpuesto largas mesas de caballete conmanteles de damasco y fuentesplateadas. Los profesores ya estaban enfila, codera con codera, con su pila deplatitos.

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Pero no veía a la mujer de negro porningún lado.

—David —le dijo la doctoraArmbruster cogiéndolo del codo parallevarlo frente a una pareja elegante ymayor con sus copas de champán—, nosé si conoces a los Schillinger. Josephtambién es un hombre de Amherst.

—Pero mucho antes que usted —dijo Schillinger dándole un firmeapretón de manos.

Era como una vieja grúa elevada ytenía la nariz afilada y el pelo blanco.

—Me ha gustado mucho su charla.—Gracias.—Y me encantaría estar al tanto de

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su trabajo con el libro. Viví en Europabastante tiempo y…

—Joseph está siendo modesto —interrumpió la doctora Armbruster—.Fue nuestro embajador en Liechtenstein.

—Y comencé mi propia colecciónde pinturas de los antiguos maestros.Aun así, no he visto nunca nada igual.Las versiones de los círculos delinfierno son especialmente macabras,por decirlo de manera sutil.

David nunca se dejaba impresionarpor los credenciales ni los antecedentesde la gente que conocía en los actos dela Newberry, y estuvo todo loconcentrado y educado que pudo con los

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Schillinger. El exembajador incluso ledio su tarjeta y le ofreció ayudarle en lainvestigación todo lo que pudiera.

—Cuando se trata de tener acceso aarchivos privados y cosas así —dijo—todavía puedo mover algunos hilos.

Pero durante todo el tiempo queestuvieron hablando, David se manteníaalerta en busca de la mujer de negro y,cuando por fin se pudo liberar, se volvióa encontrar a la doctora Armbruster y lepreguntó si sabía dónde podría haberido o quién podría ser.

—¿Dices que vino en mitad de tucharla?

—Sí, y se sentó al fondo.

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—Vaya, pues entonces no la hepodido ver; estaba supervisando lacomida.

Pasó un camarero con una bandejaplateada en la que quedaba un únicoaperitivo de queso.

—Me pregunto si habrá suficiente —dijo, antes de excusarse—. Esosprofesores comen por cuatro.

David dio unos cuantos apretones demanos más, eludió unas cuantaspreguntas y, cuando los últimosinvitados se estaban yendo, se escabullópor una escalera trasera hasta sudespacho, un cuchitril atestado de librosy papeles, y colgó la chaqueta y la

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corbata detrás de la puerta. Las tenía allípara esas ocasiones puntuales, comoaquella conferencia, para las que teníaque disfrazarse. Luego cogió el abrigo ylos guantes y salió por una puertalateral.

El exembajador Schillinger y suesposa estaban entrando en la partetrasera de un BMW Sedán negromientras un chófer calvo y fornido lessujetaba la puerta. Un par de profesoresen plena conversación estaban aún encorro junto a las escaleras. Lo últimoque quería David era que le vieran y seles ocurriera alguna otra preguntacríptica, así que se puso la capucha del

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abrigo y se fue andando por el parque.Conocido como Bughouse Square, o

«plaza de los chiflados», debido a suatractivo para los oradores públicos, elparque estaba desierto en aquelmomento, lo cual era comprensible. Elcielo a última hora de la tarde era de uncolor gris peltre y el viento casi sellevaba por delante los bastones decaramelo falsos que había en las farolas.Las Navidades estaban a la vuelta de laesquina y David todavía tenía que hacerlas compras. No es que tuviera muchoque hacer; estaban su hermana, elmarido, su sobrina y listo. Su noviaLinda se había ido hacía un mes. Por lo

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menos, tenía un regalo menos del quepreocuparse.

Después de cruzar Oak Street, fuehacia al norte por Division y, alacercarse a la estación, escuchó elchirrido de los frenos de un trenacercándose a la parada. Subió lasescaleras de tres en tres —había estadoen el equipo de atletismo del instituto ytodavía mantenía un buen ritmo— ycruzó las puertas correderas en el últimomomento. Se dejó caer en el asientosintiéndose victorioso y, mientras sedesabrochaba el abrigo y esperaba a quelas gafas se le desempañaran, sepreguntó por qué le había entrado esa

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prisa. Era sábado y no tenía planes.Mientras el tren cogía velocidad y elconductor anunciaba la siguiente parada,se recordó a sí mismo poner el lunes porla mañana un Post-it en el ordenador quedijera: «Vive la vida».

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Capítulo 2

Incluso para alguien tan hastiado comoPhillip Palliser, había sido un día muyextraño.

Habían mandado un coche a su hotely el conductor —un francés llamadoEmil Rigaud que tenía aspecto de haberpasado más de unos añitos en algún tipode servicio militar— los había llevadorápidamente a un aeródromo privado alas afueras de París, donde se habíansubido a un helicóptero y habían voladohacia el sur hasta el valle del Loira.Palliser, un hombre que había pasado

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buena parte de su vida volando por todoel mundo, todavía guardaba algúnresentimiento hacia los viajes enhelicóptero. El ruido que había en lacabina era insoportable incluso con losauriculares puestos y, como parte delsuelo era transparente, no podía evitarver el paisaje que se extendía bajo suspies. Primero, los barrios periféricos dela ciudad —un revoltijo horroroso debloques de cemento y carreterasconcurridas, parecido a los barriosdeprimidos que rodean muchos centrosmetropolitanos—, seguidos de losplácidos campos y granjas nevados y,una hora después, bosques oscuros y

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tupidos y valles.Al sobrevolar la ciudad de Chartres,

Rigaud se había inclinado y, por losauriculares, había dicho: «Esa es lacatedral, justo debajo de nosotros. Ledije al piloto que nos avisara».

Y, cuando Palliser miró hacia abajo,realmente parecía como si las aspas delhelicóptero fueran a cortar loschapiteles gemelos de la catedral. Leentró una sensación de desazón en laboca del estómago y cerró los ojos.Cuando los abrió de nuevo unossegundos después, Rigaud lo estabamirando fijamente, con una sonrisadibujada en la cara.

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«El hombre era una especie desádico», pensó Palliser.

—No queda mucho —dijo Rigaudante las reacciones negativas.

Pero su tono transmitió menosconsuelo que pesar por llegar al finaldel suplicio.

Palliser apartó la vista y seconcentró en respirar hondo y a un ritmoregular. Durante casi diez años, desdeque dejó la Sociedad Internacional porla Recuperación del Arte, habíarealizado encargos privados como aquelque lo ocupaba. Pero ninguno iba a sertan lucrativo. Si encontraba lo que sumisterioso cliente le había pedido que

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encontrara, podría disfrutar finalmentedel retiro con el que soñaba e, incluso,quizás comenzar en serio su propiacolección de arte. Estaba cansado de sersiempre el experto en vez delpropietario, el detective contratado paraaveriguar el paradero de los objetosd'art valiosos sobre los que otraspersonas, la mayoría ignorantes, teníancierto falso derecho. Era hora deestablecerse por su cuenta.

Cuando se acercaban a las paredesde un precipicio escarpado y empinadoque se elevaba desde el río, la voz deRigaud volvió a irrumpir por losauriculares.

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—El Château Perdu está hacia elsur; lo va a ver pronto.

En todos su años, y su viajes,Palliser no había escuchado nuncahablar de aquel château perdu, o«castillo perdido», pero estaba losuficientemente intrigado por la nota quele habían dejado en el hotel como parallevar a cabo el viaje.

«Entiendo que compartimos ciertosintereses», decía la nota. «Soycoleccionista de arte desde hace muchosaños y estaría encantado de que alguiencon su mirada crítica apreciara y,quizás, valorara algunas de las obras».

Palliser barajó la posibilidad de

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alguna comisión bajo cuerda. Pero fue laconclusión lo que cerró el trato.

«Quizás, podría incluso prestarleayuda en su misión actual. Después detodo, ni siquiera Perseo habríaprevalecido sobre Medusa sin la ayudade poderosos amigos».

Incluso para alguien tan hastiadocomo Phillip Palliser, había sido un díamuy extraño.

Habían mandado un coche a su hotely el conductor —un francés llamadoEmil Rigaud que tenía aspecto de haberpasado más de unos añitos en algún tipode servicio militar— los había llevadorápidamente a un aeródromo privado a

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las afueras de París, donde se habíansubido a un helicóptero y habían voladohacia el sur hasta el valle del Loira.Palliser, un hombre que había pasadobuena parte de su vida volando por todoel mundo, todavía guardaba algúnresentimiento hacia los viajes enhelicóptero. El ruido que había en lacabina era insoportable incluso con losauriculares puestos y, como parte delsuelo era transparente, no podía evitarver el paisaje que se extendía bajo suspies. Primero, los barrios periféricos dela ciudad —un revoltijo horroroso debloques de cemento y carreterasconcurridas, parecido a los barrios

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deprimidos que rodean muchos centrosmetropolitanos—, seguidos de losplácidos campos y granjas nevados y,una hora después, bosques oscuros ytupidos y valles.

Al sobrevolar la ciudad de Chartres,Rigaud se había inclinado y, por losauriculares, había dicho: «Esa es lacatedral, justo debajo de nosotros. Ledije al piloto que nos avisara».

Y, cuando Palliser miró hacia abajo,realmente parecía como si las aspas delhelicóptero fueran a cortar loschapiteles gemelos de la catedral. Leentró una sensación de desazón en laboca del estómago y cerró los ojos.

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Cuando los abrió de nuevo unossegundos después, Rigaud lo estabamirando fijamente, con una sonrisadibujada en la cara.

«El hombre era una especie desádico», pensó Palliser.

—No queda mucho —dijo Rigaudante las reacciones negativas.

Pero su tono transmitió menosconsuelo que pesar por llegar al finaldel suplicio.

Palliser apartó la vista y seconcentró en respirar hondo y a un ritmoregular. Durante casi diez años, desdeque dejó la Sociedad Internacional porla Recuperación del Arte, había

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realizado encargos privados como aquelque lo ocupaba. Pero ninguno iba a sertan lucrativo. Si encontraba lo que sumisterioso cliente le había pedido queencontrara, podría disfrutar finalmentedel retiro con el que soñaba e, incluso,quizás comenzar en serio su propiacolección de arte. Estaba cansado de sersiempre el experto en vez delpropietario, el detective contratado paraaveriguar el paradero de los objetosd'art valiosos sobre los que otraspersonas, la mayoría ignorantes, teníancierto falso derecho. Era hora deestablecerse por su cuenta.

Cuando se acercaban a las paredes

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de un precipicio escarpado y empinadoque se elevaba desde el río, la voz deRigaud volvió a irrumpir por losauriculares.

— El Château Perdu está hacia elsur; lo va a ver pronto.

En todos su años, y su viajes,Palliser no había escuchado nuncahablar de aquel château perdu, o«castillo perdido», pero estaba losuficientemente intrigado por la nota quele habían dejado en el hotel como parallevar a cabo el viaje.

«Entiendo que compartimos ciertosintereses», decía la nota. «Soycoleccionista de arte desde hace muchos

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años y estaría encantado de que alguiencon su mirada crítica apreciara y,quizás, valorara algunas de las obras».

Palliser barajó la posibilidad dealguna comisión bajo cuerda. Pero fue laconclusión lo que cerró el trato.

«Quizás, podría incluso prestarleayuda en su misión actual. Después detodo, ni siquiera Perseo habríaprevalecido sobre Medusa sin la ayudade poderosos amigos».

* * *

Fue el último comentario —sobreMedusa— el que había despertado su

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interés. El hombre que firmaba la nota,monsieur Auguste Linz, debía de saberalgo sobre la tarea que Palliser teníaentre manos. Quién sabe cómo loaveriguó, porque ni siquiera Palliserconocía en persona a quien le habíadado el trabajo. Pero si el tal Linz sabíaalgo sobre el paradero de La Medusa, laantigua reliquia que estaba buscando,entonces lo de soportar el viaje enhelicóptero realmente había valido lapena.

Rigaud levantó el brazo, recto desdeel hombro, y señaló por detrás de lacabeza del piloto hacia una cadena decolinas donde altísimos y viejos robles

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dejaban paso a un lúgubre château contorres de pimentero —Palliser contócinco de ellas— que se elevaban desdelos muros del mismo. El día se apagabay la luz se colaba por todas partes traslas ventanas agrietadas.

Un foso seco, como una tumbaabierta, lo rodeaba por tres lados; elcuarto no era más que un precipicioescarpado que llegaba hasta el río quehabía más abajo. Pero incluso desdeaquella altura y a aquella distancia,Palliser apreció que el château eraanterior a la mayoría de sus análogosmás famosos. No era ningún castillocursi con forma de pastel recargado

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especialmente diseñado para algunaseñora de la realeza, sino una fortalezaconstruida por algún caballero en laépoca de las Cruzadas o por algúnduque con el ojo puesto en la corona.

El helicóptero pasó casi rozando lascumbres de los árboles y las ramas porpoco tocaban la especie de burbuja quetenía bajo sus pies, antes de ladearselentamente y bajar tambaleándose hastauna extensión de césped árida y cubiertade escarcha. Unas cuantas hojas secas sedispersaron por la estela de las hélices.Palliser se quitó los auriculares, sedesabrochó el arnés de seguridad de loshombros y, después de que Rigaud

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saliera de la cabina, lo siguió, con lacabeza agachada, mientras las aspasdejaban de zumbar y los motores seapagaban.

Descubrió que las piernas letemblaban un poco.

Rigaud, todo de negro y con el peloteñido de un rubio que brillaba bajo elsol agonizante, se dirigió dando grandeszancadas y sin mediar palabra a lapuerta principal del château, haciendo aPalliser, con su abrigo de cachemira ysus elegantes mocasines italianos, ir atrompicones tras él, agarrando con unamano un maletín de piel con losfacsímiles que traía desde Chicago.

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Cruzaron un puente levadizo,pasaron bajo el rastrillo y llegaron a unpatio de adoquines. Un buen tramo depasos los llevaron a un par de puertasabiertas y Palliser las cruzó para llegara un gran hall de entrada con una enormeescalinata que lo recorría por amboslados. Un hombre de mediana edadbajaba las escaleras vestido con tweedinglés como si fuera a ir dando un paseohasta el pub local.

—Señor Palliser —dijoafectuosamente mientras se acercaba—,me alegro mucho de que haya podidovenir.

Hablaba bien el idioma aunque con

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un ligero acento suizo, o quizásaustriaco.

Rigaud se quedó a un lado de pie,como si estuviera de nuevo en una plazade armas esperando para pasar revista.

Palliser le dio la mano y leagradeció la invitación. El hombre teníala piel fría y húmeda y, aunque los ojosazules miraban con cordialidad, habíatambién algo en ellos que hizo a Pallisersentirse bastante incómodo. Notó,mientras monsieur Linz pasaba bastantetiempo aferrado a su mano, como siestuviera siendo evaluado de algunamanera.

—¿Qué podemos ofrecerle después

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del viaje?—Quizás algo de beber —dijo

Palliser, aún recuperándose del viaje enhelicóptero—. ¿Whisky solo?

Ya le había dado tiempo de darsecuenta de que aquel lugar era un tesorooculto lleno de obras de arte yantigüedades.

—Seguido de una visita a sumagnífico hogar, si fuera tan amable. Metemo que, hasta su nota, no había oídohablar nunca antes de este château.

—Pocos han oído hablar de él —dijo monsieur Linz dando un palmada.

Apareció un sirviente como de lanada y lo mandó por la bebida.

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—Pero así es como nos gusta.Con el brazo izquierdo detrás de la

espalda —¿le temblaba?, se preguntóPalliser—, salió pavoneándose paracomenzar la visita.

—Debería comenzar diciendo que lacasa fue construida a principios delsiglo XIII por un caballero normandoque había ido cometiendo pillaje durantesu recorrido por tierras santas.

Palliser se felicitó a sí mismo ensilencio.

—La mayoría de las cosas que trajoaún siguen aquí —dijo Linz.

Señaló con el brazo hacia un par detapices descoloridos que decoraban una

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pared, antes de conducir a Palliser hastaun salón señorial lleno de cotas de mallay armamento medieval. Era una muestrafantástica, digna de la Armería Real dela Torre de Londres: espadas y escudos,arcos y flechas, hachas de guerra, picasy lanzas. El metal brillaba bajo losrayos de luz que se filtraban por lasventanas de bisagras.

—Se puede imaginar —dijo Linzpasando una mano por el filo romo de unsable— qué horrores habránpresenciado.

«¿Presenciado?», pensó Palliser.Fueron los mismísimos instrumentos dedestrucción.

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El sirviente, sin aliento, apareciójusto a su lado sosteniendo una bandejaplateada en la que descansaba un vasode whisky.

Palliser dejó el maletín en una mesaantes de aceptar la bebida.

—Puede dejarlo allí —dijo Linzanimándolo—, tengo muchas cosas queenseñarle.

La visita fue muy larga, pasando porlos numerosos salones hasta la partesuperior de las torrecillas.

—Como, sin duda, ya sabe —dijoLinz—, se dictó un edicto real en elsiglo XVI que decretaba que la noblezadebía recortar la altura de los muros y

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eliminar las torres de pimentero de loscastillos. El rey no quería en Franciafortalezas que pudieran resistir un asaltode sus tropas, si esa situación se diera.

—Pero parece que estas lasperdonaron —observó Palliser—. ¿Porqué?

—Incluso en aquel momento ningúnrey se atrevió a tratar con el ChâteauPerdu. El lugar había adquirido,digámoslo así, una cierta reputación.

—¿Debido a qué?—A las artes oscuras —contestó

Linz con un deje de diversión—. Esareputación ha acompañado al châteaudesde entonces.

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Desde su posición en las murallasd e l château, Palliser divisaba porencima de los antiguos robles el ríoLoira que corría a los pies de la colina.El sol se estaba poniendo y latemperatura había bajado otros diezgrados. Incluso con el reconfortantewhisky, Palliser tiritaba en su traje deSavile Row.

—Pero venga, bajemos al comedor.Tenemos una cocinera excelente.

Palliser empezaba a preguntarsecuándo iban a entrar en materia denegocios, pero sabía que era mejor nodejarse llevar por la impaciencia.Además, estaba asombrado por el

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château y las mil y una obras de arteque parecía contener. Había un óleo conmarco dorado en cada rincón; cadacornisa estaba rematada por un busto demármol; cada suelo estaba cubierto poruna alfombra persa raída, pero de valorincalculable. Monsieur Linz, aun contodo lo peculiar que parecía, sin dudaposeía una gran fortuna y un ojoexquisito. Si alguien sabía dónde estabaescondido La Medusa —el espejo deplata perdido desde hacía siglos—, eseera Linz.

En el comedor había montada unagran mesa y Palliser fue conducido hastaun asiento en el centro. A un extremo

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estaba Linz, y Rigaud, justo enfrente delinvitado de honor. El otro extremoestaba vacío hasta que Linz farfulló algoa un sirviente y, un minuto o dos mástarde, apareció una mujer rubia yatractiva de unos treinta años.

—Estaba haciendo ejercicio —dijo,y Linz gruñó.

Fue presentada como Ava, pero nomostró el más mínimo interés en saberquién era Palliser o qué hacía allí. Dehecho, durante toda la cena, parecíaestar escuchando algo a través de losauriculares de un iPod que llevaba en elbolsillo de la blusa.

Los platos, muchos, los sirvió en

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silencio una pareja mayor, y también sesirvieron muchas botellas de un vinomuy añejo y muy bueno. Palliserintentaba calcular lo que bebía, perocada vez que daba un sorbo lerellenaban la copa. Finalmente, laconversación se encaminó a la tarea quehabía emprendido.

—Así que, cuénteme, ¿qué tiene eseespejo para ser tan valioso? —preguntóLinz mientras cortaba en daditos unapatata asada.

Palliser se dio cuenta de que, aunquehabían servido pescado y caza, Linzsolo había comido sopa y verduras.

—Y, ¿quién lo querría tan

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desesperadamente?—Eso no tengo la libertad de

revelarlo —dijo Palliser, alegrándosede haber dado una evasiva tan acertada.

Su único contacto era un abogado deChicago llamado Hudgins, que manteníaen secreto la identidad de su jefe o jefa.

—Pero, ¿puedo hacerle unapregunta?

Linz asintió enérgicamente, sinlevantar la mirada del plato.

—¿Cómo sabía lo que estababuscando? —percibió una mirada deRigaud hacia su jefe.

Linz tomó un sorbo del vaso de vinoy dijo:

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—Soy un coleccionista apasionado,como ya ha podido ver. Tengo muchasfuentes, muchos marchantes, y todos memantienen informado de todo lo nuevoque sale al mercado. También meinforman sobre cualquier investigaciónque se salga de lo común. La suya erauna de ellas.

Palliser pensaba que había sidoextremadamente discreto en subúsqueda, pero ahora se preguntabaquién le había dado el chivatazo a Linz.¿Fue el joyero de Roma? ¿Elbibliotecario de Florencia? ¿Algún rivalque aún no conocía?

—Dígame lo que sabe del objeto —

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dijo Linz— y quizás podré ayudarle.A Palliser le olió a gato encerrado,

un gran gato encerrado, pero sospechabaque Linz ya sabía lo poco que podíacontarle. Fuera quien fuera su fuente, lehabía contado, sin duda, mucho mássobre lo que Palliser estaba buscando:un espejo de mano, hecho en laFlorencia del siglo XVI y, muyprobablemente, de manos del propiomaestro artesano Benvenuto Cellini. Enun lado, lucía la cabeza plateada deMedusa con el pelo retorciéndoselecomo serpientes, y el otro ocultaba unespejo. El porqué de que su clientequisiera tener aquello más que cualquier

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otra cosa en el mundo no lo sabía.Pero cuando terminó, Linz pinchó el

último espárrago con el tenedor y dijo:—Mucho de lo que hizo Cellini, y no

necesito contarle esto a un hombre de suexperiencia, se ha perdido o destruido alo largo de los años. Así que, ¿cómosabe que siquiera existe? ¿Qué pruebatiene de ello?

—Ninguna, la verdad, aparte deunos cuantos papeles que llevo en mimaletín.

Linz mandó que trajeran a la mesa elmaletín y, mientras los sirvientes servíanel café, Palliser empezó a introducir lacombinación para abrirlo, cuando se dio

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cuenta de que ya estaba abierto. ¿Habíapodido ser tan descuidado?

Con ciertas reservas, sacó copias deun esbozo en tinta roja y negra delespejo, junto con copias de algunosdocumentos de trabajo escritos enitaliano por una mano inconfundible.

Linz analizó las copias con muchadedicación; el pelo oscuro, moteado degris, le caía por la frente. A esto siguióun minucioso debate de la carrera deCellini, y del Renacimiento italiano engeneral, que dejó boquiabierto aPalliser. Un licenciado en Oxford, conun doctorado en Historia del Arte, sabíaidentificar a un verdadero entendido

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cuando se cruzaba con él, y Linz no soloera un devoto apasionado de las artes,sino también uno que hablaba de ellascon la intensidad del propio artista,alguien que había lidiado una batallacon las cuestiones estéticas poniendosus propias condiciones. Palliser no sehabría sorprendido si Linz hubieratenido un estudio propio escondido enuna de las torres que no le habíanenseñado.

Fuera como fuese, le daba laimpresión de que había descubierto todoel pastel sin dejar mucha posibilidad deobtener nada a cambio. Cuandofinalmente se atrevió a preguntar a su

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anfitrión qué sugerencias tenía paralocalizar La Medusa, Linz se recostó enla silla y, después de deliberar, dijo:

—Una causa perdida, diría yo.Acepte que lleva siglos desaparecido.Creo que sería mejor dejarlo estar.

Para el oído experto de Palliser,todo aquello le sonaba a que sabíamucho más de lo que estaba contando.

—Me temo que no puedo hacer eso.—Algunas cosas están hechas para

que se encuentren —dijo Linzsentenciosamente— y otras para que sepierdan. Todo tiene su propio destino.Como artesano —prosiguió refiriéndosecon astucia a Cellini en la jerga de su

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tiempo—, nadie le hizo sombra en susdestrezas.

Aunque el término artista también seempleaba, y se usó cada vez más con eltiempo, no era ningún insulto, reconocióPalliser, ser conocido como artesano.

—Pero en su propio tiempo, inclusolas obras más imponentes de Cellini nofueron apreciadas.

—La estatua de Perseo fue muyaclamada —protestó Palliser.

Ni siquiera mencionó los otrosgrandes logros del artista.

—Pero esa no fue su obra másimportante.

Ahora Palliser estaba

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desconcertado. ¿Que no era su obra másimportante? Era una de las másveneradas del arte renacentista,conocida en todo el mundo.

Según avanzaba la noche, Rigaudparecía más aburrido y Ava solo seanimó cuando trajeron un trozo de tartacon un montón de nata montada y fresasfrescas. Atacó con entusiasmo.

Linz también disfrutaba del postre,era obvio por el bigote de nata que se leformaba en el labio superior. PeroPalliser había perdido el apetito.Mirando su reloj de pulsera —eran lasdiez pasadas— dijo:

—De verdad que siento mucho tener

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que acabar la noche tan repentinamente,pero debería volver a París. Aún tengoque encontrar La Medusa.

—No parece en absoluto amilanado—dijo Linz—, estoy impresionado.

Se limpió los labios con la servilletay añadió:

—Pero si prefiere pasar la nocheaquí, Dios sabe que tenemos sitio desobra.

Aun no haciéndole ni pizca de graciala idea del viaje de vuelta enhelicóptero, en la oscuridad, Palliserestaba aún menos convencido de pasarla noche bajo un techo tan extraño comoaquel. Había algo inquietante en Linz,

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aparte del hecho de haberle servido detan poca ayuda. Durante toda la cena,Palliser se había sentido como si leestuvieran sacando toda la informaciónque tenía, y por nada a cambio. Noestaba acostumbrado a que loembaucaran y no le gustaba ni un pelo.

—Gracias —dijo—, pero tengo unacita a primera hora de la mañana.

Linz accedió gentilmente y selevantó de la silla. Palliser se dio cuentade que, definitivamente, tenía unaparálisis en el brazo izquierdo. Peroentonces, para su propia vergüenza, seencontró tambaleándose sobre suspropios pies a causa de los efectos del

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vino. Se balanceó unos instantes en elmismo sitio y dijo:

—Tiene una bodegaexcepcionalmente bien surtida.

—Es la mejor del valle del Loira —dijo Linz—. De hecho, ha sido unacompañía tan agradable que quisieraofrecerle un regalo: una botella de loque quiera.

Palliser puso objeciones, pero aLinz no le valieron.

—Emil —ordenó—, dígale al pilotoque esté listo en diez minutos.

Y, cogiendo a Palliser del codo, loacompañó fuera de la habitaciónmientras Ava pedía un segundo plato de

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tarta.Palliser, con el maletín, fue dirigido

por la sala de armas y los salones; luegobajaron una escalera de caracol hasta lacocina y la sala contigua, donde sepreparaban los ingredientes y sefregaba. La temperatura bajó y el aire sevolvió húmedo. Linz sorteó un viejoestante polvoriento y accionó uninterruptor. Un pasillo largo y excavadoen la roca estaba lleno de filas debotellas de vino que llegaban hastadonde alcanzaba la vista. Palliser, quehabía visto las bodegas desmesuradasde Moldavia, no podía ni hacerse unaidea de la cantidad que había

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almacenada allí.—¿Qué le gusta? —preguntó Linz

guiando el camino bajo una hilera debombillas blancas tenues—. ¿Burdeos?¿Pinot Noir?

Mientras seguía andando, señalabacon la mano los botelleros.

—Este valle es más conocido por suvino blanco seco. ¿Le ha gustado elsancerre de la cena?

—Sí, me ha gustado —confesóPalliser, deseando haberle cogido elgusto un poquito menos.

—Entonces déjeme ofrecerle uno deestos —dijo Linz, adentrándose más enel túnel y cogiendo una botella del

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estante.Le quitó el polvo con un soplido y

dijo:—Sí, este es un 1936, una cosecha

excelente.Al coger la botella, Palliser notó una

corriente bajo sus pies y oyó el sonidolejano del agua correr. Miró hacia abajoy vio que estaba de pie sobre una rejillaoxidada.

—Esto era, antiguamente, unamazmorra —explicó Linz—. Está ustedencima de la oubliette.

Palliser sabía que eso era el agujerodonde arrojaban a los prisioneros paraque murieran de hambre y de sed.

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Instintivamente, dio un paso atrás.—Pero el château está erigido sobre

piedra caliza y el río está erosionandolas colinas —dijo Linz agachándosepara quitar la rejilla; parecía bastanteorgulloso de su oubliette—. ¿Ve? Elagua casi ha llegado a la parte baja delfoso.

De hecho, Palliser consiguiódistinguir una masa de aguaarremolinándose en el fondo delconducto cuando notó una mano en elhombro y se volvió para comprobar queRigaud se había vuelto a unir a ellos.

—El helicóptero está listo para salir—dijo con el abrigo de cachemira de

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Palliser sobre el brazo.—Bien —contestó Palliser—,

gracias.—Déjeme que le lleve estas cosas

—dijo Linz, liberando a Palliser delvino y del maletín antes de que le dieratiempo a negarse.

Luego, mientras Rigaud sostenía elabrigo, Palliser se giró y metió losbrazos en las mangas. Por fin se sintióreconfortado. Pero cuando se agachópara abotonárselo, Rigaud le dio unapalmada en el hombro, mucho más fuertede lo que creía necesario, y lo dejódesconcertado. Antes de que pudierarecuperar el equilibrio, Rigaud se había

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agachado y lo estaba levantando por lavuelta de los pantalones.

—¡Pare! ¿Pero qué…?Pero ya estaba boca abajo,

escarbando con las manos en el bordede la oubliette. Intentó agarrarse, perola piedra estaba resbaladiza, y se lesoltaron los dedos y cayó al vacío.

—¡Suélteme! —gritó.Intentaba desesperadamente

liberarse dando patadas mientras se lecaían las monedas y las llaves de lospantalones, la chaqueta rodaba por laspiedras y las gafas se le resbalaban dela nariz. El bolígrafo Mont Blanc se lecayó del bolsillo del pecho dando

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vueltas en el oscuro vacío. Habíaapoyado con firmeza una mano en lapiedra, pero Linz se la empujó con elpie.

Un momento después, Palliser caíade cabeza, rebotando en los bordes delestrecho foso, haciéndose jirones laropa y desgarrándose la piel, hasta quese hundió, gritando, en el agua oscuradel fondo del foso.

* * *

Linz esperó unos instantes

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escuchando el borbotar del agua, luegose limpió las manos en la chaqueta yvolvió a colocar el sancerre de 1936 ensu sitio.

Al salir, apagó las luces y subió a suhabitación. Ava estaba en el bañodesmaquillándose. Se desvistió, se pusoel pijama y la bata de seda roja ycomenzó a hojear las páginas delmaletín del señor Palliser. Por elmomento, se parecían bastante a losdocumentos que ya había visto antes; erauna lástima. Podían unirse a los otrosbocetos y artículos de periódicos yricordanze que habían llevado a cabo,igualmente sin éxito, otros emisarios.

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Algunas veces se preguntaba qué haríapara entretenerse si aquellos detectivesy supuestos expertos en arte dejaran deaparecer por allí.

—¿Quién era el aburrido ese de lacena? —gritó Ava desde el baño.

—Nadie.—¿Va a volver?—No lo creo —contestó, pasando

otra página.Linz sabía que, detrás de todos ellos,

había un rico adversario con recursos —aunque ni de lejos tan rico y con tantosrecursos como él— y, aunque Rigaud amenudo le aconsejaba desistir, Linz seresistía. Una vida como la suya tenía

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poco que saborear y el simple hecho desaber que existía una némesis de él leproporcionaba un particularestremecimiento de placer. Siempre lehabía encantado tener adversarios;sentía que la animosidad de susenemigos alimentaba directamente supropio poder y su invencibilidad.

Y en cuanto a los intentos inútilespara recuperar La Medusa, él era elgato que jugaba con el famoso ratón.

Ava se recostó en la cama, desnudacomo siempre, y se tapó hasta el cuello.

—Recuérdame por qué no ponescalefacción central.

—Dime por qué no te pones los

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camisones que te compro.—No son saludables, oprimen los

miembros por la noche.Habían tenido aquella discusión

miles de veces.—Los conductos de la calefacción

destruirían la integridad de los murosdel château —dijo Linz.

Y siempre había sido muysupersticioso ante cualquier posiblealteración del Château Perdu.

Ella se hundió más en la camatirando de la manta hasta las cejas.

—Tú y tu integridad —dijogruñendo.

Linz metió los papeles en la mesita

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de noche, justo debajo de la pistola quesiempre tenía allí, y apagó las luces. Enla oscuridad, al darse la vuelta en sulado de la cama, creyó oír los gritos desu invitado retumbando desde laoubliette.

* * *

Fue el último comentario —sobreMedusa— el que había despertado suinterés. El hombre que firmaba la nota,monsieur Auguste Linz, debía de saberalgo sobre la tarea que Palliser teníaentre manos. Quién sabe cómo loaveriguó, porque ni siquiera Palliser

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conocía en persona a quien le habíadado el trabajo. Pero si el tal Linz sabíaalgo sobre el paradero de La Medusa, laantigua reliquia que estaba buscando,entonces lo de soportar el viaje enhelicóptero realmente había valido lapena.

Rigaud levantó el brazo, recto desdeel hombro, y señaló por detrás de lacabeza del piloto hacia una cadena decolinas donde altísimos y viejos roblesdejaban paso a un lúgubre château contorres de pimentero —Palliser contócinco de ellas— que se elevaban desdelos muros del mismo. El día se apagabay la luz se colaba por todas partes tras

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las ventanas agrietadas.Un foso seco, como una tumba

abierta, lo rodeaba por tres lados; elcuarto no era más que un precipicioescarpado que llegaba hasta el río quehabía más abajo. Pero incluso desdeaquella altura y a aquella distancia,Palliser apreció que el château eraanterior a la mayoría de sus análogosmás famosos. No era ningún castillocursi con forma de pastel recargadoespecialmente diseñado para algunaseñora de la realeza, sino una fortalezaconstruida por algún caballero en laépoca de las Cruzadas o por algúnduque con el ojo puesto en la corona.

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El helicóptero pasó casi rozando lascumbres de los árboles y las ramas porpoco tocaban la especie de burbuja quetenía bajo sus pies, antes de ladearselentamente y bajar tambaleándose hastauna extensión de césped árida y cubiertade escarcha. Unas cuantas hojas secas sedispersaron por la estela de las hélices.Palliser se quitó los auriculares, sedesabrochó el arnés de seguridad de loshombros y, después de que Rigaudsaliera de la cabina, lo siguió, con lacabeza agachada, mientras las aspasdejaban de zumbar y los motores seapagaban.

Descubrió que las piernas le

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temblaban un poco.Rigaud, todo de negro y con el pelo

teñido de un rubio que brillaba bajo elsol agonizante, se dirigió dando grandeszancadas y sin mediar palabra a lapuerta principal del château, haciendo aPalliser, con su abrigo de cachemira ysus elegantes mocasines italianos, ir atrompicones tras él, agarrando con unamano un maletín de piel con losfacsímiles que traía desde Chicago.

Cruzaron un puente levadizo,pasaron bajo el rastrillo y llegaron a unpatio de adoquines. Un buen tramo depasos los llevaron a un par de puertasabiertas y Palliser las cruzó para llegar

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a un gran hall de entrada con una enormeescalinata que lo recorría por amboslados. Un hombre de mediana edadbajaba las escaleras vestido con tweedinglés como si fuera a ir dando un paseohasta el pub local.

—Señor Palliser —dijoafectuosamente mientras se acercaba—,me alegro mucho de que haya podidovenir.

Hablaba bien el idioma aunque conun ligero acento suizo, o quizásaustriaco.

Rigaud se quedó a un lado de pie,como si estuviera de nuevo en una plazade armas esperando para pasar revista.

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Palliser le dio la mano y leagradeció la invitación. El hombre teníala piel fría y húmeda y, aunque los ojosazules miraban con cordialidad, habíatambién algo en ellos que hizo a Pallisersentirse bastante incómodo. Notó,mientras monsieur Linz pasaba bastantetiempo aferrado a su mano, como siestuviera siendo evaluado de algunamanera.

—¿Qué podemos ofrecerle despuésdel viaje?

—Quizás algo de beber —dijoPalliser, aún recuperándose del viaje enhelicóptero—. ¿Whisky solo?

Ya le había dado tiempo de darse

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cuenta de que aquel lugar era un tesorooculto lleno de obras de arte yantigüedades.

—Seguido de una visita a sumagnífico hogar, si fuera tan amable. Metemo que, hasta su nota, no había oídohablar nunca antes de este château.

—Pocos han oído hablar de él —dijo monsieur Linz dando un palmada.

Apareció un sirviente como de lanada y lo mandó por la bebida.

—Pero así es como nos gusta.Con el brazo izquierdo detrás de la

espalda —¿le temblaba?, se preguntóPalliser—, salió pavoneándose paracomenzar la visita.

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—Debería comenzar diciendo que lacasa fue construida a principios delsiglo XIII por un caballero normandoque había ido cometiendo pillaje durantesu recorrido por tierras santas.

Palliser se felicitó a sí mismo ensilencio.

—La mayoría de las cosas que trajoaún siguen aquí —dijo Linz.

Señaló con el brazo hacia un par detapices descoloridos que decoraban unapared, antes de conducir a Palliser hastaun salón señorial lleno de cotas de mallay armamento medieval. Era una muestrafantástica, digna de la Armería Real dela Torre de Londres: espadas y escudos,

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arcos y flechas, hachas de guerra, picasy lanzas. El metal brillaba bajo losrayos de luz que se filtraban por lasventanas de bisagras.

—Se puede imaginar —dijo Linzpasando una mano por el filo romo de unsable— qué horrores habránpresenciado.

«¿Presenciado?», pensó Palliser.Fueron los mismísimos instrumentos dedestrucción.

El sirviente, sin aliento, apareciójusto a su lado sosteniendo una bandejaplateada en la que descansaba un vasode whisky.

Palliser dejó el maletín en una mesa

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antes de aceptar la bebida.—Puede dejarlo allí —dijo Linz

animándolo—, tengo muchas cosas queenseñarle.

La visita fue muy larga, pasando porlos numerosos salones hasta la partesuperior de las torrecillas.

—Como, sin duda, ya sabe —dijoLinz—, se dictó un edicto real en elsiglo XVI que decretaba que la noblezadebía recortar la altura de los muros yeliminar las torres de pimentero de loscastillos. El rey no quería en Franciafortalezas que pudieran resistir un asaltode sus tropas, si esa situación se diera.

—Pero parece que estas las

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perdonaron —observó Palliser—. ¿Porqué?

—Incluso en aquel momento ningúnrey se atrevió a tratar con el ChâteauPerdu. El lugar había adquirido,digámoslo así, una cierta reputación.

—¿Debido a qué?—A las artes oscuras —contestó

Linz con un deje de diversión—. Esareputación ha acompañado al châteaudesde entonces.

Desde su posición en las murallasd e l château, Palliser divisaba porencima de los antiguos robles el ríoLoira que corría a los pies de la colina.El sol se estaba poniendo y la

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temperatura había bajado otros diezgrados. Incluso con el reconfortantewhisky, Palliser tiritaba en su traje deSavile Row.

—Pero venga, bajemos al comedor.Tenemos una cocinera excelente.

Palliser empezaba a preguntarsecuándo iban a entrar en materia denegocios, pero sabía que era mejor nodejarse llevar por la impaciencia.Además, estaba asombrado por elchâteau y las mil y una obras de arteque parecía contener. Había un óleo conmarco dorado en cada rincón; cadacornisa estaba rematada por un busto demármol; cada suelo estaba cubierto por

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una alfombra persa raída, pero de valorincalculable. Monsieur Linz, aun contodo lo peculiar que parecía, sin dudaposeía una gran fortuna y un ojoexquisito. Si alguien sabía dónde estabaescondido La Medusa —el espejo deplata perdido desde hacía siglos—, eseera Linz.

En el comedor había montada unagran mesa y Palliser fue conducido hastaun asiento en el centro. A un extremoestaba Linz, y Rigaud, justo enfrente delinvitado de honor. El otro extremoestaba vacío hasta que Linz farfulló algoa un sirviente y, un minuto o dos mástarde, apareció una mujer rubia y

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atractiva de unos treinta años.—Estaba haciendo ejercicio —dijo,

y Linz gruñó.Fue presentada como Ava, pero no

mostró el más mínimo interés en saberquién era Palliser o qué hacía allí. Dehecho, durante toda la cena, parecíaestar escuchando algo a través de losauriculares de un iPod que llevaba en elbolsillo de la blusa.

Los platos, muchos, los sirvió ensilencio una pareja mayor, y también sesirvieron muchas botellas de un vinomuy añejo y muy bueno. Palliserintentaba calcular lo que bebía, perocada vez que daba un sorbo le

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rellenaban la copa. Finalmente, laconversación se encaminó a la tarea quehabía emprendido.

—Así que, cuénteme, ¿qué tiene eseespejo para ser tan valioso? —preguntóLinz mientras cortaba en daditos unapatata asada.

Palliser se dio cuenta de que, aunquehabían servido pescado y caza, Linzsolo había comido sopa y verduras.

—Y, ¿quién lo querría tandesesperadamente?

—Eso no tengo la libertad derevelarlo —dijo Palliser, alegrándosede haber dado una evasiva tan acertada.

Su único contacto era un abogado de

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Chicago llamado Hudgins, que manteníaen secreto la identidad de su jefe o jefa.

—Pero, ¿puedo hacerle unapregunta?

Linz asintió enérgicamente, sinlevantar la mirada del plato.

—¿Cómo sabía lo que estababuscando? —percibió una mirada deRigaud hacia su jefe.

Linz tomó un sorbo del vaso de vinoy dijo:

—Soy un coleccionista apasionado,como ya ha podido ver. Tengo muchasfuentes, muchos marchantes, y todos memantienen informado de todo lo nuevoque sale al mercado. También me

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informan sobre cualquier investigaciónque se salga de lo común. La suya erauna de ellas.

Palliser pensaba que había sidoextremadamente discreto en subúsqueda, pero ahora se preguntabaquién le había dado el chivatazo a Linz.¿Fue el joyero de Roma? ¿Elbibliotecario de Florencia? ¿Algún rivalque aún no conocía?

—Dígame lo que sabe del objeto —dijo Linz— y quizás podré ayudarle.

A Palliser le olió a gato encerrado,un gran gato encerrado, pero sospechabaque Linz ya sabía lo poco que podíacontarle. Fuera quien fuera su fuente, le

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había contado, sin duda, mucho mássobre lo que Palliser estaba buscando:un espejo de mano, hecho en laFlorencia del siglo XVI y, muyprobablemente, de manos del propiomaestro artesano Benvenuto Cellini. Enun lado, lucía la cabeza plateada deMedusa con el pelo retorciéndoselecomo serpientes, y el otro ocultaba unespejo. El porqué de que su clientequisiera tener aquello más que cualquierotra cosa en el mundo no lo sabía.

Pero cuando terminó, Linz pinchó elúltimo espárrago con el tenedor y dijo:

—Mucho de lo que hizo Cellini, y nonecesito contarle esto a un hombre de su

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experiencia, se ha perdido o destruido alo largo de los años. Así que, ¿cómosabe que siquiera existe? ¿Qué pruebatiene de ello?

—Ninguna, la verdad, aparte deunos cuantos papeles que llevo en mimaletín.

Linz mandó que trajeran a la mesa elmaletín y, mientras los sirvientes servíanel café, Palliser empezó a introducir lacombinación para abrirlo, cuando se diocuenta de que ya estaba abierto. ¿Habíapodido ser tan descuidado?

Con ciertas reservas, sacó copias deun esbozo en tinta roja y negra delespejo, junto con copias de algunos

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documentos de trabajo escritos enitaliano por una mano inconfundible.

Linz analizó las copias con muchadedicación; el pelo oscuro, moteado degris, le caía por la frente. A esto siguióun minucioso debate de la carrera deCellini, y del Renacimiento italiano engeneral, que dejó boquiabierto aPalliser. Un licenciado en Oxford, conun doctorado en Historia del Arte, sabíaidentificar a un verdadero entendidocuando se cruzaba con él, y Linz no soloera un devoto apasionado de las artes,sino también uno que hablaba de ellascon la intensidad del propio artista,alguien que había lidiado una batalla

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con las cuestiones estéticas poniendosus propias condiciones. Palliser no sehabría sorprendido si Linz hubieratenido un estudio propio escondido enuna de las torres que no le habíanenseñado.

Fuera como fuese, le daba laimpresión de que había descubierto todoel pastel sin dejar mucha posibilidad deobtener nada a cambio. Cuandofinalmente se atrevió a preguntar a suanfitrión qué sugerencias tenía paralocalizar La Medusa, Linz se recostó enla silla y, después de deliberar, dijo:

—Una causa perdida, diría yo.Acepte que lleva siglos desaparecido.

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Creo que sería mejor dejarlo estar.Para el oído experto de Palliser,

todo aquello le sonaba a que sabíamucho más de lo que estaba contando.

—Me temo que no puedo hacer eso.—Algunas cosas están hechas para

que se encuentren —dijo Linzsentenciosamente— y otras para que sepierdan. Todo tiene su propio destino.Como artesano —prosiguió refiriéndosecon astucia a Cellini en la jerga de sutiempo—, nadie le hizo sombra en susdestrezas.

Aunque el término artista también seempleaba, y se usó cada vez más con eltiempo, no era ningún insulto, reconoció

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Palliser, ser conocido como artesano.—Pero en su propio tiempo, incluso

las obras más imponentes de Cellini nofueron apreciadas.

—La estatua de Perseo fue muyaclamada —protestó Palliser.

Ni siquiera mencionó los otrosgrandes logros del artista.

—Pero esa no fue su obra másimportante.

Ahora Palliser estabadesconcertado. ¿Que no era su obra másimportante? Era una de las másveneradas del arte renacentista,conocida en todo el mundo.

Según avanzaba la noche, Rigaud

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parecía más aburrido y Ava solo seanimó cuando trajeron un trozo de tartacon un montón de nata montada y fresasfrescas. Atacó con entusiasmo.

Linz también disfrutaba del postre,era obvio por el bigote de nata que se leformaba en el labio superior. PeroPalliser había perdido el apetito.Mirando su reloj de pulsera —eran lasdiez pasadas— dijo:

—De verdad que siento mucho tenerque acabar la noche tan repentinamente,pero debería volver a París. Aún tengoque encontrar La Medusa.

—No parece en absoluto amilanado—dijo Linz—, estoy impresionado.

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Se limpió los labios con la servilletay añadió:

—Pero si prefiere pasar la nocheaquí, Dios sabe que tenemos sitio desobra.

Aun no haciéndole ni pizca de graciala idea del viaje de vuelta enhelicóptero, en la oscuridad, Palliserestaba aún menos convencido de pasarla noche bajo un techo tan extraño comoaquel. Había algo inquietante en Linz,aparte del hecho de haberle servido detan poca ayuda. Durante toda la cena,Palliser se había sentido como si leestuvieran sacando toda la informaciónque tenía, y por nada a cambio. No

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estaba acostumbrado a que loembaucaran y no le gustaba ni un pelo.

—Gracias —dijo—, pero tengo unacita a primera hora de la mañana.

Linz accedió gentilmente y selevantó de la silla. Palliser se dio cuentade que, definitivamente, tenía unaparálisis en el brazo izquierdo. Peroentonces, para su propia vergüenza, seencontró tambaleándose sobre suspropios pies a causa de los efectos delvino. Se balanceó unos instantes en elmismo sitio y dijo:

—Tiene una bodegaexcepcionalmente bien surtida.

—Es la mejor del valle del Loira —

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dijo Linz—. De hecho, ha sido unacompañía tan agradable que quisieraofrecerle un regalo: una botella de loque quiera.

Palliser puso objeciones, pero aLinz no le valieron.

—Emil —ordenó—, dígale al pilotoque esté listo en diez minutos.

Y, cogiendo a Palliser del codo, loacompañó fuera de la habitaciónmientras Ava pedía un segundo plato detarta.

Palliser, con el maletín, fue dirigidopor la sala de armas y los salones; luegobajaron una escalera de caracol hasta lacocina y la sala contigua, donde se

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preparaban los ingredientes y sefregaba. La temperatura bajó y el aire sevolvió húmedo. Linz sorteó un viejoestante polvoriento y accionó uninterruptor. Un pasillo largo y excavadoen la roca estaba lleno de filas debotellas de vino que llegaban hastadonde alcanzaba la vista. Palliser, quehabía visto las bodegas desmesuradasde Moldavia, no podía ni hacerse unaidea de la cantidad que habíaalmacenada allí.

—¿Qué le gusta? —preguntó Linzguiando el camino bajo una hilera debombillas blancas tenues—. ¿Burdeos?¿Pinot Noir?

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Mientras seguía andando, señalabacon la mano los botelleros.

—Este valle es más conocido por suvino blanco seco. ¿Le ha gustado elsancerre de la cena?

—Sí, me ha gustado —confesóPalliser, deseando haberle cogido elgusto un poquito menos.

—Entonces déjeme ofrecerle uno deestos —dijo Linz, adentrándose más enel túnel y cogiendo una botella delestante.

Le quitó el polvo con un soplido ydijo:

—Sí, este es un 1936, una cosechaexcelente.

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Al coger la botella, Palliser notó unacorriente bajo sus pies y oyó el sonidolejano del agua correr. Miró hacia abajoy vio que estaba de pie sobre una rejillaoxidada.

—Esto era, antiguamente, unamazmorra —explicó Linz—. Está ustedencima de la oubliette.

Palliser sabía que eso era el agujerodonde arrojaban a los prisioneros paraque murieran de hambre y de sed.

Instintivamente, dio un paso atrás.—Pero el château está erigido sobre

piedra caliza y el río está erosionandolas colinas —dijo Linz agachándosepara quitar la rejilla; parecía bastante

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orgulloso de su oubliette—. ¿Ve? Elagua casi ha llegado a la parte baja delfoso.

De hecho, Palliser consiguiódistinguir una masa de aguaarremolinándose en el fondo delconducto cuando notó una mano en elhombro y se volvió para comprobar queRigaud se había vuelto a unir a ellos.

—El helicóptero está listo para salir—dijo con el abrigo de cachemira dePalliser sobre el brazo.

—Bien —contestó Palliser—,gracias.

—Déjeme que le lleve estas cosas—dijo Linz, liberando a Palliser del

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vino y del maletín antes de que le dieratiempo a negarse.

Luego, mientras Rigaud sostenía elabrigo, Palliser se giró y metió losbrazos en las mangas. Por fin se sintióreconfortado. Pero cuando se agachópara abotonárselo, Rigaud le dio unapalmada en el hombro, mucho más fuertede lo que creía necesario, y lo dejódesconcertado. Antes de que pudierarecuperar el equilibrio, Rigaud se habíaagachado y lo estaba levantando por lavuelta de los pantalones.

—¡Pare! ¿Pero qué…?Pero ya estaba boca abajo,

escarbando con las manos en el borde

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de la oubliette. Intentó agarrarse, perola piedra estaba resbaladiza, y se lesoltaron los dedos y cayó al vacío.

—¡Suélteme! —gritó.Intentaba desesperadamente

liberarse dando patadas mientras se lecaían las monedas y las llaves de lospantalones, la chaqueta rodaba por laspiedras y las gafas se le resbalaban dela nariz. El bolígrafo Mont Blanc se lecayó del bolsillo del pecho dandovueltas en el oscuro vacío. Habíaapoyado con firmeza una mano en lapiedra, pero Linz se la empujó con elpie.

Un momento después, Palliser caía

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de cabeza, rebotando en los bordes delestrecho foso, haciéndose jirones laropa y desgarrándose la piel, hasta quese hundió, gritando, en el agua oscuradel fondo del foso.

* * *

Linz esperó unos instantesescuchando el borbotar del agua, luegose limpió las manos en la chaqueta yvolvió a colocar el sancerre de 1936 ensu sitio.

Al salir, apagó las luces y subió a suhabitación. Ava estaba en el bañodesmaquillándose. Se desvistió, se puso

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el pijama y la bata de seda roja ycomenzó a hojear las páginas delmaletín del señor Palliser. Por elmomento, se parecían bastante a losdocumentos que ya había visto antes; erauna lástima. Podían unirse a los otrosbocetos y artículos de periódicos yricordanze que habían llevado a cabo,igualmente sin éxito, otros emisarios.Algunas veces se preguntaba qué haríapara entretenerse si aquellos detectivesy supuestos expertos en arte dejaran deaparecer por allí.

—¿Quién era el aburrido ese de lacena? —gritó Ava desde el baño.

—Nadie.

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—¿Va a volver?—No lo creo —contestó, pasando

otra página.Linz sabía que, detrás de todos ellos,

había un rico adversario con recursos —aunque ni de lejos tan rico y con tantosrecursos como él— y, aunque Rigaud amenudo le aconsejaba desistir, Linz seresistía. Una vida como la suya teníapoco que saborear y el simple hecho desaber que existía una némesis de él leproporcionaba un particularestremecimiento de placer. Siempre lehabía encantado tener adversarios;sentía que la animosidad de susenemigos alimentaba directamente su

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propio poder y su invencibilidad.Y en cuanto a los intentos inútiles

para recuperar La Medusa, él era elgato que jugaba con el famoso ratón.

Ava se recostó en la cama, desnudacomo siempre, y se tapó hasta el cuello.

—Recuérdame por qué no ponescalefacción central.

—Dime por qué no te pones loscamisones que te compro.

—No son saludables, oprimen losmiembros por la noche.

Habían tenido aquella discusiónmiles de veces.

—Los conductos de la calefaccióndestruirían la integridad de los muros

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del château —dijo Linz.Y siempre había sido muy

supersticioso ante cualquier posiblealteración del Château Perdu.

Ella se hundió más en la camatirando de la manta hasta las cejas.

—Tú y tu integridad —dijogruñendo.

Linz metió los papeles en la mesitade noche, justo debajo de la pistola quesiempre tenía allí, y apagó las luces. Enla oscuridad, al darse la vuelta en sulado de la cama, creyó oír los gritos desu invitado retumbando desde laoubliette.

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Capítulo 3

Para David, la noche de los domingossiempre había sido para ir a cenar acasa de su hermana Sarah, a las afueras.Y, durante años, esperaba aquella nochecada semana.

Pero aquellos días felices ysencillos habían terminado. Desde hacíaun año o algo más, aquello se habíaconvertido en una situación cada vezmás tensa.

Sarah había estado luchando contraun cáncer de mama, al igual que sumadre lo había hecho y, como su madre

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muchos años antes, estaba perdiendo labatalla. Había pasado por eternassesiones de radioterapia y de quimio y,aunque solo era cuatro años mayor queDavid, parecía como si estuviera a laspuertas de la muerte. El pelo castaño yondulado, del mismo tono que el deDavid, había desaparecido por completoy lo había reemplazado por una pelucaque nunca se quedaba muy bien puesta.Tenía las cejas pintadas y la piel era deun translúcido pálido.

Y él la quería más que a nadie en elmundo.

Su padre se había ido a la francesacuando él no era más que un niño de

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unos dos añitos y, cuando su madresucumbió a la enfermedad, fue Sarah laque lo crio. Se lo debía todo a ella y,ahora, no podía hacer nada por ayudarla.

Parecía que nadie podía hacer nada.Se estaba quitando la nieve de las

botas cuando ella abrió la puerta.Alrededor de la cabeza llevaba otronuevo pañuelo de seda con estampadode cachemira. No era una maravilla,pero cualquier cosa era mejor queaquella peluca.

—Me lo ha dado Gary —dijo ella,como siempre, leyéndole elpensamiento.

—Es bonito —respondió David

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mientras ella se alisaba la seda hacia ellado.

—Sí, bueno —dijo Sarah,haciéndole pasar—. Creo que odia lapeluca incluso más que yo.

Su sobrinita, Emme, estaba jugandoal tenis con la Wii en la sala de estar, ycuando vio a David le dijo:

—¡Tío David! ¡Atrévete a venir aquíy jugar conmigo!

Le recordaba a Sarah cuando eraniña, pero notaba que a Emme no legustaba mucho que dijera eso. ¿Era unamuestra de su fuerte independencia o unsigno de algún miedo subliminal, perojustificado? ¿Era consciente de la

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experiencia tan terrible por la queestaba pasando su madre e intentabadistanciarse de una visión similar? ¿Ose estaba imaginando todo aquello?

Reconocía que las niñas de ochoaños escapaban a su ámbito deconocimiento.

Unos minutos más tarde, justocuando David acababa de perder las dosprimeras partidas, llegó Gary del garajecon un montón de folletos para la fiestaque daba al día siguiente. Gary eraagente inmobiliario y, a decir de todos,uno muy bueno, pero en el mercado nose vendía nada en aquellos tiempos.Incluso cuando conseguía un acuerdo

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exclusivo, normalmente era concomisión reducida.

También traía un pastel que habíarecogido en Bakers Square.

—¿Es de crema de chocolate? —preguntó Emme.

Cuando el padre se lo confirmó, ellacontestó con un gritito estridente.

Durante la cena, Gary dijo:—Es internet lo que se está cargando

el negocio inmobiliario. Todo el mundoestá convencido de que, hoy en día,pueden vender ellos mismos sus casas.

—Pero, ¿hay compradores ahíafuera?

—No muchos —dijo Gary,

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sirviéndose otra copa de vino yofreciéndole la botella a David, que ladejó pasar—, y los que hay, nunca venel precio lo suficientemente bajo.Quieren seguir haciendo unacontraoferta tras otra hasta que el tratoacaba yéndose a pique.

—¿Toca ya la tarta? —preguntóEmme por décima vez.

—Cuando hayamos terminado elpastel de carne —dijo Sarah, instando aDavid a que cogiera otro trozo.

Tenía unas ojeras oscuras que la luzcenital no hacía sino empeorar. Davidcogió otro trozo para dejar a su hermanacontenta.

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—Guarda sitio para la tarta —lesusurró Emme aparte, por si acaso aalguien se había olvidado de la tarta enlos últimos cinco segundos.

Cuando se acabó la cena, y el postre,y David estaba ayudando a recoger lamesa, Gary se fue al garaje otra vez.Cuando volvió, traía un árbol de casidos metros de alto.

—¿Quién quiere decorar un árbol deNavidad? —anunció.

—¡Yo! ¡Yo! —gritó Emme saltando—. ¿Podemos hacerlo esta noche?

—Para eso ha venido tu tío David—dijo Gary—, para ayudarnos a ponerlas luces. ¿Te importa? —le preguntó a

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David, que contestó que estaríaencantado de hacerlo.

—Espero que no estés empezando asentirte como un jornalero —dijo Sarah,mientras cogía un plato al que Davidacababa de limpiar los restos y lo metíaen el lavavajillas.

—De alguna manera me tengo queganar estas cenas.

—Lo haces a diario —dijo Sarahcon sinceridad—. Sin tu ayuda, no sécómo ninguno de nosotros habríallegado hasta aquí.

David le frotó el hombro condelicadeza, preguntándose no cómohabían llegado hasta allí, sino si todo

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aquello acabaría alguna vez. Habíapasado por la mastectomía y por todo lodemás, pero, ¿qué pasaba después? Élsabía que cuando a su madre se lodiagnosticaron, todo había ido de mal enpeor muy rápidamente —murió a losdieciocho meses—, pero aquello fueentonces y esto era ahora. Seguramentelos pronósticos y los resultados habríanmejorado desde entonces.

Gary sacó una caja de luces yadornos de Navidad y, mientras Davidmantenía el árbol recto, él lo colocó enla base y lo atornilló por tres lados.Emme ya intentaba colocar algunosadornos y su padre tuvo que decirle que

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esperara hasta que las luces estuvieranpuestas. Gary tenía las luces antiguasque a David le gustaban, bombillasgrandes y gruesas de color verde, azul yrojo, con forma de velas —nada de esasexuberantes lucecitas blancas queparpadeaban—, y los dos empezaron aenvolver el árbol con los cables,colocándolos por delante y por detrás.Cuando terminaron, Gary le dijo aEmme: «¡Adelante!», y ella empezó acolocar los adornos tan rápido comopodía poner con los dedos los ganchosen las ramas.

Sarah, que observaba desde el sofá,sorbía una taza de té y daba las

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instrucciones habituales: «Sepáralas,cariño. Tienes que cubrir un árbolentero».

David y Gary se ocuparon de laparte superior y, cuando David cogióuna estrella plateada de cartón piedra,paró y se la enseñó a Sarah. Era laestrella que había hecho en primaria yque siempre ponían en lo más alto delárbol. Estaba un poco arrugada y Davidla estiró con delicadeza antes de ponerlaen su sitio.

—La hice en clase de la señoritaBurr —dijo.

—Y yo la hice cuatro años después,pero, ¿qué pasó con mi adorno?

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—Un misterio sin resolver —dijoSarah.

Era la misma conversación de todoslos años, pero no podía haber unasNavidades sin ella.

Cuando se acabaron los adornos y elespumillón quedó bien repartido, Garydijo: «¿Estamos listos?», y Emme corrióa apagar todas las luces de la habitaciónmenos las del árbol. Las hojas del árbolperenne brillaban en la oscuridad y lasramas desprendían un fuerte aroma anaturaleza. David se sentó junto a suhermana, le agarró la mano y entrelazólos dedos con los de ella.

—¿Sabes cuántos años llevamos

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reciclando esa estrella? —dijo Sarah.David calculó rápido.—Veinticuatro.—El año que viene deberíamos

celebrar sus bodas de plata.—Sí, deberíamos —contestó David,

ansioso por dar alguna esperanza para elfuturo.

—¿Cuándo se ponen los regalos? —preguntó Emme impaciente.

—Ese es trabajo de Santa Claus —dijo Gary, y Emme hizo una mueca.

—Me gusta más cuando Santa vienepronto —dijo, de manera que dejaba verque el truco de Santa Claus ya no colabamás.

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—Se vuelven tan cínicos, tan pronto—dijo Sarah, sonriendo compungida—.Yo creía en Santa Claus hastasecundaria.

—¿Te acuerdas de cuando te subisteen el regazo de Santa Claus en MarshallFields y después no querías bajarte?

Asintiendo, dijo:—Me acuerdo de Marshall Fields,

punto.Ambos se ponían nostálgicos con los

retales de la historia de Chicago, comolos grandes almacenes, que habíandesaparecido como tales con los años.Fields se había convertido en Macy's y,para David y su hermana, la magia se

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había perdido.Pero la magia de un árbol de

Navidad iluminado, engalanado conadornos caseros y tiras de espumillón,era más potente que nunca, y Gary sedejó caer en el sillón con un suspiro.Incluso Emme estaba echada en lamoqueta, con la barbilla apoyada en lasmanos y mirando fijamente el árbol.Quitándose las gafas que habíaempezado a llevar ese mismo año, dijo:

—Oooh, es incluso más bonito.Todos los colores se mezclan. Prueba,tío David.

Se quitó las gafas de montura fina ydijo:

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—Ajá, es mucho mejor.Y las limpió con la camiseta.—Las vas a rayar —dijo Sarah.—Pero si es tela de gran calidad,

Old Navy —dijo David.—Te regalé pañuelos por tu

cumpleaños. ¿Qué has hecho con ellos?David no podía contestar a esa

pregunta. Seguramente estarían en algúnlugar del tocador, debajo de los pijamasque nunca se ponía o de los chalecospasados de moda que había jubilado.Pero le gustaba que Sarah le preguntara,posiblemente tanto como a ella legustaba estar encima de él con todo.

Cuando, finalmente, Sarah le dijo a

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Emme que era hora de irse a la cama,David la ayudó a levantarse del sofá.Sarah siempre había sido alta y esbelta,como su hermano, pero ahora era comolevantar a una aparición. Se agarró aDavid con los brazos ya endebles.

—No te hemos preguntado por eltrabajo —dijo—; ¿no dabas unaconferencia dentro de poco?

—Ajá, y fue bien.—Ay, ojalá hubiera podido ir —dijo

ella.—La próxima vez —dijo, aunque

solo de pensar que tendría familia allí seponía más nervioso que nunca.

—¿De qué iba?

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—Tenemos una nueva copia deDante, muy antigua y muy bonita. Hablésobre eso.

Nunca daba demasiados detallessobre su trabajo; sabía que Sarah estabaorgullosa de sus logros, y eso erasuficiente. Mientras que él había sidosiempre el soñador, el que estudiaba,ella había sido la práctica. No tuvomucha opción.

—Te llevo en coche —dijo Gary,estirando los brazos sobre la cabeza ylevantándose del sillón—. Te vas amorir de frío esperando el metro.

—Estaré bien —dijo David, aunquetenía la sospecha de que Gary quería

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hablar con él en privado.Normalmente usaba estos viajes en

coche para contarle a David cómo ibarealmente la cosa con lo de Sarah.

Se subieron al Lexus SUV, con todossus complementos y, aunque David sabíaque el coche era políticamenteincorrecto —un ostentoso vehículo quetragaba mucha gasolina—, tenía queadmitir que el paseo estuvo muy bien yque el asiento con calefacción era muycómodo. Le había explicado en unaocasión que debía alquilar uno nuevocada año o dos años porque llevaba alos clientes y, si parecía que estabapasando por una mala racha, pronto la

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tendría de verdad.—¿Te animarás alguna vez a

comprarte otro coche? —le dijo Garybromeando mientras se dirigían hacia elsur por Sheridan Road.

Era una broma continua de la queDavid no tenía escapatoria.

—Puede —dijo David—, sobre tododesde que parece que voy a ascender.

—¿En serio? ¿A qué?—Director de Adquisiciones.A David no le solía gustar hablar de

esas cosas hasta que no eran seguras,pero sabía que Gary se lo comentaría aSarah y eso, quizás, le proporcionaría unmomento de placer. Y, después de la

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buena acogida que había tenido laconferencia, creía que la doctoraArmbruster, que ya se lo había dejadover, seguramente lo acabaría haciendo.

—Así que vas a estar nadando en laabundancia —dijo Gary.

—Sí, exacto. Justo cuando acabe depagar mis préstamos y el alquiler que,por cierto, acaba de subir.

—Supongo que ayudaba que tu novialo tuviera a medias contigo —dijo Gary,mientras buscaba a tientas un paquete deDentyne en la consola que había entrelos asientos—. ¿Quieres uno?

—No, gracias —dijo David.Sabía que lo que de verdad quería

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Gary era un cigarro, pero había dejadode fumar el día que a Sarah lediagnosticaron el cáncer. Ahoraintentaba sobrellevarlo con chicles yNicorette.

—De todos modos, Linda estabanormalmente sin blanca.

—Pero, ¿es definitivo?Para David, aquello era meter el

dedo en la llaga, pero sabía que Gary nopretendía hacerle daño al preguntar.

—Sí, es definitivo. Está saliendocon un tío que se dedica a las finanzas.

Gary silbó e hizo un gesto con lacabeza.

—Sé que a tu hermana nunca le gustó

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demasiado.Activó el limpiaparabrisas para

quitar un poco de nieve.—Pero si no te importa que lo diga,

era un pibón.—Gracias por recordármelo.—No hay de qué.Fueron en cordial silencio varios

kilómetros, escuchando un CD de jazzque Gary había puesto. Cuando pasaronpor delante del cementerio de Calvary,David dijo:

—Cuando éramos niños, Sarahsiempre aguantaba la respiración cuandopasábamos por un cementerio.

—Qué bueno, ella dice que eras tú

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el que hacía eso.—Creo que había muchas cosas que

hacíamos igual.—Y todavía las hacéis —comentó

Gary—; como dos gotas de agua.Había veces, pensaba David, que le

daba la impresión de que Gary estaba unpoquito celoso del estrecho lazo queunía a Sarah y a David, la historia deambos que solo ellos compartían, lacapacidad que tenían de leerse la menteel uno al otro y comprender al instantelos sentimientos del otro.

Gary era un tipo normal, amistoso:seguía a los Chicago Bulls y a losChicago Bears, jugaba al póquer todas

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las semanas y le gustaba hacerbarbacoas de salchichas alemanas en elpatio. Su padre era el propietario de lacompañía inmobiliaria y Gary se habíavisto metido en ella sin darse cuenta,pero lo que solía ser ganarse la vidafácilmente ya no lo era. Sabía quehabían estirado el capital familiar… yeso antes de que las facturas médicasempezaran a llegar en avalancha.

—Emme crece muy rápido —dijoDavid, mirando las calles vacías yheladas—. Seguro que es más de cincocentímetros más alta que hace seismeses.

—Sí, cualquier día va a superar a su

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madre —dijo Gary— e incluso tambiéna mí. Pero toda esta… situación le estáafectando mucho.

—Claro que sí.Gary resopló, como si no quisiera

hablar de aquello, aunque David sabíaque sí quería hacerlo.

—Tiene una mirada —dijo comopensando en alto—, en concreto cuandomira a su madre, como si le diera miedolo próximo que va a pasar, como si noquisiera perderla de vista. Me da laimpresión de que Emme cree que debeprotegerla de alguna manera, pero nosabe cómo.

—Sé cómo se siente.

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—Y yo.Bajó la ventana, escupió el chicle y

se metió otro en la boca.—Y anoche tuvo otra pesadilla, una

de esas extrañas de las que se despiertagritando.

David no sabía nada de laspesadillas.

—¿Tiene pesadillas?—A veces.—¿Habéis pensado en llevarla a un

terapeuta? ¿Un especialista en niños?—Sí, lo he pensado —dijo Gary—,

y lo voy a hacer. Pero, Dios mío, no séde dónde va a salir el dinero.

—Dejadme ayudar. Recuerda que

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voy a estar nadando en la abundancia.Se sentía tan mal por haber

mencionado su precario capital.—Olvídalo, no lo he dicho para eso.

Puedo afrontarlo —dijo Gary—, elmercado tiene que tocar fondo en breve.Se va a empezar a vender otra vez.

—Exacto, y en ese momento escuando me devuelves el dinero —dijoDavid, aunque sabía que no aceptaría niun solo centavo.

—Sí, bueno, ya veremos —dijoGary para dejar el tema—. Si lonecesito, te lo diré.

Al parar frente al edificio deapartamentos de David, de piedra roja y

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deprimente, en Rogers Park, Gary dijo:—Hogar, dulce hogar. Ahora

búscate otra novia. Al Gore está hastaarriba, va a ser un invierno frío y vas anecesitar mantenerte caliente de algunamanera.

—Veré lo que puedo hacer —dijoDavid—. Gracias por traerme.

Gary se despidió de él con la manopero, cuando David se empezaba aalejar, le dijo:

—Espera.Y sacó algo del bolsillo del abrigo.

Era una bolsa de plástico con algodentro envuelto en papel de plata.

—Sarah quería que te diera esto.

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—¿Qué es? —dijo David, aunimaginándose bastante bien lo que era.

—Un sándwich de pan de carne.Dice que estás muy delgado.

David cogió la bolsita.—Hay que ver, a mí nunca me dice

que estoy muy delgado —dijo Gary,subiendo de nuevo la ventanilla.

David vio al Lexus cambiar desentido para volver por Evanston, luegoentró en el vestíbulo, sacó el correo deldía anterior del buzón de metal quechirriaba y subió cansinamente lasescaleras. Aparte del zumbido delfluorescente del descansillo, el edificioestaba tan tranquilo como lo estaría su

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reducido apartamento.Pero al meter la llave en la

cerradura, se sintió sobrecogido, y noera la primera vez, al imaginarse elmundo sin su hermana. Para él era unpanorama tan triste y espantoso comocualquiera de Dante; e incluso más,porque este iba a ser sin duda muy real.

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Capítulo 4

La señora Van Owen —Kathryn para losamigos, casi ninguno— esperaba nohaber llegado nunca a aquello. Esperabano enviar nunca a nadie más.

Pero su abogado, el señor Hudgins,le acababa de dar la noticia de quePhillip Palliser estaba muerto. Habíanencontrado su cuerpo flotando en elLoira, a unos kilómetros corriente abajode una pequeña localidad francesallamada Cinq Tours.

—Y, ¿cuál dice el coronel que fue lacausa de la muerte? —preguntó ella, con

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la mirada ya perdida por la enormeventana de su ático, con vistas al lagoMichigan—. ¿Ahogado?

—Seguramente —contestó Hudgins—, pero tenía graves heridas en elcuerpo y la cara. Puede que las heridassean post mórtem o pueden ser de un…violento ataque anterior. No está claro.

«Otro más—pensó Kathryn—atrapado en la tela de araña».

Él levantó la vista hacia la pila decarpetas y papeles que ocupaban lamesa de café con superficie de cristal.La luz de la tarde llenaba la habitación,que era espaciosa y había sido decoradasin reparar en gastos y, después de haber

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esperado un tiempo prudencial, dijo:—Entonces, ¿qué quieres hacer?Ella se colocó varios cabellos

sueltos morenos en su sitio.—¿Quieres seguir adelante?¿Quería? ¿Qué otra opción tenía?—Sí.Era como meter otra pieza de

ajedrez en el juego.—Claro que quiero.—Entonces, ¿sería ese joven de la

Newberry? —dijo Hudgins mirando unpapel—, ¿ese David Franco?

—Sí.Siempre planeaba el siguiente

candidato antes de que su predecesor

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fallara.—Y, ¿crees que ha hecho un buen

trabajo con el volumen de Dante?—Un muy buen trabajo.Le habían impresionado sus

credenciales antes de verlo en labiblioteca, pero después de escucharlohablar, mucho más.

—Entonces sigo adelante con lospreparativos para conocerlo —dijoHudgins—. ¿Cuándo querrías hacerlo?

—Mañana.Incluso a Hudgins le sorprendió un

poco.—¿Mañana? Entonces te dejo a ti lo

de reunir los materiales que quieres

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compartir con él.Kathryn asintió, casi

imperceptiblemente, pero sabía que éltenía la mirada fija en ella. Solía ocurrircon los hombres y se habíaacostumbrado a ello con el paso de losaños. Tenía una cara sensual, conpómulos marcados, cejas arqueadas ylabios carnosos, sin la ayuda delcolágeno. Pero eran los ojos —de unazul extraordinario y un matiz de violeta— lo que le daban aquella imagen tanatractiva. Un ferviente admirador habíadicho que su belleza era «atemporal», yapenas pudo evitar reírseescandalosamente.

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—Bueno, con respecto al patrimoniode tu último marido —dijo, cambiandode tercio y poniendo una carpeta distintaen lo alto de la pila—, me he puesto encontacto con su familia.

Randolph van Owen había muertohacía un mes pero, cuando ocurrió, unade sus hermanas estaba de crucero porel mundo y ella no quiso interrumpir, yla otra se estaba recuperando de unlifting.

—Han aceptado venir a Chicago yestar presentes en la lectura deltestamento este viernes.

—Eso está bien; cuanto antes, mejor.—Pero han preguntado si el funeral

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podría ser un poco… menos privado.Como una de las familias más popularesde Chicago, los Van Owen esperabanuna muestra más pública de laimportancia de tu último marido en laestructura social de la ciudad. De hecho,han sugerido…

—No —dijo ella—. Randolphhabría querido una ceremonia muyíntima y privada, y nada más.

En realidad, no tenía ni idea de loque él habría querido, igual de poco queentendía qué hacía conduciendo sunuevo Lamborghini por Lake Forest amedianoche. Cogió un bache pequeño enla carretera, pero a la velocidad que iba,

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el coche salió volando y chocó contra unpilar de piedra. No era que no quisiera aRandolph —la palabra amor apenasaparecía en su vocabulario—, pero elsuyo era un matrimonio de… ¿de qué?Para él, ella había sido su máximotrofeo, una mujer cuya belleza hacía alos hombres pararse en seco, y para ella,él había sido, simplemente, otro refugiomás. Le había proporcionado una nuevaidentidad, en un nuevo lugar y en unanueva época. Necesitaba ese anclajepara sentirse conectada a los ritmos y ala textura de la vida corriente.

Y ahora que aquella conexión sehabía roto —una vez más— buscaba una

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vía de escape, de una vez por todas. Unavía de escape a todo. Para la mayoría dela gente, sería una tarea fácil. Pero paraella el reto era tan descomunal que nopodía correr riesgos con el resultado.Ningún tipo de riesgo.

Tras resolver Hudgins algún queotro asunto más, recogió sus papeles yella lo acompañó hasta la puerta. Luego,después de dejarle los platos y los vasosa Cyril para que los fregara, bajó lasluces y se dirigió por una escalera decaracol a una parte del apartamento queera únicamente accesible a alguien quetuviera la llave plateada que ellallevaba al cuello. Una vez dentro,

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encendió los apliques de la pared y fuecomo si hubiera entrado en otro mundo.Ni siquiera a Randolph se le habíapermitido la entrada a su santuarioprivado.

A diferencia del resto delapartamento, que estaba lleno de luznatural, aquello era como entrar en unascatacumbas, pero a treinta y cinco pisosde altura. El suelo era de baldosasoscuras y las paredes estaban decoradascon óleos de escenas religiosas. Uncrucifijo de marfil colgaba al final de lapequeña entrada y, a cada lado, habíauna sala. A la izquierda, se habíaerigido una capilla extremadamente

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pequeña con una vidriera —coniluminación posterior artificial—, en laque se representaba a Jesús resucitandoa Lázaro de entre los muertos. Había unbanco de iglesia sencillo sobre el queyacían unas dos docenas de urnaspequeñas, algunas de ellas talladas enmármol o pórfido de manera muyelaborada, y otras realizadas en plata oacero. El leve zumbido de un sistema deventilación era el único sonido.

A la derecha, había una sala algomás grande que la anterior con filas deestanterías de caoba llenas de todo loimaginable, desde libros antiguos conlas cubiertas agrietadas y raídas hasta

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objetos de interés de todo el planeta:candelabros egipcios, tinteros debronce, tótems tallados, un salero demarfil. Había pocos muebles,únicamente un sillón, una mesita auxiliary un torchère que ponía al máximo.Encima de la mesita había una pila depapeles, tan amarillentos y tiesos comolos pergaminos, atados con una cuerdadeshilachada. Kathryn se sentó en lasilla y se puso la pila en el regazo.Desató con cuidado la cuerda, que casise desintegraba, y levantó la primerahoja de papel; incluso entonces, despuésde haber escapado de las llamas,desprendía un olor a ceniza.

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Pero los garabatos negros aún sepodían leer perfectamente. La chiavealla vita eterna. «La llave a la vidaeterna».

Mientras echaba un vistazo a laspáginas, garabateadas apresuradamenteen italiano con una pluma fina, seimaginaba a su creador en el escritoriocon la cabeza hacia abajo y la frentesurcada de arrugas. Podía visualizarlollenando una página, luego apartándola aun lado bruscamente y, sin mucha pausa,empezando otra. Los papeles estabanllenos de palabras y, algunas veces,dibujos, todo ello testamento claro de laagitación y la fecundidad de sus

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pensamientos.Pero cuando llegó a una página en

concreto, se detuvo.El centro lo ocupaba un rostro

temible con el ceño fruncido y con elpelo compuesto de una masa deserpientes retorcidas. Escritas al lado,con letra recargada, estaban las palabrasLa Medusa. Se quedó mirando fijamentea aquella cara macabra y dibujó laslíneas con la punta de la uña. Tenía queser fuerte, se dijo a ella misma. Un pocomás, al menos. Tenía que teneresperanza, aunque fuera muy leve. Siella, precisamente ella, no eraconsciente de que cualquier cosa era

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posible, ¿quién lo sería?Cerró los ojos, apagó la lámpara y

se quedó sentada en la perfectaoscuridad, con el único sonido delzumbido de la ventilación… ypermitiendo que sus pensamientos latransportaran hacia atrás, a un sueñomuy antiguo en otro lugar —la ciudad deFlorencia— y otra época, siglos atrás,cuando gobernaban los Medici… y unamujer, entonces conocida comoCaterina, era la modelo de artistas másbuscada de toda Europa.

Era un lujo que raras veces sepermitía, pero tras las malas noticiassobre Palliser, lo necesitaba. Y las fotos

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no tardarían en llegar…

* * *

La mujer está echada en un camastrode paja, en un estudio iluminado por laluz de la luna. Es una calurosa noche deverano y espera a estar segura de que suamante se ha dormido.

Él está roncando profundamente, yrodea con un brazo los hombrosdesnudos de ella. Con muchísimocuidado, le levanta el brazo, bienmusculado por los años de duro trabajo,y lo pone a un lado.

Se siente muy aliviada cuando el

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artesano no se despierta.Pero al poner un pie en el suelo, casi

deja caer una de las copas de plata enlas que bebieron vino. El taller estálleno de plata y oro y un joyero contienepiedras preciosas, algunas de las cualessabe que provienen de los cofres delpapa de Roma.

Cellini está haciendo un cetro parael santo padre, y los diamantes y losrubíes se reservan para el mango.

Pero, aunque en cualquier otroestudio se habría dispuesto a robarlas,Caterina ni se plantea hacerlo en aquel.Por una parte, nunca traicionaría a suamante, y por otra, hay tres aprendices

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dormidos en la planta de abajo, juntocon un mastín sarnoso.

No, no es el robo lo que la motiva,sino la simple, pero irresistible,curiosidad.

Caterina se enorgullece de sabertodo lo que hay que saber acerca de loshombres. En quince años de oficio, havisto y aprendido mucho. Pero solomanteniendo los ojos abiertos y estandosiempre alerta.

Antes, aquel mismo día, habíaservido de modelo para un medallón queCellini estaba creando, pero habíallegado al anochecer. Sabía que al llegartan tarde, él se enfadaría, pero eso le

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gustaba. Le gustaba hacer sufrir al granartista, saber que, sin ella, no podíaseguir con su obra; se lo dijo una vezdelante de sus aprendices, y a ella legustaba ejercer aquel poder de vez encuando.

De todos modos, él tenía sus propiosmedios de mostrar su disgusto.

Nada más entrar por la puerta, lehabía ordenado que se quitara la ropa,sin ni siquiera mediar palabra parasaludarla; luego, al colocarla, lo habíahecho con brusquedad. Pero ella nohabía dicho nada. No le iba a dar lasatisfacción de quejarse, o una razónpara no darle los seis escudos que le

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correspondían al final de la sesión.Cuando ya se había ido toda la luz y

las velas no bastaban para seguirtrabajando, había soltado lasherramientas en una de las mesas detrabajo y se había frotado el gruesobigote con el dorso de la mano.

Aquello, y ella lo sabía, significabaque estaba satisfecho con lo que habíahecho, por el momento. Ella quitó lapose —ah, le dolían los miembros— ybajó del pedestal para dirigirse a cogerla ropa.

—Hora de cenar —dijo él, dandotres zapatazos en el suelo de madera.

Se formó una nube de polvo y yeso

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en el aire. Apenas se había metido elvestido por la cabeza, cuando uno de lostrabajadores llamó a la puerta.

—Puedes pasar —dijo Benvenuto.Y el aprendiz, un joven moreno

llamado Ascanio, al que Caterina habíavisto observándola detenidamente másde una vez, entró con un carrito demadera cargado con una botella delchianti del lugar, pollo asado sobrehigos y almendras y un plato de frutatroceada. Mientras Cellini llenaba doscopas de vino —en su momentodestinadas a adornar la mesa de unnoble—, Ascanio colocaba la comidasobre un arcón que contenía, entre otras

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cosas, los primeros ejemplares y copiasraras de los escritos del propioartesano. Cuando Caterina le habíapreguntado sobre qué trataban, él lehabía quitado importancia haciendo unademán.

—Tu cabeza es demasiado bellapara ese tipo de cosas.

Ay, cuánto deseaba Caterina leer yescribir mejor de lo que lo hacía.

A medida que comían y, sobre todo,bebían, el artesano se ponía de mejorhumor. Caterina tenía que admitir que,cuando estaba de buen humor, la hacíareír como ningún otro hombre, y sus ojososcuros podían someterla con la misma

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fuerza que lo hacían sus amplias manos.Se llevaban genial hasta que ellacometió el fatal error de pedirle unsueldo.

—Aún no he terminado de trabajar.—¿No? —dijo ella—. Ahora puedes

trabajar a oscuras, supongo.—Puedo trabajar como sea, ¿quién

necesita la luz?Por cómo hablaba, y por la botella

de vino vacía, Caterina sabía que estababorracho. Ella se había contenidobebiendo aposta esperando que el vinose le subiera a la cabeza a él.

—Yo veo en la oscuridad, como tú—dijo él—, il mio gatto.

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Solía llamarla así, su gatita. Otracriatura conocida por su sigilo y suastucia.

Tambaleándose, no la arrastró hastael pedestal, sino hasta la cama, y se dejócaer encima como una pila de ladrillos.

—Uf —dijo ella—, ¡hueles acuadra!

—Y tú —dijo él besándola— sabesa vino.

Ya estaba toqueteándola, exaltado,por debajo del vestido antes de,simplemente, arrancárselo por loshombros y tirarlo a un lado.

—¡Me vas a pagar por esto! —gritóCaterina.

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—¡Te voy a comprar un vestido deseda en cuanto abran —prometió— y unsombrero a juego!

Ella le tomó la palabra. Benvenutopodía ser un bruto, pero también podíaarrepentirse. Sabía bien cómo tratarlo.

Pero él también sabía cómo tratarla.Como amante, le hacía sentir comonunca lo había hecho otro hombre. Algopasaba entre ellos, como una chispacuando se rozaban la piel, que ella nohabía vivido nunca antes. Las manos deél parecían modelar su piel y los ojosparecían estudiar su cara y su cuerpocuando la volvía de esta manera oaquella, haciendo uso de ella a su

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antojo. En sus brazos, ella se sentía a lavez complaciente, dispuesta a hacer todolo que quisiera, y completamente fuerade control, libre para satisfacercualquier impulso propio.

¿Era aquello, pensó ella, a lo que serefería la gente cuando cotorreaba sobreel amor?

Cuando terminaron y él cayó comouna piedra en su habitual sueño, ella sequedó allí mientras le bajaban laspulsaciones, retomaba el aliento y labrisa de la noche le refrescaba lasextremidades.

La luz de la luna, que caía inclinadapor los postigos, iluminaba unos

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tablones sueltos de la pared de enfrente.Estaba allí, detrás de uno de

aquellos tablones; le había visto ocultarun joyero de metal lo suficientementegrande como para que cupiera un melón.Él creía que ella estaba dormida, peroCaterina mantenía un ojo abierto —sumadre le había advertido de que nuncacerrara los dos ojos— y vio cómotapaba el escondite.

Fuera lo que fuera que estuviese allídentro, pensó, tenía que verlo. Tambiéntenía la curiosidad de un gato.

Y ahora que él roncaba losuficientemente alto como paradespertar a toda la ciudad, cruzó,

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sigilosamente y desnuda, los tablonesdel suelo mientras crujían. La mesa detrabajo estaba llena de las herramientasdel oficio —cinceles, martillos ytenazas— junto con el modelo de ceradel medallón que estaba creando para elduque. A menudo se quedabamaravillada ante los milagros que salíande sus manos —los candelabros deplata, los saleros de oro, los anillos ylos collares, las monedas y medallas, lasestatuas de mármol y bronce— y ante elparticular pequeño papel que elladesempeñaba en dicha creación. Portoda su furia y su terquedad, sabía queella era su musa, la inspiración para uno

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de los más grandes artistas del mundo.Le había escuchado describirlo amenudo así… y, la verdad sea dicha,solía declararlo él mismo.

La tabla suelta no sobresalía de lapared, y nunca la habría notado nadieque no supiera que estaba allí. Caterinala abrió haciendo palanca con las uñaslargas que tanto gustan a los hombres enla espalda, y esta se balanceó sobre unabisagra oculta. Encajaba completamentecon su estilo: hacerlo todomecánicamente exacto. El joyero demetal encajaba perfectamente en elhueco, sobraban solo dos o trescentímetros. Lo sacó —pesaba más de

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lo que pensaba— y lo llevó a la ventana,donde la luz de la luna brillaba con másfuerza. De pronto, pararon losronquidos, y ella se quedó tan quietacomo una de sus esculturas hasta que loescuchó revolverse en el camastro yrefunfuñar en sueños.

Se sentó en el suelo y se puso la cajafuerte entre las piernas, y no lesorprendió encontrársela cerrada conseguridad. Tampoco le sorprendió queno hubiera cerradura. Era ingenioso conesas cosas, pero ella también. Cuandoestaba absorto en su trabajo, no leimportaba en absoluto dejar a Caterinahojear sus bocetos y cuadernos, siempre

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estaba escribiendo, escribiendo yescribiendo; ella había dicho bromeandoque estaba intentando superar a su ídolo,Dante.

Pero entre todos los papeles, habíavisto un dibujo rectangular igual que elde esa caja, y había una serie decírculos con muchos números, líneas yletras de pequeño tamaño alrededor deldibujo. Y las letras G, A, T y O, como elapodo que le había puesto. Ellamemorizó el lugar que ocupaba cadaletra y pensó que si giraba los círculosen cuestión —y sí, comprobó que,efectivamente, se movían— para que seleyera la palabra, sin duda, la caja se

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abriría.Sonrió al suponer que había sido

más lista que el maestro.El primer círculo, donde se veía la

G, estaba en la esquina superiorizquierda de la tapa. Lo giró sindificultad. Luego giró la A arriba a laderecha. La T estaba abajo a laizquierda, la giró dos veces, paraterminar con la O, y esperó a que la cajase abriera con un clic.

No lo hizo.Odiaba poner en riesgo de nuevo sus

uñas, pero tenía que hacerlo, y buscóalguna pequeña grieta por la que pudierahacer palanca para abrir la caja.

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Pero estaba perfectamente cerrada.Volvió a probar con el ritual al

completo, girando todos los círculos,buscando algún pestillo pero, de nuevo,nada. El maestro artesano había vuelto adiseñar otro mecanismo infalible.

Quería tirarle a su particular caja deronquidos el maldito cacharro.

La estudió de nuevo, preguntándosesi se podría abrir con el simple uso dela fuerza. Eso tendría que ser en otraocasión, una ocasión en la que pudieraarreglárselas para entrar en el estudiocuando Benvenuto no estuviera. Pero,incluso entonces, sería casi imposible;el hierro estaba soldado tan firmemente

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y los cierres tan apretados, que eracomo un bloque sólido. No habríasabido dónde o cómo golpearla.

Afuera, en la Via Santo Spirito, oyóel lento golpeteo de cascos de loscaballos contra el suelo. Una voz demujer dijo algo al jinete: «Es tarde, ¿nodebería estar en la cama?».

Caterina hizo una mueca. «Jamás»,pensó. Jamás se vería reducida a eso.No había recorrido el largo caminodesde Francia para acabar como unaputa cualquiera.

Pero entonces casi se rio ante laimagen de ella misma: una modelodesnuda, en el suelo, a oscuras, con las

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piernas abiertas a cada lado de una cajade hierro cerrada a conciencia queintentaba abrir sin ningún éxito.

Una leve brisa revolvió el airecálido del verano, poniéndole la carnede los brazos y los hombros de gallina.

Podía devolver la caja a su sitio yolvidar todo aquello, pero, ¿cuándo, sepreguntó, iba a tener otra oportunidadcomo aquella? «Piensa —se dijo a ellamisma—, piensa como él».

En las dependencias de abajoescuchó a un perro ladrar y,seguidamente, a uno de los aprendiceslanzarle un platillo.

Benvenuto volvió a girarse en la

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cama, hacia el otro lado, y durante uninstante pareció que la buscaba a ellacon la mano. Pero luego la dejó caerfloja por el lado del camastro.

Y encontró la respuesta.Él siempre andaba citando al viejo

maestro, Leonardo, y más de una vezhabía mencionado que Da Vinci sabíaescribir al revés, así que la mejormanera de leer sus escritos eracolocándolos frente a un espejo.Benvenuto había intentado hacer élmismo el truco, pero en vano. «Es undon que Dios otorga y, muy a mi pesar,en este sentido se ha olvidado de mí».Siempre estaba comparando sus

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habilidades con las de sus amigos yrivales: Bronzino, Pontormo, Tiziano y,por supuesto, Miguel Ángel. De hecho,era tal admirador de Miguel Ángel quehabía llegado a las manos en unaocasión por salir en su defensa.

—¡De todos los hombres en Italia —declaraba—, Miguel Ángel es el elegidopor Dios para realizar su mayor obra!

E l David de mármol, para Cellini,era el testimonio de aquello.

Pero, incluso sin saber escribir alrevés, Benvenuto sabía hacer otrascosas en orden inverso como, porejemplo, fijar una cerradura deseguridad. Con mucho cuidado, giró los

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círculos en el orden inverso y, en elúltimo giro, oyó un reconfortante ypequeño clic al moverse los engranajesdel interior de la caja. Estuvo a punto degritar ante aquel triunfo.

Al levantar la tapa, vio que la parteinterior era de espejo. Buena señal. Perojusto cuando inclinó la caja hacia la luzde la luna, una nube se interpuso entreella y la luz. Pasó los dedos por loslaterales de la caja y sintió el forro defelpa aterciopelada que había hechopara proteger lo que fuera para lo que seelaboró. Otra señal prometedora. Nohabría hecho todo aquello si fuerasimplemente una caja fuerte para

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guardar monedas o documentos. Rozócon los dedos una tira de metal frío quecogió y sacó a la luz de la luna.

Era una guirnalda, concebida paraque pareciera hecha con juncos dorados.Estaba realizada de una formaadmirable, pero se notaba que el metalera fino. Era una buena obra, podía serun buen regalo para cualquieraristócrata, pero nada que ver con lasriquezas que llenaban el estudio.

Tenía que haber algo más.Volvió a meter los dedos en la caja

y tocó el fondo, donde había,perfectamente encajado, un objetocircular del tamaño de la palma de la

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mano de una mujer. Mientras esperaba aque pasara la nube, miró de nuevo haciala cama para asegurarse de queBenvenuto no se había despertado con elruido al abrirse el seguro. Pero, apartede las subidas y bajadas rítmicas delfornido pecho, estaba quieto.

El cielo nocturno se despejó y, depronto, lo que tenía bajo la manodestelló levemente con los rayos de luzde la luna. Lo sacó de la caja esperandoencontrar el adorno más lujoso quejamás habría visto, un broche obrazalete hecho con una selecciónabrumadora de piedras preciosasbrillantes, esmeraldas, zafiros,

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diamantes, todo incrustado en oro. Apesar de lo que otros afirmaban,Benvenuto era conocido universalmentepor ser el mejor orfebre de Florencia,una ciudad aclamada por aquel oficio.Pero aquel medallón que colgaba de unacadena sencilla de plata era casi tanfuncional como el bloque de hierro delque salió.

Representaba, y bastante bien, lacabeza de la gorgona, Medusa, la que,con su mirada, podía convertir acualquier humano en piedra. El pelo, unamasa de serpientes retorcidas, seenroscaba alrededor de los bordes de lapieza, mientras que los ojos llenos de

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ira y la boca abierta componían elcentro. Estaba hecho al estilo niel, muyde moda en la época. La imagen estabagrabada en la plata con un buril muypuntiagudo —Caterina había visto amenudo aquel tipo de trabajos— y loshuecos estaban rellenos con unaaleación negra hecha de sulfuro, cobre yplomo. Como resultado global, el diseñoquedaba como un relieve más llamativoy con más contraste, pero Caterinaprefería que su plata, la poca quetuviera, fuera más brillante.

Aun así, era una pieza muy bienlabrada, como la guirnalda. De hecho,nada que saliera de las manos de

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Benvenuto no estaría especialmente bienhecho. Pero, ¿para qué toda laparafernalia? Había una docena decosas más valiosas que aquella en latienda. Despreocupadamente, le dio lavuelta al medallón y encontró,curiosamente, que había una cubiertarígida de seda negra sujeta condelicadeza por medio de unos cierres deplata. Los fue quitando, hasta que laseda quedó suelta y, de pronto, vio supropio rostro curioso mirándola.

Era un espejo circular con bordesbiselados con precisión. Aquello sí queera algo fuera de lo común. Lo elevóbajo la luz de la luna, orientándolo para

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captar su propia imagen. Algo pasabacon la curvatura del cristal, unaondulación hacia afuera, que hacía quesus facciones se vieran sin piedad, contoda claridad pero, al mismo tiempo yde manera sutil, las distorsionaba. Eracomo si cuanto más se mirara, másinmersa se viera en el espejo y, cuantomás quisiera apartar la vista, másincapaz de hacerlo se sintiera.

Se acercó más el espejo a la cara,tan cerca como para empañar la partesuperior con la respiración, tan cercacomo para ver sus propios ojosresplandecientes mirándola, como siella no estuviera mirándose en el espejo,

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sino como dentro del mismo, mirandohacia afuera. Parecía que aquello habíacobrado vida, como si tuviera un levelatido. La luz de la luna inundaba elespejo como una marea plateada,bañando su imagen, eclipsándola… yeso era lo último que recordaba.

Cuando se despertó, se encontrótumbada en el suelo con el sol de lamañana entrando por la ventana. Habíaun gallo cacareando en el tejado.

Y el mismo Cellini, con nada másque unos calzones sueltos de algodón,estaba arrodillado junto a ella.

—¿Qué has hecho? —dijo, con unamezcla de miedo, enfado y preocupación

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en el rostro—. ¿Qué hiciste?Ella miró a su alrededor, pero el

espejo, la guirnalda y la caja de metalno estaban.

Benvenuto la ayudó a ponerse depie, le puso una sábana alrededor de loshombros desnudos, y ella fuetambaleándose por el estudio, como sillevara semanas en el mar. Había uncuenco y una jarra de peltre en lacómoda junto a la cama, y llenó elcuenco con agua. Parecía que se habíarestregado arena por la cara. Perocuando se agachó para echarse aguafresca en la cara y vio su reflejo en ella,se le cortó la respiración. Su exuberante

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melena negra, uno de sus mayoresatractivos, se había vuelto blanca comola nieve, tan blanca como si la propiaMedusa la hubiera aterrorizado más delo que se podría imaginar.

Se volvió para mirar a Benvenuto,pidiéndole una explicación.

—¿Qué me he hecho? —gritó—.¿Qué es lo que has hecho tú?

Pero él solo estaba allí de pie, ensilencio.

—¿Es una de tus estúpidas bromas?—preguntó con exigencia—. Porque silo es, no creo que tenga gracia.

Pero, negando con la cabeza, seacercó a ella y le puso una de sus

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ásperas manos en la mejilla.—Ojalá, il mio gatto… ojalá.

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Capítulo 5

David acababa de colgar el abrigodetrás de la puerta de su despachocuando sonó el teléfono. Era la doctoraArmbruster.

—Adivina qué hemos recibido pormensajero esta mañana.

Normalmente no estaba tan juguetonay David tuvo que tomarse un segundoantes de decir que no tenía ni idea.

—Un cheque muy generoso paranuestro fondo de restauración de labiblioteca de parte del embajadorSchillinger y su esposa. Parece que

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quedó muy impresionado por laconferencia que diste la semana pasada.

—Eso es genial —dijo David,preguntándose de qué manera afectabaaquello a sus posibilidades de conseguirel puesto de nuevo director deAdquisiciones.

—Y tengo también otras buenasnoticias.

Por fin.—Otro miembro de la audiencia

quiere venir a conocerte en persona hoymismo.

Tan pronto habían aumentado susesperanzas, cayeron en picado. Rezópara que no fuera otro académico

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frustrado que quisiera debatir la deudaque Dante había contraído con Ovidio.

—¿Quién es?—Se llama Kathryn van Owen.Cualquiera que viviera en Chicago

conocía el nombre de Van Owen. Huboun tiempo en que su familia poseía lamayor parte del Chicago Loop. YKathryn, la reciente viuda de Randolph,era una figura prominente y bastantereservada en la sociedad local.

—Por ahora —siguió la doctoraArmbruster—, ha pedido que semantenga su anonimato, pero como ya tehabrás imaginado, fue la donadora delDante de Florencia.

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Por alguna razón, David supo deinmediato que era también la mujer denegro, la que había entrado tarde yllevaba el velo.

—Llegará esta tarde con su abogado.Por lo que se ve, trae algo más para quele des tu opinión. Ni que decir tengoque, también eso, podría acabar ennuestras colecciones.

—¿Quieres que tenga algopreparado de antemano?

—No se me ocurre nada. ¿Llevasuna camisa decente?

—Sí —dijo, mirándose rápidamenteel torso—. ¿Tienes alguna idea de loque piensa darnos esta vez?

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David casi podía oírla encogerse dehombros.

—La familia de su último maridoestá forrada de dinero, aunque estoquizás lo sepas ya, pero, francamente, élnunca mostró mucho interés por lacultura o las artes. Hizo ese museo decoches en Elk Grove, pero yo creo quees la señora Van Owen la que estárealizando estas donaciones de sucolección privada. Y es lo que diríamos—dijo, haciendo una pausa, claramentepara buscar el término más neutro— unamujer poco común. Ya verás lo quequiero decir cuando la conozcas. Ve a lasala de conferencias a las tres menos

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cuarto.David colgó y se pasó una mano por

la línea de la mandíbula —deberíahaber puesto una hoja nueva en lamaquinilla aquella mañana— y volvió aabrir los documentos de Dante de suordenador para buscar en internetcualquier otra biblioteca o archivo quepudiera arrojar algo más de luz. Pensóque estaría genial poder comentarle algonuevo cuando viera a la señora VanOwen por primera vez, algo que nohubiera descubierto aún ni mencionadoen la exhibición pública. Pero tambiénesperaba que ella pudiera contarle algomás de lo que él ya sabía sobre los

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orígenes. El texto, por lo general, era elestándar, escrito en la vulgata italiana.Hasta principios del siglo XIV, cuandose compuso la Comedia, el latín era laúnica opción para tal obra épica, peroDante cambió todo aquello. Al escribirsu poema en la lengua hablada de laépoca, y al utilizar sus inimitablesestrofas de terza rima, había arrojado elguante, rompiendo claramente con losromanos y los griegos y concediéndolelegitimidad a la lengua popular de suscontemporáneos.

Pero lo que de verdad intrigaba aDavid de la edición, de lo que noencontraba ningún otro testimonio, eran

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sus ilustraciones. Tenían una vida y unvigor incomparables. No se parecían aotras muchas ilustraciones que habíavisto en innumerables impresiones y enuna docena de lenguas distintas.

A las dos y media, y sin haberencontrado nada nuevo ni trascendental,cogió de detrás de la puerta deldespacho la corbata y la americana deemergencia y bajó al baño de caballerospara ponérselas. Mientras se ajustaba elnudo de la corbata, se dio cuenta de queno le habría venido mal un corte depelo, abundante y castaño, que se lerizaba al llegar al cuello. Hizo lo quepudo para controlarlo y se dirigió a la

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sala de conferencias para su cita con lamisteriosa señora Van Owen.

La doctora Armbruster supervisabala colocación de un servicio de té. Lasala estaba revestida de paneles demadera y tenía una iluminación cálida.En la pared del fondo destacaba un óleode un retrato del señor Walter LoomisNewberry, el fundador, vestido con unachaqueta negra de la que colgaba unreloj de bolsillo de plata. La doctoraArmbruster miró hacia David, que sesintió como si lo estuvierainspeccionando para encontrar defectos,y dijo:

—Muéstrate agradecido en todo

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momento, pero no entres ennegociaciones ni comentarios sobreninguna de las condiciones de sudonación. Eso se lo dejamos a nuestrosabogados.

—Entendido.A las tres en punto, la señora Van

Owen y un hombre al que presentó comosu abogado, Eugene Hudgins, entraronen la sala guiados por una recepcionista.El letrado, un tipo impasible de aspectosaludable y buen color, se sentó en lacabecera de la mesa como si estuvieratan acostumbrado a hacerlo que nadie seatrevería a cuestionárselo, y la señoraVan Owen se sentó a su derecha. La

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doctora Armbruster se sentó al otrolado, junto a David. La recepcionistatuvo el detalle de servir el té y Davidaprovechó esos minutos para estudiar asu benefactora.

Aquel día no llevaba velo, y tenía elrostro más cautivador que David habíavisto. La piel era de un blanco crema,tan perfecta y lisa que era casiimposible asignarle una edad concreta.¿Era más joven de lo que le habíanhecho creer o era aquel el milagro deltal Botox del que había oído hablar?David sabía que había perdido a sumarido hacía poco —la noticia delaccidente había salido en todos los

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periódicos—, pero no veía ningunaseñal de dolor. Tenía el pelo negroazabache y lo llevaba en un moño liso yestirado. Tenía un aspecto majestuoso yforastero… pero no forastero conrespecto a aquel lugar, sino a aquellaépoca. Un aspecto que se acentuaba aúnmás gracias a su característica másprominente, sus ojos.

Eran azul violeta. David nunca habíavisto unos ojos de aquel color. Quizáspor eso llevaba el velo el día anterior.Quizás aprovechaba cualquier ocasión,incluso si tenía que ir vestida de luto,que le permitiera que la gente no losmirara. Cuando David se dio cuenta de

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que estaba haciendo precisamente eso,se quitó las gafas e hizo como si lasestuviera limpiando.

Hudgins había abierto un maletínlleno de cosas y sacado un sobrecerrado y voluminoso junto con unacarpeta del tamaño de un folio, en la queestaba escrito con letras de imprenta elnombre de su bufete de abogados,HUDGINS & DUNBAR, LLC.

—Fue una charla muy interesante lasuya —dijo la señora Van Owen y,cuando David levantó la mirada, vio queparecía que algo la divirtiera—.Aprendí mucho sobre Dante.

Se dibujaba una leve sonrisa en sus

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labios, pero sus palabras, al igual que suexpresión, tenían un aire distante. Teníaun poco de acento, pero incluso David,al que se le daba bastante bien saber dedónde eran las personas, no estabaseguro de su procedencia.Definitivamente europeo, de eso estabaseguro, pero no sabía si francés,italiano, o incluso de origen español.

—Muchas gracias —contestó—,viniendo de la donadora de tanmagnífico libro, significa muchísimo. Yahora que está usted aquí, no puedoresistir preguntarle de dónde vino ellibro.

—De Florencia, pero eso ya lo sabe.

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—Quiero decir, ¿cómo llegó a susmanos?

—Ah, pertenecía a mi familia desdehacía muchos años, y pensé que ya erahora de que el mundo pudieradisfrutarlo, y también estudiarlo.

—Pero las ilustraciones —insistióél—, ¿sabe algo de quién las realizó?Ya he consultado docenas de fuentes, hebuscado en archivos de todo el mundopor internet, pero no encuentro ningunacoincidencia con ninguna ediciónconocida.

—No, no creo que la encuentre.—¿En serio? ¿Por qué no?—Porque es única.

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—¿Sabe usted eso? ¿Sabe que es laúnica copia que existe? —David apenaspodía controlar el tono de entusiasmo enla voz—. ¿Cómo?

Pero, en vez de contestar, recurrió aun tono de rechazo apático.

—Eso es lo que siempre me hancontado.

David se deprimió visiblemente.Había todo tipo de mitos y leyendasaferrados a las reliquias familiares.Aquella copia de la Divina comediaera, sin duda alguna, singular y valiosapero era posible, e incluso probable,que en algún lugar del mundo, quizásenterrada en las entrañas de la

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biblioteca del Vaticano, existiera otracopia.

Pero era muy poco probable quehubiera alguna tan intacta como aquella.

—Ahora que eso ya está hablado —interrumpió el señor Hudgins, como siestuviera inquieto por la recienteconversación en la que no había hechode intermediario—, deberíamos seguircon el asunto que nos ocupa. Tenemosmás material que transferir —dijo, ehizo un gesto con la cabeza hacia elsobre voluminoso, dejando claro queDavid debía abrirlo.

Mientras David lo cogía, el señorHudgins prosiguió.

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—La señora Van Owen gentilmenteha tomado la decisión de dejar estosmanuscritos y pinturas al cuidado de labiblioteca Newberry, para su estudio yexamen más exhaustivo. Desea sabertanto sobre ellos como el personal deconservación sea capaz de averiguar, yestá decidida a asumir todos los costesque requiera dicha labor.

Aunque David estaba encantado deoír que ella correría con los gastos, a élle preocupaba bastante que algo muyantiguo y valioso hubiera sidotransportado de una manera tandespreocupada. Se inquietó aún máscuando, al abrir el sobre, de este salió el

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inconfundible olor a humo.—Su destino final, sin embargo, es

aún una pregunta abierta —dijo Hudgins—. Dependerá, en su mayoría, de cómose lleve a cabo la finalización deltrabajo y de si tiene éxito. Si va tan biencomo esperamos, la Newberry puedeestar segura de que recibirá estosmateriales de manera permanente, juntocon una donación sin restricciones ybastante generosa como apoyo a labiblioteca. Si no… —dijo haciendo unapausa—, se tomarán otras medidas.

David acababa de sacar, con todo elcuidado posible, los papeles del sobreacolchado, y ya estaba asombrado por lo

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que estaba viendo. Simplemente por eltacto del papel y de la tinta, aquellosdocumentos tenían cientos de años deantigüedad. Del siglo XV o XVI, situviera que decir una fecha. Lerecordaban a todas las ricordanze quehabía estudiado a lo largo de los años:las memorias y diarios de los hombresde negocios de Italia, documentos queproporcionaban una visión de la vidacotidiana en el Renacimiento.

Aquellas letras manuscritas erantambién de un italiano y, aunqueemborronadas por el paso del tiempo,eran más que legibles. Los bordes de lashojas estaban chamuscados por todos

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lados, añadiendo sentido al olor a humo,y había zonas mohosas y putrefactas,como los lunares provocados por laedad en las manos del envejecido, todassalpicadas de aquello. Pero al pasar unapágina y ver la siguiente, y la siguiente aesa, comprobó que aquello era unposible tesoro oculto. Aquellos no eransimples testimonios de la compra decereales o la entrega de lana de laépoca. Aquello era un borrador, lleno detachones y correcciones, sobre algollamado La chiave alla vita eterna. «Lallave a la vida eterna». Y en losmárgenes y, en ocasiones, en la parteposterior de las hojas, había dibujos y

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esquemas, y también referencias a losprocesos de fundido y de soplado delvidrio. En una hoja, había un esbozo delo que no podía ser otra cosa que losplanos de un horno, un horno tan grandecomo para fundir una estatua enorme. ADavid le latía el corazón con fuerza; sequitó las gafas como si estuviera ido ylas limpió en la corbata antes deexplorar una página que pasabadesapercibida, y que estaba doblada.Detuvo los dedos encima de la página,hasta que la propia señora Van Owendijo:

—Desdóblela.Aun así, hizo una pausa, temiendo

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hacerle algún daño. Normalmente hacíaaquel tipo de cosas en una mesa delaboratorio, con algodón y unas pinzas ybajo una luz tenue e indirecta, pero ladoctora Armbruster, picada por lacuriosidad, dijo:

—Adelante, David. Alguien tieneque hacerlo.

Se puso de pie, desdobló la hoja depapel —un rectángulo de unos sesentacentímetros— y se quedó allí de pie,atónito.

Era un dibujo bastante elaborado,con tinta roja y negra, de Medusa, lagorgona mitológica cuya mirada podíatransformar a cualquiera que la mirara

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en piedra. Tenía forma circular y en laparte superior derecha una imageninversa, en blanco en gran parte, o sinterminar. Aunque no sabía decir quéartista lo había realizado, David estabaseguro de que aquella era la obra de unmaestro, un Rafael, un Verrocchio o unMiguel Ángel. Y, por su forma, debía deser el diseño para un medallón, unamoneda o el remache de una capa.

—Era un espejo —dijo la señoraVan Owen, contestando a la preguntatácita de David—. La Medusa sellamaba, como puede ver.

Efectivamente, las palabras estabanescritas en la página. Y, por supuesto,

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tenía sentido. La parte posterior era,simplemente, un espejo.

—Pero, ¿sabe de quién es el diseño?Examinó la página en busca de una

firma, pero no había, como tampoco lahabía en ninguna de las demás páginas.

—Sí, lo sé.Él esperó un instante.—Todo esto, incluida la copia de

Dante, salió de la mano del mayor y másversátil artesano que ha pisado la faz dela tierra —dijo, con los ojos de colorvioleta fijos en los de él—, BenvenutoCellini.

David se sentó rápidamente, con elboceto aún en la mesa, desplegado ante

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él. No podía creer lo que oía. ¿Cellini?¿Uno de sus héroes desde Amherst,desde que leyó cada una de las palabrasde su aclamada biografía en unaasignatura de arte del Renacimiento? ¿Elespíritu rebelde creador de algunas delas mejores esculturas de su época,obras que habían influido en cadadecisión laboral de David? Duranteunos instantes, se quedó anonadadoantes de preguntar:

—¿Y qué quiere que haga? —Yaestaba deseando empezar a investigar—.¿Verificar el dibujo de alguna manera?

Ella torció el gesto ante lasugerencia.

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—No hay duda sobre suautenticidad.

David comprobó que era el tipo depersona que no admitía discusión confacilidad, y se lamentó por haberlacontrariado tan pronto. Incluso ladoctora Armbruster parecía intimidada.

—Bien, entonces, ¿qué es lo que legustaría a usted que hiciera?

Dando golpecitos con las uñaslacadas en el boceto, y golpeando con elpie el suelo impacientemente, dijo:

—Quiero que lo encuentre.—¿El espejo auténtico? —preguntó

con inseguridad.¿Por quién lo había tomado, por un

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Indiana Jones? A la doctora Armbrustertambién se la veía sorprendida por lanaturaleza de la petición, aunque no sele pasaba por la cabeza poner ningunaobjeción.

—¿No sería un gemólogo o unespecialista en joyería antigua su mejoropción? —dijo él, pero ella hizo unamueca de indignación.

—Ya he probado ese camino y nohan encontrado nada. Hace falta unespecialista para encontrarlo, ahoraestoy segura de eso.

—¿Es posible —dijo él, temiendoacabar la idea— que no la encontraranporque no existe?

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—La Medusa —dijo ella con untono que no admitía discusión— existe.

Al mirar sus ojos violetas, queperforaban los suyos propios como si deun par de carámbanos de hielo setratara, David no lo dudó. No se lehabría ocurrido.

—Y necesito que usted —concluyóella— me la consiga.

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Capítulo 6

La forma en que llamaron a la puerta deBenvenuto no era cordial, y la voz quepronunció su nombre era, igualmente,imperiosa.

Tenía las manos cubiertas por unacapa de cera caliente, y se encontraba amedio hacer un molde de Caterina, queestaba de pie, desnuda, sosteniendohacia arriba una corona comoofreciéndola a los cielos. Le habíallevado medio día calmarla, y ya estababastante mal el hecho de que ellahubiera insistido en llevar un pañuelo

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cubriéndole el pelo blanco.—¿Quién es? —gritó, con la mirada

aún fija en la mujer—. ¿Qué queréis?Cellini había tenido que mandar a su

ayudante, Ascanio, a la botica paracomprar un tinte para el pelo a base denueces hervidas y puerro —Caterinaafirmaba que no pisaría la calle hastaque su pelo volviera a ser negro—, yahora no había nadie para contestar a lapuerta.

—Soy el capitán Lucasi y vengo ainstancias de su señoría, Cosimo, elduque de Medici.

El duque era el gobernador,inmensamente acaudalado, de Florencia,

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y el patrón de todos sus grandes artistas,Cellini entre ellos. En cuanto al talLucasi, Cellini sabía por anterioresencuentros que el hombre era unmojigato entrometido, increíblementecomprometido con las bolas coloreadas—la insignia de los Medici— queadornaban la parte delantera de suuniforme.

—¡Al infierno! —gritó Cellini,limpiándose las manos en un trozo detela y tirándolo luego a la mesa detrabajo—. Hazle pasar.

Caterina se envolvió en la sábana y,después de asegurarse de que noasomaba ningún pelo blanco por debajo

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del pañuelo, abrió la puerta.Lucasi la observó detenidamente,

muy despacio, recorriéndola con lamirada desde la cabeza hasta los piescon una sonrisa pícara en los labios.

—¿No debería llevar un veloamarillo? —dijo, refiriéndose a laprenda de ropa que las prostitutasestaban obligadas a llevar por las callesde la ciudad.

Caterina frunció el ceño y se alejó.Lucasi entró en la habitación

mirando a su alrededor.—¿Qué he interrumpido?Asomó la cabeza a la chimenea,

donde se mantenía caliente y maleable

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un recipiente con cera de abeja blanca,pero, cuando fue a tocarla con el dedo,Cellini gritó:

—¡Fuera de ahí, imbécil!El capitán hizo como si no se

hubiera ofendido, pero se giró y, aúncon la sonrisa en los labios, dijo:

—Tienes que venir conmigo.—¿Adónde? ¿Para qué?El capitán Lucasi se encogió de

hombros.—El duque paga todo lo que tienes

aquí —dijo, haciendo un amplio gestohacia las copas de plata que había en elsuelo, las piedras preciosas aúnesparcidas por la mesa y, finalmente,

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hacia Caterina, que se había colocadoencima del arcón— y cuando dice quevayas, vas.

Cellini estaba a punto de negarse,pero incluso él lo sabía: cuando losMedici mandaban llamar a alguien, iba,o acababa en una celda de la famosaStinche. Ya había estado allí porpelearse en público, y no quería volver.

—Dadme un minuto —dijogruñendo, restregándose las manos y lasmuñecas con una pastilla de jabón delejía para quitarse la cera, antes deponerse una camisa limpia y una casacaazul. Debajo de ambas, llevaba LaMedusa, que se había jurado a sí mismo

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no quitarse nunca—. Quita el carbón dela chimenea —le dijo a Caterina— yponle una tapa a la cera.

Se encaminó hacia la puerta y le dijoa Lucasi:

—Bien, vámonos.El capitán le miró los pantalones y

los zapatos, que todavía tenían gotas decera, y dijo:

—¿No querrías cambiarte tambiéneso?

—Pensé que teníais mucha prisa —contestó Cellini, bajando las escalerasde madera.

Si el duque creía que su mejorartista estaría siempre a su entera

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disposición, tendría que acostumbrarse aver las señales de su duro trabajo.

En el exterior, la calle estrechaestaba relativamente tranquila, ya que elcalor había hecho que la gente semetiera en sus casas hacía unas horas. Elsol estaba más bajo, y las sombras delos otros talleres incidían sobre losadoquines. Había un perro jadeandobajo el alero de la ferretería de enfrente,y el carrito del tendero pasabaruidosamente, tirado por un burro con laespalda arqueada. Desde una ventanadel tercer piso, una mujer mayorgolpeaba la alfombra contra los barrotesdel balcón.

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Con Cellini por delante y el capitánLucasi haciendo todo lo posible poraparentar que llevaba a un artesanocustodiado, se dirigieron hacia el pontealla Carraia, el viejo puente por el quepasaban los carritos que traíanmercancías para venderlas, teñirlas ehilarlas desde Flandes y Francia. Lostintoreros, con las manos teñidas deverde y de azul, utilizaban el río Amopara enjuagar y lavar la lana. Pero, enaquella época del año, no había muchocon lo que trabajar; había bajado tantoel nivel del agua, que había pecesmuertos flotando en las orillas. Dantellamaba al río, que dividía

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perfectamente la ciudad en dos, esa«maldita acequia», y Cellini no sehabría atrevido a oponerse nunca alcomentario.

Cuando llegaron a la plaza de laSeñoría, la gran plaza pública donde seexhibían algunas de las mejores estatuasde la ciudad, véase el inigualable Davidde Miguel Ángel y Judith y Holofornesde Donatello, Cellini tuvo que aminorarel paso para admirar la pieza, y elcapitán Lucasi le dio un empujón en elhombro. Cellini se giró y dijo gritando:

—Si hacéis eso otra vez, osarrepentiréis.

—Tú limítate a andar —contestó

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Lucasi.—Bárbaro.E l palazzo del duque, una enorme

fortaleza de piedra blanca coronada poruna torre con almenas, ocupaba la plazacomo un gran gigante perturbador, unsímbolo muy adecuado del poder y lainfluencia de los Medici en toda laToscana y más allá de ella. Cellini yahabía estado allí en innumerablesocasiones, pero nunca se había dadocuenta del silencio que se hacía alcruzar la puerta con forma de arco; erala sensación de abandonar el mundoordinario para entrar en una atmósferamucho más enrarecida. Pero no le

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infundía ningún tipo de temor. Desde eldía en que nació y su padre lo bautizócomo Benvenuto —Bienvenido—, sesentía en casa allá donde fuera. Estabaorgulloso de poder decir que no sedejaba intimidar por ningún hombre y,salvo escasas excepciones —su amigoMiguel Ángel, el pintor Masaccio—, seconsideraba superior a cualquiera conquien se topara, incluso duques,príncipes y papas.

«Estoy dispuesto a doblar la rodilla—se decía a sí mismo a menudo—, peronunca la cabeza».

Los lacayos lo reconocieron y, antesde que el capitán pudiese anunciar su

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llegada, Cellini ya estaba subiendo losescalones de mármol hacia los salonesque rodeaban el patio central. Tenía laspiernas fuertes y se movía como un toro,con la cabeza agachada, abriéndosesiempre camino ante cualquier obstáculoque se le pudiera presentar. Tenía loshombros anchos y fuertes, tonificadostras años de esculpir y trabajar el metal.Las manos y los dedos de las mismaseran bastos y estaban endurecidos demalear el oro y la plata a su antojo.Tenía treinta y ocho años, pero parecíamás joven, y podía enzarzarse en unapelea con hombres la mitad de jóvenesque él.

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—¿Adónde crees que vas? —dijoquejándose el capitán Lucasi cuandoCellini giró a la izquierda al final de laescalera para coger su habitual atajo porla suite de la duquesa.

Allá donde mirara, en las paredes ylos techos, en las hornacinas y losplintos sobre las puertas, había obras dearte valiosas: frescos de BenozzoGozzoli, estatuas de Mino da Fiesole,pinturas de Uccello y Pollaiuolo. Cellininunca perdía la oportunidad de volver afamiliarizarse con los maestros delpasado, cuya obra se esforzaba porsuperar.

—¡Benvenuto! ¿Eres tú? —oyó, y se

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detuvo en una de las galerías.Quizás no había sido tan buena idea,

después de todo.La duquesa, Eleonora de Toledo,

salió majestuosamente de una de lasantesalas, con una gamurracompletamente plisada y una cofia desatén blanco, y él la saludó con tantaamabilidad como pudo. Cuando ella eraagradable con él, era por alguna razón, yaquella no iba a ser la excepción.

—Quiero que veas estas perlas —dijo ella— y me digas lo que valen.

Llevaba entre los dedos una cuerdacon aljófares ensartados.

—¿Estáis pensando venderlas? —

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preguntó él con cautela.Había visto que algunas estaban

perdiendo el lustre.—No, quiero comprarlas, y messer

Antonio Landi pide seis mil escudos.—Eso es mucho más de lo que

valen.Por el gesto de desacuerdo

inmediato de ella, supo que había dicholo incorrecto.

—¿Estás seguro? A mí me parecenmuy bellas.

Se las colocó a la altura del cuellopara que les llegara la luz que entrabapor las ventanas.

—Las perlas no son piedras

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preciosas, mi señora. No mantienen sucolor como los diamantes o los zafiros.Son los huesos de un pez —ese únicodetalle le había hecho devaluarlassiempre— y, como resultado de eso, sedeterioran. Mirad, a estas ya estáempezando a pasarles eso.

Ella endureció la expresión delrostro y cerró el puño con el collardentro.

—Si voy a pedirle al duque eldinero para comprarlas, y te pideopinión —lo cual Cellini sabía que eramuy probable—, tendrás una visión másfavorable.

El capitán Lucasi, manteniéndose a

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una distancia prudente, tosió y, por unavez, Cellini se alegró de que loapremiara.

—Vais a tener que disculparme,duquesa —dijo, poniéndose enmovimiento—, pero ya sabéis lo pocoque me gusta hacer esperar al duque.

Incluso antes de ver al propioCosimo en persona, vio el cajón encimade la alfombra persa. El duque estaba ensu escritorio, ocupándose de pilas depapeles. En una ciudad que contaba conmás de setenta bancos, los Medici eranlos principales financieros; sin la ayudade nadie, habían hecho del florín de orola moneda más estable de todo el

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continente. Lucasi anunció su presenciay el duque, con el pelo morenocayéndole por ambos lados de su largorostro como las orejas de los perrossalchicha, levantó la mirada.

—Perdonadme —dijo—, no os heoído entrar.

Llevaba un vestido de terciopelo ylas botas de montar aún puestas. Levantóla barbilla en dirección al cajón.

—Acaba de llegar de Palestrina yquería que fueras tú el primero en ver loque hay dentro.

Por su procedencia, Cellini seimaginaba lo que contenía la caja. Alestar situada al sur de Roma, Palestrina

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era una mina de oro de antigüedades.—Con vuestro permiso… —dijo

Cellini, y el duque asintió con la cabeza.Apartó la tapa y hundió los dedos en

el relleno de la caja hasta que sintió elcontorno duro del mármol frío. Conmuchísimo cuidado, sacó el torso de unchico modelado en la época clásica. Notenía pies, ni tampoco brazos ni cabeza,pero el tronco era de una elaboraciónexquisita. No era más largo que un pard e braccia, como la cabeza de uncaballo, pero, ay, cómo deseaba Cellinihaber podido verlo entero.

—¿Qué piensas?—Pienso que quien lo hizo era un

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gran artista —dijo Cellini, acunándoloen sus brazos como a un bebé— y,aunque restaurar este tipo deantigüedades no forma parte de mitrabajo, me honraría llevar a cabo estalabor.

El duque rio con satisfacción.—¿Lo crees tan bueno?—Con el trozo apropiado de mármol

griego, podría completarlo. Podría nosolo completar las partes que faltan,sino también añadir un águila.Podríamos hacer de él un Ganímedes —dijo, refiriéndose al apuesto príncipetroyano raptado y llevado a los cielospor el águila de Zeus.

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—¿De qué podrías hacer unGanímedes? —oyó Cellini desde lapuerta, donde vio a Baccio Bandinelli,quizás el escultor más próspero de lacorte de los Medici, merodeando.

Tras disculparse por su intrusión,Bandinelli echó una ojeada rápida a laestatua fracturada y dijo en tono deburla:

—Un perfecto ejemplo, suexcelencia, de lo que le suelo decirsobre los antiguos. No sabían nada deanatomía; apenas miraban el cuerpohumano antes de colocar el cincel en lapiedra. Y lo que se obtiene al final soncosas como este torso, lleno de fallos

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que se podrían haber corregido confacilidad.

—Eso no es lo que dice Benvenuto.A él le ha impresionado bastante.

Moviendo los dedos en el aire,Bandinelli trató de echar por tierra lasafirmaciones de Cellini, y Cellini hizotodo lo que pudo para contenerse y noestrangular a aquel hombre con supropia larga barba. Bandinelli, según laopinión de Cellini —una opinión quecompartían casi todos los artistas deItalia—, era un artistilla de poca montasobrevalorado, cuya obra deshonrabacada pedestal sobre el que estabacolocada. Lo que empeoraba aún más

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las cosas era que uno de sus encargos,una estatua doble de Hércules y Caco, elgigante que vomitaba llamas al que elhéroe había asesinado, estropeaba lapiazza frente a la puerta de los Medici.Cada vez que Cellini lo veía, codo concodo con las obras de los sagradosDonatello y Miguel Ángel, sentíavergüenza.

—Quizás es esto por lo que, cuandomi Hércules fue puesto al descubierto —declaró Bandinelli—, los hubo que no loentendieron ni apreciaron.

¿Que no lo entendieron? ¿Que no loapreciaron? ¿Esas son las palabras?Cellini se había quedado helado ante el

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engreimiento del hombre. Comomarcaba la costumbre, cada vez que unaestatua se descubría, de maneraespontánea cientos de florentinosescribían sonetos sobre ella, pero enesta ocasión la habían despreciadounánimemente por su forma y suejecución, ambas chapuceras. Cellinihabía escrito uno, lamentándose de queel papa Clemente VII hubiera encargadoen un principio la obra a Miguel Ángel ydespués hubiera cambiadoinexplicablemente de idea. ¡Qué gastode buena piedra!

—Benvenuto, ¿qué tienes que decirahora del torso? No tienes que

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reprimirte.Se iba creando una sonrisa en los

labios del duque. El era conocedor de laenemistad entre ambos hombres ytambién sabía que suponía una luchapara el propio Cellini por no perder losestribos.

—Cuando se trata de una obra malrealizada, su excelencia, debo cederle lapalabra a messer Bandinelli. Sobre eso,no hay nadie que sepa más que él.

El duque soltó una carcajada y juntólas manos dando una palmada mientrasBandinelli colocaba una sonrisacondescendiente en sus labios.

—Bromea todo lo que quieras —

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dijo—, jamás podrías haber ejecutadomi Hércules.

—Desde luego —contestó Cellini—,tendría que haber estado ciego, enprimer lugar.

—Su eminencia —protestóBandinelli.

—Si le quitamos el pelo a esacabeza —dijo Cellini—, ¿qué nosqueda? Una patata. ¿Y tiene el rostro deun hombre o de un buey?

Estuvo bien que le dejaran seguir, yno había razón para parar.

—Los hombros son como lasperillas de una silla de monta y el pechoparece un saco de sandías. ¿Los brazos?

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Cuelgan sin gracia ninguna y, en unpunto concreto, a menos que meequivoque yo, parece que Hércules yCaco comparten el mismo músculo de lapantorrilla. Es como para preguntarse —yo lo hago—, ¿cómo lo hacen paramantenerse en pie?

Con todo aquello, Bandinelli estabaque echaba chispas, mientras el duqueescuchaba atentamente, absorto ydivirtiéndose. Pero cuando Bandinelli loretó a encontrarle algún fallo al diseñode la estatua, del cual estaba orgullosoen exceso, y Cellini procedió a echarlepor tierra también aquello, Bandinelli nolo pudo soportar más y gritó:

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—¡Ya está bien, sucio sodomita!Se hizo el silencio en la sala y el

duque frunció el ceño, quizás esperandoun ataque físico por parte de Cellini. Yel artesano estaba realmente tentado dehacerlo.

Pero sabía que si lo hacía, corría elriesgo de ofender también al duque. Envez de eso, reuniendo todo el propósitoque tenía, Cellini contestó en un tonofrío e irónico:

—Ahora estoy seguro de que se leha ido la cabeza. Aunque esa costumbrenoble que acaba de mencionar se diceque practican muchos reyes yemperadores —hasta del propio Júpiter

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se decía que se lo había permitido conel joven Ganímedes—, yo soy unhombre humilde de gustos normales, porlo que no sé nada sobre eso.

El duque se mostró aliviado eincluso Bandinelli, quizás sabiendo quehabía ido demasiado lejos, reculó. Porel rabillo del ojo, Cellini vio a laduquesa llegar con el collar de perlas y,por si acaso se veía envuelto en otroaltercado, intentó sacarse a sí mismo,rápidamente, de aquella situación.

—Os agradezco, su señoría, que mehayáis dado la oportunidad de ver estetorso antiguo, pero ahora me gustaríavolver a mi estudio. Tengo aún mucho

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trabajo con el medallón.Cuando la duquesa y una de sus

damas entraron en la estancia yBandinelli le hizo una reverencia tanabajo que la barba casi tocaba el suelo,Cellini ejecutó su escapada. Eleonora lededicó una mirada como queriendodecir «contaba con tu apoyo», pero élhizo como si no se hubiera dado cuenta yno paró su marcha ni para admirar elfresco de Giotto que había sobre laescalera. Únicamente cuando seencontró en la piazza de nuevo, frente ala Loggia dei Lanzi, con el desplieguedel panteón de estatuas, se detuvo y seagachó, con las manos en las rodillas,

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para respirar hondo e intentar calmarse.Si Bandinelli había tenido el arrojo

de lanzar tal acusación en un lugar comoel despacho del duque de Medici, debíade haber perdido la cabeza. Le latía elcorazón con tanta fuerza que sentía elmetal frío de La Medusa, colgando de lafina cadena de plata, agitándose bajo lacamisa.

—Benvenuto, ¿te encuentras bien?Levantó la vista y vio al joyero,

Landi, que, sin duda alguna iría alpalacio de los Medici para acordar laventa del collar de perlas.

—Sí, sí, estoy bien —contestóCellini.

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—¿Sabrías, por casualidad, si seencuentra la señora?

—Sí.Landi entrecerró los ojos y sonrió.—Y, ¿está de humor para comprar?—¿Cuándo no lo está?Landi se rio.—Que Dios la bendiga por ello. —

Y continuó andando con aire arrogante.Cellini esperaba que la duquesa se

guardara para sí misma la opinión que élle había confiado sobre las perlas. Nonecesitaba hacer otro enemigo más enFlorencia.

Ya estaba anocheciendo y lasestatuas monumentales de la plaza

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arrojaban largas sombras sobre laspiedras. La Judith de Donatello estabade pie, con la espada levantada sobre lacabeza del general asirio, Holofernes.E l David de Miguel Ángel Buonarotti,armado con la honda, miraba con aireconfiado desde el otro lado del patio. YCellini, ya convertido en un maestroreconocido en tantas artes, ansiabarealizar su contribución personal aaquella augusta compañía. Lo que laplaza necesitaba, y que él sabía quepodía proporcionárselo, era un broncemodelado, cincelado y pulido con másperfección que ninguna de las estatuasque hiciera anteriormente.

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¿El tema?El héroe Perseo… con las sandalias

aladas que Hermes le dio y sosteniendola espada, forjada por el mismo Hefestopara derrotar a la gorgona, confiada a élpor la propia Atenea.

¿Qué podría encajar mejor, ser másdramático y más susceptible de hacerque Bandinelli se ahorcara de envidia?

Con aquella feliz idea en la mente sedirigió al puente Vecchio, para poderhacer una parada en las tiendas de losartesanos que se situaban alineadas aambos lados del puente y compraralgunas cosas que necesitaba sin falta.Pensó que también estaría bien

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comprarle algo bonito a Caterina, quizásalgo de encaje o una peineta de ámbar.Sin duda, estaría ocupándose de su pelo,y él estaba seguro de que, a medida quefuera creciendo, volvería a su morenolustroso.

Pero para la propia Caterina…aquel era un tema completamentedistinto. ¿Cuándo se daría cuenta de latranscendencia real de lo que habíaocurrido? ¿Cuándo descubriría losefectos reales del impacto del rayo deluna en el espejo? ¿En un año? ¿Encinco? ¿Cuándo lo sabría?

O, ¿cuándo se lo contaría él?Había sido un idiota al dejarse los

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esquemas para la caja de hierro fuera,en la mesa de trabajo… Pero ella habíasido mucho más ingeniosa de lo que seimaginaba, primero por encontrar la cajay, luego, por descubrir cómo abrirla. Yera esa misma astucia, tenía que admitir,la que provocaba que tuviera tal controlsobre él. No era, simplemente, la mujermás hermosa que había visto, sinotambién la más inteligente. La primeravez que la vio iba del brazo de unaristócrata en Fontainebleau, adondehabía ido Benvenuto para diseñar unafuente para el rey de Francia y, desdeese primer momento, sabía que debíatenerla para él… como modelo, como

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musa, como amante.Después de comprar algunas cosas

sueltas —alambre y cera para losarmazones—, encontró un pequeñozafiro, perfecto, en la tienda del joyero,elaborado, de manera algo pobre, comocolgante. La lámina de metal que teníadetrás, colocada ahí para resaltar elbrillo, en vez de eso se lo quitaba, ypensó que, con un poco de trabajo,podría devolvérselo. El joyero, otro desus amigos, le hizo un buen precio; peroal salir de la tienda, mientras pensaba enla cena, le llegó una ráfaga de olor ahumo. Varias personas también lohabían olido y todos miraban hacia la

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orilla sur del Arno, desde dondesoplaba el viento.

Cellini aligeró el paso al cruzar elresto del puente y se dio aún más prisaal entrar en Borgo San Jacopo. Allí, elolor a humo era más fuerte y soplabadesde el oeste, la dirección en la queestaba su estudio. Un chico gitano pasópor su lado rápido y él lo cogió delbrazo.

—¿Dónde es el fuego? —lepreguntó, tirándole del brazo hacia él.

—Santo Spirito —dijo.Cellini echó a correr, y el olor a

humo se intensificaba cada vez más amedida que adelantaba a las personas

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que iban en su misma dirección. Cuandogiró la esquina, vio el camión debomberos delante de su estudio, y aAscanio y otra docena de hombreslanzando cubos de agua al fuego; lo dejócaer todo menos el collar.

Se abrió paso a empujones entre loscuriosos y corrió junto a Ascanio.

—¿Está todo el mundo a salvo?¿Está Caterina a salvo?

Ascanio, con la cara manchada dehollín, gritó sobre el chisporroteo de lasllamas:

—¡Sí! ¡Tiramos todo lo que pudimospor las ventanas!

De hecho, todavía había algunos

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libros, bocetos e incluso medallonestirados en la calle.

—Tengo las joyas en mi bolsillo.—¿Y el resto? —dijo Cellini,

sabiendo que Ascanio entendería elmensaje.

—Está a salvo.Cellini estaba tan aliviado de que

sus más preciados tesoros estuvieran asalvo, y Caterina también, que lapérdida de todo lo demás apenas leimportaba. Cogió un cubo vacío, lollenó en el depósito del camión y lanzóel agua por el hueco de una ventana enllamas. Pero, por las nubes de humo, vioque nada podría detener el fuego. Los

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residentes de las casas vecinas estabandesalojándolas, temiendo que el fuegose expandiera y, en medio de todaaquella confusión, un hombre con unaespada en el costado le puso la mano demanera repentina en el hombro y dijo:

—¿Benvenuto Cellini?Antes de, siquiera, poder contestar,

alguien le había puesto un saco negro enla cabeza y lo había tensado con unacuerda alrededor del cuello deBenvenuto.

Oyó a Ascanio gritar, el barullo deuna pelea callejera, y le tiró el cubo aquien fuera que lo estuviese agarrando.Golpeó algo quebradizo, oyó un grito y

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notó la cuerda tensarse más. No podíarespirar y cayó al suelo a causa de ungolpe con algo que debía de ser laempuñadura de una espada. Aún dandopatadas, lo arrastraron hasta un callejóny, luego, lo metieron en un carruaje queestaba a la espera. Oyó el golpe de unafusta y sintió cómo las ruedas se poníanen movimiento. Cuando intentóincorporarse de nuevo, una rodilla lepresionó el pecho y una voz le susurró aloído:

—Llama a tus demonios ahora.

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Capítulo 7

David estaba enfrascado revisando losinformes del laboratorio cuando, depronto, notó que lo estaban observando.

En cuanto llegaron los análisis porcorreo especial, había corrido al silo delibros de la Newberry —una ampliaestancia para la investigación, quecontenía las colecciones más valiosasde códices, mapas y manuscritos de labiblioteca— para rebuscar en ellos. Sehabían enviado muestras microscópicasde tinta y papel a Arlington, Virginia,donde el FBI llevaba sus propios

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materiales y de donde había obtenido laconfirmación de la validez, hastaentonces, de todo lo concerniente a losdocumentos que le habían dado de laseñora Van Owen. En cuanto a edad yprocedencia, eran completamenteauténticos. Y habría estado encantado dehaberle dado la noticia él mismo si ellano hubiera estado sobre la pasarela deacero que tenía encima, estudiándolocomo a un bicho dentro de un tarro.

No la había oído entrar, ni sabíacuánto tiempo llevaría observándolo ensilencio, pero, de cualquier manera, sele erizaron los pelos de la nuca.

—¿Qué está leyendo? —preguntó

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ella, con la voz amortiguada y absorbidapor los miles de volúmenesalmacenados en las estanteríascilíndricas que se elevaban alrededor deellos por todos lados.

—Los análisis de tinta y papel delboceto de La Medusa —dijo él,moviendo la mano sobre el desorden delescritorio.

—Le dije que no era necesarioperder el tiempo con eso.

Con una mano enfundada en unguante sobre la barandilla, bajó lasescaleras. Iba vestida entera de negro,como parecía ser costumbre en ella, y alsalir de la penumbra de las estanterías y

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adentrarse en el foco de luz bajo el queestaba trabajando David varias piezasde joyería de diamantes resplandecieronen su cuello y en sus orejas. El aromaembriagador del perfume llenaba el airemientras cogía una silla y se sentaba,cruzando las piernas, realzadas por unasmedias negras muy finas y unos taconesmuy afilados.

David dudaba que el silo de libroshubiera visto nunca a alguien como ella.

—Bien, dígame qué ha descubierto.Por un instante, David apenas podía

pensar en otra cosa aparte de su oscura,y curiosamente prohibitiva, belleza.

Con los dedos lánguidos, le dio la

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vuelta a una página, miró el enunciado ydijo:

—¿Extractos de tinta ferrogálica?—Es una buena forma de datar tintas

antiguas —dijo David, aún tratando derecuperarse—. Los egipcios empezarona utilizar la tinta en los papirosalrededor del 2.500 a. C. y los romanosutilizaban sepia, el pigmento negro quesegregaba la sepia, el animal.

Estaba balbuceando, lo sabía, perodecidió seguir hasta recuperar porcompleto la compostura.

—Pero en el Renacimiento, losextractos de tinta ferrogálica, que sehacían mezclando corteza y agallas de

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árboles con otros ingredientes, habíanreemplazado a lo anterior casi porcompleto.

Siguió hablando sobre las pruebasque le habían hecho a la tinta y a lospapeles, mientras la señora Van Owenparecía estar escuchando solo a medias.

—Hay un alto grado de extracto detronco de árbol en estos taninos, lo cualno es muy común, y esto nos puedeayudar a localizar otros documentos queCellini pudo haber escrito, o bocetosque pudo haber hecho, en el mismoperiodo. Y esos, a su vez, pueden darnosalgunas pistas sobre el paradero actualde La Medusa.

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Lo que no había dicho era quepensaba que todo aquello era bastanteimprobable; aún no estaba convencidode que la pieza siquiera hubiera existidoalguna vez. Cellini era famoso por losplanes que no llegaba a ejecutar o porlos diseños que nunca acababarealizando. No es que no lo intentara,pero el hombre llevó una vida rica enexperiencias, en una época turbulenta, ycuando no estaba huyendo de algúnpapa, estaba eludiendo a algún rey. Susencargos suponían tareas muyimportantes —fuentes para los jardinesde Fontainebleau o doce figuras de platade los dioses a tamaño real—, pero

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apenas vivía en un lugar fijo y bajo elpatronazgo de un príncipe el suficientetiempo como para llevar nada a buentérmino; de las doce figuras, solo una, lade Júpiter, fue realizada y esta, comomuchas otras obras de Cellini, se habíaperdido o destruido, o había sidofundida, a lo largo de los siglos. Era unmilagro que su estatua en bronce dePerseo dando muerte a Medusa, quehabía tardado en confeccionar unperiodo de nueve años, se hubieracompletado e incluso hubierasobrevivido hasta llegar a ser una de lasgrandes obras maestras del arteoccidental.

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—¿Y dónde están esos otrosdocumentos que necesitaría consultar?—preguntó ella, aunque él notó por eltono de su voz que estaba, simplemente,siguiéndole la corriente.

—¿La mayoría de ellos? —dijo él—. Se encuentran en la BibliotecaLaurenciana de Florencia.

—¿Y bien?Él hizo una pausa, sin estar muy

seguro de lo que estaba queriendo decir.Ella se recostó en la silla, saliendo de lapenumbra de la luz, pero con los ojosaún igual de brillantes.

—¿Qué hace aquí —amplió— y noen Italia?

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La pregunta lo pilló fuera de juegopor varias cosas, la más importante detodas porque aquello implicaba queestaba trabajando exclusivamente paraella.

—Tengo un trabajo, aquí —dijo,casi tartamudeando.

—Ahora está, oficialmente, en suaño sabático.

David estuvo a punto de soltar unacarcajada.

—Me temo que únicamente ladoctora Armbruster puede tomar esadecisión.

—Acabo de hablar con ella, y la hatomado.

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David estaba anonadado. Y si seestaba planteando cómo iba a afectar suausencia a las oportunidades que teníade conseguir el trabajo de director deAdquisiciones, la señora Van Owen sehabía adelantado también a aquello.

—Si al final tuviera éxito en algocomo esto, algo que daría tal prestigio ala institución, no veo cómo podríanegarse a recompensarle con el puestode director. Ella tampoco ve cómopodría negarse.

David sintió que todo su mundo sedaba la vuelta. De pronto, no trabajabapara la Newberry, sino para aquellamujer de negro tan adinerada y tan

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extraña, cuyo dinero y poder parecíanconseguir que cualquiera tuviera queceder a sus deseos. Ahora, toda sucarrera parecía depender de seguir susórdenes. Quería llamar al despacho dela doctora Armbruster para ver si habíaalgo de verdad en todo aquello.

—Adelante —dijo la señora VanOwen, como adivinando suspensamientos—. Llámela ycompruébelo. Puedo esperar.

La sola oferta fue suficiente paraconvencer a David de que estabadiciendo la verdad.

—¿Pero está usted al tanto —dijo élcon mucho esfuerzo— de que el

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presupuesto de la Newberry no llegapara…?

—Creía que había dejado eso claro—interrumpió ella, con un tono deexasperación en la voz—. El dinero noes problema. Pagaré todos y cada uno delos gastos, sin límite. Su jefa no tieneningún problema con que parta lo antesposible. Si tiene éxito, la biblioteca sebeneficiará enormemente, y ustedtambién.

Sacó un bolígrafo Cartier de oro delminúsculo bolso de mano y escribióalgo en el reverso de una tarjeta con sunombre. Soltó el bolígrafo en la mesa ygiró la tarjeta en la dirección de él.

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—Ese es nuestro contrato privado—dijo ella.

David la cogió y vio, justo sobre lafirma, «Un millón de dólares».

No sabía qué hacer con aquello, eracomo estar mirando un jeroglíficoegipcio. Cuando volvió a mirar haciaarriba, ella le estaba mirando fijamentea los ojos.

—Sé que necesita ese dinero —dijoella—, si no para usted, para suhermana.

Hasta aquel momento, había sentidoque la tierra se abría bajo sus pies, peroaquello fue como si le hubiera dado unapatada en el estómago.

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—¿Qué tiene que ver mi hermanacon esto?

—Los gastos médicos deben de serinmensos.

—¿Cómo sabe nada sobre eso? —insistió él—. Mi familia no le incumbe.

—¿No?—No.—Bueno, intento que me incumba.

—Se volvió a inclinar hacia adelante, ypuso los largos y afilados dedos comogarras sobre los informes dellaboratorio—. Si me da lo que quiero,yo le daré lo que quiere.

—Lo que yo quiero es una cura parael cáncer. ¿Me está intentando decir que

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puede conseguirla?En aquel momento, David se

convenció de que la mujer estaba tanloca como rica era. Habría estadoleyendo La llave a la vida eterna deCellini y estaba confundiendo laalquimia y las fórmulas mágicas conhechos científicos.

Mirándolo con frialdad dijo:—Piensa que estoy loca. —Él

permaneció deliberadamente en silencio—. Yo también lo pensaría si estuvieraen su lugar. Pero, créame, no lo estoy.No puedo seguir viviendo sin LaMedusa y, para ser francos, su hermanatampoco puede. No nos engañemos.

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Consígala para mí y puedo prometerleque su Sarah vivirá muchos años…como yo.

Para David, aquello no parecía unagran promesa; a pesar del aura tanextraña que desprendía la mujer, nopodía ser mayor que su hermana.

—¿O está dispuesto a sentarse yverla morir?

Con aquello, se levantó con unmovimiento fluido, subió comolevitando las escaleras y se marchó,dejando el potente aroma a perfume enel aire que rodeaba a David, al quehabía dejado con la tarjeta en una manoy sin palabras.

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* * *

El señor Joseph Schillinger, elantiguo embajador de Estados Unidos enLiechtenstein, estaba terminando elcrucigrama del Times cuando su chófer yfactótum, Ernst Escher, dijo con su finoacento francés:

—Mire quién viene ahí.Era la mujer de negro, la misma que

había visto de refilón en la conferenciade Dante. Pero no llevaba velo y aEscher le había dado tiempo de ver lamatrícula. Era la mismísima viuda deRandolph van Owen. Pero, ¿era ella lamisteriosa donadora del libro?

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—Y esto mejora —dijo Escher,girando la cabeza afeitada y el cuelloancho hacia su jefe con una sonrisaburlona.

Sí que mejoraba porque, al entrar enel coche que la estaba esperando, DavidFranco, el joven al que él había seguidohasta allí, apareció bajando losescalones apresuradamente tras ella.Llevaba algo dorado en la mano, quizásun bolígrafo. La ventanilla de ella sebajó y lo cogió y, después deintercambiar apenas unas palabras —ylo que habría dado Schillinger por saberqué palabras eran esas—, el coche sefue por la calle cubierta de nieve.

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—¿Qué quiere que haga? —preguntóEscher, que siempre estaba predispuestopara la acción, y si era de tipo violento,más aún.

—Nada. Quédate sentado.El hombre era como una granada sin

anilla.Schillinger veía algo desde el

asiento trasero y observó que Franco,sin abrigo con el que cobijarse del fríoviento glaciar, se había quedado comoparalizado. Incluso desde la distancia,desde el otro lado de la amplitud deBughouse Square, parecía aturdido, ySchillinger se preguntó qué habríaocurrido en la biblioteca. ¿Habría

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averiguado ya lo que Schillinger supusoen el mismo momento en que se habíapuesto al descubierto el libro? ¿Que lasilustraciones habían salido de la manodel maestro artesano, y nigromante,Benvenuto Cellini? Ninguna otrapersona más que alguien que estuvierainmerso en el ocultismo podría haberrepresentado las escenas de una formatan impactante, ni con un estilo tancaracterístico.

Durante años, desde que conoció amonsieur Linz en una subasta en el lagoComo, Schillinger había formado partede la red de aquel hombre, manteniendolos ojos abiertos ante cualquier cosa que

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pudiera ser de valor para alguien degustos tan oscuros y extraños. Y ahora lotenía. Los pequeños favores que Linz lehabía devuelto —divulgar la idea de queun Vermeer perdido hacía mucho, o unpaisaje de Hobbema, saldrían pronto almercado negro— se los podría devolverahora con creces.

Schillinger cogió el teléfono e hizouna llamada a Francia.

—Oui? —dijo, bruscamente, la vozal otro lado—. Que voulez-vous?

Cada vez que Schillinger tenía quehablar con Emil Rigaud, tenía quetragarse el genio. Pensar que un antiguoembajador de Estados Unidos podía ser

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tratado con tanto desdén por un capitándel Ejército francés retirado eraexasperante, por no decir más. Peromantuvo las formas y le contó lo queacababa de descubrir.

—Pero, ¿cuánto crees que sabe —preguntó Rigaud— ese tal DavidFranco?

—Es un joven muy inteligente —dijoSchillinger, con un ligero toque deorgullo por compartir la mismauniversidad—, pero solo estáempezando. En este momento, supongoque sabrá algo menos de lo que yo sé.

Rigaud suspiró como si hubiera oídola misma queja disimulada antes.

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—Lo hacemos así por tu propiobien, Joseph. Si supieras más de lo quete contamos, si se te ocurre empezar ameterte donde no te quieren, eso podríatener consecuencias nefastas.

Schillinger, insultado, siguiócallado.

—Comprenez-vous?—Je comprends.—Bien —dijo Rigaud—. Ahora

llama a Gropius a Amberes. Pregúntalepor el pequeño Corot que acaba de salira la luz.

Schillinger siempre había codiciadoun Corot. ¿Cómo lo sabía?

—Gracias, Emil. —Quizás no era tal

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mal tipo, después de todo—. Pero, ¿quéquieres que haga con David Franco?Tengo aquí conmigo a Ernst Escher, ypodríamos —dijo, con un tono mássiniestro— hacer algo.

—No hagas nada. Cuando tengamosque hacerlo, nos encargaremos desdeaquí.

—¿Y la señora Van Owen? Nosmovemos por los mismos círculos. Sumarido murió hace poco. A lo mejorpodría hacerme su amigo y así enterarmede algo más.

Se sintió, absurdamente, como unjoven lacayo, tratando de conseguirintegrarse con su jefe.

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—Monsieur Linz tiene la situacióncontrolada —contestó Rigaud, como siestuviera aleccionando a un escolar.

—Estoy seguro de eso, pero pensé…—Deja de pensar, ¿vale? Monsieur

Linz es un gran maestro y tú estásjugando al tres en raya. Llama aGropius.

Y se cortó la línea.Cuando el embajador miró atrás,

hacia la biblioteca, Franco subía condificultad los escalones, como unhombre que llevara el peso del mundosobre los hombros. ¿Qué sabía él queSchillinger no supiera? Había veces, yaquella era una de ellas, en que

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Schillinger sentía que estaba poniendoel dinero de la apuesta inicial cuando,alrededor de él, se hacían grandesjugadas. Quizás, si luchara algo másenérgicamente por sus propios intereses,no solo ganaría en un sentido material—y sus instintos codiciosos no habíandisminuido con la edad—, sino que severía con el derecho de exigir másrespeto por parte de Rigaud y de sumisterioso jefe.

—¿Bien? —dijo Escher conansiedad e impaciencia desde el asientodelantero.

—A casa —contestó Schillinger, yvio cómo su chófer bajaba los hombros

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desilusionado.Deseaba tantísimo un

enfrentamiento…Mientras Escher dirigía el coche por

el tráfico de la ciudad, tocando el claxonmolestamente a cada autobús escolarque iba lento, el embajador marcabapara llamar a Amberes.

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Capítulo 8

Le dejaron la capucha puesta hasta queel coche pasó con gran estruendo por elúltimo puente que salía de Florencia yse metió por un camino rural lleno debaches. Alrededor de una hora mástarde, unas manos ásperas le aflojaron elcordón y tiraron de él. Cellini cogió conansiedad aire fresco del campo.

Uno de sus captores estaba echadoen el otro asiento y lo observaba con unasonrisa maligna. Los otros dos, esoimaginaba él, estarían arriba, dirigiendoa los caballos.

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—Nos dijeron que necesitaríamosdiez hombres para doblegarte —dijo elsecuestrador, mirando hacia las cuerdasque ataban a su prisionero de pies ymanos—. Y ahora mírate, atado como unbuen cerdo.

Aunque había cortinas de muselinanegra en el hueco de la ventana, la lunabrillaba, y Cellini pudo ver lo suficientedel campo que los rodeaba como parasaber por qué camino iban y parasuponer hacia dónde se dirigían.

Roma.Lo que significaba que aquellos

hombres, preparados para abducir aalguien de la talla de Cellini —un

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hombre empleado por el mismo duquede Medici, gobernador de Florencia—,podían estar bajo el cargo, únicamente,del papa, Pablo III. Nadie más se habríaatrevido.

Pero, ¿por qué ofensa o delito?Cellini había servido bien al papadodurante años. Había diseñado el remate,o broche, del traje de armiño delanterior papa, Clemente VII, y habíarealizado una docena de otros abaloriosde joyería, aguamaniles y lavamanos deplata, monedas y medallas, para loslíderes de la Iglesia. Y cuando el duquede Borbón y su ejército invadieron ysaquearon Roma en 1527, ¿quién había

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sido su defensor más capaz? Había sidoCellini quien había tripulado loscañones del castillo Sant’Angelo, dondeClemente se había refugiado durantesiete largos meses de las tropas demaleantes, si es que aquellos salvajespodían llamarse así. De hecho, fue aCellini a quien el papa Clemente habíarecurrido cuando todo parecía estarperdido y los tesoros papales iban acaer en manos enemigas.

¿Y ahora aquel nuevo papa, PabloIII, había mandado a sus rufianesprender fuego a su estudio y llevárselopor la fuerza?

—¿No quieres saber quiénes somos?

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—dijo el hombre del carruaje.Era una bestia fea y los dientes le

habían crecido hacia los lados, por loque emitía un sonido sibilante cuandohablaba.

—Sois la escoria que el papa mandapara hacer el trabajo sucio.

El hombre se rio, dejando claro queno estaba ofendido.

—Se dice que eres inteligente —admitió, buscándose algo dentro de laboca con un dedo largo y mugriento—.Ahora lo entiendo. Soy Jacopo.

Tiró el trozo molesto al suelo.—Pero, ¿por qué así? Si el papa

quería verme, solo tenía que mandar una

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petición.—Nosotros somos esa petición. Él

pide que te agaches a sus pies y quesupliques que no te cuelguen de la Torredi Nona.

—¿Para qué?Ignorando la pregunta, Jacopo

levantó la cortina y miró hacia lascolinas ondulantes de la Toscana.

—Se está bien aquí arriba —dijo—,nunca había estado tan lejos de Roma.

Se limpió un poco de baba de labarbilla con el dorso de la mano, gestoque Cellini supuso sería habitual en él.

—¿Y bien? ¿Me vas a contestar?—Lo descubrirás muy pronto —dijo,

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y apoyó la cabeza en la pared de lacabina que iba dando sacudidas, cayó enun profundo sueño y empezó a roncar.

Y en aquello tenía razón. La mayoríade los carruajes habrían parado por lanoche, pero aquel, con los farolesiluminados balanceándose en las cuatroesquinas del techo, pudo conducir todala noche, incluso a riesgo de salirse delcamino o de hacerse daño los caballos.Al amanecer pararon en una posada y,aunque le dieron algo de pan y vino aCellini y la oportunidad de ponerse unacompresa fría en la cabeza, lo volvierona meter atado en el carruaje tan prontoles hubieron puesto los arreos a los

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nuevos caballos. Jacopo cogió lasriendas y uno de sus cómplices, un tipoenjuto y nervudo con un gran cardenal enla mejilla y un ojo morado, tomó supuesto dentro de la cabina.

—¿Qué te ha pasado? —dijo Celliniconociendo bien la respuesta—. Pareceque te hubieran golpeado con un cubo.

El hombre escupió en la cara aCellini.

—Si no tuviera órdenes deentregarte de una pieza, te partía en dos.

—Y si yo no tuviera las manosatadas, te ponía otro ojo negro a juegocon el que ya tienes.

El carruaje siguió su camino durante

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varios días, hasta que Cellini notó quese le iba a romper la espalda de tanto irdando tumbos. Con las manos y los piesatados —aquellos sinvergüenzas debíande estar esperando una buenarecompensa por entregarlo sano y salvo—, poco podía hacer para ponersecómodo, y las perspectivas de lo que leesperaba en Roma no eran muyalentadoras. Cuando, por fin, se ibanacercando a la Ciudad Eterna, loscaminos eran más suaves y estabanmejor pavimentados, pero también másconcurridos, con pastores que llevabansus rebaños al mercado y con carrosdestartalados que transportaban barriles

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de vino desde Los Abruzos, ruedas dequeso desde el valle del Enza ymontones del característico mármol azulgrisáceo desde lo alto de los Apeninos.Cellini oyó al conductor —en aquelmomento era Bertoldo, el de la espadaque lo había llamado dándole un toqueen el hombro en Florencia— gritar:

—¡Abran paso! ¡Venimos en nombrede su santidad, el papa Pablo III!¡Apártense del camino!

Por los juramentos y los apelativosque escuchó en respuesta, había muchosque lo creyeron. Pero los contadini eranasí, cavilaba Cellini. Trabajaban todo eldía en las granjas y los campos, a veces

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sin hablar con nadie y, cuando alguienles hablaba a ellos, sospechaban alinstante de sus intenciones,especialmente si era un extraño con unaespada, conduciendo un extravagantecarruaje negro y dando órdenes a sualrededor.

Jacopo, sentado dentro de nuevo, nopudo resistirse a apartar la cortina ysacar su fea cara por la ventana. Cellinitenía la impresión de que esperaba quealguien —cualquiera— lo reconociera.

Las calles de Roma, a diferencia delas de Florencia, eran un caos. EnFlorencia, las calles eran estrechas y, amenudo, estaban oscuras, pero la gente

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sabía cómo comportarse. No tiraban labasura a las alcantarillas, no vaciaban elorinal por la ventana que daba a la calle,no dejaban que los perros, gatos opájaros muertos se pudrieran al sol.Pero aquellos romanos vivían en unpozo séptico y ni siquiera parecíaimportarles. Cada vez que había ido aRoma, Cellini se había quedadoasombrado ante el estado de caos, lagran confusión que había por todoslados, donde las grandes obras maestrasde la Antigüedad estaban rodeadas dezonas de teñido y los templos clásicosdaban cabida a mercados de cerdos.Cuando el carruaje pasó por la puerta

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del Popolo, la tumba de la madre deNerón apareció a la derecha; unamultitud de mendigos ocupaba losescalones que daban a ella. La tumba delemperador romano Augusto no salíamucho mejor parada; habían arrancadotrozos de la fachada de mármol y loshabían quemado por la cal que pudieransacar de ellos. El Campo de Marteestaba lleno de tiendas de obreros,algunas de ellas encajadas en las ruinasde lo que en su día habían sido gloriosasmansiones. El templo de Pompeya lohabían transformado en un hotel sindueños, donde montones de familias sehabían hecho un hueco, con hogueras y

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ropa tendida bajo la enorme y ruinosabóveda. Si Florencia era un baileelegante, Roma era un circo sin domar.

Y Cellini sentía que se iba aconvertir en su mayor atracción.

Al pasar por el Borgo, que era comose llamaba la animada zona entre lasorillas del río Tíber y la ciudad sagradadel Vaticano, Cellini no pudo evitarrecordar su primer viaje a Roma,cuando solo tenía diecinueve años. Él yotro aprendiz de orfebre, Tasso, habíanhablado muchas veces de dejar suciudad natal, Florencia. Roma era ellugar donde se podía hacer fortuna y unnombre. Y un día, durante un largo

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paseo, se habían encontrado frente a lapuerta de San Piero Gattolini yBenvenuto le había dicho bromeando asu amigo:

—Bueno, estamos a mitad decamino, ¿por qué no seguimos andando?

Tasso parecía algo dubitativo, peroCellini lo animó. Se ataron losdelantales a la espalda y se pusieron encamino. En Siena, tuvieron la suerte deencontrarse con que un caballonecesitaba que lo llevaran de vuelta aRoma, por lo que pudieron montarlo elresto del camino y, ya en la ciudad,Cellini encontró trabajo rápidamente enel taller de un exitoso orfebre llamado

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Firenzuola. Se tomó un momento paraver un diseño que Cellini había hecho deuna hebilla de cinturón muy elaborada ylo contrató en ese mismo instante pararealizar un vaso de plata para uncardenal, basado en una urna de laRotonda. Tasso no tuvo tanta suerte, y laañoranza le ganó la batalla. Volvió aFlorencia, mientras que Cellini se quedóen Roma yendo de un maestro a otro,haciendo objetos, desde candelabroshasta tiaras, tan bellos e ingeniosos quepronto se convirtió en un maestroreconocido en su oficio.

Pero las manos que habían realizadoanillos y mitras para papas estaban

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ahora tan irritadas y entumecidas por lascuerdas con las que se las habían atadoque apenas podía mover los dedos.

En la entrada principal del Vaticano,varios miembros de la Guardia Suizavestidos con el uniforme verde yamarillo y con plumas en el cascopararon el carruaje. Eran jóvenes —enaquella época eran siempre jóvenes, yaque casi todos sus predecesores habíansido masacrados durante el saqueo de laciudad— y estuvieron discutiendo algosobre unos documentos. El líder de laGuardia metió la cabeza en el carruajepara ver quién iba dentro. Arrugó lanariz ante el hedor y dijo:

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—Deberías darle un baño a esteantes de presentarlo ante el santo padre.

Se elevó el rastrillo y el carruajepasó hasta la piazza principal. Celliniestaba deseando salir ya del vehículo,aunque fuera para subir los escalonesdel palacio papal y afrontar un destinodesconocido.

Bertoldo pareció asumir larecomendación del guarda al pie de laletra y paró junto a una fuente en la quehizo bajar a Cellini. Después dedesatarle de manos y pies, le dejó cogerun poco de agua fresca con las manos yechársela en la cara y el cuello. El aguaera tan agradable que Cellini se dejó

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caer sobre las rodillas y hundió toda lacabeza en la fuente. Cuando volvió alevantarla, se sacudió los largos rizosnegros como si fuera Poseidón saliendode las profundidades. El agua le corríapor la amplitud de los hombros y elpecho, y por La Medusa, que aúnllevaba bajo la camisa. El sol brillaba yera cálido, y levantó la cabeza hacia élsin saber cuánto tiempo más podríadisfrutar de un placer tan simple comoaquel. Un par de frailes con largastúnicas marrones se pararon a observarmientras murmuraban algo tapándose laboca con la mano.

Bertoldo y sus cómplices pusieron a

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Cellini de pie, le volvieron a atar lasmuñecas y, con el agua aún goteándole,lo llevaron escaleras arriba hasta unsalón del trono pequeño donde docenasde hombres —mercaderes, aristócratas,funcionarios municipales— seaglomeraban, a la espera de unaaudiencia con el papa. Algunosagarraban papeles entre las manos, otrostraían regalos —uno llevaba en el brazoun loro que graznaba—, pero todos secallaron cuando vieron pasar aBenvenuto escoltado diligentemente.Estaba claro que ninguno de ellos queríaestar en su lugar.

En el salón del trono más grande

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había congregado otro grupo depersonas, pero aquel estaba compuestopor sacerdotes, cardenales, embajadoresy sus correspondientes secretarios. Elpropio papa, ataviado con una capa deterciopelo rojo, estaba sentado en untrono de respaldar alto y tapizado conterciopelo violeta, daba órdenes ydirectrices y parecía llevar diezconversaciones a la vez. Tenía la caralarga, la nariz larga también, y una barbablanca tupida con una línea negra en elcentro. Cuando Cellini se acercó altrono con atrevimiento, Bertoldo y sushombres se agacharon. Benvenutoreconoció a la mayoría de los

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cortesanos —algunos eran prelados quehabían iniciado su ascenso en laToscana, y otros eran extranjeros paracuyos reyes y príncipes había trabajado—, pero había uno en concreto al queconocía bien. El signor Pier Luigi sehabía convertido recientemente en duquede Castro y, si tenía que aventurarse adecir por qué lo habían llevado hastaallí bajo tal coacción, diría que teníaque ver con aquel hombre.

—Y mira quién está aquí —exclamóel papa Pablo—, el artista ambulante.

No había maldad en su voz, lo quedejó a Cellini desconcertado por unmomento.

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—He venido tan pronto como hepodido, su santidad… y lo habría hechoencantado.

Parecía que el papa se acababa dedar cuenta de las manos atadas y le hizoun gesto a Bertoldo para que se lasdesatara.

Haciendo, con nerviosismo, unareverencia con la cabeza, Bertoldodesató la cuerda y dio unos pasos atráshasta el final de la sala. Cellini sacudiólas manos para que la sangre le volvieraa fluir y se colocó bien el cuello,todavía húmedo, de la camisa.

—Perdonadme, su eminencia, peromis compañeros de viaje, unos tipos

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estupendos todos ellos, aunque algofaltos cuando surgía algunaconversación, no me contaron el motivode mi visita.

El papa rio.—No has cambiado nada,

Benvenuto.—Quizás es hora de que lo haga,

padre —terció el signor Luigi, y Cellinirio irónicamente por la forma dedirigirse al papa.

En aquel caso, llamarle Padre eramás que simbólico; Luigi era, de hecho,su hijo bastardo —lo que explicaba lacantidad de títulos y el dineral que lehabía conferido—, y a Luigi le gustaba

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recordarle a la gente dicha paternidad.Era un hombre moreno y con cara depocos amigos, de cejas gruesas yoscuras, bigote colgón y barba oscuratambién. Y, en aquel momento, como decostumbre, llevaba puesto su petoacorazado. Tenía bastantes enemigos,reflexionó Cellini, tantos como para serasí de precavido.

—Qui zás messer Cellini quieravolverse un hombre honesto —añadió elsignor Luigi.

Cellini notó cómo le subía la sangrea la cabeza, pero se contuvo y dijo:

—Nunca he sido otra cosa.E l signor Luigi se colocó con aire

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resuelto entre el trono papal y el lugardonde estaba situado Cellini paramirarlo desde más cerca.

—¿De verdad? —dijo con desdén—. ¿No hay nada que quieras contarnos?—preguntó—. ¿Algo que quierasconfesar en este lugar santo tras años deocultación?

Cellini estaba francamentedesconcertado, como no lo había estadoantes en su vida.

—Vas a tener que ilustrarme. Comosiempre que el signor Luigi habla —evitó aposta usar cualquiera de susgrandes títulos—, hay mucho ruido ypocas nueces.

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El papa se rio despreocupadamentea carcajadas, lo que hizo enfurecer mása su hijo.

Como si estuviera hablando en elmismo Coliseo, el signor Luigi elevabalos ojos y la voz, e incluso los brazos,mientras se movía en círculos alrededorde Cellini para declamar lasacusaciones.

—¿Te sorprendería saber que tusconfidencias han sido desveladas? ¿Queciertas confesiones que hiciste hacetiempo, con tu estilo jactancioso, hanllegado a oídos de la Santa Sede?

—¿Confesiones? ¿A quién? —Cellini llevaba años sin ver a un

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sacerdote para tal propósito.—Cierto aprendiz de la ciudad de

Perugia.Ah, así que eso era. Debía de estar

refiriéndose a Girolamo Pascucci, unladrón vago que había roto su contratocon Cellini y aun así seguía debiéndoledinero. Pero, ¿una confesión? Y muchomenos a alguien en quien nunca habíaconfiado.

—Sabemos, messer Cellini, y digosabemos, lo que ocurrió durante elataque a Roma hace dieciséis años.

—Ah, entonces sabéis que dirigí laartillería que defendió al papa ClementeVII cuando estaba sitiado en el castillo

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Sant’Angelo.—Lo sabemos —dijo el signor

Luigi sarcásticamente e irritado porquele hubieran interrumpido la perorata.

—¿Y que yo fui quien mantenía lastres almenaras ardiendo todas las nochespara dar muestra de que no noshabíamos rendido?

—Pero eso no es…—¿Y que fue un disparo desde mi

arcabuz el que acabó con la vida delmismísimo duque de Borbón?

—Sabemos —dijo con vozresonante— que el papa, en un momentode necesidad desesperada, te confió lasjoyas de la santa Cámara Apostólica.

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Por fin, Cellini vio adonde llevabatodo aquello.

—Eso hizo. Nunca lo negaré. Elpapa Clemente, que en paz descanse,vino a mí una noche y me dijo:«Benvenuto, tenemos que encontrar laforma de conservar estos tesoros. ¿Quépodemos hacer?».

—Así que admites esa ocultación.A Cellini le costó contenerse de

darle un puñetazo a aquel idiota en suelegante peto.

—Con la ayuda del propio papa y desu sirviente Cavalierino —explicóCellini más para el papa, que estabasentado en su trono, que para su

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insultante hijo bastardo—, quitamostodas las piedras preciosas de las tiaras,mitras y coronas, y cosimos todas lasque pudimos en los pliegues de lasvestiduras que ambos llevaban puestas.Para poder transportar más fácilmente eloro, lo fundimos.

Cellini recordaba a la perfección elalto horno de reducidas dimensiones quehabía construido a toda prisa en susdependencias. Había echado el oro alcarbón, y lo había dejado gotear en unabandeja grande que había colocado bajoel ladrillo.

—Y, ¿dónde están esas joyas ahora?¿Dónde está ese oro?

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—Donde siempre han estado, en lasarcas del Vaticano.

—¡Nada más y nada menos que delvalor de ochenta mil ducados! —pregonó a los cuatro vientos el signorLuigi.

—¿Eso es de lo que me estáisacusando? ¿De robar las joyas del papa?

El signor Luigi se giró sobre lostalones con los pulgares enganchados enlas esquinas del peto.

—Si no lo hiciste tú, ¿quién lo hizo?Cellini apenas sabía por dónde

empezar, pero sabía que debía sercuidadoso; el signor Luigi era unenemigo peligroso. Incluso sabiendo el

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papa Pablo que no era muy de fiar, aquelhombre seguía siendo su hijo, y lasangre es más espesa que el agua.Cellini nunca olvidaba esa idea.

—Lo primero es que, incluso sihubiera cometido una ofensa taninconcebible, no se lo habría confesadoa un hombre como Pascucci; la ciudadde Perugia nunca ha dado vida a unladrón y mentiroso mayor que este. Y, encuanto a las piedras perdidas, os sugieroque consultéis los libros de cuentas.¿Habéis hecho esto?

El signor Luigi no contestó.—Ya creía yo que no. Todo, cada

anillo, diamante, rubí, e incluso cada

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granate, se registró en los libros decuentas en cuanto se levantó el sitio.Mientras el papa Clemente estabanegociando el acuerdo, un anillopequeño de diamantes, que no costaríamás de cuatro mil escudos, se le cayódel dedo y, cuando el embajadorimperial se agachó para recogerlo, elpapa le dijo que se lo quedara. Apartede eso, veréis que no falta ni un soloducado, ni mucho menos ochenta mil.

Cellini hizo un gesto de burla parahacer ver lo absurdo de la acusación queacababa de recibir.

Y, aunque el papa Pablo parecíacalmado, el signor Luigi no lo estaba.

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De hecho, tenía la frente más arrugadaque nunca y, en vez de dejar el tema enaquel punto, dijo:

—Se revisarán los libros de cuentas.Dio un chasquido con los dedos y

los dirigió hacia un criado, que saliórápidamente de la habitación paraponerse manos a la obra cuanto antes.

—Pero esto aún nos deja con uncargo igualmente grave.

—¿Otro? —dijo el papa, sonandoalgo desconcertado.

—Sí, padre… un cargo por herejía.Se hizo el silencio en la sala, y el

papa se inclinó hacia adelante en sutrono de terciopelo violeta, con la larga

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barba blanca rozándole las rodillas.El signor Luigi, encantado de haber

captado de nuevo la atención de todos,dijo:

—En su taller de Florencia, messerCellini ha experimentado con textosprohibidos y arcanos que obran endirecta contravención a lo que manda laIglesia. Mis fuentes me aseguran…

—¿Qué fuentes? ¿Pascucci denuevo?

—No —contestó el signor Luigi consequedad—, otros aprendices que tieneempleados. Y ellos me aseguran que hasutilizado varios grimorios, los librososcuros de magia que la Iglesia católica

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prohibió, para diseñar objetos denaturaleza arcana. Objetos que puedenotorgar poderes reservados únicamentea Dios.

El papa Pablo se dejó caer de nuevoen el respaldo de la silla. Un embajadorextranjero —francés, por lo engalanadoque iba y los encajes que llevaba— dioun grito ahogado y se llevó a la cara unpañuelo, como para evitar contagiarse.Cellini sintió que la temperatura de lasala bajaba varios grados.

—No sé qué responder ante talesacusaciones sin fundamento —dijoCellini—, especialmente cuando no séquién las lanza.

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—Eso es asunto mío —declaró elSignor Luigi.

—¿Es eso verdad? —preguntó elpapa Pablo.

Y en aquel momento, Cellini hizouna pausa. Tendría que haber seguidonegándolo, pero mentir al mismo papaera un pecado de tal magnitud queapenas se atrevía a contemplar. Y elsignor Luigi debió de notar su momentode duda ya que, antes de que Cellinituviera siquiera tiempo de pensar quédecir, se había abalanzado sobre él, lehabía metido la mano por debajo delcuello de la camisa y había tirado de lacadena.

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La Medusa yacía en la palma de sumano, con la cara mirando hacia eltrono.

—La prueba, padre, ¡la prueba! Unobjeto profano cuyo verdaderopropósito solo el diablo lo conoce.

El papa indicó que quería verlo, yuno de sus sacerdotes se acercó y se losacó a Cellini por la cabeza. Cuando yaestaba en la mano del papa, este loexaminó detenidamente y le dio lavuelta, frotando con el dedo la cubiertade seda negra.

—¿Qué es esto?—Un espejo, su santidad.El papa giró los seguros y la

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cubierta de seda se deslizó. Cellini, sindarse cuenta, miró hacia las enormesventanas que daban a los jardines delVaticano. Afortunadamente, el sol, y nola luna, se elevaba en el cielo sobre laarboleda de naranjos y limoneros.

—No es muy bueno —dijo el papa,observando el cristal convexo ydistorsionado.

—No, su eminencia, tampococumplió mis propias expectativas. Fuediseñado para Eleonora de Toledo pero,como resultó imperfecto, me lo quedé yoe hice otro nuevo —una copia perfectacon ojos de rubí— para la duquesa.

—¿Rubíes de las arcas del

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Vaticano? —terció el signor Luigi.Cellini cerró los puños —había

soportado todos los insultos posibles—y Luigi, retrocediendo, le ordenó aBertoldo y a sus secuaces que loagarraran.

—Tendrás todo el tiempo quequieras para contemplar tu obraimperfecta —dijo— en su antiguo hogar,las mazmorras del castillo Sant’Angelo.

Cellini empezó a protestar, pero elpapa, reacio a seguir frustrando a suhijo, le dio el espejo a uno de suscriados como si fuera una pieza de frutapodrida de su jardín y se dio la vueltade manera ostentosa.

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Capítulo 9

—¡Otra vez, tío David! ¡Otra vez!David estaba a punto de salir del

hielo —llevaba años sin patinar yconsideraba un milagro no habersecaído todavía—, pero por deferencia asu sobrina, accedió a dar una vuelta mása la pista de hielo con ella. Después detodo, era Nochebuena.

Hacía frío, pero el sol brillabaradiante y, al pasar patinando por dondeestaba Sarah, sentada en un banco,envuelta en un abrigo largo hasta lospies y con un gorro de lana ajustado

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hasta las orejas, David gritó:—¿Aguantas ahí?Sarah asintió y le dio su aprobación

a David.—Entonces, ahora volvemos.Y, aún agarrando de la mano con

mitones a Emme, David volvió ameterse en el barullo de niños yadolescentes, abriéndose paso por lapista de hielo bajo el sonido metálico yamplificado de un villancico. Era uncuadro de Currier e Ives, el estanquehelado del parque, los patinadores consus gorros calentitos con pompón en lapunta y leotardos de colores, llenando elaire de vaho al respirar.

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Y le sentaba bien salir y hacerejercicio al aire libre, especialmentedesde que se había sentido atrapado ensus propios pensamientos tras la visitade la señora Van Owen a la biblioteca.Había sido, sin duda, el momento mássurrealista de toda su vida e, inclusodespués de haber corrido paradevolverle el bolígrafo —y que ella lehubiera asegurado que cada palabra ibaen serio—, le consumían las promesasque le había hecho. Por una parte, sabíaque era una locura; ¿cómo podríagarantizarle que le salvaría la vida a suhermana? Nadie podía hacerlo. Pero,por otra parte, estaba aquella tarjeta de

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visita con la oferta de un millón dedólares. «¿Qué tipo de tratamientos ocuidados o atenciones especialespodrían conseguir un millón de losverdes? Muchísimos», pensó. Tenía latarjeta guardada en el fondo de lacartera, pero nunca se olvidaba de queestaba allí. Simplemente, no se sentíabien, y se preguntaba si era el tipo decosas que debía contarle a la doctoraArmbruster… aunque intuía, no sinsentirse culpable, que no tenía por quéhacerlo.

En un esfuerzo por dejar lasdistracciones a un lado y, simplemente,seguir con su trabajo, se había metido de

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lleno en la lectura de las páginas que lequedaban de La llave a la vida eterna,supuestamente del puño y letra delpropio Cellini. Y, a medida que se ibanrevelando los muchos secretos delmanuscrito, iba entendiendo lo quemovía a Kathryn van Owen en subúsqueda de La Medusa.

Creía en aquello.Creía que lo que decía el libro era

verdad, y que el espejo realmenteguardaba el poder de la inmortalidad.Como le había dicho ya fuera de laNewberry, nunca le había confiadoaquel documento en concreto, en sutotalidad, a nadie más que a él.

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—Guárdelo con cuidado —le habíadicho—. Usted es la única persona quecreo que puede encontrar sentido y darbuen uso a esto para su búsqueda. Nome decepcione.

Al final, resultó que La llave no erasolo una muestra de los experimentosque Cellini había hecho con la brujería—desenterrar cuerpos del cementerio,construir artículos extraños diseñadospara criar homonculi, la búsqueda de lapiedra filosofal—, sino que también erauna muestra detallada de su propiapersecución obsesiva de lainmortalidad. No contento con lasmaravillosas creaciones que ya había

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realizado, o el genio artístico con el quehabía sido bendecido, había conseguidola ayuda de un mago siciliano llamadoStrozzi, y había iniciado la búsqueda delmayor de todos los regalos, la vidaeterna. Lo que quería no era más quetodo el tiempo del inundo, tiempo en elque volvería a crear la naturaleza en susformas más idealizadas; e inventaría detodo, desde estatuas hasta fuentes, desdecuadros hasta joyas resplandecientes deuna belleza y un ingenio inigualables. Lerecordaba a David a otra gran, aunqueficticia, figura: Fausto, que estabadispuesto a vender su alma a cambio detodo el conocimiento adquirido gracias

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a la inmortalidad.Y en un pasaje, quizás el más

espeluznante de todos, narraba unaexpedición alucinatoria —o eso debíaasumir David— hacia el inframundo,dirigida por el mismísimo Dante. Celliniafirmaba no solo haber descubierto elsecreto de la invisibilidad —en unmacizo de juncos— sino, también, elsecreto de la eternidad. Yacía en el aguade un estanque infernal, de la que habíaconservado unas gotas tras el cristal deLa Medusa. El espejo, escribía Cellini,aseguraba su don, pero solo «se ilproprietario lo sa comeappronfondire» o «si su dueño sabía

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cómo hacer uso de él». En su dialectotoscano, proseguía explicando cómodebía sostenerse el espejo: «desde cercay directamente, como si mirara dentrodel alma propia» y adornado por la luzde la luna, «el planeta sobre nosotrosconstante, pero siempre cambiante».Concluía con una advertencia: «Pero eseste un favor menos simple y menosdeseable de lo que se podría pensar, yen verdad me temo que gran angustia ydesgracia puede acarrear».

«Dile eso a la señora Van Owen»,pensó David mientras emprendía, comoun loco, otra vuelta a la pista de hielo.

—¡Amanda! —dijo Emme chillando,

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justo antes de soltarse de un tirón de lamano de su tío y patinar hacia su mejoramiga, que iniciaba, tambaleándose, suentrada en la pista de hielo.

David aprovechó el momento parapatinar hasta el borde de la pista ydejarse caer en el banco junto a suhermana Sarah.

—Parece que tiene una mejor oferta—dijo, desatándose los patines.

—No te sientas mal, ella y Amandason inseparables.

—¿Cómo lo llevas? ¿Recogemos ynos vamos a casa?

Su cara reflejaba el frío translúcidodel hielo y, sin cejas por la quimio,

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parecía una máscara de cristalinquietante. Tan solo los ojos, igual deoscuros que los de David, todavíaguardaban alguna chispa de color y devida.

—No, Emme se lo está pasandobien, me encuentro mejor solo con verlo.Nunca sé cuántas oportunidades máscomo esta voy a tener —dijo, con totalnaturalidad.

Fue la sola brusquedad delcomentario lo que le dejó másimpactado. Intentaba, con todas susfuerzas, mantener la idea de laposibilidad de la muerte de su hermanaapartada, pero, obviamente, sabía que

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ella no podía hacer lo mismo. ¿Cómopodía ser? Desde hacía más de un año,había vivido bajo una inminentesentencia de muerte. Había pasado poruna cirugía tras otra, un tratamiento trasotro, un protocolo especial tras otro y,mientras había alguna que otra tregua ensu deterioro, la dirección, en general,era inequívoca. La remisión, si es quellegaba, no lo haría por mucho tiempo.

—¿Sabes lo que más voy a echar demenos? —dijo, pensando en voz alta.

Él odiaba aquella línea depensamiento, pero si ella lonecesitaba…

—Llegar a ver a Emme crecer.

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En aquel mismo momento, pasóEmme a toda velocidad, riendo y cogidade la mano de Amanda.

—Pero sí que vas a llegar a verlacrecer —dijo David, refiriéndose a lomejor que podría pasar, inclusosabiendo (y sabía que ella lo sabía) quecualquier concesión sería temporal—.Estás mejor por día, y Gary me cuentaque con ese tratamiento nuevo que te hanpuesto estás viendo una mejoría real. Tevas a recuperar.

Le dio una palmadita a David en eldorso de la mano, aún siguiendo a Emmecon la mirada, y dijo:

—Ponte las botas, que se te van a

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helar los pies.David terminó de quitarse los

patines y se puso las botas, frías como situvieran dentro carámbanos.

—Daría cualquier cosa por que esofuera verdad —añadió, y David no pudoevitar trasladarse de nuevo a lasnegociaciones en el silo de libros conKathryn van Owen.

Con tono deliberadamentedespreocupado preguntó:

—¿Lo harías?—¿Si haría qué? —dijo ella, sin

acordarse ya de lo que acababa dedecir.

Los medicamentos provocaban que,

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a veces, le costara seguir el hilo de laconversación.

—¿Hacer cualquier cosa para…seguir adelante?

Ella respiró hondo y miró hacia lapista de hielo llena de patinadores quereían y daban vueltas.

—Nunca pensé que fuera a creerlo—dijo ella—. Siempre he pensado, lopoco que cualquiera que esté sanopiensa en una cosa así, que sería felizmientras viviera mi vida, y que me iríapacíficamente, sin queja alguna, cuandollegara el momento.

Tosió y se llevó la mano cubiertapor un guante a los finos labios, ya

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incoloros.—Pero eso es lo que se piensa

cuando las cosas van bien —dijo—. Esoes lo que se piensa cuando nada varealmente mal. Yo ya no pienso así.

Un toque de amargura, uno queapenas percibió David, se le empezó anotar en la voz.

—Ahora daría cualquier cosa queestuviera a mi alcance, y haría lo quetuviera que hacer, para seguir con vida.Para envejecer y contar canas junto aGary. Para ver a Emme tocar en laorquesta de la ciudad, ir a su graduacióndel instituto, luego a la universidad. Verde quién se enamora y qué decide hacer

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con su vida. Verla convertirse en unamujercita, tener sus propios hijos.Quiero todo eso, David, todo —dijo,mientras se le llenaban los ojos delágrimas—. Nunca pensé que pudieraquerer algo con tanta fuerza, y meavergüenza muchísimo ser tan débil yestar tan enfadada ahora.

—No tienes por qué avergonzarte denada —dijo David, pasándole el brazopor los hombros y abrazándola fuerte—.Eres la persona más valiente queconozco y tienes todo el derecho a estarenfadada. Estás pasando por un infierno.

La oferta de la señora Van Owen,«prometo que vivirá muchos años»,

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resonaba en su cabeza como unacampana agrietada.

Le caían lágrimas por ambasmejillas y varios patinadores quepasaron por su lado los miraron.

—No dejes que Emme me vea así —murmuró bajo el abrigo.

—No te preocupes, está lejos, en elstand de entrada, con Amanda —leaseguró él.

—Solo necesitaba decirlo.—Me puedes decir lo que quieras,

lo sabes. Siempre lo has hecho.Ella sollozó un poco y sonrió ante el

comentario.—Recuerda cuando me dijiste —

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continuó— en secundaria que ningunachica saldría nunca conmigo si no melibraba de mi caspa. O que era unbailarín tan malo que lo que debía hacerera quedarme quieto en un sitio yarrastrar los pies un poco por la zona.

—¿Eso te dije? —preguntó ella—.Lo siento mucho.

—No lo sientas, tenías razón.Compré champú y aprendí a bailar.

Ella se secó las lágrimas con eldorso de los mitones y se puso derecha.

—Me pregunto si así es como sesintió mamá, justo como me sientoahora.

David también había pensado en

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ello. ¿Había sentido su madre, quemurió de la misma manera, la mismaangustia y frustración y, sí, también furiaante el final?

—Es posible —dijo David.Sarah simplemente asintió.Emme se acercaba a ellos patinando

con mucho cuidado, con una gran taza dechocolate de cartón en la mano.

—Ten cuidado, lo vas a derramar —dijo David, levantándose y dándole lamano.

Emme miró a su madre sabiendo quealgo pasaba, se dejó caer en el otro ladodel banco y empezó a quitarse lospatines.

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—Veo que tienes el equipo completo—dijo David para distraerla—. Natamontada, golosinas encima. ¿Dónde estála guinda?

—¿Va todo bien, mamá? —preguntóEmme a su madre, metiéndose las botas.

—Bien, cariño, todo va bien. Pero,¿te ha pagado Amanda eso? Voy a darleel dinero a su madre.

—No —dijo Emme, reclamando suchocolate caliente—, un amigo del tíoDavid nos compró uno a cada una. Dijoque él invitaba.

Sarah miró a David justo cuando a élse le notó en la cara el desconcierto.

—¿Un amigo mío? ¿Cómo se

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llamaba?—No me acuerdo, pero hablaba de

una forma graciosa.—¿Está aquí todavía? Dime quién

es, Emme —dijo, manteniendo un tononeutral—. Me gustaría ir a saludarlo.

Emme dio un gran sorbo al chocolatemientras escaneaba con la mirada lapista de hielo, y luego la calle.

—Es él —dijo.Señalaba a la calle, donde había un

hombre bajito, fornido y calvo abriendola puerta de un BMW negro.

—¿Lo conoces? —preguntó Sarahnerviosa.

Pero la expresión de su cara le

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confirmó que no.—Ahora vuelvo —dijo David,

saliendo a toda prisa por el borde de lapista.

—David, llama a la policía si esnecesario, no hagas nada peligroso.

Pero David ya no oía nada más queel propio martilleo de sus tímpanos.¿Quién era aquel tipo que estabacerrando la puerta del coche? Sirealmente hubiera sido un amigo de él,se habría acercado a saludar. Peroempezaba a resultarle algo familiar.¿Por qué?

—¡Eh! —gritó, rodeando un lateralde la pista, con el brazo levantado y

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haciendo gestos—. ¡Eh, usted!Fue abriéndose camino entre la cola

de niños que esperaban en el stand deentrada hasta que pudo, finalmente, salirdel parque.

El BMW ya había arrancado yDavid, retenido en el otro lado de lacalle, tuvo que esperar a que un autobúspasara. Cuando lo hizo, el coche semovía en su dirección, y David fueresbalándose hasta la calzada cubiertade nieve medio derretida mientrasmovía los brazos y le gritaba al cocheque parara.

Lo único que pudo ver delconductor, que estaba agachado tras los

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cristales tintados, fue una cabezaafeitada ladeada hacia un lado con ungesto de excesiva curiosidad, como si eltipo se divirtiera jugando a ver quién erael más gallito.

—¡Pare! —gritó David levantandolas manos aunque, lejos de aminorar o,incluso, dar un giro, el coche seguíayendo en su dirección—. ¡Pare el coche!

Lo que hizo el tipo fue acelerar ytocar el claxon. Alguien desde elautobús dio un grito y David, resbalandopor el pavimento helado, tuvo queapartarse de un salto en el últimosegundo, cayendo a un montón de nieveapilada junto al bordillo. Se hundió en

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la nieve hasta los codos y, cuando pudodarse la vuelta, el coche negro ya seestaba alejando a toda velocidad, con elclaxon aún resonando, y giró en lasiguiente esquina. No tuvo tiempo decoger ninguno de los números de lamatrícula, ni nada por el estilo.

Un hombre que pasaba por allí seagachó corriendo y le extendió una manodiciendo:

—¡Por los pelos! ¿Qué demonioshacía en medio de la carretera?

David le agarró la mano para salirdel montículo de nieve y subirse a laacera.

—¿Se ha hecho daño?

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—No, estoy bien —dijo David,sacudiéndose la nieve de los pantalonesy del abrigo.

Había varias personas al otro lado,en el parque, mirándolo, y algunospatinadores se habían parado en secopara ver cómo acababa la historia.

—Se acabó —gritó David—, fin delshow.

Pero no lo era. Por encima del ruidodel tráfico y del sonido chirriante deBlanca Navidad que venía del stand deentrada, oyó la voz de Emme gritar sunombre.

* * *

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La ambulancia llegó en unos minutosy, tras abrazar a Emme y asegurarle queSarah se pondría bien, David la mandó acasa con Amanda y su madre. Losenfermeros le dijeron que podía ir en laparte de atrás.

Sarah perdía y recobraba laconsciencia por momentos y, por la pocainformación que David había podidoreunir, había salido corriendo detrás deél, aterrada, se había resbalado en elhielo y golpeado la cabeza en la acera.Él se inclinó sobre ella, agarrándole lamano, mientras el médico controlaba lasseñales vitales en el monitor.

—¿Hay algo más que deba saber

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sobre su estado de salud? —preguntó elmédico, levantando la vista hacia David.

—Está en tratamiento para el cáncer—dijo David.

El médico asintió rápidamente,confirmando sus sospechas. Resultabacomplicado mirarla y no imaginárselo.

—¿En qué hospital?—Evanston.—Bien. Íbamos allí de todos modos.Justo al llegar, metieron a Sarah a

toda prisa por la puerta de urgencias yDavid llamó rápidamente a su marido.Al contestar al teléfono, le dijo que yase había enterado por la madre deAmanda y que iba de camino desde la

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conferencia de inmobiliarias en Skokie.Cuando llegó, aún llevaba pegada laetiqueta de identificación con su nombreen la solapa de la americana.

Afortunadamente, su oncólogo, eldoctor Ross, estaba de guardia y losencontró cerca de la enfermería; fuehacia ellos con expresión de gravedaden el rostro.

—La verdad es que esto no haayudado —dijo—, pero la hemos vueltoa estabilizar. Está consciente y noparece sufrir ninguna conmocióncerebral. Aun así, la vamos a dejar en laUCI esta noche para tenerla enobservación.

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—¿Y luego? —preguntó Gary.—Luego —dijo, con un tono algo

más esperanzador— me gustaría queempezara un nuevo tratamientoexperimental. Acabamos de recibir laautorización para empezar y creo queSarah podría ser una muy buenacandidata. Los resultados clínicos enMaryland fueron impresionantes.

Durante un minuto o dos, estuvoexplicándoles cómo funcionaba laterapia y cuáles podrían ser sus efectosadversos, y concluyó diciendo:

—Pero, al ser experimental, puedeque su seguro médico le pongaproblemas.

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Gary no dudó.—Yo me haré cargo.—Y yo puedo ayudar —soltó David,

pensando en la tarjeta de visita quellevaba en la cartera.

—Muy bien —dijo el doctor Rossasintiendo—. Y yo pondré todo lo quepueda de mi parte. Pero solo queríaadvertirles.

Luego los dejó allí para continuarcon su ronda.

—¿Por qué no hacemos una visita ala cafetería? —dijo David—. No mevendría mal un café.

Con la mente ida, se quedaronsentados mirando sus respectivas tazas.

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Un árbol de Navidad torcido, decoradocon abalorios hechos por los pacientesde pediatría, estaba tristementecolocado bajo el reloj de pared.

David no tuvo que hacer muchosesfuerzos para saber lo que se le pasabapor la mente a Gary. Además del temavida-muerte, que estaba siempre en elaire, había preocupaciones económicas.Tanto si el seguro asumía la mayoría deaquel protocolo experimental o como sino, Gary consideraba muy seriamente eldesastre financiero. El negocio, y Davidlo sabía, había caído en picado —Sarahle había confesado hacía tiempo queGary se estaba planteando dejarlo e

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intentar algo completamente distinto—,y no tenía manera de cubrir más gastos;no sin, como poco, vender la casa.

¿Pero qué no se podía conseguir conun millón de dólares?

David tendría que ir a Florencia. Ytendría que ir ya, mientras Sarah tenía sumomento de gracia temporal. Siempreexistía la posibilidad de que el nuevoprotocolo funcionara… y también existíasiempre la posibilidad de que no lohiciera. Si iba a correr el riesgo, aquelera el momento.

—¿Te acuerdas de aquel ascenso delque te hablé? —se aventuró a decir, yGary asintió sin levantar la vista.

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—Bien. Pues, para conseguirlo,debo ir a Italia.

—¿Cuándo?—Cuanto antes, mejor.En aquel momento, Gary sí levantó

la mirada cansada.—¿Cuánto tiempo?—Es difícil saberlo —contestó

David—, aunque podría volverenseguida en cualquier momento.

Percibía cómo Gary procesaba lainformación; otra complicación más ensu ya tumultuosa vida.

—Odio tener que dejarte en laestacada, pero…

—Ve —dijo Gary amablemente—,

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ve. No hay razón para que todosvivamos en este maldito hospital. Y sifuera Sarah la que estuviera aquísentada, te diría lo mismo. Lo sabes.

En eso, David sabía que llevabarazón. No le encontraba el sentido a irsehasta que había empezado a contemplar—en contra de su propio buen juicio—la idea inquietante y completamenteirracional de que las afirmaciones de laseñora Van Owen no fueran tanimposibles como parecían. En primerlugar, empezaba a creer que alguien másse las tomó en serio. ¿Por qué si no casilo atropellan en la calle? Se miró losnudillos; los tenía en carne viva tras la

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caída en la nieve y el hielo. Igual dedecidido que lo estaba la señora VanOwen, ¿era posible que hubiera algúnrival allí fuera que estuviera igualmenteresuelto a frustrar sus planes?

Y, en segundo lugar, y aquella era laparte que más le preocupaba, inclusomás que la anterior, justo después deque ella se fuera de la Newberry, Davidhabía vuelto al silo de libros y, trasdejarse caer en la silla, había pasado lapágina de La llave a la vida eterna. Unboceto, uno al que apenas habíaprestado atención en la primera lectura,le saltó como un acróbata.

Era, claramente, una interpretación

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antigua de Atenea, destinada a formarparte de uno de los paneles de la basede la gran estatua de Perseo. Y elparecido con Kathryn van Owen erallamativo: la mirada imperiosa, lapostura altiva, la abundante melenanegra. Las palabras QuoVincas/Clypeum Do Tibi/Casta Sosoreran apenas visibles bajo la imagen;«Yo, tu sierva más pura, te entrego elescudo con el que conquistarás». Ateneafue la diosa que dio el consejo y elescudo que permitieron al héroe Perseodar muerte a Medusa. Y, aunque Davidreconocía que la mujer que acababa desalir de la biblioteca no podía haber

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sido la modelo que sirvió al artista, queaquello debía de tratarse de una meracoincidencia, había otra parte de él quele decía «Créetelo». Porque, en aquelpunto, creer en los milagros, en elsecreto perdido en el tiempo de lainmortalidad, podía ser la mejor y únicaesperanza para su hermana. ¿Cómo iba adescartarla?

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Capítulo 10

El padre DiGennaro bostezó sincontenerse LO más mínimo y volvió amirarse el reloj. Era casi medianoche,momento en el que podría cerrar lasenormes puertas de bronce macizo de lacatedral de Holy Name —sede de laArchidiócesis Católica Romana enChicago— e irse a dormir. Lossacerdotes más jóvenes estarían todavíacelebrando el día de Navidad conponche con alcohol y pizzas, pero loúnico que quería el padre DiGennaroera un trago de Maalox y una buena

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noche de sueño. A sus setenta y sieteaños, había vivido ya una cantidad másque suficiente de celebraciones.

Y para una porción de pizza que sehabía comido, le estaba dando ardores.

Al arzobispo le gustaba mantener lacatedral abierta hasta tarde el día deNavidad, ya que era el momento en quealgunos feligreses se acercaban allí parareafirmar su fe en voz baja. Y alrededorde una docena de personas ya lo habíanhecho. Pero, en aquel momento, el padreDiGennaro ya estaba solo, y el interiorde la inmensa catedral gótica retumbabacon cada paso que daba al hacer laronda. Construida en 1874 para

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reemplazar a la anterior, que se destruyódurante el fuego de Chicago de 1871,Holy Name era lo suficientementeamplia como para acoger a dos milfieles sentados a la vez y estabalujosamente decorada con mármolRocco Alicante rojo y un altar de granitomacizo, que pesaba seis toneladas. Losapliques de las paredes y las velasvotivas emitían un resplandor cálido enlas partes más bajas del interior, pero eltecho, a unos cuarenta y cinco metros dealtura, apenas era visible. Estabanhaciendo algún tipo de obra allí arriba,y había láminas de conglomerado ylonas extendidas por una parte del

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ábside. Pero los sombreros rojos de losanteriores cardenales —Meyer,Bernardin, Mundelein, Cody y Stritch—aún estaban colgados, tal y comomarcaba la tradición, hasta que quedaranreducidos a polvo… para que sirvierade recordatorio a todos de que toda lagloria terrenal acaba pasando.

El padre DiGennaro eructó,llevándose las manos cerradas a loslabios, y caminó lentamente arrastrandolos pies hacia las puertas dobles, queestaban decoradas, al igual que el restode la iglesia, con motivos que sugeríanel bíblico árbol de la vida. Se estabarebuscando en los bolsillos para

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encontrar el llavero cuando vio, para susorpresa —y, la verdad sea dicha, paradisgusto suyo también—, que se abríanlas puertas y que una mujer esbelta conun sombrero con velo y un abrigo largode piel entraba en el vestíbuloacristalado.

«Oh, Señor —pensó—, vamos, dejaque encienda una vela y se vaya».

También le estaban matando loscallos de los pies.

Pero, una vez dentro, se quedóparada de pie, como una forastera,mirando a su alrededor y dudosa deadentrarse más. Al padre le daba laimpresión de que estaba tomando algún

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tipo de decisión que no auguraba nadabueno para él. Las personas que estabansumidas en una crisis espiritual rara vezencontraban alivio o consuelo rápido.

Se acercó a ella muy despacio parano sobresaltarla y dijo:

—Feliz Navidad… y bienvenida aHoly Name.

Cuando el padre salió de lassombras de la nave, ella se quitó losguantes y se santiguó y, con unadeterminación repentina, dijo:

—Siento molestarle a estas horas,pero me gustaría confesarme. ¿Podríahacer eso por mí?

Aquello iba a ser peor de lo que él

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se esperaba.—Estaba a punto de cerrar —

contestó, despacio, esperando quecaptara la indirecta y volviera al díasiguiente, pero ella no se movió delsitio.

El padre entendió rápidamente algosobre aquella mujer: estabaacostumbrada a conseguir siempre loque quería, y exactamente cuandoquería.

Volvió a dejar caer el llavero en elfondo del bolsillo.

—¿Dónde nos ponemos? —dijo ella,mirando con nerviosismo a su alrededor.

El anciano padre hizo un gesto hacia

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unas cabinas de madera tallada, congruesas cortinas rojas, que había entrehileras de velas titilantes.

La mujer caminó dando grandeszancadas con los tacones, queretumbaban en el suelo, como siestuviera impaciente por acabar contodo aquello, y el padre DiGennaro lasiguió con dificultad. Tras abrir lascortinas de una de las cabinas,desapareció en el interior y él se metióen el otro lado, se acomodó en una sillaacolchada y colocó las manos heladasen el regazo. ¿Por qué, pensó, no habíahecho trampas y había cerrado laspuertas cinco minutos antes? En aquel

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justo momento podría estar quitándoselos zapatos y devolviéndole la vida asus doloridos pies.

La mujer estaba de rodillas al otrolado de la pantalla, con el velo quitado—ya no se veían muchos de esos— y,por lo que podía ver, una cascada decabello negro le caía por los hombroshasta el cuello de pieles que llevaba.Bajó la cabeza mientras murmuraba «Enel nombre del Padre, y del Hijo, y delEspíritu Santo… la última vez que meconfesé fue… hace mucho tiempo».

«Una católica que dejó depracticar», pensó. Podía pasarse allítoda la noche. Y, entonces, se reprendió

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a sí mismo por su actitud pococaritativa. Para eso era para lo queestaba él allí, lo que llevaba haciendomás de cincuenta años. Recitó variosversos breves de los Romanos—«porque con el corazón se cree en lajusticia, pero con la boca se confiesapara la salvación»—, ya que aquellosolía ayudar a los penitentes a abrir elcorazón; luego esperó.

Pero solo había silencio… exceptopor el lejano sonido de algunosjuerguistas que cantaban villancicos enState Street. Se aguantó otro eructo.

—¿Qué le gustaría contarme? —dijo, finalmente, reaccionando.

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Y fue entonces cuando se dio cuentade que la mujer estaba tan angustiadaque llevaba todo aquel tiempo llorandosilenciosamente. La vio llevarse unpañuelo a los ojos y olió el aroma aperfume que emanaba la tela.

—He pecado —dijo reconfortada—.Como nunca nadie lo ha hecho.

Incluso también eso lo había oídoantes.

—Dudo que haya abierto nuevoscaminos —dijo, esperando aliviarle latensión con un leve toque de frivolidad—. ¿Por qué no me cuenta lo que lepreocupa y vemos qué podemos hacer?

—Usted nunca lo entendería.

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—Póngame a prueba.—Dios nunca lo entendería.Empezó a preguntarse si tendría

entre manos algo más que una mujersolitaria en busca de la absolución enuna solitaria Nochebuena. Siempreexistía la posibilidad de que pudiera iralguien que necesitara atención clínica.Para aquel tipo de emergencias, llevaba,como todos los confesores, un teléfonomóvil en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Por qué dice eso? —contestó,con el tono de voz más tranquilizadorque pudo usar—. Dios nos perdona atodos. Si uno está realmente arrepentidode su pecado y se lo ofrece a Dios, Él

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quitará esa carga del corazón. Esa es labase del sacramento de la confesión.

—Pero, ¿qué ocurre si se ha pecadocontra su voluntad? ¿Qué ocurre si se hapecado contra natura?

El padre llegó incluso a preguntarsesi aquella mujer no estaría un pocobebida. Quizás había ido allídirectamente desde cualquier juerga decelebración de las vacaciones,achispada, y de pronto le había dadoremordimiento de cualquier crimen dejuventud. ¿Un aborto, quizás? Habíaoído aquella triste historia demasiadasveces como para llevar la cuenta.

—No debería estar aquí —susurró

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ella.Aunque él se inclinó para ver si le

llegaba el olor a alcohol, lo único queobtuvo fue otra bocanada de perfume delpañuelo… pero con algo más en elfondo.

—¿En la iglesia? ¿No debería estaren la iglesia?

—No. Viva —dijo ella—. Nodebería estar viva.

En aquel momento comprendió quese trataba de una mujer terriblementeatormentada, no cualquier juerguista conataque repentino de conciencia, y quetendría que ser muy cuidadoso y estarmuy atento a lo que fuera a decirle. Notó

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otro retortijón de los ardores y se sentómás recto en la silla. El aire delreducido espacio de la cabina era cadavez más cálido y se impregnaba cadavez más del olor a perfume. Iba aestornudar, pero se apretó la punta de lanariz para evitarlo.

—Eso que dice es algo muy grave—dijo él— y muy triste si se estáconvencido de ello. Estoy seguro de quetambién es un pensamiento equivocado,además. ¿Cuánto hace que se siente así?

En ocasiones como aquella, la líneaque dividía al sacerdote del terapeuta sevolvía peligrosamente fina.

Ella se rio; fue una risa amargamente

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fría y, en aquella ocasión, el olor de sualiento —clavo y menta— sí atravesó lapantalla, pero volvió a mezclarse con elmismo toque perturbador de antes.¿Provenía de ella, o de él mismo?Empezó a notar que sudaba y se le vinoa la garganta otro ardor caliente de laindigestión. Estaba deseando abrir suparte de la cabina y dejar que entraraalgo de aire fresco.

—¿Cuánto hace? Eso no se lo puedodecir —dijo ella, con un tono decoqueteo extraño, como de una mujer ala que le acababan de preguntar la edaden una fiesta—. Solo quiero saber qué leocurre a la gente que ha cometido

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pecados muy graves. ¿Es real elinfierno? ¿Se va allí realmente? ¿Espara toda la eternidad? ¿Hay forma desalir?

—A ver, a ver —dijo el padreDiGennaro—, se está adelantando a losacontecimientos. Nos estamos alejandode nosotros mismos. Vamos a dejar elinfierno fuera de todo esto y hablemosde…

—¿Por qué no puede darme unarespuesta clara? —preguntó la mujer—.¿Por qué nadie ha podido nunca, jamás,dármela?

Él permaneció en silencio, sinquerer echar más leña al fuego. Se sacó

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el móvil del bolsillo y lo mantuvo abajo,para que ella no pudiera ver elresplandor.

—No puedo seguir así —dijo ella,con la cara apenas a unos centímetros dela pantalla que los separaba—. ¿No loentiende? La vida es solo un… un árbolmuerto, con hojas muertas que caen sinparar. Caen y caen y caen, y no hay nadaaparte de más hojas muertas que caerándespués.

El padre DiGennaro no pudo evitaracordarse del tema del árbol de la vidadel que estaba empapada la catedral,desde las puertas, hechas de modo queparecieran tablones de madera montados

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unos en otros, hasta el chapitel desetenta metros de altura. ¿Estaría ella,de alguna manera, reaccionando anteaquello? Tendría que ir con muchísimacautela.

—Saldría de eso si pudiera —decíala mujer—, pero no sé cómo. No quieroir de mal en peor. Ve, realmente, porqué no querría hacerlo, ¿no?

—Claro que sí —dijo, con el dedosobre el teléfono, dudoso, sin quererromper el secreto o el sacramento de laconfesión, pero preguntándose si no eramomento de llamar al 911—. Claro quesí.

El aire de la cabina se había vuelto

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empalagoso. Notó que se le veía elbrillo del sudor bajo el alzacuello, y sedesabrochó a toda prisa el primer botónde la camisa. Cómo deseaba tener enaquel momento el tal Maalox.

—Non era ancor di là Nessoarrivato —recitó ella de pronto—,quando noi ci mettemmo per un hosco.Che da nessun sentiero era segnato.

El padre DiGennaro, que habíapasado varios años en Roma, sabíareconocer un acento perfecto cuando looía.

—Non fronda verde, ma di colorfosco; non rami schietti, ma nodosi e'nvolti; non pomi v'eran, ma stecchi

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con tosco.Y también conocía a su Dante.

Estaba recitando de «Infierno» las líneasque describen el bosque de los suicidas,donde las almas malditas eran torturadaspor toda la eternidad atadas a ramas deárboles retorcidos rematados conespinas venenosas. Un escalofrío lerecorrió la columna.

—Non han si aspri sterpi nè si foltiquelle fiere selvagge che 'n odio hanno,tra Cecina e Corneto i luoghi colti.

No había mejor indicio de susintenciones o de su estado mental queaquel; estaba contemplando la idea delsuicidio. Pero cuando intentó apretar los

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botones diminutos del móvil, sus finosdedos, húmedos por el sudor, marcaronmal el número. Sintió un hormigueo enel brazo izquierdo.

Y la cabina parecía que se habíavuelto más oscura.

Tenía que salir de allí y, allevantarse de la silla, se sintió comomareado. Apartó la cortina delconfesionario y salió a trompicones paraencontrarse de nuevo en la catedraliluminada por la luz tenue. Una corrientede aire repentina apagó una hilera develas y, al mirar hacia arriba, vio unalona de plástico caer desde la oscuridaddel ábside… seguida de los gorros de

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los cardenales, como tantas hojasmuertas.

Un reguero de sudor le recorrió laespalda y sintió que algo extraño leestaba empezando a pasar. Le dolía elbrazo izquierdo, y respiraba cada vezmás profunda y entrecortadamente.

Agarró la cortina del lado delpenitente y la abrió de un tirón. En suvida había hecho tal cosa.

Ni había visto lo que vio entonces.Con el velo retirado hacia atrás y el

abrigo de piel abierto, la mujer lomiraba fijamente; su rostro era a la vezel más bello que nunca había visto —tenía los ojos grandes e, incluso entre

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sombras, parecían de color violeta— yel más sobrecogedor también. Tras lapiel pálida y tirante, y durante unafracción de segundo, tuvo la visión deuna calavera blanca brillante, y elpropio aire parecía llenarse del olor acorrompido. Se le agarrotó el corazón—fue como apretar el puño— y lefallaron las piernas. Pero, incluso, alcaer al suelo, con el móvil resbalandopor las losas, no fue capaz de apartar lamirada de aquella espantosa eimplacable visión.

* * *

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El teléfono móvil brillaba a los piesde Kathryn mientras observaba cómo elsacerdote sufría un colapso. Lo cogió,marcó el 911, relató el incidente y, antesde que el operador pudiera preguntarlenada más, lo cerró y lo volvió a dejarcon delicadeza en la mano delsacerdote.

Pero no le cabía duda de que estabamuerto. Lo envidiaba.

Luego bajó los escalones de lacatedral tan rápido como los afiladostacones y la nieve se lo permitieron.Cyril la vio acercarse y abrió la puertatrasera de la limusina.

—Rápido —fue todo lo que dijo.

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Nada más cerrar la puerta, subió laseparación interior y el coche dio unvolantazo.

Con los ojos cerrados, apoyó lacabeza en el respaldar de piel. Unaráfaga de aire helado de Chicagosacudió el coche y los frenos rechinaroncontra el hielo y la nieve medioderretida. A lo lejos, creyó distinguir elsonido de la sirena de una ambulancia.

«Tomaos vuestro tiempo —pensó—,dejad al hombre descansar en paz».

El interior de la limusina era cálido,oscuro y cómodo, como el capullo deuna mariposa y, al recostarse allí,escuchando el sonido de la sirena pasar

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en dirección opuesta, se preguntó sihabía motivo para quedarse más tiempoen aquella ciudad. Con Randolph muerto—¿y cuántos maridos, si se podía saber,lo habían precedido?—, quizás era elmomento de reinventarse de nuevo,levantar el campamento e ir a otro país,otro continente, bajo otro nombre…como ya lo había hecho infinidad deveces antes. Solo había una cosa quemantenía constante en susperegrinaciones, y esa cosa era sunombre. Siempre utilizaba variacionesde Caterina; era la única forma deconservar algo de su identidad.

Pero estaba muy cansada de la

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vida… y la muerte. Se sentía como sillevara toda la vida desfilando enaquella solemne pasarela, en la que nose veía el final. Si hubiera sabido lo quecontenía la caja, tantos años atrás, enFlorencia, jamás la habría abierto,jamás habría desatado la ira deBenvenuto ni se habría sometido aaquella…, pesadilla de la que no podíadespertar. Si había alguna esperanza deacabar con el rumbo que seguía —deempezar la vida según su curso natural,o acabar con la misma de manera justa,allí, y en aquel mismo momento—,aquella esperanza estaba depositada enLa Medusa.

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Y en que David Franco consiguieraencontrarla.

Había mandado a otros —buscadores de tesoros, místicos, incluso,una vez, a un detective de la Interpol—,pero todos habían acabado bien enintentos frustrados, o bien desaparecidosde la faz de la tierra. Palliser no fue másque el último de una larga lista. Aunqueno podía asegurarlo, sentía que tambiénella estaba atrapada en una enormetrama maligna, y que había una granaraña malvada merodeando por el bordede la red y percibiendo cualquiervibración que se diera sobre sus hilos.

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que

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la araña advirtiera la presencia de sunuevo intruso?

En el exterior, la tormenta cogíafuerza y, mientras la limusina seacercaba al edificio frente al lago, lasfarolas se movían violentamente con elviento y la nieve se arremolinaba en elaire.

Pero, andando hacia adelante y haciaatrás frente a los escalones, como ajenoa la tormenta rugiente que lo rodeaba,vio a un joven con la capucha puesta, lasmanos metidas en los bolsillos delabrigo, y supo, inmediatamente, de quiénse trataba.

—Cyril, déjame aquí enfrente —dijo

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por el interfono del coche.—¿Está segura? Casi estoy en la

entrada del garaje. Lo que usted…—¡Déjame aquí!Sin mediar otra palabra, Cyril paró

el coche en seco y la señora Van Owensalió de él, envolviéndose en el abrigode piel.

David se volvió y se quitó lacapucha. Con el viento enmarañándoleel grueso y abundante pelo castaño, lanieve pegándosele en las mejillas y laspestañas y una expresión completamenteatormentada en la mirada, la mirófijamente a la cara. Ella tenía laimpresión de que la iba a agarrar del

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cuello de pieles del abrigo y la iba azarandear como a un gatito.

—¿Iba en serio lo que dijo? —preguntó él.

—¿Se refiere al dinero?—Sí —dijo, pero haciendo un gesto

con la mano como si eso fuera algosecundario—. Me refiero al resto.

Ah, la promesa de salvar a suhermana.

—Sí.—¿Cada palabra?—Cada palabra.Él analizaba su cara, como si tratara

de hacerla cuadrar con otra imagen uotra impresión. La señora Van Owen lo

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intuía luchar consigo mismo, intentandocreer en algo que no podía tener sentidoen términos racionales. No se atrevía adecir nada por si, accidentalmente, lodisuadía. La farola oscilante conlámpara de sodio que tenían encimadestacaba las dos figuras bajo una luzenfermiza, luego entre sombras, y otravez lo anterior.

Pero la expresión de angustia no sele iba de la mirada.

—Le tomo la palabra —dijo él,como lanzando una amenaza.

—Esperaba que lo hiciera.Tenía algo más que decir —ella casi

podía ver cómo se le iban formando las

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palabras en los labios—, pero debió depensárselo mejor. Creía saber lo queera; quería exigir alguna prueba más,algún tipo de garantía sólida o decerteza de que no lo estaban engañando.

Pero lo que lo frenó fue la necesidadponderosa —y el deseo— de creer. Eralo que frenaba a cualquier persona anteponer en duda la fe propia, más allá deun cierto punto. ¿Quién querría quemarla única casa en la que soporta vivir?

—Me voy mañana —dijo, y Kathrynasintió.

—Mandaré disponer todo lonecesario inmediatamente —dijo ella.

Y, entonces, colocándose de nuevo

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la capucha, David se dio la vuelta y sefue, dejando el rastro de huellashúmedas en la acera nevada. Ella secubrió la cara con el collar de pieles ylo observó alejarse, preguntándosemientras si aquel iba a ser su salvador…¿o, simplemente, más cebo para laaraña?

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Capítulo 11

Cuando el avión rodaba por la pista deaterrizaje hacia la puerta del aeropuertoGalileo Galilei, David ya estaba fuerade su asiento de primera claseesperando en el pasillo. Sobre elhombro, tenía el maletín negro de piel enel que llevaba copias perfectas de losdocumentos de Cellini, junto con todoslos dibujos relevantes de La Medusa.Demasiado irreemplazables como paraviajar con ellos, los originales estabanocultos, a buen recaudo, en las zonasmás altas del silo de la Newberry.

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Fiel a su palabra, la señora VanOwen —o su asesor de viajes— habíadispuesto todo lo necesario en,prácticamente, una noche. Y, mientras lamayoría de las personas aún estabandigiriendo la cena de Navidad, Davidestaba pasando por la aduana. Unconductor de uniforme lo esperaba, yfueron en coche hasta el Grand, unpalazzo del siglo XVIII convertido enuno de los hoteles más lujosos deFlorencia. Una suite decorada conopulencia estaba reservada a su nombre;las paredes estaban decoradas confrescos de tonos apagados querepresentaban a un cortesano y a su

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dama caminando por un campo decipreses repleto de pájaros cantores.Los pájaros y el tinte grisáceo que leshabían dado eran un claro homenaje aotro de los maestros renacentistas de laciudad, Paolo Uccello —cuyo apellidosignifica, traducido literalmente,«pájaros»—, y aquello le recordó aDavid que se encontraba de nuevo en suhogar espiritual, la cuna del arte y lacultura occidental.

Solo que en aquella ocasión era másque un enorme museo al aire libre. Erala gran bóveda bajo la cual se hallaba lallave de la mismísima vida de suhermana.

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Y no se podía permitir perder ni unsegundo de su tiempo allí.

Era un domingo frío pero soleado y,aunque David había vivido y estudiadoen Florencia, aún tenía que reorientarsepor las sinuosas y estrechas callesalineadas a ambos lados con edificioscolor ocre de varios pisos de altura.Cuando había sido becario Fulbright,había recorrido aquellas calles con unmapa arrugado, un pase Eurail y unoscincuenta dólares en liras en el bolsillo,y ahora se sentía raro al estarcallejeando por allí de nuevo bajo unascircunstancias tan distintas. Varias vecespasó por una cafetería en la que solía

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parar o una galería que había visitado.Mientras esperaba a que se despejara unpoco el tráfico —comprobó que lositalianos seguían conduciendo comolocos—, ubicó por entre los coches laspersianas azules de la pequeña pensiónen la que se había hospedado una vez.

No venía siendo precisamente elGrand.

Al cruzar el Vecchio, el viejo puentecon el revoltijo de joyerías antiguas yestudios de comerciantes, se detuvo paraaguantar la respiración y mirar el ríoArno, que fluía con fuerza bajo sus pies.En verano, se quedaba a menudoreducido a un hilito de agua, pero en

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aquella época del año corría con vigor,y el agua verdosa se arremolinaba confuria en los elegantes arcos. De todoslos puentes de la ciudad, aquel habíasido siempre el más hermoso y, comoresultado de esto, el único que escapó alos bombardeos de la Segunda GuerraMundial. Hitler, que siempre se habíatenido a sí mismo por un entendido enarte, había visitado Florencia en 1938 yse había quedado especialmenteprendado de él. La Luftwaffe habíarecibido, posteriormente, órdenesexpresas de que lo dejaran sano y salvo.

«Muy probablemente, aquella fuerala única cosa que podía decirse a su

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favor», pensaba David.El puente estaba concurrido, pero no

era una locura, como en verano, cuandohordas de turistas invadían sus muchastiendas. Los propios florentinos eranbastante serios y prácticos, al menospara los estándares italianos, y seenfrascaban en sus negocios inmunes ala rica historia que podían encontrar encada rincón de su ciudad natal. Enmuchos de los edificios más antiguos, lainsignia de los Medici —el triángulocon bolas de colores— estaba aúngrabada en la piedra sobre las puertasde entrada y, en la plaza principal de laciudad, la plaza de la Señoría, una placa

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señalaba el punto exacto donde habíamuerto, quemado en la hoguera, en 1498el sacerdote dominicano loco, GirolamoSavonarola, junto con sus dosseguidores. Durante algunos años, en suintento por purificar Florencia ante losojos de Dios, Savonarola había atrapadoa la ciudad entre sus garras, asesinandoy mutilando a quienes lo criticaban,saqueando las casas de los altaneros,buscando cualquier cosa que tuvieravalor material —desde arte sacrílegohasta hebillas de plata y botones demarfil— para alimentar las llamas desus hogueras… hasta que, un día, laciudad despertó como de un trance y se

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deshizo del hechizo con la mismabrutalidad que él había ejercido.

David guio sus pasos por la ampliaextensión de la plaza de la ciudad yhacia el lugar más extraordinario, laLoggia dei Lanzi y su panteón deestatuas conocido en todo el mundo.Allí, la propia obra maestra de Cellini,la figura heroica de Perseo realizada enbronce, sostenía levantada la cabezacercenada de Medusa. Ni siquiera el soldesmerecía el poder siniestro de laescultura de Cellini, de aquella imagen—imposible de borrar de la memoria—del guerrero desnudo ataviadoúnicamente con el casco y las sandalias,

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apartando todavía la mirada delsemblante mortal de su premio y con lospies sobre el cadáver. Como un toqueparticularmente macabro, la sangre caíapor el borde del pedestal de mármolsobre el que se erigía la estatua. Alacercarse, David vio a una guía turísticacon un lirio morado, la flor oficial deFlorencia, en la solapa del abrigo,dirigiendo a un grupo de estudiantesuniversitarios apáticos hasta la base delPerseo. Algunos de ellos llevabancuadernos, y uno sostenía una grabadoradiminuta mientras la guía hablaba.

—¿Sabe alguien decirme —les dijola guía tratando de obtener alguna

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reacción, con una marcado acentoitaliano— quién fue Perseo?

Mientras los estudiantes, de pronto,iban bajando las cabezas y se quedabanesperando con los bolígrafos listos,David merodeaba por la periferia delgrupo. La guía, una joven esbelta depelo moreno recogido como con prisacon una goma azul en una coleta, sepercató de la presencia de David, perono pareció importarle que la estuvieraescuchando. Quizás agradecía tener aalguien que mostrara interés.

—¿Un rey? —se aventuró a deciruna de las chicas.

—Está cerca —dijo ella—, está

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cerca. Fue el nieto de un rey.—Así que eso lo convierte en

príncipe, ¿no? —dijo la chica conorgullo, dando vueltas al bolígrafo.

La guía hizo un gesto con la mano enel aire.

—No es tan simple —dijo—. Voy aexplicarlo.

Y, con David a la retaguardia, laguía contó la historia de Dánae, ladoncella más hermosa de toda Grecia,que fue fecundada por Zeus, el rey delos dioses.

—Vivía en un palacio, todo debronce, y Zeus bajó hasta ella como unalluvia de oro.

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—He visto ese cuadro —saltódiciendo otra chica—, el de Rembrandt.

La guía asintió de un modo alentadorante el comentario.

—Sí, tienes razón —dijo—. Y alhijo lo llamaron Perseo. Se crio con sumadre en una isla remota en la que surey también se enamoró de Dánae yquiso casarse con ella. Pero no queríatener a su hijo por allí.

—Sé cómo va eso —dijobromeando un estudiante, y otros dossoltaron una risilla.

—Entonces, le dijo a Perseo:«Quiero que me hagas un regalo de bodaespecial», y Perseo, que era muy

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valiente, y muy imprudente también,dijo: «Te daré cualquier cosa que mepidas». Y el rey dijo: «Entonces tráemelo que más ansío: la cabeza de Medusa».

Este cambio de tuerca pareciódespertar el interés de los estudiantes.

—Pero nadie era capaz de matar aMedusa —prosiguió la guía, elevando lavoz, como si quisiera asegurarse de queDavid la oía—. Si mirabas a los ojos aMedusa, te convertirías en piedra.

El chico se volvió y miró a Davidcon curiosidad.

—Las gorgonas eran inmortales y lasaguas de su estanque secreto, si podíasrecogerlas sin que antes te mataran, te

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proporcionaban la vida eterna.David sintió de pronto como si

aquella mujer con el lirio en la solapa—mujer a la que no había visto nuncaantes— supiera por qué había ido Davida Florencia y qué era lo que buscaba.Apenas llevaba en la ciudad unas horasy le daba la impresión de habersedescubierto ya.

—Supongo que cumplió su encargo—dijo la de Notre Dame—; de locontrario, su estatua no estaría aquí.

—Sí, pero, ¿cómo? —dijo la guía—.¿Sabéis cómo mató a Medusa sin, nisiquiera, mirarla?

Cuando no obtuvo respuesta, dijo:

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—Congregó a sus amigos, losdioses.

—Eso sería de ayuda —dijo otroestudiante.

—Sí, así fue. ¿Sabéis quién esHermes?

—El tipo de los anuncios de la FTD—dijo el chico, pero la referenciapareció desconcertar a la guía.

—El mensajero de los dioses —terció una chica—. Volaba, creo.

—Esattamente, esattamente —dijola guía, aplaudiendo con entusiasmo—,y le dio una espada mágica a Perseo, unaespada capaz de cortar la cabeza de lagorgona. Otra amiga de Perseo era

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Atenea.—La diosa de la sabiduría —dijo la

misma chica sin haberlo preguntadonadie, y la guía le sonrió.

—Sí, Atenea le dio un escudo, unescudo muy… —buscó la palabra y dijo— reflejante, como un espejo, para queno tuviera que mirarla. También tenía unsombrero, un casco, que le hacía…invisible.

Y de aquella manera, según el mito,el heroico Perseo había viajado a lalejana isla donde vivían las tresgorgonas y, haciendo uso de aquellosextraños regalos, había dado muerte a laque se llamaba Medusa. Y, por razones

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alegóricas que todavía disfrutabandebatiendo los historiadores de arte, elduque de Medici había encargado aquelmonumento, aquella adaptación de lahistoria antigua, para que se erigiera enla plaza central de Florencia.Originalmente concebida para no medirmás de un metro y medioaproximadamente, Cellini habíaaumentado las proporciones durante elproceso de composición, y la habíaelevado sobre una prominente base demármol adornada con cuatro hornacinasque acogían las figuras de Zeus, Atenea,Hermes y el joven Perseo con su madre,maravillosamente modeladas. Aquellas

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figuras eran, de hecho, tan sensacionalesque, cuando Eleonora de Toledo, laesposa del duque, las vio por primeravez como esculturas aisladas, insistió enque eran unas obras exquisitas comopara que se desaprovecharan en unpedestal, y advirtió de que encajaríanmucho mejor en sus propios aposentosde palacio. Cellini, aunque agradecidopor el cumplido, no estaba dispuesto adesmejorar su obra, así que, antes deque ella pudiera reclamarlas, seapresuró a soldarlas a sus hornacinascorrespondientes, donde permanecíanentre la escultura que las coronaba y lascuatro placas que había bajo ellas, y que

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ilustraban escenas de las últimasaventuras de Perseo.

Fueron maniobras como aquella,pensaba David, las que hicieron deCellini uno de los hombres másexasperantes de Europa. Al servicio desu arte —y de su ego—, siempre estabaa la gresca con príncipes, papas ynobles. Y cuando no se le estabafelicitando por sus logros, se le estaballevando a juicio o a prisión por cargosde todo tipo, desde asesinato —confesóalgunos, aunque siempre asegurando queeran en defensa propia— hasta sodomía,una práctica no poco común en aquellosdías, pasando por no pagar la

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manutención del niño. Los tribunalesflorentinos eran muy avanzados para suépoca. Quizás era esa misma naturalezatransgresora, la voluntad de actuar conatrevimiento, incluso como claro desafíode la ley secular y la sagrada autoridad,lo primero que lo había convertido enalguien tan querido por David. Comopersona que vivía su vida estrictamenteaferrado a las reglas —trabajar duro,evitar problemas, ganar todos lospremios académicos al alcance—,David se había sentido irresistiblementeatraído por aquella figura que tomaba lavida por las riendas y la dirigía alládonde quisiera; cuyo arte, y escritos —

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también era autor de tratados sobreorfebrería y escultura— revelaban unamente en continua búsqueda de nuevosconocimientos y de nuevas técnicas yfronteras.

A juzgar por La llave a la vidaeterna, incluso había buscado una formade cruzar la línea entre la vida y lamuerte… y afirmaba haberla encontrado.Aquel era uno de los temas que habíandesvelado los documentos de VanOwen, de una forma que ni David niningún otro erudito conocía.

—¿Y quién encuentra el miracolo enla parte de atrás? —dijo la guía,haciendo señas con el dedo a los

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estudiantes para llevarlos a la parteposterior de la estatua. David, queseguía acompañando al grupo, sabía loque les iba a enseñar.

Ella le hizo un gesto a David comopara darle permiso para unirse al grupoy les llamó la atención sobre el cascoespléndidamente ornamentado de lacabeza de Perseo. Las alas salían deambos lados de la visera, junto con unagárgola agazapada en la parte superior.Pero era en la parte de atrás dondeCellini había creado su ilusión. Ocultoentre los dobleces y las florituras delcasco había un rostro humano conexpresión de dureza, una gran nariz

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romana, un bigote exuberante y ojospenetrantes bajo unas cejas arqueadas.Por mucho que cualquiera mirara esaparte del casco, no lo vería, pero unavez descubierto, nunca se volvía a pasarpor alto.

—Hay una cara, mirando haciaafuera —dijo la chica que movía elbolígrafo.

La guía volvió a dar una palmada.—Bien, muy bien. Esta, creo yo, es

la cara del propio Cellini.Y David estaba de acuerdo. No era

solo la idea de que Cellini pudierallevar a cabo un truco como aquel, sinoque el semblante guardaba un parecido

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con la única imagen que se tiene delartista, y que Vasari realizó siendo ya unanciano. Era otra muestra de su ingenioo, en la jerga académica que Davidhabía llegado a detestar tanto, de su«iconografía inversa y complejidadintertextual».

Varios estudiantes tomaron notadiligentemente en sus cuadernos y, laguía, comprobando la hora, dijo:

—Vamos, ahora tenemos que ver elPalazzo Vecchio.

Hizo un gesto con la mano hacia elmuro macizo e imponente del palacioMedici que se alzaba sobre la plaza.Con los estudiantes caminando

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cansinamente tras ella, la guía, cuyoentusiasmo no parecía ir a decaer nunca,le dedicó una mirada a David, quiensonrió y levantó una mano a modo dedespedida. David dibujó en los labioslas palabras «Grazie mille», y la guíaladeó su preciosa cabeza y dijo:«Prego».

* * *

Una hora después, tras completar supropio tour por la plaza, David estabasentado en el interior de una cafeteríacercana, con una taza de capuchino en lamano para librarse del jet lag, mientras

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anotaba varias cosas para el díasiguiente. La Biblioteca Laurencianaabría sus puertas a las diez, y teníapensado ser el primero en cruzarlas. Unagran parte del trabajo que quería hacerdebía hacerlo en sus archivos, y estabaideando una lista de prioridades cuando,de pronto, una especie de torbellinoirrumpió en su mesa.

Tiraron de la silla de enfrente, uncuerpo se dejó caer en ella, y una voz ledijo a un camarero que pasaba cerca:

—Due uova fritte, il pane tostato,ed un espresso. Pronto!

David levantó la mirada y vio a laguía turística desabrochándose el abrigo

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y estudiando la mesa como si buscaraalgo que llevarse a la boca mientrasllegaban los huevos y la tostada.

—Buon giorno —dijo David,sorprendido, pero riéndose.

—Buon giorno —contestó la guía—. Lei parla l’Italiano?

—Sì —dijo David, encantado deponer a prueba su italiano oxidado—.Ma sono fuori di pratica.

«Pero llevo tiempo sin practicarlo».La guía asintió rápidamente tres

veces y dijo:—Ciò e’buono.«Está bien».El camarero dejó una taza de

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expreso delante de ella y la guía engullóla mitad de un sorbo. Dio un chasquidocon los dedos antes de que el camarerose fuera y dijo:

—Un altro.Mientras el camarero iba por otro,

David se presentó.—Mi chiamo David Franco.—Olivia Levi —contestó la guía,

quitándose la goma elástica de la coletay sacudiendo el pelo para dejárselosuelto.

«Olivia; era el nombre perfecto paraella, pensó David. Los ojos negros comolas olivas, la piel del color de la espumadel expreso».

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—Y si no le importa, hablemos en suidioma.

David se sintió algo insultado. ¿Tanmalo era su italiano que ya estabaevitando hablarlo con él?

—Es por mí —dijo Olivia—. Debousarlo para que los estudiantes no serían de mí cuando hablo.

—Me ha parecido que hacía untrabajo excelente.

Olivia soltó un suspiro de disgusto.—No es más que eso, un trabajo. Lo

hago por dinero. Todo —dijo,levantando las manos de la mesa enseñal de resignación— tengo quehacerlo por el dinero.

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«También tenía toda la teatralidadde los italianos», pensó David.

—Guiar a grupos de turistas debe detenerla bastante ocupada. Sobre todo enun lugar como Florencia.

—Pero me aparta de mi trabajo. Mitrabajo, el de verdad. No soy guía, soyescritora.

—¿De verdad? —dijo Davidintrigado—. ¿Sobre qué escribe?

—¿Sobre qué escribo? —dijo,gesticulando a su alrededor hacia todaslas maravillas que los rodeaban—. Lamayor colección de arte producida en unlugar y en un momento concreto. ¿Quéotra ciudad puede reivindicar a Miguel

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Ángel y Botticelli, Verrocchio yMasaccio, Leonardo y Ghiberti,Brunelleschi y Cellini? Todos estabanaquí. Su obra todavía sigue aquí. ¡Y aúnno he mencionado a Petrarca y aBoccaccio, y al inmortal Dante!

—Pero ustedes los florentinos lehicieron pasar a Dante por tiemposdifíciles —dijo David sonriendo—,mandándolo para siempre al exiliodesde 1302, según recuerdo.

Olivia se paró en seco y le lanzó unamirada un poco más inquisitiva, comodándose cuenta de que aquel tipo podíatener algo de idea, después de todo.

—No fue exactamente mi gente. Mi

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gente nunca podía opinar sobre nada.Vivían en la Via Giudici.

En otras palabras, le estaba diciendoque vivían en el barrio judío.

—Incluso Cosimo, que se suponíaque era nuestro amigo, cerró los bancosjudíos en 1570 y obligó a todos,quisieran o no, a vivir en aquel malditogueto.

El camarero dejó un plato y otroexpreso delante de Olivia, que bajó lacabeza con los rizos del pelo negroazabache enmarcando con gracilidad sufino rostro y se puso manos a la obracon la comida sin ningún tipo de reparo.

Lo que le gustaba a David de los

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florentinos, lo cual estaba siendoespecialmente patente en Olivia en aquelmismo momento, era la manera quetenían de hablar de su historia casi entiempo presente. Olivia habíapronunciado el nombre de Cosimo deMedici, muerto desde hacía quinientosaños, como si lo conocierapersonalmente, como si la expulsión delos judíos de la mayor parte deFlorencia fuera algo que había ocurridoel día anterior. De hecho, David sabíaque los judíos florentinos habíanrecuperado poco a poco muchos de susderechos, y alrededor de 1800 se leshabía vuelto a permitir vivir en

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cualquier parte de la ciudad quequisieran. Incluso había una ordenanzamunicipal en los libros que prohibíacualquier tipo de referenciamalintencionada hacia los judíos porparte de la escena pública. El gueto seerradicó de manera gradual —ya noquedaba ni rastro de él—, aunque lostrasfondos del antisemitismo querecorrían Europa perduraron muchotiempo.

Un trasfondo que Hitler, en sutiempo, había sacado a la superficie demanera turbulenta.

—Entonces, ¿su familia sobrevivió ala guerra? —dijo David con tono

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optimista.Cogiendo un poco de yema con un

trozo de pan, Olivia dijo:—Algunos. No muchos. Me han

contado que muchos de ellos fueronenviados a Mauthausen.

Un campo de concentración en elque gasearon a miles de judíos italianos.

—Lo siento —dijo David, y seencogió de hombros cansinamente.

—Después de todo este tiempo, ¿quése puede decir? Muchos de los italianosescondieron a judíos en los conventos ylos claustros. Pero, ¿y el papa? No hizonada. ¿Y los fascistas? Les gustaban suscamisas marrones y sus botas, y les

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gustaba matar a zapateros y a banqueros;era fácil. Pero una vez hecho esto, lestocaba lo mismo a ellos. En el fondo,eran unos cobardes.

Rebañó el último trozo de huevomientras David visualizaba a Mussolinicolgando cabeza abajo de un gancho decarnicero.

—¿Dónde vive ahora? —preguntóDavid.

—¿Conoce la Giubbe Rosse, en laPlaza de la República?

—No, no la conozco.Ella se encogió de hombros otra vez

y dijo:—Es la mejor cafetería de

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Florencia. Tengo un apartamento en lapuerta de al lado.

Sin dejar ni una miga en el plato, serecostó en la silla y rebuscó en elbolsillo un paquete de tabaco. Se loofreció a David, que lo rechazó, y seencendió un cigarrillo.

—¿Pero qué es usted? —preguntóOlivia—. Es americano, pero, ¿turista?

David no estaba seguro de si aquellaera una simple conversación educada osi lo estaba tomando por un cliente enpotencia.

—En realidad estoy aquí pornegocios.

—No parece un hombre de negocios.

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David decidió tomarse aquello comoun cumplido.

—Estoy investigando algo. Trabajoen Chicago, en una biblioteca.

—He estado en Chicago —dijoOlivia triunfalmente—. Hacía muchofrío. Y también viví en Nueva Yorkcinco años. —Extendió los dedos parahacer énfasis en lo último—. Escribíami tesis en Columbia —lo dijo comoColombia, con o, como el país—. Ahoratrabajo aquí.

—¿En un libro? —preguntó David.Una mirada furtiva atravesó el rostro

de la guía.—Un libro muy grande —dijo—.

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Una historia, no puedo decir más. Llevosiete años trabajando en él.

—Entonces debe de tenerlo casiterminado, ¿no? —dijo David de modoalentador.

Pero Olivia negó con la cabeza yechó una bocanada de humo por encimadel hombro.

—No. He encontrado mucharesistencia. Y va a dar lugar a muchasdiscusiones.

Se miró el reloj y dijo:—Y ahora tengo que irme. Tengo un

cliente privado para un tour. ¿Dónde sehospeda?

—En el Grand.

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—¿El Grand? —David notó otramirada inquisitiva de Olivia—. ¿Y paraquién trabaja? ¿Qué biblioteca es esa?

—La Newberry. Es una instituciónprivada.

—¿Y va a trabajar aquí en launiversidad?

—No, en la Biblioteca Laurenciana.Era como si pudiera oír los

engranajes girar en la cabeza de lajoven, como una máquina tragaperrasque fuera a alinear todas las cerezas.Esperaba otra lluvia de preguntas yempezó a cuestionarse si debería haberestado tan comunicativo. ¿Realmente eracasualidad que ella lo hubiera seguido

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hasta la cafetería y se hubiera sentadojunto a él? ¿O se estaba comportandocomo un paranoico? Desde que aqueltipo había intentado atropellado en lacalle, se sentía inusualmentedesconfiado.

Olivia se levantó y le dio una últimacalada al cigarro.

—Voy tarde —dijo, tirando lacolilla en la taza de expreso vacía—,pero le agradezco la comida.

—De nada —dijo David.—Puede unirse a otro de mis tours

cuando quiera. Gratis también.—Cuidado —contestó David—,

podría tomarle la palabra.

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Ella sonrió y dijo:—Puede que le enseñe alguna que

otra cosa.Y entonces, mientras reflexionaba

sobre todo lo que querían decir aquellaspalabras, ella cruzó la calle corriendo,con los faldones del abrigo agitándosealrededor de ella. Aún la estabaobservando cuando se volvióinesperadamente y lo cogió mirándola.La risa de la joven resonó por toda laplaza.

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Capítulo 12

«Mierda, mierda, mierda». ¿qué debíahacer en aquel momento?, se preguntóEscher, desde su posición estratégicafrente a la cafetería. La chica se iba yDavid se quedaba, pero, claramente, nopodía seguirlos a los dos.

¿Quién era ella? ¿Algún tipo decómplice? ¿O era simplemente una guíaturística que se había encaprichado deltipo que se había unido a su grupo?

Bajo las órdenes del embajadorSchillinger, Escher había estadosiguiendo a David desde Chicago, nunca

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a más distancia de doscientos otrescientos metros. Mientras Davidvolaba en el compartimento de primeraclase, Escher había ido apretujado en elúltimo asiento que quedaba libre —alfondo, junto a los servicios— en tercera.

Y mientras David recorría la ciudaden un coche privado, Escher lo seguía enun taxi sin licencia.

Y mientras David se registraba en elhotel Grand, Escher había estadomerodeando por el vestíbulo. Todavíallevaba el bolso de viaje colgado en unode sus robustos hombros.

Tuvo una corazonada y decidióseguir a la chica. Era atractiva, aunque

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con menos carne en los huesos de la quea él le gustaba. Tendría quizás unosveintitantos y caminaba con paso rápido,como alguien que tiene muchas cosasque hacer. Cuando pasó por unapapelera, se quitó el lirio de la solapa ylo tiró dentro. Escher se rio comomuestra de aprobación, pensando quequizás llevaba la flor solo paracontentar a sus turistas.

A unas manzanas de la piazza, semetió en una tienda de libros usados ysalió de ella media hora después con unvolumen grueso bajo el brazo. Con laotra mano, se rebuscaba en el bolsillodel abrigo, y cuando Escher se dio

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cuenta de que estaba buscando las llavesdel coche, le hizo un gesto al primer taxique vio, entró en él e hizo al conductorque esperara hasta que la vio detenersejunto a un pequeño Fiat desvencijado ymeterse en él. Había más abolladurasque coche propiamente dicho.

—Sígalo —le dijo al taxista, y tiróalgunos billetes en el asiento delantero.

Ella conducía de la misma maneraque hacía el resto de cosas, rápida ydecididamente, abriéndose camino entreel tráfico como un cuchillo, haciendosonar el claxon, entrando y saliendo delas rotondas a toda prisa y girando enlas esquinas con tal brusquedad que los

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peatones tenían que dar un salto haciaatrás para evitar que los atropellara.

—¡Esa mujer está loca! —dijo eltaxista, mientras hacía todo lo posiblepor no perderla.

—Usted no la pierda —dijo Escher,tirándole otro billete.

En la plaza de la República,recorrió en ambas direcciones lastiendas como si estuviera buscandoestacionamiento —cosa que no era fácilen Florencia— hasta que salió un cochede un estacionamiento que había delantede una cafetería abarrotada. Otro cochefue derecho hacia la plaza libre, pero elpequeño Fiat, como si fuera de hojalata,

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le cortó bruscamente el paso y se metiódelante de él, subiendo una ruedaencima del bordillo y dejando la partetrasera del coche sobresaliendo hacia lacalle.

Escher oyó algunos gritos, pero lachica cogió el libro, cerró el coche conllave —Escher se preguntaba si alguienquerría robar aquella chatarra— y subiólos escalones de un pequeño edificio deapartamentos ruinoso sin ni siquieramirar atrás.

Una vez dentro ella, Escher se bajódel taxi y observó las ventanas. La chicaapareció en el tercer piso y, al examinarla lista de inquilinos del apartamento,

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Escher dedujo que se llamaba Levi deapellido, y que la inicial de su nombreera la O.

Tendría que llamar a Schillinger aChicago para ver si le sonaba de algo.Si no, Schillinger siempre podía hacerque sí sonara.

Esperó allí, bajo el frío, una o doshoras más hasta que decidió terminar sujornada laboral. Estaba muerto decansancio de ir de un lado para otrocorriendo. Llevaba años sin ir aFlorencia —la última vez que habíaestado allí había sido formando parte dela Guardia Suiza que acompañaba alpapa—, pero recordaba dónde vivía

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Julius Jantzen, su contacto local, yafortunadamente no estaba lejos.

Se puso en camino, adentrándose enlos barrios más abandonados de laciudad, en los que entonces vivíaninmigrantes y trabajadores extranjeros.Muchas de las tiendas tenían carteles enárabe y en persa, y las calles estabanllenas de basura y desperdicios. Eraobvio que aquella zona de la ciudad noaparecía en los mapas de los turistas.Había docenas de hoteles baratos, salasde apuestas y tugurios donde se hacíankebabs, salpicados, de maneradesconcertante, de alguna que otraiglesia antigua o, como indicio de los

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tiempos que corrían, alguna mezquitaimprovisada.

En la esquina de una calle lóbrega,se veía parte de un edificio de colornaranja apagado con un estanco en laplanta baja. Escher pasó junto a dosjóvenes que merodeaban por la acera deenfrente y entró en un patio sombrío querodeaba un estanque lleno de agua converdín. Al fondo había una puerta demetal —la única parte del edificio queparecía nueva e intacta—; tiró el bolsode viaje en el umbral de la misma parallamar con los nudillos tres veces.

Se quedó observando la ventana quehabía junto a la puerta y vio dos dedos

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aparecer por entre la persiana sucia. Dioun paso atrás para asegurarse de queJulius lo pudiera identificar sinproblema, oyó girar la llave y abrir lospestillos y, mientras esperaba, se diocuenta de que uno de los jóvenes queacababa de ver —le parecía que eranturcos— lo estaba vigilando desde lacalle.

—¿Qué miras? —gritó Escher.El tipo no contestó, pero no apartaba

sus oscuros ojos del bolso pesado queEscher había dejado en el umbral de lapuerta. Ernst estuvo a punto de irse paraél y sacarlo de allí a patadas.

Pero la puerta se abrió a medias, y

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la mano de Julius salió por la rendija yle hizo un gesto para que entrara. Escherentró y la puerta se cerró de un golpetras él. Después de volver a echar lallave y cerrar los pestillos, Jantzen sedio la vuelta y miró a su visita de arribaabajo.

—No deberías haber venido aquí.—Encantado de verte a ti también.—Ya se lo dije a ellos, lo he dejado.

Ya me han destrozado la vida.Al mirar a su alrededor —una

habitación sucia con suelo de linóleoresquebrajado y una cama sin hacerdetrás de un biombo chino—, Escherpensó que quizás tenía razón en aquello

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último.—Nunca lo puedes dejar del todo —

dijo Escher—, ya lo sabes.Julius Jantzen había sido un médico

respetado en Zúrich, más conocido porsu trabajo con los atletas y ciclistassuizos. También había sido un pioneroen el uso de esteroides anabolizantes,oxigenación de la sangre y otras técnicasde mejora del rendimiento. Escher habíasido uno de sus mejores clientes… antesde que todo se viniera abajo.

—¿Qué estás haciendo aquí, a todoesto? —preguntó Julius, apartándose dela frente unos rizos indomables.

Parecía un conejito enfermo,

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encorvado, con el pecho hundido bajouna camisa de franela y los pantalonesarrugados. Escher sospechaba que sehabía estado administrando algunos desus fármacos, pero no los apropiados.

—Haciéndole un recado a un idiota.—Tiró unos periódicos encima del sofáy se sentó—. ¿Qué me vas a ofrecer parabeber?

Julius suspiró molesto, fue a lacocina y volvió con una botella fría deMoretti.

—Estás hecho todo un autóctono —dijo Escher, levantando la botella ybebiéndose la mitad de un buche.

En la televisión había un partido de

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fútbol, con el sonido desactivado.Escher había acabado prefiriendo elfútbol americano. Más acción, másmarcador, más contacto físico.

Julius se sentó en la que, claramente,era su silla favorita: enorme, de pielsintética y maltrecha, colocada junto auna mesita auxiliar abarrotada de cosascomo un cenicero atestado de colillas,una botella de cerveza, el mando adistancia de la televisión y unas cuantascáscaras de pistacho. Al fijarse bien,Escher vio que también había cáscarasde pistacho esparcidas por todo elsuelo.

—¿Por qué no te compras los

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pistachos ya sin cáscara?—Me gusta quitárselas.Julius volvió a activar el sonido y,

durante unos instantes, vieron el partidoen cordial silencio. Escher estabacansado y habría agradecido algún tipode estimulante.

De vuelta a Roma, Jantzen pasabapor el cuartel una vez al mes, o cada dosmeses, con una cartera llena de todo tipode fármacos, desde B-12 hastaoxicodona. Para durar en la GuardiaSuiza había que mantenerse en forma y,con la ayuda de ciertas inyecciones,Escher siempre había estado a ladelantera. Pero, a juzgar por el aspecto

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actual de Jantzen y del vertedero en elque vivía, sus días de negocios habíanterminado. Escher estaba allí por dosrazones: una era la pistola (no habíaforma de pasar una de contrabando en elvuelo desde Chicago) y la otra era paratener una base desde la que operar.Cogería la pistola, pero se iría a unalbergue para vagabundos antes quearriesgarse a dormir en aquel lugarsiquiera una noche.

Aun así, recostó la cabeza, cerró losojos y fue quedándose dormido poco apoco. Cuando se despertó sobresaltado,el partido había terminado y estabanemitiendo las noticias de la tarde. Las

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persianas no dejaban pasar ni un rayo deluz del día.

Y estaba solo.—¡Julius! —gritó—. ¿Dónde

demonios estás?Se levantó, miró detrás del biombo,

recorrió el pequeño pasillo que habíaentre una cocina larga y estrecha y unenorme armario viejo, y llegó hasta elcuarto de baño. Pero tampoco estabaallí. Ni había ninguna nota.

—¡Jantzen! —gritó una última vez.Y, como salido de la nada, apareció

el hombre con un delantal quirúrgicoblanco. La puerta del armario estabaabierta y Julius dijo:

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—¡Por Dios, roncas!—¿Dónde estabas? —dijo Escher,

inspeccionando el armario.No tenía fondo, y una luz brillante

inundaba el pasillo desde una habitaciónque había escondida detrás del falsofondo.

—Trabajando —dijo Jantzen, yendohacia atrás por el armario, con Escherdetrás de él.

Nadie habría averiguado nunca queel laboratorio estaría allí. Estabaimpecable y antiséptico, tenía una luzfluorescente brillante en el techo, unamesa de examen, un lavabo y estantesmetálicos con diversos utensilios, desde

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equipamiento médico hasta materialfarmacológico de todo tipo. Y, depronto, todo tuvo mucho más sentidopara Escher.

—He encontrado algo que quizásquieras tener —dijo Julius, señalandohacia una Glock de nueve milímetroscon el silenciador ya encajado en laboca, en la encimera.

Escher se alegró al ver que Jantzenhabía seguido sus órdenes, y cogió lapistola para examinarla.

—Está cargada, así que haz el favorde tener cuidado —dijo Jantzen,mientras terminaba de contar un montónde pastillas y meterlas en frascos—.

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¿Tienes hambre?—Sí.—Hay un sitio pequeño y decente al

final de la calle —dijo, limpiándose lasmanos en el delantal para despuésquitárselo y dejarlo doblado encima dela mesa de examen.

—Parece que tienes bastante trabajoaquí —dijo Escher impresionado.

—Tenemos una clientela pequeña,pero fiel.

Ya de vuelta en el pasillo, Jantzencolocó el panel en la parte trasera delarmario y empujó un montón de camisasy chaquetas viejas por la barra.

—Puedes dejar aquí tus cosas —

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dijo Jantzen—y dormir en el sofá.Mañana, o eso espero, querrás buscar unsitio mejor donde quedarte.

Escher no dijo nada, aun sin tener laintención de esperar tanto para hacerlo.Rebuscó en el bolso y sacó un paquetede tabaco mientras Jantzen se ponía elabrigo, se encajaba un ridículo gorroestilo cosaco y abría los pestillos. Nadamás quitar el último y abrir la puerta —El restaurante lo llevan unos españoles—, esta dio un bandazo hacia atrás yrecibió un placaje en el aire tan fuerteque lo volvió a meter en la habitación,mientras un hombre de piel oscura consudadera lo seguía agarrando por los

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hombros. Escher levantó la vista justocuando otros dos hombres —los turcosque lo habían estado vigilando cuandohabía llegado— entraron en lahabitación, uno con un cuchillo y el otrocon una pistola.

El que llevaba el cuchillo cerró lapuerta de una patada mientras el de lapistola apuntaba a Escher, que levantólas manos para enseñarles que no ibaarmado, y le ordenaba que se apartaradel bolso.

Escher dio unos pasos hacia atrás, yel tipo de la pistola se arrodilló junto albolso y empezó a rebuscaraceleradamente entre lo que había

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dentro.—Puedes quedarte los cigarros —

dijo Escher— si te vas ahora.—Calla —dijo el hombre antes de

dejar el bolso y apartarlo de una patada.Escher se imaginó que los turcos

habían pensado que estaba haciendo unaentrega.

—Habéis cometido un error —dijoEscher, y el tipo de la pistola disparó amodo de advertencia a la almohada delsofá, a unos quince centímetros de subrazo, provocando una nube de plumas.

—Ahmet, baja el arma —pidióJantzen desde el suelo.

«Así que lo conoce —pensó Escher

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—. Un cliente. Pero, ¿cuánto sabe estecliente?».

—Atrás —dijo Ahmet, gesticulandocon la pistola hacia el pasillo y elarmario.

Demasiado.Jantzen se levantó, con la sangre

corriéndole por la comisura de la boca,y los llevaron a él y a Escher hasta elarmario.

Ahmet y los otros esperaron a queJantzen apartara la ropa, deslizara elpanel y entrara. Jantzen encendió lasluces y Escher se dirigió tranquila perodeliberadamente hacia la Glock quehabía en la encimera.

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—¿Qué estás haciendo allí? —dijoAhmet, que tenía la visión bloqueadapor la espalda de Escher—. Quédatequieto o te disparo.

Escher cogió discretamente lapistola, se dio la vuelta despacio con lacabeza ladeada en señal de conformidady disparó a Ahmet en el pecho aquemarropa. Cayó sobre las rodillas conla boca abierta, y los otros dos sequedaron estupefactos. Aprovechando laimpresión que había causado en los doshombres, Escher disparó a uno en lasudadera, y su cabeza chocó con elestante de metal que tenía justo detrás acausa del impacto. Pero Jantzen estaba

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en la trayectoria del tercero, que movíael cuchillo como un loco y que salió dela habitación gritando.

—Quita de en medio —dijo Escherapartando a Jantzen, al que se le salíanlos ojos de las órbitas, y siguió alhombre del cuchillo hasta estar fuera delarmario y, de nuevo, en el interior delapartamento.

El tipo ya estaba en la puertaintentando abrir el pestillo para salircuando Escher dijo:

—Espera, no voy a hacerte daño.El hombre volvió la cabeza, con el

rostro crispado por el miedo, y Escherprosiguió:

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—Apártate de la puerta.Movió otra vez torpemente los

dedos en el pestillo, y la puerta yaestaba empezando a abrirse cuandoEscher le disparó. La bala le alcanzó elhombro, pero apenas reaccionó. Eschertuvo que saltar sobre él, agarrarlo de lamanga y meterlo otra vez en lahabitación.

—¡No, no, no dispares! —gritó elhombre, juntando las manos yarrodillándose—. ¡No me dispares!

Pero Escher sabía que, algunascosas, una vez las empezabas, tenías queacabarlas.

Apretó el arma contra la frente del

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hombre arrodillado, disparó, y lo dejócaer al suelo como un saco de patatas.

Escher escuchó a Jantzen vomitar enel pasillo.

«Otra cosa más que limpiar», pensó.Se encajó la pistola debajo del

cinturón y se alejó del cuerpo. Dios,vaya lío. Pensó en llamar a su jefe, elexembajador extravagante, pero conocíabien su fama de impetuoso. Y, hastadonde sabía, era Schillinger elresponsable de todo aquel fiasco.¿Había largado a Escher a Italia ensecreto, por iniciativa propia?¿Iniciativa que había entrado enconflicto con un plan mayor de alguna

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otra persona?El charco de sangre se estaba

expandiendo y tuvo que dar otro pasoatrás.

Si aquel era el caso, entonces Escherse encontraba en medio de un claro casode falta de comunicación, situación en laque siempre había odiado estar.

¿O era, simplemente, lo que parecía?¿Un intento de robo de droga fallido?Dada la clientela de Julius, tampoco eratan difícil de creer.

En aquel momento se arrepentía dehaberse precipitado tanto. Si alguno delos turcos siguiera con vida, podríahaberle sacado alguna que otra respuesta

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a aquellas dudas. La próxima vez debíarecordarse a sí mismo ser más paciente.

—Julius —dijo, remangándose lacamisa.

—¿Qué? —contestó Jantzen, todavíaagachado y apartando la mirada de lapuerta.

—¿Piensas dejar de vomitar enalgún momento?

La respuesta de Jantzen fueron másnáuseas, antes de poder decir con vozronca:

—¿Qué… leches… hacemos ahora?—Bueno —dijo Escher, dejando a

un lado sus otras cavilaciones másprofundas—, yo propongo empezar con

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un cubo y una fregona. Tienes de eso,¿no?

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Capítulo 13

Cellini sabía, por la pendiente con laque se filtraba la luz del sol sobre lapared del calabozo, que era casi la horade su única comida del día. Sedesplomó en el rincón, observandodespreocupadamente cómo se apareabandos tarántulas en la paja que salía delcolchón. Se había acostumbrado a ellas,al igual que a las ratas y otros bichoscon los que convivía en la diminutacelda. Tras meses de encarcelamiento,los echaría de menos si se fueran.

Se oyó a alguien andar arrastrando

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los pies, luego el sonido de unas llaves,y la puerta se abrió. Mientras el guardaesperaba afuera con la espadapreparada, el carcelero, con la ropa casitan sucia como la de Cellini, dejó en elsuelo con cuidado el bol de peltre conlas habituales gachas frías.

—Come bien —dijo.Se detuvo para admirar los bocetos

que Cellini había garabateado en lapared con carboncillo y tiza. La piezacentral representaba a Cristo rodeado deun grupo de ángeles.

Mientras él miraba asombrado,Cellini dirigió la mirada hacia la puertay, más concretamente, hacia las

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bisagras. Se había empleado a fondodesde el mismo día que había llegadoallí en quitar las auténticas yreemplazarlas por otras falsas hechascon cera de velas y óxido, y ya casihabía terminado su particular tarea.Cuando lo habían metido en el castillode Sant’Angelo, había declarado queninguna prisión podría retenerlo, yestaba a punto de demostrarlo.

—Ah, y el duque de Castro me pidióque añadiera esto, puesto que hoy es undía festivo —dijo el carcelero,sacándose un trozo de pan del día ydejándolo caer junto al bol.

—Dígale al signor Luigi —al duque,

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quiero decir—, que estoy deseandoagradecérselo pronto, en persona.

—Benvenuto, Benvenuto —dijo elcarcelero, sacudiendo la cabeza—, ¿porqué empeoras lo que tienes? Un hombreque sabe dibujar así —dijo señalando alos bocetos— puede hacer cualquiercosa. Dile al duque lo que quiere saber,suplica el perdón del papa y serás, denuevo, un hombre libre.

—No puedo confesar lo que no hehecho. No puedo devolver oro y joyasque nunca robé.

El carcelero, un alma simple, seencogió de hombros.

—Este tipo de cosas superan mi

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entendimiento.Se dio la vuelta y se marchó dando

un portazo tras él. Las bisagras falsasaguantaron y, en su propia contra,Cellini se lanzó con entusiasmo hacia lacomida, mojando el pan en aquellabazofia fría y metiéndoselo en la bocacon los dedos temblorosos. Una ratamiraba con gula desde el rincón.

Únicamente al comerse el últimobocado de las gachas con la cuchara delata, notó algo chocar en los dientes ydejó de masticar. Al estudiar el fondodel bol, vio algo brillante y, de pronto,se le vino el cielo encima al caer en lacuenta de lo que acababa de pasar.

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Lo habían envenenado… y con unmétodo bastante común entre lospríncipes y la nobleza.

Le habían puesto en la comida unapiedra preciosa en polvo, un diamante.Al contrario que otras piedraspulverizadas, el diamante mantenía losbordes afilados y, lejos de atravesar elcuerpo sin provocar daño alguno, sustrozos diminutos —daba igual lo finosque fueran— se adherían a los intestinosy perforaban las paredes. El resultadono era solo una muerte lenta yagonizante, sino que fácilmente se podíaconfundir con un montón de dolenciasnaturales. El duque, que sin duda había

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tramado lo del pan, nunca podría seracusado por su padre si lo hacía deaquella forma.

Cellini se arrodilló, con la frentecontra el suelo húmedo, y empezó arecitar un miserere entre dientes. Tansolo era cuestión de tiempo —horas, oquizás uno o dos días— que empezara anotar los efectos.

Y, entonces, ¿qué?La impresión que le provocó la idea

realmente le volvió a dar ánimos. ¿Quéle pasaría a un hombre como él, quehabía realizado La Medusa y habíamirado fijamente a su fondo mágico? Nomoriría, no podía morir.

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Pero, entonces, ¿estaba destinado asufrir para siempre?

De pronto, tuvo que plantearse si susdevaneos con la brujería no lo habríanllevado a crearse su propia condena.¿No se lo había advertido el doctorStrozzi?

Pero, ¿desde cuándo prestabaatención a las advertencias?

Los juncos eran una cosa. Los que sehabían enganchado en su ropa cuandoescapaba del estanque de la gorgona, loshabía recogido en un ramo —no fue unatarea fácil, ya que aparecían,desaparecían y volvían a aparecer sinparar— antes de entretejerlos

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rápidamente para sumergir la guirnaldaen un baño de plata fundida. Colocadasobre la frente, como la corona de laurelsobre la cabeza de Dante, la piezaterminada proporcionaba a quien lallevara puesta el don de la invisibilidad.

Según los estándares de su oficio,era un procedimiento relativamentesimple.

Pero el espejo era otro tema muydistinto. En su elaboración, había estadotan ensimismado en la creación delmismo que casi no se había parado apensar en lo mucho que implicaba.Había centrado todas sus habilidades,todo su ingenio, en reproducir la visión

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aterradora de la gorgona a la que habíadado muerte. Había pasadoinnumerables horas en su estudio, con elqueroseno ardiendo en la lámpara,mientras hacía diseños, y luego moldes,para la parte frontal del espejo. Y,aunque fabricar vidrio no se encontrabaentre sus muchos talentos, se habíainstruido a sí mismo como un maestrosoplador de vidrio, y también a símismo se había enseñado a hacer elespejo biselado de la parte posterior.

Y, cuando finalmente había pensadoque ya tenía las habilidades necesarias,había realizado un espejo —justo comole había dicho al papa— para

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regalárselo a la duquesa de Medici,Eleonora de Toledo (siempre tenía quebuscar la forma de mantener buenasrelaciones con ella). Para añadirle algode brillo al acabado bruñido de nielo,había colocado dos rubíes en los ojos dela gorgona.

Y entonces, satisfecho de haberloconseguido, había realizado otro más.

Este otro iba a ser para él;conseguiría el sueño de su vida.

Este otro iba a ser para regalarse así mismo el don de los dioses… el donde la vida eterna.

Había consultado los libros deStrozzi, había estudiado minuciosamente

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los grimorios de Francia e Inglaterra,Portugal y España y, entonces, con lamáxima delicadeza que jamás habíareunido, había abierto el frasco de aguaverde rescatada del estanque infernal;las aguas de la inmortalidad que habíanvuelto con él, metidas en sus botas.

Con el espejo boca abajo en su mesade trabajo, había vertido el líquidobrillante en el hueco de la parteposterior del mismo. Las gotitasborbotearon y emitieron un silbido en ladiminuta cuenca con borde de plomo,moviéndose y coagulándose como elmercurio. Era, en realidad, como silucharan por salir de allí, pero Cellini

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colocó rápidamente el cristal en su sitioy selló con firmeza los bordes. Entredientes, recitó el conjuro en latín dellibro de Strozzi, la bendición final quecompletaría la tarea y daría poder eternoa su creación:

Aequora ofinfinitio,

beatus perradiant luna,

Una subsistoestus of vicis,

quod tribuoimmortalisbeneficium.

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Y, luego, por si acaso, recitó supropia traducción, en la lenguavernácula que prefería:

Las aguas de laeternidad,

bendecidas porla luna radiante,

detienen elcorrer del tiempo

y garantizan elfavor de lainmortalidad.

Con el talismán terminado, solofaltaba un paso: comprobar si

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funcionaba. Si lo hacía, cualquiera querecogiera la luz de la luna en el espejojunto con su propio reflejo seencontraría congelado para siempre enel tiempo, tan inalterable como laimagen que atrapara el espejo.

¿Había conseguido alguien, sepreguntaba Cellini, tanto como él?¿Podía algún artesano de su mismaépoca o de tiempos veniderosvanagloriarse de tales logros?

Al sentarse a la mesa de trabajo conla luz de la farola reflejada en el espejod e La Medusa había sentido… ¿qué?¿Júbilo? Sí, pero mezclado con elamargo lamento de no poder nunca

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gritarlo a los cuatro vientos.Lo que había hecho no podría

saberlo nunca ningún hombre.Si la santa Iglesia romana se

enteraba, lo quemarían en la hoguera. Sise enteraban reyes y príncipes, locapturarían, meterían en prisión yrobarían los frutos de su trabajo. Unaraza de hombres inmortales, sin dudaigual de corruptos y viciosos como sushomólogos mortales, surgiría para tomarel mundo. No, la única opción sensataera mantener La Medusa guardada y ensecreto, con sus poderes únicamenteconferidos a su creador y a cualquieralma digna de ser elegida por él.

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La farola había chisporroteado, sehabían consumido las últimas gotas decombustible y se había apagado. Eltaller se veía bañado por la luz de laluna invernal llena, blanca y fría comoun glaciar.

Cellini había deslizado el amuletopor la cadena y se lo había colgado alcuello. Pasando de puntillas junto aAscanio y otros aprendices, que estabanprofundamente dormidos escalerasabajo, llegó al patio silencioso quehabía detrás de su casa. Los muros depiedra se elevaban por todos lados. Elaire se empañaba con su respiracióninquieta.

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¿Estaba preparado para llevar suobra al examen definitivo? ¿Estabapreparado para aceptar cualquierconsecuencia…, ya fuera la vidaeterna… o la muerte repentina? Ningúngrimorio garantizaba los resultados.

Un escalofrío le recorrió la espalda,provocado por el aire gélido o por laexpectativa. Con los dedos entumecidos,levantó La Medusa; la cara gruñonamiraba directamente a la suya… y le diolentamente la vuelta. La curvatura delespejo titiló bajo la luz de la luna.

Su propio rostro —con la narizaguileña y prominente, los ojos negroscomo el carbón y el exuberante bigote—

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apareció en el espejo; pero algo extrañoestaba ocurriendo, algo de lo que tardóun instante en darse cuenta. No parecíasu reflejo lo que veía… parecía como sifuera realmente él el que estuvieradentro del espejo, mirandodesconsoladamente hacia afuera.

El amuleto parecía cobrar vida,como si el líquido que llevaba dentrohubiera empezado a hervir.

Un perro aulló desde el callejón ycorrió hacia la calle.

Cellini no podía apartar los ojos.Sentía como si estuviera siendoengullido por un remolino, girando ydescendiendo sin parar. Repentinamente,

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se le erizó el pelo y se le puso la carnede gallina. La Medusa parecíaretorcérsele en la mano como un pájaroasustado y, antes de poder siquierapensar en soltarlo, se le enturbió elpensamiento y le fallaron las rodillas.Los adoquines del patio se elevaroncomo una ola envolvente.

* * *

—¿Has terminado con el bol? —dijoel carcelero tras la rejilla de metal de lapuerta.

Cellini, aún lamentándose por elveneno que acababa de tomarse, levantó

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la cabeza del suelo y asintió.—Pues pásamelo —dijo el

carcelero, y Cellini lo cogió y lo acercóhasta la puerta.

—Dime —preguntó—, ¿ha sido elsignor Luigi, perdón, el duque deCastro, quien ha preparado mi comidahoy?

—¿Está loco? Claro que no.—Entonces, ¿quién? ¿Alguien

distinto del de siempre?El carcelero sonrió.—No se te escapa nada, Benvenuto.

La preparó un amigo del duque.Cellini esperó.—Un hombre llamado Landi. Lleva

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al cuello una de esas lupas.«Claro», pensó Cellini. Landi era el

joyero que intentó encajarle las perlasdefectuosas a Eleonora en Florencia;después, se había mudado allí, a Roma.Seguramente había estado encantado derecibir aquel mortífero encargo delduque.

—¿Por qué lo preguntas?—Lo sabrás dentro de muy poco —

contestó Cellini.Miró hacia el fondo del bol otra vez

y vio otro trocito diminuto. Sehumedeció la yema del dedo, quitó elfragmento y pasó el bol de lado entre losbarrotes.

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Cuando se hubo ido el carcelero, seacercó a la ventana y dejó el fragmentodiminuto en el alféizar. Eraespecialmente desconcertante estarviendo algo tan pequeño y, sin embargo,tan letal. ¿Cuántos, se preguntaba, sehabría tomado?

Pero entonces, bajo los últimosrayos de luz del sol de verano, vio algoque le hizo dar un vuelco el corazón.

El fragmento tenía un leve toqueverdoso… como si fuera berilio oalguna otra piedra semipreciosa.

Lo examinó más detenidamente. Elsol casi se había puesto tras las colinasde Roma, pero aún había suficiente luz

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como para apreciar de nuevo el tinteverdoso. De pronto, con la boca tan secaque apenas podía respirar, cogió lacuchara y apretó el fragmento. Se oyó unleve crujido y, cuando levantó lacuchara, vio un polvillo inofensivosobre el alféizar de la ventana.

Cellini se tiró al suelo alcomprender que se había librado deaquello…, y gracias a la falta dehonestidad de un joyero. Landi, sinduda, había recibido un diamante pararealizar el trabajo, pero se lo habíaquedado y había usado en su lugar unapiedra menos valiosa, pensando queserviría de la misma manera para llevar

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a cabo el encargo.En aquello se había equivocado.Pero, si a Benvenuto le hacía falta un

último empujón para emprender lahuida, allí lo tenía. Ya no les era útil asus enemigos y, aunque quisieran quepareciera una muerte natural, estabandispuestos a matarlo. Rebuscó bajo elcolchón y cogió la tira larga de trozos deropa que había ido atando con esmero, yque pretendía utilizar para deslizarsehacia abajo por los muros. Habríaquerido hacerla más larga, igual quehabría querido esperar a hacerlo en unanoche sin luna, pero ahora que sabía quelas posibilidades de un indulto papal

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eran nulas, era hora de poner en prácticasu plan de acción. Cuando la campanade media noche sonó, quitó con lacuchara las bisagras falsas que habíacolocado en la puerta, se arrastró alpasar por delante de la habitación delcarcelero, que roncaba ruidosamente, ysalió al parapeto del castillo deSant’Angelo.

Toda Roma se extendía bajo élenvuelta en la noche y, con la fuerza queaún le quedaba en su cuerpo escuálido,tiró la cuerda —demasiado corta parallegar al suelo— e inició su lento yarriesgado descenso.

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Capítulo 14

El lunes se despertó frío y gris, perodespués de un reconfortante desayunoque le habían llevado a la habitación,David cogió su maletín de piel y pusorumbo a la Biblioteca Laurenciana, aúndecidido a ser el primero en cruzar suspuertas.

Florencia podía ser una ciudadimponente bajo las mejorescircunstancias posibles, con susedificios antiguos cerniéndose sobre lasconcurridas calles y plazas, pero,aquella mañana, con un viento

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borrascoso que obligaba a la gente amantener la cabeza agachada y que hacíavolar el polvo y la suciedad de losadoquines, era una ciudadparticularmente siniestra. En la ViaProconsul, pasó por delante delBargello, lo que había sido la oficinacentral del magistrado jefe de la ciudad.Durante siglos, habían ahorcadopúblicamente a criminales de lasventanas de la torre y, si eranextranjeros, sus cuerpos se habíandonado a estudiantes de medicina y aanatomistas como Leonardo da Vincipara su disección y estudio.

Varios hombres de aspecto

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sospechoso se apiñaban en la entradadel Bargello y jugaban a los dados, yDavid, instintivamente, apretó con másfuerza el maletín contra el costado. Italiase enorgullecía de tener algunos de losmejores artistas e inventores de todoslos tiempos, pero también acogía amuchos de los ladrones y carteristas máshabilidosos del mundo.

Las calles estaban congestionadascon el tráfico matutino, los cochespasaban con gran estruendo y las motoszumbaban como avispas. Al apartarse dela trayectoria de una, David creyó ver auna figura, con sombrero de ala ancha yun periódico enrollado bajo el brazo,

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escondiéndose en un hueco. Pero seabrió un claro entre el tráfico y, sinmirar atrás, cruzó corriendo la calle.

Delante, el Duomo, la imponentecúpula rosada de la catedral de SantaMaría del Fiore, se elevaba sobre lostejados que la rodeaban. Desde suconstrucción en la década de 1420, unaley local dictaba que ningún edificio lapodría superar en altura. Construida porBrunelleschi, era un milagro tantoartístico como de ingeniería; elevada enel aire sobre cien metros y de tan ampliaenvergadura, era, en palabras delarquitecto del Renacimiento, Alberti,«lo suficientemente grande como para

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dar sombra a todos los habitantes de laToscana». Mark Twain dijo una vez queparecía un «globo aerostático» flotandosobre la ciudad.

Un puñado de turistas que bajabandel autobús y levantaban las cámaras devídeo lo atraparon entre ellos y, antes depoder escaparse de aquello, creyó verotra vez a la misma figura con el gorrobien calado, mezclándose con lamuchedumbre; pero podía estarequivocándose.

Se preguntó si el hecho de que casilo atropellaran cuando el incidente de lapista de patinaje en Evanston no le habíadejado un poco paranoico.

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Mientras cruzaba la piazza vio lacúpula —más pequeña que la anterior,pero no menos cautivadora— de la viejaiglesia de San Lorenzo; como todo granproyecto de construcción de Florencia,el contrato decía que la catedral debías e r «più bella che si può» o «tanhermosa como pueda ser». Era unacondición sobre la que habían insistidolos padres de la ciudad durante todo elRenacimiento, y aquello había resultadoen una magnífica muestra arquitectónicasin parangón. Durante siglos, SanLorenzo —que se proclamaba la iglesiamás antigua de Florencia, cuya piedraangular fue colocada en el año 393— se

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había reconstruido y expandido hastaque, gradualmente, había acabadoconvirtiéndose en una especie decomplejo monástico con una sacristíaantigua de Brunelleschi, otra nueva deMiguel Ángel, los panteones de losMedici y un claustro adjunto, el destinode David, que resultaba ser lamundialmente conocida BibliotecaLaurenciana.

Desde el exterior, los edificiosparecían bastante austeros y las paredestenían capas de piedra oscura, o pietraserena, originaria de la Toscana. Y,aunque cuando el tiempo era más cálidoel patio del claustro estaba cubierto de

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hojas verdes y decenas de lirios decolores, aquel día estaba seco y árido.

Los pasos de David retumbaban enlas paredes del patio, y una bandada depalomas grises mugrientas salió volandopara apartarse de su camino.

Pero, bajo el sonido del revoloteode las palomas, oyó el chirrido de unasdeportivas por una de las galeríasoscuras. Cuando se detuvo, haciendocomo que se ataba el zapato, el chirridoparó también y, cuando se levantó ysiguió andando, lo oyó de nuevo no muylejos. Se volvió rápido, pero solo vio auna señora mayor con zapatos negros,limpiando concienzudamente el marco

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de una ventana. Esperó un poco másmirando hacia la galería de arcosredondeados y grandes huecos, pero noapareció nadie.

¿Lo estaban siguiendo? ¿Era,simplemente, un carterista no muybueno? ¿Era alguien que sabía lo quellevaba en el elegante maletín?

¿O es que había visto demasiadaspelículas?

Negó con la cabeza y subió lasescaleras hasta el segundo piso delclaustro, donde se encontraba labiblioteca y su famosa colección delibros antiguos y códices.

Pero aún no había llegado arriba

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cuando volvió a escuchar aquel sonidochirriante. ¿La señora Van Owen —contodo lo rica y excéntrica que era— habíamandado a alguien para que lo siguiera,por amor de Dios?

Que él supiera, el maníaco delBMW iba tras su rastro desde losEstados Unidos.

Ya no sabía qué creer.Pero sí que sabía cómo abordar a

quien lo perseguía y descubrirlo de unavez.

El vestíbulo de la biblioteca habíasido diseñado a conciencia por MiguelÁngel para que fuera oscuro —de hecho,habían tapiado las ventanas—, con el fin

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de que los visitantes pudieran sentir laascensión desde la penumbra hasta lailuminación —en todos los sentidos—de la biblioteca, que estaba situada alfinal de las escaleras. David se metió enuna hornacina con un busto de mármolde Petrarca y, con el maletín agarradobajo el brazo, aguantó la respiración.

Los pasos se acercaron y se pararonjusto antes de entrar al vestíbulo.

¿Había decidido el rastreadorabandonar a su presa?

Y entonces, con el chirrido másleve, los pasos volvieron a oírse. Davidvio la parte trasera de un gorro y unchubasquero, y un periódico que

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sobresalía por debajo del brazo.Saliendo de la hornacina, David dijo

en italiano «¿Qué puedo hacer porusted?».

La figura se dio la vuelta de pronto,y una copia de La Stampa se le cayó dedebajo del brazo mientras se llevaba lamano al pecho.

Para su sorpresa, David vio que erala guía turística del día anterior, OliviaLevi.

—Marón! —gritó—. ¡Casi me mata!¿Por qué ha hecho eso?

—¡Dígame antes usted por qué haestado siguiéndome! —Por lo menos,sus sospechas eran ciertas, sí que lo

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estaban siguiendo.Olivia se agachó para recoger las

páginas sueltas del periódico justocuando una mujer de seguridad,corpulenta y con uniforme gris y gorraapareció al final de la escalera para verde qué iba todo aquel alborotorepentino.

—Ah, no —gritó, mirando a Olivia—. Tú otra vez, no. No puedes entrar enesta biblioteca, ya lo sabes, así que vete.—Dio palmas hacia arriba y hacia abajopara enfatizar el rechazo.

—¡Pero no he terminado miinvestigación!

—Pues mala suerte. El director sí ha

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terminado contigo.Hubo una mirada de súplica por

parte de Olivia y, sin vacilar, añadió:—¡Pero hoy estoy trabajando! Soy la

ayudante de este hombre. Me hacontratado para que le ayude con untrabajo que tiene que realizar aquí.

Miró rápidamente a David,esperando confirmación, pero David nosupo qué hacer en ese momento. Suimpulso natural habría sido ayudar a uncompañero de especialidad, perodesconocía, o desconfiaba, demasiadode aquella mujer.

—¿Es eso verdad? —dijo la mujerguardia con tono de sospecha—.

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¿Trabaja para usted?Pero no iba a ser tan fácil.—¿Por qué no puede entrar? —le

susurró David en su idioma.—¿Eso qué importa? —contestó

Olivia susurrando—. ¡No fue nada!—Última oportunidad: ¿por qué no

puede?—Discutí con el director —dijo,

encogiéndose de hombros—. El tipo esun nazi.

Por cómo lo dijo, junto con el gestocansino de encoger los hombros, Davidestuvo a punto de reírse. Pero aúnnecesitó varios segundos paraarriesgarse finalmente. Levantando la

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vista hacia la mujer dijo, de nuevo enitaliano:

—Sí, la he contratado.—Y, ¿quién es usted?David sacó su carta de presentación

del bolsillo y avanzó con ella en lamano.

— E l dottore Valetta me estáesperando.

La mujer de seguridad examinó elpapel, miró una vez más a Olivia, se diola vuelta y entró andando como un patoen la biblioteca, con una porra colgandoa un lado del cinturón.

—Grazie mille —dijo murmurandoOlivia a David, que contestó de la

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misma forma.—Pero no hemos terminado, todavía

tiene que contarme por qué me estabasiguiendo.

—Porque me dijo que iba a estartrabajando aquí —dijo ella—;necesitaba una forma de volver a entrar.

—¿Por qué no me lo pidió?—Porque no me conocía.—¿Y ahora sí?—Estamos en ello —dijo, con una

media sonrisa que, aun a su pesar, aDavid le resultó cautivadora.

Yendo tras la mujer, entraron en unaestancia amplia y elegante que era lasala de lectura principal de la

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biblioteca. Las ventanas en saliente,enmarcadas en pilastras de mármol,estaban dispuestas en fila en la pared yarrojaban una luz brillante, aunquedifusa, a las baldosas de terracota rojasy blancas que componían el suelo y quedaban muestra de los fundamentosbásicos de geometría. Había una fila demesas de madera a cada lado de la sala,bajo el techo alto e iluminado. Unamujer mayor que estaba estudiandoalgún texto antiguo con una lupa levantóla mirada cuando pasaron y volvió aenfrascarse rápidamente en su tarea.

Al final de la sala, la mujer deseguridad giró en un pasillo lateral y

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tocó con los nudillos en un cristalesmerilado. Abrió la puerta, los anuncióe, incluso antes de que David pudieraver al doctor Valetta, oyó al tal directordecir:

—No, esa mujer no puede estar eneste lugar.

—Trabaja para el signor Franco —intentó explicar la mujer de seguridad.

David la rodeó con cuidado y vio aldirector, que llevaba un traje de colorhabano muy bien planchado con unpañuelo de bolsillo, de pie, detrás delescritorio. Cuando David extendió lamano, el doctor Valetta la aceptó, no sinquitarle el ojo de encima a Olivia, que

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merodeaba cerca de la puerta.—Buenas, señor Franco. Le

estábamos esperando, pero, ¿cómo esque conoce a la signorina Levi?

—Se ofreció como voluntaria paraayudarme con mi trabajo —improvisóDavid—. Me he dicho que está bastantefamiliarizada con las colecciones de laBiblioteca Laurenciana.

El doctor Valetta resopló.—Eso es completamente cierto. Pero

no me creería nada más de lo que dijera.La signorina tiene sus propias teorías yni todos los hechos posibles son capacesde disuadirla.

—¿Qué? —interrumpió Olivia,

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incapaz de controlarse—. ¡Tengomuchísimos hechos, y tendría muchosmás si personas como usted no seinterpusieran siempre en mi camino!

David se volvió hacia ella y le dijo:—Adesso basta!¿En qué se había metido?Ella dijo, calmándose:—Le esperaré en la sala de lectura.

—Y se fue muy ofendida.—Lo siento —dijo David al

director.Valetta todavía parecía estar

dudando sobre qué hacer; entonces dijo:—Tendrá que ser el responsable de

ella, ¿lo sabe?

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—Lo seré.Recuperando la compostura con

determinación y repasándose la raya delos pantalones antes de volver a sentarseen su silla, el doctor Valetta lo invitó atomar asiento.

David se sentó en la silla deenfrente, tras el escritorio, y dejó elmaletín apoyado sobre la pierna. Lasparedes del despacho estaban llenas defilas de estantes con libros, todosperfectamente alineados y colocados.«Más para que se vieran», pensó David,«que para usarlos».

—¿Se siente usted cómodo siseguimos hablando en mi lengua?

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David asintió y dijo que lo prefería.—Bien. Creo que, anteriormente, ya

estuvo investigando en nuestrascolecciones, ¿no es así?

—Sí, pero fue hace muchos años.—Entonces permítame recordarle

cómo funcionamos.David escuchó con atención, en

parte para compensar la descortesía deOlivia, mientras el director explicabaque cualquier manuscrito o texto quepidiera debía llevarlo el encargado dela biblioteca a la mesa que tuvieraasignada quien lo hubiera pedido, y nomás de tres a la vez. Cualquiermanuscrito que se devolviera también

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debía entregarse a uno de losencargados de la biblioteca. Cualquierportafolio o maletín que saliera de labiblioteca sería revisado por un guardiade seguridad —ayudado por elbibliotecario— en el punto de control.No estaba permitido hacer fotografías,excepto con un permiso especial. Y,para evitar cualquier mancha de tinta, nose permitía el uso de bolígrafos paratomar notas, solo de lápices.

—Le hemos reservado un lugar parasu uso exclusivo —dijo el doctorValetta—, tanto tiempo como lonecesite.

—Es muy amable por su parte —

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dijo David.—Y he dejado dicho al personal que

sea complaciente si, digamos, necesitamás cantidad de textos de lo normal a lavez.

—Gracias, de nuevo.El doctor Valetta levantó las manos

y dijo:—La señora Van Owen ha sido muy

generosa con nosotros. Estamosencantados de poder ayudar en todo loque esté en nuestras manos.

La señora Van Owen. ¿Había algúnsitio —pensó David— al que no llegarasu alcance? ¿Algún movimiento que élhiciera y que ella no anticipara? Por un

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instante, se preguntó si Olivia no seríauno de sus infiltrados, enviada allí paravigilar sus progresos.

Después de unos cuantos minutosmás de cháchara, durante los cualesValetta parecía estar indagando en elmeollo de la investigación de David —una indagación que David estabaintentando desviar por todos los medios—, este se levantó disculpándose.

—Ya ha empezado mi jornada —dijo David, preguntándose si laexpresión tendría sentido en aquellalengua—. Debería ponerme en marcha.

—Claro —dijo el director,invitándolo a salir.

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En la sala de lectura, Olivia estabasentada junto a la mujer de la lupa,señalando algo con el dedo en la páginaamarillenta que estaba estudiando. Lamujer parecía estar embelesada yagradecida a la vez, y David tuvo lasensación de que, a pesar de susexcentricidades, Olivia era una expertaen la materia.

Un joven bibliotecario con unchaleco rojo, que David asociaba más alde los aparcacoches, los condujo hastaun reservado con un escritorio enorme,un par de sillas de roble macizo y unalámpara de escritorio verde y antigua,estilo banquero, que proporcionaba una

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luz cálida a la estancia. Un frescodescolorido de las musas en un jardínadornaba la pared bajo la ventana.Incluso había una taza plateada con unoscuantos lápices afilados, como flechasen una aljaba, junto con un bloc defichas de préstamo.

Olivia tiró el abrigo sobre elrespaldar de una silla y se echó a reír.Parecía que hubiera ganado la lotería.

—Así que eres alguien especial,¿eh? Un reservado, una charla con elmismo dictador… ¿Quién eres enrealidad?

David se quitó el abrigo, dejó elmaletín encima del escritorio y se

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preguntó aquello mismo. Hasta aquelmomento, había sido un investigador delo renacentista que trabajaba en laoscuridad de una biblioteca privada deChicago, pero desde los últimos días seestaba empezando a sentir como si fueraun agente secreto. Y, en aquel instante,tenía que pensar como tal. Podíadeshacerse de aquella joven intrusa,mandarla a atender sus propias teorías yesperar que no montara otroespectáculo, o podía darle alguna pistade la razón por la que estaba allí.

Era obvio que ella estabapercibiendo el dilema que David tenía.

—No te fías de mí —dijo—. De

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acuerdo, pero te voy a recordar unacosa.

—¿Cuál?—Fuiste tú quien me encontró en la

plaza de la Señoría, no al contrario.—Yo no soy quien ha seguido a

alguien hasta esta biblioteca.—Vale —reconoció ella—, he sido

yo. Pero quizás pueda ayudarte.Miró hacia el maletín cerrado

dejando ver su curiosidad abiertamente.—Enséñame una cosa, dame una

pista, y luego dime si no sé de lo quehablo.

Ella esperó mientras Davidreflexionaba sobre la oferta. Entonces,

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abrió el maletín, sacó unos cuantospapeles y los dejó sobre la mesa.

Olivia se echó hacia adelante en lasilla y se colocó sobre los documentos.Poco a poco, su expresión se ibavolviendo más seria y, aunque ningunade las páginas llevaba firma alguna, enuno o dos minutos susurró «Cellini».Levantó la mirada, como atemorizada, ydijo:

—Son del puño y letra de BenvenutoCellini.

A menos que todavía lo estuvieranengañando, sí que era muy buena.

—¿De dónde leches los has sacado?—Primero dime cómo lo has sabido.

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—Por favor —dijo ella con un pocode desdén—, no soy una principiante enestos temas. Nadie escribía comoCellini en la lengua vernácula de Italiani estaba tan interesado por estos…digamos, asuntos oscuros.

Aunque aún era posible que loestuvieran engañando —que ella supierade antemano lo que él estabainvestigando—, la posibilidad parecíacada vez más remota. ¿Podía, realmente,ser tan buena actriz? Había algo en laexpresión de su rostro y en su tono devoz —incluso en el desdén tan naturalcon el que había contestado a la últimapregunta— que lo convenció de que era

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legal.Y si aquello era verdad, entonces

podría resultar de gran ayuda.Con calma, David sacó el resto de

los papeles del maletín —a ella se leabrieron incluso más los ojos— yempezó a explicar cómo los habíadonado a la biblioteca un clienteanónimo; aquello se lo guardó para élmismo. Olivia estaba sentada en silencioy fascinada por cada nueva página queveía, hasta que dijo:

—¿Pero esto qué es?Agarraba con cuidado entre los

dedos la pila de bocetos de la cabeza deMedusa.

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—¿Un estudio preliminar de sufamosa escultura, donde nos conocimos?—miró a David con una sonrisa burlona.

—Es posible.Pero al pensarlo de nuevo, negó con

la cabeza con el entrecejo fruncido ydijo:

—No, eso no es. Nada que ver cone s o . La Medusa de la piazza estáderrotada, pero esta es desafiante.

Se le fue la mirada hacia elrectángulo vacío que había en la mismapágina, la vista de la parte posterior, ypareció sorprenderse.

—¿Era un medallón? —se aventuróa decir—. ¿Sin terminar?

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—No, era un espejo, llamadosimplemente La Medusa —dijo David—. Y no tengo ninguna razón para creerque sí que fue terminado.

Olivia se lo pensó un poco antes dedecir:

—Sé mucho sobre Cellini, quizásmás que cualquiera en Italia…

Sin querer, David no pudo evitarreírse; una cosa que Olivia tenía era eltípico ego del artesano, eso estaba claro.

—… pero nunca he oído hablar deesto, este espejo llamado La Medusa.

—Nadie ha oído hablar de él —contestó David—. Pero mi trabajo esencontrarlo.

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Se dejó caer en la silla, con losbrazos colgando como si estuvieraderrotada.

—¿Y cómo pretendes hacerlo?¿Encontrar algo que lleva desaparecidocinco siglos?

—La verdad es que no lo sé —dijoDavid—, pero como en la Laurencianahay más documentos de Cellini que enningún otro lugar del mundo, parece serun buen punto de partida para empezar abuscar.

Ella ladeó la cabeza con aire deinseguridad.

David cogió un lápiz de la tazaplateada.

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—¿Tienes una idea mejor?Olivia lo miró como analizándolo,

se inclinó hacia adelante y dijo:—¿Significa eso que me estás

ofreciendo trabajo?¿Estaba haciendo eso? Se sentía

como un saltador, en el borde de unprecipicio, a punto de tirarse a unasaguas desconocidas. ¿Debería darmarcha atrás antes de que fuerademasiado tarde, o arriesgarse?

—¿Significa eso que estaríasdisponible si te lo ofreciera?

—No estoy segura. Estoy muyocupada con mis rutas turísticas y miinvestigación y…

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—Bien —dijo David, con tonodesafiante, mientras empezaba a rellenaruna ficha de préstamo—. Encantado deconocerla.

Pero ella levantó la mano y lodetuvo.

—Ya —dijo—, un jefe difícil. —Yse rio, y aquel sonido hizo que Davidtambién se riera—. ¡Quiero un aumento!

Alguien desde la sala de lecturaprincipal pidió silencio mientras Oliviale quitaba de las manos a David la fichade préstamo y empezaba a leer lo queestaba escribiendo.

—¿El Codice Mediceo Palatino? —preguntó.

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—Sí —dijo él, preguntándose sicontaría con su aprobación.

—Un buen punto de partida —dijoella, asintiendo.

Levantando la mano para llamar auno de los bibliotecarios, añadió:

—Puede que no seas tan malo,después de todo.

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Capítulo 15

El viento que salía del lago Michigansoplaba alrededor de las paredes de lacatedral de Holy Name, meciendo laslonas de las zonas de techo que aúnestaban en reparación y lanzando unacorriente de aire frío a la capilla lateral,en la que se estaba celebrando laceremonia privada. Habían puesto en uncaballete una foto ampliada de Randolphvan Owen tras el timón de su yate, conuna leyenda que mostraba su fecha denacimiento y de defunción.

A pesar de la importancia del

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apellido Van Owen y de su largahistoria en Chicago, Kathryn habíaplaneado para aquello un pequeñareunión: solo las hermanas de Randolph,sus hijos y algún que otro amigo del clubnáutico. El joven sacerdote, el padreFlanagan, hacía todo lo que podía, peroestaba nervioso y le costaba muchodecir algo verdadero y reconfortantesobre un hombre al que nunca conoció.Los Van Owen nunca habían sidopracticantes y se notaba, claramente, quemucho de lo que el sacerdote decíacomo elogio lo había sacado de unabúsqueda rápida en Google.

Kathryn solo quería que acabara

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todo aquello. Ojalá no hubiera tenidoque entrar otra vez en la catedral deHoly Name; al mirar hacia losconfesionarios al entrar, había notado lapunzada que sabía que iba a sentir.Había tenido que pisar el sitio exacto enel que el padre DiGennaro se habíadesplomado unas noches antes, con elteléfono cayéndosele de la mano. Enaquel momento, no había nada quemarcara o alertara de que un hombrehabía muerto justo allí. Pero luego pensóque no había ni un solo lugar en la tierraque no estuviera igualmente marcado;los demás no lo veían, pero ella sí, portodos lados. «Vive lo suficiente —pensó

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— y el mundo entero empezará aparecer a un cementerio».

La urna de ónix que contenía lascenizas de Randolph reposaba en unpedestal de mármol y, cada ciertotiempo, el sacerdote la miraba comomuestra de deferencia, como sicontuviera algún tipo de presencia, deesencia… algo distinto de lo querealmente contenía, que era polvo ydespojos. Kathryn no se hacía ilusionesal respecto. Para cualquiera queestuviera en su lugar, era imposiblesentirse de otra forma.

Cuando el sacerdote recitó su últimaoración y la ceremonia concluyó,

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Kathryn se despidió de los demásdolientes sin levantarse el velo. Lashermanas de Randolph, con las quenunca se había llevado bien, salieroncon desánimo y llevándose a rastras atoda su progenie de malcriados, y loscolegas del náutico le dieron la manoantes de dirigirse, sin duda alguna, haciael club para emborracharse en su honor.

El padre Flanagan se acercó y,después de que ella le diera las graciaspor sus palabras, este le dijo:

—No, gracias a usted.—¿Por qué?Haciendo un gesto hacia arriba,

hacia las vigas del techo de donde

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habían colgado los gorros de losanteriores cardenales y donde se estabanrealizando las tareas de reparación,dijo:

—Me han dicho que ha hecho unadonación muy generosa a nuestra iglesiaque cubre todos los gastos de lareparación del techo.

Eso había hecho; por sentirseculpable. Si no le hubiera provocado talimpresión al sacerdote, habría muerto undía plácidamente, en su cama, en vez deen aquellas frías piedras. El díasiguiente al incidente les habíaextendido un talón. Extender talones erafácil.

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—¿La acompaño hasta la salida? —preguntó el sacerdote, pero ella contestóque no era necesario.

Cyril ya había cogido la urna con lasmanos enfundadas en guantes y la habíallevado por el pasillo hasta las puertasdobles con el motivo del árbol de lavida.

Cuando las puertas se abrieron, unaráfaga de aire helado la golpeó, y Cyriltuvo que guiarla por los escalones concuidado. El interior de la limusina aúnestaba caliente y se recostó en el asientotrasero mientras el viento y la nievebatían contra las ventanas. Era un viajede media hora, quizás un poco más por

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el mal tiempo, hasta el cementerio deCalvary en la calle Clark, el cementeriocatólico más antiguo de la archidiócesis,donde se había erigido el mausoleo dela familia Van Owen hacía más de unsiglo. Hizo el viaje en silencio, con elúnico sonido de los neumáticos rozandola nieve medio derretida y el golpeteoregular de los limpiaparabrisas. Cyrildetectaba cuándo la señora quería estara solas con sus pensamientos.

Y sus pensamientos habían tomadola dirección que últimamente tomabantan a menudo… David Franco y losprogresos que estuviera haciendo en labúsqueda de La Medusa. Solo llevaba

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en Italia unos días, pero con la muertede Randolph —la última en una cadenade tantas— había reforzado la necesidadde encontrar el espejo y, con él, o esoesperaba, las respuestas a su eternodilema. Pero, ¿qué probabilidadeshabía? Ya habían ido otros antes y, ohabían vuelto con las manos vacías o,como en el caso del tal señor Palliser,los habían sacado del río Loira con ungarfio.

La misión, eso ella lo sabía, debía iracompañada de una advertencia, pero,entonces, ¿quién la aceptaría?

El borde del río estaba lleno demontículos irregulares de piedra caliza y

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de hielo, amontonados como un revoltijode ladrillos y bloques, y el lago en sí eraun bloque gris y agitado, cuya superficierevolvía el viento creando crestasblancas. Los últimos rayos de sol de latarde apenas eran visibles y la poca luzque daban era fría, débil y difusa. Noera el tipo de paisaje que la señora VanOwen echaría de menos. Sin Randolphni motivos para quedarse, ya estabadecidida a encaminarse hacia otro lugarcon un clima más cálido… yreinventarse de nuevo, como ya habíahecho antes en innumerables ocasiones.Era propietaria de otras casas, bajootros nombres, por todo el mundo;

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viviría en alguna de ellas. Lo único queno podía hacer jamás era quedarse en unmismo lugar demasiado tiempo, para nolevantar sospechas.

Y sus días en Chicago estaba claroque habían acabado.

Al acercarse al cementerio, Cyrildisminuyó la velocidad y giró por unarco gótico de entrada con las letrasgriegas alfa y omega —símboloscristianos, y Kathryn lo sabía bien, deDios como principio y fin— en untriángulo que había sobre la entrada paracoches. Incluso al pasar por debajo delos símbolos, Kathryn se sintió comouna intrusa. La limusina avanzaba por el

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terreno desierto y azotado por el viento,dejando atrás monumentos y criptas depiedra lóbregos bajo las ramas secas delos árboles a los que la grafiosis delolmo había perdonado la vida.

—Es al girar la siguiente curva —indicó Kathryn a Cyril—, a la izquierda.

El mausoleo Van Owen eraclaramente el más ostentoso de todo elcementerio. Diseñado para querecordara a un templo griego y realizadocon la misma piedra caliza que habíaapilada en los rompeolas que separabanSheridan Road del lago, estaba situadosobre una pequeña elevación del terrenodesde la que se tenía una vista limpia

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del lago. Algo que no les servía de nadaa sus ocupantes, pensaba la señora VanOwen. Más de cien inviernos delinterior de los Estados Unidos habíanatenuado su brillo, e incluso habíanabierto una grieta en el tejado, pordonde habían penetrado algunasenredaderas firmes y se habían agarradocon fuerza. Cuando el personal delcementerio le había preguntado aRandolph si quería que retiraran lasenredaderas, él había contestado:

—Déjenlas, son las únicas cosasvivas en casi dos kilómetros cuadrados.

Kathryn opinaba igual.Cyril paró el coche en medio de la

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calzada, ya que los bordillos de amboslados tenían hielo y nieve amontonados.Únicamente se veía otro coche, un cochefúnebre, que emitía una columna dehumo por el tubo de escape mientrasavanzaba pesadamente hacia el final delcementerio.

Kathryn se envolvió en el abrigo depiel y, al abrirse la puerta, puso los piescuidadosamente en el hielo. Cyrilagarraba la urna bajo un brazo, y ella seagarró al otro para mantener elequilibrio. Ambos recorrieron la aceranevada y subieron la colina condificultad en contra del fuerte viento. Lapuerta del mausoleo tenía casi tres

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metros de altura y estaba hecha de hierronegro con filigranas alrededor de unaplaca gruesa de vidrio opaco. Kathrynse rebuscó en el bolsillo del eleganteabrigo y sacó un llavero de hierro quetenía el aspecto de servir para abrir lasguardas de Bedlam. Se la dio a Cyril,que era incapaz de insertar la llave en lacerradura helada e implacable.

Pero iba preparado y, tras limpiar lacerradura con un destornillador einyectar en ella un poco de WD-40,logró introducir la llave y abrir lapuerta, pesada como la de una cámaraacorazada.

—¿Quiere que entre con usted?

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—No —dijo Kathryn, sosteniendocontra el pecho la urna—. ¿Por qué no ledas la vuelta al coche y así ya estamoscolocados en la dirección correctacuando esté lista para irnos? Dame diezo quince minutos.

Kathryn entró en la cripta y Cyrilcerró la puerta tras ella. Un par deventanas con bisagras y el cristal igualde opaco que el vidrio de la puertadejaban pasar un leve halo de luz a lasala, que resultaba ser mayor de lo queaparentaba desde el exterior. Lasparedes de mármol de aquel nivel teníaninscripciones de varias frases de lasescrituras y un busto de Archibald van

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Owen —el barbudo magnate delferrocarril que inició la fortuna de lafamilia a finales de 1800— gobernabael lugar con el ceño fruncido antecualquiera que entrara.

Al bajar unos escalones, la sala seabría, y en las placas de granito quehabía a ambos lados reposabanalrededor de una docena de ataúdes conlas asas de latón deslustradas por elpaso del tiempo y la madera que en sutiempo había relucido, cubierta por unagruesa capa de polvo. Sobre dosestantes que recorrían las cuatro paredesde la cripta, había una serie de urnas detodo tipo de materiales, desde pórfido

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hasta porcelana, que contenían los restosincinerados de otros miembros de lafamilia. El aire en el interior era frío,pero no completamente homogéneo: pordonde la enredadera había roto el techoentraba una leve corriente de airefresco. En la esquina superior se mecíauna tela de araña de aproximadamenteun metro de ancho, y el mármol quehabía debajo se había teñido de un coloramarillo verdoso intenso a causa de lafiltración de la lluvia y la nievederretida.

Una sensación de repulsión lerecorrió el cuerpo, pero no por el frío nipor lo espantoso de los ocupantes del

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lugar; era por la simple visión de unaaraña que recorría ágilmente los finosfilamentos, sin duda reaccionando antelas corrientes de aire inusuales en lasala y pensando que, quizás, su redhabía atrapado a alguna pobre presa.Primero, la araña fue hacia un lado y,luego, hacia el otro, buscando en vano.Y Kathryn, atrapada en una red de la queno había escapatoria aparente, no pudoevitar sentirse ella misma una presa.

Bajó los escalones, se dirigió a lapared e hizo un hueco en el estante conla mano, aún enfundada en el guante,antes de colocar la urna que contenía losrestos de Randolph. Dejó reposar unos

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segundos la mano sobre la urna, como enseñal de bendición; pero, en realidad, loque hacía era esperar algún tipo deemoción correspondiente, sensación deirrevocabilidad o, incluso, pena.

Pero no ocurrió nada. Habíarepresentado aquella escenaanteriormente, demasiado a menudo, yya la tenía viciada. Su corazón estabatan muerto como los ocupantes de lacripta.

En vez de aquello, se encontrópensando en otras épocas, ya lejos en eltiempo. Épocas en las que era realmentejoven y tenía ganas de aprovechar lo quela vida le ofrecía. En las que los artistas

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le suplicaban que fuera su musa, y losaristócratas la colmaban de regalosesperanzados de que ella lescorrespondiera siendo su amante. Perola verdad era que, en todo aquel tiempo,solo un hombre había tocado —que notenido— su corazón. Un único hombrecuya alma había sentido que tocaba lasuya propia. Incluso en aquel momentoera capaz de imaginarse aquellas fuertesmanos sobre su cuerpo, poniéndola deesta y aquella manera y colocándole lasextremidades para que posase para otrade sus obras maestras. Podía sentir elpicor de su barba al rozarle la cara, oírel sonido de una risotada subida de tono

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y sonreír al recordar su insolencia antelos nobles y las damas con los que sehabía topado. Recordaba las noches quehabían dormido juntos en el durocamastro de su estudio, comido sobreplata que habían tomado prestada ypaseado del brazo por el puenteVecchio.

Jamás podría olvidar la noche fatalen la que abrió, haciendo palanca, lacaja de hierro, para cambiar su destinopara siempre. Ya, su única esperanzaera encontrar el espejo maldito yesperar que, rompiéndolo, se deshicierael hechizo y ella quedara libre de supoder. Si La llave decía lo correcto —y

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todo lo que había dicho sobre lospoderes de La Medusa había resultadoser cierto, al menos hasta aquelmomento, así que, ¿por qué iba aponerlo en duda?—, aquella supondríala única escapatoria para liberarse delas garras de hierro de la inmortalidad.Cuando el espejo fuera hecho añicos, suvida se reanudaría de nuevo como sisolo hubiera estado congelada, e iríaavanzando, día a día, como la decualquier mujer mortal. Y acabaría a sudebido tiempo, igual de naturalmente. Enpalabras del inmortal Shakespeare —aunque cuando lo conoció, nadie lo teníapor mucho más que un escritorzuelo

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prolífico—, aquello era «unaconsumación que debe desearsefervientemente».

Sin siquiera darse cuenta, le caíanlágrimas cálidas por las mejillas ypercibía el sabor salado de las mismasen los labios.

Había huido de Florencia y,después, de todo el continente europeo,con los hombres del duque de Castropisándole los talones. Su barco se habíaido a pique y naufragado a dos días deCherburgo, pero la habían rescatado trasvarios días aferrada a los restos delnaufragio con lo que, finalmente,encontró refugio bajo otro nombre entre

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la nobleza inglesa. Allí fue donde, añosdespués, se enteró de la noticia de lamuerte de Benvenuto, y de su entierrobajo las piedras de la basílica de laSantísima Anunciación. ¿Habíaencontrado Benvenuto, se preguntaba,una forma de burlar la bendición, omaldición, del espejo? ¿O era ella laúnica persona sobre la que se habíaproducido la magia? ¿Podría Benvenutohaber creado el objeto y no haberlousado? No parecía típico de él, perotambién era perverso por naturaleza.Ante la noticia, se había visto invadidapor una oleada de soledad más profundaque nada de lo que había sentido antes.

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Pero se había acostumbrado aaquello con los años. Era una caminantesolitaria arrastrada por una corrientefría, sin final ni escapatoria.

La telaraña volvió a vibrar y viocómo la gorda araña negra se movíaágilmente por los hilos. De la gargantale surgían sollozos ahogados y tuvo queretirarse a un banco de piedra que habíajunto a los ataúdes. Sacó un pañueloperfumado del bolsillo del abrigo y sesecó las lágrimas dándose toquecitos.Una brisa la rodeó al abrir Cyril lapuerta.

—¿Está bien? —preguntó.Pero lo único que pudo hacer fue

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asentir. Como cualquier persona,pensaría que se trataba de dejar salirtodas las emociones que había estadoacumulando desde la muerte de sumarido, que en paz descansara.

—El coche está justo en la puerta —dijo.

Esta vez contestó:—Iré allí en un minuto.La puerta volvió a rechinar al

cerrarse, y Kathryn se tomó un momentopara recomponerse. Sin darse cuenta, lamirada se le fue de nuevo a la araña, queaguardaba el momento oportuno en unrincón de la red. Y la simple visiónbastó para provocarle un escalofrío por

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la espalda y conseguir que se volviera aponer de pie. Al cerrar la puerta delmausoleo tras ella, supo que sería laúltima vez que viera aquel lugar.

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Capítulo 16

Una carnicería. Según Ernst Escher, esoera lo que parecía aquel lugar. Y no erala primera vez que ponía en duda que leestuvieran pagando lo suficiente porhacer aquel trabajo.

Julius Jantzen, ataviado con unamascarilla de cirujano y un delantalsalpicado de sangre, estaba depositandoen la bañera de ácido uno de los últimospies que habían cortado. Deshacerse detres cuerpos, desde el primer pelo de lacabeza hasta la última uña del pie, noera tarea fácil, y Escher y Jantzen

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llevaban trabajando duro en ello casidos días. Julius quería haber sacadoclandestinamente los cuerpos delapartamento y tirarlos al Arno, o inclusoa algún lugar de la campiña que losrodeaba, pero Escher sabía porexperiencia que los cadáveres siempreacababan saliendo. Los ríos sedragaban, las tierras se araban, inclusolos aparcamientos de asfalto selevantaban a veces para hacer algonuevo. No, como le había explicadopacientemente a Julius mientraslimpiaba la sangre del vestíbulo,siempre era mejor deshacerse de laspruebas en el mismo momento y lugar.

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¿Y qué mejor lugar para hacerlo queel laboratorio privado de Julius?

Escher había salido a por un hacha,una sierra para huesos, un mazo deacero, bidones de unos cuatro litros dematerial químico y todo lo necesariopara la destrucción, descomposición yeliminación de restos humanos. Devuelta del último viaje que había dado,había hecho un alto en el camino paracomprar unas cuantas cervezas alemanasde calidad —Löwenbräu—, para notener que beber más aquella bazofiaitaliana. Iba a ser un trabajo que daríased, de eso no le cabía duda.

Aunque Jantzen era el doctor, Escher

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descubrió rápido que no tenía estómagopara el trabajo sucio. Fue él quien tuvoque subir a los tres turcos a la mesa deexamen y empezar a despedazarlos conel hacha y la sierra. El cuerpo humanose podía dividir limpiamente en seistrozos: los brazos, las piernas, la cabezay el torso, pero después de destrozar lamandíbula, el trabajo delicado era el desacar hasta el último diente y asegurarsede que quedaban perfectamentepulverizados.

Mientras Escher se encargaba de lacarnicería, le dejaba lo de sumergir enácido, incinerar y deshacerse de losrestos a Jantzen, que paraba de vez en

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cuando para vomitar en el fregadero.—Por Dios —dijo Escher

finalmente—, ¿cómo te sacasteMedicina?

—Yo no había matado a aquelloscadáveres.

—Ni a estos tampoco los has matadotú; lo he hecho yo. ¿O preferirías quehubiera dejado que nos mataran ellos anosotros?

—Ahmet no iba a matar a nadie;estaba colocado y quería pillar algorápido, eso era todo.

—¿Eso crees? —dijo Escher.—¿Por qué? ¿Qué otra cosa podría

haber sido?

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—Creo que había venido a verme —dijo Escher, haciendo añicos el cráneosobre la mesa con el mazo—, y venía unpoco tocado.

Reblandecida por el ácido sulfúrico,la cabeza se aplastó como una calabaza.

—Nunca mandes a un yonqui a hacerel trabajo. Siempre digo lo mismo.

Cada pocas horas, Escher salía parabuscar algo de comer —el local quellevaban los españoles, al final de lacalle, era realmente tan bueno comoJulius le había dicho—, peronormalmente iba solo. Un par de vecesle llevó algo a Jantzen y, aunque noentraba en sus planes pasar una noche, y

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mucho menos dos, en aquel sitio de malamuerte, tenía tanto trabajo por delanteque ni se había molestado en buscar unhotel. Directamente, se había apropiadode la cama.

Sobre lo de vigilar a David Franco,estaba al tanto de lo que andabahaciendo: fisgonear en la BibliotecaLaurenciana. En cuanto entró en aquellugar, Escher llamó a Schillinger —elhombre conocía a todo el mundo— y, encuestión de minutos, el director de labiblioteca, un tal doctor Valetta, estabaen contacto con él y había prometidomantenerle informado de las andanzasde Franco. Por suerte, hasta donde sabía

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Escher, nadie sabía lo del pequeñoincidente con los turcos y, obviamente,no tenía intención alguna de contarlo.

Deseaba estar igual de seguro de queJantzen tampoco lo contaría.

Le sonó el teléfono en el bolsillo delpecho y tuvo que quitarse los guantes delátex para contestar. Era Valetta, fiel asu palabra.

—Él se ha ido, pero ella sigue aquí—susurró, como si temiera que loescucharan en su propia oficina.

—¿Adónde ha ido?—¿Cómo quiere que lo sepa? Pero

Olivia Levi está trabajando sola en lasala de lectura principal en este mismo

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momento. Me dijo que le avisara cuandoestuviera aquí.

—Vale, vale —dijo—, gracias porla información.

Al girarse para mirar por encima delhombro, vio a Jantzen echando alfregadero con la manguera algunascenizas y polvo de hueso. Cada pocashoras, por si acaso, echaban un poco delimpiatuberías también.

—¿Te sientes como si estuvierassaliendo del armario? —dijo.

Jantzen se dio la vuelta para mirarlocon una expresión impasible. Tenía elcuerpo, para empezar, bastantedemacrado, y estaba encorvado y

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derrotado. ¿Por qué, se preguntabaEscher, no se recetaba a sí mismo algunaque otra anfeta?

—Venga —dijo Escher tirando losguantes en la mesa empapada de sangre—, te voy a comprar un gelato.

Al atravesar el patio, un joven salióde pronto de la nada como un loco,retorciéndose las manos, y dijo:

—¿Doctor Jantzen? ¿Doctor Jantzen?Necesito verle, señor.

«Otro de los elegantes clientes de suamigo», pensó Escher.

—Ahora no, Giovanni —dijo Julius.—Pero necesito verle —suplicó,

obviamente enganchado a alguna

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sustancia y tirándole de la manga aJulius.

—Ha dicho que ahora no —intervino Escher.

El hombre, después de mirarle a losintensos ojos azules, retrocedió ensilencio, perdiendo el equilibrio y casicayéndose en la fuente estancada.

El coche de Julius —un Volvo, justocomo Escher lo había imaginado—estaba aparcado delante del estanco y,mientras Escher esperaba a que abrieralas puertas, no pudo evitar fijarse en quehabía varias personas dentro delestablecimiento, farfullandonerviosamente, y una mujer morena de

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cejas muy pobladas, con un pañuelo enla cabeza y dos niños agarrados alabrigo. Más turcos. Cuando tiró lacartera a los pies del asiento delcopiloto y se metió en el coche, la mujerdel pañuelo se acercó al escaparate dela tienda, mirándolo fijamente, y saliócorriendo hacia él, dejando atrás elsonido metálico de la campanita quehabía sobre la puerta.

—Conduce —dijo Escher, mientrasJulius arrancaba el coche.

La mujer gritaba en un mal italianoalgo sobre que su marido no habíavuelto a casa, pero Escher tenía laventanilla subida y, cuando ella tocó con

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los nudillos en el cristal, haciendochocar en él los anillos, él le dedicó unamirada impasible sin decir nada. Losniños corrían y daban saltos en la calle,como para impedir que escaparan, peroEscher dijo:

—Atropéllalos si hace falta.—Por Dios, Ernst…Escher se inclinó hacia adelante e

hizo sonar el claxon, y los niños seapartaron de la carretera.

La mujer escupió a la ventana y,durante el resto del viaje —unos diezminutos entre el tráfico espeso y lento—, la baba fue colgando del cristalcomo si fuera pegamento. Escher indicó

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a Julius hacia dónde ir y, una vez en laPlaza de la República y con el cocheaparcado en una de las escasas plazaslibres que solía haber, cogió la carterade los pies del asiento y salió del coche.

Era una mañana soleada y fresca;Escher subía los escalones del edificiode apartamentos de dos en dos, y aJulius le costaba seguirle el ritmo.Primero llamó al timbre, paraasegurarse de que no había nadie encasa —que Olivia estuviera controladano quería decir que no tuvieracompañeros de piso—, y cuando nadiecontestó llamó a todos los demás pisoshasta que alguien le abrió. Cuando oyó

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abrirse una puerta en el vestíbulo gritó:—¡Entrega para Levi!Subió rápidamente hasta el tercer

piso, con Julius siguiéndolo de cerca.La puerta en cuestión, decorada con

una postal de una escultura antigua, fuetarea fácil —Escher era capaz de forzarcualquier cerradura, y aquella nisiquiera era buena—; dentro, lascortinas estaban corridas. El lugarparecía una cueva. «Por Dios —pensóEscher—, ¿no hay ni un solo florentinoque viva en un sitio decente?». Localizópor fin el interruptor, encendió la luz yse encontró mirando fijamente a un parde grandes ojos brillantes.

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Un búho con un ala destrozada,posado sobre una base destartalada. Eralibre para volar, si pudiera hacerlo, yululó varias veces a los intrusos.

—Esta ciudad es pazzo, una locura—dijo Escher.

El resto del apartamento también eraextraño; todos los sofás, sillas, mesas yencimeras estaban llenos de libros ypapeles. Había estanterías de hormigónque crujían bajo el peso deenciclopedias que se caían a pedazos.La habitación del fondo no parecía másque un anexo de la biblioteca que laprecedía. Escher difícilmente podíadistinguir la cama.

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Pero todo encajaba con lo que eldoctor Valetta le había contado sobreOlivia Levi; a pesar de su belleza, habíaadvertido a Escher, no tenía la cabezahueca. Era lista. Muy lista. Se habíalicenciado la primera de su clase en laUniversidad de Bolonia, la más antiguay prestigiosa de Italia, y después habíaviajado a Nueva York para seguirinvestigando. Había escrito algún queotro artículo provocativo, publicado enrevistas académicas que casi nadie leía,y estaba trabajando en alguna gran obrasecreta mientras se mantenía guiandorutas turísticas por la ciudad. A juzgarpor el aspecto de aquel lugar, los guías

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turísticos no cobraban muy bien.—Y, ¿qué hacemos aquí? —

preguntó Julius.—Tú quédate junto a la ventana

vigilando que no venga ningún visitanteinesperado.

—Vale —dijo Julius, tomandoposición diligentemente donde debíavigilar oculto tras las cortinas.

—Busco tarjetas de biblioteca —dijo Escher, dejando ver lo extraño querealmente le parecía aquello.

—¿Qué?—Busco fichas de préstamo, o

copias de ellas, de la BibliotecaLaurenciana.

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Ni el propio Escher sabía quéimportancia podía tener aquello paranadie.

Pero también tenía órdenes másgenerales. Entre otras cosas, tenía queregistrar el lugar en busca de cualquiercosa que se pareciera a un espejo, o unagorgona, o un dibujo de un espejo o deuna gorgona. Tenía que estar atento acualquier libro que tratara sobreBenvenuto Cellini, o magia negra, ostregheria, la rama siciliana de labrujería, o algo que le pareciera denaturaleza oculta o inexplicable, enparticular cualquier cosa que conectaratodo aquello con el alto mando nazi

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durante la Segunda Guerra Mundial.Debía fotografiar o tomar nota de aqueltipo de material y, si lo encontrabaespecialmente singular o extraño,robarlo sin más. Era tarea deSchillinger, cuya cordura Escherempezaba a poner en duda, y del doctorValetta, con quien únicamente habíahablado por teléfono, decidir qué eraimportante. Al igual que a cualquiersoldado en la trinchera, le preocupaba lasabiduría de sus generales.

Pero el apartamento de Olivia se lepresentaba como un problema másinmediato. Incluso la revisión mássuperficial de los libros y papeles

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dejaba ver docenas de títulos —enfrancés, alemán, inglés e italiano—sobre aquellos temas y muchos más.Ernst Escher no era un erudito y, aunquetenía el título de Informática por laUniversidad Técnica de Lausana —sedebe tener una licenciatura solo paraque tengan a alguien en cuenta para laGuardia Suiza—, se dio cuenta de queaquella mujer abarcaba una variedad deintereses bastante amplia y estrambótica.Tenía sobre el escritorio fotografíasenmarcadas de Mussolini colgado bocaabajo en 1945, un mapa del continenteperdido de la Atlántida y, para terminar,un retrato oficial de madame Blavatsky,

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la fundadora de la teosofía. Escher nosabía por dónde empezar.

El búho ululó y desplegó las alas.Empezó registrando todos los

escritorios y aparadores en busca de lasfichas de préstamo. Pero ya sabía deantemano que, si eran tan importantespara alguien, Olivia Levi lo sabría y nolas habría dejado por ahí sin más.

Se sacó la cámara del bolsillo de lacazadora y pasó la siguiente hora,mientras Jantzen vigilaba, fotografiandotrabajosamente las estanterías, concuidado de no tocar más que loestrictamente imprescindible (aunqueestaban en tal caos que, ¿quién se daría

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cuenta?) y asegurándose de que todoslos títulos en los lomos de los librosfueran perfectamente legibles en lasimágenes. Luego tomó varias fotografíasmás del escritorio, donde tuvo quecolocar algunos papeles para quepudiera leerse cada palabra escrita enellos. Los que estaban encima tenían quever con el régimen colaboracionista dela Francia de Vichy. ¿Por qué alguienasí ocupaba su preciosa cabecita conaquellas estupideces antiguas? Paraaquel entonces, podría haber encontradoun marido rico y estar viviendo la dolcevita, como les gustaba llamarlo a los dellugar. Cuanto mayor se hacía Escher —y

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había cumplido treinta y cinco en elavión de camino a Florencia—, menosentendía a la gente. La vida era unamierda y, hasta donde sabía, la claveestaba en vivirla disfrutando lo máximoposible y sufriendo lo mínimo… aunqueeso implicara hacer algún que otro dañopor el camino. Si uno no miraba por símismo, nadie lo haría.

—¿Pasa algo? —le preguntó aJantzen, mientras metía otra tarjeta en lacámara—. ¿Algún joven?

—Hay alguien aparcando unabicicleta justo delante del edificio —dijo Julius desde la ventana—. Unjoven.

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—¿Alto, pelo castaño y gafas?—No, pelo moreno y sin gafas,

definitivamente italiano.Por lo menos no era David Franco.

Y se dirigiría a cualquiera de losapartamentos del edificio. Escher esperóa oír el timbre, pero no sonó nada. Vioque había pasado por alto una caja delibros que había bajo el escritorio, yestaba pensándose sacarla o no cuando,de pronto, Jantzen susurró:

—Viene alguien.Escher también oyó, en aquel mismo

instante, el sonido pausado de unospasos que se acercaban. Jantzen seescondió tras las cortinas y Escher

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apagó rápidamente las luces, abrió unarmario, echó algunas prendas de ropa aun lado y se metió dentro como pudo. Elarmario estaba tan abarrotado que lapuerta no cerraba del todo y, mirandopor la rendija, oyó el sonido de unasllaves y vio a un joven con vaqueros yun plumífero asomar la cabeza.

—¿Olivia? —dijo—. ¿Estás encasa?

Encendió la luz y entró en lahabitación con un par de maleteros parabicicleta colgando de un hombro.

—No te enfades, soy solo yo,Giorgio. ¿Hay alguien?

El búho ululó y agitó las alas.

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— E h, Glauco, te he echado demenos. ¿Tú me has echado de menos?

Dejó las maletas en el suelo y elabrigo en el sofá, y luego se dirigió conaire despreocupado hacia la cocina yEscher oyó que estaba llenando unatetera. Llevaba llaves, pero nadieesperaba que llegara, o quizás nisiquiera permitía que entrara, lo queexplicaría que no hubiera llamado altimbre y también aquella entrada tantímida. Escher lo tomó por un antiguonovio, y cuando volvió a entrar en lahabitación principal y empezó arebuscar en una pila de CD y a meteralgunos en los maleteros, creyó saber

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con seguridad lo que estaba pasando. Elantiguo galán había vuelto, a escondidas,para recoger sus cosas.

El propio Escher se había visto enaquella misma situación más de una vez,pero siempre había dejado un regalopara que quedara constancia de suvisita. Una vez había sido una ratamuerta en el microondas y, Dios, ¡habríadado lo que fuera por ver la reacción desu ex!

La tetera empezó a hervir y Giorgiofue a prepararse un café instantáneo o unté. Escher temía que Julius sedescubriera, pero por el momentoparecía que el novio no tenía intención

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de descorrer las cortinas.Además, no creía que fuera a

quedarse en el apartamento muchotiempo.

Pero, ¿qué pasaría si quería algo delarmario?

Escher echó un vistazo a la ropa. Porlo que veía, había vestidos y otras cosasde mujer. Pero al mirar hacia abajo viounos borceguíes, metidos casi al fondo,y eran claramente de hombre.

El novio volvió y, aunque Escher nolo veía, lo oyó sentarse junto alescritorio y rebuscar en los cajones.Luego le dio al botón play delcontestador automático y escuchó los

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mensajes de la chica. Escher teníapensado hacer lo mismo.

Pero, ¿cuánto más se iba a quedar?Se estaba volviendo muy incómodo estarde pie en aquel armario con olor ahumedad, y solo era cuestión de tiempoque Jantzen le descubriera.

—¿Tienes hambre? —le dijoGiorgio al maldito búho antes delevantarse para darle algo de comer.

Luego, mientras Escher escuchabacon atención, lo oyó cerrar las correasde los maleteros —¿por fin habíaacabado?— y chasquear los dedos comosi hubiera olvidado algo. No había duda,sabía que se acercaba al armario y,

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probablemente, para coger las botitas delas narices.

La puerta se abrió y, cuando el chicoestaba mirando hacia abajo, Escher leasestó un golpe en la cabeza como loharía un martinete, sin suponerledemasiado problema. Pero, por culpadel mal ángulo que tenía, acabógolpeándolo no solo en la frente, sinotambién en el puente de la nariz. Elmuchacho cayó hacia atrás,desconcertado, sin saber muy bien quéle había golpeado, cuando Escher saliódel armario y le asestó un gancho rápidoal mentón.

Los pies se le levantaron

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completamente del suelo y cayó haciaatrás con un gran golpe, dando con lacabeza contra el filo de una mesa baja.Quedó inconsciente; la sangre le fluía dela nariz rota y del labio partido cuandoJulius salió de detrás de las cortinas ydijo:

—¿Qué coño ha pasado?Escher ya le estaba registrando los

bolsillos y cogiéndole la cartera;llevaba una tarjeta de la facultad que loidentificaba como Giorgio Capaldi,profesor ayudante de Historia, y unaBlackBerry.

—¿Está muerto? —dijo Julius con larespiración entrecortada y sin querer

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acercarse.—No, pero va a tener un buen dolor

de cabeza cuando vuelva en sí.Escher arrastró el cuerpo hasta la

habitación y lo subió a la cama; luegocortó el cable del teléfono de la mesita yle ató las muñecas con él.

—Haz algo útil —le dijo a Julius,que miraba boquiabierto desde la puerta—. Búscame una bufanda o unas medias.

Ató lo que sobraba del cable a laestructura de hierro de la cama.

Julius encontró un pañuelo de seda yEscher amordazó al joven con él.Después, casi podría decirse que conternura, le levantó la cabeza al

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muchacho y se la colocó sobre laalmohada.

—Debería bastar con esto.Se volvió, abrió la mesita de noche

y lo tiró todo al suelo. En el tocador,abrió el joyero y esparció la bisuteríamenos valiosa por la habitación. Pero,para que todo fuera convincente, semetió un par de collares y pendientes enel bolsillo del pantalón.

Jantzen estaba allí de pie, mudo,como petrificado, hasta que Escher dijo:

—Vámonos.Lo empujó hacia la puerta de entrada

y, de camino, tiró unas cuantas cosas alsuelo y le dio una patada a la base del

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búho. El pájaro saltó hasta una pila delibros, ululando y revoloteando.

En el descansillo, se detuvo por sioía algún ruido y, con delicadeza, cerróla puerta tras él y guio a Julius hastaabajo. Para colmo de males, había unamulta de aparcamiento en el Volvo.

—Yo no voy a pagar esto —protestóJantzen, recobrando por fin la voz.

—Vale —dijo Escher mientrasrompía la multa—, yo tampoco.

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Capítulo 17

Demasiado tiempo», pensó David. Leestaba llevando demasiado tiempo.Mientras su hermana se moría, allíestaba él, a miles de kilómetros dedistancia, tratando de encontrar unespejo antiguo que, quizás sí, quizás no,suponía la llave a su salvación.

Al hacer la llamada rutinaria lanoche anterior, Sarah ya estaba de vueltaen casa, pero sonaba igual de débil. Eldoctor Ross había empezado a aplicarleel nuevo tratamiento y, aunque era aúndemasiado pronto para determinar si

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funcionaba, al menos no había rechazadola nueva medicación.

—Y dicen que eso es muy buenaseñal —dijo Sarah, intentando sonaroptimista—. La tolerancia ha sido elgran problema en muchos pacientes.

David había hecho todo lo posiblepor sonar entusiasta también, al igualque Gary, que había cogido el otroteléfono, pero a veces pensaba que soloestaban haciendo un papel los unos porlos otros. Gary le había preguntado si,finalmente, iba a conseguir el nuevoascenso, y David había contestado:

—Si tengo suerte con el encargo quetengo aquí, no veo por qué no.

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Sarah había dicho que sabía que latendría —siempre había sido su mayorseguidora— y después de colgar, Davidno había sido capaz de dormirse enhoras, lo que explicaría por qué leestaba costando tanto mantenersedespierto. El sol de media mañana severtía por las ventanas del triforio de lasala de lectura en la Academia de BellasArtes. Se quitó las gafas, se frotó losojos y bostezó.

Durante los tres días anteriores, él yOlivia habían estado confinados en susala privada de la BibliotecaLaurenciana rebuscando entre losdistintos bocetos y versiones de los

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manuscritos de Cellini, tales como sustratados sobre escultura y orfebrería,además de las muchas copias, alguna desu propio puño y letra, de suautobiografía inconclusa. Buscabancualquier tipo de mención a La Medusa,o algo parecido, que pudiera indicarlesla dirección que debían tomar. Pero nohabían encontrado nada por el momento.

En un intento por acelerar las cosas,David había dejado a Olivia a cargo dela investigación en la Laurenciana,mientras él había emprendido sutrayecto de diez minutos hasta la plazade San Marcos y la biblioteca de laAcademia donde conservaban el códice

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101, S, otro de los bocetos de Cellini.David conocía a su director, el profesorRicci, de cuando había estado enFlorencia como becario Fulbright y,aunque ya en aquel entonces pensabaque era un hombre mayor, Ricci nohabía cambiado nada; iba de un ladopara otro arrastrando los pies por lospasillos y claustros, que siempredevolvían el eco, de la biblioteca —fundada por el propio Cosimo de Mediden 1561— con las zapatillas de andarpor casa y los bajos del pijamaasomando por las vueltas de lospantalones. Tenía la piel igual deamarillenta y arrugada que el papel

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envejecido.—Así que vas a escribir sobre

nuestro Benvenuto —dijo Riccimostrando ese sentido de posesión conel que los florentinos hablaban de susartistas legendarios, mientras dejaba elmanuscrito original en el escritorio deldespacho de David—. La Laurenciana…tiene algunas cosas interesantes allí —dijo, sorbiéndose la nariz—, y esedoctor Valetta lo hará bien. Pero nodejan de estar ligados a una iglesia, no aun museo.

David tuvo la clara impresión deque existía una especie de rivalidad conel otro lado de la piazza.

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—La superstición reina allí —dijopara concluir—, mientras que la razónprevalece en la Academia.

David no pudo evitar sonreír.—Ahora mismo no estoy

escribiendo sobre Cellini propiamentedicho —confesó David—, sinobuscando pruebas de algo que él hizo.Un espejo con la cara de Medusa en unode los lados.

El señor Ricci se rascó la sombragris de barba y dijo:

—Nunca he oído hablar de eso.Representó a Medusa una sola vez, parala gran estatua de Perseo. —Sacudió lacabeza y prosiguió—. No, no, debes de

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estar equivocado, amigo mío.Aquello era lo último que quería oír.

A menos que existiera, y que fuera capazde encontrarlo, jamás podría exigirle ala señora Van Owen que cumpliera suspromesas. Por una parte, no podríareclamar el dinero —no le habíaofrecido ningún premio de consolación—, pero, más importante aún, no podríainsistir en que cumpliera su solemnejuramento… el de salvar la vida de suhermana. Era un hilo muy fino al queagarrarse, pero no tenía ningún otro.

Cuando el señor Ricci le deseóbuena suerte y se fue como vagando sinrumbo, David abrió el pesado códice

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101, S y leyó la famosa invocación deapertura: «Todo hombre, quienquieraque sea, habiendo realizado una obraperdurable merced a su propio valor,debería escribir, por sí mismo…», perotenía pocas esperanzas de encontrar algonuevo. Aunque los manuscritos diferíanen alguna que otra palabra, eran copiasbastante exactas, y detallaban losmismos sucesos y los mismos actosmilagrosos de creación. Estudiarlos unoa uno había sido un paso necesario,pero, ¿adónde, se preguntaba David,debía dirigirse después?

Pasó con cuidado otra página —elcopista había utilizado un tinta de un

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tono negro intenso que había idoperdiendo intensidad hasta convertirseen marrón— y echó un vistazo a lo largode la misma en busca de algo nuevo,alguna anomalía, algo que indicarapasajes nuevos que diferenciaranaquella copia de las demás. Y despuésde haber estado trabajando tan mano amano con Olivia Levi, se le hacía rarono tener a nadie a quien consultar o conquien compadecerse. Aunque el trabajodel erudito era, por naturaleza, solitario,se había acostumbrado rápidamente atener compañía e intercambiar todo tipode ideas. Olivia estaba siempre abiertaa cualquier tipo de sugerencia o

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cuestionamiento, sin importar loestrambótico que fuera, y casi siempreera capaz de quedar por encima. Poseíaun amplio campo de referencia —nohabía casi nada de lo que David pudierasacar conversación sin que ella tuvierauna firme opinión al respecto— y legustaba pasarse las noches hablando. Sesentía solo, echaba de menos suagudeza, su erudición y, siendocompletamente honesto consigo mismo,su cercanía, tenerla cerca, sentada conlas rodillas dobladas sobre la silla de allado y la nariz enterrada en un libro. Unavez lo había pillado con la mente ida ysimplemente mirándola fijamente, y le

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había dicho:—¿No tienes trabajo que hacer?Él se había puesto tan nervioso que

no había sabido qué decir.Olivia se había reído y le había

dicho:—No pasa nada. Puede que seas

americano, pero también tienes algo deitaliano.

Ella conseguía, cada día un pocomás, sacar esa parte de él.

David llevaba casi la mitad delmanuscrito, con los ojos ya vidriosos,cuando oyó el sonido de las zapatillasdel señor Ricci y levantó la mirada paraverlo tambaleándose cargado con una

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montaña de páginas sueltas y carpetasagrietadas. A poco de perder elequilibrio y caerse, consiguió soltarlotodo en el escritorio de David yestabilizarse agarrándose al respaldarde una silla.

—¿Qué es todo esto? —preguntóDavid.

Ricci, tomándose un segundo pararecobrar el aliento, contestó después:

—Algo que jamás encontrarías en laLaurenciana. Son las cuentas domésticasde Cosimo de Medici.

Aunque no quería parecerdesagradecido, David se preguntó porqué Ricci pensaría que aquello podría

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serle de alguna utilidad. ¿Por qué iba aimportarle qué cantidad de vino,mantequilla o cereales consumía?

—Incluyendo las comisiones para elarte y la joyería —explicó Ricci,leyéndole la mente—. Si Benvenutorealizó algo para Cosimo, su esposa, osu familia, como un espejo, aparecerá enalgún lugar de estas listas. Los Mediciregistraban minuciosamente todo lo quegastaban y todo lo que recibían.

Era verdad que lo hacían y, porprimera vez en varias semanas, Davidsintió una repentina ola de optimismo.Aunque se quedara solo en eso, era unnuevo camino que explorar. Ricci

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comprobó que David estaba encantadocon la idea, y en su cara se dibujó unasonrisa casi sin dientes.

—Ánimo con ello —dijo, dándoleun golpecito a David en el hombro yyéndose de nuevo tambaleándose—. Yasegúrate de contarle a todos dóndeencontraste lo que necesitabas.

Apartando el códice a un lado,David hizo un hueco en el escritorio ycomenzó a recorrer de manerasistemática los libros de contabilidad,pasando de largo rápidamente por laslista de compra de comestibles y otrosbienes domésticos, y centrándose encualquier cosa que tuviera que ver con

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la compra de materiales artísticos —mármol, pinceles, pinturas, yeso— ometales como el cobre, el bronce, laplata o el oro. Salpicando la lista demateriales base, aparecían obrasterminadas catalogadas aparte, y Davidse quedó atónito al ver los primerosregistros de adquisiciones de obrasmundialmente reconocidas de MiguelAngel, Andrea del Sarto, Botticelli yBronzino. Encontró en una página unenvío desde Palestrina, en el que sedescribía un «torso de piedra de unchico» que había desenterrado porcasualidad un granjero mientras araba.¿Sería aquel el torso sobre el que

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Cellini había escrito en suautobiografía? ¿Aquel que el ignorantede Bandinelli había despreciado, peroque Cellini había convertido en unGanímedes?

Las fechas estaban cuidadosamenteinscritas, con letra de trazos delgados einseguros pero, aun así, bastantelegibles, en la parte superior de cadapágina, y David empezó a pasarlas una auna hasta llegar a las partes que másinterés podían tener, los años en los queCellini había trabajado con másregularidad para el duque. La suya habíasido una relación inestable, y cuandoestaban en desacuerdo, Cellini solía irse

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a Roma o a la corte del rey de Francia,para después volver a su ciudad natal.El Perseo le había llevado nueve añoscompletarlo, de 1545 hasta 1554, y sepasó la mayor parte de aquel tiempomendigando por su paga o pormateriales y discutiendo con loscontables del duque, que siempre leestaban preguntando qué era lo quetardaba tanto en hacer.

Parte del problema eran lasdistracciones constantes con las que seencontraba. La esposa del duque,Eleonora de Toledo, casi siempre sesentía incómoda con Cellini —susaptitudes sociales eran algo escasas—,

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pero reconocía su gran talento y siemprele estaba dando la lata para que le dierasu opinión sobre una cosa u otra; en sulibro, narraba cómo habían discutidopor un collar de perlas, y también unaocasión en la que ella había intentadohacerse con una de las figuras diseñadaspara el pedestal del Perseo. Aun así,David sabía que si existía el espejo queCellini había hecho, habría muchasprobabilidades de que hubiera sido paraella y, posiblemente, antes de crear laextraordinaria Medusa que lucía en lapiazza. Era difícil imaginar a un artistacomo Cellini reduciendo la escala dealgo. Una vez terminada la gorgona

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definitiva, difícilmente habría aceptadohacer otra, y menos en proporcionesreducidas.

David buscó en la pila de libros decontabilidad que el director de laAcademia le había llevado losvolúmenes desde mediados de 1530, unperiodo de tiempo en el que Cellinihabía trabajado de manera estable parael duque. Encontró un par de ellos ydejó los demás libros en la mesa de allado, para concentrarse en repasar lasinterminables listas de artículos que unaduquesa podría haber pedido. Y, aunqueera un trabajo lento, los encontró: listasde pulseras y pendientes, todo adornado

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con perlas y piedras preciosas, adornospara el pelo, cepillos y peinetas deámbar, anillos con inscripciones brevesc o mo «acanthus motif, sapphire» o«anillo de oro, pavé de diamantes». Laduquesa era vanidosa y muy exigentecon el diseño de cualquier cosa quemandaba hacer… razón por la que aDavid le resultaba tan extraña la idea deun espejo con la forma de Medusa. Noera, ni por asomo, una imagen que sepudiera calificar de atractiva peroquizás era precisamente ese el objetivo.Quizás estaba concebido como objetodefensivo. Los italianos siempre estabanrecelosos de il malocchio, el ojo

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malvado, y un espejo con aquel diseñotan grotesco podría haberse consideradola forma perfecta de protegerse de él.

Había llegado al uno de junio de1538 y estaba a punto de tomarse undescanso y llamar a Olivia para saberde sus progresos, cuando se le fue lavista a una anotación, con la mismacaligrafía, al final de una página.

Pero no constaba como comisión,sino simplemente «della manodell’artista». «De mano del artista».

«Parure», decía, «in argento», o«plata». Aquel tipo de objeto —unconjunto de joyería, que normalmenteincluía una tiara, pendientes y una

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pulsera— habría sido un trabajo idealpara Cellini. Y, aunque no vio menciónalguna a un espejo, habría sido un buencomponente del conjunto. «Con rubini»,«con rubíes», aparecía como un añadidoa la descripción general, y aunque elboceto que David tenía de La Medusano incluía tales joyas, podrían habersido destinadas a cualquiera de las otraspiezas.

Pero fueron las últimas palabras,garabateadas con prisa en el margen, lasque hicieron que el corazón le latieracon fuerza en el pecho.

«Egida di Zeus motivo», «motivo dela égida de Zeus». Según la mitología

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clásica, el rey de los reyes llevaba unescudo, o égida, que había sido unregalo de Atenea. Y, en aquel escudo,David sabía que había grabada unacabeza de Medusa. «Una faccia afermare il tempo» acompañaba tambiéna la anotación —«una cara que puededetener el tiempo»—, la misma fraseque aparecía en La llave a la vidaeterna al describir el espejo. No unacara que matara o convirtiera a quien lamirara en piedra. Una cara para detenerel tiempo.

Por fin, sintió que había dado con elrastro del tema que lo ocupaba, quehabía encontrado una prueba registrada

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—aparte de los papeles que le habíadado la señora Van Owen— que sugeríaque La Medusa había llegado a ver laluz del día, que era algo más que unsimple boceto de Cellini o algo quepretendía hacer.

Pero si aquel era el caso, si habíaconseguido realizar La Medusa, ¿porqué razón se habría desprendido de ellay, lo que es más, por qué se la habríadado a una duquesa a la que no teníaespecial afecto? La llave a la vidaeterna afirmaba que La Medusaotorgaba el don de la inmortalidad.Cellini nunca se habría deshecho de talcreación.

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Tampoco, sin embargo, era alguienal que le gustara desperdiciar materialesy trabajo. David recordó un pasaje deLa llave en el que Cellini había escritosobre el tormento que había soportadorealizando La Medusa y sobre laspiezas que había hecho antes deconseguir la correcta: «Il bicchiere deveessere perfettamente smussato, il puroargento: un unico difetto, non importaquanto piccola, si annulla la magia deltutto». El cristal debía estarperfectamente biselado, la plataperfectamente soldada; un solo defecto,por pequeño que fuera, desharía lamagia del conjunto. David se encontraba

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en aquel momento ante dosposibilidades: una, que Cellini hubierahecho La Medusa y, al ver que nofuncionaba, la destinara a ser unobsequio para un patrón poderoso, oque, por otro lado, simplemente hubieradado a los Medici una pieza de lasprimeras que hiciera, una de las querechazó, y que nunca hubiera sidoconcebida para empaparse de las aguasdel manantial sagrado.

¿Y acaso no era eso típico de él,enturbiar el rastro de algo valioso? Elmismo hombre que había creado unailusión óptica en su estatua más famosa,o que había hecho cajas fuertes con

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cerraduras cifradas, que se guardabapara sí mismo los mayores avances desu oficio y que limitó los secretos de subrujería a la inédita Llave, no parecía ira dejar su logro más ingenioso alalcance de cualquiera.

Cellini había sido un embaucador yDavid tenía que descubrir cómo, durantesiglos, había interpretado aquelparticular truco.

Pasó rápidamente a la siguientepágina, que empezaba con el registro deuna cantidad de mármol importada paraunos baños. Se saltó varias páginas,dejó atrás otros tantos gastos rutinarios,hasta que encontró otra anotación, con

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una caligrafía distinta, que decía «Unregalo al de’Medici della Catherine,sul decimo del settembre 1372», o «Unregalo para Catalina de Medici, el diezde septiembre de 1572».

Che lo sguardo della gorgona laprotegga dai suoi nemici. «Que lamirada de la gorgona la proteja de susenemigos».

El propio Cosimo había anotadoalgo —aparecían sus iniciales bajo lanota— y le había mandado la pieza a susobrina, que se había casado con alguiende la familia real francesa y se habíaconvertido en reina. No hubo nadie enaquel momento de la historia, eso lo

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sabía David, que infundiera tanta ira asus enemigos como la reina de Franciaquien, haciendo frente a una insurrecciónde los hugonotes, había ordenado lainfame masacre del día de sanBartolomé, el veintitrés de agosto delmismo año. En realidad, la purga habíadurado semanas, durante las cualescogieron, por toda Francia, redadas demiles de sus enemigos religiosos y losmasacraron. Se decía después que lamalvada reina italiana había seguido elconsejo de su compatriota NicolásMaquiavelo, quien le había advertido deque era mejor matar a todos losenemigos de una vez.

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David se echó hacia atrás en la silla,intentando poner sus pensamientos enorden. Si aquella era realmente la únicaMedusa, entonces no tendría los poderesque Cellini afirmaba que tenía, o no sehabría deshecho de ella… a menos queno hubiera tenido elección. ¿Le habríaobligado el duque? Había cientos deamenazas y formas de tortura que elduque de Medici podría haberempleado. Y quizás la frase «de manodel artista» no significaba tanto unregalo por voluntad propia como untributo arrebatado a un artesano incapazde negarse o resistirse a ello.

De una u otra manera, aquel espejo

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había llegado a Francia —donde elpropio Cellini había pasado gran partede su vida al servicio del rey—, y aquelera el único rastro que podía seguir porel momento. Si había sido un regalo parala reina, era obvio que habría formadoparte de las joyas reales. Hasta dondeDavid sabía, aún podía formar parte delo que quedaba de aquella colecciónque, en su tiempo, resultaba imponente.Tuviera o no los poderes que se lesuponían, era lo que le había mandadoencontrar la señora Van Owen, y loencontraría. Quitárselo, por cualquiercantidad de dinero, al patrimoniofrancés, parecía completamente

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imposible, incluso para alguien con losrecursos de la señora Van Owen, peroya cruzaría ese puente cuando llegara aél. Por el momento, lo que quería eracompartir la noticia con Olivia yponerse manos a la obra.

* * *

Con copias de ambas páginas —producidas por una máquinafotocopiadora configuradacuidadosamente para funcionar con pocaluz y poco calor— guardadas en elmaletín, corrió de vuelta a laLaurenciana. Podría haber llamado a

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Olivia de camino, pero queríaexperimentar el placer de verle la caracuando le contara el descubrimiento quehabía hecho en los libros decontabilidad de los Medici. Además delos sentimientos más personales quetenía hacia ella y que ya no podía seguirnegándose a sí mismo, también habíallegado a valorar su opinión —y suaprobación— más que la de ninguna otrapersona. Era una auténtica excéntrica, deeso no había duda, extravagante einestable, pero también una de laspersonas más leídas y con máspensamiento original que habíaconocido. Casi todos sus artículos

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académicos y monografías —le habíaenseñado parte a David— estabaninconclusos e inéditos, pero desvelabanuna gran cantidad de conocimiento enmaterias que iban desde la filosofía dePico della Mirandola hasta la evoluciónde los inicios del sistema bancarioeuropeo. Era como si no pudieraconcentrar la mente el suficiente tiempoen un asunto como para llegar hasta unaconclusión lógica. En su lugar, sedistraía con cualquier desvío que lellamara la atención —no sin encontraralgo de valor también— y no sepreocupaba de volver a la líneaprincipal.

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Pero cuando David entró corriendoen la estancia que le habían reservado,Olivia no estaba allí. Querría dormirhasta más tarde aquella mañana —Davidsabía que era un búho nocturno—, otambién podría estar haciendo de guíapara alguno de sus grupos de turistas.David le estaba pagando un sueldo de loque recibía de la señora Van Owen,pero ella había dejado claro quedeseaba mantener sus actividadescomplementarias.

—Si no, ¿qué voy a hacer cuandovuelvas a Chicago y me dejes aquí?

Cada hora que pasaba, Davidencontraba la idea más angustiante… y

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más difícil de imaginar.Pero la pulcritud, tuvo que

reconocer, no era una de las muchasvirtudes de Olivia. Había dejado losblocs amarillos llenos de columnas defechas, números y nombres esparcidospor la mesa, junto con varios lápicesrotos, algún que otro pañuelo arrugado yun montón de libros encuadernados encuero que David no había visto en suvida.

Ninguno de ellos, descubrió David,trataba sobre Cellini ni lo había escritoél.

Cuando abrió el primero y tradujopor encima el latín, se sorprendió al ver

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que se titulaba Tratado sobre las artesnigrománticas y alquímicas mássecretas. Escrito por un tal Dottore A.Strozzi, impreso en Palermo en 1529.

El que había debajo —un par decubiertas carcomidas con unas cuantashojas de pergamino en medio— no teníapágina de título pero, tras echar unvistazo a una parte del texto, David vioque era un manual sobre stregheria, larama ancestral de brujería que databa deantes del Imperio romano. Hasta el sigloXII, muchos de los antiguos religiosos,como se les llamaba en ocasiones a losseguidores de los dioses paganos, sehabían hecho pasar por cristianos con

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bastante habilidad, mientras habíanseguido adorando en secreto el antiguopanteón. Simplemente habían aceptado,por ejemplo, a la Virgen María, aunquetomándola como la última encarnaciónde la diosa Diana.

Acababa de coger el último libro dela pila, un tratado encuadernado enpapel vitela, también en italiano ytitulado Revelaciones de la masoneríaegipcia, narradas por el Gran Copto alconde Cagliostro —por lo menos, aquelconde, un famoso practicante delmesmerismo en su época, le resultabafamiliar a David—, cuando apareció eldoctor Valetta con un pañuelo de

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bolsillo rojo de seda resaltando en lachaqueta.

—¿Dónde está hoy su confederada?—dijo con desdén.

—No estoy seguro —contestóDavid, mientras echaba un vistazorápido a la mesa por si Olivia le habíadejado alguna nota el día anterior.

Fue entonces cuando vio lascartulinas amarillas, claramente lasprecursoras de las mismas tarjetas depréstamo que estaban utilizando Olivia yél, que había ocultado bajo una pila delibros. El director también las vio y,antes de que David pudiera decir unasola palabra, las cogió rápidamente y

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las ojeó con el ceño fruncido.—Sus viejos trucos —dijo Valetta

bufando—. La signorina Levi estáhaciendo de la suyas.

—¿De qué está hablando?—Allá donde va le gusta removerlo

todo… buscar problemas. Ya haintentado hacer esto en concretoanteriormente.

David estaba completamentedesconcertado.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntóDavid—. ¿Comprobar quién habíaconsultado antes las mismas fuentes quenosotros?

Metiéndose las tarjetas en el

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bolsillo, el director miró a David comosi no estuviera seguro de poder seguirconfiando en él tampoco.

—¿No le ha contado su teoría? ¿Nipor qué le hemos prohibido que siguierautilizando la Laurenciana?

—No, no lo ha hecho.En aquel momento el director

parecía estar arrepintiéndose de haberhablado demasiado, o de airear lasideas de la joven.

Pero David no estaba dispuesto adejarlo salir de aquel atolladero tanfácilmente.

—Así que usted es quien debecontármelo. Si no lo hace, me aseguraré

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de que ella lo haga. ¿Cuál es esa teoría?Era obvio que Valetta escogía sus

palabras cuidadosamente al hablar.—La signorina Levi cree que mis

predecesores en la biblioteca eransimpatizantes fascistas y quecolaboraron con el régimen nazi.

David estaba confundido.—Y déjeme adelantarme y decir que

nunca ha conseguido ninguna pruebafehaciente de esos cargos. Lanza esasacusaciones sin más —dijo el directormoviendo la mano por el aire—, comoel que lanza confeti. Y sin preocuparseen absoluto por el daño que podríahacerle a la reputación de esta

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institución.Aunque era verdad que Olivia no le

había confiado nada de aquellanaturaleza, a David no le resultó difícilimaginárselo. Como italiana y judía cuyafamilia había sido diezmada por elrégimen fascista, Olivia bien podríahaber formulado aquella teoría. Y, dehecho, Mussolini había unido su país alTercer Reich. Pero, ¿de qué maneraestaba su teoría relacionada con loslibros de magia negra que también habíaen la mesa? Eso, David no lo sabía.

Tampoco le dio tiempo depreguntárselo al doctor Valetta antes deque apareciera Olivia de pronto por el

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final de la larga galería.—¿Qué está haciendo él aquí? —

dijo—. ¡Fuera de aquí! —gritó.Varios investigadores levantaron la

mirada de sus sitios horrorizados antetan brusca violación del decoro.

Irrumpió en el pequeño recinto, conel abrigo ondeando como de costumbre,y recorrió con sus oscuros ojos el lugar,dándose cuenta rápidamente de la pilade libros desarmada y la ausencia de lastarjetas de préstamo y dedicándole aDavid una mirada confusa.

—Puedo explicarlo todo —le dijo aDavid.

—Ya lo he hecho yo —añadió

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Valetta con sequedad.—Sí, eso seguro.Volviéndose hacia David, dijo:—Este hombre es un simple

funcionario, un cero a la izquierda. —Chasqueó los dedos para indicar lainsignificancia con la que estabatratando—. Como todos los demás quehacen lo que a sus caciques se lesantoja. ¿Quién sabe para quién trabajarealmente? ¡Que Dios nos salve de losburócratas que se agarraron a susescritorios mientras los alemanessaqueaban la ciudad!

—Está bien —dijo Valetta—. Ya heoído todo eso antes, no necesito oírlo

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otra vez. Recoja sus cosas, signorina, ysalga de mi biblioteca…

—¿Mi biblioteca? —exclamóOlivia.

—… y entienda que nunca va a tenerpermiso para volver a entrar aquí.

—Pero trabajo para el signorFranco —dijo, señalando a David.

—Me da igual si le envía el propiopapa. No va a volver a entrar.

El director se giró un poco paradejar a Olivia aparte y dirigirseúnicamente a David.

—Usted puede seguir utilizandonuestros servicios, siempre y cuandovea que se dedica a campos de estudio

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legítimos. Siempre y cuando trabajeusted solo.

El propio David estaba indignado.Nunca nadie había intentado censurar ocontrolar su trabajo.

—¿Qué es lo que está diciendo, quepiensa aprobar o desaprobar losmateriales que solicite a partir deahora?

—Por supuesto. Y así sabré sisobrepasa sus propios intereses o siintenta ayudar a la signorina Levi en lossuyos.

—Eso es intolerable.—Es necesario.—En tal caso, no me volverá a ver

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por aquí a mí tampoco —dijo David contono desafiante.

En honor a la verdad, ya habíadecidido seguir la pista del espejo, fuerauna copia o no, hasta Francia, pero no levendría mal ponerse firme.

—Y me aseguraré de contarle a laseñora Van Owen que sus donaciones seaprovecharían mejor en otro lugar.

Por un instante, aquello parecióhaber afectado al doctor Valetta.

—Como ya he dicho, solo lasignorina Levi ha roto…

—Lo tendremos todo recogido ylisto para irnos en cinco minutos —dijoDavid, dándole la espalda.

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Incluso Olivia estaba sorprendidapor aquel giro en la historia.

—Recoge tus cosas —le dijobruscamente a ella, que en un momentoapiló todos sus lápices y blocs a un ladode la mesa.

Una vez recogido todo, se fueroncaminando con vergüenza, como Adán yEva al ser expulsados del paraíso,recorrieron la sala de lectura ante lasmiradas atónitas de los demásocupantes, bajaron los escalones ysalieron al patio, donde Olivia se giróinmediatamente hacia David y dijo:

—Lo siento, David, lo sientomuchísimo. Era solo mientras estuvieras

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en la Academia. Solo quería ataralgunos cabos sueltos de un viejoproyecto mío.

—¿No tenemos ya suficiente trabajoque hacer? —preguntó David.

—No iba a volver a tener laocasión.

—¿De hacer qué?—Probar que los nazis tenían una

especial predilección por Florencia… ypor qué era eso así.

Por una parte, David se sorprendióde que todo se encaminara hacia aqueltema, pero por otra parte, de pronto,encajaron perfectamente con aquellastendencias varias líneas de la

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investigación que le había contado quellevaba a cabo.

—Los nazis no solo saquearon lasobras de arte de Florencia —dijo ella,mientras se dirigían a la plaza de SanMarcos—, también expoliaron loslibros, bibliotecas y monasterios, enbusca de secretos que pudieran darlesmás poder.

—¿Como antiguos ritos egipcios?—No te burles —le advirtió—.

Hitler creía realmente en lo oculto. Susmás altos oficiales también creían. ElTercer Reich era tan místico comomilitar. Eso no debería olvidarse nunca.

Pero, por mucho que David quisiera

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detenerse a explorar más en profundidadaquellas teorías, en aquel momentointentaba centrarse en su próximomovimiento.

—¿Dónde has aparcado? —preguntó.

—No he traído el coche, no teníagasolina.

Él levantó el brazo y le hizo un gestoal primer taxi que pasó.

—¿Adónde vamos?—A tu casa.Olivia pareció sorprendida, pero no

contrariada.—Tienes que hacer la maleta.—¿Por qué? —preguntó—. ¿Adónde

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crees que vamos?—A París.Un taxi Fiat de color blanco atravesó

tres carriles y frenó en seco. Ella semetió en el asiento de atrás, David lasiguió y el taxi arrancó con dirección ala plaza de la República, mientras en laradio se distinguía ligeramente algunacanción de ABBA. Pasados uno o dosminutos, Olivia no pudo contenerse másy dijo:

—¿Qué hay en París que sea tanimportante?

Abrió el maletín mientras el taxidaba un giro brusco a la izquierda queprovocó que Olivia cayera sobre su

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hombro, y le enseñó las copias de losregistros de los Medici. Mientras losestudiaba, él le iba explicando en vozbaja cómo había dado con ellos y porqué estaba tan seguro de que era LaMedusa a lo que se referían.

Los intensos ojos de Oliviaasimilaron cada palabra y anotaciónantes de asentir solemnemente y decir:

—Entonces sí que existe.—O, al menos, existía.—Pero, ¿qué pasa si, como has

dicho, es solo una copia?—Sin el original con el que

compararlo, ¿quién se va a dar cuenta?Me han enviado para encontrarlo, y eso

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es lo que intento hacer.Lo que no dijo fue lo que sentía en el

corazón, tan convencido como de queestaba latiendo. Aquella era laverdadera Medusa y entregársela a laseñora Van Owen cerraría el trato.Creía tantísimo en aquello en aquelmomento porque así tenía que hacerlo.Por su propio bien, y por el de Sarah.

—Si llegó a Francia —dijo Olivia,pensando en voz alta—, formaría partede las joyas reales.

—Exacto —contestó David—. Hastala Revolución.

—Cuando se la devolvieran a losciudadanos de la República francesa.

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Con Olivia, David nunca tenía queterminar un pensamiento. Mientras eltaxi se abría paso entre la aglomeraciónde tráfico y los sonidos de los cláxones,Olivia miraba por la ventana en silencioy David, pensando a un ritmodesenfrenado, intentaba organizar elpróximo paso de su viaje y sepreguntaba cómo de rápido podríatenerlo hecho. Sacó el teléfono y empezóa buscar con celeridad vuelos a París.Lo que costaran no era problema, peroque les diera tiempo sí podía serlo.Olivia tenía que coger algunas cosas, éltendría que volver al Grand para cogerlas suyas propias, y luego tendrían que

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llegar al aeropuerto.—¿Cuánto tiempo esperas que

trabaje contigo? —preguntó Olivia.—Todo lo que dure la misión —dijo

David, concentrado principalmente en lapantalla del móvil.

Alitalia tenía un vuelo a las tres quepodrían coger si se daban prisa.

—Pero, ¿para qué —dijo, con ciertaduda que no era típica en ella— mequieres?

—Mi francés está muy oxidado —contestó David antes de, siquiera,pensar.

David se dio cuenta de que aquellola había decepcionado un poco.

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Y lo que era peor, ni siquiera eraverdad. Pero no podía contarle lo querealmente sentía y pensaba. Allí estabaél, en medio de una misión desesperadapor salvar la vida de su hermana, y ni selo había contado todavía. Tenía tantoque relatarle que no sabía por dónde, ocuándo, empezar. Y yendo en la partetrasera de un taxi que iba a todavelocidad, aquel parecía ser el peormomento posible.

—Olivia —intentó empezar—,realmente necesito tu ayuda para estetrabajo. Si alguien puede ayudarme aatravesar los matorrales de laburocracia y los archivos franceses, esa

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eres tú.—Así que, ¿esa es la razón? —dijo

—. ¿Simplemente me necesitas para quete ayude con tu… búsqueda?

Dios, había vuelto a meter la pata.Su francés estaba igual de oxidado quealgunas de sus otras habilidades.

El taxi se había parado en un pasode cebra concurrido, pero el conductor,harto del imparable flujo de peatones,tocó el claxon otra vez y, ante un montónde abucheos, se metió por un pequeñohueco y aceleró. En circunstanciasnormales, a David le habría horrorizadotal temeridad, pero en aquel momentoestaba encantado.

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—Y la persona para la quetrabajas… —se aventuró a decir Olivia.

—La señora Van Owen, una viudade Chicago. —Sabía que estabaretratándola con más seriedad de la querealmente merecía—. Muy rica. Seguirápagándolo todo.

—¿Dices que está dispuesta a hacerlo que haga falta para conseguir esaMedusa?

—Sí.—Pero, ¿y tú? —En aquella ocasión

lo miró fijamente—. ¿Por qué quieresencontrar eso con tanto ahínco?

—Conseguiré un ascenso —dijo, sinquerer meterse del todo todavía en la

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historia completa. No allí ni en aquelmomento—. Y me van a pagar bien.

Ella frunció el ceño y, negando conla cabeza, dijo:

—No, no, no.No era la primera vez que sentía que

era como si ella pudiera mirar en suinterior.

—No pareces alguien que trabaje,simplemente, por dinero.

—Ah, ¿no lo soy? —dijo, fingiendolo contrario.

—No, tú eres como yo. No nosimporta el dinero —dijo ella—. Solonos importan el conocimiento y laverdad. Si nos importara el dinero,

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trabajaríamos en otra cosa distinta aesta. Seríamos banqueros.

Pronunció la última palabra como siestuviera diciendo la palabra canallas.

En términos generales, habíaentendido lo que Olivia había queridodecir.

—No, lo que hacemos —concluyó—lo hacemos por amor. Hay algo de amoren la base de esto, siempre, y también esalgo personal. Eso es lo que te empuja.

Era como si le hubiera lanzado unaflecha directa al corazón. Estabadeseando contarle los intereses realespor los que luchaba; quería desahogarsey contarle la verdad sobre su hermana y

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la extraña promesa de su benefactora,pero se temía que iba a parecer como unloco. Incluso para alguien tan abierto demente como Olivia.

—Si vamos a hacer esto juntos —dijo Olivia—, a partir de ahora vas atener que contarme toda la verdad.

Y mientras el taxi aminoraba paracomprobar los nombres de las calles,ella le insistió diciéndole:

—¿De acuerdo?—De acuerdo.—A la derecha —le dijo Olivia al

conductor—. La puerta de al lado de lacafetería.

Salieron del taxi, entraron en el

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edificio y subieron tres pisos deescalones destartalados con moquetaraída; hacía que su propia casa, pensabaDavid, pareciera encantadoracomparada con aquello. En el tercerpiso, Olivia se detuvo ante una puertadecorada con una postal de Laocoonte eintrodujo la llave en la cerradura. Algopareció sorprenderla, como si yahubieran abierto la puerta, pero la abrióy entró.

Incluso con las cortinas corridas,David intuyó el caos. Y cuando Oliviaencendió las luces y vio todos sus librostirados por el suelo y una especie depercha de madera para pájaros

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derribada, dijo:—Oh, Dios mío.Estaba claro que le habían robado,

pero no estaba tan claro que losladrones se hubieran ido.

—Espera —dijo David, pasandodelante de ella y entrandocautelosamente en la siguientehabitación.

Al acercarse a la puerta medioabierta, creyó oír alboroto dentro y,cuando estaba a punto de dar marchaatrás, algo gris que volaba chocó depronto con su cara, aleteandonerviosamente, antes de salir a todavelocidad hacia la salita.

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—¡Glauco! —gritó Olivia.Y, entonces, David oyó otro ruido

—un grito ahogado— que venía de lahabitación. Empujó la puerta hastaabrirla algo más de un dedo y vio a unhombre amordazado y con medio cuerpoen la cama y el otro medio fuera. Teníalas manos atadas sobre la cabeza con elcable del teléfono de la mesita de allado y sangre seca por toda la cara y elcuello.

Al correr David en su ayuda, Oliviaapareció en la puerta de la habitación ydijo con horror:

—¿Giorgio?

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* * *

Para cuando la ambulancia se habíaido y la policía había terminado deinterrogar a Olivia, ya era demasiadotarde como para coger ninguno de losvuelos a los que David esperaba haberpodido llegar. Por lo que loscarabinieri pudieron averiguar, aquellohabía sido un simple robo y el exnoviohabía vuelto a recoger sus cosas en malmomento. Olivia dijo que echaba enfalta algunas joyas baratas, pero eso eratodo.

—Solo me alegro de que no sellevaran ninguno de mis libros —le

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contó a los policías—. Son los únicosobjetos de valor que hay aquí.

Durante la mayor parte del tiempo,David se había quedado sentado fuerade la entrada de la casa, pensando yguardándose para sí mismo su opinión.No parecía que se le hubiera ocurrido anadie, ni siquiera a Olivia, que pudierahaber sido algo más que un simple roboque salió mal. Pero a David, al que casihabían atropellado en la pista depatinaje, le parecía que estabanocurriendo demasiadas cosas extrañasdesde que se había mezclado con laseñora Van Owen. ¿Era aquella una deesas cosas? ¿O estaba empezando a

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afectarle la presión? Volvió a mirar elreloj, calculando de nuevo cómo derápido podía estar de camino a París.

Y cuando se hubo ido el últimocoche de policía, Olivia se puso a sulado y dijo:

—Giorgio y yo rompimos hace unosmeses. Estaba de año sabático enGrecia.

—Entonces, ¿estás bien? —dijoDavid, rodeándola con el brazo conactitud de consuelo.

Ella suspiró y se encendió uncigarrillo torpemente.

—¿No tienes que quedarte aquí paracuidar de Giorgio?

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—¿De él? —Soltó una nube de humocon gesto disgustado—. Deja que seencargue de eso su nueva novia.

David sintió como si le hubieranquitado un gran peso del corazón. Leavergonzaba admitirlo, incluso a símismo, pero desde que Giorgio habíaaparecido en el apartamento se habíaestado preguntado en qué punto estaríanlas cosas entre Olivia y él. ¿Qué habríapasado si ella hubiera seguidoenamorada de él?

—Así que —dijo él—, ¿aún piensasvenir a París? Hay un TVG que sale ennoventa minutos. Todavía llegamos.

Pero Olivia no contestó al principio,

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y tardó unos segundos en darse cuenta deque estaba temblando y sollozandodiscretamente. Él la abrazó más fuerte,hasta que asimiló el shock de lo queacababa de pasar en su casa. La policíase había ido, habían revuelto suapartamento, su exnovio iba de caminoal hospital. David, que sabía hacerlo tanbien cuando tenía que hablar sobre unaedición de Dante, estaba otra vez sinpalabras. El cigarrillo encendido lecolgaba, abandonado, de las yemas delos dedos, hasta que, finalmente, cayósobre los escalones rotos. Pero cuandoella levantó la mirada, con esos ojososcuros llenos de lágrimas, y la cruzó

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con la de él, David supo —lo supo porprimera vez en su vida— que lo que seesperaba de él no eran palabras. Laabrazó acercándola más hacia él y posósus labios en los de ella. No huborespuesta, y los labios de la jovenestaban fríos. Sus ojos permanecíanabiertos e inquisitivos.

—Te necesito —dijo él.—¿Porque hablo francés mejor que

tú? —dijo ella, con mirada depreocupación e indecisión. Aún letemblaban los hombros.

—Je t’side —dijo élimpecablemente— parce que je t’adore.

Y, en aquel mismo momento, cuando

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la besó de nuevo, tenía los hombrosrelajados y los labios cálidos. Y sequedaron aferrados el uno al otro,sentados en medio de los escalonesrotos, sin decir nada. Para David,enterrar la cara en su cabello oscuro,sentir sus brazos alrededor de él, fue lasensación de alivio más dulce que habíasentido en mucho tiempo, y habríadeseado haberse quedado así toda lanoche.

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Capítulo 18

Cellini observaba desde las sombrascómo transportaban el catafalco por lapiazza. Cuatro miembros de laAcademia, de la que él había sido unode los fundadores, lo llevaban ahombros, seguidos por unamuchedumbre de dolientes vestidos denegro. Las puertas de la vieja basílicade la Santísima Anunciación, dondeaguardaba la tumba, se abrieron demanos de un cuarteto de frailes.

Se tocó la guirnalda de plata quellevaba alrededor de la sien para

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asegurarse de que aún estaba bien ocultopor sus poderes.

Mezclándose con la multitud, sin quenadie lo viera ni se diera cuenta de supresencia, cruzó la entrada con forma dearco para entrar en el célebre Chiostrinodei Voti, o claustro de los Votivos.Durante siglos, los peregrinos quellegaban a la iglesia e iban a ver elmaravilloso fresco de la Anunciaciónhabían dejado allí sus velas y estatuillas—a menudo hechas por ellos mismos—como ofrendas. Aquella noche delquince de febrero de 1571, toda lavariopinta colección de cera blanca,amarilla y marrón estaba encendida,

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junto con unas cien antorchas, en labasílica del fondo.

La iglesia en cuestión tenía undiseño simple y había sido erigida en1260 como oratorio de los Siervos deMaría. Bajo la cúpula, había una únicanave larga, flanqueada por hornacinas,que culminaba en una rotonda y en laque se podía admirar el famoso fresco.Según la leyenda, el proceso de pintadolo había iniciado un miembro de laOrden, un servita, que había perdido laesperanza de hacerlo lo suficientementebello. Tras tirar los pinceles en señal dederrota, había caído en un sueñoprofundo y, al despertar, la pintura había

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sido terminada… por un ángel.En aquel momento, abarrotada como

estaba la iglesia y únicamente iluminadapor las antorchas titilantes, apenas sepodía apreciar la pintura. Colocaron elataúd en un caballete mientras losmonjes, que iban salmodiando ybalanceando los incensarios, desfilabanlentamente alrededor del mismo. Susvoces apaciguaban gradualmente elalboroto, y la familia y amigos delartesano, acompañados por sus muchosadmiradores, iban ocupando los bancoso se quedaban de pie, respetuosamente,en las capillas de los laterales, con lasmanos juntas y las cabezas agachadas.

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Hasta el momento, Cellini estabaencantado con el número de asistentes.Se dio cuenta de que incluso algunos desus enemigos habían ido para oír lasexequias, aunque también era posibleque, simplemente, quisieran asegurarsede que realmente había muerto.

Un joven fraile, alguien a quien nohabía visto nunca, subió al altar ycomenzó a recitar las oraciones. Paraser francos, Cellini nunca había toleradodemasiado la pompa y la ritualidad de laIglesia. Había visto demasiado de lavida, de los hombres y su venalidad,como para darle mucho crédito a lainstitución. Y había visto cosas —y

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hecho cosas— que ningún monje,sacerdote o papa podría aprobar. Sehabía peleado con demasiados, tanto dela Iglesia como de fuera de ella, comopara esperar recibir todos los elogiosque se merecía. Había abusado de suhospitalidad, no solo en Florencia, sinoen la corte papal también, y sabía que siquería mantener su secreto oscuro asalvo, no podía hacer otra cosa querecrear públicamente su propiainhumación.

Y así lo había dispuesto, tanmeticulosamente como había armado yerigido su gran estatua de Perseo para laplaza central de la ciudad.

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Durante un periodo de dos años,había llevado a cabo el trabajopreliminar de dejarse la barba crecer yecharle polvo para conseguir el aspectode envejecido. Había andado cada vezmás encorvado y fingido olvidar cosasque recordaba bastante bien. Habíahecho correr la voz de que sufría depleuritis y, los días en los que se leesperaba en el estudio, se quedaba en lacama. Su toque maestro había sido elfuneral de Miguel Angel, un evento quellevaba planificando mucho tiempo y alque, finalmente, no había asistido. En sulugar, había estado con el cuerpo asolas, cuando lo transportaron por

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primera vez en ínula desde Roma. Sequedó impactado cuando vio que habíanenvuelto el cuerpo en un fardo de heno,como si fuera un cajón lleno de piezasde alfarería —en aquella ocasión, ¡eldivino Miguel Angel!—, y él mismohabía arreglado el cuerpo y le habíadado su último adiós. Era más que unhombre, era una fuerza de la naturaleza ysu nombre seguiría resonando muchosaños después de que cualquier rey quese vanagloriase o cualquier príncipeMedici fueran olvidados.

Pero, hablando del rey de Roma…allí estaba el mismísimo gran duque conuna larga capa negra con capucha de

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terciopelo, que había venido desde suvilla en Castello. En el pecho llevaba elespejo de plata, regalo para su últimaesposa para protegerla del infortunio,una pieza inicial a la que Cellini lehabía conferido ojos de rubíes y queparpadeaba bajo la luz de las antorchas.

Por enésima vez, Cellini se preguntóqué habría ocurrido con su doblesecreto; una obra más simple, sinpiedras preciosas, pero de inimaginablepoder, que le arrancó del cuello elduque de Castro y escondió en algúnlugar entre los tesoros papales.¿Volvería a ver, o poseer, La Medusaverdadera otra vez?

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Al duque se le notaban los años ytenía la cara larga y caída, y llena detristes arrugas. En 1562, en un viaje aPisa, su esposa, Eleonora de Toledo ydos de sus hijos, fueron abatidos por lamalaria que rondaba los pantanales deItalia. Cosimo no se había recuperadonunca de aquel golpe. Cellini estudió surostro, el rostro de su patrón yperseguidor, su amigo y enemigo,durante tantos años… y, aunque sabíaque no haría tal cosa, estaba deseandoacercarse a él y tocarlo, desvelarse a símismo una última vez. Cosimo, quesiempre había sido un gran entusiasta dela alquimia y la magia, se había

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interesado más aún por lo desconocidodesde la muerte de los miembros de sufamilia. Habría quedado enormementeimpresionado con la proeza de Cellini.

Pero el artesano, ocultándose trasuna columna de mármol, se contuvo a símismo. ¿Cómo se le ocurriría echar portierra lo que había planeado tanminuciosamente?

El joven fraile, con la cara tan lisacomo el cuero fresco de becerro,recitaba su panegírico, y lo hacíarealmente bien. Cellini se preguntabaquién le habría preparado. ¿GiorgioVasari? No, Vasari no; los elogios erandemasiado espléndidos. Su viejo

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compañero, Benedetto Varchi, lo habríahecho muy bien, pero Varchi estabadesaparecido desde hacía años. De vezen cuando, como si estuviera hablándoleal propio cadáver, el servita bajaba lamirada hacia la tapa resplandeciente delataúd y Cellini no podía evitar reírseante tan solemnes elogios y esa forma derecordarlo tan afligida, todo aquellodirigido a su ocupante, el másinsignificante de los hombres, un pobreindigente al que Ascanio habíaencontrado en la alcantarilla un mesantes y llevado a casa en una carretilla.

—¿Qué opinas? —dijo con orgullo,enseñándole al mendigo como si fuera

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una vaquilla—. Tiene más o menos tualtura, y hasta se parece mucho a ti.

Cellini no se había mostrado deacuerdo con aquello último, y suaprendiz se había reído.

—Y si lo oyes toser —dijo Ascanio—, te darás cuenta de que no le quedamucho tiempo en este mundo.

El mendigo, sorbiendo un bol deestofado caliente junto a la chimenea, noprestaba atención.

—Podemos alojarlo en el establo —prosiguió Ascanio—, y dejar que lanaturaleza siga su curso.

Cellini se había acercado a observaral hombre, que le había devuelto la

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mirada con ojos legañosos, mientrasagarraba con fuerza el borde del bol,como un perro al proteger sus sobras.

—¿Cómo te llamas?—Virgilio.«Muy acertado», pensó Cellini. «Al

igual que Virgilio guio a Dante, aquelpobre impostor podía precederle en elotro mundo. Pero, ¿lo recibirían allí conatenciones especiales dignas del propioartesano?».

Todo estaba dispuesto y, a cambiode que se mantuviera apartado para quenadie lo viera, se le prometió a Virgilioun lecho en el pajar, pan, estofado yvino a diario —el mendigo había hecho

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especial hincapié en el vino—; durantelas siguientes semanas, a medida que latos iba a peor y le flaqueaban cada vezmás las fuerzas, Ascanio lo vigilabaatentamente. Cuando su aprendiz entróuna noche en el taller de Cellini,sacudiendo la cabeza, y dijo: «No vivirápara ver amanecer», Cellini supo quehabía llegado la hora. El libro de supropia vida, la del artesano vivo másfamoso de Italia, debía ser cerrado… yotro libro, uno nuevo, debía comenzar.

Y aquel libro lo viviría en otratierra, bajo otro nombre.

Para entonces, el fraile habíainvitado a subir al púlpito a varios

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miembros de la Academia, los cualeshabían comenzado ya a recitar suspropios elogios y memorias. Se leyeronvarios sonetos y Cellini no pudo evitarjuzgarlos frente a lo que podría habersido su propia contribución. A pesar delnombre que se había hecho comoartesano, se consideraba un buenescritor también, y se arrepentía dehaber dejado de escribir su propiahistoria de una forma tan repentina unosaños antes. Había tantas cosas más quecontar, tanto que confesar… Pero yahabían empezado a circular copiasincompletas y a pasar de mano en mano,entre los demás artesanos y la nobleza.

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¿Cómo se iba a esperar que aparecierannuevos capítulos de mano de un hombremuerto? Solo los santos podían hacermilagros, y Benvenuto sabía que no eraun santo a ojos de ningún hombre.

Cuando terminaron las exequias, unpequeño grupo de académicos y frailesservitas acompañaron al ataúd por elChiostrino dei Morti, o claustro de losmuertos, adyacente al lugar, para entrarcon él en la capilla de San Lucas, dondela tumba lucía abierta en el suelo.Cellini, con cuidado de no rozar a nadieni hacerse notar, se coló por lascolumnas y se posicionó losuficientemente cerca como para poder

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ver el interior oscuro del hueco queacogía en aquel mismo momento alataúd. Bajaron la caja con cuerdastrenzadas y, una vez colocada, tiraronlas cuerdas dentro. Un montón de polvoy escombros, guardados bajo una lona,fueron devueltos adentro con una pala.

¿Cuántos hombres, se preguntabaCellini, habían vivido para ver supropio funeral? Era una visióndesconcertante, incluso para alguien consu temperamento atrevido…, y unrecordatorio macabro del enormepecado que cometía cada día quepasaba.

Un pintor que había sido discípulo

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de Bronzino, otro de los grandes amigosde Benvenuto desde hacía muchotiempo, se acercó al borde de la tumbay, tras desear «paz eterna a este maestroinmortal que ha traído la gloria aFlorencia y la belleza al mundo», dejócaer dentro un puñado de liriosmorados.

«Maestro inmortal», a Cellini legustó aquello. Si aquel pintor supiera loadecuado de la frase…

El jefe de la Orden, el abadAnselmo, levantó la lona, la dobló haciaatrás y cogió un puñado de polvo paraarrojarlo dentro en la tumba. Era unhombre mayor, extremadamente tímido y

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con un tartamudeo terrible; había sido élquien había accedido a reservar paraCellini aquel lugar de entierro… enrespuesta a un magnífico crucifijo demármol que Cellini había realizado ydonado a la Orden. Y, mientras otrosdolientes cogían sus puñados deescombros, se oían las tenues notas deuna serenata desde la rotonda.Interpretada por un arpa, dos flautas yuna lira da braccio de cinco cuerdas, lacomposición —tanto la letra como lamúsica— también era creación deCellini. A medida que la melodía ibainundando la habitación, Cellini notabacómo se le movían los dedos

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involuntariamente, como si estuvieratocando las mismas notas en una flauta, yse le llenaron los ojos de lágrimas. Sinarrepentirse —lo hecho, hecho estaba, yno se disculpaba por ello—, pero connostalgia. Su padre, músico, deseabaque su hijo se convirtiera en un flautistafamoso y, aunque Benvenuto empezó demanera brillante, aquella nunca habíasido su pasión original. La música erademasiado efímera; eran monumentosque perduraran lo que siempre habíaquerido componer.

Pero al escuchar la solemnemelodía, y la igualmente solemne letra—basada en las últimas palabras del

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divino «Paraíso»—, se preguntó si habíaestado en lo cierto a ese respecto. Lapiedra se deshacía, el oro podíafundirse, pero la simple ligereza deaquella creación —una secuencia denotas, unas cuantas palabras y frases—,¿no podía ser más duradera, después detodo? ¿Quién podía destruirla? ¿Quiénpodía, realmente, poseerla? Pertenecía acualquier persona que tuviera uninstrumento para poder tocarla o vozpara poder cantarla. Benvenuto deseabaque su padre, con quien había tenidotantas disputas desagradables, estuvieraen aquel momento frente a él para poderagachar la cabeza —como nunca lo

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había hecho ante nadie— y rogarle superdón.

En cambio, se volvió a alejar de latumba, junto a la que todavía había unalarga fila de dolientes esperando parapresentarle sus respetos por última vezy, moviéndose silenciosamente, demanera furtiva, invisible, por la larganave de antorchas encendidas, salió a lalúgubre piazza.

Ascanio, que estaba esperándoloentre las sombras de la logia, estababastante asustado, pero tosiódiscretamente y desveló dónde estaba aCellini.

—¿Estamos solos?

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—Sí —le aseguró Ascanio, mirandode nuevo en todas direcciones—. Nohay nadie a la vista.

Cellini hizo su propioreconocimiento de la zona y se quitó delas sienes con extremo cuidado laguirnalda, que había hecho con losjuncos infernales. Le estaba muyapretada —fue un alivio quitársela— y,unos segundos más tarde, como unafigura titilante que se hacía visible alsalir de detrás de unas cataratas, volvióa ser visible ante el ojo mortal.

—No se te ve muy desmejorado —comentó Ascanio, recorriendo con lamirada el cuerpo de su maestro.

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Cellini no estaba tan seguro deaquello. Presenciar su propio funeralhabía sido un revulsivo.

—Y ahora que estás muerto, ¿haspensado en quién vas a ser?

—De la realeza, creo. Quizás unmarqués.

Haciendo una gran reverencia conuna mano a la espalda, Ascanio dijo:

—Y, ¿dónde va a vivir el marqués?Cellini le había dado muchas vueltas

y, al final, no se le había ocurrido unlugar mejor para su nueva vida que latierra natal de su gran enamorada, a laque había perdido hacía mucho tiempo.Colocándose la capucha en la cabeza, se

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adentró en la noche y simplemente dijo:—Francia.

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Capítulo 19

Incluso yendo a casi doscientoskilómetros por hora, el tren apenasoscilaba o se sacudía. Nada que ver conel ferrocarril elevado de Chicago,pensaba David mientras observaba lascolinas ondulantes de la campiñaitaliana. Empezaba a anochecer, y a lolejos, en la distancia, pudo ver lasmurallas medio derruidas de otra ciudadmedieval. En cualquier ocasión normal,estaría disfrutando de cada minuto de suviaje a París. Pero aquella no era unaocasión normal. Después de intentar

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llamar a Chicago tres veces, habíacerrado el teléfono y decidido esperar amás tarde. La última vez que habíahablado con Gary, Sarah estaba en elhospital recibiendo el tratamiento, pero«por el momento», había dicho Gary,«el recuento ha mejorado o se hamantenido igual. Solo esperamos que nolo rechace».

David esperaba más, mucho más queeso. Y estaba decidido a que ocurriera.

Oyó que se abría el pestillo del bañode la habitación y salió Olivia con unjersey de cuello alto negro y unosvaqueros, cepillándose el pelo haciaatrás. Lo llevaba liso y brillante, como

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si fuera la piel de una foca.Pero todo había cambiado entre

ellos en las últimas horas. Desde elprimer abrazo en los escalones deledificio de Olivia, era como si todos losmuros que había entre los dos sehubieran venido abajo. Cualquiersospecha que podía haber albergado enalgún momento sobre ella se habíadisipado, junto con sus reservas. Aefectos prácticos, eran amantes, y Davidsospechaba que antes de que la nochellegara a su fin, incluso aquello iba acambiar.

—Estaba pensando en algo —dijoella, echándose con el cepillo el pelo

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hacia atrás una última vez.—¿En qué?—No he comido nada desde que

amaneció.Ahora que se paraba a pensarlo,

David tampoco había comido desdeaquella mañana.

—Y quizás estaría bien conseguir unpoco de vino —añadió.

David no necesitaba que loconvenciera más. Cogió el maletín,cerró con llave la cabina y siguió aOlivia por el interminable pasillo hastael siguiente coche, y luego hasta otromás con olor a comida, a buena comida,que cada vez se hacía más intenso. Un

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camarero con uniforme azul les sonriócuando pasaron por su lado y les dijo:

—Les recomiendo la trucha. Reciénpescada.

El vagón restaurante estabadispuesto con mesitas colocadas aambos lados de un pasillo estrecho, conmanteles de hilo blancos, plateríareluciente y lamparitas que desprendíanuna luz rosada. Un camarero conchaqueta blanca los acomodó y David lepidió una botella de burdeos fría. Laúltima vez que había comido en un tren,había sido desde Amtrak hasta Detroit, yhabía tomado una bolsa de patatas fritassabor barbacoa, un sándwich rancio y

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una Coca-Cola caliente.Aquello decía mucho a favor del

transporte europeo.Cuando el camarero les sirvió el

vino y les tomó nota de la trucha conalmendras y espárragos, se hizo entreambos un extraño silencio incómodo.Llevaban trabajando juntos, codo concodo, días, pero ahora estabandisfrutando de una cena indudablementeromántica en el tren que los llevaba aParís, y el tenue resplandor de lalámpara de mesa hacía que David nopudiera evitar centrarse en aquellos ojososcuros y brillantes, y en la curvasensual de sus labios carnosos.

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Levantando la mirada hacia él porencima del borde de la copa, lo cogió enaquel preciso momento, mirándolafijamente, justo como ya había ocurridoantes, y dijo con una sonrisa tímida:

—¿En qué piensas ahora mismo?—En nada —dijo avergonzado—.

Es que ha sido… un día espantoso.—Sí —dijo ella asintiendo—, lo ha

sido. Pero ojalá hubiera tenido tiempo,en mi apartamento, de enseñarte algo.

—¿Te refieres al búho? —dijoDavid bromeando—. Ya nos hemosconocido.

—No, no era algo tan obvio.Tarjetas de préstamo de la biblioteca.

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Eso no era lo que él esperaba.—¿Fichas de préstamo?No era de extrañar que el doctor

Valetta reaccionara con tanta rabia alverlas.

—Las guardo en el hornillo.David se terminó el vaso y dijo:—¿En el hornillo? ¿Y no se queman?—No, qué va, quité el gas hace

años. No sé cocinar.Cada minuto, aprendía más cosas

sobre ella.—Y esas tarjetas, imagino que son

de la Laurenciana, ¿no?Ella sonrió y le brillaron los labios.

¿Los llevaba pintados, se preguntó, o era

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solo el vino?—No me creerías —dijo ella.Y antes de que, siquiera, le diera

tiempo a preguntar por qué no la creería,ella se inclinó sobre la mesa, con losbrazos cruzados, y dijo en voz baja:

—Los tengo todos —algunos deellos los originales— desde 1938 hasta1945.

La pareja mayor de la mesa de allado llamó al camarero para pedirle lacuenta. El hombre le guiñó el ojo aDavid, con complicidad.

—¿Puede tener eso algo que ver conque el doctor Valetta te prohibiera laentrada a la biblioteca? —preguntó

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David.—Lo único que yo quería era ver

quién había pedido algunos librosconcretos.

—Y, ¿qué esperabas encontrar? ¿Lapetición personal de Adolf Hitler paraver un libro sobre cómo resucitar a losmuertos?

—Te estás burlando —dijo ella unpoco indignada—, pero no estás tanlejos. ¿Qué sabes sobre los nazis y looculto?

—Solo lo que veo en el canalHistoria, lo que ponen bien entrada lanoche.

No pretendía molestarla.

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—No sé a qué te refieres con eso.¿Qué es el canal Historia?

—Nada —dijo él, desechando laidea—. Solo digo que todo eso seconsidera… que son soloespeculaciones.

—No lo son —dijo ella,encendiéndosele una chispa en los ojos—. Eso es lo que la gente quiere creer—continuó, moviendo la mano todavíacon la copa de vino—, pero eso nosignifica que no sean ciertas. Entre laPrimera y la Segunda Guerra Mundial,Alemania y Austria, las dos, estabanllenas de logias místicas y fraternidadessecretas. Los ariosofistas, la Sociedad

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Thule, la Sociedad Vril… Estaban encada ciudad, cada pueblo, desdeHamburgo hasta Viena. Incluso Hitlerfue miembro de algunas. Y cuandoempezó a ascender en la política, seaseguró de tener espías en cada uno deesos grupos para que le fueraninformando.

El camarero llevó los platos y, siDavid pensaba que aquello cambiaría elrumbo de la conversación, estabaequivocado. Olivia atacó a la comidasin perder la emoción.

—Heinrich Himmler, el líder de lasSS, era también un gran creyente. Hacíadesfilar a sus tropas vestidas como

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caballeros teutónicos por las calles deBerlín, ¡y a la gente le encantaba! Losnazis creían en una superraza, la razaaria, una raza a la que habían dado delado, o enterrado bajo tierra, o que seconsideraba corrupta por habersemezclado con sangre impura. Habíamuchas teorías, pero todas coincidían enque aquella raza iba a resurgir. Iba apurificarse e iba a crear un nuevo Reich,que se suponía que iba a durar mil años.

David escuchaba atentamente, perodada su búsqueda de La Medusa, susreservas de credulidad ya se habíanconsumido. Y, por mucho que respetarala erudición de Olivia, todo aquello

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seguía sonando un poco a las teoríasabsurdas sobre que Hitler poseía lalanza del destino o que conjurabapoderes satánicos para conseguir elcontrol sobre las masas. David nonecesitaba ninguna explicaciónsobrenatural para el mal; al haberestudiado historia toda su vida, sabíaque el mal germinaba con tanta facilidadcomo las semillas, y en cualquier lugar.Lo único que necesitaba era un poco deriego.

—Pero, ¿qué tiene todo esto que vercon las tarjetas de la biblioteca? —preguntó David.

Echó las últimas gotas de vino en la

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copa de Olivia, que le agradeció eldetalle, y le hizo un gesto al camareropara que les trajera otra copa.

Olivia le dio un sorbo al vino pero,impaciente por seguir, dijo:

—Había un hombre en el que Hitler,Himmler, Goebbels, todos confiaban,sobre todo cuando se trataba de looculto. Era un famoso profesor deHeidelberg, un hombre que había escritolibros sobre el culto pagano y los signossolares, y lo que solían llamar razasraíces. Sus libros tuvieron muchísimoéxito y sus conferencias estaban siempreabarrotadas.

—¿He podido oír hablar de él?

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—Seguramente no. Se llamabaDieter Mainz. Y en cada una de lastarjetas de préstamos —dijo ella,acompañando con un golpecito en lamesa cada palabra que pronunciaba—,encontré su firma.

Por fin, David empezaba a ver laconexión que Olivia estaba haciendo.

—Había pedido todos esos libros,incluidos los manuscritos de Cellini. Enalgunos círculos —explicó con másdetalle—, Cellini era tan famoso por suarte como por su magia. Piensa unmomento en los pasajes de suautobiografía, donde describe cuandofue al Coliseo de noche con un

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hechicero llamado Strozzi y conjuró alos espíritus.

David lo recordaba perfectamente,pero en la versión publicada, elincidente había terminado de manerabastante decepcionante. Tras convocar auna horda de demonios, Cellini habíapedido información acerca de una mujera la que había amado, y le habíanconfirmado que la vería pronto. Yaquello había sido todo; había terminadotan bruscamente como si se hubieracortado con una espada.

—Y piensa en el viaje que describeen el libro que me has enseñado, Lallave a la vida eterna.

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En aquel punto, él mismo continuó lahistoria, de manera íntegra yaparentemente descabellada. CuandoOlivia lo había leído por primera vez enel despacho de la Laurenciana, Davidhabía observado con diversión cómo sele abrían cada vez más los ojos.

El camarero volvió con el vino. Unhombre pequeño, delgado y pálido sehabía sentado discretamente en la mesade al lado, inclinado sobre un libro y uncuenco de vichyssoise.

—Los nazis sabían que habíamuchos borradores y muchas versionesde la autobiografía de Cellini —dijoOlivia—, y pensaron que la historia

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completa estaría narrada en uno deellos. De lo que no sabían nada era deLa llave.

Nadie lo sabía, según la señora VanOwen. Si tenía que creerla a ella, lasuya era la única copia que existía deaquel libro y, a juzgar por el olor aquemado que aún conservaba, incluso lasuya había sido rescatada del fuego demilagro.

—Pero pensaban que podía haberescondido los secretos de susconocimientos sobre el ocultismo en suarte. Después de todo, ningún artista desu época podía haber concebido algo taninmenso y de un gusto tan exquisito

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como el Perseo. Al haber conseguidotales milagros en lo que al arte respecta,los alemanes pensaron que tambiénpodría haber descubierto otros grandessecretos.

—¿Como la inmortalidad?—Exacto —dijo Olivia—. Justo

como asegura en La llave.—La inmortalidad —repitió David,

dejando que la palabra le envolviera lalengua.

Había compartido mucho con Olivia,pero aún tenía que contarle la verdaderarazón por la que buscaba tandesesperadamente aquel espejo. ¿Eraaquel el momento?

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—Si había una cosa que Hitlerrealmente codiciara —continuó ella—,era esa. No solo quería que el Reichdurara mil años, sino que quería estarallí, durante mil años y más, para estaral mando.

—Tuvo que ser una gran decepciónque el Ejército Rojo entrara en Berlín, ytener que volarse los sesos en el búnker.

Olivia se reclinó en la silla, conexpresión de falta de convicción en elrostro y dijo:

—El cuerpo, sabes, nunca fueencontrado.

—Claro que sí —dijo David—,junto con el de Eva Braun. Quemadas en

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una zanja.Eso sí que lo sabía bien David.—Eran restos —dijo Olivia—, solo

encontraron restos. Los rusos. Y ellosafirmaron que eran los del Führer. Peronadie tuvo nunca la oportunidad decomprobarlo; nadie tuvo ni siquiera laoportunidad de verlos. Los rusos dijeronque los incineraron a las afueras de unpueblecito llamado Sheck y que tiraronlas cenizas al río Biederitz. —Bebió unpoco más de burdeos—. Y ya sabemoslo de fiar que son los rusos.

El camarero apareció y preguntó sipodía limpiar la mesa. David, tratandode digerir todo lo que acababa de oír,

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por no hablar de lo que había tenido quecomer y beber, se echó hacia atrás en lasilla mientras el camarero recogía losplatos. El hombre que había sentado alotro lado del pasillo le dedicó unasonrisa con unos labios finos y losdientes grises y dijo, con lo que parecíaun acento suizo:

—Perdón por inmiscuirme, pero,¿están ustedes de luna de miel?

Olivia sonrió y David dijo:—No, me temo que no.—Oh —dijo el hombre,

avergonzado por la metedura de pata—.Por favor, disculpen mi error.

—No se preocupe —contestó David,

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en el fondo encantado de que hubierandado esa impresión.

—Me he tomado la libertad —dijo— de pedir una ronda de un aguardienteespecial que se hace en mi ciudad natal,y que se usa comúnmente para brindarpor los novios.

—Es muy amable por su parte —dijo Olivia, sonriéndole a David.

—Así que quizás me permitandesearles lo mejor, de todas formas.

Hizo un gesto hacia los tres vasitosen fila que había sobre su mesa.Retirando dos de ellos, dijo:

—Está hecho con las cerezassilvestres que crecen en nuestro valle y

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estamos muy orgullosos de él. Creo quedeberían comprobar por qué.

Aunque otro trago era lo último quenecesitaba David, habría sido muymaleducado por su parte rechazarlo.Olivia también le dio las gracias y, trasunos minutos de conversación —elhombre se presentó como Gunther, unvendedor de material médico deGinebra—, se dieron la mano y seexcusaron.

David, con el maletín colgando bajoel brazo, iba ya por mitad del pasillocuando se dio cuenta de que habíabebido mucho y de lo agotado queestaba. Olivia parecía sentirse igual.

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Fueron dando tumbos de vuelta a sucompartimento y David buscó a tientasla cerradura.

* * *

Lo que fuera que hubiera soñado desu primera noche juntos iba a tener queesperar. Olivia se dejó caer en la literade abajo sin ni siquiera retirar la manta,y David tiró el maletín en la cama dearriba. Entró a trompicones en eldiminuto baño y se miró al espejo. Teníacara de cansancio, casi sin expresiónalguna, y aún le duraba el sabor fuertedel aguardiente de cerezas en la lengua.

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Apagó la luz y cerró la endeblepuerta, y tapó a Olivia con su abrigo.Luego, trepó con dificultad hasta lacama de arriba que, en su estado actual,era la más mullida y cómoda en la quehabía dormido. Lo único que quería eradescansar, y el murmullo suave yconstante del tren era como una nana. Unbrazo lo tenía sobre el maletín, y el otrocaía por el lado de la cama.

Pero su mente no descansaba, y entróen un estado en el que no sabía discernirsi estaba soñando o no. Pensó en elvendedor con los dientes grises, y se loimaginó recogiendo cerezas yechándolas en una cesta.

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Pensó en el exnovio de Olivia,Giorgio, con la cara manchada desangre, amordazado, pero en el sueñointentaba decirle algo urgente a David.

Se imaginó un desfile de caballerosa caballo cruzando el puente Vecchio deFlorencia, con el propio Hitler comoguía de la procesión. Había antorchasencendidas por todo el recorrido y, enmedio de aquel ardiente resplandor,David vio a su hermana, de pie, al otrolado del puente. ¿Por qué estaba ellaallí? No tenía pelo y llevaba puesto uncamisón azul del hospital. Estabamirando a los caballeros con unaexpresión de horror en el rostro, y

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David intentaba correr hacia ella. Perolos caballos estaban en medio y, aunqueél gritaba una y otra vez su nombre, ellano podía oírlo. Los caballos con losjinetes iban empujándola cada vez máshacia el borde del puente. ¡Estaba apunto de caerse! David se abría pasoentre los caballeros —banderines nazisondeaban en las lanzas—, pero noconseguía avanzar nada. Alguien, o algo—¿el hocico de un caballo?—, legolpeaba el brazo… moviéndoselo,suavemente, hacia un lado.

—Sarah —gritó otra vez—, Sarah.Y le movieron el brazo de nuevo.Abrió un ojo. Tenía un pico de la

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almohada justo delante, pero algo seestiraba sobre él para llegar al huecoentre su cuerpo y la pared.

Cerró los ojos, intentando volver alpuente, intentando volver a su hermanaantes de que esta cayera por el borde.

Pero los jinetes seguían bloqueandoel camino.

Le levantaron el brazo, y una vezmás abrió el ojo. Una luz muy pequeña,brillante y aguda como un pinchazo,estaba concentrada en la pared. Lerecordaba a la luz que usaba eloptometrista para revisarle la vista.

Pero luego la luz se dirigió haciaotro sitio. Apuntaba a algo que había

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bajo su brazo; algo negro, firme y suavecomo la piel.

El maletín.Abrió más el ojo y todo su cuerpo se

puso tenso.Unos dedos finos buscaban a tientas

el asa y, de pronto, David se dio cuentade que aquello no era ningún sueño.Incluso podía oír la suave respiracióndel intruso.

Apretó con el brazo el maletín,mientras se sacudía en la cama. Dio conla cabeza en el techo y le dio una patadaa una pierna que chocó contra algo. Oyóalgo parecido a una palabrota ahogada yempujó el maletín hacia la pared para

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que estuviera fuera del alcance de quienfuera.

De pronto, estaba más despierto quenunca, y en los oscuros confines de lacabina solo pudo distinguir una cabezacalva y unos ojos azul hielo. Volvió adar una patada, y aquella vez le dio alhombre en la barbilla, tirándolo deespaldas al suelo.

Olivia se despertó gritando sunombre, pero David ya estaba dando unsalto para bajar de la cama y colocarsesobre el atacante. Las manos del hombredieron un golpe tan fuerte en el pecho deDavid que lo lanzaron hacia atrás contrala cama, y se escuchó un grito desde el

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compartimento contiguo y los golpes enla pared de algún otro pasajero.

—¡David! —gritó Olivia—.¡Cuidado!

Y fue entonces cuando vio elresplandor de lo que parecía uncuchillo.

No podía correr hacia ningún lado nitenía nada con lo que protegerse,excepto su bolsa de tela. La cogió y sela llevó al pecho. El primer ataque loabsorbió la gruesa lona, y la hoja delcuchillo se quedó pegada a la tela, hastaque el atacante tiró de ella.

Se puso de espaldas a la ventana —las luces de la vía del tren brillaban al

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destellar a través de la ventana—,preparándose para un nuevo ataque,cuando se abrió de golpe la puerta delcompartimento y un camarero y unguarda de seguridad entraron,encendieron las luces y gritaron enitaliano y en francés «¡paren ahoramismo!». El guarda, un tipo corpulento ycon bastón, empujó al hombre calvo ydijo:

—¿Qué demonios está pasandoaquí?

—¡Nos ha asaltado! —gritó Olivia.Pero el hombre calvo, que había

demostrado ser un ágil luchador alertaunos segundos antes, se derrumbó dando

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tumbos y fingiendo sufrir la confusión deun borracho.

—¿Asaltado? —dijo con dificultad—. Este es mi compartimento. ¿Quiénesson ellos?

—¿Quiénes son ustedes? —dijo elguarda, pidiendo ver sus pasaportes ybilletes.

—¡Tiene un cuchillo! —dijo Olivia.Pero el hombre negó con la cabeza y

dijo:—¿Qué cuchillo? Tengo una

linterna. No veo muy bien por la noche.Enseñó una linterna de bolsillo y se

rebuscó en los bolsillos para sacar elbillete de tren.

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David, que empezaba a recobrar elaliento, notó un gran peso en la nuca; erala peor resaca que había tenido nunca.Los chupitos de aguardiente no habíanayudado. Dejaban un regusto a medicinadel que no conseguiría deshacerse en untiempo.

El guarda enseñó el billete delhombre al camarero y este, tras mirardetenidamente al hombre, dijo:

—Usted está en el siguiente vagón.—¿Sí? —dijo el hombre calvo,

apoyando una mano en el portaequipajescomo para mantenerse derecho—.¿Quién lo dice?

David concluyó que estaba haciendo

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una muy buena imitación de borrachoengreído.

—Yo lo digo —dijo el camarero,cogiéndolo del brazo y sacándolo delcompartimento.

El hombre se dejó llevar arrastrandolos pies.

—¡Esas personas están en micompartimento! —gritó en el pasillo.

—Baje la voz, la gente duerme —dijo el camarero.

El guarda de seguridad les devolviólos pasaportes y los billetes, y les dijo:

—No habría entrado si hubierancerrado bien la puerta.

David estuvo a punto de replicar que

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sí lo habían hecho, pero visto el estadoen el que estaba, no podía afirmarlo contotal seguridad.

El guarda los examinó, comopreguntándose por qué estabanacostados con la ropa puesta y dormíanen camas separadas; luego negó con lacabeza y dijo:

—Buona notte.Luego cerró la puerta bien. A través

del cristal, le hizo un gesto a David paraque cerrara con pestillo por dentro ybajara el estor.

David hizo ambas cosas y se volvióhacia Olivia, que se tambaleó un instanteantes de dejarse caer en el borde de la

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cama de abajo. Le sostuvo la cabezaagachada y le echó el pelo hacia atrásmientras le decía:

—Esto no es lo que esperaba estanoche.

Ella se miró la ropa, comosorprendida de llevarla aún puesta.

—Yo también tenía otra cosa enmente.

El traqueteo del tren paró de repentecuando entraron en un túnel en medio dela campiña francesa.

—Y, ¿qué opinas? —dijo Olivia—.¿Un simple ladrón, no muy bueno, porcierto?

—Posiblemente —contestó David.

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Se había estado preguntando lomismo, todo lo que se lo permitía eldolor de cabeza, pero por la expresiónde Olivia, habían llegado a la mismaconclusión. Volvió a revisar el pestillode la puerta y decidió quedarsedespierto el resto del trayecto hastaParís.

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Capítulo 20

En el invierno de 1785, la escarchacubría el valle del Loira como unasábana blanca arrugada. Los huertos demanzanas no daban frutos, los camposestaban desiertos y la carretera por laque se transportaba el correo postal sehabía convertido en una líneaserpenteante de hielo y nieve. Por muchoque los pasajeros quisieran llegar alChâteau Perdu antes del anochecer, pocomás podía hacer el conductor delcarruaje. Si apremiaba demasiado a loscaballos, podían resbalar en el hielo y

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romperse una pata, o una rueda podíaatrancarse y salirse del eje. Ya habíaocurrido una vez, y solo gracias a laayuda de dos guardias armados —unodelante del carruaje y el otro detrás—habían conseguido repararlo losuficiente como para, por lo menos,poder seguir el viaje.

Charles Auguste Boehmer, el joyerooficial de la corte de Luis XVI y MaríaAntonieta, empezaba a arrepentirse dehaber emprendido aquel viaje. Quizás ély su acompañante, Paul Bassenge, queestaba recostado en el asiento deenfrente, podrían haber convencido a lareina para que fuera el marqués el que

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viajara a Versalles en su lugar. Habríasido mucho más fácil y, dada lanaturaleza de lo que transportaban,mucho más seguro. Pero sabían que elmarqués de Sant’Angelo hacía siemprelo que le apetecía, y no tenía ganas deviajar hasta Versalles aquellos días.Boehmer sospechaba que era lapresencia en la corte del infamemesmerista y mago, el conde Cagliostro,lo que lo mantenía apartado de allí.Boehmer tampoco soportaba al conde,pero mientras les proporcionaraentretenimiento a la reina y a su séquitoiba a seguir siendo una parte integranteallí.

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Al llegar al cruce, el carruaje paróen seco y Boehmer se colocó la bufandaalrededor del cuello y sacó la cabezapor la ventana. El cuerpo atrofiado deuna vaca muerta yacía en medio delcamino, y tres campesinos vestidos conharapos lo estaban despedazando con undespliegue muy variado de cuchillos yhachas. Levantaron la mirada hacia elcarruaje, con sus guardias montados, sinapenas ocultar su hostilidad hacia ellos.Toda la campiña pasaba por una granhambruna —el invierno había sidoespecialmente duro— y Boehmer sabíaque la rabia, que llevaba añosfermentando en Francia, podía terminar

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cualquier día en una gran rebelión.Le parecía increíble que el rey y la

reina no se dieran cuenta de aquello.—Pardonnezmoi, monsieur —dijo

Boehmer al que llevaba un gorro largorojo y que se había puesto de pie con elhacha en la mano—, pero, ¿podríadecirme cuál de estos caminos llega alChâteau Perdu?

El hombre no contestó, sino que, envez de eso, se acercó al carruaje dandopisotones con unos pesados zapatos demadera. Admiró descaradamente elelegante brillo lacado y los dos caballosnegros bien cuidados que lo llevaban. Elaliento de los caballos hacía vaho en el

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aire mientras estos piafabannerviosamente en el camino cubierto dehielo. Boehmer metió la cabezainstintivamente dentro del carruaje,como una tortuga, y uno de los jinetesarmados acercó su montura al coche decaballos.

—¿Se trae negocios entre manos conel marqués? —dijo el hombre, con másinsolencia de la que se había atrevido ausar en años.

—Asuntos oficiales de la corte —dijo Boehmer, para poner al campesinoen guardia.

El hombre se puso de puntillas parainspeccionar el interior del carruaje,

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donde estaba Boehmer con una manta decachemira en el regazo y dondeBassenge llenaba con tabaco una pipa.Asintió, como si lo que veía le sirvierapara explicar a los guardias armados, ydijo:

—¿Le está esperando?—No creo que eso sea de su

incumbencia —dijo Boehmer, con untono de voz más convincente del querealmente sentía.

—El marqués hace que sea de miincumbencia. Aprecia su privacidad, yyo le ayudo a mantenerla.

Bassenge, dejando la pipa en elasiento, pareció darse cuenta de lo que

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estaba ocurriendo antes que suacompañante. Se sacó varios francos delbolsillo, se inclinó hacia la ventana y selos dio al hombre del hacha.

—Agradecemos su ayuda,ciudadano.

El hombre cogió las monedas, lasremovió dentro del puño cerrado, y dijo:

—Cojan el camino de la izquierda.Unos tres kilómetros más. Verán la torrede entrada. —Miró hacia el cielo, queempezaba a oscurecerse—. Pero yo queustedes me daría prisa.

Boehmer no entendió exactamente loque la discreta advertencia implicaba,pero tampoco se preocupó de

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averiguarlo.—Si usted y sus amigos pudieran

despejar el camino, se loagradeceríamos.

—¿Nos lo agradecerían? —contestóel hombre.

Bassenge, sacudiendo la cabeza anteel poco ingenio de Boehmer, le dioalgunos francos más.

Cuando quitaron el cuerpo delanimal muerto de la carretera y elcarruaje pudo seguir su camino,Bassenge, un hombre alto y delgado convoz sepulcral, dijo riéndose entredientes:

—Pensar que aún no sepa lo que

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hace girar la rueda.—¿De qué habla?—Del dinero, amigo mío. El dinero

hace girar la rueda del mundo.Y Boehmer se dio cuenta de que

tenía razón. Durante toda su vida,Boehmer había hecho de su negocio elser educado y amable, abierto y justo,con cualquiera con quien se cruzara, yaún se le hacía raro vivir en un paísdonde la desconfianza y la enemistadprevalecían. Como su compañero,Bassenge, siempre había sido extranjero—un judío suizo en tierra cristianafrancesa—, pero gracias a sushabilidades y a su diplomacia, había

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conseguido el puesto de joyero de lacorona y se le permitían todos losprivilegios en la corte que cualquierpersona con sus orígenes habría soñadoalcanzar.

El carruaje siguió su camino y pasópor una ciudad diminuta —no más queuna taberna, una serrería y una herreríadesierta—, luego atravesó un canal demolino, donde la rueda se quedóatrancada en el agua helada, y de nuevose adentraron en el bosque tupido, cuyosárboles aprisionaban el coche decaballos desde ambos lados del camino.A veces, algunas ramas retorcidasarañaban los laterales del carruaje como

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dedos huesudos quejumbrosos, y lasruedas chirriaban al pasar por los surcoshelados. «El Château Perdu —el castilloperdido— tenía un nombre muyapropiado», pensó. Aunque nunca anteshabía estado allí —de hecho, no conocíaa nadie que hubiera estado—, sabía quelo había construido, casi trescientosaños antes, un caballero normando queacababa de llegar de saquear TierraSanta. Oculto en el rincón más remotode una gran propiedad y colocado sobreun acantilado que dominaba el valle delLoira, había sido concebido como unafortaleza, no como un palacio, y a lolargo de los años había adquirido una

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reputación muy desagradable, conrumores de que se habían realizadoacciones terribles y sacrílegas allí.Finalmente, se había convertido en pocomás que ruinas.

Y, en aquel momento, lo habitaba elmisterioso noble italiano, el marqués deSant’Angelo.

Al desacelerar el carruaje, Boehmervolvió a mirar por la ventana y vio unatorre de entrada de piedra con un farolencendido en el interior. Un hombremayor cojo salió renqueando, habló conel jinete que iba a la delantera, abrió laspuertas, y el carruaje pasó por laentrada. Todavía no se veía el château,

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solo un matorral denso de árboles sinhojas alrededor, con los troncos tancerca los unos de los otros que parecíanestar luchando por conseguir sitio dondeseguir creciendo. El cielo crepuscularestaba colmado de cuervos queacechaban y graznaban como unabandada de heraldos. Había partes enque la nieve era tan densa que elcarruaje tenía que ir muy lentamentepara no caer en un agujero que noestuviera visible. En más de unaocasión, Boehmer vio sombras oscurasmoverse rápidamente por entre losárboles, siguiendo el progreso de loshumanos con brillantes ojos amarillos.

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Se preguntaba qué podrían encontrar,incluso los lobos, para comer en unlugar tan desolado como aquel.

El camino se elevaba poco a poco,los árboles empezaban a disiparse y, allídonde el viento había apartado la nieve,las ruedas del coche de caballospudieron agarrarse a la gravilla y alpolvo compacto. Boehmer aún mirabapor la ventana y Bassenge, fumando dela pipa, dijo:

—¿Ve algo ya?—Sí… pero solo…Al principio, era solo un diminuto

destello de luz que parecía arder en elaire, pero según se acercaba el carruaje,

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la luz resultaba ser una antorcha queardía sobre una torreta negra y delgada,culminada por su distintivo pimenteroafilado. Las dimensiones del ChâteauPerdu iban tomando forma gradualmenteen la oscuridad del anochecer: un murode piedra almenado, salpicado por cincotorres redondeadas, elevado a tantaaltura sobre la tierra que cualquierapodía ser avistado desde, al menos, unkilómetro de distancia. Incluso en aquelmomento, Boehmer sabía que estabansiendo observados.

La tierra y el hielo del caminodejaron paso finalmente a una superficieuniforme de adoquines, y el coche cruzó

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con gran estruendo un puente levadizosobre un enorme foso verde, tambiéncongelado en su superficie. En elmomento en que las ruedas pasarontraqueteando por la puerta poterna ybajo la verja levadiza —con losextremos afilados apuntando hacia abajocomo puñales—, la rejilla bajó denuevo y se oyó el ruido de las cadenasal caer. El coche y los jinetes sedetuvieron en un patio de piedrarodeado por muros grises de pizarra ypor las ventanas iluminadas del château.

Boehmer se estiró la ropa —habíasido un viaje largo y arduo— y le dijo aBassenge:

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—¿Por qué no hace los honores?Bassenge vació la pipa, se acercó a

un compartimento secreto bajo el asientoy sacó el cofre de nogal que contenía lapreciada carga.

Un lacayo del château estabaabriendo la puerta y bajando losescalones del carruaje cuando Boehmersalió. La noche había caído porcompleto, con tanta presteza como cae eltelón en la ópera francesa, y el vientofrío aullaba en las dimensiones delpatio. Al final de un tramo de escalerasde piedra, dos puertas de madera macizatachonadas con aros del mismo materialestaban abiertas, y se veía justo detrás

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de ellas una hoguera atrayente.Doliéndole cada articulación y hueso desu cuerpo a causa del viaje, Boehmerestaba deseando ponerse delante deaquel fuego y entrar en calor.

Otros sirvientes se dirigierondiligentes a descargar el coche yllevarse a los caballos al establo. Losjinetes armados fueron conducidos hastalas dependencias de los empleados,mientras Boehmer y Bassenge subieronlos escalones tan rápidamente como selo permitía la idea de salvaguardar supropia seguridad y entraron en elrecibidor. El marqués en persona, aquien ya habían visto en la corte alguna

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vez —más de una, del brazo de lapropia María Antonieta—, iba bajandola gran escalinata con un par de perroslobo a ambos lados. Iba vestido, comoera su costumbre, no con las galas de lacorte, sino con pantalones de montar depiel y botas también de montar. Sus ojososcuros destellaban ante la luz de lahoguera, y tenía un aspecto robustocomo el de un cantero. Boehmer, cuyocontorno considerable le hacía caminartambaleándose como un pato, envidiabasu porte. «No todos los nobles teníanaquella pose tan aristocrática», pensó.El mismo rey daba una impresión untanto desafortunada.

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—Estaba a punto de mandar a unapartida de búsqueda —dijo el marqués,con un leve acento italiano—. Losforajidos son más atrevidos cada día.

—No, no, nada que ver con eso —dijo Boehmer, aceptando su manoextendida con un fuerte apretón—, sinoque los caminos están helados yperdimos una rueda.

—Haré que mis hombres seencarguen de las reparaciones.

Bassenge le dio las gracias y,mientras les llevaban las bolsas a sushabitaciones, el marqués dirigió a susinvitados por la salle d’armes, dondelas paredes estaban llenas de armamento

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medieval, hasta el refectorio, donde elartesonado desprendía un brillo doradoa la luz de doce candelabros. Allí, lessirvieron una cena abundante con cerdoasado y lucio fresco, acompañado todode varias botellas del sancerre local.Era el mejor vino que Boehmer habíaprobado en su vida, y había probadomuchos.

El marqués era un muy buenanfitrión, pero no dejaba de rodearle unhalo de misterio inescrutable. Su fortunaparecía ser enorme, pero nadie en lacorte había sido capaz de descubrir losorígenes de su familia ni de dónde habíasalido el dinero. Aunque el rey anterior,

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Luis XV, lo había recibido en la corte,había entrado en disputa con suconsabida amante —había tenido algoque ver con un retrato— y, en pocotiempo, se había convertido en un aliadode la actual reina, cuyo desprecio haciaDu Barry no era ningún secreto.

María Antonieta había llegado aconfiar en el gusto de aquel italianoatrevido en muchos asuntos,especialmente en cuestiones relativas alas bellas artes, la arquitectura, elmobiliario, las cortinas… la decoración;pero, sobre todo, en cuestionesrelacionadas con la joyería. Era pordeferencia a su ojo exquisito que los

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joyeros habían hecho su peregrinación alChâteau Perdu. Si conseguían unarecomendación de la pieza que habíantraído —recomendación escrita delpuño y letra del marqués—, aquellobastaría para convencer a la reina.

Durante la cena, la conversación seencaminó de una manera muy naturalhacia las joyas reales —muchas de lascuales las había creado Boehmer— y elmarqués preguntó, con tonodespreocupado, mientras descorchabanotra botella de sancerre, si había salidoa la luz alguna nueva baratija. Los cofresreales eran profundos y Sant’Angelomostraba un especial interés por la plata

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antigua, quizás con el acabado en niel,ya pasado de moda. Boehmer se sintióhalagado por la pregunta, pero,realmente, ¿quién era más de confianzapara la reina que el marqués?

—Como sabe, la reina favorece…resultados más resplandecientes —dijo,allanando delicadamente el camino paralo que vendría después.

No fue hasta después de servir elbrandy, junto con fuentes de frutaconfitada y un aromático Feuille deDreux —un queso suave cubierto conuna capa de castañas—, cuandoBassenge, el menos bebedor de los dos,le hizo una señal a su compañero y

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colocó la mano sobre la caja de nogal,que no había apartado de su lado enningún momento. El marqués tampocopasó inadvertida la señal.

—La luz será mejor en el salón dearriba —dijo—. Vengan.

El marqués los dirigió por la granescalinata, de la que ascendían dostramos de escalones blancos desde elrecibidor, y después por un pasillo largoflanqueado por tapices gobelinos (aBoehmer nunca le fallaba el buen ojo)que ondulaban con la corriente de lasventanas con parteluces; afuera soplabafuerte el viento, haciendo resonar elhierro de los marcos de las ventanas y

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silbando entre las rendijas. Al final delpasillo, una luz tenue centelleaba, yBoehmer, seguido por Bassenge, entróen el salón, que nada tenía queenvidiarle a la Galería de los Espejosde Versalles.

Las paredes se componían de cristalmoldeado y bronce dorado, cada uno delos espejos lo suficientemente ampliocomo para reflejar a un hombrecompletamente, alternando conestanterías llenas de volúmenes congrabados muy elaborados. El coste deaquella sala —de forma pentagonal,bastante extraña— debía de habersupuesto una fortuna. Una araña de techo

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enorme con cristales colgando quebrillaban bajo la luz de no menos decien velas de cera blanca colgaba sobreellos. El suelo estaba cubierto dealfombras de Aubusson de diseñointrincado y, en una mesa ovalada quehabía en un rincón de la habitación, unsirviente robusto colocaba una tetera deplata y tazas de porcelana.

—Pensé que les apetecería una tazade chocolate caliente —dijo el marqués—; yo me he vuelto muy aficionado a él.

A Boehmer también le gustaba, perosabía que Bassenge nunca estaba muyinteresado en nada de comer o beber. Yase había acercado a los libros y ladeado

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la cabeza para leer los títulos.Boehmer aceptó una taza de

chocolate espeso y aromático y se lallevó hasta las cristaleras que dabanafuera, donde estaba todo negro bajo laimplacable oscuridad de la noche. Tuvoque acercar la cara al cristal yprotegerla con las manos para ver sureflejo.

Estaban en la parte superior de unade las torres, y afuera había una terrazade pizarra; más allá, consiguió distinguirlas cumbres de algunos robles muy altosy ancianos que se mecían en el viento.Detrás de los árboles había unacantilado escarpado que daba al Loira,

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el río más grande de Francia. Lasuperficie del agua brillaba débilmentebajo la luz de la luna, como una granserpiente negra extendida sobre la tierra.Boehmer imaginaba que la vista desdeallí mismo debía de ser espectacular dedía, pero en aquel momento eravertiginosa y extrañamente inquietante.

—¿No ha cargado con esa caja yademasiado tiempo? —le dijo el marquésa Bassenge, que, de hecho, aún lallevaba agarrada bajo el brazo.

Bassenge se apartó de los librospara acercarse al escritorio con patas degarra que había en el centro de la sala,de donde habían quitado un busto de

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Dante para hacer hueco. Boehmer miró asu compañero para asegurarse de queera el momento apropiado, y dijo:

—Ábralo, Paul.La caja tenía el tamaño de un tablero

de ajedrez y estaba sellada con seiscierres de latón. Cada uno emitió un clical abrirse, y Bassenge levantó la tapareluciente, metió la mano con tantadelicadeza como si estuviera cogiendoalgo vivo y sacó un collar de diamantesque emitía un brillo tan incomparableque podía competir con el impresionantecandelabro que tenían sobre suscabezas. Boehmer no se imaginaba unamejor manera de que las piedras

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capturaran y reflejaran la luz.Los dedos huesudos de Bassenge lo

sostenían en el aire por los extremos dela lazada superior —había tres en total—, con exactamente seiscientos cuarentay siete diamantes de los más perfectosde África, algunos grandes comoavellanas, seleccionados del inventariode vendedores de Amsterdam, Amberesy Zúrich. De dos mil ochocientosquilates y acentuados por lazos de sedaroja, era el collar más costoso,elaborado y único del mundo, una piezaque solo la realeza podía permitirseposeer o regalar.

Lo cual había sido su intención

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original. Boehmer y Bassenge lo habíancreado para Luis XV, como un regalopara su amante. Pero el rey había muertoantes de que estuviera terminado, antesde poder dárselo a madame Du Barry y,muy importante, antes de que lo pagaranadie… convirtiéndolo en la obramaestra más valiosa, pero también másdesamparada, de todo el mundo.

Boehmer vio cómo el marquésrecorría la pieza con la mirada,evaluándola, y se preguntó si estaría tansorprendido por el atrevimiento y laejecución de la obra como él esperaba.¿Le causaría tan buena impresión comopara recomendárselo a María Antonieta?

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¿La convencería para que ella mismacomprara el collar? Dos millones delibras francesas era demasiado, inclusopara la reina de Francia. Pero si no locompraba ella, ¿a quién más podríanesperar Boehmer y Bassengevendérselo?

—¿Queda algún diamante en elmundo? —dijo el marqués finalmente, yBoehmer sonrió.

—Ninguno que iguale la calidad deestos.

—¿Puedo? —dijo Sant’ Angelo.Lo cogió entre las manos y lo

sostuvo en el aire a la luz, girándolopara un lado y para el otro con suavidad,

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estudiando la manera en que sus milesde caras capturaban y reflejaban la luzde las velas. Boehmer vio que elmarqués llevaba un anillo sencillo deplata con el diseño de Medusa.Bassenge también debió de verlo.

—Como el del conde Cagliostro —le dijo a su compañero en voz baja.

—¿Qué es lo que dice del condeCagliostro? —dijo el marqués, con laatención aún concentrada en el collar.

—Está bastante de modaúltimamente en Versalles —dijoBoehmer.

—Eso me han dicho —contestó elmarqués con desdén.

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—Y lleva un medallón muy parecidoa su anillo —explicó Bassenge.

El marqués se detuvo, como sihubiera quedado congelado un instante,y acabó diciendo:

—¿Lo lleva actualmente?Boehmer asintió.—¿Saben?, yo mismo hice este

anillo.—Tengo entendido que su

excelencia era competente en nuestrooficio —dijo Boehmer, lo que no queríadecir que entendiera el porqué. ¿Unnoble que también era orfebre? Perotambién sentía el propio rey pasión porla cerrajería. ¿Quién podía entender sus

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rarezas?—¿Y dicen que se parece a esta

Medusa? —dijo Sant’ Angelo,sosteniendo con una mano el collar ycon la que portaba el anillo en alto paraque pudieran verlo desde más cerca.

—Sí, son idénticas, me atrevería aafirmar —dijo Boehmer.

—¿Con ojos de rubíes?—No —dijo Boehmer—, a menos

que se los hayan quitado. La verdad esque es bastante sencilla.

El rostro de Sant’ Angelo nodesvelaba expresión alguna, pero dejócuidadosamente el collar en la cajaforrada de terciopelo y les ofreció

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rellenarles las tazas de chocolate de latetera aún caliente.

—¿Por qué voy únicamente aescribir una carta? —dijo, sirviendootra taza a Boehmer—. Les acompañaréa Versalles mañana.

—¿Y hablará personalmente con lareina acerca del collar? —dijoBoehmer, contentísimo.

La venta podría realizarse y podríanrecuperar la fortuna invertida en la obramaestra.

—No puedo prometer nada —contestó el marqués—, pero claro quehablaré con ella sobre el collar.

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* * *

Aquella noche la pasó el marqués deSant’ Angelo andando de un lado paraotro, ansioso por que amaneciera. Sihubiera podido tirar del sol con suspropias manos, lo habría hecho.

Boehmer y Bassenge se habían ido ala cama, pero él se había quedado en lasala de los espejos, saliendo de vez encuando al balcón, donde el frío vientomecía las mangas de su camisa y lepeinaba hacia atrás el cabello moreno.Las ramas desnudas de los robleschirriaban como bisagras, y una manadade lobos que iba de cacería por las

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orillas del Loira aullaba a la luna. Elcielo estaba claro y las estrellastitilaban blancas y brillantes como losdiamantes del collar que le habíanenseñado horas antes.

Pero no era el collar lo que ocupabasus pensamientos. La reina sabía quehabía sido creado originalmente para surival, Du Barry, y por aquella razón, pormuy hermoso que fuera, nunca locompraría.

No, lo que ocupaba suspensamientos era La Medusa… queparecía estar adornando al mayorcharlatán de Francia, un hombre queafirmaba tener tres mil años. Un claro

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farsante que presumía de conocer lasabiduría del antiguo Egipto.

¿Cómo demonios se había hecho conél?

Y, ¿conocía —o había descubierto— su secreto?

Durante más de doscientos años, elmarqués de Sant’ Angelo —como élmismo se había titulado la noche queabandonó Florencia— había estadobuscando el espejo. Pero desde el día enque el duque de Castro se lo habíaarrancado del cuello para dárselo alpapa, este se había desvanecido de lafaz de la tierra sin dejar rastro. Susespías destinados al Vaticano no habían

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conseguido averiguar su paradero, y elmarqués, finalmente, había asumido que,como muchos otros tesoros papales ymuchas otras grandes obras suyas, lapieza había sido fundida odesmontada…, destruida por alguien quenunca habría podido imaginar el poderlatente que poseía.

Caterina —su modelo, su musa, suamor— lo había experimentado. Lohabía descubierto por casualidad… ypara gran desgracia suya. Pero, como lehabía confiado un criado del papa hacíaaños —ante la punta de la daga deCellini—, ella había muerto en unnaufragio mientras huía de los

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inquisidores del duque de Castro. Comoprueba de aquello, el hombre le habíaenseñado el manifiesto y la lista depasajeros del barco, que había partidode Cherburgo. Ella se había cambiado elnombre, pero Cellini había reconocidosin problema su peculiar letra, apenaslegible.

En su momento, habían circuladomuchos rumores sobre la destrucción delbarco.

Quizás el mar le había concedido labendición.

Había ocasiones en las que sepreguntaba si no habría estado muchomejor ocupando aquella tumba en la

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basílica de la Santísima Anunciación.Durmiendo allí, en silencio, hasta elsegundo Advenimiento.

Pero, ¿por qué motivo iba a creerque Cristo iba a volver? ¿Por quémotivo iba a creer en nada?

Un halcón con un roedor entre lasgarras se posó sobre una rama que sebalanceaba y se dispuso a devorar a supresa, que no paraba de chillar.

«Así funciona el mundo», pensó.Cualquier criatura viviente acababasiendo un banquete para otra. Y nuncanadie había visto más que él de aquelespectáculo espeluznante e interminable.

A lo largo de los siglos, había

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descubierto secretos que ningún otrohombre había conseguido conocer.Había ahondado más profundamente entemas arcanos que nadie, incluso que elsabio doctor Strozzi. Y había escapadoa la muerte un centenar de veces; pero,¿a qué precio?

Había descubierto que la vidaconocía sus propios límites. Cuando sedebía cortar el hilo, se cortaba… y todoel tiempo que seguía a ese momento noera más que una ley vacía sobre cosasque nunca deberían haber sucedido.

Oh, había vivido, pero cuando habíallegado a su periodo mortal —lossetenta, setenta y cinco, lo que Dios

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hubiera dispuesto—, su vida se habíaconvertido en una enorme mentira, comola de Cagliostro.

Se preguntaba si era aquello por loque siempre había albergado tal odiohacia aquel hombre.

Levantó las manos, aún retorcidas desus días como gran y elogiado artesano,y se preguntó adónde, precisamente, sehabía ido el genio. La noche en que elviejo mendigo había sido enterrado ensu tumba, parecía que sus dones tambiénhabían sido enterrados. Sabía esculpir ymoldear, pero no mejor que cualquieraprendiz básico lo habría hecho en sutienda, como cualquiera que tuviera diez

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dedos y dos ojos podría hacerlo. No eracapaz de crear obras dignas del artistaque había sido y, por aquello, con elpaso del tiempo, había desistido deseguir intentándolo. Era demasiadodoloroso, demasiado degradante,producir figuras que no poseyeran nadaque se acercara a la bellezatrascendente.

Pensaba que las aguas de laeternidad y la luz de la luna ancestral,aunadas en La Medusa, le aseguraban eldon que buscaba. Pero el regalo que leotorgaban era un recipiente vacío. Erauna vida sin utilidad y un destino sin unfinal certero. Se habría reído si no

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hubiera sido él al que habían engañado.

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Capítulo 21

Mientras el TGV llegaba a la estaciónde Lyon de París, David ayudaba aOlivia a levantarse de la cama.

—Tengo la cabeza como si mehubieran golpeado con un martillo —dijo a modo de queja.

Llevaron su equipaje hasta la puertay, al oír el soplido de las puertas alabrirse, él la ayudó a bajar al andénmientras miraba atento en todasdirecciones.

El hombre calvo y su cómplice, elque, sin duda, les había echado alguna

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droga en la bebida, debían de estar enalgún lugar entre la multitud que bajabadel tren y, hasta donde David sabía, aúntenían un trabajo entre manos.

David se había colgado el asa largadel maletín al cuello y, rodeándola porla cintura, dirigía a Olivia hasta laparada de taxis, donde se abrió paso aempujones hasta el principio de la filaalegando que su esposa necesitaba ir alhospital. Ya dentro del taxi, pidió alconductor que los llevara al Crillon,donde el tan eficiente agente de viajesde la señora Van Owen les habíaconcertado el alojamiento.

En el hotel, Olivia estaba lo

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suficientemente recuperada como parasortear sin problema la entrada y cruzarel pasillo silencioso hasta la fastuosasuite de dos habitaciones con vistas a laplaza de la Concordia. Antiguamenteconocida como la plaza de laRevolución, sus paredes habían estadoinundadas de sangre de la guillotina;Luis XVI y su reina, María Antonieta,habían sido decapitados, como otrosmiles de personas, solo a escasosmetros de allí.

—Necesito una ducha caliente —dijo Olivia— y servicio dehabitaciones.

—¿Qué quieres?

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—Para empezar, una docena dehuevos, bacón, cruasanes, queso, cafémuy fuerte y oscuro, y también unapistola.

—No creo que el menú incluyapistolas.

—Es solo para tener algo con quematarlos, por si vuelvo a ver a esos dos.

David pidió al servicio dehabitaciones y volvió a llamar a Gary asu móvil. Aquella vez sí le dio llamada,y aunque era media noche en Chicago,Gary sonó bastante despierto.

—Estaba pensando dejarte unmensaje —dijo David.

—No pasa nada, estoy despierto.

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—¿Dónde estás?—Ahora mismo, en el cuarto de

estar, viendo una peli antigua en el canalTCM.

—¿Cómo está ella?Gary hizo una pausa y dijo:—Bien, supongo. Tiene que ir a

diario al hospital por el tratamiento,pero al menos no vive allí. No tiene auna enfermera despertándola cada doshoras para tomarle otra muestra desangre.

—¿Cómo lo está llevando Emme?—Está feliz de que mamá esté en

casa. En cuanto a eso, yo también loestoy.

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—Ojalá pudiera estar allí paraayudar.

—Escucha, tú haz lo que tengas quehacer. Consigue ese ascenso. Yo temantendré informado. Pero a Sarah legusta saber que estás por ahí, yendo atodos esos sitios espectaculares. ¿Dóndeestás ahora?

—En París.—París —dijo Gary, y David se lo

imaginó perfectamente asintiendo conaprobación—. Se lo tengo que decir aSarah en cuanto se despierte.

—Le mandaré una postal —dijoDavid—, aunque espero estar de vueltaen casa antes de que llegue.

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—Eso estaría genial —contestóGary—. Emme ha estado practicandocon la Wii y creo que quiere darle unapaliza a su tío David con un juego detenis o ping-pong, o algo así.

—Dile que estoy listo para larevancha cuando quiera.

Al colgar, David se quedó mirandopor la ventana sintiendo la enormedistancia que lo separaba de su hermana,y sintiendo también una especie dedeseo de retirada y un fuerte magnetismohacia su hogar. Pero, ¿qué bien podríahacerle eso a ella? Lo que fuera quepudiera conseguir, tenía que hacerlo enaquel lugar.

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La puerta de la habitación se abrió ysalió Olivia con un albornoz de felpafrotándose el pelo con una toalla, justocuando llegaba el carrito del servicio dehabitaciones. Se sirvió una taza de cafécaliente antes incluso de probar lacomida, y preguntó:

—Así que, he estado pensándolo.¿Crees que esos dos hombres son losmismos que le dieron la paliza a Giorgioen mi apartamento?

David también había estadopensando en ello.

—Si no son los mismos, seguro queson buenos amigos.

Olivia empezó a destapar las

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bandejas plateadas y a inspeccionar loque había en los platos y en la cesta depan. Ya solo los aromas eranirresistibles.

—Yo también lo creo. ¿Café? —dijo, sirviéndole una taza a David.

Las solapas del albornoz se abrieronun poco, dejando al descubierto una pieltan suave como la mantequilla queestaba untándose en el pan. David tuvoque redirigir sus pensamientos.

—Lo siento mucho —dijofinalmente, mientras ella se lanzabahacia el plato de huevos con bacón sincontenerse en absoluto.

—¿El qué?

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Era delgada como una gacela, perocomía con el entusiasmo de un león.

—Por meterte en este lío —dijo él.—¿Qué quieres decir? ¿Por meterme

en este lío? ¿Cómo sabes —dijo ella,meneando una loncha de bacón crujienteen el aire— que este no es mi lío? —Sonaba algo indignada—. Fue en miapartamento donde entraron. Fue a miexnovio a quien le dieron una paliza.Quizás es a por mí a por quien van.

Curiosamente, David deseaba podercreerlo —al menos, lo absolvería detoda culpa—, pero sabía que no eracierto, y sabía que era hora de contarlela verdad. Si iba a ayudarlo en su

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búsqueda e iba a estar expuesta a lospeligros que pudieran surgir en elcamino, tenía que saber dónde se estabametiendo. Tenía que contárselo todo.

—La mujer que me ha dado eltrabajo —empezó— se llama Kathrynvan Owen.

Olivia escuchó atentamente lo que élsabía de ella. Nada de lo que le contóera muy difícil de aceptar o de entender.

—Pero ella cree —dijo finalmente,concluyendo— en el poder de LaMedusa.

—¿Cree que realmente puedeotorgar la inmortalidad? —dijo Olivia,con total naturalidad—. Eso me

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imaginaba.Olivia había leído La llave a la vida

eterna. Sabía cómo se había realizadoel espejo y con qué propósito, pero, aunasí, David se esperaba una reacciónalgo más chocada, extrañada por partede ella.

—¿Que te lo imaginabas?—Claro —dijo Olivia—. ¿Por qué

si no iba a meterse en todo este lío yestos gastos? —Hizo un gesto con elbrazo a la lujosa suite—. La verdaderapregunta es: ¿Lo crees tú?

Viéndose en aquel aprieto, Daviddudó.

Pero Olivia simplemente esperó, y

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al ver que no contestaba, lo entendió ydijo en un tono amable:

—¿Por qué?—Lo creo porque tengo que creerlo

—contestó finalmente.Al hablarle David de su hermana y

con la voz cada vez más afectada por laemoción, Olivia se levantó de la silla,rodeó la mesa y envolvió con sus brazosa David por los hombros. Olía a jabón ya cruasanes calientes.

—¿Recuerdas lo que te dije en elasiento trasero del taxi en Florencia? —preguntó ella.

David no supo en aquel momento aqué se refería.

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—Te dije que éramos iguales. Nohacemos las cosas por dinero, sino poramor. Y ahora —dijo— por fin sé laverdadera razón de tu búsqueda.

David sintió una enorme sensaciónde alivio pero, al mismo tiempo, seguíapreocupado por la seguridad de Olivia.

—Si quieres volver a Florencia yretomar tu vida normal…

Pero ella lo calló posándole losdedos en los labios.

—Escúchame —dijo ella—. Todolo que ha pasado, incluyendo a esos doshombres del tren de anoche, todo eso meha hecho sentirme… renovada.

—¿Renovada? —dijo David. Era lo

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último que esperaba escuchar—.¿Cómo?

—Toda mi vida —siguió ella,pasando lentamente desde el respaldarde la silla hasta su regazo de un modoprovocativo— la he pasado metida enmis libros, papeles y teorías. Hay vecesque me pregunto a mí misma: ¿quéimporta todo eso?, ¿quién se preocupapor mí? Pero ahora sé que la verdad síque importa. Ahora sé, ahora recuerdo,que hay personas que harán lo que seapor ocultarla.

—Pero lo intentarán otra vez.Olivia se encogió de hombros y,

sosteniéndole con una mano la barbilla,

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le dijo:—Déjalos. La verdad siempre acaba

saliendo.Pero, cuando David empezó a

negarse una vez más, ella añadió:—Si estás intentando deshacerte de

mí, no vas a conseguirlo. —Volvió aagarrarle la barbilla—. Así que, ¿vas aparar ya?

—Ya paro —dijo él, dándose porvencido.

—Bien —dijo ella rozando con suslabios los de él antes de volver a sulado de la mesa—. Ahora come algo.Tenemos que ir al Louvre; las joyasreales nos esperan.

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Capítulo 22

—¿Cómo de difícil fue? —dijoEscher, mientras se acercaban al patiocentral del Louvre—. Te haces llamardoctor, solo tienes que hacer una cosa, yni siquiera eres capaz de hacerlo bien.

Julius arrugó la cara como siacabara de comerse algo agrio.

—Pero sí lo hice bien —replicó,defendiéndose encarnizadamente—. Sila dosis hubiera sido más alta, sehabrían desplomado en el vagónrestaurante.

Escher estaba harto de discutir el

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asunto. No estaba acostumbrado a tratarcon aficionados.

—Quizás habría sido de ayuda —searriesgó a decir Julius— haber sabidode qué iba todo aquello. Primero mesacas de Florencia —si vuelvo, un turcova a intentar matarme— y ahora estoy enParís, yendo tras Dios sabe qué. ¿Hayalguna explicación para todo esto?

—Cuanto menos sepas, mejor vas aestar.

Escher sabía, por experiencia, loque molestaba que a uno le dijeran eso.

—Bueno, entonces tengo que estargenial, porque no tengo ni idea.

—Mantén eso así —dijo Escher— y

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espera aquí, sin que te vea nadie, hastaque yo te llame.

Se ajustó el sombrero alpino de pelode tejón y se sacó del bolsillo las gafasy la guía de la ciudad. Así parecía otrotípico turista alemán de pueblo queacababa de llegar al museo en unautobús turístico. Dejó a Jantzen de piejunto a la pirámide de cristal erigida enel patio delantero y se mezcló con lamultitud.

David Franco y esa amiga suya,Olivia Levi, estaban cruzando a todaprisa las puertas principales en aquelmismo momento.

Escher, sonriendo con benevolencia

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a los guardas de seguridad y a los demásturistas, pasó por el control de seguridady pagó su tique, manteniéndose a unadistancia segura de su presa. Davidllevaba el maldito maletín colgado alhombro y, aunque Escher esperaba quelos guardas lo obligaran a dejarlo enconsigna antes de pasar por eltorniquete, observó que estabamanteniendo con ellos una conversaciónen la que Olivia parecía ayudar.Llamaron a un superior y, después deechar un vistazo al contenido eintercambiar algunas palabras más,hablaron por el walkie-talkie, esperarony asintieron.

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Sacaron un rollo de cinta adhesiva yenvolvieron el maletín dos veces conuna misma tira de cinta, dejándoloperfectamente sellado. Luego, Eschervio cómo el guarda de seguridad semiraba el reloj, les señalaba la escaleraprincipal y luego la dirección a laizquierda. David y Olivia asintieronagradecidos antes de dar expresamentelas gracias, y se dirigieron hacia algoque Escher vio que se llamaba Galeríade Apolo. Consultó rápidamente su guíapara intentar averiguar por qué ibanhacia aquel sitio.

* * *

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Habían pasado varios años desde laúltima vez que David había estado en elLouvre, pero no se le había olvidado loinmenso que era. De estudiante,viajando con su beca Fulbright, podíapasar perfectamente un día entero allí,simplemente vagando de una galería oexposición a otra. Era posible hacer esodurante meses, y descubrir algo nuevocada vez.

Pero aquel día no había tiempo queperder. Tenía una cita en veinte minutoscon el director de artes decorativas delLouvre, un buen amigo, gracias a Dios,de la doctora Armbruster de laNewberry. La había llamado a su oficina

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la noche anterior, cuando aún era de díaen Chicago, y la doctora Armbruster lehabía asegurado que le allanaría elterreno.

—Si alguien sabe dónde puede estaresa Medusa, esa persona es GenevièveSolange. Ve a verla, y, ¡buena suerte!

Mientras tanto, tenía toda una sala deexposición que inspeccionar.

Aunque el museo estaba abarrotadode gente, como de costumbre, él y Oliviaconsiguieron abrirse paso entre lamultitud como si fueran un par debarracudas, subieron las enormesescaleras centrales y se dirigieron a unode los lugares más famosos del Louvre:

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la Galería de Apolo, decorada conopulencia, en la que estaban expuestaslas joyas de la corona francesa.

O lo que quedaba de ellas.Durante siglos, lo que había sido una

magnífica colección se había vistodiezmada a causa de los robos, laliquidación nacional total por incendio,abandono, un recorte tras otro y pura ydura desorganización, todo ello reflejode la propia historia turbulenta deFrancia. Empezando por la RevoluciónFrancesa en 1789, las joyas de la coronahabían sido la manzana de la discordiaentre monárquicos y revolucionarios,aristócratas y comuna, pretendientes,

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conspiradores y reyes. Incluso lascoronas imperiales que se usaban en lasceremonias de coronación en NotreDame de Reims desde que la catedral secompletó, a finales del siglo XIII, habíanvisto sus piedras preciosas sustituidaspor cristal coloreado. Era como si lanación temiera que las joyas realestuvieran una especie de poderesmísticos; que si se mantenían intactas, lamonarquía —que había sido eliminadadespiadadamente en el patíbulo de laguillotina— pudiera volver de entre losmuertos para reclamarlas.

Pero si La Medusa —legado a lafamilia real francesa— aún existía,

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aquel debía de ser su hogar.David y Olivia se separaron al

entrar, para poder estudiar los restos deltesoro que estaban dispuestos por lasala, y suficiente para encandilar tanto alojo como a la mente. Allí reposaba lacorona de oro de hojas de laurelencargada por Napoleón Bonaparte y,del Segundo Imperio francés, la fastuosatiara de la emperatriz Eugenia. Habíaadornos de diamantes y zafiros que solíallevar María Amalia, esposa del reyLuis Felipe, último rey de Francia, y unatiara con incrustaciones de esmeraldaspara la duquesa de Angulema, la únicadescendiente de Luis XVI y María

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Antonieta que había sobrevivido al bañode sangre de la Revolución (el herederoforzoso, el pequeño Luis Carlos, habíamuerto con solo diez años estando bajoel cuidado de la traidora AsambleaNacional). Había varios de losdiamantes más famosos e inestimablesdel mundo, incluido el Sancy con formade escudo, el Hortensia de colormelocotón, el Regente de tantas carasque, a lo largo de los años, habíaadornado de todo, desde el peinado deMaría Antonieta hasta la empuñadura dela espada de la coronación de Napoleón.

Pero no había nada que llevara elmotivo del escudo de Zeus. Y nada tan

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relativamente humilde como un pequeñoespejo de mano.

Al llegar al final de la galería,David y Olivia fueron rápidamente hastael ala Richelieu, donde se encontraba eldepartamento de artes decorativas.Cruzar aquellas puertas con un discretocartel fue como pasar de un siglo alsiguiente, de los excesos dorados de unpalacio —lo que había sido el Louvreoriginalmente— a un elegante complejode oficinas del siglo XXI con despachoscon ventanas que resplandecían ante laspantallas de los ordenadores. El demadame Solange estaba en un extremo ydaba a un patio interior. Los saludó

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amablemente.—Patricia y yo estudiamos juntas en

Cambridge —dijo, y David tardó unossegundos en darse cuenta de que hablabade la doctora Armbruster—. Me encantóvolver a saber de ella.

Mientras David y Olivia tomabanasiento en el extremo opuesto delescritorio, que estaba en perfecto orden,ella siguió diciendo:

—Y me ha dicho que tiene ustedalgo excepcional que enseñarme.

Extendió la mano hacia el maletín.—Exacto —contestó, acercándole el

maletín por encima del escritorio.Con dedos expertos y un cúter

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exacto, cortó el precinto y dejó queDavid prosiguiera. Este sacó concuidado la magnífica copia del bocetorojo y negro, y se la dejó delante.

—Se llama, como puede observar,La Medusa.

David comprobó, por cómo habíatomado aire, que estaba impresionadacon lo que estaba viendo. Se limpió lasgafas, se acercó al papel y estudió eldibujo. Finalmente, dijo:

—Es una belleza, pero veo que estásin firmar. ¿Sabe quién es el artista?

—Benvenuto Cellini —contestóDavid.

—¿Cellini? —dijo ella, sorprendida

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pero nada desdeñosa—. Y, ¿cómo losabe?

—Es lo que nos dijeron cuandollevaron a la Newberry el original y,desde entonces, lo hemos estudiado muya fondo, desde la escritura hasta el papely la tinta. Todos los resultados indicanque es auténtico.

Cogió el maletín y empezó aenseñarle los resultados del laboratorio,pero ella hizo un gesto con la mano paraque los apartara.

—Por ahora, confiaré en usted.Lo volvió a soltar en el escritorio,

retorciendo con las manosdespreocupadamente los extremos de la

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bufanda Hermès que llevaba al cuello.David se había fijado en que, en París,incluso los conservadores de museoeran muy chic.

—¿Era un boceto inicial del Perseode Florencia? —se preguntó ella en vozalta.

—No —dijo David, señalándole laimagen del reverso y las anotaciones—.Parece ser el diseño de un espejo demano pequeño. De plata, con acabado enniel.

Madame Solange frunció el ceño ydijo:

—No conozco nada igual hecho porCellini, ni por nadie de su taller.

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—Ni nosotros —agregó Olivia—,pero eso es por lo que estamos aquí.

—Hemos encontrado unosdocumentos en los archivos de losMedici que indican que la pieza fueentregada a la reina de Francia amediados del siglo XV —explicó David—. Necesitamos saber si podría formarparte de la colección del Louvre.

Madame Solange parecía muydudosa sobre aquello, pero se giró haciala pantalla del ordenador y concluyó:

—Tenemos una colección tanextensa que solo parte de ella se puedeexponer adecuadamente, pero voy acomprobarlo.

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Golpeando el teclado con los dedoscomo disparados, entró en lo queexplicó que era la base de datos Atlas.

—Si hay algo que encaja con esadescripción, Atlas nos lo dirá.

Con David rondando nervioso pordetrás de la silla y Olivia en el borde dela suya, primero introdujo Cellini, pero,aparte de las referencias a su estatuamás famosa, no encajaba nada. Luegoinsertó Medusa como palabra clave y,aunque salieron varios cientos deobjetos, desde urnas hasta monedas oaguamaniles, nada tenía que ver con unespejo o una pieza de joyería femenina.Cambiando a otra base de datos, con el

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absurdo nombre de LORIS/DORIS,introdujo de nuevo la información envarias configuraciones distintas, perosiguió sin dar con ningún resultadoexitoso.

Se echó hacia atrás en la silla y,apartando los dedos del teclado, dijo:

—No debo de ser la primera ensugerir esto, pero la pieza podríahaberse perdido en el tiempo. Incluso sila monarquía aún la tenía en su poder,podría haber sido robada en 1792,cuando saquearon el tesoro real.

—Pero atraparon a los ladrones,¿no? —dijo Olivia.

—Sí, los atraparon, pero antes de

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ser decapitados, uno de ellos, sellamaba Depeyron, si la memoria no mefalla, admitió que había escondidoalgunas piezas de oro y piedraspreciosas en un ático en el distrito deLes Halles. Pero una pieza como esa —añadió madame Solange tocando con losdedos el borde del boceto—seguramente no les habría resultado tanllamativa como para conservarla. Diceque solo era de plata y con acabado enniel. Lo habrían pasado por alto.

—¿Incluso con ojos de rubíes? —dijo David.

—No hay ningún rubí en este boceto.—Ya —dijo David—, pero en los

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registros de la Academia de Florenciase mencionaban.

—Ah, bueno, en ese caso cabe laposibilidad de que esté en la colecciónde mineralogía del museo parisino deHistoria Natural.

—¿Mineralogía?—En 1887, cuando el Gobierno

estaba temeroso de una insurrección delos bonapartistas, el ministro deFinanzas recibió órdenes de sacar asubasta cualquier pieza de las joyas dela corona que aún estuviera bajo sucontrol. Pero si algo se llegaba aconsiderar una piedra producida demanera natural, obtenía el indulto y se

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entregaba al Museo de Historia Natural.Tienen todo tipo de cosas, desdecristales para hipnotizar hasta algunosbroches de diamantes y perlas quepertenecían a María Antonieta. Hastadonde sé, los ojos de rubíes podríanhaber salvado a ese espejo. No es muyprobable, pero, de nuevo, ¿quién sabe?

David miró a Olivia, que se encogióde hombros como diciendo: «Merece lapena intentarlo».

—Pero déjeme mirar los registros—dijo la directora.

Después de unos minutos de teclearrápidamente, exhaló con disgusto y,David, mirando a la pantalla del

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ordenador, leyó en letra negrita:«Auncun résultat disponible pourl’instant».

—Siempre están con… ¿cómo sedice en los Estados Unidos?

—¿Dificultades técnicas?—Sí, eso será. Aún no tienen los

registros accesibles online. Le aconsejoque vaya mañana y pregunte por eldirector, el profesor Vernet.

—Tiene que ser hoy —dijo Davidmientras devolvía el boceto al maletín.

—Pero hoy están cerrados.—¿Podría llamarlo? —dijo—. Es

muy urgente.—¿Urgente? —dijo madame

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Solange perpleja.—Sé que la doctora Armbruster lo

agradecería muchísimo —dijo David—.Y yo también.

Temía haberla ofendido pero,después de una pausa, ultimó:

—Está bien. —Y cogió el teléfono—. Pero cuando lleguen allí, ¡díganleque ya es hora de que cuelgue susmalditos archivos y de que funcionen!

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Capítulo 23

—Por favor, dígale a madameSolange la próxima vez que la vea queestaré encantado de solucionar elproblema —declaró el profesor Vernetmientras encendía las luces del pórticode la Galería de Mineralogía yGeología.

Estaban de pie en una amplia entradade techos altos con falta de una buenalimpieza; una de las paredes estabaadornada con una enorme placa demadera con la lista del cuerpo degobierno en letras doradas.

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—De hecho, lo haré tan pronto comoel Louvre se desprenda de algunos desus fondos gubernamentales paradárselos a sus primos pobres, como porejemplo nosotros.

David tenía la sensación de quehabía topado con otra batalla territorialy decidió permanecer en silencio en vezde arriesgarse a decir algo equivocado.Milagrosamente, Olivia hizo lo mismo.Parecía que hubieran interrumpido al talprofesor Vernet en medio de una sesiónde picar piedra, a juzgar por el estadode una bata blanca de laboratorio quellevaba puesta encima de un trajearrugado. Además, un martillo le

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sobresalía de uno de los bolsillos, ytenía las mangas manchadas de polvo yarenilla. Como resultado de aquello,mantuvo sus dedos sucios alejados deldibujo, mientras David se lo enseñaba yle explicaba lo que estaban buscando.

—Es una obra realmente admirable—admitió—. Pero puedo decirles queno tenemos nada que se parezca ennuestras colecciones. Con o sin rubíes.

—Pero la base de datos no funciona,por el momento; ¿cómo puede estarseguro? Quizás Olivia y yo podríamosayudar a buscar —dijo Davidaventurándose, y temiendo, de nuevo,ofender a alguien, pero sabiendo que no

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tenía otra alternativa.—Ya lo he hecho.David sabía que aquello no podía

ser cierto. No se habían separado de éldesde que habían llegado al museo, yhasta aquel justo momento no le habíanenseñado el boceto de Cellini.

—Está todo aquí —dijo el profesor,girándose hacia ellos y señalándosehacia el peluquín poco convincente decolor cobrizo—. Y les puedo decir queno tenemos esa pieza.

Se adentró en la galería pocoiluminada, que estaba cerrada al públicoaquel día.

—Todo lo que conservamos de las

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joyas de la corona está expuesto en estasala —añadió, gesticulando hacia unamplio salón alargado, menos opulentoque el del Louvre, pero impresionantede todas formas.

Le hizo un gesto con la cabeza a unvigilante solitario, que encendió otratanda de luces, y, de repente, las vitrinascobraron vida y resplandecieron. En elcentro, bajo un foco de luz dirigidoúnicamente a ella, había una vitrina queacogía el incomparable zafiro Ruspoli,una piedra con forma de cubo y deciento treinta y cinco quilates que LuisXV había adquirido. Tenía el tamaño deun huevo de codorniz y poseía el azul

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más intenso que David había visto en suvida.

El profesor Vernet parecíasatisfecho ante la mirada de admiraciónde David y Olivia.

—A lo largo de los años, muchas delas piezas fueron recortadas para evitarsu identificación al ser vendidas. Pero,como pueden ver, esta no.

Después de concederles un momentopara admirar su belleza, el profesor sedirigió hacia otra vitrina mayor, dondeles enseñó una colección de broches,anillos y pulseras adornados con piedraspreciosas.

—Algunas de estas pertenecieron a

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María Antonieta, y otras, a las hermanasde Luis XV.

Al estudiarlas sobre sus tapetes deterciopelo, pulidas, brillantes ylustrosas, David se sintió abatido. Loque estaba buscando no encajaba enabsoluto con el estilo de todo aquello.¿Un espejo mate de plata con la formade la cabeza de Medusa? MaríaAntonieta habría usado un objeto asímenos incluso que un mondadientes demadera. Estaba empezando a pensar quehabía ido en la dirección equivocada yhabía llegado, finalmente, a un lóbregocallejón sin salida.

Pero Olivia, que había seguido

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andando por la galería, dijo de pronto:—Echa un vistazo a esto.El profesor miró en su dirección y

señaló:—Ah, los cristales. Mucho menos

valiosos pero, por supuesto, ejemplaresmaravillosos.

David fue hacia allí y lo primero quevio parecía una vitrina de un museo degeología del suroeste de los EstadosUnidos. Había cristales de cuarzoafilados y angulosos, y geodésicos decolor lavanda partidos como cantalupos,con las dos mitades expuestas para quese vieran desde arriba. David nocomprendía por qué Olivia se había

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mostrado tan interesada por aquello.Luego la entendió cuando vio el

letrero de la vitrina.Les possessions vous le non de

Comte Cagliostro, aussi connuGiuseppe Balsamo, environ 1786,«Posesiones personales del condeCagliostro, también conocido comoGiuseppe Balsamo, circa 1786».

—¿Saben algo sobre el condeCagliostro? —preguntó el profesorVernet.

—Sí —contestó David—, sí quesabemos.

Recordaba a la perfección el librodel conde sobre la masonería egipcia

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que Olivia había cogido de lasestanterías de la Laurenciana, y allíestaba de nuevo, justo en medio de todo.

—Pero, ¿cómo ha llegado todo estoaquí?

—El conde usaba estos cristales ensus demostraciones de hipnosis y magia.Pero cuando tuvo que dejar París,algunos se quedaron atrás.

—¿Por qué esa prisa?—Por el tema del collar de la reina

—interrumpió Olivia, y el profesorasintió.

David recordaba solo por encimaaquel episodio y el profesor parecíaencantado con la idea de poder ofrecer

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un resumen. Le daba la impresión de queel profesor, molesto al principio por laintrusión en su horario, había acogidocon entusiasmo a la bella y joven Olivia,y disfrutaba obsequiándola con sushistorias.

—Los joyeros oficiales de la corte,dos amigos llamados Boehmer yBassenge, habían realizado un collarincreíblemente caro y esperaban quemadame Du Barry, y después MaríaAntonieta, lo compraran. Pero ningunade las dos lo hizo. En su lugar, unaartista de confianza, una joven atractivallamada Jeanne de Valois de Lamotte,consiguió llevar a cabo una gran estafa.

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—La mayor de su tiempo —añadióOlivia.

—Convenció a un ilustre cardenal,uno que sabía que no tenía escrúpulos,de que se lo comprara. Él creyó que loestaba comprando en nombre de la reinay que esta se lo reembolsaría en secreto,pero la reina no sabía nada de aquellatransacción. Ni tampoco lo recibiónunca. En vez de eso, De Valois y suscómplices lo robaron, lo dividieron entrozos y lo vendieron. Y aunque MaríaAntonieta nunca tuvo en su poder elcollar —de hecho, había rechazadodeliberadamente comprarlo en variasocasiones—, la gente de Francia nunca

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la creyó. A menudo se hablaba de aquelcollar como otro ejemplo más de suextravagancia.

—¿Y el conde Cagliostro estuvoinvolucrado? —preguntó David,sintiéndose aún como un estudiante quese hubiera quedado atrás.

—Madame de Valois lo implicódeliberadamente en la conspiraciónporque sabía que era un gran favorito dela corte. La reina disfrutaba de sucompañía y lo había agasajadoespléndidamente en varias ocasiones enseñal de aprecio. Hubo un juicio, pero,tras varios meses en la Bastilla, elconde fue absuelto. Aun así, era

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consciente de que ya no era bienrecibido en Francia, así que abandonóParís al día siguiente.

—Y mira esto, aquí abajo —dijoOlivia.

Condujo a David hasta variosamuletos tallados con forma deescarabajos y otros símbolosextranjeros. Uno de ellos era unagárgola de ámbar que sonreíamaliciosamente.

—Sí, este era el tipo de cosas conlas que la reina le obsequiaba —explicóVernet—. Sabía de su gusto particularpor cualquier cosa de naturaleza exóticau oculta y creo que él mismo temía sacar

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de Francia alguna en concreto.—¿Sería posible que La Medusa

fuera uno de los obsequios que se dejóatrás en Francia? —dijo Olivia,especulando.

La verdad era que a David leparecía que el espejo podría haber sidomás del gusto del conde que de la reina.

—¿Y aquí están todas sus cosas, enestas vitrinas? —le preguntó David alprofesor.

El profesor se encogió de hombros ydijo:

—Todo, excepto algunos de suspapeles. Esos están guardados en losarchivos, en la siguiente puerta.

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—¿Podríamos verlos? —preguntóOlivia con entusiasmo.

El profesor, que parecía no podernegarle nada, se sacudió un poco depolvo del delantal y dijo:

—Una visitante tan joven yencantadora no veo por qué no podría.

David se sintió claramente fuera delugar, pero no le importó.

El profesor los guio hasta el exteriorde la galería y un gran pasillo queconectaba con un anexo, sin parar dehablar todo el rato.

—Tras salir de París, Cagliostrohuyó a Roma, lo cual resultó ser unamala decisión, puesto que el papa lo

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acusó de blasfemia, quemó sus libros ylo encarceló en el castillo deSant’Angelo.

—La antigua casa de Cellini —observó David.

—Desde allí, lo trasladaron a unaprisión incluso más remota, el castillode San Leo —añadió Vernet, mientraspasaban por el primer control deseguridad—, donde vivió cuatro añoshasta que, un día, uno de sus carceleroslo estranguló.

El profesor abrió una puerta deacero pegajosa y los condujo hasta unaescalera de caracol de metal. Debieronde bajar tres o cuatro niveles hasta que

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se detuvo y giró hacia una sala alargadacon luces en el techo.

Había estanterías que parecíaninterminables llenas de cajas apiladashasta donde le alcanzaba la vista aDavid, pero Vernet parecía saberexactamente adónde ir, abriéndose pasopor una hilera de estanterías, luegogirando hacia otra, hasta pararse frente auna caja marrón grande que había en unestante superior.

—¿Puedo pedirle que baje aquellade arriba? —dijo, y David lo hizocomplaciente.

Al hacerlo, salió una nube de polvo.—Y tráigala aquí —dijo Vernet,

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dirigiéndolos hasta una mesa igualmentesucia y rodeada de sillas de maderadesvencijadas.

David dejó caer la caja y el profesordijo:

—Cada día que Cagliostro pasabaen la cárcel, garabateaba, con una piedraafilada, una frase en la pared de sucalabozo. Napoleón, que también creíafervientemente en lo oculto, mandó a unode sus ayudantes a la celda donde habíamuerto Cagliostro con instrucciones decopiar todas las palabras y dibujos quehubiera. —Dio unos golpecitos sobre lacaja y dijo—: Me temo que aquí no hayningún amuleto, pero quizás la

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información les ayude en su búsqueda.David lo dudaba, pero a falta de otra

pista, estaba decidido a seguir aquellamisma. Y Olivia parecía realmenteeufórica.

—Normalmente, y lo entenderán, nose les permitiría trabajar aquí sinvigilancia —dijo Vernet, dirigiendo lamirada hacia un viejo reloj de pared quemarcaba, ruidosamente, un nuevo minuto—, pero tengo que terminar algo, y hoylos archivos están técnicamentecerrados.

—Tendremos mucho cuidado contodo —le aseguró Olivia— yvolveremos a colocar la caja donde

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estaba antes de irnos.Vernet aún estaba dudoso y añadió:—Si la señorita fuera tan amable de

pasar por mi despacho al irse, meencantaría saber cómo han ido las cosas.

—Encantada —dijo Oliviaenérgicamente.

Y David no pudo resistirse a decir:—Yo iré también.El profesor hizo como si no lo

hubiera oído, pero antes de que siquierahubiera girado la esquina, David yahabía levantado la tapa de la caja.Dentro había varias fundas de plástico,cada una con su etiqueta, muchas deellas amarillentas y casi despegadas.

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Olivia inspeccionó el interior de la caja,rebuscó; cogió finalmente una funda y sedejó caer en una silla al otro lado de lamesa. David cogió otra en la que se leía«Documents originaux, C. San Leo,1804». Aquellas debían de ser lasprimeras notas tomadas sobre campopor el emisario de Napoleón, y las sacócon la precaución que precisaban.

Escritas, o dibujadas, en un papelamarillento y arrugado como el papiro ycon tinta que se había difuminado desdeel color negro hasta el gris, las entradasapenas se podían leer y, por lo queDavid veía, eran ideas sueltasinconexas. Muchas de ellas eran

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símbolos tradicionales masónicos:martillos y mazos, ladrillos y paletas,pero otras eran burdas copias dejeroglíficos egipcios. Reconoció aAnubis, el dios del inframundo concabeza de chacal, y a Isis, diosa de lanaturaleza y la magia, coronada con loscuernos curvados de un toro. Elayudante los había copiado con destreza,al igual que las frases en italiano quehabía garabateadas en la pared.

«El ojo de la pirámide ve todas lascosas» era una de las frases.

«El maestro del castillo perdidoposee el secreto de todos los secretos»era otra.

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Para David, todo aquello no parecíamás que los desvaríos de un hombrerelegado a un calabozo.

Pero, de pronto, una de lasanotaciones lo hizo pararse en seco:

«La gorgona inmortal pertenece aSant’Angelo».

La gorgona… ¿podría referirse a LaMedusa? Y, ¿por qué diría quepertenecía a una prisión de la épocaromana? ¿Habría conservado Cagliostroel espejo cuando dejó Francia y huyó aRoma? ¿Se lo habría quitado el papa,junto con todas sus demás posesionesblasfemas? ¿O habría podido ocultarloallí, entre las paredes de la prisión,

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antes de que lo trasladaran a San Leo?David concentró toda su atención en lapila de bocetos y escritos —el enviadode Napoleón había hecho un trabajometiculoso— mientras indagaba enellos, por delante y por detrás, sinencontrar nada más que parecieraexplicar algo o fuera revelador.

Aun así, aquello era un comienzo, yhasta que no estuvo a punto de contarle aOlivia lo que había encontrado, no sedio cuenta de que estaba atípicamentecallada desde que había abierto la caja.

Cuando miró al otro lado de la mesa,vio que Olivia había sacado un sobrecon fotografías en blanco y negro, de

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unos veinte por veinticinco centímetros.Despacio, metódicamente, examinabacada una y luego la soltaba encima de lapila que tenía delante.

—Creo que he encontrado algo —dijo él, refiriéndose a la frase sobre lagorgona—. Parece que era algodemasiado importante para Cagliostro, yel copista no lo obvió.

Pero Olivia, aún absorta en su tarea,asintió distraídamente y dijo:

—Yo creo que también heencontrado algo.

David alargó la mano y giró hacia éluna de las fotos. Mostraba las ruinas deuna fortaleza, situada sobre un

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precipicio escarpado, y llevaba laleyenda de «San Leo». Así que allí eradonde Cagliostro había estadoencarcelado.

Giró otra fotografía y aquellamostraba una puerta baja de un calabozocon gruesos barrotes de hierro. Latercera fotografía estaba tomada en elinterior de la celda, en la que algunaspartes de la pared estabancompletamente desintegradas ydesmoronadas. Había agujeros losuficientemente grandes como para dejarver las vigas derruidas y los escombrosde la celda anexa.

—Algo me dice que el personal de

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Napoleón no hizo estas fotos Polaroid—dijo David—. ¿Quién fue?

—Dales la vuelta —contestó Olivia,dejando otra más en la pila.

David le dio la vuelta a la fotografíay vio un sello blanco borroso en la partetrasera: dos relámpagos con picos acada lado de las palabras Das SchwarzeKorps: «El cuerpo negro». Aquello nosignificaba nada para David.

—Das Schwarze Korps era elperiódico oficial de las SS, el portavozpersonal de Heinrich Himmler —explicó Olivia—. Era el lugar en el quese difundían las teorías raciales y lasbases ocultistas del régimen nazi. Según

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las fechas de este archivo, los nazisrecibieron permiso por parte delGobierno de Vichy para acceder a estosarchivos el día quince de junio de 1940.Justo un día después de tomar París. Unacosa hay que reconocerles: la hierba nocrecía bajo sus pies.

—Pero si estas fotos fueron tomadasen Italia, ¿cómo acabaron aquí, en losarchivos franceses? —preguntó David.

—Yo diría que el investigadorestaba recopilando aquí todo elexpediente. ¿Por qué no? Después detodo, esperaba que el Reich siguieraexistiendo y gobernando durante otrosmil años.

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—¿Quién lo hizo? ¿Himmler?—No, él estaba algo ocupado por

aquel entonces. Pero parece que mandóa su mano derecha.

Le enseñó una carta de un burócratafrancés en la que destituía sumariamenteal anterior administrador de losarchivos, monsieur Maurice Weinberg,que estaba firmada conjuntamente conletra minuciosa y apretada por el propioReichsführer. La carta designaba en sulugar a un profesor emérito de Filosofíay Teología de la Universidad deHeidelberg. Un hombre llamado DieterMainz.

Dieter Mainz; su nombre aparecía

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también en todas aquellas tarjetas depréstamo de la Laurenciana.

Olivia estaba como si hubieraencontrado oro.

—¡Lo sabía! —dijo—. Le estabansiguiendo el rastro al conde Cagliostro.

«¿Pero le seguían el rastro en buscad e La Medusa?», pensó David conhorror. «Y, ¿qué pasaba si lo habíanencontrado? ¿Qué pasaba si había sidouna diminuta parte más del saqueo quehabían llevado a cabo por toda Europa?Muchos de los tesoros expoliados porlos nazis habían sido destruidos durantela guerra, o se habían perdido. Y muchomás estaba aún bien escondido en

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cámaras secretas bajo alias y códigosolvidados, desde Bruselas hasta BuenosAires».

—Pero, ¿quieres saber ya la mejornoticia? —dijo Olivia.

—¿Qué? —No le venía mal unabuena noticia.

Ella le enseñó la mano llena depolvo de la caja y los papeles.

—Nadie más ha pasado por aquí enmucho tiempo.

Era un buen punto que tener encuenta, y estaba encantado de quehubiera sido ella quien se lo hubieramostrado. Era un camino que nadie anteshabía abierto, aunque, si llegaba a algún

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lugar o no, era aún una pregunta abierta.Cuando completaron la revisión de

todo lo demás que había en la caja, locual incluía algunos panfletos impresosen Francia que ensalzaban el poder de lamagia que Cagliostro había descubiertoen Egipto, la cerraron, la volvieron acolocar en su sitio y se dirigieron haciala oficina del director del museo.Parecía como si tiempo atrás hubierasido una gran sala de recitales, y teníaun escritorio en una parte y una granmesa llena de piedras, cinceles yherramientas en la otra. El profesorVernet estaba girando la palanca de untornillo de banco para apretar un objeto

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pesado cuando Olivia irrumpiódiciendo:

—Gracias por su ayuda.El profesor miró por encima del

hombro, giró la palanca una vez más ycontestó:

—Encantado de haber sido deayuda, mademoiselle.

David se dio cuenta de que no lequitaba los ojos de encima a Olivia.

Se sacudió los restos de roca de lasmanos, se quitó el delantal, y se ofreciópara acompañarla —se refería a ambos— hasta las puertas del museo. Fue todoel camino hablando con Olivia sobre sutrabajo, dónde había estudiado o si le

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gustaba París, mientras David losseguía. Ya en el pórtico, Vernet la cogióde la mano y, mientras le volvía aasegurar que podía consultarle cualquiercosa cada vez que quisiera —«¿le hedicho que vivo aquí cerca?»—, Davidmiraba despreocupadamente la placa delcuerpo de gobierno. Varias docenas denombres formaban la lista, sin seguir unorden concreto, y aunque la mayoría deellos no tenían ningún significado paraDavid, algunos eran famosos del mundode la política y las finanzas de Francia.

Y uno, en letras doradas hacia elfinal de la última columna, casi le hizocaerse de espaldas.

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—Perdone —dijo interrumpiendosin reparo una investigación sobre losplanes de cena de Olivia—, pero pareceque tienen a un tal monsieur DiSant’Angelo en su organismo.

—Sí, ¿y qué? —contestó Vernet,molesto por la interrupción de suatrevimiento—. Tiene el mejor ojo detodo el mundo para las piedraspreciosas. Solemos consultarle cuandollega a nosotros algo especialmenteraro.

—¿Vive aquí?—Oh, sí, en una enorme casa antigua

del distrito Dieciséis, en la calle deLongchamp, número 10. Lleva un

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negocio allí, pero solo mediante cita.¿Era posible?, pensaba David,

mientras se le agolpaban las ideas en lacabeza. Cuando Cagliostro había escritoque la gorgona pertenecía aSant’Angelo, ¿podría referirse a unapersona que se llamara así, y no a unlugar? ¿Se refería a un antepasado deaquel hombre en concreto? ¿Le habríadejado el conde al cuidado de LaMedusa cuando huyó de París parallevarle ventaja a la muchedumbre?

—¿Vive su familia aquí desde hacemucho tiempo? —preguntó David.

—Pues desde tan atrás en el tiempocomo llega la memoria. Mucho antes de

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la Revolución, eso seguro.—¿Y siempre han sido joyeros?—Es una forma de decirlo. Más

coleccionistas que proveedores. ¿Porqué lo pregunta?

—Por nada, simple curiosidad —dijo David, interviniendo para liberar lamano de Olivia de las garras de Vernet—. No sé cómo agradecerle su ayuda,pero de verdad que tenemos que irnos.

Olivia parecía aliviada trasrecuperar su libertad y dejó que Davidla condujera hasta la puerta de salida.

—Espere, si están interesados enCagliostro y sus prácticas —dijo elprofesor, en un último intento por que

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volvieran atrás—, les gustaría ver lasvarillas de hierro de Franz Mesmer.¡Las tenemos almacenadas!

—¡La próxima vez! —gritó David,mientras Olivia le decía adiós con lamano y bajaban a toda prisa losescalones del museo para exponerse alfrío anochecer.

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Capítulo 24

En algún lugar de los bosques deSologne, el marqués de Sant’Angeloestaba tan impaciente por el bajo ritmoque llevaban que hizo parar el carruaje yse cambió por el conductor. El cocheroiba recostado dentro del carruaje,mientras el marqués, envuelto en unabrigo con capucha hecho a partir de laspieles de los lobos que había cazado ensu finca, iba sentado arriba, haciendorestallar la fusta en las cabezas de suscuatro caballos negros.

Estaba decidido a llegar al palacio

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de Versalles a tiempo para ver a la reinaen la cena y asegurarse una audienciacon el conde Cagliostro. El otrocarruaje, el que transportaba a losjoyeros reales y su inestimable collar dediamantes, se había quedado atrás hacíaya mucho tiempo.

A medida que la luz se disipaba enel cielo invernal, el carruaje entró congran estruendo en la ciudad, que habíasurgido únicamente para cubrir lasnecesidades de la Corte Real, que nodejaba de expandirse. Los campesinosiban correteando bajo el frío invernal,cargando vagones con barriles de vino yruedas de queso. Se apartaron del

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camino de un salto cuando el marquésgiró el carruaje hacia la amplia avenidaque llegaba hasta el palacio, rodandopor encima de los parterres y terrazascubiertos de nieve y los campos denaranjos vacíos, y cruzando el puenteornamental sobre el Gran Canal. Elpalacio surgía a lo lejos, tras un inmensopatio delantero, como una gran tarta debodas blanca con columnas ycolumnatas. Ya había antorchas y velasencendidas en cientos de ventanas degente que se preparaba para los festejosde aquella noche.

Pero, en aquel momento, todas lasnoches había festejos.

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En una ocasión, años antes, elmarqués había pasado mucho tiempo enla corte, en compañía del rey y de suamante, madame Du Barry. Luis XV eraconocido por su libertinaje, pero almarqués le parecía sincero y divertido,e infinitamente preferible al rey actual ya su corte de aduladores y dandis. Laúnica razón por la que había pasadoalgún tiempo en Versalles en los últimostiempos era por visitar a la reina. MaríaAntonieta le había conmovido nada másverla por primera vez allí mismo, en1770.

L a delfina, como se la llamabaentonces, acababa de llegar como un

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paquete envuelto en papel de regalodirectamente de la corte de Austria: unaniña de catorce años, con rosas en lassuaves y blancas mejillas y una hermosamelena rubia. Era asustadiza como uncervatillo, con grandes ojos azules y unesbelto y largo cuello, y el marqués secompadeció de ella por su difícilsituación… una niña tímida queúnicamente se sentía cómoda hablandoalemán, entregada a una multitud defranceses que farfullaban, todos elloscompitiendo por una buena posición ypor el favor de la próxima reina deFrancia. Su futuro marido, el delfín dequince años, era un hosco gandul gordo

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en quien el marqués no habría confiadoni para que le limpiara los zapatos.

Y ahora era la mujer más famosa —y, en algunos círculos, vilipendiada—de Europa.

Cuando el marqués tiró de lasriendas y frenó a los caballos, que teníanlos bocados llenos de espuma, varioslibreas del establo se apresuraron aabrir las puertas del carruaje y elcochero salió a trompicones, señalandoal marqués e intentando enmendar laconfusión. Sant’Angelo se rio, bajó ydejó que los sirvientes aclararan lascosas entre ellos. Subió la inmensaescalinata dando grandes zancadas,

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entró en el palacio, que zumbaba comoun enjambre de ayudantes de cámara ydoncellas que corrían de un lado paraotro, y fue directo a los aposentos delbarón de Breteuil, ministro de la CasaReal.

—¡Necesito ver al ventero! —exclamó el marqués mientras irrumpíaen la sala, todavía llevando puestas laspieles de zorro, donde el barón estabaconsultando algo con unos hombres conpeinados elaborados—. ¡Quiero misaposentos habituales!

El barón se apartó de inmediato dedonde estaba y, dándole la mano aSant’Angelo, dijo:

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—Claro, claro, monsieur lemarquis, pero no le esperábamos. —Envoz más baja prosiguió—: Creía que losmessieurs Boehmer y Bassenge habíanido a verle al Château Perdu… porcierto asunto.

Breteuil sabía todo lo que hacía todoel mundo en todo momento.

—Y eso han hecho. De hecho, debende estar al llegar.

—Así que, ¿ha visto el collar?Sant’Angelo agitó la cabeza con

desdén.—Una pieza chillona que la reina

nunca se pondría, sobre todo sabiendoque, originalmente, se hizo con Du Barry

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en mente.Breteuil frunció el ceño y asintió,

como si aquello confirmara sus propiassospechas.

—Pero los joyeros eran tanpersistentes… —dijo el barón.

—En su lugar, yo también lo sería.Invirtieron una fortuna en esa pieza. Sivuelven a Versalles esta noche, no losponga en ningún lugar cerca de mí.

—Entiendo —dijo—. Y ordenaréque tenga sus aposentos listosinmediatamente.

—Bien —dijo el marqués, dándoleuna palmada en la espalda, en parteporque sinceramente apreciaba al barón,

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que también se preocupaba por la reina,y en parte porque sabía que aquellaconducta suponía una gran falta dedecoro en el elaborado protocolo de lacorte.

En ocasiones como aquella, echabade menos al rey anterior.

* * *

Para Luis XVI y María Antonieta, lavida en Versalles se vivía de manerapública. Desde que se despertaban porla mañana hasta que se retiraban por lanoche estaban acompañados, ayudados,aconsejados, mimados, halagados,

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servidos y observados. El marqués no seimaginaba vivir en tal espectáculo y nocreía que la joven Antonieta se lohubiera imaginado así. La vida en elpalacio real austriaco de Schönbrunnhabía sido, en cambio, sobria y solitaria.

En una de sus primeras tareas tras elmatrimonio en Versalles —unaceremonia increíblemente extravaganteque atrajo a seis mil de los ciudadanosmás ricos y prominentes de Francia— lahabían dirigido a sus aposentos privadosseguida de cerca aún por un círculosustancioso de sus criadas, incluida laprincesa de Lamballe, que se convertiríaen su confidente, y le habían mostrado

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las joyas reales. El marqués, en su papelinformal de árbitro de todo lo elegante yartístico, había sido admitido en aquelaugusto grupo y había observado cómocolocaban a aquella chiquilla —que seveía aún más pequeña con un vestido debrocados blancos con enormesmiriñaques a ambos lados— en una sillapara la ceremonia.

En Versalles, si Antonieta se quitabauna pestaña, aquello era una ceremonia.

Dos sirvientes de rodillas lepresentaron una cómoda de terciopelorojo de aproximadamente dos metros deancho y uno de alto, con varias docenasde cajones y compartimentos, todos

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forrados de seda de color azul pálido.El obsequio que había en su interior erainigualable y el marqués no pudo evitarcuadrarlo todo en su cabeza mientras ladelfina cogía y admiraba cada uno delos tesoros. Había pendientes deesmeraldas y collares de perlas quehabían pertenecido a Ana de Austria, laprincesa Habsburgo que se había casadocon Luis XII en 1615, un conjunto dediamantes, tiaras, broches, diademas yun par de pulseras de oro reciénelaboradas con las iniciales M. A.grabadas en los cierres con esmalte azul.El marqués incluso distinguió entre elinventario varias piezas que recordaba

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de Florencia, de hacía mucho tiempo,cuando adornaban a Catalina de Mediciantes de marcharse para convertirse enreina de Francia.

Pero cuando la delfina sacó unabanico doblado con incrustaciones dediamantes e intentó abrirlo, las hojaspermanecieron tenazmente cerradas.

La princesa de Lamballe intentóayudar, sacudiendo el abanico, pero notuvo mejor suerte.

Sant’Angelo sabía por qué: el joyeroparisino le había pedido consejo con eldiseño y el propio marqués le habíasugerido un cierre secreto,perfectamente oculto tras un círculo de

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diamantes blancos.—Erlauben Sie mich —dijo el

marqués, acercándose. «Permítame».La delfina se sonrojó ante el

repentino acercamiento y variascortesanas se retiraron impresionadas,pero cuando él cogió el abanico, abrióel cierre y, como cualquier mujercoqueta haría en la ópera, ladeó el codoy se abanicó con las hojas de seda, ladelfina rio espontáneamente, lo que diopermiso a las otras para reír también.Siguiendo con la broma, dijo, elevandola voz:

—Es ist unertraglich heiß hierdrinnen, denken Sie nicht? —«Hace

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muchísimo calor aquí, ¿no creen?».Y Antonieta le había sonreído,

agradecida no solo por su ligereza, sinopor el gusto que había mostrado por sulengua nativa. El marqués había pasadomuchos años en Prusia, y aún dominabala lengua.

—¿Me puede decir su nombre? —lepreguntó ella en alemán—. Creo que nonos han presentado.

—Este, madame, es el marqués deSant’Angelo —se apresuró a incluirsepara contestar el barón de Breteuil—.Un amigo italiano de la corte.

—Y también amigo suyo, espero —contestó el marqués. Aunque muchos de

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los presentes podían seguir lo básico dela conversación, el hecho de que fueraen alemán formó un vínculo especialentre ambos. Mirando a su alrededor alas damas presentes con exceso decolorete, Sant’Angelo se había acercadomás aún y había susurrado:

—¿Había visto antes tantas mejillasdel color de las manzanas? Esto pareceun huerto.

Antonieta se cubrió los labios paraevitar reírse. Era una costumbre en lacorte francesa ponerse colorete en lacara como se le aplica la imprimación auna pared, y el marqués imaginaba quela joven aún no se había acostumbrado a

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la imagen chillona de las mejillas decolor rojo vivo por todos lados. Lasmujeres de los mercados inclusotrataban de copiar el efecto utilizandopieles de uvas.

—Pero son los polvos —contestóella, en voz baja, yéndosele los ojosinstintivamente hacia una de las pelucasmás empolvadas— lo que me provocaganas de estornudar.

—Para eso es el abanico —dijo élagitándolo de nuevo antes de enseñarledónde estaba oculto el broche ydevolvérselo.

Él había tenido una hija, Madalena,en un lugar y un tiempo remotos, y la

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última vez que la había visto tendría máso menos la misma edad que MaríaAntonieta.

Pero aquella era otra vida y, comohabía aprendido a hacer con los años,cerró aquella puerta rápidamente.

Hubo más regalos, algunos de ellosdestinados a su séquito, como porejemplo un conjunto de porcelanaSèvres para la princesa Starhemberg.Cuando acabó la ceremonia, la delfinaextendió de nuevo la mano y, volviendoa utilizar el alemán por última vez, ledijo al marqués:

—Espero que seamos buenosamigos.

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—De eso estoy seguro, su alteza.—Y creo que me van a hacer falta

aquí.Era joven, pero quizás no tan

ingenua como él había pensado.En los siguientes quince años,

Antonieta había aprendido rápido,adaptándose a los ritos y rituales, lapompa y la solemnidad, y a la corte másrefinada de Europa. Él la había vistocrecer desde que era una niña delicadahasta que había llegado a ser una mujersegura de sí misma e incluso imperiosa.Y aquella noche, cuando la vio en elGrand Couvert —donde cenaban el rey yla reina bajo un esplendor solitario,

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mientras docenas de espectadores losobservaban—, la reina levantó lamirada por encima del salero de oro yesmalte y asintió en señal de saludo. Sisupiera que él mismo había realizadoaquel salero para el rey Francis enFointainebleu en 1543…

Haciéndole un gesto con la mano ala princesa de Lamballe, que estaba a sulado, le susurró algo al oído y, unmomento más tarde, la princesa llevó almarqués a un lado y le dijo:

—La reina le invita a reunirse conella en el Pequeño Trianón esta noche.El conde Cagliostro estará allí y creeque le gustará verlo.

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—Por supuesto que iré —dijo él.El Pequeño Trianón era el refugio

privado de la reina, un pequeño palacioaislado dentro del mismo terreno deVersalles donde nadie era admitido amenos que así lo ordenara la reina. Porlo tanto, las invitaciones a aquel salóneran increíblemente codiciadas y muydifíciles de conseguir; el marqués habíaoído que, incluso el rey, a pesar delhecho de que fue él quien se lo habíaentregado a ella, debía pedir permisopara cruzar sus puertas.

A las diez en punto, Sant’Angelo seacercó al palacio neoclásico, muchomenos recargado y extravagante que sus

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homólogos de estilo rococó, subió losescalones y cruzó varias habitacionespintadas de un distintivo tono azulgrisáceo apagado. Desde el Salon deCompagnie principal se oían un harpa yun clavicémbalo que interpretaban unacanción escrita por el compositorfavorito de la reina, Christoph WillibaldGluck. Supuso que era la propia reina,acompañada por un músico, quienestaba al frente.

Y, al entrar, comprobó que estaba enlo cierto. Antonieta estaba tocando elclavicémbalo, la princesa de Lamballeel harpa y alrededor de una docena demiembros de la nobleza estaban

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despatarrados en divanes tapizados ysillas doradas bebiendo coñac, jugandoa las cartas o divirtiéndose con uno delos numerosos gatos persa o perritos quehabía por la sala. El marqués, que habíavisto más cortes imperiales de las que lecorrespondían, nunca había conocidoninguna que incluyera tantas mascotas.Había un loro posado sobre la repisa dela chimenea, a salvo de cualquier daño,mientras un mono blanco con una grancorrea de piel exploraba la parteinferior de una consola de mármol.

El marqués esperó en el umbral aque la reina advirtiera su presencia,pero estaba tan concentrada en la música

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que no lo vio. Él reconoció a la condesade Noailles, señora de la Casa Real,sentada con su triste marido junto a unamesa de faro; la vivaz duquesa dePolignac estaba reclinada junto a unhombre corpulento con una levita (laslevitas se consideraban demasiadoinformales para la corte, pero en elTrianón se fomentaba su uso), y unoficial joven y gallardo llevaba ununiforme de la caballería suiza congalones dorados. Aquel era el condeAxel de Fersen, emisario de la cortefrancesa y, dicho por todos, el amante dela reina.

Cuando se acabó la pieza musical,

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María Antonieta levantó la mirada antelos aplausos y, al ver al marqués, sedirigió majestuosamente, comolevitando, hasta él. En Versalles, inclusola forma de caminar de las mujeres,rozando con los pies el suelo como siapenas estuvieran en contacto con él,estaba prescrita y era completamenteartificiosa.

Pero no había nada de falsedad en loafectuoso de su sonrisa.

—¡Qué sorpresa tan maravillosa hasido verle esta noche! —declaró—.Espero que pase muchos días connosotros.

—Aún no tengo planes hechos —

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contestó él.—¡Bien! Entonces los haré yo por

usted —dijo ella, cogiéndolo del brazoy presentándoselo a varios invitados queno conocía.

Solo allí, en el Pequeño Trianón,podía ser tan vigorosa e informal. Habíahecho de aquel lugar su refugio privado,un escape al protocolo agobiante y a laexposición pública del palacioprincipal; allí, incluso había dispuestoque los sirvientes se mantuvieran fuerade su vista, y en su tocador habíainstalado paneles que podían cerrarcompletamente las ventanas simplementehaciendo girar una manivela.

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—Mañana —le dijo al marqués—tendremos una carrera de trineos en elGran Canal, y luego una actuación en elteatro. ¡Lo organizaré todo! Y, estanoche, por supuesto, el conde Cagliostrodemostrará sus poderes de mesmerismoy de lectura de la mente.

—Esperaba que estuviera ya aquí.—Oh, siempre es muy misterioso —

dijo Antonieta—. Le gusta hacer unaentrada triunfal. Pero eso nos da tiempopara tocar algo juntos —dijo, llevándolojunto al clavicémbalo—. Siempretenemos aquí su flauta.

—Me temo que no he tocado muchoúltimamente —dijo el marqués recatado.

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Pero Antonieta, haciendo un mohín,dijo:

—¿Ni siquiera para mí?Cuando la reina de Francia hacía ese

comentario, no estaba nunca claro, nisiquiera dada su amistad, si era unapetición o una orden. Y, cuando sugirióque tocaran C’est mon ami, él supo queno admitiría una negativa por respuesta.La letra de la canción la había escrito elpoeta Jean-Pierre Claris de Florian,pero la música era una composiciónpropia de la reina, y estaba muyorgullosa de ella.

Se encontró con la flauta delante deél, ofrecida con una reverencia

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exagerada y una sonrisa traviesa por laprincesa de Lamballe; estaba seguro deque ella notaba su reticencia. La flautaen cuestión había sido un regalo deMaría Antonieta, una forma de animarloa ir al Trianón y acompañarla, y enaquel momento, mientras la reina seentregaba a la música entonando laspalabras en un claro contralto, no tuvomás elección que agachar la cabeza ytocar la melodía de memoria.

—C’est mon ami, rendez-moi —cantaba ella con la cabeza estirada—,j’ai son amour, Il a ma foi —repitiendoel refrán.

Llevaba un vestido camisero

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vaporoso de color melocotón sobre uncamisón de seda, sin miriñaque ni corsé,y en el pelo llevaba un simple penachode plumas de garza blanca con un brochede zafiro. Estaba más llenita y el labiode los Habsburgo, desafortunadamentegrueso y colgón, se había vuelto algomás pronunciado, pero su gracia y suporte no habían mermado en absoluto.Fersen, el conde suizo, la mirabaembelesado, y el marqués se alegró deque la reina hubiera encontrado aalguien que le proporcionara la pasiónque el rey, un hombre frío y desgarbado—con la misma mala reputación enasuntos de alcoba—, no podía darle; era

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parte del saber popular que tenía unadeformidad física que hacía que elencuentro sexual le resultara doloroso.

Nada más terminar la pieza, elaplauso fue instigado por unas palmadasdesde la entrada, donde había un hombrerobusto y moreno con ojos ardientes yperfilados. Llevaba el pelo morenohacia atrás con pomada, pero sin polvos,e iba vestido entero de negro, con unfrac de seda adornado con escarabajosde marfil blanco y broches de ámbar conforma de gárgolas.

La Medusa, colgada de una cadenade plata, pendía de su cuello.

En el mismo momento en que

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Sant’Angelo se quedó embobadomirando al espejo, el conde Cagliostroclavó su mirada en él. Fue como si dospredadores se hubieran cruzado en elcamino mientras cazaban y no supieransi seguir su rumbo o entrar en combate.

Los joyeros de la corte, sin embargo,estaban en lo cierto: aquella Medusa eraigual que la del anillo del marqués.

Y no llevaba los rubíes en los ojosde la versión que había hecho paraEleonora de Toledo.

Aquel, por lo tanto, era el espejoque poseía el poder, el que le habíarobado el papa siglos antes.Sant’Angelo no era capaz de imaginarse

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de qué manera tortuosa había llegado amanos de Cagliostro… pero sabía quelo reclamaría antes de que acabara lanoche.

—Me siento honrado —dijoCagliostro acercándose y haciendo unareverencia con la cabeza— de conocerleal fin.

Cuando volvió a levantar la mirada,lo hizo con una expresión conmovedora,pero penetrante, y Sant’Angelo supo queestaba manteniendo las distancias.

Al igual que estaba haciendo élcomo respuesta.

—Llevo oyendo hablar de usted enmuchos círculos muchísimo tiempo —

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prosiguió el conde, con un tono de vozque parecía puesto meloso apropósito… y difícil de ubicar. Habíaalgo de italiano en él, pero también unaentonación que parecía absolutamentedel este—. El ojo que tiene para lascosas bellas es por todos conocido.

El marqués no supo si se refería,indirectamente, a la propia reina o alfamoso collar de diamantes sin dueño.Sospechaba que la confusión formabaparte de la idea.

—Al igual que sus poderes en otrasesferas —añadió.

Sant’Angelo no tuvo dudas, sinembargo, de a lo que aquella última

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agudeza se refería. Había adquirido lafama, allá donde fuera a lo largo de losaños, de maestro de las artes oscuras.Nadie más, se decía, tendría la valentíade habitar en el famoso Château Perdu,ni habría podido adquirir tal riqueza yposición sin antepasados conocidos. Serumoreaba que el marqués podía leer lamente y adivinar el futuro. Era una famaque ni respaldaba ni disipaba.

—Y su fama, conde, realmente leprecede allá donde va —contestó elmarqués—. La reina me ha dicho quenos hará uno de sus trucos esta noche.

Una oleada de ira cruzó el rostro deCagliostro, pero pronto la disimuló.

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—Por supuesto que haré lo que lareina desea, pero los trucos soncompetencia de los magos.

—Oh —dijo Sant’Angelo—, teníauna impresión equivocada, siento muchosi le he ofendido.

—En absoluto. —Tocó con susdedos gruesos La Medusa que colgabade la cadena—. No puedo evitar pensarque parece intrigado por mi medallón.

—Lo estoy —contestó el marqués—.¿Dónde lo ha conseguido?

Notó cómo Cagliostro hacía cálculosrápidos.

—Fue un regalo —dijo finalmente—de su majestad.

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Aquella noticia sorprendió almarqués. ¿Cómo sabía nada de aquello?

—Se lo envió su santidad, el papaPío VI —continuó el conde, habiendodecidido, sin duda, que la verdad enaquel caso haría mucho más bien a suestatus que cualquier mentira—, al nacersu hijo, Luis Carlos. Para proteger a lamadre y al hijo contra el mal de ojo.

—Il malocchio —dijo Sant’Angelo.—Conoce a nuestros compatriotas

—contestó Cagliostro—. La reina lollevó en una recepción para el papa unanoche, como mero gesto de cortesía,pero tuvo unos sueños muydesagradables y me pidió que me

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deshiciera de él el día siguiente. Peroestaba tan perfectamente labrado que nopude hacerlo.

—Qué afortunado —contestó elmarqués.

—Aun así, la reina no tolera estetipo de supersticiones absurdas. Ya haencontrado una baratija casi idéntica enlas arcas reales, pero con ojos derubíes, y la ha fundido para hacerse unahebilla para el zapato. Los rubíes seconvirtieron en unos pendientes para unaamiga.

Que cualquier persona, incluso si setrataba de la reina de Francia, hiciera taluso de su trabajo le hacía hervir la

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sangre a Sant’Angelo.Y, como si Cagliostro supiera que

estaba irritando al marqués, levantó unamano lánguidamente hacia la princesa deLamballe y dijo:

—¿Ve? Lleva los pendientespuestos.

Sant’Angelo intentó que no se leintuyera ninguna emoción. Sabía queaquel era el destino de gran parte de suobra: desmontarla sin tener ni siquieraconsciencia de lo que se hacía odesvalijarla por sus partes valiosas.Pero descubrir que no uno, sino dos desus amuletos, habían acabado en elmismo sitio —uno de manos de los

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Medici y el otro de manos del papa— lohabía dejado completamente anonadado.Era como si las dos medusas sehubieran unido, a través del tiempo y elespacio, por una fuerza tan misteriosa,magnética e imparable como la de lasolas del mar. Magia; o más que magia.

Solo daba gracias a Dios de queaquella pieza hubiera sobrevivido.

Levantándolo por la cadena comopara evaluarlo, Cagliostro dijo:

—Se rumorea que tiene más dedoscientos años; de hecho, es obra deBenvenuto Cellini.

—¿Ah, sí? —contestó el marqués.Se había quitado a propósito el

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anillo idéntico y lo había dejado en elChâteau Perdu. Quería examinar la piezamás de cerca.

—No sabía que trabajara el nielado.—Cellini trabajaba cualquier forma

y tipo de acabado.«En eso tenía razón, pensó

Sant’Angelo; había puesto a prueba sushabilidades con todo. Pero sepreguntaba si el conde habría destapadoel secreto de La Medusa. Claro quehabría destapado el espejo, pero, ¿lehabría dado el uso correcto?Sant’Angelo se moría de ganas dearrancarle la pieza del cuello, pero noiba a empezar una gresca en el palacio

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de la reina».—Me alegro tanto de que se hayan

conocido —dijo la reina, acercándosecon su amante suizo, Fersen, a su lado—. No podría pensar en dos mejoreshombres talentosos para que se unieran anosotros esta noche.

—¿Dos? ¿No tres? —dijo Fersen,inclinándose hacia ella, que se rio y ledio unos golpecitos con el abanico.

—¿Recuerda —le dijo en voz bajaal marqués— cómo me enseñó amanejar adecuadamente esta arma?

Después de dejarse engatusar por DeLamballe y Polignac, el condeCagliostro accedió a mostrar algunos de

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sus poderes, adquiridos, o eso decía él,de los maestros ancestrales de Egipto yMalta cientos de años atrás. Pero nohacía más que alardear. Según se decía,afirmaba haber restaurado la bibliotecade Alejandría a instancia de su amiga,Cleopatra, y haber empuñado la dagaque mató a su consorte, Ptolomeo. Habíaviajado por toda Europa durante añosganando dinero y fundando logias parapromulgar la sabiduría perdida de lamasonería egipcia. Hasta donde elmarqués sabía, las logias estaban vacíasy los bolsillos del conde, llenos.

Complació entonces a los presentescon algunas de las típicas conjuraciones,

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haciendo aparecer imágenes en un vasode agua —el marqués sabía que estabanhechas con una reacción químicaconocida por cualquier alquimista quese precie— o el movimiento de plateríacon piedras magnetitas escondidas enlos puños del traje. Pero el plato fuerte,por lo que era conocido desde Varsoviahasta Londres, era uno de susespectáculos de mesmerismo. Paraprepararlo, pidió que atenuaran las lucesy que todo el mundo orientara sus sillasy cojines hacia él. Fersen se sentó a lospies de la reina junto con sus demásperritos falderos.

Cuando todo el mundo lo hizo y se

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apagaron las risitas nerviosas, pidióvoluntarios para el primer experimento ymadame Polignac levantó la mano conpresteza. Se adelantó, sonriendo, y sesentó en una silla que él había colocado.Cagliostro se irguió cuan alto era —elmarqués estaba convencido de que habíaaumentado su altura real con plataformasen las botas— y se quitócuidadosamente La Medusa del cuello.La levantó y la sostuvo en el aire.

Mientras los demás observaban ensilencio, le dio instrucciones a laprincesa de que atendiera únicamente alsonido de su voz y que miraraúnicamente al medallón que él hacía

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oscilar lentamente de un lado a otro, unay otra vez. Sant’Angelo había vistoexhibiciones parecidas en los salones deFranz Mesmer en Viena, y en cuestión deminutos, la fácilmente sugestionablejoven estaba bajo su domino.

—Se encuentra en un profundo sueño—entonó—, un profundo y confortantesueño… pero cuando le indique quedespierte, despertará y correrá a besaral hombre más viejo que vea en estasala.

Durante una décima de segundo, elmarqués se preguntó si iba a serdesenmascarado.

Pero cuando la duquesa salió del

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trance, miró alrededor, como si nosupiera qué había pasado, y corrió hastaun viejo burgués elegante, relacionadoremotamente con los Habsburgo y,rodeándole el cuello con los brazos, lobesó.

La sala estalló en risas y la duquesa,que se había sonrojado muchísimo, dioun paso atrás con la mano en los labios.El burgués extendió la manojuguetonamente, como pidiendo otrobeso, pero Cagliostro lo sacó delante detodos. El hombre se sentó en la silla quela duquesa había dejado libre y el condelo puso bajo su hechizo.

—Y cuando despierte —sugirió esta

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vez— se pondrá sobre una pierna ycacareará como un gallo cada vez que lareina toque el estribillo de «C’est monami».

Una oleada de alborozo acalladoinundó la sala y Cagliostro levantó undedo para silenciarlos. Hizo que elburgués recuperara la conciencia y dijocon voz lastimera:

—Lamentablemente, su voluntad esdemasiado fuerte para mí.

—Debí de habérselo dicho antes deque se tomara tantas molestias —dijo elviejo refunfuñando orgulloso.

—No he podido hacer nada paradominarla —dijo Cagliostro, mientras la

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reina corría hasta el clavicémbalo yempezaba a cantar el estribillo de«C’est mon ami».

No le había dado tiempo de sentarseen su propia silla cuando, de repente,levantó una pierna y empezó a gorjeard i c i e nd o quiquiriquí. Estaba tansorprendido de sus propios actos —¡ydelante de la reina!— que se tiró, rojocomo un tomate, en un sillón morado.

El marqués vio adónde quería llegarcon todo aquello: el conde iba ahipnotizar a todo el mundo a la vez yhacer algo para dejar prueba de que lohabía hecho, quitándoles y escondiendotodos los zapatos, por ejemplo. Mesmer,

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en una ocasión, les quitó a todos lasjoyas. No era más que un juego de salóny Sant’Angelo sabía que dependía de larenuncia a su voluntad que cada una delas personas de la sala estuvieradispuesta a hacer… un fenómeno quesabía que se podía extender con bastantefacilidad entre un grupo íntimo.

Y cuando, efectivamente, el condeles pidió a todos que le prestaranatención e insistió en que todossiguieran sus instrucciones al pie de laletra y que oyeran solo su voz, le siguióel juego y bajó los ojos, y luego lacabeza en el momento justo. Pero teníalas manos dobladas en el regazo, como

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una flecha, y sus pensamientos sedirigían directos como un estoque haciael conde.

De hecho, podía percibir ciertosigilo que denotaba duda en las palabrasde Cagliostro.

El marqués levantó los ojos eincluso en la oscuridad notó que elconde lo estaba observando.

«Sí, conozco todos los trucos queguardas en la maleta», pensóSant’Angelo.

Y, como un relámpago, le deslumbróuna idea en la cabeza. «¿Todos lostrucos?».

El marqués se tumbó hacia atrás en

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la silla, en estado de shock. Aquel talconde poseía unos poderes mayores delos que había imaginado, poderes queSant’Angelo creía que solo él poseía. Elmarqués no sabía nada sobre losmasones egipcios con los que Cagliostroafirmaba haber estudiado, pero eraobvio que había aprendido secretosincreíbles. Lo que Sant’Angelo habíaadivinado de la stregheria ancestral delas brujas sicilianas, el conde debía dehaberse imbuido de los sacerdotescoptos. Mientras las cabezas ibanbajando y los brazos colgabanlánguidamente por toda la sala,Sant’Angelo y su adversario estaban

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bien despiertos y con todas susfacultades centradas el uno en el otro.

«Pero desafías los poderes de losfaraones, amigo mío».

Para asombro de Sant’Angelo, lassombras de la habitación empezaron amoverse y tomar forma de pájaros —cuervos negros rollizos— que searremolinaban por las paredes y el techoantes de acabar concentrándoseinquietantemente. El respeto delmarqués hacia los poderes de Cagliostrose iba haciendo cada vez más fuertemientras se preparaba para un ataque.

El cual llegó en solo unos segundos.Formando una horda silenciosa con

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las alas extendidas y los picos abiertos,los cuervos fueron hacia abajo enpicado, y el marqués, instintivamente,levantó las manos para protegerse. Perose contuvo enseguida —si se dejaballevar por la ilusión, no haría más quefortalecerla— y dejó caer pausadamentelos brazos a ambos lados del cuerpo.

Si dejaba que su adversario alterarasu propia realidad, se convertiría en suesclavo.

Y Sant’Angelo no estaba dispuesto apermitir que aquello ocurriera.

El loro que estaba en la chimeneagraznó alarmado y el mono blancochilló. Los perritos ladraban con tonos

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agudos y salieron huyendo de lahabitación mientras la reina se revolvíaen la silla y Fersen farfullaba connerviosismo.

«Sé por lo que ha venido», prosiguióel conde.

El marqués se reprochó a sí mismohaber dejado sus deseos al descubierto.

«Así que debe de ser más valioso delo que creo».

Las velas de los candelabroschisporrotearon y algunas de ellasincluso llegaron a apagarse al entrar enla sala una pequeña corriente de airedesde el jardín y mover las cortinas.

«Vaya, cómo había subestimado a su

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oponente», pensó Sant’Angelo.Pero también lo había hecho el

conde.El marqués respiró hondo para

calmarse y concentró la mente. Podíasentir cómo Cagliostro trataba deabatirlo de nuevo pero, ya al tanto de lashabilidades del conde, Sant’Angelologró ahuyentarlo. Se imaginaba a símismo cómodamente instalado, rodeado,e incluso protegido, entre los altosmuros del Château Perdu.

Otra corriente de aire irrumpió en ellugar y arrastró con ella la partiturasujeta al clavicémbalo.

Entonces, el marqués conjuró a un

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águila con sus amplias alas yafiladísimas garras desplegadas paraque volara entre la bandada de cuervossembrando la confusión entre ellos. Loscuervos se dispersaron, algunos cayeronen picado desde arriba con las alas rotasy desplumados, y otros desaparecieron.

Si lo que quería Cagliostro era unabatalla de conjuraciones, el marqués sela proporcionaría de todas todas.

Pero aunque su águila causóestragos, otra figura aún más siniestraapareció en la pared para desafiarla.Tenía el tamaño y la forma de unhombre, pero con el hocico largo y lasorejas puntiagudas de un chacal.

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Sant’Angelo lo reconocióinmediatamente.

Era Anubis, el ancestral dios egipciode la muerte, que se elevaba como unángel vengador.

La criatura se expandió ante susojos, extendiendo el hocico hasta eltecho, con las fauces abiertas y losdientes recortados como el bordeirregular de una sierra…

Entonces, incluso Sant’Angelo sintióun escalofrío repentino. «Resiste», sedijo a sí mismo.

Las garras de la criatura parecíanextenderse por las paredes y las largasuñas arañar la chimenea y los marcos de

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las ventanas.«Por muy aterradora que sea, no es

más que una ilusión».Pero entonces, incluso para asombro

del marqués, las garras del monstruodejaron caer un jarrón de la repisa de lachimenea. Se hizo añicos en el suelo y lapropia Antonieta gimoteó aterrada.

«Dios mío», pensó. Cagliostro era elenemigo más temible al que se habíaenfrentado.

Notó cómo se le estremecía la nucaante lo que parecía el aliento ardientedel chacal, e incluso creyó notar lasaliva gotear por las fauces llenas debabas.

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«¿Te rindes?», oyó la voz del conderetumbar como desde el fondo de unpozo. «¿Doblegas tu voluntad ante lamía?».

Y, en respuesta a aquello —¿de quéservían las palabras?—, Sant’Angeloconjuró a un león enorme y feroz querugía con rabia. Surgió del suelo y fuetomando forma a medida que se elevaba,con la melena erizada, tratando de atacarcon sus fauces irregulares al chacal, quemantenía la cabeza erguida.

Un temblor retumbó por el suelo deparqué y la princesa de Lamballe, aúnen trance, se desplomó en el suelo.

El león se elevó sobre sus patas

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traseras rugiendo, y el chacal empezó aretroceder.

Al levantar la mirada, Sant’Angelovio al conde echarse hacia atrás, con elnorte perdido y la confianza debilitada.La Medusa pendía lánguidamente de sumano.

Pero, lejos de relajarse, el marquésinsistió sobre su ventaja.

«De rodillas», ordenó. Dio forma asus ideas como si fueran balas y lasdisparó directamente a la mente de suoponente. «¡He dicho de rodillas!».

El conde se tambaleó y cayólentamente al suelo, con su propiavoluntad rota en aquella ocasión. La

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sombra de Anubis se redujo hastaquedar del tamaño de una rata… y saliócorriendo.

«Y escucha, únicamente, mi voz».Lanzó las palabras como otra ráfaga.

Cagliostro sacudió la cabeza, comotratando de librarse de un dolorpunzante.

«¡Abajo!», insistió el marqués.«¡Abajo!».

Y el conde cayó desplomado en elsuelo.

Sant’Angelo se levantó de la silla y,abriéndose camino entre los durmientesatormentados, se colocó de pie delantedel conde. Cagliostro se presionaba las

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sienes con las manos, como si le fuera aestallar la cabeza en cualquier momento;con un toque más, bien dirigido, podríapartirlo en dos como a un cristal decuarzo. Cagliostro se quejabaagónicamente.

La Medusa yacía en el suelo junto aél.

Sant’Angelo se agachó, la cogió y laagarró firmemente con el puño cerradocomo si nunca fuera a dejarla salir deallí.

«Nunca, jamás, olvidarás quién tevenció esta noche, conde».

El conde se retorcía y golpeaba conlas botas el suelo de madera. El mono

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blanco, gritando de horror, intentó salircorriendo, pero Sant’Angelo lo agarróde la correa y le dio varias vueltasalrededor del cuello de su enemigopostrado.

«Pero nunca podrás hablar de ello».Sant’Angelo sabía que la mente se le ibaa pudrir desde dentro como si fueramadera infestada de termitas.

Volviéndose hacia la reina y susinvitados, que seguían bajo los efectosdel mesmerismo, el marqués les dioinstrucciones de despertar únicamente aloír el sonido del reloj. Eso significabasolo un minuto antes de la medianoche.

Luego cogió su abrigo de piel de

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lobo y se marchó. Iba a mitad de caminohacia la puerta del Trianón cuando oyó—además de los gritos del mono y elgorjeo del loro— la conmoción de lareina y sus invitados al ir saliendo deltrance. Hubo gritos de júbilo nerviosos,risas estridentes y murmullos de vocessorprendidas y en estado de shock.

Pero se preguntaba, no sin ciertasatisfacción, qué habrían hecho al ver almago postrado con un mono gritandoatado al cuello.

No miró atrás. No había razónalguna para hacerlo. Con el sonido desus botas retumbando en las piedras,dirigió la mirada hacia La Medusa, que

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había perdido tiempo atrás, pero queahora sostenía con fuerza en su mano; sesintió más en paz de lo que se habíasentido en siglos.

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Capítulo 25

Al girar la esquina de la calle deLongchamp, David y Olivia sedetuvieron. A un lado de la calle, habíaun gran parque con un letrero en el quese anunciaban barcas para el lago ypuestos de comida. Y, al otro lado, lasfachadas inmaculadas y perfectamentealineadas de una fila de casaunifamiliares del siglo XII, de tres ocuatro pisos de altura, con tejadosabuhardillados azules. En varias deellas se veía luz a través de lasventanas, revelando interiores lujosos

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como joyeros. Parecía que había unafiesta en una de ellas, con una mujer conun vestido descubierto por la espaldariéndose y bebiendo de una copa dechampán.

Pero en la dirección que Davidbuscaba, la última casa de la hilera, noparecía haber vida. Estaba rodeada poruna verja negra de hierro forjado queenmarcaba un jardín y un pórtico. Traslas ventanas solo había oscuridad y lascortinas estaban corridas. Aunque lehabría costado decir el porqué, la casade piedra caliza blanca desprendíacierto aire intimidante, como si sedistanciara a propósito de las demás.

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Había cámaras de seguridaddiscretamente colocadas a ambosextremos de la verja, y otra más sobre lapuerta de entrada. Un foco brillante, alparecer sensible al movimiento, seencendió cuando David se aproximópara examinar de cerca la pequeña placadorada que decía «L’Antiquaire.Consultations privées avec rendez-vousseulement», «Anticuario. Consultasprivadas solo bajo cita previa».

Eran las siete y David levantó elpesado llamador con forma de garra deleón y golpeó tres veces. En el interior,oyó resonar el eco de los golpes en unvestíbulo vacío.

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Esperaron alrededor de un minutohasta que Olivia llamó también alportero automático con interfono.

David tenía la clara impresión deque los estaban observando, y levantó lavista hacia las impasibles lentes de lacámara con una diminuta luz rojaparpadeante. Levantó una mano paradejar claro que lo sabía.

Se oyó un clic en el interfono y unavoz bronca dijo: «Que voulez-vous?»,«¿Qué quieren?».

—Nos gustaría ver al marqués deSant’Angelo —contestó Oliviainclinándose hacia adelante, con unfrancés mucho mejor que el que hablaba

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David—. Es importante.—No está en casa.—¿Cuándo volverá? —preguntó

David, dándose cuenta de que, con losabrigos desaliñados y los vaqueros quellevaban puestos, tendrían mucha peorpinta que los posibles clientes privadosdel marqués—. Podemos esperar.

Hubo una pausa, el sonido de unapesada cerradura al girarse, y la puertase abrió. Un hombre con cara de pocosamigos, de unos treinta años, los miróinstigadoramente.

—¿Qué quieren de él? —dijo conreservas.

—Una consulta —contestó David.

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—¿Sobre?—Eso no le concierne a usted —

interrumpió Olivia—. Tenemos asuntosserios que tratar.

El hombre parecía indiferente. Dehecho, parecía estar a punto de ir acerrarles la puerta en las narices, asíque David corrió a detenerlo.

—Estamos buscando una reliquia dela que creemos que el marqués puedesaber algo.

—Él sabe de muchas cosas —dijo elhombre, cerrando más la puerta porsegundos.

—Data del Renacimiento —soltóDavid—. De Florencia probablemente,

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y es un espejo.Aunque el hombre no pronunció

palabra alguna, la puerta dejó decerrarse. David percibió que dudabasobre qué hacer.

—Vuelvan mañana —dijo.Y la puerta se cerró, aunque David

estaba convencido de que todavíaestaban siendo observados.

—Estoy helada —dijo Olivia, dandopataditas en el suelo—. Había unrestaurante en el bulevar. Vamos acomer algo.

Se sentaron en una mesa junto a laventana que tenía vistas al parque ypidieron unos sándwiches calientes y

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café. Las ramas desnudas de los árbolesde enfrente se doblaban y balanceabancon el viento; el aire olía a lluvia. Solohabía algunos clientes más, envueltos ensus abrigos, tratando de quitarse el fríode los huesos. Pero David estaba másoptimista de lo que se había sentido ensemanas; pensaba que podía estaracercándose al fin, y la reacción deaquel hombre en la puerta soloreafirmaba su idea.

Por su parte, Olivia estabaencantada de que, siguiéndole la pista aCagliostro, hubiera dado de nuevo conel rastro de Dieter Mainz, y en aquelmomento estaba recitando más teorías

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descabelladas acerca del Tercer Reich.—En 1937, un ingeniero

especializado en cohetes, Willy Ley, seseparó de algo llamado la Sociedad Vrily tuvo el valor de hablar en público desus objetivos.

—¿Qué eran? —dijo David, enrealidad escuchando a medias.

No podía quitarse de la cabezaconocer al anticuario Sant’Angelo, ydesvió la mirada desde su propio reflejoen el cristal de la ventana para observarcómo la noche se hacía cada vez másinclemente. Un hombre más bienpequeño con una chaqueta gruesa y unsombrero calado se estaba encendiendo

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un cigarrillo en la boca del metro, alotro lado de la calle.

—Los miembros de la Sociedad —yla mayoría de los altos mandos nazis,incluyendo al Führer, eran en definitivamiembros— creían que persiguiendo elconocimiento esotérico y las enseñanzasancestrales, conseguirían despertar suvril latente.

—¿Su qué?—En realidad, es una palabra que no

significa nada, inventada por EdwardBulwer-Lytton para una historia deciencia ficción. El vril era,supuestamente, una esencia en la sangre,un poder místico que podía asegurarles

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la inmortalidad virtual.El camarero les llevó más café, les

preguntó si querían ver la selección depastelitos y, cuando David volvió amirar por la ventana, se sorprendió alver que el hombre del cigarrillo estabade pie justo delante de ellos, al otrolado del cristal, examinándolos como sifueran peces en un acuario.

Y que le zurcieran si no era elmismo hombre que había adulterado susbebidas en el tren.

—¡No me lo puedo creer! —dijoOlivia al verlo allí.

Y ninguno de los dos podíacreérselo cuando el hombre tiró con

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total indiferencia el cigarrilloencendido, entró en el bistró y, como sifueran viejos amigos, cogió una sillapara sentarse con ellos.

David pensó que Olivia iba aquitarle el tenedor y tratar de clavárseloy le puso la mano sobre el brazo paracalmarla.

—No creo que esperaran verme denuevo —dijo el hombre, quitándose elsombrero y pidiendo un vaso de vinotinto de la casa.

El pelo rizado lo tenía aplastado enla zona de la copa del sombrero.

—No, no puedo decir que loesperara —dijo David, colocando

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automáticamente la muñeca alrededordel asa del maletín.

—Pero para su tranquilidad, notraigo aguardiente para ustedes estanoche. De hecho —dijo, cogiendo elvino de la bandeja del camarero—, estavez me gustaría que siguieran unconsejo.

Dio un sorbo al vino, mientrasOlivia lo fulminaba con la mirada yDavid se preguntaba por qué demonioscreería aquel hombre que iban a tomaren serio ningún consejo suyo.

—Siento mucho lo que ocurrió en eltren —dijo—. Soy médico, y…

—Pensé que vendía material médico

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—dijo David interrumpiéndolo.—En cierto sentido, sí. Pero soy

médico y, como tal, he jurado hacer elbien a las personas, no herirlas. Sé quellevan algo muy valioso —dijo,haciendo un gesto con la cabeza hacia elmaletín—, pero no me han dicho lo quees. La verdad, no me importa. Pero aotra gente sí que le importa, y mucho, yya han conocido a alguno de sus…empleados.

—¿Su amigo el del cuchillo?Por si le quedaba alguna duda de

aquella noche confusa en el tren, habíaencontrado las hendiduras en su bolsa delona al deshacer la maleta en el Crillon.

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—Sí —respondió—, pero hay otros.El autoproclamado médico dio otro

sorbo al vino mientras David y Oliviaesperaban.

—Mi consejo, y les digo esto aún ariesgo de ponerme en peligro, es queabandonen su búsqueda inmediatamente,hagan las maletas y se vayan a casa.Vivan una vida larga y saludable.Olviden todo lo que creen que sabenporque, créanme, no saben nada.

—Entonces, ¿qué hace usted aquí?—preguntó David—. Si sabemos tanpoco, ¿por qué se molestaría nadie enperseguirnos?

El doctor suspiró, como si estuviera

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cansado de intentar explicarse.—Porque son como una pareja de

niños patosos jugando con una pistolacargada.

Olivia se mostró molesta.—No soy ninguna niña.—Y cuando una pistola se dispara

—prosiguió el doctor— no se sabequién puede resultar herido.

—Pues díganos quiénes son esaspersonas —pidió David—, y qué es loque quieren.

—Son personas que llevan jugando aeste juego mucho más tiempo queustedes dos. No tienen escrúpulos nireservas morales acerca de nada, y

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hacen sus propias reglas. No importa loque quieran, siempre lo conseguirán. —Se terminó el vino de un gran sorbo y selevantó empujando hacia atrás la silla—. Eso es todo lo que deben saber —dijo, tirando suficiente dinero en la mesacomo para pagar la cuenta completa—.No digan que no se lo advirtieron.

Olivia lo agarró de la manga y lepreguntó:

—¿Por qué nos cuenta todo esto?—Porque no puedo mancharme más

las manos de sangre.Con aquello, se marchó, y David

observó cómo el doctor salíadiscretamente de la cafetería, esperaba a

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que pasara un taxi viejo y oxidado ysalía corriendo para meterse en la bocade metro.

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Capítulo 26

«Creo que esta es la segunda vez queveo viejo taxi», pensó Julius mientrasesperaba en el andén. Y allí también viouna pareja sospechosa de pasajeros, unode ellos con una bolsa de comestiblesdemasiado típica, con una baguette depan sobresaliendo de ella. Julius esperóa que el tren parara con su característicozumbido, se subió y, justo cuando laspuertas se estaban cerrando, volvió asalir rápidamente. Pero nadie más saliótras él.

Acababa de correr un gran riesgo en

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la cafetería. Si en algún momentollegaba a oídos de Escher o, Dios no loquisiera, de Emil Rigaud, desapareceríade la faz de la tierra como lo habíanhecho los turcos. Nadie podía borrar delmapa a un emisario de Rigaud sin que,al final, se le pidieran cuentas por ello.

«Pero al diablo con todos ellos»,pensó mientras caminaba por el andén.«Al diablo con toda la organización».Se había visto involucrado poco a poco,su carrera destruida y su reputacióndeshecha. Y todo aquello, ¿al serviciode qué? Ni siquiera recordaba cómoRigaud y Linz habían conseguido darlegato por liebre. Rituales de purificación

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de la sangre, una esencia misteriosallamada vril, rejuvenecimiento infinitode las células… Por no hablar de lapromesa de indescriptibles riquezas y elreconocimiento universal como elmédico que había conseguido todoaquello. Locura, pura locura. Y lo únicoque podía decir en defensa de sus actosera que no había sido él mismo. Habíahecho demasiadas recetas paramuchísimas drogas potentes, pero aunasí… ¿adónde había llegado? Unhombre de talento, reducido a perseguira una pareja de académicos sumamenteingenuos que paseabandespreocupadamente por un auténtico

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campo de minas. ¡Qué desperdicio!Llegó un tren a la otra vía, pero

después de partir el andén volvió aquedarse vacío. Julius miró a sualrededor, pero las únicas personas queesperaban eran dos mujeres musulmanascon sus pañuelos ajustados alrededordel pelo. «Europa estaba cambiando»,pensó. Quizás debería plantearseemigrar. En la pared, había un cartel queanunciaba viajes a Nueva Zelanda.¿Sería eso lo suficientemente lejos comopara escapar de su pasado?

Cuando llegó el siguiente tren, subióa él y agradeció el calor del interior,pero sin dejar de estar vigilante. Desde

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que Escher había aparecido en su puerta,había tenido que estar pendiente de todo,mirando todo el rato por encima de suhombro. Pero después de todos losasesinatos, la brutalidad y los engañosde la semana anterior, por fin habíahecho algo para expiar su culpa. Habíapuesto algo en el otro lado de labalanza. No estaba seguro de si leshabía hecho entender el mensaje. Lachica era combativa, de eso se habíadado cuenta, y el hombre, a pesar de lasgafas y el aspecto de intelectual, parecíatener una misión que cumplir. Unamisión, pensaba Julius, que podíaacabar costándole la vida si no se

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tomaba en serio la advertencia.En su parada salió del tren

rápidamente y subió corriendo lasescaleras para salir a una calle con muymala pinta en el barrio de Pigalle.Escher los había registrado en un hoteldel que era, claramente, cliente habitual;la señora mayor de la recepción le habíadedicado una sonrisa sin dientesmientras le deslizaba la llave de lahabitación por el mostrador.

—La de siempre, monsieur.Escher le había dado las gracias y

dejado algo de dinero.Su habitación estaba en el piso de

arriba y orientada en la dirección de la

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fachada, amueblada con camas dobles yuna alfombra raída, y tenía vistas a uncallejón. Pero al acercarse, Julius vioque las luces estaban encendidas, lo quesignificaba que Escher había vuelto desu visita al Crillon y estaba esperandonoticias sobre lo que habían estadohaciendo David y Olivia. Julius no habíaquerido acercarse tanto a la casa —viola cámara sobre la puerta—, pero lehabía mandado un mensaje de texto aEscher con la localización y direcciónexactas.

Subió cansinamente la escalerachirriante, planeando ya lo que le iba acontar y deseando tomarse una taza de té

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caliente, cuando abrió la puerta de lahabitación y vio a Emil Rigaud entre lasdos camas, guardándose un teléfonomóvil en el bolsillo.

—Te estábamos esperando —dijoRigaud.

Fue entonces cuando Julius sepercató de la presencia de un joven conuna cicatriz en el cuello —parecía comosi alguien hubiera intentado rebanarle lagarganta en alguna ocasión— queacechaba tras la puerta. El tipo cerró lapuerta con el pie y se colocó delantecomo un centinela. Otro hombre, concamisa blanca y corbata roja, salió delbaño secándose las manos en una toalla.

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Julius oyó el agua correr en la bañera.—Monsieur Rigaud, qué inesperado

placer —dijo Julius tartamudeando.—¿Lo es?—Por supuesto, por supuesto —dijo

Julius, con el corazón palpitándolefuerte en el pecho. Rigaud rara vez traíabuenas noticias—. Pero, ¿qué estáhaciendo aquí? —Hizo un gesto a sualrededor y dijo, tratando de hacer unabroma—: Como puede ver, esto no llegaa clase turista.

Rigaud no sonrió.—Te diré qué hago aquí —dijo,

aunque Julius estaba aún confuso por elagua que oía caer en la bañera—. He

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venido a París para averiguar por qué túy tu amigo estáis haciendo una chapuza.

Rigaud rondaba los cincuenta, perotenía un estado físico admirable:esbelto, delgado y con uno de esos trajesde sastre hecho a medida. Únicamente elpelo, teñido de un rubio demasiadoclaro, ponía la nota discordante.

—No sé qué quiere decir —dijoJulius con la boca cada vez más seca yel pulso cada vez más agitado.

Pensó durante un segundo intentarcruzar la puerta evitando al guardia oincluso tirarse por la ventana para salira la escalera de incendios.

—Siéntate —dijo Rigaud dejando

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caer una silla de madera enfrente de unradiador ruidoso.

—¿Podría quitarme antes el abrigo?—dijo Julius inundado de pensamientosfrenéticos mientras colocaba el abrigo yel sombrero a los pies de una de lascamas.

La bañera aún estaba llenándose.Julius se sentó, y el hombre de la

puerta se colocó justo detrás de la silla.—Primero, tenemos aquella pequeña

confusión en Florencia, con Ahmet y susamigos.

—¿Qué confusión?—Por favor —dijo Rigaud—. Esto

irá más rápido si te limitas a contestar a

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mis preguntas.—¿Se refiere a cuando vino a hacer

una recogida? La última vez que lo vi,estaba…

El dorso de la mano de Rigaudimpactó con tanta fuerza en su boca queJulius oyó romperse un diente bajo suanillo.

—Entiende que he aceptado supérdida —dijo Rigaud, dándose lavuelta y sacudiendo los dedos.

Julius se imaginaba que la pérdidano había sido muy dolorosa para él.

—Todo lo que tenía que hacer —continuó Rigaud— era persuadir alchico de los recados suizo para que se

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volviera a los Estados Unidos y seapartara de su camino. Schillingerdebería saber ya en estos momentos quees mejor no inmiscuirse por encima desu nivel salarial.

Julius sospechaba que a Schillingertambién le esperaba una dura lección, sino la había recibido ya. Pero, ¿quécambiaba eso? Julius tenía asuntos másurgentes por los que preocuparse.

—Parece que Ahmet se distrajo. ¿Eseso lo que ocurrió?

Julius se debatía entre decir laverdad o seguir con la mentira que yahabía empezado.

—Las drogas pueden tener ese

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efecto en las personas, ¿dirías que puedeser así?

Julius sabía que no se esperaba querespondiera a aquello y supo, en aquelmismo momento, que Rigaud conocíabastante bien los rasgos básicos delincidente. Había perdido la oportunidadde tomar ventaja y confesar.

—Pero ahora que Ahmet y susamigos han desaparecido —dijo Rigaud— es como si alguien hubiera golpeadocon un palo un avispero. —Haciendo ungesto con las manos hacia sus dosayudantes, añadió—: Ya sabes cómo lesgusta a nuestros amigos turcosmantenerse unidos.

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Julius se sacó el pañuelo delbolsillo y se lo llevó a los labios. Parasu vergüenza, notó cómo le bajaba unhilo de orina caliente por la pierna.

—Y después vino el bochorno deltren nocturno. ¿Cómo os las apañasteislos dos para hacer una tarea tan fácil deuna forma tan incompetente?

Julius se debatía entre permaneceren silencio o hablar, pero al ver queRigaud no añadía nada más, dijo:

—Yo hablé con ellos en el vagónrestaurante. Estoy seguro de que eso yalo sabe. —En aquel punto, intentaba ir atientas en todo sin reconocer nada quepudiera hacer que lo mataran, y

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proporcionando toda la información quepareciera terreno seguro—. Y creo queme hago una buena idea de quiénes son.

—¿Sí? Y, ¿quiénes son exactamente?El radiador sonó como si hubieran

arrojado una tira de latas por una tolva.—Un par de idiotas. Están

completamente perdidos. No sabennada. La chica, Olivia, volverá a guiargrupos de turistas, y Franco, a suescritorio en la biblioteca dentro de unasemana. Estoy seguro.

Luego, dándose unos toquecitos en ellabio, Julius le contó que los siguióhasta el Louvre y le dio todos losdetalles que pudo, fueran o no

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relevantes, en un intento vano porparecer completamente transparente.Contó cuánto tiempo habían estado allí,el momento exacto en que se habían ido,«y entonces fue cuando Ernst volvió alCrillon para ver lo que podía encontraren su habitación», la visita al Museo deHistoria Natural y la excursión nocturnaa las casitas del distrito Dieciséis.

—No les dejaron entrar —dijo— yse fueron a una cafetería cercana.

—¿Cómo se llamaba? —preguntóRigaud.

—¿La cafetería?Rigaud esperó, y Julius supo que

había llegado el momento de la verdad.

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¿Cuánto más podía revelar? Y, ¿lohabían, a pesar de sus grandes esfuerzos,estado vigilando cuando había cruzadola calle para hablar con ellos?

—No recuerdo el nombre.El hombre de la corbata entró en el

baño y cerró el grifo.—Y luego, ¿qué hiciste? —preguntó

Rigaud con tono comedido.¿Qué podía decir? Si llegaba a

admitir que había estado con ellos,tendría que dar alguna buena razón porla que lo había hecho. Pero dado elpapel que había jugado aquella noche enel tren al haberlos drogado, unaartimaña que Rigaud sabría que incluso

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aquella pareja perdida habríadescubierto ya, ¿cómo iba a poder decirque había sido un intento de sonsacarlesmás información? Ni de David y Oliviase podía intentar hacer creer que fuerantan tontos. Las ideas se le agolpaban enla cabeza, pero no lo llevaban a ningúnsitio.

—¿Bien?Por otra parte, si decía que estaba

tanteando el terreno —quizás por unsoborno de algún tipo—, tendría quedecir que la oferta, por supuesto, era unafarsa. Los segundos pasaban, y a cadauno Julius sabía que sonaba mássospechoso.

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—¿Qué hice luego? —dijo Juliusfinalmente, haciendo como que estabadesconcertado por la pregunta encuestión—. Los dejé allí, comiendo nosé qué. ¿Debería haber entrado a ver loque habían pedido? Y volví aquí. —Sevolvió a limpiar el labio lleno de sangrecomo una muestra de falsa bravuconería—. Y me encontré con este recibimiento.

—¿De verdad? —dijo Rigaud—.Así que, ¿aún no has cenado?

—No —contestó Julius confuso—.Todavía no.

—¿No has podido ir a ningunacafetería o restaurante? —dijo con losojos aún clavados en Julius, que tenía

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los pantalones mojados pegados a lapierna.

—No pasa nada —dijo Julius—. Noestoy hambriento, solo cansado.

Rigaud, como si estuvieradeliberando, se pasó la mano por el pelorubio —Julius vio sangre en su anillo, elmismo que había chocado con su diente— y le hizo un gesto con la cabeza alhombre de detrás de la silla. De pronto,una mordaza cayó sobre la cabeza deJulius y le tapó la boca, conteniendo losgritos, mientras el turco de la corbatavolvía al baño para abrir de nuevo elgrifo.

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* * *

Dejando a Hamid allí para quelimpiara y se ocupara de Escher, Rigaudle ordenó a Ali que lo llevara de nuevoal Crillon. Aunque lo que buscabatambién estaba allí, no era por eso porlo que había reservado habitación enaquel hotel. El Crillon, para él, era,simplemente, el mejor hotel de París. Dehecho, la Gestapo lo tenía tan bienconsiderado que lo habían convertido ensu cuartel general francés durante laSegunda Guerra Mundial, y ¿qué mejorrecomendación que aquella se podíapedir?

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Rigaud se sentó en el asiento traserodel Land Rover, mirando a través de laventana las concurridas calles de laciudad y pensando en lo que le contaríaa Linz y a aquella esposa de élimposible de contentar cuando volvieraal Château Perdu. Como parte buena,podía afirmar que Julius Jantzen no iba aprovocar ningún otro problema y, enbreve, tampoco Ernst Escher. Ambos sehabían apartado del buen camino yhabían demostrado que iban a traer másproblemas de lo que podían llegar aservir. Tomó nota mentalmente dellamar a Schillinger a Chicago ycontarle cualquier cuento chino sobre lo

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que le había ocurrido a su fiel sabueso,Escher. Sin duda, no iba a tragárselo,pero, ¿no era ese precisamente el tema?¿Asustarlo para que volviera a suanterior estado dócil? E incluso siquería protestar, ¿contra quién lo haría?¿Contra Auguste Linz? ¡Jesús! Le teníademasiado miedo como para siquierapronunciar su nombre.

—¿Puedo decírselo ya a misprimos? —preguntó Ali desde el asientodel conductor.

—Decirles ¿qué?Ali giró la cabeza y la cicatriz del

cuello se le vio especialmenteprominente.

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—Que está hecho. Que Ahmet y losdemás han sido vengados.

—Ah, sí, adelante —dijo Rigaud.Por un momento, había olvidado que

uno de los motivos de aquella pequeñaexpedición era sofocar la rebelión quese cocía entre las abejas obreras.Teniéndolo todo en cuenta, los turcosformaban un buen equipo deasalariados: estaban encantados de nohacer preguntas y, cuando se les pagabaa tiempo, también estaban dispuestos ahacer lo que se les pidiera. Fue Linz elprimero que había sugerido reclutarlos.«Están un nivel por encima de los perros—había observado— y se los puede

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entrenar como tales». Rigaud discrepabaen tal evaluación, él pensaba queestaban, por lo menos, dos niveles porencima de los perros, pero no olvidabalo puntillosos que eran con su honor ysus vendetta.

En cuanto al bibliotecario y a su guíaturística, en aquella evaluación estabamenos acertado. Efectivamente, parecíanuna pareja de zánganos atareados quehabía conseguido, de alguna manera,conservar hasta entonces su montón depapeles y su chisme. Pero, ¿suponíanuna amenaza? ¿Planteaban un peligroreal para Linz y sus secretos?

Ni por un solo segundo se planteó

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aquello Rigaud.Ni tampoco pensó que sus esfuerzos

llegaran en algún momento a revelaralgo valioso que añadir al inventario deLinz.

Aquel tal Palliser, por ejemplo, elque había trabajado para la LigaInternacional de la Recuperación delArte, había sido más bien un problema.Tenía cierto aire de mercenario quehacía sus actos aún más impredecibles.Por eso había decidido cortarlo de raíz.Palliser, al igual que un par deinvestigadores anteriores a él, habíasido un profesional… y cuandoempezaba a acercarse al centro de la

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red, Rigaud, siguiendo las instruccionesde Linz, lo había animado y llevado enhelicóptero hasta el château. Despuésde un pequeño interrogatorio sinimportancia, lo habían arrojado a lasiempre fiable mazmorra. Todo aquelloparecía un juego de ajedrez y, sideshacerse de Palliser era comocomerse a la reina, despachar a David yOlivia iba a ser como eliminar a un parde peones. Daban menos problemasvivos que muertos.

En el hotel, Rigaud y Aliinspeccionaron el vestíbulo por si sedaba la remota posibilidad de que losdos detectives estuvieran allí y,

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entonces, subieron a su habitación.Mientras Ali llamaba al servicio dehabitaciones, Rigaud, al tiempo que sedesvestía, le gritaba que le pidiera lo desiempre: un Campari con soda con unarodaja de limón. Luego se metió en laducha y puso el agua caliente al máximo.

Dejó la cabeza floja para que lecayera el agua por la nuca y los toscos ymusculosos brazos apoyados en lapared, pensando, no por primera vez, loinútil que era todo aquel juego. Linz yatenía lo que quería; su posición erainvulnerable. Pero siempre mantenía laguardia, siempre mantenía a su red deespías y partidarios, expertos y

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asesinos, trabajando para él. Vivíadedicado a la intriga —¿qué más había?— y la posibilidad, por remota quefuera, de que alguien, en algún lugar,diera con algún secreto u objeto oscuroque él hubiera pasado por alto. A veces,Rigaud sospechaba que lo hacía,únicamente, para mantener la mente vivay el ánimo ocupado.

Linz no podía existir sin adversario,de igual modo que la noche no podíahacerlo sin el día.

Notó una corriente de aire frío comode haberse abierto la puerta del cuartode baño, y un momento más tarde, lapuerta de la ducha se abrió de golpe. Ali

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sostenía un vaso de Campari con unarodaja de limón colgada del borde y,entonces, desnudo, cruzó la mamparapara unirse a él.

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Capítulo 27

María Antonieta, reina de Francia,archiduquesa de Austria y Lorena, viudade Luis XVI, que había sido decapitadodiez meses antes, acababa de sersentenciada a muerte.

Desde la habitación de su casa deParís, el marqués de Sant’Angelo sedespertó alarmado por los gritos deexultación que venían de la calle. Losmodestos sans-culottes, así llamadospor los aristócratas por llevar unospantalones ajustados en vez de losbombachos hasta las rodillas que

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estaban de moda en la corte, tomaban lacalle llenos de júbilo. Cuando elmarqués se puso la bata sobre loshombros y salió al balcón, vio a losjuerguistas aporreando las puertas de lascasas que tenían a su paso, abriendo degolpe los postigos y agitando en el airelos gorros con borlas. Era un amanecercon neblina, y parecía que se presentabaun bonito día para una ejecución.

Era el dieciséis de octubre de 1793.O, según el nuevo calendario (y máscientífico) revolucionario que acababade implementarse, el seis deVendimiario.

—¡La han condenado! —le gritó

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desde abajo un jornalero sudoroso conla escarapela tricolor republicana en elgorro—. ¡La zorra austriaca va a pasarpor la cuchilla hoy!

La cuchilla nacional era uno de losmuchos nombres que recibíacoloquialmente la guillotina. Le poníanuno nuevo cada semana.

El trabajador se quedó allí,sonriendo y esperando que Sant’Angelomostrara su fervor revolucionario, perono obtuvo tal respuesta. El marquéssabía que no era acertado parecer otracosa que encantado —podía serdenunciado, juzgado y ejecutado—, perono estaba dispuesto a traicionar sus

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propias creencias ni por un momento.Miró fijamente a aquel animal hasta que,al notar que un escalofrío le recorría laespalda, este se fue como un perroapaleado.

Sant’Angelo no daba crédito a susoídos. La reina era prisionera de laAsamblea Nacional desde hacía casidos años ya, y durante todo aquel tiempoel marqués había esperado algún tipo deresolución racional para su traumáticaexperiencia. Un patriota americano quepor aquel entonces estaba en París, unhombre llamado Tom Paine, habíapropuesto exiliarla a su país, y otrosmuchos estaban seguros de que la casa

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de los Habsburgo nunca permitiría queun miembro de su familia pereciera en elpatíbulo. O mandarían fuerzas armadaspara rescatarla de su terrible cautiverio—las tropas estaban emplazadas amenos de doscientos metros de lacapital francesa— o propondrían algúntipo de acuerdo que implicara unintercambio de prisioneros (teníanretenidos a varios miembros de laAsamblea como posibles bazas). Siaquello no funcionaba, siempre quedabala posibilidad de un rescate por lafuerza, que era la manera habitual deliberar a la realeza que de pronto seveía retenida en territorio hostil y ajeno.

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Pero nada, nada de aquello, habíaocurrido. Por motivos estratégicos queel marqués podía imaginarse, yconsideraciones prácticas que hacíanque cualquier intento de rescate fuerademasiado peligroso como para llevarloa cabo, sus aliados decidieron no hacernada. Iban a dejar sin más que aquelreino de terror que asolaba a todaFrancia devorara a la hija de laemperatriz de Austria, María Teresa.Día tras día, el marqués había oído conhorror las carretas pasar hacia la plazade la Revolución, con los prisioneroscondenados en el Palacio de Justicia, ensu último viaje. La mayoría de las

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veces, el marqués, cuya casa estababastante más atrás de la vía principal,solo oía los silbidos de los espectadoresque gritaban apelativos e insultos, perohabía ocasiones en las que podíadistinguir los sollozos y los gritos de lasvíctimas, suplicando piedad o rezandopor la salvación, mientras los carrosabiertos recorrían la calle con granestruendo.

La procesión parecía eterna.De hecho, se había derramado tanta

sangre bajo aquella guillotina que sehabían tenido que cavar profundaszanjas para drenar la corriente.

Y las carretas seguían rodando.

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Pero desde que el conde Cagliostrole había contado que la reina no solohabía poseído La Medusa, sino quehabía pasado una noche terrible antes deregalársela repentinamente, estabapreparado para aquella fatal ocasión. Si,como el marqués sospechaba, habíamirado en sus profundidades, si la lunahabía atrapado su reflejo en el espejobiselado, entonces el destino que laaguardaba debía ser, en aquel momento,inconcebiblemente aterrador. Comocreador del espejo, era su deber acudiren su ayuda, costara lo que costara.

Tiró la bata y se puso rápidamente latúnica sacerdotal negra que había

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colocado aparte en el armario, y ocultóla guirnalda bajo el cuello blancoalmidonado; luego, se colgó la harpe —la espada corta con la muescacaracterística en el borde— bajo lasvestiduras y se metió una bolsa conmonedas de oro en el bolsillo. Bajó losescalones apresuradamente con unacarta y un breviario en la mano y alpasar junto a Ascanio le ordenópreparar el carruaje para irse de allí atoda prisa más tarde, aquel mismo día.

—Ten a los caballos con los arnesespuestos y el carruaje con las cortinasdescorridas —le gritó mientras salíaapresuradamente a las calles de París.

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Aunque habían estado interrogando ala reina los dos días anteriores, hasta lascuatro de la mañana no se habíaaprobado la sentencia de muerte, y todala ciudad estaba en estado de ebullición.Por todos lados se veía a personascongregadas en las esquinas de lascalles, en las entradas de las tiendas ytabernas, parloteando, riendo y dándosepalmadas unos a otros en la espalda,mientras cantaban algunas líneas de LaMarseillaise. Era un ambiente festivo, ya Sant’Angelo le dolía el alma.

¿Qué sabía en realidad toda aquellagente acerca de la mujer a la que habíansentenciado?

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También él había escuchado lashorribles historias que llevaban añoscontando, con ella como protagonista.

Que había comprado un collar dediamantes con dos millones de librasrobadas de los tesoros nacionales.

Que ella y sus leales criadasLamballe y Polignac habían atraído a losmiembros de su Guardia Suiza paraunirse a ellas en orgías en el PequeñoTrianón.

Que había aconsejado comerpasteles a los campesinos hambrientosque no tenían pan.

Pero él sabía que todas aquellashistorias eran mentira; eran mentiras

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diseñadas para vender periódicos ypanfletos. Eran calumnias cuyo únicopropósito era el de enardecer alpopulacho y avivar las llamas de larevolución, llamas que necesitaban seravivadas constantemente. Por toda lacharla sobre la reforma y la revolución,las preferencias de Danton, Robespierrey Marat habían sumido al país en unestado de agitación y locura aún mayor,en la guerra con los países vecinos y enla mayor miseria en el propio territorio.Si aquellos autoproclamados líderes nomantenían a la población avivada conllamadas a preservar la revolución opara defenderla de un enemigo

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imaginario tras otro, entonces el pueblodespertaría del trance en el que seencontraba y comenzaría a cuestionar alos hombres que habían empapado suscalles de sangre y habían convertido aFrancia en una paria entre las nacionescivilizadas del mundo.

Incluso su atuendo clerical, con elsombrero de ala ancha cubriéndole lacara, hacía de Sant’Angelo objeto demiradas inoportunas en la calle. Granparte del clero había sido purgado, ysolo a los sacerdotes que habían tomadoel juramento constitucional se lespermitía ejercer sus funcioneseclesiásticas tradicionales. María

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Antonieta no se había apartado nunca desu firme fe católica y el marqués sabíaque no permitiría ante ella la presencia—y menos para realizar su confesiónfinal— de un sacerdote que hubierahecho tal juramento.

Pero también sabía que, en cuanto leviera la cara tras el borde negro delsombrero, sabría que tramaba algo más.

Al acercarse a la Conciergerie, quehabía sido un palacio merovingio peroque entonces, junto con la torre delReloj y el Palacio de Justicia, constituíael centro del tribunal revolucionario,pudo sentir la amenaza silenciosa queenvenenaba el aire. Una fortaleza gótica

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reconocible desde lejos por sus trestorres: la torre César, así denominada enhonor al emperador romano, la torrePlata, llamada así porque albergaba enotros tiempos los tesoros reales, y latercera y más horripilante de todas, latorre Bonbec, o «buen pico»; el nombreestaba inspirado en los cantos de losprisioneros confinados en sus salas detortura.

El marqués corrió por los bancosdel Sena inundados por la luz de lamañana y cruzó el puente de piedra.Había una atmósfera extraña y densa enel patio, llena de victoria, venganza y unleve sentimiento de desazón. Incluso los

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mozos de cuadra y los guardias, querealizaban sus tareas habituales,parecían sentir el peso de lo que estabana punto de hacer. Matar al rey ya habíasido bastante desacertado; matar a lareina, el barco más débil, madre de dosniños y la última persona que podríasentarse en el trono de Francia parecía,incluso para algunos de los activistas,esencialmente innoble.

En medio de toda la conmoción yconfusión —caballos a los que estabanatando a las carretas, gendarmes leyendolas listas de los que iban a serejecutados aquella mañana yllevándolos a las carretas que los

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esperaban, abogados buscando a susclientes condenados— el marquésconsiguió avanzar rápidamente hastadonde tenían retenida a la reina, en elpatio interior. Al mirar hacia arriba viola estrecha ventana de la celda, no solocon barrotes, sino también parcialmentetapada. Había dos centinelas en lapuerta de la torre, y Sant’Angelo llevabala carta de autorización del tribunal quehabía falsificado semanas antes yfirmado bajo el nombre de FouquierTinville, el abogado principal de laacusación en el caso contra la reina.Observó sus rostros de preocupación aldebatirse entre dejarle pasar o no.

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—Vamos, vamos —dijo el marquésimpacientemente—, la viuda Capetatiene derecho a su última confesión.

Pronunciar las palabras viudaCapeta fue como llenarse de ceniza lalengua, pero así era como la corte serefería a ella entonces. Los ancestros deLuis XVI tenían ese apellido ordinario.

—Pero ya rechazó a un sacerdoteayer —objetó uno de los dos.

—No iba de camino a la guillotinaentonces.

—Dice que cualquier sacerdote queha jurado máxima lealtad a laConstitución, no es sacerdote.

—Lo oiré de sus propios labios —

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dijo Sant’Angelo, mientras sonaba elcontundente ding-dong del reloj de latorre—. ¿O prefieren explicarle alabogado de la acusación por qué laviuda llegó tarde a su cita en elpatíbulo?

Hizo como que se iba enfadado y loscentinelas lo dejaron pasar.

Levantándose los bajos de la túnica,subió las escaleras de caracol de tres entres escalones, les enseñó la carta a dosguardias más que estaban ocupados enseparar a un marido condenado de sumujer, que lloraba desconsoladamente, yluego siguió subiendo hasta llegar a otrapuerta con barrotes. Volvió a enseñar la

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carta pero, cuando se dio cuenta de queel carcelero no sabía leer, sacórápidamente el monedero y le dejó caeren la mano curtida una cascada demonedas.

Subiendo más aún, pasó por variaspuertas de celdas donde había otrosprisioneros importantes. En laConciergerie siempre había habidovarios niveles de incomodidad: para losricos y poderosos que podíandesembolsar el soborno necesario habíaceldas privadas con una cama, unescritorio e incluso material paraescribir. Para los menos adineradoshabía pistoles, que tenían únicamente un

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camastro y una mesa. Y a los plebeyos,conocidos como los pailleux, lesreservaban cavernas rocosas construidasbajo tierra, húmedas por el Sena, dondese cubría el suelo con heno enmarañadoy apelmazado, o paille. En tiemposanteriores, a los prisioneros los dejabanmorir de desnutrición o a causa de lasenfermedades infecciosas que persistíanen aquellos sótanos sombríos.

Sant’Angelo sabía que la reinaestaba en la parte más alta de la torre,no por lástima o interés por su bienestar,sino porque era donde había másseguridad. Únicamente subía unaescalera y, en la puerta de su celda,

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había otros dos gendarmes guardandocustodia. El marqués aminoró los pasosy se acercó con el breviario en la mano.

—Estoy aquí para que la prisionerahaga su última confesión.

—Yo no entiendo de esaspaparruchas —dijo bruscamente uno deellos—. Tendrá que hablar con Hébert;está dentro.

El marqués no contaba con aquello.De todos los lobos sanguinarios de laRevolución, Jacques Hébert era el peor.Como jefe del Comité de SeguridadPública, había sido él quien habíapublicado las mentiras más difamatoriasy horribles de la reina, y había sido él

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quien había declarado, en su papel comocampeón de los sans-culottes:

—¡Les he prometido la cabeza deMaría Antonieta! Iré a cortársela yomismo si no me la traen a tiempo.

Al parecer, había decidido dirigir laejecución él mismo.

El marqués agachó la cabeza paraentrar en la celda —Hébert había hechoque bajaran la entrada para que la reina,cada vez que tuviera que recibir a quienla visitara de la Convención, tuviera queagachar la cabeza ante quien fuera—, yvio que el jefe y un par de sus adláteresdel Comité custodiaban la antesala.

—¿Quién es usted? —preguntó

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Hébert, presentándose ante él.Iba armado, como de costumbre, con

un estoque adornado con borlas en elcostado.

El marqués sacó la carta y esperó aque Hébert la leyera. Tenía los ojosjuntos y rojos por el borde, como los deun roedor, y le rechinaba la mandíbulaconstantemente. El pelo oscuro, mojadopor el sudor, lo llevaba atado atrás conla escarapela tricolor.

—No lo he visto nunca antes —dijoHébert con tono de sospecha—. ¿A cuálde esas órdenes corruptas pertenece?

—A la de San Francisco.—Y, ¿qué le hace pensar que la

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Capeta querrá hablar con usted?—No sé si querrá —contestó el

marqués, demostrando indiferencia—.Pero este privilegio está aún establecidopor ley.

Sabía que mencionar la ley era ungolpe astuto; a aquellos asesinos lesgustaba hacer como que defendían lajusticia —equitativa para todos en lanueva República— y sus actossanguinarios no hacían más que poner demanifiesto el funcionamiento perfecto dela máquina estatal. Incluso la guillotina,entonces el gris símbolo de laRevolución, había sido redefinida comoun método de ejecución más rápido y

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más humano; de hecho, se habíaconvertido en el medio indispensablepara llevar a cabo un asesinato a escalasin precedentes.

Monsieur Hébert le devolvió lacarta a Sant’Angelo, se sacó la llave dehierro del bolsillo y abrió la puerta.

—Sea rápido. Ha tenido treinta ysiete años para encontrar la paz conDios. No sé de qué manera podríaconseguirla ahora.

Uno de sus adláteres se rio, y alpropio Hébert se le veía disfrutar con lapequeña broma que acababa de hacer.El marqués se aguantó la ira que se learremolinaba en la garganta como una

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bola de alquitrán en ebullición y pasóadentro.

La habitación estaba casi vacía,únicamente la ocupaban unos cuantosmuebles maltrechos y una sábanaarrugada colgando de una cuerda paradividir el resto del lugar que ocupaba elcamastro. Con la ventana parcialmentebloqueada y el sol incidiendo en otradirección, la celda diminuta estaba igualde sombría que de helada.

María Antonieta estaba echada en elduro colchón, con las manos dobladasbajo las mejillas y la mirada vidriosa yperdida.

Sant’Angelo apenas la reconoció.

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Recordaba a la niña tímida, dulce ydesconcertada que había llegado a lacorte veintitrés años atrás… y, porsupuesto, recodaba a la mujer bella yllena de vida en que se habíaconvertido, conocida por su elegancia ysu sofisticación.

Lo que tenía entonces ante sus ojosera una sombra afligida de su yoanterior, con el pelo enmarañado ydespeinado y una cara que no dejaba vermás que tristeza.

Pero, ¿había envejecido realmente?Acercó un taburete a la cama, pero ni asípodía estar seguro. Hacía solo unosaños desde que el papa le había enviado

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la auténtica Medusa, y la expresióndemacrada que mostraba en aquelmomento no podía representar más queel semblante natural de una mujer que lohabía tenido todo, se lo habíanarrebatado y estaba a punto de perder suvida también.

—Su majestad —susurró él,sabiendo que no podía perder ni unsegundo.

—No lo quiero aquí —dijoAntonieta, sin molestarse en levantar lamirada más allá de la túnica negra.

—Míreme —dijo—, le ruego queme mire.

Cansinamente, como si estuviera

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obedeciendo otra de las órdenes de susperseguidores, lo miró con aquellos ojosde color azul grisáceo y, tras unossegundos, entendió que era su viejoamigo, el marqués, oculto tras el alaancha del sombrero de sacerdote.

—¿Cómo ha podido…?—Debe hacer exactamente lo que le

diga —dijo él.—Usted no puede confesar.—Puedo hacer algo mejor.Ella lo miraba sin expresión alguna

en su rostro, como sin estar segura deltodo de que él estuviera realmente allí.

—Podemos salir de aquí, pero solosi me cree y hace exactamente lo que le

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diga.—Mi viejo amigo —dijo ella con

resignación—, me ha llegado la hora. Eneste momento lo único que me preocupaya es que se ha puesto usted en peligro.

Intentó sentarse erguida y él la ayudósosteniéndola por el delicado codo hastaque lo consiguió.

Se buscó bajo el cuello de la sotana,como si simplemente fuera a quitarse laestola morada, y sacó la guirnalda quellevaba oculta; la sostuvo abajo, entrelas rodillas, donde seguía escondidabajo el breviario.

—No puedo pedirle que lo entienda,pero le ruego que me crea. Esta corona,

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colocada alrededor de la cabeza, leotorga la invisibilidad.

—Ay, ahora suena como nuestroviejo amigo, el conde Cagliostro —dijoella, desechando sus palabras con unasonrisa entristecida.

—Sus poderes son insignificantescomparados con los míos —dijoSant'Angelo—. ¿No recuerda aquellanoche en el pequeño Trianón?

—Sí, claro que la recuerdo —dijocomo ausente—, por favor, no seofenda. Pero incluso si, como dice,pudiera escapar —dijo de manera queparecía razonar tranquilamente con unloco—, no lo haría. No mientras mis

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hijos estuvieran aquí retenidos también.El marqués sabía que diría aquello.—Pero son solo unos niños —

intentó convencerla—, no les haránningún daño.

—¿Tan seguro está de eso?El marqués no estaba en absoluto

seguro; la barbarie que se daba enaquella época no conocía límites.

—Pero podemos encontrar el modode rescatarlos también a ellos. Porahora, y esto es así, es a usted, la reina,a quien quieren.

—Y si mi muerte los satisface,puede que ellos se salven.

—Una vez esté a salvo y fuera de

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aquí —le dijo con insistencia— surgiránel caos y los aplazamientos, lasinterminables recriminaciones ydenuncias. Primero, pondrán la cabezade Hébert en una pica. Y entonces yovolveré, lo prometo, y haré que sus hijostambién desaparezcan como por arte demagia y los llevaré a un lugar seguro yoculto.

Poniéndole la mano fría y débilencima de la suya, le dijo:

—Ya significa mucho para mí quehaya venido a despedirse. Me hannegado la posibilidad de despedirme denadie, y de recibir a ningún amigo omiembro de mi familia.

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—Pero si me deja que le ponga lacorona en la cabeza y viene justo detrásde mí, le juro que podrá salir de aquídelante de sus narices.

—¿No cree que notarán miausencia? —dijo secamente.

—Crearé tal confusión que haré quecrean que una bandada de ángeles se lahan llevado volando al cielo.

—Y, ¿adónde iremos entonces?—La llevaré a mi casa, donde tengo

un carruaje esperando. Estaremos en michâteau al anochecer, y desde allí…

Pero la expresión de su rostro leindicaba que no siguiera con el relato.Sin duda, estaba recordando el último

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plan de escape, cuando retuvieron sucarruaje en la ciudad de Varennes yreconocieron al rey; la familia real fuemandada de vuelta a las Tullerías encompleta deshonra. Desde aquella nochefatídica, la del doce de junio de 1791,había permanecido en total cautividad;la familia había sido separadasistemáticamente y encarcelada en unlugar tras otro, cada uno más terribleque el anterior.

—Se lo agradezco —dijo ella—,pero ahora lo único que quiero es queacabe todo esto. Quiero estar con miesposo de nuevo y en los brazos deDios.

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Agachando la cabeza como parahacer que aquella farsa, por el bien deél, pareciera más convincente, tocó elbreviario que llevaba en la mano y dijouna oración murmurando.

—Se acabó el tiempo —dijo Hébert,entrando con aire resuelto en lahabitación. Llevaba justo detrás de él aun barbero, con unas tijeras oxidadas enla mano—. Ahora váyase, sacerdote.

Apartó a Sant’Angelo a un lado, lequitó a la reina de un tirón el pañuelo deestilo musulmán que le cubría loshombros y le dijo al barbero:

—Empieza a cortar.El barbero agarró todo lo que pudo

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del pelo y se lo cortó como si fuera unaoveja.

—No queremos que nada seinterponga entre ella y la cuchilla,¿verdad? —dijo regodeándose.

Cuando se acabó el corte de pelo, letiró a la reina un gorrito de lino blancocon dos cintas negras para que se loatara por detrás.

—Levanta —le gritó Hébert, y elmarqués notó perfectamente quedisfrutaba infinitamente con cadadescortesía que le dedicaba—. Pon lasmanos detrás de la espalda.

Ante aquello, incluso Antonieta sesorprendió y dijo:

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—Al rey no le ataron las manos.—Lo cual fue un error —contestó,

colocándole las manos atrás yatándoselas con una cuerda.

Tenía los huesos de los hombros tanpronunciados que parecía que fueran arasgar la tela del vestido blanco ysimple que la cubría.

—Hora de irse —dijo Hébert,empujando a la reina con la rodilla de lamisma manera que se empuja a un pavohacia la tabla del carnicero.

Con el jefe del Comité de SeguridadPública al frente, y flanqueada por dosde sus adláteres, María Antonieta fueconducida hacia la antesala y escaleras

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abajo. Por un momento, el marqués seplanteó atacarlos allí mismo y en aquelpreciso instante y llevársela de aquellugar, pero sabía que incluso la reina leopondría resistencia.

Pero no la abandonaría, no podíahacerlo. Incluso al rey le habíanpermitido estar en compañía de su abbé,Edgeworth de Firmont, al dirigirse a laejecución. María Antonieta no tenía auno suyo propio. A solas en la celda,Sant’Angelo dejó caer el sombrero en elrincón junto con el breviario y elevó laguirnalda hasta su cabeza. Hecha tantotiempo atrás, a partir de los juncos querodeaban el estanque de Medusa,

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enrollada y dorada en la soledad de suestudio, se coronó la cabeza con ella.

Pero ya sabía que el efecto no erainmediato.

En su lugar, era como si hubieravuelto a la cascada de agua que sederramaba por el borde de la roca de lagorgona. Era como si le ungieran laparte superior de la cabeza, luego lacara, el cuello y los hombros.Lentamente, aquella sensación, como ungoteo de agua fresca, le recorría elcuerpo hacia abajo y, por mucho que semirara a sí mismo, el pecho, las piernasy después los pies tambiéndesaparecieron. Era igual de sólido que

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siempre, algo de lo que a veces seolvidaba cuando se golpeaba con elmarco de una puerta o chocaba con untaburete, pero permanecíacompletamente invisible al ojo humano.

Cuando consiguió llegar a la base delas escaleras, evitando cuidadosamentetodo contacto con los carceleros yguardias, estaban llevando a la reina auna carreta destartalada. Sabía quehabían llevado a su marido hasta sumuerte en un carruaje cerrado, apartadode los gritos e imprecaciones de lamuchedumbre, pero parecía que Hébertno estaba dispuesto a dejar pasar ni unaoportunidad de atormentar a la viuda

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Capeta. Le flaqueaban las piernas aldarse cuenta de que aquella iba a ser laforma en que la muerte debía llegarle, ynecesitó volverse a Hébert y rogarle quele desatara las manos un instante.

Hébert asintió a uno de sus hombres,que llevaba un gorro rojo alargado conuna borla en la punta y una plumablanca, este deshizo el nudo y la reina,buscando desesperadamente algúnrincón del patio que le proporcionara unpoco de privacidad, corrió hacia unapared y, tras levantarse los bajos de lafalda, se puso de cuclillas. Aquel rostropálido enrojeció, sin querer cruzar lamirada con nadie.

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Cuando hubo terminado, Hébertmandó que le volvieran a atar las manosy la empujaron dentro de la carretadescubierta. Al entrar, se sentó demanera natural de frente, como habíahecho toda su vida, pero el conductor,sin hacerlo de manera desagradable, lacolocó con la espalda hacia loscaballos. Hacían esto para que losprisioneros no tuvieran la visión de laimponente guillotina hasta llegar al finaldel recorrido.

Y justo cuando la carreta echó aandar, Sant’Angelo se metió dentro deun salto. Durante un segundo, loscaballos redujeron el paso al reaccionar

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ante la carga añadida, pero despuéscaminaron pesadamente, dejando atrásla Cour de Mai, donde la atmósfera erade relativo silencio y contención, paraentrar en la Conciergerie, con sus murosgruesos y sus torres majestuosas y,finalmente, llegar a las calles de laciudad… donde reinaba la locura.

El marqués nunca había tenido unavisión tan aterradora, ni siquiera en elinframundo.

A medida que la carreta avanzabatambaleándose por el muelle y pasabapor delante del viejo reloj de la torre,cientos de personas con los rostrosdeformados por la ira sacudían los

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puños en el aire, blandiendo garrotes ycuchillos, horquillas y botellas quedirigían hacia ellos desde todasdirecciones. Los gendarmes queacompañaban a la carreta apenas podíanmantener a la multitud apartada paraevitar que tumbaran la carreta ydespedazaran a María Antonieta allímismo. Un actor famoso, Grammont, ibaa caballo delante de ellos con laintención de divertir a la muchedumbremoviendo la espada en el aire y gritandocon seguridad:

—¡Está perdida, amigos míos! ¡Lainfame Antonieta! No temáis, ¡prontoarderá en el infierno!

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Pero aquello no detuvo que laincreparan, le escupieran y le arrojaranfruta podrida. El marqués no dabacrédito a la compostura de la reina.Estaba sentada recta en la carreta, con lacabeza levantada, la barbilla haciaafuera, decidida, podría parecer, aemular la sangre fría que su esposohabía demostrado tener. Sant’Angelohizo todo lo que pudo, bloqueó todos losproyectiles que pudo sin descubrirse y,en una ocasión, cuando uno de lossalvajes había intentado subir al carro,le había dado una patada en la boca tanfuerte que le habían estallado los dientescomo chispas. El hombre, sin

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comprender lo ocurrido, había caído ala calle tambaleándose y con la sangresaliéndole a borbotones por entre losdedos con los que se tapaba la bocaatónita.

El trayecto parecía interminable, ySant’Angelo se imaginó que Héberthabía dado órdenes al conductor de quehiciera el recorrido más largo posiblecon el fin de prolongar la agonía de lareina. En las calles más estrechas, salíancabezas por las ventanas bajo las quepasaba la procesión, y en una de ellas elmarqués vio al pintor Jacques-LouisDavid sentado en el borde del alféizar,dibujando a toda prisa en un bloc de

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dibujo que sostenía en el regazo. En lacalle de Sant Honoré vio a un sacerdoteen silencio que agachaba la cabeza enseñal de bendición a la reina, que en esemomento pasaba por delante de él. Soloen una ocasión la multitud disminuyó, yfue al pasar por delante del ClubJacobino, donde no se permitía arrojarbasura. Cerca de allí, en la MaisonDuplay, tras los postigos que siempre semantenían cerrados, vivía el cerebrodespiadado de la Revolución,Maximilien Robespierre. Pero, aqueldía en concreto, no se le vio por ningúnlado.

Incluso los pesados caballos que se

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movían cansinamente, llamadosrossinantes, estaban pensados parasuponer otra afrenta hacia la dignidad dela reina. Aquellos no eran caballos decarruajes, acostumbrados al tráfico de laciudad, sino bestias torpes, que seusaban como caballos de tiro, y elconductor tenía que calmarlos y evitarque se desbocaran. Varias veces, lareina estuvo a punto de perder elequilibrio y caerse a causa de algúnfrenazo repentino, y el marqués la sujetócon una mano. Pero ella tenía la mentemuy lejos de aquel lugar y momento, y lamirada fija en algo que solo ella podíaver, por lo que la mano del marqués le

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pasó desapercibida.Entonces, la carreta giró lentamente

para entrar en la calle Royale, donde elsonido de la multitud que aguardaba lallegada de la reina —decenas de milesde ellos congregados en la plaza de laRevolución— se hacía cada vez máspotente, como una ola a punto deromper. La carreta pasó traqueteandopor el Palacio de las Tullerías, donde elrey y la reina habían pasado tan buenosmomentos con sus hijos. Allí, el propiomarqués le había dado una claseimprovisada de flauta a una de sus hijas,María Teresa, en la sala de música delentresuelo. María Antonieta levantó la

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mirada ante la vista de las puertas yterrazas y los ojos le brillaron uninstante llenos de lágrimas.

Y, por encima del rugir de lamultitud, oyó la guillotina, que en aquelmismo momento estaba desempeñandosu labor. Despachaban a los prisioneroscon una macabra regularidad, y sufallecimiento lo marcaba una serie desonidos característicos. Primero, lacaída de la bascule, el tablón sobre elque se tumbaba a la víctima. Luego, trasllevar el tablón hasta su lugar, seescuchaba el golpe de la lunette, lapicota de madera con la que seaprisionaba la cabeza de la víctima,

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mirando hacia el suelo, bajo la cuchilla.Y, finalmente, el silbido de la propiacuchilla al descender en picado cincometros y medio y rebotar salpicada desangre y trozos de carne.

Dependiendo de la notoriedad deldecapitado, a todo aquello le seguía unjúbilo general mientras el verdugolimpiaba su instrumento y sus ayudantestiraban cubos de agua para limpiar laplataforma.

Guardias armados tuvieron que abrirpor medio de la fuerza un camino entrela multitud para que pudiera pasar lacarreta de la reina, que se acercó poco apoco al patíbulo y se detuvo. Antonieta,

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que apenas había visto el sol nirespirado aire fresco en meses, selevantó con dificultad, y Sant’Angelo laagarró por la muñeca para ayudarla amantener el equilibrio mientras bajabade la inestable carreta. Por un instante,pareció desconcertada por aquellasensación de ayuda y miró a sualrededor, pero él no dijo nada para nodescubrirse.

«Deja que crea que es un ángel quela acompaña», pensó.

Con las manos aún atadas a laespalda y ayudada, aunque sin saberlo,por el brazo invisible del marqués,subió las escaleras y resbaló con las

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zapatillas de color ciruela en el suelopegajoso. Completamente por accidente,le pisó el pie al verdugo.

— D i s c u l p e , monsieur —dijoinstintivamente—. No lo he hecho apropósito.

Y entonces, con el marqués a su ladosin poder hacer nada, María Antonietafue dirigida al tablón y le aprisionaronel cuello en la lunette. Justo debajo deella, los espectadores impacientesluchaban por tener un buen sitio, elmejor para poder mojar sus sombreros ypañuelos en la sangre de la reina. Entreellos, Sant’Angelo vio al acompañantede Hébert, el hombre que llevaba la

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pluma blanca larga en el gorro. Bailabauna giga anticipándose a lo que iba apresenciar.

Entonces, el verdugo dio un pasoatrás y liberó la cuchilla reluciente.Cayó a toda velocidad con granestruendo y estrépito. Cuando mostraronsu cabeza, con la boca abierta y los ojossaliéndosele de las órbitas, una granovación, como nunca antes había oído elmarqués, surgió de la multitud llena degozo.

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Capítulo 28

Cuando Escher salió del metro en laestación de Pigalle, estaba más quesatisfecho con el trabajo que habíarealizado aquel día.

Entrar en la habitación del Crillonno había supuesto ningún problema y,aunque David se había llevado supreciado maletín, él y Olivia le habíanhecho el gran favor de dejar losportátiles en la habitación. Ernst habíaestado tantas horas abriendo,descargando y transfiriendo losdiferentes archivos que había tenido que

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pedir algo al servicio de habitaciones.Había tomado langosta, champán y unsoufflé de limón estupendo. ¿Por quéno?

Pero qué botín más extraño se habíallevado. Los archivos de Francoincluían de todo, desde una galería deretratos de Bronzino hasta tratados sobretécnicas ancestrales del soplado delvidrio. ¿Y los de la mujer? Los suyoseran aún más extraños, ya que ibandesde la mitología hasta el mesmerismo,desde prácticas de enterramientoegipcias hasta manuales deentrenamiento nazi. Igual que lasestanterías de su apartamento. Para

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Escher, que normalmente tenía queoperar sobre una base de conocimientoestricto y limitado a las necesidades,estaba bien poder echar un vistazo,aunque fuera inescrutable, a aquello delo que trataba su búsqueda y lo que fueraque Schillinger y sus misteriosossupervisores buscaran a su vez. Siemprele gustaba saber más de lo que quien locontrataba creyera que sabía.

Al cruzar el callejón, miró haciaarriba y vio que había luz en suhabitación. Jantzen debía de estar devuelta. Pero, al pasar la puerta, laportera le hizo un gesto furtivo con lamano. Había estado comiendo golosinas

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y tenía los dedos pegajosos por elcaramelo.

—Tiene visita arriba —le dijomurmurando.

—¿Cuántos?—No estoy segura. Eran tres, pero

creo que se fueron dos.Escher estaba seguro de que no

esperaba a nadie, y le pidió a la señoramayor que esperara cinco minutos yluego subiera a ofrecerle servicio decobertura en la habitación. Volvió alcallejón y subió por la escalera deincendios haciendo el menor ruidoposible. Cuando llegó al piso de arriba,avanzó sigilosamente hasta la ventana y

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miró por un hueco de las cortinas.No había rastro de Julius, pero un

hombre en manga de camisa blanca ycon una corbata roja estaba sentado enuna silla en medio de las dos camas. Unhombre al que no conocía, con la pistolade Escher entre las manos.

«¡Maldita sea!». Escher, sabiendoque se la iban a confiscar en el controlde seguridad del Louvre, se la habíadejado en la habitación.

Llamaron a la puerta y el hombre sepuso de pie silenciosamente,sosteniendo la pistola con firmeza conambas manos por delante de él. Aquelno era ningún aficionado.

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La conserje abrió la puerta y entrócon toallas limpias en las manos. Elhombre guardó rápidamente el armabajo la ropa de cama y Escher oyó a laseñora mayor pedir perdón por laintrusión. Mientras el hombre estabadistraído afirmando que estaba allíesperando a que regresaran sus amigos,Escher metió los dedos bajo la ventana yla levantó unos treinta centímetros.

Cuando se fue la señora mayor, elhombre dejó las toallas en la cama yvolvió a su vigilancia.

A Escher no le resultó muy difícilimaginarse lo que le habían dejadoencargado hacer los otros.

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Fue solo cuestión de minutos que elhombre notara la corriente que había enla habitación y que las cortinas semovieran por el viento. Escher intuíacómo pensaba si levantarse o no pero,entonces, soltó la pistola en la cama, selevantó y se estiró y giró el cuello.Escher se apretó contra el muro deladrillos del hotel y esperó. Unossegundos más tarde, las cortinas seabrieron, pero en vez de intentar cerrarla ventana, el hombre le hizo un favor aEscher y la abrió aún más. Este metió lamano de golpe, agarró al hombre por lacorbata y le sacó la cabeza por laventana de un tirón. Con la otra mano, le

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golpeó en la cara. El hombre intentaba, atientas, agarrar a su asaltante, peroEscher le apretó más la corbatagirándola. El tipo estaba medio fuera y apunto de ser estrangulado cuando Eschercerró la ventana de golpe sobre susomóplatos.

Se quedó sin aliento, y Escheraprovechó el momento para ponerse depie y darle una patada en la nuca. Se oyóun crujido desagradable y volvió agolpearlo. El cuerpo se sacudía cuandolo sacó completamente y lo tiró haciaabajo, como una bolsa de lavanderíamuy pesada, por encima del borde de laescalera de incendios. Cayó encima de

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un montón de cubos de basuraprovocando un gran estrépito y sedesplomó por detrás de ellos, fuera dela vista de cualquiera. Escher aguantó larespiración, esperando cualquierreacción en las ventanas vecinas o porparte de cualquier viandante, pero erauna noche fría y las ventanas estabancerradas, además de que, en aquelvecindario, la gente sabía no meter susnarices donde no las querían.

Se agachó, se metió en la habitacióny sacó rápidamente su Glock nuevemilímetros. El cenicero estaba lleno decolillas, de una de esas marcas del estede sabores, Samsun o Maltepe. Miró por

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toda la habitación y, con la pistolalevantada, se dirigió a la puerta delbaño. Estaba entreabierta y Escher oíael goteo del grifo en la bañera.

Con un dedo abrió la puerta. Lacortina de la ducha estaba echada pero,incluso antes de descorrerla, sabía loque iba a encontrar.

Julius, con la cara estrujada como lade un conejo, estaba metido en el aguacompletamente vestido y con una finacapa blanca de jabón cabeceandoalrededor de la barbilla.

Escher se sintió insultado. Noporque Jantzen le gustara especialmente,ni porque confiara en él, pero era una

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afrenta a él como profesional. Sucompañero, aunque no fuera muycompetente, no debía morir.

Escher hizo su maleta rápidamente,junto con cualquier cosa que pudieraidentificar el cuerpo de Jantzen, enparticular su teléfono móvil y su PDA.¿Quién sabía qué tipo de información —información comercial— podía haber enambos? Luego, volvió a salir por laventana y bajó por la salida deincendios. El cuerpo, que estaba detrásde los cubos de basura, ya había atraídoa varios roedores curiosos.

Una vez en la calle no llamó laatención y, mientras se alejaba del hotel,

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tomó nota mental de mandarle a laconserje, además de algunos cientos deeuros, una caja de sus caramelosfavoritos.

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Capítulo 29

Tras caer la cuchilla, la cabeza y elcuerpo de María Antonieta fueronrápidamente arrojados a la carreta y selos llevaron al Madeleine, uncementerio a las afueras de la ciudadsituado sobre lo que había sido unmonasterio benedictino. Aunque el viajeera solo de un kilómetro, la calle deAnjou estaba sin asfaltar y las ruedas dela carreta se atascaban de vez encuando. Ya era mediodía cuando elcarro llegó al cementerio con elmarqués, aún invisible, siguiéndolo a

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pie justo detrás.Los enterradores, no estando

dispuestos a interrumpir su almuerzo, ledijeron al conductor que dejara la cargaen la hierba mientras terminaban decomer. Llevaban semanas trabajando,cavando zanjas, llenándolas y aplicandoluego una cantidad generosa de cal vivapara disolver los restos. Hasta dondeellos sabían, aquella no era más que unaclienta más, y podía esperar.

El marqués observaba desde unadistancia segura el lugar en el quehabían tirado la cabeza al suelo, con elgorrito blanco cubierto de una costra desangre y pegado a sus facciones. De pie,

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detrás de un banco que habían colocadoallí los monjes a los que ya habíanejecutado, se obligó a sí mismo a pensaren tiempos más felices, cuando la jovenMaría Antonieta, desarraigada de todoaquello que sabía y todo aquel a quienconocía, había aceptado con entusiasmosu consejo y su apoyo para recorrer ellaberinto de la corte más formal de todala historia del continente.

Y, aunque era cierto que ella habíatenido sus faltas —podía ser muy frívolae increíblemente extravagante, mezquinay celosa, caprichosa e infiel—, todavíano había encontrado a nadie que no fueraasí. Y su vida, aparte de la grandiosidad

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que reflejaba de puertas para afuera,también había tenido su buena parte desoledad, falta de amor y desesperación.Habiendo nacido en un palacio, habíamuerto en el patíbulo.

Y, al final, yacía unos metros másallá, desmembrada y deshonrada, en elsuelo sucio. Cuando se aseguró de quelos enterradores estaban prestando másatención a sus manzanas y trozos dequeso que a los restos de la reina, seatrevió a acercarse. Aunque cualquierhombre racional lo habría consideradoun loco por siquiera cuestionárselo,tenía que asegurarse de que no habíaocurrido nada mágico, de que la reina

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estaba realmente muerta. Ya estaballegando a ella para espantar a la nubede moscas y levantarle el gorrito de lacara cuando escuchó a alguien gritar.

—¡Espero que hayamos llegado atiempo!

Levantó la mirada y vio almismísimo Hébert con el estoquetintineando en el costado, y a sus doscómplices junto a él, acercándose a losenterradores. Una joven con un pañueloen la cabeza y una pesada cesta en lasmanos luchaba por mantenerse de pie.

—¡Ciudadano Hébert! —dijo elenterrador jefe, levantándose de un saltoy sacudiéndose las migas de la camisa

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—. Le hemos estado esperando.—¡Y un cuerno! —dijo Hébert—,

pero también es justo. MademoiselleTussaud lo tiene todo preparado.

Dio un chasquido con los dedos paradirigir a la mujer hacia el cuerpo de lareina y Sant’Angelo se estremeció. ¿Quéinsolente profanación iba a ser aquella?

Mientras el jefe del Comité deSalvación Pública y sus compinchesbromeaban con los enterradores no lejosde allí, mademoiselle Tussaud searrodilló junto a los restos y rebuscó enla cesta. El marqués permanecióinmóvil, apenas atreviéndose a respirar.La joven le resultaba vagamente familiar

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y, de pronto, la situó; la había visto enVersalles dándole clases de dibujo a lahermana del rey, madame Elizabeth.

Y allí estaba ahora, cubriéndose lacabeza afeitada con un pañuelo.Sant’Angelo pensó que también era unprisionera, una a la que el tribunal lehabía concedido el indulto mientrascumpliera sus terribles deseos.

Con la maestría que un artesanoadmiraría, estiró un trozo de lona en elsuelo y puso sus instrumentos encima.Mientras el marqués observaba ensilencio, ella les volvió la espalda a loshombres y murmuró a la cabeza:

—Por favor, perdóneme, madame.

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No le deseo ningún mal.Se hizo una señal de la cruz

apresurada en el pecho con las yemas delos dedos… y despegó el gorrito de lacabeza de la reina, dejándolo a un lado.

Al mirar desde más cerca, elmarqués se sintió aliviado al no verningún signo de animación. Tenía losojos cerrados y la boca flácida yretorcida.

Con una esponja humedecida,mademoiselle Tussaud limpió la sangresucia y endurecida, dando toquecitos allabio Habsburgo colgón.

—Siento ser tan brusca —dijo comoen confianza, como si estuviera

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acostumbrada a aquel tipo deconversaciones—, pero nunca me clanel tiempo suficiente. Una máscara debehacerse bien, o mejor no hacerse.

Las máscaras de la muerte devíctimas importantes llevaban algúntiempo exhibiéndose en París. Elmarqués había visto la máscara de laprincesa de Lamballe, por ejemplo, a laque habían masacrado, expuesta en losescaparates de las tiendas como si setratara de la última moda. Pero aquella,se temía el marqués, iba a ser la mayoratracción de todas.

Después, con un puñado de trapos,la joven mojó las facciones del rostro de

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la reina y colocó la cabeza en vertical.—El barbero usó una buena hacha,

¿eh? —dijo ella—. Bueno, no importa,yo haré que esté guapa de nuevo.

Tussaud levantó el cepillo y lo pasópor el pelo enmarañado una vez y luegootra, pero en la tercera pasada —cuandoSant’Angelo ya estaba convencido deque sus peores miedos no se habíanhecho realidad—, los ojos de la reina seabrieron, con una expresión de totaldesconcierto y horror. Era como sihubiera estado manteniéndose en unsueño, oculta bajo el gorrito, pero conlas constantes atenciones no hubierapodido soportar más su incredibilidad.

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La boca se abrió, intentando hablar,pero el único sonido que salió fue unchasquido húmedo. Tussaud cayódesmayada al suelo, mientras losfamosos ojos de color azul grisáceorecorrían el cementerio, perdidos,confusos, aterrados.

Y el marqués, que entonces supo, sinduda alguna, que había mirado al espejod e La Medusa, sabía también lo quedebía hacer. Y debía hacerlo rápido.

La boca se abrió más, como siquisiera gritar, con los dientes teñidosde color rosa por la propia sangre.

Si quería salvarla de sufrir por todala eternidad, tenía que actuar con

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diligencia.Corrió a la tumba abierta, cogió la

primera cabeza de mujer que vio y ladejó caer sobre la tela. Aquella noprotestó.

Y, entonces, con sus manosinvisibles, levantó la cabeza de MaríaAntonieta, le cubrió los ojos con elgorrito como un último acto de piedad, ydijo: «Descanse en paz». Luego, tiró lacabeza al barril de cal viva revestido decobre. Se oyó un sonido sibilante yburbujeante a medida que se hundía lacabeza, y el mejunje de sosa cáusticaactuó instantáneamente disolviendo lacarne y devorando los huesos. En

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cuestión de un minuto, la carne habíadesaparecido y el cráneo se habíadesintegrado. Solo algunos pelos sueltosse habían quedado pegados al barrilfuera del brebaje en ebullición.

—¿Por qué tardas tanto? —le gritóHébert a Tussaud, que estaba en esemomento recuperándose—. No tenemostodo el día.

Estaba compartiendo una botella devino con sus compañeros del Comité,uno de los cuales aún lucía la plumablanca en el gorro alargado. Ahora teníala punta de color rojo escarlata, ySant’Angelo sabía perfectamente cómohabía tomado aquel tono.

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—Todavía tiene esta reina a todo elmundo pendiente de ella —dijo a modode broma el hombre con la plumaensangrentada, y todos rieron.

—Vamos a tener que sacar esto enlos periódicos —dijo Hébert—.Apúntalo, Jérôme.

El tercer hombre, con las manosmanchadas de tinta de la imprenta, dijo:

—No se me olvidará.La joven Tussaud respiró hondo y

miró la cabeza de la tela. Inclusoestando segura de que aquella ya no erala cabeza de la reina, sabíaperfectamente que no debía decir nada.Desconcertada, envolvió la cara con la

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muselina empapada, vertió una capagruesa de yeso y, después de dejarlasecar un momento, la separó de la cara yla colocó en la cesta, cubriéndoladespués con trozos de algodón. Selimpió las manos en la falda, se levantóy le dijo a Hébert:

—Ya he terminado aquí, ciudadano.—Ya es casi la hora —contestó,

amarrándose la espada que habíasoltado en el suelo—. Tengo unperiódico que publicar.

Se volvió a colocar el sombrero detres picos en la cabeza.

—La edición de mañana va a ser unéxito de ventas —predijo el enterrador

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jefe, con el tono de voz más empalagosoque pudo usar.

—Lo voy a escribir todo yo mismo—anunció Hébert, dedicándole otrochasquido de dedos a Tussaud, que seafanaba por recoger todas las cosas—.Octave, ayúdala, por el amor de Dios, ono volveremos nunca a la oficina.

Cuando se fueron, Sant’Angeloesperó, como testigo mudo y comoamigo, hasta que los enterradores tirarontodos los restos de la reina al fosoabierto. Sintió un gran alivio alasegurarse de que, sin la cabeza, aquellavida estaría definitivamente extinguida.Con la suela de la bota, el enterrador

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jefe tiró el barril de cal viva encima delos cuerpos, esperando a que el mejunjechisporroteara y siseara por entreaquella carnicería. Luego, cuandoempezaron a echar la tierra encima, elmarqués se dio la vuelta y se fuedecidido a ejercer su venganza.

* * *

Sant’Angelo, como todo el mundo enParís, sabía dónde se publicaba Le PèreDuchesne, y esperó afuera durante horasobservando cómo Hébert escribíacompletamente visible para losviandantes en un escritorio que había

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más arriba de la imprenta. Una páginatras otra salían volando de su escritorio,escritas con el tono simple y lascivo delpersonaje nominal, representado comoun campesino furioso con una pipa entrelos dientes. El marqués también vio aOctave y a Jérôme componiendo,activando la imprenta y leyendo laspruebas.

Cuando terminaron el trabajo casiera medianoche, y suspendieron lacelebración en lo que había sidoanteriormente los cuarteles de laGuardia Suiza. Pero ahora que habíanmasacrado a la Guardia al completo endefensa de la familia real, se llamaba la

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Taberna de la Guillotina y ofrecía unavista sin par del patíbulo; en el reversodel menú de cada día había una lista conlas personas a las que iban a ejecutar.

El marqués, aún llevando puesta laguirnalda, se sentó junto a una mesa enla terraza del local escuchando las risasescandalosas que surgían cuando Hébertleía en voz alta pasajes del periódicodel día siguiente.

—Cuando la viuda Capeta vio quehabía cambiado el coche tirado porcuatro caballos por un carro para elestiércol, dio una patada en el suelo consu pequeño y hermoso pie y pidió quealguien respondiera por aquello.

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Y luego siguió:—Con la grosería por la que la arpía

era ampliamente conocida, pisó apostael pie de monsieur Le Paris —como seconocía comúnmente al verdugo—, yhabría sido inesperado que fuera capazde controlarse.

Siguió así durante más de una hora, yel marqués se tomó aquel tiempo paraavivar su ira y terminar de decidirsecompletamente. Apoyó la harpe —unacopia exacta de la espada que habíadiseñado para la mano de su Perseo —sobre la rodilla, en la sotana.

Y cuando el jefe del Comité deSalud Pública —y dueño del

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difamatorio periódico— salió, de nuevoacompañado por sus dos cómplices,Sant’Angelo los siguió. Se dio cuenta enpoco tiempo de que iban a laConciergerie, quizás para elegir a másvíctimas para el día siguiente. Las callesestaban oscuras, y la humedadaumentaba según se iban acercando a lasorillas del Sena. El nivel más bajo de laprisión, donde estaban confinados lospailleux como ganado en un redil, dabaal paseo que recorría el banco del río através de los barrotes de hierro. Aquelera el único aire que entraba en lasterribles cavernas. Pero el camino eraestrecho, y a aquella hora no había nadie

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por allí, excepto los prisioneros quepodían ver a Hébert a través de losbarrotes. La mayoría de ellos guardaronsilencio cuando lo vieron pasar —muchos de ellos habían sidodenunciados y sentenciados por aquelhombre—, pero algunos no pudieronresistirse a alargar los brazos y pedirpiedad o rogar una última oportunidadpara demostrar su inocencia. Sus rostrosaterrados, sucios por el sudor y laslágrimas, brillaban a la luz de lasantorchas de las celdas.

El marqués no iba a encontrar unaoportunidad mejor que aquella.Colocándose rápidamente detrás del

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impresor, Jérôme, le susurró al oído:—¿No te gustaría limpiarte toda esa

tinta que tienes en las manos?El hombre dio vueltas, pero solo vio

los adoquines resbaladizos quebrillaban a la luz de la luna. Gritó:

—¿Quién anda ahí?Y Hébert y Octave, que aún llevaba

en el gorro la pluma manchada desangre, se giraron.

—¿Qué gritas? ¿No ves que estaspersonas necesitan descansar? —dijoHébert riéndose.

Un prisionero anciano le gritó:—Ciudadano Hébert, una palabra, se

lo ruego, ¡solo una palabra!

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—Había alguien justo aquí —insistió el impresor—. Acaba dehablarme.

—¿Y qué dijo? —preguntó Octave,con una sonrisita de complicidad.

—Me preguntó… si queríalimpiarme la tinta.

Y entonces, antes de que Hébert yOctave pudieran replicarle, el marquéslo agarró por el pescuezo y tiró de él,arrastrando violentamente las botas elsuelo, hasta el parapeto de piedra quehabía sobre la orilla del río.

—¡Ayudadme! —gritó el impresor—. ¡Ayudadme!

De un gran empujón, Sant’Angelo lo

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arrojó por encima del muro. Se oyó unafuerte salpicadura al caer al Sena.

Octave y Hébert corrieron hasta elparapeto y miraron fijamente al río, quecorría veloz, pero no había rastro de él.Octave se sacó la pistola del cinturón yHébert desenvainó el estoque.

Pero no veían nada ni a nadie contraquien luchar.

El marqués se puso detrás deOctave. El sonido de las botas sedisimulaba bajo los gritos de losprisioneros, muchos de los cualesestaban entonces apretados contra losbarrotes, que agarraban furiosos yestupefactos, con los ojos que parecían

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que se les iban a salir de las órbitas.Cualquiera que fuera el extraño milagroque estaba ocurriendo fuera de susceldas, lo aprobaban sin reservas.

—Así que, ¿te gustan tus souvenirs?—murmuró Sant’Angelo mientras learrancaba del gorro a Octave la plumaensangrentada.

Hizo que la pluma se meneara ybailara en el aire, hasta que Octave ledisparó desconcertado. El marqués notóel calor de la bala al pasarle por debajodel brazo. Luego, levantó la espada y, deuna sola vez, le cortó la mano.

Aún sujetando la pistola, la manocayó al suelo, y Octave no pareció darse

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cuenta de lo que acababa de ocurrir. Sequedó de pie como en estado de shock,mirando su propia muñeca escupirsangre y, de pronto, estalló en dolor, sepuso el muñón debajo de la axila y saliócorriendo por la explanada.

Los prisioneros, encantados con elespectáculo, golpeaban los barrotes concucharas y con los mismos puños de lasmanos.

El jefe dio un paso atrás, rastreandocon la espada la oscuridad en todasdirecciones.

—¿Dónde estás? —gritó—. ¿Quiéneres?

Pero para aquella última acción, el

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marqués no quería ser invisible. Queríaque Hébert supiera quién lo iba a matar.Se quitó la guirnalda y volvió a servisible poco a poco, como una imagenque se fundía a partir de los propiosrayos de luna.

—¿El cura? —dijo Hébert.La sotana negra se le pegaba a las

piernas movida por la brisa que soplabadesde el río. La espada ensangrentadaresplandecía en su costado.

—¡Guardias! —gritó con toda lafuerza pulmonar que pudo sacar de supecho—. ¡Guardias!

Sin decir palabra, el marqués seacercó a él.

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Hébert balanceó la espada como unloco, retirándose sin parar, pero cuandose acercó una de las veces lo suficiente,Sant’Angelo esquivó el golpe con elborde de su espada. El choque del aceroresonó en el aire de la noche.

Los prisioneros gritaban: «¡Mátelo,padre! ¡Mátelo!».

El sombrero de tres picos de Hébertcayó al suelo y se alejó llevado por elviento arrastrándose por las piedras.Tenía la cara pálida de terror y, depronto, se encontró tan cerca de losbarrotes que las manos frenéticas de lospresos le agarraban por las mangas y elcuello de la camisa. Se liberó a golpes

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de los brazos extendidos que salían delas celdas y se volvió a girar paraponerse frente al marqués.

Se oyó el chacoloteo de los cascosde los caballos en el suelo y aparecieronpor el final de la explanada gendarmesalarmados por el alboroto.

—¿Quién anda ahí? —gritó elcapitán—. ¿Qué ocurre?

—¡Disparadle! —les gritó Hébert—. ¡Os lo ordeno! ¡Disparad alsacerdote!

Sant’Angelo vio un mosquetelevantado y una bocanada de humo. Labala pasó cortando el aire por encima desu cabeza e impactó en los barrotes.

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Con un amplio movimiento de laespada, le arrancó la suya de la mano aHébert, pero una ráfaga de disparosrebotó alrededor de él; los gendarmesgalopaban por la explanada. Le puso unamano en el pecho a Hébert y lo arrojó ala furiosa pared de dedos y manos,cientos de ellos, todos deseosos dehacerlo trizas. Como si de un montón dearpías se tratara, lo agarraron, ledesgarraron la ropa y le arrancaron elpelo, mientras le arañaban la piel,hundiendo las uñas como si fueranzarpas. Un hombre mayor le royó elbrazo ferozmente. Una chica ojerosa leclavó una aguja de hacer punto en la

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nuca, con la misma delicadeza con quese teje encaje.

Se puso de nuevo la guirnalda en lafrente y, con las manos levantadas comosi se rindiera ante los soldados que se leacercaban, el marqués dejó que losprisioneros siguieran con su mortaltarea. En unos segundos, se habíafundido de nuevo con la noche.

Y mientras los caballos gañíanalrededor de él y los gendarmes movíansus estoques de un lado a otro—«¿Dónde está el cura?», gritaba sucapitán, ondeando la espada, «¿dónde haido?»—, Sant’Angelo volvía a casa. Lascalles estaban oscuras y en silencio, y la

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mayoría de los festejantes de aquel díaestaban ya dormidos o borrachos,tirados por los bajos fondos. Por elmomento, su sed de matar estabasaciada.

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Capítulo 30

Al ver a su extraño misterioso bajar lasescaleras del metro, el primer impulsode David había sido correr tras él yobligarlo a que se explicara, a que lescontara algo concreto sobre susenemigos. De otro modo, ¿qué sentidotenían aquellas advertencias crípticas?

Pero le daba la impresión de que eldoctor, si realmente lo era, ya habíatomado un riesgo mucho mayor del queestaba dispuesto a asumir.

—¿Qué toca ahora? —preguntóOlivia—. Podemos acampar en la puerta

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del marqués, lo cual nos haría cogerbastante frío, o podemos volver al hotel.

A decir verdad, ninguna de esas doscosas era lo que David quería hacer; loque quería era saltar el muro querodeaba la casa, entrar por la primeraventana que viera e inspeccionar lacolección de Sant’Angelo de arribaabajo.

Cogió el teléfono móvil, comprobólos mensajes, pero no había ningunorelevante. Llamó a Sarah y le saltó elbuzón de voz; lo intentó con Gary, y lesaltó el buzón de voz también. Cada vezque los llamaba o hablaba con ellos,tenía el corazón en la garganta, temiendo

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que Sarah hubiera vuelto a empeorar.Aunque deseaba lo mejor, siempre —ensecreto, y para desgracia suya—esperaba lo peor.

—El hotel —eligió, mientras cogíael abrigo del respaldar de la silla—.Puedes ir rellenando algunos de loshuecos sobre Cagliostro de camino.

Afuera, la calle estaba casi desierta,pero en el andén del tren se sintióextrañamente desprotegido. Habíavarios hombres merodeando cerca delas vías, leyendo el periódico opendientes de sus BlackBerry y, aunqueno había nada en ellos claramenteamenazador, David tuvo un extraño

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presentimiento. Estaba empezando apreguntarse si era porque el doctor lehabía puesto los pelos de punta, o peoraún, le había vuelto a echar algo en labebida. Pero, al mirar a Olivia, se diocuenta de que ella también estaba tensa.

—¿Qué te parece si derrochamos unpoco y cogemos un taxi?

—Si encontramos uno —dijo ella.Acababan de salir de la estación

cuando un par de faros se les acercarondesde el final de la calle. David se diocuenta de que la luz del techo del taxipasó de pronto de «ocupado» a «libre»,pero no fue hasta que paró delante deellos cuando David vio que era una

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chatarra oxidada, la misma que habíaestado patrullando la manzana una horaantes. Dentro, vio a un extranjero de tezmorena con una tira de cuentas demadera colgada del retrovisor, y le llegóel olor a tabaco turco.

Olivia tenía la mano ya en la puertacuando David dio un paso atrás y dijo:

—No, gracias.Bajando un poco más la ventanilla,

el conductor dijo:—¿Qué pasa? ¿Les llevo a algún

sitio?David dio un golpecito en la puerta

de manera educada y contestó:—He cambiado de idea. Gracias de

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todas formas.Olivia estaba confusa y el conductor,

con aire despectivo, arrancó y se dirigiólentamente hacia la esquina.

—¿Qué le pasaba a ese taxi? —preguntó Olivia.

—No me ha dado buena espina —respondió David, y después de todo loque les estaba pasando, Olivia sabía quedebía respetar un pálpito.

David esperó hasta que el taxi seperdió de vista, cogió a Olivia de lamano y dijo:

—Vamos a dar un paseo. —Y seadentraron en el parque—. Cogeremosun taxi al otro lado.

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La noche estaba nublada y casi nohabía luna, pero el camino estabailuminado cada cincuenta metros porunas farolas anticuadas. La gravillacrujía bajo los pies al caminar y elviento agitaba las ramas desnudas de losimponentes y viejos olmos. No habíanadie más en el camino, los bancosverdes de metal estaban vacíos y lospocos puestos de comida por los quepasaron tenían sus puertas plegablescerradas. Había otro sendero a suizquierda que llevaba hasta un lagoartificial con un cobertizo destartalado;un letrero anunciaba que se alquilabanbarcas de remo.

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Olivia se levantó el cuello delabrigo y se metió las manos desnudas enlos bolsillos. David se preguntaba siestaría cuestionándose la decisión quesu compañero había tomado.

Con el maletín de piel colgado alhombro, se mantenía alerta, atento acualquier sombra a ambos lados yparando de vez en cuando parainspeccionar la oscuridad que ibandejando atrás. Incluso él se estabapreguntando si no habría tomado ladecisión equivocada.

Pero entonces, ella lo sorprendiócomo de costumbre.

—¿Sabes? —dijo ella, empezando a

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hablarle de aquello a lo que le habíaestado dando vueltas—. Se decía queCagliostro había iniciado a Napoleón enlos misterios secretos del rosacrucismo,entre otros temas. Y, tras el asesinatodel conde en 1795, cuenta la leyendaque el emperador ordenó a sus soldadosencontrar la tumba del conde,desenterrar el cuerpo y llevarle elcráneo.

—¿Para qué?—Una copa para beber.—Suena más a algo típico de Hitler.—Sí, ¿verdad? —dijo ella—. Todos

los dictadores están locos. Pero tambiéncompartían algo más. Napoleón estaba

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decidido a descubrir el conocimiento decualquier forma o fuente, y aplicarlo asu cada vez mayor imperio.

—Como la piedra de Rosetta.—Exacto. Eso fue por lo que envió a

científicos e investigadores comoChampollion en primer lugar, paradescifrar la sabiduría ancestral del Este.

David vio movimiento entre unosárboles y se relajó cuando comprobóque era una ardilla gris rolliza rodeandoel tronco del árbol.

—Y aunque sus motivos eran menosbenévolos, Hitler hizo exactamente lomismo. Mandó a varios fanáticos comoDieter Mainz a París para que buscaran

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cualquier conocimiento arcano quepudiera ayudarle a levantar el TercerReich.

La ardilla correteaba por el senderoque rodeaba una fuente clásica en la quese veía un tritón elevándose desde lasprofundidades. Mientras escuchaba laexposición de Olivia, David trataba decalcular en qué punto del parque seencontraban y cuánto quedaría parallegar al otro lado.

—Pero yo me pregunto qué fue loque Mainz pudo sacar en claro de losdesvaríos de Cagliostro. No soyChampollion, pero me encantaríaenseñarle algunos de esos jeroglíficos a

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uno de mis profesores de Bolonia. ¿Hayalguien en tu biblioteca de Chicago queesté especializado en textos egipcios?

Él no le contestó.—¿David?Tenía toda su atención concentrada

en una figura que había entre losárboles, un poco más allá. Lo único quepudo distinguir era una chaqueta de pielnegra.

—Hay alguien a la derecha, entre losárboles —dijo David, andando másdespacio pero sin querer pararse deltodo. Aún no quería hacerle ver que lohabía visto.

Olivia miró y susurró:

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—Quizás es el típico punto deencuentro gay.

David pensó que era posible, sobretodo cuando vio a un segundo hombre unpoco más lejos, entre las sombras, conel cuello del chaquetón subido.

—¿Quieres que nos demos la vuelta?—dijo Olivia.

David no estaba muy seguro de quéhacer hasta que el viento le llevó el olorsuave de humo de cigarrillo.

Era dulce y aromático.—Sí —dijo, parándose en seco.Los hombres se iban acercando en

uno al otro —¿para el encuentro?— yDavid pasó el brazo por debajo del de

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Olivia y se dirigió, llevándola a ella,hacia la fuente del tritón. No volvió lamirada durante unos segundos,inclinándose hacia ella como si fueranamantes, pero al agudizar el oído oyópasos en la gravilla.

Y cuando por fin se volvió, vio a losdos hombres andando como si nada trasellos. No había tiempo para correr elriesgo.

—Corre —dijo, soltándole la manoa Olivia—. ¡Corre!

Echaron a correr, rodearon la fuentey se adentraron en el oscuro sendero.

Al mirar atrás, David no vio a losperseguidores. Pero oía el chasquido de

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las ramitas, las hojas desmenuzándose ypasos golpeando el suelo frío y durocerca del sendero.

Olivia, con las zapatillas de deporte,corría a buen ritmo, y David le seguía decerca.

Pero tenía la sensación de que loshombres los acechaban desde amboslados, ocultos tras los árboles y lamaleza, e intentaban bloquearles lasalida del parque.

—¿Para dónde? —dijo Oliviajadeando.

Y entonces fue cuando David vio elotro sendero que llevaba hasta elcobertizo y señaló hacia él.

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Olivia se desvió de golpe y seencaminó al sendero que llevaba al lagocon los brazos abiertos para mantener elequilibrio, y David la siguió. No veía anadie tras ellos, pero estaba seguro deque se darían cuenta de lo que habíaocurrido en pocos segundos, si no lohabían hecho ya.

Una tira de luces blancasabandonada colgaba de los aleros delcobertizo, pero la puerta estaba cerraday las persianas echadas. Había unapuertecita de madera bloqueando laentrada al embarcadero; Olivia la saltósin ninguna dificultad y David hizo lomismo justo detrás de ella. Tres o cuatro

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barcas de remos se balanceaban en elagua oscura.

—¡Sube a la barca! —dijo David—.¡A la del fondo!

Sin perder ni un segundo, Oliviarecorrió el embarcadero de madera ysaltó a la barca. Mientras Daviddesataba la cuerda rápidamente, ellaenderezaba los remos. A David se leocurrió desatar el resto de barcas ydejarlas a la deriva, pero antes de quepudiera hacerlo vio al hombre del cuellolevantado bajando la colina con algobrillante en la mano que parecía,sospechosamente, una pistola.

—¡Rema! —dijo David.

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Y apenas había sumergido los remosen el agua cuando David saltó delembarcadero, aterrizando con un ruidosordo y tirando a Olivia del banco de labarca al suelo. La barca salió escoradadel embarcadero, con ambos en el suelode la misma.

David oyó a uno de los hombresgritarle al otro.

Se descolgó el maletín del hombro,pasó por encima de Olivia y agarró losremos.

Oía pasos fuertes corriendo por elembarcadero.

Se agachó, encogió la espalda y tirócon fuerza. La barca avanzaba en la

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oscuridad y los remos crujían en lostopes. En cuanto consiguió sacarlos delagua, volvió a tirar de ellos y asíempezó a coger el ritmo. Los doshombres se gritaban el uno al otro en unalengua que David no entendía, y aunqueestaba muy oscuro como para ver lo queestaban haciendo, oyó una cuerda caer alagua y el sonido sordo de la proa de unabarca golpeando el embarcadero.

Volvió a meter los remos en el agua—deseaba que hicieran menos ruido— yvio una chispa naranja en la direccióndel muelle. Una bala impactó contra elagua cerca de la popa. Olivia,agachándose más, dijo:

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—¡David, agacha la cabeza!Otra chispa se encendió, se oyó un

suave sonido sordo y en esa ocasiónsaltaron astillas del borde de la barca.

David sabía que estaban disparandoúnicamente guiados por el sonido de losremos —allí, en el lago, todo estabacasi completamente oscuro—, pero si noseguía remando, podían alcanzarlos.

—David, ¿qué puedo hacer? —dijoOlivia susurrando—. ¿Cómo puedoayudar?

En su voz se notaba más ira quemiedo.

David no sabía qué decirle. Volvió atirar, pero era difícil hacerlo sin

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sentarse y exponerse a un nuevo disparo.Daba igual lo cuidadoso que fuera alsumergir los remos, chirriaban en lostopes y goteaban al salir del agua.

Hubo otro fogonazo en la oscuridad,aquel más cercano, que impactó en laparte trasera del barco y levantó un nubede polvo. David se preguntaba cuándobajarían la mirada lo suficiente comopara dirigir una bala al barco, bajo lalínea del agua.

—David, ¡déjame remar un rato! —susurró Olivia—. Puedo hacerlo.

Pero David negó con la cabeza y lepreguntó si sabía nadar.

—Claro que sé nadar.

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—Pues quítate el abrigo, te haráhundirte, y prepárate.

Dejó caer los remos —ya leempezaban a doler las manos—, buscóel móvil en los bolsillos y lo encendió.

—¿Ves el cobertizo? —dijo. Desdeel lago, eran las únicas luces visibles—.Nada hasta allí.

Pero ella se detuvo.—Solo si tú vienes también.—Iré justo detrás de ti. ¡Vamos!Tiró el abrigo, se quitó las zapatillas

de deporte con los pies y se tiró por laborda al agua. Cuando estuvo seguro deque ella estaba a una buena distancia,tiró rápidamente de los remos tres o

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cuatro veces, aumentando la distanciaentre él y sus perseguidores.

La pistola volvió a dispararse y labala provocó un gran estruendo alimpactar en el tope de los remos,lanzando una lluvia de chispas blancasal aire, antes de rebotar en la oscuridad.

Oyó una risa de júbilo —el tiradordebió de imaginarse lo cerca que habíaestado— y rezó por que Olivia pudierapasar por el lado de ellos sin serdescubierta.

Aún se veían las luces blancas delcobertizo, pero nada más. La luna y lasestrellas estaban ocultas tras las espesasnubes.

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David dejó caer los remos, se quitólos zapatos y el abrigo de los hombros.Buscó a tientas el maletín bajo elasiento. No lo iba a dejar allí, pero sealegró de que los documentos originalesestuvieran escondidos en Chicago.

El tirador gritó algo que eraclaramente un insulto y volvió adisparar. La bala salpicó al caer en elagua junto a la proa.

David se colgó el maletín al hombro,amontonó el abrigo en el asiento y dejóel móvil abierto encima, con un hilo deluz emanando de él. «Deja que sigan aesto como un faro y se adentren más enel lago», pensó.

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Y luego se dejó caer por la borda.El agua estaba tan fría que le cortó

la respiración, pero puso ambas manosen la popa de la barca de remo y laempujó con todas sus fuerzas. Ensegundos, ni siquiera él la veía.

Luego, nadando a braza paraminimizar el ruido, se dirigió alembarcadero. La ropa que llevabapegada al cuerpo por culpa del agua lepesaba e incomodaba más de lo quehabía imaginado, y el maletín hacía deresistencia.

Pero cuando oyó a la otra barcaacercarse, dejó de nadar y se quedóflotando en el agua. Lo único que veía

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era la forma de la barca, el casco negromoviéndose por el agua oscura y lasilueta de un hombre encorvado en laproa, hablando —sin duda, dandodirecciones— con el remero, que iba deespaldas. David estaba a menos demetro y medio de ellos, tan cerca que lapala de uno de los remos estuvo a puntode golpearle en la cabeza, y se sumergiócompletamente. Sintió las ondas de laestela de la barca en la superficie, sobreél.

Cuando ya había pasado de largovolvió a sacar la cabeza, apretando losdientes para que no le castañetearan, yempezó a nadar con decisión, deseoso

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de que el corazón le volviera abombear.

Pero, ¿dónde estaba Olivia? No seatrevía a llamarla, y no escuchaba nada.

Siguió nadando, observando lasluces blancas y borrosas del cobertizo através de las gafas empapadas. Qué nodaría en aquel momento por un simplerayo de luna en el agua que le permitieraver a Olivia nadando a salvo hacia laorilla.

En la distancia, volvió a oír elsonido ahogado del silenciador, seguidodel pum de algo al explotar —el fin desu móvil— y después un grito dealegría. El disparo debía de haber

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alcanzado al objeto de lleno y hacerlovolar en pedazos. Probablementeestarían pensando que, al menos uno delos dos, quien fuera que lo estuvierasosteniendo, estaría herido o muerto.

Siguió nadando, aunque cada vezestaba menos seguro de que sus pies ysus piernas estuvieran realmentecooperando. Se le estaba empezando aentumecer todo el cuerpo y cargar elmaletín era como llevar una piedraatada.

Respiró más profundamente,avanzando por el agua lo más rápidoposible, intentando mantenerse en líneacon las luces del cobertizo y sin dejar de

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buscar cualquier señal de Olivia.Las líneas redondeadas de las

barcas amarradas finalmente se hicieronvisibles, y se dirigió hacia ellas con lostrazos pesados como si fueran pesas deplomo. Pero cuando al fin pudo poner elbrazo encima de una de las barcas, unamano helada lo agarró y tiró de él.

—¡Venga, David! ¡Venga!Miró hacia arriba y vio la cara de

Olivia con sus ojos oscuros brillando enlo que parecía un marco de aire helado.Se subió a la barca jadeando,golpeándose las espinillas y los codosen el asiento pero, afortunadamente, susmiembros estaban demasiado helados

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como para sentir el dolor.Abrazó el cuerpo tembloroso de

Olivia, apretándolo contra el suyo, peroninguno de los dos tenía un ápice decalor que compartir.

—Van a volver —dijo David—.Tenemos que irnos.

Se levantó temblando y ayudó aOlivia a subir al muelle. Solo se loocurría un sitio donde poder ir antes demorir congelados. Agarrados de lamano, corrieron colina arriba, siguieronpor el sendero y salieron del parque.

Pasó un coche con dos niños que losvieron salir a la calle, empapados y sinzapatos, y les gritaron algo irrisorio.

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Pero al final de la manzana Davidvio que las luces de la casa del marquésde Sant’Angelo estaban encendidas.

—Ya queda poco —dijo David, yOlivia lo entendió inmediatamente.

En la entrada, abrazándose paracombatir el frío, David notó que lacámara de seguridad se giraba haciaellos y gritó al interfono: «¡Tiene queayudarnos!».

Aquella vez la puerta se abrió, y elsirviente se quedó detrás de ella paradejarlos pasar. Entraron a trompicones,aún goteando agua y casi congelados, enel vestíbulo de mármol, y vieron a unhombre con un esmoquin elegante y la

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corbata negra colgando del cuello en laparte superior de las escaleras.

—¡Ascanio! —gritó—, ¡trae unasmantas!

David asintió en señal deagradecimiento con la cabezatemblorosa por el frío y los brazosalrededor de Olivia.

—Soy Sant’Angelo —dijo elhombre, apoyándose pesadamente en unbastón de ébano para bajar las escaleras—. Aquí están a salvo.

Pero David ya no sabía lo que erasentirse seguro.

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Capítulo 31

Gary había visto la última llamada deDavid, pero por primera vez no habíacontestado. Porque por primera vez nosabía que decir. Sarah había sufrido uncolapso el día anterior, se habíadesplomado en el lavadero y ahoraestaba otra vez en cuidados intensivos.Habían llamado al doctor Ross, lehabían hecho un montón de pruebasnuevas y, finalmente, la habíanestabilizado; pero Gary tenía laimpresión de que habían entrado en uncallejón terrible y, posiblemente, final.

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Hasta que no estuviera seguro, no queríapreocupar a David con las nuevasnoticias, incluso habiéndole dicho élmismo que quería saber siempre laverdad, fuera la que fuera.

El doctor Ross entró en la sala deespera, con un montón de papeles einformes del laboratorio en una carpeta.Por mucho que Gary buscó un atisbo deesperanza en su rostro, no lo encontró.

El doctor se sentó a su lado ydurante unos segundos reveladoressiguió rebuscando en los papeles…como si estuviera intentando posponerlo inevitable.

—¿Cómo está? —preguntó Gary—.

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¿Puedo entrar a verla?—Yo me esperaría un poco —

contestó el doctor Ross—. Aún estádentro la enfermera.

Gary asintió sin dejar de mirar a latelevisión que había sobre un soporte enel techo. Casi no se podía oír al hombredel tiempo anunciando que venía otratormenta de camino. En el mapa,pequeños carámbanos blancosapuntaban a Chicago como puñales.

—Me gustaría poder darle mejoresnoticias —dijo finalmente el doctor.

No servía de nada que Gary se loestuviera viendo venir; se sentía como sile hubieran dado un puñetazo en la

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barriga.—El nuevo tratamiento no funciona.

De hecho, ha empeorado la situación.—Pero yo creía que estaba

recuperándose.El doctor se encogió de hombros y

dijo:—Eso puede pasar al principio.

Pero luego los órganos no lo soportan;el recuento globular ha sido tan malodurante tanto tiempo, que los nóduloslinfáticos están muertos o mortalmenteafectados, y una cosa tras otra empieza afallar. Se convierte en una cascada y,aunque podamos parar el fallo de unórgano, va a ser a expensas de otro. En

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este punto, el cáncer ha ido muy lejos, seha extendido muchísimo y muyprofundamente. Me temo que laenfermedad ha tomado el control y loúnico que podemos hacer es paliar susefectos más dolorosos.

Gary necesitó algo de tiempo paradigerir lo que el doctor acababa dedecirle. De fondo, oía a alguien en latelevisión dando consejos para evitar unataque al corazón al espalar la nieve.

—En este punto del tiempo —dijo eldoctor, y Gary, dirigiendo elpensamiento a cualquier cosa menos a loque se le venía encima, pensó: «¿Puedeel tiempo tener un punto?»—,

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probablemente lo mejor sería trasladarlaa nuestro Centro de Cuidados Paliativosy Residencia. Allí podemos hacer queesté mucho más cómoda, y todo eltiempo que haga falta.

Gary sabía perfectamente lo queaquello significaba; significaba queSarah había llegado al final de la línea.Pero aún le resultaba casi imposiblehacerse del todo a la idea.

—¿No puedo llevármela a casa sinmás?

El doctor, agachando la cabeza yfrunciendo la boca, dijo:

—Yo no lo recomendaría. Esta etapava a ser muy dura y ahora mismo hay

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sitio en la residencia. Es muy tranquila yapacible, y podría hacer que latrasladaran allí en unas horas.

—¿Sabe Sarah todo esto?—Sí. Fue ella la primera en

mencionarlo. Nadie quiere estar en laUCI ni cinco minutos más de lo preciso,y no los culpo por ello.

Ni Gary tampoco. Le deprimía unabarbaridad visitarla allí y cuando habíallevado a Emme el día anterior, laseñora mayor del compartimento de allado había muerto de pronto, y pormucho que intentó disfrazar a ojos de suhija lo que estaba pasando, Emme lohabía comprendido perfectamente. Gary

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y su madre, que había venido desdeFlorida el día antes, se habían llevado aEmme a toda prisa a la sala de espera,pero ella estalló en sollozos de horror.Toda aquella noche Gary había dormidoen la cama con su hija entre los brazos, ysu madre estaba en aquel momento devuelta en la casa intentando, al menos,mantener la compostura.

—¿Por qué no entra ahora y hablacon su mujer? La enfermera le ha dadoun sedante suave, pero debe de estar losuficientemente lúcida todavía. Decidanlo que quieren hacer.

¿Lo que querían hacer? Lo que élquería hacer era sacar a Sarah de la

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maldita cama y volver a sus vidas.—Sé que es difícil —decía el doctor

Ross—, lo más difícil que va a tener quehacer en su vida. Pero es lo correcto,tanto para usted como para su mujer y suhija. Por lo menos Emme podrá ver a sumadre allí en un ambiente mucho menosespantoso y clínico. Hemos descubiertoque así es mucho menos traumático.

De alguna manera, Gary fue capaz depreguntarle al doctor, sin ni siquieramirarlo a la cara, cuánto tiempo estaríaSarah en la residencia. Sonó, inclusopara él, como si preguntara cuántasnoches había reservado en un hotel.

—Siempre es difícil predecir estas

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cosas, pero yo diría que tres, cuatro díasa lo sumo. El tiempo en la residencia seutiliza principalmente para aliviar eldolor y dar al paciente la oportunidad dedespedirse de los suyos. —El doctorapoyó la mano en el hombro de Gary amodo de consuelo, mientras en latelevisión aparecía un anuncio estridentede coches—. Ha sido un largo camino—dijo—, y no puedo expresar lo quesiento que vaya a terminar aquí. Perocreo que se sorprenderá. Esta etapa delviaje puede ser realmente pacífica ycurativa.

Gary podía prescindir del enfoquede la Nueva Era.

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Dándole un apretón suave en elhombro antes de seguir con su ronda, eldoctor Ross dijo:

—Lo he dejado dicho en enfermería.Cuando haya hablado con Sarah, seencargarán de todo.

Gary se quedó en el sofá. Lospresentadores de la televisión estabanretransmitiendo la noticia de unacolisión múltiple en la autopista DanRyan. Sacó el móvil del bolsillo comoun gesto mecánico y marcó el número deDavid. No había excusa para dejarlopasar más tiempo; David tendría quesaber lo que pasaba y volver a Chicagoinmediatamente. Se levantó y se dirigió

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a la otra esquina de la sala, desde dondeno se oía la televisión. Mientrasesperaba a oír el tono de llamada,miraba por la ventana hacia unaparcamiento helado. Un tipo estabaquitando el hielo como un loco delparabrisas. Le saltó directamente elbuzón de voz y, en ese instante, Gary nosupo exactamente qué decir. Al final,simplemente dijo que, aunque estabanhaciendo todo lo posible por que Sarahno sufriera, la situación pintaba muymal. «Si quieres despedirte, vas a tenerque volver. Rápido». Después, por siacaso, llamó al último hotel desde elque David le había llamado, un lugar

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llamado el Crillon, en París, y dejó casiel mismo mensaje en el servicioautomatizado que ofrecían.

Se guardó el teléfono en el bolsillo yvolvió a entrar en la UCI a través de laspuertas dobles. Allá donde mirara, entrelas cortinas abiertas, había personasmuy enfermas; lo único que se oía era elsonido de los tubos de succión,monitores cardíacos o a algún visitantesusurrando palabras de ánimo.

Colocaron la cabeza de Sarah haciaél cuando entró, y se dio cuenta de quese le había olvidado hacer el esfuerzoconsciente de recobrar la compostura,como siempre intentaba hacer para

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parecer más optimista. ¿Pero quéparecería eso en aquel momento?, sepreguntaba. ¿Cómo iba a poner buenacara ante aquello?

Acercó la silla de plástico a lacama, estrechó la mano de Sarah —Dios, tenía la piel helada— y Sarah ledijo, apenas susurrando:

—¿Has hablado con el doctor Ross?Y él asintió. Tenía los ojos, que

antes habían sido marrones y brillantescomo botones, hundidos en las cuencas,y las cejas y el lustroso pelo castañohacía ya mucho que habíandesaparecido. Le recordaba, de maneradesconcertante, a la muñeca del cuerpo

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humano que tenía de niño. Estaba tanconsumida que parecía transparente.

—Bien. —Cerró los ojos, respiróhondo y siguió hablando—. Me vendríabien un cambio de escenario.

Gary se preguntó si habría sidocapaz de hacer una broma, cualquiertipo de broma, si hubiera sido él el quese encontrara en aquella cama elevada,con las vías intravenosas entrando ysaliéndole de los brazos.

—He oído que se está bien allí —dijo ella—. Y no quiero que sea este elúltimo sitio donde me vea Emme.

—Entonces les diré a las enfermerasque lo hemos decidido y que te

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trasladen.Ella asintió, casi

imperceptiblemente, con la cabeza sobrela almohada. Al menos, aquello estabasolucionado.

—¿Cómo lo lleva Emme? Ayer lopasó realmente mal.

—Mamá la mantiene ocupada. Creoque han ido a ver una película hoy. ConAmanda.

Sarah volvió a asentir.—En cuanto me instalen en la

residencia, llévala allí. Odio que me veaasí, pero tampoco quiero desaparecerpara ella como por arte de magia, comome hicieron a mí con mi madre.

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Gary sabía que la pérdida de sumadre le había perseguido día tras día.¿Cómo no? Sarah siempre había sentidoque la habían mantenido en la oscuridaddurante demasiado tiempo y que, con lamejor intención, habían intentadoprotegerla del trauma, pero haberseestablecido en la profesión médica lehabía acabado dejando una herida aúnmás incurable.

—Y, por otra parte —dijo Sarah—,soy una egoísta.

—Era la persona menos egoísta delplaneta.

—Quiero pasar cada segundo queme quede con ella.

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Parecía que iba a llorar, pero sucuerpo era incapaz de producir una solalágrima. La poca energía que lequedaba, la empleaba en luchar porsobrevivir.

Había una última gran pregunta en elaire, y Sarah la hizo finalmente:

—¿Has hablado con David?Gary le dijo que le había dejado un

par de mensajes y que esperabarespuesta en unos minutos.

—¿Dónde está ahora?—En Francia.—Francia —dijo, con una sonrisa

nostálgica—. Me alegro de que uno denosotros haya ido.

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—Volverá tan pronto como pueda.—Bien, bien. Pero cuanto más tarde,

mejor.Gary estaba confuso.—Porque no me voy a ir a ningún

sitio sin verlo por última vez. —Seencajó la mandíbula como un defensa defútbol americano—. No me importacuánto tarde. Esperaré.

Gary la creyó.—Esperaré —repitió, y se dejó caer

en un profundo sueño inducido por loscalmantes.

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Capítulo 32

Los papeles del maletín estaban muyestropeados.

La única buena noticia que Davidpodía esperar era que los originalessiguieran sanos y salvos en laNewberry.

Aun así, el marqués había esparcidolos documentos por el escritorio quehabía en el centro del salón con todo elcuidado y respeto que se le debíaconferir a un códice de Leonardo reciéndescubierto. Estaban sobre una capa depaños absorbentes suaves, y además le

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daba toquecitos a los bordes con unaesponja.

Las páginas del manuscrito, Lachiave alla vita eterna, también estabantodas pegadas; tendrían que secarlas unaa una durante varios días, separando lashojas delicadamente con escalpelos ypinzas.

Pero fue el boceto de La Medusa loque, inmediatamente, había capturadotoda la atención de Sant’Angelo. Elprofesor Vernet del museo mineralógicoles había dicho que el marqués era unexperto en aquellos temas, y el hecho deque se hubiera fijado instantáneamenteen aquel notable boceto no hacía más

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que confirmar dicha afirmación. Leallanaba las arrugas con la suavidad queun padre coge a su hijo.

El hombre en cuestión no se parecíaa nadie que David hubiera conocidoantes. Tenía la expresión imperiosa y,bajo una nariz prominente y aguileña, unexuberante bigote moreno. A David leparecía alguien salido de otra época. Y,a pesar de la pronunciada cojera quesufría, tenía una potente presencia física.Todavía con la ropa de gala y la corbatasuelta en el cuello, se metió de lleno enlos papeles. La camisa plisada blanca seabrochaba con botones de zafiroresplandecientes y gemelos a juego.

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—En el futuro —dijo—, deberíamantener este tipo de cosas alejadas delagua.

—En el futuro —contestó David—,espero que no me disparen.

David le había puesto rápidamenteal corriente de cómo habían acabado ensu puerta, empapados y sin aliento, perocuando Sant’Angelo había preguntadoquién iba tras ellos con tanto esmero ypor qué, David no había sido capaz deproporcionarle la respuesta.

—Querían eso —había dicho Oliviade pronto, señalando al dibujo.

—¿Esto? —dijo Sant’Angelo—. Essolo un boceto y una copia.

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—Quieren el objeto real, el espejo—dijo ella, mirando a David paraencontrar su aprobación al ser tancomunicativa.

David asintió en conformidad. ComoOlivia, estaba allí sentado con un pijamade seda y una bata de terciopelo sacadosdel armario personal del marqués. Sehabían cambiado en una habitaciónsuntuosa del primer piso y habíanbajado para encontrarse con que dostazas de chocolate caliente los estabanesperando.

—Un espejito, ¿hecho de qué? —dijo Sant’Angelo con escepticismo—.¿De plata?

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—Pero de manos de un gran maestro—contestó David.

El marqués asintió.—Ah, así que lo saben. La mano de

Cellini es inconfundible, ¿verdad?David no se sorprendió. Tenía la

impresión de que aquel hombre sabíamucho más de lo que estaba dejandover.

—Tengo una clienta que me haencargado encontrarlo —dijo David—.Cueste lo que cueste.

Como tratante de aquel tipo demercancía, al marqués seguramente leintrigaría que se tratara de un encargo.

—Se lo ha encargado, ¿no? ¿Puedo

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preguntar su nombre?—No tengo la libertad para desvelar

su nombre —dijo David, pensando queera mejor guardarse una o dos cartasbajo la manga, sobre todo con alguientan reservado como Sant’Angelo.

El marqués asintió, acostumbrado,sin duda, a que la gente prefirieramantener en secreto el nombre de quienlos empleaba. Pero no había terminadola tanda de preguntas, y David tampocohabía terminado con él. Sabía que tododependía de quién revelara qué y en quéorden.

—Pero, ¿qué les ha traído hasta míen primer lugar? —dijo Sant’Angelo,

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recostándose en la silla, con los dedosjuntos hacia adelante.

David no vio problema en contestara aquella pregunta directamente,contarle los hallazgos que habían hechoen el museo mineralógico.

—Cagliostro parecía estarobsesionado con alguien con el nombrede Sant’Angelo, y allí estaba su nombreen letras doradas, en la placa con la listadel Consejo Directivo.

Eso ya lo sabía de sobra el marqués.—Así que tengo que preguntarle —

dijo David—. Su familia lleva viviendoen París desde hace muchasgeneraciones y dedicándose a este

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oficio. ¿Alguno de sus antepasados llegóa poseer La Medusa?

Sant’Angelo ni siquiera dudó.—Sí.Olivia estuvo a punto de saltar de la

silla, y David parecía que se habíaquedado sin aire. Allí se encontraba laprueba más exacta de que el objetohabía existido, por no hablar de algunaindicación de dónde había estado. Casile daba miedo volver a hablar.

—¿No lo tendrá, por casualidad, ensu poder ahora mismo?

—No.—Pero, ¿sabe dónde está? —dijo

Olivia, sentada en el borde de la silla.

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Aquella pregunta, sin embargo, síque provocó que Sant’Angelo hicierauna pausa.

—Sí —admitió finalmente.David apuró precipitadamente la

taza y la dejó en una esquina delescritorio, bien apartada de los papelesque seguían en proceso de secado.

—¿Dónde? —preguntó—. ¿Dóndeestá ahora mismo?

Pero Sant’Angelo ya había dadotodo lo que estaba dispuesto a dar; ahoraera su turno, y levantó la mirada haciaDavid.

—Primero, dígame por qué quiereusted, o su clienta, perdóneme, ese

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objeto tan desesperadamente.—Es extremadamente valioso, como

sabe que lo es cualquier cosa hecha porCellini.

El marqués hizo un gesto ante elcomentario, como si estuvieraespantando a una mosca.

—Si no habla honestamente, hemosterminado.

—Cuéntaselo —dijo Olivia.Pero David estaba dubitativo,

temeroso de que, una vez empezara acontarle la historia con detalle,Sant’Angelo pensara que estaba igual deloco que su misteriosa clienta.

El marqués aguardaba.

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—Ella cree que La Medusa tiene unpoder secreto.

—¿El poder de qué?Y, cuando David volvió a detenerse,

Olivia dijo:—De la inmortalidad.Pero si pensaba que el marqués iba a

reaccionar mal, estaba equivocado denuevo. Permaneció inmóvil einescrutable en su silla.

—¿Y usted? —le dijo a David—.¿Qué piensa usted? ¿Cree que tiene elpoder de la inmortalidad?

—Tengo que creerlo.Aquella respuesta sí que le

sorprendió.

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—¿Tiene que creerlo? ¿Por qué?—Hay una vida en juego.—¿La de su clienta?—La de mi hermana.El marqués escuchó absorto mientras

David le contaba el resto de la historia.«Que le den a las consecuencias»,pensó. No tenía tiempo —y másimportante aún, era Sarah la que no teníatiempo— para jueguecitos. Mientrasnarraba la intensa búsqueda que llevabahasta aquel momento, Olivia interrumpíade vez en cuando para añadir detalles,pero si David estaba intranquilo por quela mención del Tercer Reich y lafascinación de Hitler por objetos de

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naturaleza oculta como La Medusapodrían distraer a Sant’Angelo oapartarlo de la línea principal, se diocuenta en poco tiempo de que no teníapor qué preocuparse en ese sentido. Dehecho, no hubo ninguna parte de lahistoria que pareciera sorprenderledemasiado, ni dejarlo consternado oatónito. O era el hombre más confiadodel mundo, o sabía que lo que le estabancontando era verdad. Aunque cómopodía darse la segunda opción era uncompleto misterio para David.

Cuando la historia llegó al final,Sant’Angelo tenía la mirada perdida y,cuando se levantó de la silla y fue

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caminando lentamente hasta la chimenea,apoyándose en el bastón, reposó la manoen la repisa de la chimenea y se quedóallí, mirando fijamente las llamas.Habló sin darse la vuelta.

—Una vez conocí a una mujer —dijo—, años atrás y en otro país. Laperdí en un naufragio, o eso me dijeron.

Los leños chisporroteaban en elfuego y una chispa naranja impactócontra la pantalla de la chimenea.

—Hasta donde sé, ella era la únicapersona en el mundo que podríaconocer, y creer, en el poder de LaMedusa.

David y Olivia intercambiaron una

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mirada, pero no dijeron nada.—Era muy hermosa, famosa por

ello, de hecho.David sintió un pequeño escalofrío

por la columna.—Había pintores que intentaron

plasmar su belleza en el lienzo, peroninguna de sus obras han sobrevivido.Y, aunque los escultores también lointentaron, ni el mármol ni el broncepodían capturar su rasgo más llamativo.

—¿Cuál era? —preguntó David,sabiendo en lo más profundo de su ser loque Sant’Angelo iba a decir.

—El color de sus ojos —dijo,volviéndose del fuego para mirar a

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David—. Eran de color violeta.David sabía que la expresión de su

rostro le había dicho al marqués todo loque quería saber.

—No es seguro que vuelvan al hotelesta noche —dijo el marqués—. Sequedarán aquí, y por la mañana les dirédónde pueden encontrar lo que buscan.

Luego, se volvió hacia el fuego denuevo con la cabeza agachada y elbastón de ébano resplandeciente comoun hierro de marcar.

* * *

En sus habitaciones, en el primer

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piso, unas manos invisibles habíandeshecho las camas, corrido las cortinasy bajado la luz. A David le costabacreer que la noche anterior hubieraestado defendiendo su vida en uncompartimento de tren diminuto y queahora estuviera cómodamente alojado enuna habitación lujosa de una casaadosada parisina… con Olivia, amboscon pijamas grandes, metiéndose a unacama con dosel.

Olivia se tapó con el edredón hastael pecho, dio unos toquecitos al colchóny dijo:

—Es lo suficientemente grande paralos dos, ¿sabes?

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David se quitó la bata, la dejó enuna silla y se sentó en el colchón.

—¿Crees que quería decir eso? —preguntó David—. ¿Que sabe dóndeencontrar La Medusa?

—Yo creo que sí —dijo Olivia—.Pero sé que va a tener que esperar hastapor la mañana.

Puso las almohadas a un lado yempujó el cobertor más hacia abajo.

David no había hablado con Gary nicon Sarah en las últimas veinticuatrohoras y, puesto que su teléfono habíavolado en pedazos y el de Olivia sehabía hundido en el lago, miraba por lahabitación en busca de uno.

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—No hay teléfono aquí —dijoOlivia, leyéndole la mente—. Ya hebuscado.

—Quizás haya uno abajo —dijo éllevantándose, pero Olivia lo volvió asentar.

—David, puede esperar unas horasmás. Estaba bien la última vez quellamaste, ¿no?

—Sí.—Entonces deja de pensar en eso

por lo menos una noche. Piensa en timismo —dijo acercándose—. Piensa ennosotros.

Acercó la mano y le quitó las gafas.Las dejó en la mesita de noche y apagó

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la luz. La única luz que había en lahabitación entraba por una rendija en lascortinas que cubrían las ventanas y quedaban a la calle… y al embarcadero mása lo lejos.

—¿Me ves todavía? —dijo ellabromeando.

—Más o menos.Olivia se echó hacia adelante y lo

besó.—¿Sabes dónde estoy ahora?—Ahora me hago una idea bastante

bien.Ella se rio y se metió debajo de la

ropa de cama.—Encuéntrame.

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David levantó el cobertor losuficiente como para meterse debajo ysintió el calor del cuerpo de Oliviacontra el suyo. Le brillaban los ojos enla oscuridad y tenía el pelo morenoesparcido por la almohada blancamullida. Apoyado el codo, agachó lacabeza para besarla.

—Umm —dijo ella—. Sabes achocolate caliente.

—Yo creía que eras tú. —La besóotra vez—. Sí, eres tú.

Le rodeó la fina cintura y la acercóhasta él. Ella levantó los brazos y lospuso alrededor de su cuello.

—Quizás aquel día que ibas por la

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piazza —dijo ella.—¿Sí?—Quizás fue el destino.David, que no habría tenido en

cuenta una cosa así unas semanas antes,no rechazó la idea en aquel momento. Sumundo se había abierto de golpe paradar cabida a un millón de nuevasposibilidades.

Si Olivia era su destino, pensó,mientras los dos cuerpos se acercabanbajo el cobertor con una facilidadnatural pero urgente, entonces estaríacompletamente de acuerdo.

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Capítulo 33

Al fin solo, el marqués echó otro leño alfuego Y se quedó observando cómo seavivaba.

¿Podría ser posible? ¿PodríaCaterina seguir viva? ¿Podría haberestado viva todos aquellos siglos?

Sintió a la vez una gran sensación deangustia en el corazón, la angustia de losaños perdidos, y la llama de laesperanza, una llama que no habíasentido en siglos. La expresión de DavidFranco había desvelado la verdad máselocuentemente de lo que podrían

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haberlo hecho las palabras.Aunque Sant’Angelo pensaba

entonces que los informes de su propiamuerte y su entierro la habríanconvencido a ella de que, realmente,había dejado aquel mundo, ¿cómo sehabía dejado engañar después él deaquella manera?

¿Qué estupidez, qué insensatez, quéamarga desolación le habían llevado acreer las noticias de su fallecimiento?Sabía que las fuentes que contaron elsuceso tenían razones para decir lo quedijeron y para jurar lo que aseguraban.Y arremetió contra sí mismo por sucredulidad, su ceguera y su

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desesperación. ¿Había creído su muerteporque no soportaba la idea de pensarque la había condenado al mismo sinoque él había soportado?

Y, ahora, ella quería recuperar elespejo. Quería recuperar La Medusa, acualquier coste. Pero, ¿por qué? ¿Parausar su magia en otra persona? ¿O paraver si, al destruirlo, podía deshacer lamaldición que se había echado a símisma aquella fatídica noche en suestudio?

Acercó una silla al fuego —era enaquel momento de la noche cuando másle dolían las piernas— y se sentó, Debíapensar, debía trazar un plan. Debía

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decidirse a luchar por un futuro. Aquellanoche había aprendido que había másque una razón para existir, había unarazón para vivir.

Recostó la cabeza hacia atrás, cerrólos ojos y sintió cómo el calor del fuegole recorría el cuerpo.

Pero, primero, debía enfrentarse almayor fracaso de su vida, aquel del cualnunca se había recuperado. Tenía quesuperar un miedo que, incluso a él, alinmortal Cellini, le aterrorizaba hasta elmismo tuétano de sus huesosfracturados. Una única vez en su vida sehabía enfrentado a un enemigo tanpoderoso y con tales recursos oscuros

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que los suyos propios habían palidecidoante ellos. Durante décadas, se habíaconformado con conseguir un empate alenfrentarse a aquel funesto adversario,empate con el que su adversario tambiénparecía estar conforme. Sant’Angelo seimaginaba a ambos como dosboxeadores destrozados hasta quedarirreconocibles, pero aún así respetuososy cautelosos ante el poder del otro.Ambos sabían el poder que La Medusaconfería, además del elevado precio quehabía que pagar por ello, pero mientrasel marqués estuviera al tanto de dóndeandaba su enemigo y seguro de suslimitaciones, estaba dispuesto a esperar

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al momento oportuno.Ahora, ese momento había llegado.

Si con el hecho de recuperar, por fin, elespejo, podía recuperar el gran amor desu vida… si podía compartir aquellasentencia con la única mujer en elmundo que lo entendería… entonces, elempate tenía que romperse. El destino lehabía hecho estar aquella noche en elColiseo con el doctor Strozzi, el mismodestino que le había enseñado cómocrear La Medusa, y el mismo que lehabía llevado como una peonza de unpaís a otro, durante cientos de años.Ahora, el destino le había traído aaquellos dos aventureros hasta su puerta,

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cada uno con su propio objetivo. Pero elprincipal objetivo que cumplirían seríael suyo. Tendrían que entrar en lamismísima boca del lobo, un lugar hastadonde sus piernas fracturadas no lopodían llevar y donde su sola presenciaharía saltar todas las alarmas. Una vezallí, tendrían que derrotar a una criaturamás sanguinaria que ninguna gorgonaque hubiera habitado el inframundo, unacriatura cuya reputación era tanaterradora que era, precisamente, lo queno quería revelar.

Tiró de la corbata suelta y la dejócaer al suelo como si, en su mente,rememorara el verano de 1940… y la

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caravana de coches blindados quehabían subido por el serpenteantecamino privado que llegaba al ChâteauPerdu. Todavía podía oír el sonidosordo de los motores.

Había estado cazando con suguardabosques, el viejo Broyard,cuando los oyeron avanzar por el largocamino que daba al castillo. Habíaascendido rápidamente por la colina y,cambiándole a Broyard el rifle por losprismáticos, se había subido a un árbol.Apartó las ramas con una mano y vio aun grupo de cuatro coches blindados,seguidos por un gran Mercedes negrosubiendo, a toda prisa, por el bosque.

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Banderines nazis ondeaban sobre elguardabarros delantero de la limusina.

—¿Alemanes? —preguntó Broyardnervioso.

—¿Quién más tiene gasolina?«Así que había llegado, pensó. Era

inevitable». Los nazis habían invadidoFrancia a principios de mayo, habiendotardado solo unas semanas en romper lalínea Maginot y, para el catorce dejunio, sus tanques habían estadorugiendo triunfantes en los CamposElíseos. Solo había sido cuestión detiempo que el marqués recibiera unacomisión tan poco grata como aquella.

—¿Cuántos? —preguntó el

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guardabosques, mientras Sant’Angelo sebajaba del árbol.

Lo dijo como si estuviera pensandocuántas balas iban a necesitar paramatarlos a todos.

—Demasiados —contestó elmarqués, dándole una palmada en elhombro envejecido.

Tan rápido como se lo permitían laspiernas del viejo guardabosques,recorrieron con dificultad la cima de lacolina, con el denso bosque a un lado yel río Loira al otro, algo más lejos bajoellos. Al acercarse al château, había ungran terreno abierto en la ladera de lacolina, un prado inclinado donde las

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ovejas pastaban, pero desde donde, setemía el marqués, serían avistados conmás facilidad por los intrusos que aúniban subiendo por el camino.Manteniéndose agachado cerca delsuelo, corrió hacia una gran cantera depiedra circular. Construida por elcaballero normando que había erigido elchâteau en el siglo XVI, la cantera sehabía usado para atraer a animales comoosos, lobos y jabalíes con cebos. Variosescalones de piedra descendían algunosmetros en la tierra hasta llegar a unajaula con barrotes. Tiró con todas susfuerzas hasta que, finalmente, consiguióabrir la puerta oculta y, agachándose

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más aún, entrar dentro.—Mantente alerta desde la cresta de

la colina —dijo Sant’Angelo— y nohagas nada que llame la atención.

Broyard asintió y cerró la losa depiedra tras el marqués.

La oscuridad era absoluta, pero elmarqués se buscó en los bolsillos yencontró un paquete de cerillas. Apartede un túnel que llevaba hasta la orilladel río, solo había otro modo de salir deallí. Encendiendo una cerilla tras otra,fue avanzando lentamente con la únicacompañía del chapoteo de las botas ydel chillido de alguna que otra rata. Eltúnel —la ruta de escape secreta del

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caballero— iba incluso más allá delfoso, y los muros de piedra aúnconservaban las cadenas queantiguamente habían amarrado a losprisioneros allí retenidos.

Pero cuando el marqués notó la botachocar contra una rejilla de hierro, supoque la mazmorra, la misma a la quearrojaban a los condenados, estaba justodebajo de él. Los más afortunadosmorían a causa de la caída; los otros,morían de hambre lentamente.

Sant’Angelo fue avanzandocuidadosamente por el borde antes de,finalmente, salir hacia arriba, a laespalda de un viejo botellero. Lo

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empujó —las bisagras crujían— y, unavez en el interior de la bodega, encendióla única cerilla que le quedaba.

Celeste, una bella y joven criada,estaba tan asustada que tuvo que taparlela boca con la mano para evitar quegritara. Estaba pasándole botellaspolvorientas a Ascanio.

—Me estaba preguntando dóndeandarías —dijo Ascanio enfadado.

El marqués apartó la mano y Celestese dejó caer aliviada sobre el pecho deAscanio.

—¿Cuántos hay? —preguntóSant’Angelo, mientras se quitaba elpolvo y las telarañas de la chaqueta de

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caza.—Diez o quince. Todos de las SS.—Más —dijo Celeste con los ojos

abiertos de par en par.—¿Qué quieren?—En este momento quieren vino. —

Ascanio se colocó otra botella bajo elbrazo—. Estaba intentando elegir lasbotellas que se habían agriado.

El marqués sonrió y dijo:—No hagas nada imprudente.—¿Te refieres a algo como

matarlos?—Me refiero a algo que

desemboque en que se nos eche encimael Tercer Reich al completo.

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Luego, subió por las escalerastraseras a su habitación, donde se pusola chaqueta de pata de gallo y lospantalones de señorito —moda quehabía adoptado cuando vivió enInglaterra— antes de bajar la granescalinata hasta el salón principal…donde reinaba la confusión.

Soldados de las SS con uniformes decolor verde manzana dirigían las bocasde sus pistolas hacia todos lados,ordenándole al personal de servicio delmarqués que abrieran todas y cada unade las puertas, que vaciaran todos losarmarios y retiraran todas las cortinas.

En el centro de la sala,

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supervisándolo todo, había un hombrede pie, claramente reconocible gracias acada uno de los noticiarios y periódicosde Europa: Heinrich Himmler, elReichsführer. El segundo al mando deHitler y jefe de la temida Gestapo. Enpersona, era incluso más larguirucho yflaco de lo que parecía en las secuenciasde las noticias, que estaban, obviamente,cuidadosamente manipuladas. Lucía ununiforme de color gris perla con botasque le subían hasta las rodillas; laaterradora totenkopf, o cabeza de lamuerte, resplandecía sobre la viseranegra del sombrero. Estaba limpiándoselas gafas de montura fina con un pañuelo

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cuando el marqués se acercó.Un soldado se interpuso en el

camino inmediatamente, pero Himmlerle hizo un gesto con el pañuelo para quese apartara.

—¿Herr Sant’Angelo?—Oui —contestó el marqués,

quedándose a una distancia suficientecomo para evitar un apretón de manos.

—Sin duda sabe quién soy —dijo enalemán, volviendo a ponerse las gafas.

—Ich mache —«Lo sé».—Pero dudo que conozca a mi

asesor.Un hombre corpulento y con la

cabeza cuadrada dio un paso adelante.

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Llevaba puesto un abrigo loden,demasiado cálido para el tiempo quehacía, decorado con la medalla al méritoen la guerra y el requerido brazaletenazi; portaba bajo el brazo un maletínabultado.

—Este es el profesor Dieter Mainz,de la Universidad de Heidelberg.

Mainz hizo una reverencia con lacabeza y chocó los talones de las botas.

—Estaba deseoso, como todosnosotros, de conocerle.

El marqués expresó sorpresa.—Llevo una vida tranquila, aquí en

el campo. ¿Cómo he llamado la atenciónde nadie?

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—Se lo explicaré encantado —dijoMainz, con un tono de voz que parecíaencajar mejor retumbando en una sala deconferencias—. Tenemos razones paracreer —buenas razones, basadas en mispropias investigaciones— que suantepasado, de quien desciende su título,era un hombre de un talentoextraordinario.

—¿Y eso? —contestó Sant’Angelo,sabiendo perfectamente que aquelantepasado se encontraba, justo en aquelmomento, delante de ellos.

—Mis investigaciones —le confió—indican que era un hombre bastanteversado en lo que se denomina común e

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imprudentemente artes ocultas.Sant’Angelo volvió a fingir no saber

nada.—Vengo de una familia larga y

distinguida, pero debo decir que no sémucho sobre eso. ¿Está seguro de quehan venido al lugar apropiado?

—Bastante —dijo Mainz—.Bastante seguros.

Himmler lo miraba entrecerrandolos ojos.

—Aparte de sus sirvientes, ¿hayalguien más presente? —preguntó demanera cortante.

—No. No tengo familia.—¿Ni invitados?

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—No.—¿Alguna mujer? —preguntó,

ladeando su cara pálida y anémica—.¿Algún hombre, quizás?

Sant’Angelo entendió lo que queríadecir, pero no se dignó a contestar.

—Entonces no le importará —siguiódiciendo el Reichsführer— quecontinuemos con nuestra inspección.

Sin esperar respuesta, gritó variasórdenes, y media docena de soldadossubieron en estampida por ambos ladosde la escalinata. Sant’Angelo no pudoevitar darse cuenta de que todos elloseran altos, rubios y con ojos azules.Había oído que a Himmler, el arquitecto

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del programa de reproducción nazi, legustaba escoger personalmente uno auno a sus reclutas.

«Irónicamente, pensó Sant’Angelo,el Reichsführer nunca habría podidoencajar en su propio criterio».

Un edecán le susurró algo al oído aHimmler y ambos se dirigieron a lasalle d’armes, o armería, la habitacióncontigua donde Sant’Angelo vio queestaban montando apresuradamente loque se podría llamar un puesto demando. El armamento medieval quesolía cubrir las paredes se veía entoncesabrumado por la cantidad deequipamiento de comunicaciones

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moderno: aparatos de radio, máquinasdescodificadoras y antenasdestartaladas, desparramadas por todala sala. Un soldado estaba subido en lamesa del refectorio para enganchar uncable en la lámpara de araña, mientrasotro había abierto una de las ventanascon postigos para fijar un receptor almarco.

—Siento muchísimo las molestias —dijo el profesor Mainz inclinándose—,pero tienen mucho trabajo ahora mismo.—Lo dijo como si hablara de unoscuantos burgueses locales que sepreparaban para la visita del alcalde—.Esta noche, como ya sabrá, es el

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solsticio de verano.«Efectivamente», pensó el marqués,

«¿y qué?».—Es una de las celebraciones

ancestrales que hemos vuelto aconsagrar —aportó Mainz—. Sustituye atodas esas paparruchas judeocristianas.De hecho, he escrito un libro sobre estete ma : Arische Sonne-Rituale, «Ritossolares arios». Si lo quiere, estaríaencantado de mandarle una copiadedicada para su biblioteca privada.

Sant’Angelo asintió, como en señalde gratitud.

—Soy un bibliófilo —confesóMainz—. Tengo tantos libros en mi casa

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que mi mujer dice que llenaría tambiénla bañera de ellos si me dejara.

Ascanio y Celeste entraron, convarias copas y una botella de vino en uncarrito.

—Pero usted también debe de haberheredado una gran colección.

Sant’Angelo se encogió de hombros,como si no le importaran aquel tipo decosas.

—Ay, no sea modesto. Los libroshacen la casa, ¿no cree?

—Eso he oído decir.—Pero, ¿dónde tiene su biblioteca?

—preguntó Mainz, mirando a sualrededor como si la hubiera pasado por

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alto.«Ah, conque era allí adonde quería

llegar».—Me temo que le decepcionará —

contestó el marqués.—Bueno, deje que eso lo diga yo.

Puede que comparta con usted cosas desus antepasados que nunca llegó a saber.De hecho, creo que cuando le hable delconocimiento arcano adquirido por susantecesores, va a quedar ustedencantado y lleno de asombro. Ahora —dijo, cogiendo a su anfitrión por el codoy dirigiéndolo de nuevo a la escalinata—, quizás pueda enseñarme esos libros,¿no? ¿Está arriba, quizás? ¿En una de las

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torres? Tenía entendido que estas torresde pimentero fueron destruidas en elsiglo XVI. Me pregunto cómo seescaparon estas.

Sant’Angelo se soltó del agarre condestreza.

—Quizás fue alguna especie detrampa mágica de sus antepasados.

Iban por la mitad de las escalerascuando el marqués oyó la primeraexplosión afuera.

Se detuvo y estuvo a punto de bajarcorriendo, pero Mainz dijo:

—Es solo una medida deprecaución. No provocaremos ningúndaño importante. Ahora, veamos esa

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biblioteca.No fue una petición, sino una orden.

Sant’Angelo guio al torpe profesor porvarios salones y pasillos llenos demuebles y tapices descoloridos hasta labiblioteca principal de la casa, unespacio grande y oscuro con estanteríasque iban desde el suelo hasta el techo yuna escalera de madera con ruedas queservía para llegar a los libros de laparte superior. Allí, el marqués teníauna amplia colección, con todo desdeMarco Aurelio hasta Voltaire, todos conelegantes cubiertas y los títulosimpresos con letras doradas en loslomos. La mayoría de los libros los

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había adquirido al viajar por todo elmundo, y como resultado de aquelloestaban escritos en muchas lenguasdistintas: italiano, inglés, alemán,francés, ruso, griego. El profesor dejó sumaletín abultado en la mesa de lecturadel centro y empezó a caminardespreocupadamente por la sala,silbando.

—Fantástico —dijo—. Simplementefantástico.

Muchas veces se detenía en algúnlugar de la colección y cogía de unaestantería, con el mayor cuidadoposible, un volumen antiguo.

—Las historias completas de Plinio

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el Viejo —dijo maravillado. Hojeandootro volumen, dijo en tono triste—: LasFilípicas de Tácito. Mi copia se quemóen un incendio en Heidelberg.

Varias veces vio Sant’Angelo tanabsorto a Mainz que pensó que podríairse de allí sin que lo echara de menos.Se oyó otra explosión de dinamita ySant’Angelo escuchó el estruendo devarios árboles al desplomarse.

Pero después de examinar variasdocenas de libros, e inclusoinspeccionar los de los estantessuperiores, Mainz se detuvo y dijo:

—Pero aquí no es donde realizausted su trabajo.

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—¿Trabajo? —contestóSant’Angelo, poniendo un tono altanero—. No estoy muy seguro de saber de quéhabla.

Mainz recorrió la habitaciónhaciendo un gesto con la mano.

—No falta ni un libro de ningúnestante. No hay ni un papel ni unbolígrafo en la mesa. Y estos —dijo,señalando a los miles de volúmenesexpuestos— no son el tipo de libros quesé que posee a ciencia cierta.

Bajó de la escalera y, con unasonrisa glacial, le dijo:

—Quiero ver la colección privada.Al no contestar Sant’Angelo, Mainz

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siguió hablando.—Puede enseñármela, o puedo hacer

que mis soldados la encuentren, inclusosi eso implica que tengan que echarabajo cada una de las puertas de estelugar. Vamos —dijo, con el mismo tonode camaradería—, ¿cada cuánto tiempose cruza con alguien como yo, alguiencapaz de apreciar el verdadero valor detodo esto? —Se dirigió a la puerta y segiró únicamente para decir—: ¿Haciadónde vamos, marqués?

Sant’Angelo empezaba a plantearsesi no habría sido mejor haberlos matado,como había dicho Ascanio. Pero yahabía poco que hacer con el mismísimo

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Himmler y las SS dispersados por todoel château y sus terrenos.

Lo dirigió por el pasillo; luego bajólas escaleras de caracol hasta llegar a suestudio privado, situado en la partesuperior de la torre este. No habíanhecho la instalación eléctrica allí y, alestar anocheciendo, el marqués tuvo queir parándose para encender las lámparasde gas que había colocadas en apliquespor las paredes. El aire de la habitacióntambién estaba viciado, y abrió lascristaleras que daban a la terraza y saliópara comprobar qué destrucción habíasufrido su propiedad.

El aire estaba impregnado del olor a

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madera quemada y al llegar al final delparapeto y mirar al prado dondepastaban las ovejas, vio que losalemanes habían hecho saltar por losaires todos los viejos robles querecorrían la cresta del altozano yestaban usando sus coches acorazadospara arrojar colina abajo los troncos quepreviamente habían reducido a astillas.

Antes de que le diera tiempo aplantearse por qué estaban haciendoaquello, oyó a Mainz desde lahabitación exclamar algo.

—Como yo, ¡es usted un hombre delRenacimiento! —dijo el profesorcuando Sant’Angelo volvió a entrar.

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Tenía en la mano una copia de laautobiografía de Cellini, con laimpresión original realizada porAntonio Cocchi en 1728—. ¡Perotambién tiene este libro en otra mediadocena de idiomas! Junto con sustratados sobre orfebrería y escultura.Por lo que debe de admirarlo tanto comoyo.

—Sí, supongo.—Entonces, también sabrá que no

era solo un gran artista. También era ungran ocultista. Seguro que recuerda surelato sobre la conjuración de demoniosen el Coliseo.

—Le fascinaban demasiado esos

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cuentos chinos, en mi opinión.Mainz negó con la cabeza

enérgicamente.—No, no era ningún cuento chino

como usted lo llama. De hecho, elcuento no estaba entero, de eso estoyseguro. A principios del siglo XVI, erademasiado peligroso contar toda laverdad sobre aquellas cosas. Algún día—dijo, devolviendo el librocuidadosamente a su estante—descubriré el resto del cuento.

Entonces, miró a su alrededor,examinando la sala despreocupadamente—un pentágono con librerías de maderade cerezo, que alternaban con espejos

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que llegaban hasta el suelo—, y dijo:—Le envidio por esta atalaya. —Se

quitó el abrigo de loden dejando aldescubierto una camisa blanca quellevaba pegada al cuerpo a causa delsudor y lo dejó en una silla—. En supropia casa, para poder tener un poco depaz y tranquilidad. ¡Yo debería trabajaren una despensa!

Caminó por la habitación tocandolos libros —que trataban temas desde lastregheria hasta la astrología, desde lanumerología hasta la nigromancia— ypareciendo cada vez más extático.Aquello, o eso denotaba su expresión,era lo que había estado buscando. Las

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yemas de los dedos regordetes recorríanel borde de la mesa en la que un bustodorado de Dante con la cabeza rematadapor una corona plateada ocupaba ellugar de honor. Sant’Angelo tuvocuidado de no dejarse embelesar por lapieza.

—Qué pena que mi italiano sea tanmalo —dijo el profesor—. A veces seme escapan los encantos infinitos de laDivina comedia.

—Es una pena. Fue el mayor poetaque el mundo ha conocido.

Pero Mainz se rio.—Eso diría usted, ¿no? A juzgar por

su nombre, es usted italiano. Y aun así

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su familia ha vivido en Francia desdehace siglos. ¿A qué se debe esto?

Sant’Angelo se encogió de hombrosy dijo:

—Historia antigua.El profesor se detuvo, fue hasta su

maletín y desató la correa de piel.—Ah, pues la historia antigua es mi

especialidad. —Empezó a hurgar dentroy sacó una pila de papeles—. Hace solouna semana, encontramos ciertainformación bastante interesante en losArchivos Nacionales. —Apartó el bustode Dante a un lado, casi dejando caer lacorona que tenía en la frente, para hacerhueco en la mesa—. Yo mismo hice las

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fotografías. Creo que las encontrará…curiosas.

Eran fotografías hechasmeticulosamente en las que aparecíanpáginas con texto e imágenes a mano,realizadas en italiano.

—El amanuense que realizó losdibujos y notas originales trabajaba paraNapoleón. Las palabras se copiaron delas paredes de una celda en el castillode San Leo, a las afueras de Roma.También fuimos allí, por supuesto, perono quedaba mucho. Así que todo lo quetenemos son estas transcripciones.

Sant’Angelo, de pronto, comprendiólo que hacían allí los nazis.

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—Me imagino que se hace una ideade quién era el ocupante de la celda —dijo Mainz.

—El conde Cagliostro.¿De qué valía seguir haciéndose el

tonto? Las propias palabras,acompañadas de símbolos egipcios ysignos, parecían incoherentes, perohacían mención, en varias ocasiones, aSant’Angelo y a un castillo perdido. ElChâteau Perdu. El viejo charlatán habíasido debidamente advertido de no deciruna palabra de lo que sabía, peroparecía que aquello no había evitadoque lo escribiera. Al final, podía inclusohaberles dado a los nazis un mapa de

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carreteras.—Así que ya sabe por qué

queríamos hacer esta visita. ElReichsführer Himmler muestra un graninterés por el conocimiento más arcano.Allá donde vamos, lo acabamosdesenterrando, como las trufas —dijo,resoplando como un cerdo.

Sant’Angelo estaba bien al tanto delas predilecciones de los nazis. Lapropia esvástica era un antiguo símbolosánscrito de la paz, girado sobre supropio eje para significar una cosacompletamente distinta.

—Obviamente, el conde, el maestrode las logias masónicas, estaba bastante

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familiarizado con su predecesor —dijoMainz con una sonrisa fría—. Pero yono iría tan lejos como para decir queeran amigos. Rivales profesionales, losllamaría yo, ¿no?

El marqués se contuvo el impulso dereplicar que los poderes del condehabían sido sobrevalorados.

—Cagliostro parecía creer que elChâteau Perdu guardaba ocultos algunossecretos ciertamente poderosos.

—Puede ser —contestó Sant’Angelo—, pero en tal caso, siguen sindescubrirse.

Habría dicho más, pero se diocuenta de que el profesor había

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desviado la atención; sus oídos habíancaptado, como un perro de caza —y elmarqués podía oírlo también—, elrepiqueteo sordo del motor de unaeroplano en la distancia.

—Venga —dijo Mainz, saliendo atoda prisa al balcón—. ¡Ya llega!

«¿Quién viene?», pensóSant’Angelo, siguiéndolo afuera. Estabaanocheciendo y, por el oeste, vio lasluces rojas de las alas de un aviónpequeño acercándose al château, comosi estuviera huyendo de la puesta de sol.Volaba bajo, y entendió por qué lossoldados habían derribado los robles;habían estado despejando una pista de

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aterrizaje. Por toda la extensión de lapradera había coches blindadoscolocados en líneas paralelas, con losfaros encendidos, y soldados conbanderas posicionados en el terreno queacababan de despejar.

Las ruedas del avión tocaron lahierba, rebotaron y volvieron a tocartierra, mientras los alerones sedesplegaban para reducir la velocidad.Incluso desde el parapeto, Sant’Angelovio la insignia nazi en el fuselaje, juntocon el número 2600, el número que elFührer creía que poseía algún podermístico y que insistía en que colocaranen todos los aviones de su flota privada.

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¿El mismísimo Hitler había venido asu château?

Los soldados agitaban las banderasen el aire como si fueran luciérnagas,mientras el avión iba dando tumbos a lolargo de la pradera. Parecía que iba asalirse e impactar en el denso bosquecuando se paró en seco, tan bruscamenteque el morro se agachó y la cola seelevó como si fuera el aguijón de unescorpión.

Cuando los motores pararon, doshombres de las SS corrieron hasta laspuertas de babor del avión, situadasjusto detrás de las alas, y desplegaronlas escaleras. Los demás, Himmler entre

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ellos, se pusieron en posición de firmesen línea recta, mirando hacia el avión.

Bajo la oscuridad que se cernía, elmarqués vio aparecer una figura en lapuerta. Llevaba puesto un uniforme debatalla de color mostaza, con pantalonesbombachos, botas y una gorra convisera. Incluso desde el balcón, su cara,con los ojos tristes y bigote de cepillo,era inconfundible.

Sant’Angelo se dio cuenta de prontode que el profesor, que estaba justo a sulado, al igual que los demás hombres delas SS que estaban en el campo, habíalevantado el brazo firme, realizando elsaludo nazi.

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El saludo fue devuelto con ungolpecito desganado —solo desde elcodo— de su maestro, mientrascaminaba hasta la puerta principal delchâteau seguido de varios oficiales yagregados.

—Se le está concediendo un granhonor —dijo Mainz—. El Führer pasarála noche bajo su techo.

Sant’Angelo le daba vueltas a lacabeza.

—Así que, busquemos algo queenseñarle.

Como si de un colegial esperando lavisita de su enamorada se tratara, Mainzcorrió adentro y empezó a ojear las

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fotografías.—Por ejemplo —dijo, agitando una

fotografía y pasándosela a Sant’Angelo—, en esta Cagliostro garabateó: «Elpequeño palacio», y dibujó estejeroglífico debajo.

Era un cuervo con las alasextendidas.

—Parece un cuervo.—Sí, claro que sí —dijo Mainz con

impaciencia—. Y las tres líneasverticales que hay debajo indican queestá batiendo las alas. Pero, ¿le dicealgo esto? ¿Está este diseño en algúnlugar del château, o en la cota de armasfamiliar, quizás?

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«El pequeño palacio». Sin duda serefería al Pequeño Trianón, pensóSant’Angelo, aunque no compartióaquella reflexión con el profesor.

—Y este jeroglífico que hay debajo—dijo Mainz, enseñándole otrafotografía, una en la que se veía a unchacal con la cabeza hacia atrás, comosi tuviera el cuello roto—. Hay escrito:«El maestro del castillo perdido seimpone». ¿Pero sobre qué se impone?¿Sobre Anubis, el dios egipcio de lamuerte?

Sant’Angelo recordabaperfectamente la batalla psíquica en elescondite de María Antonieta. Al

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parecer, el buen conde también seacordaba, a pesar de que tras aquello lehabía sobrevenido la locura.

Mainz sacó varias fotografías másde las transcripciones. Aun sin entenderel significado de lo que había grabadoen la pared de la celda, el amanuensefrancés había hecho unasinterpretaciones bastante acertadas yprecisas. Pero el marqués percibía queel profesor esperaba encontrar másayuda para descifrarlas.

—Y, entonces, nos encontramos conesto —dijo cogiendo delicadamente unahoja de papel amarillenta que no era unafotografía, con algo hecho con

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carboncillo gris y lo que debió de habersido vino tinto—. Aunque admiroenormemente los Archivos Nacionalesfranceses —dijo Mainz—, me dio laimpresión de que esto era una obra dearte, y precisaba ser analizada másdetenidamente en el original.

Era un imponente boceto de lacabeza de la gorgona como suspendidade unas cadenas. La leyenda decía: «Lospecchio di eternità, ma non ho visto!»,«El espejo de la eternidad, ¡pero yo nolo vi!» El profesor se tiró del cuello dela camisa empapado para despegárselodel ancho cuello.

—Al parecer, el conde era un

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dibujante bastante bueno. Pero, ¿ha vistoalguna vez algo así? ¿Un espejo, quizás,o un amuleto, con la cara de Medusa enél? Creo que perteneció a su antepasado.

Sant’Angelo pensaba frenéticamente.El espejo, como siempre, colgaba bajosu camisa en aquel mismo momento.

—Se ve que Cagliostro le pusomucho interés —añadió Mainz—.Durante cuatro años, escribió en lasparedes de su celda con una piedra conpicos o con un trozo de carbón. Peroesta imagen la pintó utilizando su propiasangre en la única hoja de papel quetenía.

Así que era sangre, no vino… y el

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conde, al final, había descubierto elpoder de La Medusa. Sin embargo, y ajuzgar por la inscripción, no habíacomprendido su secreto hasta que lohabía perdido ante el marqués cuando,por supuesto, había sido demasiadotarde. ¿Fue la amargura de saber aquellolo que lo había llevado a la locura?

—Vamos —dijo Mainzengatusándolo—, no hagamos como quees usted un neófito en estos temas. Soloesta biblioteca confirma que es unestudioso de las artes oscuras. Quizás,incluso un maestro. ¿Por qué no unimosnuestras mentes? Seguro que podemosenseñarnos muchas cosas el uno al otro.

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Oh, sí, claro que había muchas cosasque al marqués le habría gustadoenseñarle justo allí y en aquel mismomomento, pero el profesor se había dadola vuelta otra vez y se había sonrojadode pronto. Retumbaba el eco de vocespor las escaleras, acompañado delgolpeteo de unas botas pesadas. Mainzse giró y a pesar de lo cálida que estabala noche, se volvió a poner el abrigoverde con las dos insignias.

Los primeros en entrar en el estudiofueron un par de guardias de las SS queportaban las runas irregulares, comotruenos resplandecientes en suscharreteras. Se apartaron rápidamente

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para dejar hueco a Himmler, quesostenía un vaso de vino en una manomientras examinaba pacientemente lasparedes de espejos y las estanteríasabarrotadas, la reluciente mesa con elbusto de Dante, las fotografías de losarchivos franceses. Realmente, olfateabael aire, como si quisiera detectarcualquier amenaza potencial —¿o poderlatente?— que acechara en la sala. Almarqués le dio la impresión de queestaba haciendo un último control deseguridad antes de permitir que sumaestro se aventurara a entrar.

Pero apenas miró a Sant’Angelo.—¿Qué hemos sacado en claro? —le

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dijo al profesor.—En realidad, acabamos de

empezar —contestó Mainz—. Le heestado enseñando al marqués…

Himmler resopló al oír el título.—… parte del material que

acabamos de adquirir.Himmler le quitó al profesor el

boceto de la mano, lo analizó y se lopuso delante a Sant’Angelo,sosteniéndolo con dos dedos.

—¿Alguna vez lo ha visto?—La de Medusa es una de las

imágenes más comunes de laAntigüedad.

—Pero esta es exactamente igual que

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una hecha por el nigromante Cellini, undiseño para una duquesa Medici. —Himmler empujó bruscamente el bustode Dante para sentarse en el borde delescritorio, y al hacerlo la guirnalda cayóal suelo. Para alivio de Sant’Angelo,nadie le prestó atención, ya que rodóhasta debajo de la silla, apartada de lavista de cualquiera de ellos—. Y, ¿enqué lugar dejado de la mano de Dios —le preguntó Himmler a Mainz—encontró usted el otro dibujo?

—En la Laurenciana. Entre lospapeles de los Medici.

—Ah, sí, en Florencia. Yo no lotermino de entender, pero al Führer le

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vuelve loco esa ciudad. Le gusta el viejopuente.

Sant’Angelo se fijó en que el cuellodel uniforme de la Gestapo erademasiado grande para su escuálidaanatomía, y la medalla al servicio quellevaba prendida de él hacía que senotara aún más el hueco. La guerreragris estaba adornada con otra serie degalones e insignias militares.

—Cuesta creer que un objeto tannotorio, que hizo Cellini, Cagliostro seapoderó de él, y que Napoleóncodiciaba, haya podido desaparecer sinmás —dijo Himmler, con los ojospequeños, pálidos y mezquinos

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brillantes tras las gafas.Fue entonces cuando Sant’Angelo

decidió que «podría matarlo». O, mejoraún: «podría esperar a tener laoportunidad y matar a su maestro.Estamparle la serpiente en la cabeza».Ojalá hubiera tenido su harpe a mano; lapodría haber usado, como Perseo, paracercenar la cabeza del monstruo. Perohabía otras formas de hacerlo. Habíareducido a Cagliostro a un cobardepusilánime y llorón, y desde entonces, alo largo de los siglos, aunque suspoderes artísticos habían mermado, susfacultades ocultas se habíandesarrollado. Como un buen vino,

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habían madurado. Y, a pesar del riesgo,¿qué mejor ocasión iba a tener paradesplegar tales armas?

—El boceto —Himmler continuó—sugiere que debió de haberse usado amodo de collar.

Se acariciaba con los dedoshuesudos su propia medalla. Ladeó lacabeza hacia uno de sus soldados, quese acercó inmediatamente a la mesa,desenfundando la pistola, y la presionócon firmeza contra la sien deSant’Angelo.

—Ábrele la camisa —le dijo elReichsführer al otro guardia.

El segundo, un hombre con aspecto

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de bruto, pelo rubio, y altísimo, abrió lacamisa del marqués de un tirón haciendosaltar el botón por los aires y buscó lacadena para sacársela por la cabeza.

—¿Ve? —le dijo Himmler a Mainz—. Siempre es preferible la accióndirecta.

El guardia le puso en la mano LaMedusa a Himmler, donde este la dejópender de la cadena entre los dedos.

—No parece especialmentepoderoso —dijo Himmler, sopesándoloen la mano—. ¿Lo es?

Sant’Angelo rezaba para poderrecuperarlo antes de que los naziscomprobaran su verdadero poder. Pero

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la Luger todavía le rozaba el cráneo, yapenas se atrevía a respirar.

—Ahora, puede bajar eso —dijoHimmler, y el guardia obedeció deinmediato y dio unos pasos atrás, perocon la pistola aún en la mano—. Noqueremos que explote la cabeza de nadiemientras aún haya algo valioso en elinterior. —Una sonrisa fría se dibujó ensu boca—. Ahora —le dijo aSant’Angelo—, conteste a mi pregunta.

—Es solo un amuleto de buenasuerte que ha acompañado a mi familiadesde hace muchos años.

—¿Ha funcionado? —le preguntóHimmler con tono de duda.

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Antes de que Sant’Angelo pudierapensar una respuesta, se oyó un gritocortante: «¡Heil, Hitler!», desde la partebaja de las escaleras, y vio cómo unalarga sombra recorría el hueco de laescalera… y subía por la torreta.

Himmler se levantó a toda prisa delescritorio y los guardias se pusieronfirmes. Mainz se limpió el sudor de lafrente y se lo secó en la manga.

La sombra se hacía más grande, seacercaba cada vez más, y las paredes deespejos del estudio parecieron acortarserepentinamente. Incluso el marquéssintió la inminencia de algo poderoso…y malvado.

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—¿Quién es capaz de respirar eneste sitio? —oyó al Führer quejarse alentrar en la sala—. Abran esas puertasdel todo.

El guardia con apariencia de brutose dirigió a las cristaleras y las abrió.

El Führer recorrió rápidamente lahabitación con la mirada captando todoslos detalles y moviendo la cabeza tansolo unos grados. Su uniforme de batallaera más modesto que el de Himmler,decorado únicamente con un brazaleterojo y una cruz de hierro pasada demoda en el bolsillo izquierdo del pecho,aquella que tenía grabado el año 1914 yse le había concedido a los veteranos de

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la Primera Guerra Mundial.Contemplando los múltiples espejos,dijo:

—La vanidad es una debilidad. Aquítrabajó un hombre débil.

Nadie lo contradijo.—Y, ¿por qué, estando tan arriba, no

corre nada de brisa?Sant’Angelo tenía la impresión de

que le estaba echando la culpa a todosde la falta de aire.

Se quitó el sombrero adornado conel águila imperial dorada, lo dejó bocaarriba en el escritorio y se arregló elpelo de la parte de atrás de la cabezacon una mano izquierda temblorosa.

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Tenía los ojos de color azul hielo y elpelo muy corto por los lados. Pordelante, le hacía una gran curva desde laraya que llevaba peinada hacia el lado.Solo el hirsuto bigote estaba teñidoesporádicamente de gris. Fijándose enLa Medusa, que Himmler seguíasosteniendo en la mano, dijo:

—Sostienes esa bisutería como sifuera importante.

—Lo es, mein Führer.—Dados los problemas que me ha

ocasionado, más vale que lo sea.Hitler lo cogió con la mano derecha

—Sant’Angelo se dio cuenta de quehabía colocado la izquierda detrás de la

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espalda— y le echó una mirada deinterés, pero con escepticismo. Primeroobservó la cara de la gorgona quemiraba fijamente, luego le dio la vueltay gruñó al ver la cubierta de seda negra.La retiró con un dedo y dejó el espejo aldescubierto.

Sant’Angelo rezaba por que semantuviera alejado de la luz de la luna,que ya empezaba a asomar por laterraza.

—Así que es un espejo de mujer —dijo, apartando la mirada del objeto—.Y no uno especialmente bueno; pareceque el cristal tiene imperfecciones.

Sant’Angelo estaba deseando que lo

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soltara; pero en vez de eso, se enrolló lacadena despreocupadamente entre losdedos y agarró firmemente La Medusaen la palma de la mano.

—Creemos que hay más de lo que seve —dijo Himmler, aunque con grandeferencia.

—Sí, claro que sí —espetó elprofesor Mainz—. Creo que hay unmanuscrito, quizás en este mismochâteau, que explica cómo se hizo, asícomo los poderes que puede conceder.

Hitler dirigió la mirada haciaSant’Angelo.

—¿Bien? ¿Sabe hablar?—Sí.

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—Pues hágalo. No tengo toda lanoche.

—Ya ha captado bastante bien supoder —contestó Sant’Angelo, con untono deliberadamente tímido—. No esmás que un espejo pequeño, no muy bienrealizado, sin ni una piedra preciosa quelo haga destacar.

—Ah, ¡pero es precisamente así! —dijo Mainz, incapaz de contenerse—.¡Las cosas que albergan los mayorespoderes siempre van disfrazadas!

Mientras siguió con una disquisiciónenardecida sobre lo oculto y susfenómenos físicos, el marqués juntósuavemente las manos en un gesto

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inocente y bajó la mirada. Sabía que lohabía subestimado —juzgado yencontrado deficiente por Hitler—, yeso era justo lo que esperaba.

Centró sus pensamientoscompletamente en el Führer… losconcentró en él, como lo había hechoaños antes en un conde italiano, unfarsante. Si iba a destruir la mente deaquel monstruo, primero debía encontrarla forma de entrar en ella.

La discusión seguía a su alrededor:Mainz divagaba sobre una lanza deldestino, Himmler parloteaba sobre unantiguo rey llamado Heinrich, el cazadorde aves, pero Sant’Angelo dejó de

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prestarles atención y, como si estuvieraajustando la radio, se concentró en unaúnica señal… la que venía del Führer.

Pero apenas la acababa deencontrar, alta y clara, cuando sintiócómo un viento gélido le recorría loshuesos. Incluso en aquella habitaciónsofocante, sintió un frío glacial. Lejos dereunir sus pensamientos, se encontró conque se esparcían en todas direccionescomo hojas muertas arrastradas por uncampo de escombros.

«Concéntrate», se dijo a sí mismo.«Concéntrate».

Pero era como vagar por el campode batalla después de la masacre.

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Se preparó de nuevo, intentódesprenderse de la escena desolada, y lovolvió a probar. Con cada ápice deenergía que consiguió reunir, hurgó en elcerebro del Führer.

Pero en aquella ocasión —enaquella ocasión especial—, vio lacabeza de Hitler echarse hacia atrás. Lamano izquierda que tenía paralizada —¿estaba aquel hombre enfermo?—volvió a atusarse el pelo por detrásmostrando lo que fue, claramente, un ticnervioso.

Había encontrado el punto deentrada, y ahora el marqués penetrabamás profundamente, más firmemente.

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Sentía punzadas en las sienes por elesfuerzo. Parecía como si los hombrosdel Führer se dejaran caer y las rodillasse combaran.

—Claro está que no hemos hecho uninterrogatorio en condiciones —decíaHimmler, como si Sant’Angelo noestuviera presente para oírlo—. Este talmarqués no puede ser tan ignorantecomo afirma.

Sant’Angelo tenía cuidado de nomover ni un músculo ni llamardemasiado la atención sobre sí mismomientras llevaba a cabo su tarea.

—Pero, a mi juicio, el château alcompleto es una fuente de poder —

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añadió el profesor—. Lo sentí desde elmomento en que cruzamos la puerta deentrada. Deberíamos rebuscar debajo decada piedra.

Caía sangre por la cara del Führer yse tambaleaba. La mano se le sacudíacon más vehemencia, y Himmler se diocuenta de pronto.

—Mein Führer —dijo—, ¿estábien?

Hizo un gesto hacia la silla delescritorio —un trono esculpido demanera recargada— y uno de lossoldados la acarreó alrededor de lamesa como si estuviera hecha depalillos de dientes y tiró de ella.

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Himmler guio a su líder temblorosohasta el asiento de terciopelo.

—¡Traigan al doctor! —gritó Mainz,y el soldado que había junto a la puertabajó corriendo las escaleras.

Gotas de sudor salpicaban la frentede Hitler.

El marqués se concentró más aún.Como si de un topo se tratara, ibahaciendo túneles hasta los lugares másrecónditos de la mente del monstruo, yallí, cuando estuviera justo en el núcleo,crearía tal tormenta que haría que losojos del Führer quedaran ciegos, losoídos sordos y que la sangre le hirvierabajo la piel. Para los nazis que

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ocupaban la habitación, aquello sería unataque, un ataque fatal, del tipo quepuede aquejar repentinamente acualquiera… incluso al amo deltodopoderoso Tercer Reich. Y nadieentendería nada.

Pero, entonces, llegó la sacudida. Elcontraataque.

Sant’Angelo no había sentido nuncaantes una embestida tan potente.Eclipsaba los poderes de Cagliostro.

El Führer, que tenía la barbillacontra el pecho y cuyo brazo izquierdoseguía temblando, no mostraba ningunaemoción, pero la onda expansivaregresó, sacudiendo al marqués con

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tanta fuerza que estuvo a punto de perderel equilibrio. Le asombraba que nadie lohubiera notado.

Se recuperó, se inclinó haciaadelante y colocó las manos en elescritorio para prepararse, pero enaquel momento vio a Mainz, arrodilladojunto a la silla, mirándolosospechosamente.

—¿Qué está haciendo?Sant’Angelo no podía contestar;

necesitaba concentrar su atención. Hitlerse desplomó en la silla, mientrasHimmler permanecía de pie junto a élsin poder hacer nada.

—¡Contésteme! —Mainz se levantó

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con los puños cerrados y las venassobresaliéndole del cuello—. ¿Qué estáhaciendo?

Sant’Angelo reunió toda su fuerzahaciendo que la tormenta azotara elinterior de la cabeza del Führer confuria reconcentrada; un tornado rugientede sangre bombeada y vasos sanguíneoscongestionados, de descargas eléctricasy oleadas químicas que lo arrastrabanhacia el borde de un ataque o de underrame fatal. No le importaba cuál delos dos.

Pero Mainz lo había descubierto, yagarraba al marqués y forcejeaba con él.

—¡Dispárale! —le gritó al guardia

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corpulento—. ¡Dispárale en la jodidacabeza!

Al caer los dos hombres al suelo, enpugna, el marqués sintió otrocontraataque potente, como si lehubieran golpeado con un martillo en elpecho. El poder del Führer era tangrande que parecía estar canalizando almismísimo demonio.

El guardia buscaba el momento paratenerlo a tiro, pero Sant’Angelo y elprofesor estaban tan enredados que leera imposible.

Y entonces fue cuando el marquésconsiguió coger la guirnalda de debajode la mesa.

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Las manos robustas de Mainz loagarraban de la garganta, peroSant'Angelo le dio un puñetazo en labarbilla tan fuerte que dio con la cabezadebajo de la mesa. Mientras asimilabael impacto del golpe, el marqués seliberó y se colocó el aro plateado en lafrente.

Estaba agachado en el suelo entrelas cristaleras cuando la banda hizo suefecto. El marqués veía en las paredesde espejos cómo su propia imagenondulaba, se debilitaba… y desaparecía.Una bala de la pistola del guardiaimpactó en el espejo que tenía a suespalda, mientras Hitler levantaba la

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cabeza con los párpados caídos y losojos empañados para buscar a suenemigo. Tenía en el rostro elresplandor demoníaco de una caldera.

Himmler, que llevaba toda la vidabuscando exactamente la magia que elmarqués estaba desplegando, se quedóboquiabierto, mientras Mainz y elguardia, aún con las pistolas en alto, sehabían quedado petrificados, sin saberqué hacer.

Antes de que pudieran recuperarse,se puso de pie y se echó a un lado.

—¡Dispare a donde estaba! —gritóMainz, y un segundo después la maderaestalló hecha astillas.

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—¡Bloquee la puerta! —gritóHimmler, y el otro soldado corrió abloquear el paso a las escaleras.

Solo había un modo de salir y,cuando Sant’Angelo cayó en la cuenta,Mainz también lo había hecho.

El marqués salió corriendo albalcón, y cuando estaba a punto detrepar por la reja y bajar por laenredadera, sintió las manos delprofesor buscando desesperadamente atientas por el aire, hasta que, finalmente,lo cogió del cuello. Sant’Angelo se libródel agarre, pero Mainz parecía tener unsexto sentido para saber dónde estaba ylo volvió a atrapar.

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—¡Ya te tengo, cabrón! —dijoalardeando, con el pelo empapado desangre y los labios salpicados deespuma, mientras tiraba de él y loapartaba de la balaustrada—. ¡Te tengo!—gritó escupiendo en el aire de lanoche.

Y Sant’Angelo lo agarró del abrigode loden y lo hizo girar en redondo tanviolentamente que Mainz tropezó con supropio pie mientras no dejaba deintentar atrapar a su presa invisible.

—¡Te tengo! —bramó, mientras elmarqués le daba la vuelta una vez más,antes de dejarlo ir.

Mainz se dirigió a toda velocidad

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hacia la balaustrada y se quedó allítambaleándose unos instantes, con losbrazos extendidos, hasta que, de pronto,el marqués invisible lo empujó con lasdos manos en el pecho y lo tiró por labarandilla.

—¡Disparen en todas direcciones!—gritó Himmler, y el soldado vació suLuger haciendo un arco, tirando casi acada punto del balcón.

—¡Vivo! —gritó el Führer.Se había levantado de la silla y

estaba apoyado contra el marco de lapuerta; el brazo izquierdo le temblabadescontroladamente.

—¡Lo quiero vivo!

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Una docena de soldados subieroncorriendo por las escaleras, con losrifles preparados.

Y fue entonces cuando Sant’Angelo,colgado como un acróbata de labarandilla, saltó a las ramas del roblemás cercano. Al chocar contra lasramas, las piernas se le doblaron y se lerompieron al caer por el árbol hasta que,finalmente, como si de un milagro setratase, se quedó suspendido comoayudado por una mano celestial. Porencima del suelo, en la oscuridad de lanoche, había quedado resguardado entrelas gruesas ramas y las hojas.

Pero el dolor que sentía en las

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piernas no era nada comparado con eldolor que padecía en el corazón. De unasola vez había perdido la oportunidadde matar al Führer… y también habíaperdido La Medusa.

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Capítulo 34

Cuando David se despertó, no sabía quéera más desconcertante: despertarse enuna cama con dosel en casa del marquésde Sant’Angelo, o encontrarse a Oliviadurmiendo entre sus brazos.

Tenían la ropa seca, planchada yperfectamente colocada en un percherode madera, junto con varios artículosnuevos, zapatos y abrigos sobre todo.

Y alguien estaba llamando a lapuerta otra vez.

David le cubrió los hombros aOlivia con la sábana y dijo: «Pase».

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Entró una asistenta con una bandejacon el desayuno y, sin siquiera mirar ensu dirección, la dejó en la mesa junto ala ventana. Descorrió las cortinasdejando al descubierto unas vistasestupendas del parque… y su estanquede barcas, ya en calma.

—Monsieur Sant’Angelo —dijoantes de cerrar la puerta— les verá en elsalón cuando estén listos.

Cuando se cerró la puerta, Oliviaabrió los ojos.

—Así que, ¿todo esto es real?David tampoco podía creérselo.—Eso creo.Y el cuerpo desnudo de Olivia con

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la cabeza reposada en su pecho eracompletamente real. La cama era grandey mullida, y sus dos cuerpos desnudoshabían dejado una gran huella cálida enel colchón. Notó cómo los dedos finosde Olivia le recorrían los hombros, elbrazo… y, aunque bajo ningún conceptoquería interrumpir aquello, sabía quedebía hacerlo.

—¿Puedo pedir tiempo muerto? —dijo.

—¿Qué es eso?—Significa: no pierdas el hilo.

Tengo que encontrar un teléfono.Cogió la bata de la silla y una taza

de café y salió al recibidor —apenas

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había visto nada de la primera planta lanoche anterior—, donde se topó denuevo con la asistenta.

—¿Tienen teléfono? —preguntó.La asistenta le señaló hacia una

salita llena, como el resto de la casa, deestatuas antiguas. David estaba segurode que había reconocido uno de losbustos, era el de Cosimo de Medici, yotro que, a juzgar por el solideo y porlas vestiduras, era el de un paparenacentista.

Llamó primero al hotel Crillon,donde efectivamente Gary había dejadoun mensaje.

—Llámame, sea la hora que sea,

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cuando oigas esto.Era de madrugada en Chicago en

aquel momento, pero David no estabadispuesto a esperar. Llamó al móvil deGary, que contestó al segundo tono.

—Perdona que te despierte —dijoDavid—, pero el mensaje que dejaste enel hotel decía que te llamara.

—¿No has mirado el móvil?—Lo he perdido —dijo David—.

¿Qué pasa?Oyó cómo Gary se incorporaba en la

cama, despertándose poco a poco. PeroDavid ya estaba haciendo cálculosmentales. ¿Cómo de malo podía ser paraque Gary no hubiera dicho nada

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todavía?Y, entonces, habló.—David, tienes que volver a casa.Se le detuvo el corazón en el pecho.—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Creía

que Sarah estaba respondiendo muy bienal nuevo tratamiento.

—Ya no —dijo Gary. Las palabrasle salían lentamente y con muchaparsimonia—. Ha sufrido una fuerterecaída, y lo han parado todo.

David esperó a que le contara lopróximo que iban a intentar… pero nooyó nada.

—Sarah ha vuelto a estar en elhospital —dijo Gary—, pero la han

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trasladado.—¿Dónde? —preguntó David,

temiéndose la respuesta.—A la unidad de la residencia —

dijo Gary, como si no quisiera decirlomás de lo que David quería escucharlo—. Pero no es un mal sitio, ni muchomenos. La están poniendo todo locómoda posible, y Emme ha podidohacerle una visita bastante decente.Sarah tiene su propia habitación privadacon vistas a un pequeño jardín rocosocon un estanque, y los empleados songeniales.

David aún esperaba el momento enque todo se viniera abajo.

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—Pero me temo que el doctor Rossno confía en que esté allí mucho tiempo.

—¿Cuánto ha dicho? —preguntóDavid.

Ambos sabían de lo que estabanhablando en realidad.

—Unos cuantos días como mucho.Eso es por lo que tienes que volver loantes posible. Sarah ha dicho que teesperará, y ya sabes cómo es cuando sele mete algo en la cabeza —dijo Gary,derrumbándose—. Pero esto esdemasiado para ella, no va a podersoportarlo mucho más.

Al colgar, David se sentó en el sofácon la mirada perdida en otro busto,

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situado este en el centro de la repisa dela chimenea. Era de una mujer conexpresión altanera, con la cara vueltahacia un lado y una exuberante melenarubia cayéndole sobre los hombrosdesnudos.

Lo más inmediato que se le ocurriófue llamar al aeropuerto y reservar elprimer vuelo que fuera a los EstadosUnidos. Con algo de suerte, podría estarde vuelta en Chicago en unas ocho onueve horas.

Pero, ¿para qué? ¿Para despedirsecon un beso de su hermana moribunda?¿Para contarle que había fracasado en sumisión para salvarla justo cuando tenía

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la solución al alcance de la mano? Si elviaje que había hecho le había enseñadoalgo, había sido que el mundo era unlugar mucho más ajeno a él de lo quenunca habría imaginado. De nuevo, se lefue la mirada hacia el busto que había enla repisa y, por alguna razón, volvió acaptar su atención. Cuando quiso darsecuenta, se había levantado del sofá parainspeccionarlo desde más cerca.

Y fue entonces cuando lo descubrió,de la misma manera que habíaencontrado el boceto de Atenea en laspáginas de La llave a la vida eterna.Había una persona real que habíainspirado aquel busto antiguo, y él la

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había conocido.—Lo esculpí yo mismo —dijo una

voz desde la puerta.Era Sant’Angelo, con un batín de

seda sobre unos pantalones de sportnegros y una camisa blanca reciénplanchada con mangas anchas.

—Ascanio le compró el mármol almismísimo Miguel Ángel. —Entró en lahabitación, estudiando la reacción deDavid—. ¿Le recuerda a alguien?

—Sí.—Debería. La conocí en la corte del

rey francés y se convirtió mi musa aquelmismo día. Se llamaba Caterina. —Tocóla piedra—. ¿Cómo se hace llamar

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ahora?—Kathryn. —¿Para qué seguir

ocultándolo más tiempo?Sant’Angelo, rozando el suelo con la

punta del bastón, asintió.—Es típico de ella haber

conservado su nombre durante todosestos años. Siempre fue muy testaruda.

—¿Y usted? —dijo David, sinterminar de creerse que se hubieraembarcado en aquella conversación.¿Era posible que estuviera hablando conel ídolo de su niñez, el legendarioBenvenuto Cellini?—. ¿No era tambiénconocido por ser un cabezota?

El marqués inclinó la cabeza a un

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lado en señal de acuerdo.—Nos parecíamos en eso. Yo no

estoy dispuesto a dejar el nombre deSant’Angelo. Es la prisión en la querenací, y eso nunca voy a olvidarlo ni anegarlo. —Se sentó en un sillón tapizadode chintz y le hizo un gesto a David paraque tomara asiento enfrente—. Debodecir que es un alivio, después de tantosaños, encontrar a alguien que lo entiendatan… fácilmente.

David no contestó. No habría sabidoescoger las palabras. Pero se dio cuentade que Olivia, todavía con la batapuesta, estaba en la puerta guardandosilencio. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?,

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se preguntó David. ¿De qué se habíaenterado? El marqués miró en sudirección y dijo:

—Puede unirse a nosotros si quiere.Ella se sentó junto a David y le

agarró la mano.—¿Debo suponer que no hay

secretos aquí? —preguntó el marqués.—Debe hacerlo —contestó ella, y

David asintió.Sant’Angelo relajó los hombros y se

sentó más cómodo en la silla.—Esa llamada que acaba de hacer…

¿era su hermana? —observóSant’Angelo, como reanudando unaconversación completamente ordinaria.

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—Su marido —contestó David.—¿Y?—Solo le quedan uno o dos días.—Oh, David —dijo Olivia

lamentándose, y le apretó la mano enseñal de compasión—. Lo sientomuchísimo. Tienes que ir con ella, ahoramismo.

Sant’Angelo asintió pensativo,levantó la cabeza y dijo:

—Podría hacer eso. Claro que sí.Podría volver a su lado lo más rápidoposible, para únicamente quedarse allí,junto a la cama, a observar cómosucumbe ante lo inevitable. —Dejó queaquella terrible opción calara hondo

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unos segundos antes de agarrar el puñodel bastón con ambas manos y seguirhablando—. ¡O podría luchar!

Las palabras se quedaronsuspendidas en el aire. David sabía loque un bibliotecario sensato de unarespetada institución como la Newberryharía.

Y sabía lo que el temible Cellinihabría hecho. La opción estaba claracomo el día, y ya lo había decidido.

Antes de, siquiera, poder hablar, vioque los labios de su anfitrión securvaban en una sonrisa sutil devictoria.

—Sabía que lo tenía dentro —

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declaró el artesano con un destello enlos ojos—. Y, ahora, es el momento deque sepa el resto —dijo, sacándose unaguirnalda plateada del bolsillo del batín.

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Capítulo 35

Habían pasado muchos años desde queErnst Escher se había intentado meter enun coche tan diminuto, pero el Peugeotbeige era lo único que le quedaba a laagencia de alquiler y, en el fondo, era unbuen coche para misiones de vigilancia.Fácil de aparcar y de pasar inadvertido.Y se podía decir que Escher estabaviviendo en él.

Tras dejar el hotel la noche antes, nose había atrevido a registrarse en ningúnotro sitio. ¿Quién sabía cuántosrecepcionistas se habían dejado

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sobornar por aquellos turcossanguinarios? Había aparcado el cochebajo uno de los puentes, había dormidounas horas y, después de echar unvistazo a las últimas fotografías y textosque Julius le había mandado, habíaconducido hasta la calle tranquila quehabía frente al parque de las barcas.

La casa era imponente. Tenía unjardín amurallado y una entrada paracoches a un lado. Escher había pasadodespacio por delante, se había dado lavuelta y había aparcado a unosquinientos metros en la misma calle.Tenía el espejo retrovisor colocado demanera que podía ver cualquier cosa

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que ocurriera en la casa. Aquel era elúltimo lugar hasta donde los habíaseguido Jantzen, y cuando Escher habíahecho sus comprobaciones en el Crillonhabía descubierto que Franco y su amigaOlivia no habían pasado la noche en suhabitación.

Lo más probable era que la hubieranpasado en la casa, con quien parecía seralgún buen amigo con pasta.

Cuando le sonó el teléfono, vio queera el ex embajador Schillinger que lellamaba desde Chicago para oír elinforme del progreso cotidiano. Escher,que había sido muy cauto todo el rato(sin mencionar, por ejemplo, el

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altercado sangriento de Florencia),estaba entonces aún menos predispuestoa contarle mucho. Ya no sabía de quélado estaba cada uno.

—¿Dónde estás? —preguntóSchillinger protestando, nada másdescolgar Escher.

—Sigo en París. —No estabadispuesto a ser mucho más específico.

—¿Con Jantzen?—No.Schillinger suspiró.—No me digas que también te has

peleado con él. Julius no es un idiota.Podría ayudarte.

Escher sabía que Schillinger no

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respetaba mucho su inteligencia, pero enaquel momento le gustó poderdevolverle el cumplido.

—¿Has hecho algún progreso? O,mejor dicho, ¿lo ha hecho Franco? Meencantaría saber qué está haciendoahora. Esa información sería muyimportante, y valiosa, para ciertaspersonas.

—¿Sería yo una de ellas?—¿Cuándo no te he compensado por

el trabajo bien hecho? —dijoSchillinger bruscamente.

—El trabajo va bien —contestóEscher, sin dejar de mirar el retrovisor—, pero se ha complicado todo mucho

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más.Había leído los periódicos de la

mañana, pero los asesinatos del Pigalleno habían pasado a imprenta.

—¿Qué se supone que significa eso?—dijo Schillinger, perdiendo la pocapaciencia que tenía—. Por favor, no medigas que estás intentando renegociar lostérminos del contrato. Me he arrepentidode la generosidad que empleo contigo envarias ocasiones.

—Voy mucho más allá —dijoEscher, recostándose en el asiento sinperder de ojo el retrovisor.

Hasta donde sabía, ya no trabajadapara Schillinger. Había sido un idiota,

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un lacayo que trabajaba para otrolacayo. Ahora era un cazarrecompensaspor libre, y ese tal Franco llevaba algorealmente valioso; Escher se lo iba aquitar para dárselo al mejor postor.Schillinger podía estar dispuesto a ganarpuntos y besar culos, pero Escher soloestaba dispuesto a anotarse un tanto.

—Ay, Ernst —dijo Schillinger concondescendencia—, me parece que estása punto de cometer un grave error.

Escher lo visualizaba sacudiendolentamente su cabecita blanca y greñuda.

—En este punto, incluso un hombrede imaginación tan limitada como la tuyadebería haberse dado cuenta de que no

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solo trabajas para mí. Yo soy solo unfuncionario, si quieres verlo así. Laorganización es más amplia de lo que teimaginas. Y, honestamente, soy tu mejorprotección.

—¡Qué curioso! —contestó Escher,reflexionando sobre los dos últimosintentos de asesinato que había sufrido—. No me he sentido especialmenteprotegido últimamente.

—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —preguntó Schillinger; Escher noterminaba de decidirse sobre si creerloo no.

Cada vez le daba más la impresiónde que estaba en medio de una rivalidad

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intercontinental, una dura contienda amuerte en la que Schillinger, un viejotonto aislado en Chicago, iba a perdercon toda seguridad.

Y a Escher nunca le gustaba estar enel lado de los perdedores.

Vio por el retrovisor un Maseratielegante de color plata llegando a lapuerta lateral de la casa. Un tipo fuertecon cazadora negra —parecía uncomerciante, italiano o, quizás, griego—dejó algunas prendas de ropa y mochilasen el maletero. Después, la chica,Olivia, salió de la casa —llevaba unabrigo negro distinto al de la nocheanterior— y se metió en el asiento

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trasero. David la seguía, y se metió en elasiento del acompañante. También ibavestido de negro. Parecían unacompañía de teatro de mimos, o un parde ladrones de los que entran por lasventanas.

—¿Ernst? ¿Sigues ahí?—No —contestó Escher, cerrando el

teléfono y arrancando el coche.Se sentía como un halcón que

acababa de ser liberado.Se cerró el maletero con un golpe y

el conductor se detuvo para intercambiaralgunas palabras con un hombre deaspecto imponente, muy bien vestido,que se apoyaba sobre un bastón negro.

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El señor de la casa, supuso Escher.El Maserati —un coche que Escher

sabía que no costaba menos de noventamil euros— salió por el camino con unleve susurro del motor, y cuando pasójunto al Peugeot rechoncho, Escher seagachó en el asiento, esperó a quepasara una furgoneta de reparto y sepusiera en medio de ambos coches ysalió diligentemente. La calle eratranquila y silenciosa, con el parque a unlado y, al otro, la fila de elegantes casasunifamiliares, pero el Maserati no tardóen adentrarse en el tráfico espeso deúltima hora de la mañana. En realidad,la congestión le facilitó a Escher

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seguirlos sin ser descubierto; pormuchos caballos que tuviera, elMaserati tenía que ir igual de rápido quecualquier otro coche y aguantar loscláxones, los semáforos en rojo y lasseñales de tráfico.

Aun así, le habría gustado podercolocar un transpondedor bajo elparachoques del Maserati. La tecnologíasiempre ayudaba en aquel tipo desituaciones.

Se lamentó especialmente de aquellocuando el coche pasó una rotonda muyconcurrida y señaló un giro hacia la víade acceso a la A 10, una autovíaprincipal que se dirigía hacia el

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suroeste, hacia el valle del Loira. Unavez en la autovía, donde el límite develocidad era de ciento treintakilómetros por hora y casi nadie cumplíala norma, ni siquiera a esa velocidad, leiba a costar mucho trabajo a su pequeñoPeugeot —que, para empezar, no eraexactamente un modelo nuevo— seguirel ritmo, y mucho más pasar inadvertido.

Y Escher no tenía duda de queDavid y Olivia se habían espabilado yalo suficiente como para ir comprobandosi los estaban siguiendo. Podían seringenuos, pero no estúpidos.

Se le vino a la mente el comentariosocarrón de Schillinger sobre su

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limitada imaginación y, mientras sevolvía a concentrar en la conducción,Escher se entretenía con una pequeñafantasía de un castigo, el de llenarle alviejo la boca con los valiosísimospapeles que fueran dentro del maletín.El Maserati había tomado la vía deacceso y se había adecuado a laperfección al ritmo más rápido de laautovía. Afortunadamente, al estar aúntan cerca de París, había todavía unagran cantidad de coches, camiones yautobuses turísticos —docenas de estos,de hecho, llenos de turistas que hacían laruta de los châteaux— que le impedíanavanzar. Pero aquello no iba a durar

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mucho.Escher comprobó la gasolina y, por

lo menos, aún tenía el depósito casilleno.

En media hora, sin embargo, losautobuses se habían agrupado todos enun solo carril y el resto del tráfico era losuficientemente ligero como para que elconductor del Maserati pudiera empezara ir más deprisa. Y lo hizo. El cocheplateado avanzó rápidamente y Eschertuvo que pisar a fondo el acelerador delPeugeot para, al menos, no perderlo devista. La cabina chirriaba con el sonidodel motor y las puertas vibrabanmientras, a ambos lados de la carretera,

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pasaban fugazmente campos baldíos yterrenos de viñedos áridos. El coche ibatan rápido que Escher, que tenía quetratar de no perder de vista el Maserati,apenas tenía tiempo de leer los letrerosde color azul y blanco que indicaban lasciudades o sitios turísticos por los queiban pasando. Varias veces, algún queotro autobús se salió de la formación,pero el coche plateado seguía en elcarril de adelantamiento e iba disparadocomo una bala.

Escher se ajustaba en el asiento ymantenía ambas manos firmemente sobreel volante. Pero se temía que si seguía aaquella velocidad mucho más tiempo, el

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motor dejaría de funcionar o algo iríamal. Se reprochó a sí mismo no haberido a otra agencia de alquiler yconseguido un coche mejor y máspotente.

Y entonces, cuando estaba seguro deque iba a perder finalmente al Maserati,de pronto, sin señalizarlo, se cruzó porlos carriles, provocando que un camióntuviera que dar un volantazo y que otrofrenara en seco, antes de salirse por unavía de acceso a un par de ciudadesllamadas Biencie y Cinq Tours. Era elprocedimiento estándar para perder aquien lo fuera siguiendo, y Escher sepreguntó si lo habían descubierto o si al

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conductor le había salido hacerlo deforma natural.

Pero, con apenas unos segundos parareaccionar, Escher pusosimultáneamente los intermitentes ycondujo el coche, todo lo rápido quepudo, hasta la parte derecha de lacarretera. Los demás coches hicieronsonar el claxon y un conductor le hizo uncorte de mangas. Pero estaba yademasiado lejos como para coger lasalida de la autovía y lo único que pudohacer fue parar el Peugeot en un pasoelevado varios cientos de metros másadelante y salir del coche.

Con el rugido del tráfico y la

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corriente de viento que provocaba elmismo de fondo, corrió hasta la barrerade protección. Bajo él, veía camposdesiertos, una granja blanca y unacarretera de dos carriles que iba endirección norte-sur. El Maserati estabaparado en el cruce, con la claraintención de comprobar si algún otrocoche tomaba su misma salida. Escherse agachó instintivamente y observócómo el vehículo esperaba allí unminuto completo antes de girar a laderecha, donde una flecha azul señalabaa la ciudad de Cinq Tours.

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Capítulo 36

Cuando Ascanio condujo el coche a todavelocidad atravesando los carriles ypisó a fondo el acelerador por la salidade la autovía, Olivia soltó un grito demanera involuntaria y David se agarrócon tanta fuerza al embellecedor denogal que los nudillos se le pusieronblancos.

—¿Está loco? —gritó Olivia.Pero Ascanio miraba por el espejo

retrovisor mientras recorrían la vía desalida y al llegar al final detuvo el cocheen seco, dejándolo al ralentí. Era un

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lugar solitario desde el que se veíantierras de labranza de tonos marrones yuna granja blanca a lo lejos, y Davidtardó unos segundos en darse cuenta deque seguía agarrado al embellecedor.

—Tenía que asegurarme de que noteníamos compañía —dijo Ascanio.

—Bien, parece que hemos disipadoesa duda —dijo Olivia—. Pero lapróxima vez podría, por lo menos,avisarnos.

Dijo alguna palabrota en italiano, yAscanio sonrió.

Entonces, giró el volante a laderecha para dirigirse a la ciudad deCinq Tours. La carretera, parte de la red

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nacional, era más antigua y más estrechay recorría un paisaje pintoresco decampos yermos y bosques. En un viejorobledal, David vio a varios jabalíesresoplando y golpeando con las pezuñasel suelo duro.

—Una especialidad local —observóAscanio haciendo un gesto con labarbilla hacia los animales—. En su día,el marqués fue muy buen cazador.

—Pero ya no, imagino. —Davidhabía estado dándole vueltas a cómoconjurar la indiscreta pregunta, y aquelera un momento tan bueno o malo comocualquier otro—. ¿Cómo se dañó laspiernas? ¿En un accidente?

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Ascanio esperó a que un tractoravanzara pesadamente por un viejopuente de piedra, y luego lo rodeó.

—Un accidente de la historia —contestó—. Ocurrió durante la guerra.

La guerra. David estuvo a punto dereírse ante lo absurdo de aquello. ¿Quéguerra? Podía ser casi cualquiera, desdelas campañas napoleónicas hasta laSegunda Guerra Mundial. El marquéspodía haber sido mariscal de campo enWaterloo, y Ascanio su ayudante. Erauna realidad alternativa ante la cualDavid seguía en proceso de asimilación,pero ya que era la única realidad que leofrecía alguna esperanza para que su

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hermana sobreviviera, no estabadispuesto a ponerla en entredicho.

Unos kilómetros más adelante,llegaron a una plaza adoquinada con unagran cruz blanca de piedra en el centro,algunas tiendas y una taberna,L’Auberge Sur le Carré, con elimprimátur verde y blanco: Logis deFrance. Ascanio aparcó justo delante,cerca de un solitario surtidor degasolina.

—Podemos comer algo aquí —dijo—. Hacen un buen estofado de conejocon champiñones.

Pero David no quería esperar, ymenos por un estofado de conejo.

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—¿Por qué no seguimos? —dijo—.No puede quedar mucho para elchâteau.

Todavía tenía la intención de cogerun vuelo a los Estados Unidos aquellamisma noche.

Ascanio abrió la puerta y se bajó delcoche. Asomó la cabeza dentro delvehículo y dijo:

—De todas formas, tenemos queesperar a que se haga de noche. Y megusta el estofado.

Cerró la puerta de un golpe y sedirigió a la taberna, dejándolos en elcoche con los cinturones aúnabrochados. David se volvió y Olivia,

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soltándose el cinturón, dijo:—Tiene razón. Tenemos que comer.

Vamos.Encontraron a Ascanio en un

reservado de madera al final de lataberna. Solo había otra mesa másocupada por dos granjeros con petos. Ladueña, una mujer regordeta y jovial conun delantal manchado de sopa, les llevóuna botella del vino local y les tomónota: tres estofados de conejo.

Cuando regresó con la comida,Ascanio ya había sacado algunospapeles, un mapa entre ellos, y estabaexplicándoles el resto del plan quehabía diseñado inicialmente el marqués.

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Al mirar hacia abajo para hacer huecopara los platos, la mujer dijo:

—¿Necesitan que les indique?Pero Ascanio, poniendo la mano

encima de un esquema garabateado,dijo:

—Non, merci. Llevamos un GPS enel coche.

Hizo un gesto desdeñoso con lamano ante la idea.

—Mi marido también tiene uno deesos, pero nunca funciona bien. —Mirópara asegurarse de que tenían todo lonecesario y continuó—. Bon appétit. —Y se fue a ofrecerles otra ronda a losgranjeros.

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David comía con el mismo gusto conque una máquina toma el combustible, yescuchaba a Ascanio contarles lascomplicadas hazañas que les quedabanpor delante. Para David —un hombredado a la reflexión, un hombre queinvertía la mayoría de sus horas detrabajo en compañía de libros viejos, unhombre cuyo mayor reto, normalmente,era el de determinar el significadooculto de alguna cita enigmática— todoaquello había sido un despertar brusco yduro. Se sentía como podría sentirse unespía al asumir una nueva identidad.

Pero también había algo, ¿cómodecirlo?… estimulante en todo aquello.

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Algo que le agitaba la sangre y dabavigor a su empeño. En el mundomoderno, lo de actuar físicamente raravez se hacía. Los conflictos se resolvíanen los juzgados, y las discusiones, ensesiones de terapia. Todo se centraba enlas emociones, en la interrelación y enllegar a un consenso.

Pero en Ascanio y en Sant’AngeloDavid no percibía nada de aquello.Estaba tratando con las certezas de otraépoca. En los tiempos de Cellini, unadiferencia de opinión llevaba,directamente, a la pelea. Un insultopodía acabar en una lucha a muerte conespadas. Según su propia autobiografía,

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Cellini había matado a tres hombres enduelos y a infinitos más en el campo debatalla. De no ser por las dolencias quesufría, David estaba seguro de queparticiparía en el ataque que tenían pordelante.

Cuando Ascanio les enseñó elesquema del château, realizado demanera experta de manos del marqués, yles explicó resumidamente la vía deacción que tenían planeada, fue comoestar escuchando un relato fantásticosacado de Las mil y una noches. ¡Peroaquel era un relato en el que David yOlivia iban a jugar un papel decisivo!No fue hasta que Ascanio le contó a

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Olivia, mientras limpiaba lo que lequedaba del estofado, que se tendría quequedar en el coche mientras él y Davidiban a por La Medusa, cuando esta sequejó.

—Sin mi ayuda, ¡ni siquierallegaréis allí! ¿Quién sabía lo necesariopara seguir el rastro de Cagliostro? Yaestamos con la misma mierdapaternalista de siempre. ¿Quién tienemás derecho que yo de unirse a estalucha?

Pero a Ascanio se le tornó laexpresión a enfado. Enrolló el mapa ylos papeles, dejó un fajo de billetes enla mesa y dijo:

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—Venid conmigo.Salió furioso a la plaza y se detuvo

frente a la cruz blanca de mármol. Davidy Olivia lo alcanzaron corriendo y,aunque se estaba haciendo de noche y laluz del día empezaba a disiparse, Davidconsiguió leer la placa que decía que elmonumento había sido erigido enmemoria de los ciudadanos ejecutados,en aquel mismo lugar, por los nazis, elveinte de junio de 1940.

—El marqués fue quien donó estemonumento.

Había unos doce nombres inscritosen la columna.

—Eran los empleados del château.

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Los mataron como represalia por laescapada del marqués.

Recorrió con los dedos las letras deun nombre: Mademoiselle CelesteGuyot.

—Nunca he tenido el valor dedecírselo —dijo Ascanio—, perodebería poner madame.

—¿Estaba casada? —preguntóDavid.

—La noche anterior —contestóAscanio, y por la expresión de su rostro,de enorme pena y rabia implacable,David pudo ahorrarse preguntar quiénera el marido. Olivia no volvió aprotestar ante sus instrucciones.

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Ascanio fue hasta el surtidor, metióla tarjeta de crédito y repostó. Despuésllenó un par de garrafas y las metió en elmaletero. David no preguntó para qué.Salió de la plaza con el Maserati, pasóvarios semáforos que estabanponiéndose en ámbar en algunas de lasfachadas y se adentró en la carretera quellevaba al Château Perdu.

La carretera era tan estrecha que,básicamente, se convirtió en un caminorural. Había postes con reflectantesrojos sobre ellos cada quinientos metrosaproximadamente, pero a menudoestaban ocultos tras los arbustos y losárboles descuidados. Por primera vez,

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David comprendió lo adecuado que erael nombre del château; aquella era unaregión perdida, un lugar que no dabamuestra alguna de ser habitable. Durantelos siguientes kilómetros, únicamentelos bosques oscuros servían de línea aambos lados de la carretera. La luna seelevaba a poca distancia del suelo yasomaba por detrás de una línea denubes que se movían rápidamente.

—La entrada —dijo al fin Ascanio,poniendo las luces de cruce.

David miró por su ventanilla y viouna casa de piedra cubierta deenredaderas y achaparrada como unhongo entre los árboles que sobresalían

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por encima de ella. No había ninguna luzen el interior, y daba la impresión dellevar años deshabitada. Ascanio pasópor delante lentamente con el coche, losuficiente como para que David y Olivialocalizaran la gran puerta de hierro y elcamino que había al otro lado y que seperdía en la oscuridad.

—Y, ¿dónde está el château? —dijoOlivia, y Ascanio contestó:

—En el mismo sitio que ha estadolos últimos ochocientos años. Junto a losprecipicios.

Hasta que no habían pasado de sobrala entrada, Ascanio no volvió aencender las luces. Un muro de piedra

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de unos dos metros de alto recorría unalarga distancia a un lado del camino e,incluso cuando se acababa el muro, unaserie de enormes olmos viejoscomponían una barrera impenetrable.

—¿Cómo volvemos? —dijo David.Ascanio señaló un claro entre los

árboles donde había una cadena oxidadacolgada entre dos troncos, junto con unletrero en el que se leía: «PROPIEDADPRIVADA - NO PASAR». Parasorpresa de David, acercó la calandradel Maserati a la cadena y aceleró derepente. Se oyó el chirrido del metalcontra el metal, un golpe y un estallido yse vio un flash de luz blanca al fundirse

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uno de los faros del coche; la cadena serompió en dos.

Con un solo faro, recorrió condificultad un camino descuidado y llenode baches que dibujaba una rutaserpenteante entre los árboles hasta que,finalmente, se abría ante las vistas alrío. Había un viejo muelle de carga decemento resquebrajado y un granembarcadero más allá de este que seexpandía hasta las aguas onduladas delLoira. A David le parecía que aquellugar también llevaba años sin usarse.

Cuando Ascanio detuvo el coche yapagó el motor, la noche lo engulló todo.El maletero del coche se abrió y

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Ascanio salió sin mediar palabra yempezó a darle a David sus cosas: unamochila llena de herramientas, unalinterna y una de las garrafas degasolina. Se colocó otra mochila igualen los hombros y, como si de un piratase tratara, cogió la harpe —la espadacorta con el filo tremendamente afilado— y se la colgó, aún envainada, en elcinturón. Cogió la otra garrafa degasolina y le dijo a Olivia:

—Dale la vuelta al coche yespéranos. Si en unas horas no hemosvuelto, regresa a París.

—¡No os voy a abandonar aquí!—No lo harás —dijo—. Estaremos

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muertos.A David se le heló la sangre en las

venas al escuchar la naturalidad con laque Ascanio lo había dicho, pero sentíaque aquello era otra prueba más.Ascanio lo miró, esperandoencontrárselo temblando de pánico, peroDavid no lo hizo. No había llegado tanlejos para abandonar entonces.

No cuando la vida de Sarah pendíade un hilo.

Ascanio dijo: «Vámonos, pues», yavanzó hacia los árboles.

Olivia agarró a David de la manga,lo besó con fuerza en los labios y ledijo:

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—Estaré aquí.David se giró y, acarreando la

garrafa de plástico, emprendió sucamino con la linterna a través del densobosque. Lo único que veía de Ascanioera el haz de luz de la otra linterna quesujetaba cerca del suelo, y le costabamucho trabajo seguir su ritmo. Aún nohabía señal del château, pero Ascanioguiaba el camino hacia la orilla del río.Desde allí, la recorrieron a lo largo,mientras las tierras de alrededorempezaban a elevarse hasta tomar laforma de escarpados precipicios. Lasbotas de David chapoteaban en el barroy la gasolina hacía ruido al chocar

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contra las paredes de la garrafa. Unosminutos más tarde, las nubes seapartaron de la luna y David pudocontemplar sobre ellos, como los dedosde una mano gigante que intentaraagarrarlos, cinco torres negras.

—Lo veo —dijo David, y Ascanioúnicamente asintió.

Movió la linterna de atrás adelantepor la base del precipicio, revelando asíuna serie de cuevas y grietas excavadasen la piedra caliza a lo largo de losmilenios.

—Busca cinco hendiduras verticales—dijo, haciendo el gesto del corte conla mano que sostenía la linterna.

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David dirigió su linterna también alprecipicio y empezó a caminar concuidado por las rocas y los escombros,hasta que fue el primero en encontrar lasprofundas incisiones, parecidas a lasmarcas de límite en el fútbol americano,cinceladas sobre la entrada de una cuevaque no parecía mayor que una rueda defurgoneta.

Ascanio se colocó la mochila másarriba sobre los hombros, agachó lacabeza y se metió en el agujero. Davidlo siguió rápidamente y se encontró alfinal de un hueco con escalones de pocomás de diez centímetros de anchoexcavados en la piedra.

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Ascanio ya iba subiendo; David veíael resplandor de su linterna y le caíanguijarros sueltos y polvo desde arriba.Tenía que mantener la cabeza dobladahacia abajo, los hombros metidos haciaadentro y los pies paralelos a losescalones para poder subir. Habría sidoun ascenso difícil bajo cualquiercircunstancia, pero al tener que cargarcon la garrafa en una mano y la linternaen la otra, el balanceo que aquelloprovocaba no ayudaba en absoluto. Unmal paso y se vería cayendo de cabeza alo largo de todo el pasadizoserpenteante.

El aire estaba húmedo y viciado, y

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cada vez que inspiraba era como siestuviera inhalando bajo el agua.Ascanio también tosía, pero la luz de sulinterna seguía ascendiendo. Ibansubiendo, penetrando en la tierra, ycuando Ascanio se detuvo y David llegóhasta él, en la parte superior, ambosestaban casi sin aliento y empapados porla humedad. La linterna y la garrafa deAscanio estaban entonces en el suelo, ygesticuló hacia una losa de piedraredonda.

—Tenemos que mover eso —dijo,así que David también soltó sus cosas.

Estaban en un espacio de menos deun metro cuadrado y necesitaron menos

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de un minuto para hacerse la idea decómo dividir el trabajo. MientrasAscanio empujaba el borde de la losa,David tiraba de ella desde arriba. Semovió unos diez centímetros, y volvió acolocarse en su antiquísima posición.

—Otra vez —dijo Ascanio.En aquella ocasión, la losa giró

hacia un lado lo suficiente como paraque Ascanio pudiera pasar por el hueco.La vaina de la espada pasó rozando porla piedra.

—Rápido —dijo, extendiendo elbrazo hacia atrás—, dame mi mochila.

David lo hizo, luego le dio tambiénla suya y se encogió, como si intentara

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atravesar un neumático, para pasar a untúnel rocoso. Había una fila debombillas en el techo, todas ellasapagadas, y Ascanio estaba quitándoleel tapón a la garrafa y haciéndole ungesto a David para que pasara delantede él.

En cuanto David hubo pasado,Ascanio se agachó, caminó hacia atrás yempezó a verter un reguero de gasolinatras ellos. Recorrieron el túnel sindetenerse, con David como guía enaquella ocasión, hasta que la garrafa deAscanio se acabó. Estaban sobre unapuerta de hierro y, cuando David dirigióla linterna hacia abajo, vio una gran

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caída y oyó, al final, el flujo y reflujodel agua del río.

Ascanio tiró a un lado su garrafavacía, abrió la de David y siguieronavanzando, mientras Ascanio no dejabade arrojar gasolina a su paso. Habíabotelleros a ambos lados, hasta quellegaron a unos escalones que conducíana una vieja antecocina; más allá, en lacocina, oyeron el sonido de una radioencendida. Ascanio se llevó el dedo alos labios al llegar arriba y con la harpecortó el cable con las bombillas quependía del techo a todo lo largo deltúnel.

Después, se agazaparon detrás del

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último botellero y vieron por entre lasbotellas a una mujer con pelo canosoarreglado en una larga trenza trajinandode un lado para otro de la cocina,recogiendo el lugar. Limpió la encimeracon un trapo, puso algunos platos en ellavavajillas y lo conectó.

Inspeccionó su entorno antes determinar por aquella noche, y dijo: «Quefais-tu vers la haut là?» «¿Qué hacesahí arriba?» a un gatito que estabasubido en la mesa del centro de lacocina. Apagó la radio, se puso elabrigo y se metió al gatito en uno de losgrandes bolsillos laterales. Después, seenrolló una bufanda bajo la barbilla y se

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fue, dejando la sala únicamenteiluminada por una lamparita que habíasobre la cocina y el resplandor rojo quedesprendía un reloj de pared queanunciaba la marca Cinzano.

El reloj seguía haciendo tictac, loscongeladores —había dos— emitían unzumbido y el lavavajillas hacía chocarsuavemente los platos, pero no habíamás señal de actividad que aquella.Finalmente, Ascanio salió de detrás delbotellero y, después de mirar por lapuerta de la cocina, volvió y empezó averter por el suelo las gotas quequedaban de gasolina. Cuando la garrafase vació, la tiró bajo el fregadero, fuera

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de la vista de cualquiera. Se guardó lalinterna en la mochila y, agarrando laempuñadura de la harpe, le susurró aDa v i d : «La Medusa», como si leestuviera ofreciendo una cerveza.

—Sí —dijo David, aliviado aldescubrir que conservaba la voz firme ydecidida.

Se limpió la suciedad de las gafas yse colocó las finas patillas con firmezatras las orejas.

—La Medusa.

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Capítulo 37

No había rastro del Maserati en aquelcamino Solitario, pero en variasocasiones Escher había llegado a crucesy salidas y había tenido que pararse parabuscar huellas de neumáticos recientes.Un par de veces siguió lo que resultaronser callejones sin salida: ramales queterminaban en viñedos o en granerosvacíos.

Pero cada vez que pasaba porcualquier tiendecilla o gasolinera,paraba para preguntar si alguien habíavisto a sus amigos en su flamante

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Maserati plateado. Afortunadamentepara él, no era el tipo de coche que seolvida con facilidad. En una de lasgasolineras, un chaval que manejaba lacaja registradora le contó que se habíanido hacía una hora aproximadamente yseñaló a la ciudad de Cinq Tours.

Escher se hizo el sorprendido, comosi hubiera olvidado algo, y dijo:

—¿Qué hay en Cinq Tours?—Y yo qué coño sé. ¿Quiere

comprar algo? —dijo, ansioso porvolver a su videojuego.

Escher compró un paquete decigarrillos de la marca Gitanes y volvióal coche. Cogió la petaca de debajo del

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asiento, le dio un buche al whisky paraanimarse y siguió adelante. Veinteminutos más tarde tuvo que volver aparar para permitir que pasara unrebaño de ovejas. Cuando le preguntó alpastor por el coche, el hombre no dijonada, pero levantó el bastón otra vez endirección a Cinq Tours. Se estabahaciendo tarde, el sol se estabaponiendo y aquello no iba a ser másfácil cuando hubiera anochecido.

Escher pasó con el pequeño Peugeotpor un puente de piedra, por el canal deun molino, y pensó: «Este es justo eltipo de mierda pintoresca que le encantaa los turistas». Él prefería la ciudad mil

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veces antes que aquello. A lo lejos, violas luces de una rotonda con una cruzblanca en el centro. Había una taberna aun lado, con un par de tractoresembarrados aparcados delante, pero noveía ningún Maserati. Paró el cochejunto al surtidor y se bajó de él.

Dentro, había varios locales concamisetas de lana y totas de labranza, yuna televisión sobre un soporte encimade la barra. Estaban dando las noticiasde la noche, pero nadie las estabaviendo. Escher fue directo a la barra y lepreguntó al camarero por el coche y sihabían pasado por allí dos hombres yuna mujer que iban juntos. El camarero

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dijo:—Yo acabo de entrar, pero la dueña

lleva aquí todo el día. Llamó a alguiende la cocina y salió una mujer atareada,limpiándose las manos en el delantal.

Escher le repitió la pregunta y ella lecontestó:

—Ah, sí, sus amigos han estadoaquí… quizás hace una o dos horas.Tomaron el estofado de conejo, está muybueno esta noche —añadió, limpiandouna mancha que había en la barramientras colocaba allí una copa paraservirle vino.

—Gracias —dijo él—, pero tengoque alcanzarlos. Se han olvidado algo

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importante. ¿Tiene idea de adónde sedirigían?

Ella se encogió de hombros,habiendo perdido rápidamente elinterés.

—Tenían un mapa. Quizás alchâteau, Dios sabe para qué.

Escher no había visto ningunaindicación para un château, ni ningúnautobús turístico.

—Ya —dijo asintiendo—. ¿Cómo seva a ese sitio?

La mujer ya estaba a medio caminode la cocina.

—Siga adelante. Unos kilómetrosmás. ¡Pierre! —le gritó a alguien de

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dentro—. ¿Qué se quema?Escher salió hacia su coche

sintiendo haber oído que le llevaran talventaja, pero aliviado por saber que notenían ni idea de que los estuvieransiguiendo, ya que se habían parado acomer, con toda la tranquilidad delmundo, un estofado de conejo. Pasórodeando el monumento y siguió por lacarretera que salía de la ciudad,descubriendo que por allí el caminoestaba incluso peor de lo que veníaestando.

Había caído la noche y la luna iba yvenía por detrás de las nubes querecorrían a toda prisa el cielo desde el

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oeste. Siguió aquella carretera,preguntándose por qué no habríaindicaciones del château del que lehabía hablado la tabernera. No habíaindicaciones de nada, de hecho, tan soloreflectantes que aparecían de vez encuando como si fueran ojos rojos en laoscuridad. Pero, al menos, no habíasalidas ni intersecciones en las que sepodrían haber apartado del camino, ypoco después vio una casa de un guarda,donde se detuvo y bajó del coche. Nohabía nadie dentro, ni ningún château ala vista, pero sí un enorme candado enlas puertas de entrada. Volvió al coche ycontinuó, esperando encontrar otra

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entrada, pero lo único que vio fue unenorme muro que no parecía fácil desuperar. Justo cuando acababa dedecidir volver a echar otro vistazo a laentrada —¿cuánto costaría echar abajoel candado?—, se dio cuenta de que elmuro acababa y de que había un espacioentre los árboles con una cadena rota enel suelo. Cuando detuvo el coche ysalió, vio también restos de un faro roto.Sus propios faros no penetraban muyprofundo en el bosque, pero vio quehabía una especie de camino de entradaantiguo. «¿Habrán ido por ahí?».

«Pero, ¿por qué?».Metió el coche entre los árboles lo

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suficiente como para que no pudiera servisto desde la carretera, le dio la vueltay dejó la llave en el contacto por si teníaque salir rápidamente de allí. Después,salió con una linterna en una mano y suGlock de nueve milímetros en la otra.Fue fácil seguir el viejo senderodesgastado, pero se cuidaba de hacer elmenor ruido posible y de mantener lalinterna baja, apuntando hacia las hojashúmedas y a la tierra. Finalmente, oyó elsonido de un río y vio algoresplandeciente bajo la intermitente luzde la luna.

Y vaya si era un Maserati plateado.No había perdido sus habilidades,

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después de todo.Se puso de cuclillas y se acercó

sigilosamente al coche. No había nadiedentro.

Pero al mirar hacia el río, vio unaespecie de plataforma, como un viejomuelle de carga, y un embarcadero demadera al final del cual había alguienfumando un cigarrillo.

Al acercarse, comprobó que era lachica, Olivia, envuelta en su abrigonegro y con el pelo recogido bajo unagorra con visera. Todo aquello erademasiado bueno para ser cierto. Miróalrededor y se aseguró de que estabasola. Una presa fácil. Si hubiera tenido

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algún motivo para eliminarla, no se lehabría ocurrido un mejor momento queaquel. Pero no tenía tal motivo —aúnno, al menos— y algo le decía que podíaacabar siendo una buena baza antes deque la noche muriera.

Pisando con suavidad elembarcadero, dijo:

—¿Pica alguno?Ella se dio la vuelta y el cigarro se

le cayó de entre los dedos.Levantó la Glock lo suficiente como

para que ella la viera y dijo:—Mantén las manos fuera de los

bolsillos y camina hacia mí.Ella dudó.

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—Ahora. —Levantó más la pistola.Con los brazos separados del

cuerpo, ella se acercó a él y, cuandoestaba lo suficientemente cerca, este ledijo:

—¿Dónde están tus amigos?—¿Qué amigos?—Venga, no lo estropees. Siempre

nos hemos llevado bien.—Se han… ido.—¿Y te han dejado aquí, sola, en

medio del bosque?Se planteaba las opciones que tenía

y eran todas buenas. La teníacompletamente a su merced, y si jugababien sus cartas, podría incluso terminar

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volviendo a París en un Maseratinuevecito.

—Venga —le dijo, moviendo lapistola—, vuelve al coche.

Ella se movía lentamente, con elcuerpo tenso. Se estaba planteando —yél se daba cuenta— correr hacia elbosque.

—Ni se te pase por la cabeza correr—dijo—, era el mejor tirador de miclase.

Una vez en el coche, Escher leindicó que abriera el maletero y seechara hacia atrás. Cuando lo hizo,iluminó el interior con la linterna, perono había ningún arma ni el maldito

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maletín que David Franco siemprellevaba encima. Claro que, si hubierasido tan fácil encontrarlo, habría tenidoque pensar que aquello era una trampa.

—Vale —dijo, cerrando la puerta—,entra en el coche.

Esperó a que se sentara en el asientodel conductor y se metió en el delacompañante, apuntándola todavía conla pistola.

—Podríamos habernos evitado todoesto —dijo.

—¿Si te hubiéramos dejado llevarteel maletín en el tren?

Él le sonrió con frialdad.—Es bueno saber que te recuerdan.

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—Abrió la guantera y rebuscó dentro—.Entonces, ¿a qué hora se supone quevuelven David y vuestro chófer? —Leapretó el cañón contra la mejilla parafomentar una respuesta sincera.

—Quítame eso de la cara —dijo ellacon un gruñido.

Tenía que concederle aquello; teníaagallas que secundaban su belleza.

—¿A qué hora? —repitió, mirandoel salpicadero en busca del reloj.

Había tantas malditas esferas,botones y controles de temperatura queno fue capaz de encontrarlo.

—¿Quién eres, a todo esto? —dijoella—. Tu acento parece suizo.

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—De la Guardia Suiza —dijo él,aún orgulloso de sus referencias, aunquelo hubieran dado de baja con deshonor.

Olivia se rio.—Esta noche no trabajas para el

papa.—No —admitió—, trabajo por

cuenta propia.Jugueteaba con los dedos en la parte

superior del volante, como si estuvieraesperando que acabara una mala cita, yEscher decidió adentrar más el cocheentre los árboles. Cuando David y suamigo volvieran, quería que fueranandando hacia el claro para tenerventaja sobre ellos.

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—¿Sabes qué? —dijo—. Conozcoun sitio mejor en el que podemosesperar a tus amigos. Pon el coche enmarcha y conduce… despacio. Si tocasel claxon, te mato en el sitio.

* * *

Olivia hizo lo que se le dijo sinparar de darle vueltas vertiginosamentea la cabeza. Encendió el coche y, en esemomento, empezó a sonar el timbrerítmico de la advertencia del cinturón deseguridad. Se lo abrochó y dijo:

—Haz lo mismo, o esta maldita cosaseguirá sonando.

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Ya estaba labrando un plan en lacabeza. Pero, ¿sería capaz deconseguirlo?

Sin quitarle la vista de encima aella, Escher estiró la mano y se abrochóel cinturón cruzándoselo por el pecho.

Olivia buscaba a tientas, haciendocomo que no encontraba el botón de lasluces. El coche ya estaba colocadomirando a la carretera, como Ascanio lehabía dicho que lo dejara. Pero elretraso le permitió darle al botón quetenía en el reposabrazos y que bajaba suventanilla, y después darle al quecerraba las puertas.

—Deja de hacer gilipolleces —dijo

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Escher, sacudiendo el cañón de lapistola hacia arriba, desde la cintura.

—¡Déjame en paz! —dijo ella—.No he conducido esto en mi vida.

Miró por el retrovisor, y lo colocópara ver bien lo que hubiera justodetrás.

Y era el muelle de carga y elembarcadero de madera algo másretirado de ellos.

Cuando agarró la caja de cambios,Escher se echó hacia atrás en el asientoy dijo:

—Ve hacia aquellos árboles de allí.Discretamente, y con el pie aún en el

freno, metió la marcha atrás y se

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desabrochó el cinturón de seguridad. Eltimbre empezó a sonar otra vez.

—¿Por qué está sonando eso otravez? —dijo él, pero entonces se le fuetodo el cuerpo hacia adelante al levantarella el pie del freno y dar un acelerón,pisando a fondo el pedal.

El coche iba hacia atrásvertiginosamente. Ella sostenía elvolante con firmeza para mantenerlo enlínea recta, pero el suelo lleno debaches les hacía dar tumbos,provocando que, finalmente, la pistolacayera al suelo con un estallidoensordecedor e hiciera un agujero en elsalpicadero. Apenas podía dirigir el

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coche por el muelle hasta que, con unasensación de caída al vacío en elestómago, sintió el coche precipitarsepor el final del embarcadero y quedarsuspendido en el aire.

Al caer al agua, un segundo después,el coche se sacudió como un balancín,mientras el agua entraba a borbotonespor la ventanilla abierta.

Pero Olivia ya estaba saliendo porella. Escher intentaba con todas susfuerzas desabrocharse el cinturón conuna mano y abrir la puerta con la otra.

Ella ya estaba casi fuera del cochecuando sintió la mano de él que leagarraba las piernas e intentaba tirar de

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ella para que volviera al coche, pero loúnico que obtuvo fue uno de sus zapatos.

El Loira estaba frío y la corrienteera fuerte, pero Olivia consiguió zafarsedel coche mientras este girabalentamente corriente abajo. El único faroque tenía aún destellaba en el agua.Mientras se quitaba el abrigo empapadoy lo tiraba al río, veía al guardia suizo,aún aprisionado, jadeando tras elparabrisas. El interior del coche estabaya casi lleno por completo de agua.

La corriente también la llevaba aella y tuvo que recorrer el camino haciala orilla con gran dificultad. Cuando loconsiguió, ya estaba a varios cientos de

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metros del embarcadero. Subió las rocascon un pie descalzo, tiritandoviolentamente, y miró hacia atrás, alagua. No había señal de ningún nadadorpor ningún sitio. Lo único que veía erael techo plateado del Maserati, que ibadejando un rastro de burbujas en suestela al rozar la superficie bañada porla luz de la luna.

Y, entonces, como la suaveinmersión de un submarino, inclusoaquello desapareció.

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Capítulo 38

Al entrar en la salle d’armes, David sesintió rodeado.

A lo largo de ambas paredes,brillando bajo la luz de la luna, habíaarmaduras colocadas de pie, algunas deellas sosteniendo picas, lanzas oespadas. Había un hacha de guerra y unamaza cruzadas sobre una gran chimeneade piedra, y una ballesta y flechas sobrela puerta. «Era una muestra asombrosa,pensó David, que no tenía nada queenvidiarle a cualquier colección demuseo».

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De la manera más silenciosa quepodía, siguió a Ascanio, que se conocíabastante bien el château, hasta un granrecibidor con una imponente escalinata.Las escaleras de mármol se elevabancomo las alas de un ángel, y Ascanio,vestido entero de negro como David,subía furtivamente el tramo de laderecha.

Pero solo habían subido variosescalones, ocultándose tras labalaustrada, cuando, de pronto, oyeronpasos en el piso de arriba y el sonido deunos tacones de mujer. Si decidía bajarpor la parte de la escalinata en la queestaban ellos, no podrían hacer nada

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para evitar ser descubiertos. Seagacharon y esperaron hasta que laoyeron decir:

—¿Monsieur Rigaud? Où êtes-vous?

Pero, gracias a Dios, no bajó lasescaleras. En vez de eso, una voz lecontestó desde algún lado del mismopiso.

—Je suis ici, madame Linz. —Unhombre se acercaba a ella.

David deseaba profundamente poderfundirse con el mármol de las escalerasa las que estaba adherido.

—Ese asunto de París, entonces —decía la mujer—, ¿está solucionado?

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—Sí, me encargué yo mismo —dijo,aunque David creyó notar pocaconvicción en la forma de decirlo.

—¿Seguro? —dijo ella.Así que ella también lo había

notado.—Seguro, madame. Ya se lo he

detallado todo a monsieur Linz.A través de la balaustrada, David

veía parcialmente al tal Rigaud, con elpelo muy corto teñido de un tono rubiomuy poco natural y con una posturaerecta de tipo militar.

Ella hizo un sonido de burla.—A él puedes contarle lo que

quieras, pero más te vale no mentirme a

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mí. —Dio un paso adelante y Davidcomprobó que era joven y guapa—.¿Has hecho la ronda?

—Sí.—Ha sido un día largo y a Auguste

le está dando la lata otra vez elestómago. Nos vamos a la cama.

—Espero que se encuentre mejorpor la mañana.

—Déjale una nota a la cocinera,¿vale? Quiere crema de trigo paradesayunar.

—Se lo haré saber.—Buenas noches, entonces —dijo

ella, y se volvió a escuchar el sonido delos tacones.

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—Que duerma bien, madame —contestó, antes de volver adonde fueraque estuviera antes.

David se dio cuenta de no habíacogido aire ni una sola vez. Lo hizoentonces y, tras unos segundos, Ascaniole señaló la parte superior de lasescaleras. Allí, vieron luz salir pordebajo de una puerta al final del pasillo,y Ascanio condujo a David rápidamenteen la otra dirección para subir por otrasescaleras distintas.

Aquella planta era igual de lúgubreque la anterior. Unos apliques que habíaen la pared, con bombillas tenues,proporcionaban la única fuente de luz, y

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había cables y cordones eléctricos portodos los zócalos de los pasillos ysalones por los que iban pasando. Eracomo si no hubieran renovado aquellugar en sesenta años. Pero miraraadonde mirara David, veía óleos viejoscolgados sin demasiado entusiasmosobre sofás de terciopelo, y esculturasantiguas apiladas en rincones olvidados.Era todo un batiburrillo; solo en unahabitación vio lo que parecía un frescoitaliano, un jarrón del periodo Ming, ungrabado de Durero y un papiro egipcioenmarcado. ¿Quién era el tal AugusteLinz?

Volvieron a subir y comprobaron

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todas las habitaciones, sin encontrar anadie más. Ascanio le hizo una seña conel dedo a David para que fuera haciaotro salón y cerró silenciosamente lapuerta tras él. Fue entonces cuandoencendió la linterna y recorrió con elhaz de luz la habitación. Al principio,David no entendía lo que estaba viendo—se repetían imágenes resquebrajadas ydistorsionadas—, pero entonces vio queel salón tenía cinco lados y que estabantodos cubiertos de espejos. Una lámparade araña de cristal sin encender colgabadirectamente sobre un escritorio muyelaborado que estaba cubierto depapeles y libros, y sobre el que había un

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busto de bronce del compositor RichardWagner. Ascanio se detuvo para enfocarcon la linterna hacia los papeles, entrelos que se veía un cuaderno abierto. Enél, Linz había estado garabateando algocon letra muy apretada, en alemán, perocon tanta fuerza que el bolígrafo habíadejado marcada cada una de las letras.

—Este fue una vez el estudioprivado del marqués —susurró Ascanio,tras unos segundos impregnándose de lahabitación, como si fuera la primera yúltima vez que estuviera allí; peroDavid tenía toda su atenciónconcentrada en el cuaderno.

Aunque su dominio del alemán era

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pobre y la escritura difícil de descifrar,hubo algo que le llamó la atención comosi estuviera escrito en letras grandes.

Era su propio nombre.—No —dijo David con urgencia

cuando Ascanio estaba apartando elrayo de luz—. ¡Mira!

Señaló su nombre y, por lo poco quepudo leer, decía algo sobre unabúsqueda —die Suche— y unaItalienisch Mädchen, sin dudarefiriéndose a Olivia.

—¡No tenemos tiempo! —dijoAscanio—. ¡Vámonos!

Pero David no estaba dispuesto adejarse aquello atrás. Se metió el diario

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en la mochila y se volvió para ver aAscanio comprobar con las yemas delos dedos los bordes de uno de losespejos que llegaban hasta el suelo.

* * *

Rigaud casi había terminado susejercicios y estaba admirando susbíceps abultados —no entendía cómootros hombres de su edad sedescuidaban tanto físicamente— cuandoAli le ofreció de nuevo la pipa dehachís.

—Si quieres relajarte —dijo Ali,tumbado en la cama únicamente con

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unos vaqueros desabrochados—, estofuncionará mucho mejor que eso.

La cicatriz pálida que tenía en lagarganta parecía más blanca bajo la luzde la lámpara.

Rigaud hizo dos repeticiones máscon la barra de pesas y la soltó en lacolchoneta que había en un rincón de lahabitación. Se puso derecho, se posó lasmanos en la parte baja de la espalda,donde la camiseta estaba completamentepegada al cuerpo, y suspiró cansado.

Ali le dio una calada a la pipa y,entre dientes, dijo:

—Todavía pareces cabreado.—Me habla como si fuera un

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maldito mayordomo —dijo Rigaudsentándose junto a él en la cama—.Olvida que fui capitán del Ejércitofrancés.

Cogió la pipa, prendió fuego en lacazoleta e inhaló hondo.

—¡Mándala a la mierda! —dijo Ali,poniéndole una mano en el brazo parareconfortarlo—. No trabajas para Ava,sino para su marido.

Rigaud asintió, sabiendo que teníarazón. Pero, aun así, no era tan sencillo.Había aceptado aquel trabajo porqueparecía una causa, una misión, pero,según habían ido pasando los años,había empezado a tener sus dudas. ¿Qué

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estaba, realmente, haciendo? Lospoderes que hubiera pensado queestaban bajo las órdenes de Linz, ahoraparecían haberse disipado. Era unhombre frustrado e impotente —en todoslos sentidos, según podía asegurarRigaud por el humor de Ava—, y lastareas que le asignaba a Rigaud erancada vez más redundantes y defensivas.Rigaud quería pasar a la parte ofensiva,por cambiar; pero cada vez quesimplemente se lo dejaba caer a Linz,por muy indirectamente que lo hiciera,el hombre perdía los estribos y le dabauno de sus típicos ataques de haceraspavientos y echar espuma por la boca.

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Si no lo conociera bien, Rigaud podríahaber pensado que iba a caerse redondoen el sitio.

Ali le frotaba los hombros mientrasRigaud le daba otra calada larga a lapipa. Tenía las ventanas abiertas paraque salieran el humo y el olor. Sabía queLinz no lo aprobaría. La suite del señorestaba bastante lejos, en la partesuperior de la torre este. Pero bueno,¿por qué iba nadie de su edad y suantiguo rango a preocuparse por esastonterías?

—Échate —le dijo Ali—. Voy adarte un masaje.

—Todavía tengo cosas que hacer.

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—Yo también —dijo Ali,poniéndose sobre las rodillas yempezando a masajearle los nudos de laespalda.

Rigaud dejó la pipa en la mesita denoche, se quitó la camiseta sudada y setumbó en la cama. El hachís era muypuro, y todos los problemas de losúltimos días —sobre todo, deshacersede Julius Jantzen— empezaban adesvanecerse. Todavía le preocupababastante que un tipo como Ernst Eschersiguiera suelto por ahí, pero los turcoslo volverían a encontrar al final. Noeran buenos para muchas cosas —yRigaud ya había discutido con Linz, en

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más de una ocasión, reemplazarlos porotro equipo más profesional—, pero aLinz le gustaban por su simpleza demente y su falta de curiosidad total.Incluso a Rigaud le gustaba su sedinsaciable de venganza.

Los dedos de Ali estaban ejerciendosu magia sobre las contracturas de laespalda y sobre los hombros de Rigaud,y este se dejó llevar. Sonaba una músicatranquila, esas cosas del este que legustaban a Ali, pero justo en aquelmomento, incluso a Rigaud le sonababien. Recordó que tenía que decirle a lacocinera, que llegaba con los otrossirvientes a las seis de la mañana, que

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Linz quería crema de trigo paradesayunar. Pero, entonces, de pronto, seolvidó de todo aquello.

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Capítulo 39

Ascanio presionó el borde dorado deuno de los espejos y este se abrió,revelando una escalera de caracol quesubía por la torre. Entonces, levantandoun dedo para pedir absoluto silencio,pasó a la escalera, con David justodetrás de él. Los escalones subíanserpenteando unos nueve o doce metroshasta terminar en lo que parecía unacortina de tela gruesa. Solo al mirarlodesde más cerca y a la luz de la linterna,David vio, por el bordado elaborado,que estaban viendo por atrás un enorme

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tapiz colgado de la pared.Ascanio apagó la linterna y, con la

misma cautela de siempre, echó a unlado uno de los bordes del tapiz. Davidvio por encima del hombro de Ascanioque estaban en una especie de antesalaen la que había una silla para leer juntoa una mesa de marquetería con licorerasde cristal y una lámpara de bronceencima. El dormitorio principal estabaun poco más allá. Se oía música clásica,y una ducha y voces de fondo.

Linz y su esposa.—Ava, dame las pastillas.—¿Cuántas piensas tomarte?—Tú dámelas.

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David vio a Ava, completamentedesnuda, saliendo del baño con airedespreocupado y con la palma de lamano abierta.

Lo único que veía de Linz eran laspiernas, con un pijama de seda negro yunas zapatillas sobre sus blancostobillos.

—Ponte algo —la reprendió—, pordecencia.

—Estaba a punto de darme unaducha. El agua ya está caliente.

Él cogió las pastillas y ella volvió adesaparecer caminando hacia el bañocon porte atlético y despreocupado.David oyó cerrarse la puerta del baño.

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Ascanio se santiguó, puso la mochilaen el suelo y la abrió. Luego, sacó laguirnalda plateada.

David había comprobado suspoderes unas horas antes, en laprivacidad de la casa de Sant’Angelo.Más que nada de lo que había visto o lehabían contado, aquella demostración lohabía convencido de las afirmacionesdel marqués. Si le quedaba algún ápicede duda, ver desaparecer al marquésante sus ojos lo había disipado porcompleto.

Con los ojos fijos en David, Ascaniose colocó el objeto en la cabeza.

Y, en unos segundos, había

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desaparecido por completo.El faldón del tapiz se levantó y

volvió a caer al salir Ascanio desdedetrás. David se quitó una telaraña quele colgaba de las gafas y se quedómirando atentamente… pero, ¿qué iba aver?

Las zapatillas de Linz se movían alritmo de la música. Pero, de pronto,como si hubiera escuchado algo quenadie más podía escuchar, o percibidoalguna amenaza que nadie más habíadetectado, las zapatillas dejaron demoverse. Se irguió de repente en lacama, rodó hacia un lado y rebuscó en elcajón de la mesita de noche. En un

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instante, había sacado una pistola ydisparado al aire.

Se oyó un grito —¡era Ascanio!— yuna ola de sangre explotó en el airecomo un globo. Linz volvió a disparar, yla segunda bala atravesó el tapiz y sealojó en la pared, sobre la cabeza deDavid.

Un momento después, David vio aLinz derrumbarse hacia atrás en la cama,como si lo hubiera golpeado un tren decarga. David salió corriendo para ver aLinz con la bata roja luchando en elsuelo contra su asaltante invisible.

Pero fue en aquel mismo momentocuando también vio, balanceándose en el

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pecho desnudo de Linz y pendiendo deuna cadena plateada, La Medusa.

Aún agarraba con la mano la pistola,pero esta se disparaba repetidamentehacia la cama y, de una fuente invisible,salía sangre que se derramaba en laalfombra. Linz luchaba por conservar lapistola y, cuando consiguió liberarse elbrazo, David vio claramente cómo laculata impactaba contra algo sólido. Unsegundo más tarde, la guirnalda saliórodando y se quedó girando en el suelocomo un plato.

—¡Lo tiene en el cuello! —le gritóAscanio a David, mientras volvía a servisible—. ¡Cógelo!

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Pero en ese momento ya tenía elcañón de la pistola apuntándolo, yDavid se agachó justo cuando elsiguiente disparo impactó contra la luzdel techo, provocando una lluvia defragmentos de cristal. Estabaforcejeando para quitárselo cuando oyóun grito tremendo y el sonido de unospies mojados por el suelo. Un cuerpodesnudo, ágil y fuerte saltó sobre suespalda, atrapándole con las piernas lacintura y con los brazos la garganta paraestrangularlo.

David se tambaleó hacia atrás,viéndose a sí mismo en el espejo de lacómoda —con la cara de Ava, que

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gruñía y dejaba ver los dientesapretados, sobre sus hombros—,mientras intentaba liberarse a sacudidas.Pero ella lo agarraba con mucha fuerza yhacía que se moviera hacia atrás atrompicones, apenas pudiendomantenerse en pie. Con las gafascolgándole de una oreja, chocó contra ungran aparador. La oyó resoplar yquedarse sin aire, y lanzó la cabeza confuerza hacia atrás, golpeándola en labarbilla. Se alejó unos pasos delarmario y volvió a correr hacia él deespaldas para golpearla de nuevo contraél.

—¡Cabrón! —dijo con un grito

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ahogado entre los dientes manchados desangre, aunque intentando aúnmantenerse colgada de él como un águilaarpía.

Con el aliento que le quedaba,David estiró las manos hasta detrás dela cabeza para intentar agarrarla delpelo y quitársela de la espalda; pero ellale mordió los dedos y las manos. Él segiró y se tiró al suelo de espaldas, comosi estuviera ardiendo. La mujer lo soltó,David volvió a coger aire y la golpeócon el codo en la cara. Sintió cómo lehacía pedazos la nariz y cómo todo elcuerpo quedaba lacio, como sin vida.

Al soltarse, se puso de pie con

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dificultad, pero Linz lo volvió a derribaral salir corriendo de la habitación, conlos faldones de la bata roja al aire.

—¡Síguelo! —dijo Ascanio,derrumbándose en la cama y sacando laespada—. Yo no lo podré alcanzar.

Tenía los pantalones rotos y le salíasangre de la pierna a causa de la heridade la bala.

David se puso de pie de golpe, sevolvió a encajar las gafas, y Ascanio lepuso en la mano la harpe.

—¡Ahora sabes quién es! —gritó,fijando la mirada en los ojos de David—. ¿No?

Pero David, tambaleándose,

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simplemente asintió confuso. Su menteno podía procesar algo tandescomunal… y terrible.

Se oyó un golpe que vino de laantesala al derribarse la mesa con lalámpara.

—¡Deberíamos habértelo dicho!Pero ahora depende de ti acabar con esecabrón, ¡de una vez por todas!

David sintió cómo sus dedosagarraban la espada como si fueran losde una persona completamente distinta.

—¡Ve!David se giró y corrió hacia la

puerta de la antesala; la había abierto degolpe y la alfombra del pasillo estaba

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arrugada debido a la huida precipitadade Linz. David oía sus pasos girar a todavelocidad en las cuevas de la escalera.

Salió tras él bajando los escalonesde tres en tres y pasó por una serie desalas oscuras y abarrotadas de cosas,donde las cortinas se movían tras elpaso de Linz y había muebles tiradospara bloquear a su perseguidor.

Linz se dirigía, según averiguóDavid, hacia la gran escalera, y laspisadas de sangre en el suelo loconfirmaban.

Como también lo hacían sus gritosahogados: «¡Rigaud! ¡Por amor de Dios,Rigaud!».

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Pero cuando David pasó por elpasillo donde había visto por última veza Rigaud, su puerta estabacompletamente cerrada y no salía luzpor debajo de ella.

Sobre la escalinata, David avistó laszapatillas negras de Linz rodeando laparte baja de la escalera y dirigiéndosehacia el pasillo de las armaduras.Intentaba gritar, pero tenía la voz roncay apenas se le oía.

David bajó los escalones a todaprisa, casi perdiendo el equilibrio enuna mancha de sangre fresca, hasta queentró derrapando en el pasillo y se giró.

Ya no veía a Linz, pero sabía en qué

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dirección había ido y corrió tras élagarrando aún con la mano la pequeñaespada cuando, de pronto, algo largo yafilado le arañó el brazo e impactó en elmarco de madera de la puerta.

Linz estaba en mitad del pasillo,inclinado tras haber arrojado la lanza,jadeando y con las manos sobre lasrodillas. Se le contrajo el rostro de laira, los ojos se le salían de las órbitas yuna mata de pelo castaño, que llevabacorto por los lados, le caía por la frente.Le temblaba el brazo izquierdo, como acausa de una parálisis, y David tuvo lahorrible sensación de que había vistoaquella cara anteriormente.

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Y Ascanio había dicho: «Ahorasabes quién es, ¿no?».

Linz soltó algunas palabrotas y sedio la vuelta; agarró un hacha de guerray un escudo de la pared. Con la bataabierta, y La Medusa colgándole delcuello, había dejado de correr, y ahorase acercaba a David.

—Sie denken, sie können michtoten? —«¿Crees que puedesmatarme?», le dijo con tono desafiantemientras David esquivaba con destrezael primer hachazo.

David dio un paso atrás y elsiguiente impactó contra una armadura,derribándola de su pedestal y

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esparciendo las piezas por el suelo.Intentó parar el golpe con la pequeña

espada, pero Linz la tiró de un golpe conel escudo. Bajo la luz de la luna queentraba por las ventanas, David pudover la furia en sus ojos y la chispamaníaca… del placer.

—Niemand kann mich toten!—«¡Nadie puede matarme!», exultó.

Linz corrió hacia él con el escudolevantado e intentó derribarlo, peroDavid esquivó el ataque y el hachaimpactó en otra armadura.

—Ich will tausend Jahre leben! —dijo con un estallido: «¡Viviré milaños!», y David se quedó

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completamente helado.Era la voz que había oído en los

documentales, chirriante, amplificada yrepleta de odio. Era la cara, con los ojoscentelleantes y la barbilla levantadadesafiante, que había enardecido a unanación y sumido al mundo en la guerra.El loco que había invocado los fuegosdel holocausto.

En aquel mismo instante, Davidcomprendió qué criatura había salido aescondidas de su bunker de Berlín parareclamar el don de la inmortalidad. Ypor qué, por miedo a que le faltaracoraje o que su confianza decayera, nose lo habían dicho.

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Pero ahora lo sabía, y sentía como siuna corriente eléctrica le recorriera lasvenas, le bajara por los brazos y llegarahasta la espada que sostenía. Cuando elmonstruo volvió a atacar, David seapartó ágilmente y, antes de que elhombre pudiera darse la vuelta, dirigióel borde afilado de la espada a su nuca.

El monstruo se plegó y un géiser desangre emanó a borbotones del cuello,pero la cadena de La Medusa habíaevitado que se lo cortara de cuajo.

«Acaba con él», oyó David en sucabeza, «tienes que acabar con él».

Sujetando la espada con una mano ytirando hacia atrás de la cabeza con la

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otra —incluso entonces le hervían losojos en ira y le salía baba caliente de laboca—, volvió a asestarle un golpe.Pero la cabeza aún estaba adherida alcuerpo.

«Acaba con él».Agarró la cabeza de un mechón de

pelo manchado de sangre y la colocócomo si fuera una rama rígida. Y aunqueera él quien blandía la espada, era comosi esta actuara por sí misma, hambrientade completar alguna tarea ancestral. Conotro golpe más, el cuerpo cayódesplomado al suelo.

David sintió como si se hubieraparado el tiempo. Lo único que oía eran

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los fuertes latidos de su corazónretumbando como un bombo. Le ardía elaliento en la garganta. Sostenía a supremio ensangrentado —la boca abiertay los ojos desorbitados— por el pelo.Fue, gradualmente, volviendo en sícomo si hubiera estado en un trance. Laespada cayó al suelo resonando, y lacabeza después.

Se agachó y salvó de la piscina desangre en expansión aquello por lo quehabía llegado tan lejos. Se colocó LaMedusa alrededor del cuello, se levantó—como Perseo, con un pie sobre lagorgona masacrada— y se dirigió arecuperar a su acompañante y contarle

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que, al fin, había acabado con él.

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Capítulo 40

Una vez segura de que el coche se habíasumergido del todo, Olivia había subidoa trompicones, empapada y sin unzapato, a la orilla fangosa. Pero sabíaque si no encontraba alguna prenda deropa seca o algo con lo que cubrirse,moriría congelada mientras esperaba aque volvieran David y Ascanio.

Ni siquiera se permitía a sí mismaplantearse que no fueran a volver.

Caminó por la tierra fría y dura hastallegar al muelle de cemento, para volveral lugar donde había estado aparcado el

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Maserati. A menos que su atacante loshubiera seguido a pie, debía de haberdejado un coche escondido en algúnlugar cerca de allí. Pero el bosqueestaba oscuro y se avanzaba muylentamente por culpa del terrenodesigual y desnivelado.

Todavía le goteaban la blusa y lospantalones, y su único zapato la ibadesequilibrando. Siguió el camino lomejor que pudo, aprovechando cadarayo de luna para trazar la ruta, y al finalvio entre sombras el maletero de uncoche escondido entre los árboles, cercade la carretera. Empezó a correr haciaél, pero se le ocurrió que podría haber

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un cómplice dentro.Se apartó el pelo mojado de los ojos

y avanzó sigilosamente por entre elfollaje hasta que estuvo losuficientemente cerca como para ver queera un Peugeot pequeño beige y que nohabía nadie dentro. Estaba colocado endirección a la carretera, igual que habíahecho ella con el Maserati. Todo elmundo, supuso ella, se había preparadopara una huida a toda prisa.

Ojalá estuviera abierto.Y lo estaba, con la llave en el

contacto. Lo arrancó y encendió lacalefacción al máximo. Luegoinspeccionó el interior; parecía como si

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alguien hubiera estado viviendo allí: elcenicero estaba lleno de colillas, habíatazas de café hechas de cartón por elsuelo y ropa saliéndose de una talega.Rebuscó en ella y encontró un jerseygordo de lana. Se quitó la blusa y se lopuso, y después un par de calcetinesblancos de lana que le llegaban hasta lamitad de la espinilla. La calefacción ibacogiendo fuerza, y ya había dejado detemblar.

Pero tenía una curiosidad espantosa.¿Quién sería aquel hombre que los habíaestado siguiendo sin darles tregua?Abrió la guantera para buscar lospapeles del coche y encontró en su lugar

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el folleto de una agencia de alquiler decoches, con el formulario relleno dentro.

—Escher —leyó—, Ernst Escher.El nombre no le decía nada, y

aunque había pagado con tarjeta decrédito de un banco suizo, figuraba sudirección con un apartado de correos enlos Estados Unidos. Chicago, de hecho,de donde era David.

¿Había estado siguiendo a David,todo el tiempo, desde América? ¿Por sucuenta? ¿O a instancias de alguien?

En el asiento del acompañante habíaotra mochila que se apresuró a abrir.Aquella parecía por dentro el maletín deun médico, con todo tipo de botes y

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pastillas, junto con una BlackBerry y unpasaporte austriaco de color burdeoscon su característico escudo de armas.

Abrió el pasaporte, que estabagastado y tenía las esquinas dobladas.En las páginas había docenas de sellos,de todos los sitios desde Liechtensteinhasta Dubái, pero la fotografía era de unhombrecillo con cara de roedor llamadoJulius Jantzen. El mismo hombre que loshabía drogado echando algo en susbebidas. Tenía treinta y ocho años,medía un metro sesenta y sietecentímetros y, aunque su direcciónactual era de Florencia, en su lugar denacimiento figuraba Linz, en Austria.

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«El pueblo natal de Hitler», pensó.Se estaba preguntando si aquel tal

Jantzen no seguiría escondido en algúnlugar del bosque. Tiró el pasaporte en lamochila y sacó el Peugeot de entre losárboles y lo llevó hasta el muelle. Loaparcó, de nuevo, fuera de la vista decualquiera, con el motor parado y lasluces apagadas.

Y se sorprendió de que se leestuvieran entumeciendo las manos y lospies. En su interior, a pesar de la calidezdel coche, sentía un vacío frío que ibaen aumento. Iba a entrar en shock, creyóreconocer. Mientras había estadoluchando por sobrevivir e intentando

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ponerse a salvo, su cuerpo había estadooperando meramente por instinto desupervivencia y gracias a la adrenalina.Pero ahora que estaba temporal yprovisionalmente a salvo, ahora queestaba reconfortada y seca y que no lepresionaba la mejilla ninguna pistola, sucorazón seguía latiendodesenfrenadamente, se le entrecortaba larespiración y su mente intentaba lidiarcon el trauma que acababa de sufrir.

Había escapado a la muerte por lospelos.

Y había matado a un hombre en elcamino. No a un buen hombre, ni a unhombre inocente, pero un hombre al fin y

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al cabo.Lo había matado, y casi había

muerto ella misma.Los pensamientos le iban y venían

entre aquellas dos ideas, como unapluma de bádminton, y el vacío frío dela garganta no hacía más que enfriarsecada vez más. Había una farmacia enteraen la mochila que tenía al lado, pero nosabía qué tomarse. Buscó primero en laguantera, luego en el espacio dealmacenaje de las puertas y bajo elasiento del conductor, donde encontró,finalmente, lo que realmente necesitaba.Era una petaca vieja y abollada, pero ladestapó y olía a whisky irlandés de

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calidad. Le dio un buche, luego otro, ynotó cómo el calor del alcohol florecíaen su interior como una rosa. Cerró unsegundo los ojos, intentó respirar máslentamente y dejó que la sensación sedifundiera. Un búho ululó desde un árboly le recordó a su Glauco, que estaría encasa. Su pequeño apartamento deFlorencia atestado de cosas nunca habíaparecido tan atrayente.

Entonces, al ver su cara lívida en elespejo retrovisor, sacudió la cabeza,como intentando físicamente hacerdesaparecer todos los miedos de sumente, y se pellizcó las mejillas confuerza. No se podía permitir el lujo de

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sufrir un ataque de nervios en aquelmomento. No mientras David y Ascanioaún estuvieran allí afuera. No mientrasel trabajo no estuviera terminado.Conocía a David y sabía que noabandonaría. La vida de su hermanaestaba en juego y, aunque llevabanjuntos poco tiempo, había comprobadolo fuerte e irrompible que era aquelvínculo. Le dio otro sorbo al whisky y,aunque no era una mujer religiosa —para ella las iglesias eran sitios paravisitar, no para venerar—, se encontró así misma, de igual manera, rezando. Noa Jesús ni a la Virgen María, sino a lospoderes milagrosos del universo, las

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fuerzas benignas e invisibles en las quesí creía. Olivia siempre había tenido unamente abierta y, mientras miraba a laoscuridad de los árboles, rezaba, con unfervor que no había sentido nunca antes,por volver a ver a David salir de entrelos árboles, a salvo e ileso. No seríajusto que algo tan maravilloso, quellevaba tanto tiempo esperando,terminara de una forma tan abrupta yhorrorosa. La recorrió una ola deindignación —no era una sensacióndesconocida para alguien de sutemperamento— y le gustó. Sentía queestaba volviendo en sí. La indignación,en su opinión, estaba muy infravalorada.

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Capítulo 41

En la habitación, en la parte superior dela torre, David encontró a Ascaniohaciéndose un torniquete alrededor de lapierna para detener el sangrado. Lehabía arrancado la pata a una silla y sehabía entablillado la pierna como habíapodido para mantener el hueso rotorecto.

Sobre la cama, David vio la formade un cuerpo bien envuelto en unasábana llena de sangre.

Los ojos de Ascanio se fuerondirectamente a La Medusa que colgaba

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del cuello de David.—Bene —dijo, haciendo un gesto de

aprobación con la cabeza.Miró la espada ensangrentada que

David había vuelto a colocarse en elcinturón.

—¿Acabaste con él?—Sí.—¿Está muerto?—Sí.Ascanio lo miró con detenimiento,

queriendo asegurarse.—Deberíais habérmelo contado…

todo… antes de venir.Ascanio asintió, mostrando su

acuerdo.

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—No pensábamos que fueranecesario. Habría sido demasiadainformación que procesar.

—No me vuelvas a subestimar —dijo David.

—No lo haré —contestó Ascanio—,puedes estar seguro de eso.

Metió la guirnalda en la mochila,puso el brazo encima del hombro deDavid para sostenerse y dijo:

—Ahora, salgamos de este malditositio.

Bajaron la torre, Ascanio cojeandojunto a David, y sin dejar de estaratentos a Rigaud.

Al pasar por el pasillo de las

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armaduras, Ascanio se detuvo sobre elcuerpo decapitado de Linz, que yacíasobre un charco pegajoso de sangrecoagulada. Los faldones de la bataestaban desplegados como las alas de unmurciélago.

—Heil, Hitler —dijo entre dientes,dándole una patada al hacha.

Entonces, antes de darse la vuelta, lepreguntó a David:

—Pero, ¿qué hiciste con la cabeza?—La dejé caer —dijo.—¿Dónde?—Justo aquí —dijo David.Pero ya no estaba. Se agachó para

mirar bajo la mesa del refectorio, pero

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tampoco estaba allí.Lo que quería decir que alguien —

¿Rigaud?— se la había llevado.—Vámonos —dijo David, agarrando

con fuerza a Ascanio por la cintura yayudándolo a salir de la habitación. Ajuzgar por el gesto de Ascanio, Davidentendió que cada paso era insoportable,pero sabía que no podían perder ni unsegundo.

Una vez en la cocina, Ascanio sedejó caer en una silla, con el sudorgoteándole por la frente.

—¡Tenemos que seguir! —dijoDavid—. ¡Todavía no podemosdescansar!

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Ascanio señaló a la cocina y dijo:—Rápido, enciende todos los

fuegos.—¿Qué? —dijo David—. ¿Por qué?—¡Tú hazlo, David!Y David lo hizo.—Ahora apaga todos los pilotos.David los apagó… y, de pronto, lo

comprendió todo. Había otro pequeñodetalle que no había compartido con él.

Ascanio se levantó con dificultad,estremeciéndose de dolor, y volvió apasar el brazo por encima de loshombros de David. El olor sutil y dulzóndel gas ya había empezado a permear laestancia.

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Bajaron cojeando los escalones quedaban a la antecocina, pasaron por losbotelleros polvorientos y se adentraronen la ruta de escape excavada por elcaballero normando. Era demasiadoestrecha como para ir el uno al lado delotro, así que David tuvo que dejar queAscanio se sujetara a sí mismo contralas paredes. David sacó la linterna paraalumbrar el camino, mientras miraba porencima del hombro por si había señalesde Rigaud. El olor acre de la gasolinaque había ido tirando a su paso emanabadel suelo. Al llegar a la mazmorra, aquelolor se mezcló con el frío y la humedaddel agua del río, que se agitaba al fondo

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del hueco.Estaban solo a varios cientos de

metros del túnel lateral que llevabahasta el Loira cuando David oyó ruidosque venían de la antecocina. Apagó lalinterna y le indicó a Ascanio que seapresurara.

—¡Viene alguien! —susurró.Ascanio aceleró, arrastrando la

pierna entablillada, mientras David ibaagachado justo detrás de él, mirando porencima del hombro en la oscuridad.

Oyó cómo empujaban los estantes ycaían al suelo las botellas de vino, yunas botas pisaban los cristales.

Entonces vio el punto de la luz

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blanca de una linterna, rastreando dearriba abajo.

Estaban lo suficientemente lejoscomo para no descubrirlos, pero seacercaba cada vez más.

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz.La de Rigaud—. ¡Detente ahí!

La punta de la espada de Davidchocó de pronto con la pared de piedra.

—¡Detente o disparo!—Está aquí —murmuró Ascanio

agachando la cabeza en el hueco de lapared.

—¡He dicho que te detengas!El haz de luz de la linterna se dirigía

hacia ellos como una luciérnaga, y al

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reflejarse la luz en el techo y las paredesDavid vio a Rigaud, con algo bajo elbrazo, corriendo hacia ellos.

Ascanio sacó de pronto el brazo porel agujero con un paquete de cerillas.

—¡Enciende el paquete y tíralo!David tiró la linterna al suelo y

cogió el paquete. Pero el rastro degasolina estaba a más de un metro dedistancia y David tuvo que acercarse aAscanio, intentando encender lascerillas por el camino. La primera separtió en dos y la segunda estabademasiado húmeda.

Rigaud ya lo había oído para aquelentonces, de eso no tenía duda, y su

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linterna se dirigió directamente a la carade David, justo cuando la tercera cerillase encendió y David la posó en lagasolina. Una columna de llamas azulesinundó el túnel y, bajo aquella luz,David vio a Rigaud tirar la linterna ybuscar desesperadamente la pistola.

Pero lo que a David se le quedógrabado en la memoria, unos segundosantes de que la onda expansiva lolanzara por el agujero, fue la cabezaamputada que Rigaud llevaba bajo elbrazo. David habría jurado que la bocaestaba abierta y contorsionada como enun grito mudo, y que aquella mirada duray de ojos azules parecía furiosa… y

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viva.Una bola de fuego recorrió el túnel a

toda velocidad y se perdió de vista algirar la esquina, donde colisionó con lanube de gas que inundaba la cocina,desencadenando una gran explosiónhasta las mismas vigas del château.David y Ascanio, bajando a gatas por lachimenea hasta el río, temían que lamismísima colina se les viniera encima.El polvo y los escombros llenaron elaire y les obstruyeron el paso, y losescalones vibraban bajo sus piestemblorosos.

En el tramo final fueron a gatastosiendo y esputando, hasta llegar al

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barro y las rocas de la orilla del río.David, después de coger aire, miróhacia atrás, al promontorio. Las llamasbrillantes de color naranja se elevabanhacia el cielo mientras emergían colasde fuego de las ventanas, y las torres,una a una, estallaban y explotaban antesde venirse abajo.

Una viga en llamas rebotó contra lacolina y cayó rodando hasta el Loira,apagándose con un silbido como deebullición.

—¡Vamos a apartarnos! —dijoDavid, ayudando a Ascanio a subir almuelle de carga.

Subieron por la orilla y se

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adentraron en el bosque, pero justodonde David esperaba ver el Maserati,no vio nada. Por un segundo, pensó quese había desorientado, pero entonces,dos faros se encendieron entre losárboles y oyó el sonido de una puerta decoche abrirse.

—¡David!Olivia iba corriendo hacia él a toda

velocidad con un jersey abultado y unpar de calcetines blancos, y con losbrazos abiertos.

—Ayúdame —dijo, y Olivia puso elbrazo alrededor de la cintura de Ascaniopara sujetarlo.

Juntos, y con el máximo cuidado, lo

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dejaron en el reducido asiento traserodel Peugeot.

Y, entonces, se abrazaron,estremeciéndose bajo la luz de la luna.En la distancia, David oía el crujir delas llamas interrumpido por el sonido delas vigas y la piedra al estallar.

—Así que lo has conseguido —dijoella, tocando La Medusa con la mismasuavidad con que se toca la cabecita deun bebé.

—Sí —contestó David, abrazándolaaún más fuerte—. Ahora lo tengo todo.

—¿Podemos irnos de una vez deaquí? —dijo Ascanio gruñendo—.Queda mucho camino de vuelta a París.

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Olivia se puso al volante y, al mirarotra vez la pierna entablillada, le dio labolsa con medicinas a Ascanio.

—Seguro que encuentras algúnanalgésico ahí. Iré al hospital máscercano.

—¡No! —objetó—. Ya lo he dicho,vamos directamente a París. No voy adejar que ningún médico pueblerino metoquetee la pierna.

Cuando volvió a poner el coche enel camino, Olivia miró a David para verqué pensaba, pero parecía estar deacuerdo con el pasajero.

—París —dijo con decisión—. Lomás rápido posible.

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—Pero todavía me queda algo porsaber —dijo Ascanio, abriendo un vialde pastillas y tomándose varias—. Sihas cambiado el Maserati por estamierda, vas a tener que contarme porqué.

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Capítulo 42

Olivia condujo el pequeño Peugeotdirectamente hasta la puerta de entradade las urgencias del hospital, y David yahabía sacado casi del todo a Ascaniodel asiento trasero cuando este empezó aprotestar y lo agarró de La Medusa quellevaba colgada bajo la camisa.

—¡Eso le pertenece a Sant’Angelo!—dijo, arrastrando las palabras por losanalgésicos que se había tomado—.¡Dámelo!

Pero David tiró de él y dejó que lostrabajadores de urgencias que iban

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corriendo hacia él lo amarraran a unacamilla y se lo llevaran adentro. Saltabaa la vista que había perdido muchasangre, y el torniquete provisional ya sele había soltado casi por completo. Unode los médicos no paraba de hacerlepreguntas a David sobre qué habíaocurrido y quién era aquel hombre, peroDavid, alegando que no sabía hablarfrancés, salió corriendo hacia el coche yle dijo a Olivia que acelerara.

—¡Espere! —gritó el médico,corriendo hacia el coche mientras ellosse alejaban—. ¡No puede hacer esto!

Pero David veía el hospital alejarseen el espejo retrovisor a medida que

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Olivia se adentraba en el tráficoparisino. Incluso ella parecía no estarmuy segura de lo próximo que harían.

—Al aeropuerto —dijo él.—¿No quieres llamar al marqués?

Tienes muchas cosas que contarle, ¿no?Mientras Ascanio, sin sentido por

los analgésicos, roncaba en el asientotrasero, David había aprovechado ellargo viaje desde el valle del Loira paraponer a Olivia al corriente de lo quehabía pasado, y había sido un milagroque consiguiera mantener el control delvolante todo el camino. No se le ocurríanadie más capaz de hacer tal cosa apartede ella.

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—¿Quizás el marqués podríaayudar? —añadió ella.

—No —dijo David—. Conduce.Cogió la BlackBerry de la mochila

del doctor y marcó, a toda prisa, elnúmero de Gary.

—Soy yo —dijo, en cuanto descolgóGary—. ¿Cómo está?

—Aguantando. ¿Dónde demoniosestás?

—Voy de camino al aeropuerto deOrly. —No había querido tener esaconversación con Ascanio en el coche,estuviera o no roncando.

—¿Todavía no vas en el avión? —dijo Gary, sonando descaradamente

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enfadado.—Te lo explicaré luego. Voy todo lo

rápido que puedo.Oyó a Gary resoplar indignado.—Quizás no te lo dejé lo

suficientemente claro, David. No haymucho tiempo. Emme ha estado aquítoda la tarde y, según tengo entendido,es la última vez que va a ver a su madre.Sarah te está esperando, David. Te haestado esperando. Pero no puede hacermucho más.

—Lo sé —dijo David, tocándoseautomáticamente La Medusa—. Lo sé.

—Dios —dijo Gary—, ningúnascenso es tan importante.

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Aquello le dolió, pero David sabía aqué venía. Gary no entendía el retraso,¿cómo iba a entenderlo? Y, ¿qué podíadecir David para persuadirlo?

—Por favor, dile que ya voy. ¡Yavoy!

Cuando colgó y el coche se paró enun semáforo, David notó que Olivia loestaba mirando.

—¿No te fías de Sant’Angelo? —lepreguntó ella.

Y David admitió:—No, no del todo. —Se volvió para

mirarla—. Cree que el espejo es suyo.—Y lo es, ¿no?—Pero él no es quien me pidió que

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lo encontrara. Y no es quien meprometió salvarle la vida a mi hermanacon él.

—¿Y si dijera que te dejaría?—¿Y si dijera que no? —contestó

—. ¿Crees que puedo correr ese riesgo?¿A estas alturas?

El semáforo cambió de color yOlivia volvió a ponerse en marcha.David apretó la mandíbula con gestoobstinado y trató de ordenar las ideas.Todo había ocurrido muy rápido, y nohabía tregua aparente a la vista. Pero, enmedio de aquel momento visceral,David sabía que volver a la casa delmarqués podía implicar de todo, desde

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un retraso fatal hasta la pérdida de LaMedusa. Hiciera lo que hiciera, iba atener que traicionar a alguien, ya fuera ala señora Van Owen o al marqués deSant’Angelo. Tenía que tomar unadecisión, y con la vida de Sarahpendiendo de un hilo, hizo lo único quepodría haber hecho.

Ahora, lo único que deseaba era quelas instrucciones que se detallaban en Lallave a la vida eterna funcionaran. Sesabía el texto de memoria palabra porpalabra —lo había leído cientos deveces—, pero hacer que funcionara eraotro tema completamente distinto.

Al acercarse al aeropuerto, el tráfico

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iba más lento. Los autobuses y taxis sedisputaban un hueco en medio de milesde coches, y los carriles se estrechabande vez en cuando como consecuencia decontroles de seguridad al azar.

—Prueba con Air France —dijoDavid, pensando que aquella podría serla opción más acertada. Si no, siemprepodría correr a otra terminal.

Olivia llevó el coche hasta la acera,cortándole el paso a una furgoneta dealquiler de la que la separaban apenasunos centímetros, y paró el coche enseco. Se volvieron el uno hacia el otro yella dijo:

—Lo vas a conseguir, David. Puedo

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sentirlo.David ansiaba sentir lo mismo. Se

acercó a ella, la abrazó con fuerza y labesó.

—Cuídate. Volveré lo antes posible.Un policía movió la porra,

metiéndoles prisa para que se movieran.—Te quiero —dijo él.Ella sonrió, lo besó y prolongó el

momento con sus cálidos labios antes deempujarlo hacia la puerta.

—Dime eso en Florencia.Entonces, con la mochila colgando

de un hombro, corrió hacia la terminalde Air France. Sin equipaje que lepesara, se dirigió directamente a la

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sección de venta de billetes de primeraclase y preguntó cuándo salía el próximovuelo directo a Chicago.

—El vuelo 400 despegará en treintay cinco minutos —dijo la empleada,mientras David soltaba el pasaporte y latarjeta de crédito en el mostrador.

—Un billete —dijo—, solo de ida.—Pero me temo —dijo, consultando

la pantalla del ordenador—, que estácompleto.

—Iré como sea. En tercera, en labodega, donde se le ocurra.

Ella sonrió amablemente, peroDavid estaba seguro de que ya habíaconseguido inquietarla. ¿Y cómo no iba

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a hacerlo? Tenía la cara llena decicatrices, iba vestido entero de negro,no se había afeitado y quería comprar unbillete de ida. Quizás, incluso habíapresionado ya el botón de seguridad quetenía bajo en mostrador.

—Escuche —dijo él, con el tono devoz más razonable que pudo forzar—,mi hermana está muy enferma y tengoque llegar a casa. ¿Me puede ayudar?

—Nuestro próximo vuelo a Chicago—contestó mientras tecleaba— no salehasta esta tarde, pero si quiere puedevolar a Boston y desde allí…

Pero, para entonces, David ya habíadecidido lo que hacer y había cogido el

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pasaporte y la tarjeta para salircorriendo por el pasillo y buscar en elpanel de las salidas el vuelo 400. Yaestaban embarcando en la puerta 23.Esquivó a los demás pasajeros y sedirigió a la puerta, pero vio que todavíahabía una larga fila de personasesperando para pasar por el control deseguridad.

Y, tras él, vio por el rabillo del ojoa un policía con traje azul y un quepisblanco que lo seguía diligentemente.Otro más intentaba alcanzarlo.

Se escondió en una cafetería, saliópor la otra parte del establecimiento y semetió en el primer lavabo de hombres

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que vio. Fue hacia el últimocompartimento, cerró la puerta conpestillo y rebuscó en su mochila. Lavolvió a cerrar rápidamente y se lacolocó sobre los hombros.

Entonces, rezando en silencio, sepuso la guirnalda en la frente.

Esperó, inmóvil, pero no sintió nada.«Dios mío, pensó, ¿habría hecho algomal? No estaba funcionando. ¿Sehabrían dejado, a propósito, algo en eltintero Sant’Angelo y Ascanio? ¿Y sihacía todo el camino a Chicago ydescubría que también le faltabainformación crucial de La Medusa?».

Justo cuando el pánico empezaba a

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aumentar, notó algo raro, una sensaciónparecida a que le estuvieran echandoagua fría por la cabeza. Incluso se tocóel pelo creyendo que estaría mojado,pero no lo estaba. Estaba como siempre.Pero la sensación continuaba y habíadescendido hasta la cara y el cuello,después los hombros y el pecho. Setocaba el cuerpo dándose palmaditas,pero estaba entero y era perfectamentepalpable.

Y entonces vio algo muy extraño. Enla parte trasera de la puerta de acero vioreflejada su propia imagen borrosa, perola mitad superior de su cuerpo ya noformaba parte de la totalidad. Mientras

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observaba en shock, el resto tambiénempezó a desvanecerse. Se golpeó losmuslos, pero estos sintieron el golpe, ysus manos, la carne bajo ellas.Petrificado y asombrado, sin quitar lamirada de la puerta, vio que sus piernastambién eran invisibles.

Y, cuando se miró los pies,comprobó cómo ellos también, botasinclusive, desaparecían. Dio una patadaen el suelo y notó las baldosas duras yoyó el golpe, pero no veía nada en ellugar.

Ya no se reflejaba nada en la puerta,ni siquiera de forma borrosa.

Podía mover los dedos de las

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manos, doblar los de los pies —eracomo siempre—, pero también se sentíamás ligero, como se imaginaba que sesentiría un astronauta con gravedad cero.Alargó la mano para tocar el pestillo dela puerta, pero le resultaba extrañamentedifícil hacerlo. Sin poder ver suspropios miembros, ni dónde estabanexactamente, descubrió que era muydifícil coordinar los movimientos.Incluso algo tan simple como quitarle elpestillo a la puerta implicaba muchoesfuerzo y concentración, y de prontoentendió por qué Ascanio no se habíapuesto la guirnalda hasta el últimomomento; era muy fácil cometer un error

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garrafal.Acababa de salir del compartimento

cuando entraron los dos policías en ellavabo de hombres, y se quedó inmóvilen el sitio. Era un lugar alargado yestrecho, y se movían rápidamente parabuscar pies bajo las puertas de losdistintos compartimentos. Variosestaban ocupados, y los hombres queestaban en el lavabo, viendo que algoocurría, salieron apresuradamente.

Con la punta de la porra, uno de lospolicías iba golpeando las puertascerradas y decía:

—Ouvrez la porte, s’il vous plaît.C’est la police.

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El otro, desafortunadamente, estababloqueando la puerta.

David estaba de pie, a poco más deun metro de distancia del policía quellevaba la porra, aguantando larespiración, mientras se oía a loshombres tirar de la cadena y abrirobedientemente sus respectivas puertas.Miró al espejo que recorría la pared yvio reflejado al policía y la fila decompartimentos, pero no había rastro desí mismo. Era realmente desconcertante.

El policía los revisó uno a uno, cadavez más inquieto, se volvió hacia sucompañero y le dijo:

—Où est-il allé?

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Levantó las manos en señal deconfusión. Cuando el otro policía fue acomprobarlo por sí mismo, David secoló por la puerta.

Fue zigzagueando por entre lamultitud —que en ocasiones sesobresaltaba ante su cercanía oreaccionaba dándose la vuelta conconfusión— directamente hasta elcontrol de seguridad, donde la línea eraincluso más larga que antes. Pero con LaMedusa aún colgando del cuello, laguirnalda puesta y la linterna quetodavía llevaba en la mochila, sabía quele iba a resultar casi imposible pasarpor el detector de metales sin ser

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descubierto. Estudió a las personas delprincipio de la fila y vio que uno deellos era un adolescente con el tobilloescayolado y muletas de aluminio bajoambos brazos. David se colocó justodetrás de él y cuando esperaba que fueraa sonar la alarma, David lo rodeó por ellado y pasó, en dirección al pasillo.

La puerta 23 estaba lejos, a suizquierda, pero veía a una asistente devuelo amontando los billetes queacababa de recoger, mientras otrasoltaba con el pie la puerta que daba ala rampa de embarque. Pasó a toda prisa—ambas levantaron la cabeza al notaruna brisa inesperada— y ya iba a mitad

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de camino cuando vio que la escotillatambién la estaban cerrando.

—¡Espere! —gritó, sin ni siquierapensarlo; la auxiliar de vuelo se detuvoy miró a su alrededor para ver de dóndehabía venido aquella voz, pero aquellademora le proporcionó el suficientetiempo a David como para colarsedentro del avión. Se cerró la escotilla yDavid suspiró, por primera vez, conalivio.

Al mirar a ambas cabinas comprobóque lo que le habían dicho en el standde venta de billetes era cierto, no habíani un solo asiento libre.

Pero, además, ¿cómo se habría

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podido sentar en uno sin desvelar supresencia de alguna manera? Lo únicoque hacía falta era que alguien loescuchara respirar o se golpeara con suspiernas invisibles al salir para el aseo.No podría ni siquiera esconderse en elbaño sin llamar la atención por elletrero de Occupé, que estaríapermanente.

El avión rodó por la pista dedespegue desde la puerta de embarque y,para más angustia de David, se entretuvoahí durante lo que le pareció un espaciode tiempo interminable. Se miró el reloj,sin acordarse de que ya no podía verlo.En varias ocasiones, el piloto se

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disculpó porque una tormenta que veníade frente hacia el este había retrasadotodo el tráfico hacia el oeste. Pero, auncon las disculpas, David oyó bastantesmurmullos descontentos por parte de lospasajeros y de la tripulación hasta que,finalmente, tras una o dos horas parado,el avión despegó.

Cuando ya volaba a su altura decrucero, David encontró lo que lepareció el mejor refugio posible,teniendo en cuenta aquellascircunstancias: un rincón en el pequeñoespacio que quedaba entre las cabinasdelantera y trasera, bajo la ventanilla deuna salida de emergencia. Si se

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agachaba con las rodillas dobladashacia su cuerpo y la cabeza contra lapared que no paraba de vibrar, y semantenía alerta ante cualquier auxiliarde vuelo que se dirigiera hacia allí paracoger algo de las unidades dealmacenaje, podría hacer todo elrecorrido sin ser descubierto. Estaríarígido como una tabla cuandoaterrizaran, pero habría llegado.

Sabía que el vuelo era de unas nuevehoras, pero se preguntaba cuántotardarían realmente dadas lascondiciones atmosféricas.

No tenía manera de llamar a Gary oSarah para saber cómo iban las cosas…

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pero sabía que Sarah había dicho que loesperaría, y nunca se habían defraudadoel uno al otro. «Espérame», murmuróentre dientes; «espérame».

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Capítulo 43

Cuando el marqués de Sant’Angelo entróen la habitación del hospital, guiado poruna enfermera que lo llevaba cogido dela manga, Ascanio estaba empezando adespertarse de la anestesia.

—¿Estás bien? —dijo el marquésinclinándose sobre la cama.

Sí que lo había visto con mejoraspecto, pero también peor.

—Monsieur —le dijo la enfermeracon tono de queja—, estas no son lashoras de visita y el paciente está aúnrecuperándose. Puede volver cuando…

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Pero Sant’Angelo la apartó y agarróla mano de su querido amigo. Le habíanescayolado aparatosamente una piernapero, en general, parecía que Ascanioiba a escapar intacto de aquella terribleexperiencia.

—Me pondré bien —dijo Ascaniocomo grogui, mientras le apretaba lamano al marqués para reafirmarse—.Pero vamos a ser una pareja muy curiosa—añadió, haciendo un gesto al bastónde ébano del marqués—. Vaya par decojos.

—No por mucho tiempo —dijoSant’Angelo—. Los médicos me handicho que te han sacado la bala

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limpiamente y que estarás andandoperfectamente en unos meses.

Ascanio asintió y la enfermera,después de comprobarle la tensión yofrecerle un sorbo de agua con un pajita,salió de la habitación, dedicándole otramirada fulminante al marqués.

Sant’Angelo se abrió el abrigo depieles y se sentó junto a la cama en unasilla.

—Cuéntame qué ha pasado.—¿No te lo ha contado ya David?—¿Franco? No me ha contado nada.

Me llamó, me dijo que estabas aquí ycolgó antes de poder preguntarle nada.De hecho, pensaba que estaría aquí.

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A Ascanio se le cambió laexpresión, lo cual preocupó al marqués.

—¿Qué es lo que no quería quesupiera? —dijo Sant’Angelo.

Ascanio señaló con el dedo el aguay el marqués le puso de nuevo la pajitaen los labios. Después, con la vozentrecortada y titubeando, Ascanio lecontó la historia del asalto al château,su batalla final con Linz y elsubsiguiente fuego acompañado de ladestrucción de todo aquello. Pero,cuando terminó, Sant’Angelo seguíaesperando la otra parte de informaciónque Ascanio parecía haber omitidoescrupulosamente. Lo único que

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esperaba era que fuera efecto de laanestesia.

—La Medusa —dijo enérgicamente,recorriendo con la vista fugazmente lahabitación—. ¿Dónde está La Medusa?

Ascanio apartó la mirada hacia otrolado y Sant’Angelo acercó aún más lasilla a la cama, tan cerca que rozaba labarandilla.

—¿Dónde está La Medusa? —dijo,adquiriendo un tono de voz amenazante—. ¿Y, en realidad, dónde está DavidFranco? —Ya no necesitaba ningúnmapa para imaginarse a ambas piezasjuntas.

Y fue entonces cuando Ascanio le

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contó que David se había ido con ella.—Yo no estaba en condiciones de ir

tras él —dijo Ascanio excusándose—.Me dejaron en el hospital y esa chicaarrancó el coche como alma que lleva eldemonio.

«Que fuera el infierno, pensóSant’Angelo, el lugar al que los habíaenviado si no le devolvían lo que lepertenecía. ¿No le había contado al talFranco todo lo que necesitaba saber?¿No le había revelado secretos que no lehabía contando nunca a ningún otrohombre? ¿Y así se lo pagaba?».

—Ya estará de camino a casa —dijoAscanio—, ¡para salvar a esa hermanita

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suya! Estoy seguro.Sant’Angelo también estaba seguro

de aquello. Había previsto que pasaraalgo parecido. Por eso había hecho queuno de sus ayudantes rastreara lallamada que David había hecho desde sucasa y que verificara el nombre de lospacientes de la residencia hospitalariaen los alrededores. Había descubiertoque la hermana de David se llamabaSarah Henderson, y que estaba en unlugar llamado Evanston, a las afueras deChicago. A pesar de todo lo que elmarqués había hecho por él, tenía claroque David tenía prioridades mucho másimportantes que devolverle lo que era

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suyo. Primero, estaba su hermana. Noera de extrañar. Y, en última instancia,estaba su lealtad hacia la mujer que lohabía mandado en aquella misión.

Claramente, el bibliotecario no eratan inocente como parecía. Eso, o lehabían inyectado una dosis de dureza enlos últimos eventos. De cualquier modo,Sant’Angelo tenía que admirar aregañadientes el valor de aquel hombre.

Pero había llegado el momento deque el marqués dejara a un ladocualquier subterfugio. Por fin, se habíadeshecho de su némesis en el château—aquella mancha negra en el alma delmundo—, y ya era hora de que

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reclamara lo que era suyo: La Medusay, por si fuera poco, su amor, al quehabía perdido hacía ya tanto tiempo.

—Mañana —decía Ascanio—.¡Mañana podré ir tras él!

De hecho, intentó incorporarse en lacama como si fuera a quitarse losagarres que le sostenían la pierna y lasvías que tenía conectadas al brazo.

El marqués le puso la mano en elhombro y lo volvió a recostar sobre lasalmohadas.

—Descansa —dijo—. Lo has hechobien. Ahora puedo ocuparme yo.

Entonces, clavando el bastón en elsuelo como si estuviera atravesando a un

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enemigo con cada golpe, salió de lahabitación casi chocándose con laenfermera, que había vuelto paraecharlo.

* * *

Ni dos horas después, ya estaba ensu avión privado volando, ante lapresencia de una tormenta que acechaba,hacia los Estados Unidos. Su piloto lehabía rogado que se lo replanteara, perocuando el marqués le ofreció a latripulación un plus de diez mil euros,todas las quejas se habían acallado yhabían ideado un nuevo plan de vuelo

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que sobrevolara Halifax y rodeara lapeor parte de la tormenta.

El marqués estaba recostado en suasiento de piel, mirando hacia afuerapor la ventanilla y preguntándose cuánlejos de Franco estaba. Entendía por quéel hombre tenía tal prisa, pero elmarqués no estaba dispuesto a que LaMedusa se le volviera a escapar de lasmanos. Tampoco estaba dispuesto a que,cualquiera que lo encontrara, lo usara decualquier manera. Solo él, el marqués, ysu fiel sirviente Ascanio debían poseersu poderoso secreto. A la vista estabapor las manos detestables en las quehabía caído a lo largo de las décadas.

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No, el marqués no descansaría hastaque La Medusa volviera a estar a salvocon él, y aquella vez para siempre. Elavión se adentró en una tanda deturbulencias y el piloto se disculpó.

—Lo siento, señor, pero vamos atener que alejarnos unos cuantoskilómetros más hacia el norte.

Al marqués le daba la impresión deque la propia naturaleza estabaintentando frustrar sus planes.

Pero entonces, para calmarse,recordó cómo se había clavado lamirada de David en el busto que tenía enla repisa de la chimenea. Estabasegurísimo de que Caterina estaba viva,

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y en el lugar más inverosímil.Que el gran, y único, amor

verdadero de toda su larga vida hubieraestado nadando por el mar del tiempojunto a él —y sin saberlo— era casidemasiado que soportar. El solopensamiento de los años que podríanhaber pasado juntos compartiendo suextraño destino no se le iba de lacabeza; pero las perspectivas deenmendarlo eran suficientes como paraproporcionarle una determinación yesperanza que no había sentido ensiglos.

Al perfeccionar por primera vez LaMedusa, trabajándola a partir de algo

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tan impuro, no sospechaba el valor quetendría. Por aquel entonces era joven, y,¿qué sabía de la vida? Lo único quequería era la eternidad… y nunca se leocurrió que la eternidad pudiera ser eldestino más solitario de todos. Nunca sehabría imaginado cómo era caminarentre mortales, entablar y forjarrelaciones, sabiendo que sus amigos yseres queridos se marchitarían ymorirían ante sus ojos —si es que sequedaba lo suficiente como para verlo—mientras él seguía en la brecha.Recordaba todas las ocasiones en lasque había visto el desconcierto, ydespués una especie de miedo, llenar los

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ojos de sus amigos y amantes al darsecuenta de cómo el tiempo seguíahaciendo estragos en ellos, mientras quepasaba por alto, completamente, aSant’Angelo. Y, en aquellas ocasiones,había sabido que ya había llegado lahora de irse, comenzar de nuevo,empezar el lento abandono de sussentimientos. Cargado con un secretoque nadie más, aparte de Ascanio, podíaentender o creer, se había convertido enun nómada entre los hombres, un viajeroen las regiones solitarias del tiempoinfinito.

La auxiliar de vuelo estaba junto a ély le preguntó si quería algo de beber o

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comer. Él le pidió que le sirviera suchocolate caliente de rigor.

La tormenta azotaba el avión y elpiloto seguía intentando rodearla.

Sorbió el chocolate relajante, apoyóla cabeza en el asiento y se quedómirando hacia afuera, donde veía lasluces rojas parpadear en el ala y lanieve y el aguanieve que recubrían de unblanco brillante la ventanilla. Echaba demenos tantas cosas… desde el amorabierto y honesto hasta las habilidadesque sus manos poseyeron tiempo atrás.El mejor artesano del mundo; hubo unmomento en que nadie podría haberledisputado tal distinción. Sus obras

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habían sido la maravilla de su tiempo, yél había vivido para ver algunas de ellas—no muchas, pero las suficientes—perdurar. Lo que nunca había entendido,aun así —¿y no era eso precisamente lamagia de aquello?—, había sido suprecio.

La vida eterna, pero a costa de sugenio.

Podría haber sido enterrado tambiénaquel día en la basílica, junto con elindigente que ocupaba su tumba.

Se había imaginado a sí mismocreando obras milagrosas por toda laeternidad, refinando sus talentos,perfeccionando sus artes.

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Pero ya había aprendido que no eraasí como funcionaba.

Solo la providencia sabía cuántotiempo se le había asignado a cada unoy, una vez excedido aquel lapso detiempo secreto, tocaba vivir aregañadientes. Uno se convertía en lasombra de su ser anterior, desprovistode todos los dones que habían hecho lavida dulce, fructuosa y valiosaanteriormente.

Cellini, el hombre más inteligente desu tiempo, había sido burlado.

El avión, sacudido por otra fuerteráfaga de viento, ladeó las alas, y elchocolate caliente se derramó en el

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platito. La auxiliar de vuelo, algoinestable también, le llevó otra taza yotra servilleta de hilo.

El artesano, que nunca habíarealizado ningún objeto falso, habíacaído en la trampa de su propio diseño.Con más destreza que, incluso, unLeonardo o un Miguel Ángel, habíadiseñado para él mismo un destino sinpropósito, sin forma y sin final.

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Capítulo 44

—¿Dónde está David? —murmuróSarah, mientras Gary cogía una sillapara sentarse junto a la cama, en laresidencia—. Tengo que verlo. ¿Dóndeestá?

Ojalá lo supiera Gary y ojalásupiera qué contarle. Esperaba cadasegundo que le sonara el teléfono móvily que David le contara que, por fin,había aterrizado en Chicago. Pero nadamás lejos de la realidad. «Pronto»,había dicho, por enésima vez, «estoyseguro de que va a llegar dentro de

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nada». Había intentado incluso llamarloal último teléfono desde el que habíallamado David, pero se habíaencontrado con un mensaje misterioso enitaliano que decía que el doctor Jantzenno estaba disponible. O, por lo menos,eso es lo que creía que significaba.

Miró por la ventana hacia el jardínrocoso con su correspondiente estanqueornamental —entonces helado— y susabedules de corteza blanca. Veía lasventanas encendidas al otro ladoocupadas también, sin duda, por otrospacientes moribundos. La luz del finalde la tarde se veía aún más atenuada porel cielo nuboso y la tormenta que se

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avecinaba. Le aterrorizaba que el vuelode David, en el que demonios viniera, sehubiera visto retrasado por el maltiempo.

Los ojos de Sarah volvieron acerrarse y retorció la cabeza en laalmohada. Gary pensó en llamar a laenfermera para que le diera máscalmantes.

—¿Qué necesitas? —preguntó.—La boca —susurró—. La tengo

muy seca.Alargó la mano hasta el vaso de

plástico y cogió un poco de hielo paraponérselo en la boca. Parecía que notenía fuerzas ni para lamerlo y la quimio

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le había dejado llagas que no terminabande curársele. Pero cuando se derritió elhielo, Gary cogió el bote de vaselina yle untó con suavidad un poco en loslabios resecos. Se le volvió a quedar lamirada perdida.

—Podría hacer un pastel de carne —dijo, como una de las típicasincongruencias que le provocaba lamedicación.

—Suena bien.—A David siempre le gusta.—Y a mí.—Y pastel de chocolate de postre

—dijo ella—. Emme se ponecontentísima.

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Emme estaba en casa en aquelmomento con su abuela. Había estadoallí unas horas antes, pero a Sarah lehabía dado un terrible ataque de dolor ynáuseas, y la escena se había vuelto tanhorrible que Gary había tenido quellevársela al coche y acunarla en susbrazos hasta que dejara de llorar.

Por mucho que no soportara queaquella fuera la última imagen queEmme tuviera de su madre, no estabamuy seguro de que hubiera tiempo deque pudiera volver a verla otra vez más.Le había dicho a su madre que lametiera en la cama temprano e intentaraque se durmiera.

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Gary no había dormido más de treshoras en los últimos días.

Pero entonces, se dibujó una levesonrisa en la cara de Sarah, lo quesignificaba que, seguramente, se estaríaimaginando de nuevo en su cocina,preparando un pastel de carne para lacena. «Mejor así», pensó Gary. Cuandoestaba consciente, estaba inquieta y seagotaba haciendo preguntas sobre Davido diciendo lo que se debería hacer paraayudar a Emme a superar el trauma queestaba sufriendo. Cuando la morfinaponía de su parte, estaba como en unanube, pero tranquila.

Gary se dejó caer hacia atrás en la

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silla, bostezó y se frotó la cara con lasmanos. Por muy horrible que fuera estarallí, aquel lugar no era tan deprimente yantiséptico como el hospital. Todas lashabitaciones eran privadas, estabandecoradas con colores neutros,iluminadas con luz indirecta yamenizadas con música suave. Nisiquiera estaba permitido utilizar elteléfono móvil, excepto en la sala deesparcimiento. Aquello, sumado a lavista exterior de los jardines, le daba ala residencia una atmósfera pacífica, eincluso reconfortante.

Una bandada de gorriones llegó aljardín y empezó a dar picotazos al suelo

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entre los montones de hielo y nieve.Gary cogió un trozo de la tostada secaque Sarah ni había tocado, salió de lahabitación y bajó hasta el pasillo. Abrióla puerta que daba al jardín y salió.

El aire frío le impactó, pero fue unimpacto bien recibido. Dio unos pasospor el pequeño caminito serpenteanteque rodeaba la fuente, y los pájarossalieron revoloteando nerviosamentehacia las ramas de los abedules.Desmigó el pan y lo tiró al suelo.

—Cogedlo —dijo, una vez huboretrocedido, y los pájaros bajaron enpicado.

Miró hacia arriba, hacia el cielo

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gris, que se oscureció más aún uninstante al pasar por encima de él unavión con las luces rojas parpadeantes,en dirección al aeropuerto de O'Hare. Yrezó, aquella vez de verdad, por queDavid fuera en él.

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Capítulo 45

El aeropuerto de O'Hare estaba hecho unlío.

El avión de David, como otradocena más, se había visto obligado arodear el aeropuerto, volar hacia el lagoMichigan y después volver a entrar,mientras los controladores intentabanhacer aterrizar con seguridad a todo eltráfico que sobrevolaba el aeropuertoantes de que las condiciones del viento yla nieve empeoraran aún más o quealguna otra pista de aterrizaje quedarainoperativa.

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La señal de ABRÓCHENSE LOSCINTURONES llevaba encendida casitoda una hora, mientras David se hacíaun ovillo, invisible y nervioso, contra lasalida de emergencia y miraba de vez encuando por la ventanilla las nubesturbulentas que cruzaban raudas el cielooscuro. ¿Amainaría la tormenta, oarreciaría con tanta fuerza que la lunaquedaría completamente oculta? Hastadonde sabía sobre La Medusa, primeropor haber estudiado La llave a la vidaeterna, y el resto al escucharlo de bocade Sant’Angelo, la luna era igual deesencial para su plan como lo era elpropio espejo. Como él mismo había

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traducido el texto, sentado en el silo dela Newberry:

Las aguas de laeternidad,

bendecidas porla luna radiante,

detienen elcorrer del tiempo

y garantizan elfavor de lainmortalidad.

Si el plan debía tener éxito, si lamagia debía funcionar, necesitaría unirtodos los elementos.

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E, incluso así, ¿qué posibilidadeshabía?

Cuando el avión, finalmente, recibióla autorización para aterrizar y Davidoyó las ruedas desplegarse, suspiróaliviado. Aún tenía que sortear variosobstáculos —en una noche comoaquella, el simple hecho de salir delaeropuerto ya era bastante complicado—, pero, ay, cómo deseaba poner lospies en el suelo. En cuanto a eso,deseaba, aunque fuera, verse los pies.Ser incorpóreo estaba alarmantementecerca de sentirse inexistente.

Fue un aterrizaje brusco; las ruedaspatinaban en la pista de aterrizaje

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mientras el viento de costado golpeabalas amplias alas del avión. Sin asiento ocinturón de seguridad que lo ayudara amantenerse en el sitio, David sezarandeaba de una pared a otra, perocon una mano invisible intentabasujetarse la guirnalda. Le dolía lacabeza de tenerla apretada, pero no erael momento de ser descubierto o tenerque pasar por el control de seguridad sintarjeta de embarque.

«S’il vous plaît restez assis jusq’àque les portes soient cuvertes jusq’ànotre arrivée à l’aéroport» , anunció elinterfono, y varios pasajerosimpacientes que ya estaban intentando

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coger el equipaje de mano de loscompartimentos superiores se volvierona sentar diligentemente. Davidaprovechó la oportunidad para recorrersigilosamente el pasillo y colocarsejusto detrás de la puerta principal. Ponerla rampa en su lugar provocó otroretraso, pero en cuanto la puerta seabrió, David pasó con total normalidadjunto a la auxiliar de vuelo, que dealguna manera pareció notar supresencia y se llevó la mano con ciertapreocupación a la base de la garganta.Rodeó una silla de ruedas que habíanpreparado para alguien, cruzó la rampaapresuradamente y llegó a la terminal.

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Fue siguiendo los carteles deaduanas recorriendo a toda prisa losinterminables pasillos y escalerasmecánicas y, aun pasándole por encimadel pie un carrito portaequipajes ygolpeándole en la espinilla un carrito debebés, cruzó las puertas automáticas sinproblemas, yendo justo detrás de unhombre de negocios corpulento.

En el mostrador de aduanas, Davidmiró a su alrededor para comprobar quéagente estaba ya entretenidocomprobando la maleta de alguien, ypasó esquivando a una muchacha cuyomaletín de guitarra estabaninspeccionando.

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—Sí, la he embalado yo misma —recitaba— y no la he perdido de vista.

Después bajó la explanada, pasó porlos enormes ventanales de cristalcilindrado donde había personasesperando a los pasajeros y salió alexterior, donde esperaban los taxis.

La fila era interminable; lospasajeros se apiñaban para evitar elimpacto del viento, dando pataditas enel suelo para mantener los piescalientes, mientras los taxis se movíanlentamente al ir cogiendo clientes,cargando el equipaje y, finalmente, seiban.

Pero David no tenía tiempo como

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para perderlo en aquello, e iba a tardarmás incluso en alquilar un coche.

Varios carriles más allá, en la zonareservada para que los coches delservicio privado dejaran a lospasajeros, vio un Lincoln aparcado sinel conductor dentro, un joven afeitadocon mosca que estaba ayudando a unapareja mayor a subir las maletas a uncarrito. David cruzó los carriles dandograndes zancadas, esquivando a loscoches que, por supuesto, no lo veían, ymientras el conductor cobraba, se metióen el asiento trasero y se quitó laguirnalda.

Durante uno o dos segundos, no

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ocurrió nada, y se temió que se hubieraprovocado a sí mismo algún dañoirreparable. Pero entonces, sintió unhormigueo en los dedos de los pies, lamisma sensación que sentía cuandopatinaba demasiado tiempo y la sangreempezaba poco a poco a volver a susitio. Vio sus botas reaparecer dandogolpecitos en el suelo del coche.Después la sensación le recorrió laspiernas hacia arriba, y estas tambiénfueron, poco a poco, haciéndose visiblesde nuevo.

Pero el conductor volvió al cocheantes de lo que David esperaba y sesentó en el asiento para contar el dinero.

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David rezaba por que no miraratodavía por el espejo retrovisor.

Cogió el micrófono de la radio ydijo:

—Coche seis, llamando.—Dime, Zach.—Acabo de dejar a los de Air

France.David sintió la misma sensación

fluctuante en el torso. Miró hacia abajoy vio de nuevo su abrigo, y después elpecho. Sintió un picor en los brazos,como si se le hubieran puesto de puntacada uno de los vellos y, agradecido,flexionó los músculos.

—¿Tienes otra recogida para mí? —

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preguntó Zach.—Parece que sí —contestó el

consignatario—. Alitalia.—Cancélela —interrumpió David, y

el conductor se dio la vuelta en elasiento. David esperaba que la coronillafuera ya visible.

—¿Pero qué demonios…? —dijo elconductor soltando el micrófono—. ¿Dedónde ha salido?

David le enseñó un puñado debilletes.

—Hazlo y serán tuyos.Zach parecía muy confuso.—Oye, Zach —dijo el consignatario

por la radio—, te voy a dar el nombre.

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—Diles que estás ocupado —dijoDavid con urgencia.

—Eso son euros —le dijo elconductor entre dientes.

—Zach, ¿sigues ahí?—Exacto —dijo David—. Eso

significa que valen más que los dólares.Se inclinó hacia adelante y le dio el

fajo entero.—Ya lo sé —dijo Zach, mientras

contaba los billetes—. Estoy enbachiller.

—Entonces sabrás cómo llevarme alhospital Evanston.

Satisfecho con lo que le había caídodel cielo, Zach dijo por radio que tenía

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un problema en el motor y cerró elmicrófono para iniciar el trayectosuicida hacia las afueras.

David se volvió a sacar el teléfonode Jantzen del bolsillo y llamó a Gary.Le saltó el buzón de voz. «Voy en un taxi—dijo David— de camino». Colgó y sequedó con la mirada perdida en elteléfono. ¿Y si ya era demasiado tarde?No había leído nada que sugiriera queLa Medusa pudiera revivir a losmuertos. Podía conceder la vida eterna,pero no se la podía devolver a los queya estaban muertos. Se tocó por debajode la camisa, solo para asegurarse deque la seguía teniendo en el pecho. La

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plata estaba fría y la pieza de seda quelo cubría, resbaladiza. «Era extraño,pensó. No absorbía el calor de sucuerpo». Nada le afectaba, estaba ajenaa todo lo que la rodeara, como siestuviera aislada en el vacío. Recorriócon los dedos el contorno del rostro dela gorgona. Conocía cada mechón de lacabeza, cada surco de la frente arrugada,pero por primera vez desde que la tenía,también sintió miedo. ¿Qué terriblepecado estaba a punto de cometer?

El taxi aminoró y David dijo:—¿No puedes ir más rápido?—Por el hielo no —contestó Zach

—, y tampoco voy a destrozar el coche.

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Pero algo le decía que Sarah seguíaviva. La intuición, o un sexto sentido. Elvínculo que había entre ambos era muyfuerte y siempre había sido tanirrompible que si se hubiera roto, lohabría sabido. Habría sentido eldesgarro, daba igual lo lejos queestuviera, como un golpe en elestómago.

Corrían pequeños remolinos denieve por la autovía y el viento golpeabalas ventanas. Los carteles luminososadvertían de atascos más adelante y deque la velocidad máxima era de treintakilómetros por hora. Un Hammer con lasluces de emergencia encendidas había

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patinado y se había empotrado contra lamediana.

—Salte en Dempster —dijo David—. Iremos más rápido.

Zach hizo lo que se le dijo y Davidlo dirigió por varios atajos para llegaral complejo hospitalario másdirectamente. Pero cada vez que Zachintentaba iniciar una conversación,David lo cortaba. No quería quehablara, sino que condujera.

En el complejo hospitalario enCentral Street, David analizó losdistintos carteles y flechas de lasentradas para coches en busca del de laresidencia. Resultó ser un edificio

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aislado de una planta con una granentrada cubierta.

—Buena suerte, tío —dijo Zach,mientras David salía de la limusina conla mochila colgando de una mano y sedirigía a la puerta giratoria.

Era una de esas puertas que girabana una velocidad establecida, pero Davidempujaba la barra de todas formas.

La enfermera que había detrás delmostrador lo miró al entrar jadeando ydijo:

—Quieto, amigo. Más despacio.Esta es una zona hospitalaria.

David tiró la mochila al suelo ydijo:

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—Sarah Franco.La enfermera parecía desconcertada.—Perdón, Sarah Henderson.—Ah, sí —dijo ella, con un tono de

voz más diligente—. Está al final delpasillo, habitación tres. ¿Y usted es?

—Su hermano —dijo David,caminando ya hacia donde le habíandicho.

—Espere —dijo la enfermera,cogiendo el teléfono—. Tengo quenotificárselo a su cuidador por si estádormida.

¿Y eso que importaba? Allí estaba élpara despertarla.

En la puerta vio a Gary, vestido con

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una camisa de franela y vaqueros,recorriendo el pasillo.

—Gracias a Dios —dijo Gary—.Tenía el teléfono en vibración y acabode oír tu mensaje.

—¿Cómo está? —dijo David.—Ahora hay un enfermero con ella.

—Miró a David con gran alivio,comedido también por el reproche—. Teha estado esperando. Te dijo que loharía.

—Contaba con ello —dijo élrodeando a Gary, al que se le veíaasustado, y entrando sin titubear en lahabitación tres.

—David, ¿quieres esperarte un

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momento?Pero aquello era, precisamente, lo

último que quería hacer.El enfermero, un hombre

afroamericano con el pelo canoso y lacara amable, estaba ajustándole una vía.Se dio la vuelta y dijo:

—Usted debe de ser su hermano. Loha estado esperando. Yo soy Walter.

Pero David tenía la mirada fija enSarah, o lo que quedaba de ella. En eltiempo que había estado fuera, ellahabía pasado de ser una mujer cuya vidapendía de un hilo, por débil que estefuera, a estar ya en brazos de la muerte.Las manos, sobre la sábana blanca,

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estaban manchadas y azuladas, tenía loslabios resquebrajados y untados convaselina y su cara era una máscarahundida. Ni siquiera al verlo a él mostróparte de la alegría que esperaba ver; envez de aquello, tenía la expresiónquejumbrosa y vacilante. Ni siquieraestaba seguro de que lo hubierareconocido.

—Le acabamos de aumentar elhaloperidol —dijo Walter en voz baja—. Estará más lúcida en unos minutos.

David creía que estaba preparadopara cualquier cosa, pero entonces sedio cuenta de que no era así.

—¿Puede dejarnos solos?

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—Claro —dijo el enfermero—.Avíseme si me necesita.

David acercó una silla a la cama ycogió la mano de Sarah entre las suyas.Tenía la piel fría y los dedos parecíanramitas.

—Sarah, soy David. Estoy aquí.Pero ella no respondía. Tenía los

ojos vidriosos y la mirada perdida en elinfinito, y un pañuelo de cachemira lecubría la cabeza desnuda.

Esperó allí, preguntándose quéhacer.

—¿Te acuerdas de aquel día en lapista de patinaje? —dijo finalmente—.¿Cuándo me dijiste que darías lo que

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fuera por ver a Emme crecer?Había un humidificador en la

esquina que vibraba suavemente.—Te voy a dar esa oportunidad.Quizás lo imaginara, pero sintió

cómo ella movió los dedos entre susmanos.

Se preguntaba cómo iba aconseguirlo.

El viento aullaba en la ventana y fueentonces cuando vio los abedules en elpequeño jardín exterior y el estanquehelado… que rielaba suavemente bajo laluz de la luna.

Se levantó de la silla de un salto.Había una silla de ruedas plegada en un

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rincón de la habitación y corrió aabrirla. Tenía que moverse rápidoporque sabía que si Gary o el enfermeroentraban, intentarían detenerlo. Llevó lasilla junto a la cama y, rodeándola conla sábana, la levantó y la sentó en ella.Pesaba muy poco, era como levantar unpuñado de trapos.

Al mirar fuera de la habitación, serelajó al ver que Gary y Walter estabanal otro lado del pasillo, junto almostrador de recepción y el recipientepara el café. Con un movimiento ágil,sacó la silla de la habitación y recorrióel pasillo hasta quedar fuera de la vistade ambos. Ya, lo único que tenía que

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hacer era encontrar la forma de llegar aljardín.

En su búsqueda, la primera puertaque probó daba a unos retretes; lasegunda era un dispensario. Pero latercera, con una barra de metalcruzándola, parecía más prometedora, ygiró la silla para poder presionar labarra con la espalda y notar al instanteuna corriente de aire fresco. Cuandoestaba arrastrando las ruedas por losbaches de la entrada, se enganchó unpico de la manta en la puerta mientrasesta se cerraba, y David temió por unsegundo que tirara a Sarah de la silla.Tuvo que parar, agacharse y soltar la

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manta que se había enganchado.Al mirar hacia arriba y encontrarse

con la cara de Sarah, le pareció apreciarque lo había reconocido.

—¿David? ¿Estás… realmente aquí?—dijo ella, con la voz confusa ypausada.

—Pues eso parece —dijo él,volviendo a rodearla con la manta.

—¿Dónde estamos?—Tomando un poco de aire fresco

—dijo él, empañando el aire mientrasempujaba la silla hasta el jardín.

—Frío —dijo ella—. Hace frío.—Lo sé —contestó David,

rebuscándose bajo la camisa con los

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dedos para sacar La Medusa.Una ráfaga de viento le arrancó el

pañuelo de la cabeza a Sarah y loarrastró hasta el estanque helado.

—Quiero que hagas una cosa por mí—dijo él mientras se sacaba el amuletopor la cabeza y destapaba la tapa deseda negra que ocultaba el espejo.

—¿Estamos en el jardín trasero decasa? —preguntó ella—. Seguro queEmme está arriba esperándote; deberíassubir y darle una sorpresa.

—Lo haré —prometió él—. Lo haré.Se colocó La Medusa en la palma

de la mano y la ayudó a incorporarse.—Pero ahora lo que quiero es que te

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mires en este espejo.Ella pareció confusa e irritada.—No, ya no hago eso. Ya no me

miro en los espejos.—Tienes que hacerlo, solo esta vez.

—David miró por encima de su hombro,más allá del tejado de la residencia,para calcular dónde estaba la luna. Unanube oscura estaba pasando por delanteen aquel mismo momento.

Colocó el espejo en el ángulocorrecto para que pudiera captar losrayos de luna que empezarían a verse deun instante a otro.

—El espejo —repitió—. Mira elespejo.

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Ella frunció el ceño e hizo lo que lehabía pedido.

—No veo nada —dijo.—Lo verás en un momento —dijo él

siguiéndole la corriente, mientras seagachaba para comprobar que el espejoestuviera colocado en el ángulocorrecto.

La superficie convexa relucía, comoun escarabajo brillante, bajo la luz de laluna. Vio el reflejo vacilante de suhermana en el cristal como si estuvieramirando desde dentro en vez de desdefuera, y le agarró la mano para quepudiera mantener la postura. Las aguasde la eternidad contenidas tras aquel

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espejo estaban recibiendo la bendiciónde la luna radiante.

Pero, ¿cuánto iba a tardar?De pronto, le sobresaltó el sonido de

un golpe seco —la palma de una manocontra una ventana— y miró hacia lahabitación encendida de Sarah, dondevio a Gary con la cara contra el cristal yuna expresión de desconcierto,golpeando una y otra vez en el cristal.

—Sigue mirando —le dijo David asu hermana con urgencia—, tú siguemirando.

Esperaba que en cualquier momentollegara Walter corriendo pararescatarla.

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Pero la mano que sostenía el espejocayó de pronto en el regazo de Sarah yla cabeza se le fue hacia atrás contra lasilla de ruedas, como si hubiera sufridoun ataque repentino.

¿Había funcionado?David cogió el espejo del regazo de

Sarah y se preguntó si notaría algodiferente en él. ¿Estaría más caliente?¿Más frío? ¿Estaría cargadomagnéticamente, o de algún otro modo?

Pero era su propio rostro lo queveía… sus ojos le miraban desde dentrode las oscuras profundidades delespejo… y, antes de poder darse cuenta,una oleada de electricidad le recorrió

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los miembros; apretó la mandíbula, lacabeza se le fue hacia atrás y estuvierona punto de fallarle las rodillas. Si nohubiera estado apoyado en la silla deruedas, se habría desplomado en el sitio.

La puerta del patio se abrió de golpey Gary y el enfermero se acercaron aellos corriendo.

—¿Está usted loco? —dijo Walter,apartando a David, que estabaimposibilitado, de los mangos de la sillade ruedas.

David se tambaleó hacia atrás, conlos brazos colgando flácidos y laspiernas temblorosas. Se agachó dandotumbos entre los abedules, temeroso de

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desmayarse.—¿Pero a ti qué demonios te pasa?

—gritó Gary mientras recogía elpañuelo del estanque helado.

Walter le dio la vuelta a la silla y sefue hacia la puerta. Gary lo siguió tanfurioso que ni siquiera se volvió paramirar a David.

Y David no los culpaba. Sabía quetodo aquello parecía una locura.

Una masa de nubes ocultó la luna, yDavid vio cómo volvían a poner a Sarahen la cama y la arropaban con másmantas. Y se imaginaba lo que estaríandiciendo del hermano consternado ydesquiciado.

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Pero nada de eso le importaba. Yano. Había hecho lo que se habíapropuesto hacer… y nadie, ningún héroegriego ni ningún artesano florentino,podría haber conseguido más. Pasara loque pasara, estaba satisfecho con lo queacababa de hacer.

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Capítulo 46

Kathryn van Owen miraba por laventana de su ático de lujo cómo sereflejaba la luna en la superficie decolor negro obsidiana del lago Michigany se preguntaba, por enésima vez, quéhabría sido de David Franco. ¿Habíaencontrado La Medusa o, como Pallisery tantos otros antes de él, habrían caídoen la tela de araña para no poderescapar jamás?

Oyó el teléfono sonar en lahabitación de al lado, y Cyril contestó.No se enteraba de lo que estaban

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diciendo, pero unos segundos más tardeél entró corriendo y le dijo:

—Era la recepcionista de laresidencia.

Kathryn, que había llevado bien lacuenta de lo que hacía la familia deDavid, la había sobornado para que laavisara si él volvía.

—David Franco está allí, ahoramismo.

A Kathryn le dio un vuelco elcorazón. Lo sabía todo sobre el nefastopronóstico de Sarah. Pero, ¿habíacorrido David a salvarladesesperadamente, o simplemente adespedirse de ella para siempre?

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Kathryn ya estaba dirigiéndose hacia lapuerta, con Cyril justo detrás de ella,para coger el abrigo y los guantes. Y,aunque solía esperar a que él acercara lalimusina, aquella noche bajó con él algaraje, abrió ella misma su puerta y,prácticamente, se metió dentro de unsalto.

Cyril sacó el coche del garaje, locondujo por Lake Shore Drive y seadentró en el tráfico, que siempreempeoraba con el mal tiempo. Kathrynmaldijo las ráfagas de viento quearrastraban la nieve por los carrilesprovocando que los otros cochesavanzaran más lentamente, y maldijo

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también a los mismos coches porimpedirle avanzar a ella.

¿Cuánto tiempo llevaba David devuelta? ¿Por qué no la había llamadonada más volver? ¿Sería porque eraincapaz de admitir su fracaso?

¿O era porque estaba ocultando suéxito?

Ah, debería haberle advertido deque no hiciera uso de la magia él solo.Se temía que lo hubiera hecho. Perotambién sabía que sus advertenciashabrían caído en saco roto. Después detodo, ¿no era el estado crítico de suhermana lo que le había servido de pilaremocional desde el principio? Sabía que

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cualquier tipo de duda que hubieraalbergado —dudas que, por supuesto,cualquier hombre racional habría tenido— habrían sido subsumidas bajo lalucha desesperada por encontrar unacura. Habría sentido la necesidad deconseguir cumplir su misión deencontrar La Medusa más que ningunootro de los que habían ido en subúsqueda.

¿Habría supuesto eso la diferenciacrucial?

Por un lado de la limusina, veía lasluces parpadeantes de los rascacielos deChicago y los bloques de apartamentos.Al otro lado, el vacío del inmenso lago

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helado.Pero solo un pensamiento —¿habría

encontrado el maldito cacharro?— leseguía rondando la cabeza. ¿Podríavolver a tener en sus manos La Medusa?Durante todos aquellos años habíavuelto a pensar tantas veces en elestudio de Benvenuto y en la noche enque había sacado la caja de hierro de suescondite… examinado su misteriosocontenido… y se había despertado en elsuelo, con el pelo blanco y Benvenutosobre ella preguntándole con profundatristeza: «¿Qué has hecho? ¿Qué hashecho?».

Incluso entonces, siglos más tarde, le

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retumbaban aquellas palabras en lacabeza como si las acabara de escuchar.

Cyril salió de la amplia carreteraque recorría la orilla del lago y seadentró en las calles de la ciudad, dondehabía menos tráfico. Y, cuandoavanzaban bajo las potentes luces de laentrada para coches de la residencia,ella ya estaba sentada en el borde de suasiento como si fuera un paracaidista apunto de saltar.

Sin esperar a que Cyril fuera aabrirle la puerta, la abrió de golpe yemprendió el camino hacia el edificiocon el abrigo de piel agitándose en elaire.

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La recepcionista la miró e,instantáneamente, le dijo:

—Habitación tres. Al final delpasillo a la derecha.

Recorrió el pasillo intentandoserenarse y amortiguando los fuertespasos en la alfombra. Sonaba Vivaldipor los altavoces, y la luz era tenue ysuave.

Vio a un hombre musculoso con unacamisa de franela ofreciéndole una tazade chocolate caliente a un David Francoexhausto, que estaba desplomado en unasilla. Tenía la cabeza hacia abajo, loshombros caídos, pero una sola cosa lasobresaltó de verdad. Y esa cosa fue su

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pelo blanco.Era blanco como la nieve.Oh, Dios. ¡No solo tenía el espejo,

sino que se había mirado en él!Cuando se detuvo delante de David,

él levantó la mirada para cruzarla con lade ella. No fue capaz de identificar suexpresión. No era de triunfo, tampoco dederrota.

Era de incertidumbre.—Dámelo —fue lo único que le

dijo, con la palma extendida.—Disculpe —dijo el hombre

corpulento, que debía de ser el maridode Sarah—, ¿quién es usted?

—Una amiga de su mujer —

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contestó, sin ni siquiera mirarlo—. Lamejor amiga que ha tenido, de hecho.¿No crees, David?

Aún tenía la mano extendida.—Gary, ¿nos das un minuto? —

preguntó David.—Claro, claro —dijo Gary, echando

a andar con recelo—. Pero estaré dentrocon Sarah, por si me necesitas.

Cuando ya no podía oírles, Daviddijo:

—¿Cómo sé si ha funcionado?Kathryn hizo un gesto con la mano

para recalcar lo absurdo de la pregunta.—Mírate —dijo ella—, ¿hablas en

serio?

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—Pero, ¿y Sarah?—Ya está bien —dijo ella tajante—.

Di otra palabra más y creeré que estásintentando incumplir el trato.

—Nunca haría tal cosa.—Bien —dijo ella, sacándose del

bolsillo un sobre sellado—. Sabes loque es esto, ¿verdad?

David lo miró como ausente.—La mayoría de la gente estaría

encantada de recibir un millón dedólares.

Un hombre desgarbado con uncartelito que lo identificaba como doctorAlan Ross salió de la habitación, anotóalgo en una gráfica y dijo:

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—David, ¿puedo hablar contigo unmomento?

El doctor se fijó en Kathryn, pero nodijo nada más hasta que David le contóque era un miembro de la familia y quepodía hablar delante de ella sinproblema.

—En tal caso —dijo el doctor—,debo decir que estoy perplejo.

—¿Perplejo?—Tu hermana dice que se siente

genial y, créeme, no debería.—¿Pero lo está?—Sabré mucho más mañana, cuando

se le puedan hacer todas las pruebas.Por supuesto que no le voy a dar el alta

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esta noche, pero por ahora, no sé lo queestá pasando; se ha recuperado de unamanera que no he visto nunca antes.Todos sus signos vitales han vuelto a sernormales y acabo de llamar allaboratorio y me han informado de queno sale nada malo en el análisis desangre que le hemos hecho. —Sacudióla cabeza asombrado—. Está incluso uncien por cien mejor. Gary dice que hallamado a su casa y le ha dicho a Emmeque se levante de la cama, y mañana haycolegio, fíjate, y que venga para acá. Enmi vida he visto una remisión como esta.Me encantaría decir que he hecho algúntipo de milagro, pero no lo he hecho.

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—Quizás lo ha hecho otra persona—dijo Kathryn.

—Quizás —admitió—, quizás.Le estrechó la mano a David con

alegría y dijo:—Sea lo que sea lo que haya

ocurrido, son buenas noticias. Volveré aprimera hora de la mañana. —Entonces,miró el pelo blanco de David—.¿Cuándo has decidido hacerte eso?

—Fue como una especie de…impulso.

Aún con tono de júbilo, el doctordijo:

—La próxima vez que te dé unimpulso así, díselo a Sarah. Siempre fue

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la sensata de los dos.Se fue con paso despreocupado,

dando toquecitos con los dedos en lapared que recorría, y Kathryn le metió aDavid el sobre en el bolsillo del pecho.Sin decir nada más, cogió La Medusa dedebajo de la camisa. Esta se girólentamente pendiendo de la cadena, y lamirada de la gorgona atrapó la luz.

Pero en cuanto la tuvo en la palmade la mano, como si hubiera caído enuna trampa, cerró el puño de un golpe.

—Un placer hacer negocios conusted —dijo, antes de darse la vuelta yrecorrer el pasillo.

Agarraba el amuleto con tanta fuerza

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que le dolían los nudillos.Pero lo tenía, ¡al fin lo tenía!Acababa de salir por las puertas

giratorias al frío aire de la noche —lanieve se arremolinaba en el pavimento— cuando un Mercedes Sedán negrocuyos faros emitían un destello azulavanzaba por el camino de entrada paracoches y se detenía en seco sobre elhielo.

Ella dio un paso atrás y le hizo ungesto a Cyril para que acercara lalimusina, al tiempo que se abría lapuerta trasera del Mercedes y un largobastón negro se posaba en el cemento.Un momento después lo siguió un

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hombre con un abrigo colocado sobrelos hombros al estilo continental. Teníalas facciones duras, la nariz prominentede tipo italiano, un fino bigote y el pelomoreno moteado de blanco en lassienes… y una cara de pocos amigoscapaz de atemorizar a una legión.

Kathryn se quedó quieta en el sitio,tan repentinamente que provocó que casichocara con ella. El hombre pidiódisculpas al pasar y la miró por unmomento.

Y no hizo falta más.La incredibilidad dejó paso al

asombro incipiente. Ella vio cómo lerecorría la cara con la mirada y cómo se

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le movían los labios buscando lapalabra correcta.

—¿Caterina? —dijo él, mientras unnimbo de copos de nieve searremolinaba sobre sus cabezas.

Fue como si el mundo hubieradejado de girar. Se había quedado sinfuerzas.

—Benvenuto —contestó.El dejó caer el bastón, se le resbaló

el abrigo de los hombros y la rodeó conlos brazos con tanta fuerza que LaMedusa, atrapada en el puño, se leescapó por los dedos y cayó al suelocon un golpe seco.

—¡Dios mío! —exclamó ella, al

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observar que el cristal se había roto enmiles de pedazos diminutos.

Un delgado reguero de agua verdosase esparció chisporroteando por el hielocomo si fuera ácido. Antes de, siquiera,pensar en las consecuencias, sintió unacorriente de sangre caliente correr porla venas y se le sonrojaron las mejillas.Respiraba de manera entrecortada por elimpacto, y vio que su amante también setambaleaba. Se le iluminó el rostromientras respiraba con dificultad.Cerraron los ojos y, aunque no dijeronnada, sabían que no era necesario.Ambos sabían lo que el otro estabapensando y experimentando. Ambos

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llevaban siglos imaginando aquellaliberación.

Aún con ella entre sus brazos, miróhacia abajo, al bastón que yacía en elsuelo. Sin embargo, sentía cómo se leenderezaba la espalda y se le fortalecíanlas piernas. Ella percibió que un poderincluso mayor que el anterior inundabael cuerpo de Benvenuto, de la mismamanera que inundaba el suyo propio.

—Il mio gatto —dijo él, dibujandouna sonrisa que le elevaba los extremosdel bigote y sujetándola con sus robustosbrazos—. Veo que no dejas de causarproblemas.

Pero ella estaba demasiado

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abrumada como para contestar.Él la besó apasionadamente en los

labios y lanzó hacia atrás la cabeza enun gesto de júbilo. Se le pegaban loscopos de nieve en las cejas y el bigote.Soltó una gran risotada que se abriócamino entre la noche y retumbó en losmuros de la residencia, hasta que unaráfaga de viento se la llevó.

—Sabes lo que es esto, ¿verdad? —gritó él con alegría—. ¿Sabes lo que esesto?

Pero no era necesario que se loaclarara. Sí que lo sabía. Era el poderdel tiempo que empezaba de nuevo, dela vida que volvía a iniciarse. El reloj

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que llevaba parado casi quinientos añosse había vuelto a poner en marcha. Lasagujas que habían permanecidocongeladas volvían a hacer tictac. Él lalevantó y la hizo girar en el aire, riendosin parar. Y, aunque la tenía agarradacon tanta fuerza que ella apenas podíarespirar, también la oía reír. Cyril y unapareja que entraba penosamente en laresidencia los miraron sorprendidos.¿Quién podría pensar que en un lugarcomo aquel, en el que reinaban la muertey la tristeza, la mortalidad se podíacelebrar y acoger de aquella manera? Ycuando puso de nuevo los pies en elsuelo, Kathryn —no, ya sería Caterina

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durante todo el tiempo que le quedarapor vivir— notó crujir los trozos delespejo roto bajo la suela de su zapato.

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Capítulo 47

Para ser un día de enero en Florencia,lucía un sol radiante, anormal paraaquella época del año. Mientras Davidse acercaba a la plaza de la Señoría,veía no solo a turistas, sino también alocales, todos ellos disfrutando del cielodespejado y el aire fresco. Variosvendedores ambulantes intentaron queles comprara mapas y souvenirs, y unoincluso se ofreció a ser su guía privado.

Pero él ya conocía a la mejor guíade la ciudad. Una Italienisch Mädchen,como había escrito herr Linz en el

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cuaderno que había robado del ChâteauPerdu. Se lo había leído entero en elviaje de vuelta a Italia. Estaba lleno deindicaciones y bocetos elaborados; erael plan del monstruo para construir elmayor museo de arte de la historia, porsupuesto en su ciudad natal y de nombrehomónimo: Linz. Pero lejos de ser untributo a los mayores logros de lahumanidad, el museo del Führer estabadestinado a ser el imponente legado delas despiadadas ambiciones del propioHitler. Con su fachada de más de cientocincuenta metros de largo y filas deelevadísimas columnas, estaba diseñadopara pregonar a los cuatro vientos la

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victoria del Reich y mostrar los tesorosque el maestro había robado. Todo,excepto su más secreta y valiosaadquisición, La Medusa, iba a formarparte de la muestra.

Pero, como bien había sabido Davidde boca de Sant’Angelo, su poder novolvería a ser visto por nadie. El cristalestaba despedazado, y su magia con él.Para aquellos que hubieran caído en suhechizo, aquel hechizo estaba roto. Loque quedaba, en su lugar, era la vida sinmás, la vida común, que volvía areanudarse desde donde se habíadetenido… pero pura y libre de peso.

Y con aquello bastaba. Sarah estaba

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bien y sana. Era como si la enfermedadnunca hubiera existido. El doctor Rossquería hacerle un estudio, e incluso sehabía presentado en su casa parapedírselo. Pero Gary había dejado clarasu postura.

—Lo siento, doctor —le habíadicho, con David junto a él en silencio—, pero ya hemos tenido bastante máshospital del que podemos soportar. Nose ofenda, pero esperamos no tener quevolver a verle nunca.

El doctor Ross lo había entendido yse lo había tomado bien. Y cuando ya sehabía metido en el coche y se había ido,Gary se había vuelto hacia David, que

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estaba en el jardín delantero. Le habíacolocado la mano sobre el hombro confirmeza y le había dicho, con la vozllena de gratitud:

—Supongo que nunca me vas acontar lo que sucedió realmente aquellanoche, ¿verdad?

—Es una larga historia —dijo David—, y no me creerías si te la contara.

Gary asintió lentamente y dijo:—Tienes razón.Entonces, le miró el pelo y dijo:—¿Te has fijado? Está empezando a

salirte otra vez castaño.—Es un gran alivio.—Seguro que esa chica de la que me

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hablaste, ¿Olivia Levi?, también estaráaliviada. Ese look a lo Andy Warhol note pegaba.

David ya se había dado cuenta deaquello y, para evitarle un ataque alcorazón a Olivia cuando le diera lasorpresa en la piazza, se había puesto unsombrero.

En aquel momento, ella estaba lejosde él, cerca de la Loggia, dirigiendo aun grupo de ancianos a la base delPerseo. Estaba lo suficientemente lejoscomo para no poder oír lo que estabadiciendo sobre la escultura, pero la veíasobre los escalones, moviendo losbrazos con una floritura, mientras los

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hombres y las mujeres de pelo canoso seacercaban para no perderse ni unapalabra de lo que Olivia estabacontando.

Al acercarse al final del grupo, oyócómo ella preguntaba si alguien sabía lahistoria de Perseo y la gorgona.

Un tipo con tono magistral queestaba delante dijo:

—A Perseo lo engañaron para queprometiera llevar la cabeza de Medusacomo regalo de bodas. Pero con solomirarla a los ojos podía convertir a unhombre en piedra. Tuvo que apelar a losdioses para que lo ayudaran.

Varias personas más del grupo

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asintieron apreciando su competencia y,envalentonado, siguió hablando:

—Hermes le dio una espada yAtenea un escudo pulido para quepudiera ver reflejada en él a la criatura.Si miraba solo al escudo, podría matarlasin tener que mirarla directamente a losojos.

Olivia, que llevaba el lirio moradoen la solapa, aplaudió.

—¿Y el hombre que realizó estamagnífica estatua? ¿Quién me sabe decireso?

Antes de que el profesor pudierasaltar con algo, David gritó:

—¡Benvenuto Cellini!

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Todos los del grupo miraron haciaatrás para ver quién era el intruso.

Olivia se puso la mano sobre losojos para hacerse sombra y dijo:

—Correcto.Y, cuando lo vio al final del grupo,

empezó a bajar los escalones.—¿Y quién le hizo el encargo? —

inquirió ella, abriéndose pasohábilmente a través del grupo.

—Cosimo de Medici.—Y, ¿por qué? —preguntó, mientras

David también se dirigía hacia ella.—Era un símbolo.—¿De qué? —dijo, cuando al fin se

abrazaron.

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—De la perseverancia. Perseo erasiempre capaz de luchar contra loimposible para conseguir lo que seproponía.

Y entonces, dejaron de hablar.Mientras inclinaba la cabeza parabesarla, oía a los miembros del grupoturístico especular sobre quién era aqueltipo… y después, solo unos segundosmás tarde, los oyó quejarse del retrasoinesperado en la visita.

Finalmente, el profesor que ibadelante del grupo decidió retomarlodonde lo había dejado:

—Yo enseñaba arte en Scranton —dijo, y el grupo pareció respirar

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aliviado—, así que sé que si miran pordetrás de la estatua verán el ingenio queencierra. La cara del escultor está ocultaen el diseño del casco —dijo, mientrasel grupo lo seguía diligentemente hastala parte trasera de la estatua.

—Estas visitas —le dijo Olivia aDavid murmurando— no son gratis, ¿losabes?

—Pues, ¿qué te debo? Como elrecién nombrado director deAdquisiciones de la bibliotecaNewberry, tengo una cuenta de gastos acargo de la empresa.

—¿En serio? Entonces ya pensaréalgo.

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Él la besó otra vez y la abrazó contanta fuerza que aplastó la flor morada yse le cayó el sombrero. Cuando ellapudo alejarse lo suficiente como paraverle el pelo de dos tonos, se sorprendióy dijo:

—¿Pero esto qué es? No me habíasdicho que te hubieras teñido el pelo.

—Me reservaba ese detalle.De hecho, le había ahorrado todos

los detalles de su experiencia personalcon el espejo. Ya era suficiente con quesupiera que había conseguido salvar a suhermana.

—No fue una buena idea —dijo, conel ceño fruncido, mientras lo despeinaba

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con una mano—. No lo vuelvas a hacer.—La verdad es que no pensaba

hacerlo.—Y, ¿qué más me has ocultado? —

dijo ella, y de pronto se le cambió eltono de juego a uno más serio—. Tuhermana, ¿sigue bien?

—Sí —contestó él—, está genial. Yestá deseando conocerte pronto.

—Yo también estoy deseandoconocerla —añadió Olivia—. Pero,¿qué recuerda de aquella noche en elhospital?

—No mucho. —Y David dabagracias—. Y lo poco que recuerda leparece un mal sueño.

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— Un miracolo —dijo Olivia concomplicidad—, así lo llamaría yo.

—Llámalo como quieras —dijoDavid—, es algo que no volverá asuceder nunca.

Olivia asintió denotandoresponsabilidad.

—Así que La Medusa… ¿hadesaparecido? ¿Para siempre?

—Para siempre. La señora VanOwen insistió incluso en que se fundierala plata para hacer un broche.

—Un broche —dijo Olivia, con untono de lamento.

David entendió su tristeza por lapérdida de un objeto tan milagroso. Era

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cierto que, durante mucho tiempo, habíacaído en las peores manos posibles,pero ya, en cuanto se le había devuelto asu propietario legítimo, su magia habíasido destruida para siempre.

—Esta estatua representa el apogeode la carrera de Cellini —discurseabael profesor de Scranton con gran acierto—. En la larga y prolífica carrera deeste magnífico artista, uno de losgrandes maestros del Renacimiento, estesigue siendo su mayor logro.

Y, aunque David y Olivia habríanpodido discutir perfectamente aquelúltimo apunte, ninguno de los dos dijonada.

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Capítulo 48

«En aquellos días, el duque se fue a Pisacon toda su corte y todos sus hijos,excepto el príncipe, que estaba enEspaña. Tomaron el camino de lospantanales de Siena, y por aquella rutafueron a Pisa. Aquellos vaporesinsalubres afectaron al cardenal más quea ninguno de los otros, así que, tras unosdías, le atacó una fiebre mortal que lomató en poco tiempo. Era la niña de losojos del duque, un hombre apuesto ybueno, y su muerte supuso una granpérdida. Esperé unos días hasta que

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supuse que se les habrían secado laslágrimas, y entonces partí hacia Pisa».

El marqués dejó el viejo manuscritojunto a su taza de chocolate. En elexterior, oía el gemir de una sirena enlas calles de París.

Él mismo había escrito aquellaspalabras, las últimas de su autobiografíapublicada en diciembre de 1562.Después había perdido el ánimo. A lolargo de los siglos, había escrito algunascosas más, pero las había relegado a losconfines del sótano de su casa. ¿De quéservía contar su historia, pensaba él,cuando no podía revelar el secreto másoscuro y fundamental que suponía la

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base de todo?¿Y de qué servía contar una historia

que nunca tendría final?Pero, últimamente, había notado un

cambio en sí mismo. Era como si susmanos hubieran vuelto a encontrar sushabilidades. Había hecho el boceto parauna estatua y había quedado satisfecho.Había llegado a pedir un bloque demármol por primera vez en años. Ysentía el mismo tipo de impulso decoger el bolígrafo y terminar su historiafantástica, sin importarle si iba a serpublicada o no, ni si la creerían.

—Benvenuto, es casi medianoche —oyó desde la puerta—. ¿Por qué no

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vienes a la cama?Caterina, con el largo cabello de

color azabache cayéndole por loshombros del camisón de seda blanco,estaba allí de pie como si hubieraaparecido de entre las sombras.

Por su entonación, sugería más quedormir.

Él sonrió y dijo:—Me estoy tomando mi chocolate

caliente. ¿Quieres un poco?Ascanio había dejado la tetera de

plata en una bandeja sobre la mesa.—Eso es lo que no te deja dormir

por la noche.—Me gusta la noche. ¿Recuerdas

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cómo intentaba llenar mi estudio deantorchas para poder trabajar hastatarde?

—Sí que lo recuerdo —dijo ella,llevándose la mano a la boca paraocultar un bostezo.

—¿Y cómo se quejaban los vecinosdel martilleo incesante?

—Y aun así te las apañabas paraentregar todos los encargos tarde. Aveces me preguntaba por qué el duqueno hacía que te colgaran de lo alto delpalacio Bargello.

—Porque si lo hacía, tendría queaguantar al zoquete de Bandinelli.¡Vaya! Cuando pienso en la atrocidad

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que cometió en la plaza de la Señoría…Caterina se negaba a entrar en el

juego; ya había oído todo aquello, eninnumerables ocasiones.

—Me voy a dormir —dijo ella,acercándose a él y agachándose paradarle un beso en la frente.

Pero, antes de poder alejarse, él laagarró con el brazo y se la sentó en elregazo.

—¿Te acuerdas de la noche que te vipor primera vez, del brazo de aquelpetimetre en Fontainebleau?

—Sí, pero fui yo la que te vioprimero. Tú estabas demasiado ocupadodiciéndole al rey que necesitaba una

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fuente nueva.—Y tenía razón.—Eras atrevido, eso fue lo que me

gustó de ti.—A mí me gustaron tus ojos.De hecho, seguían manteniendo el

mismo color violeta y el mismoatractivo de siempre.

—¿Qué es esto? —dijo ella,pasando las hojas del manuscrito—. Ah,ya veo. ¿Estás pensando retomarlodonde lo dejaste?

—Estaba pensando hacerlo.—Tienes mucho que tapar, ¿no

crees?—Pero mucho que contar también,

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¿no crees?—Nadie te creería nunca.Aquello debía reconocerlo. Pero, ¿a

quién le importaba? Un artesano siemprehacía su trabajo sin preocuparse por loque su audiencia pensaría u opinaría.

Se besaron; ella lo abrazaba por losanchos hombros, y se liberó de su agarrepara decirle:

—Ya sabes dónde encontrarme.Benvenuto apuró la taza y apagó la

lámpara del escritorio. Estaba todavíacompletamente espabilado —seguramente ella tenía razón con lo delchocolate—, pero tenía el gusanillo determinar de leer todos los viejos papeles

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que habían estado acumulando polvo enel sótano. Aquella noche, se sentíaespecialmente inspirado.

Bajó hasta el primer piso; volvió abajar otro tramo de escaleras hastallegar a una puerta pesada de acero,gruesa como la de las cámarasacorazadas de los bancos. Posó el dedoen el escáner biométrico, y luego acercóel ojo, giró la especie de volanteanclado a la puerta, y esta se abrió. Lasluces se encendieron automáticamente ylos ventiladores empezaron a funcionar.

Había varias cámarasinterconectadas entre sí con esculturasde bronce, óleos con marcos dorados,

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tapices antiguos y vitrinas llenas degemas de valor inestimable. La cueva deAlí Babá, si es que existió. Pero no sedetuvo hasta llegar al rincón másprofundo y apartado de todo aquel lugar.Aunque la luz que tenía sobre la cabezaera del mismo vataje que la del resto delas cámaras, por alguna razón aquelrincón parecía más oscuro, como sialgún otro tipo de fuerza luchara contrala luz. Ni siquiera al marqués le habíagustado nunca estar mucho tiempo enaquel sitio. Contra la pared más lejana,que había sido tallada en la piedra demanera irregular, reposaba la caja fuertenegra y achaparrada que albergaba sus

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tesoros más valiosos. Acercó la cabezaa la cerradura e introdujo lacombinación; después, giró la manivelay abrió la puerta doble.

En el estante inferior, la harpeestaba apoyada sobre su protector deterciopelo negro, justo al lado de laguirnalda.

En el centro, las páginas delmanuscrito descansaban en una carpetade piel agrietada, que él retiró y dejósobre la caja.

Y en los confines más umbríos delestante superior brillaba la caja dehierro, igual de silenciosa y pálidamenteque lo hace el ojo de un cocodrilo.

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Estaba volviendo a cerrar la cajafuerte cuando algo le hizo detenerse.Habían pasado años desde que habíaabierto por última vez la caja de hierro—concebida inicialmente para albergarel espejo—, y ya en aquel momento sehabía prometido a sí mismo no volver aabrirla nunca más.

Pero, entonces, por algún motivo, sesintió atraído por ella. Se despertó sucuriosidad y se encontró sosteniendo lacaja lo suficientemente cerca como parapoder ver las esferas de la tapa.

La combinación eran tan fácil comoel apodo de Caterina, y fue girando loscírculos uno a uno hasta que escuchó el

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minúsculo clic del pestillo al abrirse.Se detuvo, debatiéndose entre seguir

adelante o no.Pero sus dedos, como poseídos por

una voluntad ajena a él, ya estabanlevantando la tapa y apoyándola sobrelas bisagras.

La fría luz blanca de la cámaraperforaba el hueco oscuro de la caja.Por un instante, no hubo respuesta deltrofeo que yacía en su interior. Pero,entonces, mientras el marqués manteníala mirada fija en el espejo adosado a laparte interior de la tapa, este despertócon un resplandor repentino.Desconcertados y perdidos en un

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principio, los ojos amarillos asumieronrápidamente un tinte de terror. Lasserpientes que componían el peloondeaban en el aire y mordían en vano ala nada. La boca se abrió con su gestohabitual de gruñido, como intentandogritar.

Pero, incluso aunque pudiera gritarcon furia, ¿quién, además del marqués,podría oírla?

Cruzó la mirada con ella en elespejo intentando resistir el temor, y lacabeza cercenada adoptó una expresiónde rabia impotente, rebosante de unacólera inefable.

«Incluso así —pensó—, la gorgona

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sigue siendo la personificaciónindestructible de la locura, la muerte yla desolación».

Contemplar su reflejo era comomirar hacia dentro del abismo. Habíapensado, en muchas ocasiones, enrelegar, sin más, su morboso premio alas llamas. Pero cada vez que habíacontemplado la posibilidad, algún tipode impulso misterioso lo había detenido.Destruirlo sería una especie desacrilegio perverso. Por muy encantadoque estuviera con que su vida siguieraadelante como la de cualquier otro serhumano, no estaba preparado paraerradicar la última prueba que quedaba

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de la inmortalidad. La vida y la muerte,el bien y el mal, era todo parte de algúnplan cósmico desconocido y, aunquehabía decidido dejar de interferir parasiempre, no había dejado demaravillarse ante aquello.

Presionó la tapa de la caja hasta queoyó el pestillo cerrarse, y volvió adejarla en el estante. Después, clausuróla caja fuerte y regresó tras sus pasospor la cámara. Cerró la pesada puerta,giró la rueda para asegurarla y, con elmanuscrito bajo el brazo, subió lasestrechas escaleras. Durante todo elcamino sentía una presencia tras él, listapara ponerle la zarpa sobre el hombro,

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darle la vuelta y petrificarlo con sufunesta mirada. Pero no fue hasta quellegó al tope de las escaleras cuando sedetuvo para volverse, después de apagarlas luces, y quedarse mirando con airedesafiante a la implacable oscuridad.No se movía nada tras él, y cerró lapuerta de golpe con tanto ímpetu quepodría haber despertado a todo elvecindario.

Se fue airado a su estudio pararetomar su historia desde donde la habíadejado tantísimo tiempo atrás.

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Agradecimientos

Sin duda, mi primera muestra deagradecimiento debe ir al mismísimoBenvenuto Cellini, cuya apasionanteautobiografía leí hace muchos años. Dehecho, me impresionó tantísimo, quedecidí escribir esta novela. En elproceso de composición de la historia,he incorporado algunos elementos deese libro —incidentes de la vida deCellini, personas a las que conoció,obras de arte que sí realizó—, al tiempoque he inventado muchos otros. LaMedusa es, por supuesto, una de esas

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invenciones, como lo son algunos de lospasajes y caracterizaciones que estánbasadas, efectivamente, en hechos queaparecen en su libro.

Las dos ediciones de las memoriasde Cellini en las que me he apoyado sonla aclamada traducción de JohnAddington Symonds y la brillantetraducción (y anotaciones) moderna deJulia Conaway Bondanella y PeterBondanella (Oxford University Press,2002). Además, me dirigía regularmenteen mi labor al fidedigno ymaravillosamente ilustrado estudioCellini, escrito por John Pope-Hennessyy publicado por Abbeville Press en

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1985.Para las partes del libro que trataban

sobre la Revolución Francesa, descubríque la obra escrita por Antonia Fraser,Marie Antoinette: The Journey (Nan A.Talese, Doubleday/Random House,2001) me era indispensable.

También me gustaría dar las graciasa la biblioteca Newberry de Chicago,una institución elegante y venerable enla que me introdujo mi hermano Steve.Pero, de nuevo, aunque la mayoría de loque tengo que decir es verdad, haymucho sobre ella en esta novela que nolo es. Sobre todo, que la biblioteca noti ene La llave a la vida eterna de

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Cellini. Eso lo inventé yo. Si es queexistió, sería un añadido excepcional ala célebre colección de materiales delMedievo y el Renacimiento.

Me he tomado libertades parecidascon otras varias conocidas instituciones,como el Louvre, el Museo de HistoriaNatural de París, la BibliotecaLaurenciana y la Academia de BellasArtes de Florencia. Aunque hay muchode su historia que he reproducido demanera fidedigna, hay partes que son demi propia creación, en concreto losdetalles menos encomiables.

Para terminar, este libro nuncahabría salido a la luz sin el apoyo de mi

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agente, Cynthia Manson, y el durotrabajo de mi editora, que posee ojos delince, Anne Groell (cualquier fallo esculpa mía). Gracias a ambas porayudarme a verme en la línea de meta.

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ROBERT MASELLO, es guionista detelevisión y periodista multipremiadoademás de autor de varios libros, entreellos el thriller sobrenatural Vigil (quefiguró en la lista de las novelas másvendidas de USA Today) y Bestiary. Susartículos se publican con regularidad enThe Washington Post, Los Angeles

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Times, Publishers Weekly, People,Harper's Bazaar y Parade.Comoensayista, su libro Robert’s Rules ofWriting se ha convertido en una obra dereferencia en muchas facultades. Esmiembro de la Writers Guild ofAmerica. Vive en Santa Mónica,California.