Ejercicios Espirituales Para El Pbro

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EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA EL PBRO. DE HERMOSILLO Marzo del 14 al 18 de 2011 en San Ignacio, Son. Expositor: P. Daniel Watts, LC PRIMERA MEDITACIÓN: TRAS DIOS, EL SACERDOTE LO ES TODO. «Erase una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano que, desde la más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y puesto que los señores de París, que habían hecho la Revolución, impedían a la gente rezar, el pequeño y sus padres escuchaban Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes por aquel entonces se escondían y, cuando eran detenidos, les cortaban precisamente la cabeza. Era por eso por lo que Juan María Vianney soñaba con convertirse en sacerdote. Pero, aunque sabía rezar, le faltaba, sin embargo, instrucción. Guardaba las ovejas y trabajaba los campos. Entró demasiado tarde en el Seminario y tropezó en todos los exámenes. Pero las vocaciones entonces eran raras y, al final, lo ordenaron. Fue nombrado Cura de Ars y permaneció allí hasta la muerte. Ars era el último curato de Francia y el último pueblo del país. Sin embargo, fue enteramente un «Párroco» y esto no sucede de manera frecuente. Lo fue de manera tan completa que el último pueblo de Francia se convirtió en el primer Curato, y Francia entera se puso en camino para ir a visitarlo. Ya entonces, convertía a todos los que llegaban hasta él y, si no hubiese muerto, habría convertido a toda Francia. Curaba las almas y los cuerpos. Leía en los corazones como en un libro. La Santísima Virgen lo visitaba y el demonio lo menospreciaba, pero no conseguía impedirle ser un hombre santo. Fue ascendido a Canónigo, después a Caballero de la Legión de Honor, luego considerado santo. No obstante, mientras vivió no comprendió nunca el porqué. Ésta era la prueba más bella del hecho de que mereciese precisamente aquella gloria. Todo esto sucedía en el siglo XIX, que en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado

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EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA EL PBRO. DE HERMOSILLOMarzo del 14 al 18 de 2011 en San Ignacio, Son.

Expositor: P. Daniel Watts, LC

PRIMERA MEDITACIÓN:

TRAS DIOS, EL SACERDOTE LO ES TODO.

«Erase una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano que, desde la más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y puesto que los señores de París, que habían hecho la Revolución, impedían a la gente rezar, el pequeño y sus padres escuchaban Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes por aquel entonces se escondían y, cuando eran detenidos, les cortaban precisamente la cabeza. Era por eso por lo que Juan María Vianney soñaba con convertirse en sacerdote. Pero, aunque sabía rezar, le faltaba, sin embargo, instrucción. Guardaba las ovejas y trabajaba los campos. Entró demasiado tarde en el Seminario y tropezó en todos los exámenes. Pero las vocaciones entonces eran raras y, al final, lo ordenaron. Fue nombrado Cura de Ars y permaneció allí hasta la muerte. Ars era el último curato de Francia y el último pueblo del país. Sin embargo, fue enteramente un «Párroco» y esto no sucede de manera frecuente. Lo fue de manera tan completa que el último pueblo de Francia se convirtió en el primer Curato, y Francia entera se puso en camino para ir a visitarlo. Ya entonces, convertía a todos los que llegaban hasta él y, si no hubiese muerto, habría convertido a toda Francia. Curaba las almas y los cuerpos. Leía en los corazones como en un libro. La Santísima Virgen lo visitaba y el demonio lo menospreciaba, pero no conseguía impedirle ser un hombre santo. Fue ascendido a Canónigo, después a Caballero de la Legión de Honor, luego considerado santo. No obstante, mientras vivió no comprendió nunca el porqué. Ésta era la prueba más bella del hecho de que mereciese precisamente aquella gloria. Todo esto sucedía en el siglo XIX, que en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado «el siglo del Cura de Ars». Pero Francia no se lo imagina siquiera».

Este inicio de la biografía del Santo Cura de Ars, escrita por el poeta y dramaturgo francés, Henri Ghéon, nacido hace más de cien años, nos parece una fábula, tan llena de ingenuidad y de cosas maravillosas, que no nos sentimos atraídos. Y sin embargo, aunque todo es verdad, se advierte una realidad que nos llama la atención.

Los episodios a los que se alude son todos verdaderos. Aquel campesino de la provincia de Lyón tiene siete años cuando en París reina el Terror y son exiliados, bajo pena de muerte, todos los sacerdotes que no se someten al cisma, además de los miles que son masacrados. Es más, las tropas de la Convención atraviesan la región de Dardilly, donde él vive, para ir a reprimir la insurrección de Lyón. La iglesia ha sido cerrada. El Párroco cede primero a todos los juramentos que le son impuestos, después deja de actuar como sacerdote. Los Vianney de vez en cuando hospedaban, arriesgando la vida, a algún sacerdote clandestino; y es en una habitación con las

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puertas entornadas y protegidas por un carro de heno oportunamente aparcado (mientras algunos campesinos hacen guardia a las puertas) donde el pequeño Juan María puede recibir la Comunión a los trece años: estamos en el denominado «segundo Terror». La vocación le viene muy pronto -como él mismo dirá-, «después de un encuentro que había tenido con un confesor de la fe», o sea, cuando comprende que hacerse sacerdote significaba también estar dispuesto a morir por el propio ministerio. Pero si el niño no podía frecuentar la parroquia, todavía menos podía frecuentar las inexistentes escuelas. La primera vez que logró sentarse en los pupitres de la escuela tenía ya 17 años. Intentó desesperadamente aprender, ayudado por un sacerdote amigo que creía en la vocación de aquel muchacho, pero los resultados fueron míseros. Dirá, después, el mismo Cura de Ars que aquel sacerdote «ha tratado durante cinco o seis años de hacerme aprender algo, pero ha sido fatiga en vano, porque no he logrado nunca meterme nada en la cabeza». Hay mucha humildad en esta expresión, pero también mucho de verdad. Las dificultades se convertirán más tarde en insuperables cuando trató de afrontar, en un seminario, los estudios de filosofía y de teología que, por lo demás, entonces debían realizarse sirviéndose de textos escritos y explicados en latín. Aun así, el párroco de Ecuilly, muy estimado en la Diócesis, le proporciona todas las facilidades posibles (de estudios y de exámenes) llegando a alcanzarle la ordenación sacerdotal, tomándolo él mismo como vicario. Fue ordenado a los 29 años. Pasó los primeros años de ministerio en la escuela de esta santo sacerdote que lo había ayudado y educado tan intensamente: «tiene una culpa -dirá después Juan María Vianney- de la que le será difícil justificarse ante Dios: la de haberme admitido a las Órdenes Sagradas». Es preciso comprender bien que, Juan María lo deseaba con todo el corazón, pero se sentía profundamente indigno. El otro, sin embargo, lo estimulaba y lo protegía, porque estaba convencido de que se trataba de una óptima vocación y que la escasa instrucción se vería compensada por una particular inteligencia de fe. Y tenía razón. Juan María, por su parte, estaba convencido de haber recibido un grandísimo e inmerecido don: «Pienso -dirá- que el Señor ha querido escoger la cabeza más dura de todos los párrocos para realizar el mayor bien posible. Si hubiese encontrado todavía uno peor, lo habría puesto en mi lugar, para mostrar su gran misericordia». El carisma de este joven sacerdote será el de desaparecer de tal manera tras su ministerio, de ser solamente sacerdote, ministro de Dios, hasta el punto que su persona se mezcle y se confunda enteramente con el don del sacerdocio.

El Cura de Ars es el santo patrón de todos los sacerdotes del mundo, puesto que vivirá una desesperada necesidad de anularse frente al don inmerecido que ha recibido, de consumirse ejerciéndolo: y lo hará también de forma penitencial, consumiendo físicamente, con las más duras mortificaciones, su sustancia humana.

Hacemos ejercicios espirituales como sacerdotes y son precisamente estos modelos y ejemplos los que necesitamos, para entender mejor nuestra vocación y misión, queridos hermanos sacerdotes:

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1. Cuando era joven, un día comentó a su madre: 'Si fuese sacerdote, querría ganar muchas almas'. Las almas a las que puede ayudar a llevar una buena vida cristiana... es lo que le dio fuerza para superar todas las dificultades.

2. ¿Qué es el sacerdote? Un hombre que ocupa la plaza de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios. Vamos -dice Nuestro Señor al sacerdote-, como mi Padre me ha enviado, yo os envío. Todo el poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Ve a instruir a todas las naciones. Quien te escucha me escucha; quien te desprecia me desprecia. Cuando el sacerdote redime los pecados, no dice: Dios te perdona. El dice: Yo te absuelvo". "¡Oh! ¡Qué cosa es el sacerdote! Si él se percatara de ello, moriría... Dios le obedece: dice dos palabras y nuestro Señor desciende del cielo. ¡No se comprenderá la dicha que hay en decir la misa más que en el cielo!"

3. San Bernardo asegura que todo nos viene por María; se puede decir también que todo nos viene por el sacerdote: sí, todas las felicidades, todas las gracias, todos los dones celestes. Si no tuviésemos el sacramento del orden sacerdotal, no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién le ha puesto ahí, en ese tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha recibido el alma en su entrada a la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza para hacer su peregrinación de la vida? El sacerdote. ¿Quién la preparará a presentarse ante Dios, lavando esta alma, por última vez, en la sangre de Jesucristo? El sacerdote. ¿Y si esta alma va a morir por el pecado, quién la resucitará?, ¿quién le devolverá la calma y la paz? Otra vez el sacerdote. No os podéis acordar de una buena obra de Dios, sin encontrar al lado de este recuerdo a un sacerdote. Id a confesaros a la Santa Virgen o a un ángel: ¿os absolverán? No. ¿Os darán el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor?' No. La Santa Virgen no puede hacer descender a su divino Hijo en la hostia. Podría haber doscientos ángeles ahí, que no podrían absolverle. Un simple sacerdote puede hacerlo; puede deciros: Vete en paz, te perdono. Oh, ¡qué grande es el sacerdote!".

4. Aunque hubiera podido disfrutar de muchos ratos libres y de descanso, ya que el pueblo que le fue confiado era bastante pequeño -unas pocas familias, muchas de las cuales 'pasaban' de la iglesia-, siempre estaba ocupado en algo. Desde el primer momento, vivió en Ars con un constante espíritu de conquista. Él era quien debía llevar a Dios al pueblo ya cada una de las personas del pueblo. Su tiempo era de Dios y de aquellos hombres. No lo podía perder en 'sus' cosas. Tenía un espíritu de conquista para el Buen Dios, que le llevo a trabajar donde otro se excusaría fácilmente pensando que no tenía trabajo.

5. A su llegada, en la primavera de aquel 1818 no había más remedio que comenzar dando un margen de confianza a lo más selecto de lo que heredaba: tres o cuatro ancianitas de buena voluntad. Él las invita a asistir a misa de entre semana y les propone comulgar diariamente. Les enseña a rezar el rosario a la virgen María. Las anima para que acojan en su grupo a algunas niñas, que se sienten más a gusto entre sus abuelas, que entre sus madres, tan ocupadas como están. Seis meses después el grupo ya se reúne, normalmente, los domingos por la tarde en el jardín de la casa parroquial, si hace buen tiempo; rezan un poco, aprenden cánticos, escuchan con

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agrado las familiares y entretenidas palabras del señor Cura. Este grupo de simples campesinas pronto le va a servir de contacto con otras personas; el grupo crece y se asocia en la Cofradía del Rosario. Tres años mas tarde no alberga sólo a ancianas y niñas, también forman parte de él esposas, madres de familia y jovencitas casaderas.' El santo cura, no se desanima, ni cae en lamentaciones, ni en la típica excusa de que no es fácil cambiar las cosas: trabaja, cuida las pocas personas que tiene, tira de ellas para ir llegando a mas personas; es lento, pero lo importante es no perder el espíritu de conquista.

6. Trabajó mucho. Pedía a Dios, pero ponía todos los medios para ayudar a los pocos que iban a la Iglesia a descubrir a Dios. Renard, un seminarista que fue a ayudarle a Ars un mes del primer verano, 1818, cuenta: 'Se encerraba en la sacristía para escribir su sermón del domingo y aprenderlo de memoria. No lo componía de su puño y letra, lo tomaba del libro ‘Instrucions familières’, con cuidado de adaptarlo a las necesidades de sus feligreses. Allí, a solas ensayaba la entonación debida y predicaba como si estuvie-se en el púlpito'. El ponía todo de su parte y esperaba que Dios hiciese el resto.

7. Predicaba mucho en cuanto pudo, catecismo a los niños; después a los adultos; las homilías del domingo, que escribía de pe a pa, pues no se atrevía a soltarse del papel ya que no se fiaba de su memoria y temía olvidarse de todo. Pero, sobre todo, predicaba mucho con el ejemplo. Nuestro cura, comentaba la gente, hace todo lo que dice y practica lo que enseña; nunca le hemos visto tomar parte en ninguna diversión; su único placer es rogar a Dios; debe de haber en ello algún goce, puesto que él sabe en contrario; sigamos, pues, sus consejos; no desea sino nuestro bien'.

8. No se ahorró ningún esfuerzo a la hora de administrar cualquiera de los sacra-mentos. Dios necesitaba de su sacerdocio para hacer el bien a aquellas personas: "Las otras buenas obras de Dios no nos servirían de nada sin el sacerdote. ¿Para qué ser-viría una casa llena de oro, si no tenemos a nadie para que nos abra la puerta? Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. Tras Dios, ¡el sacerdote lo es todo! Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote, adorarán a las bestias. Cuando se quiere destruir la religión, se comienza por atacar al sacerdote, porque allá donde no hay sacerdote, no hay sacrificio, y donde no hay sacrificio, no hay religión".

9. Lo central de su vida, como sacerdote, era celebrar la Misa. La Misa era lo más grande para él. Durante sus cuarenta años en Ars antes de celebrar la misa -de ordinario a las siete de la mañana- se preparaba durante casi una hora de oración... ¡era tan grande lo que iba a realizar!: "Si uno tuviera suficiente fe, vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras su fanal, como un vino mezclado con el agua. Hay que mirar al sacerdote, cuando está en el altar o en el púlpito, como si de Dios mismo se tratara". Vivió, también, para la eucaristía. 'La mayor alegría del Cura de Ars era repartir las sagradas hostias. Con frecuencia las repartía con lágrimas en los ojos.

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10. Según una tradición, en Loreto se encuentra la casa de Nazaret, donde acuden muchos cristianos a rezar desde hace siglos, con la ilusión de estar entre las paredes donde se encontró María adolescente, donde concibió a Jesús. El Cura aprovecha este hecho para comparar: "Se da mucha importancia a los objetos depositados en la escudilla de la Santa Virgen y del Niño Jesús, en Loreto. Pero los dedos del sacerdote, que han tocado la carne adorable de Jesucristo, que se han sumergido en el cáliz donde ha estado su sangre, en el vaso sagrado donde ha estado su cuerpo, ¿no son más preciosos? El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús. Cuando veas al sacerdote, piensa en Nuestro Señor". El sacerdote no es sacerdote para sí mismo. El no se da la absolución. No se administra los sacramentos. No es para sí mismo, lo es para vosotros.

11. También acompañó, con la unción de los enfermos y la confesión, a todos en sus últimos momentos, sin importarle el clima, las horas o su estado de salud. Un día que se encontraba muy mal, se fue a pie a casa de un enfermo de Savigneux para oír su confesión. Estaba tan enfermo el pobre Cura, que tuvieron que llevarle hasta su casa y meterle en cama. Lo mismo le acaeció un día lluvioso de otoño, al ser solicitado su ministerio por una familia de Rancé. Calado hasta los huesos, temblando de fiebre, tuvieron que acostarle en la misma cama del enfermo. En esta postura le confesó. "Estaba más enfermo que el enfermo" -decía con humor al regresar-. Jamás se negó, jamás. Se dio siempre a los demás sin interés alguno. 'La señorita Bernard, de Fareins, enferma de un cáncer, deseaba antes de morir tener el consuelo de ver por última vez al Cura de Ars de quien oía contar maravillas. El reverendo Dubouis le escribió cuatro palabras para comunicarle los deseos de la enferma. Era el día del Jueves Santo de 1837, día en el que tenía la costumbre de pasar toda la noche en la iglesia, acompañando a Jesús en el Monumento. Sin haber dormido, partió enseguida para Fareins. Se equivocó en el camino; después de dar vueltas y vueltas, llegó cubierto de barro y muerto de fatiga. No quiso aceptar ni un vaso de agua. Como ya era conocido, la gente del pueblo le abordaba por la calle. Sin la menor queja atendió amablemente a cada persona, y se volvió a su casa sin darse importancia. Lo mismo en 1852, con 66 años, el Rdo. Beau -Cura de Jassans y confesor ordinario del Cura de Ars durante 13 años-, cayó gravemente enfermo: ‘Mi amigo vino a visitarme. Era por la tarde del día del Corpus, el 11 de junio. Hizo el viaje a pie, con un fuerte calor y después de haber presidido en Ars la procesión del Santísimo Sacramento', contaba agradecido este sa-cerdote’. Del nuevo cementerio, inaugurado en 1855, a trescientos metros de la iglesia y bendecido por él, el Cura de Ars gustaba de repetir: "¡ Es un relicario!". Había ayudado a bien morir a cuantos en él reposaban, aun a ciertos pecadores, de los cuales, según testimonio de los ancianos del pueblo, ninguno se le escapaba en aquel terrible trance, por lo que el Santo los creía a todos en salvo'.

12. "El sacerdote es como una madre, como una comadrona para un niño de pocos meses: ella le da su alimento: él no tiene más que abrir la boca. La madre le dice a su hijo: Toma, pequeño mío, come. El sacerdote os dice: ¡Tomad y comed el cuerpo de Cristo que os guarde y os conduzca a la vida eterna! ¡Qué palabras más bellas! Un niño, cuando ve a su madre, va hacia ella; lucha contra quienes le retienen; abre su

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boquita y tiende sus pequeñas manos para abrazada. Nuestra alma, en presencia del sacerdote, se alza naturalmente hacia Dios, sale a su encuentro".

13. Amó la confesión, pero no la confesión en general, sino el perdón y la paz que podía llevar a cada alma en la confesión. No desaprovechaba ocasión: cogía las almas al vuelo. Cuenta un testigo de entonces: "Amigo mío, haga usted venir a una señora que está en el fondo de la iglesia" y me indicó cómo la encontraría. Yo no encontré a nadie en el sitio señalado. Voy a decírselo, y "daos prisa, replica, ahora está delante de tal. Voy corriendo y doy alcance a la señora que se alejaba, desolada por no haber podido aguardar más. Una pobre mujer, que sin duda por tímida había perdido dos o tres veces su turno, llevaba ya ocho días en Ars sin poder acercarse al Rdo. Vianney. Al fin, el mismo Santo la llamó; o mejor dicho, fue a buscarla y la condujo a través de la multitud hasta la capilla de San Juan Bautista. Sintiéndose feliz, le cogía de la sotana, deslizándose por el pasillo que le iban abriendo'. Sabía por experiencia que la gracia tiene sus momentos; que puede pasar para no volver. Así, pues, cuando llegaba la ocasión cogía las almas al vuelo. En el confesionario hablaba de corazón a corazón, convencido de que "el sacerdote es como una madre". Cualquier pecador que se le pusiese delante le conmovía; se dirigía a ellos con tal cariño y con tantas ganas de curarles que le bastaban pocas palabras para darles el empujón definitivo que les ayudaba, que les elevaba, cuando se sentían incapaces de confesar algunos hechos de sus vidas. Por lo demás, fuera de casos excepcionales, como, por ejemplo, el de una confesión general, era muy expeditivo y exigía que lo fuesen. 'En cinco minutos -decía el señor Combalot- metí toda mi alma dentro de la suya. No andaba con cumplidos: decía lo que tenía que decir; cuando era del caso, decía a los hombres, fuese cual fuere su condición: "¡Tal cosa no está permitida!" 'Conocía el punto donde había que asestar el golpe y raras veces dejaba de dar en el blanco'.

14. Con el paso del tiempo, su fe en lo que es el sacerdote, en lo que era él, no cayó en la rutina ni en la costumbre. Renovaba su entrega a Dios como sacerdote. Un año, al terminar la misión, se celebró una ceremonia en la que los sacerdotes renovaban sus promesas. El Cura de Ars pronunció las palabras del ritual, y lo hizo con tanta devoción que los otros sacerdotes se emocionaron.

15. Era frecuente en aquellos tiempos organizar 'misiones' en los pueblos, unos días en los que se intensificaban los cuidados espirituales de aquella gente, con más catequesis, mas predicación y más tiempos de confesiones; normalmente se pedía a otros sacerdotes que se trasladasen allí durante esos días. El Cura de Ars, cuando tenía que acudir a alguna 'misión' a otro pueblo, siempre pedía a algún cura vecino que le reemplazase, para asegurar el servicio de su parroquia. Pero el siempre visitaba a sus feligreses una vez a la semana. Durante la misión de Trevoux, en pleno mes de enero, andaba a pie y de noche las dos leguas que le separaban de Ars. El señor Mandy, alcalde del pueblo, solía mandar a su hijo que le acompañase. 'Aún los días de nieve y frío, cuenta Antonio Mandy, raramente seguíamos el camino mas corto y mejor trillado. El señor Cura siempre, tenía que ejercer su ministerio cerca de algún enfermo. El trayecto, empero, no se me hacia largo, pues el siervo de Dios sabía hacerlo corto: amenizándolo con hechos interesantes de las vidas de los Santos. Si alguna vez hacía

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yo algún comentario sobre la crudeza del frío o dificultad de los caminos, su respuesta estaba siempre pronta: "Los Santos: amigo mío, sufrieron mucho más. Ofrezcamos esto a Dios". Cuando cesaba de hablar de cosas espirituales, se ponía a rezar el rosario. Todavía tengo el regusto del edificante recuerdo de aquellas conversaciones. Era sacerdote para todos, no sólo para los de su pueblo: sacerdote de Jesucristo para todos los hijos de Dios. Por eso, cuando algunos curas, viejos o enfermos, como los de los pueblos vecinos Villeneuve y Mizerieux, no podían atender bien sus parroquias, espontáneamente su compañero de Ars se ponía a sus órdenes. 'Iba de noche a visitar a los enfermos de Rancé de otras poblaciones. Si le llamaban en domingo, partía enseguida, después de la misa mayor, sin entrar en su casa, y volvía en ayunas al tiempo de vísperas'.

16. No le interesaba más que ser sacerdote: era ese su mayor orgullo. En la última década, el emperador le designó para nombrarle Caballero de la Legión de Honor. El nombramiento apareció en los periódicos. El alcalde, señor des Garets, le comunicó la noticia ¿Tiene asignada alguna renta esta cruz? ¿Me proporcionará dinero para mis pobres? -preguntó el Santo sin manifestar contento ni sorpresa. -No. Es solamente una distinción honorífica. Pues bien, si en ello nada a los pobres, diga usted al Emperador que no la quiero. 'He visto a Dios en un hombre', decía del Cura de Ars un viñador. Un joven peregrino decía: 'Cuando se ha tenido la dicha de conocer a este sacerdote, no concibo que sea uno capaz de ofender a Dios.

Angelo Roncali, futuro Beato Juan XXIII, a los 22 años, reflexionando sobre su sistema de vida espiritual, tiene una reflexión muy jugosa sobre el ejemplo de los santos: “A fuerza de tocarla con la mano me he convencido de una cosa: qué falso es el concepto que me he formado de la santidad aplicada a mí mismo. En cada una de mis acciones, en las pequeñas faltas advertidas rápidamente, traía a la mente la imagen de algún santo al que me proponía imitar en todas las cosas, aún en las más pequeñas, como un pintor copia exactamente un cuadro de Rafael. Decía siempre si san Luis, en este caso, haría así y así, no haría esto o aquello, etc. Pero sucedía que yo nunca lograba llegar a lo que me había imaginado poder hacer, y me inquietaba. Es un sistema equivocado. De la virtud de los santos sólo debo tomar la sustancia, no los accidentes. Yo no soy san Luis, ni debo santificarme exactamente como él lo hizo, sino como exige mi ser, que es distinto, mi carácter, mis diferentes condiciones. No debo ser la reproducción rígida y seca de un tipo, aunque perfectísimo. Dios quiere que al seguir el ejemplo de los santos absorbamos el jugo vital de la virtud para convertirlo en sangre nuestra, adaptándolo a nuestras particulares aptitudes y especial circunstancias. San Luis, si hubiera sido lo que yo soy, se hubiera santificado de un modo distinto del que siguió” (Beato Juan XXIII, Diario del alma, 16 de enero de 1903, pp. 175 y 176). “El secreto espiritual del beato Juan XXIII consistía en su capacidad de transformar en ocasión de bien, con la fuerza interior de la oración, todas las situaciones de su jornada, sus preocupaciones, sus alegrías, y sus tristezas, el paso de los años. En efecto, quien lee su Diario no puede por menos de sentir admiración por la riqueza de su vida espiritual, alimentada de diálogo constante con Dios en cada circunstancia, con fidelidad diaria al deber, incluso oscuro, monótono y pesado” (Juan Pablo II, 15 de septiembre de 2000).

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Carta de Mons. Juan José Hinojosa Vela, Decano: “Hay muchas razones para hacer ejercicios espirituales ahora; aunque los hubiéremos hecho el año pasado: Siempre nos vienen bien, pero no sólo para cumplir con el Derecho de la Iglesia, y con las responsabilidades de quienes guiamos al pueblo de Dios, sino simplemente porque lo deseamos. La legislación canónica establece que los clérigos están llamados a participar de los retiros espirituales según las disposición del derecho particular (can 276&2.4; 533&2; 550&3). Los dos modos más usuales, que podrían ser prescritos por el obispo en la propia diócesis son: el retiro espiritual de un día –de ser posible mensual- y los ejercicios espirituales anuales. “La práctica de los ejercicios se ha demostrado un gran don de Dios para cualquiera que los haga. Es un tiempo en el que se dejan todas las otras cosas para encontrarse con Dios y disponerse a escucharle sólo a él. Esto es sin duda una ventajosa oportunidad para el ejercitante. Por eso no se le debe presionar, sino más bien despertar en él la necesidad interior de hacer una experiencia de este tipo. Sí, en ocasiones se le puede decir a alguien: Vete donde los Camaldulenses o a Tyniec para encontrarte a ti mismo”; pero, en principio, es una decisión que ha de nacer sobre todo de una necesidad interior. La Iglesia, como institución, recomienda de modo especial a los sacerdotes que hagan los ejercicios espirituales; pero esta norma canónica es solo un elemento que se añade al impulso que proviene del corazón” (Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, p. 151).

Nos retiramos unos días con Jesucristo cuyo sacerdocio ejercemos.

San Carlos Borromeo fue ordenado sacerdote el 17 de julio de 1563 en Roma, en la Iglesia de San Pedro in Montorio y celebró su primera Misa el 15 de agosto. El mes de en medio hizo los ejercicios espirituales de san Ignacio. Fue el inicio verdadero de su oración y penitencia, ya profundamente estimulada de la muerte de su hermano Federico el año anterior. Escribió: “La mano de Dios nos ha golpeado, ninguna consideración humana es capaz de consolarme”. El interpretó aquel doloroso hecho como una señal de la voluntad de Dios que lo llevó a decidir reformar su vida y pidió ser ordenado sacerdote. “Que con un curso de Ejercicios Espirituales propiamente dichos san Carlos inaugurase aquella que puede definirse su conversión es aquello que sus biógrafos dicen unánimemente. Ellos están de acuerdo en confirmar el piadoso hábito que tenía el santo de regresar fielmente a los Ejercicios, pero no una vez, sino dos veces al año; que aquellos primeros ejercicios que hizo según el método de san Ignacio no pueden meterse en duda, del momento que los hizo bajo la guía del P. Ribera, de la Compañía de Jesús” (Aquile Ratti, San Carlo e gli Esercizi Spirituali di Sant’ Ignazio, Milano 1910, pp. 482-488). San José María Yermo y Parres, en A solas con Cristo, dice: “Debo hacer de mi sacerdocio y de mi vida una sola cosa, que el Sacramento del Orden penetre en toda mi vida personal y me santifique. Necesito ser siempre fiel a Cristo, el Amigo de mi vida, pero una fidelidad indomable. Sé que soy otro Cristo y por esto llevo la bendición, la salvación y la presencia divina, aunque yo no lo sienta, y sea para mi mismo un misterio tremendo que jamás podré comprender. Comprendo bien que los sacerdotes

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necesitamos gracias especialísimas para convertirnos de veras a una vida santa, según nuestra vocación. En cada misa rogaré al Sagrado Corazón de Jesús por todos los sacerdotes, sus amigos y mis hermanos” (Ejercicios Espirituales de 1903).

Revisamos la propia vida para encontrar pistas de cómo evangelizar más al pueblo que servimos: “El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros” (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, nº 23).

Avivamos los dones y carismas del Sacramento. Es una ocasión propicia para reconsiderar nuestra vocación, volviendo a descubrir el sentido y la grandeza que siempre nos superan (cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1996, n.8). Siendo joven sacerdote, Antonio Rosmini, redactó para sí mismo, una regla de conducta, basada en el evangelio, que consistía en dos principios. 1º Primero, pensar seriamente en enmendarme de mis vicios y purificar mi alma de la iniquidad que grava sobre ella desde mi nacimiento, sin buscar otras ocupaciones u obras a favor del prójimo, encontrándome en la absoluta impotencia de hacer por mi mismo cosa alguna en su beneficio. Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5) 2º Segundo, no rechazar los servicios de caridad a favor del prójimo cuando la divina Providencia me los ofrezca y presente, dado que Dios puede servirse de cualquiera, incluso de mi, para sus obras, y en ese caso conservar una perfecta indiferencia con respecto a todas las obras de caridad, haciendo la que se me proponga con igual fervor como a cualquier otra en cuanto a mi libre voluntad. Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13).

Todos sabemos que si damos más tiempo al Señor en la oración, meditación y la alabanza, se seguirá un mayor fruto en la actividad Pastoral: “La mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: «La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2, 20)» (Juan Pablo II, Pastores dabo bobis, nº 25).

Y, viviremos una oportunidad para afianzar la fraternidad sacramental de que habló el Concilio Vaticano II, en la Presbyterorum ordinis, 8, que habla de la unión y cooperación fraterna entre los presbíteros.

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Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los ejercicios espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del clero. Conservan hoy toda su necesidad y actualidad. Contra la praxis que tiene a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un reposo espiritual para sumergirse en la meditación y oración.

Mi tarea entre Ud. es muy secundaria, transmitirles la Palabra de Dios, para que sea ella quien como espada de doble filo, enderece los corazones, aliente las motivaciones, les consuele y les llene de valor. “Todos somos, en parte, niños necesitados de que nos guíe la voz viva de quien nos presenta la doctrina ya preparada”. (Juan XXIII, Diario de un alma, p. 308).

Me he inspirado libremente, para las exposiciones de estos Ejercicios espirituales para sacerdotes, de la diócesis de Arq. de Hermosillo, del lunes 14 al viernes 18 de marzo del 2011, del libro Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Y aunque a nadie le gusta recibir consejos que no ha pedido, me atrevo a solicitar su benevolencia, para sugerir tres actitudes básicas:

La primera es que piensen delante del Señor en estos Ejercicios hemos de tener una gran ambición de santidad sacerdotal. No importa que nos asalte a más de un el desaliento ante esta invitación: «Si estos Ejercicios son para la santidad, no son para mí, porque mi problema está muy lejos de ser un problema de santidad, me es lejana esa temática, me puede parecerme extraña, como dirigida a otras personas, pero sin embargo los ejercicios son para iniciar, continuar, y madurar la santificación que Dios empezó en nosotros por el sacramento. Así pues, un gran deseo, ambición, de colaborar con la gracia de Dios, con el Dios de la gracia, no estorbarle, no corregirle el plan, ser un discípulo en las manos del gran Maestro.

La segunda es que hay que entrar en ellos con gran ánimo y liberalidad, que consisten en ofrecer libremente su voluntad para que el Señor entre en ella y la haga decidir, sin reticencias, lo que sea para su servicio: “Mucho aprovecha entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad con su Criador y Señor, ofreciéndole todo su querer y libertad, para que su divina Majestad, así de su persona como de todo lo que tiene, se sirva conforme a su santísima voluntad” (EE, 5) Aprovechará, y no en cualquier grado, sino en mucho, quien entre en Ejercicios con “grande ánimo”, deseoso de hacer grandes cosas, y no sólo con “gran ánimo”, sino además con grande liberalidad con su Creador y Señor”, deseando hacer aquellas grandes cosas movido solamente del deseo de mostrarse generosa con su Dios y su Creador, sin pretender sus propios intereses. Esta magnanimidad y generosidad hay que ofrecerla desde el primer instante, devolviéndole a Dios, “nuestro querer y libertad” con el fin de que Él se sirva conforme a sus santísima voluntad, de su persona y de todo lo que tiene.

La tercer es que hay que estar abiertos a las sugerencias de Dios. El beato Moisés Tovini, escribía en su diario espiritual, al terminar los ejercicios espirituales de 1895: “Deseo seguir a Jesús entre las cruces y los sufrimientos, aunque con igual mérito podría llevar una vida cómoda. Deseo sufrir y pediré con frecuencia esta gracia.

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Cuando la obtenga daré gracias al Señor y le suplicaré que, si así lo desea, aumente mis sufrimientos y los continúe, porque sufrir por amor es suma caridad; además, nos aleja del pecado, nos obtiene grandísimos méritos para la vida eterna y nos asemeja a Jesús, cuya vida estuvo llena de sufrimiento”. El Card. José Saraiva Martins, comentó en la eucaristía de la beatificación, se consolidó en él el propósito de no contentarse con una vida mediocre, sino de dedicarse con el máximo empeño a la gloria de Dios, y al bien de las almas, así como una profunda sensibilidad para promover las clases más desfavorecidas.

Conclusión: “Los ejercicios espirituales han acabado. Recojamos las velas. También esta vez la gracia ha sobreabundado verdaderamente. Quizás nunca como hoy me he sentido verdadera y firmemente convencido de la necesidad absoluta de darme y del todo, y para siempre, a mi Señor, que quiere servirse de mi pobre persona para hacer el bien en su Iglesia y para llevar almas a su corazón amoroso” (Angelo Roncalli, Ejercicios Espirituales del 10 al 20 de diciembre de 1902).

Finalmente, el Enchiridion indulgentiarum nos indica: Plenaria indulgentia concéditur christifideli qui exercitiis spiritálibus saltem per tres íntegros dies vacaverit, definiendo el «Código de derecho canónico» (c. 992) y el «Catecismo de la Iglesia católica» (n. 1471): «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos». Para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario: - tener la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial; - confesarse sacramentalmente de sus pecados; - recibir la sagrada Eucaristía (ciertamente, es mejor recibirla participando en la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria la sagrada Comunión); - orar según las intenciones del Romano Pontífice. La oración, según la mente del Papa, queda a elección de los fieles, pero se sugiere un «Padrenuestro» y un «Avemaría».

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL JORDÁN

Preámbulos: “Pero ahora se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza, es « redención »? Pues bien, el núcleo de la respuesta se da en el pasaje antes citado de la Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo, los Efesios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo « sin Dios ». Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios.Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació aproximadamente en 1869 –ni ella misma sabía la fecha exacta– en Darfur, Sudán. Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles dueños de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a conocer un dueño totalmente diferente –que llamó «paron» en el dialecto veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un «Paron» por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el «Paron» supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre». En este momento tuvo esperanza; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamzente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios. Así, cuando se quiso devolverla libre a Sudán, Bakhita se negó; no estaba dispuesta a que la separaran de nuevo de su «Paron». El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia.

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El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas, y desde entonces –junto con sus labores en la sacristía y en la portería del claustro– intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos. Bastaría esta gracia para que la persona se sintiera profundamente feliz y dichosa. Bastaría ese don para vivir eternamente agradecidos” (Benedicto XVI, Spei salvi, nº 3).

Preámbulo En la figura de Gandalf, vemos el arquetipo de un patriarca del Antiguo Testamento, su bastón aparentemente tenía el mismo poder que el de Moisés. En su aparente «muerte» y «resurrección», lo vemos emerger como una figura semejante a Cristo. Su «resurrección» se convierte en su transfiguración. Antes de entregar su vida por su amigos era Gandalf el Gris; después, se convierte en Gandalf el Blanco. Es blanqueado en la pureza de su autosacrificio y emerge más poderoso en virtud que nunca.“Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Marcos 1, 7-11).

Oración preparatoria: “Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Ten presente que has sido arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y a la claridad de Dios. Por el sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no ahuyentes, pues, con acciones pecaminosas un huésped tan excelso, ni te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues el precio con que has sido comprado es la sangre de Cristo” (San León Magno, Sermón 1 en la Natividad del Señor, nº 3).

Petición: Señor, dame una profunda conciencia de mi bautismo e inserción en ti, que me lance a vivir una vida nueva y a predicarte entre mis hermanos. La renovación del bautismo es un estímulo para “buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1). El cristiano vive en la tierra y necesita continuar luchando, pero el hecho de que Cristo haya entrado en el cielo es una garantía de esperanza y de posibilidades para los miembros de su cuerpo.

La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista.

1. Yo soy la voz: Juan, el Bautista: «Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1, 6-8)

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a. Coherencia de vida. Es el un nazir «no pasará la navaja por su cabeza» (Jue 13, 5) y un asceta: «su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre» (Mt 3, 4). Jesús le describirá: «Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido?» (Lc 7, 24-25). «No comía pan, ni bebía vino» (Lc 7, 33), «ni licor» (Lc 1, 15); pero sobre todo es el hombre consagrado totalmente al Señor. Su vida entera, desde el vientre de su madre, está inflamada por el don del Espíritu Santo, «saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). Como Jeremías (1, 5), como el siervo de Yavé (Is 49,1-5), como Pablo (Gál 1, 15) todo les conduce a la misión, todo su ser es para Cristo, toda su palabra es para Él; su destino es el de ser el predicador de conversión: voz que clama.

b. Espiritualidad del desierto. Juan espera, al que viene, con un deseo que llena todo su ser y, al mismo tiempo, con una profunda emoción: «Detrás de mí viene el que puede más que yo y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias» (Mc 1,7). «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn 1, 30). «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 30). Un hombre anclado en la eternidad no puede decir sino la verdad y la verdad tiene el poder de hacernos libres. Herodes, no te está permitido tener a la mujer de tu hermano. Y Herodes asentía, es cierto, pero quiero tenerla: «Sin verdad, se vive mejor». Y le escuchaba con agrado en otros muchos problemas, pero no en ese. Juan era «la voz del que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor» (Jn 1, 23). «Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste, era verdad» (Jn 10, 41).

c. Mensaje: «Mira envió me mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc 1, 3-4). Entre él y la llegada de Dios, ya no hay sitio para ningún profeta: es el último de los profetas «Elías ha venido ya y han hecho con él cuanto han querido» (Mc 9, 13). Y es más que un profeta: Es un mensajero que Dios envía delante para preparar su camino, porque Dios viene. Dios viene para poner orden, para juzgar y salvar. Para provocar una decisión básica, radical. «El hacha está puesta ya a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10). Ya está el bieldo en las manos de Dios, y «él aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga» (Mt 3, 12).

El que así habla es alguien que está decidido a todo; no vacila en dirigirse a los grandes del pueblo con la expresión «raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la ira inminente» (Mt 3, 7) y en echarle en cara sus bajezas al tetrarca Herodes: «no te es lícito tenerla» (Mt 14, 4) (a Herodías, la mujer de su hermano); no tiene miedo a la cárcel y a la decapitación, en Maqueronte, «su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, la cual se la llevó a su madre» (Mt 14, 11). El es voz que lo atraviesa todo, incluso los oídos taponados, un grito que nos llega nítido hasta hoy.

Juan el Bautista está ante nosotros exigiendo y actuando. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar, amar y sentir. Quien quiera

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encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, una conversión continua, un crecimiento espiritual, una maduración en la fe, en la esperanza y en la caridad. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su interioridad, del deber de convertirse. ¿Quién vino en realidad? Alguien que es «manso y humilde de corazón», que «no voceará por las calles... y el pábilo vacilante no lo apagará» (Mt 11, 29; 12, 19s.), de modo que Juan cuando está en la cárcel se asombra y vacila, porque no ve nada de fuego, hacha y bieldo: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos de esperar a otro?» (Mt 11, 3). Pero Jesús le abre su mente y su corazón: mira si las promesas no están cumplidas, si por mí los orgullosos no han sido derribados de sus tronos y los pobres han sido levantados del polvo, si los que ven son ciegos y los que están ciegos ven. ¡Si en mis obras, por la presencia de Dios, no cambia el orden del mundo!

2. La aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo, al que invita, se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan.

El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista «no conocía» a ese más Grande a quien quería preparar el camino, pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él. En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande.

Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5).

3. “Por entonces llegó Jesús, desde Nazaret de Galilea, a que Juan lo bautizara en el Jordán» (Mc 1, 9). Hasta entonces, no se había hablado de peregrinos venidos de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es

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que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo es que Él —Jesús— quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris de los pecadores que esperan a orillas del Jordán.

El bautismo era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la pregunta que él hace a Jesús: «Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (3, 14). Mateo nos cuenta además: «Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió» (3, 15). No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra «justicia»: debe cumplirse toda «justicia». En el mundo en que vive Jesús, «justicia» es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del «yugo del Reino de Dios», según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo.

El relato del evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el bautismo, -escribe san Lucas- "estaba en oración" (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no sólo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros. Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros. Sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la «toda justicia» que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios.

Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se «rasgó» (Mc), se «abrió» (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él «como una paloma» y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: «Tú eres...», y según Mateo, dijo de él: «Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto» (3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (ver Gn 1, 2); mediante la partícula «como» (como una paloma) ésta funciona como «imagen de lo que en sustancia no se puede describir. Por lo que se refiere a la «voz», la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: «Escuchadle».

-Tú eres mi hijo. Es la primera palabra reveladora de Jesús que Lucas refiere de forma directa mientras que Mateo lo hace de forma indirecta (Este es mi hijo) Mt 3,17). Tú eres mi hijo es la premisa para la respuesta: Padre. En tanto podemos decir Padre en

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cuanto que alguien nos ha dicho antes: Tu eres mi hijo, tu eres mi hija. El Padre Nuestro es una oración que responde a quien nos llama hijos. Tú eres mi hijo es la palabra más elevada que revela la esencia de Jesús: palabra sacada del Salmo 2. Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (v. 7) donde se refiere a un rey protegido, cariñosamente amado. Y la respuesta a esta declaración la leemos en el salmo 89, en la bellísima oración que recoge toda la espiritualidad de la alianza y que, hablando del Mesías, del futuro rey David, dice: Él me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación! Y yo haré de él mi primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra (27-28). Seguimos estando en el ámbito de la promesa de Natán: Yo seré para él padre, y él será para mí hijo (2 Samuel 7,14) y de Isaías 11, donde se subraya la paternidad y la filiación. Pero la cima está en la palabra dirigida a Jesús: Tú eres mi hijo.

-La segunda afirmación en es añadido: predilecto, un adjetivo que no encontramos en los salmos sino en el libro del Génesis, cuando Dios, para probar a Abrahán, le dijo Toma a tu hijo, a tú único, al que amas. (22,2) La referencia de Abrahán y a Isaac nos recuerda la unicidad del Hijo, el predilecto.

-En ti me he complacido. La alusión bíblica es a Isaías, 42, 1, el comienzo del siervo de Adonai: He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre Él. El Padre se complace en Él precisamente en el acto de profunda humillación que Jesús está viviendo, ya que el bautismo era un gesto de penitencia. A la vez que Jesús está en un estado de humillación y de oración, el Padre lo proclama Hijo suyo.

4. Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de la muerte en la cruz, que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se hacen realidad para nosotros. En el Jordán, se abrieron los cielos, para indicar que el Salvador nos abrió el camino de la salvación y que podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento «en el agua y en el Espíritu», que se realiza en el Bautismo. En él, quedamos introducidos en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con Él, nos revestimos de Él, como subraya en varias ocasiones el apóstol Pablo.

En virtud de la filiación divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada persona bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. ¿Cómo no exclamar con san Juan?: “Mirad cómo nos amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una santidad de vida en profunda e íntima armonía con Él?

Somos insertados en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz. Esta compañía, esta familia, le dará palabras

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de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca.

Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, pero de una cosa estamos seguros: la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida.

Un don de amistad implica un "sí" al amigo e implica un "no" a lo que no es compatible con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo.

¿A qué decimos "no"? Sólo así podemos comprender a qué queremos decir "sí". En la Iglesia antigua estos "no" se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible: se renuncia -así decían- a la "pompa diaboli", es decir, a la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir, sólo según lo que agradaba. Por tanto, era un "no" a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en realidad era una "anticultura" de la muerte. Era el "no" a los espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo que se realizaba en el Coliseo o en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta "pompa diaboli", esta "anticultura" de la muerte era una perversión de la alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como comercio. Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un "no" a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una "anticultura" que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en "cosificación" —por decirlo así— del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa de aparente felicidad, a esta "pompa" de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta "anticultura" le decimos "no", para cultivar la cultura de la vida.

Por eso, el "sí" cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran "sí" a la vida. Este es nuestro "sí" a Cristo, el "sí" al vencedor de la muerte y el "sí" a la vida en el tiempo y en la eternidad. Del mismo modo que en este diálogo bautismal el "no" se articula en tres renuncias, también el "sí" se articula en tres adhesiones:  "sí" al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; "sí" a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene

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un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que  nos  da  la vida y nos muestra el camino de la vida; "sí" a la comunión de la  Iglesia,  en  la que Cristo es el Dios vivo,  que  entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día.

Podríamos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida, el contenido de nuestro gran "sí", se expresa en los diez Mandamientos, que no son un paquete de prohibiciones, de "no", sino que presentan en realidad una gran visión de vida. Son un "sí" a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" al amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social, a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); un "sí" al respeto del otro y de lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos). Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que se hace concreta, practicable y hermosa en la comunión con Cristo, el Dios vivo, que camina con nosotros en compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia. El bautismo es don de vida. Es un "sí" al desafío de vivir verdaderamente la vida, diciendo "no" al ataque de la muerte, que se presenta con la máscara de la vida; y es un "sí" al gran don de la verdadera vida, que se hizo presente en el rostro de Cristo, el cual se nos dona en el bautismo y luego en la Eucaristía.

En el Bautismo de Cristo el mundo es santificado, los pecados son perdonados; en el agua y en el Espíritu nos convertimos en nuevas criaturas» («Antifona al Benedictus», Oficio de Laudes). De este modo, cada uno de nosotros puede aspirar a la santidad, una meta que, como ha recordado el Concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados.

El compromiso que surge del Bautismo consiste por tanto en «escuchar» a Jesús: es decir, creer en Él y seguirle dócilmente haciendo su voluntad, la voluntad de Dios.

Descubrir a la Iglesia como misterio, es decir, como pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llevaba a descubrir también su santidad, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el tres veces Santo. Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla. Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor. El Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios, por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu. Preguntar a un catecúmeno, ¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, ¿quieres ser santo? Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48). Sería un contrasentido contentarse con

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una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos genios de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno: en nuestro caso la sacerdotal.

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo» (Ef 4,1-7).

La santidad es don, una riqueza y una tarea: «Llega a ser lo que eres».

Uno de los más graves errores de nuestra época» -señaló el Concilio Vaticano II - es el divorcio entre «la fe y la vida diaria de muchos. Es muy frecuente también la tendencia a las vidas paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la familia, la educación, el trabajo, las diversiones, la política y la religión ocupan como compartimentos separados y escasamente comunicados. En la existencia de los cristianos parecen muchas veces darse dos vidas paralelas: por una parte, la llamada vida ‘espiritual’, con sus valores y exigencias, y por otra, la vida llamada ‘secular’, o sea la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. La fe recibida va quedando así reducida a episodios y fragmentos de toda la existencia. Se cae, pues en el ritualismo – lo religioso reducido a episódicos y a veces esporádicos gestos rituales y devocionales -, en el espiritualismo – el cristianismo evaporado en un vago sentimiento religioso -, en el pietismo – una piedad cristiana amenazada de subjetivismo, sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia – y en el moralismo – la fe en Cristo salvador reducida a ciertas reglas y comportamientos morales -.

La autenticidad, en resumidas cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo sabemos muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del cumplimiento fiel de la voluntad de Dios.

Implicaciones de una vida cristiana auténtica.

a).La oración como un medio para descubrir lo que Dios quiere de mí. La oración es un elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo que Dios, fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo me ilumina sino que me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese querer divino y llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús absorto tantas veces en oración durante amplios ratos! Ante las grandes decisiones, en

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las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo descubrir en la oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de las «cosas de su Padre». ¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza transformadora que tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la debilidad en fortaleza, la preocupación en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el mejor camino de todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay que olvidar que, junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este querer de Dios.

b). Mantener una recta jerarquía de valores. La voluntad de Dios debe ser la norma suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las modas y costumbres del mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad de Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio de lo que significa vivir con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», confesaron valientemente Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas oportunidades tenemos en nuestro trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para dar testimonio valiente de esta verdad que en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra corriente! José Luis tenía muy clara su jerarquía de valores: «Primero muerto, antes que traicionar a Cristo y a mi patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su corazón en la patria eterna, en las palabras que Jesucristo nos dice en el Evangelio: «¡ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21). Para vivir con coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser fieles a la voz del Espíritu Santo en nuestra conciencia. «La conciencia –nos recuerda el Concilio Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, n. 16). En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el bien y evitar el mal. Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que a fin de cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera!

Una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es perder la sensibilidad de conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia salud del cuerpo, la salud de nuestra conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe más una deformación de conciencia que una herida o un comentario molesto. Nuestro Padre Fundador al respecto nos da un consejo muy práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No se acueste un solo día con alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con un brazo roto. Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor de la conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer! ¡Qué resolución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos sin hacer un breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto de Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar cualquier indicio de engaño o deformación! Hacer de la voluntad de Dios la norma

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suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de profunda paz, porque el alma busca agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como bien dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio de una buena conciencia. Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c. 6, n. 1-2). Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu Voluntad, Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que nos ocurre cuando amamos a una persona: la queremos tanto y nos quiere tanto, que el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle feliz y saber que nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad a su Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los días en el Padrenuestro que se haga SU voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida.

c) Huir de la mentira en la vida, y por lo mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo. Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los demás. Un gran enemigo de la autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo a lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros. A veces es necesario cuidar la propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de nuestros actos ante los demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes que quedar mal ante los hombres. El hombre siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para llorar. Hay muchos hombres y mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias, hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo al espejo...; pero con la careta puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por breves instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela como primera medida del día. Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene de nosotros, construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él. Ésta es la mejor imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor «vende». «No eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12).

A Dios nuestro Señor no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin embargo, la mirada escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos ama, que se preocupa por nosotros y que si a veces nos corrige es sólo por nuestro bien. ¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay nada que temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de Dios en el jardín, como Adán y Eva después del pecado. Se está a gusto con Él. Se dialoga con Él con franqueza y espontaneidad.

d) Volver a la Verdad: saber levantarse con humildad y reemprender el camino. Todos podemos tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y cuando reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con sinceridad y volvamos al camino recto. La confesión frecuente es el sacramento que nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y, junto con la Eucaristía, nos da la fuerza para vivir en ella.

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Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno mismo, con una larga letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que exagerar, somos humanos, los demás también lo hacen, en estas circunstancias sí se puede…»). La condición imprescindible para superarse en la vida, para ser un hombre auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo «camino, verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor. «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El placer más grande de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin arrepentimiento, corrompe. De igual manera la autenticidad sin sinceridad es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda la gracia de ser muy honestos y humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni desconfiemos de su amor.

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TERCERA MEDITACIÓN:

LAS TENTACIONES

Preámbulo: Los cuatro camaradas avanzaron hasta más allá del centro de la sala donde en el gran hogarchisporroteaba un fuego de leña. Entonces se detuvieron. En el extremo opuesto de la sala, frente a laspuertas y mirando al norte, había un estrado de tres escalones, y en el centro del estrado se alzaba untrono de oro. En él estaba sentado un hombre, tan encorvado por el peso de los años que casi parecía unenano; los cabellos blancos, largos y espesos, le caían en grandes trenzas por debajo de la fina coronadorada que llevaba sobre la frente. En el centro de la corona, centelleaba un diamante blanco. La barbale caía como nieve sobre las rodillas; pero un fulgor intenso le iluminaba los ojos, que relampaguearoncuando miró a los desconocidos. Detrás del trono, de pie, había una mujer vestida de blanco. Sobre lasgradas, a los pies del rey estaba sentado un hombre enjuto y pálido, con ojos de párpados pesados ymirada sagaz.Hubo un silencio. El anciano permaneció inmóvil en el trono. Al fin, Gandalf habló.-¡Salve, Théoden hijo de Thengel! He regresado. He aquí que la tempestad se aproxima y ahoratodos los amigos tendrán que unirse, o serán destruidos.El anciano se puso de pie poco a poco, apoyándose pesadamente en una vara negra con empuñadurade hueso blanco, y los viajeros vieron entonces que aunque muy encorvado, el hombre era alto todavía yque en la juventud había sido sin duda erguido y arrogante.-Yo te saludo -dijo-, y tú acaso esperas ser bienvenido. Pero a decir verdad, tu bienvenida es aquídudosa, señor Gandalf. Siempre has sido portador de malos augurios. Las tribulaciones te siguen comocuervos y casi siempre las peores. No te quiero engañar: cuando supe que Sombragris había vuelto sin sujinete, me alegré por el regreso del caballo, pero más aún por la ausencia del caballero; y cuando Eomerme anunció que habías partido a tu última morada, no lloré por ti. Pero las noticias que llegan de lejosrara vez son ciertas. ¡Y ahora has vuelto! Y contigo llegan males peores que los de antes, como era deesperar. ¿Por qué habría de darte la bienvenida, Gandalf Cuervo de la Tempestad? Dímelo. -Ylentamente se sentó otra vez.-Habláis con toda justicia, Señor -dijo el hombre pálido que estaba sentado en las gradas-. No haceaún cinco días que recibimos la mala noticia de la muerte de vuestro hijo Théodred en las Marcas delOeste: vuestro brazo derecho, el Segundo Mariscal de la Marca. Poco podemos confiar en Eomer. Dehabérsele permitido gobernar, casi no quedarían hombres que guardar vuestras murallas. Y aún ahoranos enteramos desde Gondor que el Señor Oscuro se agita en el Este. Y ésta es precisamente la hora queeste vagabundo elige para volver. ¿Por qué, en verdad, te recibiríamos con los brazos abiertos, SeñorCuervo de la Tempestad? Lathspell, te nombro, Malas Nuevas, y las malas nuevas nunca son buenoshuéspedes, se dice.Soltó una risa siniestra, mientras levantaba un instante los pesados párpados y observaba a losextranjeros con ojos sombríos.-Se te tiene por sabio, amigo Lengua de Serpiente, y eres sin duda un gran sostén para tu amo -dijoGandalf con voz dulce-. Pero hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas. Puede serun espíritu maligno, O bien uno de esos que prefieren la soledad y sólo vuelven para traer ayuda entiempos difíciles.-Así es -dijo Lengua de Serpiente-; pero los hay de una tercera especie: los juntacadáveres, los queaprovechan la desgracia ajena, los que comen carroña y engordan en tiempos de guerra. ¿Qué ayuda hastraído jamás? ¿Y qué ayuda traes ahora? Fue nuestra ayuda lo que viniste a buscar la última vez queestuviste por aquí. Mi señor te invitó entonces a escoger el caballo que quisieras y ante el asombro detodos tuviste la insolencia de elegir a Sombragris. Mi señor se sintió ultrajado, mas en opinión de

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algunos, ese precio no era demasiado alto con tal de verte partir cuanto antes. Sospecho que una vez mássucederá lo mismo: que vienes en busca de ayuda, no a ofrecerla. ¿Traes hombres contigo? ¿Traes acasocaballos, espadas, lanzas? Eso es lo que yo llamaría ayuda, lo que ahora necesitamos. ¿Pero quiénes sonesos que te siguen? Tres vagabundos cubiertos de harapos grises, ¡y tú el más andrajoso de los cuatro!-La hospitalidad ha disminuido bastante en este castillo desde hace un tiempo, Théoden hijo deThengel - dijo Gandalf -. ¿No os ha transmitido el mensajero los nombres de mis compañeros? Rara vezun señor de Rohan ha tenido el honor de recibir a tres huéspedes tan ilustres. Han dejado a las puertas devuestra casa armas que valen por las vidas de muchos mortales, aun los más poderosos. Grises son lasropas que llevan, es cierto, pues son los elfos quienes los han vestido y así han podido dejar atrás lasombra de peligros terribles, hasta llegar a tu palacio.-Entonces es verdad lo que contó Eomer: estás en connivencia con la Hechicera del Bosque de Oro -dijo Lengua de Serpiente -. No hay por qué asombrarse: siempre se han tejido en Dwimordene telas desupercherías.- 309 -Gimli dio un paso adelante, pero sintió de pronto que la mano de Gandalf lo tomaba por el hombro, yse detuvo, inmóvil como una piedra.En Dwimordene, en Lórienrara vez se han posado los pies de los hombres,pocos ojos mortales han visto la luzque allí alumbra siempre, pura y brillante.¡Galadriel! ¡Galadriel!Clara es el agua de tu manantial;blanca es la estrella de tu mano blanca,-intactas e inmaculadas la hoja y la tierraen Dwimordene, en Lórienmás hermosa que los pensamientos de los Hombres Mortales.Así cantó Gandalf con voz dulce, luego, súbitamente, cambió. Despojándose del andrajoso manto, seirguió y sin apoyarse más en la vara, habló con voz clara y fría.-Los Sabios sólo hablan de lo que saben, Gríma hijo de Gálmód. Te has convertido en una serpientesin inteligencia. Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes. No me he salvado de loshorrores del fuego y de la muerte para cambiar palabras torcidas con un sirviente hasta que el rayo nosfulmine.Levantó la vara. Un trueno rugió a lo lejos. El sol desapareció de las ventanas del Este; la sala seensombreció de pronto como si fuera noche. El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldososcuros. Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar ennegrecido.Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua de Serpiente. -¿No os aconsejé, señor, que no ledejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma nos ha traicionado!Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos el techo. Luego, todo quedó en silencio.Lengua de Serpiente cayó al suelo de bruces.-¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de Thengel? -dijo Gandalf-. ¿Pedís ayuda? -Levantó la vara y laapuntó hacia una ventana alta. Allí la oscuridad pareció aclararse y pudo verse por la abertura, alto ylejano, un brillante pedazo de cielo.- No todo es oscuridad. Tened valor, Señor de la Marca, pues mejorayuda no encontraréis. No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera. Podría sin embargoaconsejamos a vos y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas? No son para ser escuchadas por todoslos oídos. Os invito pues a salir a vuestras puertas y a mirar a lo lejos. Demasiado tiempo habéispermanecido entre las sombras prestando oídos a historias aviesas e instigaciones tortuosas.Lentamente Théoden se levantó del trono. Una luz tenue volvió a iluminar la sala. La mujer corrió,presurosa, al lado del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzódespaciosamente el recinto. Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al suelo. Llegaron a las puertasy Gandalf golpeó.-¡Abrid! -gritó-. ¡Aquí viene el Señor de la Marca!

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Las puertas se abrieron de par en par y un aire refrescante entró silbando en la sala. El viento soplabasobre la colina.-Enviad a vuestros guardias al pie de la escalera -dijo GandalfY vos, Señora, dejadlo un momento a solas conmigo. Yo cuidaré de él.-¡Ve, Eowyn, hija de hermana! -dijo el viejo rey-. El tiempo del miedo ha pasado.La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba laspuertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Eowyn se posaron en el reycon serena piedad. Tenía un rostro muy hermoso y largos cabellos que parecían un río dorado. Alta yesbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como elacero, verdadera hija de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Eowyn,Señora de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que no haalcanzado aún la plenitud de la vida. Y ella de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduríade muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar desentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente,entró en el castillo.-Y ahora, Señor -dijo Gandalf-, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!- 310 -Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdesde Rohan que se pierden en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, yel cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagosparpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y latormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrierondetrás de ellos y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y alo lejos el río rieló como un espejo.-No hay tanta oscuridad aquí -dijo Théoden.-No -respondió Gandalf -. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieranque creyerais. ¡Tirad el bastón!La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras. El anciano se enderezólentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos añosencorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahoraazules el cielo que empezaba a despejarse.-Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos -dijo-, pero siento como si acabara de despertar.Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas losúltimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Bregon hijo de Eorl no se mantendrá en piemucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer?-Mucho -dijo Gandalf-. Pero primero traed a Eomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisioneropor consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?-Es verdad -dijo Théoden-. Eomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mipropio castillo.-Un hombre puede amaros y no por ello amar a Gríma y aprobar sus consejos -dijo Gandalf.-Es posible. Haré lo que me pides. Haz venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado dignode mi confianza, que sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado -dijo Théoden, yel tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía enla cara se le borraron y no reaparecieron.Luego que Háma fue llamado y hubo partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra y élmismo se sentó en el escalón más alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías.-No hay tiempo para que os cuente todo cuanto tendríais que oír -dijo Gandalf -. No obstante, si elcorazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza. Tenedpresente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación deLengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, vivís.Gondor y Rohan no están solos. El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él nisiquiera sospecha.

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Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo quedecía. Y a medida que hablaba una luz más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el rey selevantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron al este desde el altositial.-En verdad -dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora- ahí en lo que más tememos está nuestraesperanza. El destino pende aún de un hilo, pero hay todavía esperanzas si resistimos un tiempo más.También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y leguas contemplaronallá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía máslejos, más allá de las montañas negras del País de las Sombras. ¿Dónde estaba ahora el Portador delAnillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino! Legolas miró con atención y creyó ver unresplandor blanco; allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Ymás lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contrala voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo.-¡Ay! -suspiró-. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez,en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes muerenmientras los viejos se agostan lentamente. -Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.-Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada -dijo Gandalf.Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto.- 311 --¿Dónde la habrá escondido Gríma? -murmuró a media voz. -¡Tomad ésta, amado Señor! -dijo unavoz clara-. Siempre ha estado a vuestro servicio.Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocospeldaños de la cima. Allí estaba Eomer, con la cabeza descubierta, sin cota de malla, pero con unaespada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su señor.-¿Qué significa esto? -dijo Théoden severamente. Y se volvió a Eomer, y los hombres miraronasombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el tronoo apoyado en un bastón?-Es obra mía, Señor -dijo Háma, temblando-. Entendí que Eomer tenía que ser puesto en libertad.Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez librey es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.-Para depositarla a vuestros pies, mi Señor -dijo Eomer.Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Eomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los doshizo un solo movimiento.-¿No aceptaréis la espada? -preguntó Gandalf.Lentamente Théoden extendió la mano. En el instante en que los dedos se cerraban sobre laempuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantóbruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo. Luego Théoden l

“Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.» Jesús le respondió: «Esta escrito: No sólo de pan vive el hombre.» Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra; y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya.» Jesús le respondió: «Esta escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto.» Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna.» Jesús le respondió: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.» Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno” (Lucas 4, 1-13).

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Petición: Ayúdanos a superar las seducciones que nos alejen de vivir nuestro sacerdocio con integridad, y a poner nuestra confianza, no es nosotros mismos, y en la potencia del mundo, sin en Dios y en su debilidad. Esta es la alternativa radical, «el amor de sí mismo hasta el olvido de Dios, o el amor de Dios hasta el olvido de si mismo» (san Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, XIV, 28).

Objetivo: Para realizar plenamente la propia vida en la libertad es necesario superar la prueba que comporta la misma libertad, es decir, la tentación. Sólo si se libera de la esclavitud de la mentira y del pecado, la persona, gracias a la obediencia de la fe que le abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría.

1. El descenso del Espíritu sobre Jesús con que termina la escena del bautismo significa algo así como la investidura formal de su misión. Por ese motivo, los Padres no están desencaminados cuando ven en este hecho una analogía con la unción de los reyes y sacerdotes de Israel al ocupar su cargo. La palabra «Cristo-Mesías» significa «el Ungido»: en la Antigua Alianza, la unción era el signo visible de la concesión de los dones requeridos para su tarea, del Espíritu de Dios para su misión. Por ello, en Isaías 11,2 se desarrolla la esperanza de un verdadero «Ungido», cuya «unción» consiste precisamente en que el Espíritu del Señor desciende sobre él, «espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y temor del Señor». Según el relato de san Lucas, Jesús se presentó a sí mismo y su misión en la Sinagoga de Nazaret con una frase similar de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Lc 4,18; cf. Is 61,1). La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta «unción» verdadera, que El es el Ungido esperado, que en aquella hora se le concedió formalmente la dignidad como rey y como sacerdote para la historia y ante Israel.

2. Desde aquel momento, Jesús queda investido de esa misión. Los tres Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición del Espíritu lo lleva al desierto. Aquí resuenan más fuertemente los cuarenta años que Israel anduvo errante por el desierto. Fue éste un tiempo de prueba y a menudo de verdadera tentación, a la que el pueblo sucumbió más de una vez. Fue también el tiempo de ejercicio solitario de su relación con Dios, del mismo modo que los confesores, los apóstoles y los santos cristianos con frecuencia sólo han comenzado su misión entre los hombres después de años de desierto y de estar con Dios a solas. Que durante este tiempo su fe se forjara definitivamente, muestra que han seguido el camino de su Señor, que también ayunó en el desierto y se vio sometido a las tentaciones relativas a su misión mesiánica. El ataque del tentador contra Jesús, que comenzó durante su estancia en el desierto, culminará en los días de la pasión en el Calvario, cuando el Crucificado triunfe definitivamente sobre el mal.

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La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. El descenso de Jesús «a los infiernos» del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe recoger toda la historia desde sus comienzos —desde «Adán»—, recorrerla y sufrirla hasta el fondo, para poder transformarla. La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2,17s). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4, 15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha interior de Jesús por su misión. Pero las «tentaciones» acompañan todo el camino de Jesús, y el relato de las mismas aparece así —igual que el bautismo— como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido.

En su breve relato de las tentaciones, Marcos (ver 1,13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús «vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían». El desierto —imagen opuesta al Edén— se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito.» (11, 6). Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz, como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, «expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19).

Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras. Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo

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que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita.

Las pruebas son tres y corresponden a las que vivió el pueblo elegido:

Al hambre de Israel y a sus murmuraciones contra Dios, a las que el Eterno respondió con el don del maná (ver Éxodo 16 y Números 11), equivale la tentación diabólica de convertir las piedras en pan (ver Mateo 4, 3 y Lucas 4, 3). La respuesta de Jesús alude a la interpretación que el libro del Deuteronomio ha ofrecido de esta primera tentación de Israel: «Pues Él te ha humillado... para hacerte comprender que el hombre no vive solamente de pan, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Deuteronomio 8, 3).

A la sed de Israel y a su protesta en Masa, que indujeron a Moisés a pecar tentando a Dios (ver Éxodo 17, 1-7), corresponde la seducción del diablo que quiere obligar a Dios al milagro (ver Mateo 4, 6). La respuesta de Jesús retoma la advertencia, expresamente referida al episodio de las aguas de Masa: «No tentaréis al Señor vuestro Dios como le tentasteis en Masa» (Deuteronomio 6, 16). 3.

Finalmente, a la tentación de poner en lugar de Dios un ídolo (sea el becerro de oro de Éxodo 32, sean los dioses de Canaán: ver Éxodo 23, 20-33; 34, 11-14) corresponde el ofrecimiento diabólico: «Todas estas cosas te daré si postrándote me adoras» (Mateo 4, 9). Una vez más, la respuesta de Jesús retoma la enseñanza del Deuteronomio: «Al Señor tu Dios temerás, a él servirás y jurarás por su nombre» (Deuteronomio 6, 13).

3. La primera tentación, Jesús, «después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre» (Mt 4,2). En tiempos de Jesús, el número 40 era ya rico de simbolismos en Israel. En primer lugar, nos recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto, que fueron tanto los años de su tentación como los años de una especial cercanía de Dios. También nos hace pensar en los cuarenta días que Moisés pasó en el monte Sinaí, antes de que pudiera recibir la palabra de Dios, las Tablas sagradas de la Alianza. Se puede recordar, además, el relato rabínico según el cual Abraham, en el camino hacia el monte Horeb, donde debía sacrificar a su hijo, no comió ni bebió durante cuarenta días y cuarenta noches, alimentándose de la mirada y las palabras del ángel que le acompañaba. Los Padres, jugando un poco a ensanchar la simbología numérica, han visto también en el 40 el número cósmico, el número de este mundo en absoluto: los cuatro confines de la tierra engloban el todo, y diez es el número de los mandamientos. El número cósmico multiplicado por el número de los mandamientos se convierte en una expresión simbólica de la historia de este mundo. Jesús recorre de nuevo, por así decirlo, el éxodo de Israel, y así, también los errores y desórdenes de toda la historia. Los cuarenta días de ayuno abrazan el drama de la historia que Jesús asume en sí y lleva consigo hasta el fondo.

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«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: «Si eres Hijo de Dios...»; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: «Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará.» (2, 18).

Para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompañará a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara, repetidas veces, que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es. Y esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee.

¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención? ¿Puede llamarse redentor alguien que no responde a este criterio? ¿No se deberá decir lo mismo a la Iglesia? Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después. Resulta difícil responder a este reto, precisamente porque el grito de los hambrientos nos interpela y nos debe calar muy hondo en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede entender sólo a la luz del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece en todo el Evangelio y hay que verlo en toda su amplitud.

Hay otros dos grandes relatos relacionados con el pan en la vida de Jesús:

Uno es la multiplicación de los panes para los miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico. ¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios. Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres,

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a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida.

Este segundo relato sobre el pan: la Ultima Cena, que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan. Jesús mismo se ha convertido en grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto. El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos. De este modo entendemos ahora las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento, para rechazar al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Hay una frase al respecto del jesuíta alemán Alfred Delp, ejecutado por los nacionalsocialistas: «El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo más importante de todo es la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada».

4. Pasemos a la segunda tentación de Jesús. Hay que considerar la tentación como una especie de visión, pero que entraña una realidad, una especial amenaza para el hombre Jesús y su misión. En primer lugar, hay algo llamativo. El diablo cita la Sagrada Escritura para hacer caer a Jesús en la trampa. Cita el Salmo 91, lis, que habla de la protección que Dios ofrece al hombre fiel: «Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». Estas palabras tienen un peso aún mayor por el hecho de que son pronunciadas en la Ciudad Santa, en el lugar sagrado. De hecho, el Salmo citado está relacionado con el templo; quien lo recita espera protección en el templo, pues la morada de Dios debe ser un lugar de especial protección divina. ¿Dónde va a sentirse más seguro el creyente que en el recinto sagrado del templo? El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud

Así, el interrogante sobre la estructura del curioso diálogo escriturístico entre Cristo y el tentador lleva directamente al centro de la cuestión del contenido. ¿De qué se trata? Se ha relacionado esta tentación con la máxima del panem et circenses: después del pan hay que ofrecer algo sensacional. Dado que, evidentemente, al hombre no le basta la mera satisfacción del hambre corporal, quien no quiere dejar entrar a Dios en el mundo y en los hombres tiene que ofrecer el placer de emociones excitantes cuya intensidad suplante y acalle la conmoción religiosa. Pero no se habla de esto en este pasaje, puesto que, al parecer, en la tentación no se presupone la existencia de espectadores.

El punto fundamental de la cuestión aparece en la respuesta de Jesús, que de nuevo está tomada del Deuteronomio (6, 16): «¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios!». En el Deuteronomio, esto alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios. Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: «Tentaron al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex 17, 7). Se trata, por tanto, de lo que hemos indicado antes: Dios debe someterse a una prueba. Es «probado» del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros

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consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 91, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo.

Nos encontramos de lleno ante el gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo. La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto Dios, pues nos ponemos por encima de El. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo.

Esta escena sobre el pináculo del templo hace dirigir la mirada también hacia la cruz. Cristo no se arroja desde el pináculo del templo. No salta al abismo. No tienta a Dios. Pero ha descendido al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos. Se ha atrevido a dar este salto como acto del amor de Dios por los hombres. Y por eso sabía que, saltando, sólo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del Salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el amor y que, por ello, incluso cuando ningún hombre pueda o quiera ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en Aquel que le ama. Pero esta confianza a la que la Escritura nos autoriza y a la que nos invita el Señor, el Resucitado, es algo completamente diverso del desafío aventurero de quien quiere convertir a Dios en nuestro siervo.

5. Llegamos a la tercera, y última tentación, al punto culminante de todo el relato. El diablo conduce al Señor en una visión a un monte alto. Le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, y le ofrece dominar sobre el mundo. ¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser El precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar?

Al igual que en la tentación del pan, hay otras dos notables escenas equivalentes en la vida de Jesús:

El Señor resucitado reúne a los suyos «en el monte» y dice: «Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra» (28, 18). Aquí hay dos aspectos nuevos y diferentes: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra. Y sólo quien tiene todo este poder posee el auténtico poder, el poder salvador. Sin el cielo, el poder terreno queda siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y el juicio del cielo, es decir, de Dios, puede ser un poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza. A ello se añade otro aspecto: Jesús tiene este

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poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, el Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos. El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos.

Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios.

Orígenes nos presenta otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los Evangelios hasta el siglo III el hombre en cuestión se llamaba «Jesús Barrabás», Jesús hijo del padre. Se manifiesta como una especie de doble de Jesús, que reivindica la misma misión, pero de una manera muy diferente. Así, la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete la libertad, y su propio reino; y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida.

Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna oportunidad Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? ¿Conocemos a Jesús realmente? ¿Lo comprendemos? ¿No debemos tal vez esforzarnos por conocerlo de un modo renovado tanto ayer como hoy

Por tanto, la tercera tentación de Jesús resulta ser la tentación fundamental, se refiere a la pregunta sobre qué debe hacer un salvador del mundo. Esta se plantea durante todo el transcurso de la vida de Jesús. Aparece abiertamente de nuevo en uno de los momentos decisivos de su camino. Pedro había pronunciado en nombre de los discípulos su confesión de fe en Jesús Mesías-Cristo, el Hijo del Dios vivo, y con ello formula esa fe en la que se basa la Iglesia y que crea la nueva comunidad de fe fundada en Cristo. Pero precisamente en este momento crucial, en el que frente a la «opinión de la gente» se manifiesta el conocimiento diferenciador y decisivo de Jesús, y comienza así a formarse su nueva familia, he aquí que se presenta el tentador, el peligro de ponerlo todo al revés. El Señor explica inmediatamente que el concepto de Mesías debe entenderse desde la totalidad del mensaje profético: no significa poder mundano, sino la cruz y la nueva comunidad completamente diversa que nace de la cruz. Pero Pedro no lo había entendido en estos términos: «Pedro se lo llevó aparte y

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se puso a increparle: " ¡ No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte"». Sólo leyendo estas palabras sobre el trasfondo el relato de las tentaciones, como su reaparición en el momento decisivo, entenderemos la respuesta increíblemente dura de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mt 16, 22s).

Pero, ¿no decimos una y otra vez a Jesús que su mensaje lleva a contradecir las opiniones predominantes, y así corre el peligro del fracaso, el sufrimiento, la persecución? El imperio cristiano o el papado mundano ya no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?

¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá.

Como Marcos, también Mateo concluye el relato de las tentaciones con las palabras: «Y se acercaron los ángeles y le servían». Ahora se cumple el Salmo 91, 11: los ángeles le sirven; se ha revelado como Hijo, y por eso se abre el cielo sobre El, el nuevo Jacob, el tronco fundador de un Israel que se ha hecho universal.

6. Cuales son las tentaciones que más nos pueden asaltar a lo largo de nuestra vida sacerdotal: amor al dinero, la envidia del bien que hacen los demás sacerdotes, y otras que Uds. puedan ilustrar.

a. Todos necesitamos comer para vivir, pero la tentación es vivir para comer. Como dijo san Pablo, “el amor al dinero es la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10), puesto que enfocamos todos los esfuerzo en esa dirección, buscando una recompensa económica, descuidando otros aspectos igualmente importantes en la vida eclesial, como son la evangelización y el pastoreo. Además, podemos realizar los actos cultuales, sin una verdadera preocupación por su eficacia, ni una preparación de las disposiciones. Cultivar la virtud de la pobreza sacerdotal como disponibilidad.

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b. La envidia del bien que hacen los demás, especialmente mis hermanos los sacerdotes, la envidia que todo lo envenena se filtra aun entre las almas que pretenden la santidad y les hace ver peligros en las actividades de los otros sacerdotes, donde sólo hay trabajo y lucha sincera. Debemos luchar contra la soberbia que nos asemeja a Satanás, que hace llover sobre nosotros el desprecio de Dios, que nos hace sentirnos dueños de cuanto bueno pone el Señor en nosotros, que crea en nosotros un gran sentido de estimación y propio amor. No apagar las obras que Él inspire en nuestros semejantes, sino ayudando y secundando todas las obras que El quiera.

7. San José María Yermo y Parres.

Amanece el año de 1885, año clave en el rumbo que toma su vida. El Padre Yermo se entera que el Padre Don Prudencio Castro, el anciano Capellán del templo de "El Calvario" se encuentra gravemente enfermo y se va a verlo. Lo aprecia de verdad, lo asiste hasta sus últimos momentos y da noticia de su fallecimiento que acaeció el 4 de abril. No bien pasaron 7 días de aquel suceso cuando Yermo, recibe sin preámbulos un nombramiento que le deja perplejo: "Nombramos al Sr. Pbro. José María de Yermo Parres para que en calidad de Capellán sirva y promueva el culto de las Iglesias del Calvario y del Santo Niño de esta ciudad que se encuentran sin ministro a consecuencia del sensible fallecimiento del respetable Pbro. D. Prudencio Castro... Así el Ilmo. Sr. Obispo lo decretó y firmó". Fue una fortuna encontrarse solo y en su casa cuando leyó esto, pues se puso lívido, cubrió el rostro con las manos y se desplomó en el sillón en que solía descansar. Así permaneció por largo rato sin dar crédito a lo que había leído. Por su cabeza cruzaban mil pensamientos y se sentía profundamente herido en su orgullo. Sabía con anterioridad que él no le iba a simpatizar a su Obispo, pero ¿era para tanto? Aquello era superior a sus fuerzas. Él, respetado y querido por todos, que había ocupado tantos cargos honoríficos desde antes de arribar al sacer-docio... Ese nombramiento era a todas luces una humillación, esas capillas... pobres y olvidadas, en la periferia de la ciudad... no, no, él debía renunciar, no aceptaría. ¿Qué pretendía su Obispo? ¿Por qué lo hacía? Tras un buen rato de luchar con su amor propio, sus pensamientos se tomaron poco a poco en oración. Comenzó a ser consciente de que todo se lo había entregado a Dios, de que lo único que quería era hacer Su Voluntad... ¿sería esto su voluntad? ... buscó la libreta de sus notas íntimas y leyó sus propósitos recientes que ahí tenía anotados: Estos pensamientos serenaron su espíritu, se puso todo en las manos de Dios y después de permanecer largo tiempo sumido en oración, cenó algo y se fue a dormir. Aunque con el ánimo en paz, el dolor todavía calaba en su corazón, cuando al día siguiente percibió que la noticia había corrido por la ciudad. Algunos le miraban con cierta compasión, otros le aconsejaban que renunciara y no faltó quien le habló en contra del Obispo y le dijo que no, que ese nombramiento no iba con él, que no estaba a tono con su personalidad. Yermo volvió a titubear, ¿Debía renunciar? No ignoraba que en este asunto se mezclaban cosas muy humanas.

"Oración y más oración. Allí está mi fortaleza para alcanzar la gracia de no querer nunca cosa alguna, que no sea la voluntad de Dios. Debo vigilar mi carácter

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vehemente, mi temperamento compuesto de sangre, bilis y nervios, que me inclina a lo agradable y me hace repugnar lo adverso, que me hace ver las cosas exageradas, etc., etc. ¿Remedio? Reflexionar en la oración, hablando con Dios, como con mi verdadero Amigo y pedirle que El nunca consienta en que yo haga lo que me gusta, sino lo que sea de su servicio y su mayor agrado. ... si Él hace o permite las cosas adversas, debo creer que ahí está su mayor gloria y entonces bendecirlo, darle gracias y quedar en paz porque yo no tengo otro bien, fuera de cumplir su santa y adorable voluntad" (A solas con Cristo, 11-12).

“Cuando fui nombrado Capellán del Calvario, los amigos me hicieron sentir que aquello era una humillación, que sería un mal para mí, el amor propio me llevó a pensar en la renuncia que me aconsejaban. Y tú, Señor, sólo Tú con tu amor y con tu gracia, me iluminaste el alma y me libraste de caer en aquel lazo. Sufrí, Tú lo sabes, pero lo acepté por Ti, sin saber que en aquello se encerraban todos los bienes que después han venido también para mi alma” " (A solas con Cristo, 80).

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CUARTA MEDITACIÓN:

LA PARÁBOLA DEL PADRE BUENO Y DE LOS DOS HERMANOS

La conversión sacerdotal y la parábola del hijo pródigo

Consideró la llamada universal a la conversión, y dos motivos que permiten hablar de una vocación específica sacerdotal a la conversión: la misión convertirse para convertir, y el posible peligro de no sentir su necesidad.

La parábola del hijo pródigo ofrece dos paradigmas válidos para el sacerdote: el hijo mayor para el sacerdote que vive en la casa del Padre, fuertemente tentado, necesitado de conversión sobre todo de su inteligencia y que por no cambiar acaba alejándose de la intimidad del Padre. El hijo mayor no está menos necesitado de conversión, sobre todo de su corazón. Su dureza no le permite entrar en la casa de su padre, de la que dice no haberse alejado nunca.

1. El hijo mayor impíoUna atenta lectura del contexto de la parábola del hijo pródigo muestra que la figura del hermano mayor no es menos importante. El Cardenal Ratzinger en los ejercicios espirituales que predicó al Santo Padre en 1983 colocó esta parábola en la larga historia bíblica de los dos hermanos, iniciada con Caín y Abel y seguida con Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y tantos otros. Jesús reinterpreta este tema en diversas parábolas para ilustrar el problema de las relaciones entre Israel y los paganos. En los Hechos de los Apóstoles las resistencias de Israel son patentes, con expresiones también al interno de la misma comunidad eclesial.

El hermano menor representa a los paganos que estaban lejos (cf. Ef 2, 17). El mayor representa al pueblo elegido, Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre y que expresa amargura cuando los paganos son llamados sin las obligaciones de la ley. Es Israel que se indigna y no quiere participar en las bodas del Hijo en la Iglesia.

El hermano mayor, en un sentido más amplio, representa también al hombre piadoso, que permanece con el Padre sin faltar a los mandamientos, pero que es envidioso. Él desea, en el fondo de su corazón, el país lejano y sus promesas, la lejanía de Dios y las seducciones del pecado; también él ha creído a la serpiente. Y por supuesto, no ha conocido la belleza de la casa del Padre, de aquel todo lo mío es tuyo; no ha experimentado la libertad de ser hijo en la casa del Padre. Su corazón está lejos porque, en realidad, ya partió al país lejano; aunque quizás no lo sepa o no lo quiera reconocer. Él habrá sido uno de los sorprendidos por la nueva ley que el Maestro proclamara en el sermón de la montaña: se os dijo, no adulterarás, pero yo os digo que el que mira a una mujer deseándola....

También el hermano mayor está lejos, quizás más lejos que su joven hermano porquero. Su lejanía y la pérdida de la condición filial es más insidiosa, porque la

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necesidad de conversión no se le impone. Él no siente la necesidad de volver; y no dirá: Sí, me levantaré, iré a mi Padre y le diré.... Él seguirá repitiendo en su interior, como el fariseo en el templo, cumplo, hago, pago...; éste no bajó a su casa justificado; aquél no querrá entrar al banquete familiar que se celebra en su casa; mejor dicho, en la casa de su Padre, en esa casa de donde dice no se ha alejado.

El hermano mayor representa al fariseo piadoso, que no conoce la piedad, en el sentido clásico de esta palabra, porque no honra ni reverencia a su Padre, ni tiene misericordia de su hermano. El hombre todo hombre es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarseiii. Sin conversión el Sínodo de América lo ha repetido no habrá comunión ni reconciliación.El hermano mayor es invitado a entrar al banquete, que el Señor prepara para todos los pueblos, como dice el texto de Isaías que inspira el mensaje del Santo Padre para la Cuaresma de 1999. Pero no quiere entrar. El Padre hace por su hijo mayor lo que no hizo por el menor: sale a buscarlo, argumenta, explica, pide... Y aunque el texto no lo dice, parece que al final no entró.

2. La intención de JesúsEn la intención de Jesús la figura del hermano mayor es tan importante como la del menor. Jesús no sólo quiere revelar a los pecadores la misericordia del Padre; la parábola misma constituye el esfuerzo supremo de Cristo por ablandar y convertir el corazón duro de los fariseos; fue dicha porque todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15, 1-2); una intención análoga a la que tenía cuando dijo la parábola del fariseo y el publicano, por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los pecadores (Lc 18, 9).

La intención de Cristo es clara si se atiende a su contexto. A partir del capítulo 11, san Lucas narra una serie de encuentros entre Cristo y los fariseos; éstos critican a Cristo en su interior y ante el pueblo por hacer el bien sin observar algunas normas rituales; y Jesús les echa en cara su hipocresía y falta de misericordia. El pueblo y los pecadores siguen entusiastas a Jesús. Los fariseos son cada vez más hostiles. En el capítulo 14, Jesús provoca la crisis: fue un sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer; viendo a un hombre hidrópico y que lo estaban observando, pregunta a los legistas y a los fariseos si es lícito curar en sábado, o no; y no pudieron replicar (Lc 14, 6). Después reparó en que elegían los primeros puestos; esos puesto que, como israelitas, creían tener reservados en el banquete del Reino. Jesús los desconcierta cuando les dice que inviten al banquete a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos (Lc, 14, 13-14). Al escuchar aquello de la resurrección de los justos uno de los comensales le dijo: dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!; y Jesús les contó aquella parábola del hombre que dio una gran cena y convidó

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a muchos; los cuales, poniendo muchas excusas, no quisieron venir. Y Jesús concluye os digo que ninguno de aquellos invitados probará mi cena (Lc 14, 24)

No la probarán porque no quisieron entrar. El capítulo 15 contiene las parábolas de la oveja, la dracma y el hijo perdidos y encontrados. Común a las tres es la fiesta y la alegría conveniente por el hallazgo. El capítulo acaba con las palabras del Padre: convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado (Lc 15, 32). El hermano mayor no quería entrar.El capítulo 16 habla de aquel hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas, y de aquel pobre, de nombre Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, no podía participar ni de las migajas del banquete. Cuando ambos llegan a la otra vida, el rico pide un mensaje de advertencia para sus hermanos: padre Abraham, si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán. Le contestó: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite (Lc. 16, 30-31). Algunos estudiosos consideran que este pasaje no es una parábola porque Jesús no utiliza nombres propios en las parábolas sino la ilustración de un hecho histórico. Hubo un muerto, que resucitó; se llamaba Lázaro y era amigo de Jesús. Aquella resurrección no convirtió a los fariseos; sólo provocó su endurecimiento y que desde ese día decidieran darle muerte (Jn 11, 53). También la vuelta del hermano tuyo que estaba muerto y ha vuelto a la vida fue ocasión del endurecimiento del hijo mayor.Más adelante, después de la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc. 18), el evangelio narra la conversión de aquel publicano pecador de nombre Zaqueo y la satisfacción de Jesús porque también éste es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 9-10).Así pues, Jesús en la parábola del hijo pródigo pone en escena también al hermano mayor que rechaza su puesto en el banquete. Éste reprocha al hermano más joven sus descarríos y al padre la acogida dispensada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio y trabajador, fiel al padre y a la casa, nunca se le ha permitido dice celebrar una fiesta con los amigos. Señal de que no ha entendido la bondad del padre. Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgoiv.El sacerdote observante y de prácticas pías, si no convierte su corazón, con el pasar de los años corre el riesgo de convertirse en un impío, inmisericorde como el hermano mayor. La prudencia de la serpiente enseña al hermano menor que cubra su cabeza para no ser herido mortalmente por los ataques del enemigo; al hermano mayor enseña un camino de conversión y de renovada juventud. La prudencia de la serpiente comenta santo Tomás de Aquino consiste en que, cuando se hace vieja y su piel pierde el brillo, se endurece y agrieta, busca la angostura de dos piedras, y atravesándo entre ellas y pierde la vieja piel. Angosta es la senda de la perfección y de la conversión, y sólo desnudos y desembarazados se puede ir por ella.

3. La conversión del maduro duro

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En ocasiones Dios mismo lleva la sacerdote adulto a la angostura para liberarse allí, como la serpiente, de las corazas que han endurecido el corazón. Carlo Carreto llama a este fenómeno espiritual la crisis del demonio meridianov, y Anselm Grün, la crisis de los 40-50 años. La referencia a los años es relativa; cada uno tiene su historia personal y cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos, bien por motivos más estrictamente personales.La crisis es la compañera de nuestro paso por el tiempo: Se habla de la crisis de los treinta años, de la difícil decena de los cuarenta. La verdad es que, si bien hay periodos críticos, la crisis es la compañera de nuestro paso por el tiempo. Siempre he comprendido que este combate interior es una prueba dolorosa, y sólo Dios sabe hasta qué punto!, pero los frutos de estas duras estaciones dependen de nosotros mismos, del esfuerzo y la vigilancia que pongamos en nuestra fidelidadvi. La crisis es un instrumento providencial en las manos de Dios, una lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la Cruz. La crisis de la mitad de la vida Dios, como toda las saludables, es un crisis de crecimiento. Siempre sorprende; desordena todo en el interior del hombre para reordenarlo y ponerlo en su lugar. Dios obra a través de las experiencias que la vida misma trae consigo, y de los sufrimientos de que nos cree capaces. La mitad de la vida es la etapa para dejarse vaciar y desnudar por Dios y ser vestidos de nuevo, por él, con su gracia. Y para ser desnudados, necesitamos ser apretados; Dios mismo conduce a la crisis. Los dos hermanos de la parábola del hijo pródigo sintieron la apretura en la casa del Padre, y ninguno de los dos aprovechó esa gracia. El hombre suele reaccionar mal ante la crisis; sus respuestas incorrectas son, según Anselm Grun, de dos tipos:

1º La huida la reacción del hijo menor: puede presentar tres formas diversas:a) emprender reformas exteriores: en vez de mirar a su corazón focaliza el problema en las estructuras e instituciones y las quiere cambiar: Proyecta el descontento de sí mismo hacia afuera y obstruye con reformas exteriores la entrada en el fondo del alma; b) aferrarse a lo exterior, con un activismo desenfrenadovii o con la práctica formalista de los ejercicios religiosos, de modo que elude la confrontación interior; c) la búsqueda afanosa de nuevas formas de vida: el desasosiego interior arrastra a las almas de esta a aquella práctica religiosa, y a la de más alla: para su crisis interior esperan una solución de las formas externas. Echan por la borda las formas tradicionales recibidas y buscan otras nuevas [...] Quieren constantemente probar nuevos métodos de meditaciónviii.

2º La inhibición reacción parecida a la del hermano mayor consiste en refugiarse en la actual manera de vivir, para lo cual el hombre se atrinchera en grandes fundamentos inamovibles y así ocultar la angustia interior. Se tiene cuidado escrupuloso del mantenimiento de los deberes religiosos. Sin embargo, no se avanza interiormente. Más bien, hay endurecimiento, falta de amor, quejas de los demás, juicios sobre su flojedad moral o religiosa. Nace el sentimiento de que se es un piadoso cristianoix. El corazón es estrecho, pequeño, se autojustifica. La religiosidad se vuelve en un

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obstáculo para encontrar a Dios. La observancia de los deberes de la casa, sirve al hijo mayor para encararse con su Padre. Este tipo de hombre se atrinchera en sus actos piadosos en lugar de ser piadoso. Puede incluso creer que posee a Dios y que mora en su casa porque cumple determinados ejercicios religiosos. En el fondo, como Adán, tiene miedo de Dios, de que pueda desnudarlo, de que pueda romper o derrumbar el edificio de seguridades y autojustificaciones construidos y quedar desnudo a cuerpo limpio ante el Dios vivo. Este hombre religioso no ha comprendido que el hombre de Dios es mucho más que un hombre de prácticas religiosas. Las formas externas, las prácticas de piedad, son buenas, necesarias, pero son sólo medios. Si se convierten en ídolos o en muros, han aniquilado el alma, la han acorazado. Precisamente Dios lleva el alma a la angostura porque quiere liberarla de estas corazas.

Anselm Grüm propone dos medios principales para responder bien a la crisis de la mitad de la vida: 1 Conocerse a sí mismo; no tener miedo a desnudar el espíritu delante de la propia conciencia y de Dios. Es costoso y doloroso porque descubre implacablemente lo que en el interior hay escindido de oscuridad y maldad, cobardía y falsedad. Por eso se le rehúyex. Nos podemos comportar con nosotros mismos como esas personas que, quizás, nos buscan pidiendo dirección espiritual, pero que son inaccesibles. Ya podemos indicarles las faltas que no las oyen. Ya podemos con benevolencia hacerles observaciones sobre su conducta que las rechazan. Todo es inútil. No tienen ni barrunto de su propia situaciónxi. Taulero decía que tienen testuz de toro, que están acorazados con 30 o 40 pieles gruesas y macizas como las de los osos; su interior es impenetrable, no entra ni Dios ni ellos mismos. No aprenden de las experiencias positivas ni de las negativas. Están petrificados. Todo los conduce a reafirmarse y a endurecerse. Ciegos a sus propias faltas, tienen mirada sagaz para las ajenas. Proyectan sus debilidades en los otros y no pueden reconocer las propias. No podrán hacer bien un solo examen de conciencia ni discernir los caminos del Señor mientras no estén dispuestos a abrir las ventanas, a abandonar las vanas seguridades, a dejar que la luz del Espíritu Santo ilumine y conmueva el edificio y pase a demoler la autosatisfacción y la autojustificación, del yo hago, yo cumplo, yo pago....2 . La abnegación como capacidad de entrega personal de la propia voluntad a la voluntad de Dios y disponibilidad para el sufrimiento; como aceptación serena de la apretura, de la fatiga y de la estrechez del camino, de la propia pobreza y de la efectiva voluntad de Dios. El fruto de esta abnegación es la liberación y la juventud interior que se alcanza al despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo..., como la serpiente, que suele elegir la estrechura entre las piedras para deponer el hombre viejoxii.

Dios, siempre fiel a su paternidadEl hijo menor puede irse de casa y el mayor no querer entrar, pero el Padre permanece siempre fiel a su paternidad, porque los dones de Dios son sin arrepentimiento y usa con todos de misericordia (Cfr. Rom 11, 29-33). El Padre permite la tentación del hijo, incluso quiere que sea probado Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si verdaderamente amáis a Yahveh vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma (Deut., 13, 4) pero no tienta a nadie al mal:

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Ninguno, cuando sea probado, diga: Es Dios quien me prueba; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte. (Sant. 1, 12-15).El Padre, cuando deja ir al hijo menor, no traiciona su paternidad, ni queda indiferente. A Dios le pesa su lejanía y abatimiento, porque desea el bien de su hijo, y no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez. 33, 11). Dios reprueba el mal, que causa el sufrimento a sus hijos cuando los separa del Él. Esta reprobación del mal es tal que la Escritura, con lenguaje antropomórfico, dice que Dios se arrepiente. Dios, que había visto al momento de la creación que todo lo que había hecho era bueno, al tomar constancia de las maldades que el hombre hizo en su historia de pecado, antes del diluvio universal dijo: me pesa harberlos hecho (Gén 6, 7).

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El pesar, la reprobación y el dolor del corazón divino cuya expresión culmen se nos hizo visible en la Cruz del Hijo son salvíficos; y también lo son el dolor del arrepentimiento y la fatiga del corazón humanos: Por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la metanoia evangélica. La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta metanoia o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrirxiii.

Dios no es indiferente al sufrimiento del hombre que se aleja de él. El es siempre Padre. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijoxiv. Eso el hijo lo sabe, al resolverse a volver sabe que nada puede destruir la paternidad de su padre y su consiguiente condición y dignidad de hijo. Por eso pudo recapacitar y ver con claridad la dignidad perdida y valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padrexv.

La fidelidad de Dios a su paternidad, y su misericordia, lograron que aquel hijo menor expresara lo más noble que Dios había sembrado en su corazón: la condición de hijo. La verdadera misericordia cristiana es más que compasión. El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas del mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misiónxvi.La misericordia y la fidelidad del Padre hacen posible la conversión. El sacerdote es llamado a participar de esta paternidad de Dios. Su misericordia, como la del Padre, promueve la conversión de sus hermanos. La misericordia del sacerdote es fruto de esa conversión de corazón que le hace vivir, como buen hijo mayor, en la casa del Padre y con el corazón del Padre. Convertirse para convertir

Lectura del evangelio: “Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven de ellos al padre: Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Les dividió la hacienda, y pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente. Después de haberlo gastado todo sobrevino una fuerte hambre en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquella tierra, que le mandó a sus campos a apacentar puercos. Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, viole el padre, y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Díjole el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadlo y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el becerro cebado, porque le ha recobrado sano. Él se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó. Él respondió y dijo a su padre: Hace tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus

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mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado. Él le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque éste tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado” (Lucas 15, 11-32).

La parábola tiene tres protagonistas: El Padre, el hijo menor y el hijo mayor.

1. El PadreEn sus composiciones poéticas santa Teresa del Niño Jesús desveló los sentimientos más íntimos. En la poesía, El cielo que es mío, escrita el 7 de junio de 1896, cuando ya se habían manifestado los primeros síntomas de su grave enfermedad y había entrado ya en la terrible prueba interior, en el túnel de la noche, decía: «Mi cielo está en sentir dentro de mí la semejanza con el Dios que me creó con su soplo poderoso; mi cielo está en estar siempre delante de Él, está en llamarlo Padre, en ser criatura suya; entre los brazos divinos no temo la tempestad, y mi única ley es el abandono total. Descansar en su Corazón, bajo su santa Faz, ¡esto es mi cielo!». El don de piedad es este cariño y ternura para con el Padre, es el gusto íntimo del que llama a Dios «Padre». La piedad, por tanto, está en la base de toda devoción auténtica, de toda espiritualidad, de toda oración cristiana. Bajo la influencia del don de piedad, invade al alma en sus relaciones con Dios un sentimiento de cariño afectuoso y simple: es la ternura, la conmoción del niño abrazado a su padre. El don de piedad nos hace capaces del cariño propio de un niño, nos hace experimentar la «filialidad». Y es un don, no sólo porque se apoya en una verdad de fe, sino también porque el Espíritu Santo pone en nosotros el grito: «¡Abba!», tanto en los días serenos como en los días dolorosos y difíciles, en los días del sufrimiento y de la enfermedad. La figura central en la parábola que llamamos del hijo pródigo es inequívocamente el padre. «Un hombre tenía dos hijos». El hecho de que tuviera hijos, y tales hijos, se convierte en ocasión para caracterizar su paternidad (Lc 15,11-32).

a. La primera es la humildad: el protagonista central del relato se revela, ante todo, como un padre humilde. Él no opone resistencia frente a la elección del hijo que decide trazar su propia vida haciéndose independiente de él, incluso en contra de él. Podría haberse opuesto con el apoyo de la Torá, que concede al padre incluso el poder de hacer que lapiden a un hijo rebelde: «Si un hombre tuviera -dice el libro del Deuteronomio 21, 18-21- un hijo testarudo y rebelde que no obedece a la voz de su padre ni a la de su madre y aunque le hayan castigado no les hace caso, su padre y su madre lo tomarán y lo llevarán ante los ancianos de la ciudad, a la puerta del lugar donde viva, y dirán a los ancianos de la ciudad: Este hijo nuestro es un testarudo y un rebelde; no quiere obedecer a nuestra voz; es un desenfrenado y un borracho. Entonces, todos los hombres de la ciudad lo lapidarán y él morirá. De esa forma arrancarás de ti el mal y todo Israel lo sabrá y tendrá miedo». El padre de la parábola no actúa de esa forma: deja que el hijo se vaya. Se ajusta a su decisión, con infinita humildad. La humildad es por tanto la primera característica del Dios que Jesús anun-ciaba. No en vano, el único que puede ser verdaderamente humilde, el único que puede abajarse hasta el «humus» es Dios. Sólo él puede hacerse pequeño, a fin de dejar un espacio para la existencia de los otros, pues él solo ocupa todo el espacio de la realidad. La humildad de Dios supone que él debe retraerse para que nosotros existamos. Para indicar esta condescendencia paradójica divina, la mística hebrea empleaba la expresión zim-zum, con la que se alude al gesto del Dios que se contrae, dejando así un lugar para la existencia de las criaturas. Es como si Dios se auto-limitara, con el fin de que nosotros podamos existir

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en libertad. El Dios que todo lo puede no puede salvarnos en contra de nuestra voluntad. Por eso, como decía Tauler, «la virtud que se esconde en la hondura suprema de Dios es la humildad», pues sólo Dios deja originalmente espacio para el otro, en el respeto profundo del amor creador. Y san Francisco de Asís, en las Alabanzas al Dios Altísimo, no duda en dirigirse al Eterno con la exclamación: «¡Tú eres la humildad!». Este Dios humilde, que se limita a sí mismo para que la criatura exista en libertad, es el mismo padre que se asoma a la ventana para esperar el retomo del hijo. Así lo muestra el versículo 20: «Cuando se hallaba aún lejano, el padre lo vio y, conmovido, salió a su encuentro». El padre escrutaba desde hace mucho tiempo el horizonte, esperando el retorno deseado. Este comporta miento, que la parábola deja entrever con discreción y pudor, po dría llamarse esperanza de Dios. En realidad, el otro nombre de la humildad es la esperanza: si la humildad significa hacer espacio para la existencia del otro, la esperanza implica proyectarse hacia el otro, con el deseo de que ese otro exista, en respuesta libre y gratuita de amor. El Dios cristiano es el Dios de la esperanza, no sólo en el sentido de que es el Dios de la promesa y por tanto el fundamento y garantía de la esperanza del hombre, sino también en el sentido de que es un Dios que sabe aguardar en su deseo y hacer fiesta ante el retorno de su criatura. Lo que nos permite hablar de la esperanza y la humildad de Dios es la actitud que empuja al padre conmovido, con entrañas maternas, a correr al encuentro del hijo que vuelve, y significa que Dios ama con el amor entrañable de una madre, no como respuesta al mérito de su criatura, sino simplemente porque su criatura existe: “Cuando se yerra, se yerra a dúo. La falta del hombre, hace errar a Dios mismos. El que ama se hace dependiente del amado. Cuando el buen pastor se va en busca de la oveja perdida, se puede decir que para encontrarla se dejar guiar por ella y por sus enrancias” (Charles Peguy, Pleide, Prose II).

b. La segunda característica del Dios de Jesús aparece en aque llo que hace el padre cuando llega el hijo: se alegra. Cada uno de sus gestos son expresión evidente de su alegría: el vestido nuevo, las sandalias, el anillo, el ternero cebado; todo habla de una fiesta excepcional. Esta es la fiesta que se celebra en el cielo por un solo pecador que se convierte, más que por los noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión. Esta es la alegría de Dios. Un Dios que sabe estar contento, aunque primero ha sufrido. Si en Dios existe una alegría nueva, es que antes ha habido un misterio de sufrimiento que se funda en la compasión, en el amor entrañable del Padre. Hay un elemento común que une entre sí las tres parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo narradas una tras otra en el capítulo 15 de Lucas. ¿Qué dice el pastor que ha encontrado la oveja perdida y la mujer que ha encontrado su dracma? «¡Alegraos conmigo!». ¿Y qué dice Jesús como conclusión de cada una de las tres parábolas? «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión». Escucha la frase del culpable, aprendida de memoria, pero no entra en ella, sino que ordena inmediatamente el atavío del hijo y la gran fiesta por su regreso. Es asombroso que el narrador no dedique ni una palabra a presentar el estado de ánimo del así recibido, después de haber descrito tan gráficamente su peripecia en tierra extraña. El hijo queda simplemente cubierto por el manto del amor paterno que lo tapa, desaparece en la fiesta común, en la «música y las danzash» (15,25), en la alegría dispuesta por el padre y que mueve a todos, que es como el fluir de su propia alegría desbordante. No está prohibido imaginarse cómo afecta esta acogida al corazón del «perdido y hallado"; pero, si se convierte en el tema, se ha de hacer únicamente como una consecuencia del amor absolutamente inmerecido del padre, en el que todo cálculo debe desaparecer. El leitmotiv de las tres parábolas es por lo tanto la alegría de Dios. (Hay alegría «ante los ángeles de Dios» es una forma hebraica de decir que hay alegría «en Dios»). En nuestra parábola, la alegría se desborda y se convierte en fiesta.

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Aquel padre no cabe en sí y no sabe qué inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el ternero cebado, y dice a todos: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado». En una novela suya, Dostoiewski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de aquel gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón» (L'Idiota , Milano 1983, p. 272).

c. La tercera característica del padre de la parábola es el amor. En Oseas (11, 1-9) se habla de la elección de Israel y de su traición: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; sacrificaban a los Baales, e incensaban a los ídolos» (11,2). Dios ve también cómo este pueblo es destruido, cómo la espada hace estragos en sus ciudades (cf. 11, 6). Y entonces el profeta describe bien lo que sucede en nuestra parábola: «¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti.» (11, 8ss). Puesto que Dios es Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo: aquí encontramos de nuevo, tanto en el profeta como en el Evangelio, la palabra sobre la «compasión» expresada con la imagen del seno materno. El corazón de Dios transforma la ira y cambia el castigo por el perdón. Dios ama como sólo una madre sabe amar, con un amor que irradia ternura y gratuidad, un amor que es más fiel que toda posible infidelidad del hombre. Como afirmaba san Bernardo, «Dios no nos ama porque seamos buenos y hermosos, sino que nos hace buenos y hermosos porque nos ama». “La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor; que en el Nuevo Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia la miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y “revalorizado”. El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido “hallado de nuevo” y por “haber resucitado”. Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo” (Juan Pablo II, Dives in misericordia, capítulo IV, 6c). Este padre corre al encuentro del hijo. Según la mentalidad semítica, un comportamiento como ese resultaba por lo menos escandaloso, porque el padre debía mostrar siempre una actitud solemne, hierática. Era el hijo el que debía presentarse y postrarse ante él. No podía concebirse lo contrario, que el padre fuese hacia el hijo, más aún, como aquí se dice, que corriese al encuentro del hijo y le echase los brazos al cuello. La parábola nos presenta un padre que no tiene miedo de perder su propia dignidad y que incluso parece ponerla en peligro. La autoridad de este padre no está en la distancia que él mantiene, sino en el amor irradiante que expresa, la valentía del amor de Dios: valentía para romper las seguridades aparentes y vivir la única seguridad verdadera, aquella del amor que es más fuerte que el no-amor y que consiste en caminar hacia el otro, superando las distancias protectoras que nuestra incapacidad de amar eleva demasiado a menudo en torno a nosotros. El padre ve al hijo cuando todavía estaba lejos y le sale a su encuentro. Escucha su confesión y reconoce en ella el camino interior que ha recorrido, ve que ha encontrado el camino hacia la verdadera libertad. Así, ni siquiera le deja terminar, lo abraza y lo besa, y manda preparar un gran banquete. Reina la alegría porque el

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hijo «que estaba muerto» cuando se marchó de la casa paterna con su fortuna, ahora ha vuelto a la vida, ha revivido; «estaba perdido y lo hemos encontrado» (15, 32).

2. El hijo se marcha «a un país lejano». Los Padres han visto aquí sobre todo el alejamiento interior del mundo del padre -del mundo de Dios-, la ruptura interna de la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y de lo que es auténtico. El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una «vida en plenitud». No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo. ¿Acaso nos es difícil ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y contra la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el fundamento básico, así como la búsqueda de una libertad sin límites? La palabra griega usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», se desperdicia a sí mismo. Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo que ellos comían. Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en un esclavo miserable. Al llegar a este punto se produce la «vuelta atrás». El hijo pródigo se da cuenta de que está perdido. Comprende que en su casa era un hombre libre y que los esclavos de su padre son más libres que él, que había creído ser absolutamente libre. «Entonces recapacitó», dice el Evangelio (15, 17): viviendo lejos de casa, de sus orígenes, dicen, este hombre se había alejado también de sí mismo, vivía alejado de la verdad de su existencia. Su retorno, su «conversión», consiste en que reconoce todo esto, que se ve a sí mismo alienado; se da cuenta de que se ha ido realmente «a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en sí mismo encuentra la indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera libertad de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende. Son la expresión de una existencia en camino que ahora -a través de todos los desiertos- vuelve «a casa», a sí mismo y al padre. Camina hacia la verdad de su existencia y, por tanto, «a casa». Con esta interpretación «existencial» del regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo que es la «conversión», el sufrimiento y la purificación interna que implica, y podemos decir tranquilamente que, con ello, han entendido correctamente la esencia de la parábola y nos ayudan a reconocer su actualidad.

El hijo perdido se convierte para los santos Padres, en la imagen del hombre, el «Adán» que todos somos, ese Adán al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo en su casa. En la parábola, el padre encarga a los criados que traigan enseguida «el mejor traje». Para los Padres, ese «mejor traje» es una alusión al vestido de la gracia, que tenía originalmente el hombre y que después perdió con el pecado. Ahora, este «mejor traje» se le da de nuevo, es el vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven una imagen de la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al regresar a casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta. El proceso constante de la conversión.

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a. La primera etapa, el comienzo de la conversión, se encuen tra allí donde uno percibe su exilio interior, cuando uno advierte que se encuentra mal. Esta primera condición nos muestra que normalmente la conversión empieza con un resorte egoísta: uno se encuentra mal y quisiera estar mejor. Resulta importantísimo el verso 17: «Entonces entró en si mismo y dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo, en cambio (=de)...». Ese «en cambio» (de) adversativo del texto griego tiene mucha fuerza: el joven experimenta la miseria de su condición, incluso con respecto a los subalternos de su casa. Por tanto, el primer momento del retomo a casa, del retorno a Dios, viene dado por la percepción del exilio exterior, por la conciencia de la alienación a la que se ha llegado, por el reconocimiento de la propia miseria.

b. El segundo momento del retorno del joven está marcado por el recuerdo de la casa paterna, por el contraste entre el hambre que él experimenta y el pan en abundancia que se concede a los jorna leros, a aquellos que no son hijos. La percepción del exilio exterior se vincula al recuerdo de la patria, al recuerdo de una casa donde hay pan en abundancia, incluso para los asalariados. El recuerdo de nuestra alma pura. El alma pura está junto a Dios como un niño en brazos de su madre; la acaricia, la abraza, y su madre le devuelve sus caricias y sus abrazos.

c. Entre la propia miseria y el recuerdo de una abundancia que se ha perdido viene perfilándose así el tercer momento del itinera rio de la conversión: la percepción del exilio interior. No basta percibir el exilio exterior; es necesario darse cuenta de que la raíz profunda del mal es la separación de Dios. «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; no soy ya digno de llamarme hijo tuyo». Aquí se expresa la separación respecto de Aquel que nos ama inmensamente. Aquí aparecemos queriendo gestionar la propia vida, haciéndonos ricos de nosotros mismos, pero pobres de Dios y, por tanto, al final, pobres de nosotros mismos. Esto significa recordar que hemos perdido la patria por nuestra propia culpa.

d. Y ahora viene el cuarto momento: la percepción del exilio interior se expresa en un «no» al pasado y un «sí» al futuro de Dios para nosotros, porque volvemos a pensar en la patria del amor, por que recordamos que en la casa del padre hay pan en abundancia, porque el padre es bueno. Sin este cuarto momento, la conversión no podría producir sus frutos. Tras haber percibido el exilio exterior, tras haber recordado la patria y haber advertido el dolor del exilio interior, resulta necesario alcanzar la esperanza y creer que es posible una vida nueva. Recordando la patria del amor, es necesario decir un «sí» al futuro, con la certeza de que el Padre podrá hacer que volvamos a empezar desde el mismo principio, de un modo nuevo, que para nosotros resultaba impensable.

e. Así llega, en fin, la quinta y última etapa: caminar efectiva mente hacia el Padre. Todo aquello que hemos dicho en las cuatro etapas precedentes debe traducirse en un gesto concreto, en un caminar hacia la casa de Dios. Este es el gesto que expresa visiblemente, en un movimiento también exterior, la transformación del corazón: «Me levantaré e iré junto a mi padre». Esta es la decisión, sin la cual, la conversión no sería más que un deseo piadoso y no se traduciría en la vida nueva que cambia el destino de una existencia. Teniendo eso en cuenta, nunca se insistirá lo suficiente en la importancia que tiene el recurrir con frecuencia y fidelidad al sacramento del perdón, donde el mismo encuentro con el ministro de la reconciliación tiene ya el sentido de un retorno a Dios y de un ser acogido en la misericordia del Padre. Desde la riqueza, el joven ha llegado a la pobreza: aquí se encuentra el camino de su liberación. Este es el camino que va del estar aparentemente libre del Padre para vivir por

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sí, de las propias riquezas, al estar libre de sí para vivir para el Padre, en apertura total e incondicionada hacia Dios, en la pobreza del corazón y de la vida.

3. Está, en fin, el otro hijo, el tercer y último personaje de la pa rábola, el hijo mayor, que ha permanecido siempre en casa, en una situación de cercanía física respecto del padre: este es alguien que no ha salido jamás «de los atrios de la casa del Señor». Regresa a casa tras el trabajo en el campo, oye la fiesta en la casa, se entera del motivo y se enoja. Simplemente, no considera justo que a ese haragán, que ha malgastado con prostitutas toda su fortuna -el patrimonio del padre-, se le obsequie con una fiesta espléndida sin pasar antes por una prueba, sin un tiempo de penitencia. Esto se contrapone a su idea de la justicia: una vida de trabajo como la suya parece insignificante frente al sucio pasado del otro. La amargura lo invade: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos» (15,29). El padre trata también de complacerle y le habla con benevolencia. El hermano mayor no sabe de los avatares y andaduras más recónditos del otro, del camino que le llevó tan lejos, de su caída y de su reencuentro consigo mismo. Sólo ve la injusticia. Y ahí se demuestra que él, en silencio, también había soñado con una libertad sin límites, que había un rescoldo interior de amargura en su obediencia, y que no conoce la gracia que supone estar en casa, la auténtica libertad que tiene como hijo. «Hijo, tú estás siempre conmigo —le dice el padre—, y todo lo mío es tuyo» (15, 31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas palabras con las que Jesús describe su relación con el Padre en la oración sacerdotal: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10).

Pues bien, el comportamiento del hijo mayor nos hace comprender que la cercanía exterior no significa necesariamente cercanía o vecindad de corazón. Se puede vivir toda la vida en la casa de Dios y no amar a Dios... No basta con hallarse protegidos por los muros de la ca-sa del Señor. Lo que verdaderamente importa es la cercanía del corazón, el hallarse internamente enamorados de Dios. ¿Qué pasa, pues, con el hijo mayor? También él vive su drama. Cuando vuelve del trabajo a casa y escucha la música comienza a dudar: se informa, se irrita, decide no entrar en la casa. En resumen, este hijo no perdona al padre por haber perdonado a su hermano. Aquí estamos de nuevo ante el mismo pecado del hijo más joven. También el hijo mayor quiere gestionar por sí mismo la vida, quiere hacerse árbitro y juez del bien y el mal, ni más ni menos que el pródigo. Incluso habiendo permanecido junto al padre, uno puede hallarse totalmente alejado de él por la forma de juzgar la vida y el corazón de los otros. ¿Y el padre? ¿Cómo reacciona el protagonista central del relato de Jesús? Sale de casa para convencer al hermano mayor, va donde él, como a pedirle perdón por su amor hacia el hermano pequeño. El hijo mayor dice cosas justas y, sin embargo, situándose ante su comportamiento judicialista, el padre le invita a una conversión, a salir de la lógica del mérito y provecho para entrar en la lógica del amor: «Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba pedido y ha sido encontrado: por eso, era preciso hacer fiesta». El padre invita al hijo mayor para que se convierta, también él, a la pobreza, pasando de la riqueza del que presume juzgar todo y a todos, a la pobreza del que se deja guiar por Dios y juzgar desde Dios. El hijo mayor nos hace comprender la importancia que tiene el que exista Alguien que nos diga la verdad sobre nosotros mismos. Quien pierde el sentido y belleza del Dios como juez significa que no se tiene capacidad para reconocer la necesidad de Alguien que pueda decirte, como solo Dios puede hacerlo, quién eres tú verdaderamente. Todos tenemos necesidad de que nos hagan saber quiénes somos de verdad: y esto sólo logra hacerlo el juicio de Dios, no el juicio de un hombre.

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El hijo mayor es aquel que no tiene necesidad del Dios juez, porque él juzga por sí mismo: se ha puesto en el lugar de Dios. Pues bien, es aquí donde emerge la voz del Padre, invitándonos a entrar en la lógica de la gratuidad, para que no juzguemos según las medidas de la razón y anti-razón, para que dejemos que todo dependa de un amor más grande...

La parábola se interrumpe aquí; nada nos dice de la reacción del hermano mayor. Tampoco podría hacerlo, pues en este punto la parábola pasa directamente a la situación real que tiene ante sus ojos: con estas palabras del padre, Jesús habla al corazón de los fariseos y de los letrados que murmuraban y se indignaban de su bondad con los pecadores (cf. 15, 2). Ahora se ve totalmente claro que Jesús identifica su bondad hacia los pecadores con la bondad del padre de la parábola, y que todas las palabras que se ponen en boca del padre las dice El mismo a las personas piadosas. La parábola no narra algo remoto, sino lo que ocurre aquí y ahora a través de El. Trata de conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y participar en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de reconciliación. Estas palabras permanecen en el Evangelio como una invitación implorante. Pablo recoge esta invitación cuando escribe: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co5, 20).

San Leopoldo Mandic, (1866-1942) fraile capuchino, fue llamado a encarnar, en la primera mitad del siglo XX, la parábola del Padre misericordioso que espera al «hijo pródigo». Cuanto más pasaban los años, más se expresaba en él toda la paternidad, en el rostro venerable, en la larga barba, y en la ilimitada acogida; allí, en el secreto de su celda-confesionario donde, durante de diez a quince horas al día, alrededor de treinta años, escuchó y perdonó a los pecadores en nombre de Dios. De paterno, sin embargo, se le había dado el rostro y el corazón, por lo demás era un hombre insignificante: un metro y treinta y cinco centímetros de altura, cojo por la artritis que le deformaba los pies, enfermo, y con un penoso defecto de pronunciación que le impedía predicar y lo ponía siempre en un compromiso. Él mismo confesaba con gran humildad: «Soy verdaderamente nada, incluso ridículo». A algún hermano, más cruel que ocurrente, lo llamaba «el compendio del hombre».

El padre Leopoldo sonreía, era manso, aunque de temperamento orgulloso e impulsivo, como corresponde a un hombre de raza croata y de noble familia, aunque venida a menos. Para pedir perdón por algún raro arrebato, repetía las palabras de san Jerónimo cuando se excusaba ante Dios de su impetuosidad: «¡Perdóname, Señor, porque soy un dálmata!» Pero, al verlo tan pequeño, parecía ridículo incluso en esa situación.

Cuando la ciudad de Padua no había aprendido todavía a venerarlo como padre, sucedió que los universitarios, que holgazaneaban en el café Pedrocchi, se mofaron de él y lo maltrataron. A veces incluso los niños se reían de él por la calle. Sin embargo, después toda la ciudadanía «se convirtió», «se volcó» literalmente en él, hacia aquella pequeña celda donde cada día ocurría el milagro de la divina Misericordia.

Pero el Padre Leopoldo no era dulce de la manera que podemos imaginar. Durante sus funerales un hombre contó a todos la historia de su conversión. Había entrado en aquella celda, sin un verdadero arrepentimiento y dolor, y se había obstinado en defender sus muchos pecados, con sutiles razonamientos. El padre Leopoldo, ante la sutil soberbia de ese hombre, se había puesto en pie, pequeño pero terrible, y había exclamado: «¡Váyase! ¡Váyase! ¡Usted se pone del lado de los maldecidos por Dios!» Aquel pobre hombre casi se desmayada de miedo y se había postrado en tierra llorando. Entonces el padre lo había

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levantado y abrazado: «¡Veis -le dijo-, ahora sois de nuevo mi hermano!» Un fracaso, ante cuyo recuerdo el padre Leopoldo lloraba, le aconteció con un noble habitante de Treviso. Los parientes habían mandado un coche a recogerlo, pero después, llegado el padre a palacio, pretendían que bendijera al moribundo desde detrás de la puerta, furtivamente. «No hagamos comedia -:Dijo él-, con Dios no se bromea. Ustedes son responsables de su pobre alma». No era dulce cuando se quería excusar el mal, minimizarlo, pero lo era infinitamente, cuando se reconocía el mal con humildad. «La misericordia de Dios -decía- es superior a toda expectativa. Si una cosa me disgusta es haber negado, alguna rara vez, la absolución». Le había ocurrido dos o tres veces, durante los primeros años de ministerio, pero decía que había sido a causa de su inexperiencia.

«Una vez, cuenta un testigo, mientras me acercaba a la confesión, antes de empezar, no-tando en el padre Leopoldo cierta turbación, sin que le preguntase la razón me dijo: "Dicen que soy demasiado bueno: pero si alguno viene a arrodillarse ante mí, ¿no es ésta una prueba suficiente de que quiere el perdón de Dios?"» «¡Observad -decía otras veces-, que Él nos ha dado ejemplo! No hemos sido nosotros los que hemos muerto por las almas, sino que Él ha derramado su sangre divina. Debemos tratar las almas como nos ha enseñado Él, con su ejemplo». En otra ocasión explicó: «Si el Crucifijo me tuviese que reprochar ser de "man-ga ancha" le respondería: ¡este mal ejemplo, Bendito Padre, me lo habéis dado vos! «Yo todavía no he llegado a la locura de morir por las almas!»

Permanecía encerrado en el confesionario horas y horas como las ostras en los peñascos. «Padre -le preguntaba algún penitente-, ¿qué hacéis para confesar durante tanto tiempo?» «Tened en cuenta -respondía- que es mi vida». No conocían su juramento, pero se daban cuenta de la «absoluta diligencia, en cada momento», de la que había hecho promesa con voto. Si lo volvían a llamar un instante después de haber salido, acudía inmediatamente: «¡Aquí estoy, Señor, aquí estoy!», como si se excusase; y no se llegaba nunca a vislumbrar en él, el mínimo gesto de disgusto.

El amor de Dios es lo más cierto y lo más seguro: existió desde siempre, estaba antes que tú nacieras. Una vez que es encontrado, se llega incluso a tener la sensación de haber perdido inútilmente el tiempo, entretenidos y angustiados por muchas cosas por las que no merecían la pena haber luchado y vivido. San Agustín externa su convencimiento de el Amor de Dios se presenta como algo muy sólido (la roca de que se nos habla en el Evangelio), y a la vez como algo siempre nuevo, capaz de ser fresco y bello en cada instante, sin que nunca se acabe.

“Te alabamos, Padre santo, porque eres grande y porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación. Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo” (Plegaria Eucarística IV).

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QUINTA MEDITACIÓN:

LOS PRESBÍTEROS, DISCÍPULOS MISIONEROS DE JESÚS BUEN PASTOR

“En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el portero y las ovejas escuchan su voz y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando han sacado a todas las suyas va por delante de ellas y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños. Jesús les dijo entonces esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba. Entonces Jesús les dijo de nuevo: En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí, son ladrones y salteadores; pero las ovejas no le escucharon. Yo soy la puerta, si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón viene no viene más que para robar, matar y hacer estragos. Yo he venido para que tenga vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa de ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil: también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido del Padre” (Jn 10, 1-18).

Petición: “El presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades. La caridad pastoral, fuente de la espiritualidad sacerdotal, anima y unifica su vida y ministerio. Consciente de sus limitaciones, valora la Pastoral Orgánica y se inserta con gusto en su presbiterio” (Aparecida, 198).

Esta imagen, de Dios como Pastor, ha marcado profundamente la piedad de Israel y, sobre todo en los tiempos de calamidad, se ha convertido en un mensaje de consuelo y confianza. Esta piedad confiada tiene tal vez su expresión más bella en el Salmo 23: El Señor es mi pastor. «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo.» (v. 4). La imagen de Dios pastor se desarrolla más en los capítulos 34-37 de Ezequiel, cuya visión, recuperada con detalle en el presente, se retoma en las parábolas sobre los pastores de los sinópticos y en el sermón de Juan sobre el pastor, como profecía de la actuación de Jesús. Ante los pastores egoístas que Ezequiel encuentra en su tiempo y a los que recrimina, el profeta anuncia la promesa de que Dios mismo buscará a sus ovejas y cuidará de ellas. «Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a la tierra... Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré» (34, 13.15-16).

Ante las murmuraciones de los fariseos y de los escribas, porque Jesús compartía mesa con los pecadores, el Señor relata la parábola de las noventa y nueve ovejas que están

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en el redil, mientras una anda descarriada, y a la que el pastor sale a buscar, para después llevarla a hombros todo contento y devolverla al redil. Con esta parábola Jesús les dice a sus adversarios: ¿no habéis leído la palabra de Dios en Ezequiel? Yo sólo hago lo que Dios como verdadero pastor ha anunciado: buscaré las ovejas perdidas, traeré al redil a las descarriadas.

En un momento tardío de las profecías veterotestamentarias se produce un nuevo giro sorprendente y profundo en la representación de la imagen del pastor, que lleva directamente al misterio de Jesucristo. Mateo nos narra que Jesús, de camino hacia el monte de los Olivos después de la Ultima Cena, predice a sus discípulos que pronto iba a ocurrir lo que estaba anunciado en Zacarías 13, 7: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). En efecto, aparece aquí, en Zacarías, la visión de un pastor «que, según el designio de Dios, sufre la muerte, dando inicio al último gran cambio de rumbo de la historia».

Sorprendentemente, el discurso del pastor no comienza con la afirmación «Yo soy el buen pastor» sino con otra imagen: «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10, 7).Jesús había dicho antes: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (10, ls). Este paso tal vez se puede entender sólo en el sentido de que Jesús, tras su ascensión al Padre, da aquí la pauta para los pastores de su rebaño. Se comprueba que alguien es un buen pastor, cuando entra a través de Jesús, entendido como la puerta. De este modo, Jesús sigue siendo, en sustancia, el pastor: el rebaño le «pertenece» sólo a El. Cómo se realiza concretamente este entrar a través de Jesús como puerta nos lo muestra el apéndice del Evangelio en el capítulo 21, cuando se confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús. Tres veces dice el Señor a Pedro: «Apacienta mis corderos» (respectivamente «mis ovejas»: 21, 15-17). Pedro es designado claramente pastor de las ovejas de Jesús, investido del oficio pastoral propio de Jesús, sin embargo, para poder desempeñarlo debe entrar por la «puerta». A este entrar -o mejor dicho, ese dejarle entrar por la puerta (cf. 10, 3)- se refiere la pregunta repetida tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ahí está lo más personal de la llamada: se dirige a Simón por su nombre propio, «Simón», y se menciona su origen. Se le pregunta por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús. Así llega a las ovejas «a través de Jesús»; no las considera suyas -de Simón Pedro-, sino como el «rebaño» de Jesús. Puesto que llega a ellas, por la «puerta» que es Jesús, como llega unido a Jesús en el amor, las ovejas escuchan su voz, la voz de Jesús mismo; no siguen a Simón, sino a Jesús, por el cual y a través del cual llega a ellas, de forma que, en su guía, es Jesús mismo quien guía.

Amar, apacentar y seguir son los tres verbos con los que el evangelista Juan describe la esencia del pastoreo. El amor, es el lado interior, de todo.

Toda esta escena acaba con las palabras de Jesús a Pedro: «Sígueme» (21, 19). El episodio nos hace pensar en la escena que sigue a la primera confesión de Pedro, en la que éste había intentado apartar al Señor del camino de la cruz, a lo que el Señor respondió: «Detrás de mí», exhortando después a todos a cargar con la cruz y a «seguirlo» (ver Mc 8, 33s). También el discípulo que ahora precede a los otros como pastor debe «seguir» a Jesús. Ello comporta -como el Señor anuncia a Pedro tras confiarle el oficio pastoral- la aceptación de la cruz, la disposición a dar la propia vida. Precisamente así se hacen concretas las palabras: «Yo soy la puerta». De este modo Jesús mismo sigue siendo el pastor. Pedro fue pastor, y pastores fueron también los otros apóstoles, y son pastores todos

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los obispos y presbíteros. Os daré –dice la Escritura–pastores a mi gusto, pero, aunque los prelados de la Iglesia, que también son hijos, sean todos llamados pastores, sin embargo, el Señor dice en singular: Yo soy el buen Pastor; con ello quiere estimularlos a la caridad, insinuándoles que nadie puede ser buen pastor, si no llega a ser una sola cosa con Cristo por la caridad, y se convierte en miembro del verdadero pastor. El deber del buen pastor es la caridad; por eso dice: El buen pastor da la vida por las ovejas. El pastor va delante del rebaño. Solo si caminamos delante podremos apacentar a los demás, caminando hacia adelante, siguiendo Aquel que nos ha precedido. El seguimiento de Jesucristo significa que debemos y podemos recorrer un camino que es opuesto a la fuerza de gravedad de nuestro egoísmo.

Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo  soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1). Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":  se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia:  servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo. El único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida. Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: 

da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad.

Sólo en el segundo párrafo aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10, 11). Toda la carga histórica de la imagen del pastor se recoge aquí, purificada y llevada a su pleno significado. La figura del pastor se convirtió muy pronto en una imagen característica del cristianismo primitivo. Existía ya la figura bucólica del pastor que carga con la oveja y que, en la ajetreada sociedad urbana, representaba y era estimada como el sueño de una vida tranquila, pero el cristianismo interpretó enseguida la figura de un modo nuevo basándose en la Escritura; sobre todo a la luz del Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin término». En Cristo reconocieron al buen pastor que guía a través de los valles oscuros de la vida; el pastor que ha atravesado personalmente el tenebroso valle de la muerte; el pastor que conoce incluso el camino que atraviesa la noche

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de la muerte, y que no me abandona ni siquiera en esta última soledad, sacándome de ese valle hacia los verdes pastos de la vida, al «lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Clemente de Alejandría describió esta confianza en la guía del pastor en unos versos que dejan ver algo de esa esperanza y seguridad de la Iglesia primitiva, que frecuentemente sufría y era perseguida: «Guía, pastor santo, a tus ovejas espirituales: guía, rey, a tus hijos incontaminados. Las huellas de Cristo son el camino hacia el cielo» (Paed., III 12, 101).

Naturalmente, a los cristianos también les recordaba la parábola tanto del pastor que sale en busca de la oveja perdida, la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta a casa, como el sermón sobre el pastor del Evangelio de Juan. Para los Padres estos dos elementos confluyen uno en el otro: el pastor que sale a buscar a la oveja perdida es el mismo Verbo eterno, y la oveja que carga sobre sus hombros y lleva de vuelta a casa con todo su amor es la humanidad, la naturaleza humana que Él ha asumido. En su encarnación y en su cruz conduce a la oveja perdida —la humanidad— a casa, y me lleva también a mí. El Logos que se ha hecho hombre es el verdadero «portador de la oveja», el Pastor que nos sigue por las zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida.

Las ovejas están en constante peligro: El ladrón viene «para robar, matar y hacer estragos» (10, 10). Ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él.

El mal pastor no fortalece a las ovejas débiles, dice el Señor. Se lo dice a los malos pastores, a los pastores falsos, a los pastores que buscan su interés y no el de Jesucristo, que se aprovechan de la leche y la lana de las ovejas, mientras que no se preocupan de ellas ni piensan en fortalecer su mala salud. Hay alguna diferencia entre estar débil, o sea, no firme –ya que son débiles los que padecen alguna enfermedad–, y estar propiamente enfermo, o sea, con mala salud. Es muy de temer que al que se encuentra débil no le sobrevenga una tentación y le desmorone. Por su parte, el que está enfermo es ya esclavo de algún deseo que le está impidiendo entrar por el camino de Dios y someterse al yugo de Cristo. No curáis a las enfermas, ni vendáis sus heridas. Se hallaba herida por el miedo a la prueba. Había algo para vendar aquella herida; estaba aquel consuelo.

Las ovejas tienden a desperdigarse y vagar sin rumbo por montes y altos cerros. Es la imagen de las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo. Por toda la tierra, porque se trata del amor de los bienes de la tierra, y de ovejas que andan errantes por toda la superficie de la tierra. Se encuentran en distintos sitios; pero la soberbia las engendró a todas como única madre, de la misma manera que nuestra única madre, la Iglesia católica, concibió a todos los fieles cristianos esparcidos por el mundo entero.

No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. En este mundo andamos siempre entre las manos de los ladrones y los dientes de los lobos feroces y, a causa de estos peligros nuestros, os rogamos que oréis. Además, las ovejas son obstinadas. Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: «¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?» Como si el hecho de que

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anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. «Si ando errante –dicen–, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas?» Te quiero hacer volver precisamente porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has perdido. «¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición!» ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo. ¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: «Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero.» Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, escucha su increpación: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo.

De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mientras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, buscaré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. No tiene importancia lo que yo sufra por tus extravíos y tus riesgos. Lo que temo es llegar a matar a la oveja sana, si te descuido a ti. Pues oye lo que se dice a continuación: Matáis las ovejas más gordas. Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana sentirá también la tentación de extraviarse y de ponerse en peligro de perecer.

No tiene, por tanto, nada de sorprendente que la soberbia engendre división, del mismo modo que la caridad engendra la unidad. Sin embargo, es la misma madre católica y el pastor que mora en ella quienes buscan a los descarriados, fortalecen a los débiles, curan a los enfermos y vendan a los heridos, por medio de diversos pastores, aunque unos y otros no se conozcan entre sí. Pero ella sí que los conoce a todos, puesto que con todos está identificada.

Efectivamente, la Iglesia es como una vid que crece y se difunde por doquier; mientras que las ovejas descarriadas son como sarmientos inútiles, cortados a causa de su esterilidad por la hoz del labrador, no para destruir la vid, sino para purificarla. Los sarmientos aquellos, allí donde fueron podados, allí se quedan. La vid, en cambio, sigue creciendo por todas partes, sin ignorar ni uno solo de los sarmientos que permanecen en ella, de los que junto a ella quedaron podados.

Por eso, precisamente, sigue llamando a los alejados, ya que el Apóstol dice de las ramas arrancadas: Dios tiene poder para injertarlos de nuevo. Lo mismo si te refieres a las ovejas que se alejaron del rebaño, que si piensas en las ramas arrancadas de la vid, Dios no es menos capaz de volver a llamar a las unas y de volver a injertar a las otras, porque él es el supremo pastor, el verdadero labrador. Mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie, de aquellos malos pastores, las buscase siguiendo su rastro

El verdadero pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10, 10). Esta es la gran promesa de Jesús: dar vida en abundancia.

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Todo hombre desea la vida en abundancia. Pero, ¿qué es, en qué consiste la vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»? ¿Es cuando vivimos como el hijo pródigo, derrochando toda la dote de Dios? ¿Cuando vivimos como el ladrón y el salteador, tomando todo para nosotros?

Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», aquello de lo que viven, que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas... preparas una mesa ante mí... tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.» (2.5s). Resuenan más directas las palabras del pastor en Ezequiel: «Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán su dehesa en lo alto de los montes de Israel.» (34, 14). Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Ya sabemos de qué viven las ovejas, pero, ¿De qué vive el hombre? Los Padres han visto en los montes altos de Israel y en los pastizales de sus camperas, donde hay sombra y agua, una imagen de las alturas de la Sagrada Escritura, del alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. Y aunque éste no sea el sentido histórico del texto, en el fondo lo han visto adecuadamente y, sobre todo, han entendido correctamente a Jesús. El hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia». Y así libera también las fuerzas mediante las cuales el hombre puede plasmar sensatamente la tierra, encontrando para sí y para los demás los bienes que sólo podemos tener en la reciprocidad.

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor.

La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice:  el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor:  es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros. A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado:  es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

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«El buen pastor da la vida por las ovejas» (10, 11). Igual que el sermón sobre el pan no se queda en una referencia a la palabra, sino que se refiere a la Palabra que se ha hecho carne y don «para la vida del mundo» (6, 51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la vida por las «ovejas».

A los pastores que apacientan rebaños de ovejas no se les exige exponer su propia vida a la muerte, por el bien de su rebaño, pero, en cambio, el pastor espiritual sí que debe renunciar a su vida corporal ante el peligro de sus ovejas, porque la salvación espiritual del rebaño es de más precio que la vida corporal del pastor. Es esto precisamente lo que afirma el Señor: El buen pastor da la vida –la vida del cuerpo– por las ovejas, es decir, por las que son suyas por razón de su autoridad y de su amor. Ambas cosas se requieren: que las ovejas le pertenezcan y que las ame, pues lo primero sin lo segundo no sería suficiente. De este proceder Cristo nos dio ejemplo: Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús, y se le inflige desde fuera, sino como una entrega libre por parte de Él mismo: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (10, 17s). Aquí se explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo. Así, El da la vida. Tendremos que volver de nuevo sobre este tema y profundizar más en él cuando hablemos de la Eucaristía y del acontecimiento de la Pascua.

En segundo lugar el Señor nos dice:  "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:  la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan. Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor. Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico:  no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro. El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño

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yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres. «El va llamando a sus ovejas por el nombre y las saca fuera... y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz» (10, 3s). «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s).

En primer lugar, conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque éstas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer son básicamente lo mismo. El verdadero pastor no «posee» las ovejas como un objeto cualquiera que se usa y se consume; ellas le «pertenecen» precisamente en ese conocerse mutuamente, y ese «conocimiento» es una aceptación interior. Indica una pertenencia interior, que es mucho más profunda que la posesión de las cosas. Lo veremos claramente con un ejemplo tomado de nuestra vida. Ninguna persona «pertenece» a otra del mismo modo que le puede pertenecer un objeto. Los hijos no son «propiedad» de los padres; los esposos no son «propiedad» uno del otro, pero se «pertenecen» de un modo mucho más profundo de lo que pueda pertenecer a uno, por ejemplo, un trozo de madera, un terreno o cualquier otra cosa llamada «propiedad». Los hijos «pertenecen» a los padres y son a la vez criaturas libres de Dios, cada uno con su vocación, con su novedad y su singularidad ante Dios. No se pertenecen como una posesión, sino en la responsabilidad. Se pertenecen precisamente por el hecho de que aceptan la libertad del otro y se sostienen el uno al otro en el conocerse y amarse; son libres y al mismo tiempo una sola cosa para siempre en esta comunión.

De este modo, tampoco las «ovejas», que justamente son personas creadas por Dios, imágenes de Dios, pertenecen al pastor como objetos; en cambio, es así como se apropian de ellas el ladrón o el salteador. Ésta es precisamente la diferencia entre el propietario, el verdadero pastor y el ladrón: para el ladrón, para los ideólogos y dictadores, las personas son sólo cosas que se poseen y de las cuales puedo sacar provecho. Pero para el verdadero pastor, por el contrario, son seres libres en vista de alcanzar la verdad y el amor; el pastor se muestra como su propietario precisamente por el hecho de que las conoce y las ama, quiere que vivan en la libertad de la verdad. Le pertenecen mediante la unidad del «conocerse», en la comunión de la Verdad, que es Él mismo. Precisamente por eso no se aprovecha de ellas, sino que entrega su vida por ellas. Del mismo modo que van unidos Logos y encarnación, Logos y pasión, también conocerse y entregarse son en el fondo una misma cosa.

Escuchemos de nuevo la frase decisiva: «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s). En esta frase hay una segunda interrelación que debemos tener en cuenta. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo se entrecruza con el conocimiento mutuo entre el pastor y las ovejas. El conocimiento que une a Jesús con los suyos se encuentra dentro de su unión cognoscitiva con el Padre. Los suyos están entretejidos en el diálogo trinitario; volveremos a tratar esto al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús. Entonces podremos comprender cómo la Iglesia y la Trinidad están enlazadas entre sí. La compenetración de estos dos niveles del conocer resulta de suma

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importancia para entender la naturaleza del «conocimiento» de la que habla el Evangelio de Juan.

Trasladando esto a nuestra experiencia vital, podemos decir: sólo en Dios y a través de Dios se conoce verdaderamente al hombre. Un conocer que reduzca al hombre a la dimensión empírica y tangible no llega a lo más profundo de su ser. El hombre sólo se conoce a sí mismo cuando aprende a conocerse a partir de Dios, y sólo conoce al otro cuando ve en él el misterio de Dios. Para el pastor al servicio de Jesús eso significa que no debe sujetar a los hombres a él mismo, a su pequeño yo. El conocimiento recíproco que le une a las «ovejas» que le han sido confiadas debe tender a introducirse juntos en Dios y dirigirse hacia Él; debe ser, por tanto, un encontrarse en la comunión del conocimiento y del amor de Dios. El pastor al servicio de Jesús debe llevar siempre más allá de sí mismo para que el otro encuentre toda su libertad; y por ello, él mismo debe ir también siempre más allá de sí mismo hacia la unión con Jesús y con el Dios trinitario.

El Yo propio de Jesús está siempre abierto al Padre, en íntima comunión con El; nunca está solo, sino que existe en el recibirse y en el donarse de nuevo al Padre. «Mi doctrina no es mía», su Yo es el Yo sumido en la Trinidad. Quien lo conoce, «ve» al Padre, entra en esa su comunión con el Padre. Precisamente esta superación dialógica que hay en el encuentro con Jesús nos muestra de nuevo al verdadero pastor, que no se apodera de nosotros, sino que nos conduce a la libertad de nuestro ser, adentrándonos en la comunión con Dios y dando Él mismo su propia vida.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:  "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:  "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó. La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:  musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote. Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar

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para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.

Llegamos al último gran tema del sermón sobre el pastor: el tema de la unidad. Aparece con gran relieve en la profecía de Ezequiel. «Recibí esta palabra del Señor: "hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella 'Judá' y su pueblo; toma luego otra vara y escribe 'José', vara de Efraín, y su pueblo. Empálmalas después de modo que formen en tu mano una sola vara". Esto dice el Señor: "Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel... No volverán ya a ser dos naciones ni volverán a desmembrarse en dos reinos"» (Ez 37, 15-17.21s). El pastor Dios reúne de nuevo en un solo pueblo al Israel dividido y disperso.

El sermón de Jesús sobre el pastor retoma esta visión, pero ampliando de un modo decisivo el alcance de la promesa: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (10, 16). La misión de Jesús como pastor no sólo tiene que ver con las ovejas dispersas de la casa de Israel, sino que tiende, en general, «a reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11, 52). Por tanto, la promesa de un solo pastor y un solo rebaño dice lo mismo que aparece en Mateo, en el envío misionero del Resucitado: «Haced discípulos de todos los pueblos» (28, 19); y que además se reitera otra vez en los Hechos de los Apóstoles como palabra del Resucitado: «Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (1, 8).

Aquí se nos muestra con claridad la razón interna de esta misión universal: hay un solo pastor. El Logos, que se ha hecho hombre en Jesús, es el pastor de todos los hombres, pues todos han sido creados mediante aquel único Verbo; aunque estén dispersos, todos son uno a partir de Él y en vista de El. La humanidad, más allá de su dispersión, puede alcanzar la unidad a partir del Pastor verdadero, del Logos, que se ha hecho hombre para entregar su vida y dar, así, vida en abundancia (10, 10).

Conviene, pues distinguir entre el buen pastor y el mal pastor: el buen pastor es aquel que busca el bien de sus ovejas, en cambio, el mal pastor es el que persigue su propio bien.

Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor. ¿Pero qué es lo que tienen que escuchar? Esto dice el Señor: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas». Dios reclama sus ovejas a los malos pastores y los culpa de su muerte. Pues, por boca del mismo profeta, dice en otra ocasión: A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero, si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida. ¿Qué significa esto, hermanos? ¿Os dais cuenta lo peligroso que puede resultar callarse? El malvado muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su impiedad; pero lo ha matado la negligencia del mal pastor. Pues podría haber encontrado al pastor que vive y que dice: Por

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mi vida, oráculo del Señor; pero, como fue negligente el que recibió el encargo de amonestarlo y no lo hizo, él morirá con razón, y con razón se condenará el otro. En cambio, como dice el texto sagrado: «Si advirtieses al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: Eres reo de muerte, y él no se preocupa de evitar la espada amenazadora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en su pecado, y tú, en cambio, habrás salvado tu alma». Por eso precisamente, a nosotros nos toca no callarnos; mas vosotros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las sagradas Escrituras.

Veamos, pues, ahora, ya que así lo había yo propuesto, si va a quitarles las ovejas a los malos pastores y a dárselas a los buenos. Y veo, efectivamente, que se las quita a los malos. Esto es lo que dice: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas. Porque, cuando digo que apacienten a mis ovejas, se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas. Los quitaré de pastores de mis ovejas». ¿Y cómo se las quita, para que no las apacienten? Ha ced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen. Como si dijera: «Dicen mis cosas, pero hacen las suyas». Cuando no hacéis lo que hacen los malos pastores, no son ellos los que os apacientan; cuando, en cambio, hacéis lo que os dicen, soy yo vuestro pastor.

Ciertamente que, si existen buenas ovejas, habrá también buenos pastores, pues de entre las buenas ovejas salen los buenos pastores.

Así, pues, para poder encomendar a Pedro sus ovejas, sin que con ello pareciera que las ovejas quedaban encomendadas a otro pastor distinto de sí mismo, el Señor le pregunta: «Pedro, ¿me amas?» Él respondió: «Te amo». Y le dice por segunda vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Y le pregunta aun por tercera vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Quería fortalecer el amor para reforzar así la unidad. De este modo, el que es único apacienta a través de muchos, y los que son muchos apacientan formando parte del que es único.

Y parece que no se habla de los pastores, pero sí se habla. Los pastores pueden

gloriarse, pero el que se gloría que se gloríe del Señor. Esto es hacer que Cristo sea el pastor, esto es apacentar para Cristo, esto es apacentar en Cristo, y no tratar de apacentarse a sí mismo al margen de Cristo. No fue por falta de pastores –como anunció el profeta que ocurriría en futuros tiempos de desgracia– que el Señor dijo: Yo mismo apacentaré a mis ovejas, como si dijera: «No tengo a quien encomendarlas». Porque, cuando todavía Pedro y los demás apóstoles vivían en este mundo, aquel que es el único pastor, en el que todos los pastores son uno, dijo: Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.

“El Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura

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de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la Reconciliación” (Aparecida, nº 199).

“Una parroquia tiene que intentar siempre ensanchar sus horizontes y hacer un esfuerzo continuo para ser una comunidad abierta a todos. Debe mirar más allá de sus propios límites hacia la comunidad más amplia de la diócesis y de la Iglesia universal”. (Juan Pablo II, a los feligreses de la parroquia de san León Magno en Melbourne, 28 de noviembre de 1986).

En el mundo secularizado y masificado de hoy, que genera soledad y aislamiento, es, pues, más que urgente volver a proponer y a evaluar el papel de las comunidades cristianas como lugares privilegiados de coparticipación de la fe y de crecimiento en la fe, y como lugares de una sólida experiencia de pertenencia a la Iglesia. Sin el apoyo de una comunidad viva, el cristiano corre fácilmente el peligro de perder el significado de su propia identidad de miembro del pueblo de Dios. La función insustituible que sigue teniendo la parroquia en la vida de la Iglesia exige, sin embargo, en nuestro tiempo, una renovación que le devuelva su plena dimensión misionera y comunitaria.

San Vicente de Paúl (1581-1660). La situación del clero francés, en el siglo XVII, era preocupante. Donde no había moralidad, había una invencible pereza, y una ignorancia al límite de la credibilidad. Ciertos pastores no sabían ni siquiera leer ni escribir. Otros no sabían como celebrar los sacramentos. El mismo Vicente de Paúl había conocido un sacerdote que, después de haber escuchado la confesión, mascullaba algo porque no sabía la fórmula de la absolución y otro que ante cualquier circunstancia recitaba el Ave María, la única oración que conocía. Conventos y monasterios estaban, a menudo, cargados de habituales inobservancias, de tradiciones corruptas y de comportamientos reprobables. Para muchos jóvenes de baja condición social la Iglesia aparecía como el único pasaje posible para salir de algún modo de la miseria y del triste anonimato. Así, muchos niños, absolutamente privados de la más mínima vocación, se hacían consagrar sacerdotes, por obispos complacientes. El mismo Vicente se convirtió probablemente en sacerdote a los 18 años, ordenado irregularmente por un obispo viejísimo y ciego.

El pequeño Vicente -que se encontraba dotado de una inteligencia verdaderamente genial- creció con el deseo de salir del mundo de la miseria que le había tocado en suerte: un pueblecito de cincuenta casas de barro, perdido entre los pantanos y una familia de campesinos en la cual su papel -hasta los seis años- era el de cuidar los cerdos. La fortuna llegó con un ricachón local, de paso por sus tierras, que observó la particular inteligencia de aquel niño y convenció al padre para que estudiara cerca de un sacerdote en un colegio de la ciudad más cercana. Vicente fue, pues, obligado a olvidar sus orígenes y a hacer camino. Un día que el padre se presentó en el colegio donde estudiaba el hijo, en una rara visita, el niño rechazo desdeñosamente bajar al locutorio porque se avergonzaba de que los compañeros lo viesen tratar con un pobrecillo. Llegado ya a viejo y santo, no llegará a olvidársele y llorando contará él mismo más veces el episodio: «No quise hablarle y cometí por ello un gran pecado». Se convertirá entonces en el sacerdote más querido y buscado de Francia, pero a cualquiera se apresurará a revelar: «No soy más que un pobre campesino y he estado cuidando cerdos. Mi madre hacía de sirvienta».

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Sin embargo, antes de encontrar con amor y orgullo la pobreza de Cristo y su misma pobreza, Vicente se dejará seducir -como él mismo dirá después- por una «tela de araña» hecha de ambiciones y de astucias, para construirse una prometedora carrera.

Después de aquella discutible ordenación sacerdotal de la que habíamos hablado, hay en su vida un período oscuro con extrañas aventuras. Lo encontramos finalmente, quién sabe cómo, en el séquito del Legado pontificio que lo conduce consigo a Roma, el centro de la cristiandad, del que él percibe, sobre todo, la importancia estratégica. De hecho, en Roma conoce al embajador de Francia y vuelve con él a París, después de algunos años, en buena confianza, tantos como para obtener las credenciales para lograr una audiencia con el Rey Enrique IV. Así llegó finalmente a hacerse asignar un pequeño beneficio eclesiástico. No era grande. Pero había conseguido entrar, mientras tanto, en el círculo de capellanes de la reina Margarita de Valois. Aquí precisamente lo espera el Señor.

Los capellanes recibían a veces regalos o donaciones con el objeto de la caridad: y he aquí que un día alguien depositó en las manos de Vicente la suma, para él fabulosa, de quince mil liras de oro, correspondiente a varios millones actuales. ¿Qué ocurre en su corazón de pobre que soñaba manejar dinero y que ni siquiera mantenía su irreducible inclinación a la solidaridad entre los pobres? No lo sabemos.

Sabemos, sin embargo, que al día siguiente Vicente se presentaba en el cercano Hospital de los hermanitos y dejaba, a los enfermos y a los inválidos, la entera suma de dinero. No fue, verdaderamente, el único «sí» que Vicente dijo a Dios, sino que fue el sí más expresivo: aquél con que Vicente acogía una vocación que le estaba reservada por toda la eternidad. Comprendió que debía convertirse, verdaderamente, en sacerdote: se puso bajo la dirección espiritual de Bérulle y aquello empujó a empeñarse generosamente en el ministerio sacerdotal, haciéndole asignar una parroquia en la periferia de París.

Y por primera vez, dándose a sus pobres feligreses, Vicente conocía por fin, qué era la felicidad.

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SEXTA MEDITACIÓN:

LA HISTORIA DEL BUEN SAMARITANO

“Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?» El le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?»

Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva." ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lc 10, 25-37).

Petición: Quiero, Señor, abandonar mi egoísmo, la búsqueda de mis satisfacciones materiales y espirituales, para abrir mi corazón al amor de los hombres mis hermanos. Dame un corazón capaz de amar hoy, dame las gracias que necesito hoy, para ser testigo de tu Sagrado Corazón.

En el centro de la historia del buen samaritano es un doctor de la Ley, por tanto un maestro de la exégesis, quien plantea la pregunta fundamental del hombre: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (10,25). Lucas añade que el doctor le hace la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. Él mismo, como doctor de la Ley, conoce la respuesta que da la Biblia, pero quiere ver qué dice al respecto este profeta sin estudios bíblicos.

El Señor le remite simplemente a la Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien responda. El doctor de la Ley lo hace acertadamente, con una combinación de Deuteronomio 6, 5 y Levítico 19, 18: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto.

Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma). La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es «el prójimo»? La respuesta habitual, que podía

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apoyarse también en textos de la Escritura, era que el «prójimo» significaba «connacional». El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto y, así, debía considerar al otro «como a sí mismo», como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran «prójimos»? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto «prójimo», sólo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de «prójimo»; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas. Además, se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos que, pocos años antes habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua.

A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde del camino.

En esta parábola del Señor, el buen samaritano se distingue claramente de otras dos personas -una de ellas un sacerdote y la otra un levita- que, recorriendo el mismo camino de Jerusalén a Jericó, se cruzan con el hombre asaltado por los malhechores. Ninguno de los dos se detiene ante aquel pobre desdichado, víctima de los ladrones sino que al verlo dan un rodeo y pasan de largo (ver 10, 31-32).  Un samaritano, en cambio, refiere San Lucas, “llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima” (Ibíd. 10, 33),  es decir, siente compasión. El desdichado lo necesitaba, porque no sólo había sido despojado, sino también tan herido que había quedado junto al camino medio muerto.

El sacerdote: “y viéndole, pasó de largo”. Se trata de una persona con una corazón ungido, consagrado de por vida al Dios vivo, dedicado en cuerpo y alma a Dios, pero también se trata de un corazón indiferente. Vio una necesidad, vio y dio la vuelta. ¿Qué le pasa a nuestro corazón que no se deja interpelar por el sufrimiento ajeno? ¿De qué nos sirve saber mucho sobre la caridad para luego no vivirla. Un corazón agonizante que tiene mil excusas para no amar. Representa todo lo que no es cristiano.

El levita: “pasando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo”. Como para redundar el ejemplo anterior. Se trata de una persona custodio de lo Santo, de la Palabra de Dios, pero también alguien que vive burocráticamente su amor, con un corazón endurecido, que se esconde detrás de su religión para no amar. Y es el amor lo que dan sentido a la Religión, a la vida consagrada. No amó a su prójimo, por lo tanto, no tendrá vida eterna. Representa a las almas incapaces de cualquier calor humano.

Sin duda alguna, los dos que pasaron de largo conocían los libros sagrados y se consideraban no sólo creyentes, sino también profundos “conocedores” de las verdades de fe. Sin embargo, no fueron ellos sino el samaritano quien dio una prueba ejemplar de su fe. La fe dio fruto en él mediante una buena obra. Dios, en quien creemos, nos pide obras semejantes. Estas son las obras de amor al prójimo. La Palabra de Dios nos plantea a nosotros, los creyentes una pregunta fundamental: ¿Es fructuosa de veras nuestra fe?,

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¿fructifica realmente en obras buenas?, ¿está viva o, tal vez está muerta? Esta pregunta deberíamos hacérnosla todos los días de nuestra vida; hoy y cada día, porque sabemos que Dios nos juzgará por las obras cumplidas en espíritu de fe. Sabemos que Cristo dirá a cada uno en el día del juicio: Cada vez que hicisteis estas cosas a otro, al prójimo, a mi me lo hicisteis; cada vez que dejasteis de hacer estas cosas con el prójimo, conmigo las dejasteis de hacer (ver Mt 25, 40-45).

Esto mismo hemos oído en la Epístola de Santiago: Si «un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y... uno de vosotros les dice: “Dios os ampare, abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué les sirve?...; la fe sin las obras es inútil» (St 2, 15-16. 20). Volvamos a preguntarnos: ¿Da fruto nuestra fe?, ¿está viva?, ¿es una “fe que obra por la caridad”? (Ga 5, 6). 5. La respuesta no podemos darla sólo con palabras; hay que darla con la propia vida.

Un sacerdote y un levita -conocedores de la Ley, expertos en la gran cuestión sobre la salvación, y que por profesión estaban a su servicio- se acercan por el camino, pero pasan de largo. No es que fueran necesariamente personas insensibles, tal vez tuvieron miedo e intentaban llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que al parecer no había mucho que hacer. Por fin llega un samaritano, probablemente un comerciante que hacía esa ruta a menudo y conocía evidentemente al propietario del mesón cercano; un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la comunidad solidaria de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los bandidos a su «prójimo».

El Samaritano: “llegó hasta él, y al verlo se conmovió a compasión”. La inclinación natural de este hombre sería pasar de largo, rechazar ayudarle. Sin embargo, no tiene miedo al compromiso con los demás, comparte con él su padecimiento, se asocia a su desgracia, y trata de remediarla. Ensució sus manos con su sangre. Se hizo un ser humano con otro ser humano. Le aportó la abundancia de sus bienes, le dio su tiempo, sus cosas, su cansancio, y pasó con él toda la noche. Jesús se identifica con el Samaritano, nos deja en la Iglesia, bajo el cuidado de los sacramentos, y promete volver a pagar los gastos. La palabra que quizás exprese mejor la actitud y la obra del Buen Samaritano es la de compromiso. El samaritano podía haber hecho lo mismo que el sacerdote y que el levita, y pasar de largo dando un rodeo. Podía haber cerrado sus entrañas, negándose a dar una respuesta ante esta necesitad vital. Pero se detiene. Se detiene para inclinarse ante el necesitado, para ganárselo. Y en el mismo instante en que se detiene para asistir a este desconocido que había caído en manos de bandidos, en ese momento nace un prójimo. La compasión que nace del amor es creadora: ¡crea un prójimo! «Podríamos incluso hablar de un sacramento, de un sacramento del amor: cuando alguien pone a disposición del prójimo su mismo ser vivo, su corazón, su fuerza, sus energías, entonces Dios hace entrar en juego su fuerza creadora, y surge el milagro de la relación con el hermano».

Si el samaritano se hubiera contentado con acercarse y decir a ese desdichado que yacía en su propia sangre: «¡Pobrecito! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué ha pasado? ¡Ánimo!», o palabras así, y después se hubiera marchado, ¿no habría sido todo ello una ironía y un insulto? Hizo otra cosa: «Acercándosele, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. A día siguiente, sacando

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dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”».

Llama la atención que se acerque a asistir a un judío, a pesar de que los judíos no se trataban con los samaritanos, pero gracias a este acercamiento amoroso, entre dos personas que hasta entonces no habían tenido relación, empieza una relación movida por el amor, y ¡nace un nuevo prójimo! Toda persona necesitada es mi prójimo. Es un necesitado cualquiera que se cruza en mi camino, no importa cuál sea su nombre, raza o religión. No perdamos tiempo intentando saber los detalles. Lo importante es no pasar dando un rodeo. Sólo una cosa debe importarnos: que este pobre hombre me necesita, ¡y su nombre es Jesús! Es el amor el que nos da ojos para ver, corazón para sentir, y manos para asistir. La vocación del cristiano es la de derramar generosamente la alegría por los nuevos caminos de los hombres de nuestro tiempo.

Pero lo verdaderamente nuevo, en la parábola del buen samaritano, no es que en ella Jesús exija un amor universal y concreto. La auténtica novedad está en otro punto. Después de narrar la parábola, Jesús pregunta al doctor de la ley que le había interrogado: «¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Prójimo es el samaritano, no el herido, como nos habríamos esperado. Esto significa que no hay que esperar pasivamente a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia y alarmas. Nos toca a nosotros estar dispuestos a percibir quién es, a descubrirle. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! El problema del doctor de la ley aparece derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y operativo. La cuestión que hay que plantearse no es: «¿Quién es mi prójimo?», sino: «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?». Entre los tres que viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén a Jericó, donde estaba tendido en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los ladrones, precisamente el Samaritano demostró ser verdaderamente el « prójimo » para aquel infeliz. « Prójimo » quiere decir también aquél que cumplió el mandamiento del amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían el mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno « lo vio y pasó de largo ». En cambio, el Samaritano « lo vio y tuvo compasión... Acercándose, le vendó las heridas », a continuación « le condujo al mesón y cuidó de él» y al momento de partir confió el cuidado del hombre herido al mesonero, comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.

Entonces aparece aquí el samaritano que no se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna. Se le conmovieron las «entrañas», en lo profundo del alma, al ver el estado en que había quedado ese hombre. En virtud del rayo de compasión que le llegó al alma, él mismo se convirtió en prójimo, por encima de cualquier consideración o peligro. Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de establecer quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo tengo que convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como «yo mismo».

Si la pregunta hubiera sido: «¿Es también el samaritano mi prójimo?», dada la situación, la respuesta habría sido un «no» más bien rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la

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pregunta: el samaritano, el forastero, se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre.

Al alma sacerdotal puede sucederle lo que le aconteció al escriba, es decir, tener sólo un conocimiento teórico de Dios y de Jesús. Puede pensar que dicho conocimiento basta para obtener la salvación, sin darse cuenta, o sin querer aceptar, que la salvación no es una realidad extrínseca, como si fuera el premio de nuestras opciones, o la recompensa de nuestra renuncia, o la retribución de nuestro cumplimiento formal de la ley. La salvación, en cambio, es una realidad intrínseca, es decir, la transformación que el amor obra en nosotros. También a nosotros el Señor nos repite hoy: haz eso y vivirás.

El buen Samaritano es especialmente chocante porque pone en contraste la actitud despreocupada y egoísta de los hombres que, por profesión, deberían ser los más sensibles a las necesidades de los demás, y la del buen Samaritano que socorre a aquel pobre hombre que fue asaltado, robado, golpeado, y abandonado al borde del camino. Aquellos que por vocación están consagrados al culto de Dios y deberían estar más cerca de él, se muestran indiferentes con quien se encuentra en necesidad, mientras el que está marginado socialmente y está considera lejos del culto y de Dios, se muestra sensible y se acerca al hombre herido. El alma sacerdotal está llamada a ser signo de la cercanía de Dios, pero sin formulismo exteriores, y farisaicos, sino en la autenticidad de la caridad cristiana, es decir, como Jesús que pasó haciendo el bien. Las necesidades del prójimo nos indican el lugar donde Jesús nos espera y son un estímulo para la generosidad apostólica.

Y el hombre que baja de Jerusalén a Jericó representa a toda la Humanidad, a todos nosotros. Como él, somos viajeros, somos peregrinos que caminamos juntos. En un momento dado del camino, sufrimos una emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que tenemos, la sagrada centella divina. Según Orígenes, «aquel hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios». En cierto sentido Jericó simboliza la cultura secular.

Mientras el concepto de prójimo hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora.

La Iglesia es la familia de Dios en el mundo y, en esta familia, no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario; pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia.

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La parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado casualmente, quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: «Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (6, 10). El programa del cristiano -el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús- es un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia.

Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo. Pues quizás el sacerdote y el levita pasaron de largo más por miedo que por indiferencia. Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad; sólo lo conseguiremos si buscamos ser buenos interiormente, si somos prójimos desde dentro y cada uno percibe qué tipo de servicio se necesita en mi entorno y en el radio más amplio de mi existencia, y cómo puedo prestarlo yo.

Los Padres vieron la parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que yace medio muerto y saqueado al borde del camino, ¿no es una imagen de «Adán», del hombre en general, que «ha caído en manos de unos ladrones»? ¿No es cierto que el hombre, la criatura hombre, ha sido alienado, maltratado, explotado, a lo largo de toda su historia? La gran mayoría de la humanidad ha vivido casi siempre en la opresión.

La teología medieval interpretó las dos indicaciones de la parábola sobre el estado del hombre herido como afirmaciones antropológicas fundamentales. De la víctima del asalto se dice, por un lado, que había sido despojado y, por otro, que había sido golpeado hasta quedar medio muerto. Los escolásticos lo relacionaron con la doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue: despojado del esplendor de la gracia sobrenatural, recibida como don, y herido en su naturaleza. Ahora bien, esto es una alegoría que sin duda va mucho más allá del sentido de la palabra, pero en cualquier caso constituye un intento de precisar los dos tipos de daño que pesan sobre la humanidad. El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación alguna. Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas —en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos— y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados. Podemos dejar tranquilamente a un lado los diversos aspectos de la alegoría, que varían según los distintos Padres. Pero la gran visión del hombre que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza.

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El gran tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda su amplitud. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos a su vez ser prójimos. Toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como Él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado, cuando seamos semejantes a Él, que nos amó primero.

No nos está permitido pasar de largo, con indiferencia, con miedo, ante el sufrimiento, sino que debemos pararnos junto a él. Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva.

Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre. Sin embargo, el buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es en definitiva buen Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio « yo », abriendo este « yo » al otro. El hombre no puede « encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás ». Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo.

El sufrimiento, que bajo tantas formas diversas está presente en el mundo humano, está también presente para suscitar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio «yo» en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre « prójimo » pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe « pararse », « conmoverse », actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual se llama obra « de buen samaritano » toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda.

La parábola del buen Samaritano testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el programa mesiánico de su misión, según las palabras del profeta: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor.

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Esta parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes palabras sobre el juicio final, que Mateo ha recogido en su Evangelio: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y vinisteis a verme ».(95) A los justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el Hijo del Hombre responderá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis”. La sentencia contraria tocará a los que se comportaron diversamente: “En verdad os diga que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo”.

San José Benedicto Cottolengo fue un hombre que, en una vida relativamente corta de 56 años, pasó 41 de ellos sin lograr entenderse a sí mismo hasta el fondo y sin decidirse: insatisfecho, hasta que Dios hirió violentamente su corazón. A partir de entonces, los pocos años que le quedaban (tan sólo 15 años) fueron colmados por una arrolladora laboriosidad.

Y sin embargo, a los 41 años, nuestro Cottolengo era un corpulento canónigo, que oficiaba en la céntrica iglesia del Corpus Domini de Turín. Era de temperamento sanguíneo, cabellera roja, de una jovialidad espontánea y algunos comportamientos singulares. Un hombre de buen corazón, siempre dispuesto a ejercer la caridad. Pero no había en él nada excepcional. Sin embargo, en el fondo de su alma se sentía desasosegado, aunque fuera un hombre bien situado.

En las grandes ceremonias civiles y religiosas, tenía derecho a llevar su reluciente calzado con hebillas de plata y un flamante manteo de cola, de púrpura; gozaba de una buena remuneración y tenía los lunes libres.

A su confesonario acudían muchos penitentes. Los universitarios de Turín querían tenerlo como predicador en los retiros y conferencias. Los pobres del barrio le buscaban por la generosidad de sus limosnas. Sabía hacer frente a los problemas concretos. Era riguroso y minucioso.

Estaba muy unido a su familia, que pertenecía a una burguesía media; se interesaba por todos los asuntos, incluso los económicos, relacionados con ella, y era un experto en compraventa de inmuebles. Tanto es así que durante largos años vivió con su familia, incluso cuando fue sacerdote, hasta que tomó la decisión de obtener la licenciatura «cum laude» en teología, con el fin de poder aspirar a algún buen puesto.

Finalmente, en 1818 fue nombrado canónigo de la Santísima Trinidad, una venerable congregación de seis sacerdotes teólogos, que oficiaba en la iglesia del Corpus Domini y cuyo objetivo principal era dar lustre a las ceremonias religiosas de la ciudad en las que intervenían las más altas autoridades civiles. Por ese motivo, se trasladó a la Casa de los Canónigos, un palacio del centro, en el que disponía de un amplio y confortable aposento en el último piso.

«Mi querida madre -escribía, hablándole de su nueva vida y de sus ocupaciones-, no se preocupe por si tuviera muchas obligaciones. Para realizar este trabajo dispongo de seis horas diarias de lo más cómodo, tres por la mañana y tres por la tarde. Así que anímese y piense que me tiene en casa.» «De salud, me encuentro muy bien. Como con excelente

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apetito y duermo a pierna suelta: estoy gordo como un cura...». «A Dios gracias, en la actualidad puedo responder a sus deseos: tengo la cara redonda cual luna llena y la buena suerte de profesarme de usted, queridísima madre, muy devoto, obligado y respetuoso hijo, canónigo teólogo Cottolengo.» «Gracias a Dios y a la protección de la Virgen María, estoy redondo cual padre provincial».

No nos equivoquemos, pues aunque las expresiones y las imágenes humorísticas seguirían siendo características de su estilo, expresaban un velado malestar.

Este docto sacerdote, solicitado, que gozaba de la estima general, caritativo, estaba inquieto y en su interior se sentía perplejo. Así se volvió indeciso, insociable, cada vez más molesto por las peticiones que su familia le dirigía. Por encima de todo, su ministerio y su caridad le ponían con frecuencia en contacto con los pobres: ¿Qué sentido tienen las hebillas de plata o el manteo de púrpura en un mundo como éste? ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué me has querido como testigo? ¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo! Se sentía apesadumbrado. Cuando le preguntaban, respondía con brusquedad: «Estoy borracho todo el día. Ni siquiera sé lo que hago». Los meses se sucedían, vacíos. Alguien le pasó la vida de san Vicente de Paúl, recomendándole: «Léala, canónigo, para que cuando estemos sentados a la mesa podáis decir algo, porque ahora no abrís la boca». Psicológica y espiritualmente, sentía un impulso vehemente de identificarse con ese santo de la Caridad, pero las fuerzas le fallaban, hasta que Dios lo asió con gesto decidido.

Fue la mañana del domingo 2 de septiembre de 1827. La diligencia procedente de Milán llegó a Turín. En la misma se apretujaba una familia francesa: la mujer, en avanzado estado de gestación, ardía de fiebre; el hombre la sostenía, al tiempo que intentaba no perder de vista a cinco niños asustados. Un transeúnte les indicó dónde se encontraba el Hospital Mayor, hacia el que se encaminaron tristemente, como una trágica procesión, pero el hospital se negó a acogerlos. Había que ir al Hospicio de la Maternidad. Se reanudó el vía crucis. En la «Maternidad» les negaron asilo aduciendo una normativa interna: no podían aceptar mujeres febriles, que probablemente padecían otras enfermedades. Poco después, el desdichado grupo terminaba en la cuadra de una posada, semisótano que se utilizaba como dormitorio público. Por la tarde, la situación se había agravado y trajeron a un sacerdote. Y así el canónigo Cottolengo vio cómo la mujer moría ante sus ojos, mientras el cirujano de los pobres trataba de salvar al menos a la pobre niña que apenas vivió los escasos minutos que el sacerdote necesitaba para bautizarla. El sucio jergón de paja estaba empapado en sangre, los niños gritaban, el hombre decía barbaridades y maldecía aquella ciudad desconocida.

El canónigo Cottolengo sentía que el corazón le pesaba como una piedra. Sus compañeros lo esperaban para cenar. El caminaba, sintiendo en su interior un dolor atroz. Se desvió hacia la iglesia y cayó de rodillas ante el Santísimo Sacramento. En ese momento nació otro hombre. Le quedaban 15 años por vivir, y serían tan plenos como toda una vida e incluso más.

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SPTIMA MEDITACIÓN:

UN DÍA EN LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS

Historia y composición de lugar: "Salieron de la sinagoga y fueron a la casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. Le dijeron que la suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Ella agarró de la mano y la levantó. La fiebre desapareció, y ella se puso a atenderlos. Al anochecer le llevaron todos los enfermos y endemoniados, y toda la ciudad se agolpó a la puerta. Jesús curó a muchos pacientes de diversas enfermedades y lanzó muchos demonios; pero no los dejaba hablar, porque lo conocían. Muy de madrugada se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí estuvo orando. Simón y sus compañeros lo buscaron, lo encontraron y le dijeron: 'Todos te buscan'. Él les dijo: 'Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, a predicar también allí, pues para eso he venido'. Y fue por toda Galilea, predicando en sus sinagogas y echando los demonios" (Mc 1, 29-39)

Un día en la vida misionera de Jesús. Descubrir toda la actividad tan dinámica y testimonial. Una jornada típica. La jornada de Cafarnaún. De este relato deducimos que la jornada de Jesús consistía en un trenzado de curar a los enfermos, oración y predicación del Reino. Una sinagoga, una modesta casa de pescadores, la puerta de de la casa de un pueblito oriental lugar de encuentro de la tarde de la gente común, el atardecer luminoso sobre el lago, un alba todavía incierta sobre la colina solitaria y, allá abajo, una constelación de pequeños pueblos. Sobre esta trama topográfica Marcos, narrador descarnado pero pin¬toresco, dibuja el fondo concreto del vivir, del obrar y del orar de Jesús.

Los actos de Jesús encuadrada en el arco temporal de una jornada y en el espacio geográfico de la ciudad de Cafarnaún, que se asoma sobre la costa septentrional del lago de Tiberíades y que fue el punto de referencia fundamental de la primera fase de la predicación y del ministerio público de Jesús. Quizás la comunidad se preguntaba cómo sería una jornada típica de la vida de Jesús. El Evangelista, en un acercamiento global, nos descubre un momento comunitario en la mañana (sinagoga), un momento familiar a mediodía (la casa de Simón) antes de que al atardecer la casa se abra a la población entera agolpada en la puerta; y al amanecer, un momento privado, íntimo (en la soledad del campo). Este texto, pues, lo podemos dividir en tres partes de acuerdo con los lugares donde se va desarrollando la acción: en la sinagoga, en casa de Simón, y en la soledad:

En la sinagoga, con su enseñanza, provoca admiración y con el exorcismo percibimos el enfrentamiento entre Jesús y un espíritu inmundo, al que hacer callar y salir. Su enseñanza y doctrina las proclama con autoridad, que revelan su poder, y fuerza en la confrontación con los demonios.

Después de la actividad sinagogal Jesús con los cuatro discípulos se dirige a la casa de Simón donde por la mañana, cura a la suegra, que luego se puso a servirles, y por la tarde, su actividad es amplificada a muchos enfermos y endemoniados y a estos, específicamente, no los deja hablar, pues sabían quien era.

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La primera es íntima y familiar y es la curación de la suegra de Pedro, en cama con fiebre alta. Jesús, simple y silenciosamente se acerca a la paciente, la levanta tomándola de la mano. Precisamente en la esencia de la escena apa¬rece en toda su solemnidad la fuerza de Cristo, su poder triunfador sobre el mal. Pero el suceso está idealmente iluminado por la luz de la pascua a través de un pequeño detalle que el evangelista presenta en la narración. En efecto, el "levantarse" de la mujer curada es en griego el mismo verbo (egheiren) que en el Nuevo Testamento define la resurrección de Cristo. Y la respuesta de la mujer no es un simple acto de cortesía y de gratitud: en efecto, el verbo griego que indica su "servicio" después de la curación es el de la "diaconía", esto es del servicio caritativo del fiel.

La segunda escena está, en cambio, ambientada en la puerta de la ciudad, "después de la puesta del sol". Jesús hace una serie de cu¬raciones en masa ("varias enfermedades, muchos demonios"), una especie de lucha emblemática contra todas las formas del mal, físico e interior. No por nada todo el pasaje está marcado por el adjetivo "todo" o "mucho": "Le llevaron todos los enfermos... toda la ciu¬dad estaba delante de la puerta. Curó a muchos, lanzó muchos de¬monios... Todos te buscan... Fue por toda Galilea". Ante la fuerza del dolor y del demonio, Cristo se yergue con toda la grandeza de su misterio, cuyos contornos no son comprensibles a los espectadores pero cuya eficacia salvadora se puede ver y experimentar. Aparece, efectivamente, en la narración el llamado "secreto mesiánico" que será revelado solamente a la luz de la pascua: "No permitía a los demonios que hablaran porque lo conocían".

En la soledad, donde se aparta para su oración, ni los discípulos le dejan en paz. Brevísima y conclusiva es la tercera escena, la del alba. Jesús está envuelto en el silencio de la contemplación. Al no encontrar a Jesús en casa Simón decide emprender su búsqueda para hacerlo volver a la ciudad, donde todos lo esperaban; pero Jesús no obedece a Pedro (1,37-38). Por una parte, Pedro comprende que la función del dis¬cípulo es acercar al Maestro hacia la gente, pero por otro lado, el evangelista muestra que el discípulo no puede pasarse delante del Maestro para darle órdenes, y esto tiene que quedar bien claro desde el primer momento. Si el discípulo obra por encima de la obediencia al plan de Dios, lo más probable es que termine oponiéndose y haciendo cosas incluso contrarias al mismo plan de Dios. Por otra parte, la actitud orante de Jesús, que nos deja ver el texto, es una invitación al discípulo para que entre en contacto con Dios y pueda entender su plan, en este sentido las obras de Jesús no pueden estar privadas de la oración profunda que permite a su vez una relación íntima con el Padre

El cuadro se encierra con un retrato esencial de Jesús en su doble misión de anunciador del reino de Dios y de salvador de los hombres del mal ("predicaba y lanzaba los demonios").

Nos presenta a Jesús, que tras haber predicado el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, empezando por la suegra de Simón. Entrado en su casa, la encontró en la cama con fiebre y, en seguida, tomándola de la mano, la curó y la hizo levantarse. Tras ponerse el sol, sanó a una multitud de personas afligidas por males de todo tipo. A pesar de que la enfermedad forme parte de la existencia humana, nunca conseguimos habituarnos a ella, no sólo porque a veces llegue a ser pesada y grave, sino esencialmente porque estamos hechos para la vida, para la vida completa. Justamente nuestro “instinto interior” nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, es más, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal y nuestras oraciones parecen resultar vanas, surgen en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? Es precisamente a esta pregunta a la que encontramos respuesta en el Evangelio. Por

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ejemplo, en el pasaje de hoy leemos que “Jesús curó a muchos que estaban afectados por varias enfermedades y expulsó muchos demonios” (Mc 2,34); en otro pasae de san Mateo se dice que “Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 4,23). Jesús no deja dudas: Dios – del que Él mismo ha revelado su rostro – es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de este poder suyo de amor son las curaciones que realiza: demuestra así que el Reino de Dios está cerca restituyendo a los hombres y las mujeres a su plena integridad de espíritu y de cuerpo. Digo que estas curaciones son signos: guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de la verdad y del amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería verdadera vida. El Reino de Dios es precisamente la presencia de verdad y de amor, y así es curación en lo profundo de nuestro ser.

Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los Sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las tantas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna mostrando así el rostro de Dios, Su amor. Es verdad: ¡cuántos cristianos -sacerdotes, religiosos y laicos- han prestado y siguen prestando en todas partes del mundo sus manos, sus ojos y sus corazones a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y de las almas! Oremos por todos los enfermos, especialmente por los más graves, que no pueden de ninguna forma proveer a sí mismos, sino que dependen totalmente de los cuidados de otros; que cada uno de ellos pueda experimentar, en la solicitud de quienes están cerca, el poder del amor de Dios y la riqueza de su gracia que nos salva.

Resumen: Este pasaje evangélico nos ofrece el informe fiel de una jornada-tipo de Jesús: Cuando salió de la sinagoga, Jesús se acercó primero a casa de Pedro, donde curó a la suegra, quien estaba en cama con fiebre; al llegar la tarde le llevaron a todos los enfermos y curó a muchos, afectados de diversas enfermedades; por la mañana, se levantó cuando aún estaba oscuro y se retiró a un lugar solitario a orar; después partió a predicar el Reino a otros pueblos. De este relato deducimos que la jornada de Jesús consistía en un trenzado de curar a los enfermos, oración y predicación del Reino.

Primeramente, una jornada típica: por la mañana, en la sinagoga; al mediodía, comida en casa de Simón; por la noche, en oración; al amanecer del día siguiente, en camino hacia otros pueblos.

El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de

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estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. El Señor se encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de sí mismo. Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos, dice el evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas personas que están disponibles, se levantan y sirven.

Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de la santísima Trinidad. Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Sólo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede violar. La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del "Padre nuestro" se refieren precisamente a esta primacía de Dios: pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que "venga el reino de Dios" y "se haga su voluntad" son las dos caras diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios, es ya el cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo. El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice: sólo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo en los Estados donde se suprimió a Dios, no sólo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación sólo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios. El sacerdote dedica los primeros momentos de la mañana al encuentro con su Dios y su Señor

Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice: "salí del Padre"— para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad: a él, sobre todo, debemos dirigirnos. El sacerdote se siente llamado a prolongar –con espíritu de obediencia- la misión de Cristo.

El beato Juan XXIII, en el Diario del alma, advierte falta de calma y tranquilidad en sus obras, y que las numerosas tareas terminan por trastornarle la cabeza y el corazón y no me

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permiten atender seria y completamente a nada. Por eso se propone: mayor calma, mayor orden en todo, prioridad a la gracia. Cada cosa a de volver a su puesto. Pienso ser inexorable en este punto. Esfuerzo vigilante por reducir todo al máximo de sencillez y calma, podar mi viña de hojas o ramas inútiles.

“Por fin he podido recogerme después del mucho tiempo que deseaba estos Ejercicios. He pasado revista a los viejos propósitos y he experimentado las mismas impresiones. Mi vida sacerdotal se ha resentido bastante ante las vicisitudes de estos mis primeros años de sacerdocio, en los que no he tenido nunca tiempo de pensar seriamente en mí mismo. Mi alma ha estado siempre como repartida entre mil pequeñas preocupaciones y compromisos, cosillas de nada, pero que no terminan nunca” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 1-7 de septiembre de 1907).

“Mis ocupaciones, en casa y fuera de casa, ininterrumpidas, insistentes, han introducido un pequeño desastre en mis ejercicios de piedad. Cada cosa ha de volver a su puesto. Pienso ser inexorable en este punto. Los maitines y laudes los rezaré siempre por la tarde; antes de la misa, un poco de meditación a toda costa: media hora, veinte minutos, un cuarto de hora y, si no puedo eso, al menos diez minutos, pero la meditación no debe ser omitida nunca. No saldré jamás de la capilla sin antes haber rezado también las horas menores. La hora de levantarme dependerá según los casos, de modo que haya tiempo suficiente para todo. Por regla general, me levantaré a las cinco y media: incluso acostándome a las once y media, dispondré de seis horas de descanso, que pueden ser suficientes” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 1-7 de septiembre de 1907).

“También en estos Ejercicios he sentido grandes impulsos por la devoción al Smo. Sacramento y al Sagrado Corazón de Jesús. Esta devoción fue todo para mí: ahora que soy sacerdote, debo yo ser todo para ella: "Con él va, con él viene, con él está siempre la enamorada mente", decía Tasso del alma enamorada de Dios 3. Así debe ser mi vida: en torno al Smo. Sacramento. Nunca omitiré la visita diaria, pero procurando volver con frecuencia junto a Jesús a lo largo del día, aunque sólo sea para saludarle. Debo observar con Jesús los mismos miramientos que observaría con un amigo a quien tuviera que hacer los honores de casa. Mi devoción al Smo. Sacramento y al Sagrado Corazón debe reflejarse en toda mi vida: en los pensamientos, en los afectos, en las obras, de modo que viva sólo para ella y en ella. Insisto mucho en mi preparación y en la acción de gracias de la santa misa. Pongo también atención en el retiro mensual, que haré el primer domingo de mes o el día más cercano y oportuno, y en el examen espiritual, que haré escrupulosamente después del mediodía, añadiéndolo al rezo de vísperas” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 1-7 de septiembre de 1907).

“Uno de mis defectos principales es no haber encontrado todavía la justa medida del

tiempo. Debo hallar el modo de hacer muchas cosas en poco tiempo; a este respecto, pondré gran cuidado en no perder un solo minuto en cosas inútiles, como conversaciones sin una finalidad concreta, etc”. (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 1-7 de septiembre de 1907).

“Doy gracias a Dios una vez más porque se ha apiadado de mí hasta el presente y por

la nueva gracia de estos santos Ejercicios. El primer resultado es un profundo sentimiento de mi enorme miseria y la renovación del viejo propósito de querer santificarme a toda costa,

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empezando inmediatamente, pues los años buenos y preciosos pasan volando” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 25 al 31 de octubre de 1908).

“Todavía advierto en mí falta de calma y tranquilidad en mis obras, aun cuando esto no aparezca externamente. Las numerosas tareas que tengo encomendadas terminan por trastornarme la cabeza y el corazón y no me permiten atender seria y completamente a nada, con gran detrimento del espíritu de piedad. Así que mayor calma, mayor orden en todo, y las prácticas de piedad, sobre todo y a toda costa. Siento gran necesidad de un espíritu más ardoroso de oración y de unión más íntima y confiada con el Señor en medio de mis ocu-paciones. Me propongo, pues, con todas mis fuerzas ser fiel a mis prácticas de piedad, hasta el escrúpulo. Me levantaré siempre, y sin excepción, a las cinco y media para que nunca me falte tiempo para la meditación; y después de cenar rezaré siempre maitines y laudes del día siguiente. Nunca faltará la visita al Smo. Sacramento, en casa o fuera. Sobre todo, insisto en el recogimiento y en la atención durante el rezo del breviario y del santo rosario. En general, me esforzaré por mantener siempre vivo el espíritu de oración, tan importante para conservar el fervor de los propósitos” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 25 al 31 de octubre de 1908).

“No tengo nada que añadir o quitar a cuanto he propuesto en los dos Ejercicios precedentes, por lo que se refiere a mi vida de oración. Es humillante tener siempre que confesar las propias negligencias, pero es un deber ineludible. Seguiré más el consejo de mi director espiritual: ir a descansar un poco antes por la noche para ser puntual a las cinco y media de la mañana. La buena marcha de toda la jornada depende de levantarse a la hora precisa y sin retraso. Pondré también en práctica la buena costumbre de rezar ordinariamente el oficio divino en la capilla, delante del Smo. Sacramento. Varias veces en estos Ejercicios he sentido un fuerte estímulo al estudio de la Sagrada Escritura, y en estos días he comenzado ya, con gusto, la lectura de las cartas de san Pablo. Pienso seguir con este sistema, incluso empleando a menudo un pasaje de la Sagrada Escritura, en especial del Nuevo Testamento, como materia de mi meditación. Además, cada noche, antes de acostarme, leeré reposada y devotamente un capítulo de los Libros Santos. Mis ocupaciones, a veces incesantes, constituyen para mí un peso difícil y me confunden la cabeza. Esto no va bien. Debo hacer todas mis cosas con santa solicitud, pero que no perjudique en nada la tranquilidad y la calma del espíritu. Llegue adonde llegue. Sobre todo, procuraré no aguardar a última hora para hacer las cosas principales y a las cuales estoy mayormente obligado” (Angelo Roncalli, Diario del alma, Ejercicios 19 al 25 de septiembre de 1909).

El realismo espiritual nos lleva a reconocer que el sacerdote ha de vivir la propia vocación a la santidad en un contexto de dificultades externas e internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos, de problemas personales e institucionales. Ésta es una situación constante en la vida de los pastores de los que San Gregorio Magno da testimonio de esto cuando constata con dolor: «Desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular [...]. Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña?».

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Para contrarrestar las tendencias dispersivas que intentan fragmentar la unidad interior, el sacerdote necesita cultivar un ritmo de vida sereno, que favorezca el equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo haga capaz de estar abierto para acoger a las personas y sus interrogantes, en un contexto de auténtica participación en las situaciones más diversas, alegres o tristes.

El cuidado de la propia salud en todas sus dimensiones física, psicológica, es también para el sacerdote un acto de amor a los fieles y una garantía de mayor apertura y disponibilidad a las mociones del Espíritu. Mente sana en cuerpo sano, psicología sana en conciencia sana. A este respecto, son conocidas las recomendaciones de san Carlos Borromeo, brillante figura de pastor, en el discurso que pronunció en su último Sínodo: «¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti».

El sacerdote debe afrontar, pues, con equilibrio los múltiples compromisos armonizándolos entre sí: la celebración de los misterios divinos y la oración privada, el estudio personal y la programación pastoral, el recogimiento y el descanso necesario. Con la ayuda de estos medios para su vida espiritual, encontrará la paz del corazón experimentando la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. Con la gracia que Dios le concede, debe desempeñar cada día su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.

Pasamos de una vida bien estructurada, por las reglas del seminario, a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?

Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.

El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.

Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras

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cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?". Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí. Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.

Lo esencial, creo, es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.

No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

Propuesta: ¿Qué es lo que no puede faltar para que no se me desorganice el día? La respuesta es dar primacía, prioridad, a lo espiritual antes que a lo material, a la gracia antes que a la actividad, al silencio antes que al ruido. Hay que tener unos puntos fijos, no debemos estar inventando cada día, hay que tener cierto orden durante el día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad:

276 § 1. Los clérigos, en su propia conducta, están obligados a buscar la santidad por una razón peculiar, ya que, consagrados a Dios por un nuevo título en la recepción de orden, son administradores de los misterios de! Señor en servicio de su pueblo.

§ 2. Para poder alcanzar esta perfección: 1º cumplan ante todo, fiel e incansablemente, las tareas del ministerio pas-

toral; 2ª alimenten su vida espiritual en la doble mesa de la sagrada Escritura y de la

Eucaristía; por eso, se invita encarecidamente a los sacerdotes a que ofrezcan cada día e! Sacrificio eucarístico, y a los diáconos, a que participen diariamente en la misma oblación;

3ª los sacerdotes, y los diáconos que desean recibir el presbiterado, tienen obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según sus libros litúrgicos propios y aprobados; y los diáconos permanentes han de rezar aquella parte que determine la Conferencia Episcopal;

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4º están igualmente obligados a asistir a los retiros espirituales, según las prescripciones del derecho particular;

5º se aconseja que hagan todos los días oración mental, accedan frecuentemente al sacramento de la penitencia, tengan peculiar veneración a la Virgen Madre de Dios y practiquen otros medios de santificación tanto comunes como particulares.

1º cumplan ante todo, fiel e incansablemente, las tareas del ministerio pastoral. Y es que la caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de dar la vida por la grey puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de vida pueden construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra. Así, desempeñando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción”.

2ª alimenten su vida espiritual en la doble mesa de la sagrada Escritura y de la Eucaristía; por eso, se invita encarecidamente a los sacerdotes a que ofrezcan cada día el Sacrificio eucarístico, y a los diáconos, a que participen diariamente en la misma oblación;

El futuro Pablo VI interpretaba muy bien su actitud interior cuando afirmaba: «El paso del sacerdote es cauto, porque se mueve sobre los abismos: la misa, el breviario, la administración de la gracia y de la verdad, la edificación de la Iglesia, la amistad con el dolor, el coloquio con el más allá. Recuerdo que en cierta ocasión mons. Tovini me dijo: “comenzar la jornada con la celebración de la misa es una alegría, una gran alegría, porque luego las demás horas de la jornada a menudo son otra cosa muy diferente”».

“Valoramos y agradecemos con gozo que la inmensa mayoría de los presbíteros vivan su ministerio con fidelidad y sean modelo para los demás, que saquen tiempo para su formación permanente, que cultiven una vida espiritual que estimula a los demás presbíteros, centrada en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración diaria de la Eucaristía: "¡Mi Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada!" HURTADO, Alberto, Un fuego que enciende otros fuegos, pp. 69-70” (Aparecida, 191)

Con gran realismo el santo Cura de Ars, hacía notar: «La causa del relajamiento del sacerdote está en que no dedica suficiente atención a la Misa». El se dejaba embargar particularmente ante la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Ante el tabernáculo pasaba frecuentemente largas horas de adoración, antes de amanecer o durante la noche; durante sus homilías solía señalar al sagrario diciendo con emoción: «El está ahí ». Por ello,

“Un sacerdote vale lo que vale su vida eucarística, sobre todo su misa. Misa sin amor, sacerdote estéril. Misa fervorosa, sacerdote conquistador de alma. Devoción eucarística descuidada o desanimada, sacerdocio en peligro y que va difuminándose”. “Los que hemos observado cómo Juan Pablo II celebraba la santísima Eucaristía hemos tenido la clara

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percepción de cómo para él la ofrenda de su vida, unida a la ofrenda de Jesús, era el centro de su vida. Juan Pablo II ha sido verdaderamente un hombre eucarístico, moldeado por el ejemplo de María, la esclava del Señor, que no deseaba otra cosa que no fuese el cumplimiento en ella de cuanto el ángel le había dicho de parte del Dios (ver Lc 1, 38)” Card. Estévez). La Eucaristía es el secreto de mi jornada. Da fuerza y sentido a todas mis actividades al servicio de la Iglesia y del mundo entero.

3ª los sacerdotes, y los diáconos que desean recibir el presbiterado, tienen obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según sus libros litúrgicos propios y aprobados; y los diáconos permanentes han de rezar aquella parte que determine la Conferencia Episcopal; La santificación de las diversas horas importantes del día, las laudes, las vísperas, en la celebración de la liturgia de la Horas, nos ayuda a estar cronometrados con el Señor.

4º están igualmente obligados a asistir a los retiros espirituales, según las prescripciones del derecho particular. Junto a las diversas recomendaciones de vida espiritual, figuran dos obligaciones propiamente jurídicas: 1) la recitación diaria de la liturgia de las horas; 2) la asistencia a ejercicios espirituales, según determinación del derecho particular.

5º se aconseja que hagan todos los días oración mental. La oración “es en cierta manera la primera y la última condición de la conversión, del progreso espiritual y de la santidad” (Juan Pablo II, Carta Novo Incipiente, nº. 10). “Queridos sacerdotes: la oración es un elemento insustituible de nuestra vocación. Es tan esencial que, por su parte, muchas otras cosas que parecen más urgentes deben y tienen que ser pospuestas. La oración y el trabajo nunca deben separarse. Si reflexionamos diariamente ante Dios sobre nuestro trabajo y se lo encomendamos, ese mismo trabajo se convierte en definitiva en oración” (13, 9, 83). “Jamás dejéis de creer que el afán de coloquio íntimo con Jesús eucarístico, las horas pasadas de rodillas ante el Tabernáculo, detengan o disminuyan el dinamismo de vuestro ministerio. Lo contrario es la verdad exactamente. Lo que se da a Dios nunca es perdido para el hombre” (16,2,84). “Los sacerdotes nunca sois tan fuertes como cuando eleváis vuestras manos al cielo en la celebración eucarística. En ese momento tenéis de vuestra parte la omnipotencia misma de Dios” (21,9,85).

“Tiene que ser un hombre imbuido de espíritu de oración. Cuanto más apremiante se sienta por la urgencia de los compromisos ministeriales, tanto más debe cultivar la contemplación y la paz interior, a sabiendas de que el alma de todo apostolado estriba en la unión vital con Dios” 28 de mayo de 1993).

La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración. Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico. Su vida oración debe renovarse constantemente, porque la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas. Si le falta una vida interior profunda, un sacerdote se convertirá imperceptiblemente en un oficinista, y su apostolado se convertirá en una labor rutinaria en el despacho parroquial, simplemente dedicado a resolver problemas cotidianos” (27 de octubre de 95). “Para nosotros, los sacerdotes, la oración no es un lujo ni una alternativa de practicarla o no practicarla según convenga. La oración es esencial para la vida pastoral. A través de la oración amamos más profundamente a aquellos que Jesús nos ha confiado en nuestro ministerio. De particular importancia para nuestras

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vidas y nuestro ministerio es la oración de alabanza que representa la Liturgia de las Horas, que la Iglesia nos regala y durante las cuales nosotros oramos en su nombre y en nombre del Señor” (16,9,87).

b. accedan frecuentemente al sacramento de la penitencia. La vida espiritual y pastoral del Sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor. Pero añado también que el Sacerdote —incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la Penitencia— necesita recurrir a la fuente de gracia y santidad presente en este Sacramento. Nosotros Sacerdotes basándonos en nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en la medida en la que recurrimos atentamente al Sacramento de la Penitencia y nos acercamos al mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia, si de algún modo dejáramos de ser buenos penitentes. Tal es la lógica interna de este gran Sacramento. Él nos invita a todos nosotros, Sacerdotes de Cristo, a una renovada atención en nuestra confesión personal. A su vez, la experiencia personal es, y debe ser hoy, un estímulo para el ejercicio diligente, regular, paciente y fervoroso del sagrado ministerio de la Penitencia, en que estamos comprometidos en virtud de nuestro sacerdocio, de nuestra vocación a ser pastores y servidores de nuestros hermanos. También con la presente Exhortación dirijo, pues, una insistente invitación a todos los Sacerdotes del mundo, especialmente a mis Hermanos en el episcopado y a los Párrocos, a que faciliten con todas sus fuerzas la frecuencia de los fieles a este Sacramento, y pongan en acción todos los medios posibles y convenientes, busquen todos los caminos para hacer llegar al mayor número de nuestros hermanos la «gracia que nos ha sido dada» mediante la Penitencia para la reconciliación de cada alma y de todo el mundo con Dios en Cristo. 53. Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos. Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición para la revaloración pastoral del sacramento de la Reconciliación. En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad: «Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si viene a faltarle por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado por auténtica fe y devoción, al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesara más o se confesara mal, su ser sacerdotal y su hacer sacerdotal se resentirán muy rápidamente, y también la comunidad, de la cual es pastor, se daría cuenta».

c. tengan peculiar veneración a la Virgen Madre de Dios. La Iglesia ama rezar a la Madre y tres veces al día con el Ángelus, en la mañana, a las 12:00 y en la tarde.

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d. y practiquen otros medios de santificación tanto comunes como particulares.

Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos vacíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte, son espacios para "respirar de nuevo"; y, por otra, son centro y fuente del servicio. La vida interior es esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente "trabajo" pastoral, es orar también por los demás. En el "Común de pastores" se lee que una de las características del buen pastor es que "multum oravit pro fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral. Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario.

Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos con rutina, como algo que de todos modos "debemos hacer"; celebrémosla "desde dentro". Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al decir "Esto es mi cuerpo", brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo "yo"; si realizamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor.

El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo, como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias. Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hombres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración. Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no significa retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás. Así, me parece

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importante ver que estas dos realidades, la santa misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad,  de  vida  interior,  que  la  Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo. Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres.

Aplicaciones pastorales

Unidad y armonía de la vida de los presbíteros

14. Siendo en el mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar los hombres y tanta la diversidad de los problemas, que los angustian y que muchas veces tienen que resolver precipitadamente, no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones. Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar su obra.

En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.

Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios; es decir, la conformidad de los proyectos con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo.

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PO, nº 14 Habla del dificil problema de cómo el presbítero, disputado por un gran número de tareas –frecuentemente muy diversas-, pueda conservar la unidad interior de su vida. Un problema que, con la creciente escasez de sacerdotes, amenaza con convertirse cada vez más en la verdadera crisis de la existencia sacerdotal. Desgarrado hacia un lado y hacia otro, entre tales actividades, se siente vacío y cada vez menos en condición de encontrar tiempo para el recogimiento, del cual que obtiene fuerza e inspiración. Exteriormente deteriorado e interiormente vaciado, pierde la alegría de su vocación, que a fin de cuentas siente como un peso, que apenas puede sobrellevar. No le queda sino la huida o el acomodarse sin celo en una vida tibia de profesional de las cosas religisoas.

Para intentar superar esta situación en Concilio ofreció 3 indicaciones:

1º El fundamento es la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era el cumplimiento de la voluntad del Padre (ver Jn 4,34). Mis actividades, aunque sean múltiples, constituyen sin embargo el desarrollo de mi vocación, puesto todo me lleva a cumplir la voluntad del Padre, y actuar como instrumento de Cristo en comunión ontológica con Él.

2º La ascesis sacerdotral no es una carga añadida a mi sobrecargada jornada. Es precisamente en la acción que aprendo a entregarme a mí mismo, a perder y donar mi vida, a aceptar el sufrimiento. El primer beneficiado de dicha acción pastoral soy yo mismo, pues no cumplo un trabajo exterior, sino que me alimento de la gracia Eucarística, Penitencial, de la Palabra de Dios.

3º Aun cuando viva mi vida en unión ontológica con Cristo, que desarrollo mi unión con Él actuando en su nombre, es necesario momentos de respiro, para penetrar en el misterio que me sostiene. Es muy impresionante la enseñanza de san Carlos Borromeo, que a partir de su experiencia, nos subraya a menudo la importancia de la meditación, pues es esencial que la profundización espiritual vuelva a nuestra acción. Por lo demás toda la vida de san Carlos Borromeo se consumió por los demás, murió a los 46 años extenuado, y precisamente él nos enseña que esta dedicación es imposible sin la meditación. El ministerio sin espiritualidad, sin vida interior, se transforma en un vacío activismo. No se trata de una carga añadida sino del respiro del alma, pues sin respiro somos privados del aliento espiritual, del soplo del Espíritu Santo en nosotros.

También otras modalidades ayudan a recuperarnos, pero la fundamental para reponerse de la actividad, es aprender a amarla nuevamente buscando interiormente el rostro de Dios, que siempre nos llena de alegría. Venerable siervo de Dios Juan Pablo II

Para Juan Pablo II la primera tarea de un papa era rezarHabla el postulador de su causa de beatificaciónROMA, lunes 28 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- El proceso de beatificación de Juan

Pablo II ha sido “una confirmación de la transparencia total de su vida como hombre y sacerdote”, asegura monseñor Slawomir Oder, postulador de la causa de Karol Wojtyla, que será elevado a los altares el 1 de mayo.

Así lo explicó en la conferencia que pronunció el 25 de febrero en Roma, en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma, aclarando que “no había un Wojtyla público y uno

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privado: la opinión sobre él que el mundo maduró en sus más de 26 años de pontificado se ha demostrado verdadera”.

Por tanto, “su simpatía, el fervor de la oración, la espontaneidad al hablar de sí mismo, la capacidad para entablar relaciones, no eran simples atributos de una imagen mediática, sino que constituían la esencia de su persona”.

Más bien, el “verdadero tesoro” del proceso consiste en “la confiración de la fuente de su coherencia, energía, entusiasmo, profundidad y naturaleza”: “el encuentro con Dios, su enamoramiento de Cristo y saberse amado por Él”.

“Tratan de comprenderme desde afuera --decía en confidencia en una ocasión Woityla--, pero yo sólo puedo ser comprendido desde dentro”. De ahí “ese auténtico don y gusto y alegría de la oración”, al que Wojtyla “permaneció siempre fiel, hasta en la hora de su agonía”. Una oración que constituía “el aire que respiraba, el agua que bebía, el alimento que le nutría”. Como resulta de muchos testimonios, para Juan Pablo II “la primera tarea del Papa hacia la Iglesia y el mundo es la de rezar”.

“El recorrido místico de Wojtyla – explicó Oder – se perfiló como un progresivo hacer de sí mismo un anawim, el ‘pobre de Israel’ que no tiene otra esperanza y otro punto de referencia sino Dios”.

“Es desde la oración – añadió Oder – de donde nacía la fecundidad de su actuar”. No es casualidad, cuando a los colaboradores, a quienes pedía que le sugiriesen soluciones a problemas particulares, admitían no haberlas encontrado, les solía repetir: “se encontrarán cuando hayamos rezado más”.

De la oración nacía también “la capacidad de decir la verdad sin miedo, porque sólo quien está ante Dios no tiene miedo de los hombres”.

Una extraordinaria libertad interior que se expresaba, ante todo, en la relación con los bienes materiales. “También como Papa – afirmó Oder – él fue un hombre de pobreza radical”.

“Conmueve – contó el sacerdote polaco – el testimonio de las personas cercanas a él en Cracovia que para hacerle renovar el guardarropa debían recurrir a la estratagema de lavar la ropa nueva muchas veces para que pareciera usada, porque sabían que de lo contrario los habría dado en seguida a una persona necesitada”.

Con todo, uno de los aspectos más impactantes de su elección de la pobreza, según Oder, es “haber dejado la palabra poética para acoger al Verbo”, superando, con la elección del sacerdocio, “la atracción que ejercía sobre él otra vocación, la del teatro”.

La libertad interior se ejercitaba también hacia los demás, y aunque “sabía escuchar y aceptar la crítica, prefiriendo la colaboración”, con todo “no renunciaba a tomar posiciones difíciles e incómodas” por temor “de las reacciones de las autoridades hostiles a la Iglesia en los años en Polonia”, o por “la incomprensión de la opinión pública predominante en los años de su pontificado”.

Su objetivo, de hecho, no era “su propio éxito o su realización autonoma” sino “anunciar la verdad del Evangelio y defender la verdad sobre el hombre”. De esta libertad fundada sobre la relación con Dios “nace el grito 'no tengáis miedo', inicio y lema de su pontificado”.

Quizás precisamente la búsqueda de la cercanía a cada hombre “en el deseo de ser solidario con sus alegrías y sus dolores, de buscar y vivir la verdad del ser hombre” hizo a Wojtyla “tan querido y amado por el pueblo de Dios”. Se ha comprobado, según Oder, “un fenómeno singular: Wojtyla, que perdió muy pronto a su familia natural, tenía un fuerte sentido de la familia, sabía dar calor humano”.

Como atestiguan las cartas que siguen llegando a la oficina del postulador y que se refieren a Juan Pablo II como “nuestro Papa, Lolek, Karol, tío, abuelo, padre”. Un fenómeno

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que no se limita a los católicos: “en un encuentro ocasional – contó Oder – una mujer judía me dijo que había perdido a su padre dos veces; la primera cuando se le murió su padre natural, y la segunda con la muerte de Juan Pablo II”.

No debe olvidarse otro rasgo esencial de la personalidad de Wojtyla: “la presencia de la cruz en su vida, llevada con dignidad y, al final, en un silencio que hablaba más que la palabra” reivindicando “el derecho a la existencia que la sociedad de lo efímero esconde con vergüenza”.

“Millones de personas en el mundo – recordó Oder – conservan en la memoria la imagen transmitida por la TV, del Papa de espaldas en su capilla privada, abrazado a la cruz durante la celebración del Viernes santo”.

“Estoy convencido – afirmó Oder – de que celebrar el proceso ha sido útil”. Lejos de ser “un burocrátivo examen de una existencia”, permitió en cambio “restituir intensidad y vigor a los aspectos ya conocidos de las vicisitudes humanas del Papa Wojtyla, junto a los episodios inéditos ofrecidos al poner todo en común”.

Si “el objetivo de la Iglesia, como afirmaba Wojtyla, es llevar el mayor número de personas a la santidad”, el pueblo de los devotos “no tiene dudas – concluyó Oder – sobre la singularidad de su ejemplom llevado hasta el sacrificio extremo”.

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OCTAVA MEDITACIÓN:

LA TRANSFIGURACIÓN

“Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Y sucedió que, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.» Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lucas 9, 28-36).

En los relatos sinópticos la transfiguración parece tener dos significados fundamentales: el primero disponer el ánimo para la cruz (punto de vista preferido en Occidente) y el segundo mostrar la divinidad de Jesús (punto de vista preferido en Oriente).

En la espiritualidad latina: “El objetivo principal de la transfiguración –escribe san León Magno- era apartar del corazón de los apóstoles el escándalo de la cruz, para que la humildad de la pasión querida por Él, no turbara su fe, al haberles sido revelada anticipadamente la excelencia de su dignidad escondida” (Tratados, 51,3). ”La transfiguración tuvo lugar, para que todo el cuerpo tomara conciencia de la transformación de la que sería objeto y para que los miembros se volvieran a prometer la participación en esa misma gloria que había brillado en la cabeza” (ídem).

En la espiritualidad oriental: “En el Tabor fueron preanunciados los misterios de la crucifixión, revelada la belleza del Reino y manifestado el segundo descenso y la segunda venida en la gloria de Cristo. Ha sido prefigurada la imagen de los que seremos y nuestra configuración en Cristo. La fiesta actual revela otro Sinaí mucho más precioso que el primero” (Anastasio Sinaíta, Homilía para la Santa Transfiguración de Cristo). “Cristo se transfiguró para mostrarnos la futura transfiguración de nuestra naturaleza en su segunda venida” (Proclo de Constantinopla, Homilía sobre la Transfiguración, 8).

1. “Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto”. Lucas nos indica la finalidad “subió al monte a orar” (9, 28). “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño; más despertaron y vieron la gloria de Jesús y a los dos varones que estaban con Él” (9,32).

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Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan (ver Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. Tomó a Pedro, Santiago y Juan como Moisés tomó en su ascensión a Aarón, Nadad y Abihu y a los setenta ancianos (ver Ex 24, 9). La liturgia de la transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en los apóstoles Pedro, Santiago y Juan -una tríada humana- que contempla la Trinidad divina, como los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (ver Dn 3, 51-90), la liturgia “bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos” (Matutino de la fiesta de la Transfiguración).

De nuevo nos encontramos -como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración- con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor -en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio- dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia. En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.

Jesús nos elige para que le acompañemos a la montaña y para mostrarnos su gloria. Su intención es que experimentemos su divinidad, pero estamos cargados de sueño (quizás venimos "obligados"...acarreados...). Subamos al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan a Dios, según una imagen muy frecuente en los místicos.

Al nombrar el monte el evangelista Mateo lo califica de alto y de santo la segunda carta de san Pedro (1,18). El Tabor, con su modesta altura pero singular (588 metros), ha impresionado desde siempre a los hebreos (ver Salmo 89,13). Es una invitación a la ascensión hacia las alturas y hacia la luz: “Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y celestial; detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos en espíritu la divinidad del Padre y del Espíritu que resplandece en el Hijo unigénito” (tropario, conclusión del Canon de san Juan Damasceno).

Se trata de parar la vida para dedicarse especialmente al diálogo interior con Dios nuestro Señor por medio de la oración, la reflexión y el examen.

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Parada que debe ayudar a la purificación personal, a ordenar la vida de acuerdo con tu condición de criatura creada por Dios, a renovar la adhesión inquebrantable de la propia voluntad a la voluntad de Dios, y a pedir gracias especiales de fortaleza para la perseverancia final en la vocación.

Ejercicios espirituales, monte del silencio y de la contemplación, donde hay que dejarse conquistar por el misterio de luz y amor de Dios (ver Fil 3,12)

Acogiendo plenamente el designio del Padre, en el que estaba escrito que debía sufrir para entrar en su gloria, Cristo experimenta de forma anticipada la luz de la resurrección. De igual modo nosotros, al llevar cada día la cruz con fe, rebosante de amor, no sólo experimentamos su peso y su dureza, sino también su fuerza de renovación y de consolación. Con Jesús, recibimos esta luz interior especialmente en la oración. Cuando el corazón ha sido conquistado por Cristo, la vida cambia. Las opciones más generosas y, sobre todo, perseverantes son fruto de una profunda y prolongada unión con Dios en el silencio orante.

La verdad de uno mismo sólo se percibe en el silencio.

La paz, el autoconocimiento, la reflexión profunda, la humildad y la perplejidad ante la vida sólo surgen escuchando el sonido más dulce y sencillo que Dios inventó para el hombre: el silencio. El silencio definitivamente nos acerca a las verdades últimas de la vida.

El hombre puede, incluso, sumergirse en el silencio. El silencio está ahí, pero no se escucha. La culpa no es tanto de las personas como de toda una cultura dominante. No disponer de tiempos de silencio conlleva vivir al día una vida sin profundidad, sin preguntas y esperanzas verdaderas. Implica poca sensibilidad y falta de reconocimiento ante algo tan asombroso como el hecho de estar vivo.

Una persona que no busca el silencio, no busca saber para qué vive; por qué las cosas son como son; por qué existe el dolor; por qué no es feliz, si aparentemente lo tiene todo. Es, en definitiva, una muestra de conformismo indigno del ser humano. El silencio es criba que separa lo que queremos asimilar de los que se nos impone por conductos que no controlamos. Pensemos cuánta belleza, cuántos valores, cuantos bienes auténticos nos pasan inadvertidos por falta de silencio.

Sin silencio no hay verdadera libertad.

La vida contemplativa posee el instrumento más antiguo que conoce el hombre de acercamiento al sentido de la vida: el silencio. Todos somos iguales ante el silencio: a nuestros ídolos modernos hay que imaginárselos en soledad. De nada les sirve las caretas. El silencio nos empequeñece, bueno, en realidad somos así de pequeños, porque el silencio desnuda lo superficial y mantiene la esencia.

Le tenemos miedo al silencio porque, quizás, los rincones desconocidos del alma en el silencio salen a flote y nos incomoda que deja nuestras debilidades al descubierto.

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La presencia de Dios se hace mucho más intensa cuando uno está solo. El silencio nos conduce a la libertad, al encuentro con Dios y con nosotros mismos. En él nos damos cuenta de nuestra naturaleza herida, de nuestra pobreza, de la necesidad que tenemos de Dios.

Vivir, como san Juan de la Cruz, la arriesgada aventura del silencio y soledad, ajeno de aprobaciones humanas. La soledad desocupa el tiempo, mortifica los afectos, adormece las pasiones, desvía las ocasiones, quita los cuidados, serena las potencias, y desocupando el alma de todas las criaturas, al dispone para acercarse más y unirse a Dios. La soledad nos limpia de las culpas pasadas, nos previene y guarda de las venideras apartándonos de la ocasión.

El silencio es el sustituto de la soledad y nos obtiene grandes ventajas. El silencio es el freno de todas las pasiones y la guarda de la devoción y del fervor, y la llave con que el hombre interior está recogido y encerrado dentro de sí mismo: “Excelente cosa es el silencio y no es otra cosa sino madre de sapientísimos pensamientos” (Diadoco de Foticé, Capita centum de perfectione spirituale c 70).

Pues como todo el ejercicio de las virtudes se gobierna por los pensamientos y la primera entrada de la gracia sea por el pensamiento, bien se ve cuanto importa, el silencio para alcanzar las virtudes, pues es madre de buenos pensamientos.

2. “Y se transfiguró delante ante ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. «Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29).

La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo. Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz. Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre

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del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.

San Pablo aplica todo esto a la oración de contemplación que asimila el hombre a Dios, a la oración unión de los cristianos con Jesucristo: “El mismo Dios que dijo de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo” (2 Cor 4, 6).

Los evangelistas subrayan que esta luz no está "sobre" Él, sino que sale de Él. Le pertenece como algo propio: no se posa sobre Él como un rayo viene de lo alto; sale de Él, emana de Él, radica en Él. Aparentemente le hace adoptar la forma de un hombre distinto. Y, sin embargo, es Él. Fue como si, por un momento, hubiera desatado al Dios que era y al que tenía velado y contenido en su humanidad. Los tres apóstoles viven una de las horas más altas de su vida -en la medida en que ellos eran capaces- que les tenía que ayudar a consolidar su fe, les prepara al drama de la cruz y anticipa la gloria de la resurrección.

Así Jesús se manifiesta a algunas personas realmente como el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, solo, puede satisfacer totalmente el corazón humano.

Los ejercicios deben ser un crecimiento en nuestra fe en Jesucristo: aparece el Padre en la voz, el Hijo en el hombre y el Espíritu Santo en la nube luminosa.

3. “En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él”. Los discípulos entonces miran a su Maestro con mayor admiración que nunca. Ya no son los escritos de Moisés quienes anuncian su venida: es Moisés -en persona -quien viene a testificarlo. Elías no sólo será, desde ahora, su anunciador, sino su compañero.

Cristo es el centro de la Transfiguración y hacia él convergen los dos testigos de la primera Alianza: Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La divinidad de Cristo, proclamada por la voz del Padre, también se manifiesta mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos pintorescos. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia: “Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandera sobre la tierra” (Mc 9, 3). Asimismo, la nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de Israel y en la tienda de la Alianza (ver Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40, 34. 38).

Toda la vida de Cristo es a la vez una ocultación y una revelación simultáneamente, del Dios inmenso e ilimitado, que al fin ha desvelado su rostro. Es un rostro ansiado por los más grandes espíritus de la humanidad comenzando por Moisés y Elías, los dos profetas más grandes, tan deseosos ambos de poder contemplarlo. Dios oculto irrumpe, deja caer por un momento el velo que lo cubre, manifiesta algo de su profunda e invisible realidad del hombre Jesús.

Necesitamos mucho a Moisés y a Elías, la humildad y la confianza lanzada, para recorrer el camino de nuestra amistad divina. Ambos se habían presentado valientemente

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delante de los príncipes desalmados, del Faraón, de Acab. Ambos se habían expuesto hablando a favor de un pueblo desobediente y rebelde, que, después de haber sido liberado de una tiranía insoportable, descargaría seguidamente su furia contra sus propios libertadores. Ambos se habían propuesto apartar al pueblo de la idolatría.

La presencia de Moisés y Elías resaltan la importancia de Jesús: «Hablaban de su muerte. Esta lectura del relato de la transfiguración según Lucas es la única que nos dice algo sobre el contenido de la conversación del Señor transfigurado con Moisés y Elías; hablaban de la muerte de Jesús; por tanto del acontecimiento capital de la redención del mundo. En función de esto hay que interpretar toda la escena. Jesús se muestra transfigurado ante sus discípulos, porque ya les había anunciado su muerte. La voz del Padre que viene del cielo, y designa al Hijo como el escogido, alude también a su acto redentor en la cruz. Y cuando al final los discípulos ven de nuevo a Jesús solo, saben cuánta plenitud de misterio se oculta en su simple figura, pues todo esto: su relación con toda la Antigua Alianza, su relación permanente con el Padre y el Espíritu, que en forma de nube ha cubierto también con su sombra a los discípulos, representantes de la futura Iglesia, se encuentra incluido en él. Su transfiguración no es una anticipación de la resurrección —en la que su cuerpo será transformado de cara a Dios—, sino, por el contrario, la presencia del Dios trinitario y de toda la historia de la sal vación en su cuerpo predestinado a la cruz. En este cuerpo de Jesús queda definitivamente sellada la alianza entre Dios y la humanidad.

4. “Tomando Pedro la palabra dijo a Jesús: Señor: bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías”.

Cristo es percibido, como la luz para los ojos, como la dulzura del corazón, como la alegría del universo, como el esplendor divino que hace bella y digna de ser vivida la vida humana. ¡Qué hermoso es estar aquí contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! Jesús es el más hermoso de los hijos de Adán (ver Sal 45,3). Es la experiencia de darnos cuenta del valor de las cosas a la luz de la eternidad. Es el deseo de permanecer siempre con Él. “¡Qué hermoso es estar aquí” (Mt 17, 4). Es necesario buscar de modo especial en este tiempo la cercanía de Cristo. Es necesario vivir en la intimidad con Él. Abrir ante Él el propio corazón, la propia conciencia. Hablar con Él. La gracia está precisamente durante esta semana, de modo particular, sobre nosotros. Por eso es necesario que nos abramos sencillamente a ella. La gracia de Dios no es tanto objeto de conquista cuanto de disponible y gozosa aceptación, como recibir un don, sin ponerle impedimentos. Sin embargo como Pedro, Santiago y Juan, también nosotros –a veces- tenemos miedo. Preferimos escuchar otras voces, voces de la tierra, puesto que es más fácil escucharlas y parecen tener más sentido. Pero sólo Jesús puede conducirnos a la vida eterna.

Seamos como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella -hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí! Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡Qué bien se está aquí!, donde todo es resplandeciente, donde está el

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gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las realidades futuras” (Del sermón de Anastasio Sinaíta, obispo, en el día de la Transfiguración del Señor).

La experiencia de Cristo Dios ha llegado a su plenitud para Pedro en la escena de la transfiguración. Ha tocado el cielo y quiere quedarse ahí para siempre. Atrás ha quedado para él aquellos años de pescador, aquella familia, aquella rutina de la vida ordinaria. Todo aquello era hermoso, pero al lado de esto era realmente poco y triste. De repente Pedro se ha encontrando con el cielo –la posesión eterna de Cristo- y ya no le interesa nada más que eso. Ha sido indudablemente un don de Dios para su alma esta experiencia:

“¡Qué bien se está contigo, Señor, junto al Sagrario! ¡Qué bien se está contigo! ¿Por qué no vendré más? Hace ya muchos años que vengo a verte a diario y aquí te encuentro siempre, Amante Solitario, solo, pobre y escondido. ¡Pensando en mí quizás!... Tú no me dices nada, ni yo te digo nada, si Tú lo sabes todo, ¿qué voy a decir? Sabes todas mis penas, todas mis alegrías, sabes que vengo a verte con las manos vacías y que no tengo nada que te pueda servir. Siempre que vengo a verte, siempre te encuentro solo. ¿Será, Señor, que nadie sabe que estás aquí? No sé; pero sé en cambio, que aunque nadie viniera, aunque nadie te amara. ni te lo agradeciera, aquí estarías siempre esperándome a mí... ¿Por qué no vendré más? ¡Qué ciego estoy! ¡Qué ciego! Si sé por experiencia que cuando a Ti me llego, siempre vuelvo cambiado, siempre salgo mejor. ¿A dónde voy, Dios mío, cuando a mi Dios no vengo? Si Tú me estás esperando siempre, si a Ti siempre te tengo, si jamás me has cerrado las puertas de tu amor. Por otros recorren a pie largos caminos, acuden de muy lejos cansados peregrinos, o pagan grandes sumas que no han de recobrar. Por Ti, nadie me pregunta; de Ti nadie hace caso; si alguno te visita, es sólo así, de paso, aquí eres Tú quien paga si alguno quiere entrar. ¿Por qué no vendré más, si sé que aquí a tu lado, puedo encontrar, Dios mío, lo que tanto he buscado, mi luz mi fortaleza, mi paz, mi único bien? Si jamás he sufrido, si jamás he llorado, Señor, sin que conmigo llorases Tú también. ¿Por qué no vendré más, Jesucristo bendito? ¡Si Tú lo estás deseando! ¡Si yo lo necesito! Si sé que no soy nada cuando vengo aquí... Si aquí me enseñarías la ciencia de los santos como aquí la buscaron y la aprendieron tantos, que fueron tus amigos y gozan de Ti... ¿Por qué no vendré más, si sé yo, que Tú eres el modelo único y necesario, que nada se hace duro mirándote a Ti aquí...? El Sagrario es la celda donde estás encerrado... ¡Qué pobre, qué obediente, qué manso, qué callado, qué solo, qué escondido... Nadie se fija en Ti! ¿Por qué no vendré más, ¡Oh! bondad infinita!, riqueza inestimable que nada necesita, y que te has humillado a mendigar mi amor. Ábreme ya esa puerta - sea ya mi vida - olvidada de todos, de todos escondida, ¡QUÉ BIEN SE ESTÁ CONTIGO, QUÉ BIEN SE ESTÁ, SEÑOR

Pedro que, ya antes quería evitar que su Maestro pasase por la cruz (ver Mateo 16,22), ahora igualmente –ante la partida a Jerusalén, ante la muerte de Jesús- opone la presente dicha de quedarse allí con el Señor transfigurado y, por eso, sugiere tres tiendas o cabañas, que puede ser una alusión a la tienda de los tabernáculos (ver Jn 7, 2) a la presencia de Dios en su tienda en medio de los hombres (Jn 1, 14). Pedro, sin esfuerzo especial de su parte, se ha visto dentro de un mundo que le fascina y quiere la salvación sin tener que pasar por el sacrificio, ni la cruz. Es la tentación de todos los tiempos (ver Lc 24, 26).

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Pero para Jesús este hecho es como una luz potente, como algo que ilustra el camino oscurecido con tanto nubarrón.

5. “Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía”.

La nube y la luz son dos símbolos inseparables del Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y cubre con su sombra. Él es quien vino en una nube y cubrió con su sombra a Jesús, a Moisés, a Elías, a Pedro, a Santiago y a Juan.

Es el Espíritu Santo quien les guiará y santificará. A nosotros sólo nos queda ser dóciles y fieles a sus divinas inspiraciones.

6. “Este es mi hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle”. ”Éste es mi Hijo amado, escuchadle”, el texto de Marcos. En Lucas, por su parte, se dice: “Éste es mi Hijo elegido, escuchadle” (9, 35). Pedro en su segunda carta atestiguará: ”nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte Santo” (1, 16-18).

A los tres discípulos extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en Él toda confianza, a hacer de Él el centro de la vida. A su primera llamada por Jesucristo -al inicio de la vida pública- ésta segunda llamada del Padre adquiere nueva profundidad y exigencia. Las ideas más o menos todos las conocemos, pero las convicciones profundas de una vida cada uno debe asimilarlas. Él es el Hijo predilecto, el Único, precisamente porque considera al Padre como su Todo, en todos los aspectos, empezando por los que se corresponden con los dinamismos más profundos de la persona humana, como son el deseo y la necesidad de amar, el deseo y la necesidad de poseer, el deseo y la necesidad de decidir.

El Padre no es un ser lejano, no es un enigma, sino amor que crea y espera, un tesoro que nunca se apolilla, una felicidad que nunca defrauda.

Las palabras de Jesús no son como las palabras de los hombres. Sus primeros oyentes se percataron de ello enseguida y decía que “enseñaba como quién tiene autoridad y no como sus escribas” (Mt 7,29). Poseen una densidad y una profundidad que las demás palabras no tienen: sean de filósofos, políticos o poetas. Pedro le dirá, según san Juan, “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68).

Su autoridad profética legítimamente propuesta por la perentoria invitación: Escuchadlo.

Y sobre todo la denominación de Hijo que subraya las relaciones íntimas y únicas que existen entre Jesús y el Padre celestial.

En la Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz (ver Sal 36, 10), sino que también se nos invita a escuchar la palabra divina que se nos dirige. Por encima de la palabra de la Ley en Moisés y de la profecía en Elías, resuena la

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palabra del Padre que remite a la del Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al Hijo predilecto, el Padre añade la invitación a escucharlo (ver Mc 9, 7).

La segunda carta de san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente de relieve la voz divina de Jesucristo “recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco". Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (2 Pe 1, 17-19).

Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo.

La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Fil 3, 21). Pero nos recuerda también que es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14, 22) (Catecismo de la Iglesia católica, n. 556).

7. “Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo”.

Los tres discípulos saben que la nube indica la presencia perceptible de Dios y por eso se llenaron de temor que es la reacción humana ante una presencia divina extraordinaria. Lucas lo expresa en el caso de Zacarías, de María, de los Pastores, y en la gente ante los milagros de Jesús.

Nuestra conciencia del pecado se aviva ante la presencia del Dios vivo. Hay que aprovechar estos momentos para crecer en un conocimiento más real y objetivo de nosotros mismos que nos permita huir de todo sofisma o engaño que haya hecho nuestra entrega mediocre, frívola o tibia.

Testigos cualificados de la sanación de la suegra de Pedro (ver Mc 1,29), de la resurrección de la hija de Jairo (ver Mc 5,37) y poseedores de una especial información sobre Jesús (ver Mc 13,3).

Se trata de percibir -ante la presencia de Jesucristo- una nueva llamada urgente a la santidad: llenar plenamente el ideal de santidad y de apostolado.

8. “Más Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo”.

Es Cristo quien nos toca, es su voz la que oímos y es su gracia la que sostiene nuestro presente y futuro. Él es nuestra Esperanza.

Todos los esfuerzos que realiza el ser humano para progresar en el conocimiento de la

verdad, se orientan, en definitiva, al descubrimiento de algún nuevo aspecto del misterio de Dios, suma y primera verdad y fuente de verdad, pues, toda verdad proviene de Dios.

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El ser humano que se puede definir como aquel que busca la verdad sabe que en el encuentro con Jesús y con su divina revelación ha hallado la verdad de su existencia: En Jesucristo que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.

Oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san Juan Damasceno: “Me has seducido con el deseo de ti, ¡oh Cristo!, y me has transformado con tu divino amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno de alegría, exalte tus manifestaciones”.

9. “Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo”.

Cuando se tiene la gracia de experimentar una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo análogo a lo que vivieron los discípulos durante la Transfiguración: durante un momento se experimenta con antelación algo que constituirá la felicidad del Paraíso. Se trata, en general, de breves experiencias que en ocasiones Dios concede, especialmente en previsión de duras pruebas. Sin embargo, nadie vive «en el Tabor» mientras está en esta tierra. La existencia humana es un camino de fe y, como tal, avanza más en la penumbra que en plena luz, con momentos de oscuridad e incluso de densa tiniebla. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se desarrolla más con la escucha que con la visión; e incluso la contemplación tiene lugar, por así decir, a ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la Palabra de Dios. La misma Virgen María, a pesar de ser la criatura humana más cercana a Dios, caminó día tras día como en una peregrinación de la fe (Cf. «Lumen gentium», 58), custodiando y meditando constantemente en su corazón la Palabra que Dios le dirigía, ya sea a través de las Sagradas Escrituras ya sea a través de acontecimientos de la vida de su Hijo, en los que reconocía y acogía la misteriosa voz del Señor. Escuchar a Cristo y obedecer su voz: este es el único camino que lleva a la plenitud de la alegría y del amor.

Sobre el Tabor comprendemos mejor que la vida de la cruz y de la gloria son inseparables. Acogiendo hasta el final el designio del Padre, en el que estaba escrito que habría tenido que sufrir para entrar en su gloria (ver Lc 24,26). También nosotros, al llevar todos los días con fe llena de amor la cruz, experimentamos junto al peso y la dureza, su fuerza de renovación y de consolación. Con Jesús recibimos esta luz interior especialmente en la oración.

Viene a mi memoria las extraordinaria historia de san Juan de la Cruz: Por un lado Juan vive la Cruz con absoluta seriedad y por otro, sin embargo, se percibe en él el germen vivo de la resurrección: dulzura, ternura, comprensión, capacidad de hacer atrayente y deseable incluso el camino más duro y amargo. El alma enamorada –escribía- es un alma dulce, bondadosa, humilde y paciente.

Cuando el corazón ha sido «conquistado» por Cristo, la vida cambia. Las opciones más generosas, y sobre todo, perseverantes, son fruto de profunda y prolongada unión con Dios en el silencio orante.

Pedimos a la Virgen del silencio, que ha sabido custodiar la luz de la fe incluso en las horas más oscuras, la gracia de unos Ejercicios Espirituales vivificados por la oración. Que

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María nos ilumine el corazón y nos ayude a todos a adherir fielmente en toda circunstancia a los designios de Dios.

En misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y seguimiento de Cristo.

Beato Tito Brandsma (1881-1942) y su transfiguración: la presencia del Dios trinitario.

El lugar donde Tito tenía que trabajar en el cultivo de hierbas medicinales la llamaban la «Villa del amor» -sin embargo, era preciso roturar, cavar y transportar piedras-. A pesar de que los otros presos trataban, de algún modo, de ayudarle tenían que sostenerlo incluso durante la marcha, no resistía aquel ritmo, más agravado todavía por los continuos y crueles castigos: patadas, puñetazos, azotes hasta sangrar. Los otros decían que «era tratado como el Cristo flagelado». Sin embargo, no había manera que de su boca saliese una crítica hacia los que le explotaban. Al contrario, dijo de un vigilante que le había hecho sangrar la boca, golpeándole con una gamella: «Pobrecito, me da tanta lástima, que no puedo quererlo mal».

Se confiaba a sus amores más queridos: la Virgen del Carmen y la Eucaristía. Relata uno de sus hermanos: «Por la noche, volviendo agotados por el trabajo y, a menudo, también por las persecuciones, Tito me decía: "Hermano, María debe ayudamos y sostenemos; si ella extiende la mano sobre nosotros, podremos soportar mucho... "»

Precioso era, sobre todo, el apoyo de la Eucaristía que conseguían recibir casi todos los días de los sacerdotes alemanes prisioneros en el campo, a los cuales se les concedía un poco más de libertad. Conservaba una partícula hasta el día siguiente en la funda de las gafas; con el resto comulgaban unos diez prisioneros arriesgándose, cada vez más, a los crueles castigos. La noche, en que no conseguía dormir durante muchas horas, Tito la pasaba ado-rando aquel pedacito de Hostia santa y confiándole el sufrimiento de todos. Decía que también Jesús Eucaristía era «un gran prisionero». Un día en que le habían golpeado de manera más dura que de costumbre, llamándolo a cada golpe «saco de excrementos», al que le preguntaba si había sufrido mucho, respondía: «¡Ah hermano, yo sabía Quién estaba conmigo!»; y estaba muy contento porque, antes de caer a tierra, había conseguido esconder bajo el sobaco el estuche de las gafas que se había convertido en su ciborio.

Un pastor protestante de aquel campo, que lo conocía y lo admiraba, dijo que el padre Brandsma había logrado vivir «el paraíso del corazón en el infierno del campo», y difundir a su alrededor la paz y la alegría de Cristo.

Estaba tan extenuado que sus compañeros de prisión creyeron oportuno un día re-comendarlo al jefe de la sección hospitalaria, para que lo hospitalizaran. El esbirro se mostró, incluso, demasiado dispuesto a ayudarle: a Tito lo sacarán y no lo verán ya. Todo lo que sucedió después lo sabemos, hoy, por un testimonio de excepción: una testigo cuyo nombre no ha sido revelado, puesto que la policía internacional busca, acusada de haber procurado la muerte de millares de deportados. Iba a matar a Tito, y se convirtió, precisamente, porque su recuerdo no la abandonó ya. Era entonces una joven enfermera, que obedecía, por miedo, las órdenes inhumanas del oficial médico. En la práctica, le correspondían a ella todas las ejecuciones. Hoy es una mujer muy anciana que desde entonces vive en el arrepentimiento y en el tormento de su pasado. Ha sido ella la que ha contado «en secreto»

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que Tito «a su llegada a la enfermería estaba ya en la lista de los muertos». Ha sido ella la que ha contado los experimentos que se hacían con los enfermos, también con Tito, y de cómo golpeaban en su interior, sin que lo quisiera, las palabras con que él soportaba los malos tratos: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Ha sido ella la que ha contado cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban siempre con los títulos más infamantes; y cuán estremecida estaba al contemplar que aquel anciano sacerdote la trataba, por el contrario, con la delicadeza y el respeto de un padre: «Una vez me tomó de la mano y me dijo: "¡Pobre muchacha, rezaré por usted!"». Es a ella a quien el prisionero le regaló su pobre corona del Rosario, hecha de ramas y de madera y cuando, irritada, insistía en que aquel objeto no le servía porque no sabía rezar, Tito le dijo: «No es preciso que digáis toda el Ave María; decid solamente: "Ruega por nosotros pecadores"». Y es a ella a quien, aquel 25 de julio de 1942, el médico de la unidad, dio la inyección de ácido fénico para que se lo inyectase en la vena. Era un gesto rutinario, la enfermera lo había cumplido ya centenares y centenares de veces, pero la pobrecilla recuerda: «Todo aquel día me sentí mal». Puso la inyección a las dos menos diez, a las dos Tito murió: «Estaba presente cuando expiró. El doctor estaba sentado en la cama con un estetoscopio para guardar las apariencias. Cuando el corazón cesó de latir, me dijo: "Este puerco ha muerto"». De sus abusadores, el padre Tito había dicho siempre: «También ellos son hijos del buen Dios, y tal vez todavía quede en ellos algo...». Dios le concedió precisamente este último milagro. El doctor del campo llamaba sarcásticamente a aquella inyección venenosa «inyección de gracia». Y he aquí que mientras la enfermera se la inyectaba, la intercesión de Tito infundía verdaderamente en ella la gracia de Dios. En los procesos canónicos, la pobrecilla explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote le había quedado impreso en la memoria para siempre porque allí había leído algo que no había conocido nunca. Dijo simplemente: «¡Tenía compasión de mí!» Como Cristo.

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NOVENA MEDITACIÓN:

ES NECESARIO HABLAR DE LA FIDELIDAD

Exordio: “Dígory estaba a punto de volverse para regresar hacia las puertas cuando se detuvo para dar una última mirada en rededor. Se llevó una espantosa sorpresa. No estaba solo. Allí, sólo a pocos metros de distancia, estaba la Bruja. Estaba justamente arrojando el corazón de una manzana que acababa de comerse. El jugo era más negro de lo que pudieras suponer y le había dejado una mancha horrible en los labios. Dígory adivinó inmediatamente que debía haber escalado el muro. Y principió a comprender que tenía algún sentido esa última línea acerca de obtener lo que tu corazón desea y encontrar junto con eso la desesperación. Pues la Bruja se veía más fuerte y orgullosa que nunca e incluso, en cierta forma, triunfante; mas su rostro estaba mortalmente blanco, blanco como la sal. Todo esto pasó en una fracción de segundo por la mente de Dígory; luego giró sobre sus talones y corrió como un rayo hacia las puertas; y la Bruja detrás. En cuanto salió, las puertas se cerraron tras él por sí solas. Eso le dio una ventaja, pero no por mucho tiempo. Cuando iba llegando donde estaban los demás, gritándoles: “¡Rápido, Polly, súbete! ¡Levántate, Volante!”, ya la Bruja escalaba el muro, o saltaba por encima, y lo seguía muy de cerca nuevamente.-Quédate donde estás -le gritó Dígory, dando vuelta su cara hacia ella-, o desapareceremos. No te acerques ni un paso más.-Muchacho estúpido -dijo la Bruja-. ¿Por qué huyes de mí? No pretendo hacerte ningún daño. Si no te detienes a escucharme ahora, te perderás algunas cosas que es necesario saber para que seas feliz toda tu vida.-Pero no quiero oírlas, gracias -replicó Dígory. Pero lo hizo.-Conozco la misión que te ha traído aquí -continuó la Bruja-. Pues era yo la que estaba cerca de ti anoche en los bosques y escuché todas tus deliberaciones. Has arrancado una fruta allá en el jardín. La tienes en tu bolsillo. Y la vas a llevar de vuelta, sin probarla, al León; para que él se la coma, para que él la use. ¡Ingenuo! ¿Sabes qué es ese fruto? Te lo diré. Es la manzana de la juventud, la manzana de la vida. Yo lo sé, pues la he probado; y ya estoy sintiendo tales cambios en mí que estoy segura de que jamás envejeceré ni moriré. Cómela, muchacho, cómela, y tú y yo viviremos para siempre y seremos el rey y la reina de todo este mundo... o del tuyo si decidimos regresar a él.-No, gracias -respondió Dígory-, no sé si me gustaría tanto seguir viviendo y viviendo después que toda la gente que conozco haya muerto. Prefiero vivir un tiempo normal y morirme e ir al Cielo.-Pero ¿qué hay con esa madre tuya a quien dices querer tanto?-¿Qué tiene ella que ver con esto? -preguntó Dígory.-¿No entiendes, estúpido, que un solo mordisco de esa manzana la sanaría? La tienes en tu bolsillo. Estamos aquí solos y el León está lejos. Usa tu magia y regresa a tu propio mundo. Un minuto más tarde puedes estar al lado de tu madre, dándole la fruta. Y en cinco minutos verás como recupera los colores. Te dirá que ya no siente dolor. En seguida te dirá que se siente más fuerte. Luego se dormirá...; piensa en eso: horas de tranquilo sueño natural, sin

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dolor, sin medicamentos. Al día siguiente todos dirán que se ha recuperado maravillosamente. Pronto estará absolutamente sana de nuevo. Todo se arreglará e irá bien otra vez. Tu hogar volverá a ser un hogar feliz. Serás como todos los demás niños.-¡Oh! -exclamó Dígory, jadeando como si le doliera algo, y se llevó la mano a la cabeza. Porque sabía que tenía ante él la más terrible elección que hacer.-¿Qué ha hecho el León por ti alguna vez para que quieras ser su esclavo? -preguntó la Bruja-. ¿Qué puede hacer por ti una vez que estés de regreso en tu mundo? ¿Y qué pensaría tu madre si supiera que pudiste haberla librado de sus dolores y haberle devuelto la vida y haber impedido que a tu padre se le rompiera el corazón, y que no lo hiciste..., que preferiste hacer de mensajero de un animal salvaje en un mundo extraño con el cual no tienes nada que ver? -Yo..., yo no creo que él sea un animal salvaje -contestó Dígory con voz entrecortada-. El es..., no sé...-Entonces es algo mucho peor -dijo la Bruja-. Mira lo que ha hecho ya contigo: mira lo inhumano que te ha vuelto. Es lo que hace con todos los que lo escuchan. ¡Muchacho cruel, despiadado! Dejarías morir a tu propia madre antes de...-¡Oh, cállate! -dijo el desdichado Dígory, en el mismo tono de voz-.¿Crees que no entiendo? Pero, he..., he prometido.-¡Ah!, pero no sabías lo que estabas prometiendo. Y nadie aquí te puede aconsejar.-A mi misma madre -dijo Dígory, encontrando con dificultad las palabras- no le agradaría..., terriblemente estricta en cuanto al cumplimiento de las promesas..., y no robar... y todas esas cosas. Ella me diría que no lo hiciera... sobre la marcha..., si estuviera aquí.-Pero no es preciso que lo sepa nunca -dijo la Bruja, hablando en tono mucho más dulce del que podrías pensar que usaría alguien con una cara tan cruel-. No le dirías cómo obtuviste la manzana. Tu padre no necesita saberlo. Nadie en tu mundo tiene por qué saber nada acerca de toda esta historia. Tampoco es necesario que te lleves de vuelta a la niñita, ¿no es cierto? Allí fue donde la Bruja cometió su fatal error. Claro que Dígory sabía que Polly podría irse con su propio Anillo igual que él podía hacerlo con el suyo. Pero al parecer la Bruja no sabía esto. Y su bajeza al sugerir que abandonara a Polly, hizo que, repentinamente, todas las demás cosas que la Bruja había dicho sonaran falsas y huecas. Y aun en medio de todo su sufrimiento, su mente se aclaró de súbito, y dijo (con una voz diferente y mucho más fuerte):-Mira: ¿qué tienes tú que ver con todo esto? ¿Por qué demuestras tú ese cariño tan intenso por mi madre tan repentinamente? ¿Qué tiene que ver ella contigo? ¿Qué pretendes?-¡Muy bien, Digs! -susurró Polly en su oído-. ¡Rápido! Vámonos en el acto. No se había atrevido a decir una palabra durante toda la discusión porque, entiéndeme, no era su madre la que estaba por morir.-Arriba entonces -dijo Dígory, empujándola encima del lomo de Volante y trepando después él mismo con toda la rapidez que pudo. El caballo desplegó sus alas.-Vayan, pues, estúpidos -gritó la Bruja-. ¡Piensa en mí, muchacho, cuando yazgas viejo, débil y moribundo y recuerda que rechazaste la oportunidad de la eterna juventud! No se te volverá a ofrecer. Ya se encontraban tan alto que apenas la escuchaban. Tampoco perdió la Bruja su tiempo mirándolos; la vieron marcharse hacia el norte por la ladera de la colina. Habían partido temprano en la mañana y lo que ocurrió en el jardín no tomó mucho tiempo, de modo que Volante y Polly dijeron que fácilmente estarían de regreso en Narnia antes de que cayera la noche. Dígory no habló en todo el camino de vuelta, y los otros no se atrevían a hablarle. Estaba sumamente triste y no siempre se sentía seguro de haber hecho lo correcto; mas cada vez que se acordaba de las relucientes lágrimas de Aslan, tenía la más plena seguridad.Durante todo el día el caballo voló sin parar, incansablemente; fue hacia el este guiándose por el río, atravesando las montañas y volando por sobre las silvestres colinas boscosas, y

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después por encima de la gran catarata, y siguió y siguió hasta donde el imponente acantilado oscurecía con su sombra los bosques de Narnia, hasta que, por fin, cuando el cielo se teñía de rojo tras ellos con la puesta de sol, vio un sitio donde había muchas criaturas reunidas a la orilla del río.Y pronto pudo ver a Aslan en medio de ellos. Volante se deslizó hacia abajo, extendió sus cuatro patas, cerró sus alas y aterrizó a medio galope. Luego se paró en seco. Los niños desmontaron. Dígory vio que todos los animales, enanos, sátiros, ninfas y otras cosas se apartaban a derecha e izquierda para dejarle el paso. El se dirigió directamente hacia Aslan, le entregó la manzana, y dijo: -Te traje la manzana que querías, señor” (C. S. Lewis, Crónicas de Narnia, El sobrino del mago, 13: Un encuentro inesperado).

Propuesta: Hay quien se pregunta si en nuestro mundo actual es posible la fidelidad. La Biblia, en cuanto libro que narra la historia de las relaciones de Dios con un pueblo concreto –como signo de lo que quiere realizar con todos–, no es otra cosa que un largo y variado testimonio de esa fidelidad de Dios a los hombres, en medio y a pesar de sus infidelidades. Recordemos cómo esa historia de la fidelidad se abre con el Génesis, que es la expresión de la fidelidad constituyente, creando Dios al hombre y llamando a Abraham, y se cierra con el Apocalipsis, que es expresión de una fidelidad constituida en la nueva creación. Es decir, es la fidelidad de una Iglesia que en medio de las tribulaciones da testimonio de Dios e introduce a los que han permanecido fieles, en su propio misterio. Lo más hermoso de toda la Biblia es que todas sus páginas nos hablan y proclaman que Dios ha querido establecer un lazo de amor con los hombres. Él ha instaurado una alianza con quienes no le conocían y se ha dado a reconocer a los que ni siquiera le buscaban. ¡Qué maravilla es comprobar que de Él ha sido la iniciativa, que Él ha sido el primero en ofrecer fidelidades, amándonos primero! ¡Qué estremecimiento me dio, el día que comprendí existencialmente que Él suscita nuestras fidelidades y Él las conserva! ¡Qué milagro más extraordinario ser cristiano, que es lo mismo que ser fiel!

Pistas de educación para la fidelidad: En la formación de los sacerdotes y seminaristas, nada hay que suponer, debe educarse en el ejercicio responsable de la libertad, la continuidad debida, la laboriosidad, la generosidad, un alegre espíritu de sacrificio. Todo ello es necesario para aprender a amar con un amor verdadero, no ególatra, con un amor permanente y fiel, capaz de reafirmarse por encima de los cambios y las dificultades:

1º Convicciones.2º Oracion y ejercicio de las virtudes. 3º Ascesis

1º Convicciones: El secreto de toda educación es el de favorecer convicciones que motiven y configuren el comportamiento de la persona del consagrado sacerdote o del futuro sacerdote. Apoyados en Cristo, debemos estar convencidos de que es posible fomentar motivaciones estables que sostengan la fidelidad, cuyo fundamento sean motivaciones religiosas, firmes y estables, capaces de justificar la perseverancia en los compromisos adquiridos ante Dios y en presencia de la Iglesia. Esto quiere decir que hay que descartar motivaciones superficiales, ocasionales, poco realistas, aunque se revistan de mucha generosidad: «cambiar el mundo», «trabajar por un mundo mejor. Estas razones, aparente positivas, no resultan suficientes para justificar una decisión permanente, capaz de reafirmarse ante nuevas circunstancias a lo largo de la vida entera. Una razón que no sea estrictamente específica y verdaderamente permanente, que no fundamente, al calor de la

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gracia, una vida del todo entregada al servicio ministerial a Cristo y a la entrega por la salvación de los demás, no es genuina fidelidad. «Examinen bien sus intenciones y motivaciones, la dedicación al ministerio hoy lo reclama... sólo el que así procede puede permanecer en pie» (Benedicto XVI Discurso en la celebración de las vísperas con sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos en Fátima, Portugal 12 de mayo de 2010).

2º La fidelidad es un don, pero es la hija mayor de la oración. Cada día hay que pedir a Dios con humildad la perseverancia, la fortaleza, el amor suficiente para corresponder con ilusión a los dones recibidos, El no nos dejes caer en la tentación es también el no nos dejes caer en el tedio, en el cansancio, en la rutina y la costumbre... La perseverancia no está al alcance de nadie, sino que es un don de Dios que tenemos que pedir con amor, humildad y confianza. El simple pasar el tiempo puede desgastar severamente convicciones y motivaciones, y más si surgen otras diferentes. Es preciso mantener las convicciones y las motivaciones bien fundamentadas con la oración y el ejercicio de la virtud teologal, la fe. Quien se ejercita en la fe se ejercita en la fedelidad..

La oración y la virtud alimentan la vida del sacerdote en esta conjunción nacen las convicciones y se fortalecen las motivaciones actualizadas, renovadas y fortalecidas. Oración y virtud son el acceso al encuentro personal con el Señor, la justificación de su vida y la fuente primera y profunda de su alegría. «Nada mejor para ser fiel que la diaria y fervorosa oración» (San Juan de Avila).

3º En la pedagogía de la fidelidad, la ascética, la abnegación, es necesaria en un doble sentido:

Cualquiera puede fallar en la fidelidad, en el momento menos esperado. Por lo mismo, la fidelidad de Dios sigue reclamando de nosotros correspondencia, la que es posible con el arrepentimiento, la humildad y una renovada confianza. El perdón es un desbordamiento del amor, es prueba y fruto de la fidelidad de Dios, una razón más para renovar nuestra fidelidad. Con la ascética es indispensable el luchar contra la extendida tibieza de muchos sacerdotes, la mediocridad, la falta de coraje apostólico, el justificar las «pequeñas» y habituales infidelidades, el no luchar contra el pecado en uno mismo. Es preciso revisarse con frecuencia, recuperar el vigor inicial, así como luchar insistentemente contra la tibieza y la mediocridad. Un plan de vida realista, bien cumplido así como una asistencia espiritual y una estricta ascética son la mejor ayuda en este camino de fidelidad.

La vida consagrada, sacerdotal o camino al sacerdocio, puede resultar dura en algunos momentos. Nuestros presbíteros, siempre asistidos por Cristo, tienen la capacidad y el gusto por renunciar a cosas, personas, gustos y proyectos. No es el absurdo gusto de renunciar sólo por renunciar; es la satisfacción de renunciar para concentrarse en lo que es el centro de sus aspiraciones: el conocimiento y el amor a Jesucristo, en la plena disponibilidad y dedicación al servicio de la evangelización, la auto exigencia en el trabajo, el correcto aprovechamiento del tiempo, el mayor rendimiento en las tareas por el Señor encomendadas. Sin renuncias, sin privaciones, sin ascética ni hay claridad en las convicciones ni entusiasmo en la entrega, ni habrá genuina reafirmación en las decisiones adoptadas, a la luz de Cristo, el Señor.

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Desde el inicio hay que clarificar estas pruebas y renuncias. El que no renuncia de joven, menos lo hará de adulto. El adulto que no renuncia, posiblemente no mantuvo los primeros pasos y ahora vive de la inercia, de la costumbre. Para todos, jóvenes y adultos, es muy clara la tarea: volver a la virtud. Conclusión: No podemos caer en el error de confundir o rebajar la fidelidad. La fidelidad a la que el Señor nos llama no es la costumbre, pues esta surge automáticamente por la repetición de actos, sino que somos llamados a un decidido querer ser desde Dios y un permanecer en Él. Gabriel Marcel sugirió hablar de la fidelidad creadora, decía así: “Lejos de degradarse en obstinación estéril, la más despreciable de sus criaturas, la fidelidad auténtica es libre, inventiva, creadora. Comunión viviente, implica una lucha activa y continua contra las fuerzas que tienden en nosotros hacia la dispersión interior y no menos hacia la esclerosis del acostumbramiento. No mantiene sino creando. Bajo su forma elemental se expresa como creación negativa, rechazando como tentaciones aquellas realidades o situaciones que contradirían nuestro compromiso. Positivamente es una obligación de inventar una conducta conforme a las promesas, de entablar unas relaciones y de configurar un yo adaptado al nuevo estatuto de vida” (G. Marcel, Tre et avoir. París 1935, 55-80).

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iii Reconciliatio et Poenitencia n. 6

iv Reconciliatio et Poenitencia n. 6

v CARLO CARRETO, Cartas del desierto, c. 10.

vi Carta del P. Marcial Maciel a un religioso, del 29 de mayo de 1988.

vii La actividad incontenible, típica de muchos hombres a esa edad, es una huida inconsciente, muchas veces, ante la crisis interior (ANSELM

GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual, pp. 46-47).viii

ANSELM GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual, p. 45.ix

ANSELM GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual, pp. 49-50.x ANSELM GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual, p. 57.

xi ANSELM GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual, p. 58

xii Solet etiam serpens eligere strictas rimas, per quas transiens veterem pellem exuat: similiter praedicator transiens per angustam viam, veterem

hominem omnino deponat (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea in Matthaeum, c. 10 n. 5)xiii

Dominum et vivificantem, n. 45.xiv

Dives in misericordia, n. 6xv

Dives in misericordia, n. 5xvi